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LA VIDA EN CRISTO
DIMENSIONES FUNDAMENTALES
DE LA
MORAL CRISTIANA
Para mí la vida es Cristo
Flp 1,21
2
INDICE
Introducción 7
Documentos del Concilio 11
1. RENOVACIÓN DE LA TEOLOGÍA MORAL 13
I. NUEVA IMAGEN DE LA IGLESIA 13
El Vaticano II, Concilio eclesiológico 13
La Iglesia, glorificación de Cristo 14
La Iglesia como misterio 15
Igualdad en la diversidad 16
Teología simbólico-sacramental 17
II. INDICACIONES CONCILIARES PARA LA RENOVACIÓN
DE LA TEOLOGÍA MORAL 18
El misterio de Cristo, centro de unidad teológica 18
La Escritura, alma de la Teología 20
-Moral cristiana 22
-Moral eclesial 23
-Moral sacramental 25
-Moral pascual 25
La caridad, centro de la moral cristiana 27
III. BREVE HISTORIA DE LA TEOLOGÍA MORAL 29
-Los Santos Padres 29
-Los libros penitenciales 30
-Las "Summae confessariorum" 30
-La Moral unida al Dogma 31
-La Moral como ciencia independiente 32
-Las "Institutiones Theologiae Moralis" 32
-Manuales de Teología moral 33
3
I. EL ESPÍRITU SANTO ACTUALIZA LA OBRA DE CRISTO 63
El Espíritu, don pascual de Cristo 63
Misión del Espíritu en la Iglesia 64
El Espíritu, principio de unidad en la Iglesia 65
El mismo Espíritu en Cristo y en la Iglesia 67
El Espíritu Santo anima toda la vida de la Iglesia 68
II. LA LEY NUEVA DEL ESPÍRITU 70
Superación de la moral legalista 70
Consecuencias del legalismo 72
-Casuismo 72
-Fariseísmo 73
-Naturalismo 73
-Hipocresía 73
-Escrúpulos 73
Moral de la gracia 74
El Espíritu, nueva ley del cristiano 75
La ley interior del Espíritu 79
Superación de las consecuencias de la moral legalista 81
III. EL ESPÍRITU SANTO Y LA LEY ANTIGUA 83
Ley y gracia 83
Conciencia y verdad 85
Persona y actos concretos 89
4
"Dar fruto en la caridad para la vida del mundo" 115
5
INTRODUCCIÓN
Solamente la libertad que se somete a la verdad conduce a la persona humana a su verdadero bien. El
bien de la persona consiste en estar en la Verdad y en realizar la Verdad. Hoy, sin embargo, la cultura
contemporánea ha perdido en gran parte el vínculo esencial entre Verdad-Bien-Libertad. Por ello, volver
a conducir al hombre a redescubrir este vínculo es hoy una de las exigencias propias de la misión de la
Iglesia, para la salvación del mundo. La pregunta de Pilato «¿qué es la verdad?», emerge también hoy
desde la triste perplejidad de un hombre que a menudo ya no sabe quién es, de dónde viene ni adónde
va.2
La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo,
"imagen de Dios invisible" (Col 1,15), "resplandor de su gloria" (Hb 1,3), "lleno de gracia y
de verdad" (Jn 1,14). Cristo es "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6). Por ello, la
respuesta decisiva a los interrogantes del hombre la da Jesucristo. Más aún, la respuesta es la
persona misma de Jesucristo: "Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el
misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de
venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio
del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre
la grandeza de su vocación" (GS 22).3
Cristo revela la condición del hombre y su vocación integral. Por eso, "el hombre que quiere
comprenderse hasta el fondo de sí mismo -y no sólo según pautas y medidas de su propio ser, que son
inmediatas, parciales, a veces superficiales e incluso sólo aparentes-, debe, con su inquietud,
incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a
Cristo. Debe entrar en él con todo su ser, apropiarse y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la
1 Cfr VS 1.
2 JUAN PABLO II, Discurso a los participantes en el Congreso internacional de Teología moral el 10-4-1986.
3 Cfr. VS 2. "El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por
Dios y para Dios; sólo en Dios encuentra el hombre su verdad y felicidad" (CEC 27;Cfr.n.1718;GS 19).
6
Redención para encontrarse a sí mismo. Si se realiza en él este hondo proceso, entonces da frutos no
sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo" 4. (VS 8)
Esta es la tarea de la Teología moral. El Concilio Vaticano II pide que las disciplinas
teológicas "se renueven por un contacto más vivo con el misterio de Cristo y la historia de
la salvación" (OT 16). Y en concreto a la Teología moral pide que "presente la grandeza de
la vocación de los fieles en Cristo" (Ib).
Este libro quiere ser una aportación concreta para esta renovación de la Teología
moral. Quiero presentar la interrelación entre Eclesiología y Teología moral y descubrir las
características de una moral renovada en una Iglesia renovada, como nos la ha descrito el
concilio Vaticano II. Pues el misterio de Cristo se vive en la Iglesia; y la historia de la
salvación, culminada en Cristo, se prolonga y continúa en la Iglesia. Por ello, la Teología
moral "centrada en el misterio de Cristo y la historia de la salvación" es una moral eclesial.
Jesucristo, "luz de las gentes", ilumina a todos los hombres con la claridad que resplandece
sobre el rostro de la Iglesia, enviada por El a anunciar el Evangelio a toda criatura (Mc
16,15).5 "La contemporaneidad de Cristo con el hombre de todos los tiempos se realiza en su
cuerpo, que es la Iglesia" (VS 25). "Cuando los hombres dirigen a la Iglesia las preguntas de
su conciencia..., en la respuesta de la Iglesia está la voz de Jesucristo... En las palabras de la
Iglesia resuena, en lo íntimo de las personas, la voz de Dios, el 'único bueno', el único que
'es amor'" (VS 117).
Así la Iglesia, pueblo de Dios en medio de las naciones, mientras mira atentamente a
los nuevos desafíos de la historia y a los esfuerzos que los hombres realizan en la búsqueda
del sentido de la vida, ofrece a todos la respuesta que brota de la verdad de Jesucristo y de
su evangelio.6
Con esta perspectiva el Vaticano II ha invitado a renovar la Teología moral, de manera que ponga de
relieve la altísima vocación que los fieles han recibido de Cristo, única respuesta que satisface
plenamente el anhelo del corazón humano. Para que los hombres puedan realizar este "encuentro" con
Cristo, Dios ha querido su Iglesia. En efecto, ella "desea servir solamente para este fin: que todo hombre
pueda encontrar a Cristo, de modo que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida". 7
“Las disciplinas teológicas deben renovarse por medio de un contacto más vivo con el misterio de Cristo y la
historia de la salvación. Téngase especial cuidado en perfeccionar la Teología Moral, cuya exposición científica,
nutrida con mayor intensidad por la doctrina de la Sagrada Escritura, deberá mostrar la excelencia de la vocación
de los fieles en Cristo y su obligación de producir frutos en la caridad para la vida del mundo” (OT 16).
4 Redemptor hominis, n.13. La III Conferencia de obispos latinoamericanos en Puebla afirmó que "el mejor
servicio al hermano es la evangelización, que lo prepara a realizarse como hijo de Dios, lo libera de las
injusticias y lo promueve integralmente" (n.1145). Y la IV en Santo Domingo dice: "Creados a imagen de Dios,
tenemos la medida de nuestra conducta moral en Cristo, Verbo encarnado, plenitud del hombre" (n.231).
5 Cfr LG 1.
6 VS 2.
7 VS 7, con la cita de Redemptor hominis 13;Cfr también VS 29.
8 Cfr CEC 2558.
7
Uno de los ejes de la encíclica Veritatis splendor es la afirmación de la unidad entre
fe y moral, ya que la comunión de la Iglesia se realiza en esa doble fidelidad. "La radical
separación entre libertad y verdad es consecuencia, manifestación y realización de otra más
grave y nociva dicotomía: la que se da entre fe y moral" (VS 88).
Está difundida la opinión que pone en duda el nexo intrínseco e indivisible entre fe y moral, como si
sólo en relación a la fe se deban decidir la pertenencia a la Iglesia y su unidad interna, mientras que se
podría tolerar en el ámbito moral un pluralismo de opiniones y de comportamientos, dejados al juicio de
la conciencia subjetiva individual o a la diversidad de condiciones sociales y culturales. (VS 4)
Frente a esta postura, el cristianismo se presenta como una auténtico camino. "En sus
comienzos, incluso antes de que se acuñara la palabra cristianos, el cristianismo se llamaba
simplemente camino. Por lo menos unas seis veces encontramos en los Hechos de los
Apóstoles ese nombre, que nos informa sobre la primera fase del desarrollo histórico del
cristianismo. «Yo perseguí a muerte a este camino», confiesa San Pablo para explicar que
perseguía a los cristianos (He 22,4). Si el cristianismo es definido como camino, significa que
ante todo indicaba una forma específica de vivir. La fe no es pura teoría; es, ante todo, un
camino, o sea, una praxis... La fe incluye la moral, que ofrece indicaciones concretas para la
vida humana. Precisamente a través de su moral, los cristianos se diferenciaban de los demás
en el mundo antiguo... Por eso la Iglesia debe mostrar continuamente el camino, debe seguir
haciendo visible el acontecimiento moral de la fe". 9
Los primeros cristianos se diferenciaban de los paganos no sólo por su fe y su liturgia, sino también por
el testimonio de su conducta moral, inspirada en la Ley Nueva. En efecto, la Iglesia es a la vez
comunión de fe y de vida; su norma es "la fe que actúa por la caridad" (Gál 5,6). Ninguna laceración
debe atentar contra la armonía entre la fe y la vida: la unidad de la Iglesia es herida no sólo por los
cristianos que rechazan o falsean la verdad de la fe, sino también por aquellos que desconocen las
obligaciones morales a las que los llama el evangelio (cfr 1Jn 2,3-6). (VS 26)
Urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un
conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo
vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida.
Pues una palabra no es acogida auténticamente si no se traduce en hechos, si no es puesta en práctica. La
fe es una decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del
creyente con Jesucristo, camino, verdad y vida (Jn 14,6). Implica un acto de confianza y abandono en
Cristo, y nos ayuda a vivir como El vivió (Gál 2,20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos.
(VS 88)
El Concilio Vaticano II, bajo el soplo potente del Espíritu, ha visto a la Iglesia como
el rostro de Cristo glorioso presente en la historia, como sacramento universal de salvación
para los hombres, en camino hacia el Padre con toda la creación. Por eso a sus fieles les
ofrece una vida moral de gracia, una moral personal y dinámica, centrada en Cristo y su
Espíritu. En concreto, el Concilio indica que la Teología ha de tener en cuenta cuatro puntos:
la revelación, la liturgia, la vida de la Iglesia y el hombre actual:
Ordénese la Teología de forma que, ante todo, se propongan los temas bíblicos; aprendan también a
reconocerlos presentes y operantes en las acciones litúrgicas y en toda la vida de la Iglesia; y a buscar
la solución de los problemas humanos bajo la luz de la revelación, aplicando las verdades eternas a la
9 Cfr J. Ratzinger, presentación de la Veritatis splendor, L'Osservatore Romano, n.42 del 15-10-1993,p.22.
8
variable condición de las realidades humanas y a comunicarlas de un modo apropiado a los hombres de
nuestro tiempo. (OT 16)10
La referencia primera y última de la teología (catequesis) moral será siempre Jesucristo que es "camino,
verdad y vida" (Jn 14,6). Contemplándolo en la fe, los fieles de Cristo pueden esperar que El realice en
ellos sus promesas y que, amándolo con el amor con que El nos ha amado, realicen las obras que
corresponden a su dignidad: "Os ruego que penséis que Jesucristo, nuestro Señor, es vuestra verdadera
Cabeza, y que vosotros sois uno de sus miembros. El es con relación a vosotros lo que la cabeza es con
relación a sus miembros; todo lo que es suyo es vuestro, su espíritu, su corazón, su cuerpo, su alma y
todas sus facultades, y debéis usar de ellos como de cosas que son vuestras, para servir, alabar, amar y
glorificar a Dios. Vosotros sois de El como los miembros lo son de la cabeza. Así desea El ardientemente
usar de todo lo que hay en vosotros, para el servicio y la gloria de su Padre, como de cosas que son de
El".11
10 Esta orientación corresponde a las cuatro constituciones del concilio Vaticano II: Dei Verbum,
Sacrosanctum Concilium, Lumen Gentium y Gaudium et spes.
11 S. JUAN EUDES, Tractatus de admirabili corde Iesu, 1,5.
12 CEC 1698.
13 C. DE LA FE, Donum veritatis, AAS 82(1990)1552.
9
DOCUMENTOS DEL CONCILIO
OTROS DOCUMENTOS
10
1. RENOVACION DE LA TEOLOGIA MORAL
"Imbúyanse los alumnos del misterio de la Iglesia expuesto por este sagrado
Concilio", recomienda el decreto Sobre la formación sacerdotal (n.9). El conocimiento
mayor y más pleno que la Iglesia tiene de sí misma, después de la reflexión del Vaticano II,
prepara y exige también un conocimiento mayor y más pleno de la moralidad cristiana. El
modo como la Iglesia se comprende a sí misma debe reflejarse en la presentación de la
moral. Si la Iglesia se presenta como sacramento de Cristo, que manifiesta a los hombres el
misterio de Cristo, la Teología moral debe ser, en su misma sistemación, un espejo vivo y fiel
del misterio de la Iglesia.
14 El Concilio rechazó el esquema preconciliar "De ordine morali" y no lo sustituyó por otro.
15 AAS 54(1962)792
11
Este negarse a condenar marcaba el comienzo de una nueva era. La Iglesia
cambiaba su ser «contra» por su ser «para». Pasaba del anatema al diálogo. Pablo VI
aceptaba esta herencia de Juan XXIII y la desarrollaba al inaugurar la segunda sesión del
Concilio:
Nos parece que ha llegado el momento en que la verdad acerca de la Iglesia de Cristo debe ser más y
mejor estudiada, comprendida y formulada, quizás no a través de esas afirmaciones solemnes que se
llaman definiciones dogmáticas, pero sí mediante declaraciones por las que la Iglesia manifieste con más
claras y ponderadas enseñanzas lo que piensa de sí misma...
Esperamos que el Espíritu de verdad otorgue una mayor luz en este concilio ecuménico a la Iglesia
docente e inspire una doctrina más clara sobre la misma Iglesia, de tal modo que, como Esposa de Cristo
que es, busque su imagen en El mismo y en El mismo trate, movida por su encendido amor, de descubrir
su propia naturaleza, es decir, esa hermosura que El mismo quiso que resplandeciera en su Iglesia.16
El Espíritu está aquí, y queremos recordar esta doctrina fundamental y esta presencia viva para
experimentar de nuevo y de modo absoluto y casi infalible la comunión con Cristo vivo, puesto que el
Espíritu nos une con El.
Afirmamos esta presencia del Espíritu porque ha llegado la hora en que la Iglesia ha de decir de sí
misma lo que Cristo quiso y pensó al instituirla y lo que devota y fielmente han ido desarrollando los
Padres, los Pontífices y los Doctores en esa especie de sabia meditación. Es preciso que la Iglesia se
defina a sí misma y que de esta genuina consciencia extraiga la doctrina que el Espíritu Santo la confió,
según la promesa del Señor: "El Espíritu Paráclito, que el Padre mandará en mi nombre, os enseñará y
os recordará todo cuanto yo os he dicho" (Jn 14,26).
Pero que nadie piense -continúa Pablo VI- que, al contemplarse a sí misma, la Iglesia va a recrearse en sí
misma y va a olvidarse o de Cristo, de quien recibe y a quien debe todo, o del género humano, para cuyo
servicio ha nacido. La Iglesia se sitúa entre Cristo y la humanidad pero no prendada de sí misma, no
como un cristal opaco que impide la visión, no como constituyéndose en su propio fin, sino muy al
contrario, preocupada constantemente por ser toda de Cristo, en Cristo y para Cristo; por ser toda de los
hombres, entre los hombres, para los hombres.
12
una referencia viviente al verdadero centro de toda la creación: Cristo (Cfr Col 1,15-20). Por
esto se describe a sí misma «como un reflejo de aquella luz, que es Luz de todas las gentes»
(LG 1). Y por esto se considera a sí misma, en virtud de la relación que la une a Cristo,
«como sacramento o signo de íntima unión con Dios y de unidad entre todos los hombres».
El primer rasgo que nos impresiona de la constitución conciliar sobre la Iglesia es,
precisamente, el paso de una eclesiología jurídica y apologética a una eclesiología centrada
en el misterio. La Iglesia viene del Padre por el Hijo en la unidad del Espíritu Santo. Y la
Iglesia de las Tres personas es también la Iglesia del Verbo encarnado. En El encuentra su
plenitud. No tiene su fin en sí misma como institución. Es el signo de Cristo. Se pierde en su
sacramentalidad. "Es el misterio de Cristo lo que la Iglesia anuncia y celebra en la liturgia a
fin de que los fieles vivan de él y den testimonio del mismo al mundo". 18 Si se contempla en
su historia, la Iglesia encuentra a Cristo en su comienzo; y de nuevo es El en este momento
quien le da su vida, su ser y sentido, por su acción trascendente y escatológica.19dice Arnold,
analizando esta época en Serviteurs de la foi. Pour une théologie de l'apostolat, Tournai 1957/1961, p.84. Y
Congar escribe: La idea filosófica de sociedad venía como anillo al dedo para situar a Cristo como fundador,
más no como fuente actual de toda vida en la Iglesia": Y.CONGAR, Santa Iglesia, Barcelona 1965, p.36. La LG,
partiendo de la Iglesia como misterio, ha superado el peligro de caer en el naturalismo deísta.
IGUALDAD EN LA DIVERSIDAD
13
de personas, sino a todos, según las modalidades diversas de participación en la única corres-
ponsabilidad. La autoridad aparece en esta visión, no como poder, sino como servicio, que
coordina el ejercicio de la responsabilidad común intereclesial. 20
La nueva imagen del Pueblo de Dios, dada por el Vaticano II, ha cambiado esta
visión. Su imagen es la de los círculos concéntricos. La Iglesia es el conjunto de los
bautizados y confirmados. Bajo este punto de vista, papa, obispos, sacerdotes, religiosos y
laicos son iguales, porque todos ellos son «fieles», es decir, santificados por la fe en Cristo.
Todos son discípulos de Cristo, los «santos» de que habla San Pablo, los «elegidos»,
«hermanos». Todos unidos constituyen un «sacerdocio real».22
Al interno de este círculo se encuentran los obispos. Ellos poseen la plenitud del
sacerdocio. Representan a Cristo como «Pontífice Supremo» (LG 21). Reunidos en colegio,
ejercen el servicio de la autoridad suprema de la Iglesia. Representan a Cristo en las
respectivas Iglesia extendidas por el mundo.
TEOLOGIA SIMBOLICO-SACRAMENTAL
La reflexión conceptual, aunque sin duda alguna sea necesaria para el espíritu
humano, tiene un papel secundario. En cambio la teología simbólica -por la que optó el
Concilio-, se ejerce en el acto mismo de la existencia y, en nuestro caso, en el acto mismo de
la vida de fe. Se trata de una función absolutamente primordial. Como dice P. Fransen: «el
símbolo orienta más que analiza; inspira más que explica; incita adelante más que oponerse y
defenderse contra las objeciones y errores. La teología simbólica incide directamente en la
vida de fe orientándola hacia nuevas perspectivas». 23
20 Esto lo ha subrayado de nuevo Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Christifideles laici del 30-12-
88.
21 P. FRANSEN, L'Eglise comme Peuple de Dieu, en B. LAMBERT, La nouvelle image de l'Eglise, Mame
1967, p. 102-103.
22 Cfr CEC 1546-1547.
23 P. FRANSEN, a.c., p. 117.
14
Esta ha sido la obra madurada durante el Concilio y la orientación marcada por él
para la renovación de la Iglesia entera. La LG nos describe la Iglesia a base de un gran
número de imágenes, agrupadas en torno a cuatro temas: la vida pastoril, la vida agrícola,
la construcción y la vida familiar. Lo que cuenta no es el número exhaustivo de imágenes,
sino la orientación. Se trata no sólo de presentar a la Iglesia «a partir de» la Biblia, sino
«según» el mismo lenguaje bíblico, sirviéndose de alegorías, signos, símbolos, que irradian
la realidad del misterio presente en ellas. Estas imágenes son epifanías de la acción caris -
mática del Espíritu Santo en la Iglesia. Pues, al mismo tiempo que el Espíritu Santo habla al
hombre por estas imágenes, su Palabra -por su valor sacramental- realiza lo que significa.
Así hace de los hombres una «casa», un «templo», un «cuerpo», un «pueblo». 24
Una ventaja del conocimiento simbólico es que nos permite acercarnos y dirigirnos
hacia una plenitud siempre mayor de la presencia de Dios en nuestros corazones y en la
Iglesia, sin caer jamás en la ilusión de haber llegado a «poseer» a Dios, a poseer y encerrar
la Verdad divina en el interior de las coordenadas de nuestros conocimientos humanos. Esto
sería un pecado de racionalismo.
Se puede objetar que el símbolo puede inducir a error por su íntima connivencia con
el mundo material y cósmico. Pero este peligro se salva con la multiplicidad de símbolos,
que se corrigen y enriquecen los unos a los otros. Un símbolo se explica, sólo puede
explicarse por otros símbolos. Esto es lo que ha hecho la LG, al presentarnos la teología
simbólica de la Iglesia, según la herencia de la Escritura. Si el símbolo paulino del cuerpo y
la cabeza y el símbolo joanneo de la vid revelan nuestra unión común en Cristo, el símbolo
de la Iglesia esposa del Señor corrige lo que esta unión podía suponer de demasiado rígido
para expresar el diálogo de amor recíproco de dos seres fundamentalmente distintos, pero
unidos en el don mutuo. El símbolo de la Alianza revela la iniciativa divina de la
misericordia y de la fidelidad de Dios que apela a nuestra fidelidad y obediencia. El símbolo
de las Doce Tribus, renovado en el símbolo de los Doce Apóstoles, afirma nuestra unidad en
la diversidad y dispersión de las naciones. El símbolo de la tienda-tabernáculo reafirma la
presencia divina, que como columna de fuego precede al pueblo de Dios en su peregrinar a
través del desierto. Durante la marcha a través del desierto la presencia de Dios se ma-
nifestaba en la columna de nube y de fuego (Ex 13,22). Después se daba la habitación de
Dios en la Tienda de la Reunión (Ex 40,35;Nu 9,18.22;10,34) sobre la que reposaba la
nube... En la Encarnación la nube divina cubrirá el seno de la Virgen María, la Tienda o
arca de Dios. Se trata, pues, de una presencia soberanamente eficaz de Dios en la historia de
la humanidad.25 Esta presencia es afirmada de nuevo por el símbolo del Templo, referido
tanto a la Iglesia como a cada uno de sus miembros; aquí descubrimos la dialéctica de la
persona y de la comunidad, que la acción edificadora del Espíritu respeta. El símbolo del
Paraíso terrestre en los últimos capítulos del Apocalipsis une el origen de la Iglesia antes de
los tiempos con su consumación en el Reino de Dios. La Iglesia permanece, en efecto, una
realidad escatológica, siempre igual a sí misma en su fuente y en su desarrollo a través la
historia de la salvación hasta su consumación en Dios.
15
En este contexto escriturístico y simbólico, se integra el «símbolo» 26 de Pueblo de
Dios sobre esta tierra, lazo viviente que une la Iglesia desde Abel hasta el Reino por el
intervalo de la historia cristiana.27 El símbolo Pueblo de Dios permanece inseparable de los
demás símbolos de la Iglesia, como el de Cuerpo de Cristo. El pueblo histórico de Dios es un
pueblo llegado a ser Cuerpo de Cristo. A través de esta multitud de símbolos descubrimos el
misterio vivo de la Iglesia.
Es indiscutible que la teología del Concilio se caracteriza por su unidad, por su valor
sintético, frente a la división habitual en tratados escolares, de forma que será difícil distribuir
los textos del Concilio en los manuales clásicos. En realidad, la Palabra de Dios, como la vida
del Espíritu, tienden a la unidad, en la que el conocimiento y la acción están unificados. La
ciencia teológica es así una sabiduría. «Lo primero que hay que procurar -dirá el decreto
sobre la Formación Sacerdotal- en la revisión de los estudios eclesiásticos es que el conjunto
de las disciplinas filosóficas y teológicas se articulen mejor y a que todas ellas concurran
armoniosamente a abrir cada vez más las inteligencias de los alumnos al misterio de Cristo,
que afecta a toda la historia de la humanidad, influye constantemente en la Iglesia y actúa
sobre todo mediante el ministerio sacerdotal» (OT 14).
Al hombre esclavo del pecado, muerto por el pecado, incapaz de darse por sí mismo
la vida, el cristianismo no le presenta una nueva ley, por perfecta que sea, para aplastarle y
hundirlo más. Cristo no se presenta primeramente como un modelo, que el hombre de
pecado no puede imitar, para impulsarle a la desesperación. En las etapas sucesivas de la
iniciación cristiana, al bautizado se le invitará a seguir "las huellas de Jesucristo" (1Pe
2,21). La fe cristiana fundamentalmente no es tampoco una doctrina sublime, que de nada
serviría a un hombre que se siente ahogar en las aguas de la muerte. El Evangelio de Cristo
es evangelio: buena noticia de salvación. Esta buena noticia es el anuncio de Jesucristo
vencedor de la muerte y el pecado.
26 Pongo entre comillas ahora «símbolo», recogiendo la idea de G. Philips: El tema del «pueblo de Dios» no
viene mencionado en el n. 6 de la LG entre las imágenes de la Iglesia, porque en realidad no puede aplicarse a la
Iglesia como una comparación, sino como la expresión de su mismo ser. La Iglesia es el nuevo pueblo de Dios en
la nueva y eterna alianza.(La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II, Barcelona 1979,p. 132). Pero se
puede seguir hablando de «símbolo», entendiéndolo en el sentido profundo que le da P. Fransen: «El símbolo no
es "simplemente símbolo". En la acción simbólica la realidad profunda que nos une, se manifiesta realizándose y
se realiza manifestándose» (a.c., p. 123).
27 Y. CONGAR, "Ecclesia ab Abel", Düsseldorf 1952, p. 79-110.
28 Este es el esquema y división del Catecismo de la Iglesia Católica.
16
la luz, de la esclavitud a la libertad, del cansancio al reposo, de la tristeza a la fiesta de la
alegría.29
A la luz del Misterio Pascual aparece la verdadera imagen del hombre. El hombre
creado a imagen de Dios, muerto por el pecado, es redimido por Cristo, muerto y resucitado,
y santificado por el Espíritu Santo, que le testimonia que Dios es nuestro Padre,
llamándonos a la misma vida de hijos suyos. Como dice la Gaudium et spes:
En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán,
el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo
Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifies ta plenamente el hombre al
propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades
encuentren en Cristo su fuente y su corona.
El, que es imagen del Dios invisible (Col 1,15;2Cor 4,4), es también el hombre perfecto, que ha
devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En El, la
naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin
igual...Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre, nos mereció la vida. En El Dios nos
reconcilió (2Cor 5,18-19;Col 1,20-22) consigo y con nosotros y nos libró de la esclavitud del diablo y
del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: "El Hijo de Dios me amó y se
entregó a sí mismo por mí" (Gál 2,20). Padeciendo por nosotros, no sólo nos dejó un ejemplo para que
sigamos sus huellas (1Pe 2,21;Mt 16,24;Lc 14,27), sino que nos abrió el camino, con cuyo seguimiento
la vida y la muerte se santifican y adquieren un nuevo sentido.
El hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el primogénito entre muchos hermanos
(Rom 8,29;Col 3,10-14), recibe las primicias del Espíritu (Rom 8,23), las cuales le capacitan para
cumplir (Rom 8,1-11) la ley nueva del amor. Por medio de este Espíritu, que es prenda de la herencia (Ef
1,14), se restaura internamente todo el hombre, hasta que llegue la redención del cuerpo (Rom 8,23)...
Este es el gran misterio del hombre que la revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en
Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta
oscuridad. Cristo resucitó, con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida para que, hijos en el Hijo,
clamemos en el Espíritu: ¡Abba, Padre! (Rom 8,15;Gál 4,6). (n.22)
La Sagrada Escritura es la fuente siempre viva y fecunda de la doctrina moral de la Iglesia, como ha
recordado el concilio Vaticano II: "El evangelio es fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de
conducta" (DV 7). La Iglesia ha custodiado fielmente lo que la Palabra de Dios enseña no sólo sobre las
verdades de fe, sino también sobre el comportamiento moral, es decir, el comportamiento que agrada a
Dios (1Tes 4,1). (VS 28)
17
La Iglesia primeramente es llamada a acoger y vivir la palabra de Dios. Esta palabra,
vivida en la "comunidad de creyentes" (He 4,32;5,14;6,7), se hace tradición. "Esta tradición,
con la Escritura de ambos testamentos, son el espejo en que la Iglesia peregrina contempla a
Dios, de quien recibe todo, hasta el día en que llegue a verlo cara a cara, como El es" (DV 7).
En esta Iglesia, y por medio de ella, cada cristiano recibe la palabra de Dios y, meditándola en
su corazón y con la ayuda del Espíritu Santo, camina hacia la plenitud de la verdad. Aquí
entra la teología. La Teología, para ser teología, parte de un acto de fe. El teólogo es, antes de
nada, un creyente: acoge en la Iglesia la revelación de Dios en Cristo:
Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad (cfr Ef
1,9), mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el
Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina (cfr Ef 2,18;2Pe 1,4)...Por esta revelación,
Dios invisible habla a los hombres y mora con ellos para invitarlos a la comunión consigo... (DV 2).
Cuando Dios habla, revela que hay que prestarle la obediencia de la fe (Rom 16,26;cfr 1,15;2Cor 10,5-
6), por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, prestando "a Dios revelador el homenaje del
entendimiento y de la voluntad" (Denz 1789). Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios que
previene y ayuda, y los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a
Dios, abre los ojos de la mente y da "a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad" (Denz 180).
(DV 5)
Pero el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, escrita o transmitida, ha sido confiado
únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo. (DV
10).
La Sagrada Escritura es la palabra de Dios en cuanto se consigna por escrito bajo la inspiración del
Espíritu Santo, y la sagrada Tradición transmite íntegramente a los sucesores de los apóstoles la palabra
de Dios, a ellos confiada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo. (DV 9)
Es evidente, por tanto, que la sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según
el designio sapientísimo de Dios, están entrelazados y unidos de tal forma que no tienen consistencia el
uno sin los otros, y que juntos, bajo la acción del Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación
de las almas. (DV 10)
31 «Aplíquese un cuidado especial en perfeccionar la teología moral, cuya exposición científica, más nutrida
de la Sagrada Escritura...» (OT 16).
18
sin limitar la libertad del hombre: presencia de Dios en Cristo, esplendor de la gloria del
Padre (2Cor 4,6), que trasforma progresivamente el mundo en Reino de Dios.
Si la Teología moral tiene como objeto inmediato la vocación del hombre en Cristo,
explicada según la Escritura y en contacto continuo con el misterio de Cristo y de la historia
de la salvación, la renovación teológica del Vaticano II viene realizada no por una ruptura
con el pasado, sino por una vuelta a la Sagrada Escritura y a la tradición apostólica. En este
espíritu de fidelidad a las fuentes de la teología, el Concilio ha redescubierto lo que en los
Padres fue un principio hermenéutico de su pensamiento teológico, a saber, centrar su
reflexión en torno al «misterio de Cristo» en las diversas etapas de su realización en la
historia de la salvación.
