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2666, de Roberto Bolaño:

los basureros de Santa Teresa,


territorios de la memoria del mal

Cathy Fourez

La carátula de la novela póstuma de Roberto Bolaño,


2666, editada por Anagrama, escenifica dentro de un pai-
saje borrascoso y descarnado, a una muchacha que está a
punto de perder su propia realidad. El espacio expresivo
de su cuerpo se ve encadenado a un vestido que oscila
entre el culto mariano y el sudario, y a una silla que evoca
la del condenado que acaba de recibir el veredicto del
juicio final y está a la expectativa de su ejecución. Pre-
domina un tétrico y asfixiante clima en el que aparecen
empotrados estos versos —sacados del poema “El viaje”,
de Baudelaire [1857]—: “El verdugo que goza, el már-
tir que solloza1” y “Un oasis de horror en medio de un
desierto de aburrimiento”,2 que sirve de epígrafe general
a la novela de Bolaño; un epígrafe cuyo significado letal

1. “Le bourreau qui jouit, le martyr qui sanglote”, en la Parte VI del poe-
ma “Le voyage” [Baudelaire, 1857].
2. “Une oasis d’horreur dans un désert d’ennui”, en Charles Baudelaire,
citado por Roberto Bolaño [2004:9].
Cathy Fourez

remite a su origen semántico, a saber, la lápida que se graba en las sepulturas.


En esta imagen, el derrumbe cercano que impregna este entorno arruinado y
hostil al género humano (aquí femenino), emblema moral, en el nivel bíblico
del demonio, anuncia el triunfo de la muerte. El triunfo de la muerte [1562]
es el título de una pintura del flamenco Pieter Brueghel, el Viejo. En este
cuadro, el reino de la defunción vence a la vida en una fusión de vestigios,
atesta las atrocidades de la guerra a través de pletóricos actos de tortura y a
través de la muerte, que reclama a sus víctimas para inmolarlas y ofrecerlas a
la ignominia, e ilustra la profecía apocalíptica de san Juan en el último libro
del Nuevo Testamento.
Hilvanada con ricas visiones simbólicas y escatológicas, esta sección
presagia la inminencia del fin de los tiempos capitaneado por las fuerzas
diabólicas antes de que triunfe el regreso glorioso de Cristo en la eterna
paz de la Jerusalén celeste; 666 es el número que menciona el apóstol para
designar el imperio del instrumento de Satán, es decir, el de la Bestia, del
Anticristo, del símbolo del mal. Año necrofílico, código maléfico de la caja
de Pandora, cadena de silbantes que imitan el viento que barre el desierto
de Sonora en un silencio macabro, 2666 es un verso morboso cuyo eco
aritmético sucesivo y sempiterno remite a un espacio circular vicioso y sin
salida, un espacio donde se vuelve siempre al crimen, una fecha, hipotética
ojeada al libro 1984, que medita, como la obra de Georges Orwell [1948],
acerca de la perdición del hombre.
La intriga de la novela se despliega y empieza su camino a partir del actual
Viejo Mundo, recorre la belicosa historia europea del siglo xx para describir
al ser humano derrotado, atraviesa el océano Atlántico en busca de un miste-
rioso autor alemán, apodado Archimboldi, para caer en un enigma lleno de
sangre y de huesos, los atroces crímenes en serie de mujeres en una ciudad
fronteriza con nombre de santa en México, en el estado de Sonora. Roberto
Bolaño retrata al mal que se manifiesta en su esencia apocalíptica y que, en
la narración, se abate particularmente sobre el género femenino, alegoría tal
vez de una humanidad desgarrada e indefensa, en una urbe norteña, Santa
Teresa, el soporte ficticio de Ciudad Juárez. Una ciudad ficcionalmente real
que lleva el mismo nombre que numerosos hospitales mexicanos cuya espe-
cialidad es la ginecología y la obstetricia, pero que exhibe en sus fosas impro-
visadas una multitud espeluznante de matrices maternas violadas.

