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Comportamiento y salud
Subtema: Características de las etapas del ciclo vital.
Fuente: Morris, Charles G.; Maisto, Albert A.,(2001), Psicología, Edit. Prentice Hall,
México, pp. 1-37
Temario
Métodos en la Psicología del desarrollo
Desarrollo prenatal
El recién nacido
El temperamento
Capacidades preceptúales de los recién nacidos
Infancia y niñez
Desarrollo físico
Desarrollo motor
Desarrollo cognoscitivo
Desarrollo moral
Desarrollo del lenguaje
Desarrollo social
La televisión y los niños
Adolescencia
Cambios físicos
Cambios cognoscitivos
Desarrollo social y de la personalidad
Algunos problemas de la adolescencia
Adultez
Amor, relaciones de pareja y paternidad
El mundo del trabajo
Cambios cognoscitivos
Cambios de la personalidad
El “cambio de la vida”
Vejez
Cambios físicos
Desarrollo social
Cambios cognoscitivos
Al final de la vida
La niñez de Kay fue muy especial. Siendo la cuarta de cinco hijos de una familia
muy rica, Kay creció en auténticas mansiones atendidas por muchos sirvientes. Pero cosa
extraña: no aparentaba ser rica. Nunca se hablaba de dinero en su casa; ella, su hermano
y sus hermanas nunca recibieron muchos regalos caros. Desde sus primeros años se
consideró una niña tímida, pasiva, insegura, sin gracia, que nunca respondía a las
expectativas de los demás. Envidiaba el carácter rebelde de su segunda hermana, pero le
faltaba valor para imitarla. Su madre nada hizo para fomentar en ella la seguridad en sí
misma. Fijaba metas a sus hijos que parecían casi imposibles de alcanzar. El hombre con
quien Kay se casó era brillante, ingenioso, encantador y extremadamente exitoso.
Tomaba las decisiones en la vida familiar. Él era el pensador creativo, ella la realizadora.
Él aportaba la emoción y el gusto por la vida, ella era la fiel seguidora. Y, sin embargo,
tras sufrir mucho tiempo las parrandas de su esposo, sus momentos de irritación
impredecible, su lucha con un trastorno maniaco depresivo y, finalmente, su suicidio
violento, se vio obligada a encargarse de la empresa familiar y se convirtió en la directora
talentosa y poderosa de un periódico muy influyente. Esta pobre niña rica tan abrumada
por la inseguridad es Katharine Graham, quien fuera editora de The Washington Post.
Ahora una octogenaria que ganó el Premio Pulitzer en 1997 por su autobiografía
(Graham, 1997).
REFLEXIONE
Los psicólogos del desarrollo emplean los mismos métodos de investigación que los de
otras áreas: observación naturalista, estudios correlaciónales y experimentos (capítulo 1).
Pero como se interesan en los procesos del cambio en el tiempo, los usan en tres tipos
especiales de estudios: transversales, longitudinales y biográficos.
En un estudio transversal, el investigador examina el cambio producido por el
desarrollo observando o evaluando al mismo tiempo a personas de distinta edad. Por
ejemplo, podría estudiar el desarrollo del pensamiento lógico examinando
simultáneamente a grupos de sujetos de 6, 9 y 12 años, para analizar luego las
diferencias entre los grupos de edad. O, si les interesan los cambios cognoscitivos que se
operan durante la adultez, podrían estudiar a individuos de 40, 60 y 80 años de edad. El
problema de este tipo de estudios radica en que no distinguen las diferencias de edad de
las diferencias de cohorte. La cohorte es un grupo de personas nacidas durante el mismo
periodo histórico; por ejemplo, todos los estadounidenses que nacieron en 1940 forma
una cohorte. Las diferencias de cohorte son aquellas que existen entre los individuos y
que se atribuyen al hecho de que nacieron y crecieron en distintos momentos históricos.
Si comprobáramos que las personas de 40 años de edad pueden resolver problemas de
matemáticas más difíciles que las de 80 años, no sabríamos si ello se debió a la
diferencia de edades o a las de cohorte. Después de todo, las personas de 80 años
crecieron en una época en que había menos oportunidades educativas y en que no había
calculadoras ni computadoras.
Un estudio longitudinal examina los cambios del desarrollo evaluando a los
mismos sujetos dos o más veces, conforme van envejeciendo. Así, los investiga dores
que quieren conocer el desarrollo del pensamiento lógico podrían iniciar su estudio
evaluando a un grupo de niños de seis años de edad, aguardar tres años y luego repetir la
evaluación con los mismos niños a los nueve años de edad; aguardar otros tres años y
repetirla nuevamente a los 12 años. Tampoco los estudios longitudinales están exentos
de problemas. No distinguen las diferencias de edad de las que pueden provenir del
perfeccionamiento de las herramientas de evaluación o de medición. Por ejemplo, los
investigadores que repiten las pruebas con una cohorte a los nueve años de edad podrían
tener acceso a una medida más sensible del pensamiento lógico que cuando se as
aplicaron a los seis años de edad. Por consiguiente, si descubren un avance importante
en este lapso de tres años, no sabrán hasta qué punto se debe al paso de los años o a
una herramienta más sensible de medición.
Otro problema radica en el tiempo que se requiere para efectuar un estudio
longitudinal, aun cuando sólo nos interese el desarrollo durante la niñez. Un estudio
longitudinal puede prolongarse 50 años o más, si examinamos los cambios que se
producen a lo largo de la adultez.
Para evitar los enormes gastos de un estudio tan prolongado, los investiga dores
han ideado un tercer método para examinar la adultez: el estudio biográfico o
retrospectivo. Un estudio longitudinal podría comenzar con individuos de 20 años de edad
y darles seguimiento a través de los años; en cambio, un estudio biográfico, podría
iniciarse con algunos individuos de 70 años de edad y a partir de ese momento volver al
pasado. En otras palabras, los investigadores intentarán reconstruir su pasado
entrevistándolos y consultando otras fuentes, en forma muy parecida a lo que hace un
biógrafo cuando escribe la vida de alguien. Los datos biográficos son menos fidedignos
que los obtenidos con los métodos longitudinal o transversal, porque los recuerdos no
siempre son exactos.
Los tres métodos tienen las ventajas y las desventajas que se resumen en la tabla
10-1. En este capítulo usted encontrará ejemplos de ellos.
DESARROLLO PRENATAL
Durante el periodo más temprano del desarrollo prenatal, etapa que abarca des de la
concepción hasta el nacimiento, el huevo fertilizado se divide e inicia el proceso que, en
apenas 9 meses, lo transformará de un organismo unicelular en un ser humano complejo.
Las células en división forman una bola hueca que se implanta en la pared del útero. Dos
semanas después de la concepción, las células comienzan a especializarse. Algunas
formarán los órganos internos del niño, otras se convertirán en músculos y huesos, otras
más darán origen a la piel y al sistema nervioso. El organismo en desarrollo ha dejado de
ser una masa indiferenciada de células y ahora recibe el nombre de embrión.
TABLA 10-1
VENTAJAS Y DESVENTAJAS DE VARIOS MÉTODOS
DE INVESTIGACIÓN DEL DESARROLLO
Método Ventaja Desventaja
Transversal 1.- Barato 1.- Los grupos de edad no
2.- Su realización necesariamente se parecen
requiere poco tiempo 2.- Los sujetos de la misma edad
3.- Evita el alto cronológica tal vez no se encuentren
porcentaje de pérdida en la misma etapa de maduración
de sujetos (sujetos que 3.- Confunde las diferencias de
abandonan el estudio) cohorte con la edad
EL RECIÉN NACIDO
El temperamento.
Estamos tentados a hablar de los recién nacidos como si todos fueran iguales, pero
muestran diferencias individuales de temperamento (Goldsmith y Harman, 1994;
Piontelli, 1989), Algunos lloran más que otros; algunos son más activos. A otros les
encanta ser acariciados; otros más se retuercen cuando los toman en brazos. Hay
quienes son muy sensibles a los estímulos del entorno, mientras que otros permanecen
tranquilos sin importar lo que ven u oyen.
En un estudio clásico sobre el temperamento infantil, Alexander Thomas y Stelia
Chess (1977) identificaron tres tipos de niños: “fáciles”, “difíciles” y “de lento arranque”.
Los niños “fáciles” son afables y adaptables, fáciles de cuidar y de agradar. Los niños
“difíciles” son malhumorados y muy activos; reaccionan en forma negativa y excesiva ante
los desconocidos y las situaciones nuevas. Los “de lento arranque” son relativamente
inactivos y tardan en responder ante situaciones nuevas, pero cuando lo hacen, sus
reacciones son apacibles. A estos tres t Kagan y sus colegas (Kagan y otros, 1988; Kagan
y Snidman, 1991) han agregado un cuarto: el “niño tímido”. Estos niños son inhibidos,
temerosos de todo lo nuevo o extraño. Su sistema nervioso reacciona a los estímulos en
una forma típicamente hipersensible (Kagan, 1994). Kagan observó diferencias
interesantes en la frecuencia con que varias conductas relacionadas con el temperamento
aparecen en los niños de culturas diversas. El y sus colegas afirman que, en gran medida,
pueden deberse a los efectos de varios grupos de genes y a predisposiciones genéticas
(Kagan y otros, 1993).
Cualquiera que sea la causa inicial del temperamento, suele permanecer muy
estable a través del tiempo. En un estudio donde se pedía a las madres describir el
temperamento de sus hijos, características como grado de irritabilidad, flexibilidad y
perseverancia mostraban una estabilidad relativa de la infancia a los ocho años de edad
(Pedlow y otros, 1993). Otros estudios han re velado que los niños exigentes o difíciles
tienden a convertirse en “niños problema” que son agresivos y tienen problemas en la
escuela (Guérin, 1994; Patterson y Bank, 1989; Persson-Blennow y McNeil, 1988), Un
estudio longitudinal sobre los niños tímidos y algunos de sus compañeros menos inhibidos
indicó que el niño tímido conserva esta característica, junto con la inhibición, en los años
intermedios de la niñez, del mismo modo que el niño desinhibido sigue siendo
relativamente abierto y atrevido (Kagan y Snidman, 1991).
A esta estabilidad del comportamiento contribuye una combinación de factores
biológicos y ambientales. Por ejemplo, si un recién nacido posee la predisposición innata
para llorar a menudo y reaccionar negativamente ante las situaciones, sus padres pueden
sentirse cansados, frustrados y, a menudo, irritados. Estas reacciones vendrán a reforzar
las conductas difíciles de su hijo, de modo que tiende a persistir. Aun cuando los niños
nazcan con determinado temperamento, no necesariamente deben conservarlo toda la
vida. Sus predisposiciones interactúan con la experiencia diaria y lo que serán más tarde
es resultado de esa interacción (Kagan, 1989, 1994; Kagan, Snidman y Arcus, 1992).
El recién nacido puede ver, oír y entender mucho más de lo que le reconocían las
generaciones pasadas. Sus sentidos funcionan bastante bien al momento de nacer y
mejoran rápidamente hasta alcanzar niveles semejantes a los del adulto. El neonato
comienza a asimilar y procesar la información procedente del mundo exterior en cuanto
entra en él y, en algunos casos, aun antes.
Visión: A diferencia de los cachorros de perros y de gatos, el niño nace con los ojos
abiertos y funcionando, a pesar de que percibe el mundo un poco borro so al principio. Ve
con nitidez los rostros y los objetos situados de 20 a 25 centímetros de distancia. La
agudeza visual (claridad de la visión) mejora rápidamente, lo mismo que la capacidad
para enfocar los objetos colocados a varias distancias. A la edad de 6 a 8 meses, los
bebés pueden ver casi tan bien como un estudiante universitario promedio, aunque su
sistema visual tarde otros 3 a 4 años en alcanzar su desarrollo pleno (Maurer y Maurer,
1988).
Hasta los recién nacidos más pequeños muestran preferencias visuales. Prefieren
ver una imagen o un patrón nuevos que los que ya miraron muchas veces. Si se les
permite elegir entre dos figuras o patrones igualmente nuevos para ellos, casi siempre
seleccionan los que ofrecen el contraste más nítido. Por esto optan por ver un patrón en
blanco y negro en vez de uno de colores, a pesar de que saben distinguir los colores
primarios y el gris. Sin embargo, para un neonato el patrón no debe ser demasiado
complejo: prefiere un tablero grande de ajedrez en blanco y negro a uno chico, porque los
cuadros mas pequeños tienden a parecerle borrosos. Conforme pasan los años y mejora
su visión, prefiere patrones de creciente complejidad, quizá por la necesidad de tener un
ambiente cada vez más complejo (Acredolo y Hake, 1982; Fantz, Fagan y Miranda, 1975).
