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Sol Negro

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Sol Negro

REY DE CUERVOS
MAD BLACC & CÉSAR GARCÍA MUÑOZ
Copyright © 2019

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Sol Negro

Me estaban estrangulando. Casi no podía respirar, menos gritar. No hubiera valido


de nada. Estábamos en una carretera solitaria, en medio de ninguna parte. El
vestido, totalmente empapado, se me pegaba al cuerpo. Nadie vendría a
socorrerme y mi agresor lo sabía. Se tomaba su tiempo.
Intenté escaparme de su abrazo mortal, pero era muy fuerte, demasiado para
una chica de diecisiete años. Se rio. La vista se me nubló, el mundo se deformó a mi
alrededor. Era aterradoramente consciente de que se debía a la falta de oxígeno.
Me asfixiaba. Los pies descalzos sobre el asfalto eran mi única conexión con el
mundo, mi ancla. Me resistí. Redoblé mis esfuerzos por liberarme.
—En el fondo eres dura de pelar, Ash —susurró el asesino, acariciando mi pelo
mojado.
Sabía mi nombre, me conocía. Y yo a él. Pero estaba tan aturdida que no ponía
cara su voz. No le vi el rostro, solo su silueta detrás de mi un instante antes de que
me atrapara.
Me sentí muy débil. Dejé de patalear, de dar codazos.
Se produjo un estallido de luces, creo que fue en mi cabeza, y tuve la sensación
de que el tiempo se detenía. Dejé de sentir el frío en mi piel húmeda. Las últimas
veinticuatro horas desfilaron ante mis ojos a cámara lenta. Me sentí decepcionada,
siempre creí que al morir vería pasar toda mi vida delante de mi.
Tenía tantas ganas de volver a ver a mis padres.

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Sol Negro

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Ash. 24 horas antes del estrangulamiento.

A veces creo que sería mejor que no hubiese nacido. Luego pienso en la música, o
toco la guitarra o canto una canción y todo cobra cierto sentido. Es así de simple.
Merece la pena estar viva, pese a todo. Definitivamente, la música es mi tabla de
salvación.
Soy huérfana y mi única familia está compuesta por una tía medio chiflada y una
abuela completamente chiflada. Las relaciones sociales no son mi fuerte y solo
destaco por mi pequeño tamaño. Mido un metro cincuenta y cinco y peso cuarenta y
seis kilos. Toda una guerrera vikinga.

—Dios, Ash. Vaya mierda de música —dijo Tricia.


Sonreí.
Estábamos en el Capitán Infierno, un bar de las afueras en el que permitían
tocar a los nuevos grupos en un escenario decente. Max, su dueño, era un antiguo
músico al que le gustaba escuchar sangre fresca, como llamaba a las bandas
indies. En ese momento cuatro chicos tocaban una canción de rock duro. Sonaban
bastante bien aunque el guitarrista no estaba a la altura del resto.
—Por lo menos el de la guitarra está muy bueno. Menudo culo —siguió Tricia
—.Aunque no me vale de nada. Es un crío.
Así era ella, se fijaba poco en el talento musical y mucho en los traseros.
—Te saca más de cinco años —contesté.
—Pues eso. Un puto crío.
Volví a sonreír.
Había venido al Capitán Infierno acompañada por mi fiel guitarra y por Tricia, mi
mejor amiga. Ella no compartía mi amor por la música, aunque le volvían loca los
músicos y en aquel local había una buena selección de ellos.
Yo venía a tocar. O a intentarlo. Esta vez me había atrevido a darle a Max mi
nombre y el de las dos canciones que quería interpretar: “Dulce tristeza” y “Ciento
un días sin ti”. Mi turno era el siguiente, la canción estaba acabando así que Max me
llamaría de un momento a otro. Pero tenía un serio problema.
—¡No puede ser! —dije, nerviosa.
—¿Qué buscas? —preguntó Tricia.
—Mi amuleto de la suerte. No lo encuentro.
—Te lo habrás dejado en casa, eres un desastre.
—No. Estoy segura de que lo cogí. Por si me atrevía a salir al escenario —dije.
—Eso te pasa por no llevar un bolso, como cualquier chica medio normal.
No soportaba los bolsos. Los más grandes me hacían parecer minúscula, un
hada diminuta arrastrando un saco a rebosar de tesoros, y en los más pequeños no
entraba casi nada. Mi amuleto era una pieza de metal y cristal que me había
regalado mi amigo Alex y significaba mucho para mí. Siempre que lo necesitaba lo
llevaba colgado del cinturón.
—No puedo salir sin mi amuleto —dije, preocupada.
—Oye, ¿No será una excusa para no tocar otra vez?
—No. Lo necesito.
—No te hace falta llevar esa mierda pegada al culo para poder tocar. Cantas

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como los ángeles. Llevamos viniendo tres meses y siempre encuentras algo para no
salir al escenario. Estoy segura de que si Max te escuchase tocar te contrataría.
—No. No puedo.
Alguien me cogió del hombro. Al darme la vuelta me encontré con James y
sonreí como una tonta, aunque me recompuse rápidamente. Íbamos juntos al
instituto, pero él era un año mayor y el próximo curso iría a la universidad, en Los
Ángeles. James tenía algo en su forma de hablar, de mirar, de ser, que te hacía
sentir especial.
—Por una vez, y sin que sirva de precedente, Tricia tiene razón—dijo James,
con una gran sonrisa.
—Ja, ja. Qué gracioso. Te han dejado salir de la hermandad de capullos esta
noche, y sin bozal —contestó Tricia.
—Aun no soy universitario.
—Ni deberías llegar a serlo, te iría mejor ser leñador, aunque igual es
demasiado sofisticado para ti. No sé como admiten en la uni a gente con el cociente
intelectual de una alcachofa —dijo Tricia.
Le di un codazo a mi amiga y James hizo un gesto como diciendo “Está bien. No
hace falta que me protejas de la loca de tu amiga”. Tricia puso cara de póker y
taladró a James con la mirada. Este no dejaba de sonreír, impasible ante las puyas
de mi amiga.
—Tricia ¿No ibas a ir a por algo de beber? —le dije.
—No. Pero tranquila, os dejo solos —contestó—. Y échale ovarios. Sal a cantar.
Adiós, chulo de playa.
James soltó una carcajada. Yo habría estrangulado a Tricia, pero se escabulló
rápidamente entre el público dejándonos a solas.
—No le hagas caso, está enfadada porque… no lo sé. Siempre está enfadada.
—Tricia es simpática, solo que no lo sabe —dijo James—. En serio, Ash. Tienes
que salir al escenario. Les vas a dejar boquiabiertos.
—No es el mejor día.
No quería contarle a James lo de mi amuleto. Sonaba profundamente estúpido e
infantil. Y sólo era verdad a medias. Amaba tocar y cantar mis propias canciones,
pero le tenía un pánico infinito a hacerlo en público. Era tímida. No. Era la chica más
tímida del planeta. O eso me parecía a mí. Me costaba meses coger confianza con
la gente y soltarme un poco, mostrarme tal y como era. Hablar en público o sentirme
el centro de atención me daba pánico, me bloqueaba. Además, temía que a la gente
no le gustase mi música, ser una fracasada en lo único que realmente me
importaba, así que prefería posponer la situación de forma indefinida. La
incertidumbre era mejor que el fracaso.
—Tómate tu tiempo, Ash. No tiene que ser hoy, pero creo que tienes mucho
talento. Eres la mejor músico que he oído en directo.
—Ya… eh… muchas gracias.
James sonrió. La primera vez que le vi pensé que era un completo idiota. El
típico guapo que se lo tiene creído y que piensa que el mundo es su Disney World
particular. Llevaba solo un año en el pueblo y ya se había convertido en uno de los
chicos más populares del instituto. La mayoría de las chicas estaban locas por él,
aunque desde que lo había dejado con Ann Collins, hacía un mes, no había estado
con nadie.
La voz ronca de Max anunció mi nombre y me puse a temblar por los nervios.
—¡Ash Black! ¡Ash Black!

