Sei sulla pagina 1di 43

Giorgio Agamben / Stasis (capítulo 1 de

Stasis [Homo sacer II, 2])

Advertencia

Los dos textos aquí publicados reproducen, con variaciones e integraciones, dos
seminarios sobre la guerra civil sostenidos en la Universidad de Princeton en octubre de
2001. Los lectores decidirán en qué medida las tesis aquí propuestas —que identifican en la
guerra civil el umbral de politización fundamental de Occidente y en la «ademia», es decir,
en la ausencia de un pueblo, el elemento constitutivo del Estado moderno— conservan su
actualidad o si la entrada en la dimensión de la guerra civil mundial ha alterado en modo
esencial su significado.

1. Que una doctrina de la guerra civil falte hoy completamente es algo generalmente
admitido, sin que esta laguna parezca preocupar demasiado a juristas y politólogos. Roman
Schnur, que ya en los años 1980 formulaba este diagnóstico, añadía no obstante que la
desatención por los conflictos de la guerra civil iba de la mano del progreso de la guerra
civil mundial (Schnur, pp. 121 y 156). A treinta años de distancia, esta observación no ha
perdido nada de su actualidad: mientras hoy en día parece haber fracasado la propia
posibilidad de distinguir entre guerra entre Estados y guerra intestina, los estudiosos
competentes continúan evitando con sumo cuidado cualquier alusión a una teoría de la
guerra civil. Es cierto que en los últimos años, frente al recrudecimiento de guerras que no
pueden definirse como internacionales, se han multiplicado, principalmente en los Estados
Unidos, las publicaciones concernientes a las así llamadas internal wars; pero, aun en estos
casos, el análisis no está orientado a la interpretación del fenómeno, sino, según una
práctica cada vez más difundida, a las condiciones que volverían posible una intervención
internacional. El paradigma del consenso, que domina hoy tanto la práctica como la teoría
política, no parece compatible con la seria indagación de un fenómeno que es como mínimo
tan antiguo como la democracia occidental.

‫ א‬Hoy en día existe tanto una «polemología», una teoría de la guerra, como una
«irenología», una teoría de la paz, pero no existe una «estasiología», una teoría de la
guerra civil. Ya habíamos mencionado cómo, según Schnur, esta laguna puede ser puesta
en relación con el progreso de la guerra civil mundial. El concepto de «guerra civil
mundial» fue introducido paralelamente en 1963 por Hannah Arendt en su libro On
Revolution (en el que la Segunda Guerra Mundial es definida como «una especie de
guerra civil desencadenada sobre toda la superficie de la tierra»: Arendt, p. 10) y por Carl
Schmitt en su Theorie des Partisanen, es decir, en un libro dedicado a la figura que marca
el final de la concepción de la guerra del Jus publicum Europaeum, fundada en la
posibilidad de distinguir claramente entre guerra y paz, militares y civiles, enemigos y
criminales. Sin importar cuál sea la fecha a la que se quiera remontar ese final, es cierto
que hoy el estado de guerra en sentido tradicional ha desaparecido virtualmente. Incluso
la guerra del Golfo —es decir, el último conflicto que parecía aún presentarse como una
guerra entre Estados— fue librada sin que los Estados beligerantes declararan el estado
de guerra (declaración que, para algunos Estados como Italia, habría sido contraria a la
Constitución vigente). La generalización de un modelo de guerra que no podía ser definido
como conflicto internacional y que, sin embargo, carecía de las características
tradicionales de la guerra civil, llevó a algunos estudiosos a hablar de uncivil wars, que no
parecen dirigidas, como las guerras civiles, al control y a la transformación del sistema
político, sino a maximizar el desorden (Snow, passim). La atención dedicada a estas
guerras en los años 1990 por estudiosos no podía evidentemente desembocar en una teoría
de la guerra civil, sino sólo en una doctrina del management, es decir, de la gestión, de la
manipulación y de la internacionalización de los conflictos internos.

2. Una posible razón del desinterés por la guerra civil yace en la creciente popularidad
(por lo menos hasta el final de los años 1970) del concepto de revolución, que a menudo
sustituye al de guerra civil, sin nunca, no obstante, coincidir con él. Fue Hannah Arendt, en
su libro On Revolution, quien formuló sin reservas la tesis de la heterogeneidad entre los
dos fenómenos. «Las revoluciones —escribe— son los únicos acontecimientos políticos
que nos confrontan directa e inevitablemente con el problema de un nuevo inicio. […] Las
revoluciones modernas tienen muy poco en común con la mutatio rerum de la historia
romana o con la stasis, la discordia civil que atormentó a la polis griega. No podemos
identificarlas con las metabolai de Platón, la mutación casi natural de una forma de
gobierno en otra, o con la politeion anakyklosis de Polibio, el recurrente ciclo
predeterminado al que están sujetos los asuntos humanos, por el cual su ser siempre empuja
a los extremos. La antigüedad clásica conocía bien la mutación política y la violencia que la
acompañaba; pero ni la violencia ni la mutación le parecían nunca llevar a algo
completamente nuevo» (Arendt, p. 15).
Aunque fuera probable que la diferencia entre los dos conceptos sea en realidad
puramente nominal, es cierto que la centralización de la atención en el concepto de
revolución, que, por alguna razón, parecía —incluso a una investigadora sin prejuicios
como Arendt— más respetable que el de stasis, ha contribuido a la marginalización de los
estudios sobre la guerra civil.

3. Una teoría de la guerra civil no está entre los objetivos posibles de este texto. Antes
bien, me limitaré a examinar cómo se presenta en el pensamiento político occidental en dos
momentos de su historia: en los testimonios de los filósofos y de los historiadores en la
Grecia clásica, y en el pensamiento de Hobbes. Los dos ejemplos no son elegidos por
casualidad: me gustaría sugerir que representan, por así decirlo, las dos caras de un mismo
paradigma político, que se manifiesta, por un lado, en la afirmación de la necesidad de la
guerra civil y, por el otro, en la necesidad de su exclusión. Que el paradigma sea, en
realidad, único, significa que los dos opuestos necesitados mantienen entre ellos una secreta
solidaridad, la cual se tratará de comprender.
Un análisis del problema de la guerra civil —o stasis— en la Guerra clásica no puede no
comenzar con los estudios de Nicole Loraux, que dedicó a la stasis una serie de artículos y
ensayos, recopilados en 1997 en el volumen La Cité divisée, al que ella solía referirse como
«mon livre par excellence». También en la vida de los estudiosos, como en la de los
artistas, hay misterios. Así, jamás he conseguido explicarme de modo satisfactorio por qué
Loraux no incluyó en el volumen un ensayo, escrito en 1986 para una conferencia en
Roma, que se titula «La Guerre dans la famille» y que tal vez sea el más importante entre
los estudios que dedicó al problema de la stasis. La circunstancia es tanto más inexplicable
desde el momento en que decide publicar el ensayo en el mismo año que el libro en un
número de la revista Clio dedicado a las guerres civiles, como si fuera consciente —pero
sería un motivo realmente singular— de que las tesis realizadas en el ensayo iban
decididamente más lejos en originalidad y radicalidad que aquellas —realmente agudas—
presentadas en el libro. De cualquier modo, trataré de resumir las conclusiones del ensayo
para después intentar diferenciar aquello que Feuerbach llamaba la Entwicklungsfähigkeit,
la «capacidad de desarrollo», que ellas contienen.

4. Otros estudiosos franceses antes de Nicole Loraux —quisiera mencionar al menos a


dos clásicos, Gustave Glotz y Fustel de Coulanges y, después de ellos, a Jean-Pierre
Vernant— habían subrayado la importancia de la stasis en la polis griega. La novedad en la
aproximación de Loraux es que ella sitúa inmediatamente el problema en su locus
específico, es decir, en la relación entre el oikos, la «familia» o «casa», y la polis, la
«ciudad». «La cuestión —escribe— se jugará entre tres términos: la stasis, la ciudad, la
familia» (Loraux 1, p. 38). Semejante identificación del lugar de la guerra civil implica que
se redibuje completamente la topografía tradicional de las relaciones entre la familia y la
ciudad. No se trata, según el paradigma corriente, de una superación de la familia en la
ciudad, de lo privado en lo público y de lo particular en lo general, sino de una relación más
ambigua y compleja, que vamos a tratar de comprender.
Loraux comienza su análisis con un pasaje del Menéxeno platónico, en el cual la
ambigüedad de la guerra civil aparece con plena evidencia. Describiendo la stasis que
divide a los ciudadanos de Atenas en el 404, Platón escribe irónicamente: «Nuestra guerra
familiar [oikeios polemos] fue conducida de tal modo que, si el destino condenara a la
humanidad al conflicto, nadie esperaría que su ciudad sufriera de otro modo esta
enfermedad. Del Pireo y de la ciudad, ¡con qué jovialidad y con qué familiaridad los
ciudadanos se mezclan entre sí [os asmenos kai oikeios allelois synemeixan]!». No
solamente el verbo del que Platón se sirve (summeignymi significa tanto «mezclarse» como
«entrar en la mezcolanza, combatir»), sino que la propia expresión oikeios polemos es, para
un oído griego, un oxímoron: polemos designa, en efecto, la guerra externa y se refiere,
como Platón escribirá en la República (470 c), a eso que es allotrion kai othneion, «extraño
y extranjero», mientras que para aquello que es oikeion kai syggenes, «familiar y pariente»,
el término apropiado es stasis. Según la lectura que Loraux hace de estos pasajes, Platón
parece implicar que «los atenienses habrían conducido una guerra intestina sólo para
encontrarse en la alegría de una fiesta familiar» (Loraux 1, p. 22). La familia es el origen de
la división y de la stasis y, al mismo tiempo, el paradigma de la reconciliación (los griegos,
escribirá Platón, «combaten entre sí mismos como si estuvieran destinados a reconciliarse»:
Rep., 471 a).

5. Según Loraux, la ambivalencia de la stasis es por consiguiente función de la


ambigüedad del oikos al que aquélla es consustancial. La guerra civil es stasis emphylos,
conflicto propio del phylon, del parentesco de sangre: ella es a tal punto connatural a la
familia que ta emphylia (literalmente «las cosas internas a la estirpe») significa
simplemente «guerras civiles». El término designa según Loraux «la relación sanguínea que
la ciudad, en cuanto estirpe y, como tal, pensada en su clausura, mantiene consigo misma»
(Loraux 1, p. 29). Al mismo tiempo, precisamente en la medida en que está en el origen de
la stasis, la familia es también aquello que contiene su posible remedio. Vernant hace así
notar que la guerra entre las familias se suele resolver a través de un intercambio de
mujeres, es decir, gracias a un matrimonio entre las estirpes rivales: «Para los griegos, tanto
en el tejido de las relaciones sociales como en el del mundo, no es posible separar las
fuerzas del conflicto de las de la unión» (Vernant, p. 129).
También la tragedia testimonia el íntimo vínculo entre guerra civil y familia y la
amenaza que el Ares emphylios (Euménides, 862-863), el Ares que permanece en el oikos,
hace pesar sobre la ciudad. La Orestíada es, según Loraux, la evocación de la larga cadena
de asesinatos en la casa de los Atridas y, a la vez, la conmemoración de su superación a
través de la fundación del tribunal del Areópago, que pondrá fin a la carnicería familiar. «El
orden político integró la familia en su seno. Lo cual significa que está siempre virtualmente
amenazado por la discordia que es inherente al parentesco como una segunda naturaleza y,
a la vez, que ya siempre ha superado esta amenaza» (Loraux 1, p. 39).
En la medida en que la guerra civil es connatural a la familia —es, en efecto, oikeios
polemos, «guerra en casa, doméstica»—, es en la misma medida —ésta es la tesis que
Loraux parece sugerir— connatural a la ciudad, es parte integrante de la vida política de los
griegos.