-MORAL CRISTIANA
Esta moral propuesta por el Concilio, es una moral para los creyentes en Cristo. Se
trata de «explicar la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo» (OT 16).
Para los teólogos de «la muerte de Dios» la ética cristiana se reduce a filantropía: ser
cristiano significa simplemente ser como Jesús «un hombre para los otros», es decir, un
hombre comprometido en el amor, en el respeto, en la tolerancia, en la justicia, en la
honestidad. Viene suprimida toda la originalidad de la moral cristiana.
19
La moral cristiana se encuentra en el Evangelio, considerado como ley interior de
gracia y, por tanto, de libertad. El Evangelio auténtico nunca viene propuesto únicamente
desde el exterior. El Evangelio es un mensaje interior, es la libertad del Espíritu de Dios
comunicada a un espíritu libre. Este es el profundo y auténtico principio de la moral
cristiana.
-MORAL ECLESIAL
20
Por ello la moral cristiana -moral de los llamados en Cristo-, es la moral del hombre que ha
sido acogido en la comunidad de la Iglesia y, por lo mismo, se ha configurado con Cristo. Es,
pues, una moral eclesial.
El centro, pues, de unidad, necesario en la Teología (OT 14), no puede ser otro que
«el misterio de Cristo» en toda su realización histórica para la salvación de la humanidad y
perennemente presente en la Iglesia. «La nueva tentativa de sistemación teológica ha de ser,
por tanto, 'cristo-eclesiocéntrica' en la dimensión de la historia de la salvación».37
Por esta solidaridad salvífica universal, el pecado del cristiano tiende a hacer
pecadora a la Iglesia misma, privando, al mismo tiempo, a los no creyentes del testimonio de
la fe y la caridad (LG 38). Por ello, el primer paso hacia el perdón de los pecados consistirá
en el reconocer la ofensa hecha a Dios y las propias responsabilidades en relación a la
Iglesia y a la humanidad entera.
21
gisladora. Los sacramentos dejan de ser considerados como medios para cumplir la ley y,
por supuesto, como fuente de nuevas leyes. El hombre es un ser constitutivamente social. El
cristiano es constitutivamente una persona eclesial, que vive en comunión con los demás
cristianos. La vida cristiana es vida comunitaria, vida en Iglesia. La moral es moral eclesial.
-MORAL SACRAMENTAL
Una moral eclesial es una moral, en primer lugar, místico-litúrgica. Frente a la
ausencia casi total de la visión sacramental de la vida cristiana en los manuales, la cons-
titución SC indica cómo la liturgia, y sobre todo la Eucaristía, «contribuye en sumo grado a
que los fieles expresen en su vida, y manifiesten a los demás, el misterio de Cristo y la
naturaleza auténtica de la Iglesia» (n.2). Los sacramentos son la fuerza y norma de la vida
plenamente cristiana. Pues la vida cristiana -la moralidad cristiana- consiste específicamente
en «expresar en la vida el misterio de Cristo». El cristiano no vive bajo ninguna ley
minimalista, sino en la gracia: «ser en Cristo» es la auténtica vida y la norma suprema de la
vida cristiana. Este cristocentrismo indica, al mismo tiempo, el carácter eclesial de la vida
moral: «expresar la auténtica vida de la Iglesia».
22
Padre, manifestado plenamente en la muerte y resurrección de Cristo. En el testimonio de su
unidad y amor, celebrado en la Eucaristía, revelará al mundo el amor de Dios para con los
hombres, hasta el punto de haberles dado su propio Hijo (Jn 13,34-35;17,20-21).
-MORAL PASCUAL
Los griegos y los judíos tenían cada uno su moral: una dictada por la razón y otra
impuesta por Dios en el Sinaí. La ética griega es un humanismo, una búsqueda de la
perfección según el orden de la razón. El hombre griego no reconoce mas que las leyes de la
naturaleza, que le dicta su razón. No se somete mas que a sí mismo, pero, al no renunciar a sí
mismo para abrirse a la potencia redentora de Dios, sucumbe a las leyes de este mundo. La
ley cristiana no es esta ley natural. Jesús sólo se refiere a ella para transcenderla (Cfr Mt
5,47). Según San Pablo, ésta sólo puede llamarse ley por analogía: se puede decir que los
gentiles son ellos mismos ley de sí mismos (Rm 2,14), pero en realidad están sin ley (Rm
2,12; 1Cor 9,21). El Apóstol contradice su ideal y le relega al orden de la carne enferma y
condenable (Cfr 1Cor 3,18-20).
23
La moral cristiana es, también, una moral de sumisión a Dios. Toda la vida cristiana
consiste en «la obediencia a la fe» (Rm 1,5), en la esclavitud de Dios y su justicia (Rm 6,16-
18). San Pedro llama a los cristianos «hijos de la obediencia» (1Pe 1,14). Pero esta
obediencia no es algo extrínseco, o un imperativo exterior. En los cristianos existe una fuerza
vital, un principio interior de su vida moral. Cristo resucitado, presente en el cristiano, es el
principio de la moral cristiana. ¿No es la pertenencia al cuerpo de Cristo resucitado lo que
nos traslada de la ley a la novedad de vida y lo que nos hace dar frutos para Dios (Rm 7,16)?
La vida que anima el cuerpo de Cristo resucitado no es otra cosa que el Espíritu
Santo que, en su potencia y santidad, vivifica y santifica a todos los que están en Cristo: el
Espíritu de Cristo resucitado es la ley del Nuevo Testamento (Cfr Rm 8,2;Gál 5,18). La ley
nueva, en el cuerpo de Cristo, no es un código externo, sino una vida, una fuerza, una
realidad inmanente: el Espíritu que resucitó a Cristo de entre los muertos. Este Espíritu
mueve a los fieles (Rm 8,14;Gál 5,18); es el principio de las acciones cristianas (Cfr 1Cor
12,3); El produce los frutos de la vida cristiana: caridad, alegría, paz, paciencia, benignidad,
bondad, fidelidad, dulzura, templanza (Gál 5,22).
Una teología auténticamente cristiana debe estar impregnada del misterio del amor
y basada en el primado del amor. En esto hay que prestar gran atención al carácter
sacramental del amor, don del Espíritu Santo. El amor, que Dios nos comunica, tiende
dinámicamente hacia el testimonio, es decir, hacia su visibilización salvadora, hacia una
encarnación en todas las condiciones de la vida. Esta presentación de la moral insiste en el
amor como don y en el fruto que este don tiende a producir en el hombre unido a Cristo para
la vida del mundo. El amor no es, ante todo, un deber, sino un don, que, precisamente por ser
don, implica el compromiso más total y generoso.
24
En este sentido, la Iglesia se entiende a sí misma como el pueblo de Dios presente en
la historia humana; como la levadura en la masa; como sal que, al disolverse, muestra su
fuerza; como luz, que agota su sentido iluminando. Toda la acción del pueblo de Dios
prolonga, en el tiempo y en el espacio, la encarnación de Cristo, que «se despojó a sí mismo,
tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres» (Flp 2,7). En otras
palabras, hace presente en el mundo, visible y eficazmente, el misterio pascual de Cristo (Cfr
GS 40 y 42). Este carácter sacramental de la presencia de la Iglesia en el mundo lo subraya
la LG: «Cada fiel debe ser en el mundo un testigo de la resurrección y de la vida del Señor
Jesús y un signo del Dios vivo. Todos juntos y cada uno de por sí deben alimentar al mundo
con frutos espirituales (Gál 5,22) y difundir en él el espíritu de que están animados los
pobres, mansos y pacíficos, a los que el Señor en el Evangelio proclamó bienaventurados
(Mt 5,3-9). En una palabra, lo que el alma es en el cuerpo, eso han de ser los cristianos en el
mundo» (LG 38).
-una catequesis del Espíritu Santo, Maestro interior de la vida según Cristo, dulce huésped del alma
que inspira, conduce, rectifica y fortalece esta vida.
-una catequesis de la gracia, pues por la gracia somos salvados, y también por la gracia nuestras obras
pueden dar fruto para la vida eterna.
-una catequesis de las bienaventuranzas, porque el camino de Cristo está resumido en las
bienaventuranzas, único camino hacia la dicha eterna a la que aspira el corazón del hombre.
-una catequesis del pecado y del perdón, porque sin reconocerse pecador, el hombre no puede conocer
la verdad sobre sí mismo, condición del obrar justo, y sin el ofrecimiento del perdón no podría soportar
esta verdad.
-una catequesis de las virtudes humanas, que haga captar la belleza y el atractivo de las rectas
disposiciones para el bien.
-una catequesis de las virtudes cristianas de fe, esperanza y caridad que se inspire ampliamente en el
ejemplo de los santos.
-una catequesis eclesial, pues en los múltiples intercambios de los "bienes espirituales" en la
"comunión de los santos" es donde la vida cristiana puede crecer, desplegarse y comunicarse. (n.1697)
25
condición esencial a toda la realidad de la Iglesia el caminar en el tiempo y en el espacio, fiel
a su ser y misión permanentes, pero sujeta a la relatividad de la historia. Su realización
concreta, sin traicionar el ser y misión recibidos de Cristo, está siempre abierta a nuevas
configuraciones reales según el imperativo de cada época histórica.
Esta visión eclesial tiene su reflejo en la moral. La Teología moral de las primeras
generaciones cristianas es aquella parte de la catequesis y de la predicación que enseña a los
cristianos la responsabilidad de su nueva dignidad. El fin de la Iglesia es la predicación
misionera o evangelización, es decir, el anuncio global del misterio de Cristo en vistas de la
conversión. Sigue la catequesis, que detalla los elementos de la fe y de la vida cristiana. Y en
tercer lugar, la didascalía que consiste en una enseñanza superior de profundización y
análisis del misterio de Cristo. La moral se presenta de una manera sumamente simple,
ocasional, sin pretensiones literarias ni filosóficas. Los Padres se limitan a transmitir la
herencia recibida, sin preocuparse de presentar un sistema de doctrina organizada. Así
aparece en la primera obra del género, la Didakhé, que, con la doctrina de «los dos
caminos», muestra a los cristianos cómo deben alejarse de la vía del mal para elegir la vía del
bien.
Pero, cuando la Iglesia entra en contacto con el mundo de los filósofos, aparece en la
comunidad cristiana una problemática nueva, modos de pensar y métodos nuevos. El
cristianismo debe dar una respuesta a las críticas que se le hacen. Los Padres apologistas
deben contrastar la vida cristiana con los vicios paganos del mundo en que viven insertos.
Clemente de Alejandría y Orígenes, en Oriente, y, más tarde, Ambrosio de Milán y Agustín,
en Occidente, servirán de intermediarios entre la filosofía griega y la revelación cristiana.
Completará esta tarea san Gregorio con su obra «Moralia in Job», que, como obra de un
auténtico romano, está directamente orientada a la vida práctica.
26
Pero en estos siglos nos encontramos con una novedad de suma importancia para el
desarrollo posterior de la Teología moral. Se trata de la aparición de los libros penitenciales.
Los libros penitenciales son una producción característica de los siglos VI-XI. Su aparición
está ligada a un cambio radical operado en la configuración de la Iglesia. Ha pasado la época
de las persecuciones. Grandes masas de paganos han entrado en la Iglesia, sin apenas haber
sido evangelizados, sin un serio catecumenado, sin una conversión auténtica. Por otra parte
en la Iglesia entra la mentalidad del derecho germánico y el pecado comienza a ser
considerado de un modo legalista, como una falta a una serie de preceptos. El perdón de los
pecados no se dará a través de un camino de conversión, sino por medio de la expiación. La
administración de la Penitencia cambia radicalmente. En lugar de la antigua Penitencia
«canónica», administrada públicamente y bajo la autoridad del Obispo, se introdujo -y llegó a
prevalecer- el modo privado y frecuentemente reiterable de conferir este sacramento:
confesión de los pecados hecha privadamente al sacerdote, imposición de una satisfacción y
absolución (a veces anticipada) por parte del sacerdote. Esta práctica se divulgó en conexión
con la actividad misionera de los monjes Irlandeses y Escoceses, bajo la guía de san Colum -
bano (+ 615). Para ayudar a los sacerdotes en este ministerio se compilaron los libros
penitenciales y se difundieron rápidamente en Francia, Alemania y España. El clero los
aceptaba calurosamente.
27
Peñafort, la Summa Monaldina, Joannina, Esfordiensis, Artesana, Pisanella, Angelica y la
Sylvestrina. Algunas de estas Summas -las más breves- sólo contenían elencos de pecados y
penas, como los anteriores libros penitenciales; otras, más amplias, proponían también los
principios teóricos del Derecho. A todas ellas era común, sin embargo, el hecho de que las
cuestiones morales eran tratadas casuística y jurídicamente para un uso fácil de los
confesores. Los autores, como ya he dicho, eran casi siempre canonistas. De estas Summae
dependerán en gran parte los manuales de Teología moral hasta el Vaticano II.
En estos mismos siglos XIII y XIV, comenzó a cultivarse también la Teología moral
como ciencia teórica en las florecientes escuelas de teología dogmática. Pero los grandes
escolásticos anteriores a Santo Tomás -Pedro Lombardo, San Alberto Magno, Alejandro de
Hales, San Buenaventura- no asignan a la Teología moral un puesto especial dentro de su
sistema. Incluyen las cuestiones de moral en los tratados de la creación, de la caída del
hombre, de la Encarnación o de los sacramentos. Para ellos toda la teología es un tratado
conjunto de Dios. Por ello exponen las verdades reveladas, no como pura contemplación,
sino de manera que estimulen la fe y el amor con todos sus frutos. Así el dogma católico y la
teología moral aparecían íntimamente unidos.
Este estado de cosas, con la parte teórica de la moral unida al dogma, y con la
casuística, o moral práctica, asociada al Derecho canónico, llegó a su fin en el siglo XV. Por
razones de orden práctico la Teología moral se disoció del Dogma y del Derecho canónico y
comenzó a existir como disciplina independiente. La atmósfera de cambio del renacimiento,
las instituciones políticas con rumbos nuevos, la transformación de los sistemas económicos,
ejercieron su influencia. La Teología moral se sintió solicitada por muchas cuestiones nuevas.
Las ideas morales estaban cambiando debido al humanismo y al descubrimiento de la
literatura antigua. La modestia y las costumbres piadosas eran sustituidas por los deseos
libidinosos enseñados y exaltados por los autores antiguos redescubiertos. Los dictámenes del
egoísmo y del individualismo se oponen a las ideas medievales del honor personal, de la
virtud de la fidelidad, de la lealtad, de la sinceridad deducidas del Evangelio y alimentadas
por las instituciones feudales. Esto exigió a los moralistas una revisión del tratado de los
mandamientos 5º, 6º y 8º del Decálogo, que respondiese a las nuevas necesidades. Por otra
parte, el florecimiento del comercio cambiaba las leyes de la economía y ya no bastaba el
28
Derecho medieval simple y poco desarrollado. Hubo de ser sustituido por el Derecho
Romano, mucho más evolucionado y perfecto. El Derecho Romano influiría profundamente
en el tratado clásico «De iure et iustitia».
Hacia el año 1600, el jesuita Juan Azor compone el primer manual de Teología
moral, que respondiese a estas exigencias, titulado «Institutiones morales». Expone la
Teología moral según esta finalidad: establecer brevemente los principios fundamentales de
esta ciencia, y examinar a continuación a su luz todos los problemas prácticos -los «casos» de
conciencia-, que puedan presentarse a los sacerdotes, especialmente en el ministerio de la
confesión. Ordena la materia siguiendo el orden de los mandamientos de Dios, de la Iglesia y,
finalmente, de los siete sacramentos... Este género de manuales le seguirán P. Laymann
(1575-1635), Lugo (1583-1660), H. Bausembaun (1600-1668)..., hasta llegar a san Alfonso
de Ligorio, el príncipe de los teólogos moralistas. 43
43 San Alfonso merecería una consideración especial y más detallada; me remito a los estudios de D.
CAPONE, Discussioni e note di S. Alfonso en los números de Studia Moralia de 1964, 1965 y 1966, con la
bibliografía allí aportada.
29
Herederos de esta moral son los manuales del siglo pasado y primera mitad de este,
que aún a nosotros nos ha tocado estudiar. 44 Están concebidos según el modelo de San
Alfonso. Proponen la doctrina según el mismo esquema, aunque no siempre con el mismo
espíritu.
A la luz de esta unidad entre fe y vida, teología y moral, presentaré las dimensiones
fundamentales de la Iglesia, según la presenta el Vaticano II, con sus exigencias para una
vida moral correspondiente: dimensión cristocéntrica, pneumatológica, sacramental y
escatológica.
44 Una lista de los Manuales más difundidos y datos sobre ellos puede verse en A. VALSECCHI, Verso un
rinnovamento della teologia morale, La Scuola Cattolica 89(1961)125-143.
30
del Señor, nos vamos trasformando en la misma imagen, de gloria en gloria, conforme a
como obra el Espíritu del Señor» (2Cor 3,18).
La Iglesia trasmite esta luz a los hombres con la predicación de la Buena Nueva a
toda criatura: perspectiva ilimitada impuesta por la universalidad de la misión redentora de
Cristo. Así el Concilio manifiesta abiertamente que el fin único de la Iglesia es la gloria del
Señor. La Iglesia no se coloca, pues, a sí misma en el sitio del Salvador.
La Iglesia existe desde Cristo y en Cristo. La Iglesia es, no sólo efecto de un remoto
acto fundacional de Cristo, sino «su actual emanación misteriosa, su continuación terrestre». 45
El es no sólo fundador sino cabeza real, aunque invisible, de la Iglesia, que es así el cuerpo
animado por El y que recibe de El vida y acción: «Cristo es nuestro origen, Cristo es nuestro
jefe y camino, Cristo es nuestra esperanza y nuestro fin». 46 La Iglesia -según la herencia
mejor de la antigua y de la actual teología oriental-, por la Eucaristía y el Espíritu, prolonga
la encarnación y obra redentora de Cristo; prolonga la acción divinizante de Cristo que,
insertándose en la carne humana, insertó al hombre en la vida divina.
Este ser de la Iglesia supone y expresa la comunión vital entre Cristo y la Iglesia. La
LG lo afirma de múltiples formas, a través de las imágenes bíblicas. Con San Juan escogerá
la vieja imagen bíblica de la «viña del Señor» (Cfr Jr 2,25;Is 61,1-4;5,1-7), para decir:
«Cristo es la verdadera vid que da la vida y la fecundidad a los sarmientos, es decir, a
nosotros que por medio de la Iglesia permanecemos en El y sin El nada podemos hacer (Jn
15,1-5» (n.6).50
31
Con San Pablo, llamará a la Iglesia «Cuerpo de Cristo» (n.7). En sus primeras
cartas, a los corintios y a los romanos, San Pablo, con la imagen del «cuerpo», expresa la
unidad y pluralidad de una sociedad multiforme, que persigue un único objetivo (1Cor
12,12-31;Rm 12,4-14). En ambas cartas llega a la misma conclusión: «sed unánimes entre
vosotros» (Rm 12,16;1Cor 12,24-26). De aquí que también esta descripción del cuerpo único
de Cristo aparezca espontáneamente en el bello canto sobre el supremo don del Espíritu, el
amor que informa a la Iglesia (1Cor 14,12). Con esto el Apóstol no quiere decir otra cosa
sino que nosotros, en la Iglesia, formamos todos juntos un pueblo, y que este pueblo
cristiano, con la diversidad de gracias recibidas y de los ministerios que le han sido
confiados, pertenece sólo a Cristo, es regido sólo por Cristo y es animado y llevado por su
único Espíritu (1Cor 12,4-6).
San Pablo amplía la imagen del cuerpo, al mismo tiempo que la corrige bajo un
cierto aspecto, con la imagen de la Iglesia como Esposa de Cristo. En el Antiguo
Testamento, la alianza de Dios con Israel fue a menudo cantada bajo la forma del amor
conyugal. Oseas inaugura este tema y Ezequiel lo desarrolla en la bellísima narración de un
rey que en el desierto encontró a una doncella desamparada, la tomó como esposa y la
atavió, y cuando ella, al igual que el pueblo de Israel, se dio a la prostitución -idolatría y
apostasía-, el rey, a pesar de sus pecados, la perdonó (Ez cap. 16 y 23). 55
51 Cfr. L. BOUYER, L'Eglise de Dieu, Corps du Christ et Temple de l'Esprit, París 1970.
52 CEC 752.
53 Por esto, como dirá E. SCHILLEBEECKX, la definición de la Iglesia como comunidad, bien sea en el
sentido de societas, de sociedad visible, o bien de communio, comunidad de vida en la que cada uno vive para los
demás y no para sí mismo, no es del todo exacta; y no basta para corregirla añadir que la Iglesia es una
32
San Pablo ha aplicado a la Iglesia este tema nupcial en la carta a los efesios (5, 21-
33), donde, ante todo, pretende manifestar el «gran misterio» del amor y unidad «de Cristo y
la Iglesia»; y también en la segunda carta a los corintios (11,2-3). Cristo es el esposo fiel
que purifica y santifica a la esposa pecadora, embelleciéndola y haciéndola casta. Por
medio de la Eucaristía se ha hecho alimento de su esposa, carne de su carne, para no formar
con ella más que «una sola carne».
Y, finalmente, esta imagen resalta los dones permanentes del esposo a la esposa:
Evangelio, Sacramentos y, sobre todo, su Espíritu, que la permite permanecer fiel. «La
Iglesia es fiel gracias al Espíritu de Dios que la anima; Cristo glorificado es el que la ha
amado y el que sigue amándola sin que sea posible jamás un fallo, ni por su parte ni por
parte de la novia-esposa» (Cerfaux). La Iglesia, en este mundo, tendrá siempre necesidad de
purificarse, pero, gracias al don del Espíritu de Cristo, jamás llegará a traicionar a su
esposo. Ya que Cristo ama a la Iglesia; su esposa, como su propio cuerpo, está unida
indisolublemente a El. El esposo y la esposa ya no se separarán más. Los miembros pueden
substraerse libremente a la influencia vivificante del Espíritu, como la enfermedad puede
afectar a un miembro del cuerpo humano, pero nada es capaz de separar al esposo de la
esposa.
La Iglesia, unida vitalmente a Cristo, no existe, pues, para sí misma. Existe para
Cristo y, en consecuencia, para los hombres. Debe continuar la misión de Cristo, que ha
venido para salvar a los hombres. No son los hombres quienes deben venir hacia ella. Ella
debe ir hacia los hombres, como hizo Cristo. Es la perspectiva nueva de la Iglesia abierta a la
humanidad.
-Misión de servicio
33
Cristo es el Siervo de Dios y, por lo mismo, el servidor de los hombres. La voluntad
del Padre, el plan de salvación del Padre, está en el centro de la existencia de Cristo, es el
móvil de su vida, su alimento, su inspiración, su misión y su gloria. Encarnado a causa de
esta voluntad del Padre, Cristo no vive para sí, sino para la misión recibida del Padre.
Cristo hace su aparición en el mundo como gran sacerdote, rey y profeta de la nueva
alianza. Como sacerdote, rey y profeta, El continúa en su Iglesia. Hace participar al pueblo
de Dios de su sacerdocio, de su misión profética y de su misión real. 57
56 AAS 57(1965)799-803.
57 Cfr CEC 783-786.
34
-Misión sacerdotal
Cristo hace de su pueblo una comunidad consagrada (1Pe 2,9). En cada fiel, en cada
miembro del Pueblo de Dios, Cristo quiere continuar su misión. Todo el que entra en la
Iglesia por el sacramento del bautismo, recibe, por ese mismo hecho, esta consagración
sacerdotal.
Este sacerdocio es designado por la LG con el término «sacerdocio común» (n. 10).
Es el sacerdocio universal porque es común a todos los fieles. Sería inexacto llamarle
sacerdocio de los laicos. No es propiamente de los laicos, pues los fieles que reciben el
sacramento del Orden permanecen revestidos de este sacerdocio primordial. El mismo es
condición de toda consagración ulterior. Toda participación en el sacerdocio de Cristo no es
sino el desarrollo ulterior de esta incorporación fundamental.
Dentro de este sacerdocio, común a todos los bautizados, participación del único
sacerdocio de Cristo, los presbíteros ejercen su ministerio jerárquico como representantes de
Cristo Cabeza y Pastor. En virtud del Sacramento del Orden presiden la Comunidad en la
Celebración de la Palabra y de la Eucaristía. Los presbíteros, hermanos en la fe de los demás
miembros de la Comunidad, ejercen para los demás el ministerio del perdón de los pecados
en el Sacramento de la Reconciliación (Cfr PO 2). Es lo que ha afirmado el Vaticano II,
señalando la diferencia, no sólo gradual, sino esencial entre "sacerdocio común" y
"sacerdocio ministerial o jerárquico", añadiendo que "se ordenan el uno al otro, aunque cada
cual participa de forma peculiar del único sacerdocio de Cristo" (LG 10). 58
-Misión profética
58 Conjugando la dimensión cristológica y eclesiológica del sacerdocio, la exhortación Pastores dabo vobis
se expresa con precisión: "El sacerdote, en cuanto que representa a Cristo Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia,
se sitúa no sólo en la Iglesia, sino también al frente a la Iglesia...,totalmente al servicio de la Iglesia para la
promoción del ejercicio del sacerdocio común de todo el Pueblo de Dios...,prolongando en la Iglesia la oración,
la palabra, el sacrificio y la acción salvadora de Cristo" (n.16).
35
El Pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo,
«llevando a todas partes su testimonio vivo, especialmente mediante la vida de fe y de
caridad» (n. 12). Participando de la misión de Cristo, heraldo de la verdad, los fieles son
responsables del anuncio del Evangelio en todos los campos de la vida «para que la virtud del
Evangelio brille en la vida cotidiana, familiar y social» (n.35).
Cristo, gran Profeta, que proclamó el Reino de Dios no sólo por el testimonio de su vida, sino también
por la fuerza de su palabra, continúa cumpliendo su misión profética hasta la plena manifestación de la
gloria, no sólo por medio de la jerarquía, que enseña en su nombre y con su autoridad, sino también por
medio de los seglares, a los que con este fin ha constituido testigos y dotado con el sentido de la fe y con
la gracia de la palabra (Cfr He 2,17-18;Ap 19,10). (n. 35)
El Concilio dirige aquí su mirada tanto al pasado como al futuro. Los fieles son «los
hijos de la promesa». Por medio de ellos se cumple el misterio de salvación, que Dios
anunció por los profetas, que el Hijo preparó con su vida y pasión, con su resurrección, y que
el Espíritu Santo realiza en la Iglesia a través de los siglos. Si los fieles permanecen fuertes
en la fe y firmes en la esperanza, conseguirán la redención, la purificación y santificación del
mundo. La fe y la esperanza les hacen ir más allá del tiempo, pues despierta en ellos la espera
escatológica y les hace capaces de poner toda su confianza en la gloria futura. De esta fe y de
esta esperanza deben ser hoy testigos.
-Misión real
Cristo ha sido enviado por el Padre como sacerdote y como profeta. Pero la LG pone
constantemente esta doble misión en relación con la función real que Cristo tiene que realizar.
También esta función Cristo la comunica al Pueblo de Dios. Entrando en la gloria de su
Reino, Cristo, a quien todo está sometido (Ef 1,22), comparte sus atribuciones con sus
discípulos (n.36).
La dignidad real de los discípulos de Cristo comporta, en primer lugar, una libertad
de orden espiritual. Los discípulos de Cristo encuentran en sí la fuerza para vencerse a sí
mismos y logran, por su santidad de vida, poner término a la dominación del pecado (Rm
6,12). Esta misma libertad les posibilita la acción apostólica: sirviendo a Cristo en la persona
del prójimo, los fieles llevan a sus hermanos, en la humildad y la paciencia, hacia el Rey,
cuyos servidores son, a su vez, reyes. Cristo se sirve de sus colaboradores para extender su
Reino, que es reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de
amor y de paz, reino en el que la creación misma será liberada de la esclavitud, de la
corrupción, e introducida en la libertad de los hijos de Dios (Rm 8,12). Este servicio real de
Cristo supone una concepción cristiana de la vida y del mundo, un conocimiento del sentido
profundo de toda la creación, de su valor y de su destino final, que es la gloria de Dios. Este
enfoque cristiano de las cosas y de los hombres hará a los fieles descubrir progresivamente el
papel central de Cristo en la historia del mundo. Una actitud tal por parte de los fieles tendrá
36
como consecuencia que el mundo se impregnará más del espíritu de Cristo, en la justicia, la
caridad y la paz, condiciones indispensables para que El logre su fin (Cfr n.36).
De esta visión de la Iglesia, en comunión vital con Cristo, se desprende una moral
centrada, igualmente, en Cristo. Según la indicación coherente del Concilio, la moral
cristiana ha de presentarse «en contacto vivo con el misterio de Cristo», explicando, en
primer lugar, «la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo» (OT 16).
LLAMADOS EN CRISTO
Esta moral, centrada en Cristo, es una moral personal; es una moral del hombre
concreto, histórico, del hombre creado por Dios, redimido por Cristo y vivificado por el
Espíritu Santo.59
Cristo es el auténtico revelador del Dios verdadero y del verdadero hombre (GS 22).
Nos revela a Dios y al hombre, y la relación vital del hombre con Dios, en el misterio
pascual de su muerte-resurrección.
Es necesario que el hombre de hoy se dirija nuevamente a Cristo para obtener de El la respuesta sobre lo
que es bueno y lo que es malo. El es el Maestro, el Resucitado que tiene en sí mismo la vida y que está
siempre presente en su Iglesia y en el mundo. Es El quien desvela a los fieles el libro de las Escrituras y,
revelando plenamente la voluntad del Padre, enseña la verdad sobre el obrar moral. Fuente y culmen de
la economía de la salvación, Alfa y Omega de la historia humana (cfr Ap 1,8;21,6;22,13), Cristo revela
la condición del hombre y su vocación integral. Por esto, "el hombre que quiere comprenderse hasta el
fondo a sí mismo -y no sólo según pautas y medidas superficiales e incluso aparentes-, debe, con su
inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte,
acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en El con todo su ser, debe «apropiarse» y asimilar toda
la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se realiza en él este
hondo proceso, entonces da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de maravilla de sí
mismo"60.(VS 8)
59 "La Iglesia se dirige al hombre real, concreto e histórico, en su realidad de hombre pecador y justo" (CA
53).
60 Redemptor hominis 13.
37
Dios ha reconciliado consigo mediante Cristo (2Cor 5,18). Por esto, la sumisión del hombre a
Dios, su Creador y fin, se da a través de la aceptación de la reconciliación que se le ofrece:
«Reconciliaos con Dios» (ibid., v. 20). Esta reconciliación significa vivir la «vida nueva»
(Rm 6,11), que Cristo muerto y resucitado nos da. Esto supone vivir como hombres inmersos
en Cristo, inmersos en su muerte y resurrección, como hombres que, mediante esta inmersión
bautismal, han muerto al pecado y han sido restituidos a la novedad de la vida (Rm 6, 11). A
través del bautismo, el cristiano ha muerto a la esclavitud de la ley (Rm 6,14), a la esclavitud
del pecado (v.17), a la esclavitud de la carne (v.14). Esta novedad de vida del bautizado, San
Pablo la presenta como un vivir «en la gracia» (Rm 6,14), estar al servicio de la justicia
(v.18), ser espirituales (Rm 7,6;8,2), es decir, poseer el Espíritu de Cristo, que nos vivifica
(8,2) y nos mueve (8,14-16).
