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Barry Barnes

Sobre ciencia

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EDITORIAL LABOR, S.A.


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Traducción de Juan Faci Lacasta

Cubierta de Jordi Vives

Primera edición: 1987

Título de la edición original:


About Science

© Barry Barnes, 1985


Basil Blackwell Ltd, Oxford, Reino Unido
Basil Blackwell Inc., Nueva York, Estados Unidos

© de la edición en lengua castellana y de la traducción:


EDITORIALLABOR,S. A. Calabria, 235-239. 08029 Barcelona, 1987

Depósito Legal: B. 12.002-87


ISBN: 84-335-5100-0

Printed in Spain - Impreso en España


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Impreso en Novoprint, S. A. San Andrés de la Barca (Barcelona) f
LOS EXPERTOS EN LA SOCIEDAD

El cientificismo

En estos momentos, la ciencia está sólidamente asentada como forma


dominante de autoridad cognitiva en todas las sociedades modernas. Quienes
deciden en estas sociedades qué es lo que realmente vale como conocimiento
empírico son los científicos y otros expertos asociados a ellos. Pero la autori-
dad de la ciencia no tiene un alcance ilimitado. No alcanza al dominio de la
moral. Son muchos los que todavía la cuestionan en el ámbito del comporta-
miento y la elección humanas. Y hay toda una serie de aspectos empíricos en
los que la autoridad de la ciencia es puramente nominal. Pensemos, -por
ejemplo, en las condiciones climatológicas que réinarán el mes que viene, o
en el problema del envejecimiento y la muerte. En un sentido más general,
recordemos que en todas las ramas de la ciencia se desarrolla una intensa
investigación, lo que indica claramente que el conocimiento que poseemos en
la actualidad se considera inadecuado y no permite resolver todos los proble-
mas empíricos. En realidad, reina la ignorancia en todas las ciencias sociales,
lo cual refleja el hecho de que continuamos viviendo en un mundo excesiva-
mente complejo y que sólo lo conocemos de forma incompleta.
En toda sociedad existe, en un momento determinado, un consenso sobre
el alcance de la autoridad científica, sobre lo que queda dentro de sus límites
y lo que queda fuera de ellos. Pero esa frontera representa tan sólo una
especie de equilibrio dinámico: está donde está como resultado de un enfren-
tamiento entre quienes tratan de expandir la ciencia y los que están decididos
a frenarla. Y como no es una frontera natural, sino el resultado inmediato del
conflicto de presiones opuestas, cambia a lo largo del tiempo. Desde el punto
de vista histórico, la autoridad de la ciencia ha tendido a ampliarse.
Podemos ofrecer numerosos ejemplos de la forma en que los científicos
intentan extender el alcance legítimo de sus conocimientos y sus técnicas. El
movimiento de la inteligencia artificial (lA) o, más exactamente, algunos
científicos dentro de ese movimiento, sostienen que el pensamiento y la capa-
LOS EXPERTOS EN LA SOCIEDAD 85

cidad intelectual del hombre se pueden describir de forma satisfactoria en el


idioma de los programas de los ordenadores y de la lógica simbólica, porque
el cerebro es, al igual que el ordenador, una máquina que procesa la informa-
ción. Una serie de etólogos consideran que sus descubrimientos respecto al
comportamiento animal pueden ampliarse al comportamiento humano y que
no hay razón para excluir al animal humano de las conclusiones establecidas
para los animales en general.
En ocasiones, estos intentos de ampliar la autoridad de la ciencia más allá
de sus límites aceptados en la actualidad se califican con el nombre de cientifi-
cismo, y los argumentos en los que se basan se califican de argumentos
cientificistas.1 De hecho, esta terminología la utilizan habitualmente quienes
tratan de mantener la autoridad científica dentro de unos límites; para ellos
el término cientificismo es negativo o crítico. Desde su punto de vista, el
cientificismo es aquello que tiene la falsa pretensión de ser científico: un
argumento cientificista es aquel que recurre a la ciencia de forma ilegítima; la
actitud cientificista es aquella que hace de la ciencia un fetiche y que la consi-
dera, erróneamente, como la única forma posible de conocimiento. Pero hay
importantes divergencias sobre lo que está bien o lo que está mal, sobre lo
que es legítimo y lo que es ilegítimo, lo que es científico y lo que es cientificis-
ta: lo que para unos es ciencia, para otros es cientificismo.
Existe un método muy extendido e importante de crítica de los argumen-
tos supuestamente cientificistas, que se utiliza con tanta frecuencia que merece
la pena analizado en términos generales. Se suele decir de tales argumen-
tos que son metaforicos o analágicos, que extienden el conocimiento existen-
te simplemente sobre la base de analogías y que aceptado significa dejarse
engañar por un analogía. Consideremos, por ejemplo, la afirmación de que
el cerebro humano es una especie de ordenador y que mediante la simulación
en el ordenador de las actividades inteligentes del cerebro será posible llegar
a conocer cómo está diseñado y programado el cerebro como un sistema de
procesamiento de la información. Sin duda, nadie afirma que el cerebro es
literalmente un ordenador. En el lenguaje común, los ordenadores son obje-
tos físicos con un teclado y un visor o una impresora. Por su parte, los cere-
bros son pequeños objetos blandos que, por lo general, se encuentra dentro
de un cráneo. Los cerebros no se comportan literalmente igual que los orde-
nadores: la observación de un ordenador y la observación de un cerebro son
experiencias totalmente diferentes. Ni siquiera es posible afirmar que el com-
portamiento humano que atribuimos al cerebro es el mismo que el de un
ordenador. Según todas las reglas formales de lo que es una descripción co-
rrecta, el cerebro no es un ordenador. Cuando se dice que el cerebro es un
ordenador se utiliza un lenguaje figurado, se realiza una analogía. Esto supo-
ne hacer una afirmación que es formalmente incorrecta, tal vez por mor de la
comunicación, como cuando aplicamos a la sociedad la imagen del cuerpo
humano y nos referimos a su «salud» o «enfermedad», o como cuando habla-
mos de una «erupción» o «epidemia de crímenes». Desde luego, es razonable
utilizar analogías y figuras del lenguaje informalmente. Otra cosa muy dife-
rente es engañarse con esas analogías hasta el punto de confundidas con
- -- .~~~~~--------------
86 SOBRE CIENCIA

descripciones científicas correctas. Yeso es precisamente lo que ocurre, afir-


man los críticos, cuando se acepta que el cerebro es un ordenador o incluso
que hay que tratarlo como si fuera un ordenador. Aceptar esta conclusión es
confundir una analogía sugerente con una descripción correcta.
Ahora bien, resulta que «confundir» analogías con descripciones correc- _
tas es un procedimiento característico en el desarrollo y extensión del conoci-
miento científico aceptado. Pensemos, por ejemplo, en la teoría atómica,
que inicialmente postulaba que los gases estaban compuestos de pequeñas
partículas duras como bolas de billar, que volaban por el espacio, y postulaba
la combinación química de esas partículas que se unían unas a otras en com-
binaciones de un número fijo de partículas. Esta teoría era una sugestiva
analogía. En un principio, se la podía criticar, como ocurre en este momento
con la idea de que el cerebro es un ordenador. De hecho, un filósofo compe-
tente podría criticar correctamente la teoría atómica como una mera analo-
gía. Naturalmente, eso no sería más que un ejercicio académico; nadie desea
hacerlo realmente, pero sería posible. Pero la ciencia de la química se desa-
rrolló gracias a que hubo individuos decididos a llevar la analogía más allá de
lo que quizás era «estrictamente» legítimo. De hecho, el gran desarrollo cien-
tífico lo realizaron individuos que aceptaron que los átomos eran reales y que
la analogía era mucho más que una mera analogía. Los atomistas químicos
fueron más allá de lo que era «estrictamente» legítimo respecto a la forma en
que hablaban y pensaban sobre la materia, pero el resultado de ese «error»
fue que cambiaron las normas de lo que es y no es legítimo. El resultado es
que en la actualidad todo el mundo acepta que hay que referirse a las sustan-
cias materiales en términos atomistas: las soluciones molares forman parte
del equipo habitual de cualquier laboratorio químico; los pesos atómicos fi-
guran en las tablas de hechos.
La historia de la ciencia es la historia de la extensión del conocimiento
empírico de uno a otro contexto por analogía. Y en todas las épocas se ha
criticado a los científicos por aceptar esas «meras» analogías. En la mecánica
se produjo un gran avance cuando se-empezó a considerar que la materia
celeste era análoga a la materia terrestre, y que los movimientos de los plane-
tas se sometían a las mismas leyes fundamentales de los de los objetos de la
Tierra. Un adelanto similar se produjo cuando se consideró que las sustan-
cias químicas orgánicas eran análogas a las sustancias inorgánicas y se aceptó
que se formaban y se mantenían unidas de la misma manera. Las analogías
entre las partes del cuerpo humano y los sistemas mecánicos se han aceptado
una y otra vez después de cierta resistencia inicial: hubo que vencer una
oposición especialmente fuerte antes de que se aceptara considerar de esta
manera el sistema nervioso. Finalmente, hemos llegado al cerebro humano, y
es aquí donde el problema del alcance legítimo del conocimiento científico
suscita todavía una auténtica controversia. El cerebro (o, si se quiere, la
mente) es el último reducto donde se refugian aquellos que no están dispues-
tos a rendirse totalmente a las formas científicas de análisis, que están decidi-
dos a resistir cualquier otra analogía «cientificista» (o científica) y a impedir
que una cuestión de importancia vital, la del criterio y la decisión humanas,
1 LOS EXPERTOS EN LA SOCIEDAD 87

