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Una defensa del celibato sacerdotal

Hay un pésimo argumento a favor del celibato que ha asomado la cabeza


a lo largo de la tradición y que es, incluso hoy en día, defendido por algunos.
Dice algo así: La vida matrimonial es moral y espiritualmente sospechosa; los
sacerdotes, como líderes religiosos, deberían ser atletas espirituales
irreprochables; por lo tanto, los sacerdotes no deberían casarse. Aunque amo
a San Agustín, debo reconocer que este tipo de argumentos se sostienen en
algunas de sus reflexiones menos afortunadas acerca de la sexualidad (el
pecado original como una enfermedad transmitida sexualmente; el sexo es
pecado venial incluso dentro del matrimonio; comparar el parto con defecar,
etc.). Una vez me encontré con un libro en el que el autor presentaba una
versión de esta justificación, refiriéndose a los códigos de pureza del Levítico.
Concluía que cualquier tipo de contacto sexual, incluso aquel dentro del
matrimonio, mancharía al ministro del altar. Este enfoque de la cuestión es, a
mi juicio, no solo absurdo sino también peligroso, pues se basa en
suposiciones que repugnan a toda buena metafísica cristiana.

La doctrina de la creación ex nihilo implica necesariamente la esencial


integridad del mundo y de todo lo que éste contiene. El Génesis nos cuenta
que Dios vio que cada cosa que creó era buena y que encontró el conjunto de
lo creado muy bueno. Santo Tomás de Aquino expresó la misma idea en
términos típicamente escolásticos: “ser” y “bien” son convertibles. La mejor
teología católica ha sido siempre resueltamente anti-Maniquea, anti gnóstica,
anti dualista; y esto significa que materia, cuerpo y actividad sexual nunca
deben ser despreciados en sí mismos. En su libro Un Pueblo a la Deriva, Peter
Steinfels sugiere correctamente que la reafirmación postconciliar de este
aspecto de la tradición socava eficazmente la justificación dualista del celibato
que acabo de dibujar.

Pero la doctrina de la creación es más que una simple afirmación de la


bondad del mundo. Decir que la esfera de lo finito en su totalidad es creada
implica que nada en el universo es Dios. Todos los aspectos de la realidad
creada reflejan a Dios, apuntan a Dios, son huellas de la bondad divina (de la
misma manera en que cada detalle de un edificio es una evidencia de la mente
del arquitecto), pero ninguna criatura ni ningún conjunto de criaturas es
divino (de la misma manera en que ninguna parte de la construcción es el
arquitecto). Esta esencial distinción entre Dios y el mundo es la base del
rechazo a la idolatría que se repite en la Biblia de principio a fin: no conviertas
algo que es menos que Dios en Dios. El profeta Isaías lo pone así: “Así como
el cielo está muy alto por encima de la tierra, así también mis caminos se elevan
por encima de sus caminos y mis proyectos son muy superiores a los de
ustedes”. Y está en el corazón del primer mandamiento: “Yo soy el Señor, tu
Dios; No tendrás otros dioses además de mí”. De esta manera, la Biblia rechaza
toda forma de panteísmo, inmanentismo y mística natural; todo intento
humano de divinizar o hacer última alguna realidad del mundo. En resumidas
cuentas, la doctrina de la creación implica a la vez un gran “sí” y un gran “no”
al universo.

Ahora bien, hay una consecuencia en la conducta de quien sigue el


principio contra la idolatría: el desprendimiento exigido por la Biblia y por
prácticamente cada figura de la tradición desde San Irineo y San Juan
Crisóstomo, pasando por San Bernardo, hasta San Juan de la Cruz o Santa
Teresita de Lisieux. El desprendimiento consiste en negar que algo inferior a
Dios sea el principio que organice la propia vida. Anthony de Mello lo enfocó
al revés y dijo “una atadura es cualquier cosa en el mundo—incluida la propia
vida—sin la cual estás convencido que no podrías vivir”. A pesar de que
reverenciamos todo lo que Dios a hecho, tenemos que desapegarnos de todo
lo que Dios ha hecho, precisamente por amor a Dios. San Agustín captó el
fondo de la cuestión cuando dijo que las criaturas son amadas más verdadera
y auténticamente por el hecho de ser amadas en Dios. Es por ello que
Chesterton se dio cuenta de que hay algo extraño, tenso, cierta cualidad
bipolar en la vida cristiana. De acuerdo con su afirmación del mundo, la
Iglesia ama el color, la pompa, la música y la decoración rica (como se ve en la
liturgia y en las ceremonias papales), y a pesar de ello, de acuerdo con su
desprendimiento del mundo, ama la pobreza de san Francisco y la simplicidad
de la Madre Teresa. La misma tensión gobierna su actitud respecto al sexo y la
familia. Por decirlo de nuevo con Chesterton, la Iglesia está “ferozmente a
favor de tener hijos” (a través del matrimonio) pese a que se mantiene
“ferozmente en contra de tenerlos” (por el celibato). Todo en el mundo—
incluso el sexo y la amistad íntima—es bueno, pero no permanentemente; toda
realidad finita es bella, pero su belleza, si puedo ponerlo en términos
explícitamente católicos, es sacramental y no última.