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En Santa Teresa, los cadáveres brotan sobre todo en los basureros:

En septiembre encontraron el cuerpo de Ana Muñoz San-Juan detrás de unos


cubos de basura en la calle Javier Paredes, en la colonia Félix Gómez y la co-
lonia Centro. [...] En octubre encontraron a la siguiente muerta en el nuevo
basurero municipal, un vertedero infecto de tres kilómetros de largo por uno y
medio de ancho, situado en una hondonada al sur de la barranca El Ojito, en un
desvío de la carretera a Casas Negras, a la que diariamente acudía una flota de
más de cien camiones a dejar su carga. [...] La segunda muerta apareció cerca
de un basurero de la colonia Estrella. [...] El mismo día en que encontraron a la
desconocida de la carretera Santa Teresa-Cananea, los empleados municipales
que intentaban remover de sitio el basurero El Chile hallaron un cuerpo de
mujer en estado de putrefacción [Bolaño, 2004:719; 529; 566; 584].

La imagen tradicional del basurero se asocia a la de una población margi-


nada, a los barrios precarios, a los espacios de los márgenes, a los fermentos
de la reproducción del desecho social, a la des-herencia, a las catástrofes
finales, a lo innominable, lo innominado, a lo inmundo. Nos proponemos
analizar la noción de monstruosidad y de depredación, así como el sentido
ahogado de la humanidad a través del espacio del desecho que, en la novela,
se asemejaría a un territorio apocalíptico, pero aquí sin salida, a una sepultu-
ra indescifrable que condena a la desaparición irreversible. En efecto, desde
una óptica literaria, el basurero nos revelaría3 la era nueva y tremebunda del
“feminicidio” en Ciudad Juárez, pero sin el advenimiento del fin del martirio,
como precisa la doctora Lucía Melgar [2008], por “la impunidad que cobija
y normaliza esta violencia y permite que crímenes atroces se sucedan casi mes
a mes”, por la indolente inhumanidad con que las autoridades locales y na-
cionales silencian estos crímenes. Por otra parte, el accidente traumático, vi-
vido en la profanación y demolición del cuerpo, ocurrido en un instante infi-
nitamente rápido, absoluto e irreversible, termina por ocupar toda la identidad
original de la víctima. Esta nueva identidad que se fosiliza en la(s) anomalía(s)
es la desmemoria. Estos crímenes crean una plasticidad destructora que trata
de hacer innominable el nombre de la muerta, es decir, el primer nombre que

3. La palabra apocalipsis viene del griego, significa “revelación”.

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tuvo, el que sirve para designarla, reconocerla, distinguirla; de hacer de su


fisonomía un territorio intransitivo sobre el cual es imposible reconstruir un
pasado. “Soy la memoria que de mí se tenga”, decía Elena Garro; ahora bien,
Roberto Bolaño parece escaparse de una memoria colectiva, manufacturada
por discursos oficiales y gangrenada por una política de depuración que en-
cierra en la amnesia a todos los cuerpos ultrajados que no importan y cuyas
condiciones de existencia no tienen ninguna perceptibilidad. Su escritura, al
recuperar el recuerdo de los cuerpos que atraviesan su historia del Mal, se
sometería a un trabajo de memoria para cavar la presencia de los ausentes
con el fin, si no de liberar la verdad, sí de detener el olvido.
Dejar despojos humanos en el lugar del desecho es configurarlos como
desperdicio, es aceptar la posibilidad de hacer de ellos basura, considerar
que no valen nada en absoluto. Muchos basureros de Santa Teresa se ubi-
can cerca de los parques industriales de las maquiladoras. Muchas obreras,
víctimas, encontraron allí su lugar de explotación y también de aniquilación,
tanto en la realidad como en la ficción:

Al mes siguiente, en mayo, se encontró a una mujer muerta en un basurero situa-


do entre la colonia Las Flores y el parque industrial General Sepúlveda. En el po-
lígono se levantaban los edificios de cuatro maquiladoras dedicadas al ensamblaje
de piezas de electrodomésticos. [...] La última muerta de aquel mes de junio de
1993 se llamaba Margarita López Santos y había desaparecido hacía más de cua-
renta días. Al segundo día de su desaparición, su madre interpuso una denuncia
en la comisaría número 2. Margarita López trabaja en la maquiladora K&T, en el
parque industrial El Progreso, cerca de la carretera a Nogales y las últimas casas
de la colonia Guadalupe Victoria. [...] Dos días después de hallarse el cadáver de
Jazmín, un grupo de niños localizó en un baldío al oeste del Parque Industrial
General Sepúlveda, el cuerpo sin vida de Carolina Fernández Fuentes, de dieci-
nueve años de edad, trabajadora de la maquiladora WS-Inc. [Bolaño, 2004:449;
469; 683].

