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LA IGLESIA EN QUE SIRVO

Alberto Barrientos

Publicado por

Editorial UNILIT

Miami, FL 33172

en coedición con LOGOI, Inc.

© 2003 LOGOI, Inc.

Segunda edición revisada

Copyright 1997 por LOGOI, Inc.

Miami, FL 33186

Todos los derechos reservados.

Prohibido la reproducción, total o parcial, de esta obra,

por cualquier medio, visual o auditivo,

sin autorización escrita de los editores.

Producto 491047

ISBN 0-7899-0255-9
Contenido

Prefacio

1 Raíces históricas de la iglesia

2 Los fundamentos de la iglesia

3 Las piedras vivas de la iglesia

4 Finalidades de la iglesia cristiana

5 El gobierno de la iglesia

6 Los dones espirituales de la iglesia

7 La fe en la iglesia apostólica

8 Fe y conducta en la iglesia

9 Problemas en la iglesia

10 Exhortaciones y promesas a la iglesia


Prefacio
La iglesia consiste de todos aquellos que han recibido el regalo de la vida eterna por
confiar únicamente en Jesús como Salvador. El Espíritu Santo nos ha unido en un solo
cuerpo, la iglesia, a todos los que hemos recibido este gran regalo. Por lo tanto, existe una
gran iglesia universal compuesta de todos los que han sido salvos por la fe en Jesús, y
también hay múltiples expresiones locales de dicha gran iglesia. Nuestro Señor Jesucristo
le dijo a Pedro: “Yo edificaré mi iglesia”. Ya que la iglesia le pertenece a Jesús debemos
buscar sus instrucciones acerca de cómo cumplir con nuestros deberes. Dios nos instruye
que la iglesia crece en parte por medio de la edificación mútua. Es decir, Dios desea que
cada creyente participe en el proceso de madurar en el cual se encuentra la iglesia. No
podemos darnos el lujo de despreciar ni siquiera un miembro ya que Dios tiene un plan
para cada uno de ellos.

Sin embargo, las iglesias de hoy en día necesitan ayuda a fin de cumplir con lo que Dios
quiere. Podemos observar varias características en las congregaciones contemporáneas:
1. Las iglesias en las que el pastor se convierte en dictador posesivo y no funciona como
siervo proveedor para el rebaño; 2. Los creyentes en las iglesias que actúan como
espectadores pasivos y no participantes vivientes en el proceso de la mutua edificación;
3. Hay a veces un espíritu materialista que en vez de provocar el compartir los bienes
materiales con los necesitados utiliza la iglesia como medio de ganancia y no de
ministerio; y 4. Hay iglesias, sin embargo, que siguen las normas bíblicas, cumplen los
propósitos escriturales, y son de gran bendición a Dios y al mundo que les rodea.

Es nuestra esperanza que este libro lo ayude a pensar acerca de la iglesia y de su papel en
ella. Sólo la Biblia tiene todas las respuestas perfectas. Sin embargo, es nuestra oración
que a la medida en que este libro representa la enseñanza bíblica, usted y su iglesia pongan
en práctica los principios presentados aquí. Así, cumpliremos con el propósito más alto
del ser humano: glorificar a Dios. Dios ha creado la iglesia para dicho fin. Sirvámoslo
con gozo y confianza sabiendo que sólo por la fe en Jesús nuestra eternidad está segura
por medio de su obra perfecta en la cruz a nuestro favor y que además, seremos
recompensados ricamente por una buena labor entre los suyos.
1

RAÍCES HISTÓRICAS DE LA IGLESIA

INTRODUCCIÓN

Son muchos los criterios que se han emitido respecto a la iglesia cristiana, tanto favorables
como en contra. Si bien en muchos casos se le compara con la sal que perdió su sabor,
por lo cual fue hollada por los hombres, con todo, el hecho de que permanezca hasta hoy,
y esté llena de vigor en un mundo que le es adverso en mil maneras, indica que, en mayor
o menor grado, ella ha cumplido su labor.

Para algunos la iglesia representa simplemente el producto de un sistema económico; un


instrumento en manos de los poderes políticos; un medio que tienen ciertos grupos e
intereses para manipular personas y pueblos; un rasgo todavía presente de expresiones
culturales muy antiguas y ya superadas en el desarrollo de la historia, y por tanto,
condenada a desaparecer.

Otros, un poco menos negativos, piensan que la iglesia es como un organismo que ayuda
a amalgamar la sociedad; o bien es un factor que si no existiera sería ideal crearlo porque
proporciona un ambiente para tener compañerismo.

Otros ven en ella un organismo que no tiene explicación ni razón de ser aparte de lo que
la Biblia enseña, por lo cual la entienden, la ven y la viven como un verdadero proyecto
de Dios en la tierra.

Las cuestiones así planteadas, y que están en la mesa de discusión hoy día en todo sitio,
exigen ser analizadas. Para ello debemos irnos a las fuentes mismas de donde la iglesia
toma su fundamento, esto es, la palabra de Dios, la Biblia.

En sus páginas encontramos tres escenarios principales y tres protagonistas: una entidad
religioso-política que es la nación hebrea; una persona, Jesucristo; y un organismo
espiritual, que trasciende razas, naciones, lenguas y culturas: la iglesia. Los tres están en
relación única y absoluta con Dios el Padre y con la realización de un plan de
proyecciones personales, cósmicas, temporales y eternas.

¿Cómo surgió la iglesia cristiana? ¿Qué razones se dieron para que esto sucediera? ¿En
qué manera el mundo actual se ve afectado por la presencia de la iglesia? ¿Qué
importancia tiene para los que nos llamamos cristianos? Estas cuestiones, que atañen a la
raíz histórica y bíblica de la iglesia, son de las que nos ocuparemos en seguida.

1. PROMESAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO

Necesitamos ubicarnos en la más amplia perspectiva bíblica para comprender mejor a la


iglesia, como fenómeno histórico y como factor teológico de alcances extraordinarios. La
raíz histórico-teológica de la iglesia se hunde en el principio del plan divino de redención.
¿En qué nos apoyamos para decir esto?

(1) Primeramente en la promesa hecha por Dios a Abraham, en un sentido doble. Por un
lado porque “serán benditas en ti todas las familias de la tierra” (Gn 12:3).
Indudablemente que el propósito divino fue en un principio que por medio de la
simiente misma de Abraham, y de su pueblo, aquello tuviera cumplimiento. Pero al
fallar la nación judía al llamamiento y vocación que Dios le asignó, la bendición
celestial llegó al mundo a través de la predicación del evangelio por medio de la
iglesia, a partir del siglo I de nuestra era (Mt 21:43; Jn 1:11–12).

Por otro lado las familias de la tierra serían bendecidas en la promesa a Abraham por
el solo hecho de creer en la promesa de Dios. En el Antiguo Testamento los judíos
no alcanzaron la promesa, ni llegaron a ser bendición al mundo, porque la buscaron
por medio del cumplimiento de la ley. Pero en el Nuevo Testamento la bendición al
mundo llega por el evangelio que llama al hombre y a la mujer, al igual que a
Abraham, a creer en Dios, a creer en Su palabra. Por eso Abraham vino a ser también
padre de todos los que hoy formamos la iglesia, simplemente por la fe en el Hijo y
en su obra redentora (Ro 4:1–25; Gá 3:6–18; He 4:2).

(2) Dios también dio una promesa respecto al remanente fiel de su pueblo. Israel una y
otra vez fue infiel a su Dios. Dios tuvo que castigarle muchas veces hasta que lo hizo
en forma muy severa como en el caso de la destrucción de Samaria, reino del Norte
(722 A.C.), luego con la destrucción de Jerusalén, reino del Sur (586 A.C.) y el
consiguiente cautiverio babilónico y finalmente, con la destrucción total y
esparcimiento judío por el mundo a partir del 70 A.D.

La promesa consistió en dejar un remanente, o sea un residuo, una parte de la


comunidad que sobreviviría después de la destrucción y que a su vez, sería el núcleo
de una nueva comunidad. El remanente no sólo habla de lo que quedaría del grupo,
sino de la misericordia divina en conservarlo para continuar con el desarrollo de su
plan (Is 19:24; 45:20; 66:18–23). Dios establecería un nuevo pacto por medio del
cual vendrían las bendiciones más preciosas. Este acontecimiento toma lugar con la
obra de Jesucristo y la correspondiente presencia y testimonio de la iglesia (Is 40:3–
11; 59:20–21; Ez 34:11–16, 23–24;36:24–27; Sof 3:17–20; Zac 12:10; 2 Cr 3:4–
6; He 8:6–13).

Consecuentemente, la primera comunidad cristiana, la iglesia en Jerusalén, se vio a


sí misma como aquel remanente electo de Israel y como la restauración del
tabernáculo de David que estaba caído (Jl 2:32; Hch 2:17; 15:15–18).

(3) La promesa divina de un derramamiento del Espíritu Santo sobre toda carne, como
nunca antes fue conocido, dada por el profeta Joel y hecha vivencia común, primero
por un grupo de judíos y prosélitos el día de Pentecostés, luego sobre samaritanos y
posteriormente más extensamente a todos los gentiles (Jl 2:28–32; Hch 2:14–21; 8:4–
17;10:1–48).

De modo que si bien en el Antiguo Testamento no se inicia la iglesia en el sentido que se


presenta en el Nuevo, sin embargo, por la sabiduría y misericordia divinas ya se presentan
elementos que darán fundamento sólido a la parte del proyecto divino que se concentra
en la iglesia.

Es sumamente importante reconocer este factor porque lleva al estudiante de la palabra


de Dios a comprender otros elementos. Por ejemplo, la profunda unidad de la Biblia, que
a pesar del tiempo y circunstancias en que fue escrita, está tejida cuidadosamente por la
mano de Dios. Y podemos también entender cómo el Nuevo Testamento no se da ni se
comprende sin el Antiguo y viceversa, aunque sí debemos aprender a trazar las líneas de
lo que continúa de uno a otro y también lo que fue interrumpido.
2. PREPARACIÓN PARA EL NACIMIENTO DE LA IGLESIA

Una serie de acontecimientos altamente significativos e importantes se dieron en un lapso muy


breve y antecedieron al surgimiento de la iglesia cristiana. Los más sobresalientes son los
siguientes.

(1) El ministerio de Juan el Bautista

Durante su carrera profética, este hombre de Dios, primeramente anuncia un mensaje que
demanda a las gentes arrepentimiento ante Dios, una actitud nueva ante la religiosidad y
una expresión de genuina sinceridad e integridad ante los semejantes. Todo ello debido a
que preparaba el camino al que habría de bautizar con Espíritu Santo y con fuego (Mt 3:1–
12; Lc 3:1–18).

Juan el Bautista es quien señala específicamente al que habría de sentar las bases para la
nueva comunidad con la cual Dios llevaría adelante sus planes redentores en el mundo.
Presenta a Jesús como el que “es antes de mí” (aunque Juan nació primero que Jesús); como
el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; como el Hijo de Dios al descender el
Espíritu Santo en forma de paloma el día de su bautismo; y Juan lo hizo de tal manera que
sus discípulos empezaron a seguir a Jesús. Con ellos empezó a formarse el núcleo con el
cual se fundó la iglesia (Jn 1:26–27, 29–34, 35–42).

Aunque Juan el Bautista nunca conoció la iglesia, en modo indirecto le brindó su apoyo.
Cuando el apóstol Pedro habla en Jope al gentil Cornelio y a otros que él había reunido,
Pedro da por sentado que el ministerio de Juan el Bautista se había divulgado por toda
Judea y Galilea y en alguna manera era conocido por Cornelio (Hch 10:32–37). Cuando
Pablo llegó a la lejana ciudad de Éfeso, encontró un grupo de personas que habían recibido
el “bautismo de Juan” (Hch 19:3). Con ese grupo, al ser “bautizados en el nombre de Jesús”,
se establece una importantísima avanzada de la iglesia cristiana en Asia Menor.

Aunque es materia de discusión, muchos opinan que las palabras de Jesús en Samaria,
“otros labraron”, era una referencia al testimonio de Juan el Bautista a la gente de dicha
región (Jn 4:38). Sabemos que Samaria, después de Jerusalén, recibió el evangelio con
“gran gozo” (Hch 8:4–17). Así como los casos citados, no sabemos en qué manera el
ministerio de Juan preparó otros terrenos y corazones para el establecimiento en el futuro
de iglesias cristianas.

Desde otro punto de vista, vale la pena notar cómo de nuevo en este caso, las “piezas”
aparentemente tan separadas en el plan de Dios, están perfectamente engarzadas y
coordinadas. Juan el Bautista, el último de los profetas de la antigua dispensación, viene a
servir, indirectamente, como eslabón para lo nuevo que Dios estaba creando: su iglesia.

(2) El ministerio de Jesucristo

Indudablemente que es mucho lo que se puede decir sobre la manera en que contribuyó el
ministerio de Jesucristo en el surgimiento de su iglesia. Podemos citar lo más notorio.

Por un lado llama siempre la atención el hecho de que Jesús casi no se refiriera a la iglesia.
En el evangelio de Mateo aparecen las dos únicas citas: “sobre esta roca edificaré mi
iglesia” y “si no los oyere a ellos, dilo a la iglesia; y si no oyere a la iglesia …”
(16:18;18:17). En el segundo caso, evidentemente, se refiere a la sinagoga.

Con todo, la referencia de Mt 16:18 es suficiente para comprender lo que Jesús ya tenía en
mente, considerando el hecho de que él vino a los suyos pero éstos no lo recibieron. Así la
iglesia se abrió paso, primeramente entre un grupo de judíos que creyeron y luego con los
muchos gentiles que sí lo recibieron y lo siguen recibiendo por la fe.

También es necesario tener presente el papel transitorio que ocupa el Señor Jesús al venir
por un lado a hacer lo que ni la nación judía ni nadie había hecho: cumplir la ley. Y hacerlo
por todos los que no lo hicieron ni lo podrían hacer. Por otra parte, vino a cumplir la
demanda divina de sacrificio por el pecado, llevando la maldad de la humanidad en su
calidad de Cordero de Dios. Finalmente, vino a revelar el amor, la gracia y la verdad del
Padre para toda la humanidad, lo que viene a cristalizarse en el evangelio que llega a todas
las gentes por medio de la iglesia (Mt 5:17–18; Jn. 19:30; Gn 22:7; Éx 12:1–11; Is 53:7; Jn
1:29; He 10:5–10; Jn 1:16–18; Hch 1:8). Así Jesús cierra el capítulo de la ley para abrir de
par en par las puertas de la gracia (He 8:8–13).

El Señor Jesús igualmente hizo una avanzada decisiva en el establecimiento de su iglesia


al formar el núcleo apostólico de los doce, íntimo y decisivo en sus planes, y el círculo
mayor de los setenta. Aun se puede incluir en el círculo a las mujeres y otras personas que
anduvieron muy cerca de él y participaron del derramamiento del Espíritu el día de
Pentecostés. El número total se aproximaba a los ciento veinte (Le 9:1–6; 10:1–20; 8:1–
3; 23:27; Hch 1:12–14; 2:1–4).

Otro factor que debe ser reconocido como preparatorio para el surgimiento de la iglesia fue
el extenso ministerio de Jesús en toda su nación. Su nacimiento milagroso rodeado de
hechos exclusivos, su vida excepcional, sus milagros, su enseñanza y predicación, fueron
del conocimiento de quizá toda la gente que habitaba Judea, Samaria, Galilea y aun más
allá. Es indudable, por ejemplo, que la conversación con la mujer samaritana, y con sus
coterráneos, preparó el ambiente para lo que posteriormente se dio cuando Felipe les
anunció el evangelio (Jn 4:1–42; Hch 8:5–25). Y así muchos otros casos más.

Pero sobre todo, Jesús coloca el fundamento de la iglesia en el acontecimiento central de


la Biblia y de toda la historia de la humanidad, esto es, su sacrificio expiatorio por el pecado
en la cruz, su resurrección como el sello de la aprobación divina sobre su obra para nuestra
justificación, su ascensión a la diestra del Padre para desempeñarse como único mediador,
su anuncio del inminente envío del Espíritu Santo, su próximo regreso como Señor en
plenitud, y su orden de llevar hasta lo “último de la tierra” el mensaje del evangelio (Is
52:13–53:12; Mt 16:21; Lc 24:44–49; Hch 1:6–8; He 1:1–2; Ro 4:25; Mr 16:15–20; Mt
28:18–20).

De los datos anteriores que nos brindan las Sagradas Escrituras, unos son hechos históricos,
objetivos, y otros palabras y promesas de Dios que constituyen, no meramente el trasfondo
histórico, sino el fundamento y razón de ser de la iglesia cristiana. Por ello su vida y misión
quedan inseparablemente vinculadas con dichos principios.

(3) La expectativa mesiánica frustrada

Quizá la última pregunta que le formularon los discípulos al Señor Jesús antes de ascender
a la diestra del Padre, revela en forma clara la expectación política de los judíos en aquel
momento. “Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?” (Hch 1:6). Esperaban la
redención política de su nación. Era tal su sentir al respecto que algunos de los discípulos
portaban armas para entrar en acción en el momento, que suponían, su Mesías les habría
de indicar (Lc 22:38, 49; Jn 18:10).

Por eso no podían entender la redención espiritual que Jesús realizó (Mt 16:21–23; Lc
24:13–27).
Dicha expectativa, tan arraigada en el pueblo, tenía razones bien fundadas. La nación judía
estaba bajo el poder del Imperio Romano, aspecto por demás indigno para el pueblo de
Jehová, y para los movimientos de liberación que ya se daban, entre ellos los Zelotes (Lc
6:15; Hch 5:36–37). La aparición de Juan el Bautista confirmaba promesas del Antiguo
Testamento acerca de la venida del Señor a su pueblo (Lc 3:15; Is 40:3; Mal 3:1).

La serie de profecías dadas en el tiempo del anuncio del nacimiento, tanto de Juan el
Bautista como de Jesús, indicaba la llegada del momento esperado de redención de la
nación (Lc 1:26–38, 46–55, 65–66, 67–79; 2:8–20, 25–28, 29–35, 36–38). Por lo cual,
incluso, el Rey Herodes estuvo muy atento a las circunstancias y trató de destruir al niño
Jesús (Mt 2:1–21).

En la opinión de muchos intérpretes bíblicos, el abandono que hicieron los discípulos de


su maestro, la traición de Judas, el vuelco del pueblo después de haberlo recibido
con hosannas como el hijo de David y rey de Israel, y la preferencia por la liberación del
sedicioso Barrabás, estuvieron directamente relacionados con la frustración sentida al ver
que Jesús no encarnó al Mesías que esperaban ni el establecimiento del reino de Dios en
forma terrenal.

Sin embargo el mismo Nuevo Testamento nos da la respuesta. Por un lado los judíos, en
unión con los gentiles, al rechazar a Jesús y darle muerte (Hch 2:22–23; 3:13–15; 4:25–
27), llenaron “la medida” de sus padres (Mt 23:32). Por lo que fueron castigados y el reino
de Dios fue quitado de ellos y dado a “gente que produzca los frutos de él” (Mt 23:32–
36; 21:33–46). Parte de esto se cumplió con la destrucción de Jerusalén en el 70 A.D. por
las fuerzas romanas con la consiguiente dispersión judía por el mundo hasta el día de hoy.

El apóstol Pablo retoma este asunto en su carta a los Romanos y nos ofrece la más clara y
autorizada explicación. Dice que aunque Dios “no ha desechado a su pueblo”, por lo que
“aún en este tiempo ha quedado un remanente escogido por gracia”; sin embargo por “su
transgresión —la de los judíos— vino la salvación a los gentiles …”. Que el
endurecimiento de los judíos es “en parte, hasta que haya entrado la plenitud de los
gentiles” (Ro 11:1–35).

Este factor toma cuerpo con el establecimiento de la primera iglesia cristiana en Jerusalén,
más los judíos y prosélitos de muchas naciones que creyeron en el día de Pentecostés y
regresaron a sus lugares de origen, así como también con los que huyeron por causa de la
persecusión; todos ellos en realidad constituyeron aquel “remanente escogido por gracia”,
base de las primeras congregaciones cristianas. Luego el remanente se incrementa con la
predicación de la buena noticia y establecimiento de la iglesia entre los pueblos gentiles
(Hch 2:43–47, 9–11; 8:1, 4; 11:19–21). De manera que la expectación mesiánica se
cumplió en parte con el establecimiento de la iglesia.

Para no dejar un vacío en el tema, diré brevemente que mi apreciación bíblica es que la
función mesiánica de Jesús hacia su pueblo no quedó frustrada. Las promesas del Señor
están hechas y tendrán su cumplimiento. Pero por el ministerio de Jesús, en la realización
del plan divino de redención, aquello se detuvo “momentáneamente”.

3. EL DÍA DE PENTECOSTÉS

Pentecostés es el día del verdadero nacimiento de la iglesia de Jesucristo. Aunque en forma


previa se dio una serie de acontecimientos como los mencionados anteriormente, y
se fueron sentando bases para lo que habría de surgir, el cumplimiento de la profecía de
Joel tocante al Espíritu Santo, marca el inicio de la iglesia (Jl 2:28–32; Hch 2:16–21).

Pentecostés era una de las tres grandes fiestas anuales establecidas por Dios para su pueblo.
La palabra significa “quincuagésimo día”. Se daba entre mayo y junio, cincuenta días
después de la Pascua. Son términos sinónimos la fiesta de las semanas, la fiesta de las
primicias y la fiesta de las cosechas (Dt 16:10; Nm 28:26; Éx 23:16).

Para esta fecha 120 seguidores de Jesús estaban reunidos. Ellos “perseveraban unánimes en
oración y ruego” (Hch 1:14–15). Lo hacían en expectante obediencia a la orden del maestro
al final de su ministerio terrenal: “He aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre
vosotros; pero quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de
poder desde lo alto” (Lc 24:49).

El capítulo 2 del libro de los Hechos de los Apóstoles narra un acontecimiento sobrenatural,
que no sólo abarcó a los 120, sino a tres mil personas que aquel día recibieron la gracia del
nuevo pacto y empezaron a experimentar sus bendiciones. Como lo indica el pasaje, había
judíos y prosélitos reunidos en Jerusalén, no sólo de las regiones inmediatas, sino de lugares
tan lejanos como Mesopotamia, Asia y África. Muchas de estas personas, debido a la
persecusión desatada a los pocos días con motivo de la muerte de Esteban, fueron semilla
de la nueva fe y fundadores de la iglesia en muchos lugares (Hch 2:9–11; 11:19–21).

En realidad Pentecostés, en conformidad a su significado original, vino a ser una verdadera


fiesta de la cosecha de los primeros frutos. Lo fue en un sentido diferente al tradicional
judío. La cosecha era del Señor de la mies, del Señor que contrató obreros para su
campo, del Hijo del dueño de la viña que fue despreciado y muerto por los labradores, del
Hijo de Dios que se entregó a sí mismo por los pecados del mundo.

Conforme a la profecía de Isaías, el que ahora estaba a la diestra del Padre, empezaba a ver
“el fruto de la aflicción de su alma”; por “su conocimiento” estaba justificando a muchos
y quitando las “iniquidades de ellos” (Mt 21:33–46; 20:1–16; Is 53:10–11). Los primeros
frutos eran personas que creían que Jesucristo era el hijo de David, el Cristo, el Señor y
Salvador.

Pero Pentecostés fue algo infinitamente mayor e inesperado. Lo que trajo no fue sólo la
experiencia de las lenguas de fuego y la ágil comunicación de la fe como lo vivieron los
120 y muchos más. Recibieron un nuevo corazón y un nuevo espíritu; se les quitó de sus
vidas el corazón de piedra y recibieron un corazón de carne. Además recibieron el Espíritu
mismo de Dios para poder andar en sus estatutos, guardar sus preceptos y ponerlos por
obra. Esta fue la experiencia que vivió en un principio la primera iglesia cristiana de
Jerusalén, conocida por muchos como la “iglesia primitiva” (Ez 36:25–27; He 7:20–
28; 8:8–13; Hch 2:43–47; 4:32–35).

Pentecostés en este sentido no es simplemente un día del calendario religioso común, sino
una fecha extraordinaria en la cual Dios, en la persona de su Santo Espíritu, viene en forma
permanente a las personas que acatan el llamado de Dios en Cristo Jesús. Es lo que Pablo
llamó “el misterio que había estado oculto desde los siglos y edades, pero que ahora ha sido
manifestado a sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer las riquezas de la gloria de
este misterio entre los gentiles; que es Cristo en vosotros, la esperanza de gloria …” (Col
1:26–27). Pentecostés es nada menos que Dios entre los hombres de buena voluntad, y Dios
habitando en las personas que acuden al llamado de su Hijo.
Así empieza la iglesia cristiana. Y así queda marcada su vida y su misión.

4. LAS PRIMERAS IGLESIAS CRISTIANAS

El desarrollo de este capítulo, como del resto del libro, está enmarcado fundamentalmente
en los datos que nos ofrecen las páginas de la Biblia. De manera que en los siguientes
párrafos, presentaré las iglesias acerca de las cuales tenemos referencias en el Nuevo
Testamento y no en otros documentos históricos. En esta sección haré sólo una mención
general de las congregaciones, ya que el desarrollo de los capítulos siguientes nos llevará
a considerar aspectos particulares de ellas.

Las referencias bíblicas que tenemos nos indican que se formaron iglesias cristianas,
primeramente en Jerusalén (Hch 2:37–47; 15:4). Después de cierto asentamiento de esta
congregación, en forma quizá simultánea, o velozmente sucesiva, como reacción en
cadena, encontramos iglesias en Samaria, Judea, Galilea, Damasco y Fenicia. Esto se dio
como resultado del esparcimiento de los cristianos debido a la persecusión de Saulo y de
las autoridades religiosas judías (Hch 8:1, 4, 5; 9:19; 15:3).

Son muy pocas las referencias que tenemos sobre el establecimiento de las primeras
iglesias en dichas regiones. De Samaria sabemos que no sólo en la ciudad misma se anunció
el evangelio y se estableció una congregación, sino que por haberse predicado en “muchas
poblaciones” es de presumir que también en ellas se formaron iglesias. En modo semejante
ocurrió en la región de Judea y Samaria. Sabemos que después de cierto tiempo dichas
iglesias “tenían paz por toda Judea, Galilea y Samaria; y eran edificadas, andando en el
temor del Señor, y se acrecentaban fortalecidas por el Espíritu Santo” (Hch 9:31).

Luego hay una serie de congregaciones de las cuales tenemos más datos. Son las de
Antioquía de Siria, Antioquía de Pisidia, Listra, Derbe, Iconio, Filipos, Tesalónica, Berea,
Atenas, Corinto, Éfeso, Troas, Roma, Galacia, Colosas, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardis,
Filadelfia, Laodicea y Creta.

San Pablo expresó su inmenso regocijo al decir “todo lo he llenado del evangelio de Cristo”
(Ro. 15:19). Él vivió varios años en su lugar de origen, Tarso, donde se supone, su
testimonio y labor deben haber desarrollado alguna congregación, acerca de la cual no
tenemos referencia. Hasta el día de hoy en España piensan que San Pablo visitó sus tierras
y existe una ruta que supuestamente siguió. Sin embargo, bíblicamente, lo único que
sabemos es que él tenía la intención de visitarla (Ro 15:24).

Al igual que dichos ejemplos, el apóstol Pedro escribe a los “expatriados de la dispersión”
en varios lugares. Lo mismo hacen Santiago, Juan y Judas. Es de suponer que igualmente
lo hicieron pensando en congregaciones cristianas que, debido a persecuciones, estaban
integradas en modo muy rudimentario basándose en el principio de que “donde están dos
o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18:20).

Sorprende que en un lapso cercano a los 60–70 años, del grupo inicial establecido en
Jerusalén, la iglesia se extendiera por tantos lugares en forma tan rápida, teniendo en cuenta
las dificultades, persecuciones, falta de recursos económicos y falta de buenos medios de
locomoción. Así se pone en evidencia el cumplimiento del mandato del Señor de que su
evangelio partiera de Jerusalén hasta lo último de la tierra. Y, además, que el poder recibido
por el Espíritu Santo como una experiencia transformadora de la vida y capacitadora para
testificar, era el elemento vital para el avance del evangelio y el desarrollo de la iglesia.

5. CONCLUSIONES

Con base en los elementos que han sido expuestos, considerados como raíz histórica y
bíblica de la iglesia cristiana, cierro este capítulo con una serie de consideraciones o
conclusiones generales.

(1) En primer lugar, para quienes hemos creído que Dios ha hablado a la humanidad, tanto
por medio del Señor Jesucristo, como de la palabra escrita que tenemos en la Santa Biblia,
tenemos que reconocer claramente lo siguiente: La iglesia no aparece en el mundo como
un accidente más de la historia o como un simple resultado en la conjugación de fenómenos
puramente humanos, económicos o culturales. La iglesia no es el producto de una
mentalidad formada alrededor de mitos, leyendas o ingenuas creencias.

La iglesia es el producto del sentir, del pensar y del actuar manifiestamente intencionados
de Dios en el mundo, en su preocupación por la redención, regeneración, protección y
destino eterno de sus criaturas racionales. Ella constituye una parte fundamental en el
desarrollo total del plan pensado y dirigido por Dios mismo.
Cualquiera que haya decidido seguir la fe de Jesucristo, y quien comprenda que su vocación
cristiana es un llamado a servirle, debe armarse primeramente con estos pensamientos. Pues
“no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Dios”. Tenemos ahora la
“mente de Cristo”. Por lo cual debemos acomodar “lo espiritual a lo espiritual” (1
Co 2:12, 13, 16).

Comprendemos que algunas de las experiencias tocante a la iglesia cristiana no son las
mejores ni las más acordes con lo que Dios espera y busca de ella. Pero esto de ninguna
manera debe hacernos perder de vista su más íntima realidad, y que debe ser la que inspire
y mantenga nuestras mejores actitudes y acciones hacia ella. Nuestra identificación con el
proyecto de Dios en Cristo y en su iglesia debe instarnos, por un lado, a bendecir al Señor
por su misericordia, y por otro, a disponernos a ser factores que permitan a la iglesia ser lo
que Dios se ha propuesto que sea.

(2) La iglesia viene a ser el producto de un genuino “soplo” divino, al ser el Espíritu Santo
mismo quien la inicia, la alienta, y la sostiene. No se puede entender, entonces, a la iglesia
aparte de esa presencia,acción, aliento y dirección. Por la fe en Jesús, por el bautismo en
agua y por el bautismo en un solo Espíritu, hemos sido incorporados a la iglesia (2 Co
3:17).

De manera que cuando se quiere ver a la iglesia únicamente como organización, o como
parte de la historia o de algunas sociedades, primeramente debemos preguntar cuál es el
lugar que el Espíritu Santo tiene en ella y en qué medida la está animando. Porque
ciertamente la iglesia en sus muchas expresiones, una y otra vez se ha desviado o ha perdido
su objetivo. Pero también una y otra vez el mismo Espíritu la ha vuelto a vivificar.
Cualquiera que sea la orientación teológica que el estudiante de la Biblia y servidor del
Señor en la iglesia tenga, debe entender que si el Espíritu de Dios no tiene el lugar que le
corresponde, ella no podrá ser lo que Dios, y no los hombres, se ha propuesto que sea.

(3) La iglesia está formada por personas y es para las personas. Para ellas es el nuevo pacto
y la nueva comunidad de creyentes.

Aunque este factor parece una repetición de cosas muy conocidas, sin embargo la historia
de la iglesia, posterior a la época apostólica, indica claramente que el objetivo muchas
veces se cambia. Se cambia por intereses económicos, políticos, militares, personales,
colectivos o institucionales. Y hay que estar en guardia constantemente contra esto.
Dios busca hombres y mujeres. La iglesia, formada por estos, debe seguir buscando
hombres y mujeres para que entren en toda la experiencia del nuevo pacto hecho posible
por su mediador, nuestro Señor Jesucristo.

(4) Si bien en los rasgos históricos destacados vemos que en el plan divino las personas
juegan un papel de trascendental importancia, hay que ver que lo son, no únicamente como
el objeto del amor de Dios, sino como sujetos o agentes activos de una importante acción
divina en el mundo. La iglesia recibe la bendición divina. Pero ella debe moverse, debe ir,
debe agilizarse para que la bendición divina llegue por su medio a más personas. Por esto
algunos dicen que la iglesia es misión, es tarea, es acción. Y esto plantea también serias
inquietudes cuando las congregaciones cristianas se vuelven estáticas, sólo buscadoras de
bendición, sin entrar en un serio y permanente compromiso con su Señor y con los seres
que la necesitan.

Lo anterior atañe en forma muy especial a quienes tienen funciones de liderazgo en las
iglesias. Porque cuidar y guiar al rebaño no es solamente alimentarlo y procurar que esté
bien. Es guiarle para que dé lana, carne y leche. Dicho en los términos de Jesús respecto al
reino de Dios, “para que produzca los frutos de él” (Mt 21:43).

¡Es un privilegio indescriptible conocer el nuevo pacto y formar parte del plan divino por
medio de la iglesia! ¡Armémonos con estos pensamientos!
2

LOS FUNDAMENTOS DE LA IGLESIA


INTRODUCCIÓN

Entre las diferentes figuras que son empleadas en el Nuevo Testamento para describir a
la iglesia de Jesucristo, tres de ellas plantean un asunto de capital importancia. Son las
figuras del templo, del edificio y de la planta. Estas suponen una realidad: deben tener un
fundamento, cimiento o raíz.

La base o la raíz es lo que está por debajo de la tierra. Permanece prácticamente invisible
pero sin ella no puede erigirse lo visible. El fundamento o raíz debe ser adecuado y
proporcional al volumen, peso y forma del edificio o árbol. El cimiento es lo que garantiza
la estabilidad de lo que se construye encima.

Desde otra perspectiva se dice que el fundamento o base real de la iglesia es el sistema
económico sobre el cual se levanta todo el edificio de la religión y por lo tanto, de la
iglesia. Este es el típico acercamiento que procede de la ideología marxista y de la
sociología que ella fundamenta, desde la cual se acusa a la iglesia de ser un simple
producto del sistema económico capitalista. Este tipo de explicación se encuentra
ampliamente difundido en nuestro continente y ha sido empleado aun por personas y
grupos que se dicen ser cristianos.

También en el interior mismo de la iglesia se dan procesos y experiencias que a menudo


hacen pensar que algunos de sus dirigentes parecen desconocer por completo cuál es la
verdadera base sobre la que se asienta la iglesia y cuáles son las implicaciones o
consecuencias de esto. Por ello a menudo los “edificios se desmoronan” fácilmente
porque han sido asentados sobre las arenas de personas, de ideas que surgen al calor de
circunstancias, de la interpretación de éstas, o de intereses muy variados.

Jesús dijo que él edificaría su iglesia, y él mismo puso su fundamento.

Los apóstoles reconocieron tal cimiento, y sobre él, fielmente, empezaron a levantar algo
que no ha podido ser destruido (1 Co 3:11; 1 P 2:4–8). A los cristianos del final del siglo
XX, y a los que estén en el XXI, si el Rey aún no ha regresado, les corresponde la misma
tarea y responsabilidad: conocer la base y raíz de la iglesia, no sustituirla, no alterarla,
sino reafirmarla y sobre ella edificar ardua y confiadamente. Si así procedemos, no
trabajaremos en vano, pues Dios edificará al lado de sus constructores (Sal 127:1–2).

1. IGLESIA: ¿QUÉ SIGNIFICA?

El término iglesia tiene en la Biblia varios significados, tanto a partir de su empleo en el


idioma griego del Nuevo Testamento, como en el hebreo del Antiguo.

(1) Uso en el Antiguo Testamento

La palabra aparece unas cien veces y es traducida como “congregación”, “asamblea” o


“compañía”. Se refiere a las asambleas constituidas para hacer un mal consejo (Gn
49:6; Sal 26:5). También se emplea para asuntos civiles, como en el caso cuando los
ancianos se reunían para discutir un asunto civil importante, para coronar un rey, etc. (1
R 12:3; Pr 5:14), o bien con fines de guerra (Nm 22:4; Jue 20:2), con fines de adoración
o para referirse a una asamblea de ángeles (2 Cr 20:5; Sal 89:5).

(2) Uso en el mundo griego secular

La palabra iglesia se refería a una asamblea legislativa o reunión. Significa “llamar fuera”.
También describe una reunión tal como la situación de alboroto presentada en Hch 19:32–
39. Así en la mentalidad griega dicho término no tenía una implicación religiosa.

(3) Uso teológico en el Nuevo Testamento

La mayoría de las referencias indican dos sentidos básicos de la palabra iglesia. Uno es
la congregación de cristianos que se reúne en determinado lugar. Son los casos citados en
los Hechos de los Apóstoles o bien en las epístolas cuando dice “la iglesia en Jerusalén”,
o “las iglesias tenían paz por toda Judea …”, o “la iglesia de Dios que está en Corinto”,
o “a las iglesias de Galacia”, o “a todos los santos en Cristo Jesús que están en Filipos,
con los obispos y diáconos”, etc.

Este sentido es el que en nuestro mundo latinoamericano conocemos comúnmente como


la “congregación local”. La mayoría de los documentos apostólicos fueron dirigidos
precisamente a estos grupos o iglesias. Y es a partir de estos núcleos donde se da la más
palpable realidad de lo que es la iglesia de Jesucristo, pues no sólo se reúnen los que
tienen una fe común y experiencia en el Señor, sino que llevan a cabo los propósitos que
él les ha señalado.

En el sentido evangélico entendemos que el punto vital, la fuerza mayor de lo que es la


iglesia, se da precisamente en la congregación local. Por lo cual ella tiene una importancia
extraordinaria. Y toda persona que trabaje en la obra del Señor debe entender que el
interés de Dios está dirigido primordialmente hacia ese núcleo humano. Y esto debe
determinar, en consecuencia, la valoración, interés y cuidado que debemos prestarle a
nuestra congregación.

De la misma manera en el Nuevo Testamento se presenta el otro sentido de la iglesia: Es


su expresión universal. Es la visión de la totalidad de congregaciones o iglesias en un
lugar, región, país o mundo entero. Incluso se habla de esa congregación total que ha
existido en todos los tiempos y lugares, a la que se da el nombre de cuerpo místico de
Cristo o iglesia triunfante.

En este amplio contexto bíblico, la iglesia es más que la congregación local. Y aunque
ésta sea el primer foco de nuestra atención, lógicamente porque allí participamos, jamás
podemos dejar de percibir el todo. Tampoco podemos perder de vista el modo en que
afecta la vida y misión de las congregaciones locales la imagen que se va proyectando de
lo que es la iglesia de Jesucristo en su sentido más amplio.

En realidad el Nuevo Testamento nos presenta ambos conceptos como parte de la realidad
de la iglesia, a la cual debemos comprender y someternos. O sea, que uno y otro deben
ayudarnos a determinar actitudes y acciones. No existe la iglesia universal sin las iglesias
locales. Igualmente, las iglesias locales deben admitir que hay algo mucho mayor que
ellas, que es la iglesia universal, aunque ella no exista en forma de una gran organización,
pero sí como el cuerpo de Cristo.