pase a formar parte del ámbito de la autoridad científica. Sin embargo, lo


cierto es que los lobos de la neurofisiología y de la lA aúllan con optimismo
ante la puerta.
Hay un factor de optimismo intrínseco en la investigación científica. Los
científicos parten de lo que creen conocer con toda seguridad y proceden por
analogía hacia otros temas relacionados, con la esperanza de que la analogía
resultará fructífera. No podría existir la investigación sin ese optimismo. Así
pues, es un despropósito criticar todas las inferencias que se apoyan en «me-
ras» analogías y rechazadas aplicándoles ei calificativo de «cientificismo»,
pues la argumentación por analogía es fundamental en el seno de la ciencia.
Después de todo, no se puede condenar a los científicos que insisten en que
el cerebro ha de ser considerado como un ordenador, calificándolos de pro-
pagandistas acientíficos. Ahora bien, también es positivo que haya críticos en
torno a la ciencia, a la búsqueda de argumentos cientificistas, dispuestos a
rechazar las analogías sospechosas. Porque, después de todo, las analogías
son analogías y no es posible apoyarse en ellas totalmente. Hay que mante-
ner una actitud de incertidumbre respecto a las analogías, aunque una y otra
vez han resultado ser fructíferas en la práctica. Y es precisamente cuando las
analogías se llevan al terreno de la práctica cuando hay que cuestionar más
decididamente su validez. No se puede criticar a los científicos que comparan
el cerebro con un ordenador por las investigaciones que llevan a cabo y las
inferencias que realizan en el proceso, pero eso no quiere decir que haya que
considerar correctas esas inferencias y que las analogías en las que se basan
sean válidas. Tal vez llegará un día en que los propios científicos considera-
rán que las analogías son menos fructíferas de lo que pensaban, y dejarán de
aplicarlas.
Los argumentos por analogía no son nunca completamente fiables y, lo
que es peor, es imposible establecer hasta qué punto son válidos. Sin embar-
go, son totalmente necesarios. Así pues, seguirán siendo utilizados y les con-
cederemos diversos grados de fiabilidad. Naturalmente. los científicos se
mostrarán especialmente entusiastas respecto a determinadas analogías e in-
tcrpretarán de forma especialmente favorable cuantas evidencias se acumu-
len a su favor. Conforme avancen sus investigaciones. confiarán más en ellas
que el resto de la gente. Es en ese momento cuando son particularmente
vulnerables a la acusación de comportarse como «cientificistas» y no como
«científicos». Y es precisamente entonces cuando esa acusación puede ser de
utilidad, al oponerse a lo que puede ser un peligroso exceso de optimismo o
de confianza. No existe un criterio absoluto en el que basar una acusación de
ese tipo: lo que para una persona es ciencia. para la otra es cientificisrno , y tal
vez sea imposible ponerse de acuerdo al respecto. Pero para nosotros es más
importante el argumento colectivo respecto a dónde comienza la una y termi-
na el otro. pues ello determina el alcance legítimo de la autoridad científica
en un momento determinado.
I Lista ahora hemos considerado tan sólo los esfuerzos que realizan los
científicos reconocidos para ampliar el alcance de su autoridad. Pero existen
tarn hién grupos de individuos que quedan al margen de la ciencia y que. por
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así decirlo, llaman a sus puertas intentando ser admitidos. El núcleo de la


ciencia aceptada está rodeado siempre de una penumbra de profesiones que
reclaman el rango científico, pero que no alcanzan ese objetivo de forma
clara e inequívoca. Esas profesiones van desde las que sólo despiertan ligeras
sospechas, como la psicología, hasta las que están expuestas a ser rechazadas
como seudociencia, como el psicoanálisis y la teoría de los sistemas. Una de
las mayores preocupaciones de quienes se dedican a esas disciplinas es la de
ser aceptados como auténticos científicos, con todos los beneficios que ello
entraña. En estas disciplinas, la preocupación por las características funda-
mentales del conocimiento científico y por los rasgos y distintivos del método
científico es mucho más explícita e intensa que, por ejemplo, en la química o
en la física. Cuando uno sabe que el campo en el que trabaja es genuinamente
científico, se siente menos inclinado a preguntarse qué es lo que ello implica.
Las peticiones de los grupos ajenos a la ciencia para que se les conceda el
rango científico pueden resultar muy embarazosas para quienes se hallan fir-
memente establecidos en las disciplinas científicas. El argumento que utilizan
habitualmente esos grupos ajenos a la ciencia es que su conocimiento y su
método de trabajo son similares a los de la ciencia aceptada. por lo cual ellos
son auténticos Científicos. Ese argumento puede resultar difícil de rechazar.
pero su aceptación puede conducir al desastre.
Una argumentación de este tipo la ha utilizado el movimiento creacionis-
ta en los Estados Unidos. Este movimiento está formado por individuos que
se adhieren a la versión bíblica de la creación y a la teoría del origen de las
especies y del origen del hombre que aparece en esa versión. Saben que
existe otra versión del origen de las especies con amplia aceptación en su
sociedad. la de la biología evolucionista moderna. que algunas veces se cono-
ce todavía con el nombre de darwinismo. La teoría creacionista es incompati-
ble con el darwinismo moderno: lo que éste atribuye a la variación genética y
a la selección natural. el primero lo atribuye a Dios. Pero los portavoces del
grupo creacionista se muestran muy razonables. Aceptan que el creacionis-
mo no es más que una teoría que puede ser errónea y que el conocimiento de
la biología creacionista es falible y podría resultar deficiente. Pero ¿acaso el
darwinismo moderno -se preguntan- no es también una teoría. y no es
posible que muchos de sus descubrimientos u observaciones resulten también
deficientes? Después de todo. la ciencia es un conocimiento provisional. fali-
ble. y no una verdad absoluta. Así pues. aunque los biólogosevolucionistas
modernos han de ser respetados y hay que tomar con seriedad sus argumen-
tos. no debe permitírseles que descarten todos los demás puntos de vista y
que impongan el suyo como una doctrina totalitaria monolítica. Sin duda. la
teoría creacionista ha de ser tomada también con seriedad y quienes la sus-
tentan han de ser respetados.
Estos argumentos no podían ser más razonables. pues apelan a los autén-
ticos ideales científicos y al espíritu de tolerancia y juego limpio tan impor-
tante en las democracias modernas. Pero no todo es tan sencillo, Lo que
parece casi imposible de rechazar como argumento abstracto. resulta imposi-
ble de aceptar como proposición práctica. Tanto la biología moderna como la
LOS EXPERTOS EN LA SOCIEDAD 89