En esos sitios se descubrieron cuerpos de jóvenes asesinadas, enterradas


o tiradas entre los desechos de la contaminación tecnológica y la basura co-
tidiana de los vecinos del lugar, como lo recalca también otra novela, la del
tijuanense Heriberto Yépez, A.B.U.R.T.O. [2005]:

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Lo cual, por cierto, no estaba tan mal, porque en Tijuana, por lo menos, son las fo-
tografías las que terminan cada año en los contenedores de basura y no las señoritas,
como en Ciudad Juárez, la otra maquilópolis, donde doscientas mil personas traba-
jan en las naves industriales y cientos de obreras han sido violadas y asesinadas cuan-
do van o salen de las fábricas y los espermatozoides las secuestran [Yépez, 2005:92].

La representación de la maquiladora como fábrica dedicada al ensambla-


je de piezas electrodomésticas y que contrata a una mano de obra femenina
barata, manejable, desechable, explotable, se confunde —en Yépez como
en Bolaño— con la montaña de residuos que se encajan en la carne humana
despreciada, abusada, saqueada. Es éste el “consumo” deshumanizador del
cuerpo femenino que se manipula sin miramientos, del que unos se adueñan
sin pudor, y que se registra, se abre, se descompone como una mercancía,
que sustituye a otra en una lógica de apropiación-destrucción.
En Santa Teresa, “El Chile” es “el mayor basurero clandestino” [Bolaño,
2004:752]. Se asimila a una boca “gargantuesca” y parasitaria que no deja de
abrirse y de ampliarse por el incremento incontrolable de los desperdicios.
Ahí viven siluetas humanas que vagabundean entre lo sucio, lo roto, lo car-
bonizado. El narrador extradiegético, con rasgos a la vez de omnisciencia e
incertidumbre, expone una génesis de estos seres que andan como sobrevi-
vientes en ese espacio “apocalhíbrido”. No son más de veinte y, como vam-
piros, sólo surgen en la noche:

Por la noche aparecen los que no tienen nada o menos que nada. [...] Hablan una
jerga difícil de entender. [...] Los habitantes nocturnos de El Chile son escasos.
Su esperanza de vida, breve. Mueren a lo sumo a los siete meses de transitar por
el basurero. Sus hábitos alimenticios y su vida sexual son un misterio. Es probable
que hayan olvidado comer y coger. O que la comida y el sexo para ellos ya sea otra
cosa, inalcanzable, inexpresable, algo que queda fuera de la acción y la verbali-
zación. Todos sin excepción, están enfermos. Sacarle la ropa a un cadáver de El
Chile equivale a despellejarlo. La población permanece estable: nunca son menos
de tres, nunca son más de veinte [Bolaño, 2004:466-467].

Parecería que se hubiera operado una simbiosis mortífera entre los ha-
bitantes nocturnos del detritus y el entorno indecible e hiperbólico en su

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deterioro. Una epidemia mortal que emana de los miasmas de los residuos,
contamina a los residentes, les quita sus necesidades fisiológicas y físicas,
haciendo de ellos unos espectros efímeros, pero en continua reproducción
de la vida enferma y enloquecida. Ese pandemonio les infecta la palabra in-
teligible, es decir, la que extrae nuestro ser, nuestra historia y les niega la
manifestación de toda sensibilidad, de toda emoción. Del basurero no se
destaca ninguna emisión y recepción de signos humanos o humanizadores.
Paradójicamente, la expresión no tiene lugar en el sitio de la expulsión, dado
que todo lo que sale no es de lo vivo sino de lo inorgánico; no sale de la luz,
sino de la oscuridad.
Detrás de las noches del basurero El Chile, se encuentran quizá todas las
complicidades del silencio, un silencio que no sería más que el refugio de to-
dos los ruidos, de todos los gritos, un silencio cada vez más precario, más sór-
dido, “la simultaneidad neutra de todos los sonidos”, según la expresión de
Jorge Portilla, una afonía cacofónica de los estados más miserables de nuestro
mundo actual. Permanecen allí demasiados fantasmas, demasiados solitarios,
en un lugar que da la impresión de haber llegado al final de las noches con
hombres sin alma ni sombra, al final de todo lo que nos puede ocurrir. Así,
el basurero, más allá de la inmundicia, como una fuerza maléfica y magnética
también imanta a la bestia que puede ser el hombre. En la periferia de la urbe
va engullendo los baldíos aledaños, arrastrando en su carrera desenfrenada y
devoradora tanto los restos materiales como los cuerpos violados, contusio-
nados, acuchillados, degollados, quemados, de la muerta anónima, de Ana,
Emilia, Olga, Marta,4 y de una más, de otras más, de demasiadas más... Tienen
una tumba cavada en el olvido generalizado del “pudridero inerte” [Bola-
ño, 2004:592] cuyos objetos huecos y cadáveres amputados hacen eco a las
inconclusas conclusiones repetidas de los expedientes forenses y policiales
transcritas por la voz narrativa: “Los crímenes se quedan sin aclarar... El ex-
pediente se ve archivado sin pesquisa previa... Nadie reclama al cadáver... No
identificado, se entrega a los alumnos de la Facultad de Medicina...”
La amnesia que remata las investigaciones remite al lugar impropio que
constituye el basurero que, infecundo y vacío de pertenencia, acoge en sus
ruinas cuerpos sin nombre propio, sin el nombre que determina la diferen-

