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SEÑOR, ENSÉÑANOS A ORAR (Lc.

11, 1)

Vamos a reflexionar sobre uno de los temas más importantes de la vida espiritual: la
oración.

Ante todo debemos saber, para alegría nuestra, que la oración es un don de Dios, una
gracia que Él mismo desde su misma intimidad divina nos concede, permitiéndonos así, tomar
contacto con su mente y su corazón. Es el Espíritu Santo quien nos hace orar, el que nos mueve a
pedir, quien despierta en nuestro interior la llamada a la entrega, al amor. Es la prioridad de la
gracia y el amor de Dios con nosotros y nuestra debida respuesta. Por esto, podemos decir con la
madre Teresa de Calcuta, que la oración dilata el corazón, lo abre y agranda, hasta el punto de
hacerlo capaz de contener el don que Dios nos hace de sí mismo.

¿Cómo definir a la oración?

El Catecismo (n. 2558) dice que es una relación viva y personal con Dios vivo y verdadero.
Allí Cristo va al encuentro de todo ser humano, es el primero en buscarnos. La oración,
sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el
hombre tenga sed de Él (San Agustín). Jesús tiene sed de ti, por eso, en la oración nos adentramos
en las profundidades del corazón de Dios Padre que nos desea.

Los grandes maestros espirituales nos dicen que la oración es un camino. El modo de
caminar con Jesús personalmente, por decirlo así. Es el «camino del Amor», como lo llama santa
Teresa de Jesús. Ella nos regala una magnífica definición de la oración, dice que consiste en:
«tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama». Parece
como un eco de lo que nos dijo Jesús a cada uno: Ya no os llamo siervos, sino que los llamo amigos (Jn.
15, 15). Rezar es hablar con Dios, es usar todo nuestro ser, para relacionarnos con Dios, en una
conversación entre amigos. Y, como en toda conversación alguien dirige el tema, del mismo modo
en la oración, es Dios mismo quien nos va guiando en ella.

Mediante la oración el Espíritu Santo logra que, para nosotros, y, con una influencia
decisiva en nuestras vidas, Jesús no sea una figura lejana y distante, un personaje más, sino que sea
una presencia viva y permanente. Si hay algo de lo que la vida cristiana se aleja es de las teorías
abstractas. Cristo es una Persona. Por lo tanto, en la plegaria aprendemos a ver a Cristo a sus ojos,
su voz se vuelve familiar. Nuestro Señor se convierte en Alguien para nuestro corazón, con una
historia concreta, con una sonrisa. Ya no es un maestro entre muchos, es el Maestro. El
cristianismo no es una filosofía, una ética o una teoría social, aunque implique todo ello. Ante
todo, es una Persona, Jesucristo, con la cual nos relacionamos personalmente.

La oración evita que Dios sea una abstracción, una palabra carente de realidad. Más bien,
permite que cada vez más tengamos la plena certeza de que Dios no se ha retirado del mundo,
sino que está presente en las acciones más cotidianas de nuestro día a día, que realmente se
preocupa por nosotros, que está en camino hacia nosotros. Sólo nos pide que, a través de la
oración, le permitamos que ingrese en nuestro mundo y desde allí, transformar el mundo total,
actuar en nuestro entorno cotidiano, en nuestros amigos, familiares, porque Él quiere ingresar en
la realidad y renovarlo todo con su amor creador.

¿Por qué tiene tanta importancia la oración?

Sencillamente porque es el modo en que vive nuestra alma, por la gracia de Dios, en el
amor, la esperanza y la fe. Es la vida nueva del corazón nuevo. Allí, como hijos de Dios que
somos, aprendemos a decirle a Dios: Padre. Es como la respiración de nuestra alma. El ritmo de
vida de nuestro corazón. «Si los pulmones de la oración y de la Palabra de Dios no alimentan la
respiración de nuestra vida espiritual, corremos el peligro de asfixiarnos en medio de los mil
afanes de cada día», nos dice el Papa Benedicto XVI.

Allí es donde nos encontramos con Dios. Donde podemos descubrir que somos amados
por Él y disfrutar de este cariño como niños en sus manos. Por lo tanto, la oración es una
constante y progresiva revelación que Dios Padre hace de sí mismo, en su Hijo, por el Espíritu
Santo. Aprendemos a ver el rostro de Dios, a encontrar su mirada en nuestras vidas y, por
consiguiente, a darle una respuesta. Es decir, es un ejercicio de ambos, de Dios y nuestro, pero
siempre la primacía, la importancia determinante, la tiene Dios. Al fin y al cabo, somos obras
suyas.

Pero, ¿qué podemos hacer para comenzar a rezar diariamente o mejorar nuestra plegaria?

Podemos dar algunas recomendaciones para la vida de oración:

1- ¡Tómate tu tiempo!

Antes de aprender métodos, que hay para todos los gustos, de aprender principios teológicos:
tómate el tiempo para hablar todos los días con Dios. Encuentra el momento adecuado en el que
puedas dedicar un tiempo a la oración. Cada uno sabe sus obligaciones y horarios, además
sabemos que los días tienen sus imprevistos propios, pero a pesar de esto, es necesario disponer de
un tiempo para la oración.

Puede ser cuando comienza el día, después de desayunar, por ejemplo. O quizás, según tu
horario, puede ser al final del día. En el auto, en el cole, no importa. Pero lo sustancial es que te
tomes el tiempo cada día. Puedes empezar con 10 minutos, o lo que quieras, por toda una
semana, y luego, con la ayuda de Dios, aumentar la duración. ¡Deja actuar al Espíritu!