Cuando se toma conciencia de esto, se aprende a darle la importancia necesaria a la iglesia


local, y paralelamente, aprendemos a ver, amar y respetar a las otras congregaciones
cristianas. Y en vez de entrar en conflictos aprendemos a colaborar, puesto que edificamos
un solo organismo y, figurativamente, preparamos a una sola novia para sus bodas con el
Cordero (Ef 4:1–6; 5:25–27).
2. FIGURAS DE LA IGLESIA

El Nuevo Testamento presenta a la iglesia bajo una serie de figuras o símbolos. Ellos
aclaran lo que Dios piensa de ella y lo que los cristianos deben disponerse a realizar. Las
figuras más importantes son las siguientes.

(1) Un cuerpo

Es sumamente importante esta perspectiva que aparece en las cartas a los Romanos,
Corintios, Efesios y Colosenses. En Romanos plantea la multiplicidad de miembros,
personas, que al estar en Cristo forman un cuerpo, por lo cual son miembros los unos de
los otros (Ro 12:4, 5). Esta misma idea discurre en los otros pasajes.

Pero se señala además que dicho cuerpo se forma por la incorporación de personas las
cuales, al creer en Cristo Jesús como Salvador y Señor, son bautizadas “en un cuerpo” (1
Co 12:12–13). La cabeza de este cuerpo es Jesucristo y él da dones o capacidades por su
Espíritu Santo para que cada uno tome parte activa en la edificación de dicho cuerpo. Al
mismo tiempo se establece que esa realidad espiritual que vive el cristiano, le impone
toda una nueva forma de verse a sí mismo y de ver a sus hermanos, no importa la raza,
nacionalidad, sexo o cultura. Por consiguiente, debe desarrollar toda una nueva manera
de relacionarse (Ro 12:3–5, 6–7,9–16; 1 Co 12:1–11, 12–26, 27–31; 14:1–40; 1 P 4:10; Ef
4:11–16; Gá 3:27–28; Col 3:11).

(2) El edificio

Jesús anunció que él edificaría su iglesia (Mt 16:18). Él hablaba a judíos para quienes el
templo de Jerusalén era una realidad objetiva. Acerca de las iglesias en Judea, Galilea y
Samaria se afirma que eran edificadas (Hch 9:31). A los cristianos se les insta a edificar
(1 Co 3:10, 12; 8:1; 10:23; 14:4, 17; Ef 2:22; 4:16; 1 Ts 5:11;1 P 2:5; Jud 20), lo que nos
conduce a ver a la iglesia como un edificio que se va construyendo día a día hasta la
venida del Señor.

El edificio tiene su plan trazado por el arquitecto; tiene su fundamento, el cual es


prácticamente invisible y sostiene todo lo visible. Igualmente tiene sus edificadores que
deben sujetarse a lo planeado a fin de que resulte en “un templo santo en el Señor” (Ef
2:21).
(3) La planta

San Pablo emplea la figura de una planta que es sembrada por alguien, regada por otros,
pero cuyo crecimiento proviene de Dios (1 Co 3:6–9). Puede ponerse al lado de lo anterior
el relato de la vid verdadera, en la cual el Padre es el labrador, Jesús es el tronco mismo
y los cristianos los pámpanos (Jn 15:1–17). Y aun en un sentido más amplio Pablo retoma
el concepto y lo aplica a judíos y gentiles cuando habla del olivo en el cual unos son parte
natural y han sido cortados y otros injertados (Ro 11:23–34). En esta figura se destaca la
idea de unidad y permanencia para ser alimentados y llevar el fruto requerido.

(4) La esposa

En este acercamiento se destaca por un lado la relación de Cristo con su iglesia que es de
entrega incondicional a fin de santificarla y presentársela “gloriosa, que no tuviese
mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha” (Ef 5:25–27). De
lo anterior se desprende que la iglesia debe ser fiel a su esposo, debe amarlo y obedecerlo.

(5) El rebaño

Jesús se presentó a sí mismo como el buen pastor que da su vida por sus ovejas.
Evidentemente se refirió a su pueblo (judíos) pero también dijo “tengo otras ovejas que
no son de este redil (gentiles); aquéllas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un
rebaño, y un pastor” (Jn 10:1–11, 16). A los dirigentes en la iglesia se les llama pastores
y a Cristo el gran pastor y príncipe de los pastores (Ef 4:11;He 13:20; 1 P 5:4). Aquí se
destaca la idea del cuidado que Jesús tiene sobre su iglesia, pero igualmente la obediencia
y seguimiento que ésta le debe.

(6) Nación y reino

Aunque esta es la idea judía tradicional, es retomada por el apóstol Pedro para indicar que
la iglesia en otro sentido es un “linaje escogido, real sacerdocio, nación santa,
pueblo adquirido por Dios” (1 P 2:9–10). La idea es mucho más amplia y diferente porque
es un pueblo sin territorio pero formado con gente de muchos pueblos, razas, culturas y
lenguas; es un reino de sacerdotes, ya no para ofrecer animales en sacrificio sino para
anunciar las “virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” y para
“ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por medio de Jesucristo” (1 P 2:5; Ro
12:1). Evidentemente se destaca la dignidad del pueblo de Dios en virtud de su relación
con Cristo, al mismo tiempo que su responsabilidad.

3. LA EDIFICACIÓN DE LA IGLESIA

Las figuras anteriormente expuestas son mucho más que simple retórica. Ellas indican el
modo como Dios ve a su iglesia, la importancia que le da y al mismo tiempo las actitudes
que los cristianos como sus integrantes deben tener hacia ella.

Los símbolos empleados hablan claramente de un diseño o modelo, o sea de lo que Dios
tiene en mente y qué es lo que toca a los cristianos seguir y construir y, muy en particular,
es una señal clara a los dirigentes de cómo deben proceder. Así como a Moisés Dios le
advirtió: “Mira, haz todas las cosas conforme al modelo que se te ha mostrado en el
monte”, igualmente el Señor espera que sus ministros y todos los cristianos plantemos,
edifiquemos y organicemos al pueblo conforme a los modelos mostrados (He 8:5).

De allí que los dirigentes somos instados a “perfeccionar a los santos para la obra del
ministerio”, responsabilidad que debe ser tomada muy en serio para que el pueblo de Dios
sea un pueblo no sólo santo sino activo y comprometido en el servicio (Ef 4:12). Por otro
lado, se nos exhorta que al edificar “cada uno” lo haga con un alto sentido de
responsabilidad y cuidado. Por lo que se habla de usar los mejores materiales, aquellos
que resisten la prueba del fuego como el oro, la plata y las piedras preciosas (1 Co 3:12–
15). De todo lo anterior, y lo que se dirá más adelante, toma sentido el título de
este curso LA IGLESIA EN QUE SIRVO que tampoco es una simple expresión literaria,
sino más bien la realidad que debe caracterizar a los que tomamos parte en ella.

4. LA PIEDRA FUNDAMENTAL DE LA IGLESIA

He mencionado ya que las figuras de la iglesia no son simplemente retóricas u


ornamentales. La Biblia no desperdicia palabras ni ideas. Cuando llegamos a considerar
el aspecto de qué o quién es fundamental en la iglesia, tampoco entramos en otra forma
literaria interesante, sino en la verdad que le da sostén y realidad al Cuerpo de Cristo. Y
aunque este fundamento fue puesto hace dos mil años, sin embargo debe ser materia de
constante reflexión y evaluación en cada iglesia local, para ver si dicho fundamento es
permanentemente reconocido o si está siendo sustituido por otro.
(1) Dos estratos básicos

La lectura del Nuevo Testamento nos permite entender que el gran edificio que es la
iglesia, y que se está construyendo en el tiempo y el espacio, posee como fundamento dos
estratos básicos.

El más profundo, una roca sobre la que se asienta todo. ¿Qué o quién es ella? La iglesia
cristiana evangélica sostiene que la roca es Jesucristo mismo. ¿De dónde procede tal
aseveración?

Primeramente Jesús dijo a sus discípulos “y sobre esta roca edificaré mi iglesia” (Mt
16:18). Alrededor de este pasaje hay un gran altercado principalmente entre católicos y
protestantes. La iglesia católicorromana insiste que la roca es Pedro. Pero si seguimos el
principio exegético de que la Biblia se explica a sí misma, encontramos que, por un lado,
la roca a la cual se refirió Jesús en aquella declaración, es la respuesta que Pedro dio a la
pregunta de Jesús: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?”: “Tú eres el
Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mt 16:13, 16). O sea que la respuesta es Jesús, Hijo de
Dios y Cristo o Mesías.

El concepto de Cristo como roca no se fundamenta caprichosamente. La explicación de


la Biblia va en ese sentido. Simbólicamente en Éxodo se habla de la roca golpeada, de la
cual brotó agua abundante para el pueblo. Posteriormente San Pablo afirma que se trata
de Cristo (Éx 17:6; Nm 20:8; 1 Co 10:4).

En el libro de Daniel, por el sueño del rey Nabucodonosor, sabemos que la gran imagen
representativa de todo lo que el hombre ha creado (podríamos llamarlo la civilización
universal de todos los tiempos), es destruida y desmenuzada por una piedra que venía de
fuera de la tierra, y que ella fue hecha un gran monte que permanecería para siempre (Dn
2:31–35, 44–45). Entendemos que se refiere no sólo a Cristo sino a su reino.

También coinciden perfectamente con esto las referencias de los Salmos y del profeta
Isaías al hablarnos de una roca, cuyo sentido es claramente definido tanto por Cristo,
como por los apóstoles Pedro y Pablo. Sin duda ellas dicen que se trata de Cristo Jesús
(Is 28:16; Sal 118:22; 18:31; Mt 21:42; Hch 4:11; Ro 9:33; 1 P 2:4–6).

El segundo estrato, hacia arriba, son los “apóstoles y profetas” (Ef 2:20). ¿Por qué es así?
Porque ellos tuvieron el privilegio de iniciar la iglesia, tanto entre judíos como entre
gentiles. Luego porque, habiendo sido inspirados por el Espíritu Santo, los apóstoles nos
recordarían todo lo que Jesús dijo y nos ofrecerían por escrito la verdad de Dios. Bajo el
ministerio de los apóstoles el Señor nos puso en forma permanente no sólo el relato de la
vida y obra de Jesús, sino la interpretación correcta de ella y su aplicación en la vida de
las personas y de las iglesias cristianas. Es lo que Judas denomina la “fe que ha sido una
vez dada a los santos” (Jn 14:26; 16:13; 2 Ti 3:16–17; 2 P 1:19–21; Jud 3). Por esto en la
visión apocalíptica la nueva Jerusalén aparece con un muro de doce cimientos “y sobre
ellos los doce nombres de los doce apóstoles del Cordero” (Ap 21:14).

(2) Cristo como piedra fundamental

¿En qué manera es Cristo la piedra, no sólo de la iglesia en su sentido universal, sino de
la congregación local? Juzgo que esta pregunta es esencial para el buen desarrollo del
cuerpo de Cristo, ya que la historia muestra cuán fácilmente los teólogos, predicadores y
creyentes, se apartan de la verdad central que sostiene a la iglesia. Señalaré algunos de
los conceptos más importantes.

Primeramente, Cristo debe ser reconocido en todo tiempo y lugar como la suprema
expresión del amor divino hacia la humanidad. No hay otro don tan precioso ni forma
tan grande con la que Dios pudo haber mostrado su bondad hacia la raza humana, sino
por medio de su Hijo Jesucristo (Jn 1:18; 3:16; Ro 5:8; 2 Co 8:9; He 10:5–10; 1 Jn
4:9).

En segundo lugar, Jesucristo establece el hecho de que la iglesia existe por causa de
un acto milagroso, la encarnación de Dios. Este aspecto es básico; no puede ser
negado. Puede haber algo que se llame iglesia o cristianismo pero si no parte de este
aspecto fundamental, se constituye en un grupo humano cualquiera como lo es un club,
un sindicato o sociedad. La iglesia se funda en este hecho, y se sostiene
permanentemente en su afirmación y anuncio al mundo (1 Ti 3:16; Mt 1:18–23; Jn
1:1, 14–16; Fil 2:5–11; 1 Jn 2:22;4:2; 2 Jn 7).

En tercer lugar, Jesucristo se constituye fundamento de la iglesia en el sentido que él


es nuestro maestro y modelo por excelencia. Su vida, su labor, su conducta y su
enseñanza no sólo deben ser estudiadas, conocidas y aprendidas, sino que deben ser
tomadas como la verdad última y suprema en el mundo y a la cual debemos aferrarnos,
aun cuando existan muchas otras alternativas. Ella debe ser la meta de todo cristiano,
a fin de que crezcamos a su semejanza y a la medida de su estatura (Jn 13:13–14; Mt
10:24–25; 2 Co 3:18; Ro 8:29; Ef 4:3; Fil 3:8–14).

Lamentablemente muchas veces este fundamento es puesto de lado, o se le da poco


énfasis cuando en las congregaciones tienen prioridad reglamentos, características
denominacionales y asuntos externos que conforman la identidad cristiana. El más
hondo sentir del Nuevo Testamento es que debemos proponer y enseñar a Cristo, no
sólo como el Salvador, sino como el modelo del nuevo hombre y nueva mujer, a partir
de la conversión (2 Co 5:17; Ef 4:22–24; Col 3:10–11). Esto es lo que se define como
“hacer discípulos”, “enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado”
(Mt 28:19–20; Jn 8:31–32).

En cuarto lugar Jesús es la base de la iglesia por su sacrificio voluntario por el pecado
de la humanidad, a fin de que pudiéramos tener un camino de reconciliación con Dios,
de perdón de nuestros pecados, de regeneración espiritual y de esperanza de
resurrección y vida eterna. Dicha obra expiatoria que fue un acto cargado de debilidad,
de humillación y de vergüenza pública, según la mente del mundo, es el acto central
en la Biblia, el mensaje básico y autoritario de la iglesia al mundo, el cual se convierte,
a pesar de su debilidad, en su gran poder (Is 52:13–53:12; Jn 1:29; Lc. 24:44–47; Hch
2:22–36; 3:13–21; 1 Co 1:17–25; He 7:22–28; 9:11–14, 22–28; 10:1–18).

En quinto lugar Jesús es el fundamento de su iglesia con su resurrección, pues por ella
vino a ser la esperanza de quienes mueren en el Señor. Por lo cual la muerte no sólo
ha perdido el poder de su ponzoña y los creyentes son liberados del temor a ella, sino
que surge gloriosa la seguridad de que resucitaremos para vida eterna con un cuerpo
semejante al del Cristo resucitado. Así él ha venido a ser el primogénito entre los
muertos y entre muchos hermanos (Hch 2:31; 4:2, 33; 23:6; 24:15; 1 Co 15:1–8, 12–
50; 8:29;Ap 1:5; He 2:14–15).

En sexto lugar la iglesia se asienta sobre Jesucristo en el sentido que debido a su triunfo
en la obra redentora, ascendió a los cielos y se sentó a la diestra del Padre. Desde allí
actúa como Señor en los cielos y en la tierra, Pastor de su iglesia y su único mediador
y abogado. Por medio de él tanto los pecadores no arrepentidos pueden tener acceso al
Padre para obtener perdón y vida nueva, como también los cristianos, pecadores
regenerados y en vía de santificación, podemos obtener perdón, misericordia, ayuda y
victoria contra el diablo, el poder del mundo y la fuerza de las propias pasiones (Mt
28:18; Hch 2:36; 1:9–11; He 1:1–2; 1 Jn 1:7, 9;2:1–2; 3:6–9; 5:4–5).

Finalmente, Jesucristo es el fundamento de la iglesia, por cuanto en él, como Señor


que regresará, se resume la aspiración suprema de ver reinar la justicia, la paz, el amor
y la reconciliación en todo el orbe. Y aunque hay diferencias de comprensión acerca
de si lo hará antes o después de la tribulación, o antes o después de otros
acontecimientos, el Nuevo Testamento es unánime en cuanto a que él regresará.

Su regreso no será ya como el siervo sufriente de Isaías, sino como el Hijo del Hombre
de Daniel a quien “le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos,
naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es eterno, que nunca pasará, y su reino uno
que no será destruido”. Quien regresará será el que cabalga sobre un caballo blanco,
que se llama “Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea”. Es el Verbo de Dios que
herirá a las naciones, y “Él las regirá con vara de hierro”, pues es “Rey de reyes y
Señor de señores” (Mt 24:29–31; Hch 1:11; 1 Ts 5:1–11; 2 Ts 2:1–12; Col 1:20;Dn
7:13–14; Ap 19:11–16; 22:7, 12, 20). .

Esta esperanza es cierta porque se fundamenta en la promesa de Dios y no en una


utopía, sueño, artificio ideológico o político pensado por el ser humano. Por ello la
iglesia debe aprender en todo tiempo y lugar a juzgar toda esperanza que se proponga
a la humanidad y permanecer fiel y anunciar al mundo la esperanza divina.

De manera que Jesucristo no es para la iglesia un simple recuerdo histórico, o materia de


una reflexión teológica sobre cosas que pasaron hace dos mil años. El sentido verdadero
es que habiendo dado su vida, y en base a su obra y sus palabras, la iglesia y sus líderes
que toman esto seriamente, y lo hacen el centro de su vida, de su mensaje y su enseñanza,
están verdaderamente fundados sobre la roca. Las demás son casas asentadas sobre la
arena (Mt 7:21–29).
5. EL FUNDAMENTO APOSTÓLICO

Anteriormente vimos que la base de la iglesia tiene dos estratos: la roca fundamental que
es Cristo, y sobre él los apóstoles que son los ministerios de más amplitud citados en la
carta a los Efesios (Ef 4:11). ¿Qué razones hay para pensar en la función de cimiento que
juegan los apóstoles en la iglesia?

(1) La relación que tuvieron con Jesús durante su ministerio terrenal. Él pasó una noche
en oración, luego llamó a los que él quiso, primeramente para que “estuviesen con él”,
luego para “enviarlos a predicar”, y finalmente para “que tuviesen autoridad para sanar
enfermedades y para echar fuera demonios”. Fue su círculo más cercano (Mr 3:13–15).

A ellos les reveló secretos que no eran para otros; les llamó “amigos”; les prometió
enviarles un sustituto igual que él, el Espíritu Santo, para que les acompañara y les guiara
a toda la verdad; les indicó que en su gloria, los doce se sentarían sobre doce tronos para
juzgar a las tribus de Israel; y finalmente, les confirmó su confianza y misión después de
su crucifixión y resurrección (Mt 13:11; Jn 15:14–16; 14:16–18, 26; 16:7, 13–15; Mt
20:28; 28:18–20; Mr 16:14–20; Lc 24:44–49; Jn 20:21–23; Hch 1:6–8).

@NUMERED HEADING = (2) Los apóstoles por todo lo anterior son considerados
como testigos oculares y presenciales de la vida y obra de Jesús, desde que empezó su
ministerio, pasando por la cruz, la resurrección y su ascensión. Este dato es fundamental
y es empleado como un argumento importantísimo ya que le da validez histórica al hecho
milagroso de nuestra redención (Lc 24:48; Hch 1:8, 22; 2:32; 3:15; 5:32; 13:31; 1 P 5:1).

(3) Igualmente el grupo de los doce, habiéndose nombrado a otro después de la traición
de uno de ellos, fueron testigos por su propia experiencia del derramamiento del
Espíritu Santo el día de Pentecostés. Con ello, se dio el cumplimiento de profecías del
Antiguo Testamento, profecías de Juan el Bautista y promesas de Jesús mismo, lo que
venía a confirmar la urgencia e importancia de la tarea que debían emprender (Jl 2:28–
32; Lc 3:16; Jn 14:16; Lc 24:49; Hch 1:8; 2:1–21; 4:29–31).

(4) Merece consideración especial el caso de un apóstol que no fue de los doce, ni reunió
muchas de las características que ellos tenían: Pablo. Curiosamente fue el más importante
personaje en el Nuevo Testamento después de Jesucristo. Pero él reclamó una y otra vez,
como ninguno, su función en la iglesia como apóstol, igual que los demás (Ro
1:1; 11:13; 1 Co 1:1; 9:1, 2, 5; 15:9; 2 Co 1:1; 11:5; 12:12;Gá 1:1, 17; Ef 1:1; Col 1:1; 1
Ti 1:1; 2:7; 2 Ti 1:1, 11; Tit 1:1).

Para afirmar su participación como apóstol, Pablo alega que, aunque no anduvo con Jesús,
sí lo vio y se le reveló en el camino de Damasco. Y que fue bautizado con el Espíritu
Santo. Y que recibió el evangelio por revelación directa de Jesucristo. Además recibió de
Dios revelaciones donde “oyó palabras inefables que no le es dado al hombre expresar”.
Igualmente que recibió un ministerio a los gentiles y que en su labor de enseñanza y
predicación el Espíritu Santo le guiaba (Hch 9:1–22; 1 Co 9:1; 15:8–10; 2 Co 12:1–4; Hch
13:47; 15:7; Ro 11:13; Gá 1:16; Ef 3:8).

Su autoridad apostólica fue luego aceptada y confirmada por los otros apóstoles y por la
iglesia. Las columnas de Jerusalén le dieron la diestra de compañerismo (Gá 2:9). En el
Concilio de Jerusalén, año 51, no sólo se reconoció su autoridad personal, sino que se
afirmó la verdad de su enseñanza (Hch. 15:1–31). El apóstol Pedro reconoce la
“sabiduría” que Dios le ha dado (2 P 3:15). Autores del Nuevo Testamento como Lucas
y Marcos estuvieron largo tiempo muy cerca de él (2 Ti 4:11).

Pablo escribió trece cartas. Quizá catorce con la carta a los Hebreos, cuya autoría sigue
oculta. No sólo demostró ser un apóstol para estar entre el grupo original, sino que su
función fue determinante para el arranque, desarrollo y estabilidad del Cuerpo de Cristo.
Pablo llegó a ser parte del fundamento, como “perito arquitecto” (1 Co 3:10).
6. CONCLUSIONES

(1) Los dirigentes en la iglesia de Cristo deben ser personas profundamente


conocedoras de lo que ella es, sea en su manifestación básica como congregación
local, sea ésta de dos o tres personas, de veinticinco miembros o de cientos, como
en su sentido total de cuerpo de Cristo. Esta comprensión debe inspirar actitudes
consecuentes y responsables las cuales resultarán en una edificación más amplia
y más sólida. Y este mismo sentir debe ser transmitido a todos los creyentes, a fin
de que en forma conjunta, todos contribuyamos a presentarle a Jesús una novia
bellamente vestida (1 Co 3:9–17).

(2) Las figuras de la iglesia son en sí modelos o parámetros que deben ayudarnos a
proyectar su vida sobre bases concretas. La iglesia no es únicamente un grupo de
personas reunidas bajo un techo, cantando, orando y escuchando un sermón. Hay
una tarea de grandes dimensiones, revestida de una dignidad sin igual, a la que
todos los que servimos en ella nos debemos dedicar con toda la inteligencia y
fuerzas de nuestro ser. Nada hay tan grande y glorioso en este mundo como regar,
abonar, cuidar y podar la planta de Dios para que lleve fruto, mucho fruto,
abundante y permanente fruto (Jn 15:1–16).

De todo lo anterior se desprende el principio establecido de que la tarea del


liderazgo en la iglesia es que no sólo éstos hagan la obra del ministerio, sino que
perfeccionen, capaciten y movilicen a “todos los santos”. Es el sentido del
sacerdocio universal de los creyentes establecido por los apóstoles, opacado
durante muchos siglos, redescubierto en la Reforma del siglo XVI y fuerza
motivadora de la iglesia evangélica latinoamericana (Ef 4:11–16; 1 P 1:9–10).

(3) La iglesia de Cristo, aunque puede parecerse a muchas actividades colectivas que
se dan en el mundo corriente, es radicalmente distinta. Es un organismo al que el
Señor mismo le ha establecido sus fundamentos, sus principios, sus objetivos, sus
medios y sus guías. Esto Dios lo ha revelado en Su palabra. La tarea de los siervos
del Señor y de las iglesias, lejos de andar buscando ideas o metas u objetivos según
los criterios del mundo, debe ser conocer bien sus fundamentos bíblicos y
arraigarse en ellos. En un mundo de tanta confusión, filosofías, ideologías y
proyectos, la tarea del dirigente cristiano es saber hacer lo que Dios le pide para
su iglesia, a fin de que Dios le dé su crecimiento. De otra manera puede agradar a
los hombres y contemporizar con lo que los hombres crean, pero su labor será en
vano. El trabajo de la iglesia se hace con los principios que Dios mismo ha
establecido (He 8:5).

(4) Es necesario recordar que si bien el Espíritu Santo vino y está presente en la iglesia,
lo está como motor y poder de ella, reconociendo, desde luego, que es una
Persona. Pero el centro sobre el cual gira la vida de ella es el Señor Jesucristo
mismo. Y sabemos que aun la función del Espíritu es exaltarlo a él, darlo a conocer
y glorificarlo. Todo lo que Cristo significa en la Biblia debe estar en forma íntegra
en la vida y misión de la iglesia. Es nuestra tarea suprema anunciar a Cristo a todo
hombre y mujer; enseñar que él es el maestro, modelo y meta suprema de todos
los que se llamen cristianos. Es nuestro deber darlo a conocer en toda la dimensión
con que lo presentan las páginas de la Biblia. Con la ayuda del Espíritu Santo nos
corresponde hacer de la iglesia un verdadero organismo en el cual Jesucristo sea
el centro y tenga en todo la preeminencia (Fil 1:20–21; Ef 3:8–12; Col 1:15–20).

(5) Finalmente, dirigentes y cristianos en general necesitamos amar la Iglesia. Cristo


la amó y se dio por ella. Pablo también la amó, y cumplió en su carne lo que falta
de las aflicciones de Cristo por ella. Por ella trabajó, se gastó y luché según la
potencia de Dios que actuaba en él (Ef 5:25, 27, 29, 32; Col 1:24–29; 2 Co
12:15; 11:28). Trabajar dentro de la iglesia, ya sea en una congregación local o en
lo que se conoce como ministerios, puede hacerse por muchas motivaciones que
no giran alrededor del interés que Dios tiene para su cuerpo. Él necesita hombres
y mujeres dispuestos a darse por entero en este magno proyecto.
3

LAS PIEDRAS VIVAS DE LA IGLESIA


INTRODUCCIÓN

En los capítulos anteriores hemos abordado el tema de la iglesia cristiana en su sentido


más amplio. Estudiamos lo correspondiente al inicio de ella, sus aspectos históricos y,
luego, sus fundamentos universales y permanentes.

En el presente capítulo entraremos a considerar un aspecto más “tangible”. Se trata de los


sujetos que realmente integran la iglesia o la forman. Sin ellos no hay iglesia. El Nuevo
Testamento cuyas páginas se dedican tanto a la iglesia, nos ayuda a conocer, a entender
y a tratar con las personas, miembros, ramas o piedras que integran el cuerpo de Cristo
en este mundo.

1. FUNDAMENTO Y EDIFICIO

En las figuras que la Biblia emplea respecto a la iglesia se da una relación entre tronco y
ramas, cabeza y cuerpo, fundamento y edificio. Tronco, cabeza y fundamento
corresponden a Cristo. Ramas, cuerpo y edificio a los cristianos. Ya que puede ser
empleada para el estudio de cada una de dichas caracterizaciones, para mayor facilidad,
tomaremos el edificio como guía principal.

Jesucristo es la Roca fundamental de la iglesia. Pero cada cristiano, según el concepto


bíblico, es una “piedra viva”. San Pedro afirma lo siguiente: “Acercándoos a él, piedra
viva … vosotros también, como piedras vivas, sed edificados …” (1 P 2:4, 5).

De manera que, en cierto modo, los cristianos participan de lo mismo que Jesús, al ser
ambos piedras vivas. Porque éstos también dan base a la iglesia. Es el caso de quienes se
convierten al evangelio, se integran y forman en un sitio una congregación que viene a
ser allí una iglesia.
Pero también es de notar que se habla de piedras vivas, no muertas. Tienen dicha cualidad
porque participan en pleno, o deben ser enseñadas a tomar parte en la construcción de
todo el edificio. En la figura del cuerpo igualmente, los miembros, como los ojos, oídos,
manos, pies, no son elementos ornamentales ni estáticos, sino que por su acción y
participación precisamente le dan el carácter al cuerpo como organismo vivo.

En el pensamiento del Señor, la iglesia, en modo concreto, el grupo de creyentes en


Jesucristo en determinado lugar, y particularmente, cada uno de sus integrantes, debe ser
enseñado y recibir la oportunidad de integrarse en todo lo que representa ser una piedra,
un miembro o una rama.

Ahora bien. ¿Cómo debe estar constituida una congregación? ¿Qué ejemplos nos ofrece
la Biblia? ¿Qué principios debemos obtener que nos sirvan hoy de guía? Examinemos
algunos ejemplos.

2. CONSTITUCIÓN HUMANA DE LAS PRIMERAS IGLESIAS

La iglesia de Jerusalén esencialmente estuvo constituida por judíos. Pero es muy


importante comprender que no todo era de un solo “color”. Al convertirse al evangelio,
aquellos judíos llegaron a ser considerados una “secta” dentro del judaísmo, apodada o
conocida como los “nazarenos” (Hch 24:5, 14; 28:22). Ellos mismos se consideraban
como los del “camino”, posiblemente en alusión al camino que es Cristo (Jn 14:6; Hch
9:2; 19:9; 22:4; 24:14).

Este primer sector de judíos cristianos se reunían en el templo de Jerusalén, seguían


apegados a la ley, creían que Jesucristo era el Mesías, formaban parte de ellos algunos
sacerdotes y fariseos. Probablemente su lengua era el arameo (Hch 6:7; 21:29; 15:5).

Un segundo segmento que es necesario discernir en la primera iglesia, para comprender


algunos problemas que se suscitaron, es el de los “helenistas”. Estos eran judíos de la
dispersión que hablaban griego y que, además, habían adoptado la forma griega de vida
(Hch 21:37). Estos venían a Jerusalén a las fiestas religiosas, tal como se describe la
presencia de muchos de ellos en el día de Pentecostés (Hch 2:5). Quizá la diferencia entre
ambos grupos no era tan grande porque muchos judíos de aquel tiempo eran bilingües,
como el caso del apóstol Pablo que por ser “hebreo de hebreos” hablaba su lengua pero
igualmente conocía la griega (Fil 3:5; 2 Co 11:22).

Esteban, el diácono, evidentemente era un helenista, pues mostró una actitud no sólo
liberal, sino radicalmente opuesta a la de los judíos tradicionales respecto al templo, tal
como se refleja en su discurso dado en una de las muchas sinagogas que había en
Jerusalén. Esto precipitó su muerte, la primera persecución e igualmente la primera
dispersión de cristianos (Hch 6:5, 8–15; 7:1–60; 8:1–4).

El primer conflicto interno de la iglesia en Jerusalén surgió de la diferencia ya anotada


entre los hermanos judíos. Es el que tuvo que ver con la “distribución diaria” de alimentos
entre las viudas de los judíos o “hebreos” y los helenistas, al punto que hubo
“murmuración” de unos contra otros (Hch 6:1).

Cuando vino la persecución, fueron aquellos judíos helenistas los que abandonaron la
ciudad, fueron esparcidos y llevaron la palabra a muchos lugares, a muchos
judíos primeramente y también a algunos griegos o gentiles (Hch 8:1, 4). El hecho de la
dispersión de aquellos hermanos, por un lado, benefició la expansión del evangelio (Hch
11:19, 20) pero, por otro lado hizo que el elemento helenista desapareciera en Jerusalén
y por lo tanto la iglesia afirmó su carácter judaico (Hch 15:1; Gá 2:12; 6:12).

Posteriormente, la iglesia en Jerusalén experimentó otra diferencia, pues estaban los ya


mencionados cristianos nazarenos que guardaban la ley y que tuvieron una actitud
tolerante hacia los cristianos gentiles. El otro sector fueron los ebionitas quienes, además
de creer al evangelio, obligaban a guardar la Ley de Moisés. Más tarde los cristianos
consideraron a éstos como herejes.

En muchas de las iglesias que fueron establecidas en otros lugares, aunque su base inicial
fue gente de extracción judía, se les fueron integrando gentiles, como lo revela el
ministerio del apóstol Pablo en su obra misionera (Hch 13:46–48; 15:7; Ro 11:13). De
manera que ya en esta etapa la iglesia empieza a revelar algo muy importante: en Cristo
cae la pared de separación entre judíos y gentiles.

Las congregaciones muestran, además, otros sectores humanos integrados en ellas. Se


habla de “nobles”, de gente de la “casa de César”, de soldados, de hombres y mujeres, de
siervos y de libres, de sabios y no sabios (Hch 17:4; Fil 4:22; Flm 8–21; 1 Co
1:26; 11:22; Gá 3:28; Col 3:11).

De manera que los miembros del cuerpo de Cristo, o las piedras vivas del edificio que
Dios está levantando con los que creen en el evangelio de su Hijo, son de una procedencia
muy variada. Todo el que sea un ser humano, por la fe en Cristo, tiene amplia entrada a
los beneficios de su obra, y a la integración en su iglesia.

Lo anterior señala con claridad lo que debe ser la iglesia de Dios. Es totalmente inclusiva,
o sea que acepta a todos sin excepción. La única condición es entrar por la misma
PUERTA, acercarse con la misma fe, situarse frente a la misma cruz, lavarse con la misma
sangre, y ser tocado por el mismo Espíritu. Este es un rasgo evangélico que rompe con
los criterios humanos de discriminación, pues en Cristo se da unión en vez de separación.

De todo esto los dirigentes en las iglesias y los cristianos en general necesitamos entender
y llevar a la realidad el modelo de iglesia que nos ofrece el Nuevo Testamento, en cuanto
a su integración humana. Por lo que debe examinarse y juzgarse cualquier otro criterio o
experiencia que tienda a opacar o desplazar el objetivo de Dios para con su pueblo. Así
se construye el verdadero edificio de Dios sobre la tierra.

3. LAS PIEDRAS DEBEN SER EDIFICADAS

En el proceso de trabajo evangelístico-pastoral que refleja el Nuevo Testamento se


observa que no toda labor pastoral está precedida por una acción evangelizadora, pero
ésta igualmente debe continuarse con una labor pastoral conocida como edificación. O
sea que los cristianos son el objeto de una acción definida, inteligente y programada, a fin
de que crezcan, se desarrollen, se multipliquen, sirvan y glorifiquen al Señor.

La edificación no busca simplemente lo que conocemos en la terminología evangelística


como “conservación de resultados”, que más que todo se propone llevar al seno de una
congregación los frutos de una actividad evangelística. Esto va más allá. Deben ser
edificados los cristianos individualmente y deben ser edificadas las congregaciones. Son
dos cosas íntimamente relacionadas pero diferentes.
La idea de edificación abunda especialmente en las epístolas y llama tanto a pastores
como a creyentes a tomar parte activa e inteligente en ella para el sano desarrollo de la
iglesia (Hch 9:31; Ro 14:19; 15:2; 1 Co 3:10, 12; 10:23; 14:4, 17; 2 Co
10:8; 12:19; 13:10; Ef 2:22; 4:12, 16; 1 Ts 5:11; 1 P 2:5; Jud 20).

Es claro que esta labor de edificación, en el plano personal, propone como maestro, meta
y modelo al mismo Señor Jesucristo. A través de muchos siglos se ha conocido el término
“cristiano” para designar a las personas que en forma seria y comprometida siguen a
Jesús, como también para muchísimas otras que en forma simplemente nominal han
adquirido esa categoría, por razones del lugar o la cultura en que nacieron.

Al principio de la iglesia las cosas no fueron así. A quienes creían y seguían al maestro
se les conocía como “discípulos”. ¿Por qué? Porque miraban en su vida, sus obras y
enseñanza la verdad suprema y final para el ser humano. Por eso querían simplemente
seguirle y ser como él.

Esto es lo que Jesús esperó y espera de sus seguidores. Y es la tarea que los pastores
debemos proponernos a fin de que los quellegan a ser nuevas criaturas, desarrollen en sus
vidas la imagen del Señor bajo la guía y acción del Espíritu Santo (2 Co 3:18; Ro 8:29; Fil
2:5–11; 1 P 2:21; 1 Jn 1:6). Si esto se sustituye por otros elementos, el resultado es y será
lo que se lee en la historia de la iglesia y se ve por doquiera en el llamado “mundo
cristiano” que presenta un testimonio muy pobre.

La edificación tiene un modelo pastoral básico. Los ministros de la iglesia, o sea sus
dirigentes, deben, primeramente, perfeccionar, esto es madurar con el modelo de Jesús, a
los creyentes o santos (Ef. 4:12). Esto implica que a partir de su conversión, debe empezar
a forjarse un nuevo carácter o conjunto de cualidades que identifiquen a una persona. Es
el carácter cristiano. Esto es un proceso de la vida, pero que debe iniciarse
inmediatamente al convertirse la persona con un objetivo doble.

Primero, que aprenda a despojarse del viejo hombre, de las viejas maneras de vivir según
el príncipe de las tinieblas, según las corrientes del mundo que se imponen a las personas,
y según las mismas fuerzas y pasiones de cada uno.

Segundo, vestirse con la nueva ropa, o sea nuevos caracteres, propios de la persona de
Jesús quien es nuestro modelo. Así se va forjando, con la enseñanza y aprendizaje
dedicados, con una disposición amplia y con la ayuda del Espíritu Santo, el nuevo hombre
y la nueva mujer en Cristo (Ef 4:20–32; Col 3:5–17).

A partir de esta primera acción hacia el creyente, la palabra de Dios propone edificar más,
ahora en el sentido de que aquella obra de perfeccionamiento o maduración espiritual, se
canalice hacia la obra de Dios: “… a fin de perfeccionar a los santos para la obra del
ministerio” (Ef 4:12). Esto busca, ni más ni menos que capacitar para movilizar a la iglesia
en los propósitos divinos. La dicha de ser cristiano no es sólo ser salvos, perdonados,
reconciliados con el Padre y saber que hay una herencia que nos espera. Es la dicha de
ser agentes, participantes en pleno de lo que Dios hace en el mundo.

Muchas veces son los mismos dirigentes quienes frustran el sentir de Dios y aun el deseo
de los hermanos, cuando la obra pastoral se proyecta a actividades elementales que hacen
pasar el tiempo, pero no llevan a la gente a comprometerse en el servicio.

El modelo sugerido por San Pablo lleva al cristiano a la “edificación del cuerpo de
Cristo”. No se trata únicamente de un perfeccionamiento personal, sino de colaborar en
la edificación, tanto de la congregación de la cual se forma parte, como de todo lo que
signifique en el mundo el cuerpo de Cristo. Esto implica, por supuesto, una visión clara
y amplia de todo lo que es la iglesia, dato que primeramente debemos tener muy presente
los dirigentes para enseñarlo a los hermanos. De esta manera los cristianos dejan de ser
“niños fluctuantes” para llegar a la “unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios,
a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Ef 4:13, 14; He
5:11–14; 6:1–3,11–12).