. 1 ía creacionista son teorías falibles, afirman los creacionistas, y ambas


blO~~an cierto apoyo. Así pues, permitamos que coexistan en un espíritu de
eonel ncia e igualdad, que ambas sean expuestas en las escuelas y universida-
toleraara que todo el mundo pueda elegir, de una manera racional, entre las
des PQue la educación biológica se desarrolle de acuerdo con el principio de
~os. tad de oportunidades para ambas teorías.
hbe;ensemos ahora qué representa, en la práctica, esta sugerencia llena de
as intenciones. Pensemos en los miles de profesores que perderían su
bue~eo, los millones de dólares de los fondos de investigación que quedarían
e,mPgastary la importantísima transformación que se produciría en la concien-
sin
. científica genera 1 di'e a nacion., euan d o estan,. en Juego pro bl emas practi-
' .
. cos de esta magnitud, los argumentos abstractos adquieren un significado
~~ferente. Desde luego, si en el sistema de educación biológica de los Estados
Jnidos se aplicara el principio de igualdad de oportunidades, sería como,
" onseeuencia no de la fuerza de los argumentos, sino de un cambio de tales
::_~ropor~iones en el poder político, que es difícil pensar que pueda llegar a
,i, produelfse., .. . ,.
;" La biologla creaciorusta reclama el rango científico sobre la base de que
, su conocimiento es comparable al de las disciplinas científicas aceptadas. Pe-
ro ni siquiera es necesario poseer conocimiento para reclamar ese rango.
Muchas teorías influyentes acerca de la ciencia la presentan simplemente co-
;; mo un método, una forma de obtener y evaluar el conocimiento, y no como
: verdadero conocimiento. Los parapsicólogos afirman que son científicos so-
bre la base de que sus métodos y evaluaciones son científicos, aunque, hasta
el momento, no pueden hacer gala de un cuerpo de conocimiento en 'forma
'" de descubrimientos positivos fiables. Los parapsicólogos pueden ser científi-
··..cos ignorantes, pero -así lo creen ellos- son, sin embargo auténticos cientí-
ficos.
La parapsicología es la disciplina que trata de estudiar los llamados fenó-
:,)nenos paranormales, fenómenos que simplemente no existen según el cono-
;'{.cimiento científico aceptado. Entre los más conocidos de esos supuestos
¡',fenómenos parapsicológicos están los que se relacionan con la percepción
textrasensorial (PES), que se manifiesta como la capacidad aparente de ver lo
,"que ocurre en lugares distantes que quedan fuera del alcance de la vista, o de
::saber lo que piensa otra persona. Estas capacidades aparentes han sido estu-
.diadas sistemáticamente por los parapsicólogos, y, aunque hasta la fecha no
:,han obtenido resultados concluyentes, parece que los estudios más serios de
:e~te tipo se ajustan a los principios metodológicos y técnicos más exigentes.
S~realmente existe un «método científico», los estudios de parapsicología lo
~Jemplifican tan bien como cualquier otro.
}F Lo cierto es que la parapsicología parece progresar en el intento de ser
',~feptada como ciencia. Cuenta con el apoyo de varias universidades norte-
~mericanas y en una universidad inglesa existe una cátedra de parapsicología.
,;alvez llegará el momento en que se impartirán cursos de parapsicología
.~raestudiantes, y los gobiernos concederán fondos especiales para el desa-
-olIo de las nuevas tecnologías que fomentarán esta disciplina. De todas
90 SOBRE CIENCIA

formas, lo cierto es que este tema sigue siendo un escándalo para la ciencia
natural establecida. Por una parte, es difícil rechazar el argumento de que
una buena metodología y un sistema de inferencias adecuado es la clave de la
ciencia. Es muy poco probable que en el curso de un debate los científicos
afirmaran: «No, la ciencia es dogma recibido y técnicas heredadas». Pero,
por otra parte, asociar la autoridad científica con el método científico supone
que prácticamente cualquiera pueda reclamar autoridad sobre prácticamente
cualquier tema. La parapsicología constituye el principio del fin de la astrolo-
gía (que en la actualidad alcanza un éxito notable), la frenología (que todavía
sobrevive), la ufología (en situación próspera), la futurología (una industria
en desarrollo) y el estudio científico de la existencia de (posibles) hadas en el
fondo del jardín. No pretendo afirmar que una difusión amplia de la autori-
dad científica sea siempre negativa, sino que los científicos de la ciencia
establecida están bien situados para reconocer sus desventajas. Todos los
intentos de este tipo de ampliar la autoridad científica, es decir, los intentos
realizados por grupos ajenos a la ciencia, suscitan invariablemente una for-
midable oposición en el seno de la ciencia. establecida.
Finalmente, es importante darse cuenta de que muchos expertos, o su-
puestos expertos, no buscan, de hecho, la aprobación del establishment cien-
tífico. Se limitan a adoptar el boato de la ciencia, sus símbolos y rituales, y
tratan de revestirse de autoridad científica. El anuncio en el que un hombre
vestido con una bata blanca recomienda unas píldoras determinadas es un ¡
símbolo adecuado de esta forma simple de actividad cientificista. Por supues- 1.

to, toda la sociedad se ve afectada por ella, pues la ciencia es el depósito


aceptado de autoridad cognitiva y la tentación de apropiarse de ella- está
siempre presente. Pero existen opiniones diferentes respecto a su importan-
cia. Hay quienes piensan que se trata de un fenómeno trivial, tal vez muy
extendido, pero al fin y al cabo sin importancia. Otros piensan que se puede
ejercer una influencia incorrecta y muy extensa mediante la simple manipula-
ción de los símbolos vacíos de la ciencia. Consideran que la bata blanca ven-
de las píldoras y que sirve para vender muchas otras cosas. Presentan una
imagen deprimente de los políticos extasiados ante unos modelos de ordena-
dores, y de los burócratas y otros individuos encargados de tomar las decisio-
nes, exageradamente influidos por cuantificaciones inútiles, aplicaciones ridí-
culas de la estadística, el lenguaje retórico, etc.
Se plantea aquí una cuestión importante. ¿Hasta qué punto la toma de
decisiones y, en general, nuestra vida cotidiana se basa en un conocimiento
fiable o, por contra, en opiniones de dudosa solidez cuya única base son el
engreimiento y la presunción de quienes las exponen? ¿Hasta qué punto se
utilizan y se da crédito a los expertos en una forma que refleja «lo que saben
realmente» o bien se les valora por su estilo, por su forma de desenvolverse
en el papel de experto? En el caso de los expertos con una elevada cualifica-
ción técnica, como el físico o el ingeniero, y dado que la demanda de esos
expertos se produce en situaciones en las que su pericia da frutos de forma
inmediata y visible, no parece probable que una falsa capacidad pudiera sos-
tenerse durante mucho tiempo. Sin duda, desaparecería la demanda de tales
LOS EXPERTOS EN LA SOCIEDAD 91

expertos cuando la gente advirtiera que sus recomendaciones conducían al


desastre. La ignorancia e incompetencia del falso experto acabaría saliendo a
la luz a través de su barniz de cientificista. No hay duda de que se suelen
perder algunos cientos de millones por hacer caso a tales expertos, pero es
una cantidad sin importancia en comparación con los miles de millones que
los responsables políticos malgastan como consecuencia de los errores de

I
I
expertos totalmente competentes, contratados para agradar y apaciguar los
intereses creados y como consecuencia de la corrupción pura y simple.
Sin embargo, probablemente es erróneo pensar que todos los expertos se
ajustan al modelo del físico y del ingeniero. Muchas veces, el conocimiento
de los expertos no es utilizado con una finalidad técnico-instrumental y, si lo
es, resulta difícil valorar su eficacia y su poder de predicción. Por logeneral,
I
I
los científicos expertos aportan conocimiento técnico, pero en algunos casos
sólo se les requiere para que justifiquen y legitimen diferentes tipos de actua-
ciones. Muchas veces, los padres preocupados leen las obras más recientes
sobre el desarrollo y la educación del niño. No pueden esperar a poseer un
I conocimiento seguro, pues los niños han de ser educados. Por otra parte, las
obras más recientes no se aventurarán a predecir cómo crecerán los hijos, sus
\
hijos en este caso. Pero si siguen un consejo autorizado, los padres tienen al
menos la justificación y la seguridad de que han hecho cuanto estaba en sus

I
(
manos, cualquiera que sea el resultado. Los tribunales de justicia escuchan
los testimonios de los psiquiatras y médicos forenses. Aunque lo desearan,
¡
no pueden esperar el desarrollo de estas disciplinas científicas antes de deci-
dir en un caso concreto: cuerdo o demente, culpable o inocente. Pero se
puede afirmar que al escuchar la opinión de los expertos y pronunciar sus
veredictos, los tribunales han actuado de acuerdo con las opiniones más auto-
rizadas: la consulta a los expertos legitima sus decisiones.
En este tipo de situaciones, los expertos han de realizar su función cual-
quiera que sea el estado actual del conocimiento. Las grandes instituciones
deben continuar funcionando. Hay que juzgar a los acusados, identificar,
confinar y tratar a los dementes, educar e informar a los jóvenes, establecer
los tipos de interés de los bancos con independencia de lo que «saben real-
mente» los expertos.? Pero dado el tipo de sociedad en el que vivimos, con
nuestro respeto hacia la ciencia y los expertos, hay una demanda de expertos
en todos estos contextos. Probablemente, la hipótesis correcta, aunque CÍni-
ca, ha de ser que, cuando exista demanda, aparecerán «expertos», obligados
a existir porque son necesarios, sin que en este sentido importe qué es lo que
«realmente saben». Además, la actitud natural de este tipo de expertos será
una actitud cientificista. Después de todo, lo que se pide es un pronuncia-
miento de autoridad, que es lo único que puede asegurar o legitimar. Y asu-
mir la apariencia de autoridad supone asumir la apariencia de ciencia.
En la actualidad existe una serie de expertos parcos en conocimientos
pero con una imagen sólida. Están bien establecidos, desempeñan puestos
importantes en la estructura institucional, encuentran amplia audiencia en la
opinión pública (como se puede comprobar por la lista de best-sellers) y tienen
ante sí la perspectiva de una brillante carrera y buenos salarios. Muchas veces
"

92 SOBRE CIENCIA

se compara negativamente el conocimiento de estos expertos con el conoci-


miento de las ciencias de la naturaleza. Pero esa comparación no debe impe-
dirnos ser conscientes del éxito de esos expertos. Tal vez no se han ganado el
respeto universal por sus conocimientos, pero lo cierto es que han penetrado
con sus prácticas por todo el tejido social.

