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Cuando cruzamos los ojos con alguien que nos gusta, enseguida sentimos una
"puntadita" en algún lugar de nuestro corazón, y estado de excitación espiritual es
mucho mayor cuando nos percatamos de que el sentimiento es mutuo. ¿Qué está
ocurriendo?. Los psicólogos coinciden en que el punto inicial en que nos fijamos en una
pareja potencial suele ser la atracción sexual que provoca aparte de reacciones
biológicas,
alteraciones nerviosas, cambios de ritmo cardiaco... Pero aparte de esto se sabe que
el deseo está muy mediatizado por las características psicológicas y la experiencia
personal que condicionan los criterios que utilizara una persona para elegir a su
pareja.
Los biólogos evolutivos que estudian el comportamiento animal a menudo conocen con
bastante seguridad por qué un macho y una hembra particulares acaban copulando. La
razón puede ser que la hembra haya elegido al macho, que el macho haya competido
por la hembra y la haya «ganado», o que macho y hembra hayan llegado de alguna
manera al acuerdo mutuo de que se agradan.
Charles Darwin fue el primero en poner la atracción sexual en un contexto evolutivo. Al
formular sus ideas sobre la selección sexual, le preocupaban los rasgos que
aparentemente no hacían nada para mejorar las posibilidades de supervivencia del que
los poseía. El extravagante plumaje de los machos de muchas aves y las engorrosas
cornamentas de los los ciervos los hacen llamativos y vulnerables a los depredadores.
¿Cómo se explica entonces que hayan evolucionado por medio de la selección natural?
Para Darwin, la respuesta está en la atracción sexual. Los rasgos extravagantes
probablemente reducen, en efecto, la tasa de supervivencia de sus poseedores
haciéndolos más vulnerables a la depredación, pero este riesgo queda más que
compensado por el beneficio de hacerlos más competitivos o irresistiblemente
atractivos para los miembros del sexo opuesto, lo que les permite dejar más
descendencia —más copias de genes— que los machos menos ornamentados.
La selección sexual explica muchas de las diferencias entre macho y hembras. Para
Darwin, operaba a través de dos procesos: la comparación entre miembros del mismo
sexo —generalmente machos compitiendo por hembras— y la elección de uno de los
sexos de miembros del otro —generalmente hembras eligiendo a machos. La
competición de los machos por las hembras explica la evolución de armas como
colmillos, espolones y cornamentas, mientras que la elección de machos por parte de
las hembras explica ornamentos por lo demás inútiles como pluma, carúnculas y
perfumes. La selección sexual se basa en las ganancias en el éxito reproductor —
cuanto más atractivos o competitivos sean los individuos, más descendientes dejarán.
Alrededor de una década más tarde llegaron los psicólogos evolutivos —el
redescubrimiento psicológico de Darwin. La historia se repitió con más pensamiento
poco riguroso, más controversia. ¿Y resultados? Bueno, algunas conjeturas
interesantes acerca de nuestra propia evolución.
Así lo ha hecho David Buss. Lo que ha descubierto estudiando otras culturas es que lo
que los hombres encuentran atractivo en las mujeres es la juventud y la belleza
porque todas las características que hacen a las mujeres bellas, como la piel tersa, el
cabello abundante, la figura de curvas marcadas, etc., son signos de fertilidad. Visto a
la fría y dura luz de la evolución, lo que los hombres quieren (generalmente de forma
inconsciente) es fecundar y tener descendencia. Las mujeres están programadas para
hacer exactamente lo mismo, pero lo consiguen por otros medios.
Los científicos sociales se muestran críticos con los estudios de los psicólogos
evolutivos porque éstos centran su atención en las diferencias de lo que cada sexo
desea de su pareja y hacen caso omiso de las amplias similitudes, que para aquéllos
son mucho mayores. Los psicólogos evolutivos responden a esta crítica argumentando
que centrarse en las semejanzas y pasar por alto las diferencias es como decir que los
chimpancés y los bonobos son realmente humanos porque comparten con nosotros el
98 por 100 de su material genético.
Pese a ello, los científicos sociales aceptan que las mujeres se sienten atraídas por los
hombres de buena posición. Entonces, ¿cómo adquieren los hombres su posición? La
respuesta: como pueden. Cuando pensamos en una posición alta en los humanos
tendemos a imaginar presidentes y jugadores de fútbol millonarios, pero la posición
social es relativa y los hombres compiten por alcanzarla de muchísimas maneras. En
The Mating Mind («Una mente para emparejarse»), Geoffrey Miller sugiere que la
rápida evolución del tamaño del cerebro en los humanos se produjo en respuesta a un
proceso de selección sexual: las mujeres elegían preferentemente a los hombres de
éxito. Miller centra su atención en lo espectacular —la prodigiosa producción de
Picasso, la Comédie Humaine de Balzac y el Concierto para piano Nro. 3 de
Rachmaninov—, pero incluso una demostración modesta es mejor que no tener nada
que enseñar.