6. Al final del ensayo, Loraux analiza el caso de una pequeña ciudad griega en Sicilia,
Nacona, en donde, en el siglo iii, los ciudadanos, después de una stasis, decidieron
organizar su reconciliación de un modo completamente particular. Sorteaban los nombres
de los ciudadanos con el fin de dividirlos en grupos de cinco, que se volvían de este modo
adelphoi hairetoi, «hermanos por sorteo». La familia natural era neutralizada, pero, al
mismo tiempo, la neutralización se realizaba a través de un símbolo por excelencia
parental: la fraternidad. El oikos, origen de las discordias civiles, es excluido de la ciudad
gracias a la producción de una fraternidad postiza. La inscripción que nos ha transmitido
estas noticias indica que los nuevos hermanos no debían tener entre ellos ningún parentesco
familiar: la fraternidad puramente política pone fuera de juego aquella de sangre y, con
ésta, libera la ciudad de la stasis emphylos; con el mismo gesto, sin embargo, ella
reconstituye un parentesco sobre el plano de la polis, hace de la ciudad una familia de un
nuevo género. Es de un paradigma «familiar» de este género del que se sirvió Platón,
sugiriendo que, en su república ideal, una vez que la familia natural haya sido eliminada a
través del comunismo de las mujeres y los bienes, cada uno vería en el otro «a un hermano
o a una hermana, a un padre o a una madre, a un hijo o a una hija» (Rep., 463 c).
La función ambivalente del oikos y de la stasis que les es connatural queda confirmada
una vez más, y Loraux puede en este punto concluir su análisis con una doble propuesta:
«Stasis/familia/ciudad […] estas nociones se articulan según líneas de fuerza en las que la
recurrencia y la superposición prevalecen ampliamente sobre todo proceso continuo de
evolución. De aquí la paradoja y la ambivalencia, que habíamos encontrado en más de una
ocasión. El historiador del parentesco puede encontrar en ello la ocasión para reexaminar el
lugar común de una irresistible superación del oikos por parte de la ciudad. En cuanto al
historiador de la política, podrá reforzarse su convicción de que la ambivalencia preside a la
reflexión griega, una vez que se integra en ella la stasis: el conflicto interno debe, de hecho,
ser ahora pensado como proveniente efectivamente del interior del phylon y no, como
quería una tradición demasiado cómoda, importado del exterior […]. Es preciso hacer el
intento de pensar con los griegos la guerra en la familia. Cabe plantear que la ciudad es un
phylon: de ello se sigue que la stasis es su revelador. Cabe asumir que la ciudad es un
oikos: en el horizonte del oikeios polemos se perfila entonces una fiesta de reconciliación.
Y admitir por último que entre estas dos operaciones, la tensión no puede ser resuelta»
(Loraux 1, pp. 61-62).

7. Tratemos ahora de resumir en forma de tesis los resultados de los análisis de Loraux:
1) En primer lugar, la stasis pone en cuestión el lugar común que concibe la política
griega como una superación definitiva del oikos en la polis.
2) La stasis o guerra civil es, en su esencia, una «guerra en la familia», que proviene del
oikos y no del exterior. Precisamente en la medida en que es connatural a la familia, la
stasis sirve como revelador, atestigua su irreductible presencia en la polis.
3) El oikos es esencialmente ambivalente: es, por un lado, un factor de división y de
conflictos, y por el otro es el paradigma que permite la reconciliación de aquello que ha
dividido.
Lo que resulta inmediatamente evidente de esta exposición sintética es que, mientras que
la presencia y la función del oikos y del phylon en la ciudad es ampliamente examinada y
de algún modo definida, la función de la stasis, que constituía precisamente el objeto de la
investigación, permanece en la sombra. No es más que un «revelador» del oikos, es decir,
se reduce al elemento del que proviene y del que no hace más que atestiguar su presencia
en la ciudad; su definición es, hasta el final, esquivada. Tratemos de examinar, por lo tanto,
las tesis de Loraux precisamente en esta dirección, buscando determinar en ellas la
«capacidad de desarrollo» que permitirá llevar a la luz ese no-dicho.
8. En cuanto al primer punto, pienso que mis recientes investigaciones han mostrado
más allá de toda duda que las relaciones entre oikos y polis, zoé y bios, que están a la base
de la política occidental, tenían que ser repensadas nuevamente. En la Grecia clásica, la zoé,
la vida natural simple, es excluida de la polis y permanece confinada en la esfera del oikos.
Así, al inicio de la Política, Aristóteles distingue cuidadosamente al oikonomos, el «jefe de
una empresa», y el despotes, el «jefe de familia», los cuales se ocupan de la reproducción y
la conservación de la vida, del político, y critica duramente a aquellos que sostienen que la
diferencia que los divide es de cantidad y no, más bien, de cualidad. Y cuando, en un pasaje
que habrá de volverse canónico en la tradición política de Occidente, define el fin de la
polis como comunidad perfecta, lo hace precisamente oponiendo el hecho simple de vivir
(to zen) a la vida políticamente cualificada (to eu zen).
Esta oposición entre «vivir» y «vivir bien» es, no obstante, al mismo tiempo una
implicación de lo primero en lo segundo, de la familia en la ciudad y de la zoé en la vida
política. Una de las tareas de Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida fue
precisamente la de analizar las razones y las consecuencias de esta exclusión —que es al
mismo tiempo una inclusión— de la vida natural en la política. ¿Qué relaciones teníamos
que asumir entre la zoé y el oikos por un lado y la polis y el bios político por el otro, si los
primeros deben ser incluidos en los segundos a través de una exclusión? Desde esta
perspectiva, mis investigaciones eran perfectamente coherentes con la invitación de Loraux
a poner en cuestión «el lugar común de una irresistible superación del oikos por parte de la
ciudad»: no se trata de una superación, sino de un complicado e irresuelto intento de
capturar una exterioridad y de expulsar una intimidad. Pero ¿cómo entender, en este
contexto, el lugar y la función de la guerra civil?

9. La segunda y la tercera tesis en las que hemos resumido las investigaciones de Loraux
aparecen bajo esta luz más problemáticas. Según estas tesis, el lugar original de la stasis es
el oikos, la guerra civil es una «guerra en familia», un oikeios polemos. Y al oikos —y a la
stasis que le es connatural— es inherente una esencial ambivalencia, por la cual es, a la
vez, eso que causa la destrucción de la ciudad y el paradigma de su recomposición en
unidad. ¿Cómo explicar esta ambivalencia? Si el oikos, por cuanto contiene en sí la
discordia y la stasis, es un elemento de desagregación política, ¿cómo puede presentarse
como el modelo de la reconciliación? Y ¿por qué la familia implica irreductiblemente en su
interior el conflicto? ¿Por qué la guerra civil sería un secreto de familia y de sangre, y no un
arcano político? Tal vez la situación y la génesis de la stasis al interior del oikos, que las
hipótesis de Loraux parecen dar por sentada, deban ser verificadas y corregidas.
Stasis (del verbo istemi) designa, según la etimología, el acto de levantarse, de estar
firmemente en pie (stasimos es el momento de la tragedia en el que el coro se pone de pie y
habla, stas es aquel que pronuncia de pie el juramento). ¿Dónde «está» la stasis, cuál es su
lugar propio? Para responder a estas preguntas, habrá que recorrer algunos de los textos que
Loraux analiza para probar su tesis de la situación familiar de la guerra civil y verificar si
nos permiten en cambio una lectura diferente.
En primer lugar una cita de Las leyes de Platón (ix, 869 c-d): «El hermano [adelphos, el
hermano consanguíneo] que, en una guerra civil, mate en combate al hermano, será
considerado puro [katharos], como si hubiera matado a un enemigo [polemios]. Lo mismo
se aplicará para el ciudadano que, en las mismas condiciones, mate a otro ciudadano y para
el extranjero que mate a un extranjero». Comentando este pasaje, Loraux observa una vez
más un testimonio de la íntima relación stasis y familia: «En el desencadenamiento del odio
civil, es el pariente más cercano el que se mata […]. Familia real en la ciudad, familia como
metáfora de la ciudad» (Loraux 1, p. 44). Pero lo que resulta del texto de la ley propuesta
por el ateniense en el diálogo platónico no es tanto la conexión entre stasis y oikos, sino el
hecho de que la guerra civil asimila y vuelve indecidibles al hermano y al enemigo, el
adentro y el afuera, la casa y la ciudad. En la stasis, el asesinato de lo que es más íntimo no
se distingue de aquel de lo que es más ajeno. Esto significa, sin embargo, que la stasis no
tiene su lugar al interior de la casa, sino que constituye más bien un umbral de indiferencia
entre oikos y polis, entre parentesco de sangre y ciudadanía.
Esta nueva dislocación de la stasis a la frontera entre la casa y la ciudad es confirmada
por otro pasaje —de Tucídides, en esta ocasión— que Loraux cita a pie de página. A
propósito de la guerra civil sanguinaria que tuvo lugar en Córcira en el 425, Tucídides
escribe que la stasis alcanza tal ferocidad que «el lazo de parentesco [to syggenes] se
vuelve más ajeno que aquel de la facción política [tou etairikou]». Loraux observa que,
para expresar la misma idea, la formulación inversa habría sido más natural: «el lazo de la
facción política se vuelve más íntimo que el vínculo familiar» (Loraux 1, p. 35). En
realidad, una vez más es decisivo que la stasis confunde, en un doble desplazamiento,
aquello que pertenece al oikos y aquello que es propiamente de la polis, lo íntimo y lo
ajeno: el lazo político se transfiere al interior de la casa en la misma medida en que el
vínculo familiar se torna ajeno en facción.
Y es tal vez en el mismo sentido que es posible interpretar el singular dispositivo ideado
por los ciudadanos de Nacona: también aquí el efecto de la stasis es volver indiscernibles el
oikos y la polis, el parentesco que se disuelve en ciudadanía, y el vínculo político que, en
los «hermanos por sorteo», toma la forma incongruente de un parentesco.

10. Podemos ahora tratar de responder a la pregunta «¿dónde “está” la stasis, cuál es el
lugar propio de la guerra civil?». La stasis —ésta es nuestra hipótesis— no tiene lugar ni en
el oikos ni en la polis, ni en la familia ni en la ciudad: ella constituye una zona de
indiferencia entre el espacio impolítico de la familia y el espacio político de la ciudad.
Transgrediendo este umbral, el oikos se politiza y, inversamente, la polis se «economiza»,
es decir, se reduce a oikos. Esto significa que, en el sistema de la política griega, la guerra
civil funciona como un umbral de politización y de despolitización, a través del cual la
casa se excede en ciudad y la ciudad se despolitiza en familia.
En la tradición del derecho griego, existe un documento singular, que parece confirmar
más allá de toda duda la situación de la guerra civil como umbral de
politización/despolitización que hemos apenas propuesto. Aunque este documento sea
mencionado no sólo por Plutarco, Aulo Gelio y Cicerón, sino también con particular
precisión por Aristóteles (Const. At., viii, 5), la apreciación de la stasis que implica pareció
tan desconcertante para los historiadores modernos de la política que frecuentemente ha
sido dejado de lado (tampoco Loraux, que no obstante lo cita en el libro, lo menciona en el
artículo). Se trata de la ley de Solón, que castigaba con la atimia (es decir, con la pérdida de
los derechos civiles) al ciudadano que en una guerra civil no combatiera por una de las dos
partes. Como Aristóteles dice con crudeza: «Aquel que, cuando la ciudad se encuentre en
una guerra civil [stasiazouses tes poleos], no tome las armas [thetai ta opla, literalmente
“ponga el escudo”] por alguna de las dos partes será castigado con la infamia [atimos
einais] y será excluido de la política [tes poleos me metechein]». (Cicerón –Epist. Ad Att.,
X, I, 2– traduciendo capite sanxig, evoca oportunamente la capitis disminutio, que
corresponde a la atimia griega).
No tomar parte en la guerra civil equivale a ser expulsado de la polis y confinado en el
oikos, a salir de la ciudadanía para ser reducido a la condición impolítica de lo privado.
Esto no significa, evidentemente, que los griegos consideraran la guerra civil como un bien:
pero la stasis funciona como un reactivo que revela el elemento político en el caso extremo,
como un umbral de politización que determina por sí mismo el carácter político o
impolítico de cierto ser.