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Sol Negro
No sabía dónde meterme. Estaba segura de que los ojos de todo el mundo
estaban fijos en mí. James me cogió de la mano y me llevó hacia una esquina poco
iluminada. Suspiré, aliviada.
—Este ambiente intimida —dijo—. Yo me mearía en los pantalones si tuviera
que salir a tocar, con tanto músico profesional entre el público.
Quería que no me sintiese mal y lo estaba consiguiendo. Aunque era debido
más al contacto de sus manos sobre las mías que por sus palabras, aunque había
algo de cierto en ellas.
—Tengo una idea, Ash ¿Por qué no vamos paso a paso? ¿Por qué no tocas
mañana en la fiesta que doy en casa? Puedo organizar un pequeño concierto en la
sala de abajo. Con poco público y la mayoría estarán borrachos.
El padre de James era el dueño de una empresa maderera importante. Vivían
en una casa suntuosa, una mansión de varias plantas con una increíble sala de ocio
en el sótano. Había ensayado un par de veces allí y la acústica era muy buena. No
era mala, no habría demasiada gente con todo el mundo haciendo el loco en la
piscina. Pero las fiestas no me gustaban demasiado.
—No sé, no tenía intención de ir.
—¡Pero qué dices! Irá todo el mundo. Tricia no me soporta pero ni ella se la
perderá —dijo, riendo.
—Bueno… yo…
James puso la mano en mi hombro y apretó suavemente. Me mordí el labio. Me
hubiera gustado que el abrazo hubiese sido más intenso. Miré hacia arriba, James
me sacaba más de treinta centímetros de altura, y me encontré con sus ojos
puestos en mí.
—No acepto un no por respuesta —dijo.
—No.
—James me miró, sorprendido.
—Esto, quería decir que sí. Iré.
—¿Y tocarás?
—Tocaré.
—Promételo.
—Que sí, lo prometo, pesado.
Se rio.
—Genial. Lo tendré todo preparado.
James se agachó, me besó la mejilla y su cara se quedó unos junto a la mía.
Sentí un escalofrío y un cosquilleo en el estómago. Cerré los ojos y acerqué mis
labios a los suyos. No pasó nada. Para cuando abrí los ojos James se había
despegado de mi y miraba hacia otro lado. Ni siquiera se había dado cuenta de mis
intenciones.
Alguien se había acercado y nos había interrumpido, y lo que era peor, creo que
se había dado cuenta del beso frustrado.

Era Tara Lane, una de las chicas más guapas del instituto y sin duda la más
estúpida y superficial. Le acompañaba Laura Miller, su inseparable amiga y pelota
oficial. Tara y James hablaban mientras Laura me dedicaba una sonrisita de
superioridad. La música me impedía oír su conversación, pero al ver a James reír
me lo pude imaginar.
Me entraron ganas de sacar la guitarra de la funda y estampársela a Tara en la
cabeza. Y después a Laura. Pero yo no era así, aunque por dentro hirviese de rabia,

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jamás demostraba mis sentimientos. Así que puse cara de indiferencia y traté de
concentrarme en la música.
—Ash, me tengo que ir —dijo James, confirmando mis temores—. Mañana te
veo en mi casa. Lo has prometido.
“Quédate conmigo, estúpido”, tenía que haberle dicho. Pero no lo hice.
—Claro, allí estaremos las dos —dije, y acaricié mi guitarra.
Al ver cómo se miraban aquellas dos imbéciles me arrepentí en el acto de mis
palabras. Había quedado como una chiflada, como la loca de los gatos, solo que yo
en vez de con felinos hablaba con mi guitarra.
James y Tara se alejaron entre la multitud. Laura se quedó unos segundos y me
dedicó una sonrisa venenosa.
—¿De verdad creías que iba a besarte? Ha sido patético. James está muy por
encima de tus posibilidades, rara. Deberías jugar en tu propia liga. Si no quieres
hacer el ridículo no vayas a la fiesta. Quédate en tu sucia cueva con tu tía la loca.
Quería contestarle algo gracioso, como haría Tricia, pero las confrontaciones me
ponían nerviosa y siempre se me ocurrían las cosas ingeniosas mucho más tarde.
Así que otra vez más perdí mi oportunidad. Un camarero estuvo a punto de
arrollarme y para cuando me recupere Laura se había ido.
—¡Estúpida!¡Estúpida! —dije en alto y me di un golpe en la frente.
Me refería más mí misma que a Laura Miller.
—¿Estás bien?
Era un tipo tatuado y con el pelo rapado al que no había visto y que estaba junto
a mí.
—Si… ha sido un… he tenido un mal día —dije, alejándome de él. Ya había
hecho suficientemente el ridículo por esa noche.
Necesitaba desahogarme, hablar con alguien, pero había visto a Tricia tomando
una copa con el guitarrista supuestamente demasiado joven para ella y poco
después salieron juntos del local. Así que me tragué mi amargura y me quedé sola
un buen rato, y esta vez ni la música me hizo sentirme menos miserable.

Salí a la calle con la esperanza de que el autobús que pasaba cerca de casa no
se retrasase demasiado. Bien para recogerme o bien para atropellarme. Casi me
daba igual. Sonreí ante mi positividad innata.
Hacía buena noche, pero no quería llegar demasiado tarde o mi tía se
preocuparía. La parada estaba a cincuenta metros del local, en una zona de campo
despejada de edificios. El límite de la civilización. Entonces le vi, al otro lado de la
calle, junto a la parada del autobús. Era él, el mismo chico que me había estado
espiando y siguiendo los dos últimos días.
Era alto y de porte atlético. Debía tener unos veinte años. Llevaba unos
pantalones vaqueros un poco rotos y una chaqueta de cuero de motorista. Su
melena morena caía desordenada hasta los hombros. Tenía un aire rebelde,
peligroso, que contrastaba con la tristeza de su mirada. Era guapo, mejor dicho,
atractivo. Pero parecía que se le hubiera muerto un familiar hacía poco. Como
siempre que le había visto, llevaba la mano derecha exageradamente dentro del
bolsillo. Eso hacía que la posición de su cuerpo fuese… rara, como si estuviese en
la cubierta de un barco escorado. Pareció darse cuenta de que me había fijado en
eso y sacó la mano del bolsillo. La llevaba cubierta por un guante negro.
En la otra mano sostenía un objeto que brillaba al reflejar las luces de los
coches. Me miraba fijamente sin mover ni un músculo de la cara. Tuve la sensación

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de que se creaba una corriente negativa entre nosotros dos. Parecía como si mi
visión le incomodase profundamente.
En cualquier otra circunstancia me habría vuelto al Capitán Infierno y habría
esperado a que alguien fuese a la parada del autobús, para no salir sola. No habría
tenido que esperar mucho, pero estaba muy enojada. Había tenido un mal día y el
incidente con Tara hizo saltar una chispa en mi interior que hasta a mi me
sorprendió.
—¡Eh, tú! —le grité— ¿Se puede saber qué narices quieres de mi?
No contestó, pero tampoco se movió ni apartó la mirada.
—Te hablo a ti, el espantapájaros de ahí enfrente —dije, dando un par de pasos
hacia él.
Un coche pasó y tuve que retroceder a mi posición al otro lado de la calle. Nos
separaban dos simples carriles, unos seis metros de distancia.
—Como no me dejes en paz lo vas a pasar mal. Tengo muchos amigos ahí
dentro —mentí, señalando al bar—. Voy a llamarles para que te den una buena
paliza.
No estoy segura pero creo que sonrió. Al menos sus ojos tristes dejaron de
parecerlo unas décimas de segundo antes de volver a su estado normal.
¿Se estaba riendo de mí? Primero me espiaba y ahora me tomaba el pelo. Me
sentí rabiosa, aquel imbécil me iba a oír. Ya había tragado demasiado aquel día.
Empecé a cruzar la carretera con la intención de… no sabía con qué intención.
El chico levantó la mano derecha y mostró el objeto que llevaba en ella. Me
quedé de piedra al reconocerlo, parada en medio de la carretera. Era mi amuleto de
la suerte.
—¡Eso es mío! ¿De dónde lo has sacado?
—Se te cayó. Antes. Aquí mismo.
Su voz era ronca, brusca, como un susurro entrecortado.
—Cuidado —susurró, sin dejar de mirarme fijamente.
Sonó un claxon muy fuerte. Miré hacia un lado y vi un camión acercándose,
deslumbrándome con sus faros. Me eché a un lado y el vehículo pasó junto a mi sin
detenerse. El camionero me gritó un par de insultos pero ni siquiera reaccioné.
Miraba fijamente la parada del autobús.
Estaba vacía. No había ni rastro del extraño. No sabía cómo lo había logrado,
pero el chico se había esfumado en un instante ¿Cómo era posible? El camión
había tardado pocos segundos en cruzar y no había ningún sitio en el que
esconderse en aquel descampado.
No lo había soñado, el chico que me llevaba espiando varios días era real y
había estado frente a mi hacía nada. Entonces lo vi. Mi amuleto. Era el regalo que
me había hecho Alex hacía dos años, por mi cumpleaños. Estaba sobre el banco de
la parada de autobús. Me acerqué, miré a ambos lados y lo cogí. Lo solté al
instante. El amuleto estaba helado, como si lo hubieran tenido varias horas en el
congelador.
Una sombra se movió a mi lado. Me asusté y grité, y la sombra me
correspondió con un graznido. Se trataba de un cuervo negro que alzó el vuelo. Se
perdió en la oscuridad y me dejó sola en la noche más extraña de mi vida.

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Sol Negro

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Ash. 12 horas antes del estrangulamiento.