4. Nombres mencionados en el texto de Roberto Bolaño.

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cia. La identidad única de la víctima se desagrega en su cadáver, en su sus-


tancia muerta, ahora ajena por las múltiples desfiguraciones padecidas, en
los objetos personales, verdaderas marcas de vida (“falda/blusa/pintalabios/
polvos/rímel/cajetilla de cigarrillos”), que de ser indicios de “erotografía”
se convierten en evidencias de “tanatografía”, pero también en lo abyecto,
es decir, en lo que se eyecta, se expulsa, como los excrementos, los detritus,
la sangre del crimen. Las prendas íntimas de las víctimas (“Tenis; zapatillas
deportivas marca Nike, Reebok; zapatos de imitación de cuero, de color rojo
y sin tacones; zapatos negros; zapatos de tacón rojos; botas de tacón fino;
pantuflas” [Bolaño, 2004:443-791]), a veces encontradas cerca o lejos de los
cuerpos exangües, y que en teoría contribuyen a la reconstrucción de su bio-
grafía ahora parcelada, como los atributos que identifican a los mártires en
la iconografía religiosa, se convierten en objetos del horror. Éstos, no sólo
son alegorías de una orfandad, la de la ausencia del ser desaparecido, sino
también alegorías de las ajusticiadas por la crueldad humana.
Profanados por el furor, el semen y el lodo y abandonados en los escom-
bros hediondos de lo consumido y de lo tirado, los jóvenes cuerpos femeninos
asesinados recuerdan las nociones semánticas de candor y suciedad presentes
en el nombre mismo de la urbe ficticia de 2666: “santa” alude a lo sagrado
y dicho término viene, entre otras derivaciones, del latín sacer, que significa
tanto santo como manchado, tanto augusto como infame. Santa Teresa se
va plasmando como un camposanto de mujeres, un extenso “camposanta”,
donde el vertedero suprime las distancias entre el objeto y el ser humano, a
fin de ocasionar una salvaje mezcla de sustancias, de fuerzas y de signos; un
desorden de la materia a partir del cual se puede operar una correspondencia
ambivalente entre la mujer y el ámbito del residuo y eso desde el espacio
restringido del hogar. Ahí el desorden puede surgir por ella, a través de sus
labores domésticas: la preparación de la comida, la limpieza, la obligan a fre-
cuentar lo puro y lo impuro, lo limpio y lo sucio; a la inversa, por ella se man-
tiene el orden en cuanto administra las excreciones corporales y el dominio
de las deyecciones y de los desperdicios. Por otra parte, sus “detritus” íntimos
(la sangre menstrual, la placenta en el momento del parto) son sinónimos,
en el imaginario colectivo, y sobre todo religioso, de mancha. Sepultar a la
mujer en el territorio de la degradación, simbólicamente, consiste, para sus
victimarios, en secuestrarla en la esfera casera. Por otra parte, les permite co-