11. Christian Meier ha mostrado cómo en la Grecia del siglo v se produce una
transformación de la conceptualidad constitucional, que se realiza a través de aquello que él
llama una «politización» (Politisierung) de la ciudadanía. Donde antes la pertenencia social
era definida en primer lugar por las condiciones y status de varios tipos (nobles y miembros
de comunidad cultual, campesinos y comerciantes, padres de familia y parientes, habitantes
de la ciudad y del campo, señores y clientes) y sólo en un segundo momento por la
ciudadanía con los derechos y deberes que ella implicaba, ahora la ciudadanía se vuelve en
cuanto tal el criterio político de la identidad social. «Nace así —escribe— una identidad
política específicamente griega de la ciudadanía. La expectativa de que los ciudadanos se
comportaran “como ciudadanos” [bürgerlich], es decir, en sentido griego, “políticamente”,
encuentra una forma institucional. Esta identidad no tenía contendientes notables, por
ejemplo en la pertenencia a grupos constituidos a partir de la comunidad económica,
profesionales, de trabajo o de religión o de otra especie […]. En la medida en que en la
democracia los ciudadanos se consagraban a la vida política, ellos se comprendían
primariamente a sí mismos como partícipes de la polis; y la polis se constituía a partir de
eso en lo que eran esencialmente solidarios, es decir, los intereses originariamente
compatibles con el orden y la justicia […]. Polis y politeia en este sentido se definen
recíprocamente. La política deviene así para un grupo relativamente muy amplio de
ciudadanos un contenido vital [Lebensinhalt] y un interés propio […]. La polis deviene un
ámbito entre los ciudadanos claramente distinto de la casa y la política una esfera distinta
del “reino de la necesidad” (anankaia)» (Meier, p. 204).
Según Meier, este proceso de politización de la ciudadanía es específicamente griego, y
de Grecia se ha transmitido, con alteraciones y traiciones de varios géneros, a la política
occidental. Desde la perspectiva que aquí nos interesa, cabe precisar que la politización de
la que habla Meier tiene que ser situada en el campo de tensiones entre oikos y polis,
definido por procesos polarmente opuestos de politización y despolitización. En este campo
de tensiones, la stasis constituye un umbral, a través del cual la pertenencia doméstica se
politiza en ciudadanía y, inversamente, la ciudadanía se despolitiza en solidaridad familiar.
Considerando que las tensiones son, como hemos visto, paralelas, se vuelve decisivo el
umbral en el que ellas se transforman y se invierten, se unen o desunen.

‫ א‬Meier adopta sustancialmente la definición schmittiana de lo político como «grado de


intensidad de una asociación y de una disociación». Como él sugiere, sin embargo, la
definición no concierne tanto a la esencia de lo político, sino a la unidad política. En este
sentido, como Schmitt precisa, «la unidad política […] designa el grado más intenso de
unidad, a partir del cual se determina incluso la distinción más intensa, es decir, el
reagrupamiento de acuerdo con el amigo y el enemigo. Es la unidad suprema […] porque
decide y, en su interior, es capaz de impedir a todos los demás reagrupamientos opuestos
disociarse hasta la extrema enemistad (es decir, la guerra civil)» (Schmitt 1, p. 141). En
realidad, si un ámbito determinado es definido por una pareja opuesta de conceptos,
ninguno de los dos puede ser íntegramente excluido sin comprometer su realidad. En
cuanto grado extremo de la disociación, la guerra civil es, incluso desde la perspectiva
schmittiana, parte ineliminable del sistema político de Occidente.

12. Este nexo esencial entre stasis y política es confirmado por otra institución griega,
que Loraux no menciona en su artículo, pero a la cual dedica un capítulo importante (el
sexto) en La Cité divisée: la amnistía. En el 403, después de la guerra civil en Atenas que se
concluye con la derrota de la oligarquía de los Treinta, los demócratas vencedores, guiados
por Arquino, se comprometieron solemnemente a «no recordar en ningún caso los
acontecimientos pasados [ton de parelelythoton medeni pros medena mneskakein]» (Const.
At., XXXIX, 6), es decir, a no castigar en juicio los delitos cometidos durante la guerra
civil. Comentando esta decisión —que coincide con la invención de la amnistía—
Aristóteles escribe que con ello los demócratas «actuaron de la manera más política
[politikotata […] chresasthai] en relación a los desastres pasados» (ibid., XL, 2). La
amnistía respecto a la guerra civil es, por tanto, el comportamiento más conforme a la
política. Desde el punto de vista del derecho, la stasis parece así definida por dos
interdicciones, perfectamente coherentes entre sí: por un lado, no tomar parte en ella es
políticamente culpable, y por el otro, olvidarla una vez terminada es un deber político.
La fórmula me mnesikakein del juramento amnéstico es traducida usualmente como «no
recordar» o, incluso, «no tener resentimiento, no tener malos recuerdos» (Loraux traduce:
«je ne rappelerais pas les malheures»: Loraux 2, p. 147). El adjetivo mnesikakos significa
así «rencoroso, resentido» y se aplica a un hombre que alimenta malos recuerdos. Es muy
poco probable, sin embargo, que lo mismo pueda valer para el verbo mnesikakein. En el
criptotipo que regula la formación de compuestos verbales de este tipo en griego, el
segundo término está en género activo. Mnesikakein no significa tanto «tener malos
recuerdos», sino más bien «hacer mal con la memoria, hacer un mal uso de los recuerdos».
Se trata, en este caso, de un término legal, que se refiere al hecho de perseguir en justicia a
alguien por crímenes cometidos durante la stasis. La amnestia ateniense no es simplemente
un olvido o una remoción del pasado: es una invitación a no hacer un mal uso de la
memoria. En la medida en que constituye un paradigma político de lo impolítico (del oikos)
y el devenir impolítico de lo político (de la polis), la stasis no es algo que pueda jamás ser
olvidado o removido: es lo inolvidable que debe permanecer como siempre posible en la
ciudad y que, sin embargo, no debe ser recordado a través de procesos y resentimientos. Así
pues, precisamente lo contrario de aquello que la guerra civil parece ser para los modernos:
es decir, algo que se debe tratar de volver a toda costa imposible y que debe siempre ser
recordado a través de procesos y persecuciones legales.

13. Tratemos de trazar algunas conclusiones provisionales de nuestros análisis:


1) La stasis no proviene del oikos, no es una «guerra en familia», sino que es parte de un
dispositivo que funciona de modo similar al estado de excepción. Así como, en el estado de
excepción, la zoé, la vida natural, es incluida en el orden jurídico-político a través de su
exclusión, de modo análogo a través de la stasis el oikos es politizado e incluido en la polis.

2) Aquello que está en juego en la relación entre oikos y polis es la constitución de un


umbral de indiferencia en el que lo político y lo impolítico, el afuera y el adentro,
coinciden. Debemos entonces concebir la política como un campo de fuerzas cuyos
extremos son el oikos y la polis: entre ellos, la guerra civil marca el umbral a través del cual
lo impolítico se politiza y lo político se «economiza»:

politización ⇄ despolitización

oikos ———— |stasis| ———— polis

Esto significa que, tanto en la Grecia clásica como hoy, no existe algo como una
sustancia política: la política es un campo incesantemente recorrido por las corrientes
tensionales de la politización y de la despolitización, de la familia y de la ciudad. Entre
estas polaridades opuestas, disyuntas e íntimamente vinculadas, la tensión —para
parafrasear el diagnóstico de Loraux— no es solucionable. Cuando prevalece la tensión
hacia el oikos y la ciudad parece querer resolverse en una familia (si bien de un tipo
especial), la guerra civil funciona entonces como el umbral en el que las relaciones
familiares se repolitizan; cuando lo que prevalece es en cambio la tensión hacia la polis y el
lazo familiar parece alentarse, entonces la stasis interviene recodificando en términos
políticos las relaciones familiares.
La Grecia clásica es tal vez el lugar en el que esta tensión encontró por un momento un
equilibrio incierto, precario. En el curso de la historia política posterior de Occidente, la
tendencia a despolitizar la ciudad transformándola en una casa o en una familia, sostenida
por relaciones de sangre y por operaciones meramente económicas, se alternará siempre
con fases simultáneamente opuestas, en las cuales todo lo impolítico debe ser movilizado y
politizado. Según el predominio de una o de otra tendencia, mutará también la función, la
dislocación y la forma de la guerra civil; pero es probable que en la medida en que las
palabras «familia» y «ciudad», «privado» y «público», «economía» y «política», tengan un
sentido débil, la guerra civil no podrá ser cancelada de la escena política de Occidente.

‫ א‬La forma que la guerra civil ha asumido hoy en la historia mundial es el terrorismo.
Si el diagnóstico foucaultiano de la política moderna como biopolítica es correcto y si
correcta es también la genealogía que la reconduce a un paradigma teológico-económico,
entonces el terrorismo mundial es la forma que asume la guerra civil cuando la vida como
tal deviene la puesta en juego de la política. Justamente cuando la polis se presenta en la
figura tranquilizadora de un oikos —la «casa Europa», o el mundo como espacio absoluto
de la gestión económica global— la stasis, que ya no puede situarse en el umbral entre
oikos y polis, deviene entonces el paradigma de todo conflicto y entra en la figura del
terror. El terrorismo es la «guerra civil mundial» que ocupa de vez en cuando esta o
aquella zona del espacio planetario. No es casualidad que el «terror» haya coincidido con
el momento en el que la vida como tal —la nación, es decir, el nacimiento— devenía el
principio de la soberanía. La única forma en que la vida como tal puede ser politizada es
la exposición incondicionada a la muerte, es decir, la nuda vida.

Bibliografía

Arendt, Hannah, On Revolution, Nueva York, Viking Press, 1963.


Loraux, Nicole, 1. «La guerre dans la famille», en Clio, V, 1997.
Loraux, Nicole, 2. La Cité divisée. L’oubli dans la mémoire d’Athènes, París, Payot, 1997.
Meier, Christian, «Der Wandel der politisch-sozialen Begriffswelt im V Jahrhundert v. Chr.», en Reinhart
Koselleck (dir.), Historische Semantik und Begriffsgeschicte, Stuttgart, Klet-Cotta, 1979.
Schmitt, Carl, Theorie des Partisanen, Berlín, Duncker & Humblot, 1963.
Schnur, Roman, Revolution und Weltbürgerkrieg, Berlín, Duncker & Humblot, 1983.
Snow, Donald M., Uncivil Wars: International Security and the New Internal Conflicts, Londres, Boulder,
1996.
Vernant, Jean-Pierre (dir.), Problèmes de la guerre en Grèce ancienne, París, École des Hautes Études en
Sciences Sociales, 1985.
Giorgio Agamben / Leviatán y Behemot
(capítulo 2 de Stasis [Homo sacer II, 2])

Artillería Inmanente publica a continuación la traducción castellana del ensayo de Giorgio


Agamben que corresponde al segundo capítulo del último de los libros en aparecer para el
proyecto Homo sacer: Stasis. La guerra civil como paradigma político. Homo sacer, II, 2 (2015,
Bollati Boringhieri, Turín). Anteriormente ya habíamos publicado el primero, en torno a la
guerra civil en la Grecia antigua.

