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EMILIANO JIMÉNEZ HERNÁNDEZ

LA VIDA EN CRISTO

DIMENSIONES FUNDAMENTALES
DE LA
MORAL CRISTIANA
Para mí la vida es Cristo

Flp 1,21

2
INDICE
Introducción 7
Documentos del Concilio 11
1. RENOVACIÓN DE LA TEOLOGÍA MORAL 13
I. NUEVA IMAGEN DE LA IGLESIA 13
El Vaticano II, Concilio eclesiológico 13
La Iglesia, glorificación de Cristo 14
La Iglesia como misterio 15
Igualdad en la diversidad 16
Teología simbólico-sacramental 17
II. INDICACIONES CONCILIARES PARA LA RENOVACIÓN
DE LA TEOLOGÍA MORAL 18
El misterio de Cristo, centro de unidad teológica 18
La Escritura, alma de la Teología 20
-Moral cristiana 22
-Moral eclesial 23
-Moral sacramental 25
-Moral pascual 25
La caridad, centro de la moral cristiana 27
III. BREVE HISTORIA DE LA TEOLOGÍA MORAL 29
-Los Santos Padres 29
-Los libros penitenciales 30
-Las "Summae confessariorum" 30
-La Moral unida al Dogma 31
-La Moral como ciencia independiente 32
-Las "Institutiones Theologiae Moralis" 32
-Manuales de Teología moral 33

2. DIMENSIÓN CRISTOCÉNTRICA DE LA IGLESIA


Y DE LA MORAL CRISTIANA 35
I. CRISTO, CENTRO ACTUAL DE LA IGLESIA 35
Comunión vital entre Cristo y la Iglesia: Imágenes bíblicas 36
La Iglesia continúa la misión de Cristo 38
-Misión de servicio 38
-Misión sacerdotal 39
-Misión profética 41
-Misión real 41
II. CRISTO, CENTRO DE LA MORAL CRISTIANA 42
Llamados en Cristo 42
Cristo, nuestra ley 44
Cristo, llamada y respuesta 47
La fe, respuesta del cristiano 49
III. LEY NATURAL A LA LUZ DE CRISTO 51
El hombre, ser responsorial 51
-Libertad y verdad 53
-Libertad y naturaleza 54
-Libertad y gracia 56
-Ley nueva y ley antigua 58
Cristo: Camino, verdad y vida 59
3. DIMENSIÓN PNEUMATOLÓGICA DE LA IGLESIA
Y DE LA MORAL CRISTIANA 63

3
I. EL ESPÍRITU SANTO ACTUALIZA LA OBRA DE CRISTO 63
El Espíritu, don pascual de Cristo 63
Misión del Espíritu en la Iglesia 64
El Espíritu, principio de unidad en la Iglesia 65
El mismo Espíritu en Cristo y en la Iglesia 67
El Espíritu Santo anima toda la vida de la Iglesia 68
II. LA LEY NUEVA DEL ESPÍRITU 70
Superación de la moral legalista 70
Consecuencias del legalismo 72
-Casuismo 72
-Fariseísmo 73
-Naturalismo 73
-Hipocresía 73
-Escrúpulos 73
Moral de la gracia 74
El Espíritu, nueva ley del cristiano 75
La ley interior del Espíritu 79
Superación de las consecuencias de la moral legalista 81
III. EL ESPÍRITU SANTO Y LA LEY ANTIGUA 83
Ley y gracia 83
Conciencia y verdad 85
Persona y actos concretos 89

4. DIMENSIÓN SACRAMENTAL DE LA IGLESIA


Y DE LA MORAL CRISTIANA 91

I. LA IGLESIA, SACRAMENTO DE SALVACIÓN 91


La Iglesia, "pueblo histórico" de Dios 91
Cristo, sacramento de Dios 92
La Iglesia, sacramento de Cristo 92
La Iglesia, sacramento para mundo 93
Los "sacramentos", realizaciones de la sacramentalidad de la Iglesia 95
La Eucaristía, realización plena de la Iglesia 96
Sacramentalidad de los "estados" de los miembros de la Iglesia 96
-Todos los creyentes 97
-Ministerio sacerdotal 98
-Laicos 98
-Casados 98
-Religiosos 98
Iglesia local 98
II. MORAL COMUNITARIA 100
Moral personal-comunitaria 100
Dimensión comunitaria de los sacramentos 103
Fe y vida moral 105

III. MORAL Y NUEVA EVANGELIZACIÓN 107


Gracia y obediencia a Dios 108
Novedad de vida en Cristo 109
La caridad cristiana, sacramento de la Iglesia 111
-Amor apostólico 113
-Amor ecuménico 114
-Amor universal 114

4
"Dar fruto en la caridad para la vida del mundo" 115

5. DIMENSIÓN ESCATOLÓGICA DE LA IGLESIA


Y DE LA MORAL CRISTIANA 117
I. ESCATOLOGÍA CRISTIANA 117
Plenitud de los tiempos 117
Tiempo intermedio 118
"Ya" y "todavía no" 119
Capítulo VII de la LG 120
Historicidad de la Iglesia 121
Dinamicidad de los carismas suscitados por el Espíritu 122
Santidad de la iglesia 122
Iglesia santa y pecadora 123
Iglesia celeste: Santos 125
María tipo escatológico de la Iglesia 125
II. MORAL DINÁMICA 126
Superación de la moral minimalista 126
El pecado deforma en el hombre la imagen de Dios 128
-El perdón de los pecados 129
-El pecado 131
-Perdón en la Iglesia 134
Conversión como recreación 136
Conversión continua 136
-Frente a la moral del consenso... 139
-...La ley de la gradualidad 140
Vigilancia al kairós 142
III. VOCACIÓN UNIVERSAL A LA SANTIDAD 143
Capítulo V de la LG 143
-La santidad es la plenitud de la caridad 143
-La santidad en la Iglesia 146
-Una misma santidad en todos 147
Santidad: don y respuesta 147
La santidad de Dios, ideal de perfección 147

5
INTRODUCCIÓN

Llamados a la salvación mediante la fe en Jesucristo, "luz verdadera que ilumina a


todo hombre" (Jn 1,9), los hombres llegan a ser "luz en el Señor" e "hijos de la luz" (Ef 5,8),
y se santifican "obedeciendo a la verdad" (1Pe 1,22). Pero, debido al misterioso pecado del
principio, cometido por instigación de Satanás, que es "mentiroso y padre de la mentira" (Jn
8,44), el hombre es tentado continuamente a apartar su mirada del Dios vivo y verdadero y
dirigirla a los ídolos (Cfr 1Tes 1,9), cambiando "la verdad de Dios por la mentira" (Rom
1,25); de esta manera su capacidad para conocer la verdad queda ofuscada y debilitada su
voluntad para someterse a ella. Y así, abandonándose al relativismo y al escepticismo (cfr Jn
18,38), busca una libertad fuera de la verdad misma. 1

En la sociedad actual se han difundido los fenómenos del secularismo y la


descristianización, que excluyen a Dios de la vida humana. Esto tiene unas consecuencias
gravísimas para el hombre mismo y para su dignidad como persona. El alejamiento o
negación de Dios lleva consigo la pérdida de aquellos valores morales que son la base y el
fundamento de la convivencia humana. Este vacío no se puede llenar, como pretende la
cultura consumista, con el afán de poseer y gozar.

Solamente la libertad que se somete a la verdad conduce a la persona humana a su verdadero bien. El
bien de la persona consiste en estar en la Verdad y en realizar la Verdad. Hoy, sin embargo, la cultura
contemporánea ha perdido en gran parte el vínculo esencial entre Verdad-Bien-Libertad. Por ello, volver
a conducir al hombre a redescubrir este vínculo es hoy una de las exigencias propias de la misión de la
Iglesia, para la salvación del mundo. La pregunta de Pilato «¿qué es la verdad?», emerge también hoy
desde la triste perplejidad de un hombre que a menudo ya no sabe quién es, de dónde viene ni adónde
va.2

Pero, en lo más profundo del corazón humano, permanece la nostalgia de Dios,


expresada en la sed de plenitud, en la búsqueda incansable del hombre de algo que dé sentido
a su vida. El espléndido desarrollo de la ciencia y de la técnica no logra apagar nunca esta
sed. En lo más íntimo del espíritu humano se alza el grito del salmista: "¿Quién nos hará ver
la dicha? ¡Alza sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor!" (Sal 4,7).

La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo,
"imagen de Dios invisible" (Col 1,15), "resplandor de su gloria" (Hb 1,3), "lleno de gracia y
de verdad" (Jn 1,14). Cristo es "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6). Por ello, la
respuesta decisiva a los interrogantes del hombre la da Jesucristo. Más aún, la respuesta es la
persona misma de Jesucristo: "Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el
misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de
venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio
del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre
la grandeza de su vocación" (GS 22).3

Cristo revela la condición del hombre y su vocación integral. Por eso, "el hombre que quiere
comprenderse hasta el fondo de sí mismo -y no sólo según pautas y medidas de su propio ser, que son
inmediatas, parciales, a veces superficiales e incluso sólo aparentes-, debe, con su inquietud,
incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a
Cristo. Debe entrar en él con todo su ser, apropiarse y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la

1 Cfr VS 1.
2 JUAN PABLO II, Discurso a los participantes en el Congreso internacional de Teología moral el 10-4-1986.
3 Cfr. VS 2. "El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por
Dios y para Dios; sólo en Dios encuentra el hombre su verdad y felicidad" (CEC 27;Cfr.n.1718;GS 19).

6
Redención para encontrarse a sí mismo. Si se realiza en él este hondo proceso, entonces da frutos no
sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo" 4. (VS 8)

Esta es la tarea de la Teología moral. El Concilio Vaticano II pide que las disciplinas
teológicas "se renueven por un contacto más vivo con el misterio de Cristo y la historia de
la salvación" (OT 16). Y en concreto a la Teología moral pide que "presente la grandeza de
la vocación de los fieles en Cristo" (Ib).

Este libro quiere ser una aportación concreta para esta renovación de la Teología
moral. Quiero presentar la interrelación entre Eclesiología y Teología moral y descubrir las
características de una moral renovada en una Iglesia renovada, como nos la ha descrito el
concilio Vaticano II. Pues el misterio de Cristo se vive en la Iglesia; y la historia de la
salvación, culminada en Cristo, se prolonga y continúa en la Iglesia. Por ello, la Teología
moral "centrada en el misterio de Cristo y la historia de la salvación" es una moral eclesial.
Jesucristo, "luz de las gentes", ilumina a todos los hombres con la claridad que resplandece
sobre el rostro de la Iglesia, enviada por El a anunciar el Evangelio a toda criatura (Mc
16,15).5 "La contemporaneidad de Cristo con el hombre de todos los tiempos se realiza en su
cuerpo, que es la Iglesia" (VS 25). "Cuando los hombres dirigen a la Iglesia las preguntas de
su conciencia..., en la respuesta de la Iglesia está la voz de Jesucristo... En las palabras de la
Iglesia resuena, en lo íntimo de las personas, la voz de Dios, el 'único bueno', el único que
'es amor'" (VS 117).

Así la Iglesia, pueblo de Dios en medio de las naciones, mientras mira atentamente a
los nuevos desafíos de la historia y a los esfuerzos que los hombres realizan en la búsqueda
del sentido de la vida, ofrece a todos la respuesta que brota de la verdad de Jesucristo y de
su evangelio.6

Con esta perspectiva el Vaticano II ha invitado a renovar la Teología moral, de manera que ponga de
relieve la altísima vocación que los fieles han recibido de Cristo, única respuesta que satisface
plenamente el anhelo del corazón humano. Para que los hombres puedan realizar este "encuentro" con
Cristo, Dios ha querido su Iglesia. En efecto, ella "desea servir solamente para este fin: que todo hombre
pueda encontrar a Cristo, de modo que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida". 7

“Las disciplinas teológicas deben renovarse por medio de un contacto más vivo con el misterio de Cristo y la
historia de la salvación. Téngase especial cuidado en perfeccionar la Teología Moral, cuya exposición científica,
nutrida con mayor intensidad por la doctrina de la Sagrada Escritura, deberá mostrar la excelencia de la vocación
de los fieles en Cristo y su obligación de producir frutos en la caridad para la vida del mundo” (OT 16).

El cristiano vive "su vocación en Cristo" en la Iglesia, que es la convocatio fidelium,


la convocación de los fieles en Cristo. La vida cristiana, o vida moral del cristiano, se vive en
Iglesia, comunitariamente. La incorporación sacramental a la Iglesia por el bautismo es el
signo sacramental que realiza la incorporación a Cristo. La moral cristiana es la moral del
hombre que ha sido acogido en la comunidad de la Iglesia y de este modo se ha configurado
con Cristo, transformado en Cristo. El misterio de Cristo, la Iglesia lo profesa y lo celebra
para que la vida de los fieles se conforme con Cristo en el Espíritu Santo para gloria de Dios
Padre.8

4 Redemptor hominis, n.13. La III Conferencia de obispos latinoamericanos en Puebla afirmó que "el mejor
servicio al hermano es la evangelización, que lo prepara a realizarse como hijo de Dios, lo libera de las
injusticias y lo promueve integralmente" (n.1145). Y la IV en Santo Domingo dice: "Creados a imagen de Dios,
tenemos la medida de nuestra conducta moral en Cristo, Verbo encarnado, plenitud del hombre" (n.231).
5 Cfr LG 1.
6 VS 2.
7 VS 7, con la cita de Redemptor hominis 13;Cfr también VS 29.
8 Cfr CEC 2558.

7
Uno de los ejes de la encíclica Veritatis splendor es la afirmación de la unidad entre
fe y moral, ya que la comunión de la Iglesia se realiza en esa doble fidelidad. "La radical
separación entre libertad y verdad es consecuencia, manifestación y realización de otra más
grave y nociva dicotomía: la que se da entre fe y moral" (VS 88).

Está difundida la opinión que pone en duda el nexo intrínseco e indivisible entre fe y moral, como si
sólo en relación a la fe se deban decidir la pertenencia a la Iglesia y su unidad interna, mientras que se
podría tolerar en el ámbito moral un pluralismo de opiniones y de comportamientos, dejados al juicio de
la conciencia subjetiva individual o a la diversidad de condiciones sociales y culturales. (VS 4)

Frente a esta postura, el cristianismo se presenta como una auténtico camino. "En sus
comienzos, incluso antes de que se acuñara la palabra cristianos, el cristianismo se llamaba
simplemente camino. Por lo menos unas seis veces encontramos en los Hechos de los
Apóstoles ese nombre, que nos informa sobre la primera fase del desarrollo histórico del
cristianismo. «Yo perseguí a muerte a este camino», confiesa San Pablo para explicar que
perseguía a los cristianos (He 22,4). Si el cristianismo es definido como camino, significa que
ante todo indicaba una forma específica de vivir. La fe no es pura teoría; es, ante todo, un
camino, o sea, una praxis... La fe incluye la moral, que ofrece indicaciones concretas para la
vida humana. Precisamente a través de su moral, los cristianos se diferenciaban de los demás
en el mundo antiguo... Por eso la Iglesia debe mostrar continuamente el camino, debe seguir
haciendo visible el acontecimiento moral de la fe". 9

Los primeros cristianos se diferenciaban de los paganos no sólo por su fe y su liturgia, sino también por
el testimonio de su conducta moral, inspirada en la Ley Nueva. En efecto, la Iglesia es a la vez
comunión de fe y de vida; su norma es "la fe que actúa por la caridad" (Gál 5,6). Ninguna laceración
debe atentar contra la armonía entre la fe y la vida: la unidad de la Iglesia es herida no sólo por los
cristianos que rechazan o falsean la verdad de la fe, sino también por aquellos que desconocen las
obligaciones morales a las que los llama el evangelio (cfr 1Jn 2,3-6). (VS 26)

La moral cristiana es el espejo de la Iglesia. La Teología moral trata de la vida de las


comunidades y de las personas que viven en la Iglesia. «La liturgia, y sobre todo la
Eucaristía, contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida y manifiesten a los
demás el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la Iglesia» (SC 2).

Urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un
conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo
vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida.
Pues una palabra no es acogida auténticamente si no se traduce en hechos, si no es puesta en práctica. La
fe es una decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del
creyente con Jesucristo, camino, verdad y vida (Jn 14,6). Implica un acto de confianza y abandono en
Cristo, y nos ayuda a vivir como El vivió (Gál 2,20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos.
(VS 88)

El Concilio Vaticano II, bajo el soplo potente del Espíritu, ha visto a la Iglesia como
el rostro de Cristo glorioso presente en la historia, como sacramento universal de salvación
para los hombres, en camino hacia el Padre con toda la creación. Por eso a sus fieles les
ofrece una vida moral de gracia, una moral personal y dinámica, centrada en Cristo y su
Espíritu. En concreto, el Concilio indica que la Teología ha de tener en cuenta cuatro puntos:
la revelación, la liturgia, la vida de la Iglesia y el hombre actual:

Ordénese la Teología de forma que, ante todo, se propongan los temas bíblicos; aprendan también a
reconocerlos presentes y operantes en las acciones litúrgicas y en toda la vida de la Iglesia; y a buscar
la solución de los problemas humanos bajo la luz de la revelación, aplicando las verdades eternas a la

9 Cfr J. Ratzinger, presentación de la Veritatis splendor, L'Osservatore Romano, n.42 del 15-10-1993,p.22.

8
variable condición de las realidades humanas y a comunicarlas de un modo apropiado a los hombres de
nuestro tiempo. (OT 16)10

Y esto es lo que propone el Catecismo de la Iglesia Católica en la introducción a la


tercera parte, dedicada a la moral y titulada: La vida en Cristo:

La referencia primera y última de la teología (catequesis) moral será siempre Jesucristo que es "camino,
verdad y vida" (Jn 14,6). Contemplándolo en la fe, los fieles de Cristo pueden esperar que El realice en
ellos sus promesas y que, amándolo con el amor con que El nos ha amado, realicen las obras que
corresponden a su dignidad: "Os ruego que penséis que Jesucristo, nuestro Señor, es vuestra verdadera
Cabeza, y que vosotros sois uno de sus miembros. El es con relación a vosotros lo que la cabeza es con
relación a sus miembros; todo lo que es suyo es vuestro, su espíritu, su corazón, su cuerpo, su alma y
todas sus facultades, y debéis usar de ellos como de cosas que son vuestras, para servir, alabar, amar y
glorificar a Dios. Vosotros sois de El como los miembros lo son de la cabeza. Así desea El ardientemente
usar de todo lo que hay en vosotros, para el servicio y la gloria de su Padre, como de cosas que son de
El".11

Mi vida es Cristo (Flp 1,21).12

Mi intento es presentar las dimensiones fundamentales de la Teología moral renovada a la luz


de la nueva imagen de la Iglesia que nos ha ofrecido el Vaticano II. Me basaré,
fundamentalmente, en la Sagrada Escritura y en Tradición de la Iglesia, actualizada por el
Magisterio de la Iglesia, sobre todo en el Concilio Vaticano II, el Catecismo de la Iglesia
Católica y la encíclica Veritatis Splendor. "Entre las vocaciones suscitadas por el Espíritu en
la Iglesia se distingue la del teólogo, que tiene la función especial de lograr, en comunión con
el Magisterio, una comprensión cada vez más profunda de la palabra de Dios, contenida en la
Escritura inspirada, y transmitida por la tradición viva de la Iglesia... La ciencia teológica,
que busca la inteligencia de la fe respondiendo a la invitación de la voz de la verdad, ayuda al
pueblo de Dios a dar razón de su esperanza a aquellos que se lo piden (1Pe 3,15)". 13

10 Esta orientación corresponde a las cuatro constituciones del concilio Vaticano II: Dei Verbum,
Sacrosanctum Concilium, Lumen Gentium y Gaudium et spes.
11 S. JUAN EUDES, Tractatus de admirabili corde Iesu, 1,5.
12 CEC 1698.
13 C. DE LA FE, Donum veritatis, AAS 82(1990)1552.

9
DOCUMENTOS DEL CONCILIO

LG= Lumen gentium, sobre la Iglesia.


DV= Dei Verbum, sobre la revelación divina.
SC= Sacrosanctum Concilium, sobre la liturgia.
GS= Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual.
CD= Christus Dominus, sobre el ministerio de los obispos.
PO= Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y vida sacerdotal.
OT= Optatam totius, sobre la formación sacerdotal.
PC= Perfectae caritatis, sobre la renovación de la vida religiosa.
AA= Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado seglar.
OE= Orientalium Ecclesiarum, sobre las Iglesias orientales católicas .
AG= Ad gentes, sobre las misiones.
UR= Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo.
IM= Inter mirifica, sobre los medios de comunicación social
DH= Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa.
GE= Gravissimum educatonis, sobre la educación cristiana.
NA= Nostra aetate, sobre las religiones no cristianas.

OTROS DOCUMENTOS

CA= Centesimus annus, en el centenario de la Rerum novarum


CL= Christifideles laici, sobre la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo.
CT= Catechesi tradendae, sobre la catequesis en nuestro tiempo.
DeV= Dominum et vivificanten, sobre el Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y del mundo
DM= Dives in misericordia, sobre la misericordia divina.
DoV= Donum veritatis, sobre la vocación eclesial del teólogo.
EN= Evangelii nuntiandi, sobre la evangelización del mundo contemporáneo.
FC= Familiaris consortio, sobre la misión de la familia cristiana en el mundo actual.
HV= Humanae vitae, sobre la regulación de la natalidad.
MD= Mulieris dignitatem, sobre la dignidad y vocación de la mujer.
RH= Redemptor hominis, al comienzo del pontificado de Juan Pablo II.
RM= Redemptoris missio, sobre la permanente validez del mandato misionero.
RP= Reconciliatio et poenitentia, sobre la reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia
hoy.
VS= Veritatis splendor, sobre algunas cuestiones fundamentales de la enseñanza moral de la Iglesia.
CEC= Catecismo de la Iglesia Católica.

10
1. RENOVACION DE LA TEOLOGIA MORAL

El Concilio Vaticano II manifestó expresamente la necesidad de renovar la Teología


moral: "Aplíquese un cuidado especial en perfeccionar la Teología moral" (OT 16). Pero el
Concilio no promulgó ningún decreto particular dedicado a la Teología moral. 14 Por ello, la
moral quedó integrada en toda la teología conciliar, como la vida misma del pueblo de Dios.
La moral cristiana, por tanto, hay que buscarla en todos los documentos del Concilio.

"Imbúyanse los alumnos del misterio de la Iglesia expuesto por este sagrado
Concilio", recomienda el decreto Sobre la formación sacerdotal (n.9). El conocimiento
mayor y más pleno que la Iglesia tiene de sí misma, después de la reflexión del Vaticano II,
prepara y exige también un conocimiento mayor y más pleno de la moralidad cristiana. El
modo como la Iglesia se comprende a sí misma debe reflejarse en la presentación de la
moral. Si la Iglesia se presenta como sacramento de Cristo, que manifiesta a los hombres el
misterio de Cristo, la Teología moral debe ser, en su misma sistemación, un espejo vivo y fiel
del misterio de la Iglesia.

I. NUEVA IMAGEN DE LA IGLESIA

EL VATICANO II, CONCILIO ECLESIOLOGICO

El Concilio Vaticano II es un concilio eminentemente eclesiológico. El Vaticano II se


ha propuesto presentar un rostro renovado de la Iglesia. La Constitución sobre la Iglesia es el
fruto mayor del Vaticano II. Es el texto central, el corazón del Concilio, alrededor del cual
giran todos los demás documentos y bajo cuyo espíritu deben ser entendidos. La LG es como
la encarnación del espíritu que ha animado a los padres conciliares; por ello da sentido y
medida a los demás. Su significación trascendental para la historia de la Iglesia radica en ser
el primero y más amplio documento en el que un concilio trata explícitamente el tema
eclesiológico en el horizonte total en que nos lo ofrece la revelación, sin que sus
declaraciones se limiten a exponer verdades amenazadas por la herejía y, por tanto, sin que
sus perspectivas estén condicionadas por intereses apologéticos. La LG es la expresión de la
conciencia que la Iglesia tiene de su misterio y de su misión.

De aquí brota la originalidad de la eclesiología del Concilio. La LG presenta la


doctrina sobre la Iglesia con un lenguaje bíblico y en forma positiva, de modo que la Iglesia
se haga estimar por lo que es en sí misma, más que por su oposición a las ideas que otros
tienen de ella.