La tecnocracia

Hasta ahora, al analizar nuestra relación con los expertos científicos y


técnicos, he argumentado como si la fiabilidad y eficacia de su conocimiento
fuera lo único que nos importa. He hecho hincapié en las grandes dificultades
que comporta establecer el alcance de un cuerpo de conocimiento experto, el
tipo de situaciones en las que resultará fiable y eficaz. Pero he tendido a
suponer que, cuando ese conocimiento es fiable, los expertos que lo poseen
son merecedores de confianza y han de ser investidos de autoridad, como si
la fiabilidad fuera el único factor trascendente. Ciertamente, esta es la forma
en que vemos a los especialistas y la forma en que ellos se ven unos a otros.
Nos preocupamos por saber cuáles son los temas en los que un especialista
está cualificado y concedemos un respeto especial a todas sus opiniones acer-
ca de ese tema. Pero existe una forma diferente de considerar esta cuestión,
que mencionamos muy brevemente al final del capítulo anterior. En efecto,
podemos considerar la distribución global de los expertos y las consecuen-
cias, positivas o negativas, de esa distribución. Si adoptamos esa forma de
pensar alternativa y nos preguntamos si los expertos deben poseer autoridad,
la pregunta que centrará nuestra atención no será si debemos confiar en
ellos, sino si es deseable que confiemos tan estrechamente en ellos.
Esta es, en mi opinión, una forma interesante de contemplar el tema de
los expertos. Intentaré explicar qué es lo que comporta. Para ello, examinaré
algunas ideas desarrolladas hace ya algunos años por el escritor alemán Jür-
gen Habermas. He de advertir que aunque a Habermas corresponden las
ideas sobre las que vaya hablar, es a mí a quien hay que dirigir cualquier po-
sible crítica por la forma de exponerlas. Ilustraré de la manera más sencilla
posible uno o dos temas importantes, pero no haré una exposición detallada
del pensamiento de Habermas, que es complejo y difícil. 3
Pensemos, ante todo, cómo han proliferado los especialistas y expertos en
los países desarrollados a lo largo del último siglo. Cada vez es mayor el
número de científicos y técnicos, así como el de administradores, abogados,
economistas, etc. Estos profesionales se han integrado en las grandes estruc-
turas burocráticas de la sociedad y, en especial, en la burocracia del Estado.
Una de sus funciones fundamentales es la de aconsejar a quienes correspon-
de la toma de decisiones, frecuentemente a los políticos, para que puedan
utilizar los medios más adecuados de alcanzar los objetivos políticos. Los
conocimientos técnicos se han puesto al servicio del grupo político en el po-
der y han contribuido a la consecución de los objetivos políticos de ese grupo.
Habermas ha denominado «decisionistas» a estas sociedades en las que los
LOS EXPERTOS EN LA SOCIEDAD 93

specialistas «colaboran pero no dirigen». Muy probablemente, esta es la


~dea que muchos de nosotros tenemos de nuestra propia sociedad.
1 Hablar de la distribución del poder y de las diferentes formas de experien-
ía política en esa sociedad «de~isionista» es lo mismo que hablar de la distri-
~ución del conocimiento. En la cúspide del sistema se halla una elite política
t. que toma decisiones para alcanzar sus objetivos e intereses. Tiene acceso a
todo un cúmulo de conocimiento especializado, que facilita e informa sus
t decisiones. La elite no necesita poseer habilidades y competencias muy espe-
~~.>
••

(:.
ciaiizadas; sólo ha de tener los conocimientos suficientes para evaluar toda la
información técnica que se le ofrece. La posibilidad de acceder a una gran.
cantidad de información la sitúa en una posición singular. Es, a un tiempo, el
sector mejor informado y más poderoso de la sociedad. Y, en su experiencia,
la política y la vida en general están estrechamente relacionadas; de hecho,
son casi una misma cosa.
Inmediatamente por debajo de la elite política aparece un estrato forma-
do por administradores especializados, cuyo conocimiento y habilidad técni-
ca les sitúa en una posición privilegiada en la sociedad, y les otorga una
participación real, aunque secundaria, en la toma de decisiones. Estos indivi-
duos, que conocen con gran profundidad los temas de su especialidad, pero
que como personas están limitados en su conocimiento a un reducido contex-
to puramente técnico o puramente administrativo, gozan de un grado eleva-
do de poder e influencia. En su experiencia, la política y su identidad profe-
sional especializada están estrechamente relacionadas, pero no la política y la
vida en general (a menos que decidan, como lo hacen muchos de ellos, que
toda su vida gire en torno a su identidad especializada). Por lo general, se ven
lo bastante bien recompensados y poseen la suficiente influencia como para
sentirse firmemente comprometidos con la estuctura de la sociedad. Pero el
precio que han de pagar por esa influencia es el de aportar su asesoría técnica
al escalón superior, a los encargados de tomar las decisiones, renunciar explí-
citamente a todo derecho en la determinación de la política y contribuir a
mantener desinformado al resto de la sociedad. Se les exige que acepten las
normas del anonimato y la confidencialidad.
Finalmente, llegamos al tercer sector de la sociedad, la gran masa de la
población en general. Ya que en las sociedades modernas la toma de decisio-
nes políticas es una cuestión de índole técnica que exige un conocimiento y
competencia especializadas, y ya que la población en general carece de ese
conocimiento y se le impide acceder a él, no tiene participación alguna
.. en la actividad política. Esa gran masa de personas carece de informa-
. cien y, por eso, carece también de poder. Habermas los califica también
como «despolitizados». Su participación en el proceso político se limita a los
períodos que preceden a las elecciones generales, cuando, sobre la base de
Unainformación restringida y distorsionada, filtrada por los medios de infor-
mación, degradada, trivializada y sesgada por las agencias publicitarias y los
cOrnunicadores profesionales, eligen entre las elites políticas enfrentadas. En
consecuencia, y esto no puede sorprender, son muchos los individuos del
sector mayoritario de la población que piensan que se abre un gran abismo
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i

94 SOBRE CIENCIA

entre la política y la vida en general y que se apartan totalmente de las institu-


ciones políticas. En ocasiones manifiestan una hostilidad activa contra ellas,
pero casi siempre muestran una total indiferencia pasiva.
Así pues, en la sociedad «decisionista» existen tres niveles de conocimien-
to que se corresponden con tres niveles distintos de poder: la estructura de
poder y la distribución del conocimiento técnico son idénticas. Es la posibili-
dad de acceder al conocimiento técnico lo que otorga el poder a las elites
políticas. Están en posición de utilizar ese conocimiento para tomar decisio-
nes y, quizá más importante, para legitimarlas y justificarlas una vez que las
han tomado. Las dos actividades son completamente distintas. En el momen-
to de tomar una decisión se tienen en cuenta los diferentes aspectos técnicos,
los pros y los contras. Pero cuando se trata de justificar una decisión se pone
el énfasis en los pros y se minimizan, o incluso se ignoran completamente, los
contras. Los políticos y los responsables de las decisiones pueden prescindir
de aquellas opiniones que son contrarias a su línea de actuación y resaltar las
que la refuerzan. Un asesor especializado, que realiza su labor con total inte-
gridad y buena fe, puede ver cómo, de hecho, su trabajo sólo sirve para
legitimar y justificar la política del Gobierno. Sus análisis, cuando apoyan esa
\política, inspiran los discursos de los ministros, pero cuando eso no es aSÍ,
van a parar al cesto de los papeles.
Por supuesto, sólo quienes tienen acceso a sus propios expertos pueden
oponerse de forma eficaz a la política del Gobierno. En este caso, se acepta-
rán aquellas opiniones que cuestionan la política gubernamental y se ignora-
rán las que se manifiestan en favor de esta última. Esto significa que la con-
troversiase circunscribe a las elites, clanes y grupos de presión que actúan en
la cúspide de la sociedad, y que existen ejércitos de expertos que elaboran
informes técnicos, estudios, simulaciones en los ordenadores, etc., para utili-
zarlos prácticamente con el único propósito de legitimar las posiciones de los
dos bandos. Las discusiones entre los políticos en el contexto del Mercado
Común ofrecen numerosos ejemplos de este tipo. Asimismo, cuando un Go-
bierno intenta comprar una nueva arma sofisticada y la oposición critica esa
decisión, casi invariablemente ocurre que el arma cuesta más y funciona con
menos eficacia según la opinión de expertos de la oposición que cuando se
menciona el punto de vista de los expertos del Gobierno.
Desde el punto de vista de Habermas, resulta preocupante la utilización,
cada vez más frecuente, de expertos técnicos para esa tarea de legitimación.
N o le preocupa tanto la amenaza de que esas opiniones técnicas puedan ser
mal utilizadas como el hecho de que los aspectos técnicos han abrumado y se
han impuesto sobre todos los demás; que, al centrar nuestra atención en
discusiones técnicas cada vez más complejas, nos apartemos de otros aspec-
tos más significativos y fundamentales e incluso estemos empezando a perder
la capacidad para afrontarlos. Pensemos, por ejemplo, cómo se analiza y se
valora la introducción de un arma nueva en los «niveles elevados» de la
sociedad. Prácticamente todas las discusiones giran en torno al arma como
medio, por ejemplo, sobre cuál es su coste real para matar a la gente y duran-
te cuánto tiempo conservará su capacidad de matar. Mucho menos intensas y
LOS EXPERTOS EN LA SOCIEDAD 95