Los escritos apostólicos ofrecen algunos modelos de edificación. Veamos unos pocos a
modo de ejemplo. La carta a los Romanos es un amplio estudio, no sólo de la justificación
por la fe, sino de lo que es el evangelio. La carta a los Hebreos proporciona una
perspectiva especial sobre la persona de Jesús, pero incluye algo así como un programa
de enseñanza básica que, aparentemente, se seguía para los nuevos creyentes. En ella se
habla del “fundamento” que consistió en la enseñanza sobre las obras muertas, la fe en
Dios, la doctrina de bautismos, aspectos que claramente tienen que ver con el estado
inicial del creyente, su vida pasada, su conversión y su integración al cuerpo de Cristo.
Luego sigue la imposición de manos. Y el ámbito se amplía a aspectos proféticos básicos
como la resurrección de los muertos y el juicio eterno (He 6:1, 2).
La segunda carta de Pedro muestra un verdadero programa formativo del carácter
cristiano, como para sentar bases en la primera fase de la vida de todo cristiano. Él
establece, como en una escalera, los siguientes factores: fe, virtud, conocimiento, dominio
propio, paciencia, piedad, afecto fraternal y amor.

Si se escudriña la palabra de Dios con cuidado encontramos que para la edificación del
pueblo de Dios hay material bien definido sobre diferentes temas. Recordemos que
existen varios capítulos sobre los dones espirituales (Ro 12:3–8; 1 Co 12, 14; Ef 4:11–
16; 1 P 4:10). También enseñanza que proporciona criterio formativo para los ministros
(Hch 20:17–38; 2 Co; 1–2 Ti; Tit; Mr 3:13–19; Mt 10:1–23; Lc 10:1–24).

Algo que debe quedar muy claro en este proceso edificativo de las piedras vivas de la
iglesia, es que la enseñanza no puede ser un simple estudio bíblico, como lo conocemos
en forma tradicional, sea en el culto que lleva dicho nombre como en la escuela dominical.
Si bien esto no es una práctica que haga daño, sin embargo ha llegado a abusarse tanto, y
a perder interés, que se da como una actividad para llenar un programa y con carácter
meramente informativo. Con los cristianos se busca algo más. La intención debe ser
formarlos. O sea que sus caracteres, sus actitudes, sus relaciones, sus modos de pensar,
sus modos de enfrentar las circunstancias y sus acciones cotidianas en el hogar, la calle,
el trabajo y el estudio, sean consecuentes o se ajusten a lo que la palabra de Dios enseña.

De manera que hay varios elementos a tomar en cuenta. Primeramente, la edificación


debe estar centrada en la palabra divina, y sobre todo, tomando como modelo y meta al
Señor Jesús. Por otro lado, que toda enseñanza al respecto, debe incluir el estudio del
modelo propuesto, pero con relación a la situación que viven los hermanos. Es decir, la
manera de aplicar en sus vidas diarias y en sus circunstancias inmediatas lo que se va
aprendiendo. Es el sentido práctico de la edificación, lo que constituye la verdadera
formación de discípulos de Jesús. Y en tercer lugar, debe tenerse una metodología o
procedimiento adecuado. Para esto, lo mejor que he encontrado en la experiencia pastoral,
son los grupos pequeños, fijos, en el primer año de la conversión, bajo la dirección de un
hermano mayor, un material guía apropiado y usado en forma dialogal y no tipo culto o
sermón. (Este aspecto está explicado en mis otros libros La iglesia del Señor frente a su
tarea suprema yPrincipios y alternativas de trabajo pastoral).
4. LAS PIEDRAS VIVAS COMO ACTORES EN LA EDIFICACIÓN

En el desarrollo anterior el foco del asunto fue la edificación del creyente, es decir, aquella
tarea que se dirige especialmente del ministerio pastoral hacia las personas. Ahora
consideraremos la otra cara de la moneda, que en este caso son los creyentes como
agentes, como sujetos de la acción misma en el cuerpo de Cristo. Esto se desprende
del principio de que los santos no sólo deben ser perfeccionados o madurados en su
experiencia personal más íntima con Dios, con sí mismos, con la iglesia, con el prójimo
y con las circunstancias, sino que deben ser perfeccionados para la obra del ministerio. O
sea una edificación destinada a que lleven fruto abundante y permanente al tomar parte
activa en la obra de Dios en diferentes maneras.

(1) El testimonio vivencial

Lo que queremos decir con esta expresión es que el cristiano vive a diario frente a su
familia, a sus colegas de estudio o de trabajo, cuando viaja en un autobús, tren o avión. O
sea, lo que la gente percibe en el cristiano, porque eso es lo que proyecta. La edificación
de la que hablamos en los párrafos anteriores de este capítulo, lleva como objetivo
precisamente eso. Ese es el fin del discipulado, enseñarnos a vivir en Cristo en cada una
de las circunstancias de nuestra vida. Dicho testimonio de la vida, si es consecuente con
lo que decimos creer, es la primera gran avanzada que hace la iglesia en su trabajo en el
mundo. Todo pastor y cristiano en general sabe cuánto vale el buen testimonio de los
hermanos o bien cuánto daño puede causar el mal testimonio.

Pero hay algo más. El testimonio vivencial no corresponde únicamente a los cristianos
como individuos. La congregación, como un todo, igualmente llega a dar ante su
comunidad una imagen de sí misma. Si los creyentes son inmaduros o maduros, si viven
en continuos conflictos o en paz, si el pecado abunda o se nota su regeneración y santidad.
Si no se preocupan unos por otros o si se aman y se ayudan, si se dan divisiones o hay
unidad. Si el pastor ataca públicamente a otras iglesias hermanas o hay respeto, si la
congregación no tiene ninguna relación con la comunidad o bien si la expresan o la
buscan. Todo esto proyecta una imagen colectiva o testimonio vivencial, sea desfavorable
o favorable. ¿Afectará esta forma de ser a su labor? Indudablemente que sí. Por esto, para
que los cristianos sean agentes activos en la edificación del cuerpo de Cristo, el primer
paso debe ser hacerlos discípulos de Jesús, pues serán afectadas sus vidas e igualmente
lo será la vida interna de la congregación.

(2) El testimonio verbal

Las piedras vivas edifican mediante su testimonio verbal, que es el que se da


expresamente con la palabra. Es el privilegio y responsabilidad de todo cristiano confesar
con su boca a Jesús como Señor y Salvador y comunicar a los demás el evangelio de la
salvación.

En los relatos que nos dan los evangelios sobre el ministerio de Jesús se dan diferentes
casos de personas que recibieron sanidad física, liberación de demonios o alguna palabra
que les ayudó. Por lo general, la acción inmediata posterior fue que ellos salían a
compartir aquello con familiares y conocidos (Lc 8:39; Mt 8:4; Jn 4:39–42). Eso mismo
es lo que busca el Señor con su pueblo.

El edificio de Dios se va ampliando en la medida que se añaden nuevas piedras, nuevas


personas convertidas. Esto es lo que trae crecimiento numérico a la iglesia. Y ningún
medio todavía ha superado al testimonio y la vida de cada creyente para aumentar el
número de los que siguen al Señor.

Aunque se debe reconocer que hay un ministerio de evangelista (Ef 4:11), éste se refiere
a una acción de grandes proporciones como se ve en los apóstoles o en Felipe o casos
como los evangelistas Moody, Spurgeon, Billy Graham, Luis Palau y otros (Hch 8:5–8).
Ciertamente ésta es una operación especial del Espíritu Santo para con ciertas personas
destinadas por él a una labor que afectará a todo el cuerpo de Cristo.

Pero de ningún modo, tanto evangelistas como pastores y creyentes, pueden dejar de lado,
no sólo la responsabilidad que tiene todo cristiano de testificar de su Salvador, sino el
hecho de que tiene la provisión para hacerlo.

Por un lado, todo convertido tiene el testimonio en sí mismo de lo que Dios ha hecho por
él. Eso tan sencillo, pero tan poderoso, es el principio. Luego, que el mensaje básico del
evangelio, respecto al amor de Dios por la humanidad, el estado de las personas bajo el
poder del pecado, de Satanás y del mundo, la obra de Jesús con su muerte y su
resurrección, y el llamado al arrepentimiento y fe en Jesús para recibir los beneficios del
evangelio, es algo tan sencillo que hasta los niños pueden aprenderlo y comunicarlo.
Finalmente, que el Espíritu Santo ha venido, no sólo para redargüir al mundo, para
regenerar a los convertidos y otras cosas, sino en modo muy particular, para llenarnos de
poder para testificar. Y esto está al alcance de todo hermano, simplemente por la limpieza,
obediencia y oración (Lc 24:49; Hch 1:8; Mr 16:20; Hch 4:31; 1 Ts 1:6–10).

De manera que no hay excusa, ni para los creyentes ni para los pastores. La acción
edificativa en la iglesia debe dirigirse sin rodeos a hacer de ella una gran fuerza de
testimonio constante. Cada hermano donde vive, donde estudia, donde trabaja o donde se
mueve, por medio de su vida y su palabra alentado por el Espíritu de Dios, será un valioso
edificador.

(3) Unidad en el cuerpo

El cristiano debe edificar la unidad del cuerpo de Cristo (Ef 4:3–4, 13; Jn 17:20–23).
Empieza siempre en la congregación local. Por esto la palabra llama a ser “solícitos en
guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz”. Esto plantea otra vez la necesidad
de hacer discípulos que comprendan lo que es la iglesia, pero que sus caracteres hayan
sido cambiados para que puedan relacionarse entre sí de la mejor manera. Siempre hay
que tener presente que la congregación es un ámbito de relaciones con Dios y con los
hermanos.

Dichas relaciones deben ser de amor, primeramente; de paz, que enseñen a perdonar y a
ser perdonados; de misericordia para ayudar a levantar al que cae; relaciones de ayuda
tanto espiritual como material o social; relaciones de orden cuando hay abusos o faltas
morales (1 Co 13; Jn 13:34, 35; Hch 2:43–47; 1 Co 5:1–13; 2 Co 2:5–11; 1 Co 8:1–
13; 11:17–22; Stg 2:1–13; 1 Jn 2:7–11).

El cristiano igualmente edifica el cuerpo de Cristo en el modo como entiende, como ve y


como se relaciona con otros miembros y partes que no forman su círculo congregacional
inmediato. O sea, con hermanos y congregaciones cristianas, no sólo de su propia
agrupación, sino de otras. Esto no sólo produce paz y amor, sino también una buena
imagen ante los no creyentes. Y facilita la obra evangelizadora. Por eso Jesús oró que
fuéramos “uno para que el mundo crea”, lo cual se confirmó en la iglesia de Jerusalén
cuando esta “tenía favor con todo el pueblo” y Dios podía “añadir cada día a la iglesia los
que habían de ser salvos”, dada la forma como vivieron la fe los primeros discípulos (Hch
2:41–47).
(4) El servicio

El cristiano además se convierte en piedra viva, verdadero edificador de la iglesia


mediante su vida de servicio. Jesús enseñó que el modo de vivir de sus seguidores no
consiste en la búsqueda de poder, de mando o de distinción humana. Él indicó que este
debe ser nuestro diario modo de vivir: “Porque el Hijo del Hombre no vino para ser
servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mr 10:45).

(5) La oración

Un aspecto más por el cual las piedras vivas toman parte activa en la edificación del
cuerpo de Cristo es por medio de la oración. Cuando un cristiano piensa en la oración,
naturalmente no lo hace en términos de penitencia, para autoconcientizarse sobre algo,
para pasar el tiempo, o para cumplir un ritual. Entendemos que “la oración eficaz del justo
puede mucho. Elías era hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras, y oró
fervientemente para que no lloviese, y no llovió sobre la tierra por tres años y seis meses.
Y otra vez oró, y el cielo dio lluvia, y la tierra produjo su fruto” (Stg 5:16–18; 1 Cr
16:11; Mt 7:7; Lc 18:1; Jn 16:24; Ef 6:18).

Hay un caudal inmensurable de poder en las oraciones del pueblo de Dios porque sabemos
que él oye y contesta (Sal 34:5). La oración, entre otras cosas, es para pedir poder
espiritual para testificar (Hch 4:29–31). Para pedir que Dios envíe obreros a su mies (Mt
9:37, 38). Para pedir la dirección del Espíritu a los siervos de Dios. Para que Dios guíe a
los hermanos. Para que las iglesias sean bendecidas. Para que las malicias, intenciones y
acciones diabólicas sean destruidas (Ef 6:10–20). Para la liberación de endemoniados (Mt
17:21). Para que los gobiernos hagan lo justo (1 Ti 2:1–4) etc.

Una de las acciones más necesarias que debe tomar el liderazgo es movilizar en forma
constante e inteligente a la iglesia en la oración, de modo que ella se constituya en un
verdadero ejército. Hay muchas formas de hacerlo. Desde la enseñanza al recién
convertido, la participación en cultos de oración, la invitación a los hermanos a orar y
ministrar a las necesidades de los demás, cadenas de oración, hasta tomar zonas
geográficas o regiones pobladas para pedir al cielo con objetivos específicos.

La verdadera construcción del gran edificio de Dios debe dar prioridad a este factor para
que cada constructor, cada piedra viva, aprenda no sólo a hablar, a correr y a servir en la
obra, sino a orar para que todo ello lleve fruto. Pues cuando en secreto llegamos a la
presencia de Dios, él sabe recompensar en público (Mt 6:6).

5. CONCLUSIONES

(1) En el lenguaje eclesiástico se usa mucho la palabra iglesia como un término abstracto
o como una simple idea. También se habla de ella y se ve como una gran institución. Este
capítulo nos ha llevado a entender que la iglesia es algo concreto, tangible, real. Hablar
de iglesia es hablar, primeramente, de personas. Son hombres, mujeres, niños, jóvenes,
adultos y ancianos. Son personas que vienen de diferentes lugares, familias, trasfondos
culturales, sociales y económicos.

De modo que lo primero que tiene que hacer un dirigente en la iglesia es ver a las
personas, amarlas, comprenderlas, ayudarlas, y orientarlas en su nueva vida. El primer
énfasis en cualquier trabajo en la obra de Dios no está en la calidad de predicación que se
puede dar, o cuál es la mejor organización que se puede desarrollar, o cuántos fondos se
deben recaudar, o cómo debe encajar la congregación local en su denominación. El primer
factor lo constituyen las personas que la integran. Por esto Jesús dijo que él era el buen
pastor, que daba su vida por las ovejas, que las conocía por nombre y ellas le conocían y
lo seguían (Jn 10:11–17). A esto, ni más ni menos, estamos llamados a comprometernos.
“Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella … o como teniendo
señorío sobre los que están a vuestro cuidado …” (1 P 5:1–4).

(2) Dichas personas se asocian o son asociadas por Dios mismo en un organismo
espiritual cuando son lavadas por la sangre preciosa de Jesucristo. Pero hay algo más. No
es sólo un organismo espiritual. Es un cuerpo social, sea pequeño o grande, porque se
reúne frecuentemente; tiene valores comunes; persigue fines comunes; tiene o crea una
estructura que conocemos como organización o gobierno, y desarrolla relaciones
permanentes y a veces muy estrechas.

Esta es otra cara de la realidad. Personas, sí. Pero además un grupo humano, lo que
implica, como ya vimos, una serie de aspectos que deben ser tomados en cuenta y que
necesitan manejarse muy bien. Esto no sólo indica una parte de la tarea de los dirigentes,
sino algo que deben aprender a vivir los hermanos. Por eso el estudio de cómo fueron
constituidas las primeras iglesias nos ayuda a entender esta realidad. Y el análisis de los
temas posteriores aclararán mejor el asunto. El trato con personas aisladas es distinto al
trato con personas en grupo. Tanto los que son integrados a la iglesia como los que la
presiden necesitan entender muy bien lo que significa esto para que sean cumplidas las
aspiraciones del Señor.

(3) Toda acción pastoral debe tener un doble objetivo: edificar a los hermanos y
enseñarles a ellos a edificar. La tarea no es completa si falta el segundo elemento. Lo más
sencillo, y lo que algunos prefieren, es hacer pasar el tiempo a la grey sin desarrollar un
programa serio y adecuado para formarlos como Dios quiere, y para que tomen parte
activa en la edificación del cuerpo de Cristo. El trabajo pastoral así se constituye en una
tarea de amplias proyecciones pues exige mucha oración, dirección divina, genuino amor
a las personas y a la congregación, madurez en las relaciones y capacidad para
desarrollarlas, sabiduría para guiar al rebaño, sentido administrativo y organizacional, y
capacidad pedagógica.

La indicación del Señor es la siguiente: “Y para estas cosas, ¿quién es suficiente?… Y tal
confianza tenemos mediante Cristo para con Dios; no que seamos competentes por
nosotros mismos para pensar algo como de nosotros mismos, sino que nuestra
competencia proviene de Dios, el cual asimismo nos hizo ministros competentes de un
nuevo pacto, no de la letra, sino del espíritu …” (2 Co 2:16;3:4–6).

(4) El ministerio de la iglesia debe ser integral. En nuestra tarea de la evangelización, no


podemos divorciar la proclamación (kerygma) del servicio (diaconía). Hemos aprendido
que en el ministerio de Jesús y de los apóstoles las palabras y las obras eran expresiones
de su compasión por la gente, y deben serlo de la nuestra. Palabras y obras surgen del
señorío de Jesús, porque él nos envía al mundo a predicar y servir. Si proclamamos las
buenas nuevas del amor de Dios, debemos manifestar su amor cuidando de los
necesitados.
4

FINALIDADES DE LA IGLESIA CRISTIANA


INTRODUCCIÓN

En los capítulos anteriores ha quedado establecido que la iglesia cristiana hizo su


aparición en el mundo como parte de una acción estrictamente divina.

La iglesia ha sido fundamentada y establecida sobre la persona de Jesucristo como


Salvador, Mesías y Señor, y sobre el grupo apostólico que fue llamado y encomendado
por el Señor para darle inicio. Empezó con un grupo de judíos que aceptaron y
reconocieron a la persona y obra de Jesús, para luego abarcar, en muy corto tiempo, a los
no judíos, o sea a los gentiles, con lo cual también se cumplió otra profecía (Is 49:6). La
iglesia entonces abre sus puertas de par en par para toda persona y destruye las barreras
erigidas por los hombres, las sociedades, las razas y las culturas. De este modo se
establecen una serie de verdades fundamentales que deben guiar la vida del cuerpo de
Cristo a través de los siglos y en todas las circunstancias.

Sin embargo con el correr de los años muchos acontecimientos y personas, tanto de
dentro como de fuera de la iglesia, fueron minando sus bases. Después de veinte siglos
todavía se hacen serios y gravísimos cuestionamientos en cuanto a su presencia y su
misión. Algunos la ven como la expresión de sistemas económicos, o el instrumento de
intereses políticos, o bien de grupos humanos no adaptados a la llamada “modernidad” y
que quieren vivir aún en la etapa mítica del desarrollo humano, ya superada por la
científica.

En los capítulos anteriores hemos considerado el origen de la iglesia. Ahora vamos a


considerar su naturaleza y a evaluar su labor y posición en el mundo, a fin de que ella sea
lo que originalmente Jesucristo, su fundador y fundamento, quiso que fuera.

Todo lo anterior nos lleva a otro aspecto estrechamente vinculado y no menos importante.
¿Para qué fue dejada la iglesia en el mundo? ¿Cuál es su propósito, cuáles sus fines, a qué
debe dedicarse en modo prioritario? Teológicamente hablando, ¿cuál es su misión? No
está por demás señalar que este tema ha sido el foco de debates por todo el mundo,
especialmente en las últimas décadas. La última generación ha sido testigo y parte de las
discusiones que no sólo han sido muchísimas, sino que han traído penosas polarizaciones
a la comunidad cristiana protestante y a otros sectores llamados cristianos. Esta situación
se ha presentado debido a una disparidad de conceptos, pues están los que piensan que la
iglesia sólo debe predicar el evangelio y aquellos que le asignan como función la de
establecer una nueva sociedad universal. Así unos opinan que la iglesia es necesaria en el
mundo y otros, que debe desaparecer para dar lugar a otra cosa mejor.

¿Qué función o funciones, cuáles propósitos o fines le estableció el Señor a su iglesia, o


en forma aún más específica, a sus iglesias, pensando en los núcleos de cristianos que
conocemos como congregaciones locales? Esta es la pregunta básica a la que responde
este capítulo.

OBJETIVOS BÁSICOS

En los estudios sobre temas eclesiásticos ha primado un concepto que define la finalidad
de la iglesia en tres aspectos: adorar a Dios, evangelizar y enseñar. Es una visión
correcta, pero a juicio nuestro, tan sintética que parece olvidar otros factores. Como
concepto general, ayuda a tener una esquematización sencilla y clara, pero a la luz de la
palabra y de la experiencia de las congregaciones, resulta un tanto estrecho. Parece
descuidar algunos terrenos que son tan importantes como los tres señalados.

Debido a lo anterior propongo a continuación un esquema de finalidades más amplio,


pues considero que es más objetivo, de carácter más práctico y que toma en cuenta, desde
luego, el ya mencionado. El orden sugerido no señala la escala de importancia porque en
la experiencia pastoral se demuestra que dependiendo de cuál sea la situación de una
iglesia, a veces hay que reforzar algunas cosas más que otras. Más bien el siguiente es un
cuadro que señala en forma general lo que la iglesia debe hacer.

1. ADORAR A DIOS

Puesto que las iglesias son agrupaciones de personas que han vivido una experiencia
personal de encuentro con Dios por medio de su Hijo Jesucristo y bajo la dirección del
Espíritu Santo, la primera y verdadera relación se da entre los creyentes y Dios. Y el Señor
así lo ha hecho para que a partir de dicha relación, él pueda tener su testimonio en la tierra
y un medio para llegar a toda la humanidad.
Decía una vez un teólogo que los creyentes pasarán la eternidad adorando al Señor; de
modo que éste es un asunto de poca importancia en la situación presente de la iglesia.

Sin embargo la relación que tiene una congregación con Dios es algo que debe meditarse
muy bien. Por un lado Dios busca ser adorado. Él busca personas que le reconozcan, le
crean, le obedezcan y le rindan el homenaje del cual sólo él es digno (Jn 4:23,24). Si esta
fuera la única razón, sería suficiente. Lo diferente de ser cristiano radica en esa confesión
de la existencia de un Dios de amor, poder y justicia, que no sólo es Señor de todo, sino
que desea relacionarse con el hombre y desea su adoración.

No se puede olvidar que el gran problema humano es el de su separación de Dios, el de


cambiar su gloria por imágenes de la naturaleza y de seres creados, lo cual es idolatría,
que él abomina (Ro 1:18–27). Pero la reconciliación de los seres humanos con Dios trae
ineludiblemente la vinculación entre ambos de una nueva manera, y pone a uno en
condición de adorar y al otro de ser adorado. Esto es lo que primeramente expresa todo
convertido al Señor, aunque sea en un modo muy rudimentario, y lo que expresa
igualmente toda congregación cristiana cuando se reúne (Hch 2:47;3:8, 9; Ef
1:6, 12, 14; 5:19; Jn 9:35–38).

El hecho de ser testigos de Dios en la tierra implica necesariamente la disposición a la


adoración y alabanza del Señor. Eso es lo que Dios quisiera que todo el mundo hiciera.
Pero como no le conocen, con mayor razón espera que quienes creen en él mantengan
ante los ojos del mundo su reconocimiento por medio de la adoración.

La adoración es parte de una actitud manifestada en diferentes formas y acciones. Existe


la adoración individual o personal, por la que en privado el creyente rinde homenaje al
Señor y reconoce su gloria, majestad, poder y amor. Tal adoración se expresa por medio
de oraciones; palabras, sea en la lengua materna o en lenguas que da el Espíritu; en cantos;
postración; humillación y aun gemidos. Incluso todo puede darse a la vez (Éx 4:31; Dt
26:10; Jos 5:14; 1 R 1:47; Sal 29:2; 95:6; Lc 24:52).

La adoración es igualmente parte de un modo de vida diario por el cual el cristiano anda,
trabaja, estudia y actúa convencido que lo que hace es en el poder de su Dios y todo lo
dedica a él (Fil 1:11; 8:4; He 13:5; Stg 5:13; Ro 12:1; 6:13). Cuando esta motivación no
existe, cuando el creyente separa su vida cotidiana de este sentir, no sólo Dios no es
glorificado, sino que se proyecta una vida cristiana personal raquítica que de igual modo
se manifiesta en la reunión de la iglesia con muy poco entusiasmo en la adoración
conjunta. Por el contrario vidas motivadas cotidianamente a servir al Señor, llevan a la
congregación un jubiloso sentir de la presencia bendita de Dios que se manifiesta en
libertad, gozo y espontaneidad en la alabanza.

La década de 1970 trajo una muy significativa experiencia en amplios sectores de las
iglesias evangélicas latinoamericanas con respecto a la adoración. Por un lado empezó
una renovación musical que permitió incorporar, e incluso en muchos lugares e iglesias,
cambiar por completo la himnología con instrumentos, tonos y ritmos más afines a nuestra
idiosincrasia. Pero lo más notable ha sido el énfasis en el reconocimiento de la grandeza,
poder, señorío y gloria de Dios. A la par de una apertura litúrgica que no se ciñe tan
rigurosamente a un orden preestablecido, muchos himnos tomados de los Salmos y otras
partes de la Escritura, como muchas otras canciones, han permitido que los espíritus de
los creyentes hagan de la adoración una experiencia mucho más profunda.

Al observar este énfasis por muchas partes del mundo, uno recibe la impresión que en
medio de una humanidad que cada vez piensa menos en Dios y que parece estar diciendo:
“Rompamos sus ligaduras, y echemos de nosotros sus cuerdas”, de un modo especial la
iglesia insiste y proclama por medio de la adoración múltiple que Dios sí existe, y que
queremos que él sea reconocido como Rey y Señor.

En forma muy interesante, se nota una correlación entre esta acción ante el Señor en las
congregaciones y la forma como están creciendo. Cuando el pueblo se reúne y adora en
forma jubilosa al Señor, hay un sentir unánime de que la gente sale “bendecida”; sabe que
Dios estuvo con ellos. Al Señor se le permite ministrar a las necesidades de las personas
y éstas cobran fuerzas para la vida y viven sus luchas, esperanzas, frustraciones, trabajos
y oportunidades con un sentido de victoria, porque “si Dios es por nosotros, ¿quién contra
nosotros?” (Sal 2:3; Ro 8:31).

2. REFLEJAR LA PRESENCIA DE JESUCRISTO

La iglesia es el cuerpo de Cristo. Cada congregación local es, igualmente, en forma


pequeña, cuerpo de Cristo (1 Co 3:16, 17).

Por esto insistimos en los capítulos anteriores en lo que la iglesia es ante los ojos del
Señor para que así sea en los nuestros. La iglesia es el medio que Dios tiene en el mundo
para realizar, en su nombre y en el de Jesús, una serie de funciones, en las cuales aun los
ángeles anhelan mirar (1 P 2:12). En este sentido hay varios aspectos que debemos tomar
en consideración.

Primero, toda congregación cristiana debe reflejar el amor de Jesús. Sobre todo, su amor
al pecador, categoría que no hace excepción de nadie, “por cuanto todos pecaron y están
destituidos de la gloria de Dios” (Ro 3:23; 11:32). Así que, por ese amor estállamada a
bendecir aun a quienes la persigan; a no maldecir; a gozarse con los que se gozan; a llorar
con los que lloran; a no pagar a nadie mal por mal; a procurar lo bueno delante de todos
los hombres; en lo posible a estar en paz con todos los hombres; a no vengarse sino dejar
lugar para la ira de Dios; a no ser vencidos de lo malo, sino a vencer con el bien el mal
(Ro 12:14–21).

Jesús prestó una atención especial a los pobres porque ellos son olvidados por todos y
reciben el mayor impacto de los problemas económicos, sociales y políticos (Mt 11:5).
Sin embargo, Jesús llamó a ricos, y también ellos encontraron un lugar en el reino de Dios
(Mt 9:9–13; Lc 19:1–10; Mt 19:16–26; Flm 8–21). Así debe ser el amor de la iglesia.

Jesús fue manso y humilde de corazón (Mt 11:29). Él no buscó el poder político ni quiso
hacer su obra por ese medio. Enseñó a los suyos a no seguir el patrón del mundo que
anhela poder y distinción, sino más bien a servir. Su modo de relacionarse con sus
discípulosfue como “el que sirve” (Lc 22:27). Somos instados a seguir el ejemplo de
Cristo, quien se despojó a sí mismo para llegar a ser como un siervo (Fil 2:1–11).

La iglesia ha sido y será perseguida por causa del testimonio de Jesús. Ha sido víctima, y
lo será, de muchas injusticias. Han hablado, y hablarán, mal de ella (Mt 5:11, 12; 2 Ti
3:12). Pero también es tentada al poder, a resolver injusticias o persecuciones por medio
del poder o los medios humanos. En algunas ocasiones la posesión de bienes o medios
económicos la hace sentirse superior. En este sentido, la demanda de Jesús para su cuerpo
sigue en pie: ser como su maestro.

Como Jesús que vino para cumplir la voluntad de su Padre, la iglesia debe ceñirse de la
misma voluntad (Mt 5:17; Jn 4:34; 6:38). Por lo cual necesita reconocer con claridad
cuáles son los fines para los que ha sido puesta en el mundo y debe aferrarse a ellos.
Muchos objetivos y medios le son propuestos para cumplir su función. Las gentes del
mundo quieren ver a la iglesia convertida en una cosa muy diferente de lo que la Biblia
propone. Pero así como Cristo rechazó al diablo cuando éste le ofreció los reinos del
mundo, o cuando reprendió a Pedro cuando éste le insistió en no ir al Calvario, o cuando
orando angustiado sudó “como grandes gotas de sangre” para que se hiciera la voluntad
del Padre y no la suya, así el pueblo del Señor debe reconocer que su llamado es a
sujetarse a la voluntad divina (Mt 4:8–10; 16:21–25; Lc 22:41–43).

La iglesia además sigue el ejemplo de Jesús que vino a servir (Mr 10:45). Esto es parte
de lo que en el capítulo anterior fue señalado, que los cristianos deben estar “enteramente
preparados para toda buena obra” (2 Ti 3:17). El servicio empieza adentro, entre la misma
familia, en la congregación, y luego, busca hacer bien a todos (1 Ti 5:8; Gá 6:10). Esto es
lo que se conoce con el nombre de diaconía, palabra griega que significa servicio. En este
sentido la iglesia ejerce la diaconía en el nombre de Jesús, en todaslas formas que le sea
posible.

Finalmente, como Jesús, su cuerpo debe dar la palabra de Dios al mundo. Él ocupó largas
sesiones con sus discípulos, como con las multitudes, para predicar y enseñar la palabra
de Dios. Los evangelios relatan que cuando vio una multitud con hambre, tuvo compasión
de ella y les dio de comer. Pero también “comenzó a enseñarles muchas cosas” (Mr 6:30–
44).

Toda congregación cristiana necesita estar profundamente convencida que Dios quiere
hablar al mundo por medio de ella, tanto por su vida, como por su predicación, su
enseñanza y su testimonio (Mt 4:23; 9:35; Mr 16:20; He 2:4). Por lo cual, siguiendo el
ejemplo de los bereanos, toda congregación cristiana debe ser fiel estudiante de la palabra
de Dios tanto para hablar lo que conviene a la sana doctrina, como para discernir y
desenmascarar toda enseñanza falsa (Hch 17:10–12).

La enseñanza de la palabra de Dios al mundo es una función irremplazable dada a la


iglesia. Es ella quien debe comunicar la verdad de Dios, porque ella es la que guía a la
salvación, al camino angosto y a la vida abundante. El ser humano siempre quiere sustituir
lo de Dios por lo suyo. El mundo actual mira la Biblia como una obra literaria interesante
pero abarrotada de mitos o explicaciones alegóricas que la gente le daba a ciertos
acontecimientos, o como un libro de moral de un pueblo y de predicciones. Pero no la
reconocen como la palabra divina que es la verdad que libera, que guía los pasos de la
gente por el camino correcto, o el pan y agua que sacian el hambre y la sed de sus espíritus.
Por lo cual la comunicación de la palabra de Dios al mundo por medio de la iglesia es una
tarea que no puede ser dejada de lado, ni postergada, ni dada a otros. Ella constituye quizá
su más grande privilegio y responsabilidad (Jn 8:31,32; Sal 119:105; Mt 4:4). Y es,
igualmente, lo que la diferencia de toda organización humana.

3. ANUNCIAR EL EVANGELIO

Si hay algo claramente especificado en la misión de la iglesia es lo correspondiente al


anuncio o predicación del evangelio. Las primeras órdenes que Jesús les dio a los doce y
a los setenta cuando les envió por primera vez, fue en dicho sentido (Mt 10:5–7; Lc 10:9).

Lo más significativo es que sus últimas órdenes, antes de ascender a la diestra del Padre,
fueron también muy claras, y son recogidas por los cuatro evangelios y el libro de Los
Hechos (Mt 28:18–20; Mr 16:15–20; Lc 24:44–49; Jn 20:21–23; Hch 1:8).

Dichas órdenes así dadas evidencian la importancia que para el Señor tiene la tarea de
anunciar el evangelio, por lo que la iglesia debe tomarla como algo que debe estar en el
mismo centro de su vida. No hay ningún otro organismo que pueda hacerse cargo de esta
labor. Sólo la iglesia de Jesucristo. Y el objetivo de Dios es que llegue a toda persona,
nación, raza y lengua porque es el único camino de salvación ya que Dios convocará a
toda la humanidad a juicio (He 9:27).

La evangelización se propone anunciar públicamente a Jesucristo como Salvador y Señor,


ya sea a personas, familias, grupos diferentes, pueblos o naciones. Se debe presentar el
plan redentor de Dios a fin de que las personas lo conozcan, lo entiendan, lo crean y lo
vivan en su vida diaria (Ro 1:14, 15; 15:19, 20).

El anuncio de las buenas nuevas debe hacerse en el poder del Espíritu Santo. Parte de la
razón de la presencia y acción del Espíritu de Dios es para capacitar y dar poder a la
iglesia a fin de que ella sea testigo de Jesucristo, con su vida y con su palabra (Lc
24:49).Algo que se evidencia cuando hay derramamientos del Espíritu en una
congregación o región es que los hermanos alaban al Señor con libertad, experimentan
gran gozo, un deseo de contar a los demás lo que Dios ha hecho por medio de su Hijo, y
llevar el testimonio a otros lugares.

Generalmente el mismo Espíritu mueve a las congregaciones a buscar los medios más
adecuados para llegar a la gente. Sin embargo, el tiempo ha indicado que aunque Dios
levanta evangelistas de renombre, con unción especial, el modo más simple y efectivo, es
el que se da en la comunicación del evangelio persona a persona. Así el joven habla al
joven; el vecino al vecino; el compañero de trabajo a su colega; el profesional al
profesional. Cada uno en su propio ámbito de relaciones tiene campo para la tarea
evangelizadora. Y es así como la iglesia expande su testimonio.

Con todo, desde el punto de vista de una congregación, no sólo el testimonio o


evangelismo personal es la primera acción que se debe y puede desplegar sino muchas
otras, como la evangelización organizada casa por casa, estudios bíblicos en hogares,
cultos al aire libre, programas de radio, distribución de Biblias, tratados, libros y muchas
otras formas. En todo esto, la convicción que los dirigentes de la iglesia tengan acerca de
la importancia de esta labor, es determinante para crear conciencia, para orar
específicamente por esto, y para movilizarla en forma sistemática y permanente.

Aunque el testimonio es verbal, y se da un mensaje que espera una respuesta, no está


fuera del sentido de esta labor que el Espíritu Santo conceda que los creyentes puedan
hacer señales en su nombre. Cuando se hacen visitas a hogares de personas no cristianas,
o se encuentran situaciones difíciles en un hogar o región, la oración de fe de los hijos de
Dios puede demostrar que Dios existe y que actúa ante la necesidad de la gente. Por esto
a muchos se les abren los ojos y buscan al Señor. Aunque siempre debemos tener presente
que hay personas que aun viendo la gloria y el poder del Señor, rechazan su misericordia
(Mr 16:20; Hch 14:3; He 2:4; 2 Ti 1:7; Jn 14:12).

4. HACER DISCÍPULOS

Esta labor, igual que la anterior, es específica (Mt 28:18–20). Pero, además forma parte
de la anterior. Anunciar el evangelio y hacer discípulos son dos caras de una misma
moneda, o dos partes de una misma labor. La evangelización se refiere a la gente no
cristiana para anunciarle el evangelio, se le presenta a Jesús como Salvador, y se le brinda
la oportunidad de creer. Hacer discípulos es la etapa que sigue. Al convertido a Jesucristo
se le propone siempre a Jesús, pero ahora como el Señor, el maestro, el modelo y la meta
de su vida. En este proceso se da lo que en otro capítulo ya fue mencionado, cuando la
nueva persona aprende a despojarse de su vieja vestidura pecaminosa, y se reviste de la
imagen de Jesús con la ayuda del Espíritu Santo (2 Co 3:18; Ro 8:29; Ef 4:22–32).
En esta labor hay una gran falla pastoral. En algunas congregaciones se hace mucha
evangelización y muy poco discipulado. Esta tarea requiere de una disposición pastoral,
vivencia y experiencia para llevarla al seno de la congregación y establecerla como parte
del programa central. Lo mejor es preparar en un lapso de dos o tres años varios equipos
bien formados para tener con qué atender a todos los convertidos. Cuando una iglesia
logra tener por lo menos vienticinco, treinta, cuarenta o cincuenta discipuladores, sabe
que el trabajo con los recién convertidos no sólo será atendido, sino que llevará grandes
frutos. Por las experiencias ya conocidas en todo lugar de grandes campañas de
evangelización con pocos frutos permanentes, la tarea de formar discípulos se hace
imperativa.

Pero esto va más allá. Todo pastor que ha probado este campo con seriedad, sabe que el
resultado no es la mera adición de personas a la congregación, sino la calidad de vida
cristiana que resulta, la motivación y capacitación al testimonio, la capacidad de
multiplicación espiritual cuando los discípulos aprendan a ganar a otros para Jesús y
hacerlos discípulos de él, y la motivación que adquieran para servir en muchos campos
de la iglesia, y de la obra en general. Por encima de todo está el sentido de unidad y de
cuerpo que se va desarrollando en los hermanos, lo que contribuye a un tipo de relaciones
más abiertas, sinceras y maduras.

5. REUNIR A LOS CREYENTES

Con este título queremos decir varias cosas. Por un lado, es el deseo del Señor que todo
hijo suyo esté incorporado en forma visible en alguna congregación. Es lo normal en la
vida cristiana. Y la iglesia es esa asociación de hijos de Dios. Así adoran al Señor. Así se
edifican. Así se ayudan. Así amplían la obra.