Si hay alguien más desastre que yo en este mundo, esa es mi tía Violeta. Es capaz
de perder el teléfono móvil tres veces en una misma mañana, olvidar la colada
tendida una semana y quemar la cena todos los días pares. Pero me quiere y se ha
hecho cargo de mi desde que mis padres murieron cuando yo era pequeña. Aunque
a veces creo que soy yo quien cuida de ella.
—¿Seguro que lo llevas todo? —le pregunté— ¿La cartera? ¿El billete de
avión? ¿El Pasaporte?
—Si, si... Seguro —dijo mi tía. En cuanto me giré aprovechó para coger el
pasaporte que había olvidado en un cajón. Sonreí y me hice la despistada.
Subimos en el coche de Violeta, un pequeño Ford de segunda mano al que le
hacía falta una buena revisión y nos dirigimos al aeropuerto. Conducía yo. Me
acababa de sacar el carnet, y aunque no era muy buena conductora, era bastante
más segura que mi tía. La última vez que Violeta cogió el coche, había arrancado
los retrovisores de media vecindad y había estado a punto de llevarse por delante a
la señora Coleman y a Caín, su perrito chihuahua. La excusa era que la señora
había salido de repente de la nada y se le había echado encima. Podría ser si no
fuera por el hecho de que la pobre mujer tenía setenta años y pesaba ciento dos
kilos. Era cualquier cosa menos rápida y poco visible.
—Tía, casi no hay gasolina —dije, al ver el indicador cerca de la reserva.
—¡Oh! Creí que había echado. Para en cualquier gasolinera.
—No podemos, vamos con el tiempo justo. Lo haré a la vuelta.
—Siento mucho que no puedas acompañarme, Ash —dijo mi tía—. Me hubiera
gustado que fuéramos a Europa juntas.
—Ya habrá otra ocasión.
Mi tía suspiró.
—Dos meses es demasiado. Se me hace muy duro dejarte sola tanto tiempo —
dijo—. A lo mejor debería quedarme en casa.
Mi tía se secó los ojos con un pañuelo.
—¡Pero qué dices! No te preocupes por mi. Ya lo hemos hablado muchas veces.
Tú tienes que irte, es una oportunidad única. Por fin se dan cuenta de lo que vales,
tienes que aprovecharla y pensar un poco en ti.
Mi tía era pintora. Vendía lo justo para poder vivir y salir adelante, pero nunca
había tenido verdadero éxito. Hacía meses, un marchante francés se había
enamorado de su peculiar estilo y había decidido encargarle unos cuantos cuadros.
No sólo eso, le había propuesto hacer una serie de exposiciones por Francia.
—Tienes que prometerme que tendrás mucho cuidado.
—Que sí, lo tendré.
—Recuerdas como funciona la alarma nueva, ¿Verdad?
—Me lo has contado unas veinte veces.
Aunque ni ella sabía muy bien cómo funcionaba ese trasto que se ponía a pitar
cuando quería. Tenía vida propia.
—Bien, pues no te olvides de conectarla todas las noches, es muy importante.
—Lo haré —respondí, un poco cansada de sus paranoias.
—No me voy tranquila, con todas esas desapariciones que ha habido.

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Sol Negro
—Tía, eso ha pasado en la ciudad, muy lejos de aquí. Este es un sitio tranquilo
y pacífico.
—¿Tranquilo? ¿Qué me dices de lo del año pasado? Esas dos pobres chicas…
y lo de tu amigo Alex.
Al escuchar sus palabras me entristecí, pero intenté alejar la pena y simular
fortaleza.
—Tú lo has dicho. Fue hace un año, desde entonces no ha pasado nada. Y lo
de Alex no fue lo mismo. Él no desapareció, se fue a perseguir sus sueños.
Mentí. No creía que Alex, mi mejor amigo, se hubiera ido a ninguna parte. Si que
lo pensé al principio y me enojé con él por no ofrecerme escapar juntos, ni siquiera
avisarme.
Alex era gay, el único reconocido del pueblo, y yo… yo no sé lo que era. Ambos
nos sentíamos poco apreciados, no formábamos parte de aquel lugar, aunque
habíamos nacido allí.
Al menos Alex sabía lo que quería. Su sueño era abandonar Santa Paula,
marcharse a Los Angeles y convertirse en un gran actor. Muchas noches íbamos a
fumar, a tocar la guitarra y a cantar a lo alto de “El Meñique de Dios”, una pequeña
colina que había cerca de casa. Siempre acabábamos hablando del futuro con una
mezcla de miedo, expectación y esperanza. Alex quería que yo le acompañase, que
tratara de ser lo que siempre había querido ser, cantante. Él confiaba en mi, creía
que tenía talento y siempre me animaba a dar el paso, a salir del cascarón.
—Cántame algo bonito, Ash —me decía continuamente.
Pero era más fácil soñar bajo las estrellas que irse de casa con unos cuantos
dólares en el bolsillo y recorrer mil millas en autobús. Hasta que una noche Alex
desapareció sin dejar rastro. Al principio esperaba ansiosa una llamada suya, un
mensaje. Pero los días iban pasando y Alex no se ponía en contacto conmigo.
Todos sabían sus intenciones y su familia le tenía poco aprecio, así que no se armó
demasiado lío. Aceptaron que se había fugado de casa sin más. Pero yo sabía que
algo no iba bien. Alex no se iría sin despedirse de mi, y mucho menos pasaría tanto
tiempo sin contactar conmigo. Además, últimamente se había juntado con gente
poco recomendable, un grupo de moteros de los que se decía que traficaban con
drogas. Hablé con su familia y lo denuncié en comisaría, tal vez los moteros tuvieran
algo que ver, pero no me hicieron caso. Ya había pasado un año y seguía sin tener
noticias de Alex.
Me llevé la mano al cuello y acaricié un colgante con forma de ojo que me había
regalado Alex poco antes de desaparecer.
—Cántame algo bonito, Ash —susurré, casi sin querer.
—¿Que te cante qué? —respondió mi tía, en el asiento del copiloto.
—Nada, no era nada.
Mi tía me miró por encima de las gafas de sol pero no dijo nada. Un ave, un
cuervo negro cruzó la carretera pasando a pocos metros del coche. Mi tía cerró la
ventanilla.
—¡Qué susto! Si se hace caca sobre mi vestido nuevo me da algo —dijo.
Sonreí, pero casi al instante deje de hacerlo. El cuervo me trajo a la mente la
imagen del desconocido con el que me topé anoche, a la salida del Capitán Infierno.
El chico que me había estado espiando estos dos últimos días. Yo tenía la
costumbre de salir antes del amanecer a ensayar con la guitarra en el jardín,
siempre que el tiempo lo permitía. Vi varias veces al chico de ojos tristes
merodeando al otro lado de la valla. Por no hablar de que ayer por la noche me

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Sol Negro
devolvió el amuleto de Alex y desapareció en la nada. Había algo raro en él. Era
distinto, peligroso. Tenía malas sensaciones cada vez que le recordaba.
Quería contárselo a alguien, pero era demasiado temprano para llamar a Tricia y
mi tía Violeta no era una buena candidata para escucharme. Si le hubiese hablado
del desconocido que me seguía se habría puesto histérica y, probablemente, habría
anulado su viaje.
Cerca del aeropuerto mi tía sacó uno de sus temas favoritos.
—Ash, tú eres una chica lista. Sé que estas en una época difícil y seguro que
hay algún chico por ahí que es algo más que tu amigo. Que sepas que me parece
bien que hagas lo que quieras hacer. Si cometes alguna locura con ese tal James, o
con el otro, Simon, la verdad es que te envidiaré un poco —dijo, entre risas—.
¡Carpe diem! La vida son cuatro días y antes de que te des cuenta, pestañeas y
eres una cincuentona soltera rodeada de gatos—. Suspiró—. Pero ya sabes, usa
siempre protección. No quiero ser la abuela más sexy del pueblo.
—¡Que sí! Yo tampoco tengo ganas de cambiar pañales.
Dejamos el coche en el parking, evité por poco empotrarme contra una columna,
y acompañé a mi tía hasta la cola de facturación. Violeta se hizo un lío con las
maletas y desesperó a un pobre asistente de la compañía aérea.
Mi tía se despidió de mi como si se fuese a la guerra. Besos, abrazos,
lágrimas…
—¡Ay! Eres tan joven.
—Tengo casi dieciocho años, y sé cuidarme sola. No te preocupes. Además
tengo a la señora Coleman y a su perrazo para protegerme.
Mi tía sonrió. Se parecía tanto a mi madre. No eran gemelas, se sacaban varios
años, pero la naturaleza había creado dos réplicas casi exactas de la misma
persona. Melena rubia, alta y muy guapa, con una sonrisa tan grande que no le
cabía en la cara y unos ojos verdes cargados de bondad.
Todo lo contrario que yo. Morena, baja y ojos negros.
—¡Échale gasolina al coche! —me dijo, desde la cola de acceso a la terminal.
Asentí, un poco avergonzada por lo alto que hablaba mi tía.
—¡Ah! Y recuerda darle a Katto sus pastillas. Y que juegue con Hans, pero que
no se lo coma.
Una mujer, a su lado, la miró con cara rara. Katto era uno de los gatos de mi tía,
gordo y cascarrabias. Hans era un canario de pelaje rubio que pasaba más tiempo
fuera que dentro de su jaula. Los nombrecitos se los había inspirado uno de los
libros de su escritor favorito, un tal César García. Yo había intentado leer el libro,
“Niebla y el señor de los cristales rotos”, pero era tan malo y tenía tantas faltas de
ortografía que había desistido antes del capítulo dos.
—Antes de dejar que ese gordo se coma a Hans, me lo comeré yo.
La misma señora me miró, escandalizada. La cola avanzó y mi tía se alejó de
mí.
—¡Ah! Y recuerda el cumpleaños de la abuela. Es pasado mañana.
—Tranquila, ya le he comprado su regalo.
Mi expresión hizo que mi tía se preocupase. Salió de la cola, se acercó a mí y
me tomó las manos.
—No hagas caso a la abuela. Ya sabes que no sabe lo que dice. La pobre
perdió la cabeza con lo de tus padres.
—Lo sé. No se lo tendré en cuenta.
Mi tía y yo nos abrazamos, lloramos, nos volvimos a abrazar y nos besamos. Al