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municar su concepción de la vecina de Santa Teresa, que no vale “un pedazo


de mierda” [Bolaño, 2004:402] como lo afirma el sparring Omar Abdul en
“La parte de Fate” (tercer movimiento de 2666). Esta definición corrobora
el movimiento descendiente delineado en los prefijos asociados al basurero:
así, de indica una dirección de arriba-abajo (decaer/deformar/decadencia/de-
crepitud/declinar); ex significa fuera o más allá, (excremento/expropiación/
expulsión/extinción); sub patentiza en su significado propio bajo o debajo de
(suburbio/subvertir/subestimar/subproducto).
La mujer es asquerosa en el sentido en que desobedece las normas de
clasificaciones idóneas para el sistema simbólico exigido por sus verdugos.
Es menester por tanto alejarla del grupo sexual, a fin de que no lo ensucie ni
perturbe su sentido propio. Para el asesino o los asesinos, la mujer es la in-
vasora, su ginecocracia, su “in-trusión” son amenazantes. En ella teme quizá
su poder procreador y hechicero: la mujer da la vida pero también la muer-
te, por la mortalidad de la existencia. En las partes genitales desmembradas
de las jóvenes asesinadas5 se descifra una tentativa de domar y restringir su
procreación, una especie de “ginecofobia”, de miedo a una superpoblación
femenina en una urbe rodeada por el desierto, por la esterilidad. El phar-
makon estribaría en una colonización y castración del territorio de la mujer
por la maquinaria fálica y “espermatozoídica”. Y acoplar a la mujer muerta
con la mancilla, es des-integrarla de la dignidad humana, dado que, como lo
subraya Julia Kristeva “la mancha es la interrupción de la vida”.6
La atmósfera animal que ronda Santa Teresa propaga esta idea de inmun-
dicia permanente, de carne corrompida, vigilada por un ejército de zopilotes,
etimológicamente conectados con la noción de basura por componerse de
tzotl, basura, y pilotl, acto de levantar, de recoger [Revueltas, 1943:107, 108]
y, semánticamente, con la de devorar;7 vuelo, en el cielo pesado, que se ase-
meja al del águila del capítulo VIII del Apocalipsis de san Juan, que en voz
alta augura el infortunio a los habitantes de la tierra:8

5. Como lo indican los diferentes informes forenses en “La parte de los crímenes” [Bolaño, 2004:443-791].
6. “La souillure est l’arrêt de la vie”[Kristeva, 1980:101].
7. La forma verbal “zopilotear”, en México, equivale a “comer con verocidad” [Morínigo, 1996:729].
8. Versículo 13: “Y miré, y oí un águila volando por en medio del cielo, dando grandes voces: ¡Ay, ay,
ay de los que habitan en la Tierra, a causa de lo que va a suceder cuando hablen las trompetas que faltan,
que los tres ángeles están a punto de tocar!” [Barclay, 2006:26].

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Tuvieron la certeza de que la ciudad crecía a cada segundo. Vieron, en los extre-
mos de Santa Teresa, bandadas de auras negras, vigilantes, caminando por po-
treros yermos, pájaros que aquí llamaban gallinazos y también zopilotes y que
no eran sino buitres pequeños y carroñeros. Donde había auras, comentaron, no
había otros pájaros. Bebieron tequila y cervezas y comieron tacos en la terraza
panorámica de un motel en la carretera de Santa Teresa a Caborca. El cielo, al
atardecer, parecía una flor carnívora [Bolaño, 2004:171-172].

Así, el cielo refleja la monstruosa obscenidad de las muertes de estas


muchachas, un cielo carroñero que no sugiere sino puras caídas, un cielo
caluroso y tormentoso cuyo sol impávido recuerda el de los mexicas en esta
empresa de fábricas de muertes, que es la “cosecha de mujeres”.9
Como en la Guerra Florida de los aztecas, mediante la cual obtenían víc-
timas cuya sangre servía para alimentar al dios del sol, Huitzilopochtli, aquí
la búsqueda de presas sería, para los criminales, una especie de supervivencia
de su poder en la dilapidación de la otra; una manera paradójica de contener
la sed de barbarie, de controlar este dominio de vida y de muerte que exige,
sin tregua, nuevos mártires, nuevas muertas. El acto de violencia espectacular
es visto como benéfico para esa comunidad criminal, tiene el sentido de la
consumation;10 se sujeta a la preocupación por unirse, por compartir y preser-
var la cosa común, la de matar, y de metamorfosear a la mujer en —según la
formulación de Freud— “el objeto de la pulsión”, es decir, “aquello en que o
por que la pulsión puede alcanzar su meta” [Freud, 1968:18-19]. El cuerpo fe-
menino no es sino el material, el objeto de consumo de un ritual; un ritual que
consiste en privatizar este cuerpo, en “desconstruirlo”, en “desexualizarlo” y
en hacerle sufrir acciones recurrentes de represión. La víctima se halla enton-
ces fuera de la humanidad, en un mal absoluto que alcanza el fondo y rechaza
descomunalmente los límites; el cadáver (de su raíz latina cadere, “caer”) cae en
un mundo de muerte organizada y tecnificada, donde el curso de la civilización
se rompe, ya que como dijera Cioran [1966] en La Chute dans le temps, “la
nostalgia de la barbarie es la última palabra de cada civilización”.11