1. Tienen ante ustedes una fotocopia (fig. 1) del famoso grabado en el frontispicio de la
primera edición del Leviathan de Thomas Hobbes, printed in London for Andrew Crooke at
the Green Dragon in St. Paul’s Church yard en 1651. Se trata, como oportunamente ha
sido dicho, de la «imagen más famosa en la historia de la filosofía política moderna»
(Malcolm, p. 124). Considerando que en esos años años la literatura emblemática había
alcanzado su completo florecimiento, resulta legítimo suponer que el autor había tratado de
compendiar en una imagen el contenido entero —o al menos en sentido esotérico— de la
obra: la «idea de la obra», como está escrito en el grabado que Vico eligió para el
frontispicio de su Scienza Nuova. Y sin embargo, la bibliografía sobre este emblema por
excelencia de la política moderna, a pesar de haber conocido una especie de aceleración en
los últimos decenios, es relativamente pequeña. Como sucede en cada ocasión en que una
investigación se sitúa en la intersección de competencias disciplinarias diferentes, los
estudios que se han medido con esta tarea parecen moverse en una especie de terra
incognita, y para orientarse en ella sería necesario conjugar los recursos de la iconología
con aquellos de la doctrina tal vez más escurridiza e incierta de todas aquellas que son
enseñadas en nuestras universidades: la filosofía política. El saber que aquí necesitamos es
el de una ciencia que se podría llamar iconología filosófica, que tal vez existió entre el 1531
(fecha de la publicación de los Emblemata de Alciato) y el 1627 (cuando aparecen los
Sinne- en minnebilden de Jacob Cats), pero para la cual nos faltan hoy hasta los principios
más elementales.
En mi intento de interpretación del emblema, buscaré no desmentir aquello que
probablemente estaba en las intenciones de Hobbes: una puerta o un umbral que tenía que
conducir, incluso de manera velada, al problema central tratado en el libro. Esto no
significa necesariamente que yo intente proponer una lectura esotérica del Leviathan. Carl
Schmitt, a quien debemos una importante monografía sobre este libro, sugiere en varias
ocasiones, en efecto, que el Leviathan es un libro esotérico: «Es posible —escribe— que
detrás de la imagen del Leviatán se esconda un significado misterioso y más profundo.
Como todos los grandes pensadores de su época, Hobbes era propenso a los velos
esotéricos. Solía decir de sí mismo que a veces realizaba ouvertures, pero desvelaba sólo la
mitad de sus verdaderos pensamientos y se comportaba como esa gente que abre por un
segundo una ventana, para cerrarla inmediatamente por temor a la tempestad» (Schmitt 3,
pp. 43-44).
También en 1946, en una carta a Ernst Jünger firmada con el nombre del personaje de
Melville Benito Cereno, escribe: «Éste es un libro completamente esotérico [ein durch und
durch esoterisches Buch] y su esoterismo inmanente se intensifica a medida que penetras
más en él. ¡Es mejor que no lo toques! Mantenlo en donde se encontraba […]. No te
precipites en los arcana, espera, al menos hasta cuando no hayas sido iniciado
apropiadamente y eventualmente admitido. De otro modo podrías entrar en una crisis de
cólera, que resultaría nociva para tu salud, e intentar destruir algo que se sitúa bastante más
allá de todo lo destruible» (Jünger y Schmitt, p. 193).
Estas consideraciones son evidentemente tan esotéricas como el libro al que se refieren,
pero no consiguen aferrar los arcarna que pretenden conocer. Toda intención esotérica
contiene inevitablemente una contradicción que marca su diferencia con respecto a la
mística y a la filosofía: si la ocultación es algo serio y no una broma, entonces debe ser
experimentada como tal y el sujeto no puede pretender saber lo que no puede sino ignorar;
en cambio, si es una broma, el esoterismo está en tal caso todavía menos justificado.
Es posible, por lo demás, que en el frontispicio del que nos ocupamos Hobbes haya
hecho alusión a algo como un «velo esotérico». En efecto, el emblema contiene en su
centro una especie de velo o telón, en el cual está inscrito el título de la obra y que sería
teóricamente posible levantar para ver lo que se encuentra detrás. Schmitt no omite
observar que «el telón que cuelga en el centro alude al hecho de que no solamente muchas
cosas están aquí dichas, sino que algunas también están ocultas» (Schmitt 3, p. 170). Lo
que mejor caracteriza a una de las corrientes de la teoría política de la edad barroca,
comenzando por De arcanis rerum publicarum libri sex de Arnold Clapmar (1605) y por la
Dissertatio de arcanis rerum publicarum de Christoph Besold (1614), es precisamente el
hecho de distinguir en la estructura del poder una cara visible y otra que debe permanecer
oculta (el verdadero arcanum imperii). Nada está más alejado de la intención de Hobbes,
que, como se ha sugerido, quería establecer por primera vez la filosofía política sobre una
base científica (Berns, p. 396). Si bien es cierto que intentaremos levantar en las páginas
que siguen este telón, esto no significa que intentemos atribuir a Hobbes una intención
esotérica. A menos que se quiera llamar esotérica a una escritura que cuenta con lectores
perspicaces, es decir, capaces, como debería serlo todo lector digno de este nombre, que no
dejan escapar los detalles y las modalidades particulares de la exposición.

‫ א‬Existía ya un telón en los teatros del mundo clásico. No colgaba en lo alto, sin
embargo, sino que era levantado desde abajo, como en el telón llamado hoy «a la
alemana», y era guardado en un hueco entre la escena y la orquesta. No sé cuándo se
comenzó a hacer caer el telón desde las alturas, como si lo que tuviera que esconder la
escena teatral y separarla de la realidad proviniera del cielo y no de la tierra, como en los
teatros antiguos. Hoy el telón se abre casi siempre horizontalmente a partir del centro,
como una cortina doble. No es seguro que sea posible atribuir un sentido a estos cambios
en el movimiento del telón de escena. En todo caso, el telón o el velo, que en el frontispicio
del Leviathan esconde el centro simbólico del poder, es sostenido en lo alto por dos nudos
y provendría por tanto del cielo y no de la tierra.
Figura 2
2. No nos interesa aquí el problema de la identidad del artista —Abraham Bosse, según
la mayoría de los estudiosos— que realizó la imagen de acuerdo con las instrucciones de
Hobbes. Lo que es más interesante es la existencia de una copia manuscrita en un
pergamino que Hobbes había hecho preparar para Carlos II, en el cual la imagen del
frontispicio presenta algunas diferencias no despreciables, de las cuales la más significativa
es ciertamente que los hombres pequeños que conforman aquí el cuerpo del Leviatán, no
observan hacia la cabeza del soberano como en el libro, sino hacia el lector, es decir, el
soberano al que el manuscrito estaba destinado (fig. 2). En este sentido, no hay una
diferencia verdadera entre los dos frontispicios, ya que en los dos casos los súbditos dirigen
su mirada hacia el soberano (uno en imagen, otro realmente presente). En la parte alta del
emblema, donde se encuentran la espada y el báculo pastoral que el Leviatán sostiene en las
manos, se lee una cita en latín del libro de Job (41, 24): «Non est potestas super terram
quae comparetur ei». Se trata de la última parte del libro, cuando Dios, para silenciar toda
queja por parte de Job, le describe las dos terribles bestias primordiales, Behemot
(representado en la tradición hebraica como un toro gigantesco) y el monstruo marino
Leviatán. La descripción del Leviatán insiste en su fuerza aterradora: «¿Puedes pescar el
Leviatán con anzuelo / y mantener firme su lengua con una cuerda? […] En su cuello reside
la fuerza / y ante él corre el miedo. […] Su corazón es duro como la roca, / resistente como
una piedra de molino. / Cuando se alza, los poderosos tiemblan / y permanecen tomados
por el terror. / La espada que lo alcanza no se aferra, / ni lanza, ni flecha, ni jabalina: para él
el hierro es sólo paja / y el bronce madera carcomida. […] Hace hervir el remolino como
una olla, / cambia el mar en tarro de bálsamo. / Detrás de sí deja una estela luminosa / y el
abismo parece canoso. / Nadie sobre la tierra se le puede comparar, / que fue hecho para no
temerle a nadie. / Ve de frente las cosas más excelsas, / es rey sobre todos los hijos del
orgullo» (en el latín de la Vulgata, que Hobbes parece seguir: «Non est super terram
potestas, quae comparetur ei, qui factus est ut nullum timeret. / Omne sublime videt, ipse
est rex super universos filios superbiae»). En el capítulo XXVII de su libro, Hobbes se
refiere explícitamente a este pasaje de la Biblia escribiendo que ha comparado el gran poder
del soberano, al cual el orgullo y las otras pasiones han forzado a los hombres a someterse,
«al Leviatán sacando esta comparación de los dos últimos versos del capítulo 41 de Job,
donde Dios, tras haber mostrado el gran poder del Leviatán, lo llama el rey de la soberbia:
“No hay nada sobre la tierra —dice— que se le pueda comparar. Está hecho de tal forma
que no le teme a nadie. Todo lo excelso lo ve y es rey de todos los hijos de la soberbia”»:
Hobbes 1, p. 475). Tendremos la oportunidad de volver al significado escatológico
particular de estos animales, tanto en la tradición judía como en la tradición cristiana.
Justo después de la cita latina, que constituye de algún modo el lema del emblema (en la
tradición de la literatura emblemática, en la que se inscribe este frontispicio, la imagen está
siempre acompañada de un lema o cita), vemos una figura gigantesca, cuyo torso —la única
parte visible de su cuerpo— está formado por una multitud de pequeñas figuras humanas,
según la doctrina hobbesiana de la convención que unifica a la multitud «en una sola y
misma persona» (ibid., XVII). El gigante porta una corona en la cabeza y sostiene en la
mano derecha una espada, símbolo del poder temporal, y en la izquierda un báculo pastoral,
símbolo del poder espiritual o eclesiástico, como Hobbes prefiere decir. Hans Barion ha
observado que esta figura es simétricamente inversa a las representaciones medievales de la
Iglesia, en las que la mano derecha sostiene el pastoral y la izquierda la espada.
En el primer plano, de modo que cubra el resto del cuerpo del gigante, se ve un paisaje
montañoso, salpicado de aldeas, y sobre todo las imágenes de una ciudad, en la cual se
reconoce claramente la catedral (en la parte izquierda, que corresponde al pastoral) y la
fortaleza (en la parte derecha, que corresponde a la espada).
La parte inferior del frontispicio, separada por una especie de marco de la parte superior,
contiene, en correspondencia con los brazos del gigante, una serie de pequeños emblemas,
cinco de cada lado, que están referidos al poder temporal (una fortaleza, una corona, un
cañón, una panoplia de armas y estandartes, y finalmente una batalla) y al poder
eclesiástico (una iglesia, una mitra de obispo, los rayos de la excomunión, los símbolos de
los silogismos lógicos y una especie de concilio). Es en medio de estas dos series de
emblemas en donde se encuentra suspendido el telón con el título del libro.

Figura 3

3. Una interpretación del emblema tiene que empezar con la figura del gigante-Leviatán.
Los estudiosos se han detenido tan constantemente en su significado como símbolo del
Estado que han omitido plantearse algunas preguntas evidentes, concernientes, por ejemplo,
a su posición. ¿Dónde se sitúa el Leviatán con respecto a los demás elementos que
componen la imagen?
En un estudio ejemplar, Reinhard Brandt intentó dibujar la parte del cuerpo del gigante
oculta a las miradas, siguiendo las proporciones del canon vitruviano (es decir, imaginando
que la cabeza corresponde a un octavo del cuerpo entero) (Brandt, pp. 211-212; fig. 3). El
resultado es una figura humana cuyos pies parecen flotar exactamente en la parte del
frontispicio en que está inscrito el nombre de «Thomas Hobbes of Malmesbury». He dicho
«flotar», porque no se sabe exactamente sobre qué descansan, si es sobre la tierra o sobre el
agua. Si suponemos, como parece verosímil, que más allá del paisaje montañoso se
extiende el mar, esto concordaría perfectamente con el hecho de que, en la tradición bíblica,
mientras que Behemot es un animal terrestre, Leviatán es un animal marino, una especie de
pez enorme o una ballena, incluso si no es posible «pescarlo con el anzuelo» (Bramhall,
que en su polémica maliciosa contra Hobbes sugiere que el Leviatán del libro, «ni carne ni
pez […], mezcla de un Dios, de un hombre y de un pez», sea el propio Hobbes, afirma que
«el verdadero Leviatán es una ballena»: Bramhall, passim). La hipótesis de Schmitt, según
la cual la oposición Behemot/Leviatán correspondería a la oposición geopolítica
fundamental entre tierra y mar, encontraría así una confirmación en el frontispicio.
En todo caso, lo que es decisivo —más allá de la oposición entre tierra y mar— es el
hecho sorprendente de que el «Dios mortal», «el hombre artificial llamado Common-wealth
o Estado» (como Hobbes lo define en la introducción), no permanece en la ciudad, sino
fuera de ella. Su lugar se sitúa en el exterior no sólo de las murallas de la ciudad, sino
también de su territorio, en un tierra de nadie o en el mar: en todo los casos, no se sitúa en
la ciudad. El Common-wealth, el body political, no coincide con el cuerpo físico de la
ciudad. Es esta situación anómala la que debemos intentar comprender.