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Sol Negro
separarnos la cola había avanzado, pero mi tía se hizo un hueco a base de
empujones, disculpas y tartamudeos.
La iba a echar mucho de menos. Era mi única familia viva, a parte de mi abuela.
Mis padres habían muerto en un accidente de tráfico hacía doce veranos. Yo tenía
cinco años, iba en el asiento de atrás y salí ilesa, aunque el coche acabó totalmente
destrozado. Abrasado. Un golpe de suerte dentro de la tragedia.
No me acuerdo de nada de lo que pasó en el accidente, lo que es muy normal
según los médicos. Mi primer recuerdo es del hospital. Dormía, abrí los ojos y vi a
mi abuela junto a mi cama. Me miraba con odio, tanto que me asusté.
Jamás podré olvidar las palabras que escupió mi abuela.
—Lo sabía, sabía que eras una bruja. Tú les mataste, bruja. Tú les mataste.
Algo en mi interior me decía que mi abuela tenía razón.

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Sol Negro

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Ash. 4 horas antes del estrangulamiento.

El metal atravesó la fina piel del cuello y la sangre comenzó a manar, manchando el
vestido blanco.
—¡Ay! Mierda, Ash. Eres un desastre.
Tricia tenía razón. Soy un desastre. Siempre lo he sido. Y acababa de
demostrarlo una vez más. Mi cometido era sencillo, usar un imperdible para
enganchar el ajustadísimo vestido que Tricia iba a estrenar en la fiesta. Tendría que
hacer uso de su inagotable guardarropa, aunque le fastidiará tener que repetir
modelo o usar uno que no estuviese a la ultima.
—Perdona —acerté a decir—. Estaba pensando en otra cosa.
—¿Esa cosa mide un metro ochenta y cinco, tiene espaldas anchas, un buen
culo y nada de cerebro? —Tricia se rio y comenzó a quitarse el vestido.
Sus pechos eran grandes y bien formados, muy distintos a los míos, que apenas
llegaban a pelotas de golf. Según mi tía aún me quedaba tiempo para desarrollar,
pero yo no estaba tan segura.
—James está bueno, pero es un hombre gamba —insistió Tricia.
—¿Un hombre gamba? —dijo Clara.
Clara era otra de mis pocas amigas, y se encontraba, por carácter y
comportamiento, en el extremo opuesto a Tricia. Clara era demasiado conservadora
y seria para su edad, pero era muy buena chica.
—Un hombre gamba es aquel al que le puedes quitar la cabeza y comerte el
resto —explicó Tricia—. Como el guitarrista de ayer. Menudo idiota.
Clara se sonrojó y se le escapó una risita nerviosa.
—¿Lo hicisteis? —preguntó.
—¡Ojalá! El muy capullo se quedó dormido medio borracho. En fin, vamos a lo
importante. El hombre gamba te vuelve loca ¿Eh?, no paras de pensar en él —dijo,
señalándome con dedo acusador.
—No digas tonterías —mentí—. James es… agradable y a los dos nos gusta la
música. Nada más.
Tricia tenía la molesta capacidad de adivinarme el pensamiento. Estaba en lo
cierto. Pensaba en James. Últimamente no lograba quitármelo de la cabeza. No sólo
por los atributos que Tricia había descrito. James era una de las pocas personas
que me entendían, quizás el único. Con el me sentía a gusto, no tenía que fingir que
era otra persona.
—Si yo fuese tú le utilizaría unas cuantas noches y después le tiraría a la basura
—dijo Tricia.
—¡Qué dices! James es un buen chico y además es tan… perfecto —contestó
Clara.
Sonreí. Aunque Clara tenía un pretendiente era posible que sintiese algo por
James más allá de la admiración, pero eso no nos convertía necesariamente en
rivales. Más bien en compañeras ignoradas en la sombra.
—Tienes que tomar la iniciativa. Agárrale del cuello y cómele la boca —siguió
Tricia—. A ver qué sabe hacer ese niñato.
—Eso nunca. Es él el que tiene que dar el primer paso —dijo Clara,
escandalizada.

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Sol Negro
—Esto no es una película aburrida de Disney ni una comunidad Amish. Estamos
en el siglo XXI, Sor Clara, las reglas de la edad media ya no funcionan. Las chicas
somos fuertes, tenemos que ir a por todas.
No sé por qué lo dije pero lo hice.
—Tienes razón. Está noche daré el paso. Le diré a James lo que siento.
—¡Esa es mi chica! —gritó Tricia—. Pero… ¿Vas a ir con esas pintas, Ash?
Unos vaqueros medio rotos y una camiseta negra no son lo más indicado para una
fiesta de fin de curso.
Me contemplé en el espejo y suspiré. Mi metro cincuenta y cinco de altura no
resultaban impresionantes pero no soportaba los tacones. Mi vestuario era bastante
escaso, compuesto sobre todo de vaqueros, camisetas y sudaderas. No es que no
me gustase salir de compras, es que nunca encontraba nada que realmente me
quedara bien. Me gustaba cómo le sentaba la ropa al maniquí o a Tricia, pero a mi…
era distinto. Así que recurría a lo fácil.
Además no estaba muy contenta con mi apariencia general. Parecía demasiado
joven, demasiado pequeña para mi edad. Había cumplido diecisiete, pero muchas
chicas de quince años parecían mayores que yo. Una mujer a medio cocer, como
me decía en broma mi tía. “No te preocupes, lo importante es que salgas bien del
horno” seguía.
Al menos mi pelo y mis ojos se salvaban de la quema. Tenía el cabello largo y
espeso, que se desparramaba en grandes rizos que me cubrían casi toda la
espalda. Mis ojos hacían juego con el pelo, negros y brillantes, y contrastaban con
mi piel excesivamente blanca.
—Además pareces un cadáver mal maquillado, date un poquito de color, por
Dios —me dijo Tricia, para acabar de animarme.
Sonreí sin demasiadas ganas. Para ella no ir como una Drag Queen en el Mardi
Grass era ir mal maquillada. Tricia era una buena chica y estaba muy atenta de mi.
Desde lo de Alex se había convertido en mi mejor amiga, pero había cosas que no
me atrevía a contarle. Solo había sido capaz de desnudar mis sentimientos de
verdad con Alex. Pero el se había ido. Mejor dicho, había desaparecido hacía un
año.
Tricia y Clara se enzarzaron en una discusión interminable sobre la vestimenta
femenina y el maquillaje apropiado para cada ocasión. Era demasiado para mi.
—Me voy fuera a ensayar un rato, chicas —dije, y cogí mi guitarra.
Necesitaba pensar en lo que iba a pasar esa noche. En James. En el concierto
en su sótano. En mi futuro en la música. En mis padres. En lo que había dicho mi
abuela.
“Lo sabía, sabía que eras una bruja. Tú les mataste, bruja. Tú les mataste”
Mi vida era un de caos del que no sabía cómo salir, y cada vez que lo intentaba
acababa más y más perdida.

Desde mi jardín se veía la cima del dedo, una pequeña colina cercana que se
elevaba sobre la llanura salpicada de granjas. Alex y yo habíamos pasado muchas
noches en su cima, contemplando las estrellas e inventándonos un gran futuro para
ambos. Éramos uña y carne. Probablemente nos hicimos tan amigos porque
ninguno de los dos encajaba en Santa Paula. Ambos nos sentíamos poco
apreciados, no formábamos parte de aquel lugar, aunque habíamos nacido allí.
Me llevé la mano al cuello y acaricié un colgante con forma de ojo que me había
regalado Alex poco antes de desaparecer. Era mi amuleto de la suerte. Lo había

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Sol Negro
perdido, pero el extraño que me seguía me lo devolvió la otra noche, al salir de El
Capitán Infierno.
—Cántame algo bonito, Ash —susurré, mirando el dedo. Era la frase que me
decía siempre Alex.
No sabía qué le había pasado, pero si en un año no se había puesto en
contacto conmigo no podía ser nada bueno. Podía estar retenido contra su voluntad,
o quizá le habían engañado y se encontraba muy lejos, sin recursos para poder
comunicarse. O quizá… quizá hubiese muerto.
Alejé de mi los malos pensamientos y me senté al sol. Saqué la guitarra de la
funda y comencé a tocar la canción favorita de Alex. La iba a interpretar esa misma
noche en la fiesta de James. La había compuesto hacía dos veranos y era hasta el
momento mi mejor canción.
Después de unos pocos acordes comencé a sentirme mucho mejor.
Amaba cantar, lo necesitaba. Estaba segura, sin saber explicar por qué, que
había nacido para cantar pero, por alguna extraña maldición, detestaba hacerlo en
público. Componía mis propias canciones y podía cantárselas a mi tía o a James,
pero no a más de 4 personas a la vez. Entonces me arrugaba, me venía abajo. Me
costaba respirar y un dolor fuerte me atenazaba el pecho. Pánico.
Iba a ser fuerte y superarlo. Esa noche me disponía a hacer dos cosas que iban
a cambiar mi vida. Vencería el miedo a tocar en público, cantaría una canción en la
fiesta de James delante de gente. Y lo más importante, le diría a James lo que
sentía por él desde hacía mucho tiempo, y por fin descubriría si él sentía lo mismo.
Un cosquilleo me recorrió el estómago.
Y quizá Tricia tuviera un poco de razón. Mejorar un poco mi imagen no sería
algo tan malo.