El Vaticano II se orientó, desde el principio, a revisar el mensaje positivo sobre la


Iglesia, en lugar de combatir herejías o fenómenos de decadencia, como hicieron los concilios
anteriores. El Papa Juan XXIII ya marcó claramente esta finalidad en su discurso de apertura:
«La Iglesia se opuso siempre a los errores. Frecuentemente los condenó con la mayor
severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la
misericordia más que la severidad. Piensa que hay que remediar a los necesitados
mostrándoles la validez de su doctrina sagrada más que condenándolos».15

14 El Concilio rechazó el esquema preconciliar "De ordine morali" y no lo sustituyó por otro.
15 AAS 54(1962)792

11
Este negarse a condenar marcaba el comienzo de una nueva era. La Iglesia
cambiaba su ser «contra» por su ser «para». Pasaba del anatema al diálogo. Pablo VI
aceptaba esta herencia de Juan XXIII y la desarrollaba al inaugurar la segunda sesión del
Concilio:

Nos parece que ha llegado el momento en que la verdad acerca de la Iglesia de Cristo debe ser más y
mejor estudiada, comprendida y formulada, quizás no a través de esas afirmaciones solemnes que se
llaman definiciones dogmáticas, pero sí mediante declaraciones por las que la Iglesia manifieste con más
claras y ponderadas enseñanzas lo que piensa de sí misma...

Esperamos que el Espíritu de verdad otorgue una mayor luz en este concilio ecuménico a la Iglesia
docente e inspire una doctrina más clara sobre la misma Iglesia, de tal modo que, como Esposa de Cristo
que es, busque su imagen en El mismo y en El mismo trate, movida por su encendido amor, de descubrir
su propia naturaleza, es decir, esa hermosura que El mismo quiso que resplandeciera en su Iglesia.16

LA IGLESIA, GLORIFICACION DE CRISTO

La reflexión de la Iglesia sobre sí misma la hace descubrir sus fundamentos en Cristo


y en el Espíritu. No es la suya, pues, una autocontemplación morosa, sino puro referimiento a
Cristo, de quien le llega la vida y de quien se sabe con la obligación de ser espejo viviente;
puro referimiento al Espíritu, agente de este conocimiento de la Iglesia y de su caminar en
Cristo hacia el Padre. Este interrogarse la Iglesia sobre sí misma, lo hace la Iglesia para,
olvidándose de sí misma, sumergirse en Aquel que constituye el fondo de su misterio. No es
una contemplación narcisista y egoísta, sino una «eucaristía» consciente a Cristo, que vive en
ella. Por esto, su misma reflexión conciliar es obra del Espíritu Santo:

El Espíritu está aquí, y queremos recordar esta doctrina fundamental y esta presencia viva para
experimentar de nuevo y de modo absoluto y casi infalible la comunión con Cristo vivo, puesto que el
Espíritu nos une con El.

Afirmamos esta presencia del Espíritu porque ha llegado la hora en que la Iglesia ha de decir de sí
misma lo que Cristo quiso y pensó al instituirla y lo que devota y fielmente han ido desarrollando los
Padres, los Pontífices y los Doctores en esa especie de sabia meditación. Es preciso que la Iglesia se
defina a sí misma y que de esta genuina consciencia extraiga la doctrina que el Espíritu Santo la confió,
según la promesa del Señor: "El Espíritu Paráclito, que el Padre mandará en mi nombre, os enseñará y
os recordará todo cuanto yo os he dicho" (Jn 14,26).

Pero que nadie piense -continúa Pablo VI- que, al contemplarse a sí misma, la Iglesia va a recrearse en sí
misma y va a olvidarse o de Cristo, de quien recibe y a quien debe todo, o del género humano, para cuyo
servicio ha nacido. La Iglesia se sitúa entre Cristo y la humanidad pero no prendada de sí misma, no
como un cristal opaco que impide la visión, no como constituyéndose en su propio fin, sino muy al
contrario, preocupada constantemente por ser toda de Cristo, en Cristo y para Cristo; por ser toda de los
hombres, entre los hombres, para los hombres.

Ya el 5 de diciembre de 1962, Pablo VI -entonces aún cardenal-, recogiendo una idea


expresada por muchos en el aula conciliar, pedía que en el texto sobre la Iglesia, fuese
glorificado ante todo Jesucristo: ya que tanto en su misterio como en su vida mística, la
Iglesia de Cristo debe manifestar el pensamiento de Cristo y reproducir su imagen, como en
un espejo. Que de todas las manera posibles se proclame que ella nada puede sin El, que todo
lo recibe de El, que no existe más que para llevar a El, que se vea bien claro que la Iglesia
tiene perfecta conciencia de esto. Que desaparezca ante su Señor. Sólo así la constitución que
se prepara será verdaderamente teológica.

El fin último de la historia humana no es la Iglesia, sino el Reino de Dios, reunión


definitiva de todos bajo la guía y la paz de Cristo. La Iglesia es, en la obediencia y en la fe,
16 AAS 55(1963)848-849.

12
una referencia viviente al verdadero centro de toda la creación: Cristo (Cfr Col 1,15-20). Por
esto se describe a sí misma «como un reflejo de aquella luz, que es Luz de todas las gentes»
(LG 1). Y por esto se considera a sí misma, en virtud de la relación que la une a Cristo,
«como sacramento o signo de íntima unión con Dios y de unidad entre todos los hombres».

LA IGLESIA COMO MISTERIO

La LG ha querido descubrir el fundamento original de la Iglesia e interpretar su


misterio desde la contemplación del plan de Dios sobre ella y no desde unas categorías
deducidas de estructuras humanas: órdenes sociológicos o sistemas filosóficos. La LG ha
renunciado a toda conceptualidad y expresión filosófica, retornando al estilo bíblico y a sus
recursos simbólicos. El primer capítulo de la LG no habla de la «naturaleza» de la Iglesia,
sino del «misterio» de la Iglesia, describiéndola como el sacramento universal de la gracia. 17

El primer rasgo que nos impresiona de la constitución conciliar sobre la Iglesia es,
precisamente, el paso de una eclesiología jurídica y apologética a una eclesiología centrada
en el misterio. La Iglesia viene del Padre por el Hijo en la unidad del Espíritu Santo. Y la
Iglesia de las Tres personas es también la Iglesia del Verbo encarnado. En El encuentra su
plenitud. No tiene su fin en sí misma como institución. Es el signo de Cristo. Se pierde en su
sacramentalidad. "Es el misterio de Cristo lo que la Iglesia anuncia y celebra en la liturgia a
fin de que los fieles vivan de él y den testimonio del mismo al mundo". 18 Si se contempla en
su historia, la Iglesia encuentra a Cristo en su comienzo; y de nuevo es El en este momento
quien le da su vida, su ser y sentido, por su acción trascendente y escatológica.19dice Arnold,
analizando esta época en Serviteurs de la foi. Pour une théologie de l'apostolat, Tournai 1957/1961, p.84. Y
Congar escribe: La idea filosófica de sociedad venía como anillo al dedo para situar a Cristo como fundador,
más no como fuente actual de toda vida en la Iglesia": Y.CONGAR, Santa Iglesia, Barcelona 1965, p.36. La LG,
partiendo de la Iglesia como misterio, ha superado el peligro de caer en el naturalismo deísta.

IGUALDAD EN LA DIVERSIDAD

El segundo capítulo de la LG trata del misterio de la Iglesia en su presencia concreta


en la historia, que va desde la Pascua a la Parusía. La decisión de tratar de la Iglesia como
Pueblo de Dios, antes de tratar de la jerarquía, de los laicos y de los religiosos, tiene una gran
importancia. Si la Iglesia es, ante todo, un misterio, ninguna estructura particular puede
considerarse como totalizante de ella. La vida eclesial se desarrolla en la riqueza de la
comunión total de todos los que, reunidos por el Espíritu, viven como Iglesia. Esto es anterior
a toda diversificación de oficio o estado. Se establece, ante todo, la igualdad fundamental de
todos los miembros de la iglesia. La responsabilidad no queda reservada a una sola categoría
17 Y, sin embargo, decir que la Iglesia es un misterio no significa negar que exista como sociedad (LG 14 y
20). Esto es algo característico de la LG y de todo el Concilio: deducir en la Iglesia las estructuras de la esencia,
las manifestaciones externas del contenido interno, los comportamientos exteriores de las convicciones interiores,
las encarnaciones sociológicas de la misión espiritual. Cfr H. de LUBAC, Paradoja y misterio de la Iglesia,
Salamanca 1967.
18 CEC 1068;SC 2.
19 De este modo se corrige la visión un tanto deísta de los manuales de Eclesiología. En la época de la
ilustración -la era de las luces, marcada por el pensamiento deísta-, la concepción eclesiológica no se interesaba
más que del aspecto empírico de la Iglesia, cayendo en una especie de naturalismo. La Iglesia se reducía a una
forma de organización comunitaria que vive según los principios del derecho natural, que rigen toda sociedad.
Desaparecían los lazos que unen el Espíritu Santo y la Iglesia. Durante los siglos XVII y XVIII el deísmo invade
toda la teología con sus consecuencias para la eclesiología. Cristo instituye la jerarquía y abandona la Iglesia a
los hombres. El sujeto activo de la salvación operada en la Iglesia no es Cristo glorificado ni su Espíritu, sino los
hombres en cuanto depositarios de la función eclesial. «El depositario del ministerio eclesial no actúa en virtud
del Espíritu Santo y de la consagración sacerdotal; lo hace en razón de la institución y de la jurisdicción»,

13
de personas, sino a todos, según las modalidades diversas de participación en la única corres-
ponsabilidad. La autoridad aparece en esta visión, no como poder, sino como servicio, que
coordina el ejercicio de la responsabilidad común intereclesial. 20

P. Fransen ha contrapuesto las dos concepciones de la Iglesia con las imágenes de


la pirámide y de los círculos concéntricos. La imagen de la Iglesia de la contra-reforma
semejaba a una pirámide. En la cima estaba el Papa. En él se concentraba, por decirlo así,
toda forma de existencia de la Iglesia. Debajo estaban los obispos, después los sacer dotes,
los religiosos y, finalmente, los laicos, que consentían a esta pirámide apoyarse sobre la
tierra. Se trata de una imagen, que no puede tomarse a la letra, pero responde a una
mentalidad.21

La nueva imagen del Pueblo de Dios, dada por el Vaticano II, ha cambiado esta
visión. Su imagen es la de los círculos concéntricos. La Iglesia es el conjunto de los
bautizados y confirmados. Bajo este punto de vista, papa, obispos, sacerdotes, religiosos y
laicos son iguales, porque todos ellos son «fieles», es decir, santificados por la fe en Cristo.
Todos son discípulos de Cristo, los «santos» de que habla San Pablo, los «elegidos»,
«hermanos». Todos unidos constituyen un «sacerdocio real».22

En el interior de este Pueblo de Dios, se encuentran los sacerdotes, que,


permaneciendo «fieles», se distinguen de los laicos por una consagración y misión especial,
por una misión de servicio: hacer presente a Cristo en la Iglesia en su función de Cabeza de
la Iglesia.

Al interno de este círculo se encuentran los obispos. Ellos poseen la plenitud del
sacerdocio. Representan a Cristo como «Pontífice Supremo» (LG 21). Reunidos en colegio,
ejercen el servicio de la autoridad suprema de la Iglesia. Representan a Cristo en las
respectivas Iglesia extendidas por el mundo.

Dentro se encuentra el Papa. El ha recibido la misión de «presidir la asamblea de la


caridad», testimoniando la unidad (Cfr LG 13). Esta misión de unidad comporta un primado
de jurisdicción, que no le puede separar de sus «hermanos en el episcopado», pues él es
también miembro del Colegio Episcopal, ni de los demás «fieles», pues él pertenece también
al Pueblo de Dios.

TEOLOGIA SIMBOLICO-SACRAMENTAL

La reflexión conceptual, aunque sin duda alguna sea necesaria para el espíritu
humano, tiene un papel secundario. En cambio la teología simbólica -por la que optó el
Concilio-, se ejerce en el acto mismo de la existencia y, en nuestro caso, en el acto mismo de
la vida de fe. Se trata de una función absolutamente primordial. Como dice P. Fransen: «el
símbolo orienta más que analiza; inspira más que explica; incita adelante más que oponerse y
defenderse contra las objeciones y errores. La teología simbólica incide directamente en la
vida de fe orientándola hacia nuevas perspectivas». 23

20 Esto lo ha subrayado de nuevo Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Christifideles laici del 30-12-
88.
21 P. FRANSEN, L'Eglise comme Peuple de Dieu, en B. LAMBERT, La nouvelle image de l'Eglise, Mame
1967, p. 102-103.
22 Cfr CEC 1546-1547.
23 P. FRANSEN, a.c., p. 117.

14
Esta ha sido la obra madurada durante el Concilio y la orientación marcada por él
para la renovación de la Iglesia entera. La LG nos describe la Iglesia a base de un gran
número de imágenes, agrupadas en torno a cuatro temas: la vida pastoril, la vida agrícola,
la construcción y la vida familiar. Lo que cuenta no es el número exhaustivo de imágenes,
sino la orientación. Se trata no sólo de presentar a la Iglesia «a partir de» la Biblia, sino
«según» el mismo lenguaje bíblico, sirviéndose de alegorías, signos, símbolos, que irradian
la realidad del misterio presente en ellas. Estas imágenes son epifanías de la acción caris -
mática del Espíritu Santo en la Iglesia. Pues, al mismo tiempo que el Espíritu Santo habla al
hombre por estas imágenes, su Palabra -por su valor sacramental- realiza lo que significa.
Así hace de los hombres una «casa», un «templo», un «cuerpo», un «pueblo». 24

Una ventaja del conocimiento simbólico es que nos permite acercarnos y dirigirnos
hacia una plenitud siempre mayor de la presencia de Dios en nuestros corazones y en la
Iglesia, sin caer jamás en la ilusión de haber llegado a «poseer» a Dios, a poseer y encerrar
la Verdad divina en el interior de las coordenadas de nuestros conocimientos humanos. Esto
sería un pecado de racionalismo.

En la Revelación, expresada en símbolos y acciones simbólicas, el misterio divino


permanece oculto e intacto, orientando hacia él nuestro espíritu y nuestro corazón.

Se puede objetar que el símbolo puede inducir a error por su íntima connivencia con
el mundo material y cósmico. Pero este peligro se salva con la multiplicidad de símbolos,
que se corrigen y enriquecen los unos a los otros. Un símbolo se explica, sólo puede
explicarse por otros símbolos. Esto es lo que ha hecho la LG, al presentarnos la teología
simbólica de la Iglesia, según la herencia de la Escritura. Si el símbolo paulino del cuerpo y
la cabeza y el símbolo joanneo de la vid revelan nuestra unión común en Cristo, el símbolo
de la Iglesia esposa del Señor corrige lo que esta unión podía suponer de demasiado rígido
para expresar el diálogo de amor recíproco de dos seres fundamentalmente distintos, pero
unidos en el don mutuo. El símbolo de la Alianza revela la iniciativa divina de la
misericordia y de la fidelidad de Dios que apela a nuestra fidelidad y obediencia. El símbolo
de las Doce Tribus, renovado en el símbolo de los Doce Apóstoles, afirma nuestra unidad en
la diversidad y dispersión de las naciones. El símbolo de la tienda-tabernáculo reafirma la
presencia divina, que como columna de fuego precede al pueblo de Dios en su peregrinar a
través del desierto. Durante la marcha a través del desierto la presencia de Dios se ma-
nifestaba en la columna de nube y de fuego (Ex 13,22). Después se daba la habitación de
Dios en la Tienda de la Reunión (Ex 40,35;Nu 9,18.22;10,34) sobre la que reposaba la
nube... En la Encarnación la nube divina cubrirá el seno de la Virgen María, la Tienda o
arca de Dios. Se trata, pues, de una presencia soberanamente eficaz de Dios en la historia de
la humanidad.25 Esta presencia es afirmada de nuevo por el símbolo del Templo, referido
tanto a la Iglesia como a cada uno de sus miembros; aquí descubrimos la dialéctica de la
persona y de la comunidad, que la acción edificadora del Espíritu respeta. El símbolo del
Paraíso terrestre en los últimos capítulos del Apocalipsis une el origen de la Iglesia antes de
los tiempos con su consumación en el Reino de Dios. La Iglesia permanece, en efecto, una
realidad escatológica, siempre igual a sí misma en su fuente y en su desarrollo a través la
historia de la salvación hasta su consumación en Dios.

24 Cfr CEC 753-757.


25 Y. CONGAR, El misterio del Templo, Barcelona 1964.

15
En este contexto escriturístico y simbólico, se integra el «símbolo» 26 de Pueblo de
Dios sobre esta tierra, lazo viviente que une la Iglesia desde Abel hasta el Reino por el
intervalo de la historia cristiana.27 El símbolo Pueblo de Dios permanece inseparable de los
demás símbolos de la Iglesia, como el de Cuerpo de Cristo. El pueblo histórico de Dios es un
pueblo llegado a ser Cuerpo de Cristo. A través de esta multitud de símbolos descubrimos el
misterio vivo de la Iglesia.

II. INDICACIONES CONCILIARES PARA LA RENOVACION DE LA


TEOLOGIA MORAL

EL MISTERIO DE CRISTO, CENTRO DE UNIDAD TEOLOGICA

Es indiscutible que la teología del Concilio se caracteriza por su unidad, por su valor
sintético, frente a la división habitual en tratados escolares, de forma que será difícil distribuir
los textos del Concilio en los manuales clásicos. En realidad, la Palabra de Dios, como la vida
del Espíritu, tienden a la unidad, en la que el conocimiento y la acción están unificados. La
ciencia teológica es así una sabiduría. «Lo primero que hay que procurar -dirá el decreto
sobre la Formación Sacerdotal- en la revisión de los estudios eclesiásticos es que el conjunto
de las disciplinas filosóficas y teológicas se articulen mejor y a que todas ellas concurran
armoniosamente a abrir cada vez más las inteligencias de los alumnos al misterio de Cristo,
que afecta a toda la historia de la humanidad, influye constantemente en la Iglesia y actúa
sobre todo mediante el ministerio sacerdotal» (OT 14).

El misterio pascual de Cristo anunciado, celebrado y vivido es el centro de unidad


teológica. La comunidad cristiana nace del anuncio de Cristo muerto por nuestros pecados y
resucitado para nuestra justificación; celebra en la Eucaristía esta victoria de Cristo sobre la
muerte y el pecado; y vive en la historia manifestando en el amor y la unidad de los hermanos
"el paso de la muerte a la vida" (1Jn 3,14).28

Al hombre esclavo del pecado, muerto por el pecado, incapaz de darse por sí mismo
la vida, el cristianismo no le presenta una nueva ley, por perfecta que sea, para aplastarle y
hundirlo más. Cristo no se presenta primeramente como un modelo, que el hombre de
pecado no puede imitar, para impulsarle a la desesperación. En las etapas sucesivas de la
iniciación cristiana, al bautizado se le invitará a seguir "las huellas de Jesucristo" (1Pe
2,21). La fe cristiana fundamentalmente no es tampoco una doctrina sublime, que de nada
serviría a un hombre que se siente ahogar en las aguas de la muerte. El Evangelio de Cristo
es evangelio: buena noticia de salvación. Esta buena noticia es el anuncio de Jesucristo
vencedor de la muerte y el pecado.

Este anuncio devuelve al hombre a la vida y a la libertad. La pascua de Cristo de la


muerte a la resurrección arrastra con El al hombre de la muerte a la vida, de las tinieblas a

26 Pongo entre comillas ahora «símbolo», recogiendo la idea de G. Philips: El tema del «pueblo de Dios» no
viene mencionado en el n. 6 de la LG entre las imágenes de la Iglesia, porque en realidad no puede aplicarse a la
Iglesia como una comparación, sino como la expresión de su mismo ser. La Iglesia es el nuevo pueblo de Dios en
la nueva y eterna alianza.(La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II, Barcelona 1979,p. 132). Pero se
puede seguir hablando de «símbolo», entendiéndolo en el sentido profundo que le da P. Fransen: «El símbolo no
es "simplemente símbolo". En la acción simbólica la realidad profunda que nos une, se manifiesta realizándose y
se realiza manifestándose» (a.c., p. 123).
27 Y. CONGAR, "Ecclesia ab Abel", Düsseldorf 1952, p. 79-110.
28 Este es el esquema y división del Catecismo de la Iglesia Católica.

16
la luz, de la esclavitud a la libertad, del cansancio al reposo, de la tristeza a la fiesta de la
alegría.29

A la luz del Misterio Pascual aparece la verdadera imagen del hombre. El hombre
creado a imagen de Dios, muerto por el pecado, es redimido por Cristo, muerto y resucitado,
y santificado por el Espíritu Santo, que le testimonia que Dios es nuestro Padre,
llamándonos a la misma vida de hijos suyos. Como dice la Gaudium et spes:

En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán,
el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo
Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifies ta plenamente el hombre al
propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades
encuentren en Cristo su fuente y su corona.

El, que es imagen del Dios invisible (Col 1,15;2Cor 4,4), es también el hombre perfecto, que ha
devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En El, la
naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin
igual...Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre, nos mereció la vida. En El Dios nos
reconcilió (2Cor 5,18-19;Col 1,20-22) consigo y con nosotros y nos libró de la esclavitud del diablo y
del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: "El Hijo de Dios me amó y se
entregó a sí mismo por mí" (Gál 2,20). Padeciendo por nosotros, no sólo nos dejó un ejemplo para que
sigamos sus huellas (1Pe 2,21;Mt 16,24;Lc 14,27), sino que nos abrió el camino, con cuyo seguimiento
la vida y la muerte se santifican y adquieren un nuevo sentido.

El hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el primogénito entre muchos hermanos
(Rom 8,29;Col 3,10-14), recibe las primicias del Espíritu (Rom 8,23), las cuales le capacitan para
cumplir (Rom 8,1-11) la ley nueva del amor. Por medio de este Espíritu, que es prenda de la herencia (Ef
1,14), se restaura internamente todo el hombre, hasta que llegue la redención del cuerpo (Rom 8,23)...

Este es el gran misterio del hombre que la revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en
Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta
oscuridad. Cristo resucitó, con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida para que, hijos en el Hijo,
clamemos en el Espíritu: ¡Abba, Padre! (Rom 8,15;Gál 4,6). (n.22)

El Vaticano II -fiel a su misma orientación- nos ha legado una herencia teológica


centrada en el misterio de la Iglesia, en cuanto continuación del misterio de Cristo en la
historia de la salvación. Sus 16 documentos han elegido el misterio de la Iglesia como centro
común de perspectiva.30

LA ESCRITURA ALMA DE LA TEOLOGIA

El Concilio en el decreto OT pone de relieve la importancia de la Sagrada Escritura,


«que debe ser como el alma de toda la teología» (n.16). La reflexión teológica parte del dato
revelado y trata de descubrir la creciente penetración del mismo por la fe de la Iglesia a lo
largo de los siglos, para intentar finalmente la comprensión de la revelación cristiana dentro
del pensamiento y del lenguaje de nuestros días.

La Sagrada Escritura es la fuente siempre viva y fecunda de la doctrina moral de la Iglesia, como ha
recordado el concilio Vaticano II: "El evangelio es fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de
conducta" (DV 7). La Iglesia ha custodiado fielmente lo que la Palabra de Dios enseña no sólo sobre las
verdades de fe, sino también sobre el comportamiento moral, es decir, el comportamiento que agrada a
Dios (1Tes 4,1). (VS 28)

29 R. BLAZQUEZ, Jesús el Evangelio de Dios, Madrid 1965.


30 Cfr. L. BOUYER, La Chiesa di Dio, Asís 1971;Y. CONGAR, Un nuovo volto alla Chiesa, Milán 1964.

17
La Iglesia primeramente es llamada a acoger y vivir la palabra de Dios. Esta palabra,
vivida en la "comunidad de creyentes" (He 4,32;5,14;6,7), se hace tradición. "Esta tradición,
con la Escritura de ambos testamentos, son el espejo en que la Iglesia peregrina contempla a
Dios, de quien recibe todo, hasta el día en que llegue a verlo cara a cara, como El es" (DV 7).
En esta Iglesia, y por medio de ella, cada cristiano recibe la palabra de Dios y, meditándola en
su corazón y con la ayuda del Espíritu Santo, camina hacia la plenitud de la verdad. Aquí
entra la teología. La Teología, para ser teología, parte de un acto de fe. El teólogo es, antes de
nada, un creyente: acoge en la Iglesia la revelación de Dios en Cristo:

Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad (cfr Ef
1,9), mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el
Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina (cfr Ef 2,18;2Pe 1,4)...Por esta revelación,
Dios invisible habla a los hombres y mora con ellos para invitarlos a la comunión consigo... (DV 2).

Cuando Dios habla, revela que hay que prestarle la obediencia de la fe (Rom 16,26;cfr 1,15;2Cor 10,5-
6), por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, prestando "a Dios revelador el homenaje del
entendimiento y de la voluntad" (Denz 1789). Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios que
previene y ayuda, y los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a
Dios, abre los ojos de la mente y da "a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad" (Denz 180).
(DV 5)

Pero el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, escrita o transmitida, ha sido confiado
únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo. (DV
10).