61 San Pablo recurrirá, al menos, 164 veces a este fundamento de la vida cristiana: «ser en Cristo». Cfr P.
DACQUINO, La formula paolina "In Cristo Gesù", La Scuola Cattolica 87(1959)278-291;R. SCHNACKEN-
BURG, Existencia cristiana según el Nuevo Testamento, Estella 1973.
62 En la Escritura es familiar el concepto de Dios que llama y del hombre que es llamado. Dios llama a su
pueblo; llama a Abraham, a Moisés..., a los profetas... San Pablo considera su apostolado como una llamada,
una vocación personal (Cfr Rm 1,1;1Cor 1,1...). El Apóstol nos presenta a Dios que llama libremente a cada uno
(Rm 4,17). Los cristianos son conscientes de su vocación en Cristo (Cfr Rm 1,6;1Cor 1,9;Ef 1,11), se saben lla-
mados a la gracia de Cristo (Gál 1,6.15), a la libertad cristiana (Gál 5,13), a la santidad (Rm 1,7;8,28;1Cor
1,2...).
63 Cfr H. SCHLIER, La resurrección de Jesucristo, Bilbao 1979;C. CAFARRA, Viventi in Cristo, Milán 1981.
38
La llamada en Cristo es lo que constituye la persona cristiana. Esto es el
fundamento de la moralidad cristiana. El don, la grandeza de la vocación, es lo
fundamental; del don, luego, surge el carácter moral y vinculante de la vida cristiana. San
Pablo señalará también este imperativo absoluto de Dios, que llama: «Comportaos de una
manera digna de la vocación a la que habéis sido llamados» (Ef 4,1). Tratándose de una
llamada personal, la vida concreta del cristiano, en conformidad con su llamada, será
diversa, con su singularidad propia, de hombre a hombre, de situación a situación (Cfr 1Cor
7,7.17.22.24). La excelsa vocación personal a la plenitud de la vida cristiana es, en primer
lugar, una gracia y, consiguientemente, un imperativo personal, singular, que se manifiesta
en la vida cotidiana concreta.64
Pero no son estas cosas concretas el fin principal de la vida moral, sino la cons-
titución de la persona cristiana, que se manifestará como entrega total en cada acto concreto
de su vida. La teología moral no puede considerarse una ciencia del acto aislado,
considerado en sí mismo, sino que el acto debe considerarse como la expresión auténtica de
la identidad total cristiana de la persona; ciencia, por tanto, de la persona que se abre a la
acción del Espíritu, que mueve a cada cristiano hacia la perfección según la imagen de
Cristo.
La «ley de Cristo» (Gál 6,2) es Cristo mismo, que cumplió la gran misión recibida
del Padre de manifestarnos todo su amor. Por ello, Cristo es para nosotros ley de gracia, en
cuanto que habita en nosotros mediante la caridad del Espíritu Santo y nos apremia
interiormente a dar los frutos del mismo Espíritu. Nosotros vivimos en Cristo como en
nuestra ley. Cristo es para nosotros fuente de vida, camino de salvación y verdad, que es vida
e infunde vida. El abandono total a Cristo, presente salvíficamente en nosotros, bajo el
impulso de la gracia del Espíritu Santo, aparece como la ley que nos libera y nos da la vida
nueva. Con el crecimiento de Cristo en nosotros hallamos gradualmente nuestra auténtica
personalidad, la plena libertad de hijos de Dios. Crecimiento, no individualístico, sino
eclesial; crecimiento en la Iglesia, sacramento de Cristo, «que es su cuerpo, la plenitud del
que lo llena todo en todo» (Ef 1,23).65
64 El ciclo vital de la gracia se desarrolla dentro de una línea personalista: tiene su origen en una actitud
personal de Dios, suscita en el hombre una inclinación interior hacia la comunión personal con Dios y termina
en una opción libre de autodonación personal del hombre a Dios. Cfr J. ALFARO, Persona y gracia,
Gregorianum 41(1960)5-29.
65 Cfr B. HARING, La ley de Cristo, Barcelona 1964; Libertad y fidelidad en Cristo, Barcelona 1985.
39
encuentro con Cristo. Cristo, en su unión con el Padre y en su solidaridad con los hombres,
es la presencia sacramental, visible y eficaz, de la nueva alianza y de la ley de esta alianza.
Cristo es para nosotros el camino, la verdad y la vida. Los Padres de la Iglesia, apoyándose
en la Escritura, hablarán en este sentido. San Justino, por ejemplo, dirá: «Cristo mismo es la
ley y la alianza». Y Santo Tomás, igualmente, dirá que el Espíritu, enviado por Cristo, es
nuestra ley.66
Es Jesús quien toma la iniciativa y llama a seguirle. La llamada está dirigida... a todos, pues la condición
de todo creyente es ser discípulo de Cristo (He 6,1). Por esto, seguir a Cristo es el fundamento
esencial y original de la moral cristiana. (VS 19)
Esta vocación al amor perfecto no está reservada a una élite. La invitación "anda,
vende lo que tienes y dáselo a los pobres", junto con la promesa "tendrás un tesoro en los
cielos", se dirige a todos, porque es una radicalización del mandamiento del amor al
prójimo. De la misma manera, la siguiente invitación "ven y sígueme" es la nueva forma
concreta del mandamiento del amor a Dios (VS 18).
Seguir a Cristo no es una mera imitación externa de la vida terrena de Cristo, sino la
íntima configuración con Cristo, que murió por nosotros, a fin de que también nosotros
muramos a los deseos del hombre viejo y resucitemos en Cristo a una vida nueva de
glorificación al Padre y de servicio a los hermanos.
Seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana... Pero no se trata aquí
solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical:
adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y
66 Cfr A. VALSECCHI, Gesù Cristo, nostra legge, La Scuola Cattolica 88(1960)81-110;161-190. Ch. H.
DODD, Vangelo e legge, Brescia 1968. St. LYONET, Libertad y ley nueva, Salamanca 1964.
40
amorosa a la voluntad del Padre, siguiéndole en el camino del amor, de un amor que se da totalmente a
los hermanos por amor a Dios: "Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo
os he amado" (Jn 15,12)..., "para que vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros" (Jn 13,14-15). El
actuar de Jesús y sus palabras constituyen la regla moral de la vida cristiana. En efecto, estas acciones
suyas y, de modo particular, el acto supremo de su pasión y muerte en la cruz, son la revelación viva de
su amor al Padre y a los hombres. Este es el mandamiento "nuevo": "Os doy un mandamiento nuevo:
que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a
los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn
13,34-35)... Este es su mandamiento. Esto es lo que Jesús pide a todo hombre que quiere seguirlo: "Si
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16,24).(VS 20)
Imitar y revivir el amor de Cristo no es posible para el hombre con sus solas fuerzas.
Se hace capaz de este amor sólo gracias a un don recibido. Lo mismo que Cristo recibe el
amor de su Padre, así lo comunica El a sus discípulos: "Como el Padre me amó, yo también
os he amado a vosotros; permaneced en mi amor" (Jn 15,9). Este don de Cristo es el Espíritu
Santo, cuyo primer "fruto" (cfr Gál 5,22) es el amor: "El amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rom 5,5). San Agustín se
pregunta: "¿Es el amor el que nos hace observar los mandamientos, o bien es la observancia
de los mandamientos la que hace nacer el amor?". Y responde: "Pero ¿quién puede dudar de
que el amor precede a la observancia? En efecto, quien no ama está sin motivaciones para
guardar los mandamientos"67. (cfr VS 22).
Seguir a Cristo no es una imitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad profunda. Ser
discípulo de Jesús significa hacerse conforme a El, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí
mismo en la cruz (Flp 2,5-8). Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (Ef 3,17), el
discípulo se asemeja a su Señor y se configura con El; lo cual es fruto de la gracia, de la presencia
operante del Espíritu Santo en nosotros. Inserido en Cristo, el cristiano se convierte en miembro de su
Cuerpo, que es la Iglesia (1Cor 12,13.27). Bajo el impulso del Espíritu, el Bautismo configura
radicalmente al fiel con Cristo en el misterio pascual de la muerte y resurrección, lo "reviste" de Cristo
(Gál 3,27). "Felicitémonos y demos gracias -dice san Agustín dirigiéndose a los bautizados-: hemos
llegado a ser no solamente cristianos, sino el propio Cristo. Admiraos y regocijaos: ¡hemos sido hechos
Cristo!"68. El bautizado, muerto al pecado, recibe la vida nueva (Rom 6,3-11); viviendo por Dios en
Cristo Jesús, es llamado a caminar según el Espíritu y a manifestar sus frutos en la vida (Gál 5,16-25).
La participación sucesiva en la Eucaristía, sacramento de la Nueva Alianza (1Cor 11,23-29), es el
culmen de la asimilación a Cristo, fuente de "vida eterna" (Jn 6,51-58), principio y fuerza del don total
de sí mismo, del cual Jesús manda hacer memoria en la celebración y en la vida: "Cada vez que coméis
este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga" (1Cor 11,26). (VS 21)
Este seguir a Cristo se vive a nivel personal y a nivel eclesial. La Iglesia no se halla
en una relación puramente externa con Cristo. Es su cuerpo, por obra del Espíritu. Cristo, por
su Espíritu vive en ella. Y lo mismo vale para cada cristiano; mientras ve su relación con
Cristo como algo extrínseco y se limita a una mera sumisión y a una obediencia externa a las
leyes -Cristo legislador o modelo externo- no ha percibido todavía el elemento característico
de la ley de Cristo. Sólo en la medida en que el cristiano, por medio de la fe, reconoce su
unión vital con Cristo y deja que esta unión con Cristo penetre toda su vida, llega a ser
«hombre perfecto en Cristo» (Col 1,28).69
Cristo es palabra de Dios y respuesta a Dios. Cristo nos ha dado la palabra definitiva
del amor del Padre. Y Cristo es también la respuesta fiel y definitiva al Padre, dada en
nombre de toda la humanidad, con fuerza para salvar a todos.
41
Cristo se hace presente en nosotros como «llamada» del Padre. Pero si el Padre nos
llama es porque quiere dialogar con nosotros. El Padre, por tanto, nos personifica -el diálogo
se establece sólo entre personas- y quiere que hablemos con El como personas. La historia de
la salvación y de la vida cristiana hacen que el creyente se comprenda a sí mismo y toda su
existencia como una «vocación en Cristo» y que tienda con toda su persona a inserirse en la
respuesta que Cristo ha dado ya en nombre de todos.
El amor y la vida según el evangelio no pueden proponerse ante todo bajo la categoría de precepto,
porque lo que exigen supera las fuerzas del hombre. Sólo son posibles como fruto de un don de Dios,
que sana, cura y transforma el corazón del hombre por medio de su gracia: "Porque la Ley fue dada por
medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo" (Jn 1,17). Por eso, la promesa de
vida eterna está vinculada al don de la gracia, y el don del Espíritu que hemos recibido es ya "prenda de
nuestra herencia" (Ef 1,14). (VS 23)
Cristo, presente en nosotros, nos da el ser, existir y obrar como personas. Y nosotros,
respondiendo vitalmente a este triple dinamismo de Cristo, tenemos nuestro ser de persona,
nuestro existir espacio-temporal y nuestro obrar en la realidad histórica, con tensión personal
escatológica. Como dice Juan Pablo II:
El hombre, renacido del agua y del Espíritu, renovado y recreado, ha recibido la vocación y la misión de
"revestirse del Señor Jesucristo" (Rom 13,14)... De este modo nuestra humanidad logra la plenitud de su
verdad. En efecto, hemos sido creados para llegar a ser hijos en el Hijo (Ef 1,5), predestinados a ser
conformes a la imagen del Hijo (Rom 8,29). Cristo es la verdad plena del hombre y, en consecuencia,
Cristo es la ley de la vida del hombre (1Cor 9,21). Esta ley de Cristo es escrita en nuestros corazones
mediante el Espíritu. El Espíritu nos impulsa a realizar nuestro ser en la verdad más íntima,
transformándonos a imagen de Cristo. Antes de ser concebido bajo el corazón de la propia madre, cada
uno de nosotros ha sido concebido, pensado y querido en el corazón de Dios. El Espíritu conoce el plan
de Dios sobre nuestra vida. El guía nuestra existencia para que se realice, en el tiempo, nuestro ser
perfecto, como ha sido pensado desde la eternidad. 70
42
moral, de la vida cristiana, es la gloria de Dios, gloria de Dios que se realiza en la salvación y
en la integridad del hombre».71
Dios nos llama con su palabra sacramental, que es Cristo. Esta palabra de Dios no
nos llega sólo a través del oído, sino que penetra en nuestro interior con la fuerza del
Espíritu Santo, Espíritu de Cristo resucitado, que el día de Pentecostés ha penetrado la
humanidad entera en su núcleo eclesial: los apóstoles y primeros discípulos, reunidos con
María en el cenáculo.
Con esta palabra, radicalmente eclesial, Dios Padre llama al hombre para que crea
y obre como «llamado en Cristo». Esta llamada penetra el ser íntimo del hombre,
constituyéndose en «gracia», «espíritu de vida», «ley nueva». De ella nacen los «frutos» de
vida, los actos humanos realizados en Cristo.
De este modo, Cristo es la palabra del Padre al hombre y la respuesta del hombre a
la llamada de Dios. Sólo Cristo es la palabra con la que podemos responder en diálogo con
Dios y en diálogo, interpersonal, eclesial, con los hombres.
La respuesta del hombre a esta palabra ha de ser personal, libre: «La respuesta de la
fe que el hombre da a Dios debe ser voluntaria, ya que el hombre, redimido por Cristo
Salvador y llamado por Jesucristo a la filiación adoptiva, no puede adherirse a Dios, que se
revela a sí mismo, a menos que, atraído por el Padre, rinda a Dios el obsequio racional y libre
de la fe» (DH 10). Mirando con fe a Jesús, autor de la salvación (LG 9;AG 13), el hombre
inicia su conversión moral (Cfr Rm 6,16ss).
43
La fe no sólo proporciona una nueva visión de las cosas, que implica una nueva
manera de obrar, sino que es una levadura permanente de conversión. El Vaticano II recordará
constantemente este dinamismo de la fe (Cfr LG 12). La acción del Espíritu pasa por la fe
para animar la vida, incluso temporal del cristiano: «La restauración prometida, que
esperamos, y que ya comenzó en Cristo, es impulsada con la venida del Espíritu Santo y
continúa en la Iglesia, en la cual, por la fe, somos instruidos también acerca del sentido de
nuestra vida temporal, en tanto que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la
obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y labramos nuestra salvación» (LG 48).
Promover y custodiar, en la unidad de la Iglesia, la fe y la vida moral es la misión confiada por Jesús a
los Apóstoles (Mt 28,19-20), la cual se continúa en sus sucesores. Es cuanto se encuentra en la
Tradición viva, mediante la cual «la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a
todas las edades lo que es y lo que cree. Esta Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda
del Espíritu Santo»72. En el Espíritu, la Iglesia acoge y transmite la Escritura como testimonio de las
maravillas que Dios ha hecho en la historia (cfr Lc 1,49); custodia la verdad del Verbo hecho carne con
los labios de los Padres y de los Doctores; practica sus preceptos y la caridad en la vida de los santos y
de las santas, y en el sacrificio de los mártires; celebra su esperanza en la Liturgia. Mediante la
Tradición los cristianos reciben «la voz viva del evangelio», como expresión fiel de la sabiduría y de la
voluntad divina. (VS 25-27)
44
III. MORAL NATURAL A LA LUZ DE CRISTO
Pero desde esta perspectiva se puede elaborar una teología de la ley natural
fundamentalmente cristocéntrica, -que cree un puente auténtico para el diálogo con todos los
hombres-, considerando la ley natural en la ley de Cristo, ya que «todas las cosas fueron
creadas por medio de El y en vista a El. El es antes de todas las cosas y todo tiene en El su
consistencia» (Col 1,16s). Los diversos modos -ley nueva manifestada en Cristo, ley antigua
expresada en la revelación del Sinaí, y ley natural inscrita en el ser del hombre- con que
Dios guía a los hombres, no sólo no se excluyen entre sí, sino que se sostienen y se
compenetran recíprocamente.75
En la encíclica Veritatis splendor, el Papa Juan Pablo II, dirigiéndose no sólo a los
creyentes en Cristo, busca los fundamentos comunes de la moral, subrayando los aspectos
racionales de la misma, para conseguir una aceptación amplia y salvar de este modo la
dignidad humana. La respuesta de Cristo al hombre, que la Iglesia no cesa de proponer
"posee una luz y una fuerza capaces de resolver las cuestiones más discutidas y complejas"
(VS 30). Jesús conoce la naturaleza del hombre en sus elementos esenciales más allá de sus
expresiones culturales (VS 53). Jesús no apela a la cultura de su tiempo, sino al "principio",
a la realidad original de la creación según el designio de Dios aún no deformado por el
pecado.76 La Iglesia, igualmente, en el campo moral no busca la luz en la cultura del
hombre, sino en el proyecto de Dios en la creación y en la recreación de la humanidad en su
Hijo Jesucristo. En el acontecimiento pascual de Cristo y en el misterio de nuestra adopción
filial por el Padre emerge la dignidad original de la persona humana.
45
Concilio: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Rm 5,14), es
decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del
Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la
sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades (acerca de la dignidad
de la persona)77 hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona» (GS 22).
Todo hombre se hace la pregunta: "¿qué he de hacer para llegar a una vida plena
(vida eterna)" (Mt 19,16). En la escucha atenta de la respuesta de Cristo se llega a la
conclusión de que la búsqueda del bien está unida inseparablemente a nuestra relación con
Dios. Sólo El es bueno. El Bien por excelencia es un ser personal. Llegar a ser bueno
significa responder personalmente a Dios, haciéndose semejantes a El... Los mandamientos
nos ayudan a encontrar el camino para llegar a ser semejantes a Dios. Los mandamientos
son explicitación del amor y, están, por tanto, vinculados a la promesa de la vida en toda su
plenitud: vida eterna... La llamada de Jesús a su seguimiento significa, igualmente, que
quien camina con El está en camino hacia Dios.78
La libertad del hombre y la ley de Dios se encuentran y están llamadas a compenetrarse entre sí, en el
sentido de la libre obediencia del hombre a Dios y de la gratuita benevolencia de Dios al hombre. Y, por
tanto, la obediencia a Dios no es, como algunos piensan, una heteronomía..., porque la libre obediencia
del hombre a la ley de Dios es expresión de su sabiduría: sometiéndose a ella, la libertad se somete a la
verdad de la creación (cfr VS 41).
77 La persona como imagen de Dios, con la unión de cuerpo-espíritu, su socialidad, libertad, capacidad
creadora, su historicidad. Cfr. GS 12-17.
78 Cfr. J. Ratzinger, en la presentación de Veritatis splendor, L'Osservatore Romano, n. 42, del 15-10-
1993,p.22.
79 E. BRUNNER, Der Mensch Im Widerspruch, Zurich 1941, p.53.
80 SANTO TOMAS, In duo praecepta caritatis et in decem legis praecepta, n. 1129.
46
historia humana. Todas las experiencias auténticamente humanas se insertan en la ley de
Cristo, porque todo subsiste en El. Todo está recapitulado en El para la respuesta definitiva
del amor a Dios y del amor fraterno. Por ello, la ley natural encuentra en Cristo encarnado
su última manifestación.
Los diversos modos con que Dios se cuida del mundo y del hombre, no sólo no se excluyen entre sí,
sino que se sostienen y se compenetran recíprocamente. Todos tienen su origen y confluyen en el eterno
designio, sabio y amoroso, con el que Dios predestina a los hombres "a reproducir la imagen de su Hijo"
(Rom 8,29). En este designio de Dios no hay ninguna amenaza para la verdadera libertad del hombre; al
contrario, la acogida de este designio es la única vía para la consolidación de dicha libertad (VS 45).
2. Libertad y verdad
En algunas corrientes del pensamiento moderno se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de
considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores.(VS 32)
La encíclica defiende la libertad como valor primordial del hombre, pero la libertad,
siendo un valor fundamental, no es un valor absoluto; está condicionada por la verdad.
Libertad sin verdad no es libertad. La libertad es la capacidad de realizar la verdad del
proyecto de Dios sobre el hombre y el mundo y no una fuerza autónoma de autoafirmación,
no raramente insolidaria, en orden a lograr el propio bienestar egoísta.
No somos nosotros quienes nos damos las normas últimas del comportamiento
humano. La dirección última de nuestra existencia no es inventada por nosotros, sino más
bien buscada y reconocida. El estar en la verdad, que nos precede y que no es obra del
hombre, es un requisito imprescindible para que la actuación humana sea verdaderamente
libre. La fuente y el origen de toda verdad y, por tanto, el fundamento de la libertad del
hombre, está en Dios que ha creado al hombre.
47
radicalmente subjetivista del juicio moral" (VS 32). La libertad se vive no contra la verdad,
sino en la verdad.83
3. Libertad y naturaleza
Frente a estas acusaciones, la encíclica Veritatis splendor analiza el lugar que tiene
el cuerpo humano en las cuestiones de la ley natural. El cuerpo humano no es un material
biológico, "un ser bruto", desprovisto de significados y de valores morales. El cuerpo no es
algo extrínseco a la persona. La persona es sujeto de sus acciones en su unidad de alma y
cuerpo. Una doctrina que separe el acto moral de las dimensiones corpóreas de su ejercicio
es contraria a las enseñanzas de la Sagrada Escritura y de la Tradición. Reducir la persona
humana a una libertad espiritual es ignorar el significado moral del cuerpo y de sus
comportamientos (cfr 1Cor 6,9-10). Cuerpo y alma son inseparables: en la persona y en su
actuación se salvan o se pierden juntos.85
48
La razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna, que no es otra cosa que la misma sabiduría
divina. La ley moral proviene de Dios y en El tiene su origen. En virtud de la razón natural, que deriva
de la sabiduría divina, la ley moral es, al mismo tiempo, la ley propia del hombre. La ley natural, por
tanto, "no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella
conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar" 87.(VS 40)
Esta ley divina se llama ley natural, no por relación a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque
la razón que la promulga es propia de la naturaleza humana... Dios provee a los hombres de manera
diversa respecto a los demás seres que no son personas: no "desde fuera", mediante las leyes inmutables
de la naturaleza física, sino "desde dentro", mediante la razón que, conociendo con la luz natural la ley
eterna de Dios, es por esto mismo capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actuación. 88
La ley divina y la ley natural se hallan en perfecto acuerdo. La ley moral natural
tiene a Dios como autor y el hombre, mediante su razón, participa de la ley eterna, que no ha
sido establecida por él. Es Dios quien la ha establecido. El hombre no puede decidir sobre el
bien o el mal, sino que está llamado a aceptar la ley moral que Dios en su amor, al conocer
perfectamente lo que es bueno para el hombre, le da: "Del árbol de la ciencia del bien y del
mal no comerás" (Gén 2,17). De este modo, la ley de Dios no atenúa ni elimina la libertad
del hombre, sino que la garantiza y la promueve. 91 Dios ha dejado al hombre "en manos de
su propio albedrío" (Eclo 15,14) para que buscase a su Creador y alcanzase libremente la
perfección. Pero alcanzar no significa crear la perfección, sino edificar personalmente en sí
mismo la perfección a la que Dios le ha destinado: ser imagen de Dios. La autonomía
absoluta del hombre es su misma muerte: "Pues sin el Creador la criatura se diluye...
Además, por el olvido de Dios, la criatura misma queda oscurecida" (GS 36). En cambio, en
87 SANTO TOMAS, In duo praecepta caritatis et in decen legis praecepta. Prologus: Opuscula theologica II,
n.1129.
88 VS 43, citando a SANTO TOMAS, Summa Theologica, I-II, q.90, a.4.
89 Cfr VS 51.
90 Cfr GS 10 y 29; S. CONGREGACION PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Persona humana,n.4
91 Cfr VS 35-36.
49
la fidelidad a la verdad del ser que Dios ha dado al hombre, la libertad se ejerce en
conformidad con la dignidad del hombre:
La dignidad del hombre requiere que actúe según una elección co nsciente y libre, es decir, movido e
inducido desde dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de una mera coacción externa.
El hombre logra esta dignidad cuando, liberándose de toda esclavitud de las pasiones, persigue su fin en
la libre elección del bien. (GS 17)
Sin el fundamento de Dios, sin la luz y la gracia divinas, queda todo a nuestro
antojo, en una pendiente que resbala hacia el subjetivismo, el relativismo y la llamada ética
de situación, para la que en definitiva todo queda justificado.93
Según la fe cristiana y la doctrina de la Iglesia, solamente la libertad que se somete a la verdad conduce
a la persona humana a su verdadero bien. El bien de la persona consiste en estar en la Verdad y en
realizar la Verdad. (VS 84)
4. Libertad y gracia
"La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre" (GS 17).
El hombre es libre acogiendo la llamada que Dios le hace y respondiendo a ella con su vida.
Para hacer posible esta libertad, se encarnó Jesucristo. Su misión fue "proclamar la liberación
a los cautivos y dar la libertad a los oprimidos" (Lc 4,18). "Pues para ser libres nos libertó
Cristo...Porque, hermanos, habéis sido llamados a la libertad" (Gál 5,1.13). Quien acoge en la
fe a Cristo, y se mantiene fiel a su palabra, conoce la verdad y la verdad le hace libre. En
cambio, el que vive en el pecado, es un esclavo. "Si, pues, el Hijo os da la libertad, seréis
realmente libres" (Jn 8,31-36).
El hombre es obra de Dios: "hemos sido creados en Cristo Jesús en orden a las
buenas obras que de antemano dispuso Dios que realizáramos" (Ef 2,10). Pero el hombre por
el pecado experimenta que "no cumple el bien que quiere, sino el mal que no quiere" (Rom
7,14ss). "Vendido como esclavo al pecado", el hombre experimenta que en él se ha roto la
armonía entre la verdad y la libertad. La libertad elige y hace lo que va contra la verdad de la
persona humana, "aprisionando la verdad en la injusticia" (Rom 1,18). Este es el drama del
hombre, que ve lo que es bueno, lo que responde a su ser, a su verdad, pero hace lo contrario,
lo que detesta. "¡Pobre de mí!, -exclama san Pablo-, ¿Quién me librará de este cuerpo que me
lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!" (Rom 7,24-25).
Cristo crucificado revela el significado auténtico de la libertad, lo vive plenamente en el don total de sí y
llama a los discípulos a tomar parte en su misma libertad. (VS 85)
92 Cfr VS 40.
93 La IV conferencia del Celam en Santo Domingo, constata esta realidad: "Se observa en nuestra realidad
social el creciente desajuste ético-moral, en especial la deformación de la conciencia, la ética permisiva y una
sensible baja del sentido de pecado" (n.232). "Se introduce como norma de moralidad la llamada 'ética civil o
ciudadana', sobre la base de un consenso mínimo de todos con la cultura reinante, sin necesidad de respetar la
moral natural y las normas cristianas. Se observa una 'moral de situación' según la cual algo de por sí malo
dejaría de serlo de acuerdo a las personas, circunstancias e intereses que están en juego" (n.236).
50
Cristo se hace hombre y muere en la cruz para liberar al hombre, en primer lugar, del
pecado: "Gracias a Dios, vosotros, que erais esclavos del pecado, habéis obedecido de
corazón a aquel modelo de doctrina al que fuisteis entregados, y liberados del pecado, os
habéis hecho esclavos de la justicia" (Rom 6,17-18). 94
El hombre, redimido de la esclavitud del pecado, es liberado, en segundo lugar, de la
esclavitud de la ley: "pues el pecado no dominará ya sobre vosotros, ya que no estáis bajo la
ley sino bajo la gracia" (Rom 6,13-14). Jesucristo, cargando por nosotros con "la maldición
de la ley", al morir en la cruz, nos liberó de la maldición de la ley: "Cristo nos rescató de la
maldición de la ley, haciéndose El mismo maldición por nosotros" (Gál 3,13).
Liberados por Cristo del pecado y de la maldición de la ley hemos sido liberados,
finalmente, de la muerte, salario del pecado, maldición de la ley: "por el pecado, la muerte"
(Rom 5,12). Ciertamente la liberación de la muerte aún espera la resurrección gloriosa
(1Cor 15,26.54ss), porque los creyentes se encuentran todavía "en la espera de la redención
de su cuerpo" (Rom 8,23), cuando sea totalmente destruido "el último enemigo, que es la
muerte" (1Cor 15,16). Pero el cristiano ya ha sido liberado "del miedo a la muerte, con el
que el Diablo nos tenía de por vida sometidos a esclavitud" (Hb 2,15). En realidad, ya
"hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. (Sólo) quien no ama
permanece en la muerte" (1Jn 3,14;Jn 5,24). En la Eucaristía recibimos la prenda de la
liberación definitiva de la muerte: "Este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma
no muera... El que coma esta pan vivirá para siempre" (Jn 6,50.58).
Esta triple liberación que Cristo realiza en el cristiano, es para que éste sea libre:
"Para ser libres, nos libertó Cristo" (Gál 5,1). En una palabra: la libertad de está ordenada
a la libertad para: "Porque, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; sólo que no
toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a
los otros" (Gál 5,13). Esta libertad para amar es la verdadera libertad, signo eminente de la
imagen divina en el hombre:
Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza: llamándolo a la existencia por amor lo ha llamado
al mismo tiempo al amor. Dios es amor (1Jn 4-8) y vive en sí mismo un misterio de comunión personal
de amor. Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad
del hombre y de la mujer la vocación del amor y de la comunión. El amor es, por tanto, la vocación
fundamental e innata de todo ser humano. (FC 11).
Esta es la libertad que Cristo da al cristiano con el don de su Espíritu, que le otorga
la capacidad de responder en el amor a la llamada del Padre: "Porque el Señor es el
51
Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad" (2Cor 3,17), "la gloriosa
libertad de los hijos de Dios" (Rom 8,21).
Jesús manifiesta, además, con su misma vida, y no sólo con palabras, que la libertad se realiza en el
amor, es decir en el don de uno mismo en el servicio a Dios y a los hermanos... Por lo tanto, Jesús es la
síntesis viviente y personal de la perfecta libertad en la obediencia total a la voluntad de Dios. Su carne
crucificada es la plena revelación del vínculo indisoluble entre libertad y verdad, así como su
resurrección de la muerte es la exaltación suprema de la fecundidad y de la fuerza de una libertad vivida
en la verdad. (VS 87)
"La ley del Espíritu que da vida en Cristo Jesús, te liberó de la ley del pecado y de la muerte" (Rom 8,2).
Con estas palabras el Apóstol nos introduce a considerar en la perspectiva de la historia de la salvación
que se cumple en Cristo la relación entre la Ley (antigua) y la gracia (Ley nueva). (VS 23)
La ley tiene una función pedagógica. Lleva al hombre pecador a valorar su propia
impotencia, quitándole la presunción de la autosuficiencia. De este modo le abre a la
invocación y a la acogida de la "vida en el Espíritu". Como dice san Agustín: "La Ley ha sido
dada para que se implorase la gracia; la gracia ha sido dada para que se observase la ley"
(n.23).97 Y Santo Tomás afirma que la Ley Nueva es la gracia del Espíritu Santo dada
mediante la fe en Cristo.98 Los preceptos externos preparan para esta gracia o despliegan
sus efectos en la vida (VS 24).
Quien "vive según la carne", siente la ley de Dios como un peso, más aún, como una negación o, de
cualquier modo, como restricción de la propia libertad. En cambio, quien está movido por el amor y
"vive según el Espíritu" (Gál 5,16), y desea servir a los demás, encuentra en la ley de Dios el camino
fundamental y necesario para practicar el amor libremente elegido y vivido (VS 17).