El recién nacido prefiere ver a su madre y no a un extraño (Walton, Bower y
Bower, 1992). ¿Cómo se las arreglan para reconocerla a una edad tan temprana? De
acuerdo con Walton y Bower (1993), se forma un esquema prototípico, o conjunto de
imágenes mentales que representan a “mamá”. No significa que “conozcan” a su madre
como un bebé de mayor edad. Significa sólo que, como la ven con tanta frecuencia,
adquieren una serie de imágenes diferentes de ella (desde varios ángulos, etc.,). Por esta
familiaridad visual la madre es objeto de su preferencia.
Otros sentidos.
Aún antes que los bebés nazcan, sus oídos funcionan bien. El feto en el útero escucha los
sonidos cardiacos y se sobresalta ante un sonido inesperado en el ambiente materno.
Después del nacimiento, los bebés muestran incluso señales de que recuerdan los
sonidos que escucharon en el vientre. En un estudio, un grupo de bebés modificaba la
velocidad con que succionaban un chupón con tal de escuchar la grabación del libro
infantil el gato en el sombrero, que sus madres habían leído en voz alta dos veces al día
durante las últimas seis semanas de embarazo. Los niños no hacían el mismo esfuerzo
por oír la grabación de otra historia a la que nunca habían estado expuestos (DeCasper y
Spence, 1986).
Los bebés nacen con la capacidad sensorial de distinguir la dirección de un
sonido. Esto lo muestran volteando la cabeza hacia la fuente emisora (Muir, 1985). A los
cuatro meses pueden incluso localizar la fuente de un sonido en la oscuridad, sin que
haya señales visuales (Hiller, Hewitt y Morrongiello, 1992). Los lactantes son
particularmente sensibles a los sonidos del habla humana. Un lactante de un mes
distingue sonidos similares como “pa-pa-pa” y “ba-ba-ba” (Eimas y Tartter, 1979). En
algunos aspectos, los distinguen mejor que los niños mayores y los adultos. A medida que
van creciendo, pierden la habilidad para percibir la diferencia entre dos sonidos muy
semejantes del habla que no se diferencian en su lengua materna (Werker y Desjardins,
1995). Por ejemplo, los lactantes japoneses pequeños perciben fácilmente la diferencia
entre “ra” y “la”, sonidos que no se distinguen en el japonés. Sin embargo, cuando tienen
un año de edad, ya no logran diferenciarlos (Werker, 1989).
Los recién nacidos muestran claras preferencias y aversiones con respecto al
gusto y al olfato. Les gustan los sabores dulces, preferencia que persiste a lo largo de la
niñez. Los bebés de apenas unas horas de nacidos manifiestan placer al probar el agua
edulcorada, pero arrugan la cara en un gesto de repugnancia al saborear el jugo de limón
(Stein, 1979).
Con el transcurso del tiempo, las percepciones del niño se vuelven más agudas y
significativas. Dos factores contribuyen a ello. Uno es la maduración física de los órganos
sensoriales y del sistema nervioso; el otro es que adquieren mayor experiencia en el
mundo. Los bebés aprenden acerca de las personas y los objetos de su ambiente, y
entran en contacto con varias vistas, sonidos, texturas, olores y sabores. Así se
enriquecen sus percepciones con una serie creciente de memorias y una mejor
comprensión de las cosas.
INFANCIA Y NIÑEZ
Desarrollo físico.
En el primer año de vida, el niño promedio crece unos 25 centímetros y gana siete
kilogramos. A los cuatro meses su peso natal se ha duplicado y se triplica en el primer
cumpleaños. El crecimiento físico disminuye considerablemente en el segundo año. Ya no
habrá aumentos rápidos de estatura y peso sino hasta comenzar la adolescencia.
El crecimiento no se produce del modo continuo y uniforme en que lo describen las
gráficas. Más bien, se realiza de manera intermitente (Lampl, Veidhuis y Johnson, 1992).
Cuando a los niños se les mide diariamente durante los primeros 21 meses de vida, la
mayoría no muestra crecimiento el 90% de las veces, pero cuando crecen lo hacen con
mucha rapidez, algunas veces de manera sorprendente. Aunque parezca increíble,
¡algunos ganan hasta 2.5 centímetros de la noche a la mañana!
Los cambios de tamaño del bebé se acompañan de importantes modificaciones de
las proporciones corporales. Durante los dos primeros años, la cabeza es grande en
relación con su cuerpo y el cerebro presenta un desarrollo acelerado. El cerebro alcanza
las tres cuartas partes de su tamaño adulto a la edad de dos años, momento en que
empieza a disminuir su crecimiento y entonces el mayor crecimiento corresponde al
cuerpo. El crecimiento de la cabeza termina prácticamente a los 10 años, pero el cuerpo
sigue creciendo durante varios años más.
Desarrollo motor.
Desarrollo cognoscitivo.
Etapa de las operaciones formales (11a 15 años): Esta limitación se supera en la etapa
de las operaciones formales del desarrollo cognoscitivo, la cual a menudo se alcanza
durante la adolescencia. Los muchachos ya pueden pensar en términos abstractos.
Formulan hipótesis, las prueban mentalmente y las aceptan o rechazan según los
resultados de estos experimentos mentales. Por tanto, pueden trascender el aquí y ahora
para comprender las cosas en función de la causalidad, para considerar posibilidades y
realidades, para formular y aplicar reglas, principios y teorías generales.
Con el fin de ejemplificar el pensamiento de esta fase, Piaget y su colega B.
Inhelder dieron a niños de varias edades algunos objetos diferentes y les pidieron
separarlos en dos pilas: cosas que flotan y cosas que se hunden. Entre los objetos había
bloques hechos de varios materiales, hojas de papel, clavos, guijarros y una tapa.
Después de que los niños terminaron de separarlos, los investigadores hicieron que
probaran sus predicciones poniendo los objetos en un cubo de agua; después les pidieron
que explicaran por qué algunas cosas flotaban y otras se hundían (Inhelder y Piaget,
1958). Los niños de menor edad, que todavía se hallaban en la etapa de las operaciones
concretas, no predecían acertadamente cuáles objetos flotarían ni podían explicar por
qué. Los niños mayores, que habían llegado a la etapa de las operaciones formales, lo
predecían mejor. Y cuando se les solicitaban explicaciones, hacían comparaciones y
gradualmente llegaban a la conclusión de que ni el peso ni el tamaño, solos constituían el
factor determinante, sino la relación entre los dos.
Los trabajos de Piaget han suscitado muchas controversias. Muchos ponen en tela de
juicio la suposición de que el desarrollo cognoscitivo progrese por etapas bien
diferenciadas que siempre avanzan en forma ordenada y secuencial, y que el niño ha de
pasar por una para entrar en la siguiente (Brainerd, 1978; Siegel, 1993). Para algunos el
desarrollo cognoscitivo es un proceso más gradual, resultante de la lenta adquisición de
experiencias y de la práctica, y no la abrupta aparición de niveles muy superiores de
habilidad (Paris y Weissberg, 1986).
La teoría de Piaget también provoca críticas por suponer que los lactantes
entienden muy poco del mundo; por ejemplo, la permanencia de los objetos en él. Cuando
se les permite indicar su comprensión de este principio sin que tengan que buscar un
objeto faltante, a menudo parecen saber muy bien que los objetos continúan existiendo
cuando otros objetos los ocultan (Baillargeon, 1994). Muestran también otros
conocimientos muy complejos del mundo, de los cuales carecían en opinión de Piaget,
como una compresión rudimentaria del número (Wynn, 1995). Por lo demás, al parecer en
edades mayores los logros cognoscitivos trascendentales se alcanzan mucho antes de lo
que pensaba Piaget (Gopnik, 1996).
Otros críticos afirman que Piaget no le concedió suficiente importancia a la
interacción social en el desarrollo cognoscitivo. Por ejemplo, el influyente psicólogo ruso
Lev Vygotsky sostenía que las personas de pensamiento más avanza do ofrecen a los
niños con quienes interactúan oportunidades de crecer en el área cognoscitiva (Vygotsky,
1978). Estas experiencias dependen muchísimo de la cultura de la sociedad, otro factor
del que prescindió Piaget (Daehier, 1994).
Finalmente, aunque la teoría de Piaget da un mapa esquemático del desarrollo
cognoscitivo, los intereses y las experiencias del niño pueden influir en la adquisición de
las capacidades cognoscitivas en formas que no explica Piaget. En otras palabras, su
teoría no estudia adecuadamente la diversidad humana.
Desarrollo moral.
Uno de los cambios más trascendentales del pensamiento que se operan durante la niñez
y la adolescencia es el desarrollo del razonamiento moral. Lawrence Kohlberg (1979,
1981) analizó este tipo de desarrollo contando a sus sujetos historias sobre complejos
problemas éticos. La más conocida de ellas es el “dilema de Heinz”:
En Europa, una mujer estaba a punto de morir de cáncer. Un medicamento podía
salvarla, una forma de radio que un farmacéutico del mismo pueblo había descubierto
hacía poco. La vendía en 2,000 dólares, o sea, 10 veces más de lo que le costó
producirla. Heinz, el marido de la enferma, acudió a todos sus conocidos para pedirles un
préstamo, pero apenas logró reunir la mitad del precio. Le dijo al farmacéutico que su
esposa estaba muriéndose y le pidió que se la vendiera más barata o que le permitiera
pagarle después. Pero por respuesta obtuvo un rotundo “No”. Heinz se desesperó y se
introdujo en la farmacia para robar el medicamento que necesitaba su esposa (Kohlberg,
1969, p. 379).
A los niños y a los adolescentes que oyeron la historia anterior se les preguntó:
“¿Debió el marido robar el medicamento?, ¿Por qué?”. Basándose en las respuestas de
los sujetos a estas preguntas (en particular a la segunda, “¿por qué?”), Kohlberg supuso
que el razonamiento moral se desarrolla por etapas, en forma muy parecida a la
explicación que Piaget dio del desarrollo cognoscitivo. Los preadolescentes se encuentran
en lo que Kohlberg llama el nivel preconvencional del razonamiento moral: tienden a
interpretar la conducta a partir de sus consecuencias concretas. En este nivel, los niños
más pequeños basan sus juicios del “bien” y del “mal” en si se premia o se castiga su
conducta. Los niños un poco mayores, todavía en el mismo nivel, basan sus decisiones
éticas en lo que satisface las necesidades, en especial las propias.
Al llegar la adolescencia y al iniciarse la transición al pensamiento de las
operaciones formales, se sientan las bases para pasar al segundo nivel del razona miento
moral, el nivel convencional. En éste, los adolescentes definen por primera vez la
conducta correcta como aquella que agrada a otros o les ayuda y que recibe su
aprobación. Hacia la mitad de la adolescencia, se da otra transición más al considerar
varias virtudes sociales abstractas, como ser un “buen ciudadano” y respetar la autoridad.
Ambas formas de razonamiento convencional exigen la capacidad para pensar en valores
abstractos como “deber” y “orden social”, tener en cuenta las intenciones de la conducta y
ponerse en el lugar del otro.
El tercer nivel del razonamiento moral, el nivel post-convencional, requiere un
pensamiento aún más abstracto. Este nivel se caracteriza por la importancia que se
concede a los principios abstractos como justicia, libertad e igualdad. Las normas morales
personales profundamente arraigadas se convierten en los criterios para decidir lo que es
bueno o malo. No importa en absoluto que estas decisiones correspondan a las reglas y
leyes de una sociedad en un momento determinado. Por primera vez, el individuo puede
percatarse de las discrepancias entre lo que juzga ético y lo que la sociedad considera
legal.
Las ideas de Kohlberg han sido criticadas por muchas razones. Primero, la investigación
indica que muchas personas de la sociedad moderna, tanto adultos como adolescentes,
nunca van más allá del nivel convencional del razonamiento moral (Conger y Petersen,
1991). ¿Significa esto que están “moralmente subdesarrollados”, como postula la teoría
de Kohlberg?