La fuente de la Teología es, pues, la Sagrada Escritura, transmitida en la vida de la


comunidad cristiana a lo largo de siglos y actualizada e interpretada auténticamente por el
Magisterio de la Iglesia:

La Sagrada Escritura es la palabra de Dios en cuanto se consigna por escrito bajo la inspiración del
Espíritu Santo, y la sagrada Tradición transmite íntegramente a los sucesores de los apóstoles la palabra
de Dios, a ellos confiada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo. (DV 9)

Es evidente, por tanto, que la sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según
el designio sapientísimo de Dios, están entrelazados y unidos de tal forma que no tienen consistencia el
uno sin los otros, y que juntos, bajo la acción del Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación
de las almas. (DV 10)

El primado de la Sagrada Escritura, establecido por el decreto OT como norma para


la enseñanza de toda la teología, y en particular de la Teología moral, 31 está, pues, en plena
conformidad con lo expuesto por el Concilio en la DV: «La sagrada teología se apoya, como
fundamento perenne, en la palabra escrita de Dios al mismo tiempo que en la sagrada
tradición, y con ella se fortalece firmemente y se rejuvenece de continuo, investigando a la
luz de la fe toda la verdad contenida en el misterio de Cristo. La Sagrada Escritura ha de ser
como el alma de la sagrada teología» (DV 24).

La Teología moral, que el Concilio propone, debe «nutrirse de la Sagrada


Escritura» y, por tanto, no puede construirse a base de un sistema filosófico, buscando des-
pués para confirmarlo alguna frase bíblica fuera del contexto. La exposición de la moral a
partir de la Escritura significa hacerlo no sólo a partir de la revelación, sino también según
la visión bíblica de la realidad. Se trata de "tener la mente de Cristo" (1Cor 2,16). Esta
visión bíblica es, en el fondo, la conciencia de la presencia operante de Dios en el mundo,

31 «Aplíquese un cuidado especial en perfeccionar la teología moral, cuya exposición científica, más nutrida
de la Sagrada Escritura...» (OT 16).

18
sin limitar la libertad del hombre: presencia de Dios en Cristo, esplendor de la gloria del
Padre (2Cor 4,6), que trasforma progresivamente el mundo en Reino de Dios.

Si la Teología moral tiene como objeto inmediato la vocación del hombre en Cristo,
explicada según la Escritura y en contacto continuo con el misterio de Cristo y de la historia
de la salvación, la renovación teológica del Vaticano II viene realizada no por una ruptura
con el pasado, sino por una vuelta a la Sagrada Escritura y a la tradición apostólica. En este
espíritu de fidelidad a las fuentes de la teología, el Concilio ha redescubierto lo que en los
Padres fue un principio hermenéutico de su pensamiento teológico, a saber, centrar su
reflexión en torno al «misterio de Cristo» en las diversas etapas de su realización en la
historia de la salvación.

La estructura teológica de las dos constituciones dogmáticas sobre la revelación y


sobre la Iglesia ha desarrollado intencionadamente la dimensión histórico-salvífica de la
teología. Ambas constituciones trazan a grandes rasgos esta «historia de la salvación», que
arranca de la bondad eterna de Dios en el «revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de
su voluntad, por el que los hombres, mediante Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al
Padre en el Espíritu Santo y se hacen partícipes de la naturaleza divina» (DV 2).

Esta definición de la revelación como historia de la salvación coloca a Cristo en el


centro, como el que la realiza plenamente con su presencia. En El, y por medio de El, Dios
está presente con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y
resucitarnos a una vida nueva y eterna.32

-MORAL CRISTIANA

Esta moral propuesta por el Concilio, es una moral para los creyentes en Cristo. Se
trata de «explicar la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo» (OT 16).

Para los teólogos de «la muerte de Dios» la ética cristiana se reduce a filantropía: ser
cristiano significa simplemente ser como Jesús «un hombre para los otros», es decir, un
hombre comprometido en el amor, en el respeto, en la tolerancia, en la justicia, en la
honestidad. Viene suprimida toda la originalidad de la moral cristiana.

La moral cristiana se caracteriza por el acontecimiento, aún actual, de Cristo muerto


y resucitado. Este acontecimiento pascual hace que se identifique ley y gracia, mandamiento
y amor, porque Cristo es simultáneamente la llamada de Dios al hombre y la respuesta del
hombre a Dios.33

De este modo se vence la "tentación actual de reducir el cristianismo a una


sabiduría meramente humana, casi como una ciencia del vivir bien. En un mundo
fuertemente secularizado, se ha dado una gradual secularización de la salvación, debido a
lo cual se lucha ciertamente en favor del hombre, pero de un hombre a medias, reducido a la
mera dimensión horizontal. En cambio, nosotros sabemos que Jesús vino a traer la salvación
integral, que abraza al hombre entero y a todos los hombres, abriéndoles a los admirables
horizontes de la filiación divina".34

32 Cfr DV 4;también SC 16;OT 14-16;DV 24;AG 5 y 16;SC 35;GS 3.


33 Son innumerables los artículos sobre lo específico de la moral cristiana. Cfr. T. LOPEZ.-G. ARANDA, Lo
específico de la moral cristiana. Valoración de la literatura sobre el tema, Scripta Theologica 7(1975)687-768.
34 Redemptoris missio 11;cfr. n.17.

19
La moral cristiana se encuentra en el Evangelio, considerado como ley interior de
gracia y, por tanto, de libertad. El Evangelio auténtico nunca viene propuesto únicamente
desde el exterior. El Evangelio es un mensaje interior, es la libertad del Espíritu de Dios
comunicada a un espíritu libre. Este es el profundo y auténtico principio de la moral
cristiana.

Se puede decir, igualmente, que el principio de la moral cristiana es la presencia del


amor de Dios en el corazón del cristiano, infundido por el Espíritu de Cristo que se nos ha
dado (Rm 5,5). Como dice F. Böckle, el elemento específico del cristianismo es el
acontecimiento salvífico por el que Dios nos ha desvelado y comunicado, en Jesucristo, su
amor. Este acontecimiento es el fundamento positivo y eterno de la persona humana:
únicamente partiendo de Dios y de Cristo, de su amor, el hombre tiene dignidad y consigue
el olvido de sí mismo, que constituye la posibilidad del amor al prójimo. La primera
proposición de la moral cristiana es, por consiguiente, una proposición de antropología
teológica: el valor y la dignidad de cada hombre en cuanto ser amado-salvado por Dios en
Cristo. La fe en este amor divino es la novedad fundamental de la moral cristiana y no una
pura ley o un simple principio ético.35

De este elemento propio y específico del cristianismo se derivan varias


consecuencias para la moral cristiana. La primera es la exclusión absoluta y radical de toda
forma de autosalvación humana. La salvación, personal y comunitaria, es fruto de la gracia.
La segunda consecuencia es que el punto central de toda exigencia moral cristiana es el
amor. La misma revelación ha propuesto explícitamente el amor de Dios y del prójimo como
«la plenitud de toda ley». Este amor se aplica y concretiza, diversamente, en cada situación
histórica del hombre, siempre según el ejemplo de Cristo que, sacrificándose a sí mismo,
reconcilia a la humanidad con Dios y comunica a los hombres la fuerza capaz de
transformar el mundo.

La moral cristiana, para el creyente, no es sólo la respuesta a su vocación humana;


es, al mismo tiempo, la respuesta a la llamada siempre actual de Cristo. Por ello, dice A.
Jousten, «la moral del creyente es cristiana en la medida en que el Cristo vivo está presente
en él, en la medida en que no espera la salvación mas que de El. Esta es su especificidad
cristiana».36 De aquí no se concluye que haya oposición entre la moral cristiana y la moral
humana. La moral cristiana, centrada en Cristo, es «plenamente humana, por ser cristiana»,
pues Cristo ha revelado el «sentido integral» del obrar humano y el plan de Dios asume y
eleva, sin disolverlo, todo lo auténticamente humano.

-MORAL ECLESIAL

La moral cristiana, que presenta la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo,


no es una moral individualista. No es una moral del individuo que, llamado en Cristo, intenta
realizar la imagen de Cristo individualmente. Esta visión individualista es equivocada por el
hecho mismo de que el mensaje de la redención por Cristo y el mensaje de la vocación en
Cristo, nuestra salvación, se da sólo en la Iglesia como pueblo de Dios. Sólo a partir del
anuncio por parte de la Iglesia del mensaje de redención y de la llamada en Cristo es posible
a los fieles fundar su vida cristiana en la persona de Cristo. Toda la LG, como hemos visto, lo
confirma incansablemente. Además, los signos sacramentales, expresiones eficaces de la
gracia, por los que entramos en comunión con la Iglesia y, por lo mismo, con Cristo, son
sacramentos de la Iglesia. La inserción sacramental en la Iglesia opera la inserción en Cristo.
35 Cfr. F. BOCKLE, en AA.VV., La lege naturale, Bologna 1970, p.213-217.
36 A. JOUSTEN, Morale humaine ou morale chrétienne: La foi et le Temps, Namur 1968, p.428.

20
Por ello la moral cristiana -moral de los llamados en Cristo-, es la moral del hombre que ha
sido acogido en la comunidad de la Iglesia y, por lo mismo, se ha configurado con Cristo. Es,
pues, una moral eclesial.

Nuestro ser en Cristo tiene su origen en la Iglesia, se desarrolla y llega a plenitud en


la Iglesia. En la Iglesia es donde el Padre nos llama a ser hijos suyos. En la Iglesia, Cristo
actúa su salvación. En la Iglesia, el Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo, se hace amor
comunicado a nosotros: amor a Dios y al prójimo.

Dentro de la Iglesia, el Espíritu Santo crea -con el sentido de la fe- la conciencia


moral eclesial (Cfr LG 12). El Espíritu de Cristo obra en los creyentes singularmente y asiste
a la Iglesia en su conjunto para que su vida sea la vivencia y manifestación de la vida de
Cristo, Primogénito de todos los hombres. De este modo la vida moral cristiana, en su
visibilidad, se hace sacramento para el mundo, muestra a los hombres la acción salvífica de
Cristo y la fuerza vivificante de su Espíritu, que transforma el corazón de los hombres.

Desde la consideración de la historia de la salvación se llega a la misma conclusión.


El plan divino de salvación se realiza concretamente en el tiempo y el espacio, es decir, en
una verdadera historia, cuyo centro de unidad y momento de plenitud es el misterio de Cristo.
Como «sacramento de Cristo», la Iglesia revela perennemente al mundo el amor del Padre,
manifestado en Cristo, para la salvación de los hombres. La Iglesia hace presente y prolonga
la acción redentora de Cristo de «reunir en uno a todos los hijos de Dios dispersos por el
mundo» (Jn 11,52). Este misterio de comunión y de salvación parte de Dios Uno y Trino. La
Iglesia, como «comunidad reunida por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»
(LG 4), tiene la misión de llevar a su consumación la unión de los hombres en el seno de la
Trinidad. La existencia de la Iglesia, centrada en Cristo y llevada a plenitud con la misión del
Espíritu de Cristo, es el sacramento perenne de esa reconciliación de la humanidad con el
Padre en Cristo (Cfr 2Cor 5,19).

El centro, pues, de unidad, necesario en la Teología (OT 14), no puede ser otro que
«el misterio de Cristo» en toda su realización histórica para la salvación de la humanidad y
perennemente presente en la Iglesia. «La nueva tentativa de sistemación teológica ha de ser,
por tanto, 'cristo-eclesiocéntrica' en la dimensión de la historia de la salvación».37

El cristiano es llamado a salvarse, realizándose como miembro auténtico de la


Iglesia, cuerpo de Cristo. El cristiano, por vocación personal, está comprometido en la
realización de la «plenitud de Cristo», del Cristo total. La llamada a la salvación es
personal, pero en vistas del pueblo de Dios. El cristiano no puede separar la respuesta al
Espíritu de Cristo de la solidaridad eclesial; y, a su vez, la comunión de amor del pueblo de
Dios está destinada a ser sacramento de salvación universal para los hombres.

Por esta solidaridad salvífica universal, el pecado del cristiano tiende a hacer
pecadora a la Iglesia misma, privando, al mismo tiempo, a los no creyentes del testimonio de
la fe y la caridad (LG 38). Por ello, el primer paso hacia el perdón de los pecados consistirá
en el reconocer la ofensa hecha a Dios y las propias responsabilidades en relación a la
Iglesia y a la humanidad entera.

En conclusión, en una moral renovada según el espíritu y las indicaciones del


Concilio, la dimensión eclesial se hace explícita. La Iglesia deja de ser simplemente le-
37 A. ANTON, El tratado "De Ecclesia" nuevo centro de perspectiva en la enseñanza de la teología,
Gregorianum 50(1969)651-687.

21
gisladora. Los sacramentos dejan de ser considerados como medios para cumplir la ley y,
por supuesto, como fuente de nuevas leyes. El hombre es un ser constitutivamente social. El
cristiano es constitutivamente una persona eclesial, que vive en comunión con los demás
cristianos. La vida cristiana es vida comunitaria, vida en Iglesia. La moral es moral eclesial.

-MORAL SACRAMENTAL
Una moral eclesial es una moral, en primer lugar, místico-litúrgica. Frente a la
ausencia casi total de la visión sacramental de la vida cristiana en los manuales, la cons-
titución SC indica cómo la liturgia, y sobre todo la Eucaristía, «contribuye en sumo grado a
que los fieles expresen en su vida, y manifiesten a los demás, el misterio de Cristo y la
naturaleza auténtica de la Iglesia» (n.2). Los sacramentos son la fuerza y norma de la vida
plenamente cristiana. Pues la vida cristiana -la moralidad cristiana- consiste específicamente
en «expresar en la vida el misterio de Cristo». El cristiano no vive bajo ninguna ley
minimalista, sino en la gracia: «ser en Cristo» es la auténtica vida y la norma suprema de la
vida cristiana. Este cristocentrismo indica, al mismo tiempo, el carácter eclesial de la vida
moral: «expresar la auténtica vida de la Iglesia».

La vida litúrgica sacramental, según la presenta el Concilio, tiende a restablecer la


unidad entre la celebración y la vida. El Vaticano II considera la Iglesia como un sacramento
y la experiencia eclesial como experiencia sacramental. De esta experiencia sacramental
surgen los «frutos de vida», el obrar cristiano. "La liturgia de la Iglesia introduce a los fieles
en la vida de la comunidad".38 Y "lo que confiesa la fe, los sacramentos lo comunican: por
los sacramentos, que les han hecho renacer, los cristianos han llegado a ser hijos de Dios,
partícipes de la naturaleza divina. Reconociendo en la fe su nueva dignidad, son llamados a
llevar en adelante una vida digna del evangelio de Cristo y, para ello, los sacramentos y la
oración les capacitan con la gracia de Cristo y los dones del Espíritu Santo". 39

Según San Pablo, todo discurso de moral cristiana parte necesariamente de la


salvación operada por Cristo y comunicada en la Iglesia mediante los sacramentos (Cfr Col
3,1-3). Cristo vino para hacer visible, para hacer experimentar a la humanidad, la
benignidad de Dios que salva. Por eso toda la moral debe fundarse en una visión cris-
tocéntrica y sacramental. Cristo pone término a la antigua ley, en cuanto que ésta no hacía
plenamente visible la presencia salvífica de Dios. Y así pone término a toda concepción de
moralidad basada principalmente en un sistema abstracto de leyes. Cristo es la plenitud de
la ley; y la participación en esta ley de Cristo es esencialmente sacramental, por medio de la
Palabra, del testimonio y de los signos visibles hechos eficaces por la gracia del Espíritu
Santo (Cfr Col 1,26-27).40

Dios hizo su amor visible en Jesucristo, que es el gran sacramento de su amor, la


alianza y, de esta forma, la ley. Y Cristo continúa presente en la Iglesia visible, como unidad
de amor y comunión en el Espíritu Santo, sacramento dotado de sacramentos para
manifestar su gracia y presencia, su amor y, de esta forma, también su voluntad salvadora.
La Eucaristía es el centro de la fe cristiana. Dirige nuestras miradas y nuestros corazones
hacia Jesús y, al mismo tiempo, hacia el Espíritu Santo: «El espíritu es el que da vida, la
carne de nada sirve. Las palabras que yo os he dicho son espíritu y son vida» (Jn 6,63).

La visión sacramental de la Iglesia influye y repercute en la visión y presentación de


toda la moral cristiana. La moral cristiana será la expresión concreta, visible, del amor del
38 CEC 1071.
39 Ibidem,n.1692.
40 Cfr. R. SCHNAKENBURG, El testimonio moral del Nuevo Testamento, Madrid 1965.

22
Padre, manifestado plenamente en la muerte y resurrección de Cristo. En el testimonio de su
unidad y amor, celebrado en la Eucaristía, revelará al mundo el amor de Dios para con los
hombres, hasta el punto de haberles dado su propio Hijo (Jn 13,34-35;17,20-21).

Mediante la fe y el bautismo el cristiano se hace hijo de Dios, partícipe de la vida de


Cristo resucitado, lleno del Espíritu Santo, miembro de la comunidad eclesial y partícipe de
la voluntad salvífica de Dios sobre el mundo: un estado nuevo, que es simultáneamente
gracia y responsabilidad, don y exigencia moral correspondiente.

La moral cristiana es la respuesta a la vocación ofrecida por Dios al hombre


mediante la gracia sacramental. La moral cristiana es, por tanto, mistérica. Consiste en
actuar lo que se es por la gracia sacramental; es el camino nuevo que se debe recorrer por
amor a Cristo encontrado en el misterio sacramental; es la exigencia de completar,
actualizandolo en la vida cotidiana, el misterio pascual celebrado en los sacramentos; es la
tensión hacia la santidad en virtud de la justificación sacramental recibida.

La moral cristiana, por ser mistérico-sacramental, no se reduce a un conjunto de


deberes impuestos desde fuera, sino que consiste en con-vivir en Cristo el propio paso
pascual hacia el Padre; consiste en la llamada a sintonizar la propia existencia, traducida
en los actos diarios de la vida, con el Espíritu del Señor recibido en el sacramento; consiste
en el testimonio de los valores proféticos y escatológicos propios de Cristo, el Señor, con
quien el cristiano convive sacramentalmente.

Esta moral mistérico-sacramental sólo es posible para las personas mediante su


inserción en Cristo, como sarmientos en la vid (Jn 15,4-5); presupone como raíz el don, la
gracia de Dios (Gál 1,12). Como principio de esta moral no está el esfuerzo personal del
hombre, sino la gracia sacramental.

-MORAL PASCUAL

La moral cristiana es una moral pascual. La resurrección de Cristo inaugura una


nueva generación de hombres y una nueva ética, irreductible a toda otra ética, distinta de la
ética griega y de la ética judaica.

Los griegos y los judíos tenían cada uno su moral: una dictada por la razón y otra
impuesta por Dios en el Sinaí. La ética griega es un humanismo, una búsqueda de la
perfección según el orden de la razón. El hombre griego no reconoce mas que las leyes de la
naturaleza, que le dicta su razón. No se somete mas que a sí mismo, pero, al no renunciar a sí
mismo para abrirse a la potencia redentora de Dios, sucumbe a las leyes de este mundo. La
ley cristiana no es esta ley natural. Jesús sólo se refiere a ella para transcenderla (Cfr Mt
5,47). Según San Pablo, ésta sólo puede llamarse ley por analogía: se puede decir que los
gentiles son ellos mismos ley de sí mismos (Rm 2,14), pero en realidad están sin ley (Rm
2,12; 1Cor 9,21). El Apóstol contradice su ideal y le relega al orden de la carne enferma y
condenable (Cfr 1Cor 3,18-20).

La moral del Antiguo Testamento no se sitúa en el orden de la razón: es una


obediencia a Dios. Los imperativos de la moral natural valen para los judíos, pero les son
impuestos por Dios. Toda la ley judía, tanto moral como ritual, es la ley del Sinaí. El hombre
del Antiguo Testamento obedece a un principio exterior, a Dios, que le impone sus preceptos
desde la cima del Sinaí: es un esclavo de Dios (Cfr Gál 4,21ss).

23
La moral cristiana es, también, una moral de sumisión a Dios. Toda la vida cristiana
consiste en «la obediencia a la fe» (Rm 1,5), en la esclavitud de Dios y su justicia (Rm 6,16-
18). San Pedro llama a los cristianos «hijos de la obediencia» (1Pe 1,14). Pero esta
obediencia no es algo extrínseco, o un imperativo exterior. En los cristianos existe una fuerza
vital, un principio interior de su vida moral. Cristo resucitado, presente en el cristiano, es el
principio de la moral cristiana. ¿No es la pertenencia al cuerpo de Cristo resucitado lo que
nos traslada de la ley a la novedad de vida y lo que nos hace dar frutos para Dios (Rm 7,16)?

La vida que anima el cuerpo de Cristo resucitado no es otra cosa que el Espíritu
Santo que, en su potencia y santidad, vivifica y santifica a todos los que están en Cristo: el
Espíritu de Cristo resucitado es la ley del Nuevo Testamento (Cfr Rm 8,2;Gál 5,18). La ley
nueva, en el cuerpo de Cristo, no es un código externo, sino una vida, una fuerza, una
realidad inmanente: el Espíritu que resucitó a Cristo de entre los muertos. Este Espíritu
mueve a los fieles (Rm 8,14;Gál 5,18); es el principio de las acciones cristianas (Cfr 1Cor
12,3); El produce los frutos de la vida cristiana: caridad, alegría, paz, paciencia, benignidad,
bondad, fidelidad, dulzura, templanza (Gál 5,22).

El ideal moral del cristiano no es el de la sabiduría y de la mística griegas, que logran


su última perfección en la gnosis divina; no consiste tampoco en la práctica heroica de las
virtudes humanas; aunque poseyera toda la gnosis y todas las virtudes, el cristiano no sería
aún nada (1Cor 13,1ss). El ideal cristiano no consiste tampoco en la justicia que confiere la
ley (Rm 3,2ss). Cristo muerto y resucitado es el ideal moral del Nuevo Testamento. A este
ideal no se tiende por una búsqueda de la propia perfección, sino por el olvido y el don de sí
mismo y por la aceptación, mediante la fe, de Cristo que, en su muerte y resurrección, ha sido
constituido nuestra « justicia y santificación» (1Cor 1,30).41

LA CARIDAD CENTRO DE LA MORAL CRISTIANA

La sacramentalidad, entendida en el sentido pleno y profundo de la palabra, nos


permite la síntesis auténtica entre religión y vida. Una moral eclesial, sacramental, acoge y
revela las instancias positivas actuales del obrar humano: interioridad, personalismo,
comunitariedad y solidaridad humana.

El Concilio ha marcado como finalidad de la moral cristiana la «exigencia de


producir fruto para la vida del mundo en la caridad» (OT 6). El Concilio, sin cons truir un
«tratado de la caridad», ha marcado la incidencia de «la gracia del amor divino» en la vida
eclesial, en la acción humana, en todos los aspectos de la condición cristiana.42

Una teología auténticamente cristiana debe estar impregnada del misterio del amor
y basada en el primado del amor. En esto hay que prestar gran atención al carácter
sacramental del amor, don del Espíritu Santo. El amor, que Dios nos comunica, tiende
dinámicamente hacia el testimonio, es decir, hacia su visibilización salvadora, hacia una
encarnación en todas las condiciones de la vida. Esta presentación de la moral insiste en el
amor como don y en el fruto que este don tiende a producir en el hombre unido a Cristo para
la vida del mundo. El amor no es, ante todo, un deber, sino un don, que, precisamente por ser
don, implica el compromiso más total y generoso.

41 Cfr. T. GOFFI, Morale pascuale, Brescia 1968.


42 Cfr. el discurso de Pablo VI, en la apertura de la cuarta sesión, en el que hace el balance del Concilio,
como una esperanza para el trabajo de la última sesión, AAS 57(1965)799-803.

24
En este sentido, la Iglesia se entiende a sí misma como el pueblo de Dios presente en
la historia humana; como la levadura en la masa; como sal que, al disolverse, muestra su
fuerza; como luz, que agota su sentido iluminando. Toda la acción del pueblo de Dios
prolonga, en el tiempo y en el espacio, la encarnación de Cristo, que «se despojó a sí mismo,
tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres» (Flp 2,7). En otras
palabras, hace presente en el mundo, visible y eficazmente, el misterio pascual de Cristo (Cfr
GS 40 y 42). Este carácter sacramental de la presencia de la Iglesia en el mundo lo subraya
la LG: «Cada fiel debe ser en el mundo un testigo de la resurrección y de la vida del Señor
Jesús y un signo del Dios vivo. Todos juntos y cada uno de por sí deben alimentar al mundo
con frutos espirituales (Gál 5,22) y difundir en él el espíritu de que están animados los
pobres, mansos y pacíficos, a los que el Señor en el Evangelio proclamó bienaventurados
(Mt 5,3-9). En una palabra, lo que el alma es en el cuerpo, eso han de ser los cristianos en el
mundo» (LG 38).