La ley natural se manifesta, pues, como el mejor modo de vivir como persona,
escuchando y respondiendo a las oportunidades y a las exigencias presentes, que Dios le
presenta en la historia, según el grado de capacidad de escuchar y de percibir el significado
de la realidad.
52
heredera natural de esa concepción legalista de la teología moral, interesada únicamente en
precisar los límites mínimos de la norma externa, descuidando la dinamicidad del nuevo ser
en Cristo, de la nueva criatura. Sus defensores se han formado en una moral estática, en una
moral del límite, no en una moral dinámica, de crecimiento según el nuevo mandamiento de
Cristo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12). Cuando Cristo añade
«como yo os he amado», además de un motivo, da una regla, una orientación, que es la
expresión de nuestro ser en Cristo, de su presencia en nosotros. 99
En el corazón del cristiano, en el núcleo más secreto del hombre, resuena siempre la pregunta que el
joven del evangelio dirigió un día a Jesús: "Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida
eterna?" (Mt 19,16). Pero es necesario que cada uno la dirija al Maestro "bueno", porque es el único que
puede responder en la plenitud de la verdad, en cualquier situación, en las circunstancias más diversas.
(VS 117)
Todo hombre, creado por Dios en libertad, se halla en manos de su propio albedrío
(Eclo 15,14). Y ante él se hallan dos caminos, dos formas de vida: ante él están el agua y el
fuego, puede extender la mano donde desee (Eclo 15,16); es decir, "ante los hombre está la
vida y la muerte, puede encaminarse por donde prefiera" (Eclo 15,17). Dios respeta la
libertad que El mismo ha dado al hombre. Esto no quiere decir que Dios sea indiferente y le
dé lo mismo que el hombre elija un camino o el otro: "Mira, yo pongo hoy ante ti vida y
felicidad, muerte y desgracia... Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia, amando
a Yahveh, escuchando su voz, viviendo unido a El, pues en eso está tu vida" (Dt 30,15-20).
Respetando la libertad del hombre, el deseo de Dios es que elija libremente el camino de la
vida: "Dichoso, pues, el hombre que no sigue la senda de los pecadores, que se pierde en la
muerte, sino que se complace en la ley del Señor, dando fruto a su tiempo" (Sal 1). 100
99 Para la síntesis entre la ley de Cristo y la ley natural, Cfr. B. HÄRING La vida cristiana a la luz de los
sacramentos, p. 72-81. Cfr. N. LAZURE, Les valeurs morales de la théologie joannique, París 1965.
100 Cfr. CEC 1696.
53
Caminar en la Escritura es vivir, seguir los pasos de Dios, que "marcha con
nosotros" (Ex 33,16;Dt 20,4). Por eso la vocación de Dios es siempre una llamada "a
ponerse en camino hacia donde El indique" (Gén 12,1). Seguir la vocación es la respuesta de
la fe al don de la elección gratuita y amorosa de Dios. Esta fe es confianza en Dios,
obediencia, abandono a su voluntad, que lleva al hombre a "abandonar sus caminos", "salir
de su tierra", dejar la propia instalación, y dejarse llevar por los caminos de Dios, que "no
son vuestros caminos" (Is 55,8).
Sin embargo, aunque el hombre equivoque el camino, Dios no se deja vencer por el
pecado y ofrece al hombre la conversión, la vuelta a El. Para ello, "abre senderos en el
páramo" (Is 43,19) y "convierte los montes en caminos" (Is 49,11).
Esta historia de salvación culmina en Cristo. Juan Bautista lo anuncia con los
mismos términos de Isaías: llega el nuevo y definitivo éxodo: "Preparad el camino del
Señor" (Lc 3,4;Is 40,3). Jesús realizará el nuevo éxodo, llevando al pueblo de Dios de la
esclavitud del pecado a la casa del Padre, al reposo eterno de Dios mismo (Hb 4,9ss). Cristo
"lleva a los hijos a la gloria, guiándolos a la salvación" (Hb 2,10). Jesús en persona es el
camino: en El los hombres llegan a la vida eterna. El entra el primero a través del camino
de la cruz. Y a través de su carne abre la senda que lleva a los discípulos a participar en la
gloria de la resurrección. Cristo es "el camino nuevo y vivo" para entrar en el "santuario
celeste" (Hb 10,19-22).
54
3. DIMENSION PNEUMATOLOGICA DE LA IGLESIA
Y DE LA MORAL CRISTIANA
Por el olvido o ignorancia del Espíritu Santo, la fe, la oración y la vida de muchos
cristianos sigue siendo más monoteísta que trinitaria. En muchos casos esto lleva a una fe
abstracta, fría, teísta; a una oración individualista, desligada de la comunión eclesial, que es
expresión viva de la unión trinitaria; a una vida en evidente divorcio de la fe, pues sólo el
Espíritu vivifica, interioriza y hace actual en la vida la fe confesada y celebrada. 101
Si el Espíritu Santo no existiera, no podríamos decir que Jesús es nuestro Señor. "Porque nadie puede
decir: Jesús es Señor, sino en el Espíritu Santo" (1Cor 12, 3). Si no existiera el Espíritu Santo, los
creyentes no podríamos orar a Dios. En efecto, decimos "Padre nuestro que estás en los cielos" (Mt 6,9).
Pero, así como no podríamos llamar a Jesús nuestro Señor, tampoco podríamos llamar a Dios Padre
nuestro. ¿Quién lo prueba? El Apóstol que dice: "La prueba de que sois hijos es que Dios envió a
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abba, Padre!" (Gál 4,6).102
La Iglesia no se puede pensar sin Cristo o al margen del Espíritu. El Concilio ha dado
al misterio de la Iglesia una formulación francamente pneumatológica. El recurso constante a
la Escritura le ha impuesto este estilo realmente nuevo.
55
La Iglesia no se comprende sino en relación al Espíritu Santo. Cristo resucitado se
comunica a la Iglesia en la actividad permanente del Espíritu. La Iglesia es Iglesia de Cristo
en cuanto es la Iglesia del Espíritu de Cristo, potencia divinamente personal en la que Cristo
glorificado se da constantemente a los suyos: «Porque Cristo, levantado sobre la tierra, ha
atraído hacia sí a todos los hombres (Jn 12,33); habiendo resucitado de entre los muertos (Rm
6,9), envió su Espíritu vivificante a los discípulos y por El constituyó su cuerpo, que es la
Iglesia, como sacramento universal de salvación; estando sentado a la derecha del Padre
actúa sin cesar en el mundo para llevar a los hombres a la Iglesia y para unirlos más
estrechamente consigo por medio de la misma y hacerles partícipes de su vida gloriosa, al
darles en alimento su cuerpo y sangre. Así, pues, la restauración prometida, que esperamos,
ya empezó en Cristo, está impulsada por la misión del Espíritu Santo y por El se continúa en
la Iglesia» (n.48). Es, pues, imposible pensar la vida de la Iglesia independientemente del
Espíritu, que hace de ella un Pentecostés continuo. 103
Terminada la obra que el Padre había encomendado al Hijo realizar en la tierra (Jn 14,4), fue enviado el
Espíritu Santo, el día de Pentecostés, para que santificara constantemente a la Iglesia y de este modo
tuviesen acceso al Padre los creyentes por Cristo en un solo Espíritu (Ef 2,18). El es el Espíritu de vida o
la fuente del agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14;7,38-39), por medio del cual el Padre vivifica a
los hombres que estaban muertos por el pecado hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (Rm
8,10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo (1Cor
3,16;6,19), y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos (Gál 4,6;Rm 8,15-16.26). A esta
Iglesia, a la que introduce en toda verdad (Jn 16,13) y unifica en la comunión y el ministerio, la instruye
y dirige mediante los diversos dones jerárquicos y carismáticos y la adorna con sus frutos (Ef 4,11-
12;1Cor 12,4;Gál 5,22). Rejuvenece a la Iglesia con el vigor del Evangelio y la renueva perpetuamente y
la conduce a la perfecta unión con su Esposo. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven!
(Ap 22,17). Así la Iglesia universal se nos presenta como "un pueblo reunido por la unidad del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo"» (n.4) .
103 Cfr. S. BULGAFOB, Il paraclito, Bologna 1971;E. LANNE, Lo Spirito Santo e la Chiesa, Roma 1970; P.
EVDOKIMOV, L'Esprit Saint dans la traditio ortodoxe, París 1969.
104 Cfr. CEC 1104-1107.
105 SAN CIPRIANO, De Or.Dom. 23;Pl 4, c.553.
56
El Espíritu Santo introduce al cristiano en la vida trinitaria. Este misterio es el que
vive la Iglesia y el cristiano en ella. La presencia del Dios Uno y Trino en la Iglesia nos
envuelve en la circular fuerza de su amor. Cristo nos mantiene unidos al Padre en el impulso
de Amor por el que se da enteramente a El: "Por medio de Cristo tenemos acceso, en un solo
Espíritu, al Padre" (Ef 2,18). San Ireneo en diversas ocasiones señala esta doble dirección
de la historia de la salvación: desde el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo llega la
salvación a la Iglesia y, en ella, al cristiano; y en la Iglesia, el Espíritu nos une a Cristo que
nos presenta con El al Padre.106
Es cierto que hablar de Pueblo de Dios no significa decir la última palabra sobre el
misterio de la Iglesia, como ha advertido el mismo Y. Congar, uno de los que más ha
contribuido a devolver a esta noción su importancia irrenunciable. Sin embargo, la aparición
de un segundo capítulo sobre el Pueblo de Dios, después del primero sobre el misterio de la
Iglesia, y antes del tercero sobre la jerarquía, marca un gran paso para la renovación espiritual
de la eclesiología. Significa la superación del clericalismo de la eclesiología apologética, que
insistía unilateralmente sobre la visibilidad jerárquica. La nueva concepción pone remedio a
esta eclesiología con la concepción realmente ministerial de la jerarquía, concebida comple-
tamente al servicio espiritual del Pueblo de Dios. Las estructuras jerárquicas no son
ciertamente negadas, pero son colocadas en su sitio: «para apacentar el Pueblo de Dios y
acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios, ordenados al
bien de todo el Cuerpo. Porque los ministros que poseen la sagrada potestad, están al servicio
de sus hermanos, a fin de que todos cuantos son miembros del Pueblo de Dios y gozan, por
tanto, de la dignidad cristiana, tiendan todos libre y ordenadamente a un mismo fin y lleguen
a la salvación» (n.18). La colegialidad episcopal es una expresión fundamental de esta
eclesiología de comunión, que crea el Espíritu Santo.
106 Cfr. SAN IRENEO, Adv.haer. V,1,1. Para más textos patrísticos sobre la acción del Espíritu Santo, cfr. E.
JIMENEZ HERNANDEZ, El Espíritu Santo. Dador de vida, en la Iglesia, al cristiano, Bilbao 1993.
57
La jerarquía sólo se concibe rectamente cuando es entendida como un orden de
servicio. Y, por eso, para enfocar bien la cuestión del servicio peculiar de la jerarquía
eclesiástica, hay que incorporarla en la cuestión más amplia de la función ministerial que
compete a todos los miembros de la Iglesia. Toda la Iglesia, con su diversidad de miembros,
está unida por el Espíritu «en comunión y ministerio» (n.7). Es un mismo Espíritu el que
distribuye los diversos dones en la Iglesia «para utilidad de la Iglesia, según sus riquezas y la
diversidad de ministerios» (n.7). En este sentido, en la Iglesia no hay ningún oficio con
carácter individual, pues los diversos ministerios tienden a la edificación de toda la
comunidad. Para esta edificación de la comunidad en Cristo, el mismo Espíritu señala a los
diversos miembros la misión que en cada caso deben cumplir. Desde el punto de vista del
servicio, reina también una igualdad fundamental entre los diversos miembros de la Iglesia y
consiste en que todos ellos, mediante el cumplimiento de la misión que les está encomenda-
da, deben cooperar a la edificación del cuerpo de Cristo. Cuando se trata del servicio mutuo,
está fuera de duda que ningún miembro puede considerarse superior a los demás: «Y si es
cierto que algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos para los demás como
doctores, dispensadores de los misterios y pastores, sin embargo, se da una verdadera
igualdad entre todos en lo referente a la dignidad y a la acción común de todos los fieles para
la edificación del cuerpo de Cristo... De este modo, en la diversidad, todos darán testimonio
de la admirable unidad del cuerpo de Cristo; pues la misma diversidad de gracias, servicios y
funciones congrega en la unidad a los hijos de Dios, porque todas estas cosas son obra del
único e idéntico Espíritu (1Cor 12,11)» (n.32).
Hay, pues, que afirmar que la Iglesia tiene como principio interno de unidad y de
vida la persona del Espíritu Santo. El Espíritu Santo suscita la comunión eclesial desde el
interior. «El Espíritu Santo es el principio interior de unidad y el principio operacional de la
Iglesia».107 Es cierto que el Espíritu Santo no tiene autonomía con respecto a Cristo en
cuanto al contenido de la obra que realiza (Cfr Jn 16,13-15), pero también es verdad que, en
la realización de esta obra, el Espíritu es la gracia y, por consiguiente, también la libertad,
el acontecimiento. No se da oposición entre el acontecimiento y la institución. La Iglesia
procede de la misión del Verbo, que ha implantado en el mundo, al menos en cuanto a lo
sustancial, una forma definida de fe, de sacramentos y de ministerio y procede, además, de
una segunda misión, la del Espíritu, que no cesa de impulsar hacia adelante, en lo inédito de
la historia, la obra realizada de una vez para siempre por Cristo, y que, por esta misma
razón, no cesa de suscitar y animar a los hombres, rejuveneciendo constantemente a la
Iglesia.
58
La Iglesia de Cristo es creación del Espíritu Santo. Ha nacido de la efusión del
Espíritu, que ha comunicado a los hombres la salvación cumplida en Cristo, que ha liberado a
los hombres de la clausura sí mismos y los ha unido para conducirlos como su pueblo. La
Iglesia ha nacido del acontecimiento de Pentecostés y depende siempre de él. El Espíritu es
su fuerza vital. El la santifica y renueva constantemente (n.7), en cuanto comunidad y en cada
uno de sus miembros.
Este mismo Espíritu de Cristo es el que, con su venida el día de Pentecostés, funda la
Iglesia en cuanto comunidad histórica, que continúa la obra salvadora de Cristo. Es el
mismo Espíritu el que habita y anima a Cristo y a la Iglesia. La Iglesia es el pueblo de Dios,
modelado conforme al Cristo crucificado y resucitado, mediante la operación constante del
Espíritu Santo (Cfr 2Cor 3,18).
Los Padres han insistido en la relación íntima que une a la Iglesia con el Espíritu
Santo. San Ireneo afirma categóricamente: «Donde está la Iglesia, allí está también el
Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia». 111 Y San
Agustín no cesará de repetir que no se puede tener el Espíritu y vivir del Espíritu si no es en
la Iglesia: «Sean el cuerpo de Cristo, si quieren vivir del Espíritu de Cristo. No vive del
Espíritu de Cristo quien no es del cuerpo de Cristo», dirá a los donatistas. 112
59
No hay Iglesia sin el Espíritu como no la hay sin Cristo resucitado. Por ello, la
Iglesia es en el mundo el lugar normal de la presencia y de la acción del Espíritu, como es el
lugar normal de la presencia y de la acción del Resucitado. «La Iglesia, dice Y. Congar, es el
cuerpo del Señor resucitado y glorificado; es el Pentecostés continuado, el signo permanente
de la misión del Espíritu Santo en el mundo redimido».114
El Espíritu Santo fue enviado por el Padre en Pentecostés para santificar a los creyentes
constituyéndolos Iglesia y darles acceso a El en un mismo Espíritu; permanece en ella como permanente
fuerza rejuvenecedora, a la vez que la hace vivir siempre en espera del que viene y clama con ella: ¡Ven!
(n.4); hace de la Iglesia un templo para Dios (n.6); une a los creyentes para formar un solo cuerpo, pues
para este fin fueron bautizados en un mismo Espíritu; El crea la unidad de la Iglesia a través de la
diversidad de sus dones y la conexión de los miembros por la caridad (n.7); principio permanente de
renovación, El es el que nos une con Cristo al ser a la vez «su» Espíritu y «nuestro» Espíritu; El vivifica
y unifica la actividad de la Iglesia como el alma al cuerpo; asume la Iglesia, constituyéndola órgano de
redención, del mismo modo que el Verbo asumió una humanidad (n.8); habita en los corazones de los
fieles, unificando así judíos y gentiles, pueblos y razas en el único pueblo mesiánico (n.9); está presente
en los sacramentos a través de los cuales actúa en nosotros su fuerza santificante (n.11 y 50); dado a
todos los fieles como «unión», suscita en ellos el sentido de la fe, es decir, el instinto de la verdad, que
es infalible cuando es unánime (n.12); reparte los carismas en la Iglesia capacitándola así para las tareas
siempre nuevas y para los diversos ministerios que colaboran a la unidad (n. 12); en El comunican todos
los fieles dispersos por el orbe, y así es el fundamento de la catolicidad, suscitando a la vez en todos los
bautizados el deseo de la reunificación (n.15), a quienes impulsa a colaborar en la labor misional
iniciada por Cristo (n.17); capacita a los apóstoles para ser testigos oficiales de Cristo (n. 19) y, siendo
dispensadores de ese mismo Espíritu para todos, transmitir por la imposición de las manos su encargo y
capacidad de representación a algunos, que de este modo les suceden en el apostolado (n.21); es el
sustentador permanente de la estructura orgánica y de la concordia del pueblo de Dios (n.22); bajo su luz
exponen los sucesores de los apóstoles la revelación y con su asistencia garantiza la infalibilidad de las
sumas decisiones magisteriales del colegio episcopal, bien en sí mismos, bien personalizado en su
cabeza (n.25); al ser suscitados por El, aún los más diversos carismas y misiones cooperan todos a la
unidad de la Iglesia (n.32); los seglares, ungidos por El, son llamados a producir frutos espirituales
(n.34); como Don de Cristo a su Iglesia, constituye radicalmente su santidad óntica y le impele a una
santidad moral, que será apropiación y respuesta a aquella (n.39); por El son movidos todos los
creyentes a encarnar el mensaje de Cristo en todos los estados y en todas las profesiones (n.41); El es
radicalmente la caridad con que amamos a Dios y en cuya fuerza clamamos: «¡Abba, Padre!» (n.42); El
ha ido suscitando en la historia de la Iglesia instituciones y estructuras especiales, aptas para vivir en
toda intensidad el Evangelio (n.43); por su «potencia infinita» comunicada a los hombres, pobres y
limitados, crea, a través de quienes viven en el estado religioso, un testimonio eficaz de la vitalidad
perenne y de la esperanza escatológica de la Iglesia (n.44), cuya jerarquía, accediendo dócilmente a su
inspiración, ha aprobado las reglas y constituciones que hombres carismáticos le han presentado (n.45);
por El, Cristo ha constituido a su cuerpo, que es la Iglesia, sacramento universal de salvación; sellados
con El poseemos ya la prenda y primicias de nuestra herencia futura (n.48); todos los que le poseen, se
sienten unidos en Cristo, constituyendo la Iglesia una (n.49-50); ella, iluminada por su luz, ha ido a lo
largo de los siglos descubriendo el papel singular que ha tenido la Virgen María en la historia de la
salvación humana (n.52,53,56 y 63), cuya fecundidad virginal-maternal, operada por El, prolonga la
Iglesia (n.64); por lo cual ésta la mira como modelo de vocación apostólica, ya que como ella, una vez
fecundada por el Espíritu, deberá dar a luz a Cristo en el corazón de los hombres (n.65).
60
Según la LG, la dimensión pneumatológica ha penetrado todos los aspectos de la
eclesiología. Y en la vida de la Iglesia ha mostrado la tensión profunda que la penetra:
simultánea posesión e indigencia del Espíritu. Mientras peregrina, es santa porque ya lo
«tiene», y es pecadora porque aún no lo «posee», o mejor, porque aún no se ha dejado
«poseer» plenamente por El.
Esta renovación eclesial será también obra del Espíritu Santo: «Cristo nos concedió
participar de su Espíritu para que incesantemente nos renovemos en El» (n.7). «El Espíritu
Santo, por virtud del Evangelio, hace rejuvenecer a la Iglesia, la renueva constantemente y la
conduce a la unión consumada con su Esposo» (n.4). En la Iglesia, el Espíritu nos conduce a
las palabras de Cristo y a Cristo Palabra, en quien retornamos al Padre integrándonos en la
vida trinitaria (n.4).
El hombre creado a imagen de Dios, "clama por su origen"116, tiende a Dios Padre
por Cristo en el Espíritu Santo:
Nuestro regreso a Dios se hace por Cristo Salvador y tiene lugar sólo a través de la participación y la
santificación del Espíritu Santo. Aquel que nos lleva y, por decirlo así, nos une a Dios es el Espíritu,
que, cuando lo recibimos, nos hace partícipes de la naturaleza divina; nosotros lo recibimos por medio
del Hijo y en el Hijo recibimos al Padre.117
Dentro de este único pueblo de Dios, el Espíritu Santo distribuirá siempre la variedad
de sus dones y ministerios. San Pablo usa cuatro términos para indicar esta manifestación del
Espíritu Santo en la Iglesia: dones espirituales, carismas, ministerios y operaciones varias
(1Cor 12,1-7). No son dones que se contrapongan los unos a los otros. La afirmación
fundamental es que todos estos dones del Espíritu tienen una finalidad común: la edificación
del cuerpo de Cristo en la caridad. La multiplicidad de carismas (Ef 4,11-13;1Cor 12,8-11) es
expresión de la inagotable fecundidad del Espíritu y de la extraordinaria riqueza de la Iglesia.
Más allá de los carismas singulares, san Pablo ve a la Iglesia como «pueblo carismático»,
porque está habitada y santificada por el Espíritu Santo (n.12).
Y esto no para gloria de la Iglesia, sino para la salvación del mundo. Pues lo que es el
Espíritu para la Iglesia, eso deben ser los cristianos para el mundo: principio de información
y vitalización, es decir, alma del mundo (n.7 y 38).
61
II. LA LEY NUEVA DEL ESPIRITU
Los manuales de Teología moral fueron elaborados preferentemente para los con-
fesores. La Teología moral se preocupaba exclusivamente de formar al confesor, que debía
dirigir a los cristianos. A los cristianos se les orientaba a la obediencia a unas leyes bien
precisas, a una obediencia externa, sin profundo conocimiento de los valores y principios que
las motivaban. Esta reducción de la moral a la ley y al deber se acrecentó aún más en el siglo
XIX bajo el efecto de un ideal moral impuesto por el imperativo kantiano. 118
Ya al comienzo, los manuales nos dan esta definición de la Teología moral: «Ciencia
de las leyes y de los medios con los que las acciones humanas se ordenan al fin último
sobrenatural». Para que el hombre consiga el fin sobrenatural de la vida eterna, «Dios le ha
dado unos preceptos, que debe observar, y ha establecido unos medios, que deben ser
usados». Ya tenemos encuadrados bajo la perspectiva de la ley dos tratados: el de los
mandamientos y el de los sacramentos. Pero no sólo son estos dos tratados, sino también los
demás. El de las virtudes teologales lleva por título: «De los preceptos de las virtudes
teologales». El título es consecuente con la concepción de la Teología moral: «La Teología
moral no presenta la doctrina absoluta y perfecta de las virtudes, sino que enseña las
virtudes sólo en cuanto están mandadas y en cuanto que su ejercicio es obligatorio para
obtener la vida eterna y evitar el pecado». Y al introducir el tratado de los sacramentos nos
encontramos con la misma idea: «De la institución de los sacramentos surge un nuevo
orden de preceptos. A la Teología moral corresponde explicar los preceptos que se refieren a
la ritual administración y recepción de los sacramentos». La preocupación principal es que
62
la administración de los sacramentos sea jurídicamente válida: «la fe y la santidad no se
requieren para la válida recepción de los sacramentos». 119
Bajo la influencia del pensamiento deísta, la eclesiología no se interesó mas que del
aspecto empírico de la Iglesia. Cristo aparecía como fundador de la Iglesia, pero no como
fuente actual de toda vida en la Iglesia. A esta concepción de la Iglesia correspondía una
moral extrinsecista. Es una moral del deber por el deber. Es una moral del imperativo,
impuesto desde fuera a la persona. Se olvida el aspecto mistérico-litúrgico de la vida
cristiana. La época de la laicización de las ideas cristianas la había influenciado y
penetrado. La teología laicista se colocó en el mismo terreno del derecho natural, de la
obligación kantiana. Así se laicizó la moral cristiana, adquiriendo un enfoque totalmente
naturalístico. La moral cristiana se convirtió en una ética más. Así la teología liberal del
siglo pasado llegó a no ver en Jesús mas que un maestro de humanidad, el maestro de
humanidad, que propuso en forma insuperable el ideal de comportamiento, en el que todo
hombre debe inspirarse para ser realmente hombre. El Evangelio se redujo a una ética.
El siglo XIX, en efecto, fue especialmente sensible al aspecto del deber por el deber,
bajo la influencia del kantismo o neo-kantismo. Para Kant la ciencia moral sólo podía partir
del «tú debes», del carácter inmediatamente obligatorio de la acción buena. Toda otra
finalidad, la misma búsqueda de un valor, fuera de la obediencia al «Imperativo a priori»,
viciaba el acto moral. Obrar para hacerse mejor es una perversidad. El eudemonismo es
para Kant, radicalmente inmoral. El fin de la acción moral no puede ser su motivo. El fin de
la acción moral no puede ser más que la obediencia a la ley, el «imperativo categórico»
querido como deber independientemente del valor a que conduce la acción.
119 Todas las frases entre comillas las tomo del manual que he elegido como modelo: S. NOLDlN,Summa
Theologiae moralis, 3 vol y un suplemento, Barcelona 1957 (32. ed.).
63
E, incomprensiblemente, esta moral llegó a ser considerada como la auténtica moral
cristiana. El imperativo categórico, principio básico de su sistema ético, era el juez de
ultima instancia, que dominaba la razón práctica. Es claro que el moralista católico
colocaba a Dios por encima de todo, pero era un Dios-voluntad. De aquí el carácter
voluntarista de la moral, tal como ya la ideara Guillermo Ockan. En el fondo esta moral
voluntarista se basa en un «nominalismo» carente de fundamento ontológico: «es bueno lo
que Dios quiere y es malo lo que Dios no quiere». «Una acción es buena porque está
mandada, no está mandada porque sea buena».
La moral cristiana, en cambio, es una moral del indicativo antes que del imperativo.
La moral del indicativo es una moral de la consecuencia, una moral responsorial No es algo
frío, exterior, de carácter agresivo como el imperativo. En una moral del indicativo la
obligación nace del interior, supone el don de Dios y, de ese don, nace la moral cristiana. Es
antes el evangelio-gracia-don, que la ley-compromiso-deber. Lo que hace posible la justicia
evangélica, que no es reducible al cumplimiento de un código de leyes, es la efusión del
Espíritu de Cristo en el corazón de los cristianos.
a) Casuismo
b) Fariseísmo
c) Naturalismo
64
Consecuencia lógica de esta mentalidad será el naturalismo de esta moral. A pesar de
su aparente celo por Dios, el fariseo sólo busca en sus obras una perfección humana. Le falta
a esta moral el carácter sobrenatural cristiano. Se reduce a una combinación de ética natural y
derecho canónico. Una moral cristiana, por el contrario, recibe su dinamismo interior de la
unión con Dios; la moral cristiana es fundamentalmente una vida teologal: es, en primer
lugar, un don de Dios (Rm 5,17), y don gratuito, es decir, una gracia, una misericordia; es un
nuevo nacimiento (Jn 3,3), una vida según el Espíritu (Rm 8,18-27), una fe (Rm 3,22), una
esperanza (Rm 8,18-27) y un amor (Rm 8,35-39).
d) Hipocresía
e) Los escrúpulos
Esta moral crea, igualmente, los escrúpulos, que son una manifestación patológica de
una relación impersonal del hombre con la ley. El juridicismo moral es la expresión de una
inseguridad en la fe, que busca la seguridad en la ley. Pero este buscar refugio en la letra de
una ley y la necesidad ansiosa de realizar escrupulosamente su materialidad -actitud hu -
manamente infantil del legalismo- es volver a ponerse bajo la ley y desconocer la verdadera
libertad cristiana, como dirá San Pablo a los gálatas.
LA MORAL DE LA GRACIA
65
Hablando de la gracia divina desde esta visión bíblica, se elimina toda visión
apersonalística que hace de la gracia una cosa o una cualidad metafísica. La perspectiva
bíblica va al encuentro del hombre y de su sed de relaciones humanas auténticamente
personales. La gracia, bíblicamente considerada, nos habla de la iniciativa de Dios, que se
dirige al hombre, suscitando en él la respuesta de un amor auténtico y de relaciones
interpersonales nuevas. Todas las categorías bíblicas de la gracia -elección, amor, alianza,
fidelidad, promesa, misericordia, perdón, palabra, conversión, fe, confianza, comunión de
vida...- son personalistas, es decir, expresan la actitud personal de Dios con el hombre y del
hombre para con Dios. La gracia significa la bondad de Dios, que vuelve su rostro al hombre.
La gracia divina es una palabra de amor, que suscita la vida y la respuesta de amor. La gracia
significa benevolencia, fuerza de atracción del amor verdadero; significa alianza, relación
recíproca, pero que es siempre don soberano de Dios y que por parte del hombre sólo puede
ser acogida en la convicción de que es un don.
Cristo, el Esposo divino, entrega a la Iglesia, su Esposa, el gran Don del Espíritu, con
el que es amado por el Padre y con el que El ama al Padre en el misterio trinitario de unidad
eterna. Este don del Espíritu, que el Padre nos hace, sin añadir nada a las palabras de Cristo,
las explica desde dentro, haciéndonos vivirlas, no como ley externa, sino por connaturalidad.
Por ello, Cristo dice a sus discípulos: "Os conviene que yo me vaya para que venga el Es-
píritu Paráclito" (Jn 16,7), que "os introducirá en la verdad plena" (Jn 16,13), haciendo mi
palabra eficaz en vuestro interior.
El hombre redimido, celebrando las maravillas de la gracia divina, se hace cada vez
más agradecido; y, en el agradecimiento, se hace más consciente de su estado ini cial, es decir,
de su condición de pecador perdonado.
66
La Iglesia acoge con reconocimiento y custodia con amor todo el depósito de la Revelación,
interpretando la ley de Dios de manera auténtica a la luz del evangelio. Además, la Iglesia recibe como
don la Ley nueva, que es el "cumplimiento" de la ley de Dios en Jesucristo y en su Espíritu. Es una ley
"interior" (Jr 31,31-33), "escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra,
sino en tablas de carne, en los corazones" (2Cor 3,3); una ley de perfección y libertad (2Cor 3,17); es "la
ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús" (Rom 8,2). Sobre esta ley dice santo Tomás: "Esta puede
llamarse ley en doble sentido. En primer lugar, ley del espíritu es el Espíritu Santo que, por inhabitación
en el alma, no sólo enseña lo que es necesario realizar iluminando el entendimiento sobre las cosas que
hay que hacer, sino también inclina a actuar con rectitud... En segundo lugar, ley del espíritu puede
llamarse el efecto propio del Espíritu Santo, es decir, la fe que actúa por la caridad (Gál 5,6), la cual
enseña interiormente sobre las cosas que hay que hacer... e inclina el afecto a actuar". 121
El Espíritu, el gran don pascual de Cristo a sus discípulos, hace del cristiano una
«criatura nueva». Por ello, la ley cristiana es, ante todo, una vida; es el desarrollo dinámico
del nuevo ser dado al hombre por Cristo mediante el Espíritu Santo. El cristiano es el nuevo
ser «renacido del agua y del Espíritu» (Jn 3,5). El Espíritu Santo comunica al creyente la vida
divina. Así le hace hijo de Dios. Por esto, el Espíritu es llamado «Espíritu de filiación» (Rm
8,15; Gál 4,6).