Segundo, esta teoría no toma en cuenta las diferencias culturales en los valores
morales. Kohlberg coloca las consideraciones de “justicia” en el nivel más alto del
razonamiento moral. Sin embargo, en Nepal los investigadores descubrieron que un grupo
de monjes budistas adolescentes concedían el máximo valor ético a aliviar el sufrimiento y
a ser compasivos, conceptos que no tienen cabida en el esquema del desarrollo moral
propuesto por Kohlberg (Huebner, Garrod y Snarey, 1990).
Tercero, a la teoría de Kohlberg se le ha criticado por considerarla sexista.
Kohlberg comprobó que los varones obtenían puntuaciones más altas que las mujeres en
su prueba del desarrollo moral. De acuerdo con Carol Gilligan (1982, 1992), esto se debió
a que los varones tienden a basar sus juicios morales en el concepto abstracto de justicia,
mientras que las mujeres tienden a hacer lo en criterios de interés por los demás y en la
importancia de mantener relaciones personales. En opinión de Gilligan, no hay una razón
válida para suponer que una de estas perspectivas es superior a la otra. Aunque las
investigaciones subsecuentes han comprobado que las diferencias sexuales en el
pensamiento moral suelen disminuir en los adultos (Cohn, 1991), todavía subsisten
inquietudes por el sesgo sexual de la teoría de Kohlberg.
En los últimos años, los investigadores del desarrollo moral tienden a ampliar el
interés de Kohlberg por los cambios del razonamiento moral. Desean descubrir los
factores que influyen en las decisiones morales de la vida diaria y hasta qué punto se
ponen en práctica. En otras palabras, quieren entender no sólo el pensamiento sino
también la conducta moral (Power, 1994).
El desarrollo del lenguaje sigue un patrón predecible. Hacia los 2 meses de edad, el niño
comienza el arrullo (palabra con que designamos los sonidos no descriptivos). Al cabo de
uno o dos meses, entra en la etapa del balbuceo y comienza a repetir sonidos como da o
incluso sonidos sin significado que los psicólogos del desarrollo llaman “gruñidos”; estos
sonidos son los elementos básicos del desarrollo posterior del lenguaje (Dili, 1994). Unos
meses más tarde, el niño forma cadenas con el mismo sonido como dadadada.
Finalmente, forma combinaciones de varios sonidos, como en dabamaga (Ferguson y
Macken, 1983).
Incluso los bebés sordos que son hijos de padres sordos que se comunican con el
lenguaje de signos producen una forma de balbuceo (Pettito y Marentette, 1991). Igual
que los niños normales, los bebés sordos comienzan a balbuceantes de los 10 meses de
edad, pero lo hacen con las manos. Del mismo modo que los niños normales repiten
sonidos una y otra vez, los sordos también ejecutan movimientos repetitivos con las
manos semejantes al lenguaje de signos.
Poco a poco el balbuceo adquiere algunas características del lenguaje adulto.
Entre los 4 y tos 6 meses de edad, las vocalizaciones empiezan a mostrar seña les dé
entonación, es decir, el aumento o disminución del tono que permite al adulto distinguir —
por ejemplo— las preguntas (“ cansado?”) y los enunciados comunes (“Estás cansado”).
En este periodo los niños aprenden los sonidos básicos de su lengua materna. Este
aprendizaje ocurre mucho antes que comprendan las palabras, aunque reconocen las de
uso común como su nombre (Kuhl, Williams y Lacerda, 1992; Mandel, Jusczyk y Pisoni,
1995).
Hacia su primer cumpleaños, el bebé empieza a utilizar la entonación para
expresar órdenes y preguntas (Greenfteld y Smith, 1976). Más o menos a la misma edad,
muestra entender lo que se le dice; comienza no sólo a imitar lo que otros dicen sino a
utilizar los sonidos para llamar la atención. Cada día la vocalización adquiere un carácter
más comunicativo y una orientación más social. Los padres facilitan este proceso al
hablar con sus hijos en lo que se conoce como habla infantil. Esta habla se pronuncia
lentamente y utiliza oraciones simples, un tono alto, la repetición y entonaciones
exageradas, todo lo cual atrae la atención del niño y le ayuda a distinguir los sonidos de
su lengua (J. Hampson.y Nelson, 1993).
La culminación de esta preparación es la pronunciación de la primera palabra,
generalmente dada, hacia los 12 meses de edad. En los siguientes 6 a 8 meses, el niño
crea un vocabulario de oraciones de una palabra llamadas holofrases: “jUpa!”, “ “jMás!”.
En un principio las emplea para describir su conducta pero más tarde con ellas describe
las acciones ajenas (Huttenlocher, Smiley y Charney, 1983). Los niños emplean también
palabras compuestas como mamá-eta (mamá, dame galleta). A estas hoto- frases
agregan palabras que sirven para dirigirse a las personas, “adiós” es una (le las favoritas,
y unas cuantas exclamaciones como ¡Ay!
En el segundo año de vida, el niño comienza a distinguirse de los demás. Los
posesivos forman entonces parte importante de su vocabulario: [zapatos son] “de papá”.
Pero la pasión dominante de los niños de 12 a 24 meses es dar nombre a las cosas. Con
poco o nulo estímulo, asignan nombre prácticamente a todo lo que ve y no siempre en
forma correcta. En esta edad se sienten fascinados por los objetos. Si no saben el nombre
de un objeto, inventan o usan otra palabra que puede ser correcta. La retroalimentación
de los padres (“No, eso no es un perro, es una vaca”) mejora su vocabulario y les ayuda a
entender cuáles nombres pueden o no asignarse a clases de cosas (“perro” no se aplica a
animales grandes de cuatro patas que viven en las granjas y que mugen en vez de
ladrar).
Durante el tercer año de vida, el niño comienza a formar oraciones de dos y tres
palabras como “Ver papá”, “Bebé llora”, “Mi pelota” y “Perrito hace guauguau”. Las
grabaciones de las conversaciones entre madre e hijo muestran que, de los 24 a los 36
meses de edad, el niño omite los verbos auxiliares y las terminaciones verbales ( “tomar
eso?”; “Yo [ como [ do]” así como las preposiciones y artículos (“Es hora [ que] Sara
duerma [ siesta”) (Bloom, 1970). Por lo visto, a esta edad los niños aprovechan las partes
más importantes del habla, es decir, las que contienen la mayor parte del significado.
Después de los 3 años de edad, los niños comienzan a complementar sus
oraciones (“Nicolás escuela” se convierte en “Nicolás va a escuela”) y la producción del
lenguaje aumenta de modo impresionante. Los niños comienzan a utilizar el pasado y
también el presente. Algunas veces regularizan excesivamente el pasado, aplicando la
forma regular cuando se requiere una forma irregular (dicen “andó” en lugar de “anduvo”).
Tales errores indican que han comprendido implícitamente las reglas básicas del lenguaje
(Marcus, 1996). Los preescolares formulan más preguntas y aprenden a utilizar bien
“qué” (algunas veces en forma desesperante). Entre los 5 y los 6 años de edad, la
mayoría posee un vocabulario de más de 2,500 palabras y puede construir oraciones de
seis a ocho palabras. Este aumento del léxico que utiliza el niño cuando se comunica no
es más que un aspecto del dominio de la lengua. La complejidad de la estructura de la
oración (el empleo de oraciones subordinadas, por ejemplo) es otro buen indicador de su
nivel en el desarrollo lingüístico.
Teorías del desarrollo del lenguaje: Los niños aprenden con facilidad el vocabulario de
su lengua materna, lo mismo que las intrincadas reglas para combinar las palabras y
formar oraciones. Los psicólogos se preguntan cómo se explica esta rápida adquisición
del lenguaje. ¿De qué manera los niños aprenden a hablar en tan poco tiempo?
Hay dos teorías diametralmente opuestas sobre el desarrollo lingüístico. Según B.
F. Skinner (1957), los padres y otros escuchan el arrullo y el balbuceo del niño y lo
refuerzan o recompensan al emitir los sonidos que más se asemejan al habla adulta. Si el
niño dice algo que suene como mamá, su madre refuerza la conducta con sonrisas y
atención. A medida que pasa el tiempo, lo que dice debe parecerse cada vez más al habla
adulta para que reciba reforzamiento. Los niños que llaman “mamá” a la persona
equivocada difícilmente recibirán una son risa; se les refuerza sólo cuando emplean
correctamente la palabra. Del mismo modo, Skinner pensaba que el niño aprende por
ensayo y error en qué parte de la oración van las palabras, cómo utilizar prefijos y sufijos,
etcétera.
En opinión de la mayoría de los lingüistas y psicólogos, el reforzamiento no basta
para explicar la rapidez, la exactitud y la originalidad con que los niños aprenden a utilizar
el lenguaje. Noam Chomsky (1965) es el crítico más influyente cuando se habla de que a
los niños se les enseña el lenguaje. El sostiene que nacen con una predisposición a la
adquisición del lenguaje: un mecanismo interno para procesar el habla que “está
prealambrado” en el cerebro humano y que facilita el aprendizaje de la lengua haciéndola
universal (Kuhl, Kuhl y Williams, 1992). La predisposición permite al niño entender las
reglas básicas de la gramática, interpretar lo que escucha y construir oraciones nuevas.
Es una especie de “mapa” interno del lenguaje: lo único que hay que hacer es llenar los
espacios en blanco con la información proveniente del entorno. Un niño estadounidense
los llena con palabras inglesas, un niño mexicano con palabras españolas y así
sucesivamente.
Pero el ambiente no se limita a proporcionar al niño palabras para que llene los
espacios en blanco de su mapa interno del lenguaje. Sin el estímulo social de personas
con quienes hablar, aprende lentamente las palabras y las reglas gramaticales. Los
lactantes criados en instituciones, sin adultos sonrientes que recompensen sus esfuerzos,
balbucean como el resto de los niños pero tardan mucho más en comenzar a hablar que
los que crecen en una familia (Brown, 1958). La mayor atención que se brinda al
primogénito explica quizá por qué su desarrollo lingüístico tiende a ser más rápido que el
de los hermanos nacidos después (Jones y Adamson, 1987).
Bilingüismo y adquisición de un segundo idioma: Escuchar a un niño bilingüe pasar
de un idioma a otro es fascinante. Habla inglés en la escuela, pero en su casa habla
español, polaco o vietnamita. En Estados Unidos hay casi 10 millones de niños en edad
escolar cuyo idioma principal no es el inglés, en algunos estados constituyen el 25% de
los escolares. De ahí que la enseñanza bilingüe se haya convertido en uno de los
problemas más importantes de ese país.
¿Cómo puede mejorarse en lo posible el rendimiento escolar de los niños cuyo
idioma principal no es el inglés? ¿Debería enseñárseles sólo inglés o por lo menos
algunas clases deberían impartirse en su idioma principal? (capítulo 7, Cognición y
lenguaje). Un informe sobre la enseñanza bilingüe en la Ciudad de Nueva York demostró
que los estudiantes que toman la mayor parte de los cursos en inglés lo aprenden mejor
que aquellos a quienes se imparte algunas materias en su lengua principal. De igual
forma, los estudiantes provenientes de grupos que dan gran importancia al aprendizaje
del inglés —entre ellos los inmigrantes rusos, coreanos y chinos— avanzan en las clases
bilingües mucho más rápidamente que los provenientes de otros grupos que dan menos
valor al aprendizaje del inglés (Dillon, 1994).
Nuestro conocimiento de cómo se desarrolla en general el lenguaje mejora
investigando la manera en que los niños aprenden un segundo idioma. La tecnología
moderna incluso nos permite explorar la organización del cerebro relacionada con el habla
de dos lenguas. En un estudio (Hirsch y Kim, 1997), las exploraciones por resonancia
magnética mostraron que las personas que adquirieron un segundo idioma en la infancia
tienen una sola área de Broca en el cerebro, región que se especializa en al producción
del habla. Pero lo interesante es que, en aquellos que se vuelven bilingües en la
adolescencia, el cerebro posee dos áreas de Broca, una para cada idioma. Por lo visto,
cuando se aprende un segundo idioma a partir de los 11 años, las habilidades necesarias
para generar sus sonidos y aplicar su gramática están separadas de las que se re quieren
para hablar un primer idioma. Esto explica en parte por qué aprender un segundo idioma
en la adolescencia o en la adultez constituye un verdadero reto.