Fiel al Concilio, el Catecismo de la Iglesia Católica, en su introducción a la tercera


parte, señala que Jesucristo es la referencia primera y última de la catequesis moral. Y
especifica como características de la moral cristiana o de la "vida nueva" en Cristo (Rom
6,4):

-una catequesis del Espíritu Santo, Maestro interior de la vida según Cristo, dulce huésped del alma
que inspira, conduce, rectifica y fortalece esta vida.

-una catequesis de la gracia, pues por la gracia somos salvados, y también por la gracia nuestras obras
pueden dar fruto para la vida eterna.

-una catequesis de las bienaventuranzas, porque el camino de Cristo está resumido en las
bienaventuranzas, único camino hacia la dicha eterna a la que aspira el corazón del hombre.

-una catequesis del pecado y del perdón, porque sin reconocerse pecador, el hombre no puede conocer
la verdad sobre sí mismo, condición del obrar justo, y sin el ofrecimiento del perdón no podría soportar
esta verdad.

-una catequesis de las virtudes humanas, que haga captar la belleza y el atractivo de las rectas
disposiciones para el bien.

-una catequesis de las virtudes cristianas de fe, esperanza y caridad que se inspire ampliamente en el
ejemplo de los santos.

-una catequesis del doble mandamiento de la caridad desarrollado en el Decálogo.

-una catequesis eclesial, pues en los múltiples intercambios de los "bienes espirituales" en la
"comunión de los santos" es donde la vida cristiana puede crecer, desplegarse y comunicarse. (n.1697)

III. BREVE HISTORIA DE LA TEOLOGIA MORAL

En su deseo de renovación de la Iglesia y de la vida de los cristianos, el Vaticano II se


propuso volver a las fuentes, a sus orígenes. Por ello, para entender mejor el sentido de esta
renovación, puede ayudar hacer una breve historia de la Eclesiología y de la Teología moral,
que recorren un camino paralelo. La Teología moral, como ciencia separada, independiente
de las demás disciplinas teológicas, con un fin en algún sentido distinto, ha surgido hace
pocos siglos.

La vida y la reflexión teológica se influyen y condicionan. Con la forma de la Iglesia


real, que cambia, cambia también la teología, que da expresión al concepto de la Iglesia. Es

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condición esencial a toda la realidad de la Iglesia el caminar en el tiempo y en el espacio, fiel
a su ser y misión permanentes, pero sujeta a la relatividad de la historia. Su realización
concreta, sin traicionar el ser y misión recibidos de Cristo, está siempre abierta a nuevas
configuraciones reales según el imperativo de cada época histórica.

-LOS SANTOS PADRES

Los padres apostólicos escriben pensando en la comunidad cristiana; pretenden la


edificación de dicha comunidad. Consideran a la Iglesia unida a la persona de Cristo, como la
prolongación sacramental de sus acciones salvíficas. Los padres apologistas, en cambio,
elaboran su concepto de Iglesia frente al Estado que persigue a la Iglesia y con vistas a
impugnar las herejías. En una época posterior, en que la Iglesia vive en armonía con el
Estado, el emperador pasa a ser considerado como enviado de Dios, defensor de la Iglesia
contra los herejes e incrédulos. Los escritores formados en la filosofía neoplatónica griega
ven a la Iglesia como maestra de la verdad. Mientras que los teólogos que viven en contacto
con la filosofía popular romana, estática, de tendencia más bien práctica, ven principalmente
a la Iglesia como sociedad jurídica con su autoridad y leyes precisas...

Esta visión eclesial tiene su reflejo en la moral. La Teología moral de las primeras
generaciones cristianas es aquella parte de la catequesis y de la predicación que enseña a los
cristianos la responsabilidad de su nueva dignidad. El fin de la Iglesia es la predicación
misionera o evangelización, es decir, el anuncio global del misterio de Cristo en vistas de la
conversión. Sigue la catequesis, que detalla los elementos de la fe y de la vida cristiana. Y en
tercer lugar, la didascalía que consiste en una enseñanza superior de profundización y
análisis del misterio de Cristo. La moral se presenta de una manera sumamente simple,
ocasional, sin pretensiones literarias ni filosóficas. Los Padres se limitan a transmitir la
herencia recibida, sin preocuparse de presentar un sistema de doctrina organizada. Así
aparece en la primera obra del género, la Didakhé, que, con la doctrina de «los dos
caminos», muestra a los cristianos cómo deben alejarse de la vía del mal para elegir la vía del
bien.

Pero, cuando la Iglesia entra en contacto con el mundo de los filósofos, aparece en la
comunidad cristiana una problemática nueva, modos de pensar y métodos nuevos. El
cristianismo debe dar una respuesta a las críticas que se le hacen. Los Padres apologistas
deben contrastar la vida cristiana con los vicios paganos del mundo en que viven insertos.
Clemente de Alejandría y Orígenes, en Oriente, y, más tarde, Ambrosio de Milán y Agustín,
en Occidente, servirán de intermediarios entre la filosofía griega y la revelación cristiana.
Completará esta tarea san Gregorio con su obra «Moralia in Job», que, como obra de un
auténtico romano, está directamente orientada a la vida práctica.

Pero en todos estos escritos, destinados a la predicación y a la catequesis, no se


encuentra una disciplina moral científica, sino una doctrina práctica, elaborada a partir de la
Sagrada Escritura y de la filosofía platónica y estoica, en la que se armonizan los preceptos
estrictamente morales y las exigencias de la perfección evangélica. Bajo la influencia de san
Gregorio, más tarde, se compondrán infinidad de cursos, se harán resúmenes y adaptaciones
de su obra. Este Papa será la «autoridad» en Teología moral hasta los siglos XII y XIII.

-LOS LIBROS PENITENCIALES

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Pero en estos siglos nos encontramos con una novedad de suma importancia para el
desarrollo posterior de la Teología moral. Se trata de la aparición de los libros penitenciales.
Los libros penitenciales son una producción característica de los siglos VI-XI. Su aparición
está ligada a un cambio radical operado en la configuración de la Iglesia. Ha pasado la época
de las persecuciones. Grandes masas de paganos han entrado en la Iglesia, sin apenas haber
sido evangelizados, sin un serio catecumenado, sin una conversión auténtica. Por otra parte
en la Iglesia entra la mentalidad del derecho germánico y el pecado comienza a ser
considerado de un modo legalista, como una falta a una serie de preceptos. El perdón de los
pecados no se dará a través de un camino de conversión, sino por medio de la expiación. La
administración de la Penitencia cambia radicalmente. En lugar de la antigua Penitencia
«canónica», administrada públicamente y bajo la autoridad del Obispo, se introdujo -y llegó a
prevalecer- el modo privado y frecuentemente reiterable de conferir este sacramento:
confesión de los pecados hecha privadamente al sacerdote, imposición de una satisfacción y
absolución (a veces anticipada) por parte del sacerdote. Esta práctica se divulgó en conexión
con la actividad misionera de los monjes Irlandeses y Escoceses, bajo la guía de san Colum -
bano (+ 615). Para ayudar a los sacerdotes en este ministerio se compilaron los libros
penitenciales y se difundieron rápidamente en Francia, Alemania y España. El clero los
aceptaba calurosamente.

Al principio se trató de simples colecciones de cánones, tomados de Sínodos y


Concilios anteriores o de otros escritos de los Padres. No presentan un sistema moral cien-
tífico teológico. Se limitan a enumerar a modo de elenco cada uno de los pecados que pueden
cometerse, añadiendo a cada uno de ellos las penas y satisfacciones (mortificaciones, ayunos,
limosnas expiatorias, peregrinaciones) que el confesor había de imponer al penitente. Dada la
ignorancia general del clero, no se podía confiar en el juicio individual de los confesores. Por
ello se recurrió a la determinación pormenorizada de las diversas especies de pecados graves.
Los libros, por lo demás, no contenían teoría alguna sobre la imputabilidad moral, y las
soluciones prácticas eran frecuentemente reflejo de las normas externas de las leyes célticas y
germanas. Se trata, pues, de simples elencos de pecados con la respectiva tarifa de
penitencias.

-LAS «SUMMAE CONFESSARIORUM»

En los siglos XI y XII los libros penitenciales fueron incorporados a diversas


colecciones canónicas, como al «Decretum» de Bucardo, entrando a formar parte de las
fuentes y literatura del derecho eclesiástico. Los canonistas corrigieron y pulieron los
esfuerzos peor elaborados de los penitenciales originales. De este modo los primeros libros,
que contenían una teología moral al menos casuística, pasaron ya desde su origen a ser
competencia de los canonistas. Este hecho ha tenido una gran importancia en la evolución de
la Teología moral, pues los canonistas los interpretaron, evidentemente, según los principios
y criterios jurídicos.

Además, cuando aparecieron los nuevos tipos de «Libri poenitentiales», las


«Summae confesariorum» de los siglos XIII y XIV, sus autores eran, de ordinario
canonistas. En estos siglos, Franciscanos y Dominicos, de cara a las nuevas exigencias
pastorales, sintieron la necesidad de elaborar nuevos libros como manuales para los
confesores. Pues, desde que fueron escritos los libros penitenciales, no sólo había cambiado
la vida y la cultura del pueblo cristiano, sino que tanto los Concilios como los Romanos
Pontífices habían promulgado nuevas leyes eclesiásticas. De estas necesidades surgieron las
«Summae confessariorum», entre las que sobresalen la Summa de San Raimundo de

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Peñafort, la Summa Monaldina, Joannina, Esfordiensis, Artesana, Pisanella, Angelica y la
Sylvestrina. Algunas de estas Summas -las más breves- sólo contenían elencos de pecados y
penas, como los anteriores libros penitenciales; otras, más amplias, proponían también los
principios teóricos del Derecho. A todas ellas era común, sin embargo, el hecho de que las
cuestiones morales eran tratadas casuística y jurídicamente para un uso fácil de los
confesores. Los autores, como ya he dicho, eran casi siempre canonistas. De estas Summae
dependerán en gran parte los manuales de Teología moral hasta el Vaticano II.

-LA MORAL UNIDA AL DOGMA

En estos mismos siglos XIII y XIV, comenzó a cultivarse también la Teología moral
como ciencia teórica en las florecientes escuelas de teología dogmática. Pero los grandes
escolásticos anteriores a Santo Tomás -Pedro Lombardo, San Alberto Magno, Alejandro de
Hales, San Buenaventura- no asignan a la Teología moral un puesto especial dentro de su
sistema. Incluyen las cuestiones de moral en los tratados de la creación, de la caída del
hombre, de la Encarnación o de los sacramentos. Para ellos toda la teología es un tratado
conjunto de Dios. Por ello exponen las verdades reveladas, no como pura contemplación,
sino de manera que estimulen la fe y el amor con todos sus frutos. Así el dogma católico y la
teología moral aparecían íntimamente unidos.

En Santo Tomás la ciencia de la moral cristiana continúa formando parte indivisa de


la ciencia dogmática. En el prólogo a la Summa expone el esquema de su visión teológica,
mostrando el lazo de unión de la Teología moral con la totalidad de su sistema teológico (en
realidad él no conoce la expresión «Teología moral», piensa simplemente en la teología): «El
objeto principal de la sagrada doctrina es comunicar el conocimiento de Dios, y no sólo
considerado en sí mismo, sino también en cuanto es principio y fin de las cosas, especialmen-
te de la criatura racional... Por eso trataremos primeramente de Dios (pars I); segundo, del
movimiento de la criatura racional hacia Dios (pars II); y, tercero, de Cristo, el cual, por su
humanidad, es el camino por el que debemos tender a Dios (pars III)». El centro alrededor del
cual gira toda su exposición teológica es Dios. La Teología moral se integra en la unidad
interna de su visión teológica por la idea de la creación y su finalidad, por la idea del hombre
imagen de Dios y por la consideración de Cristo como camino hacia Dios.

-LA MORAL COMO CIENCIA INDEPENDIENTE

Este estado de cosas, con la parte teórica de la moral unida al dogma, y con la
casuística, o moral práctica, asociada al Derecho canónico, llegó a su fin en el siglo XV. Por
razones de orden práctico la Teología moral se disoció del Dogma y del Derecho canónico y
comenzó a existir como disciplina independiente. La atmósfera de cambio del renacimiento,
las instituciones políticas con rumbos nuevos, la transformación de los sistemas económicos,
ejercieron su influencia. La Teología moral se sintió solicitada por muchas cuestiones nuevas.
Las ideas morales estaban cambiando debido al humanismo y al descubrimiento de la
literatura antigua. La modestia y las costumbres piadosas eran sustituidas por los deseos
libidinosos enseñados y exaltados por los autores antiguos redescubiertos. Los dictámenes del
egoísmo y del individualismo se oponen a las ideas medievales del honor personal, de la
virtud de la fidelidad, de la lealtad, de la sinceridad deducidas del Evangelio y alimentadas
por las instituciones feudales. Esto exigió a los moralistas una revisión del tratado de los
mandamientos 5º, 6º y 8º del Decálogo, que respondiese a las nuevas necesidades. Por otra
parte, el florecimiento del comercio cambiaba las leyes de la economía y ya no bastaba el

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Derecho medieval simple y poco desarrollado. Hubo de ser sustituido por el Derecho
Romano, mucho más evolucionado y perfecto. El Derecho Romano influiría profundamente
en el tratado clásico «De iure et iustitia».

Así surgió la Teología moral como disciplina independiente, en la forma que ha


llegado hasta nosotros. Es evidente el enorme influjo de los canonistas subyacente en su
elaboración. Este influjo se acentuó en los siglos XVII y XVIII, con ocasión de las
discusiones teológicas en torno al Jansenismo y al Probabilismo. Pues, prescindiendo de la
verdad y diversidad de las opiniones de los diversos sistemas, una cosa es clara y es que la
discusión se sostuvo en grandísima parte en el plano jurídico; se trataba, en definitiva, de
señalar el sentido y amplitud de la ley. Y por ambas partes la discusión se llevaba con el
auxilio de los principios jurídicos y puramente racionales.

Como dice I. Zeiger, tres elementos han influido en el origen y formación de la


Teología moral, según aparece en su evolución histórica: «el casuísmo, para servir a las
necesidades prácticas de los confesores; el filosófico, basado en el sistema filosófico
aristotélico-escolástico; y el jurídico, con su origen en la ley civil y eclesiástica».

-LAS «INSTITUTIONES THEOLOGIAE MORALIS»

Bajo la influencia de esta triple herencia surgieron las «Institutiones Theologiae


Moralis», que constituyen el tipo de libros de moral prevalente durante los tres últimos siglos.

El Concilio de Trento, preocupado por la formación de los sacerdotes, decide la


creación de los seminarios donde se dé una enseñanza teológica conveniente para el
ministerio pastoral. No se podía imponer a los sacerdotes que siguieran los cursos de teología
que se daban en las universidades. Eran demasiado largos y difíciles para la mayor parte de
ellos; en ellos se preocupaban demasiado de cuestiones abstractas y especulativas, sin
interesarse por los problemas concretos que encontrarían los sacerdotes en su ministerio
parroquial, en la dirección de las conciencias y en la administración del sacramento de la
Penitencia. Era, pues, necesario crear una clase nueva de manual de Teología moral... A esta
necesidad quieren responder las «Institutiones Morales», que tuvieron un éxito enorme y han
persistido hasta el Vaticano II.

-MANUALES DE TEOLOGIA MORAL

Hacia el año 1600, el jesuita Juan Azor compone el primer manual de Teología
moral, que respondiese a estas exigencias, titulado «Institutiones morales». Expone la
Teología moral según esta finalidad: establecer brevemente los principios fundamentales de
esta ciencia, y examinar a continuación a su luz todos los problemas prácticos -los «casos» de
conciencia-, que puedan presentarse a los sacerdotes, especialmente en el ministerio de la
confesión. Ordena la materia siguiendo el orden de los mandamientos de Dios, de la Iglesia y,
finalmente, de los siete sacramentos... Este género de manuales le seguirán P. Laymann
(1575-1635), Lugo (1583-1660), H. Bausembaun (1600-1668)..., hasta llegar a san Alfonso
de Ligorio, el príncipe de los teólogos moralistas. 43

43 San Alfonso merecería una consideración especial y más detallada; me remito a los estudios de D.
CAPONE, Discussioni e note di S. Alfonso en los números de Studia Moralia de 1964, 1965 y 1966, con la
bibliografía allí aportada.

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Herederos de esta moral son los manuales del siglo pasado y primera mitad de este,
que aún a nosotros nos ha tocado estudiar. 44 Están concebidos según el modelo de San
Alfonso. Proponen la doctrina según el mismo esquema, aunque no siempre con el mismo
espíritu.

A pesar de sus insuficiencias teóricas, hay que reconocer a esta moral, y a la


mentalidad que ha formado, un valor real. El pensamiento y la vida de grandes hombres, de
santos, como san Alfonso, el más célebre representante de los moralistas, prueban que esta
moral podía realmente alimentar y guiar una vida cristiana. Al pedir el Vaticano II que se
"perfeccione la Teología moral", no niega su valor, aunque sí manifiesta su inadecuación con
las exigencias del hombre de hoy y con la nueva visión de la Iglesia. Esta renovación de la
Teología moral, hecha mediante una vuelta a las fuentes, nos lleva a considerar de nuevo la
Teología moral unida a toda la teología, como la presentaron los Padres Apostólicos y como
la presentó Santo Tomás, a quien el Concilio y Juan Pablo II siguen proponiendo como
Doctor de la Iglesia, cuya enseñanza sigue siendo válida.

A la luz de esta unidad entre fe y vida, teología y moral, presentaré las dimensiones
fundamentales de la Iglesia, según la presenta el Vaticano II, con sus exigencias para una
vida moral correspondiente: dimensión cristocéntrica, pneumatológica, sacramental y
escatológica.

2. DIMENSION CRISTOCENTRICA DE LA IGLESIA


Y DE LA MORAL CRISTIANA

I. CRISTO, CENTRO ACTUAL DE LA IGLESIA

Ya desde el comienzo, la constitución sobre la Iglesia adopta explícitamente una


perspectiva cristocéntrica (n. 1), perspectiva que no cesará a lo largo de toda la exposición.
La Iglesia tiene la profunda conciencia de que no es ella, sino su divino Fundador, quien
irradia la luz sobre las naciones. Pero ella sabe también que esta irradiación llega a toda la
humanidad reflejándose en su rostro, y de este modo baña a los hombres en la claridad, que
sólo brota de Dios. Es lo que afirma San Pablo en su texto sobre la gloria trasformante del
Señor: «Mas nosotros todos, con el rostro descubierto, reverberando como espejos la gloria

44 Una lista de los Manuales más difundidos y datos sobre ellos puede verse en A. VALSECCHI, Verso un
rinnovamento della teologia morale, La Scuola Cattolica 89(1961)125-143.

30
del Señor, nos vamos trasformando en la misma imagen, de gloria en gloria, conforme a
como obra el Espíritu del Señor» (2Cor 3,18).

La Iglesia trasmite esta luz a los hombres con la predicación de la Buena Nueva a
toda criatura: perspectiva ilimitada impuesta por la universalidad de la misión redentora de
Cristo. Así el Concilio manifiesta abiertamente que el fin único de la Iglesia es la gloria del
Señor. La Iglesia no se coloca, pues, a sí misma en el sitio del Salvador.

La Iglesia existe desde Cristo y en Cristo. La Iglesia es, no sólo efecto de un remoto
acto fundacional de Cristo, sino «su actual emanación misteriosa, su continuación terrestre». 45
El es no sólo fundador sino cabeza real, aunque invisible, de la Iglesia, que es así el cuerpo
animado por El y que recibe de El vida y acción: «Cristo es nuestro origen, Cristo es nuestro
jefe y camino, Cristo es nuestra esperanza y nuestro fin». 46 La Iglesia -según la herencia
mejor de la antigua y de la actual teología oriental-, por la Eucaristía y el Espíritu, prolonga
la encarnación y obra redentora de Cristo; prolonga la acción divinizante de Cristo que,
insertándose en la carne humana, insertó al hombre en la vida divina.

La Iglesia es la pervivencia pneumática de la encarnación, redención y amor


vivificante de Cristo a la humanidad de entonces y a la humanidad de siempre.
Expresamente dirá la LG que la Iglesia vive en una total referencia a Cristo, no sólo de
origen, sino de perduración: «La Iglesia, en la cual el divino Redentor realiza la salvación»
(n. 54). No es la Iglesia «Lumen Gentium» (n. 1), sino Cristo, dirá al inicio, citando a San
Cipriano.47 La Iglesia no tiene luz propia, sino que cual luna misteriosa junto al sol, tiene
que devolver reflejada hacia los hombres la claridad de El, que resplandece en su rostro. 48
Pura trasparencia, porque, desapareciendo, posibilita ver a Cristo, presencia viviente en
ella; forma personal a quien tiene que conformarse; cabeza del cuerpo único, que ambos
forman (n. 7). La Iglesia no es eclesiocéntrica, sino cristocéntrica. No es ella, sino Cristo,
luz-camino-vida del mundo. La Iglesia no gira en torno a su voluntad, sino en torno a la
persona de Cristo. Su acción es obediencia. Su existencia es fidelidad. Su vivir es re-vivir a
El.49

COMUNION VITAL ENTRE CRISTO Y LA IGLESIA: IMAGENES BIBLICAS

Este ser de la Iglesia supone y expresa la comunión vital entre Cristo y la Iglesia. La
LG lo afirma de múltiples formas, a través de las imágenes bíblicas. Con San Juan escogerá
la vieja imagen bíblica de la «viña del Señor» (Cfr Jr 2,25;Is 61,1-4;5,1-7), para decir:
«Cristo es la verdadera vid que da la vida y la fecundidad a los sarmientos, es decir, a
nosotros que por medio de la Iglesia permanecemos en El y sin El nada podemos hacer (Jn
15,1-5» (n.6).50

45 Pablo VI, Apertura de la 2ª sesión, AAS 55(1963)847.


46 Ibidem.
47 De unit. Eccl., 3;PL 4, c.497.
48 «La Iglesia muriendo, dando a la luz, brillando, la Iglesia como esposa, madre y reina, la Iglesia en sus
relaciones con Cristo, con la gracia y con la resurrección de la carne, éste es el contenido del dogma patrístico
de la Iglesia, sacado de la simbología de la luna». H. RAHNER, L'Ecclesiologia dei padri, Roma 1971, p.152.
49 Cfr. O. GONZALEZ, La nueva conciencia de la Iglesia y sus presupuestos histórico-teológicos, en G.
BARAUNA, La Iglesia del Vaticano II, Barcelona 1966, p.249-278. Cfr CEC 426-428.
50 Sobre esta imagen de la viña está escrita toda la exhortación de Juan Pablo II: Christifideles laici. Y en el
CEC sobre las imágenes de la Iglesia, cfr n.753-757.

31
Con San Pablo, llamará a la Iglesia «Cuerpo de Cristo» (n.7). En sus primeras
cartas, a los corintios y a los romanos, San Pablo, con la imagen del «cuerpo», expresa la
unidad y pluralidad de una sociedad multiforme, que persigue un único objetivo (1Cor
12,12-31;Rm 12,4-14). En ambas cartas llega a la misma conclusión: «sed unánimes entre
vosotros» (Rm 12,16;1Cor 12,24-26). De aquí que también esta descripción del cuerpo único
de Cristo aparezca espontáneamente en el bello canto sobre el supremo don del Espíritu, el
amor que informa a la Iglesia (1Cor 14,12). Con esto el Apóstol no quiere decir otra cosa
sino que nosotros, en la Iglesia, formamos todos juntos un pueblo, y que este pueblo
cristiano, con la diversidad de gracias recibidas y de los ministerios que le han sido
confiados, pertenece sólo a Cristo, es regido sólo por Cristo y es animado y llevado por su
único Espíritu (1Cor 12,4-6).