El sello del Espíritu Santo nos configura con Cristo. La unción con el sello del
Espíritu ya en el bautismo, por el que nacemos como hijos de Dios, significa que Dios acoge
al recién nacido como hijo en el Hijo. Lo sella, lo marca con su Espíritu. Luego, la vida
entera del cristiano será sostenida y marcada por el Espíritu "hasta hacerle conforme a
Cristo", hasta hacer de él "fragancia de Cristo" (2Cor 2,15): "Quienes se dejan conducir por el
Espíritu de Dios, son hijos de Dios...Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y
coherederos de Cristo" (Rom 8,14.17):
En Cristo también vosotros, tras haber oído la Palabra de la verdad, el Evangelio de vuestra salvación, y
creído también en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de vuestra
herencia, para redención del Pueblo de su posesión, para alabanza de su gloria (Ef 1,13-14).
Esta penetración de la unción del Espíritu Santo transforma y santifica todo el ser del
cristiano, cuerpo y espíritu, en su unidad personal. El Espíritu lleva al cristiano a la
conformación con Cristo, renovando todo su ser, pues su unción penetra en lo más profundo
del espíritu humano, revelandonos el misterio de Dios, haciéndonos partícipes de él, hasta
hacernos una criatura radicalmente nueva. En definitiva, el Espíritu nos lleva a la deificación.
Ser cristiano es "ser en Cristo". El Espíritu de Cristo en nosotros nos hace "ser en
Cristo", es decir, que "Cristo, esperanza de la gloria, esté en nosotros" (Col 1,27). El Espíritu,
que hizo fecunda a María, es el que hace fecunda a la Iglesia y al cristiano. Los Padres de la
Iglesia han identificado con el Espíritu Santo el "germen", "semilla" o "esperma de
Dios",122por el que nosotros nacemos de Dios, como hijos suyos: "Todo el que ha nacido de
Dios no comete pecado porque su germen permanece en él;y no puede pecar porque ha
nacido de Dios" (1Jn 3,9).
67
Este germen, que permanece en quien ha renacido del agua y del Espíritu, es "la
unción que hemos recibido de Cristo y que permanece en nosotros" (1Jn 2,27). Dios Padre,
por su Espíritu, que permanece como huésped en nosotros, hace que Cristo habite en
nuestros corazones, en lo más íntimo de nosotros, allí donde nace la orientación de nuestra
vida.
Para que el hombre viva conforme a la vocación cristiana, a la que ha sido llamado,
necesita ser trasformado por el Espíritu. Sólo El puede darle una mentalidad cristiana, darle
los pensamientos y sentimientos del Padre y del Hijo. Antes de nada, es necesario que el
cristiano se atreva a llamar al Dios todo santo: «Padre»; que tenga la convicción íntima de
ser hijo. Esto sólo se lo puede dar el Espíritu: «En efecto, cuantos son guiados por el
Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios. Porque no recibisteis el espíritu de esclavos para
recaer de nuevo en el temor, sino que recibisteis el Espíritu de hijo de adopción que nos hace
clamar: ¡Abba! ¡Padre! El mismo Espíritu da testimonio juntamente con nuestro espíritu que
somos hijos de Dios» (Rm 8,14- 16). «Porque sois hijos, Dios ha enviado a vuestros
corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abba! ¡Padre!» (Gál 4,6). 124
123 E. de la POTTERIE.-St. LYONET, La vie selon l'Esprit. Condition du chrétien, París 1965.
124 J. JEREMIAS, ABBA. El mensaje central del Nuevo Testamento, Salamanca 1981.
125 Cfr. CEC 1267-1269.
68
La consecuencia es obvia: la vida cristiana -simbiosis con el Señor (Rm 6,8;Col
2,13)- no será más que el desarrollo y puesta en práctica de esta gracia bautismal: muerte al
pecado y vida de renacido (2Cor 4,10 Col 11,12s). Lo que se ha realizado en el plano
ontológico, debe desarrollarse moralmente: «Pues si hemos llegado a ser una misma vida
con El por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección
parecida a la suya. Nosotros somos conocedores de esto, que nuestro hombre viejo ha sido
crucificado con El para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que ya no seamos
esclavos del pecado, pues el que muere queda libre del pecado. Y si morimos con Cristo,
creemos que también viviremos con El, sabiendo que Cristo, resucitado de entre los muertos,
ya no muere; la muerte ya no tiene dominio sobre El. Su muerte fue un morir al pecado, de
una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así también vosotros consideraos
muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6,5-11).
En nosotros se da, pues, una lucha entre dos formas de existencia: entre vivir en la
carne o vivir en el Espíritu. La carne, el hombre no redimido, con toda su sabiduría, condenó
a morir en cruz a Cristo (1Cor 1,17ss). Desde Adán, el hombre busca la autonomía de Dios y
mata a sus enviados. Ni ante el amor entrañable de Dios, que manda a la viña a su Hijo
único, el hombre de pecado acepta la vida como don de Dios, en obediencia a Dios. Más
bien se dice: "Este es el heredero. Vamos, matémosle y quedémonos con su herencia" (Mt
21,37). Donde aparece el Espíritu de Dios, allí se alza la carne contra El. "Maldito el
hombre que confía en el hombre y hace de la carne su apoyo, apartando su corazón de
Yahveh" (Jr 17,5).
69
El hombre viejo, sometido a la ley de su autoperfección, acaba en el pecado y en la
muerte. El renacido en Cristo, conducido por el Espíritu, goza de la libertad y la vida. El
hombre viejo, esclavo de la ley, en su orgullo rechaza la gracia de Dios. Buscando
justificarse por sí mismo, crucifica a Cristo y hace vana su cruz (1Cor 1,17). Se opone a la
gratuidad y libertad de los hijos de Dios, que viven de su Espíritu (Cfr Gál 4,29-31;Rom
8,14-15).
De este modo el corazón del hombre experimenta la división interior. Por una parte
siente la necesidad de defenderse, de encerrarse en el egoísmo; es arrastrado al mal por las
pasiones. Pero, por otro lado, no habiendo el pecado destruido totalmente su verdad, el
hombre siente la nostalgia y el deseo de aquella verdad y bondad de su ser, recibido en la
creación. Este es el combate del hombre bajo el dominio del pecado (cfr Rom 7,14ss). "Por
medio del Espíritu se restaura internamente todo el hombre" (GS 22). El don del Espíritu
Santo nos devuelve la verdadera libertad, haciéndose El mismo ley interior nuestra. El
Espíritu Santo, morando en el corazón del hombre redimido, nos lleva a la verdad de nuestro
ser, infundiendo en nuestros corazones el amor: el amor a Dios y el amor a los hermanos.
Así libera nuestra libertad. Pues donde está el Espíritu está la libertad (2Cor 3,17): es la
libertad que hace lo que quiere haciendo lo que debe, pues por medio del Espíritu Santo
actúan los hijos de Dios no como esclavos, sino como libres. 126
La ley nueva no es otra cosa que el mismo Espíritu Santo o su efecto propio, la fe
que obra por el amor.127 El Espíritu es tan interior a nosotros que El es nuestra misma
espontaneidad. Así el Espíritu nos hace libres en la verdad. Santiago puede llamar a esta ley
del cristiano: "ley perfecta de libertad" (1,5;2,12).128
Siendo el Espíritu Santo la ley nueva, ésta coincide con la caridad, que es el fruto
del Espíritu Santo en nosotros. El Espíritu Santo se hace ley en nosotros en cuanto obra en
nosotros la caridad. "La condición del pueblo de Dios es la dignidad y la libertad de los
hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo. Tiene por ley
el nuevo mandamiento de amar como el mismo Cristo nos amó a nosotros" (LG 9). De este
modo, "el Espíritu Santo en cuanto obra en nosotros la caridad, que es la plenitud de la ley,
es el Nuevo Testamento". Esta ley se resume en el amor (Mt 22,40), escrito, derra mado (Rom
5,5) en el corazón de los fieles: "Evidentemente sois una carta de Cristo, redactada por
ministerio nuestro, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de
piedra, sino en tablas de carne, en los corazones" (2Cor 3,3).
La ley del Espíritu es el mismo Espíritu Santo, que desde el interior del cristiano le
enseña y guía en toda su vida. Esta es la ley del Evangelio, ley de libertad:
126 Cfr JUAN PABLO II, Audiencia general del 3-8-1983; Cfr SANTO TOMAS, Summa contra Gentes, lib.
IV,c.22: Quien evita el mal, no porque es un mal sino únicamente porque le está mandado evitarlo, no obra
ciertamente mal, sino que obra bien, pero no es libre. Es libre sólo quien evita el mal porque es mal. Por el
Espíritu Santo, presente en nuestros corazones, nosotros sabemos y amamos lo que está bien. Así llegamos a la
verdadera libertad.
127 SANTO TOMAS, I-II, q. 106,a.1 y 2; In Rom,c.8,lect.1;In Heb.,c.8,lect.2.
128 Cfr. también Rom 7,5-6;Gál 5,13-14. Cfr. CEC 1742.
70
La ley del Espíritu, que da la vida en Cristo Jesús, te liberó de la ley del pecado y de la muer te. Pues lo
que era imposible a la ley, reducida a la impotencia por la carne, Dios, habiendo enviado a su propio
Hijo en una carne semejante a la del pecado, condenó el pecado en la carne, a fin de que la justicia de la
ley se cumpliera en nosotros que seguimos una conducta no según la carne, sino según el Espíri-
tu...Pues, si vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras de la carne,
viviréis (Rom 8,2-4.12-13).
71
Así queda establecida la nueva alianza anunciada por el profeta Jeremías: «Pondré
mi ley en el fondo de su ser y la escribiré en sus corazones» (Jr 31,31-34). El Espíritu Santo,
santificando, iluminando y dirigiendo la conciencia de cada fiel, forma el nuevo pueblo de
Dios, cuya unidad no se basa en la unión carnal, sino en su acción profunda e íntima: «Pues
los que creen en Cristo, renacidos de germen no corruptible, sino incorruptible, por la
palabra de Dios vivo (1Pe 1,23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (Jn 3,5-
6), son hechos por fin linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo de adquisición,
que en un tiempo no era pueblo y ahora es pueblo de Dios (1Pe 2,9-10)». (LG 9)
La vida en el Espíritu es una vida sacramental que lleva al cristiano a vivir según el
Espíritu en todos sus actos.(Cfr 1Pe 2,4-10). La acción pneumática pasa por la vida
sacramental para llegar a toda la vida moral del cristiano y de la Iglesia, a la que edifica
con sus dones y carismas: «El mismo Espíritu Santo no solamente santifica y dirige al
pueblo de Dios por los sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino
que, distribuyendo sus dones a cada uno según quiere (1Cor 12,11), distribuye entre los
fieles de todo orden sus gracias, incluso especiales, con las que los dispone y prepara para
realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia
edificación de la Iglesia». (LG 12)
72
El don de Dios lleva un dinamismo interior que trasforma el corazón del hombre y le
vivifica en espontaneidad capaz de llevar frutos abundantes. Esto aparece claramente en las
parábolas del Reino. Todas ellas expresan, antes de nada, el primado de la gracia, a la que
corresponde una actitud de reconocimiento, de disponibilidad, de alabanza a Dios, de
humildad y de abandono de uno mismo a Dios, en la certeza confiada de que el hombre
redimido logra así desarrollar una nueva espontaneidad y una iniciativa generosa. El hombre
que se da al Reino de la gracia no se conforma con el mínimo de la ley casuística, sino que
lleva fruto abundante; todas las energías y capacidades de dedicación, de trabajo infatigable,
de firme decisión adquieren su fundamento profundo en la gratuidad de la gracia, en el don
del Reino (Cfr Lc 12,31-32): «Quien con obediencia a Cristo busca ante todo el Reino de
Dios, encuentra en éste un amor más fuerte y más puro para ayudar a todos sus hermanos y
para realizar la justicia bajo la inspiración de la caridad». (GS 72)
Quien "vive según la carne", siente la ley de Dios como un peso, más aún, como una negación o, de
cualquier modo, como restricción de la propia libertad. En cambio, quien está movido por el amor y
"vive según el Espíritu" (Gál 5,16), y desea servir a los demás, encuentra en la ley de Dios el camino
fundamental y necesario para practicar el amor libremente elegido y vivido. Más aún, siente la urgencia
interior -una verdadera y propia "necesidad", y no ya una constricción- de no detenerse ante las
exigencias mínimas de la ley, sino de vivirlas en su "plenitud". Es un camino todavía incierto y frágil
mientras estemos en la tierra, pero que la gracia hace posible al darnos la plena "libertad de los hijos de
Dios" (Rom 8,21) y, consiguientemente, la capacidad de poder responder en la vida moral a la sublime
vocación de ser "hijos en el Hijo". (VS 17).
73
La santidad es en primer lugar un don de Dios y sólo después, y como consecuencia,
una exigencia. Nosotros somos santos y, por consiguiente, debemos vivir como santos.
Nosotros debemos vivir virtuosamente, dice en sustancia san Pablo, no para llegar a ser
santos, sino porque somos santos. Esto no lo comprenderá nunca el fariseo. El Concilio, en
cambio, siguiendo la Escritura, lo ha afirmado con toda claridad: «Nuestro Señor Jesucristo...
envió a todos el Espíritu Santo, para que los moviera interiormente, para que ameran a Dios
con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (Mc 12,30) y
para que se amaran unos a otros como Cristo nos amó (Jn 13,34;15,12). Los seguidores de
Cristo, llamados y justificados en Cristo nuestro Señor, no por sus propios méritos, sino por
designio y gracia de El, en la fe del bautismo han sido hechos hijos de Dios y partícipes de la
naturaleza divina y, por lo mismo santos; conviene, por consiguiente, que esa santidad que
recibieron sepan conservarla y perfeccionarla en su vida con la ayuda de Dios. Les amonesta
el Apóstol a que vivan como conviene a los santos (Ef 5,3) y que, como elegidos de Dios
santos y amados, se revistan de entrañas de misericordia, benignidad, humildad, modestia,
paciencia (Col 3,12) y produzcan los frutos del Espíritu para santificación (Gál 5,22;Rm
6,22)». (LG 40)
La moral de gracia supera en su raíz el naturalismo. Una moral, que se sitúa a nivel
de la gracia, de la interioridad, se manifiesta en una vida, cada vez más profunda, de fe,
esperanza y caridad (1Cor 13,13): «La Iglesia, buscando la gloria de Cristo, se hace más
semejante a su excelso modelo, progresando continuamente en la fe, la esperanza y la
caridad, buscando y obedeciendo en todas las cosas la voluntad de Dios» (LG 65).
LEY Y GRACIA
La vida en Cristo o el seguimiento de Cristo hasta dar la vida en la cruz por los
hombres, no es posible para el hombre con sus solas fuerzas. El hombre se hace capaz de este
amor sólo gracias al don de Cristo: el Espíritu Santo, cuyo primer fruto es el amor: "El amor
de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado"
(Rom 5,5).
74
"La ley del Espíritu que da vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la
muerte" (Rom 8,2). Con estas palabras, el apóstol Pablo nos introduce a considerar la
relación entre la Ley (antigua) y la gracia (Ley nueva) en la perspectiva de la historia de la
salvación, que se cumple en Cristo. El reconoce la función pedagógica de la Ley, la cual, al
permitirle al hombre pecador valorar su propia impotencia y quitarle la presunción de la
autosuficiencia, lo abre a la invocación y a la acogida de la "vida en el Espíritu". Sólo en esta
vida nueva es posible practicar los mandamientos de Dios. En efecto, es por la fe en Cristo
como somos hechos justos (Rom 3,28): la "justicia" que la Ley exige, pero que ella no puede
dar, la encuentra todo creyente manifestada y concedida por el Señor Jesús. De este modo san
Agustín sintetiza admirablemente la dialéctica paulina entre ley y gracia: "Por esto, la Ley ha
sido dada para que se implorase la gracia; la gracia ha sido dada para que se observase la
ley".131
El amor y la vida según el evangelio no pueden proponerse ante todo bajo la categoría de precepto,
porque lo que exigen supera las fuerzas del hombre. Sólo son posibles como fruto de un don de Dios,
que sana, cura y transforma el corazón del hombre por medio de su gracia: "Porque la Ley fue dada por
medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo" (Jn 1,17). Por esto, la promesa de
la vida eterna está vinculada al don de la gracia, y el don del Espíritu que hemos recibido es ya "prenda
de nuestra herencia" (Ef 1,14). (VS 23)
Y Santo Tomás, comentando la carta a los Hebreos, explica los dos modos de
transmitir la ley, el de Moisés y el del Nuevo Testamento:
El modo de transmitir la ley es doble: el primero por medio de cosas exteriores, como se hace al
proponer las palabras para llevar a uno al conocimiento, y de este modo fue transmitido el Antiguo
Testamento. El segundo, en cambio, se hace obrando interiormente, y éste es propio de Dios. Y en este
modo ha sido dado el Nuevo Testamento, que consiste en la infusión del Espíritu Santo, el cual amaestra
interiormente. No basta, pues, simplemente conocer; sino que es también necesario obrar. Precisamente,
por esto, primero ilumina el entendimiento para que conozca, por eso dice: "te daré mis leyes". Además
inclina el afecto a obrar bien y así viene impreso en el corazón; por esto se dice: las escribiré en sus
corazones.132
El don no disminuye, sino que refuerza la exigencia moral del amor: "Este es su
mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a
otros tal como nos lo mandó" (1Jn 3,23). Se puede "permanecer" en el amor sólo bajo la
condición de que se observen los mandamientos, como afirma Jesús: "Si guardáis mis
mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi
Padre, y permanezco en su amor" (Jn 15,10). San Juan Crisóstomo nos dice lo que debería
ser la vida del cristiano, que vive según la ley del Espíritu:
75
Nuestra vida debería ser tan pura que no tuviera necesidad de ningún escrito. La gracia del Espíritu
Santo debería sustituir a los libros, y así como éstos están escritos con tinta, así nuestros corazones
deberían estar escritos en el Espíritu Santo. Sólo porque hemos perdido esta gracia necesitamos
servirnos de estos escritos. Pero ¡cuánto mejor sería el primer modo, que Dios nos ha enseñado
claramente. Pues a sus discípulos no les dejó nada escrito sino que les prometió, en lugar de los libros, la
gracia del Espíritu Santo: El -les dijo- os inspirará todo... Nuestra vida, por tanto, debería ser tal que, sin
tener necesidad de escritos, nuestros corazones estuvieran siempre abiertos a la guía del Espíritu Santo.
De hecho, cuando fue promulgada la nueva ley, fue el Espíritu Santo quien descendió del cielo, y las
tablas que él imprimió en esta ocasión son bien superiores a las primeras, pues los apóstoles no bajaron
del monte llevando, como Moisés, tablas de piedra en sus manos; sino llevando el Espíritu Santo en sus
corazones, convertidos por su gracia en una ley viviente, en un libro animado. 134
Esta Nueva Ley fue promulgada precisamente cuando el Espíritu Santo bajó del cielo el día de
Pentecostés y que los Apóstoles "no bajaron del monte llevando, como Moisés, tablas de piedra en sus
manos, sino que volvían llevando al Espíritu Santo en sus corazones, convertidos, mediante su gracia, en
una ley viva, en un libro animado". (VS 24)
CONCIENCIA Y VERDAD
La Ley Nueva o Ley del Espíritu no tiene nada que ver con algunas tendencias de la
teología actual, que, bajo el influjo de corrientes subjetivistas e individualistas, debilitan o
incluso niegan la dependencia de la libertad con respecto a la verdad y la ley, "exaltando de
modo idolátrico la libertad hasta dar una interpretación 'creativa' de la conciencia moral"
(VS 54). Según estas tendencias, el hombre sólo alcanza su madurez moral cuando decide
autónomamente, teniendo en cuenta las circunstancias y la situación concreta. "Esta visión
coincide con una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad,
diversa de la verdad de los demás. El individualismo, llevado a las extremas consecuencias,
desemboca en la negación de la idea misma de naturaleza humana" (VS 32)
76
La relación que hay entre libertad del hombre y ley de Dios tiene su base en el "corazón" de la persona,
o sea, en su conciencia moral: "En lo profundo de su conciencia -afirma el concilio Vaticano II- el
hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena en
los oídos de su corazón, llamándolo siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal: haz esto, evita
aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia está la
dignidad humana y según la cual será juzgado (Rom 2,14-16). La conciencia es el núcleo más secreto y
el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más
íntimo de aquella" (GS 16). (VS 54)
La relación del hombre con la verdad y la libertad, y la relación entre ambas, la
percibe el hombre en su conciencia, voz de Dios en el hombre, que le impulsa a seguir el bien
y a evitar el mal. Pero la conciencia no es mera subjetividad, sino que ha de buscar su último
fundamento en el único absoluto y fuente de toda verdad: Dios mismo. "La conciencia del
individuo no es la que fija, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal. La conciencia
aplica el conocimiento de la bondad o maldad a una determinada situación" (VS 32).
Este diálogo íntimo, en lo más profundo del ser, no es el diálogo del hombre consigo
mismo, sino el diálogo del hombre con Dios: "La conciencia -dice san Buenaventura- es
como un heraldo de Dios y su mensajero, y lo que dice, no lo manda por sí misma, sino que
lo manda como venido de Dios, igual que un heraldo cuando proclama el edicto del rey. Y de
ello deriva el hecho de que la conciencia tiene la fuerza de obligar" 138. La conciencia, como
testigo para el hombre de su fidelidad o infidelidad, es testimonio de Dios mismo, cuya voz y
cuyo juicio penetran la intimidad del hombre hasta las raíces de su alma, invitándolo
"fortiter et suaviter" a la obediencia: "La conciencia moral no encierra al hombre en una
soledad infranqueable e impenetrable, sino que le abre a la llamada, a la voz de Dios. En
esto y no en otra cosa reside todo el misterio y dignidad de la conciencia moral: en ser el
lugar, el espacio santo donde Dios habla al hombre".139
77
Según el apóstol san Pablo, esta sabiduría que viene de Dios es la que lleva al
hombre a discernir lo que agrada a Dios: "No cesamos de rogar por vosotros y de pedir que
lleguéis al pleno conocimiento de su voluntad con toda sabiduría e inteligencia espiritual,
para que viváis de una manera digna del Señor" (Col 1,9-10); "y lo que pido en mi oración
es que vuestro amor siga creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y todo
discernimiento, con que podáis aquilatar lo mejor para ser puros y sin tacha para el Día de
Cristo" (Flp 1,9-11). Y Santiago igualmente escribe: "Si alguno de vosotros está falto de
sabiduría que la pida a Dios, que da a todos" (Sant 1,5-6).
Fiel a esta visión bíblica, la encíclica Veritatis splendor, sin restar importancia a la
conciencia, la subordina a la verdad objetiva del hombre. La conciencia aplica la ley al caso
particular, no inventa la ley. La conciencia, en su realidad originaria, es un acto de la
inteligencia de la persona, que aplica el conocimiento universal del bien en una determinada
situación y expresa así un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora. De
otro modo, la conciencia llevaría a una ética individualista, según la cual cada uno se
encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás. (cfr VS 32).
La conciencia no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario,
en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y
condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el
comportamiento humano.140
En su juicio moral sobre un acto, la conciencia puede errar, y más aún cuando "por el
habito del pecado se ha quedado casi ciega" (GS 16). De aquí, que el hombre, que actúa con
rectitud, busque la verdad, dejando que su conciencia "sea iluminada por el Espíritu Santo"
(Rom 9,1) y no "acomodándose a la mentalidad de este mundo" (Rom 12,2). Y, aunque el
hombre no sea culpable al seguir su conciencia errónea, él sabe que el mal es siempre malo
para él, por ello ora con el salmista: "¿Quién se da cuenta de sus yerros? De las faltas ocultas
límpiame" (Sal 19,13). El hombre sensato, que conoce su fragilidad, sabe que en él hay faltas
ocultas que, aunque no las vea, son faltas que le apartan del camino de la luz (Cfr Jn 9,39-
41). Algo que el fariseo no acepta nunca, y por ello "su pecado permanece" en él. El humilde,
en cambio, es consciente de su fabilidad y de los peligros de la deformación de la conciencia,
que le puede llevar a lo que dice Jesús: "La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano,
todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras. Y, si
la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad habrá!" (Mt 6,22-23).
78
La conciencia, norma próxima de acción (GS 16;19;DH 3), debe buscar la verdad de
acuerdo con su dinamismo propio (DH 3). Pero, como corre el peligro de ser ofuscada por el
pecado (GS 16), debe ser formada de manera activa (DH 3) y ayudada por la Iglesia docente
en las incidencias prácticas de la fe (LG 25).
La Escritura también ilumina la riqueza del contenido de la conciencia bajo el
término corazón, como expresión de la interioridad del hombre y como principio de sus
acciones. El hombre camina según la dirección que le marca el corazón; en el corazón
escribirá el Señor su ley y, así, el corazón será el principio interior de las acciones (Jr 31,33-
34). Cristo oponiéndose al legalismo farisaico apelará constantemente al corazón, a lo secreto
"que el Padre ve" (Mt 6,4.6.18). "De dentro del corazón salen" las acciones humanas que
hacen impuro al hombre (Mc 7,14-23).
Bajo la luz bíblica del corazón, la conciencia es vista como la interiorización personal
de la norma moral. Dios hace resonar su voz en lo íntimo del corazón del hombre y, del
corazón brota, consciente y libremente, la respuesta del hombre a la llamada de Dios. La
responsabilidad del hombre no está ligada a una ley que le viene de fuera y que le suena sólo
en su oído, sino a una ley escrita en su corazón y que resuena en su interior. La conciencia es,
pues, un testigo y un juez imparcial e insobornable. Si el juicio es de aprobación, una
profunda alegría inunda el corazón del hombre: "El motivo de nuestro orgullo es el
testimonio de nuestra conciencia de que nos hemos conducido en el mundo, y sobre todo
respecto a vosotros, con la santidad y la sinceridad que vienen de Dios, y no con la sabiduría
carnal, sino con la gracia de Dios" (2Cor 1,12). Para Pablo, la conciencia cristiana está
íntimamente ligada a la fe y a la caridad en el Espíritu Santo.
El Espíritu Santo, actuando en el interior del hombre, penetra hasta lo más hondo,
como una unción. Así nos hace sentir la mentira y el engaño de nuestra vida frente al amor de
Dios, puesto al descubierto en la cruz de su Hijo. Iluminándonos la cruz de Cristo, el Espíritu
nos hace sentirnos juzgados y, al mismo tiempo, acariciados por el perdón de Dios, cuyo
amor es más grande que nuestro pecado. Ante la luz penetrante del Espíritu, caen todas
nuestras falsas excusas; se derrumba todo intento de autojustificación, apareciendo la
falsedad de la construcción egocéntrica de nuestra vida. 141 El fariseo, que no quiere recono-
cerse pecador, buscando la justificación por sí mismo, tendrá la tentación de "apagar el
Espíritu", para no "dar gracias en todo, que es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de
nosotros" (1Tes 5,18-19).
79
La conciencia es la interiorización personal de la ley moral. Y la conciencia
cristiana es la interiorización personal de la llamada que el Padre en el Hijo y por medio del
Espíritu Santo dirige a cada uno en las situaciones concretas. Pero esta llamada se realiza
en la Iglesia. La conciencia cristiana tiene, pues, una dimensión eclesial. En la Iglesia, y por
medio de la Iglesia, llega la interpelación de Dios al creyente, que recibe una vocación y una
misión que se refieren siempre, además de a sí mismo, a toda la comunidad eclesial. La
Iglesia, como cuerpo de Cristo, posee una conciencia comunitaria. De aquí que el sentire
cum ecclesia forme parte de la conciencia cristiana de todos y cada uno de los miembros de
la Iglesia. La conciencia del cristiano acoge la llamada que Dios le dirige en forma singular
en una situación concreta. Dios en un momento preciso de la historia de salvación interpela
a cada uno por su nombre con una singular e irrepetible vocación y misión. Pero esta
llamada es siempre llamada eclesial y para edificación de la Iglesia, que no puede nunca
romper la comunión, pues todos "hemos sido llamados a mantener la unidad del Espíritu", y
"a cada cual otorga la manifestación del Espíritu para provecho común" (1Cor 12,7). 144
Los cristianos, al formar su conciencia, deben atender con diligencia a la doctrina cierta y sagrada de la
Iglesia. Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es maestra de la verdad y su misión es anunciar
y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y confirmar con su
autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana. (DH 14)
Con la asistencia del Espíritu Santo se desarrolla la interpretación auténtica de la ley del Señor. El
mismo Espíritu, que está en el origen de la Revelación, de los mandamientos y de las enseñanzas de
Jesús, garantiza que sean custodiados santamente, expuestos fielmente y aplicados correctamente en el
correr de los tiempos y las circunstancias... Este oficio ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de
la Iglesia, que lo ejerce en nombre de Jesucristo. (VS 27).
La Iglesia sabe, sin embargo, que por la senda de la vida moral está abierto el camino
de la salvación a todos los hombres, incluso a quienes no conocen a Cristo ni su evangelio:
Los que sin culpa suya no conocen el evangelio de Cristo ni a su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero
corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de
lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación (LG 16;VS 3).
80
No hay duda de que la doctrina moral cristiana, en sus mismas raíces bíblicas, reconoce la específica
importancia de una elección fundamental que cualifica la vida moral y que comprende la libertad a nivel
radical ante Dios. Se trata de la elección de la fe, de la obediencia de la fe (Rom 16,26), por la que el
hombre se entrega entera y libremente a Dios, y le ofrece "el homenaje total de su entendimiento y
voluntad".145 Esta fe que actúa por la caridad (Gál 5,6) proviene de lo más íntimo del hombre, de su
"corazón" (Rom 10,10), y desde aquí viene llamada a fructificar en las obras. 146 En el Decálogo, la
cláusula inicial "Yo, el Señor, soy tu Dios" (Ex 20,2) confiere el sentido original a las prescripciones
particulares, asegurando a la moral de la alianza una fisonomía de totalidad, unidad y profundidad...
También la moral de la nueva alianza está dominada por la llamada fundamental de Jesús a su
seguimiento. Las parábolas evangélicas del tesoro y de la perla preciosa, por los que se vende todo
cuanto se posee, son imágenes elocuentes y eficaces del carácter radical e incondicionado de la
elección que exige el Reino de Dios. La radicalidad de la elección para seguir a Jesús está expresada
maravillosamente en sus palabras: "Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida
por mí y por el evangelio, la salvará" (Mc 8,35). (VS 66)
Pero la encíclica Veritatis splendor rechaza toda disociación entre una opción
fundamental de carácter transcendental y las opciones deliberadas de actos concretos. "La
opción fundamental, que caracteriza y sostiene la vida moral del cristiano, se revoca cada vez
que la persona compromete su libertad con opciones conscientes y libres de sentido contrario,
relativas a materia moral grave". "Separar la opción fundamental de los comportamientos
concretos significa contradecir la integridad personal del hombre en su unidad de cuerpo y
alma" (VS 67). "La firmeza con la que el apóstol Pablo se opone a quien confía la propia
justificación a la Ley, no tiene nada que ver con la liberación del hombre con relación a los
preceptos, los cuales, en verdad, están al servicio del amor" (VS 17).