Una hora más tarde ya había anochecido. Tricia y yo nos dirigíamos en mi


coche a la fiesta de James. Clara no había podido venir, su madre estaba enferma y
se había quedado cuidando de sus hermanos.
Tricia lucía espectacular, con una falda corta y un top que la harían sin duda el
centro de atención de la fiesta.
—A veces menos es más —había dicho mirándose al espejo antes de salir.
Yo me había puesto un vestido sencillo y negro que me quedaba medianamente
bien, aunque lo había usado unas cuantas veces. Me había dejado maquillar por
Tricia, pero había rechazado sus extravagancias y opté por algo simple que
destacará mis ojos y un poco de lápiz de labios. Y lo más increíble, me había puesto
zapatos de tacón. Había ensayado durante más de una hora de caídas y torceduras
de tobillo, hasta lograr mantener cierto equilibrio y no parece un pato borracho. El
secreto estaba en caminar despacio y estirar el culo.
Conducía Tricia. Se había empeñado y como yo estaba muy nerviosa no me
había parecido un mal plan.
—¡Mierda, Ash! Hay una lucecita amarilla parpadeando en el salpicadero —dijo
Tricia.
—Es el indicador del aceite —respondí—. No te preocupes, lo cambié hace
poco, pero el piloto está averiado.
—Dile a tu tía que renueve esta tartana. No sé cómo no se cae a pedazos.
Mi móvil sonó. Era un mensaje. De james. Me dio un vuelco al corazón. Esa
mañana habíamos hablado por teléfono acerca del pequeño concierto que daría en
su sótano y le había notado un poco raro, nervioso. Me dijo que tenía algo

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Sol Negro
importante que contarme pero que prefería decírmelo a la cara. ¿No había podido
resistirse?
Abrí el mensaje con dedos temblorosos. Mi corazón latía fuerte.
“TRAED HIELO… ESTAMOS ESCASOS. MUCHAS GRACIAS, ASH ”
Menudo chasco. Me quedé más fría que el hielo que me pedían llevar a la fiesta.
Era una estúpida, me estaba haciendo ilusiones con James cuando lo más probable
es que no tuviera nada que hacer con él. Yo le caía bien, y mi música le gustaba,
pero James podía estar con cualquier chica que se propusiese. Las dudas me
invadieron. Quizá no fuese tan buena idea declararme esa noche.
Le pedí a Tricia que parara en una gasolinera para comprar el hielo. Al salir del
coche algo llamó mi atención al otro lado de la gasolinera. Era de noche y estaba
oscuro pero no había duda.
—¡Es él! —dije—. ¡Es él!
—¿Quién es quién?
—Ese chico de allí, el de la moto.
—¿Es el tipo de ayer? ¿El del amuleto de Alex?
—Sí.
Le había contado a Tricia el encontronazo que tuve la noche anterior al salir del
Capitán Infierno. El joven desconocido estaba subido a una moto parada junto a un
coche bastante extravagante. Hablaba con un hombre mayor que llevaba un
sombrero de cowboy, gafas de sol y un cuervo negro al hombro. También había una
chica que estaba de espaldas a mi. No la veía la cara, pero era casi tan alta como el
chico y tenía un cuerpo escultural. Sus brazos fibrosos estaban repletos de tatuajes.
—Pues está bien bueno, aunque no estaría mal que tomara un poco el sol, está
más pálido que tú. Pero no me importaría que me espiase a mi también —dijo Tricia
—. O que me raptase unos días.
—No tiene gracia. Ese tío me sigue y además, tenía el collar que me regaló
Alex.
—¿No le preguntaste de dónde lo sacó?
—No pude.
—Ya, ya… desapareció en medio de la nada ¿Seguro que no bebiste anoche,
Ash?
El chico se giró y nos observó fijamente desde la distancia. Su cuerpo estaba
tenso y de nuevo noté esa sensación negativa como si, de alguna forma, notase que
quería hacerme daño. La chica también se volvió y al vernos escupió al suelo.
—Esa guarra no ganará nunca el concurso de Miss buenos modales —dijo
Tricia.
El viejo y la chica se metieron en el coche, una viejo cuatro por cuatro negro con
los cristales tintados y una franja roja sobre el capó. El desconocido se subió a una
moto, creo que una Harley Davison, hizo rugir el motor un par de veces y se alejó a
toda velocidad.
—Encima es un motero, y de los que no llevan casco —dijo Tricia—. Muy sexy,
pero dentro de poco será un bonito cadáver.
Compramos el hielo y regresamos al coche. Durante el camino a la fiesta Tricia
no paró de hablar, pero yo solo contestaba con monosílabos.
—Ash, cambia esa cara ¿Vale? —me dijo Tricia—. Esta va a ser una gran
noche, tu gran noche. Si tienes que arrepentirte de algo que sea de lo que has
hecho, no de lo que has dejado de hacer.
—Eso suena más fácil de lo que parece, pero… tienes razón —dije.

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Sol Negro
Me miré al espejo y traté de convencerme a mí misma. Podía lograrlo, esa
noche cantaría como nunca ante un montón de gente. Le diría a James lo que
sentía por él y el me correspondería. Tricia puso la radio a tope. Sonaba Girls just
wanna have fun de Cindy Lauper. La canción era un poco antigua pero Tricia y yo la
cantamos a gritos y eso consiguió subirme un poco el ánimo.
Seguíamos chillando como locas cuando Tricia paró en un semáforo. Todo pasó
tan rápido que casi ni me di cuenta.
Una sombra se puso junto al coche. Al mirar por la ventanilla abierta vi la cara
del joven desconocido. Iba en su moto, pero tenía las luces apagadas por lo que no
le habíamos visto llegar. La música estaba tan alta que tampoco le habíamos
escuchado. El chico alargó el brazo, se produjo un resplandor y sentí un aguijonazo
en la muñeca, que tenía apoyada en la ventanilla.
Retiré la mano y vi tres marcas de color púrpura sobre mi piel. Eran tres líneas
paralelas casi perfectas, la del medio un poco más larga y gruesa que las otras dos.
El desconocido arrancó antes de que el semáforo se pusiera en verde y la oscuridad
se lo tragó.
—¿Qué mierda hace ese loco? —gritó Tricia.
Yo no dije nada. Estaba aturdida, mirando mi muñeca sin comprender que había
pasado. Las marcas de color púrpura habían brillado, estaba segura, y después…
después habían desaparecido de mi piel sin dejar rastro.

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Sol Negro

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Una hora antes del estrangulamiento

—Ash ¿Qué diablos haces con el reloj? ¿Te pasa algo? —dijo Tricia.
—Nada… no es nada —contesté.
Pero sí que me pasaba algo. Exactamente cada sesenta segundos. No le había
contado a mi amiga lo que me había hecho el desconocido. Las tres rayas de color
púrpura que había trazado sobre mi piel. No había ni rastro de ellas ni del brillo que
había visto. Pero el dolor se mantenía. Mejor dicho aparecía como una especie de
latido de forma regular cada minuto. Podía sentir cuando me iba a llegar la siguiente
pulsación de dolor. Era como si me pincharan la muñeca con tres agujas heladas y
las retiraran de inmediato. A medida que pasaba el tiempo el dolor iba
disminuyendo, pero no llegó a desaparecer.

Al llegar a casa de James, Tricia aparcó de mala manera sobre una acera.
—Tranqui —dijo mi amiga—. El hombre gamba y su papá tienen buena relación
con el sheriff.
Tenía razón. El padre de James estaba muy bien relacionado, era uno de los
hombres más ricos del pueblo y su empresa daba trabajo a mucha gente, aunque
no creía que al Sheriff Red le temblase la mano. Era un hombre serio y justo, y tenía
fama de implacable. Pero si se pasaba por allí esa noche iba a tener mucho trabajo.
Los alrededores de la casa de James estaban abarrotados con los coches de los
asistentes.