Congregar personas aparentemente es una tarea fácil si se hace alrededor del culto, nada
más. Pero si se busca integrarlas con objetivos como los que se han ido exponiendo en
este capítulo, es otra cosa. Requiere de una acción pastoral muy inteligente. Sin embargo,
en primera instancia, siempre se busca congregar a los que confiesan la fe en Jesús.

Por otro lado reunir a los creyentes lleva en sí un fin más amplio. Porque no se trata de
tenerles una o dos horas en un culto, sino de que el grupo desarrolle una forma de ser y
de vivir en conformidad con la voluntad divina. Como cuerpo social ella proyecta una
imagen ante el resto de la comunidad que puede ser favorable o no a su testimonio.
La forma de ser de la congregación en su medio necesita ser considerada con muchísima
seriedad, porque si en ella se dan los caracteres de superación de situaciones morales,
culturales y sociales del ambiente, la iglesia se constituye en un tipo de comunidad alterna
a lo que se da en el mundo. En las sociedades impera el orgullo, la explotación, los
privilegios raciales, económicos, políticos o culturales. Se causa daño a los demás por la
mentira, la lujuria y toda clase de malas prácticas. Pero cuando en la iglesia hay relaciones
de amor, de respeto, de santidad, de ayuda mutua y de obediencia a la voluntad divina,
todo ello y más, ofrece a las personas un ambiente que no encuentran en otras partes. Así
la congregación llega a ser una verdadera comunidad alterna a lo que se puede encontrar
en otras partes.

Esto es lo que reflejó la mayoría de iglesias de las que nos habla el Nuevo Testamento,
por lo cual algunas personas se sentían motivadas a seguir su mensaje y estilo de vida,
aunque otras lo rechazaban. A esto se refieren hoy algunos teólogos cuando hablan de
que la fe cristiana genuinamente vivida conduce en mayor o menor grado a una “contra-
cultura”, o sea a una forma de vida que en algunas cosas difiere radicalmente de lo que
se da en el ambiente, y que aun a veces entra en conflicto con él. La iglesia actúa como
luz en medio de las tinieblas, en parte porque la alumbra, y en parte porque la juzga y la
condena al demostrar que sí es posible un modo de vida diferente (Hch 2:43–47; Mt
5:14, 15; He 11:7; Jn 17:14–17).

De todo lo anterior se desprende el valor que tiene la acción pastoral no centralizada sólo
en el púlpito, sino en una tarea que contempla una serie de campos y de fases que
necesariamente deben ser abarcados. Por ejemplo el Nuevo Testamento habla de cómo la
iglesia en Jerusalén proveía para las necesidades de las viudas, aspecto que Pablo
posteriormente reorganizó. También se dieron épocas de hambre, en las que las iglesias
se ayudaban unas a otras y tenían la oportunidad de cubrir algunas necesidades entre los
hermanos de manera que el sentido de iglesia iba más allá de la simple comunión o
adoración, para verse como verdaderos hermanos en todo sentido (Hch 6:1–6; 11:27–
30; 2 Co 8:1–15; 9:1–14; Gá 2:10; 6:10; 1 Ti 5:3–16; Stg 1:27; 2:1–4; 3 Jn 5).

El estado de pobreza en que viven muchas personas en nuestro continente, en el cual


también están presentes congregaciones cristianas evangélicas, indica la atención que se
le debe poner a este aspecto de la vida de la iglesia y de la proyección del trabajo pastoral.
Si bien es cierto que el evangelio cambia la vida y que los convertidos por lo general
reorganizan sus prioridades y actividades en forma diferente, sin embargo, muchos
requieren atención y orientación en el campo económico y laboral. No todo en la
congregación debe ser dar a los necesitados, porque esto a la larga crea situaciones que,
en vez de ayudar, causan daño. Hay ocasiones y casos cuando esto es lo único que se
puede hacer y se debe hacer. Esto lo sabe todo pastor. Pero se necesita orar, pensar,
planificar y llegar a acciones que tienden a ayudar a los hermanos a resolver sus difíciles
circunstancias. Y esto varía de acuerdo a los países, culturas, zonas urbanas, rurales y
medios disponibles. Lo que sí es necesario es que haya la disposición de ver esta parte de
la responsabilidad de la iglesia que viene a constituirse en uno de sus objetivos.

6. CONCLUSIONES

(1) ¿En qué consiste la tarea de la iglesia? ¿Cuáles son los objetivos que debe perseguir?
¿Cuál es su misión? Todo dirigente denominacional, pastor de congregación, líder y los
creyentes en general, deben tener claro este asunto. Cuando unos y otros definen bien los
objetivos que persigue la iglesia y se dedican a alcanzarlos, notan que la vida de una
congregación es sumamente interesante y valiosa, porque glorifican al Señor y se calman
los anhelos de la gente.

Cuando estos objetivos generales se hacen específicos como por ejemplo para un año se
proponen determinada meta de crecimiento en su membresía; o bien se proponen ayudar
a varias familias para que tengan casa propia; o establecer cierto número de grupos
discipulares, etc., hay más retos y posibilidades de ver resultados tangibles, cosa
sumamente beneficiosa. Cada congregación en conformidad a su propia situación, dentro
del marco general de objetivos, no sólo puede ver en qué está fallando, sino hacia dónde
debe guiar sus oraciones y su trabajo mancomunado.

(2) La vida de una congregación consiste en un complejo de aspectos que deben ser
llevados a cabo, algunos en modo ya sea simultáneo, o bien escalonado. Pero no se puede
dejar ninguno a un lado. El alcance de los objetivos se dificulta porque a menudo ni
siquiera los líderes saben cuál es la tarea que hay que hacer. De manera que tanto
dirigentes como congregación no sólo deben tener conocimiento de ello, sino que deben
trabajar en forma conjunta para llevarlos a la práctica.

Ayuda mucho a las congregaciones tener algún material impreso que provea de dicha
información a cada hermano, que se estudie en forma conjunta y de vez en cuando se
repase, para ver en cuáles áreas se está teniendo éxito y en cuáles no, a fin de hacer los
respectivos ajustes de programa.

Para un pastor, el espectro de varios objetivos le exige aún más que conocerlos. Es tener
la mayor cantidad de información sobre cada uno de ellos, no sólo en cuanto a lo que la
Biblia dice, sino en cuanto a cómo se pueden llevar adelante. Así como un médico debe
tener una formación general en su carrera pero necesita irse especializando en
determinadas áreas, todo pastor, igualmente, debe llegar a dominar ampliamente campos
como la enseñanza, la predicación, la evangelización, el discipulado, las relaciones
congregacionales, la ayuda y desarrollo a los necesitados, la planificación, organización
del trabajo y otras partes componentes de su labor.

(3) Es evidente que la vida de una congregación, para llenar los anhelos del Señor que la
creó, debe tener un balance entre adoración, comunión, palabra, ayuda y servicio. En
conjunto, dan la verdadera tónica de lo que es el cuerpo de Cristo y lo diferencian de
cualquier organización creada por los hombres. Esto sólo se alcanza mediante una
convicción de que Dios vive y que él está realizando parte de sus importantes planes en
el mundo por medio de la iglesia, mediante un apego y fidelidad a la palabra de Dios,
mediante el desarrollo amplio de la comunidad de fe, y mediante un liderazgo conocedor
y dedicado por entero a la tarea que el Señor le ha asignado.
5

EL GOBIERNO DE LA IGLESIA
INTRODUCCIÓN

Una de las preguntas que muchas personas formulan respecto a las iglesias cristianas
evangélicas es ¿por qué tienen sistemas de gobierno tan diferentes unas de otras? ¿Por
qué no hay un gobierno centralizado como lo tiene la iglesia católicorromana? En los
últimos veinticinco años ha habido un incremento de las iglesias conocidas como
“independientes”, muchas de las cuales no tienen una forma específica de gobierno, o
bien necesitan cierto tiempo para desarrollarlo. Muchas otras han crecido bajo la dirección
de algún organismo eclesiástico conocido como “denominación”, que provee un sistema
de gobierno, en algunos casos sumamente rígido, en otros algo flexible.

¿Qué nos dice el Nuevo Testamento al respecto? ¿Cómo se pueden contestar algunas de
aquellas preguntas? Aún más importante: ¿cuál es la mejor forma de gobierno para las
iglesias? Este es el asunto que abordaremos en este capítulo.

1. IGLESIA UNIVERSAL E IGLESIA LOCAL

En un capítulo anterior hicimos referencia a este aspecto que siempre mantiene a los
cristianos en cierta tensión. Pues lo que tenemos más a la mano, lo que generalmente
vemos y con lo cual nos relacionamos es la congregación local, aquel grupo al que
asistimos y en el que tomamos parte de lleno en su vida y misión. Pero nos es algo confuso
el término universal.

El católico tiene una imagen de iglesia universal porque tiene una sede central, Roma, un
jefe, el papa rodeado de sus cardenales y obispos y todo un sistema legal conocido como
el derecho canónico por el cual se regulan todas sus organizaciones, actividades y
relaciones. Muchos usan la conocida frase de que dicha iglesia es la “sociedad perfecta”.
Desde luego que frente a la imagen que ella proyecta, las iglesias evangélicas aparecen
como un caos, como un mundo de confusión organizacional.

Ante dichas realidades los evangélicos argüimos que el Señor Jesús estableció una iglesia
pero no una gran organización y mucho menos un sistema de poder religioso y político
en forma de pirámide, presidida y dirigida por un hombre que se atribuye cualidades
divinas, como son la infalibilidad y el poder de perdonar o condenar a personas. En el
sentido evangélico de iglesia universal, predomina la idea no de una gran organización
con gobierno centralizado, sino más bien con otros factores. Pensamos, en primer lugar,
que la unidad es de carácter espiritual en el sentido que Dios mismo la realiza. ¿Cómo?
Cuando las personas toman su decisión personal por Jesucristo, son bautizadas en agua y
Dios nos bautiza por su Espíritu Santo en un solo cuerpo. Es lo que Pablo les enseñaba a
los corintios: “Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean
judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu”
(1 Co 12:13; Hch 2:37–39).

Lo que hace Dios es un hecho real. De modo que creemos con fe y seguridad que a partir
de nuestra obediencia al evangelio, quedamos integrados a una unidad espiritual en
Cristo, no importa en qué lugar del mundo nos encontremos o bien por medio de quien
hemos creído. Si hemos entrado por la misma puerta, lavados por la misma sangre, bebido
de la misma fuente y nos guía la misma esperanza, formamos parte de la iglesia universal
o el cuerpo de Cristo.

De esta manera respondemos que los creyentes en Jesucristo no necesitan buscar la unidad
porque esta ya se ha realizado. Todos los que han creído han sido unidos en un gran
organismo espiritual. Pero hay más.

A los cristianos nos une la confesión de nuestra fe. Por lo general las iglesias o
“denominaciones” tienen lo que se llama una declaración de fe, por la que se especifica
el marco doctrinal que las guía. Un examen de ellas en diferentes agrupaciones muestra
que en los aspectos básicos hay acuerdo, como por ejemplo la creencia en un solo Dios
manifestado en tres personas; la suprema autoridad de la Biblia como palabra de Dios en
materia de fe y de práctica; el estado de pecado de la raza humana y su consiguiente
necesidad de redención; la revelación suprema de Dios en la persona de Jesús y su obra a
favor de la humanidad; la necesidad de un arrepentimiento genuino y conversión a Dios
por la fe en Jesús para ser justificado, perdonado y reconciliado; la presencia y acción del
Espíritu Santo en las vidas de los hijos de Dios y en la vida de la iglesia; la segunda venida
de Cristo, y algunos otros principios. Esto lo confiesa en Argentina, Canadá, Alemania,
Japón o Nigeria prácticamente todo cristiano y congregación evangélica. Por esto
entendemos formar parte de una sola iglesia.
Debemos notar también que a los cristianos los une su experiencia de conversión y
obediencia a Jesucristo. Esta es parte de una realidad por demás interesante conocida por
quienes han viajado por muchos lugares. Cuando una persona expresa su fe, su conversión
y su seguimiento a Cristo, otro que ha vivido lo mismo inmediatamente se identifica como
hermano. Ni siquiera pregunta por otros aspectos doctrinales. Y esa unidad
inmediatamente se expresa en una relación sincera, sencilla y profunda.

Manifiestan también nuestra unidad múltiples actividadesconjuntas en muy variados


niveles como reuniones pastorales, campañas de evangelismo, congresos regionales y
mundiales, alianzas, instituciones de formación pastoral de carácter interdenominacional,
organizaciones de servicio integradas por hermanos de diferentes agrupaciones,
agrupaciones formadas para atender situaciones de emergencia y muchas otras.

De manera que los cristianos evangélicos tenemos otro modo de expresar la unidad sin
un gobierno humano central. Lo que afirmamos es que Jesús es la cabeza de su cuerpo, y
ejerce su autoridad y dirección por medio del Espíritu Santo quien ocupó su lugar.
Podemos decir con propiedad que el Espíritu Santo es el vicario de Cristo en la tierra,
pues éste, en el más amplio sentido, tomó su lugar (Jn
14:16, 26; 15:26; 16:7, 13, 14; 20:21). Y es él quien da unidad al cuerpo.

2. LOS DONES A TODO EL CUERPO

Algunos intérpretes bíblicos diferencian la unidad espiritual ya hecha por el Espíritu


Santo, de la unidad real o crítica, o sea la que se da en la realidad diaria. Esta es otra
expresión que muchas veces nos causa problema, no tanto de entenderla, sino vivirla. Es
el modo como nos relacionamos los cristianos en la vida diaria, especialmente a nivel de
congregaciones locales.

La Biblia indica que Dios estableció los ministerios, o sea personas con un tipo de servicio
especial a toda la iglesia. Son llamados dones o regalos de Dios a su cuerpo. Si es cierto
que sondones o capacidades que se dan a personas, la idea va mucho más allá, pues son
dados para servir al cuerpo entero. Hay cinco que se mencionan en la carta a los Efesios:
apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros (Ef 4:11). Ellos vienen a representar
un aspecto importantísimo en el gobierno de la iglesia. No llegaron nunca a constituir una
organización bajo la cual estarían todos los cristianos, ni mucho menos establecieron un
centro religioso-político. Esto vino como un proceso histórico que desvió a la iglesia de
sus bases originales. El gobierno de aquellos ministerios tiene su propio carácter.

(1) Los apóstoles

Hay un sentido estricto de este ministerio que, incluso hoy nos es muy necesario
reconocer. El apóstol es un enviado, un mensajero. Así lo dio a entender Jesús cuando
llamó a los doce y los envió a predicar, a sanar, a echar fuera demonios y anunciar el reino
de Dios (Mt 10:1–15; Jn 20:21). Ellos así lo entendieron y practicaron una vez que el
Señor ascendió y les envió el Espíritu Santo. Se sabe que después de estar en Jerusalén,
los apóstoles salieron por diferentes partes para anunciar el evangelio y establecer
congregaciones.

Pero el sentido de apóstol identifica en forma muy concreta a los doce originales.
Sabemos que uno falló, Judas, que fue sustituido por Matías, de quien casi no se sabe
nada (Hch 1:15, 26). Los once vieron la urgencia de completar el número doce. En
Apocalipsis la nueva Jerusalén está edificada sobre los nombres de los doce apóstoles.
Ello ratifica que cuando se habla de este ministerio, en el Nuevo Testamento, en primer
lugar, se refiere a los doce.

Los requisitos que debían llenar eran el haber estado juntos “todo el tiempo que el Señor
Jesús entraba y salía entre nosotros, comenzando desde el bautismo de Juan hasta el día
en que de entre nosotros fue recibido arriba”. Además, que “sea hecho testigo con
nosotros de su resurrección”. El apóstol, entonces, debía haber conocido y andado con
Jesús prácticamente todo su ministerio hasta la resurrección para poder ejercer una
función de verdadero “testigo” ocular (Lc 1:1–2; 1 Jn 1:1–3; Hch 2:32; 3:15; 5:32).

Pablo, no habiendo conocido a Jesús personalmente, alega que lo vio, que él lo envió y
que le reveló el evangelio, factores reconocidos luego por los demás y que le hicieron
formar parte de los apóstoles (1 Co 9:1; Hch 9:5, 6; 22:6–11; 26:14–18; 1 Co 15:7–10).

El sentido de apóstol está restringido también por cuanto ellos, no sólo como personas
forman parte de la base de la iglesia, sino por su enseñanza. El evangelio, doctrina central
de la fe cristiana, fue predicado por ellos y fijado de tal manera que ni un apóstol, ni un
ángel del cielo, ni otra persona podía enseñar cosa diferente (Gá 1:8, 9; Hch 15:1–31).
Ellos insistieron en la doctrina que les fue dada por el Señor, que transmitieron a las
nuevas congregaciones, y estas a su vez debían enseñarlas en el futuro. O sea que la
palabra de Dios, la revelación para la época del nuevo pacto y de la gracia, les fue
encomendada a ellos (Ro 2:16; Gá 1:11; 2:5; 1 Ti 1:3–11; 4:6, 7;6:3; 1 Co 7:25, 40; 3:15–
18; Ap 1:1–3).

De lo anterior se desprende la gran importancia que tiene el canon o conjunto de libros


del Nuevo Testamento considerados como inspirados por Dios, al cerrarse al final del
siglo I de nuestra era, el cual, junto con el del Antiguo ya fijado por los judíos, representa
la autoridad sobre la cual se basa la iglesia cristiana no sólo para definir sus doctrinas
básicas, sino para examinar y juzgar toda enseñanza que pretenda sustituirla o falsearla.

Sin embargo el término apóstol parece emplearse en forma algo indirecta a algunas otras
personas como a Jacobo el hermano del Señor, a Bernabé, Andrónico, Junias y Silas (Gá
1:19; 2:9; Hch 14:14; Ro 16:7; 1 Ts 2:6; Hch 15:22, 27, 32, 34, 40). Y a algunos hermanos
que se hacían pasar por apóstoles que enseñaban cosas diferentes y creaban problemas en
las congregaciones (2 Co 11:13;Gá 1:7; Fil 3:2; 2 P 2:1).

Existe también otra faceta del ministerio del apóstol que se puede leer en la manera como
desempeñaron su labor. Es que realizaban una función supervisora en cuanto a la vida de
las congregaciones, su doctrina y sus problemas con el fin de ayudarlas. Algunas veces
lo hicieron mediante visitas personales, otras por el envío de algún discípulo, u otras por
una carta (Tit 1:5; 1 Co 1:11; 2 Co 13:1).

Al designar a las iglesias su gobierno propio, los apóstoles quedaban más libres para ir
ampliando el radio de acción del evangelio. Ya desde el tiempo apostólico se dieron
circunstancias en las cuales personas de alguna congregación ponían en tela de juicio y
rechazaban el ministerio y autoridad del apóstol (3 Jn 9–10; 2 Co 7:2–15; 10:1–12; 11:1–
15, 16–20).

Todo lo anterior nos lleva a hacernos una pregunta: ¿existen los apóstoles hoy? De vez
en cuando se escucha de alguien que se considera apóstol de cierto lugar. A la luz de lo
dicho podríamos establecer las siguientes respuestas.

Primero, en el sentido estricto, hubo doce apóstoles. Por las características que el Nuevo
Testamento les asigna a ellos, el ministerio apostólico en las mismas dimensiones es,
sencillamente, irrepetible. Nadie puede atribuirse hoy ni el nombre, ni la autoridad
espiritual que tuvieron aquellos.

En segundo lugar, dado que se nota en alguno que sí hay un ministerio que quizá lo que
recoge del grupo inicial es su sentido de enviado, de mensajero, así como una visión más
amplia que la de una congregación local, o sea del cuerpo de Cristo. Así desempeña una
función en muchas congregaciones para orar por ellas y ayudarlas en lo posible.

Desde este punto de vista podemos decir que sí ha habido y hay hoy día apóstoles aunque
no lleven el nombre ni se les reconozca públicamente como tales. Hay hermanos en
diferentes partes del mundo que han llegado a tener un reconocimiento, aprecio y
autoridad espiritual, que se mueven entre muchas agrupaciones sirviéndolas,
orientándolas, y vinculándolas en muchas maneras. Estos hermanos aun cuando no
ejercen ningún dominio sobre las congregaciones, ejercen su valiosa influencia porque se
les solicita y porque ven en ellos caracteres espirituales especiales. Estos son ministerios
al cuerpo con una función muy amplia. Y aunque no se les conozca como apóstoles,
de hecho están ejerciendo dicha función. Es un tipo de apostolado “informal” pues no
está nombrado por nadie, no está dentro de una estructura pero si se deja ver con claridad
el perfil de su trabajo como un ministerio del Espíritu Santo para bien de toda la iglesia.

En tercer lugar, estos hermanos, ya sea que se les reconozca o no su labor y el nombre
que deberían llevar, deben estar enmarcados exactamente en los mismos principios
establecidos en la palabra de Dios y no pretender ir más allá. Por ejemplo cuando algunos
que en los últimos años de repente se han autoproclamado apóstoles. Comienzan a
rodearse de una autoridad basada en supuestas revelaciones, las que a veces entran en
conflicto con la enseñanza bíblica. O bien, comienzan a ostentar poderío y mando sobre
iglesias y personas, desarrollando un tipo de “reino” alrededor de ellos, estos “elementos”,
como ya se han dado casos, andan detrás de otras cosas.

(2) Los profetas

Como ministerio a todo el cuerpo de Cristo, generalmente los apóstoles fueron profetas.
Ellos edificaron, exhortaron y consolaron a las iglesias (1 Co 14:3). La comprensión de
algunos exégetas es que la referencia hecha por el apóstol Pablo acerca del fundamento
de la iglesia cuando habla de los “apóstoles y profetas” se refiere a las mismas personas
(Ef 2:20). Cuánto más nos inclinamos a esta interpretación mejor vemos que fueron los
apóstoles como Pedro, Pablo y Juan que no sólo interpretan a los profetas del Antiguo
Testamento, sino que aclaran algunas profecías de Jesús y plantean aspectos del futuro de
Israel, de la humanidad, de la iglesia, del juicio de Dios a las naciones, a las personas, y
el establecimiento final del reino de Dios (Hch 1:16–20; 2:16–21, 25–36; 13:16–
26;15:14–19; Ro 9:11; 1 Co 15; 2 Ts 2:1–12; Ap 1:1; 4:1).

De su labor en la actualidad se puede pensar en términos similares a la de los apóstoles.


Aun más pensando que si ejercen alguna función relacionada con las cosas por venir,
deben estar sujetos a la palabra de Dios y al examen de sus enseñanzas por hermanos con
otros ministerios (2 P 3:19–21; Ap 22:18, 19; 1 Co 14:29–32). Esto implica que cuando
aparezcan hermanos en algún lugar con mensajes, enseñanzas, visiones o revelaciones,
no deben ser aceptadas sin que los pastores y líderes hayan examinado lo que dicen a la
luz de la palabra de Dios, como también las intenciones que el profeta trae.

Existe un conocido documento llamado la DIDACHE oENSEÑANZA que se data entre el


siglo I y siglo III D.C., que si bien no es un documento canónico, tiene una serie de
consejos que se daban a las iglesias para prevenirlas de los “falsos profetas” que viajaban
de un lugar hacia otro. Entre las claves que se dieron para distinguir entre el falso y el
verdadero ministerio profético está el solicitar dinero o buscar bienes materiales.

(3) Evangelistas

Los apóstoles fueron evangelistas. Pero no todos los evangelistas fueron apóstoles. Los
evangelistas son puestos con dos fines muy definidos. El primero, anunciar el evangelio
en forma amplia, como es el caso de Felipe, quien fue a Samaria y Dios lo usó para que
muchas personas se entregaran al Señor. Especialmente tiene que ver con lugares donde
el evangelio apenas se va a sembrar, con el objetivo de establecer allí una iglesia que dé
testimonio de Jesucristo.

El segundo fin es el mismo para los otros cuatro ministerios: “perfeccionar a los santos
para la obra del ministerio” (Ef 4:12). ¿Cómo se entiende esto?

Por un lado su labor va más allá de la predicación a gente no cristiana. Esta se dirige a los
hermanos para capacitarlos a fin de que realicen la obra evangelística. El evangelista,
como el apóstol, por recorrer muchos lugares y conocer a mucha gente muy diferente, va
adquiriendo gran conocimiento de las culturas, lenguas, costumbres, así como también
métodos para llegar a la gente con el evangelio. Es una persona que funciona como “punta
de lanza” de la iglesia, por lo cual su experiencia, su motivación y sus conocimientos
deben contribuir a la movilización de los cristianos en el testimonio de Jesús.

El evangelista, entonces, es también un servidor del Señor para todo su cuerpo, pero
orientado hacia la movilización de las iglesias y la evangelización de los incrédulos.

Algunos hermanos que se sienten llamados al evangelismo se dedican más que todo a
visitar congregaciones y celebrar “campañas” con ellos. Su función se limita casi
exclusivamente a predicar, lo que permite que algunos sean muy poco creativos y muy
repetitivos en sus exposiciones. Para un ministerio más amplio todo evangelista necesita
estar dentro de una congregación que sea su hogar espiritual, aunque sirva en forma
interdenominacional. Necesita trabajar y experimentar toda forma posible de
metodologías evangelizadoras, para que pueda enseñarlas a pastoresy hermanos de
diferentes lugares. Es esto lo que puede hacer un verdadero edificador del cuerpo de
Cristo.

(4) Pastores y maestros

Se entiende que estas dos actividades van juntas. Se trata del gobierno y enseñanza de la
congregación. Todo pastor, en lo posible, debe ser maestro de la palabra de Dios (1
Ti 5:17). Están dedicados más que todo a la congregación local (Hch 13:1; 1 Co
12:28, 29; 2 Ti 4:3; Stg 3:1). Sin embargo estos no pueden perder su visión de la iglesia
como un cuerpo, de modo que cuando edifican deben reconocer que construyen no algo
separado e independiente, sino la pequeña parte de un gran todo. Y a éstos les corresponde
sujetarse a lo establecido por el ministerio apostólico, o sea, para nosotros hoy, lo que ha
sido escrito en las páginas de la Sagrada Escritura.

3. EL GOBIERNO DE LAS IGLESIAS LOCALES

Los siglos han traído cambios en las iglesias. Aunque también se usan los mismos
términos— pastor, obispo, anciano, etc.— en muchos casos tienen significados
completamente diferentes. Acerca de este asunto hay varios elementos que considerar.

(1) Toda congregación local debe tener su gobierno. Gobernar tiene que ver con la
dirección que se le da a las personas, grupos o instituciones. El gobierno es una forma de
liderazgo. Tiene que ver con la administración, con metas, con programas. Igualmente
tiene que ver con la enseñanza, con el cuidado y dirección de un grupo de seguidores de
la fe.

El gobierno es necesario en la iglesia. Sin él se puede dar la confusión y desintegración


de la congregación. Si se abusa, cae en el paternalismo, dominio y tiranía. El gobierno se
da dentro de lo que se conoce como una “estructura”, o sea dentro de un marco o armadura
que arregla o dispone las partes que componen … la congregación. Es una forma de
organización o disposición de las partes. Por ella las funciones de las personas y núcleos
directivos deben saber lo que les corresponde hacer.

(2) ¿Qué es lo que podemos leer en el Nuevo Testamento acerca del gobierno de la
iglesia?

Primeramente, como ya fue presentado anteriormente, la obra empezó bajo la dirección


de los apóstoles. Ellos anunciaron el evangelio, a los convertidos los integraban en
congregaciones y les enseñaban. Luego, ya sea de modo permanente o por un período de
varios años, o en forma pasajera, ejercían el pastorado, cuidado y enseñanza de las
congregaciones. Recordemos que Pedro y otros apóstoles estuvieron arraigados en
Jerusalén por varios años. Luego salieron. Pablo permanecía períodos relativamente
cortos en las nuevas congregaciones (Hch 6:1; 15:4; 11:26; 13:2–3, 50; 14:21;18:11).

En segundo lugar se ve que fue formado un número de personas encargadas de atender a


ciertos grupos de necesitados. Se les llamó diáconos y diaconisas, y como su palabra lo
indica, su función era servir. Con esta designación los apóstoles podían estar libres para
dedicarse a lo primordial de su labor: orar y predicar la palabra (Hch 6:1–6). Así los
diáconos aparecen como auxiliares del ministerio principal, pero sus cualidades eran casi
las mismas que se pedían para los pastores. Se mencionan diáconos en las iglesias de
Filipos y Roma, como en otros lugares (Ro 16:1; Fil 1:1; 1 Ti 3:8–13).

En tercer lugar, aparece luego la designación de “ancianos”, “obispos” y “pastores”. En


la iglesia de Jerusalén, ya para los tiempos del concilio (c. año 51 D.C.), se menciona que
el gobierno de dicha congregación consistía en los apóstoles y ancianos, además de los
ya nombrados diáconos (Hch 15:4). Pablo, a partir del regreso de su primer viaje
misionero, establece ancianos en las iglesias yordena a sus ayudantes a hacer lo mismo
en diferentes lugares (Hch 14:23; 15:4; 20:17; Tit 1:5; Stg 5:14; 1 P 5:1, 5). A la iglesia
de Filipos le remite la carta a los “santos”, o sea a toda la congregación con sus obispos
y diáconos (Fil 1:1).

Existe un consenso en el sentido de que las designaciones de pastor, anciano y obispo


indican lo mismo. En las congregaciones el gobierno no lo ejercía, entonces, una sola
persona, sino uno o varios equipos. Es claro que en las iglesias no se daba el gobierno de
un solo pastor sino de varios. Estos, reunidos, posiblemente formaban el “presbiterio” (1
Ti 4:14). Para el nombramiento de estos gobernadores de la iglesia había estipulaciones
estrictas (1 Ti 3:1–7;Tit 1:5–11; 2:1–5).

Lo anterior es sumamente importante porque deja ver un principio: que el gobierno de la


congregación no puede estar en manos de una sola persona, sino de un grupo o equipo, o
aun varios. El caso contrario es el de una iglesia en la que un hombre ejercía un poder
ilimitado y estaba causando serios daños (3 Jn 9).

Finalmente, el gobierno de la congregación tiene otro participante. Es la congregación


misma. En la resolución del problema de la alimentación de las viudas, los apóstoles
convocaron “a la multitud” (Hch 6:2, 5). En el concilio del año 51, el problema de la
doctrina no fue tratado sólo en escala apostólica. Se reunieron los apóstoles, los ancianos
y la iglesia para decidir el asunto (Hch 15:6, 22, 23). En el caso del que cometió un incesto
en Corinto, Pablo llama a toda la iglesia a tomar parte en la acción disciplinaria (1 Co
5:4, 5). Igualmente apela a toda la congregación para perdonar a un hermano que había
caído pero que fue restaurado (2 Co 2:5–11).

El cuadro visto en su totalidad muestra que el gobierno de la congregación local desde la


época apostólica no tiene una forma específica. Pero sí se puede intuir que dicho gobierno
es ejercido por varios sectores, como fueron los apóstoles, la congregación misma, los
pastores, ancianos u obispos, y los diáconos.

Dicho gobierno así repartido, plantea una cuestión: ¿En qué medida o proporción debe
estar cada uno? Se podría afirmar que no hay una medida definida, sólo se perciben sus
componentes y algunas ocasiones en que unos y otros tomaron parte. Esta situación es
precisamente la que viene a desembocar en lo que vemos en las iglesias evangélicas, en
las cuales hay gobierno, pero con formas muy diferentes según sea su denominación, o
aun su procedencia histórica o geográfica.
4. LAS FORMAS CLÁSICAS DE GOBIERNO

El hecho de que el Nuevo Testamento no indique un solo modo de gobierno eclesiástico


hace que se den varias modalidades. Estas son ampliamente conocidas y usadas
por diferentes iglesias. Básicamente hay tres pero con el tiempo se han ido aplicando
elementos de unas a otras. Los sistemas son los siguientes.

(1) El sistema episcopal, conocido también como monárquico o jerárquico. Lo usa la


iglesia católica, la episcopal, la ortodoxa, la metodista y otras. Su concepto básico reside
en que la iglesia debe ser gobernada por obispos, ayudados por sacerdotes y diáconos. En
este sistema, el pueblo participa en forma muy limitada, mayormente en los cultos pero
no en el gobierno. Dicho sistema se empezó a desarrollar en el siglo segundo.

(2) El sistema representativo, federal o presbiteriano por el cual la iglesia elige a un grupo
de personas que la representan para que ejerzan el gobierno de la congregación. Es
semejante al de algunas formas de gobierno político que siguen muchas naciones. Los
que son nombrados se llaman ancianos. De éstos algunos gobiernan pero no enseñan, ni
predican ni ejecutan las ordenanzas como el bautismo y la santa cena. El pastor ejerce
como presidente y está sujeto al cuerpo de ancianos.

Esta forma va más allá de la congregación local pues es la reunión de pastores ordenados,
de ancianos que enseñan y gobiernan, los que integran un presbiterio. En algunos países,
por ejemplo, una denominación organizada bajo este signo puede tener varios
presbiterios; generalmente se hace por regiones para que los dirigentes y las
congregaciones puedan estar más vinculadas. Más allá del presbiterio existe el sínodo y
la asamblea general. Este es empleado por las iglesias presbiterianas, reformadas y otras.

(3) El sistema congregacional o democrático por el cual se establece que ninguna persona
o grupo fuera de la congregación local puede interferir en sus asuntos. Además, es el
grupo de hermanos bautizados, miembros de la iglesia, y en plena comunión con elSeñor
y con la congregación el que tiene el deber y el derecho de regir los destinos de su iglesia.
La congregación reunida nombra a su pastor (o pastores), diáconos, comisiones, etc., y
ella, por medio de asambleas periódicas durante el año, informa oficialmente de la
marcha y toma las decisiones que considere convenientes. Agrupaciones como los
bautistas, congregacionales, discípulos de Cristo, iglesias bíblicas e independientes
siguen esta forma de gobierno.
Como fue mencionado anteriormente, estos sistemas han sido mezclados por muchos
grupos de acuerdo a sus propias necesidades. Lo que sí es importante recalcar es que dada
la situación que se da en nuestros países latinoamericanos, a veces no sólo se desconocen
los sistemas clásicos, sino que se levantan congregaciones sin una estructura apropiada.
Algunos piensan que “organizar” una congregación es un asunto “de la carne”, que hay
que dejarla libre sin “ataduras”. Lo que infaliblemente resulta de esto es, o que el pastor
se constituye en caudillo o dictador, cosa que lleva con el tiempo a conflictos muy
profundos, o bien la congregación cae en un desorden donde nadie manda y nadie sabe
quién es quien. Así por pretender ser muy “espirituales”, hunden a la congregación en el
desorden. Y ningún tipo de grupo humano soporta el caos, pues se deshace, o bien una
persona o un grupo toman el control, a veces con resultados funestos.

Por lo anterior es que el Señor fue muy cuidadoso en poner en su palabra el que los
apóstoles organizaran a las congregaciones nacientes, factor que nosotros debemos tomar
muy en cuenta hoy día.

Uno de los primeros pasos que debe dar todo pastor como también todo dirigente, y todo
hermano, es conocer e informar a los dirigentes y hermanos de la congregación, la forma
en que está organizada ella, qué tipo de gobierno sigue, qué relaciones le impone su
vinculación con la denominación. Cuando uno conoce a fondo estos elementos, primero
se da cuenta si cabe o no en dicho sistema. Segundo, aprende a conocer su radio de acción,
sus campos de autoridad y los que les corresponden a otros para saberse manejar, y que
no haya interferencia entre unos y otros, cosa quemuy pronto trae roces, discusiones,
reclamos, renuncias, abandono de la congregación, división o despido del pastor.
5. CONCLUSIONES

(1) La iglesia tiene gobierno. Ciertamente Jesús es su cabeza y el Espíritu Santo su guía.
Pero esta misma verdad, es en la mente de algunos un arma de doble filo pues se escudan
detrás de ella para erigirse casi como propietarios de una congregación. Los apóstoles nos
brindan el excelente modelo de congregaciones que, apenas nacidas, pronto llegaron a
tener una forma de gobierno que no descansaba en una persona, sino más bien en equipos
pastorales y diaconales.

No hay gobierno perfecto. Alguno hay que escoger y hay que saber moverse dentro de él,
usarlo para bien, y aprender a respetar las limitaciones que impone su uso. Si un pastor
funciona en una congregación que ha sido el resultado de un trabajo aislado, como tantos
en nuestro continente, o de una separación sin una estructura determinada, lo mejor es
sentarse a orar, a estudiar cuál sistema puede servir mejor, no a los intereses del pastor
sino de la obra de Dios en ese lugar, y proponerse a establecerlo cuanto antes.

(2) La función del gobierno en una iglesia cristiana, si bien conlleva autoridad y cierta
forma de poder, no puede jamás hacerse un fin en sí misma. El gobierno busca darle forma
al grupo y organizarlo para que se consolide, desarrolle los caracteres como iglesia de
Jesucristo y sea ágil para que pueda alcanzar los fines que Dios le ha propuesto. Y este es
uno de los aspectos más importantes en toda gestión pastoral.

(3) Aunque la costumbre muy arraigada de un gran sector de iglesias evangélicas sigue el
modelo de un pastor como autoridad principal, conviene meditar más en el modelo
del Nuevo Testamento que lo hace múltiple. Un pastorado en equipo es más ventajoso
para la congregación porque provee un núcleo integrador más amplio y hay más
representatividad de la congregación. Para un pastor es mucho mejor cuando está
acompañado por un equipo porque oran juntos, ven los problemas juntos, toman
resoluciones juntos, enfrentan los asuntos graves juntos. Es una garantía para la iglesia y
para el pastor. Desde luego que esto no puede hacerse de la noche a la mañana. Necesita
un proceso de comprensión, maduración y establecimiento.

(4) A los cristianos evangélicos, dada la gran variedad de nombres y formas de gobierno
que asumen nuestras congregaciones, nos conviene pensar en todos los elementos de base
que son comunes a unos y a otros. Nos daremos cuenta que en lo que es central a la fe,
por lo general estamos totalmente de acuerdo. Las diferencias las marcan casi siempre
aspectos no medulares, como el tipo de culto que se tiene, más pausado o más expresivo
que otros, o la forma de gobierno.

Por ejemplo, algunos piensan que la forma episcopal es sólo de ciertos grupos históricos
o católicos. Pero hay sectores como la Iglesia Metodista Pentecostal de Chile, y grupos
que se han desprendido de ella, que conservan la estructura tradicional y tienen obispos
con un gran poder de decisión. En otras organizaciones, aunque no emplean el término
obispo, sin embargo el presidente o supervisor tiene potestades semejantes.

El reconocimiento de estos aspectos y de otros puede ayudar al desarrollo de actitudes y


de relaciones para que vivamos cada vez más como verdadero cuerpo de Cristo. De este
modo preparamos para la venida del Señor “una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha
ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha” (Ef 5:25–27).
6

LOS DONES ESPIRITUALES DE LA IGLESIA


INTRODUCCIÓN

En el capítulo anterior se consideró el gobierno de la iglesia. Por los rasgos que le son
señalados a quienes ejercen alguna forma de gobierno notamos que no sólo deben poseer
cualidades humanas que los distingan, sino que, de un modo u otro, estas vienen a ser la
expresión de la obra divina en ellos. Esto se pone de manifiesto en los requisitos
necesarios tanto para el nombramiento de los pastores u obispos, como de los diáconos
(1 Ti 3:1–13).