aparentes serán las discusiones sobre los fines, sobre el derecho a poseer la
capacidad de matar o, por ejemplo, de matar a la población civil en lugar de
al personal militar. Además, las discusiones técnicas entre los especialistas y
los responsables de la toma de decisiones se llevan a cabo en el lenguaje
de los expertos y sus resultados se presentan en forma cuantitativa, ya se trate
de las características del arma o de su coste. Esto otorga a la discusión técnica
una aureola de autoridad y respetabilidad con la que no puede competir el
I
debate sobre los fines. Faltan expertos reconocidos en ética, en moral y en
decencia humana y nA existe 11., "'_.1.'"
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De esta forma, fácilmente se llega a la conclusión de que los argumentos


morales son fútiles y sin sentido, pues «sólo son una materia opinable». Así,
muchos prefieren olvidar estas cuestiones y centrarse en los aspectos técni-
cos, donde los problemas «se pueden formular y resolver de forma racional».
Por consiguiente, la proliferación de expertos técnicos puede hacer que
la gente pierda confianza en sí misma, en sus propias intuiciones y sentido
común, en su manera informal de comunicarse y de desarrollar conceptos co-
munes del bien y del mal. Esa pérdida de confianza les lleva a depender de
las opiniones de los especialistas, cuyos razonamientos no pueden compren-
der y que, en cualquier caso, se preocupan tan sólo de los aspectos instru-
mentales de los problemas políticos y no de los aspectos prácticos y morales,
mucho más importantes.
Habermas no sólo lamenta lo que le parece un uso desafortunado de la
pericia técnica, sino que prevé que podemos llegar a una situación peor.
Imaginemos que la ciencia y la tecnología son cada vez más complejas y
matemáticas y que la sociedad es también más compleja cada vez, de forma
que las tareas económicas y administrativas son más y más sofisticadas. Si
esto ocurriera, aumentaría el número de expertos técnicos que entrarían al
servicio del Estado y de las grandes burocracias, y la toma de decisiones se
basaría cada vez más en análisis y asesoramiento técnicos muy complicados.
En tales circunstancias, podría ocurrir que los técnicos escaparan por com-
pleto del control de los líderes políticos, que dejarían de estar «a su servicio»
para pasar a ocupar la «cúpula» del poder. Podría ocurrir que los líderes
políticos no fueran competentes para evaluar las opiniones técnicas y se vie-
ran obligados a confiar en lo que les dijeran sus consejeros. Pero si los líderes
políticos llegaran a ser ignorantes, también perderían el poder. Se verían
actuando en nombre de expertos y burócratas permanentes, desarrollando
tareas de relaciones públicas para la cúpula de los imperios administrativos y
las organizaciones industriales. Haberrnas utiliza el término tecnocracia para
referirse a una sociedad de esas características.
En una sociedad tecnocrática, el control se halla en manos de expertos y
administradores: todos los asuntos están dirigidos por una especie de intelli-
gentsia científica. La gran masa de población permanece despolitizada. El
conocimiento se distribuye únicamente para definir dos grupos, los expertos
y el resto. Y una vez más, la distribución de conocimiento es la estructura de
poder: los expertos tienen el poder y el resto no. La cúpula de la sociedad
«decisionista», la elite política, ha perdido su importancia en la sociedad tec-
96 SOBRE CIENCIA
1
I

nocrática y, en consecuencia, la selección de los representantes políticos en


las elecciones generales es menos importante aún que antes. La gente común
se sentirá todavía más alejada del proceso político.
Pero ¿cómo es posible que las elites políticas pierdan su función? Son
ellas las que definen los objetivos políticos. Una sociedad no puede seguir
funcionando sin fines y objetivos; ¿quién los determinará, si ya no lo hacen
los líderes políticos? La respuesta es que son los expertos y administradores
quienes fijan los objetivos de una sociedad tecnocrática y lo hacen de una
forma particularmente insidiosa.
Sin duda, los expertos y administradores se sentirán muy satisfechos con
la sociedad tecnocrática, en la que son el elemento dominante. Su gran preo-
cupación será la estabilidad del «sistema», conseguir que funcione sin distor-
siones, tal vez con cierto desarrollo económico y un pequeño ajuste y mejora
aquí y allá. Sin duda, no será este el interés de todo el mundo. Muy probable-
mente, quienes se hallan en la parte inferior del sistema desearán efectuar
cambios de mayor alcance, pero los expertos gozan de una posición adecuada
para legitimar y justificar sus propios fines valiéndose de su condición de
autoridades en las cuestiones técnicas. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo expli-
car que la autoridad sobre aspectos técnicos se utilice para pronunciarse so-
bre los asuntos morales? ¿Cómo es posible que la autoridad sobre los medios
otorgue autoridad sobre los fines? El truco consiste en plantear las cosas en
términos de lo que es factible, lo que es posible desde el punto de vista técni-
co. De esta forma, los deseos de un cambio profundo y de largo alcance se
pueden rechazar porque no son prácticos, o se pueden ridiculizar como utó-
picos. Al mismo tiempo, se puede conseguir que los objetivos limitados y
conservadores de los tecnócratas aparezcan como objetivamente necesarios:
no hay dinero para nada más, no existen los medios técnicos adecuados o es
imposible actuar de tina forma que no implique sacrificio o peligro para
otros. Cuanto más se habitúa la gente a percibir la controversia en términos
puramente técnicos, más fácil es conseguir esa clase de legitimación. Ello es
así hasta el punto de conseguir transformar los graves problemas de cómo ha
de vivir la población correctamente en sociedad en pequeños problemas de
administración y mantenimiento. La sociedad pasa a ser considerada como
una especie de máquina que funciona con toda suavidad y que necesita un
servicio de mantenimiento regular y alguna reparación ocasional.
No hace falta decir que Habermas no se siente atraído en absoluto por la
tecnocracia. Es una sociedad en la que los que poseen conocimiento dominan
a los ignorantes, donde la distribución desigual del conocimiento supone la
distribución desigual del poder. Y, Habermas es, ante todo, un escritor que
aborrece la dominación e intenta ponerle fin. Para él, cualquier forma de
tecnocracia constituye un anatema, incluso un mundo feliz tecnocrático
donde se satisfagan todas las necesidades y todos los individuos se sientan
satisfechos.
¿Cómo eliminar de la sociedad la dominación y la tendencia a la tecnocra-
cia? Para Habermas es el acceso desigual al conocimiento lo que provoca la
distribución desigual de poder, y para que haya un reparto del poder ha de
LOS EXPERTOS EN LA SOCIEDAD 97

repartirse también el conocimiento. Pero, al mismo tiempo, Habermas valo-


ra los beneficios producidos por la ciencia y la tecnología modernas y es
consciente de que el conocimiento en esos campos es producto de la especia-
lización. Así se ve frente al dilema en el que ya nos encontramos antes al
analizar la especialización y lo afronta de una forma especialmente aguda.
¿Cómo conjugar los beneficios del conocimiento especializado con la vida en
una sociedad en la que ningún sector domine indebidamente y en la que
ningún grupo sufra la presión de otro? He aquí el problema.
Es este un problema que ni Habermas ni ningún otro ha podido resolver,
ni siquiera a nivel teórico. Es muy posible que sea insoluble, aunque Haber-
mas siempre se ha negado a aceptar una visión tan pesimista. Su esperanza
radica en que una interacción mayor y un diálogo auténtico entre los técnicos
y la población en general permitirá que se avance en la dirección correcta, de
forma que, por una parte, las decisiones técnicas se verán más influidas por el
sentido común y serán más sensibles a un abanico amplio de intereses y, por
otra parte, el sentido común se verá enriquecido con la incorporación de una
parte del conocimiento y la forma de pensar de los expertos. Pero aunque
esto sería muy positivo y produciría incontables beneficios para la sociedad,
es difícil pensar que pudiera resolver el problema fundamental. Si las desi-
gualdades en la distribución del conocimiento o en la distribución del acceso
al conocimiento generan y mantienen las desigualdades en la distribución del
poder, será necesario un acceso equitativo al conocimiento para conseguir la
sociedad a la que aspira Habermas. Hasta la fecha nadie ha podido mostrar
cómo es posible conseguir este objetivo conservando al mismo tiempo el co-
nocimiento especializado y los expertos asociados con él.