La fiesta era una bulliciosa masa de gente joven bailando y bebiendo entorno a
la piscina. La casa de James era un chalet espectacular de dos plantas y diseño
moderno, con un gran jardín tapizado de un césped muy bien cuidado.
Me sentía extraña, ataviada con un vestido negro y llevando mi guitarra a la
espalda. Fuera de lugar.
Poco después de entrar, tres chicos a los que no conocíamos de nada, debían
de ir a otro instituto, se ofrecieron a ser nuestros anfitriones y guías.
—¿Tenemos cara de necesitar niñera, pardillos? —les dijo Tricia—. Y tú, deja de
mirarme las tetas o te vas a quedar bizco, y ya eres lo suficientemente feo así.
Los chicos se alejaron pero la cosa no mejoró. Tara Lane y Laura Miller se
acercaron a nosotras con una copa en la mano, sonriendo con superioridad.
—Así que te has atrevido a salir de la cueva ¡Y con tacones! —ser rio Laura—.
Te advertí que sería mejor que no lo hicieras. ¡Oh! Pero si sois las chicas del hielo
—siguió, al advertir las bolsas que llevábamos Tricia y yo.
—Qué graciosa eres —repliqué.
Me hubiese gustado decir algo más ingenioso, pero nunca fui demasiado
ocurrente. Tara se mantenía callada, no se rebajaba a hablar con nosotras, pero
sonreía ante cada puya de su amiga.
—Eh, Tara —dijo Tricia—. Te recomiendo que jamás te pares de golpe.
—¿Por qué no? —contestó la chica sin comprender.
—Porque te encontrarías con la lengua de Laura enterrada en tu trasero. Hasta
el fondo —dijo Tricia, moviendo la lengua como una serpiente.
Solté una carcajada que tuvo un efecto liberador. Tricia había encontrado una

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Sol Negro
una buena forma de expresar lo pelota que era Tara. Las dos chicas se fueron con
cara de pocos amigos, dejándonos a nuestro aire.
Yo no quería tomar nada, no me gustaba demasiado el alcohol y temía hacer el
ridículo caminando entre tanta gente con tacones. Lo más probable era que al
primer contacto me cayera de bruces al suelo, haciendo un tremendo ridículo.
Además, tenía que estar concentrada para el concierto. Así que le dije a Tricia que
iría a dejar el hielo a la cocina mientras ella iba a por cerveza. Pero no lo hice
inmediatamente. Observé alejarse a Tricia, admirada por cómo se desenvolvía en la
fiesta, como un cocodrilo en las aguas del río Nilo. Las cabezas de los chicos se
giraban a su paso y ella lo sabía y disfrutaba con ello.
En cierto modo la tenía envidia. No por que quisiera ser como Tricia, sino
porque ella era o parecía ser feliz. Tenía claro lo que quería y cual era su lugar en la
vida. Todo lo contrario que yo.
Yo sabía que era extraña para los demás, una chica rara. No me gustaban la
mayoría de las cosas que hacía la gente joven, ni la música que escuchaba, ni me
sentía demasiado cómoda con sus conversaciones. Pero debía ser mi culpa, ya que
todos los demás no se sentían así. Desde que mis padres murieron me había
sentido muy sola, pese a que mi tía Violeta me quería y se preocupaba mucho por
mi. Mi amistad con Alex mitigó un poco esa sensación, pero ahora ni siquiera le
tenía a él.
La única persona que me hacía sentir mejor era James. Estar a su lado,
escucharle, mirar sus manos fuertes y proporcionadas me aportaban un grado de
seguridad y cordura que habitualmente me faltaba. Así que al verle venir hacia me
subió el ánimo.
—¡Ash! Estás muy…diferente —me dijo, fijándose en el vestido—. Y muy guapa
¡Habéis traído el hielo! Muchas gracias, esto es una locura.
—Ya veo.
—Ven, vamos a la cocina.
James cogió las bolsas de hielo y se abrió paso entre la gente. Yo le seguí de
cerca, agarrándome a su cintura para no perderme entre la jungla humana.
Dejamos el hielo en la nevera y fuimos hasta el pequeño escenario que había
montado en el sótano. Había un micrófono de guitarra otro de voz y, lo que era muy
extraño, solo dos sillas para el público. Iba a preguntarle cuando se me adelantó.
—¿Qué tienes en ahí? —dijo, tomándome el brazo.
—¿Yo? Nada.
—Tu muñeca acaba de brillar.
El corazón me dio un vuelco. Ya no me acordaba del suceso con el
desconocido, de la marca que me había hecho y que se había vuelto invisible, y
mucho menos del brillo púrpura que desapareció de golpe.
Me miré el brazo y gracias a dios no había ni rastro de la marca ni tampoco
brillaba. Por un instante estuve a punto de hablar a James de lo sucedido, pero ya
era lo bastante rara como para encima contarle semejante historia. No quería que
pensase que era una loca. Puse una excusa tonta y me volqué en desviar la
atención. Sobre todo porque quería hacerlo.
—James, tengo algo que decirte —dije.
Ya no había vuelta atrás, ponerme en aquel punto del disparadero me hacía
sentirme mejor, más valiente. Se lo diría, le hablaría de mis sentimientos. Como
decía Tricia, si había que arrepentirse de algo que fuese de lo que se había hecho.
—¡Después de mi! Yo si que tengo algo muy importante que contarte.

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Sol Negro
El corazón me dio un vuelco. ¿Sería posible? ¿Se iba a declarar? Se le veía
nervioso, sudaba. Por unos segundos me sentí flotar en el aire, ligera como una
pluma. Caí al suelo de golpe en cuanto habló.
—¡He conseguido que venga Scott Jennins!
—¿Cómo?
—Scott Jennins, el locutor de onda musical. Es amigo de mi padre y le pedí que
me hiciera el favor de venir.
—Sí, sé quien es, pero no entiendo lo que quieres decir —dije, desconcertada.
—Aquí. Esta noche. Una de esas dos sillas es para él. Tocarás solo para
nosotros dos. Él se dará cuenta de lo buena que eres y te abrirá las puertas de la
industria.
—Yo no… creía que… ibas…
No sabía qué pensar. Por un momento creí que iba a decirme que yo le gustaba,
que quería estar conmigo. Pero no iban por ahí los tiros. En realidad la noticia era
muy buena. Scott Jennins era un locutor musical muy seguido en el estado, conocía
a todo el mundo y tocar para él en directo era un privilegio al alcance de muy pocos.
Debería estar pletórica, era una gran oportunidad, pero una sombra me impedía
estar tan contenta como debería.
—¿No te alegras? ¿No te parece buena idea?
—No… si, si. Me parece genial es solo que me ha sorprendido.
—Es normal, pero vas a hacerlo muy bien. Estaremos solos él y yo, así no te
pondrás tan nerviosa —dijo con una gran sonrisa.
—Si. Claro.
—Genial, dentro de una hora estará aquí. Ya está todo preparado. Bueno ¿Qué
era eso tan importante que ibas a decirme?
No sabía qué hacer. Otra vez era presa de las dudas, pero ni siquiera tuve que
decidir qué hacer porque en ese momento unos cuantos amigos de James
irrumpieron en el sótano, algunos bastante borrachos. Le cogieron en volandas y le
arrastraron al exterior, pidiendo que el anfitrión de la fiesta diera un discurso.
James me hizo unos gestos que interpreté como que nos veíamos luego. Me
quedé sola en el sótano, sin demasiadas ganas de salir afuera. Sentía que había
vuelto a hacer el ridículo, como la noche anterior en el Capitán Infierno. Pero en
realidad no podía echarle la culpa a James. Él no me había hecho creer nada, ni me
había engañado, había sido yo misma la que me había dado unas alas demasiado
grandes que habían caído por su propio peso.
Sacudí la cabeza. Debía pensar en mi misma. Tenía una buena oportunidad por
delante y la iba a aprovechar. Me toqué mi amuleto de la suerte, que me había
colgado al cuello como un collar para no perderlo y me sentí algo mejor.
—Cántame algo bonito, Ash —me dije a mí misma.
Eran las palabras que me decía siempre Alex y al recordar a mi amigo
desaparecido conseguí animarme. El no se rindió jamás. Yo tampoco lo haría.
Saqué la guitarra y me puse a ensayar durante media hora las canciones que
iba a tocar esa noche. Desde el sótano se oían los gritos, ruidos y risas de la fiesta.
No acababa de concentrarme y seguir ensayando no tenía sentido. Conocía al
dedillo cada acorde, cada matiz de la canción.
Me levanté y me dirigí al servicio que había en el sótano pero estaba cerrado
con llave. Había bebido bastante agua así que necesitaba ir al baño con urgencia.
Subí a la primera planta, pero el lavabo estaba ocupado y había una cola bastante
larga. Una cadena en las escaleras cortaba el acceso a la planta superior pero