2- Encuentra el recogimiento interior.

El recogimiento, en la tradición espiritual, es el centro interior en el que puede contener,


todo nuestro ser, con todas sus dimensiones: los sentidos, los sentimientos, preocupaciones,
deseos, pensamientos, la imaginación, recuerdos, etc. Para que queden recogidos en el corazón, en
lo «profundo del ser», para que, de esta manera, la unidad de nuestra persona se sitúe en Dios
mismo. A través de esta actitud, podemos encontrar al Dios, que es más interior que lo más
íntimo nuestro. «El centro más profundo del alma, dice san Juan de la Cruz, es Dios». O San
Pablo: "En él vivimos, nos movemos y existimos" (Hch. 17,28). Así encontramos el sitio, en donde
estamos siendo creados y amados constantemente por Dios.

A lo largo del día, con todas sus urgencias y actividades, corremos el riesgo de desbordarnos
de tal modo que nuestra identidad más profunda, el ser hijos de Dios, se pierda. Para evitar esta
dispersión radical, es necesario un espíritu de recogimiento. De lo contrario nuestra imaginación
vaga por allá, nuestra memoria por acá y estamos distraídos para rezar. Sabemos que nuestras
vidas están ocupadas, pero es necesario que podamos reunir todo lo que vivimos en un punto fijo,
en el que nos mantenemos alertas y en diálogo con Dios. La oración es un entrenamiento para
esta unidad, pues Dios quiere actuar en toda tu persona, no sólo en tu mente, dejando de lado tus
proyectos, tus sentimientos. Él quiere ser el Maestro y Señor de todos los aspectos de tu vida.

Por eso es tan necesario el recogimiento, para mantener el recuerdo de Dios, para mantener
encendida la memoria del corazón.
3- La honestidad

Recuerda que es una relación personal con Jesús, un camino de amistad. Por lo tanto, busca
ser honesto, no escondas tu realidad. Debe ser una comunicación clara. Dile lo que te alegra, lo
que te entristece, lo que no puedes resolver, lo que quisieras entender, el pecado que te cuesta
vencer, todo con honestidad.

Generalmente, escondemos el lado caótico, descontrolado, de nuestras vidas, pero con Dios
no funciona. Él lo sabe de todos modos. Es más, es en nuestras debilidades y pecados, en el que
Él obrará, en donde encontraremos la fuerza de su gracia.

4- Escucha atentamente

Aquí se trata del silencio. San Agustín dice que «Dios está siempre en nosotros, pero nosotros no
estamos siempre en Él.» Es un buen modo de describir el silencio. Es descubrir que Dios está en mí
y yo en Él. El silencio es la puerta de acceso al corazón de Dios, «Al que viene a mí, no lo echaré
fuera» (Jn 6, 37).
La invitación al silencio es constante en la tradición espiritual, sin embargo, hoy en día se
nos presentan grandes impedimentos para ello. Por tanto, es muy bueno cultivar espacios de
silencio en el día, para que así se genere esa actitud de constante escucha del alma, de aprender a
guardar un silencio interior, un pequeño monasterio en nosotros, para aprender a hablar el
lenguaje de Dios.

En el evangelio se lee: «El Maestro está aquí y te llama» (Jn. 11, 28b). Eso es el silencio. ¿Por
qué es importante esto? Jesús mismo nos lo responde: «¿Por qué no reconocéis mi lenguaje? Porque no
podéis escuchar mi Palabra.» (Jn. 8, 43). Y un monje cartujo, maestro del silencio, nos dice:
«Callamos porque de las palabras que quieren vivir nuestras almas, no se expresan con sonidos
externos».

La Madre Teresa dice: «El silencio da nacimiento a la oración, la oración da nacimiento a la


fe, la fe da nacimiento al amor, y el amor al servicio».

Una vez dicho todo esto, ahora te toca a vos comenzar a hablar con Dios. Reza el Rosario,
meditando sus misterios, si no puedes todos, reza uno al día, hasta que puedas adquirir ritmo,
para que ellos guíen tú día a día. Visita una capilla y reza ante Jesús Sacramentado. Usa para
inspirarte un texto de la Escritura, del libro de algún santo, o una meditación de un Papa. Busca
la imagen de Cristo, de la Virgen María o de un santo, que más te guste y comienza a orar. Intenta
rezar aun cuando no tengas tiempo. Pide la gracia para perseverar en la oración, para ser fiel en
este camino, con espíritu humilde, sabiendo que Dios nos la regala. Pero, a pesar de las
dificultades que encuentres, Jesús nos dice: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá.
Porque todo el que pide recibe; y el que busca halla y al que llama se le abre» (Lc 11, 9-10). ¡Ánimo! Jesús
te espera con ansias para hablar contigo en la oración. Es allí donde lo conocerás y te encontrarás
con Él. Y ten en cuenta siempre lo que dice Santa Teresa: «En la oración, lo que cuenta no es
pensar mucho, sino amar mucho».

Recuerda pedirle al Señor que nos mantenga unidos en la Caridad, por la oración. Le
pedimos a nuestra Madre, que nos inicie en este sendero de la plegaria. Ella que es maestra del
silencio, nos obtenga la gracia de meditar constantemente la Palabra de Dios y nos enseñe a orar.
Amén.

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