En las epístolas posteriores, especialmente en las dirigidas a los efesios y a los


colosenses, San Pablo da un paso más hacia adelante. Advierte expresamente que el mismo
Cristo es la cabeza de este cuerpo; que la Iglesia, como cuerpo, está unida a aquella Cabeza
y que forma con ella el Cristo total (Col 1,18-19). 51 "La Iglesia vive de la palabra y del
cuerpo de Cristo y de esta manera viene a ser ella misma Cuerpo de Cristo". 52

También pertenece a esta concepción cristocéntrica la profunda teología de la


Iglesia como «pleroma de Cristo». Así como en Cristo está la plenitud de la divinidad, o sea,
del Padre, también la Iglesia es la plenitud de Cristo (Ef 1,22-23;4,11-16). 53comunidad
sobrenatural. La Iglesia no es una species del genus sociedad. Tampoco la definición «pueblo de Dios» es
adecuada, como no lo es la definición medieval congregatio fidelium. Todas estas definiciones dejan en silencio
el punto más importante, o sea, que Cristo es, El mismo, la humanidad reunida en Dios. El pueblo de Dios es el
cuerpo del Señor: en La misión de la Iglesia, Salamanca 1971, p.175-179. J. Ratzinger propone como definición
de la Iglesia: «La Iglesia es propiamente el pueblo de Dios que existe como cuerpo de Cristo», citado por H.
MÜHLEN, El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca 1964.
El pueblo de Dios es el Cuerpo de Cristo. Desde la resurrección de Cristo la Iglesia
es el cuerpo de Cristo. Cuando el plan de salvación sobre el pueblo de Dios se realiza en
Cristo, este pueblo se convierte en el cuerpo de Cristo. El Espíritu de Cristo se da a la
Iglesia porque es su cuerpo. Así un mismo Espíritu anima a todo el cuerpo: cabeza y
miembros. La LG dice: Cristo «nos concedió participar de su Espíritu, que siendo uno en la
cabeza y los miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo mueve, que su oficio
pudo ser comparado por los santos Padres con la función que ejerce el principio de vida o el
alma en el cuerpo humano» (n.7).54

San Pablo amplía la imagen del cuerpo, al mismo tiempo que la corrige bajo un
cierto aspecto, con la imagen de la Iglesia como Esposa de Cristo. En el Antiguo
Testamento, la alianza de Dios con Israel fue a menudo cantada bajo la forma del amor
conyugal. Oseas inaugura este tema y Ezequiel lo desarrolla en la bellísima narración de un
rey que en el desierto encontró a una doncella desamparada, la tomó como esposa y la
atavió, y cuando ella, al igual que el pueblo de Israel, se dio a la prostitución -idolatría y
apostasía-, el rey, a pesar de sus pecados, la perdonó (Ez cap. 16 y 23). 55

51 Cfr. L. BOUYER, L'Eglise de Dieu, Corps du Christ et Temple de l'Esprit, París 1970.
52 CEC 752.
53 Por esto, como dirá E. SCHILLEBEECKX, la definición de la Iglesia como comunidad, bien sea en el
sentido de societas, de sociedad visible, o bien de communio, comunidad de vida en la que cada uno vive para los
demás y no para sí mismo, no es del todo exacta; y no basta para corregirla añadir que la Iglesia es una

54 Cfr. J. RATZINGER, El nuevo pueblo de Dios, Barcelona 1972.


55 Cfr CEC 796.

32
San Pablo ha aplicado a la Iglesia este tema nupcial en la carta a los efesios (5, 21-
33), donde, ante todo, pretende manifestar el «gran misterio» del amor y unidad «de Cristo y
la Iglesia»; y también en la segunda carta a los corintios (11,2-3). Cristo es el esposo fiel
que purifica y santifica a la esposa pecadora, embelleciéndola y haciéndola casta. Por
medio de la Eucaristía se ha hecho alimento de su esposa, carne de su carne, para no formar
con ella más que «una sola carne».

La imagen de la esposa subraya un aspecto del misterio de la Iglesia, que se había


olvidado a veces en la eclesiología: la distinción entre Cristo y la Iglesia, conservando la
íntima unión que los une. Pues, a fuerza de insistir sobre la identidad entre Cristo y la
Iglesia, se corría el riesgo de caer en una especie de monofisismo eclesiológico, según el
cual el cuerpo místico prolongaría de tal modo a Cristo, que sería una pura y simple
sustitución de El durante el tiempo de su ausencia. La LG repite que la Iglesia es la esposa
del Señor, compuesta de hombres llamados y justificados, pero pecadores: "Santa por la
gracia y el Espíritu, que habita en ella, se debe, sin embargo purificar y renovar
constantemente. Así, consciente de la condición peregrina, lejos del Señor (2Cor 5,6),
camina en la tribulación hasta que aparezca con su Señor en la gloria (Col 3,1-4)". (LG 6).

La imagen de la esposa subraya la iniciativa de Dios. El es el que ha amado primero


y ha escogido a su esposa. Y El sigue siendo fiel a pesar de las infidelidades de ella. Los
Padres de la Iglesia insisten en el cambio realizado por Cristo. Antes la Iglesia era una
meretriz; Cristo ha hecho de ella una virgen casta.

Esta imagen pone de relieve también el carácter interpersonal de las relaciones


entre Cristo y la Iglesia, mejor que la imagen del pueblo-comunidad, y mejor que la imagen
del cuerpo y sus miembros. Subraya el carácter de libertad en el amor y de reciprocidad en
el don. Insiste en la libre respuesta de la esposa al amor del esposo. Al amor de iniciativa de
Dios responde el amor libre y agradecido de la Iglesia.

Y, finalmente, esta imagen resalta los dones permanentes del esposo a la esposa:
Evangelio, Sacramentos y, sobre todo, su Espíritu, que la permite permanecer fiel. «La
Iglesia es fiel gracias al Espíritu de Dios que la anima; Cristo glorificado es el que la ha
amado y el que sigue amándola sin que sea posible jamás un fallo, ni por su parte ni por
parte de la novia-esposa» (Cerfaux). La Iglesia, en este mundo, tendrá siempre necesidad de
purificarse, pero, gracias al don del Espíritu de Cristo, jamás llegará a traicionar a su
esposo. Ya que Cristo ama a la Iglesia; su esposa, como su propio cuerpo, está unida
indisolublemente a El. El esposo y la esposa ya no se separarán más. Los miembros pueden
substraerse libremente a la influencia vivificante del Espíritu, como la enfermedad puede
afectar a un miembro del cuerpo humano, pero nada es capaz de separar al esposo de la
esposa.

LA IGLESIA CONTINUA LA MISION DE CRISTO

La Iglesia, unida vitalmente a Cristo, no existe, pues, para sí misma. Existe para
Cristo y, en consecuencia, para los hombres. Debe continuar la misión de Cristo, que ha
venido para salvar a los hombres. No son los hombres quienes deben venir hacia ella. Ella
debe ir hacia los hombres, como hizo Cristo. Es la perspectiva nueva de la Iglesia abierta a la
humanidad.

-Misión de servicio

33
Cristo es el Siervo de Dios y, por lo mismo, el servidor de los hombres. La voluntad
del Padre, el plan de salvación del Padre, está en el centro de la existencia de Cristo, es el
móvil de su vida, su alimento, su inspiración, su misión y su gloria. Encarnado a causa de
esta voluntad del Padre, Cristo no vive para sí, sino para la misión recibida del Padre.

La Iglesia, penetrada del Espíritu de Cristo, prolonga el misterio de Cristo siervo.


Vive en el mundo, hasta la Parusía, al servicio del designio de salvación del Padre. El
Concilio ha insistido repetidamente sobre esta actitud de «servicio» de la Iglesia. En Cristo
Servidor, ella vive no para buscar su propia gloria e intereses propios, sino la gloria e
intereses de «Aquel que ha enviado» y resucitado a Cristo. La Iglesia no vive para sí. Ella es
el lugar de la «koinonía», de la comunión con el Padre y con los hombres. En esta etapa
peregrinante de su misterio, en la medida en que interioriza esta comunión con el Padre, se va
dejando penetrar y mover por el designio del Padre y despojándose de lo que no esté ligado a
este designio. Con Cristo debe esforzarse por no buscar otra cosa más que el servicio al plan
de amor de Dios Padre. No se preocupará de sí misma más que en la medida en que este plan
ya se realiza en ella en su ser de comunión y caridad. Por ello, no ha de defender sus propios
intereses ni reivindicar sus derechos ante el mundo más que cuando la voluntad del Padre esté
comprometida más allá de ella misma.

Esta comunión significa comunión y respuesta a la llamada de Dios, que quiere


salvar a todos los hombres, hasta el punto de no haber dudado en darles su propio Hijo
Unigénito.

Esta conciencia de servicio al plan de salvación del Padre suscita en la Iglesia su


tensión misionera. Ya la primera frase de la LG define su orientación misionera: «Siendo
Cristo la luz de las gentes, este sagrado concilio, reunido en el Espíritu de Cristo, desea
ardientemente iluminar a todos los hombres con su claridad que resplandece sobre el rostro
de la Iglesia, anunciando el Evangelio a toda criatura (Cfr Mc 16,5)» (n. 1). Después define a
la Iglesia como sacramento, es decir, como «signo e instrumento de la unión íntima con Dios
y de la unidad de todo el género humano...; éste es su ser y su misión universal» (n. 1). Esta
misión de evangelización universal vendrá después formalmente enunciada en los números
16 y 17, y concluye con la afirmación vigorosa de la tensión misionera de todo el pueblo de
Dios hacia la plenitud escatológica. Debido a la presencia activa de Cristo en su seno, «la
Iglesia ora y trabaja al mismo tiempo para que el mundo entero se trasforme plenamente en
Pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo y para que en Cristo, cabeza
universal, se tribute todo honor y gloria al Creador y Padre de todo» (n. 17).
La Iglesia cumple este servicio, fiel a su misión, en el amor universal a los hombres.
Lo proclamaba así Pablo VI en la apertura de la cuarta sesión del Concilio: «La mutua
caridad se ha manifestado y sigue manifestándose aquí de tal modo que ésta será la gran
peculiaridad de este concilio ante la historia presente y futura. En esto encontrará respuesta el
que quiera descubrir la Iglesia de nuestro tiempo, tan crucial y tan crítico. ¿Qué es lo que
hizo, se preguntará, en aquellas circunstancias la Iglesia? Amó, se le responderá. La Iglesia
amaba con ánimo pastoral... Amaba con espíritu misional... Amaba con amor ecuménico...
Amaba con amor universal, abarcando, incluso, a los que atacan a Cristo y a la Iglesia». 56

Cristo hace su aparición en el mundo como gran sacerdote, rey y profeta de la nueva
alianza. Como sacerdote, rey y profeta, El continúa en su Iglesia. Hace participar al pueblo
de Dios de su sacerdocio, de su misión profética y de su misión real. 57

56 AAS 57(1965)799-803.
57 Cfr CEC 783-786.

34
-Misión sacerdotal

"Para continuar su misión de salvación, Cristo, sacerdote sumo, se eligió un pueblo


sacerdotal, pueblo consagrado que, en la diversidad y común acción de presbíteros y laicos,
hace presente la obra redentora de Cristo en la Eucaristía y demás sacramentos, en cuya
celebración la Iglesia renace constantemente" (n. 26).

Cristo hace de su pueblo una comunidad consagrada (1Pe 2,9). En cada fiel, en cada
miembro del Pueblo de Dios, Cristo quiere continuar su misión. Todo el que entra en la
Iglesia por el sacramento del bautismo, recibe, por ese mismo hecho, esta consagración
sacerdotal.

Este sacerdocio es designado por la LG con el término «sacerdocio común» (n. 10).
Es el sacerdocio universal porque es común a todos los fieles. Sería inexacto llamarle
sacerdocio de los laicos. No es propiamente de los laicos, pues los fieles que reciben el
sacramento del Orden permanecen revestidos de este sacerdocio primordial. El mismo es
condición de toda consagración ulterior. Toda participación en el sacerdocio de Cristo no es
sino el desarrollo ulterior de esta incorporación fundamental.

La LG, antes de hablar de la jerarquía (c.3), trata de todo el pueblo de Dios y de su


sacerdocio universal (c.2). El sacerdocio real y profético es común a todos los bau tizados, si
bien lo poseen de una manera única los ministros, y entre ellos los obispos en plenitud suma,
quienes, como vicarios de Cristo, rigen las Iglesias y en medio de los fieles lo presencializan
como Maestro, Pastor y Pontífice (n. 20-27). Cabeza y fuente del que mana toda gracia en el
pueblo de Dios (n. 50), Cristo permanece con los cristianos constituyendo una familia (n. 51),
en la que no es sólo hermano, sino maestro y ejemplo de toda santidad (n. 40).

Sólo después de haber afirmado esta fraternidad e igualdad fundamental, la LG pasa


a tratar de los dones particulares, de las vocaciones especiales y de las funciones que se
encuentran en el seno de la comunidad. Cada una de las partes presenta sus dones a las otras
partes y a toda la Iglesia, de suerte que el todo y cada una de sus partes se enriquecen por la
mutua intercomunicación de todos y su colaboración conjunta para conseguir la plenitud en la
unidad.

Dentro de este sacerdocio, común a todos los bautizados, participación del único
sacerdocio de Cristo, los presbíteros ejercen su ministerio jerárquico como representantes de
Cristo Cabeza y Pastor. En virtud del Sacramento del Orden presiden la Comunidad en la
Celebración de la Palabra y de la Eucaristía. Los presbíteros, hermanos en la fe de los demás
miembros de la Comunidad, ejercen para los demás el ministerio del perdón de los pecados
en el Sacramento de la Reconciliación (Cfr PO 2). Es lo que ha afirmado el Vaticano II,
señalando la diferencia, no sólo gradual, sino esencial entre "sacerdocio común" y
"sacerdocio ministerial o jerárquico", añadiendo que "se ordenan el uno al otro, aunque cada
cual participa de forma peculiar del único sacerdocio de Cristo" (LG 10). 58

-Misión profética

58 Conjugando la dimensión cristológica y eclesiológica del sacerdocio, la exhortación Pastores dabo vobis
se expresa con precisión: "El sacerdote, en cuanto que representa a Cristo Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia,
se sitúa no sólo en la Iglesia, sino también al frente a la Iglesia...,totalmente al servicio de la Iglesia para la
promoción del ejercicio del sacerdocio común de todo el Pueblo de Dios...,prolongando en la Iglesia la oración,
la palabra, el sacrificio y la acción salvadora de Cristo" (n.16).

35
El Pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo,
«llevando a todas partes su testimonio vivo, especialmente mediante la vida de fe y de
caridad» (n. 12). Participando de la misión de Cristo, heraldo de la verdad, los fieles son
responsables del anuncio del Evangelio en todos los campos de la vida «para que la virtud del
Evangelio brille en la vida cotidiana, familiar y social» (n.35).

Cristo, gran Profeta, que proclamó el Reino de Dios no sólo por el testimonio de su vida, sino también
por la fuerza de su palabra, continúa cumpliendo su misión profética hasta la plena manifestación de la
gloria, no sólo por medio de la jerarquía, que enseña en su nombre y con su autoridad, sino también por
medio de los seglares, a los que con este fin ha constituido testigos y dotado con el sentido de la fe y con
la gracia de la palabra (Cfr He 2,17-18;Ap 19,10). (n. 35)

El Concilio dirige aquí su mirada tanto al pasado como al futuro. Los fieles son «los
hijos de la promesa». Por medio de ellos se cumple el misterio de salvación, que Dios
anunció por los profetas, que el Hijo preparó con su vida y pasión, con su resurrección, y que
el Espíritu Santo realiza en la Iglesia a través de los siglos. Si los fieles permanecen fuertes
en la fe y firmes en la esperanza, conseguirán la redención, la purificación y santificación del
mundo. La fe y la esperanza les hacen ir más allá del tiempo, pues despierta en ellos la espera
escatológica y les hace capaces de poner toda su confianza en la gloria futura. De esta fe y de
esta esperanza deben ser hoy testigos.

Esta participación en la misión profética de Cristo supone y exige una conversión


continua, a fin de que la perfección evangélica aparezca en toda su pureza a través de la vida
y de la palabra del testigo. Los fieles están ayudados y asistidos por el Espíritu de verdad en
sus esfuerzos por dar este testimonio. Esto es cierto hasta el punto de que los fieles en
conjunto no pueden errar en la fe: «Con ese sentido de la fe que el Espíritu Santo mueve y
sostiene, el Pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio, al que sigue fielmente, recibe no
ya la palabra de los hombres, sino la verdadera palabra de Dios, se adhiere indefectiblemente
a la fe transmitida a los santos de una vez para siempre (Judas 3), penetra profundamente en
ella mediante un juicio recto y la aplica más plenamente en la vida» (n. 12).

-Misión real

Cristo ha sido enviado por el Padre como sacerdote y como profeta. Pero la LG pone
constantemente esta doble misión en relación con la función real que Cristo tiene que realizar.
También esta función Cristo la comunica al Pueblo de Dios. Entrando en la gloria de su
Reino, Cristo, a quien todo está sometido (Ef 1,22), comparte sus atribuciones con sus
discípulos (n.36).

La dignidad real de los discípulos de Cristo comporta, en primer lugar, una libertad
de orden espiritual. Los discípulos de Cristo encuentran en sí la fuerza para vencerse a sí
mismos y logran, por su santidad de vida, poner término a la dominación del pecado (Rm
6,12). Esta misma libertad les posibilita la acción apostólica: sirviendo a Cristo en la persona
del prójimo, los fieles llevan a sus hermanos, en la humildad y la paciencia, hacia el Rey,
cuyos servidores son, a su vez, reyes. Cristo se sirve de sus colaboradores para extender su
Reino, que es reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de
amor y de paz, reino en el que la creación misma será liberada de la esclavitud, de la
corrupción, e introducida en la libertad de los hijos de Dios (Rm 8,12). Este servicio real de
Cristo supone una concepción cristiana de la vida y del mundo, un conocimiento del sentido
profundo de toda la creación, de su valor y de su destino final, que es la gloria de Dios. Este
enfoque cristiano de las cosas y de los hombres hará a los fieles descubrir progresivamente el
papel central de Cristo en la historia del mundo. Una actitud tal por parte de los fieles tendrá

36
como consecuencia que el mundo se impregnará más del espíritu de Cristo, en la justicia, la
caridad y la paz, condiciones indispensables para que El logre su fin (Cfr n.36).

II. CRISTO, CENTRO DE LA MORAL CRISTIANA

Cristo está, pues, al comienzo de la historia de la Iglesia y sigue presente en ella a lo


largo de los siglos, comunicándola la vida, el ser y el sentido, hasta la consumación final. La
Iglesia existe desde Cristo y en Cristo, prolongando la misión de Cristo.

De esta visión de la Iglesia, en comunión vital con Cristo, se desprende una moral
centrada, igualmente, en Cristo. Según la indicación coherente del Concilio, la moral
cristiana ha de presentarse «en contacto vivo con el misterio de Cristo», explicando, en
primer lugar, «la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo» (OT 16).

LLAMADOS EN CRISTO

Esta moral, centrada en Cristo, es una moral personal; es una moral del hombre
concreto, histórico, del hombre creado por Dios, redimido por Cristo y vivificado por el
Espíritu Santo.59

Cristo es el auténtico revelador del Dios verdadero y del verdadero hombre (GS 22).
Nos revela a Dios y al hombre, y la relación vital del hombre con Dios, en el misterio
pascual de su muerte-resurrección.

Es necesario que el hombre de hoy se dirija nuevamente a Cristo para obtener de El la respuesta sobre lo
que es bueno y lo que es malo. El es el Maestro, el Resucitado que tiene en sí mismo la vida y que está
siempre presente en su Iglesia y en el mundo. Es El quien desvela a los fieles el libro de las Escrituras y,
revelando plenamente la voluntad del Padre, enseña la verdad sobre el obrar moral. Fuente y culmen de
la economía de la salvación, Alfa y Omega de la historia humana (cfr Ap 1,8;21,6;22,13), Cristo revela
la condición del hombre y su vocación integral. Por esto, "el hombre que quiere comprenderse hasta el
fondo a sí mismo -y no sólo según pautas y medidas superficiales e incluso aparentes-, debe, con su
inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte,
acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en El con todo su ser, debe «apropiarse» y asimilar toda
la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se realiza en él este
hondo proceso, entonces da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de maravilla de sí
mismo"60.(VS 8)

En el misterio pascual de Cristo, Dios revela la potencia de su amor al hombre y el


hombre se siente liberado de la destrucción de la muerte. Cristo vence la muerte y da a
nuestra historia la tensión escatológica de la salvación. Colocando la persona de Cristo como
centro de la moralidad, el Concilio nos dice que la moral cristiana, antes que una doctrina de
principios o preceptos morales, es una buena noticia: la vocación de los fieles en Cristo. El
punto de partida es Cristo y nuestro ser en Cristo. De este modo el Concilio pone de
manifiesto la plenitud de la relación personal del hombre, existente en Cristo, y Dios.

En esto el Concilio concuerda con la Escritura. Para San Pablo el hombre no es


simplemente la criatura que debe someterse a Dios, sino más bien el hombre pecador que

59 "La Iglesia se dirige al hombre real, concreto e histórico, en su realidad de hombre pecador y justo" (CA
53).
60 Redemptor hominis 13.

37
Dios ha reconciliado consigo mediante Cristo (2Cor 5,18). Por esto, la sumisión del hombre a
Dios, su Creador y fin, se da a través de la aceptación de la reconciliación que se le ofrece:
«Reconciliaos con Dios» (ibid., v. 20). Esta reconciliación significa vivir la «vida nueva»
(Rm 6,11), que Cristo muerto y resucitado nos da. Esto supone vivir como hombres inmersos
en Cristo, inmersos en su muerte y resurrección, como hombres que, mediante esta inmersión
bautismal, han muerto al pecado y han sido restituidos a la novedad de la vida (Rm 6, 11). A
través del bautismo, el cristiano ha muerto a la esclavitud de la ley (Rm 6,14), a la esclavitud
del pecado (v.17), a la esclavitud de la carne (v.14). Esta novedad de vida del bautizado, San
Pablo la presenta como un vivir «en la gracia» (Rm 6,14), estar al servicio de la justicia
(v.18), ser espirituales (Rm 7,6;8,2), es decir, poseer el Espíritu de Cristo, que nos vivifica
(8,2) y nos mueve (8,14-16).

La novedad cristiana consiste en que el creyente es un ser en Cristo. Este ser en


Cristo se convierte en fuente de un nuevo obrar: vivir en Cristo. La vida moral del cristiano
no es otra cosa que la expresión vital de su mismo ser: "tener los mismos sentimientos de
Cristo" (Rom 15,5;Flp 2,5), "caminar en Cristo" (Col 2,6), vivir "según Cristo" (Rom
15,5;2Cor 11,17;Col 2,8), "como El vivió" (1Jn 2,6), "perdonar como el ha perdonado" (Col
3,13), "amar como El ha amado" (Col 5,2)...

El fundamento de la vida moral es, pues, nuestro ser hombres cristianos y


sacramentales; en la práctica no es más que la aplicación del clásico principio: «operari
sequitur esse»; el obrar como cristianos es la consecuencia del ser cristiano, del ser en
Cristo.61

De aquí se deduce la categoría fundamental de la moralidad cristiana que no es la


«ley», sino la «vocación en Cristo». 62 Por ello, Cristo no es considerado primeramente como
maestro de moralidad o legislador. Cristo es la palabra personal del Padre, que llama al
hombre personalmente, constituyéndolo persona, capaz de respuesta, capaz de entrar en
diálogo personal con Dios.

La vocación en Cristo es una llamada personal; cada cristiano es llamado por su


nombre singular, único e insustituible; pero, al mismo tiempo, es una llamada comunitaria,
es decir, se trata de una llamada en la comunidad y una llamada a la comunión, pues es una
«vocación en Cristo» y, por tanto, en Iglesia, que es la convocatio. La expresión conciliar
«vocación de los fieles en Cristo» es la base del personalismo cristiano, que se diferencia
radicalmente de todo personalismo individualista y egocéntrico y de todo colectivismo
despersonalizador.

El ser llamado por Dios en Cristo es un acontecimiento personal y personalizante;


es una comunicación personal de Dios al hombre. La vocación en Cristo es el gran don
gratuito de Dios al hombre.63

61 San Pablo recurrirá, al menos, 164 veces a este fundamento de la vida cristiana: «ser en Cristo». Cfr P.
DACQUINO, La formula paolina "In Cristo Gesù", La Scuola Cattolica 87(1959)278-291;R. SCHNACKEN-
BURG, Existencia cristiana según el Nuevo Testamento, Estella 1973.
62 En la Escritura es familiar el concepto de Dios que llama y del hombre que es llamado. Dios llama a su
pueblo; llama a Abraham, a Moisés..., a los profetas... San Pablo considera su apostolado como una llamada,
una vocación personal (Cfr Rm 1,1;1Cor 1,1...). El Apóstol nos presenta a Dios que llama libremente a cada uno
(Rm 4,17). Los cristianos son conscientes de su vocación en Cristo (Cfr Rm 1,6;1Cor 1,9;Ef 1,11), se saben lla-
mados a la gracia de Cristo (Gál 1,6.15), a la libertad cristiana (Gál 5,13), a la santidad (Rm 1,7;8,28;1Cor
1,2...).
63 Cfr H. SCHLIER, La resurrección de Jesucristo, Bilbao 1979;C. CAFARRA, Viventi in Cristo, Milán 1981.