9. Título de la obra documental de Diana Washington Valdez [2005], Cosecha de mujeres.


10. “La consumation”: esta expresión la emplea Georges Bataille [1967:87] al referirse a los sacrifi-
cios practicados por los aztecas.
11. “La nostalgie de la barbarie est le dernier mot d’une civilisation” [Cioran, 1966].

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Además, como el cementerio, el basurero asume la función de encubri-


miento y representa estos espacios al margen donde se aíslan desechos y ca-
dáveres, donde se entierra la huella de una privación. En Santa Teresa, el
basurero es un osario improvisado; los detritus hermanados a la fuerza con
huesos humanos, ponen en crisis el universo establecido de las formas, abren a
veces a lo “informe”—como lo recalca Bataille [1967] en La part maudite—,
a lo indefinido, pero expresan las tormentas de una historia, de la Historia.
Este espacio infernal, donde se trata de erradicar el concepto de ser hu-
mano, comparte similitudes con la política de exterminio ejercida por los
nazis en contra de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, a la que
se refiere el narrador en “La parte de Archimboldi”. Bolaño parece relacio-
nar esta fractura que genera tal instrumentalidad de la muerte en Ciudad
Juárez con el genocidio de la Segunda Guerra Mundial. Kristeva recuerda
que los nazis no perdieron su humanidad a causa de la abstracción que po-
día conllevar la noción de “hombre”. Al contrario: porque habían perdido
la alta y abstracta noción simbólica de humanidad, para sustituirla por una
pertenencia local, nacional o ideológica, el salvajismo cobró forma en ellos y
pudo ejercerse en contra de quienes no compartían dicha pertenencia [Kris-
teva, 1988:228]. El sociólogo alemán Harlad Welzer [2005], explica en su
libro Les exécuteurs. Des hommes normaux aux meurtriers de masse, que los
judíos representaban para los nazis un patrimonio genérico nocivo que era
necesario extirpar; amenazaban su identidad porque vivían dentro de la co-
munidad de la que no dependían ideológicamente; así, para servir al interés
superior de esta misma comunidad, matar gente considerada perniciosa para
su orden, era actuar a favor del Bien. En 2666, los victimarios invisibles,
anónimos pero con cara de hombres, ya que “Los monstruos existen pero
son demasiado pocos para ser realmente peligrosos: más peligrosos son los
hombres comunes”,12 podrían tal vez corresponder a esta definición: aniquilan
bajo una brutalidad verbal y física, extrema y sin límites al género opuesto,
concebido como una figura inquietante y extraña de la que pueden extraer la
parte de destrucción que no pueden reprimir en ellos, como si por el sacrificio
de la intrusa la expulsaran para restaurar el orden establecido por ellos.

12. “Les monstres existent mais ils sont trop peu nombreux pour être vraiment dangereux; ceux qui
sont plus dangereux, ce sont les hommes ordinaires” [Levi, 1947:262].

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Subversiones. Memoria social y género. Ataduras y reflexiones
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No obstante, aun cuando dentro de la geografía urbana de “Santa Teresa” la


