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La nave de los locos

Por Marcela Castillo


Profesora, Universidad de Caldas

Es común la comparación entre la historia de la filosofía y un manicomio. ¿Hasta dónde llegan las
similitudes? La autora intenta responder esta pregunta desde atrás de las rejas, enhebrando los
retazos de pensamientos de varios internos en las historias de ambas casas, y discutiendo con uno
de ellos que afirma estar cuerdo: el filósofo australiano David Stove.

Ilustración por Suarezboy

Esta es mi nave de los locos


de la locura es el espejo.
Al mirar el retrato oscuro
todos se van reconociendo.
Y al contemplarse todos saben
que ni somos ni fuimos cuerdos,
y que no debemos tomarnos
por eso que nunca seremos.
No hay un hombre sin una grieta,
y nadie puede pretenderlo;
nadie está exento de locura,
nadie vive del todo cuerdo. Sebastian Brant
¿Qué pasaría si, llegado el colapso mundial, sobrevivieran sólo los textos de filosofía como única
huella de la humanidad?

Más allá de la improbabilidad, el asunto reviste problemas prácticos: por ejemplo, cientos de obras
filosóficas no encuentran cobijo en la sección de Filosofía de muchas bibliotecas y catálogos, pues
los criterios para decidir qué es o no es filosofía son objeto de sutiles discusiones. Pero digamos que
se salva una parte representativa y variada de los textos que se consideran filosóficos, ¿qué podrían
pensar de nosotros los arqueólogos extraterrestres o las cucarachas lectoras que descifraran el
sentido de nuestros libros?

No he hecho esta pregunta a nadie realmente, quizá porque temo que me crean loca, pero leyendo El
culto a Platón y otras locuras filosóficas de David Stove, encuentro que él respondería de manera
categórica: al final de su libro dice que la raza humana está demente y de ello da testimonio una
parte de la filosofía occidental, y no la más marginal, sino la más respetada –por algo el libro lleva
este título. Veamos lo que dice:

Parménides dijo que nada se mueve. Pero él viajó, y sabía que estaba viajando, por Grecia y por el
sur de Italia, defendiendo esta opinión; y por supuesto la defendió moviendo la lengua y los labios.
Así que, en nombre de Dios, o de la cordura, o de lo que cada cual valore más, ¿qué puede hacerse
con esta teoría? ¿Estaba loco Parménides? ¿A lo mejor era un mentiroso y no buscaba más que
notoriedad? (…) Berkeley defendió que no existen los objetos físicos, que no existía mano derecha
tras su idea de tener una mano derecha, ni peluca tras su idea de tener una peluca, y así
sucesivamente. Llegó a decir que no hay nada en absoluto tras ninguna de nuestras ideas de los
objetos físicos, excepto la voluntad de Dios de que efectivamente tengamos tales ideas. Pero al fin y
al cabo el propio Berkeley era un objeto físico –nacido de una mujer determinada, autor de
determinados libros impresos, etcétera- y él lo sabía.

Para Stove, ocurre algo muy similar con uno de los filósofos más reverenciados de la historia:
Platón. Para él las teorías filosóficas típicas atacan la estructura misma de nuestra mente y amenazan
con hundirnos en la locura. “En la filosofía y sólo en la filosofía debemos recurrir, aunque sólo sea
en defensa de nuestra cordura, a explicar de forma extraña y no racional que un hombre crea lo que
cree”. “Desde este punto de vista –dice-, ¡menudo espectáculo de irracionalidad y pesadilla es la
historia de la filosofía!”.