Un punto de vista diferente

Habermas adopta un punto de vista amplio cuando escribe sobre los exper-
tos. Analiza todo el sistema e intenta comprender cuáles son sus implicacio-
nes para nuestra forma de vida. Contempla el conocimiento no en la forma
tradicional, en términos de validez y eficacia, sino en función de las conse-
cuencias más generales de su existencia y de la forma en que es distribuido.
Muy en especial, considera que debe existir una conexión sistemática entre el
conocimiento y el poder en la sociedad e intenta comprender las implicacio-
nes de esa conexión. Considero de gran importancia que se tome con serie-
dad esta forma de pensar sobre el conocimiento y los expertos, y que se
impulse para que pueda coexistir con otros puntos de vista, más restringidos,
que nos son muy familiares. Ahora bien, lo cierto es que esa forma de ver las
cosas es muy poco habitual en el mundo de habla inglesa. Esta es la razón por
la que he dirigido la mirada hacia un escritor continental para ejemplificarla:
por alguna razón, los autores del continente adoptan un punto de vista más
amplio que los autores ingleses.
Sin embargo, hay que recordar que cualquier teoría amplia sobre el cono-
cimiento y la sociedad es también, inevitablemente, una teoría especulativa.
98 SOBRE CIENCIA
1
\

Esto es cierto en el caso de Habermas. Sus escritos son importantes, pero


otra cosa muy distinta es si sus afirmaciones son correctas. Desde luego, hay
que tomar con gran cautela sus predicciones sobre la tecnocracia. Para que
lleguemos a vernos dominados por los técnicos debe existir un elevado nivel
de coherencia y, en consecuencia, una comunidad de intereses entre los ex-
pertos; en cierto sentido, deben actuar como una fuente unitaria de poder y
autoridad. Ahora bien, no es ni mucho menos claro que los expertos estén
unidos de esta forma o lleguen a estarlo alguna vez.
Debemos conceder a la hipótesis «tecnocrática» que un porcentaje impor-
tante de los especialistas técnicos ocupa los niveles superiores del aparato del
Estado y que gran parte de los demás se hallan estratégicamente situados en
los escalones más altos de las burocracias militar e industrial. Asimismo, es
lógico considerar, hasta cierto punto, que estos expertos son aliados natura-
les, vinculados por muchos intereses y formas de pensar comunes. Pero en
cuanto se plantea un problema concreto importante en nuestra sociedad ve-
mos cómo la opinión y los expertos se dividen. Un ejemplo evidente en este
sentido es el del papel que han de jugar las armas nucleares en el sistema de
defensa. La elección, el desarrollo y la situación de las centrales nucleares es
otro ejemplo, que a los ojos de la opinión pública está estrechamente relacio-
nado con el anterior. Podemos citar muchos casos similares en los sectores de
la salud y seguridad. La gente mantiene opiniones encontradas respecto ala
que se debe hacer con la adicción al tabaco, dada su incidencia en el cáncer
de pulmón, las enfermedades del corazón, el enfisema y la muerte prematura
en general. Existe preocupación respecto al contenido de plomo en la gasoli-
na, sobre los peligros manifiestos que presenta el amplio consumo de tantas
drogas, sobre los efectos secundarios de la píldora, de los rayos X o de la flu¿ra-
ción del agua. En todos estos casos, unos y otros calibran los beneficios y los
perjuicios de forma diferente. Lo mismo ocurre con muchos proyectos que
afectan al medio ambiente, que ofrecen una perspectiva de beneficios econó-
micos, tal vez a riesgo de incrementar la contaminación o los desequilibrios
ecológicos: algunos prefieren los beneficios de la conservación del medio am-
biente, mientras que a otros no les importa sacrificarlos por mor de las ven-
tajas económicas. En todos estos casos hay expertos en los dos bandos. Y su
implicación es tal que se sostienen objetivos políticos diferentes con versio-
nes diferentes de los hechos e interpretaciones distintas de su significado.
Podríamos ampliar y subdividir la lista de forma indefinida. Prácticamen-
te todo lo que se hace en una sociedad moderna encuentra la oposición de
algún grupo. Y prácticamente en todos los casos en los que el problema es
importante y la oposición tiene un peso específico, hay expertos implicados
en el problema, y no sólo como asesores y para aportar su opinión de exper-
tos, sino la mayor parte de las veces como abogados defensores u oponentes
de una postura concreta. Esto es algo con lo que estamos totalmente familia-
rizados y que nos parece normal y natural. Cuando aparecen expertos en la
televisión, esperamos verlos en parejas, con un moderador entre ambos. Re-
conocemos esta situación y esperamos que se produzca un enfrentamiento.
La situación es la misma que cuando se enfrentan dos políticos. Y así como
rr'
r
! LOS EXPERTOS EN LA SOCIEDAD 99
1
1

esperamos que el representante del partido conservador se defienda de su


oponente laborista, esperamos también que el representante de British Nu-
clear Fuels intente defenderse de los ataques del representante de Greenpea-
ce, o que el portavoz de British Agrichemicals niegue las acusaciones del de
Amigos de la Tierra. Lo mismo ocurre cuando se enfrentan expertos en situa-
ciones que exigen una mayor especialización. En los tribunales de justicia se
escucha al menos a dos expertos, uno que habla en nombre de la acusación y
otro en el de la defensa. Lo mismo ocurre en una investigación pública.
Uno de los factores que explican las diferencias de opinión de los expertos
es que poseen una formación profesional diferente y tienen unas lealtades
profesionales distintas. Cada profesión tiene su forma concreta de percibir y
ordenar los fenómenos y sus propios medios de interpretar su significado.
Esas formas y medios se utilizan para explicar un problema específico. Pero
nada garantiza que las diferentes explicaciones que proceden de grupos dife-
rentes de expertos sean compatibles: es perfectamente posible que sean
contradictorias. Cuando son contradictorias, es lógico que se produzca una con-
troversia técnica en la que cada una de las partes defiende su método propio
y sus formas aceptadas de interpretación, cuestionando las de la otra parte.
Es importante comprender que la mayor parte de las controversias técnicas
adoptan la forma de un enfrentamiento entre dos interpretaciones plausibles
de una situación. No es habitual, aunque ocurre algunas veces, que en esas
controversias se utilice el fraude y el engaño, ni que haya diferencias muy
notables sobre datos que podrían comprobarse muy fácilmente. De esta for-
ma, es muy difícil decidir entre dos opiniones técnicas encontradas, y las
controversias técnicas poseen muchos de los rasgos de los debates teóricos en
la ciencia, a los que aludimos brevemente en el capítulo 2.
Un estudio reciente ha indicado que, en gran parte, la controversia que se
suscitó en un principio sobre los efectos de los aditivos de plomo en la gasoli-
na fue consecuencia de la diferente formación de los expertos técnicos impli-
cados en ella." Entre los toxicólogos profesionales que estudiaron inicialmen-
te el tema fue paradigmática durante mucho tiempo la teoría del «umbral» de
toxicidad. Desde su punto de vista, lo fundamental era mantener los niveles
de plomo muy por debajo del punto en el que saturaban los mecanismos
excretorios del cuerpo. Si se superaba ese umbral, la ingestión de plomo
excedería la excreción y habría una acumulación de ese elemento que produ-
ciría los síntomas característicos del envenenamiento por plomo. Sin embar-
go, se pensaba que los aditivos del plomo de la gasolina nunca podrían situar
su ingestión en valores próximos al umbral de toxicidad, por lo cual los toxi-
cólogos consideraban, casi de forma unánime, que no presentaban peligro
alguno. Con todo, en 1965 un geoquímico rechazó frontalmente estas estima-
ciones e intentó situar el problema en un nuevo contexto. Era cierto que los
niveles de plomo en el medio ambiente de las sociedades modernas quedaban
muy por debajo del umbral de envenenamiento agudo, pero eran muy supe-
riores a los niveles «naturales», según lo indicaban las técnicas geoquímicas.
De ninguna forma podía considerarse seguro que la población viviera en un
medio ambiente que contenía una sustancia tóxica en un porcentaje varias
T
r,