Periodos críticos en el desarrollo del lenguaje: Algunos han propuesto que existe un
periodo crítico durante el cual el niño ha de tener contacto con el lenguaje para que el
aprendizaje se lleve a cabo con toda normalidad. El estudio de la adquisición del lenguaje
de signos en los niños sordos es una forma de probar esta hipótesis. Los niños sordos
cuyos padres también son sordos lo emplean como su lengua principal desde el
nacimiento. En cambio, los niños sordos de padres normales tienen menos contacto con
ese lenguaje, porque sus padres normalmente no lo usan para comunicarse. Muchos
niños de este segundo grupo no aprenden a usar los signos hasta que llegan a la edad
escolar o son inscritos en algún tipo de programa residencial, mucho después de
terminado el periodo crítico para aprender el lenguaje. La investigación revela que hay
una estrecha relación entre la edad en que se aprende el lenguaje de signos y la habilidad
para utilizarlo. Los que lo aprendieron en la niñez temprana suelen do minarlo mejor que
los que lo aprendieron en la adolescencia o en la adultez (Emmorey, 1994). Estos
resultados no se deben a las diferencias en el tiempo que ambos grupos llevan usando el
lenguaje de signos. Entre quienes lo habían utilizando durante el mismo tiempo, los que lo
adquirieron durante la niñez temprana suelen dominarlo mejor que los que lo adquirieron
más tarde. Estos resultados constituyen una evidente confirmación de la hipótesis del
periodo crítico.
Desarrollo social.
Relaciones entre progenitor e hijo durante la infancia: desarrollo del apego Las crías
de muchas especies siguen a su madre por todas partes a causa de la impronta: poco
después de que nacen o salen del cascarón, forman un vínculo muy fuerte con el primer
objeto móvil que ven. En la naturaleza, éste suele ser la madre, primera fuente de afecto y
protección. Pero en los experimentos de laboratorio, algunas especies, como lo gansos,
han sido empolladas en incubadoras y se han improntado con señuelos, juguetes
mecánicos y hasta con seres humanos (Hoffman y DePaulo, 1977; Lorenz, 1935). Las
crías siguen fielmente a su “madre” humana, sin que manifiesten el menor interés por las
hembras adultas de su especie (vea la fotografía).
Los niños recién nacidos no muestran impronta con el primer objeto móvil que ven,
sino que paulatinamente forman un apego, o vínculo emotivo, con quienes los cuidan (sin
importar el sexo de quien los atiende). Este apego se basa en largas horas de interacción
durante las cuales el pequeño y el progenitor llegan a establecer una relación estrecha.
Las señales del apego se manifiestan a los 6 meses de edad e incluso antes. El bebé
responderá con sonrisas y arrullos ante la presencia de su cuidador y con lloriqueos y
miradas compungidas cuando se marcha. Hacia los siete meses de edad, la conducta de
apego se intensifica más. El niño se estirará para que el cuidador lo tome en brazos y se
abrazará a él, sobre todo cuando esté cansado, atemorizado o lastimado. Comenzará a
temer a los extraños, algunas veces emitiendo gritos fuertes incluso cuando un
desconocido le hace un gesto amistoso. El niño se inquietará mucho si el cuidador lo deja,
así sea por unos minutos, en un lugar extraño.
A los padres les sorprende esta nueva conducta de su hijo hasta entonces
impasible, pero es algo perfectamente normal. De hecho, la ansiedad ante la separación
de la madre indica que el niño ha adquirido el sentido de “permanencia de la persona”
junto con el de la permanencia del objeto. En los niños de cinco meses, todavía se
observa aquello de “fuera de la vista, fuera de la mente”, pero en los de nueve meses el
recuerdo de la madre persiste y con fuertes gritos anuncian que quieren que regrese.
Por lo regular, el niño aprende finalmente que su madre y otros cuidadores
primarios estarán con él cuando los necesite. Esto es lo que el psicólogo Erik Erikson
(1902-1994) llama desarrollo de la confianza básica. En su teoría del desarrollo
psicosocial, que abarca todo el ciclo vital desde el nacimiento hasta la vejez, cada etapa
de la vida ofrece una tarea o reto principal relacionados con el yo y con otros, que el
individuo debe encarar tenga éxito o no (Erikson, 1963), El reto de la primera etapa, que
comprende el primer año de vida, consiste en adquirir la confianza básica en el mundo,
sobre todo en las personas. La obtendrán si atienden sus necesidades. El bebé aprende a
confiar en otros y en sí mismo. Ve el mundo como un lugar seguro y confiable y se
muestra optimista ante el futuro. Por el contrario, será una persona temerosa y demasiado
ansiosa acerca de su seguridad, si no atienden sus necesidades quizá porque el cuidador
se ausenta o es poco sensible. A estos dos resultados posibles Erikson los llama
confianza frente a desconfianza.
A medida que el niño adquiere la confianza básica, deja de preocuparle la
presencia del cuidador. Llega a descubrir que hay otras cosas interesantes en el mundo.
Con cautela al inicio y luego con mayor atrevimiento, se aventura lejos del cuidador para
investigar los objetos y otras personas que lo rodean. Esta exploración es el primer indicio
de su incipiente autonomía, o sentido de independencia. La autonomía y el apego
pueden parecer actitudes contrarias, pero en realidad guardan una relación estrecha. El
niño que ha formado un apego seguro con un cuidador explorará el ambiente sin temor.
Sabe que el cuidador estará a su lado cuando en verdad lo necesite, de manera que esa
persona es una base firme para aventurarse en el mundo (Ainsworth, 1977).
Los niños con un apego inseguro con su madre tienden menos a explorar un
ambiente desconocido, a pesar de que ella esté presente. Más aún, casi todos los niños
de corta edad llorarán y no querrán tranquilizarse cuando se les deja en un lugar
desconocido, pero los niños con apego inseguro suelen seguir llorando aun después de
que su madre retorna; enojados la alejan a empujones o la ignoran por completo. En
cambio, un niño de 12 meses con apego seguro tenderá a correr hacia la madre que se
acerca para recibir un abrazo y palabras tranquilizadoras, comenzando de nuevo a jugar
alegremente (Ainsworth y otros, 1978).
La importancia de un apego seguro en la infancia temprana se manifiesta muchos
años después. Los estudios en niños de uno a seis años de edad han revelado que
aquellos niños que a los 12 meses forman un apego seguro con su madre tienden a
sentirse más cómodos con otros niños, muestran mayor interés en explorar juguetes
nuevos, y son más entusiastas y persistentes cuando les presentan actividades diferentes
(Harris y Liebert, 1991), Algunos investigadores piensan que el apego seguro crea un
modelo positivo de trabajo interno del yo y de los otros (Belsky, Spritz y Crnic, 1996,
Bowlby, 1969, 1982). Estos niños llegan a considerarse a sí mismos personas agradables
y competentes y a los demás como personas confiables y serviciales (Thompson y
Ganzel, 1994). Este modelo imprime un matiz positivo a las respuestas infantiles ante
gran parte de lo que encontrarán cuando crezcan.
Hacia los dos años de edad, el niño comienza a afirmar su creciente
independencia, manifestando gran molestia cuando sus padres interfieren. Rechazan
todo: no quieren que los vistan (“No!”), no quieren irse a dormir (“jNo!”), ni quieren usar la
bacinica (“¡No!”). El resultado de estas primeras declaraciones de independencia es que
los padres comienzan a disciplinario. Le dicen que debe comer e irse a la cama a cierta
hora, que no debe jalarle la cola al gato ni patear a su hermana y que debe respetar los
derechos ajenos. A menudo causa problemas el conflicto entre la necesidad de paz y
orden por parte de los padres y el deseo de autonomía por parte de su hijo. Pero es un
primer paso esencial de la socialización, proceso en que los niños aprenden conductas y
actitudes apropiadas para su familia y su cultura.
Erik Erikson veía una señal saludable en la independencia durante esta edad.
Autonomía frente a vergüenza y duda es el nombre que le dio a esta etapa. Si el pequeño
no adquiere un sentido de la independencia y separación de otros, puede convertirse en
una persona insegura. Puede comenzar a dudar de su capacidad para adaptarse al
mundo. Si los padres y otros adultos se burlan de sus esfuerzos, quizá comience también
a sentirse avergonzado. Por fortuna, la mayoría de los niños y de los padres evitan estos
resultados negativos. Negocian su relación de modo que el niño logre un nivel razonable
de independencia, a la vez que respetan la observancia de las reglas y valores sociales.
De este modo se cumplen las necesidades de autonomía y socialización.
Relaciones entre progenitor e hijo durante la niñez: A medida que los niños crecen, su
mundo social va ampliándose. Juegan con hermanos y amigos, asisten a la guardería, a
un centro de atención diurna y, finalmente, al jardín de niños. Para Erikson, la etapa
comprendida entre tres y seis años se caracteriza por una mayor iniciativa y por la
posibilidad de sentir culpa (iniciativa frente a culpa). A esta edad, el niño muestra
esfuerzos cada vez más evidentes por alcanzar metas, hace planes, emprende proyectos,
domina nuevas habilidades: desde andar en bicicleta y sentarse a la mesa hasta dibujar
hasta pintar y escribir palabras simples. El apoyo de los padres hacia estas iniciativas
lleva a una sensación de gozo en la adopción de nuevas tareas. Pero si una y otra vez se
le critica y reprende por algo que hace mal, corre el riesgo de pensar que no vale nada, de
mostrar resentimiento y culpa. De acuerdo con Erikson, evitar tales sentimientos
negativos es el principal desafío de esta etapa.
Se han dedicado investigaciones exhaustivas al efecto que en la conducta y
actitud de los hijos tiene el estilo de crianza. Diana Baumrind (1972) descubrió que los
padres autoritarios, que controlan rígidamente la conducta de sus hijos y exigen una
obediencia ciega, suelen tener hijos retraídos y desconfiados. Sin embargo, una crianza
permisiva también puede causar efectos negativos: cuando los padres ejercen escaso
control, sus hijos tienden a ser demasiado dependientes y a carecer de autocontrol. El
estilo de crianza más exitosa es el que Baumrind llama con autoridad: los padres ofrecen
una estructura y orientación firmes sin ejercer control excesivo. Escuchan las opiniones de
sus hijos y explican sus decisiones; pero es evidente que son ellos quienes fijan las reglas
y las hacen cumplir. Los hijos de los padres que adoptan este estilo de crianza suelen ser
personas seguras de sí mismas y socialmente responsables.
Desde luego, el progenitor no es el único que determina la relación con su hijo.
También éste influye en ella. Los padres no adoptan la misma actitud con todos sus hijos
(aunque aseguren que lo intentan), porque cada uno es un individuo diferente. Un niño
responsable y reflexivo hace más probable un estilo de crianza con autoridad; en cambio,
un niño impulsivo con quien es difícil razonar tenderá a provocar un estilo autoritario. Por
ejemplo, los niños con trastornos conductuales producen respuestas autoritarias en
muchos adultos, incluso en aquellos que no se comporten de esta manera con sus hijos
(O’Leary, 1995). Por tanto, los niños influyen en sus cuidadores en el momento en que
éstos hacen lo mismo.
Algunos investigadores descubrieron que las características intrínsecas de los
niños influyen en cuáles de ellos serán víctimas de maltrato. El riesgo aumenta en
aquellos que de alguna manera es difícil cuidar (niños prematuros, con cólicos, con
deficiencias físicas o conductuales, irritables o hiperactivos), especialmente en
combinación con una madre deprimida y un padrastro o madrastra en casa (Carlson,
1994; Daly y Wilson, 1996, Knutson, 1995). Con ello no que remos decir que el niño sea el
responsable del maltrato. Los responsables son exclusivamente los adultos. Pero ciertas
circunstancias hacen más difícil a los padres darles un buen cuidado. Entre ellas figuran
las siguientes: ser muy joven, ser soltero (o en un matrimonio abrumado por conflictos),
tener un nivel escolar bajo, sufrir problemas financieros, vivir en condiciones de
hacinamiento, presentar problemas de salud (física o mental) y tener antecedentes de
haber sufrido maltrato cuando era niño (Carison, 1994). En otras palabras, el maltrato del
niño es en parte resultado de un ambiente estresante; de ahí que los programas
tendientes a prevenirlo procuren ofrecer varias formas de apoyo a los padres de alto
riesgo. Enseñarles sistemas más adecuados para criar a sus hijos es otra táctica de uso
común (Fagot, 1994).