De acuerdo con la narrativa bíblica, cuando Dios quería mostrar cierta


verdad más vivamente a su gente, escogía a un profeta y le ordenaba que
actuara esa verdad, que la encarnara concretamente. Por eso le dijo a Oseas
que se casara con la infiel Gomer, para sacramentalizar la fidelidad de Dios
frente a la inconstancia de Israel. En su gramática del asentimiento, John Henry
Newman nos recordó que la verdad se recibe en la mente, haciéndose
convincente y persuasiva cuando está representada, no a través de
abstracciones, sino a través de algo particular, colorido e imaginable. Es
posible que nos sintamos intrigados por la fórmula de Calcedonia, pero la
narración de la aparición de Cristo en el camino a Emaús nos mueve a las
lágrimas y a la acción. Así, la verdad sobre la finitud del sexo, la familia y las
relaciones del mundo puede ser proclamada con palabras, pero la gente solo
creerá en ella cuando pueda verla. Es por ello que la Iglesia está convencida de
que Dios escoge a algunas personas para ser célibes: para ser testigos de una
forma trascendente de amor, que es como amaremos en el cielo. En el Reino
de Dios, experimentaremos una comunión (corporal y espiritual al mismo
tiempo) comparada a la cual incluso la más intensa forma de comunión aquí
abajo parecerá insignificante, y aquellos que viven el celibato hacen esta verdad
visceralmente real para nosotros. Así como la creencia en la Presencia Real en
la Eucaristía se debilita (como hemos visto) cuando no se acompaña de
prácticas devocionales, así también la creencia en la finitud del amor creado
se atenúa cuando faltan quienes la encarnen vivamente. Aunque se puedan
proveer otros motivos prácticos para defenderlo, creo que el celibato tiene
sentido, en última instancia, solo en este contexto escatológico.

Me doy cuenta de que el lector puede haber seguido el argumento hasta


ahora y aun así sentir la necesidad de preguntar, “De acuerdo con que el
celibato es algo bueno para la Iglesia, ¿pero porque todos los sacerdotes tienen
que ser célibes?”. En la edad media se distinguía entre argumentos de
necesidad y argumentos de conveniencia. Solo puedo ofrecer el segundo tipo
de argumento, pues incluso el defensor más ardiente del celibato debe admitir
que éste no esencial para el sacerdocio. Después de todo, los sacerdotes
casados han sido, en distintos momentos y por diversas razones, aceptados
desde el comienzo de la Iglesia hasta nuestros días. Pienso que la conveniencia
de ligar sacerdocio y celibato se sigue de la identidad del sacerdote como
persona Eucarística. Todo lo que un sacerdote es, se desprende de su
capacidad única, actuando en la persona de Cristo, de transformar las especies
eucarísticas en el cuerpo y la sangre de Jesús. De la misma manera en la cual
el centro de un rosetón sujeta y ordena el resto de elementos del diseño, el
acto Eucarístico del sacerdote es la base y el alma del resto de sus actividades,
haciendo cualitativamente distintas su forma de guiar, santificar y enseñar.
Pero la Eucaristía es el acto escatológico por excelencia, pues como dice San
Pablo: “Cada vez que comemos de este pan y bebemos de esta copa,
proclamamos la muerte del Señor hasta que vuelva”. Proclamar el Misterio
Pascual a través de la Eucaristía es hacer presente aquel evento por el cual un
nuevo mundo es abierto a nosotros. Es hacer real de un modo vivo la
dimensión trascendental que relativiza (sin negarlos) todos los bienes de este
mundo pasajero. Y por lo tanto es conveniente que aquel que se encuentra
tan íntimamente condicionado por la Eucaristía y relacionado con ella sea en
su forma de vida una persona escatológica.

Durante años, Andrew Greeley sostuvo—y acertadamente a mi modo de


ver—que el sacerdote es fascinante, y que una buena parte de esta fascinación
viene de su celibato. Lo que hace irresistible al sacerdote no es su carisma o
cierta fama superficial; eso no nos lleva a ningún sitio. Es algo mucho más
extraño, más profundo y más místico: la fascinación por otro mundo, por las
dimensiones misteriosas de la existencia insinuadas en el universo y reveladas
a nosotros en la fracción del pan. Yo por mi parte estoy feliz de que tales
personas escatológicamente fascinantes no estén solo en monasterios,
conventos de clausura y celdas de eremitas, sino también en las parroquias, las
calles y los púlpitos, moviéndose abiertamente entre el pueblo de Dios.

Me doy cuenta de que argumentar en favor del celibato acarrea un par


de problemas importantes. Primero, puede hacer que todo parezca fácil,
racional y resuelto. He sido sacerdote por más de treinta años, y les puedo
asegurar que vivir el celibato es todo excepto eso. Al recorrer distintos
momentos de mi vida sacerdotal, he luchado vehementemente con el celibato,
precisamente porque la tensión que hay entre lo bueno y lo efímero de lo
creado de la que hablé antes no es ninguna abstracción, sino que fluye por mi
cuerpo. El segundo problema es que la razón solo llega hasta aquí. Como
Tomás Moro dice en esa hermosa escena de Un Hombre para la Eternidad,
mientras intenta hacer entender a su hija el porqué de su testarudez: “Al final,
Meg, no es un problema racional; al final, es cuestión de amor”. Las personas
aman hacer cosas extrañas: se prometen fidelidad eterna; escriben poemas y
canciones; desafían a sus familias y cambian sus vidas; algunas veces van a su
propia muerte. Suelen ser irracionales, ir más allá del límite y confundir a la
gente cuerda a su alrededor. Aunque podemos tratar de defenderlo—como
acabo de intentar—el celibato es, en última instancia, algo inexplicable,
sobrenatural y fascinante, porque es una forma de vida que adoptan personas
enamoradas de Jesucristo.

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