En otro capítulo se consideró también a la iglesia como un gran edificio en proceso de


construcción, o un cuerpo integrado por muchos miembros. Su gran característica es que
el edificio crece por las “piedras vivas” que van siendo agregadas por la acción de otras
piedras semejantes, y así sucesivamente.

De manera que a la iglesia cristiana le ha sido dada una dinámica muy singular y
particular. ¿De dónde proviene? ¿A qué se debe? ¿Dentro de cuál marco se da? ¿Cómo
debe ser canalizada? Estas son algunas de las interrogantes que nos plantea el tema sobre
los dones espirituales.

1. LOS DONES: NOVEDAD DE LA IGLESIA CRISTIANA

La fe cristiana presenta ante el mundo aspectos sumamente singulares. Por un lado enseña
que ante la incapacidad del ser humano de resolver su problema de justificación ante Dios
y, por tanto, de estar destinado a la condenación eterna, Dios se hace realmente hombre,
cumple lo que éste no pudo, sufre y triunfa en su lugar. Una vez hecho esto, se abre el
camino y la posibilidad de salvación y vida eterna. Esta acción divina en la persona de su
Hijo Jesucristo es la expresión de su gracia y de su amor. A esto se le llama el “don” o
regalo de la gracia de Dios (Ro 5:15, 16, 17; 2 Co 9:15; Ef 2:8).

Otro de sus elementos singulares lo constituyen los regalos o dones espirituales. Estos
son dados por el Señor mediante el Espíritu Santo. Son otorgados como regalo divino con
propósitos definidos y dan al seguidor de Jesucristo y a la iglesia un toque diferente de
todo lo que se da en el mundo. Se afirma en ambos casos que dicha fe no sólo viene de
Dios, sino que se alimenta y se sostiene por el poder de Dios. La fe y la experiencia
cristianas no son simplemente respuestas humanas a un llamado de Dios, sino una
certificación que el creyente tiene de que Dios está con él y dentro de él, y que el Señor
le da capacidad especial para que tome parte activa en el desarrollo de sus actividades en
el mundo.

Lo dicho anteriormente da la impresión que estuviéramos comparando la fe cristiana


únicamente con otras creencias y vivencias religiosas. Pero no es así. A través de los
siglos y por diferentes razones, la fe de los evangélicos perdió muchas veces su verdadero
carácter sobrenatural. Se volvió una religión impuesta por el poder político o religioso,
una simple expresión cultural, una característica y necesidad social que debía llenarse
para formar parte del grupo, o bien un apegamiento a ritos y ceremonias externas. Lo
profundo, lo íntimo, lo que verdaderamente vincula lo divino con lo humano, la vivencia
de lo sobrenatural, se perdió.

Esto es lo particular del tema de los dones espirituales pues nos lleva a considerar una
serie de elementos que le dan a nuestra fe y a la iglesia, distinción y peculiaridad. En el
continente americano existe una vasta experiencia en este campo. El crecimiento que ha
vivido la iglesia cristiana evangélica que, según algunos analistas, en cien años pasó de
los cincuenta mil cristianos a unos 40 o 50 millones, evidencia el modo en que la fe en la
realidad diaria ha afectado a tantísimas personas. Una muestra muy importante de que
esto ha ocurrido está en la forma como el Señor ha derramado susdones sobre el pueblo
de Dios.

Pero el reverso de este asunto está en las falsificaciones que se dan respecto a los dones,
del mal uso que hacen algunas personas, pastores y congregaciones, lo cual nos lleva a
tener muy presente las advertencias de Jesús cuando enseñó: “Muchos me dirán en aquel
día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera
demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os
conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad” (Mt 7:22, 23).

De manera que algo que es tan precioso para la fe tiene también su elemento de cuidado.
¿En qué marco bíblico y práctico se dan los dones espirituales?
2. ¿QUÉ SON LOS DONES ESPIRITUALES?

En primer lugar, los dones espirituales se mencionan directamente en diversas partes del
Nuevo Testamento (Ro 12:6–8; 1 Co 1:7; 12; 14; Ef 4:7, 8, 11; 1 P 4:10; 1 Ti 4:14; 2 Ti
1:6).

En modo indirecto, igualmente, fueron anunciados por el profeta Joel; por Jesús a sus
discípulos, y confirmados el día de Pentecostés y en otras oportunidades (Jl 2:28; Mr
13:11; Lc 12:11; Jn 14:12; Hch 1:8; 2:1–21, 33; 10:44, 46; 19:6).

En segundo lugar, los dones se otorgan, como parte de la gracia divina, a los que obedecen
a la fe de Jesucristo, según la voluntad del Espíritu del Señor (1 Co 12:1–11).

En tercer lugar, los dones son definidos a partir del sentido de la palabra “don” que
implica mostrar favor, dar gracia, gracia que se hace efectiva en palabra y obra. En un
sentido estricto el término significa capacidades sobrenaturales dadas por el Espíritu
Santo a los cristianos para servicios especiales.

En la teología se hace una diferencia entre los “dones naturales” y los “sobrenaturales”.
Los primeros tienen que ver con las cualidades que corrientemente tienen las personas
para el desempeño de su vida, como las capacidades musicales, científicas, etc. Es lo que
traen las personas como parte de su dotación natural para la vida. Los dones espirituales
en cambio, son poderes o capacidades especiales, que cuando las personas conocen al
Señor, les son otorgadas directamente por el Espíritu con fines especiales.

En cuarto lugar, como se ha señalado, es el Espíritu Santo quien los otorga. La palabra
nos indica varias formas en las que se reciben dichos dones. Por un lado el Espíritu los da
“como él quiere”, lo que posiblemente indica la persona a quien lo da y su capacidad para
administrarlo, la oportunidad en que lo hace, la experiencia al recibirlo, la medida del
poder o capacidad dada, y la variedad o cantidad de dones que les es dada a las personas,
ya que una misma persona puede tener uno o más (Mt 25:14–30; 1 Co 12:11; 14:12). Otro
modo como es recibido el don es por medio de la oración de la persona que desea el don,
busca el mejor provecho, y lo pide al Señor (1 Co 12:31; 14:1).

En quinto lugar, en la explicación teológica de los dones del Espíritu se da una profunda
disparidad. Un sector enseña que los dones fueron exclusivos para la iglesia primitiva y
que cesaron en el siglo cuarto D.C. cuando la iglesia se había fortalecido lo suficiente.
Otro sector explica la vigencia de los dones en todos los tiempos de la iglesia y en todos
los lugares, como algo que es propio de ella, del nuevo pacto, y como elemento vital para
su edificación y su propagación. Esta perspectiva se fundamenta, no sólo en los caracteres
mismos de los dones, sino en la función que cumplen en el cuerpo de Cristo, pues son los
que realmente capacitan y movilizan a los cristianos para que la iglesia no sea un simple
edificio o monumento, sino un organismo dotado de gran vitalidad, acción, movilidad y
eficacia. Además se señala que los dones no desaparecerán sino hasta la segunda venida
de Jesucristo (Ro 12:3–8; 1 Co 12; 14; 1 P 4:10; 1 Co 13:8–10).

La historia de la iglesia testifica igualmente que los grandes avivamientos espirituales


tanto en congregaciones como en regiones de la tierra, vienen acompañados de muchas
manifestaciones del Espíritu Santo, y entre ellas también los dones. América Latina, en
diferentes congregaciones y denominaciones, regiones y épocas, ha conocido esta gracia
divina, aun en círculos en los que no se pensaba ni se le buscaba. Los dones siempre
vienen a recordar que la iglesia de Jesucristo no se mueve en función de la capacidad
humana, sea ésta la posesión o carencia de poder político, económico o de otra naturaleza,
sino en función de lo que “viene de arriba”, esto es, en el plano de lo sobrenatural.

3. ¿CUÁL ES LA FUNCIÓN DE LOS DONES?

Según la enseñanza apostólica, fundamentalmente, hay una función: edificar el cuerpo de


Cristo.

La edificación corresponde a una responsabilidad asignada por el Señor a cada cristiano,


hombre o mujer. Por lo tanto, Dios provee la capacidad para hacerlo. Si el hermano no
responde debidamente, o se descuida, o los emplea en forma irresponsable, eso es otra
cosa. Pero la responsabilidad y la capacidad son parte del vivir cristiano (Mt 25:14–30; Lc
19:11–27; 1 Co 3:10, 12, 13, 14, 15).

En un capítulo anterior fue señalado lo que Dios quiere: que si bien en la iglesia debe
haber dirigentes, no sean éstos los únicos que hagan la obra del ministerio, sino cada uno
de los hijos de Dios. Esta expresión “cada uno” o “alguno” es señalada específicamente
en varios textos (1 Co 3:8, 10, 12–14, 17; 12:7, 11, 18, 28; 1 P 4:10). Y en Efesios se
indica “la actividad propia de cada miembro” que al darse en forma concertada y unida
hace crecer el cuerpo en amor (Ef 4:16).
La otra función tiene que ver con la conversión de los incrédulos, cuando miran las
manifestaciones sobrenaturales, dadas en orden, y así reconocen la presencia del Señor
(1 Co 14:23–25).

Al entender que los dones son capacidades para servir, hay dos factores que se desprenden
de esta idea. Primeramente que no son, ni deben ser empleados para el beneficio personal,
ya sea éste el simple placer de exhibir un poder especial, o un medio para tener dominio
sobre las personas, para influir en ellas u obtener algo de ellas como fama o dinero. Lo
que en términos religiosos se conoce como “simonía” se desprende del caso de Simón el
mago, quien engañaba a la gente, tenía gran reputación por sus artes, y vio en los dones
del Espíritu un medio muy eficaz para reforzar y ampliar su condición, para lo cual ofreció
dinero al apóstol Pedro. Este reprendió duramente dicha actitud (Hch 8:9–13, 18–24).

En las congregaciones a menudo se observa fácilmente a hombres y mujeres que emplean


sus dones, o aun, una falsificación de dones, especialmente lenguas, profecía e
interpretación, para impresionar a la gente, exaltarse ellos mismos e ir tomando control
de la congregación. Hacen uso ilegítimo de lo que Dios les ha entregado para otro fin, y
esto tarde o temprano el Señor lo juzgará (Ro 2:16; Mt 7:21–23; Hch 19:13–16; Stg 1:22).

El otro elemento que se desprende de la finalidad de los dones esque son dados porque
hay muchas necesidades que llenar; en muchos casos son las “buenas obras” que
deben hacer los cristianos, y que “Dios preparó de antemano para que anduviésemos en
ellas” (Ef 2:10). Es para que los cristianos sean útiles los unos a los otros, y aun para los
no cristianos, que se dan dichas capacidades.

Los abusos en la administración de los dones, o la falsificación de ellos, han hecho que
muchas personas vuelvan las espaldas a esta verdad bíblica. Pero tomar este camino, es
igualmente peligroso, porque cierra la vía al manantial de gracia que vivifica a la iglesia.
Así es como pueden caer las congregaciones en una religiosidad mecánica, basada en los
simples recursos humanos y por tanto, desprovista de testimonio y efectividad en su vida
y labor.
4. DONES Y MADUREZ ESPIRITUAL

Según lo que se puede deducir de la lectura de la primera carta a los Corintios, el Espíritu
Santo otorga los dones, pero su posesión no indica que quien los recibe necesariamente
sea una persona espiritualmente madura. Y por madurez en dicho contexto se puede
entender una característica de los cristianos que han llegado a un entendimiento de su
condición como hijos de Dios y como partes de un cuerpo, por lo cual sus actitudes y
acciones deben condicionarlas a esta nueva posición. Los corintios habían recibido dones
“de tal manera que nada os falta en ningún don”. Pero al mismo tiempo, el apóstol no les
podía hablar “como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo” (1 Co
1:4–7; 3:1–4).

Para muchos es un problema comprender por qué Dios otorgacapacidades especiales


como los dones a personas que no reúnen las condiciones ideales para emplearlas
correctamente. Se pueden dar varias respuestas. Una es que el amor, la gracia y la buena
voluntad del Señor hacia sus hijos y hacia su cuerpo se expresan en sus dádivas. Aun más,
por medio de ello Dios arriesga algo de su parte con las personas. En su profundo interés
por el ser humano Dios hace lo posible por demostrárselo, sea por medio de Jesucristo
como don perfecto, o por medio de esta otra gracia que son los dones.

También se puede pensar que Dios da los dones a personas no maduras porque “el que
comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Fil 1:6).
El Señor no mira al creyente sólo como él es “ahora”, sino como será en los años que
vienen. Y da por sentado que su obra en las personas crecerá, aumentará, se perfeccionará,
por lo que se debe dar cuanto antes oportunidad y responsabilidad a sus hijos.

Lo anterior representa incluso un patrón mental que todo pastor debe aprender a
desarrollar, y es que si Dios se arriesga con nosotros, nos llama, nos da, nos capacita y
aun está dispuesto a soportar muchos de nuestros errores, los pastores no debemos hacer
menos. La tendencia en muchos líderes es esperar de los creyentes títulos en materias
religiosas, o que estén largo tiempo sentados en las bancas antes de poder asignarles
alguna tarea. Dios comienza temprano. Él sabe que si a las personas no se les asigna
responsabilidad y metas, la tendencia será sólo querer recibir y no dar, a vivir tranquilo
sin comprometerse, lo que resultará en un edificio con piedras muertas y no vivas.
Dios también da por sentado la responsabilidad que les compete a los pastores en la
formación de sus hijos. Èl entiende que sus pastores enseñan a sus rebaños estos
elementos básicos para las relaciones y actividades de la iglesia. De manera que a la gracia
del Espíritu al entregar los dones debe ir aparejada una acción pastoral de enseñanza,
orientación y supervisión, y cuando sea necesario, de disciplina.

Muchas de las experiencias negativas acerca de los dones se han debido, no sólo a que en
algunas congregaciones no se permiten, sino a que aun en aquellas que son estimulados
fervorosamente, falta el marco adecuado de enseñanza y supervisión. Por ejemplo,
muchas congregaciones de tipo pentecostal o carismático dan un énfasis casi exclusivo a
las lenguas y a la profecía y dejan fuera los demás dones. Esto trae un desequilibrio,
motivación para ciertas cosas e inhibición para otros dones que cumplen un papel
importantísimo en la vida del cuerpo de Cristo (1 Co 12; 13; 14).

Además olvidan las reglas que el mismo Espíritu Santo ha dado para evitar confusión y
abusos, como con respecto al empleo de las lenguas en el culto público. Igualmente,
referente a la comunicación de profecías sin ser examinadas, ya sea cuando son dadas a
la congregación, o como lo están practicando muchos grupos, la profecía debe ser
escuchada y juzgada por hermanos que tienen el discernimiento para hacerlo.

De manera que en materia de dones no podemos afirmar que la posesión de un don es


sinónimo de madurez espiritual. Tampoco podemos exigirle al Espíritu que los otorgue
sólo a los que creen ser maduros, porque él es soberano. Lo que señala claramente es la
responsabilidad del cristiano para usarlos correcamente, y señala también la
responsabilidad pastoral de enseñar estos asuntos como lo indica la palabra de Dios.

5. LOS DONES EN LA VIDA DE LA CONGREGACIÓN

Debido a lo anteriormente comentado, se hace del todo necesario tener un marco de


comprensión más claro respecto a los dones. Conviene señalar los siguientes elementos.

Primeramente que los dones aunque son dados a personas, deben ser empleados en
función de un todo que es el cuerpo de Cristo, ya sea en su sentido más amplio o bien en
el de una congregación local, sea ésta numerosa o que sólo esté integrada por unos pocos
hermanos.
La mención de los dones viene precedida en el Nuevo Testamento por la noción de un
cuerpo integrado por muchos miembros, cada uno de estos con diferentes funciones,
pero no independientes, sino coordinadas y orientadas hacia un fin (Ro 12:3–5, 6–8; 1 Co
12:12–30). Este es el genuino punto de partida de este tema. Si los dones se promueven
en las congregaciones como una “emocionante experiencia espiritual”, o un campo
“secreto” de conocimiento, o cosas semejantes, lo que se hace es poner un fundamento
falso. La integración a un organismo vivo, su participación seria y responsable en él,
conforme lo traza la palabra de Dios, es lo que debe presidir toda enseñanza en este
campo.

En segundo lugar estas capacidades que otorga el Espíritu a los hijos de Dios son, para
edificación de la congregación, no para exaltación o intereses personales (1 Co 14:3–
6, 12, 17, 19, 20, 26). La edificación está relacionada con necesidades y aspectos muy
variados tanto en la escala personal, como familiar y congregacional. Tiene que ver con
necesidades espirituales, organizacionales, administrativas, y de salud, como se verá más
adelante en la clasificación de los dones. De manera que el Señor los da para que los
creyentes no encierren su vivencia cristiana dentro de sí mismos sino para que
contribuyan siendo útiles a los demás y al cuerpo de Cristo.

El Espíritu Santo ubica sus capacidades como él quiere. No puede complacer a todos con
lo mismo porque no todo el cuerpo puede ser sólo manos u ojos o piernas. Debe haber
variedad porque se trata de funciones o formas de servicio que se conceden a cada uno.
Además, él considera que a unos debe darles más honor que a otros, porque lo necesitan.
Es lo que se percibe en muchos lugares acerca de hermanos que parecen no tener mucho
valor ante los ojos de algunos pero de repente el Espíritu los capacita con algo que les
ayuda a levantar su condición. Este privilegio lo ejerce el Espíritu a su propio arbitrio (1
Co 12:14–30).

Algunos hermanos sólo se interesan en dones espectaculares, en parte por lo llamativos y


en parte a veces porque los mismos pastores destacan y promueven únicamente dichos
dones. Aquí se exige humildad en todos los casos y sujeción a la voluntad del Espíritu.
Incluso, cuando un cristiano pide un don, a menos que esté muy convencido de la
razón por la cual lo pide, su oración debiera ser siempre para que le sea dado el que el
Señor considere más necesario para su cuerpo, sea éste evidente o no. Lo importante para
el hermano debe ser siempre que se realice plenamente el interés de Dios en su iglesia.
En tercer lugar, los dones al funcionar en un cuerpo deben estar sujetos a la cabeza que
es Cristo. Esto quiere decir emplearlos tal y como él ordena. Pero en cuanto a la iglesia
visible, la congregación, los dones deben sujetarse a su respectivo ministerio o liderazgo.
Desde luego que a veces los mismos líderes no se ajustan a la enseñanza de la palabra y
entonces poco o nada pueden hacer para orientar a los hermanos, por lo que es un deber
muy grande de todo pastor, y de quienes le acompañan en su labor, tener la mayor
información posible y trazar líneas directivas para toda la congregación.

Generalmente los aspectos conflictivos de los dones se presentan con respecto a las
lenguas, la profecía y la sanidad. En las primeras por el ejercicio libre que algunos quieren
ejercer en público, quizá más que todo como una demostración de su relación con Dios.
Las directivas del Señor son que las lenguas son para la conversación privada del creyente
con el Señor, lo cual debe hacerse igualmente en privado (1 Co 14:1–28).

En cuanto a las profecías, se enseña que pueden “profetizar todos uno por uno”, que los
“profetas hablen dos o tres, y los demás juzguen”, y que sus espíritus estén “sujetos a los
profetas” (1 Co 14:31, 29, 32). Se entiende en este contexto que cuando los profetas
hablan es para edificar, exhortar (o sea, animar) y consolar (1 Co 14:3). Generalmente,
cuando esto se hace no hay problemas. Esto se da cuando la profecía se refiere a supuestos
acontecimientos que van a venir, a declaraciones sobre personas de la iglesia, como que
están en pecado, o que deben hacer esto o aquello, o a acusaciones contra la congregación.

La profecía usada de este modo se torna conflictiva y peligrosa, aunque no siempre, pues
a menudo el Señor revela cosas ocultas o necesarias. Primeramente hay que recordar que
la profecía verdadera proviene del Señor. Pero también hay falsificaciones que proceden
de las personas, según su estado de ánimo, sentimientos adversos hacia hermanos o hacia
la congregación, intereses personales o familiares que se escudan con aquello de “esto
dice el Señor: Hijitos míos …” También la falsa profecía puede provenir de Satanás.

Cualquier cosa que se haga pasar como profecía puede provenir de las tres fuentes
mencionadas. Por esto es un deber de la congregación conocer estos asuntos. Y es
responsabilidad también de los pastores enseñarlo y saber emplear los correctivos
necesarios para que la congregación no reciba de buenas a primeras todo como si fuera
de Dios, para que no caiga bajo la engañosa manipulación de algún “profeta” o “profetiza”
que incluso puede ser hasta el mismo pastor, o bien que sea sometida a tensiones
interpersonales, a esperar el cumplimiento de acontecimientos extraños y otras cosas
semejantes.

De todo lo anterior se impone una adecuada enseñanza de la palabra. Además una


sujeción a ella y al ministerio de la iglesia y un examen de profecías cuando éstas son de
carácter conflictivo.

La falta de conocimiento y obediencia a la palabra de Dios, puede conducir, no a la


libertad del Espíritu, sino al libertinaje y corrupción de tan precioso don. De esto testifican
muchos casos de iglesias divididas, hermanos heridos, matrimonios que nunca debieran
haberse hecho, enemistades entre creyentes, pastores calumniados o pastores que no
quieren enfrentar su responsabilidad, simplemente porque dicen “esto dice el Señor”, y
porque no aplican los principios de la palabra de Dios.

En cuarto lugar, es tarea del liderazgo de la congregación enseñar lo que la palabra


muestra respecto a los dones, orar para que ellos sean manifestados y reconocerlos. Es el
caso por ejemplo cuando el Señor da dones de sanidad a algunos hermanos y no se les da
la oportunidad de ejercerlos, pues algunos pastores piensan que ellos son los que deben
hacerlo. Vale la pena integrar hermanos que posean un don para que lo ejerzan como
ministerio en la congregación. Así se debe hacer en otros casos de dones para que la
congregación pueda tener la variedad necesaria para sus necesidades y operaciones. Lo
que claramente dice el Espíritu Santo sobre la forma como él arregla el cuerpo, es que los
pastores solamente tienen una parte en el gobierno y una parte de las capacidades. Para
otras necesidades distribuye los poderes a otros hermanos como él quiere. Esto debe ser
reconocido, respetado y estimulado.

6. ¿CUÁLES SON LOS DONES ESPIRITUALES?

Para mayor facilidad y comprensión vamos a ofrecer una clasificación de los dones. No
es la única que se ha hecho, pero es suficiente para darnos una perspectiva básica de los
mismos.

(1) Dones de palabra

Estos se refieren a la expresión verbal. Incluye enseñanza, evangelización, profecía,


palabra de sabiduría, palabra de ciencia, diversos géneros de lenguas, interpretación de
lenguas y exhortación.
Como es fácilmente observable todos ellos son dados en función de edificar la iglesia, de
fortalecerla o redargüirla. También de dar consejo a personas o a la congregación como
en el caso de la palabra de sabiduría y ciencia, o poner en un idioma conocido alguna
expresión dada en alguna lengua extraña.

(2) Dones de poder

Se refieren a las acciones que tienden a manifestar el poder divino como en los casos de
sanidad de enfermos y otras necesidades. Este es el caso de los dones de sanidades (en
plural), fe y milagros. Los evangelios y Los Hechos de los Apóstoles abundan en casos
que ilustran la amplitud de estos dones y la advertencia siempre presente acerca de las
personas que los tienen o dicen tenerlos, lo que insinúa la necesidad de parte de las
congregaciones no sólo de reconocer el don en sí, sino del discernimiento respecto a las
personas que los manifiestan. Hay que recordar que Satanás ocasionalmente puede
falsificar algunas cosas, por lo que un criterio muy importante debe ser reconocer
primeramente el estilo de vida de la persona, si se ajusta o no a la voluntad divina.

(3) Dones de servicio práctico

En este aspecto hay dones de servicio, de repartición y de hacer misericordia. Es claro


que estas capacidades se refieren a cubrir necesidades de orden material y económico en
las personas y familias como alimentación y otras situaciones que se presentan en las
iglesias.

Dentro de las condiciones que viven muchas familias de nuestras congregaciones, estos
dones debieran ser “deseados” ardientemente por el ministerio de la iglesia para que las
congregaciones dispongan de personas realmente capacitadas por el Espíritu para hacerle
frente a dichas situaciones. De aquí pueden surgir verdaderos ministerios de ayuda,
provisión y orientación a los hermanos más necesitados.

(4) Dones de gobierno de la congregación

Se mencionan, primeramente los que responden al ministerio del cuerpo, como los
apóstoles, los pastores y los que presiden, teniendo presente que se habla de ancianos
o pastores que gobiernan y los que además enseñan y predican (1 Ti 5:17). En este campo
se puede ubicar también al don de discernimiento de espíritus. Esta es una capacidad que
todo dirigente cristiano debe pedir, si no le ha sido dada por el Espíritu, porque es un
auxiliar extraordinario en el ministerio pastoral y directivo del cuerpo de Cristo.

(5) Otros dones

Se puede hablar específicamente del caso de Pablo a quien le fue dado un don de
continencia (1 Co 7:7–9). Esta capacidad va mucho más allá del control sobre la propia
fuerza sexual, pues todo cristiano recibe como parte del fruto del Espíritu, la “templanza”
o “dominio propio”, por lo que llega a tener dominio sobre el sexo. Aunque no se dice
prácticamente nada más acerca de este don, además de lo ya mencionado, es muy
probable que se refiera a la capacidad de no sentir la necesidad de compañerismo como
algo sumamente urgente, con el fin de dedicarse por entero a la obra del Señor (1 Co
7:29–33).

Algunos opinan que la lista que se ofrece en las cartas a los Romanos y a los Corintios no
está completa; que el Espíritu puede dar aun más dones. Sin embargo conviene siempre
analizar cualquier referencia semejante a la luz de la palabra, porque de otra manera se
puede llegar a pensar que muchas cosas normales en todo ser humano son un don en el
sentido estricto que son enseñadas en el Nuevo Testamento. De aquí que es común
escuchar en algunos círculos evangélicos y carismáticos del “don de danza”, don de
“música” y otros.
7. CONCLUSIONES

Primeramente el tema de los dones nos lleva a considerar lo que es la presencia y acción
del Espíritu Santo en la vida de toda congregación cristiana. Los líderes estamos
acostumbrados a trabajar dentro de una estructura de gobierno que podríamos llamar la
estructura formal, sea esta de tipo episcopal o jerárquica, representativa o congregacional.
Pero el Espíritu Santo se reserva el derecho de dar sus dones en el modo que crea más
conveniente.

En esta forma se puede dar en la congregación algo así como otra estructura de tipo
“informal” constituida por las capacidades dadas sobrenaturalmente y que le
proporcionan una importante dinámica a la iglesia. Sin embargo, esto no es una
contradicción si se comprende que una y otra se complementan mutuamente.

Los problemas se originan cuando el liderazgo no comprende ni acepta el señorío del


Espíritu sobre la iglesia, y en vez de darle el lugar que le toca, más bien busca anularlo o
sustituirlo (2 Co 3:17). Se originan también cuando los poseedores de dones quieren
actuar en forma independiente, tanto de los lineamientos que el mismo Espíritu ha puesto,
como del gobierno formal de la congregación.

Corresponde así dar libertad al Espíritu Santo y por otro lado que el ministerio y la
congregación sigan los principios de la palabra. Esto conduce a la edificación verdadera
y no al libertinaje que algunos confunden con la “libertad” de hacer, decir y aceptar
cualquier cosa ciegamente como si todo siempre viniera de Dios.

En segundo lugar, por medio del estudio de los dones espirituales, se ratifica que Dios
quiere un organismo activo que le adore y le conozca y al mismo tiempo que ministre a
las necesidades humanas. Por eso provee áreas tan singulares como la palabra, el poder,
el servicio práctico y el gobierno. El Espíritu capacita plenamente al cuerpo de Cristo
para realizar satisfactoriamente su tarea en este mundo. Impone al liderazgo de las
congregaciones no impedir los dones, sino estimularlos, orar al Señor para que los
derrame en abundancia, orientar a los hermanos, discernir lo que es de Dios y lo que tiene
otra procedencia, y mantener el balance entre el gobierno formal y la acción del Espíritu
que busca dinamizar a los hermanos.
En tercer lugar, la primera carta a los Corintios señala una realidad muy importante y
conocida en las iglesias de hoy. Las manifestaciones de los dones a veces traen problemas
porque hay personas que se enorgullecen, porque otras los emplean mal y porque se
presentan falsificaciones. Sin embargo, hablando de las lenguas y la profecía que eran las
mayores causantes del problema, el apóstol no recomienda acabar con ellas. De una dice
“Procurad profetizar”. De otra, “No impidáis el hablar lenguas”. De todas dice “Procurad
los dones espirituales” (1 Co 14:1, 39). Los problemas se superan siguiendo las reglas
que el mismo Espíritu ha dado y ejerciendo correctamente el gobierno de la congregación.

En cuarto lugar, los dones se manifiestan en formas muy variadas. Algunos cristianos los
descubren muy pronto y en modo muy sencillo. A otros les cuesta más. Como sabemos
que los dones son dados para cubrir necesidades del cuerpo de Cristo, lo más práctico es
que cuando a un cristiano se le presenta una ocasión de servir, como orar por un enfermo,
dar un consejo, pedir por alguna cosa especial, organizar un proyecto de ayuda social, y
muchas otras cosas semejantes, lo que debe hacer es actuar en el nombre del Señor y no
ponerse a preguntar si tiene el don o no. Esas son las ocasiones por medio de las cuales
el Espíritu muestra el don o dones que ha otorgado a un hijo de Dios.
7

LA FE EN LA IGLESIA APOSTÓLICA
INTRODUCCIÓN

Los cristianos de hoy conocemos nuestras doctrinas a modo de fórmulas. Tenemos los
llamados “credos”— de la palabra creo— que datan a partir del siglo II D.C. Los más
conocidos son el credo apostólico, el de Atanasio, el niceno y romano antiguo. En nuestras
congregaciones por lo general tenemos un marco doctrinal que llamamos “confesión” o
bien “declaración de fe” por la cual en modo muy breve se señalan los principales
elementos doctrinales que guían la predicación y enseñanza.

¿Cómo era la doctrina en la iglesia de los tiempos apostólicos? Es una pregunta muy
necesaria por cuanto nos ayuda a pensar más en el valor de nuestros principales elementos
que son materia de fe y de práctica. En este capítulo trataremos en forma muy breve
algunos de los asuntos más relevantes. Obviamente no se pueden tratar a fondo, pues cada
tema exigiría un libro entero.

1. SITUACIÓN DE TRANSICIÓN Y CONFLICTO

Conviene situarnos en la perspectiva histórica al momento de surgir la iglesia cristiana.


Por un lado hay que tener presente que la primera iglesia, la de Jerusalén, se dio en el
mismo seno del judaísmo, profundamente apegado a su historia, a la ley de Moisés, a las
tradiciones creadas por los sectores religiosos que la interpretaban, y a las estructuras que
cuidaban de sus doctrinas. Entre los de mayor referencia en el Nuevo Testamento se deben
reconocer a los sacerdotes, los escribas, los fariseos y los saduceos. Con ellos Jesús,
primeramente, y luego los apóstoles, tuvieron serios conflictos (Mt 16:1, 6; 21:45; Mr
8:31; Hch 5:17).

Al surgir la primera congregación cristiana, esta fue vista como una secta del judaísmo.
Los cristianos se reconocían a sí mismos como el remanente de Israel y el tabernáculo de
David restaurado. Pero pronto surgió un serio enfrentamiento. El discurso de Esteban
atacó un aspecto medular del judaísmo, la centralidad del Templo de Jerusalén. Luego la
conversión de Saulo de Tarso, llamado a ser “luz a los gentiles”, provocó otro escándalo.
En realidad se daba el fenómeno que Jesús señaló como el del vino nuevo en odres viejos.
Al final se necesitó un nuevo odre para el nuevo contenido (Jl 2:32;Hch
2:17; 15:16; 24:5, 14; 7:44–54; 9:15).

También se debe tener en consideración que tanto la iglesia de Jerusalén, como muchas
de las que se establecieron los primeros años en Judea, Samaria y lugares más lejanos, no
contaban, como nosotros hoy, con la Biblia. Los grupos que tenían su base inicial en
judíos o prosélitos, poseían el Antiguo Testamento. No así los grupos gentiles.

Según los datos de que disponemos hoy, si damos como una fecha convencional el inicio
de la iglesia cerca del año 30 D.C., vale decir que transcurrió un período largo hasta que
fueran escritos los libros del Nuevo Testamento. Y aun cuando éstos ya se habían escrito,
no eran conocidos en su totalidad, ni todas las iglesias los poseían, pues los manuscritos
iban dirigidos a alguna congregación y de allí pasaban a otra, lo que implica que llevó
mucho tiempo para que fueran conocidos.

Sabemos que las fechas en que fueron escritos algunos libros del Nuevo Testamento son
difíciles de precisar. Algunos suponen que uno de los primeros escritos fue la carta a los
Gálatas, en las proximidades del año 50, veinte años después de Pentecostés. Entre los
años 50–60 se escribieron 1 y 2 Tesalonicenses, 1 y 2 Corintios, Romanos y, posiblemente
Filipenses. En la década del 60–70, posiblemente el evangelio de Marcos, Efesios,
Filipenses, Colosenses, Filemón, Tito y 1 y 2 Timoteo. Se presume que en ese período
también se escribieron Santiago, 1 Pedro y quizá Hebreos. Las cartas de Juan entre la
década del 80–90, así como los evangelios y el Apocalipsis.

De manera que por varias décadas hubo en parte cierto “vacío” escritural, y en la medida
que se fueron dando los libros del Nuevo Testamento y fijando con ellos algunos
contenidos doctrinales, igualmente se fue dando un conflicto mayor con la fe judía, así
como con ideas religiosas y filosóficas de los ambientes gentiles.

Sin embargo, se dieron una serie de elementos que sí iban poniendo poco a poco en claro
los factores doctrinales más destacados. Por ejemplo los primeros sermones de Pedro ya
definieron ciertas cosas, especialmente en cuanto a la persona, obra y significado de
Jesucristo. Tenemos también las revelaciones directas del apóstol Pablo, las cuales él
defendió tan ardorosamente y que llegaron a cumplir un papel clarificador en la definición
de muchas doctrinas básicas como también en cuanto a la conducta cristiana. Se dio
también el concilio de Jerusalén, por el cual se fijó una posición respecto al evangelio, la
justificación por fe, y hacia los creyentes gentiles. Luego los evangelios cristalizan la
historia y significado de Jesucristo, y las epístolas revelan ciertas expresiones que se han
llegado a considerar como “proto-credos”, o frases que empezaron a manifestar lo que las
iglesias confesaban como su fe.

En cuanto a los gentiles convertidos al evangelio también se presentaron situaciones


conflictivas. A diferencia de los judíos, para muchos de los pueblos habitados por gentiles
a los cuales llegó el evangelio, el nombre de Jesucristo les era por completo desconocido,
y les parecía ser un nuevo dios, entre tantos otros (Hch 17:18).

Además muchos de ellos venían de trasfondos idolátricos, pues tanto los griegos como
los romanos y gentes de otras procedencias abundaban en este tipo de religiosidad. Se
daban en el ambiente diferentes géneros de filosofías que imprimían cierta interpretación
a la vida y a las cosas que entraban en conflicto con la cosmovisión del evangelio. Una
de ellas, indirectamente citada en muchas de las cartas apostólicas, la filosofía gnóstica,
causó daño a las congregaciones. Igualmente los conceptos sobre moral que reinaban en
el ambiente entraban en conflicto con la nueva fe. Las cartas a los Corintios y a los
Colosenses son un buen ejemplo de dicha situación (1 Co 8:7; 12, 2; 1 Ts 1:9; 1 Jn
5:21; Col 2:8).

Dentro de una situación general como la descrita, podemos tratar de entresacar los
aspectos de fe que tenían mayor importancia en las primeras iglesias cristianas. Así nos
abocaremos a tratar a continuación los temas capitales de la fe en los tiempos de la iglesia
apostólica.

2. JESUCRISTO Y SU EVANGELIO

Para los judíos que habitaban Jerusalén, Judea y lugares cercanos, lo que Jesús enseñó y
predicó, además de las sanidades, liberación de endemoniados y milagros que hizo, grabó
en las gentes una imagen muy definida de su persona. Él vino a ser el centro de interés, y
de acuerdo a la costumbre, muchos se consideraban sus discípulos. Jesús era “moda” y la
gente quería andar como él. Por lo que años después se les apodó “cristianos” (Hch
6:1, 2, 7; 11:26). Eso buscó Jesús: ser el objeto y centro de la fe y de la vida de sus
seguidores (Jn 2:11; 3:14, 15, 30, 36; 4:14; 5:22–24; 6:27, 35; 7:37–39; 8:12, 36; 10:7–
14; 11:25; 14:6).

Los apóstoles lo comprendieron bien. Los primeros sermones dados mucho antes que
fueran escritos, revelan con claridad la centralidad de Jesús en su fe. El día de Pentecostés,
después de explicar en forma breve el acontecimiento de las lenguas de fuego y el
testimonio en lenguas comprensibles que daban los que estaban reunidos, Pedro ocupa el
resto del tiempo para hablar de Jesús y llevar a las personas a creer en él. Destaca sus
obras, su crucifixión y resurrección, lo que lo acreditaba como Mesías y Señor (Hch 2:22–
36).

La sanidad del paralítico la atribuye Pedro al Santo, al Justo, al Autor de la vida, al Cristo
(Hch 3:6, 14, 18). El polémico discurso de Esteban tuvo como final su visión del Hijo del
Hombre sentado a la diestra de Dios (Hch 6:56, 59). La predicación de Felipe en Samaria
así como su conversación con el eunuco etíope, tenían como centro a Jesucristo (Hch
8:5, 35–37). El mensaje de Pedro a Cornelio y a los que estaban en su casa versó sobre
Jesús y lo que resulta de la fe en él (Hch 10:36–43).

Cuando Pablo se convierte, no es simplemente a Dios, porque ya era fervoroso creyente,


sólo que por vía de la ley judaica. Su conversión fue a Jesucristo y dedicó su vida a la
proclamación de su nombre (Hch 9:22; 13:23–
41; 16:31; 17:2, 3, 31, 32; 18:5, 28; 19:8;22:14; 24:24; 25:19; 26:9, 15; 28:23, 31).

La predicación centrada en Jesucristo, su llamado al arrepentimiento y la fe en él, los


beneficios que las personas recibían, y el modelo de Jesús para la vida, constituían la
buena noticia o el evangelio. Jesucristo y evangelio van inseparablemente juntos (Hch
8:4, 12, 25; 11:20; 13:32; 14:21; 15:35; Ro 1:15; 1 Co 2:1;2 Co 10:15; Col 1:25; 1 Ts
2:2).