Relaciones con otros niños: A edad muy temprana, el niño comienza a mostrar interés
por otros niños, pero las habilidades sociales necesarias para jugar con ellos se
desarrollan en forma gradual (Pellegrini y Galda, 1994). Primero juega solo, practicando el
juego solitario. Después entre el año y medio y los dos años, comienza a dedicarse al
juego paralelo, es decir, juega al lado de otro y hace las mismas cosas que él, pero sin
que interactúen mucho. Hacia los dos años de edad la imitación se convierte en juego: un
niño arroja un juguete contra la silla, el otro hace lo mismo y luego ambos se ponen a reír.
Más o menos a los dos años y medio, el niño comienza a utilizar el lenguaje para
comunicarse con sus compañeros de juego, y su juego cada vez es más imaginativo.
Entre los tres años y los tres años y medio realiza el juego cooperativo, que consiste en
actividades que requieren la imaginación del grupo como “jugar a la casita” (Eckerman,
Davis y Didow, 1989)
Los hermanos se encuentran entre los primeros compañeros del niño. La calidad
de la relación con ellos tiene gran repercusión, sobre todo en la manera en que aprende a
relacionarse con otros niños de su edad. La relación con los hermanos suele ser muy
satisfactoria cuando otras relaciones en la familia también lo son, entre ellas la de los
cónyuges y la de los padres con el hijo (Brody, 1995). Los hermanos también influyen uno
en otro indirectamente, por el simple orden de nacimiento. En general, los primogénitos
tienden a mostrar más ansiedad y temor al daño físico; pero también muestran más alto
nivel intelectual y mayor orientación al logro. Entre los varones, el primogénito suele ser
más creativo. Estas diferencias quizá se deban a la atención especial (tanto positiva como
negativa) que el primogénito recibe de sus padres (Eisenman, 1994).
La influencia de los compañeros fuera de la familia aumenta considerable mente
cuando el niño empieza a asistir a la escuela. Ahora se halla bajo mayor presión para
formar parte de un grupo de compañeros. En este grupo el niño aprende muchas cosas
de gran utilidad; por ejemplo, cómo participar en actividades creativas tendientes a
alcanzar metas colectivas y cómo negociar los roles sociales de líder y de seguidor (Rubín
y otros, 1994). La incapacidad para llevarse bien con los condiscípulos tiene
consecuencias duraderas. Los niños a quienes sus compañeros no aceptan tienen más
probabilidades de abandonar la escuela, cometer actos delictivos y sufrir enfermedades
mentales. Esto se advierte sobre todo tratándose de niños que no son aceptados por ser
agresivos (Parker y Asher, 1987). Estos niños son activamente rechazados por la mayoría
de sus compañeros. El riesgo es menor en los niños que son ignorados por sus
compañeros, es decir, no sienten antipatía por ellos sino que simplemente los ignoran.
Estos niños pueden ser populares dentro de otros contextos (en el vecindario, por
ejemplo) y tener un amigo íntimo en otro grupo o escuela (Harris y Liebert, 1991).
Al ir creciendo, los niños empiezan a comprender mejor el sentido de la amistad
(Rubín y otros, 1994). Para los preescolares, un amigo es simplemente “alguien con quien
se juega”, pero hacia los 7 años el niño empieza a darse cuenta de que los amigos “hacen
cosas” por uno. Sin embargo, en esta edad todavía egocéntrica los amigos son
principalmente las personas que “hacen cosas por mí” Mas adelante, hacia los nueve
años, el niño llega a entender que la amistad es algo recíproco y que, aunque los amigos
hacen cosas por nosotros, nosotros debemos corresponder. Durante estos primeros años
las amistades se crean y desaparecen con una rapidez vertiginosa; duran mientras se
satisfagan las necesidades. Sólo al terminar la niñez o al empezar la adolescencia se
considera a la amistad como una relación estable y duradera que exige apoyo y confianza
mutuos (Selman, 1981). Pero en todas las edades los amigos interactúan de manera
diferente al resto de las personas. Sus actividades sociales son más intensas, saben
colaborar mejor y tienden más a encontrar soluciones satisfactorias a los conflictos
(Newcomb y Bagwell, 1995).
Saber hacer amigos es una de las funciones que Erikson considera esenciales
para el niño cuya edad fluctúa entre siete y once años, es decir, que se encuentra en la
etapa de laboriosidad frente a inferioridad. A esta edad deben dominar muchas
habilidades de creciente dificultad, siendo una de tantas la interacción social con sus
compañeros. Otras se relacionan con el dominio de las habilidades académicas en la
escuela, cumplir con las crecientes responsabilidades de la familia y aprender a efectuar
varias actividades que necesitará cuando sea un adulto independiente. En la perspectiva
de Erikson, si el niño se estanca en sus esfuerzos por prepararse para vivir en el mundo
de los adultos, puede llegar a la conclusión de ser inadecuado o inferior y perder la fe en
su poder de convertirse algún día en una persona autosuficiente. Aquellos cuya
laboriosidad se recompensa adquieren un sentido de competencia y de seguridad en sí
mismos.
Adquisición de los roles de género: Hacia los tres años de edad, los niños y las niñas
desarrollan una identidad de género, es decir, una niña pequeña sabe que es mujer y un
niño pequeño que es hombre. Sin embargo, en ese momento los niños no saben muy
bien lo que esto significa. Un niño de tres años quizá crea que al crecer se convertirá en
mamá o que, si se pone un vestido y un moño en el cabello, se transformará en una niña.
Entre los cuatro y cinco años, casi todos saben que el sexo depende del tipo de genitales
que uno tenga (Bem, 1989). Han adquirido la constancia de género, es decir,
comprenden que el sexo no puede cambiarse.
A edad muy temprana los niños empiezan a adquirir la conciencia de los roles de
género, o sea que saben qué conductas espera la sociedad del hombre y de la mujer
(Lewin, 1996). Como resultado desarrollan los estereotipos de género: creencias muy
simplificadas de cómo son la mujer y el hombre “típicos” (Sinnott, 1994). Las niñas son
limpias, pulcras y cuidadosas; los niños son ruidosos y gustan del juego físico rudo. Las
mujeres son amables, afectuosas y emotivas; los hombres son fuertes, dominantes y
agresivos. En las culturas se observa gran uniformidad respecto a los estereotipos
sexuales que aprenden los niños (Williams y Best, 1990). Esto se debe en parte a que los
roles sexuales tienden a parecerse en algunas culturas y a que los estereotipos sexuales
suelen “corresponder” a las actividades que se consideran apropiadas para ambos sexos.
Al mismo tiempo que el niño cobra conciencia de los roles y de los estereotipos de
género, también aprende la conducta estereotipada según el sexo. Las niñas juegan
con muñecas y los niños con camiones; las niñas se ponen vestidos bonitos y pasan
mucho tiempo peinándose el cabello, mientras que los niños corretean y luchan entre sí.
Aun que las diferencias conductuales entre ambos sexos son insignificantes en la
infancia, con el paso del tiempo aparecen diferencias muy notables (Prior y otros, 1993).
Los niños se vuelven más activos y agresivos, y prefieren jugar en grandes grupos. Las
niñas hablan más, son me nos agresivas y tienden a interactuar en parejas. Desde luego
también hay niñas activas y agresivas lo mismo que niños tranquilos y muy corteses; pero
no son la mayoría. Como se explica en el recuadro Controversias, se discute mucho la
causa de la conducta estereotipada según el sexo. Aunque sigue investigándose el tema,
cada vez se acepta más que la biología y la experiencia probablemente favorezcan las
diferencias sexuales de la conducta (Collaer y Hines, 1995).
CONTROVERSIAS
¿INCULCAN LOS PADRES LA CONDUCTA ESTEREOTIPADA SEGÚN EL SEXO?
Hugh Lyttori y David Romney (1991) revisaron 172 estudios de las interacciones entre
progenitor e hijo. Su intención era averiguar si había diferencias sistemáticas en el
comportamiento de los padres con sus hijos e hijas que pudieran favorecer la conducta
estereotipada según el sexo. Llegaron a dos conclusiones:
1. En casi todas las áreas de la interacción entre padres e hijos, no se observaron
diferencias en la forma de tratar a los hijos e hijas. Por ejemplo, se comportaban de
manera muy parecida con ambos en lo que respecta a alentar el logro y la independencia,
desalentar la agresividad, aplicar la disciplina y mostrar afecto, lo mismo que en el monto
total de la interacción con sus hijos.
2. Con todo, los progenitores estadounidenses, sobre todo los padres, esperaban en
general que las niñas hicieran “cosas de mujeres” y que los niños hicieran “cosas de
hombres” tanto en el juego como en las faenas domésticas. Pero tales expectativas quizá
se basan en las preferencias preexistentes de los hijos (Hofferth y otros, 1990). En otras
palabras, pueden comprarle una muñeca a su hija y un camión de juguete a su hijo
porque han observado que esos juguetes les gustan.
En conjunto, estos hallazgos con tribuyen muy poco a explicar las enormes diferencias
que se advierten en la conducta de los niños y de las niñas. Pero Eleanor Maccoby
(1990), especia lista en las diferencias sexuales, propone una hipótesis interesante: las
diferencias ordinarias que percibimos en la conducta de niños y niñas en el patio de juego
se deben más a la influencia de los compañeros que a la presión de sus padres. Maccoby
ha comprobado que la conducta de unos y otras no difiere mucho, cuando se les evalúa o
se les observa por separado. Se comportan en forma muy diferente y muestran
estereotipos sexuales cuando juegan en grupos integrados totalmente por niñas o por
varones. En este caso ambos sexos tienen estilos distintos de interacción. Los grupos de
varones tienden a formar una jerarquía donde son importantes las cuestiones de dominio;
nadie quiere “quedar mal” delante de sus amigos. Los grupos de niñas son menos
competitivos; como no les preocupa tanto “quedar mal”, están más dispuestas a ser
espontáneas con sus amigos. Por tanto, los dos grupos desarrollan “culturas” diferentes y
los nuevos miembros reciben presión para que adopten las normas culturales del grupo.
Las diferencias que en relación con el género se observan en los estilos de interacción
aparecen muy temprano en el desarrollo (aun antes de los tres años); por eso supone
Maccoby que provienen de un origen biológico por lo menos en parte, quizá bajo la
influencia relativa de las hormonas sexuales prenatales (Collaer y Hines, 1995). Con todo,
Maccoby piensa que estas diferencias son pequeñas al inicio. Más tarde se exageran por
los distintos tipos de socialización que experimentan los niños y las niñas cuando juegan
con personas de su propio sexo. Sin duda la cultura popular, especialmente como
aparece en la televisión, influye en las normas de la conducta adecuada al género que
establecen los grupos de compañeros. También los padres contribuyen, especialmente
durante las transiciones críticas de la vida del niño cuando consideran importante
comportarse en formas más acordes a los estereotipos sexuales (Fagot, 1994). El
resultado final es una importante conducta estereotipada según el sexo que se manifiesta
en los años intermedios de la niñez.
Preguntas
1. ¿Hasta qué punto cree que en su conducta típica hayan influido sus padres, sus
compañeros y la sociedad en general a través de los medios masivos, los libros, etcétera?
2. ¿Cómo determinaría si alguna conducta estereotipada según el sexo tiene su origen en
la herencia?
Los niños estadounidenses pasan más tiempo viendo televisión que en cualquier otra
actividad que no sea el dormir (Huston, Watkins y Kunkel, 1989). En pro medio, los que
tienen de dos a cinco años la ven cuatro horas todos los días (Lande, 1993). Por eso, no
debe sorprendernos que les preocupe tanto su in fluencia a los psicólogos, a los
educadores y a los padres de familia.
Una de las preocupaciones se refiere a la violencia que caracteriza gran parte de
los programas televisivos (Carter, 1996). Los niños que ven dos horas diarias de televisión
(muy por debajo del promedio nacional) observarán 8,000 asesinatos y otros 100,000
actos violentos cuando empiecen a asistir a la primaria (American Psychological
Association, 1992). ¿Presenciar esta violencia los hace más agresivos? y, de ser así, ¿la
violencia en la televisión explica por lo menos una parte del aumento rápido de crímenes
violentos entre los adolescentes (Lande, 1993)?
Los estudios confirman que ver televisión se asocia a una conducta agresiva en
los niños, pero sólo si el contenido de los programas es violento. No hay evidencia que
relacione la televisión con puntuaciones más bajas del CI.
