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Se atribuye a Plutarco la sentencia: “los dioses ciegan a quiénes quieren perder“ y a Eurípides aquella que dice: “aquel a quién los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco“. Por su parte, el escritor mexicano Héctor Aguilar Camín afirma, en boca de uno de sus personajes de su reciente novela Toda la vida: “el poder ofusca a los inteligentes y a los pendejos (tontos) los vuelve locos“. Desde tiempos inmemoriales, la ceguera y la locura aparecen asociadas al ejercicio dilatado y absoluto del poder, sobre todo a la fase aquella en que los poderosos, advertidos de la cercanía de su decadencia, no ven los peligros de su obcecación por mantenerse en el mando y enloquecen en el inútil afán de perpetuarse.
Se atribuye a Plutarco la sentencia: “los dioses ciegan a quiénes quieren perder“ y a Eurípides aquella que dice: “aquel a quién los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco“. Por su parte, el escritor mexicano Héctor Aguilar Camín afirma, en boca de uno de sus personajes de su reciente novela Toda la vida: “el poder ofusca a los inteligentes y a los pendejos (tontos) los vuelve locos“. Desde tiempos inmemoriales, la ceguera y la locura aparecen asociadas al ejercicio dilatado y absoluto del poder, sobre todo a la fase aquella en que los poderosos, advertidos de la cercanía de su decadencia, no ven los peligros de su obcecación por mantenerse en el mando y enloquecen en el inútil afán de perpetuarse.
Se atribuye a Plutarco la sentencia: “los dioses ciegan a quiénes quieren perder“ y a Eurípides aquella que dice: “aquel a quién los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco“. Por su parte, el escritor mexicano Héctor Aguilar Camín afirma, en boca de uno de sus personajes de su reciente novela Toda la vida: “el poder ofusca a los inteligentes y a los pendejos (tontos) los vuelve locos“. Desde tiempos inmemoriales, la ceguera y la locura aparecen asociadas al ejercicio dilatado y absoluto del poder, sobre todo a la fase aquella en que los poderosos, advertidos de la cercanía de su decadencia, no ven los peligros de su obcecación por mantenerse en el mando y enloquecen en el inútil afán de perpetuarse.
Se atribuye a Plutarco la sentencia: “los dioses ciegan a quiénes
quieren perder“ y a Eurípides aquella que dice: “aquel a quién los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco“. Por su parte, el escritor mexicano Héctor Aguilar Camín afirma, en boca de uno de sus personajes de su reciente novela Toda la vida: “el poder ofusca a los inteligentes y a los pendejos (tontos) los vuelve locos“. Desde tiempos inmemoriales, la ceguera y la locura aparecen asociadas al ejercicio dilatado y absoluto del poder, sobre todo a la fase aquella en que los poderosos, advertidos de la cercanía de su decadencia, no ven los peligros de su obcecación por mantenerse en el mando y enloquecen en el inútil afán de perpetuarse.
Les pasó a todos los autócratas y déspotas a lo largo de la historia y
sigue sucediendo en nuestros días. Hace poco más de un lustro, por ejemplo, sucedió en la denominada Primavera Árabe: En Túnez, desde 1987, gobernaba el dictador Ben Ali. No quiso darle importancia a un movimiento ciudadano catalizado por la agonía y posterior muerte de una víctima de la represión y tuvo que salir expulsado por su propio pueblo, a través de la puerta trasera de la historia. En Egipto, Hosni Mubarak que llevaba 30 años en el poder, al final se derrumbó tristemente debido a que millones de sus compatriotas no soportaron más sus desvaríos autoritarios. En Libia, Muamar Gadafi, luego de gobernar su país con mano de hierro, y no poca dosis de insania, durante 42 años, murió linchado en una alcantarilla de una manera inhumanamente cruel. En Yemen, el país más pobre del mundo árabe, Ali Abdullah Saleh, que había logrado el improbable mérito de hacer aún más miserable a su nación, fue finalmente echado ignominiosamente del poder por un gigantesco movimiento ciudadano. En Siria, Bashar Al Assad, el tirano que no duda en bombardear con armas químicas a sus compatriotas, todavía se mantiene precariamente en la cúspide, gracias al apoyo incomprensible de Rusia.
En todos estos casos, el rasgo común es la ceguera ante una realidad
adversa y la locura a la hora de tomar decisiones demagógicas y desesperadas para afrontar el desapego popular. Exactamente esto estamos viendo (y viviendo) de manera dramática en Venezuela y Nicaragua. Allí los dictadores Maduro y Ortega luchan denodadamente por aferrarse con uñas y dientes a un poder que hoy se les presenta esquivo.
La más reciente locura de Maduro fue decretar antier un nuevo
aumento salarial del 95%. Hoy el sueldo mínimo en Venezuela es de dos millones y medio de bolívares, que equivalen a 66 dólares al cambio oficial y 100 al cambio en el mercado negro. Los aumentos salariales, los bonos extraordinarios y dobles o triples aguinaldos, son medidas típicas del ocaso de los gobiernos autoritarios. En Nicaragua, el autócrata Ortega y su esposa y vicepresidenta Murillo, aterrorizados ante el embate ciudadano de las últimas semanas, repiten la vieja receta y masacran a la resistencia popular por un lado y por otro reparten desesperadamente dádivas y canonjías, en la irracional creencia de que así podrán prolongarse en la cima del poder.
Nuestro país, que padece los rigores de una dictablanda o
democradura, según el énfasis que el régimen asume de acuerdo a las circunstancias, no es completamente ajeno a la realidad que hemos descrito líneas arriba. En su raudo despeñadero, nuestros gobernantes, ciegos ante el clamor ciudadano que pide se vayan una vez cumplido su mandato en 2020, deciden medidas desesperadas como el doble aguinaldo (¡qué no!) y la promulgación de una Ley de Empresas, francamente confiscatoria, sacada de una raída galera pseudo socialista, que no habla precisamente bien de la salud mental de sus forjadores.
Es deseable (aunque poco probable) que retorne algo de cordura a las
decisiones de los poderosos, que acepten democráticamente la decisión del pueblo expresada el 21 de febrero de 2016 y no tomen más medidas irracionales. Es deseable (aunque, la verdad … poco probable).