Se puede decir que esto fue lo característico de la nueva fe. Los judíos creían en Dios,
pero muchos rechazaron a su Hijo. Los que creyeron en él le tomaron como la plena
revelación del Padre (Jn 1:18). Jesús entonces vino a ser proclamado y creído,
básicamente, como el Salvador, el Señor, el Mesías, el mediador entre Dios y los hombres,
el maestro y modelo para las personas (Lc 1:69; 2:11; Jn 4:42; Hch 5:31; 13:23).
No hubo nada tan específico en la iglesia del tiempo de los apóstoles como la centralidad
de Jesucristo. Esto marcó la característica de ella para siempre, su mensaje y su misión.
Tan importante fue que Pablo se atrevió a decir que fuera “anatema” o
condenado eternamente quien cambiara dicho fundamento (Gá 1:29). El evangelio de
Jesucristo, que fue muerto en una cruz, signo de debilidad, humillación, locura, y
desprecio, se constituye en la gran arma y poder de la iglesia. Por lo cual le corresponde
anunciarlo, vivirlo y transmitirlo sin añadiduras ni modificaciones, solamente que sea en
el poder del Espíritu Santo (1 Co 1:17–25; 2:1–5).

Las cartas apostólicas revelan otros aspectos representados en la persona de Jesús. De él


se dice que es la cabeza de la iglesia; el primogénito; que en él habita toda plenitud; que
reconciliará todas las cosas; que es la esperanza de gloria; el fiador de un mejor pacto; el
sumo sacerdote; el que obtendrá el triunfo final sobre todo y otras cosas más (Col 1:18; Ro
8:29; Col 1:18; Ap 1:5; Col 1:19–20, 27; He 3:1; 7:22; 8:1; Ap 12:7–11).

Algunos intérpretes del Nuevo Testamento pueden leer una serie de expresiones que eran
ya en los tiempos de las primeras iglesias como cantos o confesiones, las cuales revelaban
la centralidad que tenía Jesucristo y su evangelio. Entre ellas se pueden destacar las
siguientes: (1) La confesión acerca de Jesús como Señor para ser salvo (Ro 10:8–9). (2)
La declaración acerca del evangelio que predicó y enseñó Pablo (1 Co 15:1–11). (3) La
declaración sobre la humillación y exaltación de Jesús (Fil 2:5–11). (4) El misterio de la
piedad (1 Ti 3:16). (5) La primogenitura de Jesús en la creación (Col 1:16). (6) Un Dios,
un Padre y un Señor, Jesucristo (1 Co 8:6). (7) El Hijo heredero de Dios (He 1:2). (8)
Jesús a la diestra del Padre como Señor (1 P 3:22; Mt 28:18). (9) La encarnación de Jesús
como algo real (1 Jn 4:1–3).

De todo lo anterior, lógicamente se desprende la responsabilidad que tienen los


ministerios de la iglesia hoy, como en todos los tiempos, de mantener a la iglesia en la
línea trazada desde los tiempos apostólicos. Las circunstancias a veces hacen creer a los
cristianos que lo dicho en la Biblia, necesita ser “re-leído” o re-interpretado porque todo
aquello no tiene ya vigencia ni aplicación en las actuales condiciones que vivimos. Esto
es una falacia. Jesucristo y su evangelio son el elemento permanente que debe conservar
la iglesia en todo lugar y ocasión. Y es la fidelidad a este mensaje y fe, lo que es la clave
de su victoria en el mundo (1 Jn 5:4–5).
3. EL REINO DE DIOS

Este aspecto lo resaltan en modo especial los evangelios. La proclamación de Juan el


Bautista empezó con este anuncio dando énfasis a la inminencia del juicio divino y por
lo tanto a la necesidad del arrepentimiento y de los buenos frutos en la vida. También lo
vincula a la aparición de uno que habría de bautizar en el Espíritu Santo y en fuego (Mt
3:1–12). Jesús también empezó su ministerio anunciando el reino de Dios (Mt 4:17).

Si bien ambos hablaron del mismo tema, con todo Juan miraba hacia el futuro pero Jesús
indicaba algo que ya estaba presente, tanto por su presencia como por las cosas que
sucedían. La expulsión de los demonios demostraba que Jesús había “invadido” la casa
del “hombre fuerte”, Satanás (Mt 12:25–29; Lc 10:18). Además, la sanidad de los ciegos,
de los sordos, de los leprosos, de los cojos, la resurrección de muertos, el anuncio del
evangelio a los pobres y la posibilidad abierta de que los pecados fueran perdonados,
indicaban la presencia del reino (Mt 11:2; 13:16; Lc 7:18; 10:23; Mr 2:1–12).

En ese sentido el reino fue algo que no se caracterizó como elemento político, al liberar
en ese campo a la nación judía. Esto es lo que esperaba la gente y aun los mismos
discípulos más cercanos a Jesús, pues la última pregunta que le hicieron fue:
“¿Restaurarás el reino a Israel en este tiempo?” (Hch. 1:6) Es evidente que dicho reino
está presente en una forma espiritual, pues se siguen dando las mismas señales por medio
de la predicación del evangelio y de la acción de la iglesia (Hch.
5:12; 8:12; 19:8; 28:23, 31; Ro. 14:17; 1 Co. 4:20).

El reino de Dios tiene también su dimensión futura cuando se manifieste en forma plena
con el advenimiento del Señor Jesús, el cual tomará el control de todos los poderes y
establecerá justicia, orden, paz y amor en todo el orbe (1 Co. 15:23–28; Dn. 7:13, 14; 2
Ped. 3:1–13).

4. LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS

Entre los judíos un sector profesaba creer en la resurrección de los muertos y otros no (Mt
22:23–33). Pero Jesús enseñó a los suyos no sólo que habría resurrección, sino que él
mismo la encarnaba (Jn. 11:25). Por esto los cuatro evangelios conservaron el relato, tanto
de la muerte, acto central para la redención de la humanidad, como de la resurrección, la
cual vino como sello divino a la obediencia y al sacrificio voluntario de Jesús. Los
primeros sermones relatados en los Hechos insisten en este aspecto como clave de la fe,
de lo cual los apóstoles se habían constituido en sus más fieles y autorizados testigos (Mt
28:1–10; Mr 16:1–14; Lc 24:1–43; Jn 20:1–29; Hch
1:22;2:32; 3:15; 4:10, 33; 10:41; 13:33; 26:8; Ro 1:4; 4:25; 6:4, 9).

Pero la resurrección no sólo fundamentaba el mensaje del evangelio sino que era la gran
esperanza de la gente. San Pablo dedica una amplia explicación a este asunto cuando les
escribió a los corintios y se refiere a él en otras de sus epístolas (1 Co 15:1–58; Ro 6:5; Fil
3:10, 11; 2 Ti 2:18). Igualmente lo hacen otros autores (He 6:2; Ap 20:5, 6).

La muerte siempre ha sido un elemento causante de preocupación y de dolor en la


humanidad. En la Biblia se refleja ampliamente al ver el llanto que producía entre muchos
pueblos, cosa que se prolongaba por días y días. Tres factores incidían en esto. Primero,
porque el ser humano no desea morir. La inmortalidad era parte de la posibilidad original
del hombre y la mujer. La mortalidad vino como consecuencia de la desobediencia. En
segundo lugar, por lo que significa para los demás la pérdida de un ser querido. Y tercero,
por ignorar su destino después de la muerte. Por esto se menciona en la carta a los Hebreos
aquellos que “estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” (Gn 2:16, 17;He
2:14, 15).

La fe cristiana vino a resolver este grave problema humano, pues promete una
resurrección no sólo espiritual sino del cuerpo y en forma gloriosa a aquellos que han
creído en Jesucristo, el primero en resucitar de entre los muertos. Por lo cual esta
afirmación jugó un papel de gran trascendencia en la vida de las primeras iglesias, como
lo es hasta el día de hoy.

5. LA SEGUNDA VENIDA DE JESÚS

Jesús habló de su regreso a la tierra. Dos ángeles igualmente anunciaron que él regresaría
del mismo modo como le vieron ir al cielo. La enseñanza apostólica confirmaba esta
aseveración (Mt 24:27, 36; 26:64; Lc 21:27; Hch 1:11; 1 Ts 5:2; He 9:28; Stg 5:8).

De manera que había poderosas razones para que los cristianos del primer siglo se vieran
profundamente animados para pensar y desear el retorno de su maestro y Señor. Cuánto
más que la fe y el interés de los discípulos era sobre todo en la persona misma de Jesús.
Muchos hermanos pensaban que dicho regreso se cumpliría casi inmediatamente. El
apóstol Pablo al escribir a los hermanos de Tesalónica, les hace ver que
circulaban enseñanzas y profecías equivocadas por las cuales se les hacía creer que el día
del Señor estaba cerca (2 Ts 2:2, 3). Estas ideas corrían por las congregaciones, pues no
teniendo Biblias, el elemento profético y la enseñanza pasaban de un lugar a otro
fácilmente. De todas maneras la expectación era grande entre las congregaciones por la
aparición del Señor, lo que constituía parte de su enseñanza y fe.

Debido a todo lo anterior se emiten enseñanzas rectificadoras por parte de los apóstoles.
Pablo señala que primero debían darse la apostasía y la manifestación del hijo de pecado,
pero que algo lo detendrá hasta su plena manifestación (2 Ti 2:1–12). Pedro indica que
antes de la venida del Señor Jesucristo. Dios da oportunidad a la gente para que se
arrepienta. Después habrá manifestaciones celestiales y terrenales como jamás se habían
visto (2 P 3:1–13). A pesar de que la gente torcía dicha enseñanza, la misma fue ratificada
plenamente, permaneciendo la idea de que él vendrá de manera repentina e inesperada, y
que los hijos de Dios deben mantenerse fieles velando, al igual que lo enseñó el mismo
Señor Jesús (Lc 21:34–38).

6. EL ESPÍRITU SANTO

La presencia y acción del Espíritu Santo en las primeras congregaciones cristianas era
sumamente importante. Desde el inicio en Jerusalén, se reconoce que Dios estaba
actuando por medio del Espíritu Santo en múltiples maneras. Él no sólo daba lenguas sino
que era el que cambiaba las vidas, habitaba en los creyentes, santificaba, capacitaba para
servir, daba su fruto, vivificaba los cuerpos, llenaba para dar una actitud de alabanza y
gozo permanente, daba poder para testificar y muchas otras cosas más (Hch 2:4; 4:31; Ro
5:5; 8:2, 9, 11, 13, 26; Col 2:10; 12:3; 2 Co 3:3, 18;Gá 5:22; Ef 1:13).

De manera que conforme a lo predicho por Jesús, el Espíritu vendría a tomar su lugar y
hacer real en sus seguidores todas sus promesas. De este modo la función del Espíritu era
vista como algo central y vital, sin la cual la iglesia no tenía sentido. Su presencia y acción
es lo que básicamente diferencia el antiguo del nuevo pacto, el seguir a Dios por las obras
y por la fe y servir a Dios en la fuerza humana y en el poder divino (Jn
14:16, 17; 16:13, 14; Lc 24:49; He 2:4; 8:6–13; 10:15, 16; 2 Co 3:4–18).
En realidad el Nuevo Testamento no refleja que hubiera serios conflictos doctrinales
respecto al Espíritu Santo, así como los había en torno a Jesús y a otros temas. El asunto
que más se destaca es lo de otros “espíritus” que se hacían pasar por el Espíritu Santo,
para lo cual se debían emplear algunos criterios y discernimiento. Por ejemplo, si alguien
llamaba a Jesús Señor y luego le llamaba anatema, dicha contradicción evidenciaba
falsedad. O el caso de no reconocer la encarnación de Jesús (1 Co 12:3; 1 Jn 4:2). Sin
embargo, tales afirmaciones o negaciones pretendían falsear la enseñanza sobre Jesús y
no sobre el Espíritu.

Todo lo anterior se explica mediante la enseñanza previa dada por Jesús mismo respecto
a la venida del Espíritu Santo que vendría para glorificarle y no para ponerse en primer
plano. La lectura del Nuevo Testamento, especialmente a partir del libro de los Hechos,
nos muestra cómo toda la vida de los cristianos y de la iglesia está marcada por la acción
continua y poderosa del Espíritu. Pero dicha presencia, aunque absolutamente
determinante, es muy discreta. Lo que busca más bien es resaltar, levantar y darle la gloria
al Padre y al Hijo (Jn 15:26; 16:14).

Una conclusión a que esto nos lleva es que tanto el cristiano como la congregación deben
reconocer la absoluta necesidad y dependencia que ambos deben tener del Espíritu para
vivir la vida cristiana y realizar su misión. Y de esta manera buscar ser llenos de él, no
contristarle ni apagarle (Ef 4:30; 5:18; 1 Ts 5:19). Pero a diferencia de lo que muchas
personas buscan hoy (la novedad de alguna experiencia emocionante como un fin en sí),
la vivencia y enseñanza en las primeras iglesias fue que la meta era que Jesucristo mismo,
la imagen de su persona, se plasmara en cada creyente (2 Co 3:18; Ro 8:29).

El objetivo de Dios no es hacerle pasar un buen tiempo al cristiano por medio de algún
don espectacular, o hacer de los cultos algo que ponga a todos en expectación por lo que
puede pasar, sino sobre todo, que se manifieste en la persona su conversión y seguimiento
de la fe por la forma como Jesús se manifiesta en ella. Por esto a los discípulos les
apodaron “cristianos”, porque antes que ver manifestaciones extrañas en ellos, lo que
manifestaban era la persona de Jesús. De allí que Juan escribió al final del siglo I las
palabras que resumen lo dicho: “El que dice que permanece en él, debe andar como él
anduvo” (1 Jn 2:6).
7. LA PALABRA DE AUTORIDAD

Debemos tener siempre presente que por varias décadas las primeras iglesias cristianas
no tuvieron el Nuevo Testamento escrito, y por la influencia de los judíos convertidos y
prosélitos, las escrituras del Antiguo Testamento tuvieron un papel central.

Por un lado los apóstoles en sus predicaciones y enseñanzas se referían continuamente a


él, especialmente en todo aquello que tenía que ver con la persona y obra de Jesucristo.
Y puesto que el centro de la fe era él, la mayoría de las referencias que se hacían tenían
que ver con su persona. Los evangelios, el libro de los Hechos de los Apóstoles y las
cartas manifiestan la enorme cantidad de veces que es citado el Antiguo Testamento.
Pablo celebró la actitud de los bereanos quienes al oírle enseñar confrontaban sus palabras
con las escrituras (Hch 17:10, 11).

La palabra de los apóstoles llegó a ser la autoridad que guiaba a la iglesia. Hubo sin
embargo quienes se oponían a ellos e intentaban decir otra cosa (2 Co 11:5, 13; 12:11; Ap
2:2). Además, la tradición oral con respecto a la vida, palabra y milagros de Jesús, hizo
que circularan muchas historias y versiones entre el pueblo, especialmente los judíos de
Judea, Galilea y otros sitios en los que el maestro estuvo presente. Lucas lo indica al decir
que “ya muchos han tratado de poner en orden la historia de las cosas que entre nosotros
han sido ciertísimas” (Lc. 1:1).

El concilio celebrado en Jerusalén fue un elemento de gran trascendencia porque resolvió


un problema de tipo doctrinal como fue el de la justificación por la fe, el no imponer la
carga de la ley, especialmente a los gentiles. Desde que se inició la iglesia pronto empezó
a surgir el asunto entre la simple fe en Jesucristo para ser salvos y la necesidad de guardar
la ley de Moisés. Dicha sesión en la que participaron apóstoles, ancianos y la iglesia de
Jerusalén, al llegar a su conclusión definitiva, fue entendida como algo en lo que
concordaban el “Espíritu Santo y nosotros” (Hch 15:28). Esto redujo la tensión que
presentaba aquel problema, pero igualmente definió el carácter de la fe cristiana entre los
gentiles.

La redacción de los documentos que componen el Nuevo Testamento vino a dar la palabra
final no sólo respecto a la vida de Jesús sino a su significado. De manera que hay una
complementación perfecta entre los relatos puramente históricos que presentan en modo
especial los evangelios sinópticos, y el resto. Si bien los evangelios no son sólo historia,
sino que cada uno contiene cierta interpretación de la vida de Cristo, la explicación final
se encuentra tanto en el libro de los Hechos que evidencia cómo los apóstoles entendieron
su misión y la ejecutaron, como en las cartas donde se da en modo muy concreto el toque
final a los más importantes elementos de la fe cristiana.

Casi en todas las cartas apostólicas se encuentran referencias a las “doctrinas” falsas que
circulaban, tanto fuera como dentro de la iglesia, y a la doctrina verdadera (Hch
2:42; 5:48; Ro 6:17; 1 Co 14:26; Ef 4:14; Col 2:22; 2 Ts 2:15; 1 Ti 1:3; 2 Ti 4:3; Tit
2:1; He 6:1;2 Jn. 9; Ap 2:14).

Por medio de la lectura de los pasajes anteriores y de otros, se puede detectar que desde
un principio hubo ciertos contenidos doctrinales enseñados por los apóstoles que guiaron
a las iglesias y que servían como piedra de toque para discernir las doctrinas falsas.
Además, las enseñanzas principales no eran consideradas como doctrinas humanas, sino
como elementos “revelados” por Dios. Por lo tanto la fe de la iglesia no se entiende como
algo que es consecuencia del desarrollo de ideas o de mitos, sino algo con carácter de
verdades provenientes de Dios.

Es importante igualmente señalar otro factor que debe ser tomado en cuenta en nuestros
días. Hay sectores cristianos que dicenque la “experiencia espiritual” acerca de Jesucristo,
del Espíritu y otras manifestaciones deben ser lo más importante en la iglesia. La doctrina,
según ellos, viene a detener, a complicar y hacer conflictiva la religión.

Sin embargo, el Nuevo Testamento testifica ampliamente que la iglesia del primer siglo
tuvo una experiencia muy amplia en el aspecto espiritual pero que esta tenía un marco o
ámbito doctrinal bastante definido. Por ello las profecías podían y debían ser examinadas.
Por ello también las operaciones de poder debían igualmente ser discernidas. Si las
iglesias hoy pretenden hacer de la vida cristiana sólo experiencias o vivencias espirituales,
sin darle el debido lugar a la doctrina, lo que sucederá es que van a caer en muchas
equivocaciones, excesos y herejías, pues se le atribuirán a Dios cosas que no provienen
de él.

El mensaje general que nos viene del siglo apostólico es la necesidad de darle al Espíritu
Santo su lugar, así como al conocimiento experimental que nos trae Jesús por su medio,
pero igualmente se pone énfasis en la necesidad de un estudio muy serio y profundo de la
enseñanza apostólica. Esta debe servir de guía y marco para examinar lo que es de Dios,
lo que proviene del espíritu humano y lo que falsifica el enemigo de la obra de Dios.

Para quienes reconocen que la iglesia está ya aproximándose a los tiempos finales, el
estudio de la “sana doctrina”, de la “fe dada una vez a los santos” es muy necesario, pues
habrá muchas voces tratando de cambiar el sendero de los cristianos y de la iglesia. Pablo
señala que desde adentro de la iglesia habrá gente que dejará la fe para seguir espíritus
engañadores; que habrá gente con “comezón de oír”, algo que caracteriza mucho el hacer
de la doctrina materia de simple conversación, pasatiempo y modo de vivir; que habrá
personas que aparentarán piedad pero negarán la eficacia de ella (1 Ti 4:1; 2 Ti 3:1–
9; 4:3; Jud 3, 20).

El consejo apostólico respecto al balance entre experiencia y doctrina sigue vigente en lo


que le dijo Pablo a su discípulo: “Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina; persiste en
ello … Pero tú has seguido mi doctrina, conducta, propósito, fe, longanimidad, amor,
paciencia …” (1 Ti 4:16; 2 Ti 3:10).

8. EL BAUTISMO Y LA CENA DEL SEÑOR

Formaban parte de la fe de la iglesia del primer siglo dos ceremonias. Estas aparecen
vinculadas con la predicación del primer sermón y con la formación de la iglesia. Son el
bautismo en agua y la cena del Señor.

La primera ya era conocida desde la aparición de Juan el Bautista que bautizaba para
arrepentimiento, y probablemente antes que él, para unir prosélitos procedentes de
pueblos gentiles en la comunidad judía (Mt 3:1–12).

El apóstol Pedro conectó el bautismo con su llamado al arrepentimiento y a la fe en Jesús


para recibir el perdón de pecados y el don del Espíritu Santo. En ese modo en su primera
ocasión 3000 personas creyeron y se bautizaron. Y así se siguió practicando. Las personas
que se convertían eran bautizadas inmediatamente y, por las referencias del libro de los
Hechos, eran personas adultas, con uso de razón y capacidad para tomar una decisión tan
importante (Hch 2:41; 8:36–38; 9:1–18; 16:25–33), aunque también leemos que en
ocasiones se bautizaron familias enteras (Hch 16:15, 33).
En realidad el bautismo fue una ceremonia pero su práctica tuvo un significado específico.
Por un lado era el pasaporte de entrada a la comunidad de la fe cristiana. Por otro lado
indicaba que eran bautizados en la muerte de Jesús, esto es, identificados con él respecto
al pecado al cual los cristianos se debían considerar muertos, e identificados con él en su
resurrección para vivir una vida santa y llena de frutos de justicia (Ro 6:1–14; 1 P 3:21).

Con respecto a la cena del Señor, esta empezó a practicarse desde muy temprano en la
iglesia (Hch 2:41–42, 46). Jesús había ordenado hacerlo después de tomarla con sus
discípulos antes de sus sufrimientos y muerte. Debía ser hecha “en memoria” suya.
Recordaba la Pascua judía, el sacrificio del cordero por cuya sangre el pueblo de Dios
habría de ser salvado (Mt 26:17–29).

La mesa del Señor reúne una dimensión pasada pues recordaba la muerte de Jesús, una
dimensión presente al expresar la unidad que ahora tenían en un cuerpo los creyentes, y
una proyección futura pues anunciaba la muerte del Señor “hasta que él venga”. Esta
práctica se generalizó en todas las congregaciones y llegó a constituir uno de los más
importantes elementos del culto cristiano (1 Co 11:17–34).

Sin embargo, su práctica presentó algunos problemas. Al celebrarse como una cena
fraternal, algunos hermanos que tenían más posibilidades económicas podían comer más.
Otros que no tenían casi nada (o nada, pues entre ellos había esclavos), sólo miraban a
los que tenían. Algunos se adelantaban, y se producía desorden, además de menosprecio
al hermano. De manera que la expresión de hermandad y unidad se veía profundamente
afectada por estas situaciones. Pablo respondió a ellas con el conocido pasaje que sigue
siendo leído todavía hoy en las iglesias cristianas al momento de celebrarse esta preciosa
y significativa ceremonia.

Igualmente se señala el cuidado que se debe tomar al participar de la mesa si no se tiene


un corazón limpio de pecado, lo que implica una correcta relación con Dios y con el
cuerpo de Cristo. De otra manera se puede caer en una situación de peligro, ya que Dios
toma a cada creyente como persona responsable de lo que está haciendo y él juzga a cada
uno. El resultado ya había sido funesto para algunos que tomaron en forma ligera un acto
tan sagrado pues llegaron a caer enfermos y aun muertos (1 Co 11:27–32).

La iglesia cristiana sigue celebrando la mesa del Señor. Es parte de su gran privilegio,
pues alienta siempre la esperanza del día en que todo el pueblo de Dios habrá de tomarla
con Jesús en su reino (Mt 26:29). El ministerio pastoral debe cuidar que este elemento
jamás pierda su centralidad en el culto cristiano, su significado y su dignidad. Debe
hacerse todo lo posible para que sea parte íntegra de toda congregación y mantenga su
vitalidad.

9. CONCLUSIONES

(1) Debemos reconocer que aunque los hermanos de las primeras congregaciones
cristianas en el siglo I D.C., no tenían las Sagradas Escrituras completas en la forma como
las tenemos hoy, sin embargo sí tuvieron elementos doctrinales que fundamentaban su fe.
Estos no fueron tan detallados y desarrollados como los actuales tratados de doctrina o
teología ya que tenemos a nuestra disposición la Biblia entera. Sin embargo ellos
dispusieron de los principios que hoy proclamamos como la fe cristiana.

(2) Lo que indudablemente se destacó por sobre todo en cuanto a la fe de la iglesia del
primer siglo, fue la persona de Jesucristo. Él, su vida, sus obras, su enseñanza, su muerte
en la cruz, su resurrección, ascensión, mediación a la diestra del Padre y próximo retorno,
se constituyeron en el centro de la predicación, enseñanza, y fe. Ser cristiano era ser
discípulo de Jesús. Ser discipulo era conocerle, ya fuera personalmente, ya fuera por la fe
una vez ascendido, creer en él como Salvador y Señor, y tomarle como maestro de la vida.
Su palabra y su vida eran la verdad suprema y enseñaban el camino que sus seguidores
debían seguir. Había que vivir y ser como él, y si fuera el caso, morir como él y por él.

Esto tiene una implicación muy seria para la iglesia cristiana de hoy. Hay grandes sectores
de la población mundial que se denominan cristianos. En muchos casos han adoptado
dicha religión no por convicción ni decisión, sino por razones del medio. De este modo
nunca han tomado una decisión clara respecto a la persona de Jesucristo, ni como
Salvador, ni como Señor, ni como maestro de la verdad.

Cada congregación que se considere cristiana debe formularse ciertas preguntas. ¿Cuál
es el centro de su predicación, enseñanza y ejemplo? ¿Cuando la iglesia llama a la gente,
lo hace para seguir qué cosa? ¿Unas doctrinas? ¿Un grupo religioso entre los demás? Los
pastores ¿trabajamos para que la iglesia crezca, simplemente porque el cristianismo se
dice que está perdiendo terreno frente a otros grupos, o porque estamos convencidos que
el único camino para la humanidad es Jesucristo?
La iglesia del tiempo apostólico nos recuerda que la tarea de la iglesia es presentar a
Cristo, y a “éste crucificado”, al Señor que tiene autoridad en los cielos y en la tierra, y al
maestro cuya verdad es el verdadero camino de la vida tanto para el presente como para
la eternidad.

(3) Igualmente sucede respecto a la participación del Espíritu Santo en la vida de los
creyentes y de la iglesia. No se trata tanto de un interesante tema de discusión— y que
tantas polémicas ha provocado— sino de lo que le da la misma vida y dinámica al cuerpo
de Cristo, sin el cual la iglesia puede llegar a ser una mera maquinaria humana. Toda
congregación cristiana debe darle al Espíritu el señorío que sólo a él le corresponde tener
entre el pueblo de Dios.

(4) Se necesita tener un balance adecuado entre doctrina y experiencia religiosa. No toda
manifestación religiosa, o que se haga pasar por ella, está en conformidad a la “sana
doctrina”. Ni toda enseñanza que se proclame “cristiana” lo es. Algunos se identifican
como cristianos por el simple hecho de que pueden firmar un pliego de doctrinas escritas
en papel o que concuerdan con ellas. La fe cristiana no es simplemente esto. Requiere la
experiencia que parte del encuentro con Jesucristo, y se mantiene por la virtud del
Espíritu, siguiendo a Jesús como maestro y Señor para llegar hasta la medida de su
estatura (Ef 4:13).
8

FE Y CONDUCTA EN LA IGLESIA
INTRODUCCIÓN

El gran problema del ser humano cuando se acerca seriamente a la fe en Jesucristo, es que
no sólo debe aceptar una serie de creencias cuyo centro es Dios y su Hijo Jesucristo, sino
también debe ajustar su vida diaria a un modelo diferente de todo lo que se da en el
mundo. La voluntad divina, aunque es “buena, agradable y perfecta”, a algunos cristianos
les cuesta mucho hacerla realidad en su experiencia diaria. Sabemos que para muchos es
cosa muy sencilla aceptar el credo cristiano, no así vivir según el modo que se les pide.

Los pastores conocen muy bien lo que representa dicha tensión. A la gente se le enseñan
muchas cosas. Ocasionalmente alguien presenta problemas de doctrina. Pero el foco de
las mayores preocupaciones radica no en lo que se hace en los cultos sino en lo que les
sucede a los hermanos en el hogar, en el trabajo, en la calle y en muchas otras acciones
de la vida. ¿Qué podemos aprender respecto a este asunto de la iglesia del primer siglo?
¿Qué principios podemos aplicar hoy en nuestras vidas y congregaciones?

1. CREER Y ACTUAR: EXIGENCIA CRISTIANA

Jesús terminó el sermón de la montaña con el relato de los dos fundamentos. Una casa
asentada sobre la arena representaba a la persona que oía su palabra y no la vivía. Otra,
asentada sobre la roca, representaba a quien escuchaba y traducía en hechos diarios lo que
escuchaba. La primera fue al fracaso. La segunda al triunfo (Mt 7:24–27).

Gran parte de la enseñanza de Jesús estaba dirigida hacia el estilo de vida que habrían de
seguir sus discípulos. Por lo que no sólo enseñó con la palabra, sino que exhibió su vida
misma como modelo.

Las cartas apostólicas contienen elementos de doctrina pero todos ellos buscan crear un
estilo de vida que identifique a los cristianos. No hay doctrina sin vida, como tampoco
una vida cristiana sin principios doctrinales. De la primera comunidad cristiana se nos
dice que los hermanos “estaban juntos”; “que tenían en común todas las cosas”; que
“vendían sus propiedades y sus bienes y los repartían a todos según la necesidad de cada
uno”; que perseveraban “unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas,
comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con
todo el pueblo” (Hch 2:44–47).

Curiosamente lo primero que sabemos en cuanto al comportamiento de los cristianos


primitivos era su sentido verdaderamente comunitario, el predominio del amor y la
preocupación de los unos por los otros. Esta vivencia ha querido ser imitada por muchos,
incluso algunos han querido explotarla ideológicamente al decir que eso fue la primera
expresión “comunista” y la base del socialismo, y han pretendido imponerla por la vía del
simple adoctrinamiento o la coacción política y militar, dejando a Dios fuera de todo.
Otros últimamente han mezclado el espíritu de la fe cristiana con la proposición de una
utopía política socialista a fin de “restaurar” la experiencia de la iglesia del primer siglo.

Sin embargo dicha conducta no se pudo dar jamás sin el derramamiento del Espíritu
Santo, sin tener como centro mismo al Señor a quien alababan continuamente en el
templo, a quien recordaban en la fiesta de amor o cena del Señor y a quien obedecían,
pues “perseveraban en la doctrina de los apóstoles … y en las oraciones” (Hch 2:42). Su
motivación y razón fundamental muy poco tenían que hacer con razones humanas o
políticas, sino que fueron eminentemente espirituales, estaban centradas en Dios y se
reflejaban en sus relaciones fraternales.

En el primer relato acerca de la primera iglesia cristiana tenemos la vinculación entre fe


y conducta, como elementos inseparables en el marco de la doctrina cristiana. Otros
escritos apostólicos se mueven siempre en la misma dirección. Las cartas a los Romanos,
a los Gálatas, a los Efesios, a los Colosenses, a los Hebreos, incluso Apocalipsis, todas
aplican cada parte a la forma como el cristiano en modo personal o como comunidad de
fe debe comportarse en el mundo. En el resto de las epístolas la mayoría de su contenido
va dirigida en la misma dirección.

Para el liderazgo cristiano de hoy este principio debe ser tomado seriamente en cuenta
porque la “fe cristiana” es parte del vocabulario del latinoamericano, es parte de la cultura,
y parte del juego político. Pero su verdadera naturaleza se ha perdido entre simples
afirmaciones doctrinales y manifestaciones de religiosidad externa y popular. De manera
que llamarse “cristiano” es lo característico, pero vivir como tal es otra cosa. Tan
poderoso es este ambiente que aun las iglesias cristianas evangélicas participan en cierto
grado de tal modalidad y a menudo se sustituye el verdadero espíritu de la fe en Jesús por
otros elementos de apariencia y filiación.

En la orden final de Jesús de “predicar el evangelio”, aparte de “haced discípulos …


enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado …” se busca conversión a
Jesucristo y enseñanza adecuada para que los convertidos lleguen a ser discípulos de él.
Sin conversión no hay fundamento para que la persona llegue a ser piedra viva. Pero sin
una acción discipular que la siga, la conversión puede ser una simple experiencia
momentánea.

Esta perspectiva implica toda una determinación de carácter pastoral que debe llevar a la
planificación y programación en el Espíritu del Señor, para guiar a las congregaciones
hacia donde el Señor espera que sean llevadas. El descuido de este asunto podría hacer
que la iglesia evangélica sea una expresión más de la religiosidad de nuestro continente,
pero sin el carácter del pueblo de Dios.

2. BASES DE LA CONDUCTA CRISTIANA

¿En qué se fundamenta la exigencia de una forma distinta de vida de los cristianos?
¿Cuáles son los criterios o premisas que nos ofrecen los escritos apostólicos?
Consideremos los más importantes.

(1) La iglesia es vista en el Nuevo Testamento como un pueblo que ha sido “rescatado”,
“comprado”, “adquirido” por Dios. El apóstol Pablo lo explica diciendo que antes de su
conversión los cristianos seguían la “corriente de este mundo, conforme al príncipe de la
potestad del aire”, que vivíamos en otro tiempo en los “deseos de nuestra carne y de los
pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, igual que los demás” (Ef 2:2–4). Pero
fuimos “rescatados” de esa “vana manera de vivir” con la “sangre preciosa de Cristo”.

De modo que la aceptación del evangelio pone a la persona en una nueva relación con
Dios y consigo misma. Ya no se pertenece a sí misma, sino que pertenece al Señor; ya no
puede vivir haciendo su propia voluntad, sino la de quien le ha rescatado y comprado. Es
una verdad que debe ser conocida y comprendida para que se ajuste la conducta a ella (1
P 1:13–21).

(2) Se pide al convertido una nueva forma de vida porque, si su experiencia es genuina,
ha renacido del Espíritu y participa así de la naturaleza divina (Jn 3:1–9; 2 Co 5:17; 2 P
1:4). Esa simiente de Dios que es sembrada en el corazón del convertido, es lo que hace
posible la destrucción paulatina y segura de las viejas formas de vida para desarrollar una
nueva en conformidad al modelo que tenemos en Jesucristo (1 P 1:23; 1 Jn 3:9; Ef 4:22–
24). De manera que aunque el convertido viva en conflicto con el pecado que opera en su
vida, sin embargo puede reconocer la tentación y sobreponerse a ella. Y aun si cometiera
alguna falta, le queda el recurso del arrepentimiento para el perdón de su culpa y la
búsqueda del poder para levantarse y vencer (Ro 7:7–25; He 4:14–16; 1 Jn 1:5–10; 2:1–
2).

(3) El convertido tiene un modelo o ejemplo: Jesucristo. Él “fue tentado en todo según
nuestra semejanza, pero sin pecado”. Por lo que está disponible para auxiliarnos en
nuestras luchas (He 4:14–16).

Un alto porcentaje de las llamadas “caídas” en los hermanos de las iglesias se debe a que
ellos se fijan demasiado en los demás. El recién convertido se siente muy animado a ir
adelante en su nueva vida. Pero se ve desmotivado por la conducta de otros cristianos.
¿Cuál es la causa de esta situación?

Aunque no es una regla absoluta, sin embargo, diferentes experiencias muestran que
cuando al recién convertido se le toma casi inmediatamente para enseñarle sobre la fe, y
no se le pide sólo venir a la iglesia, o diezmar, o aprenderse los artículos doctrinales como
primer paso, sino que se le propone a Jesucristo como su modelo y meta de manera que
aspire a ser su discípulo, los elementos ambientales negativos tienen poco efecto en su
vida.

(4) El cristiano cuenta con la verdad de Dios revelada en la Santa Biblia. Los creyentes
no andan a oscuras en la vida para que tropiezen y caigan continuamente. Se sabe que aun
en los años en que los primeros seguidores de nuestra fe no tenían Biblias ellos la
conocían de memoria porque pasaban los relatos y enseñanzas de uno a otro, y con eso se
mantenían. El trabajo pastoral entre grupos de indígenas en nuestro continente igualmente
muestra que muchos de ellos nunca han aprendido a leer, pero cuando se les enseña la
palabra de Dios, la captan, la memorizan con sencillez y la toman seriamente para vivirla.

En la actualidad casi todos disponen de Biblias. Pero además están bajo la influencia de
filosofías y formas muy diferentes de pensar en cuanto a la moralidad. Se da incluso una
poderosa corriente que ridiculiza los principios cristianos de conducta y exalta por todo
medio masivo el libertinaje como fuente de felicidad y satisfacción, lo que a menudo
arrastra a los creyentes a acomodarse más a lo que dicta el medio que a la palabra de Dios.
Esto es parte del conflicto que vive el pueblo de Dios. Pero quien ha tomado una decisión
por Jesucristo debe ser enseñado a obedecer y sujetarse a la palabra de Dios. Por lo cual
esta debe ser resaltada como la verdad final y suprema en cuanto a conducta; el cristiano
no debe avergonzarse sino llevarla con dignidad.

(5) Es importante reconocer otro factor en la motivación de la conducta cristiana. Si bien


nadie será salvo por las obras, sino por la fe, sin embargo los hijos de Dios habremos “de
ser juzgados por la ley de la libertad” (Stg. 2:12). La fe en Jesucristo nos ha hecho libres
(Jn 8:31–36; Gá 5:1). Podemos disfrutarla y debemos ejercitarla en todo aquello para lo
cual no hay ley, como es el fruto del Espíritu Santo (Gá. 5:22–23). Pero no puede ser
empleada como excusa para el libertinaje o forma alguna de pecado pues Dios traerá a
juicio toda obra buena o mala (Gá 5:13; Mt 25:31–46; Ro 2:16).

En resumen, el comportamiento del pueblo de Dios tiene un guía y Dios mismo le ha


provisto los medios para que pueda alcanzarlo. De modo que no tiene excusa. Las bases
de la fe deben ser conocidas pero siempre acompañadas de lo que Dios espera de nuestro
comportamiento. Si no es así, la fe pierde su sentido.

3. LAS COLUMNAS DE LA CONDUCTA CRISTIANA

El estilo de vida del pueblo de Dios se orienta y organiza alrededor de una serie de
columnas algunas de las cuales son exclusivas de nuestra fe, si se le compara con otras
religiones. Son las siguientes.

(1) El amor que parte de Dios mismo, pues él “es amor” (1 Jn 4:16). El amor debe
caracterizar las relaciones en la congregación, especialmente “estimando cada uno a los
demás como superiores a uno mismo”, lo que representa una actitud de humildad. Hemos
de superar toda actitud de hostilidad y orgullo; estar prestos a reparar toda relación dañada
o rota pues somos miembros de un mismo cuerpo; trabajando juntos para la mutua
edificación; preocupados por el bienestar material de los hermanos (Fil 2:3; Mt 5:21–
24;18:15–20; Ro 12:3–5; 1 Co 12:12–26; 11:17–34; Stg 2:1–13; 1 Jn 3:11–24; 4:13–21).