Los niños piensan que las respuestas pueden ser afirmativas. En una encuesta
reciente, la mayoría de los jóvenes de 10 a 16 años opinaron que la violencia en la
televisión era un factor que propiciaba los actos agresivos entre sus compañeros (Puig,
1995). Al parecer, esto lo corroboran algunos datos sobre los delitos violen tos por
imitación. Por ejemplo, en un estudio se relacionaron 13 películas y 13 programas
televisivos con 58 actos de violencia del mismo tipo que los proyectados en la pantalla
(Wilson y Hunter, 1983). No obstante, las respuestas científicas concernientes a los
efectos de la violencia en la televisión todavía son inciertas porque los nexos causales no
son claros. Aunque se cuenta con evidencia convincente de que los niños que
frecuentemente ven violencia televisada son más agresivos que los demás (Eron, 1982;
Singer y Singer, 1983), quizá tan sólo signifique que los niños más propensos a la
agresión también se sienten atraídos por este tipo de programas.
Quizá la evidencia más convincente de que ver la violencia en televisión estimula
la conducta agresiva provenga de un estudio en que se compararon los índices de
violencia en tres pueblos similares, uno de las cuales no tuvo televisión antes de 1973
(Will, 1993). Dos años después de que se instaló en esa remota comunidad, el índice de
la agresión física registró un extraordinario incremento de 45% en niños de ambos sexos,
mientras que permaneció inalterado en los otros dos pueblos que ya contaban con
televisión.
El argumento teórico de más peso que establece un nexo entre la conducta vio
lenta y la televisión se basa en la teoría del aprendizaje social, tema que expusimos en el
capítulo 5. Esta teoría nos permite suponer que los niños que en la televisión ven a
personajes ficticios aclamados o recompensados por su conducta agresiva no sólo la
aprenderán, sino que estarán más propensos a realizarla cuando tengan la oportunidad.
No es necesario recompensar directamente a los niños por una conducta para que se
sientan estimulados a imitarla. Tan sólo necesitan ver que el modelo que admiran recibe
la recompensa.
Otra preocupación por los efectos que la televisión tiene en el niño es la medida en
que repercute en su desarrollo cognoscitivo, en su CI y en su rendimiento académico. Con
los años las puntuaciones obtenidas por niños y adolescentes estadounidenses en varias
pruebas estandarizadas han venido disminuyendo. Muchos educadores lo atribuyen al
hecho de que ya no leen libros, sino que prefieren ver la televisión (DeWitt, 1991), Pero un
estudio sobre las horas que los preescolares dedican a ver televisión no encontró
correlación alguna entre su puntuación de CI y el tiempo que veían televisión (Plomin y
otros, 1990). Además, a pesar de que en las últimas décadas ha aumentado el tiempo
dedicado a la televisión, no han disminuido las puntuaciones del CI. Más bien se han
elevado en todo el mundo (Flynn, 198?).
Se sabe que los niños pueden aprender cosas valiosas viendo la televisión. En un
estudio, niños de 12 a 18 meses de edad aprendieron palabras escuchadas en un
programa televisivo, donde la televisión era para ellos una especie de “libro con
fotografías habladas” (Lemi y Rice, 1986). En otro estudio, los niños a quienes se pidió
que vieran el programa Mr. Rogers mostraban un aumento en su conducta prosocial
(Tower y otros, 1997). Además, se ha demostrado que el contenido de algunos programas
infantiles favorece la salud y la alimentación (Calvert y Cocking, 1992).
En resumen, la televisión influye de modo importante en el desarrollo del niño. Les
presenta modelos “positivos” y “negativos” pata que los imiten y les ofrece abundante
información. A juicio de algunos expertos, todavía no se comienza a explotar todo el
potencial didáctico de este medio masivo. He aquí el aspecto negativo: los niños que ven
mucha televisión dedican menos tiempo a realizar otras actividades productivas y útiles,
además, aprenden conductas indeseables, entre ellas los actos de violencia.
ADOLESCENCIA
Cambios físicos.
Una serie de impresionantes hitos físicos anuncian la adolescencia, El más evidente es el
estirón del crecimiento, es decir, un aumento rápido de la estatura y del peso que en
general comienza hacia los 101/2 años de edad en las mujeres y hacia los 121/2 años en
los varones, llegando a su nivel máximo a los 12 años en ellas y a los 14 en ellos. El
adolescente normal alcanza su estatura adulta aproximadamente seis años después de
iniciado el estirón (Tanner, 1978).
El estirón del crecimiento comienza con el agrandamiento de las manos, de los
pies, de los brazos y de las piernas, que confiere al adolescente un aspecto delgaducho y
desgarbado. A esta etapa le sucede el crecimiento del torso, con lo cual el cuerpo recobra
sus proporciones. En los varones, durante la etapa final del crecimiento se ensanchan el
pecho (o tórax) y los hombros, y aparecen músculos más pesados. En las mujeres, los
cambios corporales se perciben al ensancharse las caderas y al depositarse grasa en los
senos, en las caderas, en los glúteos y en los muslos. Todo esto obedece a un aumento
de las hormonas que, según vimos en el capítulo 2, son sustancias químicas segregadas
por el sistema endocrino (Dyk, 1993).
En ambos sexos, también se observan cambios en el rostro. El mentón y la nariz
cobran mayor prominencia, mientras que los labios se engruesan. El aumento del tamaño
de las glándulas sebáceas de la piel favorece la aparición del acné; las glándulas
sudoríparas producen mayor secreción olorosa. Se expanden el corazón, los pulmones y
el aparato digestivo.
Desarrollo sexual: Los signos visibles de la pubertad, comienzo de la maduración
sexual, ocurren en diferente secuencia en ambos sexos. En los varones, el signo inicial es
el crecimiento de los testículos, que generalmente se observa hacia los 111/2 años, es
decir, un año antes que aparezca el estirón del crecimiento. Junto con éste se aprecia un
agrandamiento del pene. El vello púbico tarda un poco más en aparecer y todavía más el
vello facial. El timbre bajo de la voz es uno de los últimos cambios que se registran en la
maduración masculina.
En las mujeres, el estirón del crecimiento suele ser el primer signo de que se
acerca la pubertad. Poco después, los senos empiezan a desarrollarse, más o me nos al
mismo tiempo aparece un poco de vello púbico. La menarquía, primer ciclo menstrual,
ocurre cerca de un año más tarde, entre los 12 1/2 y 13 años en la joven estadounidense
promedio (Powers, Hauser y Kilner, 1989). En la aparición de la menarquía influyen la
salud y la alimentación; las jóvenes de mayor peso maduran antes que las más delgadas.
El inicio de la menstruación no necesariamente significa que una joven esté en
condiciones biológicas de procrear. Rara vez una joven se embaraza durante sus
primeros ciclos menstruales. La fertilidad de la mujer va creciendo paulatinamente durante
el primer año después de la menarquía. Lo mismo sucede con la fertilidad masculina. Los
varones logran su primera eyaculación a la edad promedio de 13 1/2 años; a menudo
durante el sueño. Pero las primeras eyaculaciones contienen relativamente poco esperma
(Tanner, 1978). No obstante, el adolescente puede procrear mucho antes que esté lo
suficientemente maduro para cuidar a sus hijos.
Antes los psicólogos creían que en el joven el inicio de la atracción y el deseo
sexuales coincidían con los cambios físicos de la pubertad, pero la investigación reciente
empieza a cambiar esas ideas. Cientos de historias de casos reunidas por los
investigadores colocan el despertar del interés sexual en el cuarto y quinto grados
escolares. La causa puede ser el aumento de una hormona sexual suprarrenal que
empieza a operar a los 6 años y que alcanza su nivel crítico más o menos a los 10 años
(McClintock y Herdt, 1997). Otras hormonas de la pubertad posiblemente también
comienzan a aumentar mucho antes de lo que se pensaba (Marano, 1997). De ser así, el
inicio de los cambios físicos patentes que hoy llamamos pubertad quizá marquen más
bien el final de un proceso, más que su comienzo.
Individuos de maduración precoz y tardía: Los individuos difieren mucho en la edad en
que pasan por los cambios de la pubertad. Algunas mujeres de 12 años y algunos
varones de 14 años parecen todavía niños, mientras que a esas edades otras y otros ya
parecen mujeres y hombres jóvenes. Entre los varones, la maduración temprana tiene
ventajas psicológicas. Los varones que maduran antes destacan más en los deportes y en
las actividades sociales, siendo además más respetados por sus compañeros (Conger y
Petersen, 1991). Sin embargo, por lo menos un estudio (Peskin, 1967) descubrió que los
niños de maduración tardía adquieren un sentido más sólido de identidad durante la
adultez temprana, quizá porque no sienten la presión de crecer demasiado pronto. A las
niñas la maduración temprana les aporta ventajas y desventajas. Una niña que madura
pronto puede ser admirada por sus compañeras, pero sus compañeros pueden
avergonzarla si la tratan como un objeto sexual (Clausen, 1975).
Cambios cognoscitivos.
Durante la adolescencia, los patrones del pensamiento maduran junto• con el cuerpo.
Para Piaget (1969), los progresos cognoscitivos de la adolescencia reflejaban un aumento
general de la capacidad para razonar en términos abstractos, o sea, el pensamiento de
las operaciones formales. El adolescente puede comprender y manipular conceptos
abstractos, reflexionar sobre opciones y razonar en términos hipotéticos. Esto le permite
debatir problemas tan espinosos como el aborto, la conducta sexual y el sida. Desde
luego, no todos los adolescentes llegan a la etapa de las operaciones formales e incluso
muchos de los que lo logran quizá no apliquen este pensamiento a los problemas
comunes que encaran en la vida diaria (Gardner, 1982). En especial los adolescentes
jóvenes tienden a ser poco objetivos sobre los asuntos que les conciernen y todavía no
logran un conocimiento cabal de las dificultades de los juicios morales.
MÁs aún, quienes alcanzan este nivel del desarrollo cognoscitivo corren riesgos,
entre ellos una excesiva confianza en sus recientes capacidades mentales y. la tendencia
a conceder demasiada importancia a los propios pensamientos. . Algunos adolescentes
no comprenden que no todos compartan sus procesos mentales y que los demás tienen
ideas distintas a las suyas (Harris y Liebert, 1991). A estas tendencias Piaget les da el
nombre de “egocentrismo de las operaciones formales” (Piaget, 1967).
David Elkind (1968, 1969) utilizó el concepto de egocentrismo del adolescente
propuesto por Piaget para explicar dos falacias del pensamiento en este grupo de edad.
La primera es la de la audiencia imaginaria, tendencia del adolescente a sentir que es
observado constantemente por otros, que la gente siempre está juzgando su apariencia y
su conducta. Esta sensación de estar permanentemente “en escena” quizá sea la causa
de gran parte de su timidez, de su preocupación por el aspecto personal y de su
presunción.
La otra falacia del pensamiento del adolescente es la fábula personal, o sea, un
sentido irreal de la propia singularidad. Por ejemplo, un adolescente sentirá que los
demás no pueden comprender el amor que siente por un amigo o amiga, porque su amor
es único y especial. Esta actitud se relaciona con la sensación de invulnerabilidad que
mencionamos antes. Muchos adolescentes piensan que son tan distintos de los demás
que no los tocarán las cosas negativas que les ocurren a otros. Esto explica los grandes
riesgos que toman algunos de ellos (Amett, 1991), Desde luego, las culturas permiten
diversos grados de conducta riesgosa entre los adolescentes. Las que la inhiben crean
una sociedad más segura y ordenada, pero también reprimen el dinamismo y la
espontaneidad del adolescente (Amett, 1995).
El adolescente desea independizarse cuanto antes de sus padres, pero al mismo tiempo
teme las responsabilidades del adulto. Le aguardan muchas actividades y decisiones
importantes. Es un periodo que necesariamente causará estrés, sobre todo en las
sociedades tecnológicas modernas. ¿Pero exactamente cuán estresante es la
adolescencia para la mayoría de los jóvenes? Los psicólogos han analizado de modo
exhaustivo este tema.
¿Cuán “tormentosa y estresante” es la adolescencia?: A principios del siglo XX
muchas personas veían en la adolescencia una etapa de gran inestabilidad y de intensas
emociones. Por ejemplo, O. Stanley Hall (1904), uno de los primeros psicólogos del
desarrollo, la describía como un periodo de “tormentas y tensiones” que se caracterizaba
por sufrimiento, vehemencia y rebelión contra la autoridad de los adultos. Sin embargo, la
investigación reciente ha demostrado que esa concepción exagera demasiado las
experiencias de los adolescentes. La mayoría de ellos no describen su vida como si
estuviera desgarrada por la confusión y el caos (Eccies y otros, 1993). Casi todos, en
especial aquellos cuyo desarrollo se ha realizado sin contratiempos hasta el momento, lo
gran controlar el estrés y sufren pocos problemas en su vida diaria (Bronfenbrenner, 1986;
Offer y Offer, 1975).