¿Es extremo lo que dice Stove? Al contrario, me parece que le falta radicalidad, habría que decir más
bien que toda filosofía es ajena a la cordura. ¿Ejemplos? Hay miles, y ya mencionaré algunos, pero
primero apelaré a la definición de loco que da Bierce en su Diccionario del diablo:

loco, adj. Dícese de quien está afectado de un alto nivel de independencia intelectual; del que no se
conforma a las normas de pensamiento, lenguaje y acción que los conformistas han establecido
observándose a sí mismos; del que no está de acuerdo con la mayoría; en suma, de todo lo que es
inusitado. Vale la pena señalar que una persona es declarada loca por funcionarios carentes de
pruebas de su propia cordura. Por ejemplo, el ilustre autor de este Diccionario no se siente más
convencido de su salud mental que cualquier internado en un manicomio, y -salvo demostración en
contrario- es posible que en vez de la sublime ocupación a que cree dedicar sus facultades, esté
golpeando los puños contra los barrotes de un asilo y afirmando ser Noé Webster, (autor del
diccionario Webster) ante la inocente delectación de muchos espectadores desprevenidos.

Y es que si tomamos literalmente algunas ideas filosóficas, podríamos llegar a ver su carácter
desquiciante: así como Bierce podría estar no escribiendo sino vociferando en un nosocomio,
¿estaremos nosotros en esta habitación, seremos cerebros en cubetas, o cabezas parlantes como las
de Futurama o nos habremos conectado a la máquina de experiencias de Nozick, olvidando que lo
estamos? ¿Será esto un sueño, una pesadilla por haber cenado muy tarde?, ¿existirá el mundo real, y
qué hay con los olores y sabores? ¿Qué es la realidad?, ¿cómo mantenemos nuestra identidad? ¿Es
posible el conocimiento?

Cuando plantamos algunas de estas preguntas, sobre todo en las clases generales, dirigidas a
estudiantes de otras carreras, sospecho, y espero que no sean los primeros síntomas de paranoia
esquizoide, que nos miran como si fuéramos un poco raros, pero ya con la connotación moderna. No
es raro que para hablar de ontología, epistemología y filosofía de la mente nos apoyemos a veces en
la ciencia ficción, quizá tan “descabellado” parece lo que decimos, y si lo pensamos bien, estas
materias que parecen frías, lejanas a los desgarramientos del existencialismo, escritas casi siempre
en estilo neutro y rico en serios experimentos mentales, no son tan inocentes a la hora de ponernos al
borde del abismo.

Tomemos un ejemplo: el problema clásico de qué nos hace ser lo que somos. Derek Parfit dice que
no es fácil saberlo. Si la identidad de la que hablamos fuera la de una montaña de arena, ¿después de
quitar cuántos granos dejaría de haber un montón? Si quito uno, aún hay un montón. Y si luego otro,
todavía hay un montón. Pero si repito la operación, pronto no habrá ningún montón de arena ¿Si
pierdo una mano, los dos ojos y una parte de mi memoria remota, seguiré siendo “yo”? ¿Y si me
despierto convencida de ser María Antonieta? ¿O si en la noche mi cuerpo colapsa y transplantan mi
cerebro a uno distinto, seguiré siendo “yo”? ¿Qué es ser “yo”?

Stove cuenta que cuando Tolstoi era joven leyó tanta filosofía que llegó a temer por su cordura -y,
como pueden ver, al menos para mí no era un temor injustificado. Influido por la lectura de
Berkeley, a veces, cuando estaba solo, de pronto se daba la vuelta tan rápido como podía para ver si
las cosas a las que acababa de dar la espalda seguían allí o estaban de verdad desapareciendo. Otro
caso es el del poeta alemán Heinrich von Kleist, que se revela en una carta a su amada:

Hace poco conocí la filosofía más reciente, llamada kantiana, puedo transmitirte una de sus ideas
principales, sin miedo de que resultarás tan terriblemente destrozada como esto ha sido para mí. Ya
que no eres una especialista en el tema, trataré de decirlo tan claro como me es posible para que
comprendas su importancia (…) Si todos viéramos el mundo a través de unos lentes verdes,
estaríamos forzados a juzgar que todo lo que vemos es verde, y nunca estaríamos seguros si
nuestros ojos ven las cosas como ellas son realmente, o si agregamos algo a lo que vemos. Y así,
esto ocurre con nuestro entendimiento. Nosotros no podemos decidir, si lo que llamamos verdad, es
de veras verdad, o si simplemente nos parece así. Por eso, la verdad que nosotros aprehendemos
aquí no es la verdad después de nuestra muerte, y todo es un vano esfuerzo por poseer lo que nunca
conseguiremos (…) Ay Wilhelmine, si esto no sobrecoge tu corazón, no te rías de quien se siente
herido en lo más profundo. Mi único fin se ha hundido ante mi vista, y no tengo otro (…) Desde que
advertí que la realización de la verdad no será conocida aquí en la tierra, no he vuelto a tocar otro
libro. Me la paso de ocioso en mi cuarto, sentado frente a la ventana, huyendo de casa con un
malestar interno que me conduce a las tabernas o cafés, buscando distracción, pero sin encontrar
ningún alivio (…) Este único pensamiento se convierte en una ansiedad que me quema: tu único
propósito se ha derrumbado.

Nietzsche menciona a Kleist en su Tercera consideración intempestiva para decir que se trata de un
hombre noble, “¡Sí!, dice, ¿cuándo volverán a sentir los hombres de esta manera kleistiano-natural,
cuándo aprenderán de nuevo a medir el sentido de una filosofía en su «más sagrado interior»?”
Kant metamorfoseado en sangre, puede removernos, conmocionarnos, y lo mismo pasa con Hume, y
con los planteamientos de esa “fría” epistemología, que, sólo en apariencia, es neutral. Si cuestiones
que parecen tan “teóricas” tiene consecuencias en la vida ¿qué diremos entonces de la filosofía que
no sólo pregunta por la realidad, por la existencia, sino además por el sentido, los sentidos, la
moralidad, el mal, la muerte?

Si algunos estudiantes de otras carreras, algunos padres de familia, incluso esposos, amigos, gente
cercana, piensa que estamos locos, me pregunto si parecemos vociferando desde algún lugar oscuro
y si deberíamos hacer algo al respecto. A veces pienso si no estaremos dentro de una extraña torre de
babel con sillas acolchadas hablando sin comprendernos. Una cosa es que los de afuera de la cerca
nos vean como seres raros, la confrontación entre la visión cotidiana del mundo y la filosófica
siempre parece haber existido, conocemos las anécdotas de los pensadores caídos en zanjas por
mirar al cielo, los filósofos que llevaron vidas de perro, o los que terminaron (espero no tener que
conjugar nunca este verbo en la primera persona) en manicomios. Los filósofos mosquito o tábano o
sapo; las paranoias con el mundo externo: que si los sentidos nos engañan, que si todo no es más que
apariencia, etc. Todo eso está bien, viniendo de afuero, pero ¿que además desde adentro, acá detrás
de las rejas venga alguien como Stove a diferenciar entre filosofías delirantes y cuerdas, entre locos
más locos que los otros?

Admitamos que algunas filosofías pueden estar en el pabellón de los pacientes graves del manicomio
y otras apenas llegan a consulta externa con el psiquiatra, pero no sé qué tan sensato sea erigirnos en
doctores. Quizá, como dice Dostoievsky, parece que "Sólo enfermando al vecino, es como uno se
convence de su propia salud".

Una manera de justificar la locura de la filosofía es atenernos a Wittgenstein y afirmar que nuestras
preguntas son extremo difíciles, pues van hasta los límites de nuestra comprensión y necesariamente
chocamos contra las paredes.