38
La llamada en Cristo es lo que constituye la persona cristiana. Esto es el
fundamento de la moralidad cristiana. El don, la grandeza de la vocación, es lo
fundamental; del don, luego, surge el carácter moral y vinculante de la vida cristiana. San
Pablo señalará también este imperativo absoluto de Dios, que llama: «Comportaos de una
manera digna de la vocación a la que habéis sido llamados» (Ef 4,1). Tratándose de una
llamada personal, la vida concreta del cristiano, en conformidad con su llamada, será
diversa, con su singularidad propia, de hombre a hombre, de situación a situación (Cfr 1Cor
7,7.17.22.24). La excelsa vocación personal a la plenitud de la vida cristiana es, en primer
lugar, una gracia y, consiguientemente, un imperativo personal, singular, que se manifiesta
en la vida cotidiana concreta.64

Ciertamente, la vocación en Cristo comprende singular y globalmente todo aquello


que obliga a todos los fieles y a todos los hombres. La Veritatis splendor justamente se opone
al "individualismo y relativismo" moral, que nuestra "civilización tecnicista" ha infiltrado en
la teología moral y que "destruye los fundamentos de la convivencia humana y se convierte
en una amenaza para la dignidad humana". Este relativismo moral mina los valores del
hombre y de la sociedad, pues enfrenta a los hombres según los propios intereses. Contra
este relativismo moral es preciso afirmar el carácter universal y permanente de los preceptos
de la ley natural.

Pero no son estas cosas concretas el fin principal de la vida moral, sino la cons-
titución de la persona cristiana, que se manifestará como entrega total en cada acto concreto
de su vida. La teología moral no puede considerarse una ciencia del acto aislado,
considerado en sí mismo, sino que el acto debe considerarse como la expresión auténtica de
la identidad total cristiana de la persona; ciencia, por tanto, de la persona que se abre a la
acción del Espíritu, que mueve a cada cristiano hacia la perfección según la imagen de
Cristo.

CRISTO, NUESTRA LEY

La «ley de Cristo» (Gál 6,2) es Cristo mismo, que cumplió la gran misión recibida
del Padre de manifestarnos todo su amor. Por ello, Cristo es para nosotros ley de gracia, en
cuanto que habita en nosotros mediante la caridad del Espíritu Santo y nos apremia
interiormente a dar los frutos del mismo Espíritu. Nosotros vivimos en Cristo como en
nuestra ley. Cristo es para nosotros fuente de vida, camino de salvación y verdad, que es vida
e infunde vida. El abandono total a Cristo, presente salvíficamente en nosotros, bajo el
impulso de la gracia del Espíritu Santo, aparece como la ley que nos libera y nos da la vida
nueva. Con el crecimiento de Cristo en nosotros hallamos gradualmente nuestra auténtica
personalidad, la plena libertad de hijos de Dios. Crecimiento, no individualístico, sino
eclesial; crecimiento en la Iglesia, sacramento de Cristo, «que es su cuerpo, la plenitud del
que lo llena todo en todo» (Ef 1,23).65

El creyente, en su vida moral, no se enfrenta con una ideología o con un código


abstracto de leyes. El cristiano se encuentra ante el Dios viviente, que le llama nominal-
mente en su Hijo Unigénito. Lo fundamental para el cristiano no es la «obligación», sino el

64 El ciclo vital de la gracia se desarrolla dentro de una línea personalista: tiene su origen en una actitud
personal de Dios, suscita en el hombre una inclinación interior hacia la comunión personal con Dios y termina
en una opción libre de autodonación personal del hombre a Dios. Cfr J. ALFARO, Persona y gracia,
Gregorianum 41(1960)5-29.
65 Cfr B. HARING, La ley de Cristo, Barcelona 1964; Libertad y fidelidad en Cristo, Barcelona 1985.

39
encuentro con Cristo. Cristo, en su unión con el Padre y en su solidaridad con los hombres,
es la presencia sacramental, visible y eficaz, de la nueva alianza y de la ley de esta alianza.
Cristo es para nosotros el camino, la verdad y la vida. Los Padres de la Iglesia, apoyándose
en la Escritura, hablarán en este sentido. San Justino, por ejemplo, dirá: «Cristo mismo es la
ley y la alianza». Y Santo Tomás, igualmente, dirá que el Espíritu, enviado por Cristo, es
nuestra ley.66

Cristo es para el cristiano la ley por su Espíritu vivificante, que interioriza en


nosotros su palabra. San Pablo afirma con firmeza -contra todo intento de infiltración
judaizante en la comunidad cristiana- que la vida del cristiano no está dirigida por ninguna
ley externa; la ley de Cristo es una ley interior, personal, de Dios, que entra en contacto con
nosotros mediante Cristo. El personalismo de la moral cristiana no invita al creyente a
alcanzar una perfección meramente individual, ni le subordina tampoco a la letra de una ley
impersonal escrita. Cristo en persona llama a cada uno a seguirle, y esto no con una
llamada exterior, sino mediante una realidad sacramental mistérica. Cristo vive en nosotros
y nosotros estamos en Cristo.

El camino y, a la vez, el contenido de la perfección consiste en la sequela Christi, en el seguimiento de


Cristo, después de haber renunciado a los propios bienes y a sí mismos. Esta es la conclusión del
coloquio de Jesús con el joven rico: "luego, ven y sígueme" (Mt 19,21). Es una invitación cuya
profundidad maravillosa será entendida plenamente por los discípulos después de la resurrección de
Cristo, cuando el Espíritu Santo los guíe hasta la verdad completa (Jn 16,13).

Es Jesús quien toma la iniciativa y llama a seguirle. La llamada está dirigida... a todos, pues la condición
de todo creyente es ser discípulo de Cristo (He 6,1). Por esto, seguir a Cristo es el fundamento
esencial y original de la moral cristiana. (VS 19)

Esta vocación al amor perfecto no está reservada a una élite. La invitación "anda,
vende lo que tienes y dáselo a los pobres", junto con la promesa "tendrás un tesoro en los
cielos", se dirige a todos, porque es una radicalización del mandamiento del amor al
prójimo. De la misma manera, la siguiente invitación "ven y sígueme" es la nueva forma
concreta del mandamiento del amor a Dios (VS 18).

Seguir a Cristo no es una mera imitación externa de la vida terrena de Cristo, sino la
íntima configuración con Cristo, que murió por nosotros, a fin de que también nosotros
muramos a los deseos del hombre viejo y resucitemos en Cristo a una vida nueva de
glorificación al Padre y de servicio a los hermanos.

Como explica la Veritatis Splendor: "Jesús lleva a cumplimiento los mandamientos


de Dios, interiorizando y radicalizando sus exigencias. Jesús mismo es el cumplimiento vivo
de la Ley, ya que El realiza su auténtico significado en el don total de sí mismo; El mismo se
hace Ley viviente y personal, que invita a su seguimiento y da, mediante el Espíritu, la
gracia de compartir su misma vida y su amor" (n.15). Esta plenitud o perfección de Dios,
mostrada en Cristo, es la perfección de la moral cristiana, que el discípulo de Cristo vive
como sequela Christi, como seguimiento de Cristo, en la entrega de la vida en obediencia a
Dios por los hombres. Esto es posible mediante el don gratuito "del Espíritu Santo, fuente y
fuerza de la vida moral de la nueva criatura" (n.28).

Seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana... Pero no se trata aquí
solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical:
adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y

66 Cfr A. VALSECCHI, Gesù Cristo, nostra legge, La Scuola Cattolica 88(1960)81-110;161-190. Ch. H.
DODD, Vangelo e legge, Brescia 1968. St. LYONET, Libertad y ley nueva, Salamanca 1964.

40
amorosa a la voluntad del Padre, siguiéndole en el camino del amor, de un amor que se da totalmente a
los hermanos por amor a Dios: "Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo
os he amado" (Jn 15,12)..., "para que vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros" (Jn 13,14-15). El
actuar de Jesús y sus palabras constituyen la regla moral de la vida cristiana. En efecto, estas acciones
suyas y, de modo particular, el acto supremo de su pasión y muerte en la cruz, son la revelación viva de
su amor al Padre y a los hombres. Este es el mandamiento "nuevo": "Os doy un mandamiento nuevo:
que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a
los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn
13,34-35)... Este es su mandamiento. Esto es lo que Jesús pide a todo hombre que quiere seguirlo: "Si
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16,24).(VS 20)

Imitar y revivir el amor de Cristo no es posible para el hombre con sus solas fuerzas.
Se hace capaz de este amor sólo gracias a un don recibido. Lo mismo que Cristo recibe el
amor de su Padre, así lo comunica El a sus discípulos: "Como el Padre me amó, yo también
os he amado a vosotros; permaneced en mi amor" (Jn 15,9). Este don de Cristo es el Espíritu
Santo, cuyo primer "fruto" (cfr Gál 5,22) es el amor: "El amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rom 5,5). San Agustín se
pregunta: "¿Es el amor el que nos hace observar los mandamientos, o bien es la observancia
de los mandamientos la que hace nacer el amor?". Y responde: "Pero ¿quién puede dudar de
que el amor precede a la observancia? En efecto, quien no ama está sin motivaciones para
guardar los mandamientos"67. (cfr VS 22).

Seguir a Cristo no es una imitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad profunda. Ser
discípulo de Jesús significa hacerse conforme a El, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí
mismo en la cruz (Flp 2,5-8). Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (Ef 3,17), el
discípulo se asemeja a su Señor y se configura con El; lo cual es fruto de la gracia, de la presencia
operante del Espíritu Santo en nosotros. Inserido en Cristo, el cristiano se convierte en miembro de su
Cuerpo, que es la Iglesia (1Cor 12,13.27). Bajo el impulso del Espíritu, el Bautismo configura
radicalmente al fiel con Cristo en el misterio pascual de la muerte y resurrección, lo "reviste" de Cristo
(Gál 3,27). "Felicitémonos y demos gracias -dice san Agustín dirigiéndose a los bautizados-: hemos
llegado a ser no solamente cristianos, sino el propio Cristo. Admiraos y regocijaos: ¡hemos sido hechos
Cristo!"68. El bautizado, muerto al pecado, recibe la vida nueva (Rom 6,3-11); viviendo por Dios en
Cristo Jesús, es llamado a caminar según el Espíritu y a manifestar sus frutos en la vida (Gál 5,16-25).
La participación sucesiva en la Eucaristía, sacramento de la Nueva Alianza (1Cor 11,23-29), es el
culmen de la asimilación a Cristo, fuente de "vida eterna" (Jn 6,51-58), principio y fuerza del don total
de sí mismo, del cual Jesús manda hacer memoria en la celebración y en la vida: "Cada vez que coméis
este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga" (1Cor 11,26). (VS 21)

Este seguir a Cristo se vive a nivel personal y a nivel eclesial. La Iglesia no se halla
en una relación puramente externa con Cristo. Es su cuerpo, por obra del Espíritu. Cristo, por
su Espíritu vive en ella. Y lo mismo vale para cada cristiano; mientras ve su relación con
Cristo como algo extrínseco y se limita a una mera sumisión y a una obediencia externa a las
leyes -Cristo legislador o modelo externo- no ha percibido todavía el elemento característico
de la ley de Cristo. Sólo en la medida en que el cristiano, por medio de la fe, reconoce su
unión vital con Cristo y deja que esta unión con Cristo penetre toda su vida, llega a ser
«hombre perfecto en Cristo» (Col 1,28).69

CRISTO, LLAMADA Y RESPUESTA

Cristo es palabra de Dios y respuesta a Dios. Cristo nos ha dado la palabra definitiva
del amor del Padre. Y Cristo es también la respuesta fiel y definitiva al Padre, dada en
nombre de toda la humanidad, con fuerza para salvar a todos.

67 SAN AGUSTIN, De spiritu et littera, 19,34.


68 SAN AGUSTIN, In Iohannis Evangelium Tractatus, 21,8.
69 Cfr CEC 1694.

41
Cristo se hace presente en nosotros como «llamada» del Padre. Pero si el Padre nos
llama es porque quiere dialogar con nosotros. El Padre, por tanto, nos personifica -el diálogo
se establece sólo entre personas- y quiere que hablemos con El como personas. La historia de
la salvación y de la vida cristiana hacen que el creyente se comprenda a sí mismo y toda su
existencia como una «vocación en Cristo» y que tienda con toda su persona a inserirse en la
respuesta que Cristo ha dado ya en nombre de todos.

El amor y la vida según el evangelio no pueden proponerse ante todo bajo la categoría de precepto,
porque lo que exigen supera las fuerzas del hombre. Sólo son posibles como fruto de un don de Dios,
que sana, cura y transforma el corazón del hombre por medio de su gracia: "Porque la Ley fue dada por
medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo" (Jn 1,17). Por eso, la promesa de
vida eterna está vinculada al don de la gracia, y el don del Espíritu que hemos recibido es ya "prenda de
nuestra herencia" (Ef 1,14). (VS 23)

El Padre, llamándonos con su palabra, nos pone en comunión ontológico-sacramental


con su Hijo (Cfr 1Cor 1,9). De este modo se hace presente y operante en nosotros. Cristo
obra en nosotros y con nosotros. Por ello su presencia no anula la personalidad y libertad del
hombre. Nosotros, en Cristo, obramos con El, responsablemente. Sólo en la libertad y en el
reconocimiento de la propia dignidad de persona, puede el hombre responder con todo su ser
a la llamada personal de Dios y conseguir así la plenitud de ser, en el que resplandece la
imagen de Dios.

Cristo, presente en nosotros, nos da el ser, existir y obrar como personas. Y nosotros,
respondiendo vitalmente a este triple dinamismo de Cristo, tenemos nuestro ser de persona,
nuestro existir espacio-temporal y nuestro obrar en la realidad histórica, con tensión personal
escatológica. Como dice Juan Pablo II:

El hombre, renacido del agua y del Espíritu, renovado y recreado, ha recibido la vocación y la misión de
"revestirse del Señor Jesucristo" (Rom 13,14)... De este modo nuestra humanidad logra la plenitud de su
verdad. En efecto, hemos sido creados para llegar a ser hijos en el Hijo (Ef 1,5), predestinados a ser
conformes a la imagen del Hijo (Rom 8,29). Cristo es la verdad plena del hombre y, en consecuencia,
Cristo es la ley de la vida del hombre (1Cor 9,21). Esta ley de Cristo es escrita en nuestros corazones
mediante el Espíritu. El Espíritu nos impulsa a realizar nuestro ser en la verdad más íntima,
transformándonos a imagen de Cristo. Antes de ser concebido bajo el corazón de la propia madre, cada
uno de nosotros ha sido concebido, pensado y querido en el corazón de Dios. El Espíritu conoce el plan
de Dios sobre nuestra vida. El guía nuestra existencia para que se realice, en el tiempo, nuestro ser
perfecto, como ha sido pensado desde la eternidad. 70

La «llamada» del hombre en Cristo determina una personalidad nueva, elevada,


penetrada de un dinamismo de caridad. Esta llamada en Cristo constituye el nuevo ser del
hombre, abierto al diálogo con Dios, de quien es imagen, y con las demás personas. Cristo es
la palabra con la que Dios nos llama y la palabra con la que nosotros hablamos a Dios y con
la que nos comunicamos con las demás personas en el diálogo de caridad.
En Cristo se da la síntesis perfecta entre culto-glorificación del Padre y amor fraterno
redentor. La Iglesia, y cada cristiano, llegará a ser tanto más visible y eficaz sacramento de
Cristo cuanto más logre reunir en una síntesis vital el amor fraterno y el culto a Dios. De un
culto renovado y vital surge la dinamicidad de la caridad fraterna. «En los misterios de la fe,
en la Eucaristía y en todos los demás sacramentos, se actúa el misterio de la redención, por el
cual los hombres son liberados del antropocentrismo carente de salvación, y orientados a la
glorificación de Dios. La Iglesia, como familia de Dios, como comunidad de salvación en el
culto y en la fe, debe conducir a todos a la glorificación de Dios, por medio de su fe, de su
esperanza solidaria y del amor con que Cristo ama a todos los hombres. El fin de la Teología

70 JUAN PABLO II, Audiencia general del 31-8-1983.

42
moral, de la vida cristiana, es la gloria de Dios, gloria de Dios que se realiza en la salvación y
en la integridad del hombre».71

El hombre que, con la fe, acepta la llamada de Dios en Cristo, es trasformado


intrínsecamente. Se hace «hombre nuevo» ontológicamente, sacramentalmente; porque
Cristo es el sacramento que nos revela y comunica el ser filial del Padre. Esta participación
del ser filial de Cristo se realiza en la Iglesia, sacramento de Cristo (LG 38).

Dios nos llama con su palabra sacramental, que es Cristo. Esta palabra de Dios no
nos llega sólo a través del oído, sino que penetra en nuestro interior con la fuerza del
Espíritu Santo, Espíritu de Cristo resucitado, que el día de Pentecostés ha penetrado la
humanidad entera en su núcleo eclesial: los apóstoles y primeros discípulos, reunidos con
María en el cenáculo.

Con esta palabra, radicalmente eclesial, Dios Padre llama al hombre para que crea
y obre como «llamado en Cristo». Esta llamada penetra el ser íntimo del hombre,
constituyéndose en «gracia», «espíritu de vida», «ley nueva». De ella nacen los «frutos» de
vida, los actos humanos realizados en Cristo.

De este modo, Cristo es la palabra del Padre al hombre y la respuesta del hombre a
la llamada de Dios. Sólo Cristo es la palabra con la que podemos responder en diálogo con
Dios y en diálogo, interpersonal, eclesial, con los hombres.

LA FE, RESPUESTA DEL CRISTIANO

El cristiano se incorpora a la respuesta de Cristo con su fe. Esta fe que le transforma,


es escucha, aceptación y respuesta de toda la persona a la llamada del Padre en Cristo (Cfr
Rm 1,5;16,26;1Cor 1,1-9). Se trata de la fe viva, total, de la fe animada de la caridad.

La fe nace de una llamada de Cristo en la Iglesia: «La palabra de salvación despierta


la fe en el corazón de los no cristianos y la alimenta en el de los cristianos... porque la fe
viene de lo que se oye, y lo que se oye viene de la palabra de Cristo» (Rm 10,7). (PO 4)

La respuesta del hombre a esta palabra ha de ser personal, libre: «La respuesta de la
fe que el hombre da a Dios debe ser voluntaria, ya que el hombre, redimido por Cristo
Salvador y llamado por Jesucristo a la filiación adoptiva, no puede adherirse a Dios, que se
revela a sí mismo, a menos que, atraído por el Padre, rinda a Dios el obsequio racional y libre
de la fe» (DH 10). Mirando con fe a Jesús, autor de la salvación (LG 9;AG 13), el hombre
inicia su conversión moral (Cfr Rm 6,16ss).

Toda fe es conversión, de manera especial en el primer momento de adhesión a


Cristo, pero también en su dinamismo permanente (AG 13). Creer es adherirse a aquel que es
«el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6); es apartarse del pecado para aceptar que Cristo nos
introduzca en el misterio del amor de Dios, «que llama al hombre a estrechar las relaciones
personales con El en Cristo». La fe es la fuente de actividad del cristiano, porque introduce al
hombre en el misterio pascual, lleva a abandonar el hombre viejo para revestirse del hombre
nuevo, que tiene su perfección en Cristo.

71 B. HÄRING, La vida cristiana a la luz de los sacramentos, Barcelona 1972, p. 88s.

43
La fe no sólo proporciona una nueva visión de las cosas, que implica una nueva
manera de obrar, sino que es una levadura permanente de conversión. El Vaticano II recordará
constantemente este dinamismo de la fe (Cfr LG 12). La acción del Espíritu pasa por la fe
para animar la vida, incluso temporal del cristiano: «La restauración prometida, que
esperamos, y que ya comenzó en Cristo, es impulsada con la venida del Espíritu Santo y
continúa en la Iglesia, en la cual, por la fe, somos instruidos también acerca del sentido de
nuestra vida temporal, en tanto que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la
obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y labramos nuestra salvación» (LG 48).

Cristo es siempre, y sólo Cristo, quien ofrece la respuesta plena y definitiva a la


pregunta sobre "lo bueno que hay que hacer" (cfr Mt 19,16). Y Cristo está siempre presente y
operante en medio de nosotros, según su promesa: "He aquí que yo estoy con vosotros todos
los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20). La contemporaneidad de Cristo respecto al
hombre de cada época se realiza en el cuerpo vivo de la Iglesia. La Iglesia custodia y
actualiza permanentemente en las diferentes culturas a lo largo de la historia "las prescripcio-
nes morales, impartidas por Dios en la Antigua Alianza y perfeccionadas en la Nueva y
Eterna en la persona misma del Hijo de Dios hecho hombre" (VS 25).

Promover y custodiar, en la unidad de la Iglesia, la fe y la vida moral es la misión confiada por Jesús a
los Apóstoles (Mt 28,19-20), la cual se continúa en sus sucesores. Es cuanto se encuentra en la
Tradición viva, mediante la cual «la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a
todas las edades lo que es y lo que cree. Esta Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda
del Espíritu Santo»72. En el Espíritu, la Iglesia acoge y transmite la Escritura como testimonio de las
maravillas que Dios ha hecho en la historia (cfr Lc 1,49); custodia la verdad del Verbo hecho carne con
los labios de los Padres y de los Doctores; practica sus preceptos y la caridad en la vida de los santos y
de las santas, y en el sacrificio de los mártires; celebra su esperanza en la Liturgia. Mediante la
Tradición los cristianos reciben «la voz viva del evangelio», como expresión fiel de la sabiduría y de la
voluntad divina. (VS 25-27)

Esto es lo que la Iglesia, reunida en concilio, hizo en el Vaticano II. La GS comenta


la visión de la fe y la aplica a toda la vida moral: individual, familiar, internacional; cultural,
económica, social y política. «Por el don del Espíritu, el hombre llega a contemplar y gustar,
en la fe, el misterio de la voluntad divina» (GS 15). «La fe lo ilumina todo con nueva luz y
manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello, orienta la mente hacia
soluciones plenamente humanas» (GS 11). La revelación, aceptada por la fe, cambia toda la
vida del hombre: «La buena nueva de Cristo renueva constantemente la vida y la cultura del
hombre caído; combate y aleja los errores y males que provienen de la seducción permanente
del pecado. Purifica y eleva incesantemente la moralidad de los pueblos. Con las riquezas de
lo alto fecunda desde sus entrañas las cualidades espirituales y las tradiciones de cada pueblo
y de cada edad, las perfecciona y restaura en Cristo. Así, la Iglesia, cumpliendo su misión
propia, contribuye ya por ello mismo a la cultura humana y la impulsa, y con su actividad,
incluida la liturgia, educa al hombre hacia la libertad interior» (GS 58).

Y en la declaración sobre la educación cristiana de la juventud, la Iglesia traza el


programa de una vida de fe consciente y radiante. «En la fe aprenden los jóvenes el sentido
de la alabanza a Dios y son transformados, de modo que lleven su vida personal según el
hombre nuevo en la justicia y santidad de la verdad (Ef 4, 22-24). De este modo, dan
testimonio de la esperanza que hay en ellos y toman parte en la trasformación cristiana del
mundo, gracias a la cual los valores naturales, asumidos y reintegrados en la perspectiva total
del hombre redimido por Cristo, contribuyen al bien de toda la sociedad» (GE 2). 73
72 Dei Verbum 8.
73 En cambio, como dice la Centesimus annus "las soluciones permisivas o consumistas, convenciendo al
hombre de su independencia de toda ley y de Dios mismo, lo encierran en un egoísmo que termina por

44
III. MORAL NATURAL A LA LUZ DE CRISTO

El punto de partida, el fin y el elemento que especifica la moral cristiana es el ser en


Cristo, que es plenitud de ser, plenitud de ser nuevo con respecto a todo lo que el género
humano puede deducir de sus experiencias y de su reflexión sin la intervención de Cristo, de
la revelación y de la gracia del Espíritu Santo. El nuevo ser en Cristo penetra a todo el
hombre y determina su misión en el mundo.