La gracia de la justificación que se ha recibido -enseña el concilio de Trento- no sólo se pierde por la
infidelidad, por la cual se pierde incluso la fe, sino por cualquier otro pecado mortal (n. 68).
Siguiendo la tradición de la Iglesia, llamamos pecado mortal al acto, mediante el cual el hombre, con
libertad y conocimiento, rechaza a Dios, su ley, la alianza de amor que Dios le propone, prefiriendo
volverse a sí mismo, a alguna realidad creada y finita, a algo contrario a la voluntad divina. 147
81
4. DIMENSION SACRAMENTAL DE LA IGLESIA
Y DE LA MORAL CRISTIANA
La LG nos ha presentado a la Iglesia como «un pueblo reunido por la unidad del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (n.4). Después de esta presentación del misterio de la
Iglesia, en íntima relación con el misterio trinitario (cap.I), la LG nos presenta a la Iglesia
como comunidad histórica, como «pueblo de Dios» (cap. 2). El pueblo de Dios, formado por
todos los creyentes, es un pueblo histórico.
No hay dos Iglesias, una visible y otra invisible. La Iglesia como misterio ha
aparecido realmente en la tierra bajo una forma concreta y tangible y sigue así presente en el
mundo (n.8). Sin la visibilidad de la Iglesia, no podríamos hablar de «misterio». Porque el
misterio, según el Nuevo Testamento, es el plan de salvación de Dios tal como El lo ha
revelado en este mundo bajo la trasparencia de los velos. En este sentido el misterio o
sacramento incluye toda la economía de la salvación, preparada de manera visible en el
Antiguo Testamento y llegada a su plena manifestación en la vida, muerte y resurrección de
Cristo, cuya presencia visible en este mundo de hoy es la Iglesia (n.7 y 14), aunque esté
«entre penumbras» y «siempre necesitada de purificación» (n.8). El sacramento es, por tanto,
la misma historia de salvación en cuanto manifestación del plan salvífico de Dios. 149
La Iglesia, pues, es, a la vez, la comunidad visible de los redimidos y el signo bajo el
cual el Espíritu de Dios manifiesta y realiza visiblemente -en la concreción histórica- la
salvación del mundo. El Concilio la ha llamado en diversas ocasiones, «sacramento
universal de salvación» (n.48).150
82
Cristo es sacramento en el sentido propio más original y prototípico. Como «imagen
del Dios invisible», el Padre le envió a revelar a los hombres el misterio de Dios (Cfr n.2,3 y
7); a anunciar el Reino de Dios y a presentarlo luminosamente en su Persona: «Este Reino
aparece luminosamente a los hombres en la palabra, en las obras, en la presencia de Cristo...
Pero, ante todo, se manifiesta en la Persona misma de Cristo, Hijo de Dios e Hijo del
Hombre» (n.5). Así, Cristo es el signo por antonomasia; El es «la luz de las gentes» (n.1 y
10) y «la luz del mundo» (n.1 y 9). En su persona se hizo visible el Reino de Dios.
Cristo aparece como el signo primero, como el primer sacramento en el sentido más
profundo y originario. Es el sacramento personal de la vida divina en nosotros.
83
La Iglesia, en su ser, es misterio de comunión. Y su existencia está marcada por la
comunión. Desde los orígenes, la comunidad cristiana primitiva se ha distinguido porque
"todos los creyentes eran constantes en la enseñanza de los Apóstoles, en la koinonía, en la
fracción del pan y en las oraciones" (He 2,42). La comunión de los creyentes "en un mismo
espíritu, en la alegría de la fe y en la sencillez de corazón" (He 2,46), se vive en la comunión
de la mesa de la Palabra, de la mesa de la Eucaristía y de la mesa del pan compartido con
alegría, "teniendo todo en común" (He 2,44). Es la comunión del Evangelio y de todos los
bienes recibidos de Dios en Jesucristo, hallados en la Iglesia. Frente a las divisiones de los
hombres -judío y gentil, bárbaro y romano, amo y esclavo, hombre y mujer-, la fe en Cristo
hace surgir un hombre nuevo (Rom 10,12;1Cor 12,13;Gál 3,28) que vence las barreras de
separación, llevando a la comunión gratuita en Cristo, es decir a la comunión eclesial, fruto
de compartir con los hermanos la filiación de Dios, la fe, la Palabra y la Eucaristía.157
Esta comunión penetra todos los aspectos de la vida de la Iglesia. Esta comunión de
los fieles, que participan del misterio de Dios en una misma fe y en una misma liturgia, es
una comunión jerárquica, que une a toda la asamblea en torno a los apóstoles, que
transmiten la fe y presiden la celebración, presbíteros y obispos en comunión con el Papa. Es
una comunión temporal y escatológica: se funda en la fe recibida de los Apóstoles, se vive ya
en la celebración y en la vida presente, pero está abierta a la consumación de la comunión
en la unidad y amor de los salvados con Cristo, en el Espíritu, cuando "Dios sea todo en
todo".
La Iglesia no es una realidad replegada sobre sí misma, sino permanentemente abierta a la dinámica
misionera y ecuménica, pues ha sido enviada al mundo para anunciar, actualizar y extender el misterio
de comunión que la constituye: a reunir a todos y a todo en Cristo; a ser para todos sacramento
inseparable de unidad.159
84
Jesucristo se hace visible en la Iglesia. La Iglesia aparece realmente como
sacramento de Cristo, "signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de
todo el género humano" (LG 1). La comunidad, congregada en el amor y la unidad, se hace
presencia salvadora de Cristo en el mundo. La Iglesia se hace creíble para el mundo mediante
los signos de la fe, mediante el milagro de comunión que aparece en ella: en el amor y la
unidad de sus miembros. Cuando aparece la Iglesia como Comunidad de hermanos
resucitados, que han vencido el miedo a la muerte, superando las barreras de separación que
el miedo a la muerte levanta entre los hombres, amándose en la dimensión de la cruz y siendo
perfectamente uno, todos conocerán que son discípulos de Cristo y que Cristo es el Enviado,
el Salvador.
La acción salvífica de Cristo por el Espíritu Santo está presente en toda acción
eclesial. Esta acción salvífica es lo que el Concilio llama «sacramento de unidad»: el signo
visible y eficaz, escogido por Dios para expresar en la historia humana su voluntad eterna de
salvar a toda la humanidad. El Espíritu Santo y la Iglesia hacen presente en el mundo este
signo de la voluntad salvífica de Dios, es decir, la paz para la humanidad. En oposición al
pecado, elemento de desunión, el signo de salvación no podía ser otro que un signo de paz y
unidad (n.8).
85
El signo es una realidad viviente que se revela en una acción visible. Participar en
una acción simbólica es entrar en comunión con la realidad escondida, bajo los velos, de esa
acción. En la acción simbólica hay una realidad invisible que se nos ofrece, se nos revela,
ocultándose en ella. Para ser más precisos, se trata de un «encuentro»; porque la realidad
viviente, que se manifiesta en la acción simbólica sacramental, es siempre una persona o una
comunidad de personas.
Los signos fundamentales del cristianismo son Cristo y la Iglesia. Todos los demás
signos particulares no son más que la irradiación múltiple de estos signos fundamentales. Los
sacramentos son realizaciones de la Iglesia misma, actualizaciones concretas de la
sacramentalidad de la Iglesia, que participan esencialmente del ser de la Iglesia como
sacramento primordial. Por esto hay que afirmar que la Iglesia no es tanto la
«administradora» de los sacramentos cuanto el sacramento mismo de la salvación.
Cada sacramento es, por tanto, un acto del sacramento primordial, que es la Iglesia;
un acto visible, concreto, puesto por la Iglesia como comunidad de salvación. O, dicho de
otro modo, un sacramento es, ante todo y sobre todo, un acto personal del mismo Cristo que
nos abraza en el plano de la visibilidad terrestre de la Iglesia. De este modo, los sacramentos
se nos presentan como la visibilidad eclesial de la voluntad salvífica de Cristo frente a la
persona que recibe el sacramento. Los sacramentos son esa voluntad salvífica bajo una forma
eclesial visible y palpable. Son el don actual de la gracia que se apodera de nosotros de
manera visible, histórica.160
86
Los demás sacramentos están todos unidos a la Eucaristía por los mismos lazos
simbólicos. Preparan o cumplen lo que la Iglesia celebra en la Eucaristía.
En realidad la Iglesia se nutre de dos mesas: la Palabra y la Eucaristía. 162 Pero, para
que se dé fruto de santidad en la actualización en nuestras vidas del misterio de Cristo en la
Palabra y en la Eucaristía, es preciso invocar al Espíritu Santo. 163 "El hombre no puede en-
tender la lengua de la Palabra de vida si no se la habla el Espíritu Santo al corazón". 164
La LG aplica todas las afirmaciones decisivas sobre la Iglesia a todos los creyentes
en general (n.13), y también a cada uno de los «estados»: ministerio sacerdotal (n.40) y laicos
(n.30); casados (n.11 y 35) y religiosos (n.31). Si Cristo es el signo o sacramento por
antonomasia y a la Iglesia se le ha dado la plenitud del carácter de signo de Cristo, porque
ella es la plenitud de Cristo, cada miembro particular y cada estado participa del carácter de
signo de Cristo y, precisamente, en la «medida» de su calidad de ser miembro, o sea, de su
tarea como estado en la Iglesia (n.13).
Todos los creyentes (n.7,9,10) son, inmediatamente, en virtud del carácter bautismal
(n.9) y, después, correspondientemente, por los demás sacramentos (n.7,10,11), imagen y
signo de Aquel, de quien la Iglesia es, en cuanto totalidad, imagen y signo en plenitud: o sea,
de Cristo y, de este modo, del Dios Trino, como se comunica y debe seguir comunicándose a
los hombres en Cristo. En su constante aspiración a la santidad «todos los cristianos anuncian
y revelan a todos, en este tiempo, el amor con que Dios ha amado al mundo» (n.41).
Es este enraizamiento sacramental lo que constituye al nuevo pueblo de Dios en
cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo, en «casa espiritual y sacerdocio santo» (1Pe
2,5;n.10-11). Esto funda la unidad radical, la igualdad fundamental de todos los miembros de
la Iglesia. Todo lo demás es adveniente y, por ello, secundario en el orden óntico, aunque su
importancia sea grande. Esta unión sacramental común, que incorpora a Cristo, opera en los
creyentes una radical fraternidad eclesial, que es previa a toda paternidad (n.32). La jerarquía
es servicio y los carismas son queridos por Dios para edificación de su Iglesia. Pero anterior a
todas las diferenciaciones funcionales subsiguientes existe una previa comunión sacramental
de ser y vida entre los cristianos: regeneración bautismal, unción por el Espíritu y comunión
en el cuerpo eucarístico.
-Ministerio sacerdotal
87
Este carácter sacramental, común a todos los creyentes, la LG lo especifica
aplicándolo a cada uno de los «estados». La comunión fundamental entre todos los creyentes
-comunión sacerdotal (bautismo), comunión pneumática y misional (confirmación) y
comunión eucarística (eucaristía)- no es, sin embargo, anárquica, sino que está orgánicamente
estructurada. Para que la Iglesia y la triple comunión entre los cristianos perdure, Cristo la ha
dotado de miembros cualificados, cuya misión es: bautizar y hacer discípulos entre todas las
gentes; comunicarles el Espíritu y admitirlos a la comunidad de los que ya antes han creído,
haciéndoles perseverar en oír la enseñanza de los apóstoles, en la unión, en la fracción del
pan y en la oración; perdonar y retener pecados en la fuerza del Espíritu Santo, que han
recibido; hacer en memoria suya lo que El hizo en la noche en que fue entregado; transmitir a
otros la propia misión imponiéndoles las manos; siendo entre todos ellos uno el encargado de
confirmar en la fe a sus hermanos, porque sobre él está edificada la «Eklesía».
-Laicos
-Casados
-Religiosos
165 La GS confirma esta sacramentalidad de la familia cristiana ante el mundo: «la familia cristiana, cuyo
origen está en el matrimonio, que es imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia,
manifestará a todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la auténtica naturaleza de la Iglesia» (n.48). Y
Juan Pablo II, enviando 72 familias neocatecumenales a la evangelización de nuestro mundo secularizado, les
decía que «no hay en este mundo otra imagen más perfecta y más completa de lo que es Dios: unidad y
comunión»: L'Osservartore Romano 31-12-88.
88
Finalmente, la «vida religiosa» aparece caracterizada, sobre todo, por su carácter de
signo, por su «sacramentalidad»: «la profesión de los consejos evangélicos aparece como un
signo que puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia...,
testimoniando la vida nueva y eterna conseguida por la redención de Cristo y preanunciando
la resurrección futura y la gloria del Reino celestial...» (n.44).
LA IGLESIA LOCAL
89
Pero, naturalmente, la Palabra lleva a la liturgia pascual. La comunidad cristiana es
convocada para celebrar la Eucaristía del Señor, haciendo memoria y anunciando efi-
cazmente la muerte y resurrección de Cristo.
San Ignacio describirá esta misma experiencia en su carta a los fieles de Filadelfia:
«No participáis sino en una sola Eucaristía, porque no hay más que un solo cuerpo de nuestro
Señor Jesucristo y un solo cáliz para unirnos en su sangre, un solo altar, como no hay más
que un solo obispo con el presbiterio y los diáconos» (4,1).
MORAL PERSONAL-COMUNITARIA
90
La visión sacramental de la Iglesia da a la moral cristiana un carácter mistérico-
litúrgico, superando así el extrinsecismo de la moral formalista de la obligación. En esta
concepción de la moral, la liturgia era vista como la ejecución de un deber o como una ayuda
extrínseca para cumplir la ley. El individualismo de esta moral llevaba a poner como centro
de toda su preocupación la salvación individual, que había de conseguirse mediante la
observancia de las leyes. Cristo y toda la vida sacramentaria no eran sino un medio para ello.
Colocar en cambio, «el misterio de Cristo» -celebrado en la liturgia- al centro, como objeto
de la Teología moral, significa situar la vida moral en el dinamismo sacramental de la historia
de la salvación. La moral de la obligación se transforma en moral de la caridad.
Por la evangelización la Iglesia es construida y plasmada como comunidad de fe; más precisamente,
como comunidad de una fe confesada en la adhesión a la Palabra de Dios, celebrada en los sacramen-
tos, vivida en la caridad como alma de la existencia moral cristiana. En efecto, la buena nueva tiende a
suscitar en el corazón y en la vida del hombre la conversión y la adhesión personal a Jesucristo Salvador
y Señor; dispone al Bautismo y a la Eucaristía y se consolida en el propósito y en la realización de la
nueva vida según el Espíritu.166
El Espíritu Santo, saciando las exigencias más íntimas del hombre, recrea la unidad
de todo el hombre, cuerpo y espíritu, abriéndole a la comunión con todos los hombres,
rompiendo las barreras que alienan al hombre consigo mismo y con los demás.
91
Los sacramentos son signos personalizantes de la comunidad de salvación. Son
signos eficaces del encuentro personal del creyente con Cristo en la comunidad visible de la
fe. Los sacramentos nos revelan el personalismo propio del cristianismo, en el que cada uno
es llamado por su nombre propio, único, irrepetible, insustituible, pero un nombre que cada
uno sólo puede hallar en la comunión con Dios y en la comunidad fraterna. Los sacramentos
son llamada a todos a la unidad en el respeto absoluto de cada persona particular. En los
sacramentos se ofrece a cada uno la salvación, en cuanto cada uno se deja integrar
personalmente en la comunidad de salvación, para alabanza de la gloria de la gracia de Dios.
Cristo es una persona y la vida moral es un encuentro con Cristo. La moral cristiana
es, pues, personal. Pero personal no es sinónimo de individual. Personal significa ya
encuentro con otra persona.
La liturgia se realiza siempre en el Espíritu Santo o por virtud del Espíritu Santo. 167
No es posible la liturgia sin el Espíritu Santo; la liturgia sería una simple evocación y no la
actualización en el memorial de los misterios de la salvación. La salvación, como vida del
Padre en Cristo, nos es ofrecida en el Espíritu Santo. El misterio pascual de Cristo nos llega
a través del Espíritu que es el don pascual de Cristo muerto y resucitado a su Iglesia.
La unidad de la Iglesia orante es obra del Espíritu Santo, que es el mismo en Cristo, en toda la Iglesia y
en cada bautizado... Por tanto, no puede haber oración cristiana sin la acción del Espíritu Santo, que,
uniendo a toda la Iglesia por medio del Hijo, la conduce al Padre. 168
167 LG 50;PO 5.
168 Principios y normas generales de la liturgia de las horas, n.8.
92
La liturgia celebra la fe de los fieles con palabras y gestos. Ella actualiza, en el
tiempo, la gracia que Dios nos ha dado en su designio de salvación y, sobre todo, en Jesu-
cristo y su pascua. Esta actualización e interiorización en el corazón de los fieles es obra del
Espíritu Santo. Así la liturgia realiza un movimiento de Dios hacia nosotros y de nosotros
hacia Dios, movimiento que parte del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo y asciende desde
el Espíritu por el Hijo hasta la gloria del Padre, que nos introduce en su comunión como
hijos.
Los signos de este encuentro con Dios en Cristo mediante el Espíritu, signos de la
alianza, nos alcanzan en la comunidad eclesial; análogamente, también nuestra respuesta
sólo es válida y justa en la comunidad y con vistas a la comunidad. El diálogo litúrgico es un
diálogo de fe y amor adorante: por esto es personal en sumo grado. Ahora bien, el
personalismo de cada miembro se profundiza de manera auténtica cuanto más fuertes son el
amor y la unidad de todos los miembros de la comunidad, a los que Dios se dirige y que
responden unidos.
La gloria de Dios y la salvación de los hombres son los dos polos de la existencia de
la Iglesia. Conocer mejor los designios de Dios sobre sí misma para cumplir mejor su misión
salvadora ha sido la finalidad del Vaticano II, en la reflexión comunitaria de la Iglesia sobre
su conciencia eclesial. Hablando de sí misma, la Iglesia ha hablado de Dios y del hombre.
Como lo expresó Pablo VI, la Iglesia no ha pretendido encerrarse en sí misma, sino «confir -
marse en los planes divinos sobre ella, para encontrar mayor luz, nueva energía y un gozo
mayor en el cumplimiento de su propia misión y determinar los modos más aptos para hacer
169 Cfr D. TETTAMANZI, L'uomo immagine di Dio. Linee fondamentali di morale cristiana, Casale
Monferrato 1992.
93
más cercanos, operantes y benéficos sus contactos con la humanidad, a la que ella
pertenece, aunque distinguiéndose por caracteres propios inconfundibles».170
La comunidad eclesial «se actualiza» (LG 11) por los sacramentos como funciones
vitales del organismo eclesial. La LG ha descrito el aspecto eclesial comunitario de cada uno
de los sacramentos del pueblo de Dios. Los fieles se han incorporado a la comunidad eclesial
por el bautismo. En la confirmación se vinculan más estrechamente a la Iglesia.
Participando del sacrificio eucarístico manifiestan la unidad del pueblo de Dios, significada
y producida por este sacramento. El cristiano que se acerca a la penitencia, obtiene el perdón
de Dios y, al mismo tiempo, se reconcilia con la Iglesia. Con la unción la Iglesia entera
encomienda a los enfermos al Señor paciente y glorificado. Los que entre los fieles del
pueblo de Dios se distinguen por el orden sagrado, quedan destinados, en el nombre de
Cristo, a apacentar la Iglesia con la palabra y con la gracia de Dios. Los esposos cristianos, en
virtud del sacramento del matrimonio, manifiestan y participan del misterio de la unidad y
del amor entre Cristo y la Iglesia (Cfr LG 11).
Los sacramentos son palabra de gozo, buena noticia, Evangelio. En ellos, el precepto
es sencillamente el fruto del anuncio de la buena nueva: «En la liturgia Dios habla a su
pueblo; Cristo sigue anunciando el Evangelio. Y el pueblo responde a Dios con el canto y la
oración» (SC 33). Dios, al hablarnos así con sus dones, al enriquecernos con su palabra, nos
hace capaces de una vida nueva. Así la vida cristiana es fundamentalmente palabra de
respuesta, que brota de la fe, que escucha y responde, que recibe y se da a su vez.
94
El cristiano, con el corazón formado en la vida litúrgica, lleva la estructura de la
liturgia al conjunto de su vida moral, a toda su existencia. No vive preocupado por realizar
sus propósitos humanos, sino atento a escuchar la voz de Dios, atento al kairós, al plan de
Dios en la situación concreta de su vida. Esto le evita, por un lado, el esquematismo
formalista y la ciega aplicación de principios abstractos que no tienen en cuenta las
necesidades de la hora presente y de la gracia actual, y por otro lado, le evita caer en una ética
existencial superficial, puesto que considera toda situación particular (kairós), a la luz de la
visión fundamental inscrita en su corazón por la gracia sacramental.
Así como en la celebración de los sacramentos la obra del hombre es sobre todo
aceptación humilde y respuesta agradecida a la acción de Dios, así en toda la moral cristiana
la obligación es inherente al don y brota del don. No hay puro mandamiento ni hay
obligación en la que no se haga visible el don. Dios, por medio de sus dones, nos atrae y nos
da la capacidad y el empeño con que hacer de nuestra vida una respuesta a El.
Una auténtica visión sacramental no nos recluye en los sacramentos, sino que nos da
esa apertura indispensable, capaz de aprehender como don de Dios todos los acontecimientos
y todas las capacidades. Para el hombre redimido, que entra plenamente en la perspectiva
sacramental, todos los dones de Dios se vuelven gracia fecunda, que es llamada e invitación.
Hay que hablar de los dones divinos, de la gracia divina de forma que aparezca claramente
visible su dinamicidad, que transforma el corazón y el interior del hombre, y le vivifica en
espontaneidad capaz de llevar abundantes frutos. Los dones de Dios, precisamente por ser
gratuitos, no deben convertirse en capital muerto. La dinamicidad de la gracia significa fruto
abundante de amor para la salvación del mundo y para una fraternidad entre los hombres.
Pero sin olvidar nunca que se trata siempre de dinamicidad de la gracia, del Reino del amor
de Dios; así no puede corresponderle un antropocentrismo horizontal que olvide las fuentes
de la vida.
FE Y VIDA MORAL
95
se expresa en confianza y abandono en Cristo, una celebración agradecida y gozosa, que nos
lleva a vivir como El vivió (Gál 2,20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos.171
Ninguna laceración debe atentar contra la armonía entre la fe y la vida: la unidad de la Iglesia es
herida no sólo por los cristianos que rechazan o falsean la verdad de la fe, sino también por aquellos que
desconocen las obligaciones morales a las que los llama el evangelio (cfr 1Jn 2,3-6). (VS 26)
96
En la historia de la salvación, los mártires, al preferir la muerte al pecado, han
testimoniado la santidad inviolable de la ley de Dios: Susana, prefiriendo morir a manos de
sus jueces, atestigua su fe y confianza en Dios (Dan 13,22-23). Juan Bautista, que vino a
testimoniar la luz, que es Cristo, mereció ser llamado lámpara que arde e ilumina y fue
bautizado en la propia sangre después de habérsele concedido bautizar al Redentor del
mundo. Y numerosos mártires cristianos, seguidores de Cristo, que ante Caifás y Pilato
"rindió tan solemne testimonio" (1Tim 6,13), murieron mártires por confesar su fe y amor al
Maestro, confirmando, como Cristo, la verdad de su fe con el don de su vida... El martirio,
además de glorificación de Dios, es la exaltación plena de la perfecta humanidad y de la
verdadera vida de la persona. Así lo atestigua San Ignacio de Antioquía dirigiéndose a los
cristianos de Roma, lugar de su martirio: "Por favor, hermanos, no me privéis de esta vida,
no queráis que muera... dejad que pueda contemplar la luz; entonces seré hombre en pleno
sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios".174 (cfr VS 90-93)
La primera forma de evangelización es el testimonio de vida. El hombre contemporá neo cree más a los
testigos que a los maestros; cree más en la experiencia que en las doctrinas, en la vida y los hechos que
en las teorías. El testimonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de misión. (n.42)
El momento que estamos viviendo, exige que el anuncio del Evangelio sea nuevo y
portador de novedad "en su ardor, en sus métodos y en su expresión". La descristianización
de nuestra sociedad comporta la pérdida de la fe o su falta de relevancia para la vida y, con
ello, una decadencia u oscurecimiento del sentido moral. La evangelización -hoy como
siempre- comporta también el anuncio y la propuesta moral.
Jesús mismo, al predicar el Reino de Dios y su amor salvífico, hace una llamada a la
fe y a la conversión (Mc 1,5). Pedro con los otros apóstoles, anunciando la resurrección de
Jesús de entre los muertos, propone una vida nueva, un camino que seguir para ser discípulo
del Resucitado (He 2,37-41;3,17-20). Y cuando Pablo encuentra a Cristo, en el camino de
Damasco, preguntará: "¿Qué he de hacer, Señor?" (He 22,10).
97
En la raíz de la nueva evangelización y de la vida moral nueva, que ella propone y
suscita en sus frutos de santidad y acción misionera, está el Espíritu de Cristo, principio y
fuerza de la fecundidad de la santa madre Iglesia. 176 El Espíritu de Jesús, acogido por el
amor humilde y dócil del creyente, hace florecer la vida moral cristiana y el testimonio de
santidad en la gran variedad de vocaciones y de dones para todas las situaciones de la
vida.177
La Iglesia, alentada por la experiencia de los mártires y santos, afirma que, incluso en
las situaciones más difíciles, el hombre debe y puede seguir la voluntad de Dios, que es
siempre coherente con la propia dignidad personal. Pero, como demuestra la experiencia
cotidiana, el hombre se ve tentado a romper la armonía entre su libertad personal y la verdad
que la norma moral le muestra: "No hago lo que quiero, sino que hago lo que detesto... No
hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero" (Rom 7,15.19).
Y sin embargo, las tentaciones se pueden vencer y los pecados se pueden evitar
porque, junto con los mandamientos, el Señor nos da la posibilidad de observarlos: "Sus ojos
están sobre los que le temen, El conoce todas las obras del hombre. A nadie ha mandado ser
impío, a nadie ha dado licencia de pecar" (Eclo 15,19-20). Como se expresa la Iglesia en el
concilio de Trento: "Dios no manda cosas imposibles, sino que al mandar lo que manda, te
98
invita a hacer lo que puedas y te ayuda para que puedas. Sus mandamientos no son pesados
(1Jn 5,3), su yugo es suave y su carga ligera (Mt 11,30)". 179
Es en la cruz salvífica de Jesús, en el don del Espíritu Santo, en los sacramentos que brotan del costado
traspasado del Redentor (Jn 19,34), donde el creyente encuentra la gracia y la fuerza para observar
siempre la ley santa de Dios, incluso en medio de las dificultades más graves. (VS 103)
La actitud farisea, que elimina la conciencia del propio límite y del propio pecado,
se manifiesta hoy particularmente en el intento de adaptar la norma moral a las propias
capacidades y a los propios intereses, cerrando al hombre el camino hacia Cristo Salvador,
por considerarlo innecesario. Al contrario, aceptar la incapacidad de las solas fuerzas
morales del hombre dejado a sí mismo, suscita el deseo de la gracia y predispone a
recibirla: "¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?", se pregunta san
Pablo. Y con una confesión gozosa y agradecida, responde: "¡Gracias sean dadas a Dios por
Jesucristo nuestro Señor!" (Rom 7,24-25).181
99
La dimensión sacramental de la moral cristiana libera al creyente de toda pretensión
de autojustificación. Su vida comienza por gracia, renaciendo en las aguas del bautismo,
gracias a la misericordia de Dios, que le incorpora en la Iglesia a la muerte y resurrección
de su Hijo; camina de perdón en perdón en el sacramento de la penitencia, como segundo
bautismo; se alimenta en el sacramento de la Eucaristía, memorial de la victoria sobre el
pecado; y es fortalecido por el don del Espíritu Santo en la confirmación para el combate
diario contra las tendencias de la carne...
Esta es la novedad de ser y vida del bautizado en Cristo, que es hecho hombre
nuevo. En el bautismo muere el hombre viejo y renace otro hombre, radicalmente nuevo. En
Cristo se cumplen las promesas mesiánicas, que anunciaban una alianza nueva del hombre
con Dios, quien daría a su pueblo una ley nueva, infundiría un espíritu nuevo, vivificando al
hombre con una vida nueva.184
Jeremías vislumbra y anuncia que "vienen días en que Yahveh pactará una alianza
nueva con la casa de Israel..., pondrá su Ley en el interior, escrita en los corazones, cuando
perdone sus pecados". Entonces "Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (31,30-34).
100
Este mismo anuncio lo repetirá el profeta Ezequiel (36,25-28), con precisiones
importantes. El punto de partida es siempre el amor gratuito de Dios que "rociará al pueblo
con agua pura hasta dejarlo totalmente purificado". Pero en vez de poner "la ley en el
interior", Dios "infundirá su espíritu". La novedad de la alianza nueva no es una ley escrita,
sino el Espíritu de Dios, como Don inefable al hombre. Para ello, Dios arrancará el
"corazón de piedra", insensible e indócil a su voz, y dará "un corazón de carne", dócil a su
amor: "haré que os conduzcáis según mis preceptos".
Isaías anunciará esta novedad con la imagen del desierto transformado en vergel
por el "don de arriba", el "espíritu derramado sobre nosotros" (32,15-16). Este espíritu de
Dios renovará al pueblo para hacer de él "el pueblo que canta las alabanzas de Dios"
(43,19-21), pues experimentará la alegría (65,17-19).
El Padre derrama sobre el bautizado el Espíritu Santo como Espíritu de Cristo, para
hacer de él una imagen viva del Hijo. El cristiano, pues, "hijo en el Hijo", está habitado por
el Espíritu Santo,185 "lleno del Espíritu Santo" (He 9,17), que hace de él un templo (1Cor
6,19). Habitando en el cristiano, el Espíritu Santo lo configura con Cristo, el Hijo de Dios,
hasta hacer clamar "¡Abba, Padre!" (Gál 4,4-6). Para que este grito interior sea real, el
Espíritu Santo engendra en el cristiano los "mismos sentimientos de Cristo" (Flp 2,5).
Este nuevo ser del cristiano, renacido en las aguas del bautismo, se manifiesta en un
"caminar según el Espíritu" (Gál 5,25) en novedad de vida: "Fuimos, pues, con El
sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que al igual que Cristo fue resucitado de
entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida
nueva" (Rom 6,4).186 Esta nueva vida no se rige por la ley antigua, sino por el mandamiento
nuevo del amor: "Os doy un mandamiento nuevo que os améis los unos a los otros como yo
os he amado" (Jn 13,34-35).
185 Rom 5,5;1Cor 2,12;3,16;2Cor 3,3;5,5;Gál 3,2-5;4,6...
186 Cfr entre tantos otros textos Ef 4,17-24;Col 3,9-10.
101
Este mandamiento nuevo es la expresión de la nueva alianza sellada en la sangre de
Cristo: "Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre derramada por vosotros" (Lc 22,20).
De aquí se sigue que la Iglesia no puede vivir la unión con Cristo sin anunciar su
misterio al mundo de manera que pueda hacerse creíble. La Iglesia, en todo lo que es y hace,
tiende, como meta última y definitiva, a hacer visible el amor de Cristo a los hombres, como
Cristo nos hizo experimentar de manera viva que Dios es amor. Todas las formas -estructuras,
oficios, servicios- en los que la Iglesia concretiza su visibilidad, sólo tienen valor en la
medida en que logran proclamar el amor de Dios en forma de testimonio (Cfr GS 76).