100 SOBRE CIENCIA

veces superior al nivel natural. Aunque la gente no caía muerta por las calles,
estaba sometida a una ingestión permanente de plomo, cuyos efectos, aun-
que no mortales, eran negativos. La publicación de estas conclusiones suscitó
una controversia virulenta, cuyo centro no eran tanto los argumentos de dos
interpretaciones opuestas como la autoridad de los profesionales que las sus-
tentaban. Los toxicólogos afirmaban ser los asesores más experimentados y
competentes en materia de toxicidad y decían que su teoría del concepto de
umbral de toxicidad era fundamental; sus oponentes rechazaban ambas afir-
maciones. Ese complejo debate sobre los efectos del nivel de plomo en el
medio ambiente era también, en gran parte, una disputa sobre los límites de
demarcación de dos profesiones.
No son sólo la formación y las lealtades profesionales las que dividen a los
expertos. Todo experto es también un individuo con su propia historia y con
una sede de compromisos y afiliaciones individuales. Por ello, unos contri-
buyen activamente en la investigación en temas de defensa y colaboran en el
estudio de las armas nucleares o de la guerra biológica por razones puramen-
te personales, y otros, también por idénticas razones, prestan su ayuda y
colaboración técnica a los movimientos pacifistas.
Es difícil decir cuál es la importancia positiva de los compromisos perso-
nales de los científicos y expertos, pero, desde luego, es indudable que tiene
un significado negativo muy evidente. Debido a la diversidad de esos com-
promisos, debido a que los científicos proceden de ambientes muy distintos,
se afilian a grupos muy distintos y poseen criterios morales y políticos muy
distintos, resulta extraordinariamente difícil organizarlos para la consecución
de un objetivo político importante. Son muchos los intentos que se han hecho
para organizar a los científicos como una fuerza política coherente que pudie-
ra utilizar su influencia de forma sistemática para la consecución de unos
objetivos políticos concretos. La Asociación de Trabajadores Científicos, la
Sociedad para la Libertad de la Ciencia, la Sociedad Británica para la Res-
ponsabilidad Social en la Ciencia y la Ciencia para el Pueblo son algunas de
las sociedades que se han formado en el Reino Unido para cubrir este objeti-
vo. Pero ninguna ha conseguido reunir más que a una parte de los científicos,
suscitando al mismo tiempo la oposición activa de un grupo numéricamente
comparable, por lo cual su influencia política es muy reducida.
Al igual que ocurre entre la mayor parte de los profesionales, los científi-
cos tienden a mostrarse en desacuerdo sobre las cuestiones ajenas a la cien-
cia. Sostienen opiniones diferentes sobre los valores del capitalismo y el so-
cialismo, el mercado libre y la intervención del Estado, el multilateralismo y
el unilateralismo, y sobre cualquier otro problema político importante. Sólo
se muestran unidos cuando se trata de alcanzar objetivos políticos inmediatos
como el incremento del salario o el apoyo hacia su trabajo. Pero estos proble-
mas son también los que unen a los miembros de otras profesiones, como los
mineros o los granjeros. Sin embargo, no deja de ser curioso que se siga
intentando organizar a los científicos con planteamientos de mucho mayor
alcance, como si en el mundo de la ciencia existiera una mayor uniformidad
moral y política.
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r
LOS EXPERTOS EN LA SOCIEDAD 101

Finalmente, y esto es tal vez lo más importante, los expertos se dividen


según quién sea el que les da trabajo o el que les financia. Excepto, quizá, en
el caso del importante porcentaje de científicos académicos o universitarios
que todavía reciben su financiación de la más fría lejanía, quienes financian o
dan empleo a los científicos ejercen, inevitablemente, una presión sistemáti-
ca sobre los expertos. Esa presión puede ser más o menos intensa. En algu-
nos casos es tan sólo ligera, pero la mayor parte de las veces es bastante
fuerte. Normalmente, se da por sentado que el científico que trabaja para el
Gobierno o para la industria no manifestará nunca en público sus opiniones,
a no ser por orden de sus superiores y para defender sus intereses. Y, desde
luego, los patrones pueden hacer cumplir esa condición, como lo han experi-
mentado en su propia carne muchos científicos. Por ejemplo, tanto en el
Reino Unido como en los Estados Unidos los expertos en la industria nuclear
que han hecho públicas sus reservas técnicas han perdido su empleo de forma
inmediata. Hace falta un gran valor para atreverse a hablar así en una gran
organización, aunque uno siga lo que se ha convertido en un consejo univer-
sal: «primero contrate a un buen abogado, luego consiga un buen trabajo»."
Dado el control que los patrones pueden ejercer sobre los expertos, no es
sorprendente que éstos sean utilizados frecuentemente como se utilizan los
abogados, como simples portavoces. «Hoy en día es una práctica habitual por
parte de las grandes organizaciones técnicas realizar "análisis de respuesta" ,
es decir, producir análisis en apoyo de posiciones predeterminadas, incluso
durante el proceso de toma de decisión interna.s" A veces, en una organiza-
ción que utiliza «análisis de respuesta», los altos ejecutivos, que prevé n que
en el futuro puede haber demanda par~ un producto concreto, encargan a un
experto que prepare una argumentación en favor de un proyecto nuevo; que
argumenten, por ejemplo, que ese producto es seguro e inofensivo para el
medio ambiente. O tal vez le pueden ordenar que prepare una argumenta-
ción en contra o incluso que prepare dos tipos de estudio, uno en contra y
otro a favor, para que la organización pueda utilizar cualquiera de los dos
según se decante a favor o en contra del proyecto.
Podemos pensar que los expertos con una formación científica se negarán
de plano a desempeñar ese papel y considerarán que las labores de abogado y
consejero técnico son incompatibles. Pero no parecen faltar en ninguna orga-
nización expertos abogados dispuestos a reforzar su imagen, defender y justi-
ficar sus productos, denostar a sus rivales y sus productos, etc. En la actuali-
dad, estamos totalmente familiarizados con los enfrentamientos de expertos
abogados de este tipo. Es un reflejo directo de nuestra estructura social y de
los conflictos que surgen entre las instituciones y organizaciones que la com-
ponen. Los expertos del Gobierno han de afrontar la oposición de los expertos
de la industria; los especialistas del Ministerio de Defensa no tienen el mismo
punto de vista que los del Ministerio del Medio Ambiente; los asesores del
Milk Marketing Board difieren en sus criterios técnicos de los de Unilever.
El experto abogado es un personaje habitual, plenamente aceptado, por
lo cual hay que suponer que se ha convertido en una figura respetable. Tal
vez esos expertos justifican su labor por el razonamiento de que «la otra
, 102 SOBRE CIENCIA \
Ii
parte» también tiene sus expertos. De la misma forma que un tribunal de
justicia puede formarse una idea correcta de los hechos escuchando dos ver-o
siones encontradas de dos abogados partidistas, también puede surgir la ver-
dad de las afirmaciones de dos expertos partidistas. Quizá esta sea la forma
en que hay que utilizar a los expertos, dado que vivimos en una sociedad tan
especializada, diferenciada y fragmentada.
Hay algo de verdad en este tipo de racionalización. Sin duda, en nuestra
sociedad las organizaciones deben tener sus expertos para que den a conocer
su versión, para asegurarse de que no se pasan por alto los argumentos y
evidencias en su favor y de que los ataques sin fundamento contra sus pro-
ductos sean reconocidos como tales. Si no dispusieran de estos recursos técni-
cos, las organizaciones serían destruidas por sus enemigos o competidores.
De todas formas, hay que esperar que esa racionalización no alcance un éxito
excesivo. En la sociedad hay oficios, algunos esenciales, que siempre despe-
dirán un mal olor. Uno de ellos es el de experto abogado. Es importante el
hedor porque nos recuerda que ese oficio mina la integridad e invita a la
corrupción. El experto abogado, simplemente por el papel que representa,
merece nuestra total desconfianza. En muchos casos no hay límite para lo
que los expertos interesados son capaces de hacer en beneficio de las organi-
zaciones a las que pertenecen. Sólo tenemos que pensar en sus actividades a
lo largo de muchos años en beneficio de la industria del tabaco, o en la pro-
longada acción dilatoria que tan hábilmente desarrollaron en beneficio de
Chemie Grünenthal, los productores alemanes de la talidomida. En un asun-
to de esta importancia es necesario ser contundente. Literalmente, muchos
de estos expertos son asesinos. Por lo que hace a sus afirmaciones, la eviden-
cia histórica nos lleva a la misma conclusión que el sentido común: nunca hay
que concederles el beneficio de la duda.
Pero volvamos al tema principal. He intentado exponer las profundas
divisiones que existen entre los expertos, y su significado. Hemos menciona-
do las divisiones que surgen como consecuencia de la formación y las lealta-
des profesionales, las divisiones que derivan de los compromisos individuales
y las que tienen que ver con las instituciones para las que trabajan y con las
fuentes que los financian. He mostrado, asimismo, cómo esas divisiones pue-
den producir conflictos de opinión, hasta el punto de que prácticamente to-
das las cuestiones importantes que nos afectan están envueltas en una bruma
de controversia técnica. La imagen resultante no es una imagen de dominio de
los tecnócratas, ni siquiera la de una probable evolución en esa dirección.
Los expertos técnicos están demasiado divididos, demasiado apegados a los
intereses de otros sectores poderosos de la sociedad y, por tanto, muy poco
propensos a hablar con una sola voz.
Para que exista una tecnocracia, para que el conocimiento sea la base del
poder de los expertos técnicos, el conocimiento debe ser uniforme y los ex-
pertos han de estar unidos. Cuando un experto habla contra otro, la autori-
dad genérica de los expertos deja de ser relevante. El poder que realmente
cuenta en la sociedad no es el poder de los expertos, sino el de determinar a
qué experto hay que creer. Queda todavía la cuestión de si incluso la unanimi-
fi-Í" -
:¡"