4. Este emblema presenta otra anomalía, no menos enigmática que la precedente y


vinculada a ella con toda probabilidad: la ciudad, con excepción de algunos guardias
armados y dos figuras bastante particulares situadas cerca de la catedral, de las que muy
pronto vamos a ocuparnos, está completamente privada de sus habitantes. Las calles están
perfectamente vacías, la ciudad está deshabitada, nadie vive en ella. Una posible
explicación es que la población de la ciudad se ha transferido íntegramente al cuerpo del
Leviatán: pero esto implicaría que no sólo el soberano, sino tampoco el pueblo tiene su
lugar en la ciudad.
El emblema político del frontispicio contiene por tanto enigmas o acertijos que debemos
buscar resolver: ¿por qué el Leviatán no permanece en la ciudad? Y ¿por qué la ciudad está
deshabitada? Antes de intentar responder, convendrá examinar los resultados de otro
estudio, que ponen en cuestión la consistencia misma del hombre artificial «llamado
Common-wealth o Estado».
5. En su ensayo sobre el frontispicio del Leviatán, Noel Malcolm ha llamado la atención
a un pasaje de la «Answer to Davenant’s Preface to Gondibert», escrita por Hobbes en el
mismo período en que trabajaba en el Leviathan. Hobbes, entre cuyas obras figuran dos
tratados de óptica (el Tractatus de refractione de 1644 y el First Draught of the Optiques
de 1646) describe aquí un dispositivo óptico que, por lo que parece, estaba en aquel
momento de moda: «Creo que usted ha visto una especie de curiosa perspectiva, desde la
cual quien observa con ayuda de un pequeño tubo vacío una pintura que contiene diferentes
figuras, no ve ninguna de éstas como fue pintada, sino que descubre en cambio a una sola
persona formada por sus partes, transportada a los ojos por el corte artificial de una lente»
(Malcolm, p. 125; figg. 4-5).
Que el Leviatán haya sido concebido como un artefacto, comparable, como Hobbes lo
sugiere en la introducción, a un autómata o a «una máquina movida por sí misma con
resortes y ruedas, como un reloj», era perfectamente conocido; pero lo que deja entender el
estudio de Malcolm es que no se trata de un aparato mecánico, sino, más bien, de un
dispositivo óptico. El cuerpo gigantesco del Leviatán, formado por innumerables pequeñas
figuras, no es una realidad, aunque fuera artificial, sino una ilusión óptica, a mere
phantasm, como lo definía de manera polémica Bramhall. Y, no obstante, conforme al
prestigio creciente que la óptica va adquiriendo en aquellos años como paradigma
científico, el artificio es eficaz, porque permite conferir una unidad a una multiplicidad.
Un pasaje de la epístola dedicatoria de Richard Fanshawe para su traducción del Pastor
Fido de Giovanni Giambattista Guarini (1647), que Hobbes conocía probablemente, parece
confirmar que es un dispositivo de este tipo el que podría estar en el origen del emblema de
su Leviathan: «Su Alteza puede haber visto en París una pintura tan maravillosamente
diseñada, que, al mismo tiempo que muestra al observador ordinario una multitud de
pequeñas figuras, presenta en cambio a aquel que la mira a través de una perspectiva
particular un gran retrato del Canciller. Es como si el pintor intentara mostrar, con una
filosofía de las más sutiles, […] cómo el cuerpo político [the body political] está compuesto
por numerosos cuerpos naturales y cómo cada uno de éstos, entero y formado por una
cabeza, ojos, manos, etc., es la cabeza, el ojo o la mano del otro cuerpo, y además que los
hombres privados no pueden sobrevivir, si el cuerpo público es destruido» (ibid., p. 126).
La unificación de la multitud de los ciudadanos en una única persona es algo como una
ilusión de perspectiva, la representación política es sólo una representación óptica (pero no
por esto menos eficaz).

Figura 4 Figura 5

6. El enigma que plantea el emblema al lector es el de una ciudad vaciada de sus


habitantes y de un Estado situado más allá de sus confines geográficos. ¿Qué puede
corresponder, en el pensamiento político de Hobbes, a este aparente rompecabezas?
Es Hobbes mismo quien sugiere una respuesta cuando, en el De Cive, distinguiendo
entre «pueblo» (populus) y «multitud» (multitudo), define como una «paradoja»
(paradoxum) uno de sus teoremas fundamentales.
«El pueblo —escribe aquí— es algo uno [unum quid], que tiene una sola voluntad y al
cual se puede por tanto atribuir una acción propia. No se puede decir lo mismo de la
multitud. El pueblo reina en toda ciudad [populus in omni civitate regnat): reina también en
la monarquía, porque el pueblo quiere a través de la voluntad de un solo hombre. Los
ciudadanos, es decir, los súbditos, son la multitud. En la democracia y en la aristocracia, los
ciudadanos son la multitud y la asamblea es el pueblo [curia est populus]. También en la
monarquía los súbditos son la multitud y, aunque esto sea una paradoja [quamquam
paradoxum sit], el rey es el pueblo [rex est populus]. Los ignorantes y todos aquellos que
no comprendan que es así, hablan de la multitud como si fuera el pueblo y dicen que la
ciudad [civitas] se ha rebelado contra el rey, lo cual es imposible, o que el pueblo quiere o
no quiere lo que quieren o no quieren los súbditos rebeldes. De esta manera, bajo este
pretexto de ser el pueblo, estimulan a los ciudadanos contra la ciudad y a la multitud contra
el pueblo» (Hobbes 2, XII, 8).
Intentemos examinar esta paradoja. Implica, a la vez, una cesura (multitudo/populus: la
multitud de los ciudadanos no es el pueblo) y una identificación (rex est populus). El
pueblo es soberano, a condición de dividirse de sí mismo, escindiéndose en una «multitud»
y en un «pueblo». Pero ¿cómo puede la única cosa real —la multitud de los cuerpos
naturales que tanto interesaba a Hobbes: el 15 de abril de 1651, después de haber terminado
el Leviathan, escribe «Ahora puedo retomar mis especulaciones interrumpidas sobre los
cuerpos naturales» (Hobbes 1)— volverse una persona única? Y ¿qué sucede con la
multitud de los cuerpos una vez que se ha unificado en el rey?

‫ א‬En su comentario, Samuel Pufendorf subraya que el axioma de Hobbes es una


paradoja: «El pueblo es, de hecho, algo único [unum quid], que tiene una sola voluntad y
al que puede ser atribuida una acción unitaria, lo que no se podría decir de la multitud de
los súbditos […], incluso si la frase siguiente [populus in omni civitate regnat] termina por
ser una proposición vacía. En efecto, el término “pueblo” significa o bien toda la ciudad o
bien la multitud de los súbditos. En la primera acepción, la frase resulta tautológica: “El
pueblo, es decir, la ciudad, reina en toda ciudad”; en la segunda, falsa: “El pueblo, es
decir, los ciudadanos distintos al rey, reina en toda ciudad”. En lugar de decir lo que sigue
(“el pueblo reina también en la monarquía, ya que el pueblo quiere a través de la voluntad
de un solo hombre”), habría sido más claro decir: “En una ciudad monárquica, la ciudad
se imagina haber querido aquello que el monarca ha querido”. La paradoja “el rey es el
pueblo” [Illud paradoxum: rex est populus] no podría ser comprendida de otro modo»
(Pufendorf, pp. 651-652). Desde la perspectiva de un jurista como Pufendorf, la paradoja
se resuelve interpretándola como fictio iuris. En Hobbes, en cambio, conserva todo su
rigor: el soberano es verdaderamente el pueblo, porque está constituido —ciertamente por
medio de un artificio óptico— por el cuerpo de los súbditos.

7. La respuesta a estas preguntas se encuentra en el capítulo VII del De Cive, en donde


Hobbes afirma sin reservas que, en el instante mismo en que el pueblo elige al soberano, se
disuelve en una multitud confusa. Esto sucede no sólo en una monarquía, en la que apenas
elegido el rey «el pueblo no es ya una sola persona, sino una multitud disuelta [populus non
amplius est persona una, sed dissoluta multitudo], porque era una persona sólo en virtud
del poder soberano [summi imperii], que ha transferido ahora al rey» (Hobbes 2, VII, 11);
pero también en una democracia o en una aristocracia, en las que «apenas constituida la
asamblea, el pueblo se disuelve en el mismo instante [ea electa, populus simul dissolvitur]»
(ibid., VII, 9).
No se comprende el sentido de esta paradoja si no se reflexiona en el estatuto de esta
dissoluta multitudo, que obliga a repensar enteramente el sistema político hobbesiano. El
pueblo —el body political— existe sólo un instante, cuando sus miembros hacen la
elección de «designar a un hombre o una asamblea para portar su persona» (Hobbes 1,
XVII); pero este punto coincide con su desvanecimiento en «multitud disuelta». El cuerpo
político es, por tanto, un concepto imposible, que vive sólo en la tensión entre la multitud y
el populus–rex: está siempre ya en acto de disolverse en la constitución del soberano; éste,
por otra parte, es sólo una artificial person (ibid., XVI), cuya unidad es el efecto de un
dispositivo óptico o de una máscara.
Tal vez el concepto fundamental del pensamiento de Hobbes —y es lo que hace de él un
pensador barroco, si el barroco puede ser definido como la unión de un cuerpo y de un
velo— es el de «cuerpo» (body), y toda su filosofía una meditación de corpore: pero a
condición de precisar, como lo hace en los Elements of Law, que el pueblo no tiene un
cuerpo propio: «Que el pueblo sea un cuerpo distinto [a distinct body] de aquel o aquellos
que tienen la soberanía es un error» (Hobbes 3, ii, 27, 9).
En el Leviathan, Hobbes no evoca explícitamente la paradoja del De Cive, pero una
lectura atenta del capítulo XVIII, titulado «On the rights of sovereigns by institution»,
permite precisar el estatuto paradójico de la multitud. Aquí, Hobbes escribe que los
miembros de una multitud que se ha obligado con una convención a conferir el poder
soberano a una persona «no pueden hacer lícitamente una nueva convención entre ellos
para obedecer a alguien más, por cualquier motivo. Y los que están sujetos a un monarca no
pueden por tanto, sin su permiso, librarse de la monarquía y retornar a la confusión de una
multitud desunida [and return to the confusion of a disunited multitude] ni transferir su
persona de aquel que lo representa a otro hombre o asamblea».
La contradicción aparente con el dictado del De Cive se resuelve fácilmente si se
distingue, como hace Hobbes, entre la «multitud desunida» (disunited multitude) que
precede a la convención y la «multitud disuelta» (dissoluta multitudo) que la sigue. La
constitución de la paradoja populus–rex es un proceso que va de una multitud y vuelve a
una multitud: pero la multitudo dissoluta, en la que el pueblo se ha disuelto, no puede
coincidir con la disunited multitude y pretender poder nombrar un nuevo soberano. El
círculo multitud desunida/pueblo-rey/multitud disuelta está quebrado en un punto y el
intento de volver al estado inicial coincide con la guerra civil.