Con todo, la adolescencia se acompaña de un poco de estrés relacionado con la
escuela, la familia y los compañeros que a veces resulta difícil de controlar (Crystal y
otros, 1994). Para algunos la adolescencia es una época sumamente difícil. Por ejemplo,
entre 15 y 30% de los adolescentes abandonan la enseñanza media, muchos consumen
drogas periódicamente y algunos tiene una y otra vez problemas con la ley (los
adolescentes presentan el porcentaje más alto de arres tos que los otros grupos de edad),
según la Oficina de Investigación y Mejora miento Educacional (1988). Aquellos cuyo
desarrollo les ha causado atienden a llevar una adolescencia también estresante. Más
aún, algunos sufren serios problemas de tipo emocional o conductual o bien viven en
ambientes tan caóticos que cualquier periodo de su vida con muchos cambios les resulta
difícil.
Por supuesto, los individuos difieren en la capacidad para enfrentar aun las peores
situaciones. Algunos jóvenes muestran una especial resistencia y consiguen superar
grandes obstáculos, en parte por una sólida fe en su capacidad para mejorar las cosas
(Werner, 1995). Así pues, la lucha que el crecer supone para un adolescente se debe a
una interacción entre los retos del desarrollo y los factores que favorecen la resistencia
(Compas, Hinden y Gerhardt, 1995).
Relaciones con los padres: Mientras el joven todavía busca su identidad personal,
luchando por la independencia y aprendiendo a reflexionar sobre las consecuencias a
largo plazo de sus actos, requiere orientación y estructura de los adultos, en especial de
sus padres. Pero no es nada fácil ser padre de un adolescente. En la lucha por su
independencia, cuestiona todo y pone a prueba todas las reglas. A diferencia del niño que
cree que sus padres todo lo saben, que son poderosos y -buenos, el adolescente conoce
muy bien sus limitaciones. Transcurren muchos años antes que logre vedas como
personas reales con sus propias necesidades, cualidades y limitaciones (Smollar y
Youniss, 1989). De hecho, a veces les impacta el redescubrir sus cualidades. Muchos
adultos jóvenes se sorprenden de que sus padres se hayan vuelto tan inteligentes en los
últimos siete u ocho años.
El punto más bajo de la relación entre padres e hijos suele darse al iniciarse la
adolescencia, cuando empiezan a ocurrir los cambios físicos de la pubertad. Entonces
disminuye la relación afectuosa entre ellos y surgen conflictos. Durante este periodo son
muy importantes las relaciones cálidas y cariñosas con adultos fuera de la familia, como
las que se entablan en la escuela o en un centro comunitario supervisado (Eccles y otros,
1993). Los conflictos con los padres tienden a centrarse en cuestiones de poca
importancia y rara vez son intensos (Holmbeck, 1994). Sólo en un reducido número de
familias la relación entre padres e hijos se deteriora mucho durante la adolescencia
(Paikoff y Brooks-Gunn, 1991).
Desde luego, una imagen física negativa no es lo único que puede hacer que la
autoestima disminuya durante la adolescencia. Otro factor es una idea negativa del
rendimiento escolar. En un estudio donde se observó una reducción considerable de la
autoestima entre mujeres durante la adolescencia, las muchachas dijeron que se sentían
así principalmente porque los profesores las ignoraban, que sentían que no estaban
recibiendo la misma oportunidad en las tareas intelectuales y que les era más difícil
competir en la escuela con sus compañeros más asertivos. La autoestima de los varones
decae en la adolescencia, pero no tanto como en las mujeres. El resultado es que, en la
mitad de la adolescencia, el varón promedio tiene una mejor opinión de sí mismo que la
mujer. Por ejemplo, mientras que 46% de los estudiantes de enseñanza media dijeron
sentirse "contentos de cómo eran", sólo 29% de las mujeres compartían esta opinión
(Daley, 1991).
La investigación ha confirmado la reducción significativa de la autoestima femenina
durante la adolescencia (Block y Robbins, 1993), pero no se conocen bien las causas. Por
ejemplo, en un estudio longitudinal de 25,000 adolescentes efectuado por el
Departamento de Educación de Estados Unidos, más mujeres que varones señalaron que
sus maestros se interesaban en ellas, y en el décimo grado casi tres cuartas partes de las
mujeres dijeron que los profesores las escuchaban (Sommers, 1994). Por lo visto, los
problemas escolares influyen menos en la disminución de la autoestima entre las jóvenes
que lo indicado por las investigaciones anteriores (Daley, 1991). Hacen falta más estudios
para aclarar las razones de estas diferencias en los resultados de las encuestas.
ADULTEZ
Para la mayoría de los progenitores, amar a, sus hijos y ser amados por ellos es una
fuente inigualable de realización personal al verlos crecer, experimentan una sensación
de logro y orgullo. Sin embargo, el nacimiento del primer hijo marca un momento decisivo
en la relación de la pareja y, además, exige ajustes. El romance y la diversión a menudo
desaparecen ante los deberes y obligaciones de familia. Los niños de corta edad
requieren mucho tiempo y esfuerzo por parte de sus padres, de modo que los padres
tienen poco tiempo y energía para fomentar la relación conyugal. Sobre todo a los padres
primerizos les preocupan las emociones ambivalentes que les inspira el recién nacido.
La paternidad y la maternidad pueden intensificar los conflictos entre la carrera y
las responsabilidades familiares. Esto se observa especialmente entre las mujeres que
han llevado una carrera dinámica fuera del hogar. Pueden sentir una mezcla de
resentimiento y pérdida ante la perspectiva de abandonar su empleo, por una parte, y un
sentimiento de culpa ante la idea de seguir trabajando. Esto viene a agravar el conflicto
debido a las preocupaciones habituales de ser buena esposa y madre (Warr y Perry,
1982). Así pues, no debe sorprendemos que las mujeres sientan mayor necesidad que los
varones de que su compañero coopere más decididamente con ellas durante este periodo
(Belsky, Lang y Rovine, 1985). Los padres modernos dedican más tiempo a sus hijos que
los de la generación anterior, pero las madres siguen cargando con la responsabilidad de
criar a los hijos y de las faenas domésticas. Aunque las parejas de homosexuales
comparten más las obligaciones familiares que las parejas heterosexuales, tienden a
hacer una excepción cuando se trata de criar a los hijos. Después de la llegada de un hijo
(por adopción o inseminación artificial), las responsabilidades de la crianza suelen recaer
principalmente sobre uno de ellos y el otro dedica más tiempo a su trabajo (Patterson,
1994, 1995).
Debido a las exigencias de la crianza de los hijos, es natural que la satisfacción
conyugal decline después del nacimiento del primer hijo (Ruble y otros, 1988). Pero una
vez que los hijos se independizan, muchos padres sienten una renovada satisfacción en
su relación de pareja. Las mujeres suspiran con alivio en vez de lamentar su "nido vacío"
(Rovner, 1990). Por primera vez en años, marido y mujer pueden estar solos y disfrutar su
compañía (Orbuch, Houser, Mero y Webster, 1996). (Vea el recuadro de Información de
apoyo.)
Fin de la relación.
Las relaciones íntimas a menudo finalizan. Aunque esto sucede con todo tipo de parejas -
casadas y no casadas, heterosexuales y homosexuales-, la mayoría de las
investigaciones sobre el tema se centra en las parejas divorciadas. En Estados Unidos, la
tasa de divorcios ha crecido de manera sustancial desde la década de los sesenta, lo
mismo que en muchas otras naciones desarrolladas (Lewin, 1995). Aunque la tasa parece
haberse estabilizado, lo ha hecho a un nivel muy elevado. Casi la mitad de los
matrimonios de estadounidenses acaban divorciándose (Darnton, 1992).
INFORMACIÓN DE APOYO
CONDUCTA SEXUAL DEL ADULTO
Hasta hace algunos años, los únicos estudios completos dedicados a la conducta sexual
de los adultos eran el Informe Kinsey, que se terminó en 1948, y el trabajo que Masters y
Johnson efectuaron en la década de los sesenta. Ambos estudios utilizaron una muestra
no aleatoria y, por tanto, no representativa de todos los adultos. Esto, aunado a sus
fechas de realización, los convierte en fuentes poco confiables para extraer conclusiones
razonables sobre la conducta sexual actual del adulto o para diseñar políticas públicas
respecto al sida y a otras enfermedades de transmisión sexual.
Hoy disponemos de un informe (Gagnon y otros, 1994) obtenido de una muestra aleatoria
compuesta por 3,432 hombres y mujeres de 18 a 59 años de edad, a quienes se
entrevistó detalladamente sobre su conducta sexual. Algunos de los resultados con-
seguidos con este estudio son sorprendentes. Por ejemplo, en contra de la opinión
común, los amoríos extramaritales y el sexo ocasional no son la norma del
estadounidense moderno. Un 85% de las casadas y un 74% de los casados dijeron ser
fieles a su pareja. Y también en contra de la creencia común de que muchos solteros
llevan una vida sexual muy activa y emocionante, apenas 23% de ellos señalaron tener
sexo una o dos veces a la semana. Porcentajes aproximadamente iguales reportaron que
tenían relaciones sexuales unas cuantas veces al mes, unas cuantas veces al año o no
las tenían en absoluto. En cambio, 41 % de los matrimonios afirmaron tener sexo dos o
más veces a la semana, lo mismo que el 56% de las parejas no casadas.
Otros resultados del estudio indican una vida sexual relativamente moderada
entre los estadounidenses. Por ejemplo:
• Más de 80% de la muestra dijo que había tenido un solo compañero sexual
en el último año. Más aún, 44% de los varones y 70% de las mujeres
señalaron haber. tenido cuatro o menos compañeros sexuales desde los 18
años de edad.
• Casi la mitad de los casados (47%) afirmaron que no habían tenido sexo con
su actual cónyuge hasta después de un año de conocerse.
A pesar de estas estadísticas de una vida sexual bastante moderada, el sexo está
siempre en la mente de los estadounidenses, por lo menos entre los varones. Más de la
mitad de los entrevistados (en comparación con 19% de las entrevistadas) pensaban en el
sexo al menos una vez al día. Esto no debe sorprendemos en una cultura como la
estadounidense donde abundan los temas y las imágenes relacionadas con el sexo.
La mayoría de estas familias deben dejar sus hijos al cuidado de otra persona durante
una parte considerable del día. A cerca de cinco millones de niños estadounidenses
menores de cinco años se les cuida en centros de atención diurna, en jardines de niños o
en casa de algún pariente (Hofferth, 1991). ¿Conviene dejar a los lactantes y a los niños
de muy corta edad con cuidadores sustitutos?
Algunas investigaciones demuestran claramente los beneficios que reciben los
hijos de madres que trabajan, aun cuando sean todavía muy pequeños (Greenstein,
1993). Por ejemplo, los niños de las empleadas tienden a ser más independientes y
seguros de sí mismos y a tener ideas menos estereotipadas del hombre y de la mujer
(Harris y Liebert, 1991). No obstante, se ha exteriorizado la preocupación de que el
confiar el niño a personas ajenas a la familia inmediata puede entorpecer la adquisición
de un apego seguro y exponerlo a un desajuste emocional (Barglow, Vaughn y Molitor,
1987; Belsky y Rovine, 1988). Pero conforme a los resultados de una reciente
investigación a gran escala (NICHD, 1996), no afecta al apego el hecho de enviar al niño
a un centro de atención de tiempo completo, incluso durante los primeros meses de vida.
Aun así, los padres y sus hijos tienen muchas oportunidades de realizar diariamente el
intercambio recíproco de sentimientos positivos en que se basa el apego seguro. Sin
embargo, si la madre ofrece cuidados poco afectuosos y sensibles, su hijo tenderá más a
crear un apego inseguro con ella si, además, pasa largo tiempo en algún centro de
atención infantil, sobre todo si la atención no es buena o si constantemente cambia de
centro. Así pues, una conclusión es que importa mucho la calidad de los cuidados. Un
ambiente seguro, afectuoso y estimulante producirá niños sanos, abiertos y propensos a
aprender; por el contrario, un ambiente que favorece los temores y las dudas tenderán a
limitar el desarrollo.
Cambios cognoscitivos.