LOS EXPERTOS EN LA SOCIEDAD 103

dad casi total entre los expertos hace que sus afirmaciones sean convincentes.
Hay muchos casos en que eso no ha: ocurrido así. La población ha subestima-
do siempre los peligros de la adicción a la nicotina y ha sobrestimado el
peligro de consumir hachís, soslayando la opinión generalizada de los exper-
tos. Asimismo, ha rechazado las conclusiones de los expertos sobre los efec-
tos de la pena capital y de la pornografía. Incluso en un tema intranscendente
como es el de la fluoración del agua, muchas comunidades de los Estados
Unidos y de Europa han hecho caso omiso del amplio consenso existente
entre los expertos y muchos programas de fluoración han sido interrumpidos.
A la vista de todo esto uno se siente tentado a preguntarse si tiene sentido
hablar de la autoridad de la ciencia. Creo que, en realidad, sí lo tiene. La
autoridad de la ciencia no tarda en hacerse manifiesta cuando uno intenta
actuar sin ella en una sociedad moderna. Pero es una forma limitada de auto-
ridad e insuficiente como base de un poder independiente. Existen muchas
similitudes entre la posición de los científicos y expertos en la sociedad actual
y la de los sacerdotes y eclesiásticos hace dos siglos. En aquella época, la
autoridad cognitiva residía en los representantes de la religión. Su conoci-
miento especializado era el conocimiento de un orden moral, que les autori-
zaba a especificar cuáles eran los fines adecuados del hombre y cuáles debían
ser los medios para alcanzarlos. ¿Quiere eso decir que la sociedad estaba
dominada por los sacerdotes; que podían hacer lo que quisieran? La respues-
ta ha de ser negativa. Es cierto que la sociedad estaba dominada por la reli-
gión, pero no por los sacerdotes. Después de todo, había sacerdotes de dife-
rentes confesiones y los sacerdotes de cada una de esas confesiones sustenta-
ban opiniones diferentes. Hasta cierto punto, esas confesiones y opiniones
eran el reflejo de las diferentes opiniones que existían en la sociedad. Es
cierto que la gran autoridad de los sacerdotes estaba al lado de los grupos
dominantes de la sociedad, pero algunos sacerdotes de determinadas confe-
siones, equivalentes eclesiásticos de los tribunas de la plebe, tomaban parti-
do por la gente común contra la autoridad establecida. Cuando cambió el
orden social también se modificó el número y la importancia relativa de las
diferentes confesiones y las nuevas clases sociales desarrollaron su propia
doctrina y su propio ritual. En esa sociedad, que. era una sociedad religiosa,
todos los temas importantes se expresaban en un lenguaje religioso y todas
las concepciones de la vida en la práctica religiosa. A pesar de la autoridad de
que gozaba, la clase sacerdotal tenía que recibir y expresar opiniones, así
como intentar moldearlas y formarlas. Por analogía, podríamos decir que la
sociedad moderna está dominada por la ciencia, pero no por los expertos
científicos. Los expertos manifiestan sus opiniones en un lenguaje científico-
técnico; eso es fundamental, así como en el pasado lo era el lenguaje religio-
so. Pero eso no garantiza que las afirmaciones del científico serán aceptadas,
de igual forma que no lo garantizaba antes en el caso del sacerdote.
En conjunto, nuestra sociedad, más que una sociedad tecnocrática, se
parece a lo que Habermas llama una sociedad «decisionista». Los expertos
técnicos ofrecen sus servicios y no han intentado convertir su autoridad cog-
nitiva en dominio político. La afirmación de que la distribución del conoci-
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104 SOBRE CIENCIA

miento en una sociedad llev.a implícita la distribución del poder es errónea,


desde mi punto de vista, aunque es cierto que existe una relación entre am-
bos factores. El acceso al conocimiento siempre es más fácil para quienes
ocupan los escalones más elevados de la sociedad que para aquellos que se
hallan situados en los peldaños más bajos, y es cierto que ese conocimiento
está al servicio de las elites económicas y políticas dominantes. Es verdad que
en los últimos años los expertos han comenzado a colaborar con los grupos
populares de presión y con otros elementos de la población en general y de
las comunidades locales, y que esos grupos populares comienzan a poseer ea-
pacidad técnica y a utilizarla con éxito para la consecución de sus intereses
y la presión sobre el establishment. Pero mientras la elite de la sociedad po-
sea mayores recursos, tendrá un acceso más fácil a los expertos técnicos y
una posición ventajosa en las controversias técnicas y, por tanto, políticas.
Que esta situación se considere o no satisfactoria dependerá de la pers-
pectiva política general de cada individuo. Hay quienes piensan que las clases
más poderosas de la sociedad explotan sistemáticamente a las menos favore-
cidas y consideran que las divisiones que se manifiestan en el seno de esas
clases dominantes son mínimas y carecen de importancia. Desde esa perspec-
tiva, la concentración de conocimientos técnicos por parte de esas clases per-
mite la explotación de lar masas ignorantes y despolitizadas de la sociedad y
es, por tanto, muy negativa. Pero existe otra perspectiva, igualmente signifi-
cativa, que considera que las elites que ocupan los peldaños más altos de la
sociedad representan facciones del cuerpo social. Desde esa perspectiva,
las divisiones que se producen en el seno de esas elites y que se reflejan en las
controversias entre los expertos técnicos son reales y profundas: son la c~mse-
cuencia natural de los diferentes intereses representados en ellas. Esa visión
pluralista de la ordenación de la sociedad nos induce a considerar los conflic-
tos entre los expertos técnicos como un reflejo de conflictos sociales y políti-
cos importantes yeso, sin duda, es positivo. Cuando en los peldaños más
altos de la escala social están representados muchos intereses diversos -se
afirma-, ninguno de esos intereses llegará a ser predominante. Si es cierto que
las tensiones que surgen como consecuencia de las maniobras de los diferen-
tes grupos por alcanzar una buena posición derivan- en el uso interesado y
partidista de expertos y en cierto abuso del conocimiento de los expertos,
la situación sería realmente mucho peor si no se produjeran esas tensiones;
si quienes constituyen la elite social se unieran contra las clases sociales más
bajas. Esta es la condición necesaria para que surja el totalitarismo.
Estamos ante dos concepciones diferentes de la libertad humana. La prime-
ra considera que la libertad sólo se alcanzará cuando se consiga una sociedad
ideal en la que haya desaparecido la jerarquía y la explotación. La segun-
da sostiene que esa libertad es un logro parcial y precario del que los indivi-
duos podrán gozar en la medida en que la sociedad permanezca fragmentada,
desordenada y heterogénea y que sólo puede ser preservado impidiendo que
aparezca una organización monolítica que pueda ser una fuente de represión
en el futuro. Muchos problemas morales y valorativos de nuestra sociedad
exigen la elección entre esas dos concepciones totalmente diferentes.

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