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Sol Negro
decidí saltármela. Necesitaba desesperadamente ir al servicio.
Una vez arriba avancé por el interminable pasillo. Sabía que había un baño de
cortesía al fondo a la izquierda. Poco antes de llegar oí unas voces que salían de
una habitación. Una de ellas era de James.
Me paré a escuchar pero no se oía nada. Movida por una curiosidad irresistible
abrí la puerta que estaba entornada. No debí haberlo hecho.
James estaba con el torso desnudo. Tara le cogía del cuello y le besaba con
pasión. James se giró hacia mi y me dijo algo, pero no le escuché. Cerré de un
portazo y bajé corriendo las escaleras. Me tropecé con la cadena y caí de bruces al
suelo. Me hice daño en las muñecas y una herida en la rodilla. La gente me miraba
y escuché risas y cuchicheos.
Salí de la casa a toda velocidad, dispuesta a irme de la fiesta sin recoger mi
guitarra, que había dejado en el sótano.
—¡Eh! Freaky —gritó Laura Miller—. ¿Has visto a James por alguna parte? Yo
no sé dónde estará Tara.
Estaba junto a la piscina, vestida con su carísimo modelo, su maquillaje perfecto
y un peinado de doscientos dólares. La ignoré pero volvió a insistir.
—No sé, igual están juntos debajo de las sábanas.
—Serás… —dije.
Me acerqué a ella con los puños apretados. Iba tan furiosa que me olvidé de
que llevaba tacones. Resbalé, traté de recuperar el equilibrio moviendo los brazos
frenéticamente. Fui consciente de que todo el mundo nos miraba. Estuve a punto de
recobrar el control pero caí de bruces al suelo, escoltada por las risas de la gente.
—Te dije que no vinieras. No estás a su altura. Eres un bicho raro.
SE PUEDE CAMBIAR. PUEDE QUE SEA MEJOR QUE ASH CAIGA A LAS
PISCINA. SE VA HUMILLADA. CREO QUE ES MEJOR. TODAVÍA NO SACA LA
RABIA.
No era yo misma, no me reconocía. Estaba furiosa con el mundo y conmigo
misma.
—Maldita zorra —seguí.
La empujé con todas mis fuerzas. Se resistió. Dio un par de pasos hacia atrás y
trastabilló. Se llevó a un chico por delante y cayeron juntos a la piscina.
La concurrencia estalló en carcajadas. Laura me gritó desde la piscina, pero no
la escuché. Vi a James salir de la casa y supuse que me buscaba. Me quité los
incómodos zapatos y eché a correr hacia el exterior.
Creo que James me siguió, pero me metí en el coche, arranqué y aceleré. Vi a
James por el retrovisor corriendo hacia mi. Aceleré aún más. No quería saber nada
de él, ni de Scott Jennins ni de nadie. Me sentía una estúpida y unas lágrimas de
rabia y humillación acudieron a mis ojos.
Me alejé del lugar y cogí la carretera secundaria camino a casa. Si James
pretendía seguirme lo haría por el camino convencional.
No fue una buena idea. A los diez minutos el coche hizo un ruido extraño y se
paró en medio de la nada. No había farolas, era tarde y sería muy raro que algún
coche pasase por aquella carretera solitaria. Para colmo había perdido mi móvil
junto a la piscina, al empujar al agua a la imbécil de Laura Miller.
—¡Dios! ¡Por qué me tiene que pasar todo a mí!
No tenía más remedio que caminar de vuelta a casa de James. No me hacía
gracia volver a presentarme allí, pero era el camino más corto. Salí del coche y
comencé a andar. No había dado ni veinte pasos cuando noté algo a mi espalda. Me

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Sol Negro
giré y vi una sombra, una silueta entre los árboles junto a la carretera. Se movió y
me asusté.
No tuve tiempo de nada más. Sentí una presión tremenda en mi cuello. Alguien
me había sorprendido y trataba de estrangularme.
El asesino me oprimía el cuello con fuerza. Casi no podía respirar, menos gritar.
No hubiera valido de nada. Estábamos en una carretera solitaria, en medio de
ninguna parte. Nadie vendría a socorrerme y mi agresor lo sabía. Se tomaba su
tiempo.
Me resistí, intenté escapar de su abrazo mortal, pero era muy fuerte, demasiado
para una chica de diecisiete años. La vista se me nublaba, el mundo se deformaba a
mi alrededor, y era aterradoramente consciente de que se debía a la falta de
oxígeno. Me asfixiaba.
Redoblé mis esfuerzos por liberarme.
—Eres dura de pelar, Ash —susurró el asesino.
Sabía mi nombre, me conocía. Y yo a él. Pero estaba tan aturdida que no ponía
cara su voz. No había podido verle el rostro, solo su silueta detrás de mi un instante
antes de que me atrapara.
Me sentí muy débil. Dejé de patalear, de dar codazos.
Se produjo un estallido de luces, creo que fue en mi cabeza, y tuve la sensación
de que el tiempo se detenía. Las últimas veinticuatro horas de mi vida comenzaron a
desfilar ante mis ojos a cámara lenta. Me sentí decepcionada, siempre creí que al
morir vería pasar toda mi vida delante de mi.
Tenía tantas ganas de volver a ver a mis padres.

Entonces la presión se aflojó y pude respirar de nuevo. Agradecí el aire aunque


me ardía la garganta y tenía los pulmones a punto de estallar.
—Aún lo llevas, y en cima en el cuello. Qué ironía —dijo el asesino.
No sabía a qué se refería. Estaba aturdida, boqueando como un pez fuera del
agua.
—Es una pena que las cosas tengan que acabar así, Ash.
El asesino me arrancó el colgante con mi amuleto, me izó con una sola mano
como si fuera un bolso y me dio la vuelta. Tenía una fuerza sobrehumana. Nuestras
caras quedaron a escasos centímetros y le pude ver perfectamente.
—¡Alex! —gemí.
Era mi amigo desaparecido hacía un año. No entendía nada, no tenía sentido.
Bajó la vista, creo que estaba avergonzado.
—¿Qué… qué estás haciendo?
—No es nada personal, son sólo negocios. Pero te mentiría si dijera que no
disfruto.
Entonces levantó el rostro y la luz de la luna le iluminó. Alex tenía los ojos rojos
y brillantes. Me dedicó un sonrisa cargada de odio. Dos colmillos imposiblemente
largos y afilados, como los de un depredador, como los de un vampiro, asomaban
de su boca.
Yo estaba paralizada por el terror. Alex me cogió del pelo y dejó mi cuello
expuesto.
—Cántame algo bonito, Ash —me dijo, como en los viejos tiempos—. Tu última
canción.
Sus colmillos buscaron mi yugular y sentí cómo me abrían la carne.

22
Sol Negro

Grité con todas mis fuerzas. El dolor era insoportable. Sus colmillos estaban dentro
de mi. El monstruo en que se había convertido Alex succionaba mi sangre. Cada
latido de mi corazón era como mil puñaladas.
Quería cerrar los ojos, desmayarme y dejar de sentir, pero no podía. Era
plenamente consciente de cómo se me escapaba la vida, mejor dicho, de cómo me
la robaban.
Escuché un crujido. La presión del cuello desapareció y el dolor se redujo. La
cabeza de Alex se separó de mi cuello. De hecho, todo Alex se separó de mi y echó
a volar. Un pensamiento absurdo acudió a mi mente: así que los vampiros podían
volar. Pero no se trataba de eso, no era un vuelo controlado, y, por la expresión de
su cara, tampoco era deseado.
Alex dejó de subir y bajó igual de rápido, dando con sus huesos contra el suelo.
El sonido fue horrible, pero no le compadecí. Una sombra se movió a mi lado.
No estábamos solos. Comprendí lo que había sucedido. Alguien había agarrado
a Alex por la espalda y le había lanzado hacia atrás con una fuerza increíble,
apartándole de mi.
Estaba aturdida pero hice un esfuerzo y enfoqué la vista para descubrir a mi
salvador.
—¡Tú! —dije, alucinada.
Era el chico que me había seguido los dos últimos días, el mismo que me había
hecho unas extrañas marcas en la muñeca hacía pocas horas. Visto de cerca era
aún más atractivo. Tenía los ojos verdes y penetrantes. Algo tristes. La mandíbula
fuerte y la nariz ligeramente torcida, sin afear el conjunto, le daban el aspecto de un
boxeador. Rudo y peligroso. Llevaba la mano derecha cubierta por un guante negro.
—Si quieres seguir viva no te muevas —. Su voz era ronca y estaba cargada de
tensión.
Me tiró al suelo con brusquedad y lo que sucedió a continuación fue algo
increíble. Alex y el chico comenzaron a pelear a una velocidad inhumana. Saltaban
varios metros cómo quien pestañea, esquivaban a una velocidad de vértigo,
contraatacaban como serpientes. Era una danza letal y a la vez hermosa.
Alex jadeaba y perdía terreno, parecía que llevaba las de perder. Pero el
desconocido se tropezó y el vampiro que una vez fue mi amigo se lanzó a por su
cuello desprotegido.
El chico levantó el brazo derecho en actitud defensiva y Alex se estampó la cara
contra la mano. Se produjo un sonido metálico y el vampiro quedó aturdido por el
golpe. El chico agarró del cuello a Alex con el brazo izquierdo y lo levantó en vilo sin
apenas esfuerzo.
El desconocido echó el brazo derecho hacia atrás y pude ver su puño
resplandeciendo a la luz de la luna. El guante se había desgarrado con el golpe. No
era una mano normal, no era de carne y hueso sino de un metal plateado. Por eso
Alex había quedado aturdido por el choque.
El chico descargó el puño de metal y lo enterró en el pecho de Alex. Se produjo
un chasquido de huesos rotos seguido del lamento del vampiro. Alex abrió mucho
los ojos y se miró al pecho. Trató de hablar pero la sangre manaba de su boca
ahogando sus palabras. Dio un par de sacudidas, cerró los ojos y se quedó inmóvil.
El desconocido le miró con frialdad, como un fontanero estudiaría la tubería

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Sol Negro
recién cambiada en una cocina. Un cuervo negro descendió y se posó en su
hombro. El chico retiró la mano de metal del pecho del vampiro, se limpió la sangre
contra la ropa de Alex y se acercó hasta mi.
—¿Es… está muerto? —me atreví a preguntar.
—Por suerte para ti —contestó con un gruñido.
Su mirada era imponente. Me sentí desnuda ante sus ojos verdes. Pero no
podía dejarme intimidar. Acababa de ver cómo mataba a Alex o a lo que fuera en lo
que se había convertido.
—¿Era un… vampiro?
Menuda pregunta. Por un momento sus ojos tristes parecieron iluminarse, y en
su rostro siempre serio, apareció una ligera sonrisa.
—Estás herida. No tiene buen aspecto —dijo, retirándome el pelo con su mano
izquierda, la de carne y hueso.