mujer se ve bajo el ángulo de la víctima, también se yergue como la portavoz de
las violencias que afectan al género femenino. Se despliega, en el espacio mismo
de la creación literaria, como el emblema de la lucha a favor del “reconocimien-
to de la víctima” [ibid.:84]. La escritura desentierra, de la asfixiante esfera priva-
da, la proliferación de fragmentos de vida destrozados por la atrocidad hacia la
escena pública y colectiva, para funcionar como detonante ante la indiferencia
y rescatar las huellas de una humanidad violentada y negada. Roberto Bolaño
pone de relieve las afasias, los silencios molestos, las comunicaciones oblicuas o
prohibidas que procuran acallar los horrores de nuestro tiempo. En este com-
bate, cuya apuesta es hablar a través de una pared de obstrucción y de un mu-
tismo aciago, la iniciativa pertenece al acto de formular y de escribir la memoria
de las víctimas, ya que como lo subraya Foucault [1996:164] no hay historia sino
por el lenguaje.13 La ficción se metamorfosea poco a poco en un cementerio ver-
bal que contextualiza una anatomía de la que emanan humillaciones y heridas.
Al filtrarse en los asesinatos de las mujeres, Roberto Bolaño vuelve a encontrar
otros cuerpos, y les entrega de nuevo su voz, su tiempo y su lengua, una manera
de no inhumarlos en la amnesia y de devolverles, si no su identidad, por lo me-
nos su integridad. Esta obra no da comodidad al lector, no lo serena, más bien
lo despista, pero al mismo tiempo lo despabila y lo invita a que cambie su modo
de leer y reflexione sobre el deterioro social e individual. “La literatura es lo
esencial, o no es nada”,14 decía Georges Bataille [1957:9]. En un mundo donde
se destruye con gran velocidad y se muere lentamente; donde la precariedad se
vuelve ordinaria; donde los discursos identitarios estigmatizan al otro; donde
se complace en contemplar las ruinas de los seres humanos…, la literatura es
lo esencial porque procura leer y escribir el inframundo, las memorias de la
resistencia, las palabras de los marginados, el territorio de los excluidos. En
un mundo donde la realidad abdica para dejar el espacio a representaciones
saturadas de imágenes que convierten la atrocidad universal en una orgía-es-
pectáculo, la literatura sigue siendo un espacio del “contra”, el de “la palabra
desencadenada”,15 una palabra de contra-poder y de lucha, a fin de llevar el

13. “Il n’y a d’histoire que par le langage” [Foucault, 1996:164].


14. “La littérature est l’essentiel, ou n’est rien” [Bataille, 1957:9].
15. “La parole désenchaînée” [Barthes, 1984:193].

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acto de lo real más allá de todo simulacro, de toda trivialización; sobre todo,
cuando la literatura habla la lengua del expulsado y la del que sufre; cuando
saca la lengua desollada y revela la inconclusión del significado; cuando expresa
el cataclismo de lo cotidiano y la abyecta crueldad.
En Santa Teresa, la mujer asesinada se transforma en un conjunto de signos
en los que lo imposible se hace real y su desaparición, sus tormentos son una
réplica del holocausto. La noción de “mujer” en esta urbe ficticia se confunde
con la concepción antisemita del judío, es decir, un objeto a la vez de pavor,
repulsión y fascinación, un objeto de envidia y de repugnancia, una conjun-
ción de atracción y de detritus que borra la frontera entre sujeto y objeto. El
silbido sofocante del viento norteño, la tierra yerma y polvorienta del desierto,
la materia corrupta y podrida del basurero pregonan en la novela de Bolaño,
la “ex-pulsión” de la mujer del territorio vital, y anuncian su “im-pulsión” en la
“in-existencia” y su transformación en objeto de abominación. Semejante con-
cepción lleva a validar el principio de que haya una “dialéctica de conversión”
(para reproducir la formulación de Bertolini),16 que haya una “reificación” del
ser humano, una derelicción que confluye hacia lo insostenible. En dicha pers-
pectiva, la mujer asesinada en Santa Teresa simboliza el desecho del desecho o
el desecho último, sin duda, portavoz de muerte terrorífica, al que se asocian
imágenes de “fin del mundo”, de “apocalipsis”, que retumba en el título de la
novela, 2666, cuyo triple seis evoca el imperio de la Bestia y aparece, como se
sabe, en el Apocalipsis de san Juan. Pero este apocalipsis en la ficción de Bo-
laño, por más que estalle en un estado llamado “Sonora”, recibe como única
respuesta el silencio corrupto de la justicia estatal y federal, el reflejo vampírico
de la podredumbre y la desolación, un tiempo vencido y sin resolución. Por
tanto, lo que se destaca de la novela en cuanto al retrato que nos ofrece del
feminicidio en la actualidad de Ciudad Juárez, es lo que el filósofo alemán
Günther Anders [1960:87, 88] llama “un apocalipsis desnudo”, es decir, “un
concepto de apocalipsis que consiste en un simple fin del Mundo que no im-
plica la apertura de una situación positiva”17 por la perpetuación del fenómeno
y por la voluntad de impedir el esclarecimiento de los crímenes.