Sólo esta visión de la moral cristiana es capaz de superar todo horizontalismo y


naturalismo que olvidan el carácter específico de la fe y de la ley de la fe. 74

Pero desde esta perspectiva se puede elaborar una teología de la ley natural
fundamentalmente cristocéntrica, -que cree un puente auténtico para el diálogo con todos los
hombres-, considerando la ley natural en la ley de Cristo, ya que «todas las cosas fueron
creadas por medio de El y en vista a El. El es antes de todas las cosas y todo tiene en El su
consistencia» (Col 1,16s). Los diversos modos -ley nueva manifestada en Cristo, ley antigua
expresada en la revelación del Sinaí, y ley natural inscrita en el ser del hombre- con que
Dios guía a los hombres, no sólo no se excluyen entre sí, sino que se sostienen y se
compenetran recíprocamente.75

En la encíclica Veritatis splendor, el Papa Juan Pablo II, dirigiéndose no sólo a los
creyentes en Cristo, busca los fundamentos comunes de la moral, subrayando los aspectos
racionales de la misma, para conseguir una aceptación amplia y salvar de este modo la
dignidad humana. La respuesta de Cristo al hombre, que la Iglesia no cesa de proponer
"posee una luz y una fuerza capaces de resolver las cuestiones más discutidas y complejas"
(VS 30). Jesús conoce la naturaleza del hombre en sus elementos esenciales más allá de sus
expresiones culturales (VS 53). Jesús no apela a la cultura de su tiempo, sino al "principio",
a la realidad original de la creación según el designio de Dios aún no deformado por el
pecado.76 La Iglesia, igualmente, en el campo moral no busca la luz en la cultura del
hombre, sino en el proyecto de Dios en la creación y en la recreación de la humanidad en su
Hijo Jesucristo. En el acontecimiento pascual de Cristo y en el misterio de nuestra adopción
filial por el Padre emerge la dignidad original de la persona humana.

1. El hombre, ser responsorial

La visión personalista y cristocéntrica de la moral cristiana debe aplicarse también a


la moral natural. En cierto sentido, el hombre tiene una única ley para llevar a perfección su
ser, es decir, su imagen y semejanza con Dios: Jesucristo, Hombre-Dios. En Cristo se nos
revela a un tiempo el misterio de Dios y el misterio del hombre. Por ello, el hombre descubre
en Jesucristo su propio ser humano y, por tanto, su propia ley natural. En Jesucristo aparece la
realización plena del hombre, según el designio del Creador. Con razón ha podido decir el
perjudicarlo a él y a los demás" (n.54).
74 Cfr. el boletín de C. OUWERKERK, Secularidad y ética cristiana, Concilium 25(1967)274-312.
75 Cfr VS 45.
76 Cfr MD 13.

45
Concilio: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Rm 5,14), es
decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del
Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la
sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades (acerca de la dignidad
de la persona)77 hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona» (GS 22).

Todo hombre se hace la pregunta: "¿qué he de hacer para llegar a una vida plena
(vida eterna)" (Mt 19,16). En la escucha atenta de la respuesta de Cristo se llega a la
conclusión de que la búsqueda del bien está unida inseparablemente a nuestra relación con
Dios. Sólo El es bueno. El Bien por excelencia es un ser personal. Llegar a ser bueno
significa responder personalmente a Dios, haciéndose semejantes a El... Los mandamientos
nos ayudan a encontrar el camino para llegar a ser semejantes a Dios. Los mandamientos
son explicitación del amor y, están, por tanto, vinculados a la promesa de la vida en toda su
plenitud: vida eterna... La llamada de Jesús a su seguimiento significa, igualmente, que
quien camina con El está en camino hacia Dios.78

Dios, al crear al hombre, se ha comportado como un «tú» y ha llamado al hombre


mediante su palabra personalizante, Cristo. Dios ha creado al hombre con su palabra,
hablándole; y si, al crearlo, le ha hablado, es porque ha querido que el hombre fuese una
persona capaz de respuesta. Como dice E. Brunner, Dios creando al hombre le hace un ser
teológico, un ser capaz de responder a la palabra de su Creador. 79 Por eso, el hombre es un
ser responsorial, en relación con Dios. La capacidad de respuesta es esencial a su ser.

La libertad del hombre y la ley de Dios se encuentran y están llamadas a compenetrarse entre sí, en el
sentido de la libre obediencia del hombre a Dios y de la gratuita benevolencia de Dios al hombre. Y, por
tanto, la obediencia a Dios no es, como algunos piensan, una heteronomía..., porque la libre obediencia
del hombre a la ley de Dios es expresión de su sabiduría: sometiéndose a ella, la libertad se somete a la
verdad de la creación (cfr VS 41).

La categoría de vocación -en el orden de la creación y en el de la redención- lleva


este carácter «responsorial» de la vida moral. «Responsorial» quiere decir que la iniciativa la
tiene Dios, que es el primero en llamarnos y amarnos (1Jn 4,10), y después el hombre con su
vida le responde personalmente. Así se entabla un continuo diálogo entre Dios y el hombre,
pues Dios en todo momento y en todas las situaciones se da al hombre y le llama a El, y el
hombre, igualmente, le responde -positiva o negativamente- en todo momento y situación.

El hombre puede reconocer el bien y el mal gracias a aquel discernimiento que él


mismo realiza mediante su razón, iluminada por la revelación divina y por la fe. (VS 44). La
ley natural "no es más que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a
ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios dio esta luz y esta ley en la
creación".80 Después lo hizo en la historia de Israel, particularmente con las "diez palabras",
mediante las cuales fundó el pueblo de la Alianza (cfr Ex 24). (VS 12)

Y Cristo, plenitud de la revelación de Dios, da a la creación el significado de


palabra y da al hombre la capacidad de percibir gradualmente el designio de Dios en la

77 La persona como imagen de Dios, con la unión de cuerpo-espíritu, su socialidad, libertad, capacidad
creadora, su historicidad. Cfr. GS 12-17.
78 Cfr. J. Ratzinger, en la presentación de Veritatis splendor, L'Osservatore Romano, n. 42, del 15-10-
1993,p.22.
79 E. BRUNNER, Der Mensch Im Widerspruch, Zurich 1941, p.53.
80 SANTO TOMAS, In duo praecepta caritatis et in decem legis praecepta, n. 1129.

46
historia humana. Todas las experiencias auténticamente humanas se insertan en la ley de
Cristo, porque todo subsiste en El. Todo está recapitulado en El para la respuesta definitiva
del amor a Dios y del amor fraterno. Por ello, la ley natural encuentra en Cristo encarnado
su última manifestación.

Los diversos modos con que Dios se cuida del mundo y del hombre, no sólo no se excluyen entre sí,
sino que se sostienen y se compenetran recíprocamente. Todos tienen su origen y confluyen en el eterno
designio, sabio y amoroso, con el que Dios predestina a los hombres "a reproducir la imagen de su Hijo"
(Rom 8,29). En este designio de Dios no hay ninguna amenaza para la verdadera libertad del hombre; al
contrario, la acogida de este designio es la única vía para la consolidación de dicha libertad (VS 45).

2. Libertad y verdad

La Veritatis Splendor «reafirma, en particular, la dignidad y grandeza de la persona


humana, creada a imagen de Dios. Para ello, vuelve a proponer el concepto genuino de la
libertad humana, mostrando su relación esencial y constitutiva con la verdad, según la palabra
de Cristo: "La verdad os hará libres" (Jn 8,32)». 81

El hombre contemporáneo aprecia sobremanera la libertad, pero frecuentemente la


concibe de manera errada, exaltándola hasta el extremo de considerarla un absoluto, como
fuente de los valores y de la verdad. Para la cultura moderna y postmoderna, la libertad es
un absoluto, sin relación alguna con la verdad ni con el bien. La libertad y la conciencia
individual son consideradas en muchos casos como fuente originaria de valores, e incluso,
en algunas teorías extremas, la libertad y la conciencia son vistas como creadoras de la
verdad. Esto equivale a colocar la libertad del individuo por encima del bien y del mal. Cada
conciencia individual sería la instancia suprema que decide qué es el bien y qué es el mal. 82

En algunas corrientes del pensamiento moderno se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de
considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores.(VS 32)

La encíclica defiende la libertad como valor primordial del hombre, pero la libertad,
siendo un valor fundamental, no es un valor absoluto; está condicionada por la verdad.
Libertad sin verdad no es libertad. La libertad es la capacidad de realizar la verdad del
proyecto de Dios sobre el hombre y el mundo y no una fuerza autónoma de autoafirmación,
no raramente insolidaria, en orden a lograr el propio bienestar egoísta.

No somos nosotros quienes nos damos las normas últimas del comportamiento
humano. La dirección última de nuestra existencia no es inventada por nosotros, sino más
bien buscada y reconocida. El estar en la verdad, que nos precede y que no es obra del
hombre, es un requisito imprescindible para que la actuación humana sea verdaderamente
libre. La fuente y el origen de toda verdad y, por tanto, el fundamento de la libertad del
hombre, está en Dios que ha creado al hombre.

Así la encíclica responde a la crisis moral de nuestro tiempo, crisis debida a la


ruptura entre libertad y verdad. Hoy se hace una exaltación de la libertad en sentido
individualista, que no tiene en cuenta las normas de la verdad. "De este modo ha
desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de sinceridad, de
autenticidad, de «acuerdo con uno mismo», de tal modo que se ha llegado a una concepción

81 Así presentaba la encíclica el mismo J.Pablo II en el Angelus del 3-10-1993.


82 Cfr. VS 31-53;54;84...

47
radicalmente subjetivista del juicio moral" (VS 32). La libertad se vive no contra la verdad,
sino en la verdad.83

3. Libertad y naturaleza

Pero, ¿qué es la verdad? La Veritatis splendor responde afirmando que la verdad,


que orienta nuestro obrar, se encuentra en nuestro ser hombres en cuanto tales. Nuestra
esencia, nuestra naturaleza, que deriva del Creador, es la verdad que nos instruye. El hecho
de que llevamos dentro de nosotros mismos nuestra verdad, se expresa, entre otras formas,
con el término ley natural. Todo hombre, en cuanto hombre, en virtud de su naturaleza, es
sujeto de derechos fundamentales, que nadie le puede quitar, porque ninguna instancia
humana se los ha otorgado; se encuentran en su misma naturaleza, en cuanto hombre. Esta
visión de la naturaleza humana, en su unidad de cuerpo y espíritu, no tiene nada que ver con
el biologismo o naturalismo.

Hoy, en nuestra época, marcada por el gusto de la observación empírica, los


procedimientos de objetivación científica y el progreso técnico, se ha llegado a contraponer la
libertad y la naturaleza. Para algunos, la naturaleza se reduce a material para la actuación
humana y para su poder. Esta naturaleza comprende en primer lugar el cuerpo humano, que
podría ser reducido y tratado como material biológico o social sobre el que actúa la libertad.
Con este radicalismo el hombre ni siquiera tendría naturaleza y sería para sí mismo su propio
proyecto de existencia. ¡El hombre no sería más que su libertad!

En este contexto se acusa a la concepción tradicional de la ley natural como de


fisicismo y naturalismo. Se dice que en esta visión de la ley natural se presentan como leyes
morales las que en sí mismas serían sólo leyes biológicas. Según algunos teólogos, semejante
"argumento biologista o naturalista" estaría presente en documentos del Magisterio de la
Iglesia, especialmente en los relativos al ámbito de la ética sexual y matrimonial. 84

Frente a estas acusaciones, la encíclica Veritatis splendor analiza el lugar que tiene
el cuerpo humano en las cuestiones de la ley natural. El cuerpo humano no es un material
biológico, "un ser bruto", desprovisto de significados y de valores morales. El cuerpo no es
algo extrínseco a la persona. La persona es sujeto de sus acciones en su unidad de alma y
cuerpo. Una doctrina que separe el acto moral de las dimensiones corpóreas de su ejercicio
es contraria a las enseñanzas de la Sagrada Escritura y de la Tradición. Reducir la persona
humana a una libertad espiritual es ignorar el significado moral del cuerpo y de sus
comportamientos (cfr 1Cor 6,9-10). Cuerpo y alma son inseparables: en la persona y en su
actuación se salvan o se pierden juntos.85

La ley natural, según la enseñanza de la Iglesia, se refiere a la naturaleza propia del


hombre, a la "naturaleza de la persona humana" (GS 51), que es la persona misma en la
unidad de alma y cuerpo. En realidad, sólo con referencia a la persona humana en su
"totalidad unificada", es decir, "alma que se expresa en el cuerpo informado por un espíritu
inmortal" (FC 11), se puede entender el significado específicamente humano del cuerpo. Y de
este modo desaparece toda oposición entre libertad y naturaleza. 86

83 Cfr. CEC 1730-1738.


84 Pero como dice la Donum vitae: "Los procedimientos artificiales no deben rechazarse por el hecho de ser
artificiales, sino que deben ser valorados moralmente por su relación con la dignidad de la persona humana,
llamada a corresponder a la vocación divina, al don del amor y al don de la vida" (n.3).
85 Cfr. CEC 362-368.
86 Cfr. VS 47-50;cfr. CEC 1949-1960.

48
La razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna, que no es otra cosa que la misma sabiduría
divina. La ley moral proviene de Dios y en El tiene su origen. En virtud de la razón natural, que deriva
de la sabiduría divina, la ley moral es, al mismo tiempo, la ley propia del hombre. La ley natural, por
tanto, "no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella
conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar" 87.(VS 40)

La Veritatis splendor sostiene que el principio de la inseparabilidad del cuerpo y el


espíritu es superior a la "mentalidad neomaniquea" que predomina en nuestros tiempos. Esta
mentalidad, que considera al cuerpo del hombre como una "exterioridad biológica", ajena a
los problemas morales, implica "una visión reductiva de la naturaleza humana que se resuelve
en una división del propio hombre".

Esta ley divina se llama ley natural, no por relación a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque
la razón que la promulga es propia de la naturaleza humana... Dios provee a los hombres de manera
diversa respecto a los demás seres que no son personas: no "desde fuera", mediante las leyes inmutables
de la naturaleza física, sino "desde dentro", mediante la razón que, conociendo con la luz natural la ley
eterna de Dios, es por esto mismo capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actuación. 88

La ley natural, en cuanto inscrita en la naturaleza racional de la persona, es universal,


se impone a todo ser dotado de razón y que vive en la historia. Pero esta universalidad no
prescinde de la singularidad de los seres humanos, ni se opone a la unicidad y a la
irrepetibilidad de cada persona; al contrario, abarca básicamente cada uno de sus actos libres,
que deben demostrar la universalidad del verdadero bien. Nuestros actos, al someterse a la
ley común, edifican la verdadera comunión de las personas y, con la gracia de Dios, ejercen
la caridad, "que es el vínculo de la perfección" (Col 3,14). 89 Los preceptos positivos, que
prescriben algunas acciones correspondientes a los elementos constitutivos de la naturaleza
humana, son universales e inmutables, pues "todos los hombres de cada época de la historia
han sido creados para la misma vocación y destino divino". 90 "Igualmente los preceptos
negativos de la ley natural son universalmente válidos: obligan a todos siempre y en toda
circunstancia". Estos marcan el límite mínimo que el hombre no puede nunca pasar para ser
hombre. En cambio el mandamiento del amor de Dios y del prójimo no tiene en su dinámica
positiva ningún límite superior, sino más bien uno inferior, por debajo del cual se viola el
mandamiento. (Cfr VS 52)

La ley divina y la ley natural se hallan en perfecto acuerdo. La ley moral natural
tiene a Dios como autor y el hombre, mediante su razón, participa de la ley eterna, que no ha
sido establecida por él. Es Dios quien la ha establecido. El hombre no puede decidir sobre el
bien o el mal, sino que está llamado a aceptar la ley moral que Dios en su amor, al conocer
perfectamente lo que es bueno para el hombre, le da: "Del árbol de la ciencia del bien y del
mal no comerás" (Gén 2,17). De este modo, la ley de Dios no atenúa ni elimina la libertad
del hombre, sino que la garantiza y la promueve. 91 Dios ha dejado al hombre "en manos de
su propio albedrío" (Eclo 15,14) para que buscase a su Creador y alcanzase libremente la
perfección. Pero alcanzar no significa crear la perfección, sino edificar personalmente en sí
mismo la perfección a la que Dios le ha destinado: ser imagen de Dios. La autonomía
absoluta del hombre es su misma muerte: "Pues sin el Creador la criatura se diluye...
Además, por el olvido de Dios, la criatura misma queda oscurecida" (GS 36). En cambio, en

87 SANTO TOMAS, In duo praecepta caritatis et in decen legis praecepta. Prologus: Opuscula theologica II,
n.1129.
88 VS 43, citando a SANTO TOMAS, Summa Theologica, I-II, q.90, a.4.
89 Cfr VS 51.
90 Cfr GS 10 y 29; S. CONGREGACION PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Persona humana,n.4
91 Cfr VS 35-36.

49
la fidelidad a la verdad del ser que Dios ha dado al hombre, la libertad se ejerce en
conformidad con la dignidad del hombre:

La dignidad del hombre requiere que actúe según una elección co nsciente y libre, es decir, movido e
inducido desde dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de una mera coacción externa.
El hombre logra esta dignidad cuando, liberándose de toda esclavitud de las pasiones, persigue su fin en
la libre elección del bien. (GS 17)

La vida moral exige la creatividad de la persona, pero como participación de la


sabiduría divina. De este modo la ley moral, que proviene de Dios, es al mismo tiempo la ley
propia del hombre. En efecto, la ley natural "no es otra cosa que la luz de la inteligencia
infundida en el hombre por Dios. Gracias a ella el hombre conoce lo que es conforme a su ser
verdaderamente hombre. Dios, al crear al hombre, ha inscrito en su ser esta ley. El hombre,
pues, posee en sí mismo la propia ley, recibida de Dios Creador. 92

Sin el fundamento de Dios, sin la luz y la gracia divinas, queda todo a nuestro
antojo, en una pendiente que resbala hacia el subjetivismo, el relativismo y la llamada ética
de situación, para la que en definitiva todo queda justificado.93

Según la fe cristiana y la doctrina de la Iglesia, solamente la libertad que se somete a la verdad conduce
a la persona humana a su verdadero bien. El bien de la persona consiste en estar en la Verdad y en
realizar la Verdad. (VS 84)

4. Libertad y gracia

"La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre" (GS 17).
El hombre es libre acogiendo la llamada que Dios le hace y respondiendo a ella con su vida.
Para hacer posible esta libertad, se encarnó Jesucristo. Su misión fue "proclamar la liberación
a los cautivos y dar la libertad a los oprimidos" (Lc 4,18). "Pues para ser libres nos libertó
Cristo...Porque, hermanos, habéis sido llamados a la libertad" (Gál 5,1.13). Quien acoge en la
fe a Cristo, y se mantiene fiel a su palabra, conoce la verdad y la verdad le hace libre. En
cambio, el que vive en el pecado, es un esclavo. "Si, pues, el Hijo os da la libertad, seréis
realmente libres" (Jn 8,31-36).

El hombre es obra de Dios: "hemos sido creados en Cristo Jesús en orden a las
buenas obras que de antemano dispuso Dios que realizáramos" (Ef 2,10). Pero el hombre por
el pecado experimenta que "no cumple el bien que quiere, sino el mal que no quiere" (Rom
7,14ss). "Vendido como esclavo al pecado", el hombre experimenta que en él se ha roto la
armonía entre la verdad y la libertad. La libertad elige y hace lo que va contra la verdad de la
persona humana, "aprisionando la verdad en la injusticia" (Rom 1,18). Este es el drama del
hombre, que ve lo que es bueno, lo que responde a su ser, a su verdad, pero hace lo contrario,
lo que detesta. "¡Pobre de mí!, -exclama san Pablo-, ¿Quién me librará de este cuerpo que me
lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!" (Rom 7,24-25).

Cristo crucificado revela el significado auténtico de la libertad, lo vive plenamente en el don total de sí y
llama a los discípulos a tomar parte en su misma libertad. (VS 85)

92 Cfr VS 40.
93 La IV conferencia del Celam en Santo Domingo, constata esta realidad: "Se observa en nuestra realidad
social el creciente desajuste ético-moral, en especial la deformación de la conciencia, la ética permisiva y una
sensible baja del sentido de pecado" (n.232). "Se introduce como norma de moralidad la llamada 'ética civil o
ciudadana', sobre la base de un consenso mínimo de todos con la cultura reinante, sin necesidad de respetar la
moral natural y las normas cristianas. Se observa una 'moral de situación' según la cual algo de por sí malo
dejaría de serlo de acuerdo a las personas, circunstancias e intereses que están en juego" (n.236).

50
Cristo se hace hombre y muere en la cruz para liberar al hombre, en primer lugar, del
pecado: "Gracias a Dios, vosotros, que erais esclavos del pecado, habéis obedecido de
corazón a aquel modelo de doctrina al que fuisteis entregados, y liberados del pecado, os
habéis hecho esclavos de la justicia" (Rom 6,17-18). 94
El hombre, redimido de la esclavitud del pecado, es liberado, en segundo lugar, de la
esclavitud de la ley: "pues el pecado no dominará ya sobre vosotros, ya que no estáis bajo la
ley sino bajo la gracia" (Rom 6,13-14). Jesucristo, cargando por nosotros con "la maldición
de la ley", al morir en la cruz, nos liberó de la maldición de la ley: "Cristo nos rescató de la
maldición de la ley, haciéndose El mismo maldición por nosotros" (Gál 3,13).

Liberados por Cristo del pecado y de la maldición de la ley hemos sido liberados,
finalmente, de la muerte, salario del pecado, maldición de la ley: "por el pecado, la muerte"
(Rom 5,12). Ciertamente la liberación de la muerte aún espera la resurrección gloriosa
(1Cor 15,26.54ss), porque los creyentes se encuentran todavía "en la espera de la redención
de su cuerpo" (Rom 8,23), cuando sea totalmente destruido "el último enemigo, que es la
muerte" (1Cor 15,16). Pero el cristiano ya ha sido liberado "del miedo a la muerte, con el
que el Diablo nos tenía de por vida sometidos a esclavitud" (Hb 2,15). En realidad, ya
"hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. (Sólo) quien no ama
permanece en la muerte" (1Jn 3,14;Jn 5,24). En la Eucaristía recibimos la prenda de la
liberación definitiva de la muerte: "Este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma
no muera... El que coma esta pan vivirá para siempre" (Jn 6,50.58).

Esta triple liberación que Cristo realiza en el cristiano, es para que éste sea libre:
"Para ser libres, nos libertó Cristo" (Gál 5,1). En una palabra: la libertad de está ordenada
a la libertad para: "Porque, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; sólo que no
toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a
los otros" (Gál 5,13). Esta libertad para amar es la verdadera libertad, signo eminente de la
imagen divina en el hombre:

Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza: llamándolo a la existencia por amor lo ha llamado
al mismo tiempo al amor. Dios es amor (1Jn 4-8) y vive en sí mismo un misterio de comunión personal
de amor. Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad
del hombre y de la mujer la vocación del amor y de la comunión. El amor es, por tanto, la vocación
fundamental e innata de todo ser humano. (FC 11).

El hombre, don viviente y personal de Dios, no puede encontrar su verdad, su propia


plenitud, si no se da libremente en el amor. "El don revela una característica particular de la
existencia personal, más aún, de la misma esencia de la persona. Cuando Dios dice que 'no es
bueno que el hombre esté solo' (Gén 2,18), afirma que el hombre en solitario no realiza
plenamente su esencia. La realiza existiendo con alguien, y todavía más profundamente y
más plenamente, existiendo para alguien".95 Pues hay "una cierta semejanza entre la unión
de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en el amor. Esta
semejanza demuestra que el hombre, única criatura a la que Dios ha amado por sí misma,
no puede encontrar su propia plenitud sino es en la entrega sincera de sí mismo a los demás"
(GS 24). En palabras de san Agustín: "La verdad os ha hecho libres, la caridad os haga
servidores".

Esta es la libertad que Cristo da al cristiano con el don de su Espíritu, que le otorga
la capacidad de responder en el amor a la llamada del Padre: "Porque el Señor es el

94 Cfr. CEC 1741.


95 JUAN PABLO II, Audiencia general del 9-1-80.

51
Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad" (2Cor 3,17), "la gloriosa
libertad de los hijos de Dios" (Rom 8,21).

Jesús manifiesta, además, con su misma vida, y no sólo con palabras, que la libertad se realiza en el
amor, es decir en el don de uno mismo en el servicio a Dios y a los hermanos... Por lo tanto, Jesús es la
síntesis viviente y personal de la perfecta libertad en la obediencia total a la voluntad de Dios. Su carne
crucificada es la plena revelación del vínculo indisoluble entre libertad y verdad, así como su
resurrección de la muerte es la exaltación suprema de la fecundidad y de la fuerza de una libertad vivida
en la verdad. (VS 87)

5. Ley nueva y ley antigua

Las posibilidades concretas para el hombre de realizar la verdad moral, a pesar de la


debilidad de su libertad, debida al pecado, están en el misterio de la resurrección de Cristo.
En Cristo el Padre no sólo nos ofrece la verdad sobre el bien, sino también la ley nueva, que
es el Espíritu Santo en nosotros, que nos capacita para amar y hacer el bien. 96

"La ley del Espíritu que da vida en Cristo Jesús, te liberó de la ley del pecado y de la muerte" (Rom 8,2).
Con estas palabras el Apóstol nos introduce a considerar en la perspectiva de la historia de la salvación
que se cumple en Cristo la relación entre la Ley (antigua) y la gracia (Ley nueva). (VS 23)

La ley tiene una función pedagógica. Lleva al hombre pecador a valorar su propia
impotencia, quitándole la presunción de la autosuficiencia. De este modo le abre a la
invocación y a la acogida de la "vida en el Espíritu". Como dice san Agustín: "La Ley ha sido
dada para que se implorase la gracia; la gracia ha sido dada para que se observase la ley"
(n.23).97 Y Santo Tomás afirma que la Ley Nueva es la gracia del Espíritu Santo dada
mediante la fe en Cristo.98 Los preceptos externos preparan para esta gracia o despliegan
sus efectos en la vida (VS 24).