8. Ahora, podemos comprender por qué, en el emblema, el cuerpo del Leviatán no puede
permanecer en la ciudad sino que flota en una especie de no-lugar, y por qué la ciudad está
privada de habitantes. Es un lugar común decir que, en Hobbes, la multitud no tiene un
significado político, que es lo que debe desaparecer para que el Estado pueda existir. Pero,
si nuestra lectura de la paradoja es correcta, si el pueblo, que ha sido constituido por una
multitud desunida, se disuelve nuevamente en una multitud, entonces ésta no solamente
preexiste al pueblo/rey sino, como multitudo dissoluta, continúa existiendo después de él.
Lo que desaparece es más bien el pueblo, que se ha transferido a la persona del soberano, y
por tanto «reina en toda ciudad», pero sin poderla habitar. La multitud no tiene un
significado político, ella es el elemento impolítico sobre cuya exclusión se funda la ciudad;
y no obstante, en la ciudad sólo hay la multitud, porque el pueblo se ha desvanecido ya
siempre en el soberano. En cuanto «multitud disuelta», es, no obstante, literalmente
irrepresentable – o más bien puede ser representada sólo indirectamente, como sucede en el
emblema del frontispicio.
Habíamos evocado la presencia curiosa, en la ciudad vacía, de los guardias armados y de
dos personajes, cuya identidad ha llegado la hora de revelar. Francesca Falk ha llamado la
atención sobre el hecho de que las dos figurillas que se encuentran de pie frente a la
catedral portan la máscara picuda característica de los médicos de la peste. Este detalle
había sido notado por Bredekamp, que no había extraído ninguna consecuencia; Francesca
Falk en cambio subraya con razón el significado político (o biopolítico) que adquirían los
médicos durante una epidemia: su presencia en el emblema recuerda «la selección y la
exclusión, así como la aproximación, en la misma imagen entre epidemias, salud y
soberanía» (Falk, p. 73). La multitud irrepresentable, semejante a la masa de los apestados,
puede ser representada sólo a través de los guardias que vigilan su obediencia y por los
médicos que la cuidan. Ella permanece en la ciudad, pero sólo como el objeto de los
deberes y de los cuidados de aquellos que ejercen la soberanía.
Es lo que afirma Hobbes con claridad en el capítulo XIII del De Cive (y en el capítulo
XXX del Leviathan) donde, después de haber recordado que «todos los deberes de aquellos
que gobiernan son comprendidos en esta sola máxima: “la salvación del pueblo es la ley
suprema” [salus populi suprema lex]», siente la necesidad de precisar que «por pueblo no
se entiende aquí una persona civil, ni la misma ciudad que gobierna, sino la multitud de los
ciudadanos que son gobernados [multitudo civium qui reguntur]» y que por «salvación» no
hay que entender únicamente «la simple conservación de la vida como tal, sino la de una
vida posiblemente feliz». El emblema del frontispicio, en cuanto que ilustra perfectamente
el estatuto paradójico de la multitud en Hobbes, es también una estafeta que anuncia el giro
biopolítico que el poder soberano se preparaba a cumplir.
Pero otra razón explica la presencia de los médicos de la peste en el frontispicio. En su
traducción de Tucídides, Hobbes había encontrado un pasaje en el que la peste de Atenas
era definida como el origen de la anomia (que Hobbes traduce como licentiousness) y de la
mebole (que Hobbes traduce como revolution). «And the great licentiousness [anomia],
which also in other kinds was used in the city, began at first from this disease. For that
which a man before would dissemble, and not ackowledge to be done for voluptuousness,
he durst now do freely; seeing before his eyes such quick revolution, of the rich dying, and
men worth nothing inheriting their estates» (Hobbes 4, LII).
De aquí proviene la idea de que la multitudo dissoluta, que habita la ciudad bajo el
dominio del Leviatán, pueda ser asimilada a la masa de los apestados, que hay que cuidar y
gobernar. Que la condición de los súbditos del Leviatán sea de algún modo asimilable a la
de los enfermos está por otra parte implícito en un pasaje del capítulo XXXVIII en donde,
comentando Isaías 33, 24, Hobbes escribe que, en el Reino de Dios, la condición de los
habitantes es no estar enfermos («The condition of the saved, the inhabitant shall not say: I
am sick»), como si, por el contrario, la vida de la multitud en el reino profano estuviera
necesariamente expuesta a la peste de la disolución.

9. En el pensamiento de Hobbes adquiere consciencia la íntima contradicción que marca


al concepto tal vez fundamental de la tradición política occidental: el de pueblo. Ha sido
notado que, en el vocabulario filosófico-político de Occidente, los términos mismos que
designan al pueblo como cuerpo políticamente cualificado pueden también referirse a una
realidad diametralmente opuesta, es decir, al pueblo como multitud políticamente no
cualificada (Koselleck 2, p. 145). El concepto de «pueblo» contiene, por tanto, una escisión
interna que, dividiéndolo ya siempre en pueblo y multitud, demos y plethos, población y
pueblo, «pueblo gordo» y «pueblo delgado», impide que pueda estar íntegramente presente
como un todo. Así, desde el punto de vista del derecho constitucional, si, por un lado, el
pueblo debe ser ya en sí definido por una homogeneidad consciente, de cualquier especie
que sea (étnica, religiosa, económica…), y, por tanto, estar siempre ya presente a sí mismo,
por el otro, en cuanto unidad política, no puede estar presente sino a través de los hombres
que lo representan. Incluso si se admite, como sucede al menos a partir de la Revolución
Francesa, que el pueblo es el titular del poder constituyente, en cuanto titular de este poder
debe encontrarse necesariamente por fuera de toda normativa jurídico-constitucional. Por
esto Sieyès podría escribir que «on doit concevoir les nations sur la terre comme des
individus hors du lien social ou, comme on l’a dit, dans l’état de nature» y que una nación
«ne doit ni peut se soumettre à des formes constitutionnelles»; y, no obstante, por la misma
razón, necesita representantes (Sieyès, p. 183).
Así pues, el pueblo es lo absolutamente presente que, en cuanto tal, nunca puede estar
presente y sólo puede, por tanto, ser representado. Si, a partir del término griego que
designa al pueblo, demos, llamamos «ademia» a la ausencia de un pueblo, entonces el
Estado hobbesiano, como todo Estado, vive en condición de ademia perpetua.

‫ א‬Hobbes era perfectamente consciente de la ambigüedad peligrosa y constitutiva del


término «pueblo», en la medida en que contiene siempre ya en sí la multitud. Así, en los
Elements of Law, escribe que «la controversia que nace a propósito del derecho del pueblo
proviene de la equivocidad del término. Puesto que la palabra “pueblo” [people] tiene un
doble significado. En un sentido, significa simplemente una cantidad de hombres, que se
distingue por su lugar de habitación como el “pueblo de Inglaterra”, o el “pueblo de
Francia”, que no son otra cosa que la multitud de aquellas personas particulares que
habitan esas regiones, sin considerar ningún contrato ni ninguna convención [contract or
covenant] entre ellos, a través de los cuales cada uno de ellos está obligado a los otros. En
otro sentido, esta palabra significa una persona civil, es decir, un hombre solo o una
asamblea, cuya voluntad es incluida y tenida por voluntad de cada particular. Por esto,
aquellos que no distinguen estos dos significados atribuyen a menudo a una multitud
disuelta [a dissolved multitude] los derechos que pertenecen únicamente al pueblo
contenido virtualmente en el cuerpo del Estado o del soberano» (Hobbes 3, 2, 2, XI).
Hobbes conoce, por tanto, ya claramente esa distinción entre pueblo y población que
Foucault pondrá en el inicio de la biopolítica moderna.

10. Si la multitud disuelta —y no el pueblo— es la única presencia humana en la ciudad


y si la multitud es el sujeto de la guerra civil, esto significa que la guerra civil sigue siendo
siempre posible en el Estado. Hobbes lo admite sin ninguna reticencia en el capítulo XXIX
del Leviathan que trata «Of those things that weaken or tend to the dissolution of a
Common-wealth». «Por último —escribe en la conclusión de este capítulo—, cuando
durante una guerra, extranjera o interna, los enemigos obtienen finalmente la victoria, de
manera que, en la medida en que las fuerzas del Estado no sostienen ya el terreno y la
lealtad de los súbditos deja de protegerlos, entonces el Estado se disuelve y cada ciudadano
tiene la libertad de protegerse a sí mismo recurriendo a los medios que su discreción le
sugiera». Esto implica que, tanto como siga en curso la guerra civil y la salida de la lucha
entre la multitud y el soberano no esté aún decidida, no hay disolución del Estado. Guerra
civil y Common-wealth, Behemot y Leviatán, coexisten, al igual que la multitud disuelta
coexiste con el soberano. Sólo cuando la guerra intestina se concluye con la victoria de la
multitud, se tiene un retorno del Common-wealth al estado de naturaleza y de la multitud
disuelta a la multitud desunida.
Esto significa que guerra civil, Common-wealth y estado de naturaleza no coinciden,
pero sí están unidos en una relación compleja. El estado de naturaleza, como Hobbes
explica en el prefacio al De Cive, es lo que aparece cuando «se considera la ciudad como si
estuviera disuelta [civitas […] tanquam dissoluta consideretur […] ut qualis sit natura
humana […] recte intelligatur]», es decir, desde el punto de vista de la guerra civil civil. En
otros términos, el estado de naturaleza es una proyección mitológica en el pasado de la
guerra civil; e inversamente, la guerra civil es una proyección del estado de naturaleza en la
ciudad, es lo que aparece cuando se considera la ciudad desde el punto de vista del estado
de naturaleza.

11. Ha llegado la hora de interrogarse sobre la elección del término Leviathan como
título del libro, una elección cuyas razones nadie ha conseguido de manera satisfactoria.
¿Por qué Hobbes llamó al Common-wealth, del que intentaba proporcionar su teoría, con el
nombre de un monstruo que, al menos en la tradición cristiana, estaba cargado de
connotaciones demoniacas? Se ha sugerido que Hobbes, refiriéndose únicamente al Libro
de Job, no estaba plenamente al corriente de estos significados fuertemente negativos y
habría empleado, por tanto, ingenuamente una imagen que sus adversarios habrían girado
después fácilmente en su contra (Farneti, pp. 178-179). Atribuir ignorancia a un autor —
sobre todo en el caso de un autor como Hobbes, cuya competencia teológica está fuera de
duda— es, desde el punto de vista metodológico, todavía menos recomendable que
atribuirle una competencia anacrónica. Que Hobbes fuera consciente de las implicaciones
negativas de su título está implícito, por lo demás, en el modo en que, después de haber
evocado en la introducción el término «Leviatán» («Es el arte el que crea a este gran
Leviatán»), él agrega inmediatamente: «o para hablar con mayor reverencia [to speak more
reverently; en la edición latina ut dignius loquar]…», y, en el pequeño poema
autobiográfico compuesto en 1679, escribe: «El libro […] conocido por su horrible nombre
[dreadful name], Leviatán». Esto condujo a Schmitt a sugerir que la elección de la imagen
del Leviatán es un producto del «humorismo inglés», pero que Hobbes después tuvo que
pagar caro su evocación imprudente de una potencia mítica: «Cualquiera que haga uso de
tales imágenes acaba fácilmente encontrándose en el papel de un aprendiz que evoca
poderes que ni sus manos, ni sus ojos, ni la fuerza humana común pueden controlar. Corre
pues el riesgo de encontrarse no ante un aliado, sino un demonio despiadado que lo arrojará
a las manos de sus enemigos […]. La interpretación judía tradicional se ha girado contra el
Leviatán de Hobbes» (Schmitt 3, p. 124).

12. La tradición que conduce a la interpretación demoniaca del Leviatán bíblico y a la


asociación iconográfica entre Leviatán y Anticristo ha sido reconstruida por Jessie Poesch y
por Marco Bertozzi, que subrayan la importancia, desde esta perspectiva, de la Carta de
Adso de Montier-en-Der sobre el Anticristo y de los Moralia de Gregorio Magno, donde
tanto Behemot como Leviatán son asociados al Anticristo y a la bestia del Apocalipsis (13).
Pero ya antes Jerónimo, en su homilía sobre el Salmo 103 (104), escribe que: «Los judíos
dicen que Dios creó un dragón poderoso llamado Leviatán, que vive en el mar» y agrega
justo después: «Se trata de la serpiente que fue expulsada del paraíso, que seduce a Eva y a
la cual está permitido burlarse de nosotros» (Hom., 30). Esta interpretación satánica-
anticrística del Leviatán encuentra su cristalización iconográfica en el Liber Floridus, una
recopilación enciclopédica compuesta alrededor del año 1120 por el monje Lambert de
Saint-Omer. La analogía entre la imagen del Anticristo sentado sobre el Leviatán y la del
soberano en el frontispicio de Hobbes es tan sorprendente que es legítimo imaginar que
Abraham Bosse y, tal vez, Hobbes mismo, conocían esta miniatura. El Anticristo, con una
corona real en la cabeza, sostiene una lanza en la mano derecha (como el Leviatán de
Hobbes una espada) mientras que con su mano izquierda realiza el gesto de la bendición
(que, como símbolo del poder espiritual, corresponde de algún modo al báculo pastoral del
frontispicio). Sus pies tocan la espalda del Leviatán, representado como un dragón provisto
de cola larga parcialmente sumergido en el agua. En lo alto, la inscripción subraya el
significado escatológico del Anticristo y la del monstruo: “Antichristus sedens super
Leviathan serpentem diabolum signantem, bestiam crudelem in fine” (fig. 6).