Pero tampoco creo que los que están fuera de los manicomios de filosofía estén en mejores
condiciones, se aplica de nuevo la idea de Dostoievsky, pues parece que necesitamos enfermarnos y
excluirnos mutuamente; para algunos la racionalidad es la medida, es claro quiénes están cuerdos y
quienes no, los irracionales aparecen del otro lado del muro -los que no quieren argumentar, los que
emplean su “razón”. Pero también dentro de la misma filosofía nos echamos pestes: se ha acusado a
Platón, por un lado, de “inflar” lo que hay con un extraño Mundo de las Ideas, y a la vez se le acusa
de introducir una especie de “exceso de razón” en el mundo griego, un mundo en el que existían
formas de “locura” respetadas y unidas a fines religiosos. Cuando leemos a Homero advertimos que
para los griegos arcaicos no existía la culpa en el sentido en que existe para nosotros, así, Agamenón
afirma, al llevarse a Briseida: “No fui yo, no fui yo la causa de aquella acción sino Zeus y mi destino
y la Erinia que anda en la oscuridad. Ellos fueron los que pusieron en mi entendimiento una furiosa
locura el día que arbitrariamente arrebaté a Aquiles su premio. ¿Qué podía hacer yo? La divinidad
siempre prevalece”.

Sentimos que Sócrates y Platón hacen algo maravilloso al dotarnos de autonomía por la razón, pero a
la vez acaban con cierta inocencia, como si después de eso debiéramos asumir toda la
responsabilidad. Sin embargo, el padre del racionalismo conserva aún en su filosofía un lugar
fundamental para un tipo de locura, se trata de la locura del amor. Eros tiene una importancia
especial en el pensamiento de Platón como el único modo de experiencia que pone en contacto las
dos naturalezas del hombre, el yo divino y la bestia atada, porque eros está francamente arraigado en
lo que el ser humano comparte con los animales. Pero para él hay otro tipo de eros que suministra el
impulso dinámico que lleva el alma adelante en su búsqueda de una satisfacción que trascienda lo
terrenal. Abarca así el ámbito entero de la personalidad humana y constituye el único puente
empírico entre el hombre tal como es y como podría ser. Pero creo que Platón no continuó con esta
línea de pensamiento, a pesar de que también la belleza es fundamental en su obra y de que es la
única “idea” que parece estar encarnada, él sigue dando preeminencia al intelecto.

No nos preguntemos pues si es posible la cordura, sino más bien si es deseable. Platón nos recuerda
que debemos vigilarnos, la racionalidad es la carcelera y debe dirimir esa lucha que somos. También
Kant habla de la razón legisladora, rectora de lo que debemos ser, pero no sabemos qué tan saludable
resulta este ejercicio, Bierce define “racional” como: “Desprovisto de ilusiones, salvo las que nacen
de la observación, la experiencia y la reflexión.” Y sigue:

locura, s. Ese "don y divina facultad" cuya energía creadora y ordenadora inspira el espíritu del
hombre, guía sus actos y adorna su vida.

realidad, s. El sueño de un filósofo loco. Lo que queda en el filtro cuando se filtra un fantasma. El
núcleo de un vacío.”

Para colmo, sabemos que debemos vigilarnos también de la autocomplacencia, a riesgo de volvernos
fanáticos, creadores o seguidores de “sectas” filosóficas. Cada cierto tiempo un gran escritor debe
venir para recordarnos que lo que creemos cierto quizá no lo es. Cuando esa duda nos atenaza nos
sentimos al borde de la locura, pero también lo estamos cuando creemos que es absolutamente cierto
todo lo que creamos o inventamos. Cioran nos advierte que la lucidez es un frío terreno:

Había un loco en nosotros, el sensato lo ha echado fuera. Con él se ha ido lo más precioso que
poseíamos, lo que nos hacía aceptar las apariencias sin tener que practicar a cada paso esta
discriminación, tan ruinosa para ellas, entre lo real y lo ilusorio. Mientras el loco estaba ahí, no
teníamos nada que temer, ni tampoco las apariencias que, milagro ininterrumpido, se
metamorfoseaban en cosas ante nuestros ojos. Desaparecido él, ellas pierden su rango y recaen en
su indigencia primitiva. El loco le daba sabor a la existencia. Ahora, ningún interés, ningún punto
de apoyo. El verdadero vértigo es la ausencia de la locura.