El amor de los cristianos traspasa las fronteras de la comunidad de la fe para alcanzar a


los que no creen, y aun a los enemigos, de manera que se ora por ellos, se bendice a los
que nos persiguen; no se paga mal por mal ni se busca venganza. Por el contrario si es
posible ayudar al enemigo, debe hacerse. Y “en cuanto dependa de vosotros, estad en paz
con todos los hombres” (Ro 12:17–21). El amor debe ser el sello principal con el cual se
caracterizan los que siguen al Señor (Mr 12:30; Jn 14:15).

(2) Otra columna de la conducta cristiana es la obediencia al Señor y su palabra. Por ser
hijos, al igual que Jesucristo, estamos llamados a conocer y hacer la voluntad de Dios. De
aquí que uno de los más importantes objetivos del Señor es cautivar nuestro pensamiento
a la obediencia a Cristo (2 Co 10:5). Sabemos que el pensamiento determina en una
medida muy grande nuestra conducta, por lo que los pensamientos típicos del mundo
deben ser desalojados o sustituidos para que tome lugar la mente de Cristo.

El apóstol Pablo dice “en esto pensad” e indica en lo que debe ocuparse la mente del
cristiano a fin de que su conducta sea dirigida hacia la dirección correcta. Según seamos
renovados en nuestro entendimiento, así seremos transformados en todo lo que es
“verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de
buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza” (Fil 4:8–9; Ro 12:1–2).

No sólo el pensamiento debe sujetarse a Cristo. Las emociones, elementos muy


importantes de nuestra personalidad, le dan a la vida colorido pero también juegan
pasadas muy peligrosas. Muchas personas que llegan a nuestras congregaciones han
vivido bajo el dominio de sus emociones, a veces muy fluctuantes, y con expresiones tan
fuertes que son verdaderas pasiones. Este es uno de los elementos que más conflictos
causa en las congregaciones y con lo que tenemos que lidiar los pastores. La expresión
“airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo, no deis lugar al diablo”
es una clara enseñanza de cómo las emociones deben ser gobernadas por los mandatos
del Señor. Lo mismo es la orden de restaurar las relaciones rotas o dañadas cuanto antes
y no dejarse llevar por la pasión de la venganza, sino que la paz de Dios gobierne en el
corazón (Ef 4:26–27; Col 3:12–16).

(3) Las piedras vivas de la iglesia deben caracterizarse también por su santidad. Esta es
la naturaleza del nuevo hombre y la nueva mujer en Dios (Ef 4:24). La santidad es un
atributo divino. Los hijos de Dios hemos venido a ser partícipes de su misma naturaleza.

Ciertamente vivimos en un mundo empapado de pecado. Pero Jesús con su obra hizo
posible que sus seguidores pudieran vivir en el mundo siendo guardados del mal (1 Jn
5:19; 2:15–17; Stg 4:1–10;Jn 17:15). La iglesia no puede ceder ante todo el embate de la
promoción masiva de inmoralidad, de nuevos “valores” y costumbres. Esta es una tarea
difícil y el mundo considera a los cristianos como “desadaptados sociales”, y aun, en
algunos sitios, esta actitud les lleva al rompimiento con algunos patrones culturales. Con
todo Dios mantiene su norma: “sed santos” y “seguid la paz con todos, y la santidad, sin
la cual nadie verá al Señor” (1 P 1:15–16; He 12:14).

El principio de la santidad implica algo más, pues debe afectar primeramente al liderazgo
o ministerio de las congregaciones. Por ello se piden caracteres definidos para quienes
guían al pueblo de Dios. Si esto no se sigue, si el liderazgo muestra una conducta débil,
la congregación será afectada, nadie será estimulado a vivir según las normas divinas, y
la iglesia pierde su función en este mundo (He 13:7; 1 Ti 3:1–16; 5:17–25; 1 Co 9:27).

(4) La misericordia igualmente debe caracterizar a los cristianos. Este es otro rasgo que
distingue a Dios (Sal 136:1–16). La misericordia está relacionada muy especialmente con
el pecado y las ofensas. Dios ve con misericordia a la humanidad hundida en elpecado
por lo que hace todo lo posible por rescatarla; jamás desprecia a quien se humilla ante su
presencia. Así debe ser el sentir del pueblo de Dios. Como en el caso de Lot, interceder
por las malvadas ciudades de Sodoma y Gomorra. Debe clamar por la salvación de la
gente. Y cuando es ofendido o dañado saber perdonar como Dios nos ha perdonado (Gn
18:16–33; Jud 22–23; Mt 6:12; Lc 17:1–6; Mt 18:21–35).

(5) Otro factor propio del estilo de vida del cristiano debe ser el empleo de la verdad,
lógicamente en oposición al uso de la mentira y el engaño. “Pero sea vuestro hablar: Sí,
sí; no, no; porque lo que es más de esto, de mal procede” (Mt. 5:37). Hablar la verdad no
es sólo hablar “francamente”, sino decirla en amor (Ef 4:25, 15; Pr 12:18).

El uso de la mentira, la falsedad y el engaño caracterizan hoy las relaciones comerciales,


la diplomacia internacional, los círculos políticos, la forma como se presentan las noticias,
y los vínculos familiares y personales. Esto lleva a un mundo en el que la desconfianza
lo domina todo y se vuelve como una espiral descendente que no puede detenerse. En
primer lugar, esto no debe existir en la iglesia porque “somos miembros los unos de los
otros” (Ef 4:25; 1 Co 5:8). La verdad busca que en el cuerpo de Cristo reine la confianza.
Por otro lado, el cristiano en el mundo, al usar la verdad, aun cuando fuere en daño propio,
está aportando un elemento vital para evitar la total descomposición de las sociedades
(Sal 15:4; Ro 1:25; 2 Co 4:2).

(6) El pueblo de Dios también está llamado a estar “lleno de frutos de justicia”
precisamente porque hemos sido nacidos “según Dios en la justicia y santidad de la
verdad” (Fil 1:11; Ef 4:24).

La iglesia de Corinto mostró algunos problemas que reflejaban poco sentido de justicia
entre los hermanos. No sólo se produjo por las diferencias económicas y sociales que
salieron a relucir en la misma mesa del Señor, sino que los hermanos por asuntos
personales se veían involucrados en juicios y lo hacían ante jueces no cristianos, por lo
cual Pablo les insta a buscar hermanos que les ayuden, o bien a sufrir el agravio o el
fraude. Santiago también se expresa con vehemencia ante el trato desigual que se daba a
algunos hermanos por razón de su situación económica, como también por no pagar lo
correcto y a su tiempo a los obreros. Pablo enseña sobre la justicia que debe gobernar las
relaciones obrero-patronales, las relaciones hogareñas, las relaciones pastor-
congregación, las relaciones gobernantes-gobernados (1 Co 6:1–8; 11:17–22; Stg 2:1–
13; 1:19–20;5:1–6; Col 3:18–25; 4:1; Fil 8–21; 1 Ti 5:8).

(7) El sentido de responsabilidad ante los asuntos de esta vida también debe ser parte del
carácter cristiano. Tanto en la provisión material al hogar, la educación espiritual a los
hijos, la dedicación al trabajo o medio de subsistencia, lo que implica los impuestos, etc.
(Ro 13:1–7; 1 Ts 5:14; 2 Ts 3:12; 1 Ti 5:8).

Al igual que en otros campos la tendencia general de la humanidad es hacia


el incumplimiento de los deberes, el descuido en los estudios y trabajo, falta de atención
a los deberes hogareños, no pagar las deudas, ganar dinero por medios ilícitos y muchas
otras cosas. A nuestras congregaciones se vinculan muchas personas que han vivido en
situaciones semejantes, muchas de ellas por largos años, de modo que cuando empezamos
a tratar con ellas desde una perspectiva cristiana, sus mentes y actitudes deben ser
reorientadas o “programadas” de nuevo. Esto es parte del despojarse del viejo hombre,
del ayudarles a entender que aquellas prácticas eran pecaminosas, destructivas de la
propia personalidad y de las ajenas. Y por otro lado a reconstruir su modo de ver la vida,
de comprenderla y de crear nuevas actitudes y acciones conforme a la voluntad de Dios.
(8) Un factor muy importante en la conducta del cristiano es que aprenda a discernir las
cosas de la vida, cuando menos en los siguientes planos.

El primero tiene que ver con distinguir entre lo bueno y lo malo. Esto no es exclusivo del
cristiano, pues hasta los que no conocen a Dios pueden hacerlo. Algunos caen en un
endurecimiento total de su conciencia, de manera que pierden la sensibilidad y no pueden
distinguir una cosa de otra, al punto que llegan al colmo de hacer lo malo sin el menor
asomo de vergüenza. Según el apóstol Pablo, hay creyentes que pueden caer en un estado
semejante, asunto que muchos pastores han podido constatar (Ef 4:17–20). De todos
modos todo cristiano debe tener sus sentidos muy bien ejercitados para distinguir entre el
bien y el mal (He 5:14).

El segundo plano de discernimiento, obligado para el que se llame cristiano, es aprender


a escoger entre dos cosas buenas, la mejor. En las congregaciones a menudo se dan
conflictos y divisiones, no por el dilema entre algo bueno y algo malo, sino por la decisión
entre dos alternativas buenas, lo que sea más conveniente para las personas, o para la vida
de la iglesia. Así sucede en los hogares y en muchas otras actividades de la vida. Dicha
capacidad de decisión es parte de la formación y conducta de todo hijo de Dios (Fil 1:9–
11).

En tercer lugar, con base en los anteriores, el cristiano necesita aprender a vencer “con el
bien el mal” (Ro 1:21). Se trata de aprender a discernir los fines y los medios que se usan.
El mundo sigue principios contradictorios porque piensan imponer la paz por medio de
la guerra o la violencia, o la justicia con el engaño, la verdad con la mentira, el amor con
cosas falsas. La verdad cristiana plantea una norma de conducta diferente. Debe
examinarse con cuidado cuáles son los fines que se persiguen. Pero en la misma manera,
qué medios se van a emplear. El fin no justifica los medios.

4. ÁREAS DE LA VIDA QUE DEBEN SER AFECTADAS

Para los miembros del cuerpo de Cristo no hay zonas de sus vidas que no sean afectadas.
Empezando porque no se puede dividir la vida entre las actividades religiosas y las
seculares como para tener dos modos diferentes de proceder cuando se trata de una u otra.
El cristiano tampoco puede pensar que el cuerpo y el espíritu son dos cosas
independientes como ya lo enseñaban algunos en los días de los primeros cristianos.
La conducta cristiana establece que Jesucristo es el Señor de todo y que toda acción y
proyección nuestra debe ser para glorificar su nombre. De manera que la vida que se vive
en el templo cuando la congregación se reúne debe ser gobernada por los mismos
principios para vivir en el hogar, en el lugar de trabajo o estudio o en las actividades
propias de cada persona y cada día. Igualmente afecta la comprensión de la sexualidad,
del modo de pensar y de relacionarnos con todas las personas. De manera que hay bases
definidas que todo hijo de Dios debe aprender y emplear por igual en todas sus
circunstancias sin apoyarse en falsas ideas de doble moralidad o doble forma de ser (Mt
19:1–12; Stg 1:26, 27; 2:14–26; 1 Co 6:12–20; 7:1–6; Fil 4:8–9; 2 Co 10:5).

5. CONDUCTA DE LOS PASTORES

Cuando el apóstol Pablo se reunió por última vez con los ancianos de la iglesia de Éfeso,
sus primeras palabras fueron estas: “Vosotros sabéis cómo me he comportado entre
vosotros todo el tiempo …” Cuando escribió la segunda carta a los Corintios en la cual
trata de su relación con la iglesia con la que tuvo fases muy conflictivas, sus palabras al
comienzo fueron semejantes a aquellas. “Porque nuestra gloria es ésta: el testimonio de
nuestra conciencia, que con sencillez y sinceridad de Dios, no con sabiduría humana, sino
con la gracia de Dios, nos hemos conducido en el mundo, y mucho más con vosotros”
(Hch 20:18; 2 Co 1:12).

Pablo, al igual que Jesús, ofreció sobre todo su vida como ejemplo (Jn 13:15; 1 P 2:21; 1
Co 11:1). La carta a los Hebreos llama a los hermanos a considerar el resultado de la
conducta de sus pastores, y a imitar su fe (He 13:7). La lista de requisitos para un obispo
busca sin lugar a dudas que sus vidas sean ejemplares como personas, como maridos,
como padres y como personas de correctas y sanas relaciones con los demás (1 Ti 3:1–
16; 4:7, 12, 13, 16).

Según la enseñanza de Jesús a sus discípulos la conducta de éstos debía ser superior a la
de los fariseos (Mt 5:20). Los fariseos eran muy religiosos pero su conducta fue criticada
duramente por el Señor muchas veces, porque ellos “decían” y “no hacían”, porque
creaban reglas que se las imponían a las personas pero ellos no se las aplicaban;
aparentaban la piedad pero en el fondo no la tenían. Esto no fue propio sólo de aquellos
sectores, sino que ha caracterizado a muchos grupos de liderazgo llamado cristiano (Mt
23:1–36; Mr 10:35–45).
Del ministerio de las congregaciones se debe esperar integridad familiar, fidelidad a la
palabra de Dios y dedicación incondicional a su obra (1 Ti 3:1–7; 2 Ti 2:15, 21; 1 Ti
4:13; 2 Ti 4:5).

Pero hay algo más. Cuando se siguen las huellas de los apóstoles en todo el Nuevo
Testamento, vemos que se distribuyeron por diferentes lugares. Pablo, en cuanto a su
obra, indica que en una amplia región todo lo había llenado con el evangelio de Cristo.
Pero a la par de ello trabajaba “no donde Cristo ya hubiese sido nombrado, para no
edificar sobre fundamento ajeno” (Ro 15:19–20).

Con esto parece asentar un principio que debieran reconocer hoy todos los pastores y
dirigentes denominacionales, y es el de no entrar al mismo terreno cuando ya otros lo han
hecho, especialmente en pueblos muy pequeños que apenas ameritan una congregación.
O bien, en las ciudades que hay espacio para muchos, que sea bajo un sentido de
hermandad, respeto y cooperación, para evitar competencias, conflictos, mala imagen y
daño al testimonio.

Algo que se desprende del concilio de Jerusalén fue el acuerdo tomado con respecto a la
doctrina de la justificación por la fe. Una vez acordado aquello, no sólo fue enviada la
carta a las iglesias, sino que los apóstoles respetaron el acuerdo y se sujetaron a él. Debiera
ser un principio de conducta ministerial hoy día también, pues muchas divisiones en
nuestras iglesias han provenido de acuerdos tomados por la mayoría, pero después son
violados. A menudo algún pastor es sometido a disciplina por caer en falta moral, pero
prefiere no hacer caso, se separa y continúa ejerciendo el ministerio, actitud muy
desafiante a la palabra, especialmente cuando toma o reparte la mesa del Señor, puesto
que debe hacerse dignamente para no comer y beber el juicio del Señor.

Ningún obrero en la iglesia puede pretender darse el lujo de rebajar las normas de la
palabra, ni pasarlas por encima. Ningún obrero está autorizado para cambiar las reglas de
conducta que son para todo el pueblo de Dios. Al contrario, somos los pastores los que
con mayor honestidad debemos encarnar las enseñanzas que son propias de nuestra fe y
conducta.
6. CONCLUSIONES

En primer lugar hay que insistir que la enseñanza bíblica no separa las doctrinas que
debemos aceptar racionalmente del modo de vida diario. Fe y vida van juntas de la mano.
El pueblo y el liderazgo deben entenderlo y vivirlo para que la iglesia pueda cumplir su
papel como luz y sal del mundo.

En segundo lugar, puesto que la conducta cristiana abarca todos los aspectos de la vida, y
puesto que mucha de la gente que sigue al Señor en nuestras congregaciones vienen de
ambiente llamado “cristiano”, en el cual se permite casi todo, se hace del todo necesario
reforzar la formación de las personas como discípulos de Jesús. Los pastores deben contar
con medios más apropiados que los simples mensajes o clases de escuela dominical. Los
programas bien planeados y organizados para hacer discípulos deben tener prioridad en
la iglesia. Posiblemente habrá menos personas y se hará un poco más difícil tener
congregaciones muy numerosas, pero el resultado será mejor. Incluso hay muchísimas
personas que están deseando una forma de cristianismo más serio, responsable y que le
dé a Jesucristo su verdadero lugar, no sólo como Salvador, sino como Señor, maestro,
modelo y meta en la vida de los creyentes.

Finalmente, el ministerio representa un factor que estabiliza o desestabiliza, dignifica o


daña la vida de la iglesia. Jesús no ha variado sus requisitos ni sus demandas para
quienes ejercen o aspiran guiar a su pueblo. En América Latina la obra de Dios crece en
forma rápida y amplia. Dentro de lo agradable que es esta realidad, también se esconde
una serie de motivaciones, actitudes y prácticas que poco a poco pueden ir falseando los
fundamentos de la iglesia, tanto en cuanto a su fe como a su conducta. Esto debe ser
materia de profunda reflexión. De parte de cada uno de nosotros, deben prevalecer la
honestidad, sinceridad, integridad y una entrega sin condiciones a quien nos ha salvado y
llamado a su servicio.
9

PROBLEMAS EN LA IGLESIA
INTRODUCCIÓN

Muchas personas que llegan por primera vez a una congregación cristiana llevan la idea
que en ella no hay conflictos. La historia de la primera iglesia en Jerusalén, en sus
primeros díasparece como si hubiera sido un pedazo del cielo en la tierra. A menudo los
pastores nos referimos en modo indiscriminado a la “iglesia apostólica” como una
experiencia plena de virtudes en la cual los elementos negativos y conflictivos no
existieron.

Al tener una visión así y compararla con nuestras congregaciones de hoy, la tendencia es
a volvernos más que críticos, “criticones” de nuestra situación e instituciones. Se adoptan
actitudes muy negativas, y algunos caen en los extremos pensando que la iglesia casi nada
tiene que hacer en el mundo y sería preferible que otra cosa la reemplazara. Muchos
líderes que empiezan con gran entusiasmo van perdiendo interés y a menudo abandonan
el trabajo.

Las páginas del Nuevo Testamento nos ofrecen un cuadro bastante amplio de lo que es la
iglesia. Si se toma cada una de las referencias a las congregaciones locales y luego se
mira como un cuadro total, hallamos que prácticamente los mismos problemas que
tenemos hoy son los que vivieron las primeras congregaciones. Indudablemente que esto
nos conduce, por un lado, a comprender lo que es la vida real de la iglesia, y por otro a
aprender a lidiar con ella. Esto es parte de la vida y tarea de todo dirigente religioso.

¿Qué clase de problemas se dieron en las iglesias del siglo apostólico? ¿Cuáles áreas se
vieron más afectadas? ¿Cómo les hicieron frente los apóstoles y los pastores?

1. PROBLEMAS DOCTRINALES

Lo que sacudió primeramente a la iglesia, y la ha sacudido a través de los siglos, fueron


los problemas por razones de doctrina. Al nacer la iglesia en el seno del judaísmo fue
vista como una secta del mismo. Sin embargo fue tolerada, por lo que los primeros
cristianos usaban incluso el templo de Jerusalén para sus reuniones. Pero poco a poco se
fueron poniendo de manifiesto las verdaderas diferencias y los hermanos judíos tuvieron
que enfrentar el conflicto que traen las ideas religiosas.

Como lo deja ver claramente el libro de los Hechos de los Apóstoles y algunas cartas, el
mayor problema se dio en cuanto a la gracia inherente al evangelio que hacía inútil el
apego a la ley de Moisés.

Cuando uno mira este problema hoy, especialmente nosotros los gentiles que nunca
estuvimos relacionados con la religión judaica, nos parece un asunto muy sencillo y sin
importancia. Pero cuando se analiza desde una perspectiva histórica es diferente. La Ley
de Moisés fue dada por Dios (He 2:2; Dt 33:2; Gá 3:19; Hch 7:38, 53). Es cierto que Jesús
criticó severamente las añadiduras, interpretaciones y tradiciones que crearon las
diferentes escuelas judías en cuanto a la ley, pero eso no quitó en modo alguno el hecho
de su divina procedencia. Y sabemos que Jesús vino a cumplirla por todos nosotros ya
que ninguno fue ni es capaz de hacerlo (Mt 5:17–18).

En dicha situación aparece el “vino nuevo”. Lógicamente se quiere conservar el “viejo


odre” de la ley. Como se ha visto en capítulos anteriores, la iglesia fue experimentando
una serie de quebrantos internos, como una crisálida que busca salir del capullo para volar
por sí misma. Algunos de los apóstoles no sabían qué definición tomar. Pablo que decía
haber recibido el evangelio por revelación directa de Dios, reprendió a Pedro fuertemente
por andar jugando un doble papel con respecto a los judíos y a los gentiles (Gá 2:11–14).

Posteriormente el concilio reunido en Jerusalén tomó una decisión que ayudó


especialmente a los “hermanos de entre los gentiles”, lo que, en cierto modo, dejó siempre
cierta confusión respecto a los hermanos judíos (Hch 15:1–29). Las referencias a este
conflicto entre el evangelio y la ley se pueden leer por todo el Nuevo Testamento; tal
conflicto causó una división de la iglesia en Jerusalén entre los nazarenos y los ebionitas.
Los primeros toleraban a los gentiles convertidos que no guardaban la ley. Los otros,
apegados a la tradición, se polarizaron y años después llegaron a ser vistos como un grupo
hereje.

Otro de los problemas doctrinales muy graves tuvo que ver con el movimiento conocido
como gnosticismo. Este era el producto de una filosofía religiosa. Su nombre significa
“conocimiento” y ha sido difícil precisar todo su contenido. Tomó gran fuerza en el siglo
II D.C., pero ya para los días de los apóstoles le empezó a crear problemas a la iglesia. La
creencia generalizada es que esta doctrina se originó casi paralelamente con el
surgimiento de la iglesia, por lo que algunos consideran que durante el primer siglo lo
que se dio fue algo así como un “proto-gnosticismo”.

El gnosticismo era sincretista, o sea que mezclaba una serie de escuelas diferentes de
pensamiento filosófico y religioso, tales como algunos aspectos apocalípticos judíos, el
dualismo persa, la filosofía platónica, los misterios orientales y la astrología babilónica.
Buscaba la salvación que era la liberación del espíritu, esclavizado por la unión con las
cosas materiales. El gnosticismo pretendía ser la interpretación correcta del cristianismo,
pues hablaba directamente de la doctrina de la creación y su gobierno por parte de Dios,
la salvación, la doctrina de Jesucristo y la moral. De esta manera el cristianismo fue
amenazado desde sus mismos fundamentos.

Indudablemente, la iglesia vivió tiempos muy difíciles. Para algunos la filosofía gnóstica
fue enseñada por Simón el Mago, aquel extraño personaje que en Samaria había
deslumbrado a la gente con sus artes y engaños y quiso obtener por dinero el poder de
manipular el don del Espíritu Santo (Hch 8:9–24). De modo que el problema surgió desde
adentro, y por los caracteres sincretistas de la doctrina, tuvo siempre un gran atractivo
pues proponía integrar en un solo sistema “lo mejor” del pensamiento universal.

El gnosticismo se ha mantenido hasta el día de hoy, con variantes, y se hace pasar como
cristiano. Su presencia nos debe mantener alertas, no sólo en lo que concierne a sus ideas
respecto a Jesús, la creación, la salvación y la moral, cosas que en una u otra manera están
presentes en diferentes modos en el torrente que se conoce como “cristianismo”.
Igualmente nos alerta respecto al sincretismo muy propio del catolicismo romano y la
teología de la liberación, uno porque apela a la infalibilidad papal y supuesta autorización
que tiene la iglesia para hacer la doctrina como quiera, y la otra por su énfasis en los
elementos “científicos” que toma de una escuela de las ciencias sociales para interpretar
y darle un nuevo contenido a la fe y misión cristianas.

Otras escuelas de pensamiento filosófico competían con la enseñanza cristiana tales como
las de los estoicos y de los epicúreos, que entraban más que todo en el campo de la ética,
vinculadas con el placer y el dolor. La preocupación apostólica por todas esas fuerzas
doctrinales indica el cuidado que debemos tener ante el peligro de mezclar la fe cristiana
con algunos elementos de la filosofía griega o con filosofías modernas. Discernir lo que
proviene del corazón de la palabra de Dios y la mezcla con ideas extrañas, es una tarea
muy delicada de la iglesia, y por supuesto, de su liderazgo.

Los problemas mencionados fueron quizá los más fuertes que se tuvieron que enfrentar
en los días en que la iglesia apenas nacía. Pero, como se ha visto en otros capítulos, se
dieron por razones de doctrina y de algunas malas interpretaciones que necesitaban
corrección. Entre ellas está el problema de la idolatría al que estaban acostumbradas
muchas gentes antes de venir al Señor, y su relación con fiestas familiares y sociales.
También los conceptos equivocados respecto a los dones del Espíritu, a la resurrección
de los cuerpos, a las falsas profecías, al regreso del Señor, y a ciertas formas de apostasía
y anticristos (Hch 15:20, 29; 1 Jn 2:18, 22; 4:3;5:21; 2 Jn 7; 1 Co 8:4, 7, 10, 28; 12:2–
3; Ap 2:14, 20).

2. PROBLEMAS DE ORDEN MORAL

Estos estaban muy relacionados con las doctrinas falsas o bien las filosóficas como ya se
ha visto. Pero también se daban por el ambiente paganizado. Uno de los problemas serios
que se enfrentaron tenía que ver con las costumbres sexuales. La fornicación,
especialmente, era una verdadera plaga, debida a la falta de principios, y al estímulo
ambiental de religiones que promovían la prostitución idolátrica, y al no conocer la gracia
de Dios.

La iglesia de Corinto fue grandemente afectada, al punto que tuvo un caso de incesto y a
los hermanos pareció no causarles preocupación en un principio. Había quienes sostenían
que el cuerpo y el espíritu eran cosas separadas. El apóstol Pablo les llama a considerar
que tanto el cuerpo como el espíritu son una unidad, pertenecen al Señor y que se le debe
glorificar con todo el ser (Hch 15:20, 29; 1 Co 5:1–13; 6:13–18).

La enseñanza sobre este tema fue clara en el Nuevo Testamento y debe serlo así hoy
también. Pero es necesario que vaya acompañada de un sentido de orden y disciplina.
Pablo entregó a la potestad satánica al que cometió el incesto. Claramente lo hizo por el
bien del hermano y de la congregación para que aquel se arrepintiera y para que la
congregación se avergonzara de no haberse preocupado del caso, y así tomara las medidas
para que no se corrompieran los demás.
Este ejemplo, si bien es muy drástico y casi exclusivo, sin embargo llama la atención a
las congregaciones y a sus dirigentes pues no pueden permitir que todo el cuerpo de Cristo
se contamine. Las iglesias de Pérgamo y Tiatira fueron reconvenidas, llamadas al
arrepentimiento y amenazadas por el Señor por permitir que personas enseñaran en las
congregaciones la fornicación y los dirigentes no tomaran las medidas del caso. Pablo
enseña que si alguno “llamándose hermano, fuere fornicario, o avaro, o idólatra, o
maldiciente, o borracho, o ladrón; con el tal ni aun comáis”, y que corresponde a la iglesia
juzgar dichos casos (1 Co 5:9–13).

El matrimonio se veía afectado por estas situaciones aun entre los judíos que desde siglos
atrás conocían el decálogo y las ordenanzas divinas respecto al hogar. Jesús llamó la
atención al asunto, y se pone en relieve la profundidad del mismo cuando los mismos
discípulos se alarmaron por su enseñanza. Luego Pablo plantea algunas enseñanzas que
ayudan a dar un concepto claro acerca del matrimonio y el sexo (Mt 19:3–12; 1 Co 7; 1
Ti 4:3).

Otro tipo de problema moral estaba relacionado con el mal empleo de la lengua; había
hermanos que andaban llevando y trayendo chismes y cuentos. Según el modo pintoresco
que emplea Santiago en su epístola, se producían verdaderos incendios en las
congregaciones (Stg 3:1–12; 1 Ti 5:13).

La enseñanza apostólica insiste en que se quiten la “maledicencia”, la gritería, la malicia,


la difamación y la murmuración (Ef 4:31; Tit 3:1, 2; Stg 4:11; 1 P 2:1).

En nuestros días muchas congregaciones se han visto dañadas y destruidas por este
problema. Los pastores a menudo piensan resolverlo por medio de encendidos sermones,
especialmente si en algún modo se ven afectados por las malas lenguas. La enseñanza
adecuada, especialmente formativa, debe atender este asunto. Pero una práctica de no
hacer caso de todo, por un lado, o de tomar nota por escrito de algunas cosas, con sus
respectivos responsables para encarárseles en el momento oportuno, puede ayudar
mucho. Cuando se trata de personas que en forma permanente insisten en esta forma de
pecar, debe tratárseles en modo personal por el cuerpo ministerial de la congregación, con
amor pero con seriedad. En caso de no cambiar su conducta deben emplearse medidas
disciplinarias, incluyendo su expulsión de la congregación.
Otro problema tuvo que ver con las contiendas entre hermanos por asuntos “de
este mundo”, posiblemente negocios entre ellos. Una situación que critica el apóstol es el
que tuvieran problemas de esa naturaleza, y luego que los ventilaran ante los jueces no
cristianos, además de no querer ceder ni uno ni otro (1 Co 6:1–8). Al respecto la enseñanza
apela a que el cristiano está llamado a desarrollar la capacidad de resolver situaciones
como las mencionadas, puesto que habremos de juzgar al lado de Cristo a los ángeles y
al mundo venidero. Además, se debe buscar mediación entre los mismos hermanos y
finalmente, a soportar el fraude. Desde luego, en el fondo el llamado es a no defraudar a
nadie.

Un elemento más se hizo presente y fue la ociosidad. Hermanos que no querían trabajar,
posiblemente hasta usaban mal la expresión “vivir por fe”, como algunos hoy también, o
porque esperaban la vuelta inminente del Señor. Quizá hasta algunos acostumbrados en
su vida sin Cristo a hurtar, lo seguían haciendo.

Cualquiera que fuera la razón, la enseñanza es directa. “No hurte más, sino trabaje,
haciendo con sus manos lo que es bueno, para que tenga qué compartir con el que
tenga necesidad” (Ef 4:28). O bien, “Si alguno no quiere trabajar, tampoco coma” (2 Ts
3:6–15). Y en el mismo contexto se apela a la medida disciplinaria en caso extremo: se
pide señalarlo, no juntarse con él, amonestarle como hermano, aunque no tenerle por
enemigo.

3. PROBLEMAS ORGÁNICOS

Con este encabezamiento queremos referirnos a los problemas propios de las relaciones
entre los miembros de un mismo cuerpo, o sea entre los que integran una congregación.

Uno de los más serios tiene que ver con las contiendas y divisiones. La carta a los
Corintios habla de este asunto en forma muy amplia. Los hermanos opinaban en forma
diferente respecto a los dirigentes de la congregación. Y más que opiniones, eran
sentimientos hostiles hacia algunos lo cual partía en grupos a la congregación. Aun Pablo
se quejaba de que era visto como loco, carnal y cuya presencia corporal era débil y su
palabra menospreciable, posiblemente en comparación con la calidad oratoria de Apolos
(2 Co 10:2, 10; 11:16; Hch 18:24–28).
La base de este problema fue la opinión y aceptación respecto a los líderes. También la
congregación en Corinto se veía afectada por la discriminación económica y social, cosa
que se dio en otros lugares debido a que el evangelio apelaba a esclavos, a libres, a pobres
y a ricos, y a que todos se reunían en una sola comunión.

En el caso de la iglesia de Jerusalén hubo una tentativa de conflicto basada en una razón
cultural: judíos de Judea y judíos helenistas convertidos (Hch 6:1). Posteriormente dividió
a la congregación el asunto doctrinal del evangelio y el cumplimiento de la ley, lo que
afectó hondamente a las iglesias de la región de Galacia por las que el apóstol vuelve a
“sufrir dolores de parto” (Gá 3:19). En la iglesia de Filipos es un conflicto de dos líderes,
Evodia y Síntique. En Colosas hay problemas también de religiosidad externa, comida,
bebida, días de fiesta, lunas nuevas y días de reposo (Col 3:16). En Roma se conocían
también las contiendas con hermanos recién nacidos a la fe por asuntos de valor muy
relativo (Ro 16:17; Tit 3:10; Jud 19).

De manera que el problema de divisiones dentro del cuerpo de Cristo es algo latente; está
presente en forma continua y amenaza su existencia. El apóstol Pablo lidió con esta
situación y llama a los hermanos a la reflexión. Lo hace sobre la base de la unidad que
tiene la iglesia como una realidad presente que debe ser mantenida y perfeccionada por
los hermanos.

Quizá este sea un criterio que los cristianos evangélicos debemos recordar continuamente,
debido en forma especial al sistema organizativo en “denominaciones” e iglesias
“independientes”, pues pasamos mucho tiempo hablando de la necesidad de unirnos, pero
olvidamos que ya el Espíritu lo ha hecho. Nuestra primera tarea es reconocerlo y
conformar nuestra conducta a esa verdad, buscando los vínculos adecuados,
respetándonos, trabajando en mutuo acuerdo y reparando las relaciones dañadas.

También la enseñanza frente a las divisiones se acerca por la vía de la comprensión de lo


que representan los obreros en la viña del Señor. A unos el Señor les da el poner el
fundamento o sembrar la semilla; a otros regar. Pero lo que es fundamental, el
crecimiento, no lo ocasionan los hombres, sino Dios (1 Co 3:5–8). Podemos ver
claramente que esto tiene dos lados.

Uno, es la maduración en el entendimiento que toda iglesia debe llegar a tener respecto
al asunto. El otro lado corresponde a los líderes. Si éstos pugnan por demostrar cuál es el
mejor, si miran a la congregación como un campo de poder religioso o humano que debe
ser conquistado o retenido, o si se busca defender en primera instancia el interés o
prestigio personal o familiar, de hecho lo que se hace es echar combustible adonde tal vez
sólo haya una pequeña llama. Así se desata el incendio. La carta de Pablo evidencia una
actitud sana de parte de Apolos, de Pedro y de Pablo.

Pablo advierte del peligro de dividir la iglesia (1 Co 3:17). Y en diversos pasajes se enseña
que hay que fijarse en quien lo hace, amonestarlo, y si no obedece, desecharlo (Tit
3:10; Jud 4, 16). Para el final de los tiempos se presentarán más intensamente estas
situaciones por la aparición de espíritus engañadores, por doctrinas de demonios, por la
hipocresía de algunos, todo lo cual conllevará un marcado fenómeno de apostasía, o sea
abandono de la fe y de la comunión entre los hermanos (1 Ti 4:1–2; 2 Ti 3:1–9; Jud 4, 16).

El ministerio de la iglesia hoy necesita de una visión auténticamente apostólica y


evangélica para comprender el sentido de la unidad del cuerpo de Cristo, no sólo en su
escala congregacional local, sino en su expresión amplia y total. Se necesita discernir lo
que el Espíritu Santo busca en la comunión de la iglesia, y lo que se da en el ambiente
como medios de unidad pero que son puramente artificiosos o disimulados y astutos pues
buscan otros fines y tienen otras bases. En aquello que es bíblicamente genuino, nos queda
entenderlo, vivirlo, enseñarlo y respetarlo siempre, no sea que el Señor se encargue de
juzgarnos (1 Co 3:17; 11:17–34). MAJOR HEADING

4. PROBLEMAS ORGANIZACIONALES

Los problemas anteriores tienen que ver más que todo con el modo como se relacionan
los miembros del cuerpo de Cristo. Los problemas organizacionales se refieren al
modo como se disponen, se ponen de acuerdo y funcionan los diferentes organismos
directores de las congregaciones. Tiene que ver directamente con las “estructuras” que
guían a la congregación.

En un capítulo anterior se trató este tema, pero no como problema. Lo cierto es que,
aunque a muchos les parece “poco espiritual” organizar la iglesia, o que “ata al Espíritu”,
sin embargo esto es parte de la vida de ella. Por supuesto que no se puede ir al otro
extremo de pensar que una congregación si tiene buena organización, solo eso bastará
para que ande bien y cumpla su misión. No hay nada más alejado del sentido bíblico que
esto, pues sin el poder y la gracia del Espíritu, aquella “maquinaria” no funcionará. La
iglesia no es una empresa como otras. Sobre todo es el cuerpo de Cristo y debe moverse
en función de los principios que establece el mismo Espíritu Santo.

Desde la primera congregación en Jerusalén, los apóstoles se dedicaron a orar y predicar,


luego los diáconos a ministrar a los necesitados, y toda la congregación tomó parte en la
decisión. Las congregaciones en la medida que se fueron estableciendo tuvieron sus
cuerpos de ancianos, pastores u obispos y diáconos. Esos nombramientos, esas reuniones,
y esa división de funciones es organización.

En el Nuevo Testamento encontramos diversos tipos de problemas. Problemas, ya no


como algo crítico y que causa serios conflictos, sino como situaciones que reclaman una
solución y un procedimiento adecuado. Esto es parte de la vida de toda persona, familia,
organismo y por supuesto de la iglesia. Y es muy importante para los pastores reconocerlo
porque a menudo se piensa que la obra pastoral consiste mayormente en predicar, y se
deja de lado la solución de circunstancias que si no se atienden a su tiempo y en forma
adecuada, pueden desembocar en verdaderas crisis para el liderazgo y para la
congregación.

Ya ha sido mencionado el caso de la alimentación de las viudas en Jerusalén. El problema


no fue ese. Fue la situación discriminatoria que se estaba dando, posiblemente por estar
los apóstoles demasiado ocupados en lo espiritual y no percibieron lo que sucedía. Pero
a tiempo lo vieron y tomaron una medida que fue la de nombrar un equipo de personas
bien reconocidas para la tarea (Hch 6:1–6).

En esa misma línea, años después en Éfeso, se dio otro caso parecido en el que se ayuda
a las mujeres viudas de la congregación. Pero el apóstol Pablo reconoce que esto se está
prestando para abusos en varios sentidos. Entonces recomienda honrar a “las viudas que
en verdad lo son”; que sus hijos, familiares o hermanos en la fe cuiden de ellas; y que la
congregación se responsabilice de aquellas que reúnen ciertos requisitos, para que la
iglesia “no sea gravada” (1 Ti 5:3–16).

En una congregación se dio otro problema relacionado con la organización. Un hombre


que amaba el poder, se dedicaba a hablar mal del apóstol Juan, no lo recibía ni a otros
hermanos que los visitaban, y a los creyentes que no le obedecían los expulsaba de la
iglesia (3 Jn 9–10). En Apocalipsis el Señor reprende a los pastores de las iglesias por no
actuar y poner en orden las cosas que no andan bien (Ap 2:14–15; 2:20).
Los problemas en el campo administrativo no parecen haber sido mayores en el primer
siglo debido primeramente al ministerio que ejercieron los apóstoles y luego a una
organización muy sencilla. Esta consistió básicamente en pastores dedicados a atender
los aspectos espirituales, y los diáconos a los administrativos tales como la ayuda a los
necesitados que era primordial y también el sostenimiento del ministerio (1 Ti 17–18; Fil
4:10–19; Ro 12:8; 2 Co 8–9; Gá 2:10). Bueno es tomar en consideración que la iglesia
prácticamente no tuvo propiedades ni templos en los tres primeros siglos. Eso significó
que no tenían preocupaciones y conflictos por esas razones, ni tenían que tomar de las
ofrendas, como sucede en la actualidad. La iglesia tenía mucho menos peso, era más ágil
y libre para moverse.