13. En el pasaje que acabamos de citar, Schmitt evoca «la interpretación judía
tradicional» del Leviatán. En el curso de su estudio, precisa esta alusión. Según la tradición
judío-cabalística, escribe, el Leviatán representa «la Bestia de las mil colinas (Salmo 50,
10), a saber, las naciones paganas. La historia del mundo aparece aquí como un combate
que las naciones paganas se libran entre ellas. En particular, Leviatán, es decir, las
potencias marítimas, lucha contra las potencias terrestres, es decir, Behemot […]. Pero los
judíos se mantienen a distancia y observan cómo las naciones del mundo se exterminan
mutuamente; para ellos, los judíos, su masacre recíproca es conforme a la ley y casher: es
por esto que comen la carne de las naciones matadas y sacan vida de ellas» (Schmitt 3, pp.
17-18).
Con toda evidencia, se trata de una falsificación antisemita de una tradición talmúdica
(¡no cabalística!) sobre el Leviatán, distorsionada intencionalmente por Schmitt. Según esta
tradición, que se encuentra en numerosos pasajes del Talmud y del Midrash, en los días del
mesías, Leviatán y Behemot, los dos monstruos de los orígenes, combatirán uno contra otro
y morirán ambos en la lucha. Entonces, los justos prepararán un banquete mesiánico, en el
curso del cual comerán la carne de las dos bestias. Es probable que Schmitt conociera esta
tradición escatológica, a la cual se refiere en un artículo más tardío, cuando evoca «la
espera cabalística del festín mesiánico, en el cual los justos se alimentarán con la carne del
Leviatán muerto» (ibid., p. 142).
14. Que Hobbes haya podido conocer o no esta tradición talmúdica, es cierto que la
perspectiva escatológica le era perfectamente familiar. Estaba, por lo demás, ya implícita en
la tradición cristiana, en la cual el Leviatán estaba asociado al Anticristo, y éste, a partir de
Ireneo, había sido identificado por los Padres con el «Hombre de la anomia» del célebre
excurso escatológico de la segunda Epístola de Pablo a los tesalonicenses (2 Tes., 2, 1-12).
La miniatura del Liber Floridus no es más que la representación figurada de esta
convergencia entre el Leviatán y el Anticristo, entre el monstruo de los orígenes y el fin de
los tiempos. Pero un tema escatológico recorre todo el libro tercero del Leviathan, que, bajo
la rúbrica Of a Christian Common-wealth, contiene un verdadero tratado sobre el Reino de
Dios, tan embarazoso para los lectores modernos de Hobbes que de manera usual lo han
removido simplemente.
Contrario a la doctrina predominante, que tendería a interpretar el concepto
neotestamentario de Basileia Theou en sentido metafórico, Hobbes afirma con fuerza que el
Reino de Dios significa, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, un reino
político real, que, interrumpido en Israel después de la elección de Saúl, será restaurado por
Cristo en el fin de los tiempos: «The kingdom therefore of God is a real, not a metaphorical
kingdom; and so taken, not only in the Old Testament, but the New. When we say, “For
thine is the kingdom, the power, and the glory”, it is to be understood of God’s kingdom, by
force of our Covenant, not by the right of God’s power; for such a kingdom God always
hath; so that it were superfluous to say in our prayer, “Thy kingdom come”, unless it be
meant of the restauration of that kingdom of God by Christ which by revolt of the Israelites
had beed interrupted in the election of Salud. Nor had it been proper to say, “The kingdom
of heaven is at hand”; or to pray, “Thy kingdom come”, if it had still continued» (Hobbes
1, XXXV).
Que se trate de un concepto plenamente político y que la escatología tenga por tanto en
Hobbes un significado político concreto, está confirmado en el capítulo XXXVIII: «Lastly,
seeing it hath been already proved out of diverse evident places of Scripture, in the thirty-
fifht chapter of this book, that the kingdom of God is a civil Common-wealth, where God
himself is Sovereign, by vertue first of the Old, and since of the New Covenant, wherein He
reigneth by his Vicar or Lieutenant; the same places do therefore also prove that after the
coming again of our Saviour in his majesty and glory to reign actually and eternally, the
kingdom of God is to be on earth» (ibid., XXXVIII).
Naturalmente, según Hobbes, como según Pablo y las Escrituras, el Reino de Dios sobre
la tierra se realizará sólo en el momento de la segunda venida de Cristo y hasta entonces los
análisis de los libros precedentes del Leviatán siguen siendo válidos. No obstante, es
imposible leer la teoría del Estado de Hobbes como si la tercera parte del libro, que
contiene los principios de lo que él llama la «política cristiana» (The Principles of Christian
Politics) nunca hubiera sido escrita. La afirmación de Bernard Willms según la cual «la
teología política es el schibboleth de la Hobbes-Forschung» (Willms, p. 31) debe ser
precisada en el sentido de que la teología política aparece en Hobbes desde una perspectiva
definitivamente escatológica.
Como se ha observado oportunamente, Hobbes, en el Leviathan, no solamente reduce la
teología cristiana a la profecía y a la escatología, sino que proyecta «la autoridad profética
en el futuro escatológico» (Pocock, p. 173). De este modo, «la política asume una
dimensión mesiánica y, de igual modo, el mesianismo que ella implica es por así decir
brutalmente político» (ibid., p. 174). En efecto, lo que define la teoría hobbesiana es que el
Reino de Dios y el reino profano (el Leviatán) son perfectamente autónomos, y, sin
embargo, desde la perspectiva escatológica, están de algún modo coordinados, porque
ambos tendrán lugar sobre la tierra y el Leviatán tendrá que desaparecer necesariamente
cuando el Reino de Dios se realice políticamente en el mundo. El Reino de Dios, para
retomar el título de un tratado de Campanella que Hobbes podía conocer, es una verdadera
Monarchia Messiae, al mismo tiempo paradigma y término de la monarquía profana.
Figura 6

15. Es desde esta perspectiva que los enigmas del frontispicio del libro pueden encontrar
su solución. Si miramos de nuevo la imagen del Leviatán, notaremos que, curiosamente, los
pequeños cuerpos que constituyen el cuerpo del gigante están ausentes de su cabeza, lo cual
contrasta con los paralelos iconográficos antiguos y modernos que ha sugerido Horst
Bredekamp en su indagación sobre el frontispicio, donde las pequeñas figuras se
concentran precisamente en la cabeza (Bredekamp, passim) (fig. 6). Esto parece implicar
que el Leviatán es literalmente la «cabeza» de un body political que está formado por el
pueblo de los súbditos, que, como hemos visto, no tienen un cuerpo propio, sino que
existen de hecho sólo en el cuerpo del soberano. Pero esta imagen proviene directamente de
la concepción de Pablo, presente en varios pasajes de sus Epístolas, según la cual Cristo es
el jefe (kephale, la «cabeza») de la ekklesia, es decir, de la asamblea de los fieles: «Él
(Cristo) es la cabeza del cuerpo de la asamblea [he kephale tou somatos tes ekklesias]»
(Col., 1, 18); «Cristo es la cabeza, cuyo cuerpo entero recibe concordia y cohesión por todo
tipo de articulaciones que lo alimentan y lo edifican en función de la actividad de cada
miembro» (Ef., 4, 15-16); «El marido es la cabeza de la mujer, como Cristo es la cabeza de
la asamblea y el salvador del cuerpo» (ibid., 5, 23); y por último, en donde falta la imagen
de la cabeza, pero de la multitud de los miembros de la comunidad se dice que «nosotros
los muchos somos un solo cuerpo en Cristo, pero uno por uno somos miembros los unos de
los otros» (Rm., 12, 5).
Si nuestra hipótesis es correcta, la imagen del frontispicio presenta la relación entre el
Leviatán y los súbditos como la contraparte profana de la relación entre Cristo y la ekklesia.
Sin embargo, esta imagen «cefálica» de la relación entre Cristo y la Iglesia no puede ser
separada de la tesis de la escatología paulina según la cual, en el fin de los tiempos,
«cuando el Hijo esté sometido a aquel que lo ha sometido a todo», Dios «será todo en todos
[panta en pasin]» (1 Cor., 15, 28). Esta tesis en apariencia panteísta adquiere su sentido
propiamente político si se la lee junto a la concepción cefálica de la relación entre Cristo y
la ekklesia. En el estado actual, Cristo es el jefe del cuerpo de la asamblea, pero, en el fin de
los tiempos, en el Reino de los cielos, no habrá ya distinción entre la cabeza y el cuerpo,
porque Dios será todo en todos.
Si tomamos en serio la afirmación hobbesiana según la cual el Reino de Dios no debe
ser entendido metafóricamente, sino a la letra, esto significa que en el fin de los tiempos la
ficción cefálica del Leviatán podría ser cancelada y el pueblo recobrar su cuerpo. La cesura
que divide el body political —sólo visible en la ficción óptica del Leviatán, pero de hecho
irreal— y la multitud real, aunque políticamente invisible, será finalmente colmada en la
Iglesia perfecta. Pero esto significa también que, hasta entonces, ninguna unidad real,
ningún cuerpo político, es verdaderamente posible: el body political puede solamente
disolverse en multitud y Leviatán cohabitar hasta el fin con Behemot, es decir, con la
posibilidad de la guerra civil.

‫ א‬Es de notar que, en los Evangelios, la multitud que rodea a Jesús nunca se presenta
como una entidad política —como un pueblo— sino siempre en los términos de una masa o
de una «muchedumbre». En el Nuevo Testamento, encontramos así tres palabras para
«pueblo»: plethos, lat. multitudo, 31 veces; ochlos, lat. turba, 131 veces; laos, lat. plebs,
142 veces (este último término se volverá en el vocabulario ulterior de la Iglesia un
verdadero término técnico: el pueblo de Dios como plebs Dei). Falta el término con valor
político demos (populus), como si el acontecimiento mesiánico transformara ya siempre al
pueblo en una multitudo o en una masa informe. De modo análogo, la constitución del
mortalis Deus en la ciudad de Hobbes está seguida de la disolución inmediata del cuerpo
político en una multitud. La tesis teológico-política de Hobbes según la cual, hasta la
segunda venida de Cristo, no puede haber sobre la tierra un Reino de Dios con valor de
Common-wealth político implica que, mientras tanto, la Iglesia existe solamente en
potencia («los elegidos […], mientras vivan en este mundo, constituyen solamente en
potencia una Iglesia, que no existirá en acto antes de que sean separados por los réprobos
y se reúnan en torno suyo en el día del juicio»: Hobbes 2, XVII, 22).