El fruto que la vocación cristiana aporta a la vida del mundo, consiste, en primer
lugar y en su dimensión más profunda, en la caridad a los hombres que viven en este mundo.
La caridad es el alma que anima la acción de los fieles para la vida del mundo. Del mismo
modo que no basta dedicar a Dios un acto o muchos actos, sino consagrarle toda la persona,
amándolo sobre todas las cosas, de modo que los diversos actos no sean más que los signos y
manifestación de la entrega total de la persona, así hay que decir de la caridad a los hombres.
Al cristiano se le pide la entrega de sí mismo, de su persona y corazón, al servicio del mundo;
de modo que las diversas acciones que realiza, sean el signo y expresión de su amor sincero y
fraterno. Por esto el elemento esencial de la misión del cristiano, en relación a los otros
hombres que viven en el mundo, es simplemente que ame a los hombres de este mundo.
¿Cómo es posible tener el don de la filiación divina y no sentir en la propia vida personal el
amor al Padre y a los hombres, de la misma manera que Cristo amó al Padre y a los hombres
de este mundo (Cfr Jn 15,10;13,24), es decir, dándose completamente (Cfr Flp 2,7;Gál 2,20)?
102
El mismo Concilio en los diversos documentos afirma que el primer don para la vida
del mundo no es otro sino la entrega total de la persona, es decir, la caridad, que constituye el
alma de todas las acciones. Así el ministerio sacerdotal es presentado como el ejercicio del
amor pastoral (PO 14); la presencia de los fieles en las misiones es considerada como la
expresión del amor de Dios a todos los hombres (AG 12); los servicios de la vida religiosa
son definidos como el ejercicio de la caridad de la Iglesia (PC 8). También el apostolado de
los laicos tiene por fundamento la exigencia de la caridad, «alma de todo apostolado»: la
caridad, que el Espíritu Santo derrama en los corazones de todos los fieles de la Iglesia, urge
a todos los cristianos a procurar la gloria de Dios por el advenimiento de su Reino, y la vida
eterna para todos los hombres, es decir, que conozcan al único Dios verdadero y a su enviado
Jesucristo (Jn 17,3) (AA 3). Las energías, finalmente, que la Iglesia suscita en el mundo no
son otra cosa que las energías de la caridad, radicada en la fe y orientada a aportar frutos de
vida (GS 42).
-Amor apostólico
103
Esta actividad misionera eclesial está animada esencialmente por el amor a Dios y el
amor a los hombres, con quienes la Iglesia desea compartir sus bienes espirituales (AG 7).
Por otra parte, la finalidad de esta actividad misionera es llevar a los hombres al amor de
Dios. Desde el comienzo del proceso de conversión, el hombre es «arrancado del pecado,
entrando en el misterio del amor de Dios, que lo llama a iniciar una comunicación personal
con El en Cristo» (AG 13).
-Amor ecuménico
La caridad cristiana penetra todas las realidades humanas, enriqueciendo los valores
humanos de solidaridad y de fraternidad. Dentro de la Iglesia, la caridad sostiene el diálogo
superando las opiniones divergentes (Cfr GS 43 y 92). La misma caridad alienta el diálogo de
los católicos con los otros cristianos, con las religiones no cristianas y con los mismos ateos.
La caridad cristiana incide en el plano humano de los hombres y de la historia: «Al buscar su
propio fin de salvación, la Iglesia no sólo comunica la vida divina al hombre, sino que
además difunde de algún modo sobre todo el mundo el reflejo de su luz, sobre todo, curando
y elevando la dignidad de la persona, consolidando la firmeza de la sociedad y dotando a la
actividad diaria de la humanidad de un sentido y de una significación mucho más profundos.
Cree la Iglesia que de esta manera, por medio de sus hijos y por medio de la entera
comunidad, puede ofrecer gran ayuda para dar un sentido más humano al hombre y a su
historia» (GS 40).
104
Los cristianos son impulsados interiormente, por la fuerza del Evangelio, a unirse a la
acción de todos los hombres en favor de la justicia y de la solidaridad humana: «Los
cristianos recordando la palabra del Señor: En esto reconocerán todos que sois mis
discípulos, en el amor mutuo que os tengáis (Jn 13,35), no pueden tener otro anhelo mayor
que el de servir con creciente generosidad y con suma eficacia a los hombres de hoy. Por
consiguiente, con la fiel adhesión al Evangelio y con el uso de las energías propias de éste,
unidos a todos los que aman y practican la justicia, han tomado sobre sí una tarea ingente que
han de cumplir en la tierra, y de la cual deberán responder ante Aquel que juzgará a todos en
el último día» (GS 93).
La caridad cristiana revaloriza todo esfuerzo humano (GS 42); purifica la acción
humana del egoísmo, del orgullo y del amor propio (GS 25 y 37); la caridad sobrenatural
supera toda acción puramente humana, extendiendo el campo del amor a quienes no lo
merecen a nuestros ojos, a quienes no nos aman (GS 25), a nuestros mismos enemigos: «El
precepto del amor se extiende a todos los enemigos. Es el mandamiento de la nueva ley:
"Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo:
Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, orad por los que os persiguen y
calumnian" (Mt 5,43-44)» (GS 28). Este es el amor con que Cristo nos ha amado a nosotros:
«En efecto, cuando estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los
impíos... La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores,
murió por nosotros» (Rm 5,6-9).
105
El Concilio quiere, pues, que la teología moral muestre que quien es cristiano, y
posee, por tanto, el Espíritu de Cristo, no puede no dar fruto para la vida del mundo, con un
corazón movido por la gracia de Dios, es decir, voluntaria, libre y espontáneamente. De este
modo el compromiso por la vida del mundo aparece realmente como un fruto -cristianamente
entendido- de la vocación en Cristo, acogida libremente.
Con la expresión «vida del mundo», que engendra la caridad como primer fruto de
la vocación en Cristo, el Concilio se refiere a la vida, que Cristo, donándose, ha querido que
poseyéramos en abundancia (Jn 10,10). Cristo mismo ha dicho que el pan, que El quiere
darnos, es su carne «para la vida del mundo» (Jn 6,52). Esta vida es, en definitiva, la vida
eterna, como se repite constantemente en la Escritura. Tarea, por tanto, de una teología
moral auténticamente cristiana es la superación de toda concepción individualista de la
salvación. La presentación de la vocación en Cristo es errónea si no se la presenta en la
perspectiva comunitaria de aportación de fruto de amor, a fin de que el mundo tenga la vida
de Cristo y la tenga en abundancia. La salvación y la vida son dones de la vocación en
Cristo. Estos dones exigen, por la exigencia intrínseca del amor, la comunicación a los
demás.
Toda la vida moral, desde esta perspectiva, reviste una importancia social. Toda
acción moral, buena o mala, tiene una repercusión social. De la vida moral personal de cada
cristiano depende el que la plenitud de la vida divina sea más o menos eficaz; que la
sacramentalidad de la Iglesia se manifieste más o menos claramente.
188 La Exhortación apostólica Christifideles laici sobre la vocación y la misión de los laicos en la Iglesia y
en el mundo, recogiendo las proposiciones del Sínodo del 1987, es el más completo comentario a este punto del
Concilio.
189 Cfr toda la segunda parte de la GS.
106
La caridad, que es el don principal para la vida del mundo, es el elemento que
vivifica todas las diversas actividades del cristiano en el mundo. Todas estas actividades son
la expresión concreta y explícita de la caridad, que Dios le da, para el mundo; son la
manifestación visible de la caridad, que le hace darse a sí mismo como persona para la
«vida del mundo».
I. ESCATOLOGIA CRISTIANA
La Iglesia en su más profundo modo de ser es visible, con todo lo que ello comporta
en el plano humano; pero este hecho no basta para comprender todo su misterio. Pues el que
sea visible, no se presenta como un hecho aislado. Lo visible cobra sentido por lo que no lo
es; queda sostenido y trabado por dentro. Lo visible no significa nada sin un interior en su
profundidad. De aquí que tengamos que decir que la Iglesia, en cuanto visible, es también
107
símbolo -en el sentido más pleno- de esa interioridad. Por eso nos complace hoy llamar a la
Iglesia sacramento original, porque en su cara externa, visible, muestra la gracia que en ella y
a través de ella es dada por Dios a los hombres.
Con Cristo se puso en marcha una nueva era de la historia de la salvación: «la
plenitud de los tiempos». El presentó a Dios el sacrificio aceptable que lleva a plenitud la
salvación en nombre de toda la humanidad. En Cristo, don del Padre al hombre y al mundo,
el hombre y el mundo encuentran su plenitud escatológica y el principio de la paz.
La asunción del hombre dentro de la comunión con Dios fue el elemento nuevo de
esta plenitud de salvación en Cristo. La humanidad, sujeta hasta entonces al poder del mal,
fue recreada en Cristo como «hombre nuevo» para habitar la tierra en el servicio de Dios,
implantando así su Reino. Con la resurrección de Cristo ha nacido una «nueva criatura»
(2Cor 5,17;Gál 6,15); ha sido creado el «hombre nuevo» (Col 3,10), «el hombre nuevo según
Dios en la justicia y la santidad» (Ef 2,15;4,24). Por su unión con Cristo, muerto y resucitado,
el cristiano, por su bautismo, no vive en la condición de la «carne», sino bajo el régimen
nuevo del Espíritu de Cristo (Rom 7,1-6).
Con Cristo -con su «amén» al Padre-, toda la humanidad, y cuanto está relacionado
con ella, ha sido definitivamente integrada en la aceptación de la voluntad del Padre. La
realidad histórica de esta aceptación ya no podrá ser arrancada jamás de la historia humana.
Como expresión escatológica de la salvación de Dios, Cristo es el sacramento radical. De
ahora en adelante, toda la humanidad está frente a El, a fin de participar en esta salvación,
hasta convertirse ella misma en expresión sacramental de la salvación. Pero ello será
plenamente realizado sólo al final de los tiempos, cuando los hijos de Dios sean recibidos en
la gloria plena y Dios sea todo en todos.
San Pablo trata de expresar esta doctrina del «ya» pero «todavía no» con diversas
imágenes tomadas de la vida agrícola, familiar y jurídica; Cristo resucitado como «primicias»
(1Cor 15,20) inicia la cosecha escatológica, que será consumada con la resurrección de los
muertos al fin de los tiempos. Cristo resucitado, «el primogénito entre los muertos» (Col
1,18), inaugura la nueva humanidad, la familia de Dios. La consumación tendrá lugar al final
108
de los tiempos. Pero, ya ahora, poseemos una «prenda de nuestra herencia» (Ef 1,14) como
garantía de la herencia total; Dios ha infundido «las arras del Espíritu en el corazón de los
fieles» (2Cor 1,22)...
TIEMPO INTERMEDIO
Pero la Iglesia sabe que no es más que la forma transitoria del Reino de Dios, que
actúa dentro de ella. La Iglesia no es todavía la forma o hechura que tendrá el Reino de Dios
en su plenitud escatológica. La Iglesia es el Reino de Dios únicamente en su fase germinal.
Por eso tiende a la consumación gloriosa de este Reino, que ella tiene la misión de anunciar y
establecer entre los hombres (LG 5).
109
el signo sacramental del acontecimiento Muerte-Resurrección de Cristo. En ella el Espíritu
Santo hace que la «una vez por todas» del acto de Cristo permanezca eficiente en el mundo
hasta el fin de los tiempos.
CAPITULO VII DE LA LG
Todo impulso vital, toda gracia que recibimos de Cristo, es en realidad una
comunicación de su vida gloriosa, que prepara la glorificación definitiva de su Iglesia. El
sacramento que nos introduce en su Iglesia, el bautismo, es el sacramento de nuestra
iniciación en el misterio pascual; en él, morimos con Cristo para resucitar con El; en él,
Cristo resucitado nos hace partícipes de su Espíritu y nos comunica «la prenda de nuestra
herencia» (Ef 1,14), es decir, «la herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible que
nos está reservada en los cielos» (1Pe 1,4). Y, de la misma manera, en los demás sacramentos
no sólo se ve reforzada nuestra fe y esperanza en Cristo, que ha triunfado sobre el pecado y la
muerte, sino que nos sentimos más sólidamente arraigados en su caridad y más íntimamente
unidos a El, que es «el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,9) y que está glorioso
en los cielos. Esto se evidencia singularmente en la Eucaristía, «signo eficaz» por excelencia
de nuestra unión con Cristo glorioso: «el que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida
eterna y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,54). En espera de aquel día, quien está
injertado en Cristo y se alimenta de la carne del Señor posee ya una prenda de la gloria
futura, que logrará su plenitud en la resurrección final. Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y
sellados con el sello del Espíritu Santo, que es «prenda de nuestra herencia» (Ef 1,14), somos
llamados hijos de Dios y lo somos de verdad (1Jn 3,1), pero todavía no hemos sido
manifestados con Cristo en aquella gloria (Col 3,4) en la que seremos semejantes a Dios,
porque le veremos tal cual es (1Jn 3,2).
110
unidos a Dios y El habita en nosotros, pero solamente lo contemplamos «como en un espejo y
oscuramente» (1Cor 13,12); cuanto conocemos en la fe, nos parece estupendo, pero a veces
no nos atrae porque aún somos carnales, vendidos y sujetos al pecado (Rom 7,14). Estamos
regenerados por Cristo pero aún padecemos la seducción de las pasiones a las que
sucumbimos fácilmente, hasta el punto de que ningún cristiano puede afirmar que está sin
pecado y no tiene necesidad del perdón de Dios (Cfr 1Jn 1,8-10;Sant 3,2;Mt 6,12).
Esta tensión escatológica se hace fuente de dinamismo operante, pues «nos apremia a
vivir más y más para Aquel que murió y resucitó por nosotros» (2Cor 5,15). Dinamismo, a la
vez, transido de confianza en el Señor, que, estando sentado a la derecha del Padre, actúa sin
cesar en el mundo para conducir a los hombres a la Iglesia y, por ella, unirlos a sí más
estrechamente y, alimentándolos con su cuerpo y sangre, hacerlos partícipes de su vida
gloriosa. Dinamismo que crea el ardiente deseo de la venida del Señor, que se manifiesta en
la apremiante invocación tan repetida por los primeros cristianos en la celebración
eucarística: ¡Ven, Señor!
HISTORICIDAD DE LA IGLESIA
111
el que llama, salva y santifica a la Iglesia, no como privilegio de ella, sino como llamamiento
a un servicio, a una misión; elegida y puesta aparte para la realización del plan de Dios, que
está por encima de ella.
Hablar del pueblo de Dios es evocar toda la historia de la salvación, desde sus
comienzos hasta su cumplimiento final. Es evocar todas las etapas de la vida de ese pueblo:
sus infidelidades y la fidelidad constante de Dios. Israel y la Iglesia: se trata siempre del
pueblo de Dios. Este pueblo se muestra siempre infiel, mientras que Dios se muestra
constantemente fiel. Tras la ruptura de la antigua alianza, Dios promete una nueva alianza,
definitiva, con nuevos dones. Dios intervendrá de nuevo, suscitando un nuevo pueblo, con un
espíritu y un corazón nuevos. La Iglesia -heredera de las promesas- es el cumplimiento
histórico de esta promesa de una salvación definitiva. Es el nuevo pueblo de Dios.
192 G. BISCONTIN, La responsabilità verso l'ambiente: della manualistica classica al postconcilio, Roma
1972.
112
lo maravilloso. El pasado y el presente de la Iglesia no puede, por tanto, convertirse en la
medida absoluta de lo que se le abre para el futuro, sin negar, naturalmente, la perpetua
normatividad de la Iglesia apostólica.
SANTIDAD DE LA IGLESIA
113
En realidad sólo Dios es santo. Pero el Dios Santo nos santifica derramando su
Espíritu en nuestros corazones: "Dios os ha escogido como primicias para la salvación por la
santificación del Espíritu y por la fe en la verdad" (2Tes 2,13). "Fuisteis santificados, fuisteis
justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios" (1Cor 6,11;
Rom 15,16;Heb 2,11). La Iglesia es Santa porque en ella habita y actúa el Espíritu Santo.
El Concilio puso de relieve la estrecha relación que existe en la Iglesia entre el don
del Espíritu Santo y la vocación y aspiración de los fieles a la santidad:
Pues Cristo, el Hijo de Dios, que con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado "el único santo", amó a
la Iglesia como a su esposa, entregándose a sí mismo por ella para santificarla (Ef 5,25-26), la unió a sí
mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por
ello, en la Iglesia, todos... están llamados a la santidad... Esta santidad de la Iglesia se manifiesta y sin
cesar debe manifestarse en los frutos de la gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles. Se expresa
multiformemente en cada uno de los que, con edificación de los demás, se acercan a la perfección de la
caridad en su propio género de vida (LG 39).
Por ello, la Iglesia es llamada también «indefectiblemente santa» (n.39) y, con las
palabras del Credo, simplemente «Iglesia santa» (n.5,8,26,32); «esposa inmaculada» (n.6),
«pueblo santo» (n.9), "digna esposa", (n.9), «sacerdocio santo» (n.10), «pueblo santo de
Dios» (n.12).
Pero la Iglesia es santa y pecadora a la vez. Los Padres expresaron este hecho con la
imagen audaz de la «casta meretriz». Así repiten que Cristo ha encontrado a la Iglesia
pecadora y la ha hecho santa; El la ha tomado manchada; la ha hecho pura. Así ven
simbolizada a la Iglesia en las mujeres de la Escritura que son pecadoras «agraciadas»:
Rahab, Tamar, María Magdalena... La Iglesia es santa porque ha sido arrancada de su pecado
(Cfr Os 2;Ez 16). Por su origen histórico, la Iglesia es «ramera», procede de la Babilonia de
este mundo; pero Cristo la lavó y convirtió en esposa. U. von Balthasar ha hecho ver en
penetrantes análisis que esto no es únicamente una afirmación histórica, en el sentido de que
antes fuera impura y ahora es pura, sino que se designa así la permanente tensión existencial
de la Iglesia: la Iglesia vive perpetuamente del perdón que la transforma de ramera en esposa;
la Iglesia de todas las generaciones es Iglesia por gracia, a la que Dios llama continuamente
de Babilonia, donde, de suyo, habitan los hombres.195
195 Cfr U. von BALTHASAR, Casta meretrix, en Ensayos teológicos II, Sponsa Verbi, Madrid 1964, p.239-
354.
114
sobre el pecado, gracias a la virtud de Dios en Cristo, mediante su Espíritu. Con Cristo -en su
Encarnación, Cruz y Resurrección- ha llegado ya el momento escatológico: «la plenitud de
los tiempos ha llegado, pues, a nosotros y la renovación del mundo está irrevocablemente
decretada y empieza a realizarse, en cierto modo, en el siglo presente, ya que la Iglesia, ya en
la tierra, se reviste de una verdadera, si bien imperfecta, santidad» (n.48).
Los santos nos testimonian que Dios ha sido fiel a su promesa. La Iglesia, en esa
porción de ella misma que ha acabado su carrera y ha obtenido la recompensa, constituye la
esposa perfectamente santa, que ha respondido plenamente a la llamada del Esposo. Aquí es
donde el culto de los santos adquiere todo su sentido. Recuerda la fidelidad de Dios a sus
promesas. Dios, realmente, nos ha dado el Espíritu; realmente ha cambiado el corazón indócil
del hombre en un corazón dócil y fiel; realmente ha santificado a los hombres. Los santos
testimonian a la Iglesia peregrina que la salvación anunciada se ha cumplido de verdad; que
la Esposa ha sido fiel al Esposo; que Dios ha sido fiel, que su gracia es eficaz. La sangre de
Cristo no se ha derramado en vano.
196 K RAHNER, Lo dinámico en la Iglesia, Barcelona 1963; Eschatology, en Sacramentum mundi II,
Montreal 1968, p.242-246; la Iglesia pecadora según los decretos del segundo concilio Vaticano, en Escritos de
Teología VI, Madrid 1969, p.341ss. Iglesia de los pecadores, ibidem, p.295-313.
197 K. RAHNER no pretende que el pecado pueda atribuirse a la Iglesia por la misma razón con que se
atribuye moralmente a una persona, pero desea subrayar que los pecados de las personas tienen influencia en la
comunidad eclesial: desfiguran a la Iglesia y la hacen irreconocible a los de fuera. Cfr Verdades olvidadas en el
sacramento de la penitencia, en Escritos de Teología, II, Madrid 1967, p. 148-15
198 Así se la llama en la Lumen gentium n.68 y en el Catecismo de la Iglesia Católica, n.972.
115
unida al Esposo. Y mientras el pueblo de Dios camina, en la espera del advenimiento del día
del Señor, la Virgen María alienta nuestra esperanza, como signo escatológico del Reino.
Las palabras de Cristo, cargadas de dinamismo moral: «Sed perfectos como vuestro
Padre Celestial es perfecto» (Mt 5,48) y «Ama al Señor, tu Dios, con todo tu corazón... con
toda tu mente» (Mt 22,47), eran consideradas -por ejemplo en Noldin- en el capítulo «De
consiliis», para decir que no hay que tomarlas en sentido absoluto y preceptivo, ya que Cristo
no habla de «toda perfección» ni nos pide un amor real, sino sólo «una caridad apreciativa
perfecta», que en realidad se reduce a «evitar todo pecado grave bajo pena eterna y el pecado
venial bajo pena temporal» (I, n.126).
Pero el amor cristiano -hasta dar la vida- es un amor que pone en juego la propia
vida. El desarrollo de la propia personalidad, del prójimo, de la comunidad, la fidelidad a la
propia vocación, a la misión, la creatividad personal... no aparecían en esta visión moral. Más
aún, Noldin asignará a la virtud de la fortaleza (!) la misión de frenar la audacia para que el
hombre no corra el riesgo de ponerse en un peligro (I, n.279). La VS, en cambio, dice:
199 S. PINCKAERS, Le renouveau de la morale. Etudes pour une morale fidèle a ses sours et à sa mission
présente, Tournai 1964, p. 29-30.
116
El mandamiento del amor de Dios y del prójimo no tiene en su dinámica positiva ningún límite
superior, sino más bien uno inferior, por debajo del cual se viola el mandamiento. Además, lo que se
debe hacer en una determinada situación depende de las circunstancias, las cuales no se pueden preveer
globalmente con antelación; por el contrario, se dan comportamientos que nunca y en ninguna situación
pueden ser una respuesta adecuada, o sea, conforme a la dignidad de la persona...Es posible que al
hombre le sea imposible realizar determinadas acciones buenas; pero nunca se le puede impedir que no
haga determinadas acciones, sobre todo si está dispuesto a morir antes que a hacer el mal. (VS 52)
117
Perdón y pecado, en este orden, forman parte de la fe y de la experiencia cristiana, de
modo que forman parte de la confesión de fe de la Iglesia. El símbolo confiesa: "Creo en el
perdón de los pecados".
El hombre, creado y recreado a imagen de Dios, en su libertad puede rechazar a Dios,
oponerse a El, desfigurando su imagen en sí mismo. El cristiano, liberado por Cristo en el
Espíritu Santo, no pierde esta libertad. El Espíritu de Cristo le vivifica y vence el pecado
(Rom 8,2), pero el cristiano, peregrino en el mundo, recibe el Espíritu únicamente como
"prenda" (2Cor 1,22;Ef 1,14); permanece aún bajo la concupiscencia que tiende al pecado
(Gál 5,16ss). En semejante situación, el hombre puede substraerse al Espíritu, contristarlo, y
volver a vivir "según la carne", sometido al pecado, sin realizar su dignidad de imagen de
Dios:
Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del maligno, ya en el exordio de
la historia, abusó de su libertad levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al
margen de Dios. (GS 13)
Esta experiencia original del pecado se repite, siempre que el hombre, incluso
redimido, vuelve a buscar su fin al margen de Dios, negándolo, pretendiendo su absoluta
autonomía. Este es el "misterio de la iniquidad" (2Tes 2,7), que se enfrenta a la obra
redentora de Cristo.
Los términos más usados en el Antiguo Testamento para definir el pecado los
hallamos juntos en los primeros versículos del salmo 51: "Tenme piedad, oh Dios, según tu
amor, por tu inmensa ternura borra mi pesha', lávame a fondo de mi 'awôn y de mi chatta'h
purifícame" (3-4). Pesha' significa rebelión, infidelidad; es la rebelión que lleva a romper el
vínculo que une al hombre con Dios, la infidelidad a la alianza (Os 8,1;Is 46,8;Jr 5,6). 'Awôn
expresa la realidad existencial que engendra el pecado: "el pecador es un ser plegado y
contorsionado bajo el peso del pecado" (Guillet). Y Chatta'h tiene el sentido de acción
deficiente. El pecado es equivocar la dirección, perderse; en este sentido expresa el vacío, la
decepción que engendra el pecado en el pecador y hasta en Dios mismo: "Oíd, cielos, escucha
tierra, que habla Yahveh: ¡Hijos crié hasta hacerlos hombres y ellos se rebelaron contra mí.
Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo. Israel no conoce, mi pueblo no
discierne" (Is 1,3).202
En el Nuevo Testamento, Jesús presenta el pecado como ruptura del vínculo de amor
filial del creyente con Dios Padre. El hijo pródigo abandona el amor paterno de Dios para
vivir su vida con autonomía, "lejos de la casa del padre" (Lc 15,11-32). Por ello, el mayor de
los pecados es el rechazo de Cristo, el Hijo, que nos revela y comunica el amor paterno de
Dios (Mt 12,31-32). Jesús en persona es la alianza viviente entre Dios y el hombre. El
pecado, ruptura de la alianza, es ofensa a Dios en Cristo; rechazar a Cristo es rechazar el
camino al Padre (Jn 16,6), para conducir la vida por los propios caminos. En el corazón del
hombre que se elige a sí mismo contra Cristo -y no sólo contra una ley-, es donde se fragua el
pecado. En el corazón del hombre, en el núcleo más íntimo de la persona, allí donde Dios
118
interpela al hombre, es donde el hombre responde contra Dios. Esta es la hondura del
pecado. Luego, del corazón brotan los pecados ((Mt 15,10-20).
Frente a Cristo que es luz (Jn 8,12), verdad (Jn 14,6) y vida (Jn 10,10), el pecado es
tiniebla, mentira y muerte. El pecado es, pues, la oposición a Cristo, que ha venido a "quitar
el pecado del mundo" (Jn 1,29). El pecador, entrando en el misterio de iniquidad, aliándose
con el príncipe de este mundo, se convierte en anticristo (1Jn 3,4ss).
El perdón de los pecados es una de las manifestaciones del Espíritu Santo, que
prolonga y actualiza la obra de Cristo en la Iglesia. La resurrección de Cristo se hace presente
en la Iglesia creando, mediante el Espíritu Santo, la "comunión de los santos", es decir, la
comunión de los que viven del "perdón de los pecados". El perdón de los pecados cobra, en la
profesión de fe, un significado sacramental. Se vive en el bautismo, y en la penitencia,
"segundo bautismo".
119
Para que el hombre alcance el perdón de los pecados, Dios le da tiempo para la
conversión, como en tiempos de Noé, que anuncia la conversión, o de Jonás que igualmente
se la anuncia a los Ninivitas, aunque fueran ajenos al pueblo de Dios. Sólo quien endurece su
corazón se priva del perdón de los pecados.
Jesús pasó entre los hombres perdonando los pecados (Mc 2, 5;Lc 7,48) y otorgó a
los hombres ese poder (Mt 9,8). Es el gran poder que deja a la Iglesia: "Recibid el Espíritu
Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados" (Jn 20, 22;Mt 16,19). Es su
misión: vino "a llamar a los pecadores", a "proclamar el año de gracia" o el tiempo del perdón
de Dios (Lc 4,18-19).
Jesús, Hijo de tal Padre, no sólo anunció el perdón del Padre, sino que perdonó a la
mujer adúltera sorprendida en su pecado (Jn 8,1-11), a la pecadora pública que se le presentó
en casa de Simón (Lc 7,36-50), al paralítico de Cafarnaúm (Mc 2,1-12), que ni pide el perdón
ni la curación, sino sólo "por la fe de quienes le llevaron ante El". Desató de su pecado al
paralítico de Jerusalén (Jn 5,5-14) y a la mujer encorvada a "la que Satanás tuvo atada por
dieciocho años" (Lc 13,10-17), como liberó a otros muchos (Mt 12,28;Mc 3,22-27;Lc
13,16)...
-El pecado
Pero la conciencia de su relación dialogal con Dios posibilitó a Israel vivir sus
transgresiones y pecados en forma original: ante Dios. Y ante la fidelidad inquebrantable de
Dios, cada infidelidad, con sus consecuencias de fracaso y muerte, terminaba convirtiéndose
en acontecimiento privilegiado de su historia de salvación: en descubrimiento del amor sin
medida de Dios. Sólo la Historia de Israel recoge las derrotas y fracasos. Los demás pueblos
sólo narran las victorias y triunfos de sus héroes. Así se han extinguido todos los imperios.
Desde la derrota no quedaba posibilidad de comenzar de nuevo la historia. En Israel, el
reconocimiento del propio pecado y su confesión ante Dios se transformaba siempre en
comienzo de una nueva historia, en redescubrimiento de Dios. 207
cubre" (Sal 32,1; 65,4;85,3; Neh 3,37), "los pisotea" (Miq 7,19), "los arroja al fondo del mar", "no los recuerda"
(Is 43,25), "los lava" (Jr 4,14;Sal 51,4.9), "los purifica" (Lv 16,30;Jr 33,8),"los cancela" (Is 43,25;44,22;Sal
109,14), "los perdona" (Nu 30,6-13;Dt 29,19;Jr 5,1.7;31,34; 33,8;36,3;Is 55,6-7...).
206 Cfr CEC 386-389;1849-1869.
207 Cfr en modo particular el libro de los Jueces.
120
Esta experiencia de la relación dialogal del pueblo con Dios aparece con fuerza
singular en los profetas. Oseas hace de su propia vida un sacramento del amor esponsal de
Dios y el pueblo (Os 1-3). Dios es el esposo fiel que busca a la esposa que se prostituye
reiteradamente con los ídolos. Jeremías, Ezequiel e Isaías prolongan esta misma vivencia en
escenas de una viveza y realismo únicos.208
Pero Israel vive el pecado como un drama en el interior de unas relaciones de amor
con Dios, relaciones que se rompen por su parte y se recrean por la fuerza creadora del amor
de Dios, que le ofrece de nuevo su amor.
La plenitud irrevocable de esta oferta del amor fiel de Dios y su victoria sobre la
infidelidad humana aparece en Jesucristo muerto y resucitado. Ante la Cruz de Cristo aparece
el pecado en toda su monstruosidad y el amor de Dios en toda su sublimidad. Es la locura y el
absurdo frente a la autonomía cerrada del hombre griego, pagano, científico y técnico; y el
escándalo frente al juridicismo, legalismo del hombre religioso y fariseo, que busca en sí
mismo su justificación.