Apenas en los últimos años han comenzado los investiga90res a analizar las formas en
que difieren el pensamiento del adulto y el del adolescente. Aunque éste puede probar
alternativas y llegar a lo que considera la solución "correcta" de un problema, los adultos
poco a poco se dan cuenta de que los problemas admiten más de una solución, que de
hecho tal vez no haya una solución o haya varias. El adolescente se basa en la autoridad
para saber cuál es la verdad; en cambio, el adulto sabe que la "verdad" a menudo varía
según la situación y el punto de vista personal. Los adultos son más prácticos: saben que
la solución de un problema ha de ser realista y razonable (Cavanaugh, 1990). Sin duda,
estos cambios del pensamiento adulto se deben a una mayor experiencia del mundo.
Para afrontar los complejos problemas que se presentan en la vida adulta, se requiere
eliminar el pensamiento literal, formal y un poco rígido de la adolescencia y de la adultez
temprana (Labouvie-Vief, 1986).
Del mismo modo que el ejercicio es indispensable para un desarrollo físico óptimo,
también el ejercicio mental lo es para un desarrollo cognoscitivo óptimo. La investigación
ha comprobado los beneficios de un ejercicio cognoscitivo regular. Por ejemplo, un grupo
de adultos a quienes se entrenó en las habilidades de la orientación espacial mejoraron
su desempeño en un 40%. En conclusión, a pesar de que el deterioro de las habilidades
cognoscitivas es inevitable a medida que envejecemos, es posible reducido al mínimo si
las personas permanecen mentalmente activas (Schaie, 1994).
Cambios de la personalidad.
El "cambio de vida".
VEJEZ
Los adultos mayores constituyen uno de los segmentos de más rápido crecimiento y quizá
el más poderoso desde el punto de vista político de la población estadounidense. En la
actualidad, 3.5 millones de estadounidenses rebasan los 65 años; en el año 2030 puede
haber más de 70 millones en este grupo de edad (Kolata, 1992). El aumento
extraordinario se debe al envejecimiento de la generación nacida durante el auge natal,
aunado al incremento de la esperanza de vida atribuible principalmente a un mejor
cuidado de la salud y a una nutrición más adecuada (Downs, 1994).
Sin embargo, se observa una importante brecha sexual en la esperanza de vi. da.
Hoy la mujer común goza de una esperanza de vida 7 años más larga que el varón
promedio. Las causas de la diferencia no se conocen con certeza, pero entre los factores
probables podemos citar los siguientes: diferencias hormonales, exposición al estrés,
conductas relacionadas con la salud y la estructura genética. Así mismo se observa una
diferencia entre los blancos y los afroamericanos. El niño blanco promedio tiende a vivir
76 años y el afroamericano apenas 71. En gran medida, la diferencia proviene de las
divergencias en el bienestar económico.
Es importante conocer el desarrollo de los adultos mayores, puesto que se han ido
convirtiendo en una parte cada vez más visible de la sociedad estadounidense. Por
desgracia, nuestras ideas reflejan el influjo de mitos. Así, muchos piensan que son
personas solitarias, pobres y enfermizas. Aun los profesionales de la salud suponen a
veces que es natural que los ancianos se enfermen. Por ello, los síntomas que indicarían
un problema curable en personas más jóvenes se consideran señales inevitables del
deterioro y frecuentemente no se tratan. La falsa creencia de que la "senilidad" es
ineludible en la vejez representa otro mito perjudicial, lo mismo que la opinión de que los
adultos mayores son desvalidos y necesitan el cuidado de la familia y su ayuda
económica. Las investigaciones contradicen estos estereotipos. Un número creciente de
personas de 65 años o más son sanas, productivas y aptas (Kolata, 1996).
Cambios físicos.
Desarrollo social.
Jubilación.
Conducta sexual.
Una idea errónea muy común sobre los ancianos es que el sexo ya no forma parte de su
vida. Este mito se refleja en los estereotipos. En la medida en que los consideramos poco
atractivos y frágiles desde el punto de vista físico, nos cuesta creer que sean sexualmente
activos. Cierto que reaccionan con mayor lentitud y que su actividad sexual es menor que
la de los jóvenes; pero la mayoría de ellos pueden disfrutar el sexo y alcanzar el orgasmo.
Una encuesta reveló que 37% de los casos mayores de 60 años tienen relaciones
sexuales por lo menos una vez a la semana, 20% lo tienen al aire libre y 17% nadan
desnudos (Woodward y Springen, 1992). Otro estudio de ancianos de 65 a 97 años reveló
que aproximadamente la mitad de los varones todavía consideraban importante el sexo;
un poco más de la mitad de los que tenían lazos afectivos estaban satisfechos con la
calidad de su vida sexual (Mark Clemenrs Research, 1995).
Cambios cognoscitivos.
Las personas sanas que conservan sus intereses intelectuales siguen funcionando
bastante bien en la vejez (Schaie, 1984; Shimamura y otros, 1995). En contraste con el
mito común de que las células cerebrales de los ancianos se extinguen rápidamente, el
tamaño del cerebro de un individuo normal se encoge apenas 10% entre los 20 y los 70
años de edad (Goleman, 1996). Es decir, las capacidades cognoscitivas permanecen
prácticamente intactas en una cantidad considerable de ancianos. Por ejemplo, las
entrevistas con varones cuya edad fluctúa entre 70 y 80 años, que forman parte de un
prolongado estudio longitudinal sobre "niños sobredotados", indico que los que habían
permanecido mentalmente activos y sanos no mostraban un deterioro perceptible de su
inteligencia ni de su vocabulario (Shneidman, 1989). Es verdad que la mente funciona en
forma un poco más lenta (Birren y Fisher, 1995; Salthouse, 1991) " que es difícil
almacenar y recuperar algunos tipos de recuerdos (Craik, 1994); pero estos cambios no
son lo bastante serios como para interferir con la capacidad para disfrutar una vida activa
e independiente. Más aún, con la capacitación y la práctica se aminora mucho el deterioro
del desempeño cognoscitivo en la vejez (Willis, 1985; Willis y Schaie, 1986).
Durante toda su carrera profesional, el psicólogo K. Wamer Schaie (1994) se ha
dedicado a estudiar el desarrollo intelectual del adulto. Reunió datos de estudios
longitudinales acerca de más de 5,000 adultos en busca de los patrones de cambios y de
los factores que los causan. Observó un deterioro general de las capacidades in-
telectuales durante gran parte de la vida (más de 50 años), pero descubrió también que
las habilidades no decaen con la misma rapidez. Por ejemplo, el deterioro más drástico
corresponde a las matemáticas: a los 74 años de edad, los varones obtuvieron
calificaciones aproximadamente una tercera parte por debajo de las conseguidas entre los
50 y 60 años. El deterioro menor corresponde a la habilidad espacial (interpretar un mapa,
por ejemplo): a los 80 años de edad, los varones obtuvieron calificaciones apenas una
octava parte por debajo de las conseguidas a los 50 años.
Enfermedad de Alzheimer.
Por desgracia, algunos ancianos no funcionan en forma adecuada. Olvidan los nombres
de sus hijos o no encuentran el camino a su casa desde la tienda. Algunos ni siquiera
reconocen a su marido o a su esposa. Estas personas no sufren las consecuencias
normales del envejecimiento, sino la enfermedad de Alzheimer, llamada así en honor del
famoso neurólogo alemán Alois Alzheimer. El caso más famoso es el de una mujer que
murió entre los 50 y 60 años después de sufrir la pérdida progresiva de la capacidad para
comunicarse y razonar. Cuando Alzheimer efectuó una autopsia del cerebro observó va-
rias anomalías: algunas neuronas se habían amontonado en forma desordenada y otras
se habían encogido o habían muerto. Eso es lo que precisamente caracteriza al
padecimiento (Glenner, 1994).
Durante muchos años se consideró que la enfermedad de Alzheimer ocurre rara
vez: se diagnosticaba sólo a personas menores de 60 años que mostraban síntomas de
pérdida de la memoria y de confusión. Pero ahora se reconoce que es un padecimiento
común en personas de edad avanzada a quienes se les califica de "seniles". De acuerdo
con las estimaciones actuales, entre 5 y 7% de los adultos mayores de 65 años (cerca de
cuatro millones de personas) y al menos 20% de adultos de 85 años o mayores sufren
esta enfermedad (Anthony y Aboraya, 1992). Entre los factores de riesgo para contraerlo
figuran los siguientes: tener antecedentes familiares de demencia (disminución general de
las capacidades físicas y cognoscitivas), sufrir el síndrome de Down o la enfermedad de
Parkinson, ser hijo de una mujer mayor de 40 años, sufrir un traumatismo del cráneo
(sobre todo si causó pérdida del conocimiento) y ser heterocigótico para cierto gen
localizado en el cromosoma 19 (Kokmen, 1991; Myers, 1996).
La enfermedad de Alzheimer suele comenzar con pequeñas pérdidas de memoria;
por ejemplo, problemas para recordar palabras y nombres o dónde pusimos algo.
Conforme progresa -y esto puede tardar entre dos y 20 años- tienden a presentarse
alteraciones de la personalidad. Primero, el paciente se vuelve pasivo o indiferente. Más
tarde empieza a sufrir delirios: piensa que sus parientes lo están robando. Muestra
confusión mental y quizá no sepa dónde se encuentra ni qué hora es. Con el tiempo,
pierde la capacidad para hablar, de valerse por sí mismo o de reconocer a sus familiares.
Si la muerte no sobreviene por otras causas, la enfermedad de Alzheimer acabará con él,
a medida que el organismo "olvide" deglutir y respirar.
Actualmente no se conoce un tratamiento; sin embargo, los adelantos en la
investigación ocurren con tanta rapidez que quizá en un futuro cercano se descubra un
medicamento que disminuya la rapidez de la enfermedad (Henry, 1996).
Al final de la vida.
El miedo a la muerte rara vez preocupa mucho a los ancianos. De hecho, parece ser un
problema más importante en la adultez temprana o en la madurez, cuando la admisión de
la propia mortalidad coincide con un gran amor por la vida (Kimmel, 1974). Un estudio de
las actitudes ante la muerte reveló que 19% de los adultos jóvenes temen morir, mientras
que ese mismo sentimiento se encuentra en menos de 2% de las personas mayores de
65 años (Rogers, 1980). Los ancianos pasan más tiempo evaluando sus logros que
preocupándose por la muerte (Butler, 1963). Ello no significa que piensen constantemente
en el pasado. Más bien, la revisión de nuestra vida y el interés por el presente son cosas
simultáneas.
Pero los ancianos sí muestran muchos temores relacionados con la muerte.
Temen el dolor, la indignidad y la despersonalización que experimentarán durante la fase
terminal, lo mismo que la posibilidad de morir solos. Les preocupa que los gastos de
hospitalización y los cuidados representen una carga para sus parientes. Y éstos tienen
sus propios miedos que, al combinarse con el sufrimiento psicológico que sienten al ver
morir a un ser querido, a veces los hace despersonalizarlo justo en el momento en que
necesita más apoyo y compasión (Kübler-Ross, 1975).
Etapas de la muerte.
Viudez.
La muerte del cónyuge es uno de los desafíos más grandes que se encaran durante la
vejez. Sobre todo cuando fue un hecho inesperado, la reacción inicial es incredulidad
seguida de total aturdimiento. Sólo más tarde se siente todo el impacto de la pérdida, y
puede ser una experiencia terrible. La frecuencia de la depresión crece
considerablemente tras el fallecimiento del cónyuge (Norris y Murrell, 1990). Más aún, un
estudio a largo plazo de algunos miles de viudos de 55 años o más reveló que casi 5% de
ellos murieron en el periodo de seis meses después del fallecimiento de su esposa, cifra
muy por encima de la mortalidad de los varones en esa edad. Después, la mortalidad de
este grupo disminuyó paulatinamente hasta alcanzar su nivel más normal (Butler y Lewis,
1982).
Quizá por no estar acostumbrados a valerse por sí mismos, la pérdida del cónyuge
afecta más a los hombres que a las mujeres. Pero como la mujer tiene una esperanza
más larga de vida, hay más viudas que viudos. Por tanto, los varones tienen mayores
probabilidades de volverse a casar. Más de la mitad de las mujeres mayores de 65 años
son viudas y la mitad de ellas vivirá otros 15 años sin contraer nuevas nupcias. En
conclusión, por razones un poco distintas, la carga de la viudez es más pesada para el
hombre (Feinson, 1986).