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LA CEGUERA Y LA LOCURA DEL PODER

Se atribuye a Plutarco la sentencia: “los dioses ciegan a quiénes


quieren perder“ y a Eurípides aquella que dice: “aquel a quién los
dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco“. Por su parte, el
escritor mexicano Héctor Aguilar Camín afirma, en boca de uno de sus
personajes de su reciente novela Toda la vida: “el poder ofusca a los
inteligentes y a los pendejos (tontos) los vuelve locos“. Desde tiempos
inmemoriales, la ceguera y la locura aparecen asociadas al ejercicio
dilatado y absoluto del poder, sobre todo a la fase aquella en que los
poderosos, advertidos de la cercanía de su decadencia, no ven los
peligros de su obcecación por mantenerse en el mando y enloquecen
en el inútil afán de perpetuarse.

Les pasó a todos los autócratas y déspotas a lo largo de la historia y


sigue sucediendo en nuestros días. Hace poco más de un lustro, por
ejemplo, sucedió en la denominada Primavera Árabe: En Túnez,
desde 1987, gobernaba el dictador Ben Ali. No quiso darle importancia
a un movimiento ciudadano catalizado por la agonía y posterior muerte
de una víctima de la represión y tuvo que salir expulsado por su propio
pueblo, a través de la puerta trasera de la historia. En Egipto, Hosni
Mubarak que llevaba 30 años en el poder, al final se derrumbó
tristemente debido a que millones de sus compatriotas no soportaron
más sus desvaríos autoritarios. En Libia, Muamar Gadafi, luego de
gobernar su país con mano de hierro, y no poca dosis de insania,
durante 42 años, murió linchado en una alcantarilla de una manera
inhumanamente cruel. En Yemen, el país más pobre del mundo árabe,
Ali Abdullah Saleh, que había logrado el improbable mérito de hacer
aún más miserable a su nación, fue finalmente echado
ignominiosamente del poder por un gigantesco movimiento ciudadano.
En Siria, Bashar Al Assad, el tirano que no duda en bombardear con
armas químicas a sus compatriotas, todavía se mantiene
precariamente en la cúspide, gracias al apoyo incomprensible de
Rusia.

En todos estos casos, el rasgo común es la ceguera ante una realidad


adversa y la locura a la hora de tomar decisiones demagógicas y
desesperadas para afrontar el desapego popular. Exactamente esto
estamos viendo (y viviendo) de manera dramática en Venezuela y
Nicaragua. Allí los dictadores Maduro y Ortega luchan denodadamente
por aferrarse con uñas y dientes a un poder que hoy se les presenta
esquivo.

La más reciente locura de Maduro fue decretar antier un nuevo


aumento salarial del 95%. Hoy el sueldo mínimo en Venezuela es de
dos millones y medio de bolívares, que equivalen a 66 dólares al
cambio oficial y 100 al cambio en el mercado negro. Los aumentos
salariales, los bonos extraordinarios y dobles o triples aguinaldos, son
medidas típicas del ocaso de los gobiernos autoritarios. En Nicaragua,
el autócrata Ortega y su esposa y vicepresidenta Murillo, aterrorizados
ante el embate ciudadano de las últimas semanas, repiten la vieja
receta y masacran a la resistencia popular por un lado y por otro
reparten desesperadamente dádivas y canonjías, en la irracional
creencia de que así podrán prolongarse en la cima del poder.

Nuestro país, que padece los rigores de una dictablanda o


democradura, según el énfasis que el régimen asume de acuerdo a las
circunstancias, no es completamente ajeno a la realidad que hemos
descrito líneas arriba. En su raudo despeñadero, nuestros gobernantes,
ciegos ante el clamor ciudadano que pide se vayan una vez cumplido
su mandato en 2020, deciden medidas desesperadas como el doble
aguinaldo (¡qué no!) y la promulgación de una Ley de Empresas,
francamente confiscatoria, sacada de una raída galera pseudo
socialista, que no habla precisamente bien de la salud mental de sus
forjadores.

Es deseable (aunque poco probable) que retorne algo de cordura a las


decisiones de los poderosos, que acepten democráticamente la
decisión del pueblo expresada el 21 de febrero de 2016 y no tomen
más medidas irracionales. Es deseable (aunque, la verdad … poco
probable).

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