Aquí radica el drama de nuestro mundo. Hoy, en el mundo y entre algunos llamados
cristianos, se ha perdido el sentido del pecado, con lo que se ha agudizado el sentido de
culpabilidad. El reconocimiento del pecado lleva a la experiencia de la alegría en el perdón,
como vivencia del amor gratuito, el único amor liberador del hombre. La experiencia oculta
de culpabilidad, en cambio, se abre cauces oscuros en la existencia humana en forma de
tristeza, miedos, desesperación, sensación de absurdo de la vida, náusea de todo,
208 Jr 2,1-3,5;4,1-4;31,33;Ez 16;23;Is 50,1;54;62,1-5. La historia del pueblo elegido está marcada
profundamente por el pecado (Ez 20,7-31;23,3-49;Sal 106). Ya en Egipto, Israel sirvió a otros dioses (Jos 24,14),
se prostituyó con ellos (Ez 23,3.8.19.21.27). Dios lo liberó, sin embargo, "por amor de su nombre" (Ez 20,9) y
"porque eterno es su amor" (Sal 106, 10-12;Dt 7,8); pero, incluso después de la liberación de Egipto, Israel se
olvidó de ese amor, "rebelándose contra Dios en el mar de las Cañas" (Sal 106,7) y continuamente a lo largo del
paso por el desierto (Sal 78,17.40;Ez 20,13-14.21); también en la tierra reiteradamente se rebeló contra El (Sal
106,43), mereciendo el calificativo de "generación rebelde y malvada" (Sal 78,8), "pueblo de rebeldes" (Ez 2,5-
8;3,9.26-27;12,2-27;17,12; 24,3;44,6), que murmura contra Moisés (Ex 15,24; 17,3;Nu 20,3-4;14,36), contra
Aarón (Ex 16,2;Nu 14,2) y contra Yahveh mismo (Ex 16,7-9.11;Nu 16,11;Dt 1,27)...
121
aburrimiento, depresión, con todas las expresiones de violencia contra uno mismo y contra
los demás: drogadicción y narcotráfico puede ser un ejemplo, suicidios y abortos, otro.
El hombre en soledad, con su fracaso a cuestas, se asfixia y vive bajo los impulsos de
autodestrucción. Es la imagen de Judas, que se siente condenado por la ley de sí mismo y se
suicida. Le hubiera bastado levantar la mirada a Cristo, como hace Pedro con ojos cargados
de lágrimas, para experimentar el perdón y la vida.
Frente a esta situación es preciso anunciar la buena nueva del "perdón de los
pecados", que supone el reconocimiento y confesión del propio pecado. La actitud farisea de
autojustificación, y la consiguiente condenación de los demás, no produce mas que una
tapadera del mal, que desde dentro destruye al hombre; en palabras bíblicas, el "sepulcro
blanqueado" no impide la corrupción interior.
Aunque Jesús sabe también que el origen último del pecado no está en el hombre.
Los pecadores son, en realidad, "hijos del maligno" (Mt 13,38;Jn 8,38-44). El es el
"malvado" (Mt 5,37;6,13;12,45;Lc 7,21;8,2). El diablo es quien esclaviza al hombre (Lc
13,16;Mc 3,27) y le enfrenta a Dios (Mt 12,28;Lc 11,20); él arrebata la Palabra sembrada en
el corazón (Mc 4,4.15) y engaña "siendo mentiroso y padre de la mentira" (Jn 8,44), llevando
al hombre a la muerte, pues es "homicida desde el principio".
El pecado es una experiencia común a todos los hombres: "Si decimos que no
tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros" (1Jn 1,8) y hacemos
mentiroso a Dios (1Jn 1,10) "que constituyó a Jesús víctima de propiciación por los pecados
de todos" (1Jn 2,2); y hacemos vana la muerte de Cristo "que derramó su sangre por todos
para el perdón de los pecados" (Mt 26,28). "Todos pecaron", dice Pablo; y, por tanto, dice
122
Jesús a Nicodemo, "el que no nazca del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de
Dios" (Jn 3,3-6).
-Perdón en la Iglesia
El bautismo, según el doble simbolismo del agua, nos purifica del pecado,
sepultándolo (1Cor 6,11;He 22,16), y nos hace renacer a una nueva vida (Rom 6,1-4);Jn 3,3-
5;Tt 3,5;1Pe 1,3.23). Nos lava y santifica, nos infunde el don del Espíritu Santo (He
2,38,1Cor 12,13), nos hace hijos de Dios, herederos de Dios y coherederos con Cristo (Rom
8,17).
El pecado cobra toda su profundidad ante la vivencia del amor grandioso de Dios. El
contraste da la dimensión plena al pecado, pero sin ofuscar el amor que es infinitamente más
luminoso y esplendente. El pecado, con su tenebrosidad, no logra cubrir la luz del amor de
Dios, sino que lo realza en plenitud. Por ello podemos cantar hasta la culpa como lente
potente para contemplar el amor de Dios.
123
confesar nuestro pecado. Donde no hay perdón, no puede haber confesión del pecado y, por
ello, el pecado -germen de muerte- "permanece" (Jn 9,41). La palabra del perdón, en cambio,
lleva a la experiencia gozosa de la conversión.
La Iglesia, pues, sintiéndose herida por el pecado de sus fieles, los reconcilia con
Dios y con ella misma, acompañando al pecador en su camino de conversión con su amor y
oración: "Los que se acercan al sacramento de la Penitencia, obtienen el perdón de la ofensa
hecha a Dios por la misericordia de éste, y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la
que, pecando, ofendieron, la cual con caridad, con ejemplos y con oraciones les ayuda en su
conversión" (LG 11). La Iglesia, que siente en su cuerpo las heridas del pecado de sus
miembros, se alegra con su conversión y vive la solicitud de Cristo por los alejados. El
pecado de un miembro, es pecado del Cuerpo:
Si un bautizado se entrega a la fornicación, significa que "toma los miembros de Cristo para hacerlos
miembros de una prostituta" (1Cor 6,15), incurriendo en el sacrilegio, pues para él está dicho: "¿No
sabéis que vuestro cuerpo es templo de Dios?" (1Cor 6,19;3,17). Quien se entrega a la prostitución "peca
contra su cuerpo" (1Cor 6,18), que es templo de Dios, y contra el cuerpo de toda la Iglesia, que es el
"Cuerpo de Cristo" (Col 1,24)...210
Esta palabra del perdón, que lleva a la conversión, se hace presencia viva en la
Iglesia por la acción vivificante del Espíritu Santo, que nos recrea de la muerte, como
esperanza y garantía de resurrección. Quien resucita nuestros cuerpos de pecado "resucitará
también nuestros cuerpos mortales por el Espíritu que habita en nosotros" (Rom 8,11). 211
124
CONVERSION COMO RECREACION
La misión de Juan Bautista será anunciar esta conversión para "preparar la vía al
Señor" (Mc 1,2-5). Y tras él, Jesús anuncia el gran acontecimiento: "El tiempo se ha
cumplido y el Reino de Dios está cerca: convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1,15).
Con la llegada de Jesús llega el tiempo de la conversión, de la nueva creación, de renacer a
una vida nueva. La misericordia de Dios se hace presente.
Esta misericordia de Dios, que en nuestras lenguas latinas hace referencia al corazón,
en hebreo la palabra rahamin hace referencia a la matriz. Se trata de entrar en el seno y
renacer de nuevo, como dirá Jesús a Nicodemo. O como dirá, mostrando a un niño, para
explicar lo que es la conversión: "Si no os convertís, haciéndoos como niños, no entraréis en
el Reino de los cielos" (Mt 18,3). Se trata de nacer, convertirse en otro hombre, pequeño, no
autónomo e independiente del Padre, sino que vive en dependencia filial del Padre.
Cristo, con el don de su Espíritu, comunica una vida nueva, que florece en fiesta (Lc
15). Roto el absurdo, superada la frustración, vencido el sinsentido, llenado el vacío de la
existencia, la fiesta es la afirmación de la abundancia de la vida recibida como don, como
gracia del Señor. La fiesta, aunque la organiza el Padre, es el amén del hombre a Dios, la
aclamación a su gloria, el canto agradecido de alabanza a su bondad y fidelidad. El hombre
celebra el gozo de verse a sí mismo de nuevo como hombre en Cristo, imagen de Dios.
La conversión del corazón es fruto del anuncio del Evangelio, es decir, de la buena
noticia, del alegre anuncio de la salvación. Esta alegría que provoca la llegada de la
misericordia de Dios en Jesucristo, es la que transforma al pecador, la que le lleva a dejar su
vida miserable de pecado, a romper con todas sus falsas seguridades, vendiendo todos sus
cristianos,o.c.,p.150-161.
125
bienes. La alegría cambia el corazón y la vida. De modo ejemplar aparece en las parábolas
del tesoro escondido en el campo y de la perla preciosa. El hallazgo del tesoro o de la perla
suscita tal alegría que, ante ello, todo lo demás no vale nada: "por la alegría que le da, va,
vende todo lo que tiene y compra aquel campo (o la perla)" (Mt 13,44-46).
CONVERSION CONTINUA
Como la Iglesia, también la vida de todo cristiano se halla en la tensión fructuosa del
«ya» y del «todavía no». Lo que en la nueva creación está prometido al cristiano, le impide
estar satisfecho de sí. Todo lo que hemos recibido es don y nos lleva dinámicamente a fijar la
atención en el fin último y simultáneamente en el paso que podemos dar «aquí y ahora» para
acercarnos a ese fin. Así surge la ley de la conversión continua, mirando siempre adelante, a
lo que nos ha sido prometido por Dios, sin aferrarnos estáticamente a una autosatisfacción
inmanente.213
El pueblo santo de Dios debe actuar la santificación recibida en los sacramentos con
la batalla constante contra las tendencias siempre presentes, que le impelen a una existencia
egocéntrica, y con un continuo crecimiento según la ley del amor y de la gracia. "Cristo
crucificado revela el significado auténtico de la libertad, lo vive en el don total de sí y llama a
los discípulos a tomar parte en su misma libertad". Más que en las precauciones o vigilancia a
no pecar, el discípulo de Cristo vive con la mirada fija en su Señor, para caminar sobre sus
huellas. Cada día, el cristiano se convierte a Cristo, lo mira con incansable amor y en El
encuentra la sabiduría y la fuerza de Dios. 214
La teología moral, caracterizada por esta ley de la conversión continua, debe afirmar
sin ambages la palabra de Cristo, dirigida a todos en el sermón de la montaña: «Sed perfectos
como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).
126
bienes contingentes, limitados y efímeros, necesita volver constantemente su mirada a Cristo,
para ser liberado por El: "Para ser libres nos liberó Cristo" (Gál 5,1). Cristo lo hizo de una
vez por siempre; pero el cristiano necesita experimentarlo cada día de su vida.
Cristo le manifiesta, con su vida y no sólo con palabras, que la libertad se realiza en
el amor, es decir, en el don de uno mismo. Cristo que dice: "nadie tiene mayor amor que el
que da su vida por sus amigos" (Jn 15,13), va libremente al encuentro de la Pasión (Mt 26,46)
y, en obediencia al Padre, en la Cruz da la vida por todos los hombres (Flp 2,6-11). Este es el
camino abierto por Cristo a sus seguidores: "Jesús crucificado es la vía maestra por la que la
Iglesia debe caminar cada día si quiere comprender el pleno significado de la libertad: el don
de uno mismo en el servicio a Dios y a los hermanos... De este modo la Iglesia, y cada
cristiano en ella, participa de la función real de Cristo en la cruz (Jn 12,32)".215
215 VS 87.
127
humanas, pues la teología moral "mira sobre todo a la dimensión espiritual del corazón
humano y a su vocación al amor divino".
En efecto, mientras las ciencias humanas, como todas las ciencias experimentales,
parten de un concepto empírico y estadístico de "normalidad", la fe enseña que esta
normalidad lleva consigo las huellas de una caída del hombre desde su condición originaria,
es decir, está afectada por el pecado. Por esto, la fe cristiana, y la teología moral, enseña al
hombre el camino de retorno "al principio" (Mt 19,8), un camino que no coincide con la
normalidad empírica.
No son, pues, las ciencias humanas las que pueden asumir la función de señalar las
normas humanas. El Evangelio es el que revela la verdad integral sobre el hombre y sobre el
camino moral y, de esta manera, descubre el pecado al pecador y le anuncia la misericordia
de Dios, recordándole la alegría del perdón. 216
Compete a los teólogos moralistas, en conexión íntima y vital con la teología bíblica
y dogmática, subrayar "el aspecto dinámico que ayuda a resaltar la respuesta que el hombre
debe dar a la llamada divina en el proceso de crecimiento en el amor, en el seno de una
comunidad salvífica".217
En Cristo nos llega la misericordia de Dios, que comprende la debilidad humana: sin
falsificar la verdad, ni llamar bien al mal, nos descubre pecadores y nos otorga el perdón.
Negar el pecado es hacer inútil la cruz de Cristo. No es bueno echar un manto a las heridas,
sino que es necesario diagnosticar con verdad, para poder curarlas.
La doctrina de la Iglesia... es juzgada no pocas veces como signo de intransigencia intolerable, sobre
todo en las situaciones conflictivas de la vida moral del hombre, en contraste con su condición maternal.
Esta -se dice- no muestra comprensión ni compasión... Pero, en realidad, la verdadera comprensión y la
genuina compasión deben significar amor a la persona, a su verdadero bien, a su libertad auténtica. Y
esto no se da, ciertamente, escondiendo o debilitando la verdad moral, sino proponiéndola con su
profundo significado de irradiación de la Sabiduría eterna de Dios, recibida por medio de Jesucristo, y
de servicio al hombre, al crecimiento de su libertad y a la búsqueda de su felicidad. (VS 95) 218
128
La preocupación fundamental de muchos hombres -y moralistas actuales- es la de
justificar el pecado, en lugar de reconocerlo y confesarlo, abriéndose a la experiencia
salvadora del perdón. Justificarse es cerrarse a Jesucristo, que vino a buscar al pecador y no
al « justo». Como dice San Juan: «Jesús les respondió (a los fariseos): si fuerais ciegos, no
tendríais pecado; pero como decís: "vemos", vuestro pecado permanece» (Jn 9,40-41). «Si
reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es El para perdonarnos los pecados y toda
injusticia. Si decimos "no hemos pecado" le hacemos mentiroso y su palabra no está en
nosotros» (1Jn 1,8-10). La variada y compleja gama de condicionamientos, congénitos y
adquiridos, tienen su influencia en la conducta moral. Pero justificarse con ellos es invitar al
hombre a instalarse en esa situación, bloqueando su crecimiento y madurez. Justificando el
pecado, no se justifica el pecador. No es excusando el pecado, sino acusándolo, como se
experimenta el perdón y la liberación del pecado. La cruz de Cristo desenmascara el mal para
aniquilarlo, «crucificando con Cristo el hombre viejo, a fin de que sea destruido el cuerpo de
pecado y cesemos así de ser esclavos del pecado» (Rom 6,5-7).
María, madre de misericordia, como la Iglesia, no acepta que el hombre pecador sea engañado por quien
pretende amarlo justificando su pecado, pues sabe que, de este modo, se vaciaría de contenido el
sacrificio de Cristo, su Hijo. Ninguna absolución, incluso la ofrecida por complacientes doctrinas
filosóficas o teológicas, puede hacer verdaderamente feliz al hombre: sólo la cruz y la gloria de Cristo
resucitado pueden dar paz a su conciencia y salvación a su vida. (VS 120). 219
Hoy es preciso señalar con toda claridad la meta y dirigir la vida hacia esa meta; pero
deberá permitirse que se pueda dar un paso después de otro. Es la ley de la gradualidad
señalada por la Familiaris consortio:
Se pide una conversión continua, permanente que, aunque exija el alejamiento interior de todo mal y la
adhesión al bien en su plenitud, se actúa sin embargo concretamente con pasos que conducen cada vez
más lejos. Se desarrolla así un proceso dinámico, que avanza gradualmente con la progresiva integración
de los dones de Dios y de las exigencias de su amor definitivo y absoluto en toda la vida personal y
social del hombre. Por esto es necesario un camino pedagógico de crecimiento con el fin de que los
fieles, las familias y los pueblos, es más, la misma civilización, partiendo de lo que han recibido ya del
misterio de Cristo, sean conducidos pacientemente más allá hasta llegar a un conocimiento más rico y a
una integración más plena de este misterio en su vida (n.9).
219 La encíclica Veritatis splendor concluye con esta preciosa oración a María:
María,
madre de misericordia,
cuida de todos para que no se haga inútil
la cruz de Cristo,
para que el hombre
no pierda el camino del bien,
no pierda la conciencia del pecado y crezca
en la esperanza en Dios,
"rico en misericordia" (Ef 2,4),
para que haga libremente las buenas obras
que El le asignó (Ef 2,10) y,
de esta manera, toda su vida sea
"un himno a su gloria" (Ef 1,12).
129
al bien".220 "Por ello, la llamada ley de gradualidad o camino gradual no puede identificarse
con la gradualidad de la ley, como si hubiera varios grados o formas de preceptos en la ley
divina para los diversos hombres o situaciones. Todos los esposos, según el plan de Dios,
están llamados a la santidad... y esta excelsa vocación se realiza en la medida en que la
persona humana se encuentra en condiciones de responder al mandamiento divino con ánimo
sereno, confiando en la gracia divina y en la propia voluntad". 221 El Papa Pablo VI escribió:
No disminuir en nada la doctrina salvadora de Cristo es una forma eminente de caridad. Pero ello ha de
ir acompañado siempre con la paciencia y la bondad de la que el Señor mismo ha dado ejemplo en su
trato con los hombres. Al venir no para juzgar sino para salvar (Jn 3,17), El fue ciertamente intransigente
con el mal, pero misericordioso hacia las personas. 222
Jesucristo es enviado por el Padre como revelación de la misericordia de Dios (Jn 3,16-18). El ha venido
no para condenar, sino para perdonar, para derramar misericordia (Mt 9,13). Ningún pecado del hombre
puede cancelar la misericordia de Dios, ni impedirle poner en acto toda su fuerza victoriosa, con tal de
que la invoquemos. Más aún, el mismo pecado hace resplandecer con mayor fuerza el amor del Padre
que, para rescatar al esclavo, ha sacrificado a su Hijo 224:su misericordia para nosotros es redención. Esta
misericordia alcanza la plenitud con el don del Espíritu Santo, que genera y exige la vida nueva. Por
numerosos y grandes que sean los obstáculos opuestos por la fragilidad y el pecado del hombre, el
Espíritu, que renueva la faz de la tierra (Sal 104,30), posibilita el milagro del cumplimiento perfecto del
bien. Esta renovación, que capacita para hacer lo que es bueno, noble, bello, grato a Dios y conforme a
su voluntad, es en cierto sentido el colofón del don de la misericordia, que libera de la esclavitud del mal
y da la fuerza para no pecar más. Mediante el don de la vida nueva, Jesús nos hace partícipes de su amor
y nos conduce al Padre en el Espíritu. (VS 119)
VIGILANCIA AL KAIROS
Con la venida de Cristo, con su resurrección y con la efusión del Espíritu Santo
comienza la plenitud de los tiempos. Cristo, no sólo con su palabra, sino con toda su
existencia y, sobre todo, en su misterio pascual, proclama que ha llegado el tiempo favorable
y que está próximo el Reino de Dios (Mc 1,15). La venida de Cristo y, sobre todo, su misterio
pascual son el kairós, la hora de salvación.
130
vigilante al kairós, al tiempo presente, que recibe su dinamicidad del reconocimiento de la
primera venida y de la espera de la Parusía de Cristo.
La esperanza escatológica es esencial a nuestra fe. Esta esperanza cristiana tiene que
informar la teología moral, superando el individualismo que caracteriza el tratado del fin
último de los manuales. Es todo el pueblo de Dios el que espera de arriba la plenitud
universal, la plenitud de los tiempos, la soberanía salvífica de Dios, presente ya en la historia.
Frente a la preocupación individualista de «¿cómo podré salvar mi alma?», la moral del
Concilio propone al cristiano como sal de la tierra, el fermento que transforma el mundo,
como irradiación de Cristo salvador del mundo.
CAPITULO V DE LA LG
Por ello, el Vaticano II, al pensar en el obrar de la Iglesia, identifica con la caridad la
perfección exigida a todos los cristianos como respuesta dinámica al don del amor divino.
131
La Veritatis splendor, redactada al hilo del mismo texto evangélico, corrige esta
concepción de la moral:
Quien está movido por el amor y "vive según el espíritu" (Gál 5,16), y desea servir a los demás,
encuentra en la ley de Dios el camino fundamental y necesario para practicar el amor libremente elegido
y vivido. Más aún, siente la urgencia interior -una verdadera y propia "necesidad", y no ya una
constricción- de no detenerse ante las exigencias mínimas de la ley, sino de vivirlas en su "plenitud"...
Esta vocación al amor perfecto no está reservada de modo exclusivo a una élite de personas. La
invitación, "anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres!, junto con la promesa "tendrás un tesoro en
los cielos", se dirige a todos, porque es una radicalización del mandamiento del amor al prójimo. De la
misma manera, la siguiente invitación "ven y sígueme" es la nueva forma concreta del mandamiento del
amor a Dios. Los mandamientos y la invitación de Jesús al joven rico están al servicio de una única e
indivisible caridad, que espontáneamente tiende a la perfección, cuya medida es Dios mismo: "Vosotros,
pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,48). Y en el evangelio de Lucas,
Jesús precisa el sentido de esta perfección: "Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso"
(Lc 6,36). (VS 17-18)
Y Jesús en su respuesta establece una relación estrecha entre los actos humanos y la
vida eterna: los mandamientos de Dios son el camino de la vida.
Jesús lleva a cumplimiento los mandamientos de Dios, interiorizando y radicalizando sus exigencias.
Jesús mismo es el cumplimiento vivo de la Ley, ya que El realiza su auténtico significado con el don
total de sí mismo; El mismo se hace Ley viviente y personal, que invita a su seguimiento, da, mediante
el Espíritu, la gracia de compartir su misma vida y su amor, e infunde la fuerza para dar testimonio del
amor en las decisiones y en las obras (cfr Jn 13,34-35). (VS 15)
Seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana... Pero no se trata aquí
solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical:
adherirse a la persona misma de Jesús..., siguiéndole en el camino del amor, de un amor que se da
totalmente a los hermanos por amor a Dios (Cfr Jn 15,12;13,34-35)... Este es su mandamiento. Esto es
132
lo que Jesús pide a todo hombre que quiere seguirlo: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí
mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16,24).(VS 20)
Imitar y revivir el amor de Cristo no es posible para el hombre con sus solas fuerzas.
Se hace capaz de este amor sólo gracias a un don recibido. Este don de Cristo es el
Espíritu Santo (VS 22).
Seguir a Cristo no es una imitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad profunda. Ser
discípulo de Jesús significa hacerse conforme a El, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí
mismo en la cruz (Flp 2,5-8). Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (Ef 3,17), el
discípulo se asemeja a su Señor y se configura con El; lo cual es fruto de la gracia, de la presencia
operante del Espíritu Santo en nosotros. Inserto en Cristo, el cristiano se convierte en miembro de su
Cuerpo, que es la Iglesia (1Cor 12,13.27). Bajo el impulso del Espíritu, el Bautismo configura
radicalmente al fiel con Cristo en el misterio pascual de la muerte y resurrección, lo "reviste" de Cristo
(Gál 3,27). (VS 21)
Mgr. Philips, comentando este capítulo de la LG, dice: «No somos nosotros los que
nos elevamos hacia la santidad por nuestras propias fuerzas y para satisfacer nuestras
aspiraciones morales; es la santidad misma la que baja a nosotros para elevar la humanidad
hasta lo sobrehumano. En esta óptica la dimensión ontológica de la santidad adquiere su sitio
en el primer plano y constituye la orientación general de nuestra vida, lo mismo que los
detalles de nuestro código moral no son más que las aplicaciones de un dinamismo que nos
ha sido infundido y es, por tanto, inherente a nosotros mismos. Así se nos puede mostrar una
moral auténtica, no mitigada con exhortaciones moralizadoras, y una perfección cortada de
lleno en el tejido de las realidades transcendentes. La finalidad que emana de lo más
profundo de la comunidad cristiana es el impulso apasionado hacia la fuente única de toda
santidad y de toda perfección, Dios, que viene personalmente a nuestro encuentro por la
encarnación de su Hijo y la misión del Espíritu».226
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-La santidad en la Iglesia
Sólo Dios es el Santo personal, que irradia la santidad. Por su Espíritu Santo
renovará su pueblo y lo lavará de sus pecados (Ez 36,22-28). Esta plenitud de Dios aparece
corporalmente sobre la tierra en la encarnación de su Hijo Unigénito, lleno del Espíritu Santo,
que El envía y difunde por todas partes. La santidad de Dios revela su carácter trinitario y el
Espíritu de Cristo no cesa de comunicarla a la Iglesia.
Jesús, concebido por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María, es, pues,
santo (Lc 1,35;Mt 1,18). En su bautismo en el Jordán (Jn 3,22ss), este mismo Espíritu colma
públicamente de sus dones a Aquel a quien se llamará «el santo de Dios» (Mt 1,24;Lc 4,34;Jn
6,69). El libro de los Hechos subraya la santidad del Justo por excelencia en el discurso de
Pedro (3,14) y en la plegaria de la Iglesia a propósito de «Jesús, el santo siervo de Dios»
(4,27.30). En la carta a los hebreos (7,26), nuestro sumo sacerdote es proclamado inocente,
inmaculado, elevado más arriba de los cielos. En 1Jn 2,20 su nombre es, simplemente, «el
Santo». Y en el Apocalipsis (3,7) es «el Santo, el Verídico».
Y Jesús, «el Santo de Dios», amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla,
purificándola (Ef 5,25-26). Por esta razón, San Pablo llama a Cristo nuestra justicia, nuestra
redención, nuestra santificación (1Cor 1,30). Por esto mismo, los escogidos deben darle
gracias por la santificación del espíritu y por la fe en la verdad que han recibido de El (2Tes
2,13). Han sido elegidos para ser santos e inmaculados en su presencia (Ef 1,4); han sido
lavados, santificados y justificados por el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de
nuestro Dios (1Cor 6,11). Esta santificación ha de extenderse a toda nuestra persona (Rm
12,1), pues hasta nuestro cuerpo de carne se convierte en templo del Espíritu Santo, que está
en nosotros (1Cor 6,19). Esta santificación, sin embargo, es aún incompleta; tenemos que
acabarla, purificándonos de toda mancha (2Cor 7,1). Porque he aquí cual es la voluntad de
Dios: precisamente, nuestra santificación, que nos abstengamos de la deshonestidad y que,
gracias al don del Espíritu Santo, nuestra manera de vivir le sea agradable (1Tes 4,1-8).
Todavía insiste el texto en otro aspecto de esta acción del Espíritu Santo: aunque
multiforme, la fecundidad del Espíritu es una: «Esta santidad de la Iglesia se manifiesta y
debe manifestarse sin cesar en los frutos de gracia que produce el Espíritu Santo en los fieles,
y se expresa de múltiples modos en cada uno de los que, edificando a los otros, tienden a la
perfección de la caridad en su propio orden de vida» (LG 39).
134
La santidad tiene su origen y su término en Dios, al mismo tiempo que incita al
hombre a una respuesta de vida santa en todos sus actos. De hecho este doble aspecto se
resuelve en la unidad de un solo dinamismo: la santidad recibida de Cristo y del Espíritu
Santo nos empuja continuamente hacia una vida más perfecta y nos lleva de este modo hacia
el seno del Padre.
San Pedro aplica esta doctrina en el pasaje en que se refiere al «sacerdocio santo»
con sus «sacrificios espirituales» y a la «nación santa» que anuncia la alabanza de las obras
de Dios en Cristo (1Pe 2,5.9).
Desde una perspectiva bíblica de la santidad, el Concilio deduce, con lógica: «La
llamada universal a la santidad», que desarrolla en la LG (n.40). Puesto que Cristo se encarnó
por todos, todos están llamados a la unión divina. Maestro y modelo de perfección, origen y
consumación de toda santidad, Jesús propone su programa a cada uno de sus discípulos,
cualquiera que sea su estado o condición.
La plenitud de la caridad, propuesta por Jesús a todos, tiene como meta la misma
perfección del Padre celestial. El cristiano que «quiere ser perfecto» (Mt 19,20-21) tiene que
seguirle completamente y otorgarle su adhesión sin reserva alguna. Este es el sentido total de
la conclusión de Mateo: «Vosotros sed perfectos como vuestro padre celestial es perfecto»,
que «es misericordioso, incluso con los malvados e injustos» (Mt 5,45.48). El texto paralelo
de Lucas es: «Mostraos misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36),
«así seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los ingratos y los perversos » (Lc 6,35).
Tal es el ideal absoluto hacia el cual cada cristiano debe orientarse, sin contentarse
nunca con un ideal fragmentario. Esta plenitud cristiana está en la caridad. La LG nos
recuerda el precepto fundamental: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda
tu alma, con toda tu mente y con toda tu fuerza» (Mc 12,30), añadiendo la nueva pincelada
neotestamentaria: «Amaos unos a otros como Cristo nos amó» (Jn 13,34;15,12); un amor,
pues, que se extiende hasta nuestros enemigos y a nuestros perseguidores (Mt 5,44;Lc 6,28).
Caridad total en Cristo. Este es el camino de las bienaventuranzas, como "único camino hacia
la felicidad eterna a la que aspira el corazón del hombre" 227:
135
Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los
fieles asociados a la gloria de su pasión y resurrección; iluminan las acciones y actitudes características
de la vida cristiana...; trazan el camino hacia el cielo a través de las pruebas que esperan a los discípulos
de Jesús.228
Pero ningún discípulo podrá envanecerse de alcanzar esta perfección por sus propias
fuerzas. Aún a riesgo de repetirse, el Concilio insiste sin cansancio en que, según el plan
divino de salvación, todo esto es el fruto de la llamada divina, de la gracia y de la
justificación. Se aparta de una concepción puramente moral de la santidad para poner el
acento en su aspecto ontológico, aspecto que contiene en germen todos los valores morales
gracias a la fe, a la filiación y a la participación en la vida de Dios.
La santidad es un don de Dios; pero un don que nos exige conservarlo y llevarle a la
perfección. Debemos vivir, dice San Pablo, de una manera virtuosa, no para llegar a ser
santos, sino porque somos santos. Esto es lo que no comprende el fariseo. El fariseo rehúsa
abandonar su mezquina preocupación por arreglar sus cuentas con Dios, cuando tendría que
aceptar que le fuesen canceladas. En su orgullo no sabe inclinarse ante Dios; se empeña en
pagarle.
Ningún derecho, desde luego, pues, a pesar de nuestros esfuerzos, tropezamos a cada
paso (Sant 3,2) y, por consiguiente, debemos implorar continuamente el perdón de Dios.
Nuestra oración de cada día ha de estar animada de un arrepentimiento sincero: «Perdónanos
nuestras deudas» (Mt 6,12). Esta conciencia de pecadores nos guarda de idealizar la santidad
de la Iglesia en nuestras personas. Nuestras flaquezas y nuestra malicia son demasiado reales.
Quien se apoye en sí mismo, se privará de toda esperanza de alcanzar la santidad: «Afirmar la
santidad de la Iglesia no es excluir la presencia del pecado en ella, es proclamar la
indisolubilidad de la unión de Cristo con la Iglesia». 229
Esta santidad de la Iglesia y de todos los cristianos -dice finalmente este n.40- es un
factor de humanización, pues contribuye a «promover un modo de vida más humano».
Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión los que son guiados por
el Espíritu de Dios y, obedeciendo a la voz del Padre, adorando a Dios Padre en espíritu y verdad, siguen
a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer la participación de su gloria. Según esto,
CADA UNO SEGUN LOS PROPIOS DONES Y GRACIAS RECIBIDAS DEBE CAMINAR SIN
VACILACION POR EL CAMINO DE LA FE VIVA, QUE EXCITA LA ESPERANZA Y OBRA POR
LA CARIDAD.
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La Iglesia, iluminada por las palabras del Maestro, cree que el hombre, hecho a imagen del Creador,
redimido con la sangre de Cristo y santificado por la presencia del Espíritu Santo, tiene como fin último
de su vida ser "alabanza de la gloria" de Dios (Ef 1,12), haciendo así que cada una de sus acciones
refleje su esplendor. (VS 10)
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