Unas luces potentes se acercaron por la carretera y se pararon junto a nosotros.


Se trataba de un coche cuatro por cuatro, el mismo que había visto en la gasolinera
aquella noche.
El anciano estrafalario del sombrero vaquero y las gafas de sol y la chica del
tatuaje bajaron del auto y se acercaron. La joven era realmente impresionante.
Tenía un rostro fuerte y a la vez hermoso. El pelo rojizo le caía en rizos más allá de
los hombros. Se le marcaban los músculos de los brazos lo que hacía resaltar aún
más los tatuajes que decoraban su piel.
—¿Qué diablos haces, Matt? —dijo el hombre—. Tenías que esperarnos.
—La chica no estaría viva si os hubiera esperado.
Al menos ya sabía cómo se llamaba. Matt. El cuervo saltó del hombro de Matt al
del anciano, que le dio un beso en el pico y algo de comer.
—Buen chico, Torvo. Buen chico —dijo.
La chica del tatuaje pasó de largo, se abalanzó sobre Matt y le dio un beso
intenso en la boca. Sin saber porqué aparté la vista. Después, la chica comenzó a
examinar las heridas de Matt.
—Déjalo, Lena. Estoy bien —dijo—. Ella tiene una mordedura inicial.
Matt ni siquiera me miró al decir aquello. La joven llamada Lena puso mala cara
y se sentó junto a mi. Yo estaba tan desconcertada que no sabía qué hacer ni qué
decir. Mi mejor amigo convertido en vampiro había estado a punto de matarme y
ahora yacía muerto a escasos metros de mí.
Lena me apartó el pelo, sacó una pluma de ave negra y la usó para aplicarme
un ungüento sobre las heridas del cuello.
—¡Quema! —grité.
—Estate quieta —. La voz de Lena restalló como un látigo—. O dejaré que la
mordedura se te infecte y agonices durante tres días antes de morir.
Iba a contestar cuando noté que el dolor de la herida remitía hasta que se
convirtió en una ligera molestia. El anciano del sombrero se inclinó sobre el cadáver
de Alex y lo olisqueó como si fuera un perro. Metió un dedo en la herida del pecho,
lo sacó chorreando sangre y se lo llevó a la boca.
Casi vomito sobre Lena, no solo por lo del dedo sino por todo lo que había
pasado, pero logré evitarlo.
—¿Qué tenemos, Eneas? —preguntó Matt.
El viejo volvió a chupar la sangre de Alex y la paladeó como si estuviera en una
cata de vinos.

24
Sol Negro
—Tenías razón. Es un sangre sucia —dijo.
Matt asintió.
—Pero sólo es un bebé —siguió el anciano llamado Eneas.
—Imposible. Era demasiado fuerte. Ha estado a punto de sorprenderme.
—A lo mejor estás perdiendo facultades —dijo Lena, con su permanente voz de
enfado.
—No era un bebé —insistió Matt—. Debía de ser un cachorro y de los fuertes.
El anciano se quitó las gafas de sol y pude ver sus pupilas. Eran de color gris
claro, sin vida, como si tuviera cataratas.
—Tú eres bueno en lo tuyo, chico. Déjame a mí lo mío. Te garantizo que este
sangre sucia —dijo Eneas, dándole una patada al cuerpo de Alex—, tenía como
mucho un año.
¿Qué demonios estaba pasando? ¿Se trataba de una pesadilla? Me encontraba
totalmente superada. No sé cómo logré mantenerme a flote en vez de derrumbarme
y ponerme a llorar como una loca.
Balbuceé alguna incoherencia pero no me hicieron caso. Siguieron hablando
como si yo no estuviera presente. Me sentía como una niña presenciando una
conversación muy seria entre adultos. Ignorante e ignorada. Matt se acercó al
cuerpo de Alex y lo examinó atentamente. No parecía convencido con la explicación.
—Hay algo más —dijo Eneas—. Tiene una esencia extraña, metálica, como la
sangre sucia de la semana pasada. Un bebé fuerte como un cachorro y con una
esencia desconocida.
—Esto no me gusta nada —dijo Matt.
—Ni a mi. Ni siquiera soy capaz de rastrear a quien lo convirtió.
Matt masculló algo y se volvió hacia mí. Lena seguía aplicando el ungüento
sobre la herida de mi cuello. El dolor había desaparecido casi por completo.
—Te escuché hablar con el vampiro ¿Le conocías? —me preguntó Matt.
—Por supuesto que sí. Era mi mejor amigo.
No sé que dije, pero por la cara que pusieron los tres debió ser algo muy raro.
—¿Estás segura?
—Claro que sí. Es Alex, vivía en el pueblo pero desapareció hace un año.
—Un año —dijo Eneas—. Te lo dije, un bebé.
—La cría miente. No tiene sentido —dijo Lena—. Los vampiros no cazan en sus
lugares de origen. Infringir la ley conlleva muerte por exposición.
—¿Has bebido o fumado hierba en la fiesta? —dijo Matt, oliéndome el aliento.
—¡Claro que no! —exploté—. Era mi amigo. Era Alex y… ahora está muerto.
—Si no llego a aparecer, él no hubiera tenido compasión contigo. Tienes suerte
de no ser tú la que esté ahí tirada.
Tenía razón. En ese momento caí en la cuenta de que no le había dado las
gracias por salvarme. Fuese o no mi amigo, estaba claro que Alex quería matarme.
Iba a agradecérselo cuando Matt se me anticipó.
—Tienes que olvidar lo que ha pasado —dijo.
—¿Olvidarlo? Alex es… era un vampiro. Y ahora está muerto. Hay que avisar a
la policía o a quién sea que…
—No dirás nada —me cortó Matt—. A nadie.
—¿Estás loco? No puedo seguir adelante como si no hubiera pasado nada.
Eneas se rio.
—Lena, duérmela. Y bórrala —dijo Matt, agarrándome con fuerza.
—Es lo único que has dicho en toda la noche que me gusta —dijo Lena.

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Sol Negro
—¡Suéltame! —protesté.
Traté de liberarme pero el abrazo de Matt era de acero, más fuerte incluso que
el de Alex. Sentía su cuerpo musculoso contra el mío, inamovible como una roca.
Lena sacó otra pluma, esta vez roja, y untó la punta en un frasco de cristal con
un líquido verdoso y espeso.
—Niña, no te resistas. Además de perder la memoria te levantarás con un dolor
de cabeza horrible —dijo Eneas.
Lena acercó la pluma a mi cabeza y trazó un símbolo sobre mi frente. Algo
parecido a dos círculos y varias rayas diagonales. Un fogonazo de luz me
deslumbró. Me asusté. Estuve unos segundos sin ver ni escuchar nada pero poco a
poco recuperé mis sentidos. Lo primero que oí fue la voz de Matt que parecía
enfadado.
—Déjalo. Ya lo has intentado tres veces en media hora y no funciona —dijo.
—No sé qué pasa. La pluma estará mal —contestó Lena.
—¡Eh! Que se ha despertado —dijo Eneas.
Al abrir los ojos me encontré con los tres mirándome fijamente.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó Matt.
—Ash. Ash Black.
—¿Me recuerdas? ¿Sabes qué ha pasado?
No entendía de qué iba todo aquello, pero contesté.
—Claro que te recuerdo. Llevas dos días siguiéndome y esta noche… me has
salvado de Alex.
Matt puso cara de funeral.
—¡Dios santo! —dijo Eneas—. Lo recuerda todo. Se ha resistido a Lena. Ver
para creer.
—He dicho que la pluma estará mal, viejo —rugió Lena—. No se ha resistido.
—Sea como sea, no podemos quedarnos aquí —dijo Matt.
—Un momento, dijo Lena.
Entonces la chica me agarró el brazo con fuerza, pasó la pluma por mi muñeca
y el símbolo que había trazado Matt sobre mi piel resurgió. Eran tres líneas
paralelas casi perfectas, la del medio un poco más larga y gruesa que las otras dos.
Eran de color púrpura y brillaban.
Lena rugió, echó el brazo atrás y me dio un tremendo puñetazo en la cara.

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