Pero también, nos advierte, tememos a este abismo:

El presentimiento de la locura va acompañado del miedo a la lucidez durante este estado, el miedo a
los momentos de regreso a sí mismo, en los que la intuición del desastre podría engendrar una
demencia aún mayor. De ahí que no exista salvación a través de la locura. Deseamos el caos, pero
tememos sus revelaciones.

Solamente son felices quienes no piensan nunca, es decir, quienes no piensan más que lo
estrictamente necesario para vivir. El pensamiento verdadero se parece a un demonio que perturba
los orígenes de la vida, o a una enfermedad que ataca sus raíces mismas. Pensar continuamente,
plantearnos problemas capitales a cada momento y experimentar una duda permanente respecto a
nuestro destino; estar cansado de vivir, agotado hasta lo imaginable a causa de nuestros propios
pensamientos y de nuestra propia existencia; dejar tras de sí una estela de sangre y de humo como
símbolo del drama y de la muerte de nuestro ser –equivale a ser desgraciado hasta el punto de que
el problema del pensamiento nos da ganas de vomitar y la reflexión nos parece una condena.

¿Deberíamos entonces pensar como filósofos profesionales, sin acercarnos al borde, como si las
cuestiones fueran las de un trabajo de 8 a 6 con una hora para el almuerzo y otra para la siesta?
¿Debemos adaptarnos, asimilarnos, a la visión cotidiana-cuerda del mundo? No lo sé, la lucidez no
parece tan atractiva, admitamos que la locura ejerce un poder enorme sobre nosotros, nos llaman la
atención las historias sobre personajes extremos, queremos asomarnos a otras miradas de la realidad,
las que no nacen sólo de alucinaciones artificiales. Grandes personajes nos han mostrado estos
abismos (pensamos en Van Gogh, en Philip K. Dick, en Nietzsche), y sabemos que un asomo a la
locura es necesario para los “medianamente cuerdos”. Foucault nos recuerda que en cierta época la
demencia se asemejó a la lepra, pero también estuvo unida a lo que es inaccesible para los “sanos”,
lo misterioso, lo revelado apenas a la razón. Dice Foucault:

Un objeto nuevo acaba de aparecer en el paisaje imaginario del Renacimiento; en breve, ocupará
un lugar privilegiado: es la Nef des Fous, la nave de los locos, extraño barco ebrio que navega por
los ríos tranquilos de Renania y los canales flamencos (…) De todos estos navíos novelescos o
satíricos, el Narrenschiff es el único que ha tenido existencia real, ya que sí existieron estos barcos,
que transportaban de una ciudad a otra sus cargamentos insensatos. Los locos de entonces vivían
ordinariamente una existencia errante. Las ciudades los expulsaban con gusto de su recinto; se les
dejaba recorrer los campos apartados, cuando no se les podía confiar a un grupo de mercaderes o
de peregrinos (…) Es posible que las naves de locos que enardecieron tanto la imaginación del
primer Renacimiento, hayan sido navíos de peregrinación, navíos altamente simbólicos, que
conducían locos en busca de razón.

En el barco real aparecen pues los excluidos, pecadores, herejes, ateos, todo aquel que no encuentra
su lugar en el orden establecido. Las razones de su estadía se deben, sobre todo, a que pueden ser
peligrosos para dicho orden. En el texto literario, en cambio, aparecen las tipologías de demencia
que parecen ser una crítica social: están los clérigos inmorales, los que se casan solo por dinero, los
que escriben libros inútiles, y una categoría muy filosófica: los que quieren tener siempre la razón. A
esta agregaría la que propone Stove, la de los que reverencian ciegamente a un filósofo.

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