16. Es el momento de examinar el texto del Nuevo Testamento en el que la tradición ha


visto de manera unánime la descripción del conflicto escatológico que precede
inmediatamente a la instauración del Reino de Dios y sin el cual una comprensión del
pensamiento político de Hobbes permanecería incompleta: la segunda Epístola de Pablo a
los tesalonicenses. En esta epístola, Pablo, hablando a los tesalonicenses de la parusía del
Señor, describe el drama escatológico como un conflicto que ve por un lado al mesías y por
el otro a dos personajes que él llama «el hombre de la anomia» (ho anthropos tes anomias,
literalmente «el hombre de la ausencia de ley»), y «aquel que retiene» (ho katechon): «Que
nadie los engañe de ninguna manera. Antes debe venir la apostasía y revelarse el hombre de
la anomia [ho anthropos tes anomias], el hijo de la destrucción, aquel que se contrapone y
se eleva por encima de todo lo que porta el nombre de Dios o recibe un culto, hasta sentarse
en el templo de Dios, monstrándose él mismo como Dios. ¿No recuerdan que cuando estaba
todavía entre ustedes, les decía esto? Ahora saben lo que lo retiene actualmente de manera
que no se revele más que en su tiempo. El misterio de la anomia [mysterion tes anomias,
que la Vulgata traduce como mysterium iniquitatis] está ya a la obra. Pero sólo hasta que
aquel que retiene sea apartado de en medio, y es entonces que el impío [anomos,
literalmente «el sin-ley»] será revelado, y el señor Jesús lo hará desaparecer con el soplo de
su boca» (2 Tes., 2, 2-8).
Cuando la Iglesia no había cerrado aún su despacho escatológico, la identificación de los
dos personajes en cuestión, «aquel que retiene» y «el hombre de la anomia», solicitó de
modo especial la perspicacia hermenéutica de los Padres, desde Ireneo hasta Jerónimo y de
Hipólito a Ticonio y a Agustín. Mientras que el segundo había sido unánimemente
identificado con el Anticristo de la primera Epístola de Juan, el primero, según una
tradición que Agustín comenta ampliamente en el De Civitate Dei, había sido identificado
con el Imperio romano. Es a esta tradición que se refiere Schmitt, que ve en la doctrina del
katechon la única posibilidad de concebir la historia desde un punto de vista cristiano: «La
fe en un poder que retiene el fin del mundo —escribe— constituye el único puente que
puede conducir de la parálisis escatológica de todo devenir humano hasta una potencia
grandiosa como la del Imperio cristiano de los reyes germánicos» (Schmitt 4, p. 44). Y es
en esta tradición «catecóntica» donde él coloca la teoría hobbesiana del Estado.

17. Está, por tanto, fuera de duda que, llamando el Common-wealth con un nombre —
Leviatán— que era todavía en su época sinónimo de Anticristo, Hobbes era consciente de
situar su concepción del Estado en una perspectiva definitivamente escatológica (la alusión,
en el pasaje citado más arriba del De Cive, XVII, 22, a una separación entre los buenos y
los réprobos en la Iglesia contiene un reenvío implícito a la segunda Epístola a los
tesalonicenses). Y justamente aquí la interpretación schmittiana del Leviathan muestra su
insuficiencia. No es una casualidad si en el Leviathan, donde se encuentran más de
cincuenta citas del corpus paulino, Hobbes jamás mencione directamente la segunda
Epístola a los tesalonicenses. En la «política cristiana» de Hobbes, el Estado de ningún
modo podría tener la función de un poder que frena y retiene el fin de los tiempos, y nunca
es efectivamente presentado desde esta perspectiva; por el contrario, como en la tradición
escritural que Hobbes reivindica tal vez irónicamente contra una Iglesia que parece haberla
olvidado, el fin de los tiempos puede advenir en todo instante, y el Estado no solamente no
actúa como un katechon, sino que coincide más bien con la propia bestia escatológica que
debe ser aniquilada en el fin de los tiempos.
Es conocida la tesis de Schmitt según la cual los conceptos políticos son conceptos
teológicos secularizados. Esta tesis debe ser precisada en el sentido de que secularizados
están hoy esencialmente los conceptos escatológicos (que se piense en la centralidad del
concepto de «crisis», es decir, del término fundamental de la escatología cristiana, el Juicio
final: Koselleck 1). La política contemporánea se funda en este sentido en una
secularización de la escatología. Nada más extraño al pensamiento de Hobbes, que deja a la
escatología su concreción y su situación propia. No es la confusión de lo escatológico con
lo político, sino una relación singular entre dos poderes autónomos lo que define la política
hobbesiana. El reino del Leviatán y el Reino de Dios son dos realidades políticas
autónomas, que nunca deben confundirse: y sin embargo, están escatológicamente
covinculadas, en el sentido de que el primero tendrá que desaparecer necesariamente
cuando el segundo se realice.
La escatología hobbesiana presenta aquí una afinidad singular con aquella que Benjamin
articuló en el Theologisch-politisches Fragment. También para Benjamin, el Reino tiene
sentido sólo como eschaton y no como elemento histórico («desde un punto de vista
histórico, el Reino de Dios no es meta, sino término»); y, también para Benjamin, la esfera
de la política profana es enteramente autónoma con respecto al Reino de Dios. Sin
embargo, para Benjamin al igual que para Hobbes, la política profana no tiene, con respecto
al Reino, ninguna función catecóntica: por el contrario, lejos de frenar el advenimiento, es,
escribe Benjamin, «una categoría de su avecinarse más silencioso».
Por su naturaleza, el Estado-Leviatán, que debe asegurar a los súbditos «seguridad»
(safety) y «satisfacción» (contentements of life), es también lo que precipita el fin de los
tiempos. La alternativa formulada por John Barclay en su novela Argenis como
justificación del absolutismo («o bien dar al pueblo su libertad, o bien proveer su paz»:
Koselleck 2, p. 20) permanece necesariamente irresuelta. Hobbes conocía el pasaje de la
primera Epístola a los tesalonicenses (5, 3; la epístola está citada en el capítulo XLIV del
Leviathan), en la cual «paz y seguridad» (eirene kai asphaleia) coinciden con el
advenimiento catastrófico del Día del Señor («Cuando los hombres se dirán: ¡Paz y
seguridad! Es entonces que súbitamente les arrojará a la ruina»). Por esto Behemot es
inseparable de Leviatán y, según la tradición talmúdica evocada por Schmitt, en el fin de
los tiempos, «Behemot con sus cuernos abatirá a Leviatán, y Leviatán lo traspasará con sus
aletas» (Midrash sobre el Levítico, Shemini XIII, 114 b 20-24; cf. Strack y Billerbeck, p.
1163; Drewer, p. 152). Sólo en tal momento los justos podrán sentarse a su banquete
mesiánico, liberados para siempre de las cadenas de la ley: «Y los sabios han dicho: “¿Es
esta matanza conforme al ritual? ¿No nos enseñaron que cada uno puede matar, y que
puede matar en cualquier momento y con cualquier instrumento, pero no con una hoz, con
una sierra, con los dientes o con las uñas, porque causan dolor?” Rabí Abin b. Kahana dijo:
“Una nueva Torá sale de mí”» (idem.).
Es tal vez por una ironía de esta naturaleza que el Leviathan —este texto tan densamente
y, tal vez, tan irónicamente escatológico— se haya vuelto uno de los paradigmas de la
teoría moderna del Estado. Pero es cierto que la filosofía política de la modernidad no
podrá salir de sus contradicciones si no toma consciencia de sus raíces teológicas.

Bibliografía

Arendt, Hannah, On Revolution, Nueva York, Viking Press, 1963.


Benjamin, Walter, «Theologisch-politisches Fragment», en Gesammelte Schriften, II, Surkhamp, Fráncfort
del Meno, 1977.
Berns, Laurence, «Thomas Hobbes», en Leo Strauss y Joseph Cropsey (dir.), History of Political
Philosophy, Chicago, The University of Chicago Press, 1987.
Bertozzi, Marco, Thomas Hobbes. L’enigma del Leviatano, Ferrara, Bovolenta, 1983.
Bramhall, John, «The Catching of Leviathan, or the Great Whale», en John Bramhall, Castigations of Mr.
Hobbes, Londres, Crook, 1658.
Brandt, Reinhard, «Das Titelblatt des “Leviathan” und Goya’s “El gigante”», en Udo Bermbach y Klaus-
Michael Kodalle (dir.), Furcht und Freiheit. Leviathan-Discussion 300 Jahre nach Thomas Hobbes, Opladen,
Westdeutscher Verlag, 1982.
Bredekamp, Horst, Thomas Hobbes, Der Leviathan. Das Urbild des modernen Staates und seine
Gegenbilder, Berlín, Akademie-Verlag, 2003.
Drewer, Lois, «Leviathan, Behemoth and Ziz: A Christian Adaptation», en Journal of the Warburg and
Courtauld Institutes, vol. 44, 1981.
Falk, Francesca, Eine gestische Geschichte der Grenze, Múnich, Fink, 2011.
Farneti, Roberto, Il canone moderno, Turín, Bollati Boringhieri, 2002.
Hobbes, Thomas, Leviathan (1651), editado por R. Tuck, Cambridge, Cambridge University Press, 1991.
Hobbes, Thomas, De Cive (1642), editado por R. Tuck y Michael Silverthorne, Cambridge University
Press, 1998.
Hobbes, Thomas, The Elements of Law, Natural and Politic (1640), editaro por F. Tönnies, Londres, Cass,
1969.
Hobbes, Thomas, «The Second Book of the History of Thucydides» (1629), en The English Works, editado
por W. Molesworth, viii, Aelen, Scientia, 1966.
Jünger, Ernst y Schmitt, Carl, Briefe. 1930-1983, editado por Helmuth Kiesel, Stuttgart, Klett-Cotta, 1999.
1. «Krise», en O. Brunner, W. Conze, R. Koselleck (ed.), Geschichtliche Grundbegriffe, VII, Stuttgart,
Klett-Cotta, 1992.
Koselleck, Reinhart, 2. Kritik und Krise, Friburgo-Múnich, Verlag Alber, 1959.
Malcolm, Noel, «The Titlepage of “Leviathan”. Seen in a Curious Perspective», en The Seventeenth
Century, XIII, 2, 1998.
Pocock, John Greville Agard, «Time, History and Eschatology in the Thought of Thomas Hobbes», en J. G.
A. Pocock, Politics, Language and Time, Chicago, The University of Chicago Press, 1989.
Poesch, Jessie, «The Beasts from Job in the “Liber Floridus” Manuscripts», en Journal of the Warburg and
Courtauld Institutes, XXXIII, 1970.
Pufendorf, Samuel von, «De iure naturae et gentium libri octo» (1672), en Gesammelte Werke, iv, editado
por F. Böhling y W. Schmidt-Biggermann, Berlín, Akademie Verlag, 2011.
Schmitt, Carl, Positionen und Begriffe, Hamburgo, Hanseatische Verlagsanstalt, 1940.
Schmitt, Carl, Der Leviathan in der Staatslehre des Thomas Hobbes. Sinn und Fehlschlag eines politischen
Symbol (1938), Colonia, Hohenheim, 1982.
Sieyès, Emmanuel-Joseph, Qu’est-ce que le Tiers État? (1789), Genève, Droz, 1970.
Strack, Hermann L. y Billerbeck, Paul, Kommentar zum Neuen Testament. Aus Talmud und Midrash, iv, 2:
Exkurse zu einzelnen Stellen des Neues Testaments, Múnich, Beck, 1928.
Willms, Bemard, Die Antwort des Leviathan, Neuwied-Berlín, Luchterhand, 1970.

Créditos de las ilustraciones

Figura 1: Frontispicio de la 1a edición del Leviathan de Thomas Hobbes, 1651, © Leemage.


Figura 2: Abraham Bosse, frontispicio del Leviathan de Thomas Hobbes, 1651, copia manuscrita, British
Library, Mss Egerton, 1910, © Leemage.
Figura 3: extraída de Reinhardt Brandt, «Das Titelblatt des “Leviathan” und Goya’s “El gigante”», en Udo
Bermbach y Klaus-Michael Kodalle (dir.), Furcht und Freiheit. Leviathan-Discussion 300 Jahre nach
Thomas Hobbes, Opladen, Westdeutscher Verlag, 1982
Figura 4 (en dos archivos): extraídas de Noel Malcolm, «The Titlepage of “Leviathan”. Seen in a Curious
Perspective», en The Seventeenth Century, XIII, 2, 1998.
Figura 5: Lambeli de Saint-Omer, Liber Floridus (env. 1120), © Bridgeman Images.
Figura 6: extraída de H. Bredekamp, Thomas Hobbes, Der Leviathan. Das Urbild des modernen Staates
und seine Gegenbilder, Berlín, Akademie-Verlag, 2003.

Potrebbero piacerti anche