16. Gérard Bertolini, el economista francés especialista en rudologie, la ciencia de los detritus.
17. “Une apocalypse nue”, un concept d’apocalypse qui consiste en une simple fin du monde n’im-
pliquant pas l’ouverture d’une situation positive” [1960:87, 88].

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Subversiones. Memoria social y género. Ataduras y reflexiones
2666, de Roberto Bolaño…

En su artículo del 7 de marzo de 2009, del periódico Reforma, Sergio Gon-


zález Rodríguez recuerda el triste aniversario de lo que fue reconocido oficial-
mente en 1994, en el estado de Chihuahua, como el femicidio: quince años de
denuncias nacionales e internacionales tanto en el ámbito periodístico como
en el académico, de luchas constantes encabezadas por las familias de las víc-
timas… resistencias…, frenadas por la ausencia de un Estado de Derecho,
y principalmente, por las autoridades locales y federales que minimizan los
hechos y dan muestras de una repulsiva y criminal irresponsabilidad.
Sin embargo, al codificar mediante la literatura este apocalipsis, Roberto
Bolaño hace de su narración la memoria de las víctimas de la barbarie y de las
injusticias.18 Lleva a cabo una radiografía dinámica de la muerte, que dice lo
que calla la realidad y lo que escapa al lenguaje común. Mediante el espacio
de la escritura propicio a la composición, descomposición y recomposición,
musicaliza, desde la partitura del terror, el basurero que se presenta como la
sucesión de todos los espectáculos posibles e imposibles para nuestra razón,
y logra replantear el horror y restituir su impacto. Por otra parte, el novelista
deja la palabra a lo que Foucault [1975, 1976: 22] llama “los saberes de la
agonía”, estos saberes que se rebelan contra el olvido y la homogeneización,
contra la pérdida de la historia particular, local. Así grabada en el texto, en
Santa Teresa la imagen de la mujer es inseparable del basurero y del desierto,
pero asedia la memoria del lector y permite que las palabras de la ficción
“merodeen en su cuerpo y actúen en sus vísceras”.19 Así, el receptor rescata a
las muertas y lee el basurero como un lugar acústico donde una multitud de
vocablos como “saber, mujer, escuchar, hermana, encontrar, madre, moverse,
hija, sentir, muerta, cuestionar, justicia, creer, vida, castigar, frontera, estar,
verdad...” se transforman en cajas de resonancia y de resistencia.
En esta degradación y pérdida de la historia particular, el poder de re-
nombrar y el de denunciar, que componen el valor memorial, se iniciarían y
se enunciarían desde el espacio de crisis de la forma, el de la caída de la mujer
violentamente asesinada, a fin de violentar las conciencias abúlicas. Si bien
el basurero desfigura a la mujer, desde la palabra literaria, no sólo se yergue

18. Comentario del periodista y novelista mexicano Sergio Gónzalez Rodríguez [2007].
19. “Les mots rôdent dans nos corps et agissent sur nos viscères”, comentario de Hubert Colas,
autor, director y escenógrafo, acerca de Hamlet, durante la representación de la obra en Le Théâtre du
Nord, Lille, Francia, temporada 2006-2007.

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Cathy Fourez

como la metáfora del Mal, sino que se levanta como la estela que escribe que
estas muertas no murieron por entero, que fueron procreadas por el desmi-
gajamiento o la ausencia de jurisdicciones independientes y de la igualdad de
los ciudadanos frente al Derecho.
Ante el silencio del reconocimiento de la víctima, se ahonda el alarido
del cuerpo hecho detritus; una huella insoportable, inaceptable pero cuya
lectura permite, tal vez, evaluar el lugar de la muerte en la vida y, por tanto,
evaluar nuestra humanidad y la inhumanidad de los victimarios. Desde el
lugar de los escombros, Roberto Bolaño [2004:265] va construyendo una
memoria del delito que expresa el desmoronamiento de la civilización, la
ruina de la razón, “toda la orfandad del mundo, fragmentos, fragmentos”,
que cuestiona al hombre: ¿dónde está?, ¿en qué se diferencia de la bestia?,
¿en qué es peor que la bestia?

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