En las zonas rurales y pobres del sur de España, el toreo es una de las estrategias para
forjarse un prestigio —es arriesgado, pero las recompensas son considerables. Para los
menos jóvenes, o menos fuertes, siempre quedan las competiciones de palomas, en
las que los hombres miden la bravura de sus palomos con otros para ver cuál es
elegido por una sola paloma. Nada particularmente arriesgado, y aun menos
sexualmente atractivo, pero funciona. En Gran Bretaña los equivalentes son pertenecer
al equipo de fútbol local o, para los poco aptos para el deporte, al equipo de dardos.
En términos generales, los hombres compiten más y llegan a mayores extremos que
las mujeres. Sólo hay que echar una ojeada a la sección de logros varios en el Libro
Guinness de los Récords. El número de hombres supera ampliamente al de las mujeres
en sus diversas pero siempre extremas actividades. Lo que ahora necesitamos son
estudios que pongan a prueba las ideas de los psicólogos evolutivos respecto a que
todos los empeños de los hombres están motivados por el sexo, tanto si se percatan
de ello como si no. Por ejemplo, podría medirse el éxito reproductor de los hombres y
examinar si se correlaciona con su posición social o económica dentro de su grupo de
iguales, y no a escala global. El problema es que sería necesario utilizar pruebas
moleculares de paternidad para dar cuenta de todos los hijos fuera de la pareja, algo
que por razones éticas sería extraordinariamente difícil de realizar.
La otra posibilidad, menos polémica, es que los hombres más atractivos tienen más
recursos que las mujeres pueden utilizar para criar a su descendencia. Pero si bien la
posición del hombre y los recursos que vienen con ella parecen ser universalmente
admirados por las mujeres, cabe considerar otros factores mucho más sutiles. La
elección de pareja es algo complejo y tanto los humanos como los animales utilizan
una gran cantidad de información en su elección de pareja, recogida en parte de sus
experiencias durante el desarrollo.
Si, por ejemplo, unos pollos de pinzón cebra son criados por padres adoptivos que
sean pinzones bengalíes, al alcanzar la madurez sexual esos pinzones cebra preferirán
pinzones bengalíes a los de su propia especie como pareja sexual —un fenómeno
conocido como imprinting sexual. En Conseguir el amor de su vida, Harville Hendrix
sugiere que algo parecido ocurre entre los humanos. Lo importante, dice, es llegar a
conocer por qué hemos evolucionado de tal modo que nuestra elección de pareja se ve
influenciada por el comportamiento de nuestros padres.
¿Por qué tiene valor adaptativo que un hombre busque una pareja que se parezca a su
madre y que una mujer elija a alguien que se parezca a su padre? Una posible
respuesta, inicialmente propuesta por Patrick Bateson, de la Universidad de
Cambridge, sobre la base de unos estudios sobre codornices, es que, siempre y cuando
se evite emparentarse con parientes de sangre cercanos, los individuos que se aparean
con individuos genética y culturalmente semejantes a ellos mismos producen más
descendientes que los que no lo hacen.
Estudios recientes sugieren asimismo que el olor corporal puede decir algo sobre la
calidad del macho —no en un sentido absoluto, sino en relación con el olor de la
hembra. El complejo principal de histocompatibilidad (MHC, son sus siglas en inglés) es
un conjunto de genes responsables de la capacidad de combatir infecciones. Las
técnicas moleculares permiten «tipificar» el MHC de un individuo, y lo que se ha
observado es que este conjunto de genes varía enormemente entre individuos. Los
machos de ratón anuncian su tipo de MHC a través del olor de su orina. Si tienen
elección, las hembras eligen como pareja a los machos que tengan un MHC distinto del
suyo, es decir, que lo complemente. Un ratón hembra que viva en el territorio de un
macho cuyo MHC es el mismo que el suyo intentará aparearse también con un macho
que tenga un tipo de MHC distinto. Algo parecido ocurre con las personas, en el
sentido de que cuando la mujer puede elegir sobre la base del olor corporal del
hombre, prefiere los hombres cuyo MHC difiera del propio.