5. PROBLEMAS FAMILIARES

La iglesia enfrentó también situaciones en el terreno familiar. El caso que cita tan
específicamente el apóstol Pablo respecto a que los obispos o pastores, e igualmente los
diáconos, fueran maridos de “una sola mujer”, puede estar muy estrechamente vinculado
con problemas tanto de lazos matrimoniales rotos, como de poligamia (1 Ti
3:2, 12). Posiblemente entre los mismos judíos hubo muchos de estos casos, pues el
divorcio y la poligamia en algunas regiones eran costumbres muy arraigadas. De manera
que se entiende que muchos convertidos a la fe cristiana vinieron en dichas condiciones,
así fueron aceptados en la comunión de la iglesia pero quedaron claramente limitados
para las funciones importantes de la congregación.

Igualmente dentro de las costumbres de la época había conflicto respecto al matrimonio


de las doncellas, decisión que correspondía a los padres. Los jóvenes solteros en la misma
forma tenían sus preguntas sobre si casarse estaba bien o no. También se da el caso de los
matrimonios en yugo desigual por haberse convertido al Señor sólo uno. Pablo y Pedro
se refieren al caso y vierten sus consejos (1 Co 7:25–38,10–16; 1 P 3:1–7; 1 Ti 2:8–15).

Se nota que detrás de todas las preguntas que se daban alrededor del matrimonio había
planteamientos filosóficos ocultos. Por ejemplo con relación a la función sexual dentro
del matrimonio algunos caían en excesos y otros lo veían como algo pecaminoso. Pablo
aclara esto a partir del concepto de la creación de Dios en la que todo era bueno y que son
los hombres los que han tratado de corromper la vida o le han dado una interpretación
torcida (1 Co 7:1–9; 1 Ti 4:1–5; He 11:4; 1 Ts 4:4–5).
El vínculo más cercano, las relaciones entre cónyuges y entre éstos y sus hijos también
reciben sus aclaraciones. Sobre los principios de amor mutuo, de sujeción, de respeto, de
honra a la mujer como a vaso más frágil, y de indisolubilidad matrimonial se trata de
asentar las parejas (Ef 5:21–33; Col 3:18–19).

Respecto a los hijos, se les pide obediencia y se les da una promesa. A los padres se les
pide inteligencia en su trato para no provocarles a ira ni al desaliento (Ef 6:1–4; Col 3:20).

Los elementos descritos que se incidieron en las primeras congregaciones cristianas y que
fueron atendidos por los pastores curiosamente son los mismos que en forma primordial
atiende todo pastor hoy día. Algunas condiciones culturales en verdad son diferentes. Y
prácticamente los mismos consejos que se dieron antes son útiles para resolver los
problemas familiares en la actualidad.

6. PROBLEMAS AMBIENTALES

Con este título abarcamos varios factores propios del ambiente y de la época del primer
siglo con los que la iglesia debía lidiar. El primero fue con las autoridades civiles. Roma
gobernaba bajo el sistema llamadopax romana que era el sistema jurídico por el cual se
regían todas las naciones que estaban bajo el poder de su imperio. Sus gobernantes no
conocían al Dios de la Biblia; antes tenían extrañas creencias, mitologías, muchos dioses,
y ocasionalmente algunos de los césares se hacían adorar como dioses y pedían que se les
llamara “señor”. La fe cristiana fue tolerada como una secta judía pero en la medida que
se marcó la diferencia entre ellas, y especialmente al proclamar que Jesús era su Señor,
entró en conflicto con el imperio.

Herodes Agripa I recibió del emperador romano Gayo el poder sobre la tierra de Israel,
se llamó rey y persiguió a los cristianos de manera que llegó a matar a Jacobo, el hermano
de Juan, cosa que agradó a los judíos (Hch 12:1–23). Pablo se acogió a las leyes romanas
pero sus autoridades seguían sus propios intereses (Hch 24:24–27; 25:9; 26:30–32).

En un ambiente así la iglesia naciente tenía que abrirse paso, cumpliendo la voluntad
divina y la misión que le había sido encomendada. Sin embargo, la iglesia sostiene
firmemente el señorío de Jesús sobre todo y sobre todos, mantiene su propia identidad a
toda costa como algo diferente tanto del judaísmo como de cualquier otra religión, y
evidentemente su completa separación del sistema político. Pero al mismo tiempo enseña
su respeto, oración, y en muchos aspectos su sujeción al imperio, y a su
máximo representante (Ro 13:1–7; 1 Ti 2:1–4;Tit 3:1; 1 P 2:13, 14, 17; Mt 22:21). Esto
hizo que la nueva fe fuera algo muy diferente de lo conocido, mal vista en muchos
ambientes, perseguida y odiada por algunos emperadores, pero por ello aportaba a las
gentes una alternativa de carácter único. Con razón se llamó evangelio, la buena noticia
de Dios para los hombres.

Otro problema que enfrentó la iglesia fue la institución de la esclavitud. Hay referencias
claras de los esclavos que se convirtieron a Jesucristo (1 Co 7:21, 22; 12:13; Gá 3:28; File
16). Sin embargo lo notorio no fue ese hecho sino que los esclavos por el hecho de conocer
la fe de Jesucristo se podían considerar como libres; la nueva fe no hacía diferencia entre
esclavos y libres, y en la comunidad cristiana debían tratarse como iguales. Este factor,
evidentemente, contenía un elemento inquietante para un sector, pero traía esperanza y
dignificación a otro (Fil 16; Gá 3:28; Jn 8:36; 1 Co 7:21; 11:17–22; Ef 6:8; Col 3:11; 1 P
2:16;Stg 2:1–13).

Igualmente la fe cristiana planteó el asunto de la relación entre obreros y patrones


estableciendo no la autoridad absoluta de los segundos sino su trato justo pues tienen un
Señor en los cielos que los juzga. Pero a los trabajadores les recuerda el debido respeto a
sus jefes y su responsabilidad en el trabajo (Stg 5:1–6; Ef 6:5–9; Col 4:1).

En la vida de las iglesias entraron en juego otros asuntos ambientales como el empleo de
bebidas embriagantes, comidas sacrificadas a los ídolos, hacer diferencias en los tipos de
alimentos, el cubrirse la cabeza en los cultos y cosas semejantes. Los escritos apostólicos
emiten sus criterios al respecto (Ro 14; 1 Co 8; 11:2–16; Ef 5:18; 6:12–13).

Lo más importante del caso es notar que las iglesias florecieron en un ambiente político
general dominado por el Imperio Romano, pero al mismo tiempo enfrentaban
circunstancias de tipo cultural muy variado, de acuerdo a la región en que estaban.
Algunas cosas eran aceptadas pues no entraban en conflicto con la fe. No así otras que
eran rechazadas o bien sustituidas por otro comportamiento. Esto evidencia la propia
identidad de la fe cristiana y de la iglesia, que debe conocer muy bien su ambiente y
determinar aquello que se conforma a su doctrina y lo que no. Indudablemente, esta
situación de los grupos cristianos implicó en parte una identificación con lo que se daba
en el ambiente y en parte una ruptura cultural. Esta misma tensión sigue caracterizando
al pueblo cristiano que en su fidelidad a su Señor necesita constantemente juzgar el
ambiente mediante la doctrina y tomar sus propias decisiones, aun cuando le cueste la
persecusión o el sufrimiento.

7. CONCLUSIONES

(1) La iglesia desde un principio demostró que si bien conoce la paz de Dios en Cristo,
sin embargo se ve afectada, tanto desde adentro como de afuera, por muchas
circunstancias. Es importante que quienes se adhieren a la iglesia por la fe en Cristo,
pronto comprendan esto, pues de otra manera se escandalizan, pensando que la iglesia es
sólo un remanso de paz perfecta en el mundo. Sí, hay paz y bendición, pero en medio de
conflictos.

(2) Igualmente, quienes ejercen el ministerio tienen que entender la situación en que
operamos. Algunos obreros en la viña también piensan que las cosas en la obra de Dios
son sólo amor, paz y cordialidad, y se alarman, se sienten frustrados, y hasta abandonan
la labor, cuando aparecen los problemas. Si hay algo que debe aprender un ministro de la
iglesia, es a capacitarse para resolver problemas en la obra. Cuando se adopta una actitud
clara al respecto, el ministerio es mejor comprendido y la obra se lleva adelante sin
contratiempos. Jesús nos recuerda siempre que en él tenemos paz, que “en el mundo
tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Jn 16:33).
10

EXHORTACIONES Y PROMESAS A LA
IGLESIA

INTRODUCCIÓN

Por medio de las páginas de este libro hemos intentado comprender la iglesia donde
servimos desde la perspectiva de la iglesia del primer siglo, tal como lo leemos en el
Nuevo Testamento.Al asumir los cristianos evangélicos la suprema autoridad de la Biblia
en materia de fe y práctica, es primordial comprender lo que Dios dice en cuanto al
organismo que surgió como resultado de la obra de Jesús y que juega un papel exclusivo
en el gran plan redentor de Dios.

Al llegar al final de este estudio nos preguntamos si Dios también dijo algo a la iglesia al
mismo final de la época apostólica. Sabemos que el último libro escrito fue la Revelación
o Apocalipsis de Juan.

Este libro es, en su mayoría, de carácter profético en su sentido más amplio. Aun más, es
escatológico, pues se refiere a los últimos acontecimientos que sucederán antes que sean
hechas nuevas todas las cosas (Is 66:22; 2 P 3:13; Ap 21:1).

Tomando en consideración que la interpretación del Apocalipsis ha sido siempre materia


de grandes y acaloradas discusiones, hay algo en lo que, generalmente, concuerdan unos
y otros. Dicho libro fue inspirado por el Señor y dado a la iglesia en momentos sumamente
difíciles. Habían muerto prácticamente todos los apóstoles, y según las tradiciones sus
vidas fueron sacrificadas como verdaderos testigos de su maestro. Juan, el último, estaba
desterrado por la misma causa en la isla de Patmos. La persecución contra los discípulos
arreciaba porque ellos sólo doblaban sus rodillas ante el Señor del cielo y no ante quien
se autonombraba “augusto”, “salvador”, “señor” y “dios”, habiéndose levantado
imágenes suyas por muchas partes para que le ofrecieran homenajes de lealtad.
Ahora el pueblo de Dios navegaba en un mar embravecido en el cual las grandes bestias,
los poderes que codician el mando total del mundo, estaban en su contra, o bien como
sucedió años después, tratarían de tenerlo bajo su control y orientarlo para sus fines.

En dichas circunstancias, la Revelación de Jesucristo enviada “por medio de su ángel a


su siervo Juan”, es dada para los “ángeles de las siete iglesias” de Asia Menor. Dicho
escrito tiene amonestaciones y bendiciones a los que “oyen” y “guardan” sus palabras.
Lo que significa, ni más ni menos, el pueblo de Dios y sus dirigentes (Ap 1:1, 3, 19–20).

Después de la visión del Hijo del Hombre, aquel del cual escribió otro visionario de
Dios, Daniel, el libro presenta siete mensajes a siete iglesias que existían en aquel tiempo
(Dn 7:9–14).

Las siete cartas revelan las condiciones en que se hallaban aquellas congregaciones. Sobre
todo, lo que más resalta en su lectura, fue su relación con Dios. Así como en la profecía
de Oseas Dios contempla su pueblo Israel como su esposa, estas cartas evidencian el
intenso grado de interés del Señor por su pueblo, y al mismo tiempo el grado de
vinculación, de fidelidad o de respuesta íntima de la iglesia hacia él.

Por esto es que conviene cerrar el estudio de LA IGLESIA EN QUE SIRVO con el
acercamiento que ofrecen los siete mensajes. Si bien podemos partir de que estos fueron
la palabra de Dios para siete iglesias locales definidas, y que aunque no es nuestra
convicción que ellas representen siete épocas en la historia de la iglesia, sin embargo sí
es aceptable el valor permanente de sus mensajes para las iglesias de todos los tiempos,
hasta el momento del regreso del Señor.

Si tomamos las iglesias y los mensajes en conjunto, podemos ver el fiel reflejo de lo que
fue y lo que sería a través del tiempo la mutua relación entre Dios y la iglesia. Por
supuesto, esto tiene un valor permanente. Esto es lo que trataremos de concretar en el
presente capítulo como llamado de atención a los “ángeles” de las iglesias, a sus
dirigentes, y a todo el pueblo que dice seguir al Señor y maestro.

1. RELACIÓN DE DIOS CON SU IGLESIA

Fundamentalmente, la relación de Dios con su pueblo en las siete cartas se basa en tres
aspectos: él es su Señor, su juez y su protector.
Como Señor de la iglesia, Dios es el que la dirige y quien le ha dado un quehacer en el
mundo. Igualmente él es quien le ha señalado un modo de ser y de conducirse al cual debe
ser fiel por sobre todas las cosas. Pero aun más es el Señor el que guarda una relación de
amor con su pueblo que es su esposa.

Todos los encabezamientos de las cartas manifiestan a un Dios de singular autoridad y


gloria y vinculado en forma plena con la iglesia por lo que le habla directamente. “El que
tiene las siete estrellas en su diestra, el que anda en medio de los siete candeleros de oro,
dice esto …” O también, “el primero y el postrero, el que estuvo muerto y vivió, dice …”
O “El que tiene la espada aguda de dos filos dice …” o “Esto dice el Santo, el Verdadero,
el que tiene la llave de David, el que abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre” (Ap
2:1, 8, 12, 18; 3:1, 7, 14).

Así es como se puede entender la iglesia y trabajar por ella. Fuera de dicho contexto esta
llega a ser una simple organización humana sujeta a los intereses y vaivenes de los
hombres. Dios es el Señor que tiene un pueblo en el mundo el cual adquirió mediante el
sacrificio de su Hijo. Este pueblo ha llegado a ser suyo porque al llamado de su amor y
al ofrecimiento de su don en Cristo, ha respondido en forma voluntaria por medio de la
fe. Con esto adquiere un compromiso de tomar la cruz, seguir las directivas de su palabra
y servir como su testigo para que otros crean también en él, y el pueblo llegue a ser tan
numeroso que no se pueda contar (1 P 1:13–25; Mr 8:34; Ap 7:9–17).

La relación de la iglesia con Dios debe ser, forzosa y permanentemente, de amor,


obediencia y dedicación a su servicio. La palabra divina debe ser su ley y no los criterios
de los hombres.

El siguiente aspecto que se destaca en las cartas es que la relación del Señor con su iglesia
es como juez. Cada carta presenta un verdadero análisis o diagnóstico de la vida de las
congregaciones. Él dice: “Yo conozco tus obras …” Las siete cartas usan la misma
expresión. A una le dice “Yo soy el que escudriña la mente y el corazón; y os daré a cada
uno según vuestras obras” (Ap 2:2, 9, 13,19, 23; 3:1, 8, 15).

Dios no sólo es amor, también es justicia. Y él examina a su pueblo, lo juzga, lo bendice


o lo castiga. Así como Jeremías el profeta le dice a Israel: “Te castigaré con justicia; de
ninguna manera te dejaré sin castigo”, así el apóstol Pedro se refiere a la iglesia con estas
palabras: “Porque es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios …” (Jer
30:11; 1 P 4:17).

Los judíos vivían aferrados a que eran hijos de Abraham pero Juan el Bautista les indica
que eso de nada les serviría si no hacían frutos dignos de arrepentimiento, pues “ya
también el hacha está puesta a la raíz de los árboles: por tanto, todo árbol que no da buen
fruto es cortado y echado al fuego” (Mt 3:7–12).

La iglesia en muchos lugares ha dejado de ser luz y sal porque sus dirigentes y sus
miembros perdieron de vista su verdadera naturaleza. En muchos lugares del mundo, a
través de los veinte siglos de su existencia, las iglesias fueron arrancadas de sus lugares
y aun exterminadas, como la expresión del juicio divino sobre ellas. A la iglesia en Éfeso
le advierte la posibilidad de quitar su candelero de su lugar; a la de Pérgamo les anuncia
guerra con la espada de su boca a los que retienen una doctrina extraña; a los de Tiatira
que herirá de muerte a sus hijos; a los de Laodicea que “Yo reprendo y castigo a todos
los que amo” y “por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca” (Ap
2:5, 16, 23; 3:16, 19).

Los “ángeles” o ministros de las iglesias deben ser siempre los primeros en reconocer el
constante escudriñamiento o evaluación de Dios sobre su obra y sobre la vida de su
pueblo. La dirección irresponsable causa el fracaso del pueblo de Dios. La historia de la
nación de Israel es siempre un llamado de atención porque a los que Dios puso para que
enseñasen su ley, los sacerdotes, y a los que él envió para dar palabra profética, en vez de
ser fieles a su misión, se corrompieron, se dedicaron a sus propios intereses, y así el
pueblo se vio derrotado (Sof 3:1–4; Is 9:15–16; Os 4:6; 9:7; Mi 3:11; Ez 34).

Al ver la amonestación del apóstol Pablo respecto a las características de los últimos
tiempos previos al regreso del Señor, se habla de una gran apostasía, o sea del abandono
de la fe por muchos llamados cristianos y de la comunión de la iglesia; se indica quehabrá
religiosidad aparente, pero en el fondo negará la eficacia de la piedad, tanto en lo que ella
representa respecto a la obra de Jesús como lo que significa dicha obra aplicada a la vida
humana (1 Ti 4:1–2; 2 Ti 3:1–5). Jesús también advirtió de mucho engaño y apariencia
religiosa, dijo que la fe de muchos se resfriaría, y levantó la gran cuestión: “Pero cuando
venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?” (Le 18:8).
Los que vivimos hoy tenemos una serie de signos en la humanidad que nos hacen recordar
algunas profecías y nos hacen ver que estamos aproximándonos al final de la historia. Se
ven cuadros de lo que se llama iglesia cristiana que en realidad están muy lejos de ser lo
que Dios ha querido. En lo que toca a nuestra responsabilidad lo menos que podemos
hacer es recordar que él juzga a los “ángeles” y las iglesias y nos llama al arrepentimiento
y a guiar a la iglesia por donde debe andar.

Dios también se presenta en las cartas como el protector de su pueblo. Cuando éste se
somete a su Dios, sigue con fidelidad su voluntad, aun cuando surjan situaciones
contrarias, hostiles y difíciles, el Señor que tiene todo poder sabe preservar a su pueblo.
A una iglesia le recuerda: “No temas en nada lo que vas a padecer”. A otra le dice: “Pero
lo que tenéis, retenedlo hasta que yo venga”. A otra le dice: “He puesto delante de ti una
puerta abierta, la cual nadie puede cerrar” y “Por cuanto has guardado la palabra de mi
paciencia, yo también te guardaré de la hora de la prueba que ha de venir sobre el mundo
entero …” (Ap 2:10, 25; 3:8, 10).

La preocupación básica de los dirigentes de las iglesias debiera centralizarse, antes que
en descifrar exactamente el futuro, en cuidar que la iglesia esté siguiendo fielmente las
pisadas de su Señor y maestro. Así, cualquier cosa que venga o que pase, sabemos que
Dios protegerá a su pueblo. La idea de protección que el Señor ejerce sobre la iglesia, no
sólo da consuelo y profunda seguridad sino que es el recordatorio que el pueblo de Dios
debe estar preparado en fidelidad constante (Lc 21:12–19).

Dios entonces se relaciona con su iglesia como su Señor, su juez y su protector. Su pueblo
le debe amor por sobre todo, fidelidad, obediencia y confianza. Estos principios deben
constituir la médula de todo trabajo pastoral y de la vida de una congregación.

2. CIRCUNSTANCIAS DE LAS IGLESIAS

¿Qué tipos de circunstancias, externas e internas, rodeaban a las congregaciones referidas


en las siete cartas?

Efeso era una ciudad grande y centro de la administración romana. Tenía templos
dedicados al culto del emperador y la diosa Artemisa. Fue centro del evangelio para la
provincia y allí residió el apóstol Juan. Se considera que, con excepción de la iglesia en
Antioquía de Siria, la iglesia en Éfeso fue una de las más importantes en el Oriente.
A esta iglesia el Señor le reconoce una serie de virtudes pero le amonesta por su pérdida
del primer amor. Parece intencional que estuviera en primer lugar esta iglesia, pues toca
a la médula misma de la relación de la iglesia con Dios. Por sobre sus obras, su
discernimiento respecto a los que decían ser apóstoles, su paciencia, su trabajo y
constancia, había una pérdida del elemento vital que Dios busca de su pueblo: que le amen
(Ap 2:2, 3, 4).

En el caso de Esmirna se trataba de una ciudad muy próspera en el Asia Menor. Había
muchos judíos económicamente poderosos y opuestos a la fe cristiana para lo cual se
unieron con los paganos. Fue allí adonde se pidió la muerte de Policarpo de Esmirna
fundamentándose en que él se oponía a la religión del estado.

La iglesia no tenía riquezas materiales pero sí tenía espirituales. Ya estaba


experimentando tribulación y se le anuncia una tribulación “por diez días” (Ap 2:9–10).

En el caso de Pérgamo, era una localidad dada a la idolatría, quizá más que todo el resto
de Asia. Detrás de la ciudad había un monte lleno de templos paganos. El emperador fue
adorado allí aun antes que en Éfeso o Esmirna, y era centro del culto en Asia. Por eso se
habla de que allí “está el trono de Satanás”.

La congregación aun en medio de semejante ambiente no había negado el nombre del


Señor, ni la fe. Con todo, estaban descuidando un asunto muy delicado pues permitían a
ciertos elementos enseñar doctrinas y prácticas que no concordaban con la fe apostólica
(Ap 2:13–15).

La iglesia en Tiatira estaba en una ciudad de las más pequeñas de las siete mencionadas.
Aparentemente no había templo de adoración al emperador, pero era una localidad
industrial y comercial por lo que se dieron situaciones comprometedoras creadas por
dichos intereses. Pertenecer a los “gremios” era sumamente importante, de otra manera
la gente quedaba aislada y no podían hacer sus negocios. Esta relación llevaba a las
comidas que los paganos habían dedicado a las deidades, cosas que a menudo terminaban
en verdaderas orgías.

La iglesia, igual que otras había permanecido fiel. Con todo toleraba a una profetisa falsa
que estaba enredando a la iglesia en la fornicación e idolatría.
Sardis era conocido como “ciudad la gloria” pues había sido capital del reino de Lidia.
Se dedicaban a la industria de las telas y abundaba en ella la maldad. La iglesia parece
que reflejaba su propio ambiente, pues se dice de ella que “tienes nombre de que vives, y
estás muerta”, pocas cosas quedaban ya para morir, y sus obras no eran perfectas delante
de Dios. Con todo tenía unas pocas personas fieles.

Filadelfia, lugar de frecuentes terremotos y poca población. La iglesia era débil pero había
sido fiel al Señor y había guardado su paciencia. No se daba en ella la herejía pero sí tenía
elementos que se hacían pasar por judíos y eran hostiles a la iglesia. Sobre esta
congregación no se emite un juicio o amenaza de parte del Señor, aunque sí se le avisa de
tiempos de prueba de los cuales ella seráprotegida (Ap 3:8–10).

Finalmente el caso de Laodicea, gran centro comercial, administrativo y banquero. Había


mucha riqueza, fábricas y hasta una escuela de medicina. La iglesia no es acusada de
inmoralidad, ni apostasía, ni idolatría, ni enfrentaba persecusión. Pero el dedo del Señor
se manifiesta contra su orgullo, su autosatisfacción y su disfrute del mundo pagano.
Por esa situación el Señor la cataloga como una iglesia tibia, desventurada, miserable,
pobre, ciega y desnuda. Tenía oro pero era pobre; posiblemente la gente vestía muy bien
pero el Señor los iba a desvestir. Eran ciegos, pues evidentemente no veían la diferencia
de la iglesia con el mundo, y de la vida del cristiano con la del que no conoce al Señor.
La iglesia nunca supo discernir con claridad qué era y para qué Dios la había puesto allí.

Ahora que hemos visto las condiciones en que se hallaban las congregaciones vale la pena
establecer las siguientes apreciaciones. Por un lado se puede notar que cada congregación
enfrentó una circunstancia diferente y cada una tenía sus propias características. De hecho
el ambiente juega un papel sumamente importante en la forma como se puede moldear
una congregación. Lo grave estuvo en cómo los pastores y las congregaciones, en algunos
casos, se dejaron arrastrar por su medio, factor que de por sí es una llamada de atención
a la iglesia en todo tiempo y lugar.

Es interesante igualmente observar cómo en algunas situaciones las tensiones vinieron


por razón de las religiones paganas o la persecusión, la oposición de los judíos, la
situación económica, lo que venía desde afuera. Pero otras situaciones se referían a lo que
se daba desde adentro como las falsas enseñanzas, que no sólo eran ideas contrarias a la
“sana doctrina” sino que corrompían moralmente a los hermanos. Todo ello, vinculado a
la negligencia de los líderes, que no ejercieron su criterio doctrinal y autoridad moral y
espiritual para impedir que alguien que se autonombraba profeta o profetisa, ejerciera con
toda libertad la enseñanza. Además, las actitudes, como en el caso de Laodicea, en el cual
la abundancia y la riqueza llevaron a la iglesia a confundir por completo su razón de ser
y su misión.

El estudio a fondo de estas siete iglesias provee un cuadro, que si bien no es igual al que
hoy se ve, sin embargo muestra claros paralelos con lo que se ha dado a través de los años
en la iglesia cristiana, y da pautas para analizar nuestra propia situación y entender el
juicio que Dios se puede estar formando de nuestras propias congregaciones y ministerio
pastoral.

¿Quién puede negar que en algunos lugares del mundo hay iglesias que sufren
persecución y grandes limitaciones? ¿Acaso no hay iglesias que reflejan hoy con mucha
claridad su propio ambiente de carnalidad y liviandad? Y ¿cuáles son sus valores? ¿No
es cierto que el dinero, la pompa, la organización, en algunos casos han llegado a sustituir
la presencia de Dios? ¿No se da en muchos lugares que la iglesia ha asimilado su propio
mundo, no ha sabido discernir lo que puede usar de él y lo que definitivamente debe
rechazar, aunque por ello se constituya en cierta manera en un elemento de oposición o
ruptura con su ambiente o su cultura?

Por último, se debe observar que posiblemente todas las congregaciones citadas fueron
formadas en un principio por los apóstoles. La enseñanza fue sana. Las normas también.
Pero el tiempo pasó y algunas empezaron a decaer. ¿A quiénes se culpa? En primer lugar
a sus dirigentes. Luego a la congregación. Quiere decir que la iglesia puede empezar bien
y terminar mal en algunos casos, o también mantenerse sana siempre. No hay una regla
para ella. Pero sí se conoce lo que puede suceder. El devenir de la iglesia está íntimamente
ligado a la función que cumplen sus dirigentes, que apegados a la palabra del Señor
pueden hacer que ella se mantenga en el norte de la voluntad divina. Por el contrario ellos
pueden ser, por falta de convicción, por descuido, por presiones, por amistades o
influencias familiares, por intereses o por otras razones, los causantes de que la iglesia
falle y brinde al mundo un testimonio falso.
3. JUICIO DE DIOS A LAS IGLESIAS

Dios se manifiesta como Señor de su iglesia, no sólo porque la escudriña en lo más íntimo,
sino porque le ordena lo que debe hacer y le indica lo que él hará si ella no actúa
correctamente.

A la iglesia en Éfeso la llama a arrepentirse, a buscar la causa de su caída y volver a la


experiencia inicial de relación sincera y profunda con Dios. Si la situación se extiende,
vendrá pronto y quitará su “candelero de su lugar”, lo que indica sencillamente quitarla.
A otra iglesia le advierte que peleará contra un grupo que está creando problemas. A otra
le anuncia castigo y tribulación para quienes están corrompiendo las mentes y vidas de
los hermanos. A otra le dice que vendrá como ladrón y no “sabrás a qué hora”. Y a la de
Laodicea, sencillamente que la vomitará de su boca (Ap 2:4–5,16, 22; 3:3, 16).

Este mensaje plantea lo siguiente. La iglesia se mueve entre su relación con Dios y lo que
se llama la “institucionalización”. Como se ha visto en capítulos anteriores la iglesia
necesita organizarse, tener su propia estructura y modo de administrarse. De lo contrario
cae en el desorden y bajo la dictadura de alguien o de un grupo. Pero a menudo las
estructuras llegan a ser tan rígidas que también se imponen sobre la vida de la
congregación y pueden llegar a ahogar lo que es propio de ella, la relación vital de los
creyentes con Dios y la relación entre ellos. La iglesia, como la de Éfeso, puede dar
señales de vida, presentar obras y fidelidad a la doctrina, pero puede irse apartando poco
a poco de él.

Quizá el pasaje que mejor pueda explicar esta situación es el capítulo del amor, en la
epístola a los Corintios, pues allí dice que se puede hablar lenguas humanas y angélicas,
tener profecías, entender misterios y ciencia, tener tanta fe que se trasladen los montes,
repartir los bienes entre los pobres, y aun llegar al sacrificio, pero si no hay amor, de nada
sirve. Bien puede pensarse en una iglesia como la de Corinto, llena de los dones del
Espíritu pero vacía de caridad. O también en iglesias altamente preocupadas por las
necesidades materiales humanas, pero igualmente vacías del sincero amor y relación con
el Señor (1 Co 13).

La iglesia y sus líderes pueden abrigar y desarrollar una falsa confianza al apoyarse en lo
que hacen y no en la forma como se relacionan con Dios. Pero sí examina este punto y le
pone mucha atención. No es que a él no le interesen las obras. Esto debe hacerse. Pero la
iglesia es la esposa de Jesús, es su cuerpo, y para él la forma como están vinculados es
muy importante.

Con esto los ministros de la iglesia debemos ser amonestados, y como un médico que
aprende a examinar y diagnosticar a su paciente, así debemos estar prestos a conocer el
estado propio de nuestras vidas y el de las congregaciones para llamarlas al punto que el
Señor está exigiendo.

La falsa confianza puede también darse por creer que somos la iglesia de Cristo, al igual
que los judíos creían que eran los hijos de Abraham. La viña fue quitada de los judíos y
dada a otras gentes que se esperaba que dieran mejores frutos. Pero si éstos no los dan,
Dios también actuará y podrá quitar el candelero de su lugar. No hay lugar para falsas
confianzas en la obra del Señor, sino relación viva con él y obediencia a su voluntad.
Algunas de las iglesias a las que se dirigieron estos mensajes llegaron a desaparecer años
después, en cumplimiento de la palabra de Dios.

Dios juzga a las iglesias por permitir enseñanzas falsas. La doctrina, cuando es fiel a la
palabra divina, es muy importante porque guía el pensamiento según lo que Dios piensa,
y guía al pueblo de Dios por el sendero adecuado. La doctrina así no sólo es una carta de
ideas para poder entender o aceptar algo intelectualmente, sino que ellas orientan la vida
y la conducta. A Dios le interesa por igual que pensemos como él y que actuemos como
él quiere. Cuando la doctrina es falseada, la iglesia pierde su sendero.

De manera que hay una exigencia doble para los obreros. Conocer su fe y vivirla. Creer
los principios fundamentales del evangelio y ser consecuentes en la vida diaria con ellos.
Pero además, deben enseñarla y cuidarla. “Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina;
persiste en ello, pues haciendo esto, te salvarás a ti mismo y a los que te oyeren” (1 Ti
4:16). El apóstol Pablo muestra una inmensa preocupación por la enseñanza y por la labor
de sus discípulos pues es la “iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad”
(1 Ti 1:3–6, 4:6–10, 6:3–5, 20–21; 2 Ti 2:14–19, 3:1–9,10–17, 4:1–4).

Como sabemos, a veces la doctrina lleva a excesos de celo y a conflictos. A menudo


hacemos de puntos de importancia muy relativa motivos de división. Pero igualmente
otros han hecho de la doctrina un elemento de simple pasatiempo y modo de vivir, pues
algunos no aguantan la sana doctrina, sino que “teniendo comezón de oír”, se amontonan
“maestros conforme a sus concupiscencias”. El mundo cristiano de hoy está plagado de
esta característica. Hay comezón de oír y picazón de lengua. Todo se cuestiona, todo es
relativo, nada hay claro ni definido, menos en doctrina que no está sujeta a comprobación
científica, dicen algunos. Así creer o no creer da casi lo mismo.

Sin embargo, hay aspectos en los que Dios reclama claridad y definición. El evangelio,
por ejemplo, al punto que no puede ser cambiado, sino simplemente creído, vivido y
transmitido. La moral debe ser consecuente con el modelo de Jesucristo. “Conoce el Señor
a los que son suyos; y: Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo”
(2 Ti 2:19). Y así algunos otros elementos básicos. Para efectos de la mejor comunión
entre los cristianos, bueno es recordar aquella famosa frase de San Agustín; “en lo
fundamental, unidad; en lo secundario, libertad; pero en todas las cosas amor”.

Otro factor se desprende de la lectura de las cartas a las iglesias (apocalípticas) y tiene
que ver con el cumplimiento por parte de estas de su deber como testigos del Señor, pese
a las circunstancias que las rodean. Ya hemos visto que en algunos casos el ambiente era
adverso por su idolatría o persecusión, oposición política o también por sus oportunidades
de negociar, ganar dinero o tener riquezas. Dios no acepta excusas. Él espera fidelidad de
su iglesia en el cumplimiento de su misión cualesquiera que sean las circunstancias.
Después de todo ella no está abandonada a su propia suerte y capacidades. Su amor y
fidelidad bastan para que Dios en toda situación sepa darle su abrigo y su protección.

Este elemento tiene que ser como una brújula que guíe a ministros y a creyentes por igual.
Nuestra vocación como hijos de Dios es por sobre todo ser sus testigos aquí en la tierra.
Y el sentido de testigos en el Nuevo Testamento abarca tanto la idea de contar lo que se
ha visto u oído, como llegado el momento, incluso, dar la vida por la causa del
Señor. Estamos acostumbrados a ver “cristianismo en masa” o “masa de cristianos”, pero
en realidad no son testigos del Señor.

4. PROMESAS DIVINAS A LAS IGLESIAS Y A SUS MINISTROS

Dios examina y juzga a sus pastores y congregaciones. Sin embargo, en las cartas
apocalípticas no sólo hay promesas, sino que las hay en mayor cantidad que las
amonestaciones. La carta a los Hebreos afirma que “Dios no es injusto para olvidar
vuestra obra y el trabajo de amor que habéis mostrado hacia su nombre …” (He 6:10).
Jesús dijo que donde él estuviera allí también estaría su servidor. “Si alguno me sirviere,
mi Padre le honrará” (Jn 12:26).

El ministro de Dios y la iglesia deben llenarse de esperanza y de ánimo, no con promesas


falsas ni con ideas utópicas, sino con las promesas del Señor pues ellas son “en él Sí, y
en él Amén” (2 Co 1:20). “Porque con esperanza debe arar el que ara, y el que trilla, con
esperanza de recibir el fruto” (1 Co 9:10).

Algunos predicadores a veces abusan de las promesas del Señor pues las enseñan a los
hermanos como si fueran derechos absolutos que se le deben reclamar al Señor en
todo momento. Esto no está bien. Después de todo Dios es el Señor y no los cristianos. Y
las promesas también tienen condiciones. Pero de ningún modo podemos ir al otro lado
en el cual todo en la obra debe ser sólo responsabilidad, lucha y sufrimiento. El fruto del
Espíritu es alegría. Y cuando hay una correcta relación con Dios el gozo se mantiene.
Pero cuando aún existen las promesas, el ánimo no decae sino se renueva de día en día.

El llamado general del Señor es a vencer, porque de una u otra manera siempre hay batalla
en la fe y en la misión de la iglesia (Ap 2:7, 11, 17, 26; 3:5, 12, 21). De las promesas,
unas tienen efecto durante la vida y el ministerio terrenal. Otras cuando se dé la
manifestación plena del reinado de Jesucristo en los cielos y la tierra.

En un caso Dios sencillamente limita la carga que lleva una congregación. No dejará que
pase los límites de su resistencia (Ap 2:24). En otro. Dios ha abierto una puerta que nadie
puede cerrar, y promete guardar a la iglesia del momento de gran prueba que viene sobre
el mundo (Ap 3:8, 10). En otro, aun cuando la situación de la iglesia misma es horrible,
para aquellos que oyen la voz del Señor y la obedecen, él promete venir y bendecirles (Ap
3:20). Todo esto indica claramente que la gracia del cielo abunda y abundará sobre las
congregaciones y hermanos que se mantengan fieles al Señor.

Las promesas para el futuro indican cosas muy grandes, algunas de las cuales aun nos
parecen difíciles de comprender, pero por venir del Señor sencillamente les decimos
¡amén!

“Le daré a comer del árbol de la vida, el cual está en medio del paraíso de Dios”. “Te daré
la corona de la vida”. “No sufrirá daño de la segunda muerte”. “Daré a comer del maná
escondido, y le daré una piedrecita blanca, y en la piedrecita escrito un nombre nuevo, el
cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe. Le daré autoridad sobre las naciones, y las
regirá con vara de hierro, y serán quebradas como vaso de alfarero … y le daré la estrella
de la mañana”. “… Será vestido de vestiduras blancas; y no borraré su nombre del libro
de la vida, y confesaré su nombre delante de mi Padre, y delante de sus ángeles”. “… Lo
haré columna en el templo de mi Dios, y nunca más saldrá de allí; y escribiré sobre él el
nombre de mi Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén …”. “… le
daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi
Padre en su trono” (Ap 2:7, 10, 11,17, 26–28; 3:5, 12, 21).

¿Podía prometernos más el Señor? Con razón el apóstol Pablo exclamaba: “Pues tengo
por cierto que las aflicciones del tiempopresente no son comparables con la gloria
venidera que en nosotros ha de manifestarse. Porque el anhelo ardiente de la creación es
el aguardar la manifestación de los hijos de Dios”. Es grande la gloria que le espera al
pueblo de Dios que permanezca fiel con aceite en sus lámparas.

Que todos los que seguimos y servimos al Señor, a la iglesia y al mundo por medio del
evangelio, nos sintamos profunda y permanentemente motivados para llevar adelante la
iglesia y con ella los propósitos de Dios. No es tiempo para desanimarse ni para volver
atrás, sino tiempo de luchar y de vencer, porque la gracia del cielo nos sostendrá. Después
de todo, “Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que
enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas a perpetua eternidad” (Dn 12:3).

“Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven … Ciertamente vengo en
breve. Amén; sí, ven, Señor Jesús” (Ap 22:17–20).

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