Quien "vive según la carne", siente la ley de Dios como un peso, más aún, como una negación o, de
cualquier modo, como restricción de la propia libertad. En cambio, quien está movido por el amor y
"vive según el Espíritu" (Gál 5,16), y desea servir a los demás, encuentra en la ley de Dios el camino
fundamental y necesario para practicar el amor libremente elegido y vivido (VS 17).

La libertad del hombre y la ley de Dios se compenetran recíprocamente. La ley


natural, participación de la ley eterna de Dios en el hombre, implica la obediencia de la razón
a ella y a los preceptos morales derivados de la misma. La ley natural expresa la verdad sobre
el bien de la persona e indica el camino para la realización auténtica de la libertad. En Cristo
se nos ha desvelado en su plenitud el plan original de Dios sobre el hombre.

La ley natural se manifesta, pues, como el mejor modo de vivir como persona,
escuchando y respondiendo a las oportunidades y a las exigencias presentes, que Dios le
presenta en la historia, según el grado de capacidad de escuchar y de percibir el significado
de la realidad.

CRISTO: CAMINO, VERDAD Y VIDA

Pero la moral cristiana no se limita a añadir una motivación al contenido de la ley


natural, como hoy algunos moralistas proponen. Esta posición es, en cierto sentido, la

96 Cfr. CEC 1961-1972.


97 San Agustín, De spiritu et littera 19,34.
98 Santo Tomás, Summa Theologica I-II,q.106,a.1.

52
heredera natural de esa concepción legalista de la teología moral, interesada únicamente en
precisar los límites mínimos de la norma externa, descuidando la dinamicidad del nuevo ser
en Cristo, de la nueva criatura. Sus defensores se han formado en una moral estática, en una
moral del límite, no en una moral dinámica, de crecimiento según el nuevo mandamiento de
Cristo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12). Cuando Cristo añade
«como yo os he amado», además de un motivo, da una regla, una orientación, que es la
expresión de nuestro ser en Cristo, de su presencia en nosotros. 99

En el corazón del cristiano, en el núcleo más secreto del hombre, resuena siempre la pregunta que el
joven del evangelio dirigió un día a Jesús: "Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida
eterna?" (Mt 19,16). Pero es necesario que cada uno la dirija al Maestro "bueno", porque es el único que
puede responder en la plenitud de la verdad, en cualquier situación, en las circunstancias más diversas.
(VS 117)

Respondiendo a esta pregunta, Jesús ha remitido a Dios, Señor de la Creación y de la alianza; ha


recordado los mandamientos morales, ya revelados en el Antiguo Testamento; indicó el espíritu y
radicalidad de ellos, invitando a su seguimiento: "Ven y sígueme". La verdad de esta doctrina tuvo su
culmen en la cruz con la sangre de Cristo: se ha convertido, por el Espíritu Santo, en la ley nueva de la
Iglesia y de todo cristiano. (VS 114)

El hombre, creado en Cristo como imagen de Dios, ha sido destinado a reproducir la


imagen del Hijo, el primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29). El encuentro con
Cristo, verdad plena del hombre, muestra al hombre su verdadera imagen, su auténtico ser.
Por ello provoca la pregunta: "Quién eres tú, Señor?" (He 22,8). E inmediatamente surge el
siguiente interrogante: "¿Qué he de hacer, Señor?" (He 22,10). A la vista en Cristo de la
propia imagen, según el designio original de Dios, el hombre descubre en sí mismo la
profunda desfiguración de esa imagen y le nace el deseo de reconstruirla, de convertirse a
Cristo, de reproducir en la propia vida su verdadera imagen.

Todo hombre, creado por Dios en libertad, se halla en manos de su propio albedrío
(Eclo 15,14). Y ante él se hallan dos caminos, dos formas de vida: ante él están el agua y el
fuego, puede extender la mano donde desee (Eclo 15,16); es decir, "ante los hombre está la
vida y la muerte, puede encaminarse por donde prefiera" (Eclo 15,17). Dios respeta la
libertad que El mismo ha dado al hombre. Esto no quiere decir que Dios sea indiferente y le
dé lo mismo que el hombre elija un camino o el otro: "Mira, yo pongo hoy ante ti vida y
felicidad, muerte y desgracia... Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia, amando
a Yahveh, escuchando su voz, viviendo unido a El, pues en eso está tu vida" (Dt 30,15-20).
Respetando la libertad del hombre, el deseo de Dios es que elija libremente el camino de la
vida: "Dichoso, pues, el hombre que no sigue la senda de los pecadores, que se pierde en la
muerte, sino que se complace en la ley del Señor, dando fruto a su tiempo" (Sal 1). 100

Ante estos dos caminos, el interrogante fundamental e inevitable es: "¿Qué he de


hacer para alcanzar la vida eterna?" (Mt 19,16). En su libertad, que le permite elegir uno u
otro camino, el hombre se halla ante el deber moral: "¿qué debo hacer?". Sólo el hombre
libre se interroga sobre la vida moral. La libertad no se vive en la esclavitud, en el dejarse
llevar, arrastrado, por las pasiones o por la coacción externa. Pablo, liberado por Cristo de
la ley del pecado y de la muerte (Rom 8,2), pregunta a Cristo: "¿Qué debo hacer, Señor?".
Pues Cristo nos liberó para ser libres y no para "volver a la esclavitud de la carne". Una
vida liberada busca su camino, su sentido y su meta.

99 Para la síntesis entre la ley de Cristo y la ley natural, Cfr. B. HÄRING La vida cristiana a la luz de los
sacramentos, p. 72-81. Cfr. N. LAZURE, Les valeurs morales de la théologie joannique, París 1965.
100 Cfr. CEC 1696.

53
Caminar en la Escritura es vivir, seguir los pasos de Dios, que "marcha con
nosotros" (Ex 33,16;Dt 20,4). Por eso la vocación de Dios es siempre una llamada "a
ponerse en camino hacia donde El indique" (Gén 12,1). Seguir la vocación es la respuesta de
la fe al don de la elección gratuita y amorosa de Dios. Esta fe es confianza en Dios,
obediencia, abandono a su voluntad, que lleva al hombre a "abandonar sus caminos", "salir
de su tierra", dejar la propia instalación, y dejarse llevar por los caminos de Dios, que "no
son vuestros caminos" (Is 55,8).

Dios no sólo acompaña al hombre, sino que le abre el camino, "poniéndose al


frente" para guiarlo de día y de noche (Ex 13,21), derribando hasta la barrera del mar: "Por
el mar iba tu camino, por las grandes aguas tu sendero, donde quedaron invisibles tus
huellas" (Sal 77,20); y lo mismo abre caminos, donde no hay camino, en la marcha por el
desierto (Sal 68,8;Dt 1,29-33). Aunque al hombre, a veces, le parezca que el camino es largo
y torcido (Dt 2,1ss) -en realidad destinado a que el hombre conozca lo que hay en su corazón
y se convierta interiormente a Dios (Dt 8,2-6)-, al final el camino de Dios llega a su fin,
porque el Señor conduce a su pueblo al reposo de la "espléndida tierra" (Dt 8,7-10). Así el
pueblo confiesa que "todas las sendas de Yahveh son amor y verdad" (Sal 25,8-10). Por eso,
la respuesta del pueblo al amor de Dios y a sus llamadas es "seguir el camino del Señor"
(Sal 128,1), "caminar humildemente con Dios" (Miq 6,8). El camino del Señor es, pues, el
verdadero camino del hombre, que responde a la verdad del ser del hombre y le da la
auténtica vida. En cambio, desobedecer a Dios es "desviarse", lo que lleva al hombre a
"extraviarse", a perder la tierra, volviendo a la esclavitud o al exilio (Os 11,5).

Sin embargo, aunque el hombre equivoque el camino, Dios no se deja vencer por el
pecado y ofrece al hombre la conversión, la vuelta a El. Para ello, "abre senderos en el
páramo" (Is 43,19) y "convierte los montes en caminos" (Is 49,11).

Esta historia de salvación culmina en Cristo. Juan Bautista lo anuncia con los
mismos términos de Isaías: llega el nuevo y definitivo éxodo: "Preparad el camino del
Señor" (Lc 3,4;Is 40,3). Jesús realizará el nuevo éxodo, llevando al pueblo de Dios de la
esclavitud del pecado a la casa del Padre, al reposo eterno de Dios mismo (Hb 4,9ss). Cristo
"lleva a los hijos a la gloria, guiándolos a la salvación" (Hb 2,10). Jesús en persona es el
camino: en El los hombres llegan a la vida eterna. El entra el primero a través del camino
de la cruz. Y a través de su carne abre la senda que lleva a los discípulos a participar en la
gloria de la resurrección. Cristo es "el camino nuevo y vivo" para entrar en el "santuario
celeste" (Hb 10,19-22).

El caminar de Abraham, la marcha del pueblo hacia la tierra prometida, la vuelta


del exilio y el seguimiento de Dios en la ley, culminan en Jesucristo, camino de vida, en el
Espíritu, que lleva al Padre:

Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.


Nadie va al Padre sino por mí. (Jn 14,6)

54
3. DIMENSION PNEUMATOLOGICA DE LA IGLESIA
Y DE LA MORAL CRISTIANA

I. EL ESPIRITU SANTO ACTUALIZA LA OBRA DE CRISTO

EL ESPÍRITU, DON PASCUAL DE CRISTO

Cristo, el esposo divino, hace a la Iglesia, su esposa, el gran don de su Espíritu. Es


imposible concebir la consumación de la obra de Cristo sin la misión del Espíritu Santo. En
efecto, «terminada la obra que el Padre había encomendado al Hijo realizar en la tierra (Jn
17,4), fue enviado el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, para que santificara
constantemente a la Iglesia» (LG 4). La cristología nos conduce a la pneumatología.

Por el olvido o ignorancia del Espíritu Santo, la fe, la oración y la vida de muchos
cristianos sigue siendo más monoteísta que trinitaria. En muchos casos esto lleva a una fe
abstracta, fría, teísta; a una oración individualista, desligada de la comunión eclesial, que es
expresión viva de la unión trinitaria; a una vida en evidente divorcio de la fe, pues sólo el
Espíritu vivifica, interioriza y hace actual en la vida la fe confesada y celebrada. 101

El Espíritu Santo es el lazo de amor en la vida trinitaria, autor de la santificación en


la Iglesia entera y en cada uno de los redimidos. Pero sin el Espíritu Santo no conocemos a
Dios como Padre, a Jesús como Señor ni a la Iglesia como sacramento de salvación. San
Juan Crisóstomo lo confiesa con fuerza:

Si el Espíritu Santo no existiera, no podríamos decir que Jesús es nuestro Señor. "Porque nadie puede
decir: Jesús es Señor, sino en el Espíritu Santo" (1Cor 12, 3). Si no existiera el Espíritu Santo, los
creyentes no podríamos orar a Dios. En efecto, decimos "Padre nuestro que estás en los cielos" (Mt 6,9).
Pero, así como no podríamos llamar a Jesús nuestro Señor, tampoco podríamos llamar a Dios Padre
nuestro. ¿Quién lo prueba? El Apóstol que dice: "La prueba de que sois hijos es que Dios envió a
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abba, Padre!" (Gál 4,6).102

La Iglesia no se puede pensar sin Cristo o al margen del Espíritu. El Concilio ha dado
al misterio de la Iglesia una formulación francamente pneumatológica. El recurso constante a
la Escritura le ha impuesto este estilo realmente nuevo.

El origen de la Iglesia en el Espíritu es el misterio de Pentecostés. Por irremplazable


que haya sido la fundación institucional de la Iglesia por Cristo mismo, -cuyas etapas
enumera la LG: elección de los apóstoles, designación especial de Pedro, educación
progresiva de los Doce y envío a la misión (n.9)-, la Iglesia no hubiera sido lo que Jesús
quería, sin la misión del Espíritu Santo. El testimonio de los Hechos sobre la función del
Espíritu Santo es explícito: nada fue hecho hasta que el Espíritu, enviado por Cristo desde el
Padre, dio a la institución eclesial su vida «de arriba» (He 1,6-11).(n.9).

101 Cfr. CEC 683-684.


102 SAN JUAN CRISOSTOMO, 1ª homilía sobre Pentecostés,n.4.

55
La Iglesia no se comprende sino en relación al Espíritu Santo. Cristo resucitado se
comunica a la Iglesia en la actividad permanente del Espíritu. La Iglesia es Iglesia de Cristo
en cuanto es la Iglesia del Espíritu de Cristo, potencia divinamente personal en la que Cristo
glorificado se da constantemente a los suyos: «Porque Cristo, levantado sobre la tierra, ha
atraído hacia sí a todos los hombres (Jn 12,33); habiendo resucitado de entre los muertos (Rm
6,9), envió su Espíritu vivificante a los discípulos y por El constituyó su cuerpo, que es la
Iglesia, como sacramento universal de salvación; estando sentado a la derecha del Padre
actúa sin cesar en el mundo para llevar a los hombres a la Iglesia y para unirlos más
estrechamente consigo por medio de la misma y hacerles partícipes de su vida gloriosa, al
darles en alimento su cuerpo y sangre. Así, pues, la restauración prometida, que esperamos,
ya empezó en Cristo, está impulsada por la misión del Espíritu Santo y por El se continúa en
la Iglesia» (n.48). Es, pues, imposible pensar la vida de la Iglesia independientemente del
Espíritu, que hace de ella un Pentecostés continuo. 103

MISION DEL ESPIRITU EN LA IGLESIA

La misión del Espíritu Santo consiste principalmente en la actualización dinámica y


en la interiorización en las personas, a través del tiempo y el espacio, de lo que Cristo hizo
una vez por todas. Cristo ha salvado a los hombres, nos ha revelado al Padre, ha instituido los
sacramentos... Y el Espíritu Santo actualiza, realiza, interioriza en nosotros todo esto. Por
ello, la Iglesia depende de la acción del Espíritu Santo, pues es El quien hace posible la pre-
sencia de Cristo en el tiempo, y comunicables su salvación y su gracia. 104

El texto más explícito se encuentra en el primer capítulo de la LG. Describiendo,


desde el principio al término final, la misión del Espíritu en la vida de la Iglesia, el Concilio
traza un cuadro de conjunto, que debe citarse por entero:

Terminada la obra que el Padre había encomendado al Hijo realizar en la tierra (Jn 14,4), fue enviado el
Espíritu Santo, el día de Pentecostés, para que santificara constantemente a la Iglesia y de este modo
tuviesen acceso al Padre los creyentes por Cristo en un solo Espíritu (Ef 2,18). El es el Espíritu de vida o
la fuente del agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14;7,38-39), por medio del cual el Padre vivifica a
los hombres que estaban muertos por el pecado hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (Rm
8,10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo (1Cor
3,16;6,19), y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos (Gál 4,6;Rm 8,15-16.26). A esta
Iglesia, a la que introduce en toda verdad (Jn 16,13) y unifica en la comunión y el ministerio, la instruye
y dirige mediante los diversos dones jerárquicos y carismáticos y la adorna con sus frutos (Ef 4,11-
12;1Cor 12,4;Gál 5,22). Rejuvenece a la Iglesia con el vigor del Evangelio y la renueva perpetuamente y
la conduce a la perfecta unión con su Esposo. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven!
(Ap 22,17). Así la Iglesia universal se nos presenta como "un pueblo reunido por la unidad del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo"» (n.4) .

Esta síntesis muestra cómo, desde Pentecostés a la Parusía, el Espíritu Santo


despliega la amplitud evangélica y salvífica, sacramental e interior, escatológica y trinitaria
de sus dones. Con la expresión final, tomada de San Cipriano, 105 el Concilio coloca a la
Iglesia en relación con la Trinidad. El misterio de la Iglesia está relacionado con el misterio
trinitario, reproduce el misterio de Dios, Uno y Trino. La LG no podía tener una
presentación mejor que esta evocación del plan de salvación que el Padre decreta para
nosotros y realiza por la encarnación de su Hijo y la misión del Espíritu Santo (n.1-4).

103 Cfr. S. BULGAFOB, Il paraclito, Bologna 1971;E. LANNE, Lo Spirito Santo e la Chiesa, Roma 1970; P.
EVDOKIMOV, L'Esprit Saint dans la traditio ortodoxe, París 1969.
104 Cfr. CEC 1104-1107.
105 SAN CIPRIANO, De Or.Dom. 23;Pl 4, c.553.

56
El Espíritu Santo introduce al cristiano en la vida trinitaria. Este misterio es el que
vive la Iglesia y el cristiano en ella. La presencia del Dios Uno y Trino en la Iglesia nos
envuelve en la circular fuerza de su amor. Cristo nos mantiene unidos al Padre en el impulso
de Amor por el que se da enteramente a El: "Por medio de Cristo tenemos acceso, en un solo
Espíritu, al Padre" (Ef 2,18). San Ireneo en diversas ocasiones señala esta doble dirección
de la historia de la salvación: desde el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo llega la
salvación a la Iglesia y, en ella, al cristiano; y en la Iglesia, el Espíritu nos une a Cristo que
nos presenta con El al Padre.106

EL ESPIRITU, PRINCIPIO DE UNIDAD EN LA IGLESIA

Late aquí un cambio de perspectiva, que da un equilibrio interno a toda la


eclesiología. La Iglesia injertada en la vida trinitaria, reproducirá, en su misterio y en su vida,
lo que es sacramental antes que lo jurídico; lo divino antes que lo humano. Antes que
sociedad visible, organizada jerárquicamente, la Iglesia es una comunión en el Espíritu, de
donde la participación de todos en una responsabilidad común no es más que la
manifestación activa de la naturaleza íntima de la comunidad del Señor, del único pueblo de
Dios.

Es cierto que hablar de Pueblo de Dios no significa decir la última palabra sobre el
misterio de la Iglesia, como ha advertido el mismo Y. Congar, uno de los que más ha
contribuido a devolver a esta noción su importancia irrenunciable. Sin embargo, la aparición
de un segundo capítulo sobre el Pueblo de Dios, después del primero sobre el misterio de la
Iglesia, y antes del tercero sobre la jerarquía, marca un gran paso para la renovación espiritual
de la eclesiología. Significa la superación del clericalismo de la eclesiología apologética, que
insistía unilateralmente sobre la visibilidad jerárquica. La nueva concepción pone remedio a
esta eclesiología con la concepción realmente ministerial de la jerarquía, concebida comple-
tamente al servicio espiritual del Pueblo de Dios. Las estructuras jerárquicas no son
ciertamente negadas, pero son colocadas en su sitio: «para apacentar el Pueblo de Dios y
acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios, ordenados al
bien de todo el Cuerpo. Porque los ministros que poseen la sagrada potestad, están al servicio
de sus hermanos, a fin de que todos cuantos son miembros del Pueblo de Dios y gozan, por
tanto, de la dignidad cristiana, tiendan todos libre y ordenadamente a un mismo fin y lleguen
a la salvación» (n.18). La colegialidad episcopal es una expresión fundamental de esta
eclesiología de comunión, que crea el Espíritu Santo.

Enteramente referida al servicio y no al poder, la jerarquía es definida por el


ministerio del Espíritu, principio supremo de un pueblo que es de Dios. «(Los obispos) son
los pastores, elegidos para apacentar la grey del Señor, los ministros de Cristo y los
dispensadores de los misterios de Dios (1Cor 4,1) y a ellos está encomendado el testimonio
del Evangelio de la gracia de Dios (Rm 15,16;He 20,24) y el ministerio del Espíritu y de la
justicia en gloria (2Cor 3,8-9)» (n.21). Este servicio del Espíritu, sin embargo, no es
exclusivo de los ministros jerárquicos. Ellos lo han recibido, ciertamente, por una con-
sagración sacramental, pero no lo acaparan. Pues el pueblo, al que ellos asisten, es un pueblo
en el que el sacerdocio común (n.10,11 y 34), el sentido de la fe (n.12) y los carismas (n.12)
atestiguan quee todos y cada uno de sus miembros participan del Espíritu Santo.

106 Cfr. SAN IRENEO, Adv.haer. V,1,1. Para más textos patrísticos sobre la acción del Espíritu Santo, cfr. E.
JIMENEZ HERNANDEZ, El Espíritu Santo. Dador de vida, en la Iglesia, al cristiano, Bilbao 1993.

57
La jerarquía sólo se concibe rectamente cuando es entendida como un orden de
servicio. Y, por eso, para enfocar bien la cuestión del servicio peculiar de la jerarquía
eclesiástica, hay que incorporarla en la cuestión más amplia de la función ministerial que
compete a todos los miembros de la Iglesia. Toda la Iglesia, con su diversidad de miembros,
está unida por el Espíritu «en comunión y ministerio» (n.7). Es un mismo Espíritu el que
distribuye los diversos dones en la Iglesia «para utilidad de la Iglesia, según sus riquezas y la
diversidad de ministerios» (n.7). En este sentido, en la Iglesia no hay ningún oficio con
carácter individual, pues los diversos ministerios tienden a la edificación de toda la
comunidad. Para esta edificación de la comunidad en Cristo, el mismo Espíritu señala a los
diversos miembros la misión que en cada caso deben cumplir. Desde el punto de vista del
servicio, reina también una igualdad fundamental entre los diversos miembros de la Iglesia y
consiste en que todos ellos, mediante el cumplimiento de la misión que les está encomenda-
da, deben cooperar a la edificación del cuerpo de Cristo. Cuando se trata del servicio mutuo,
está fuera de duda que ningún miembro puede considerarse superior a los demás: «Y si es
cierto que algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos para los demás como
doctores, dispensadores de los misterios y pastores, sin embargo, se da una verdadera
igualdad entre todos en lo referente a la dignidad y a la acción común de todos los fieles para
la edificación del cuerpo de Cristo... De este modo, en la diversidad, todos darán testimonio
de la admirable unidad del cuerpo de Cristo; pues la misma diversidad de gracias, servicios y
funciones congrega en la unidad a los hijos de Dios, porque todas estas cosas son obra del
único e idéntico Espíritu (1Cor 12,11)» (n.32).

Hay, pues, que afirmar que la Iglesia tiene como principio interno de unidad y de
vida la persona del Espíritu Santo. El Espíritu Santo suscita la comunión eclesial desde el
interior. «El Espíritu Santo es el principio interior de unidad y el principio operacional de la
Iglesia».107 Es cierto que el Espíritu Santo no tiene autonomía con respecto a Cristo en
cuanto al contenido de la obra que realiza (Cfr Jn 16,13-15), pero también es verdad que, en
la realización de esta obra, el Espíritu es la gracia y, por consiguiente, también la libertad,
el acontecimiento. No se da oposición entre el acontecimiento y la institución. La Iglesia
procede de la misión del Verbo, que ha implantado en el mundo, al menos en cuanto a lo
sustancial, una forma definida de fe, de sacramentos y de ministerio y procede, además, de
una segunda misión, la del Espíritu, que no cesa de impulsar hacia adelante, en lo inédito de
la historia, la obra realizada de una vez para siempre por Cristo, y que, por esta misma
razón, no cesa de suscitar y animar a los hombres, rejuveneciendo constantemente a la
Iglesia.

"El Espíritu Santo es la memoria viva de la Iglesia", dice el Catecismo de la Iglesia


Católica.108 "En la liturgia de la Palabra, el Espíritu Santo recuerda a la asamblea todo lo
que Cristo ha hecho por nosotros. De este modo, el Espíritu Santo despierta la memoria de
la Iglesia, suscitando la acción de gracias y la alabanza". 109

EL MISMO ESPIRITU EN CRISTO Y EN LA IGLESIA

107 Y. CONGAR, La pneumatologie dans la théologie catholoque, Rev.desSc.Phil.etThéol 1(1967)255


108 CEC 1099.
109 Ibidem, n.1820;cfr. n.1716-1724.

58
La Iglesia de Cristo es creación del Espíritu Santo. Ha nacido de la efusión del
Espíritu, que ha comunicado a los hombres la salvación cumplida en Cristo, que ha liberado a
los hombres de la clausura sí mismos y los ha unido para conducirlos como su pueblo. La
Iglesia ha nacido del acontecimiento de Pentecostés y depende siempre de él. El Espíritu es
su fuerza vital. El la santifica y renueva constantemente (n.7), en cuanto comunidad y en cada
uno de sus miembros.

Pero debe quedar claro que la renovación pneumatológica fundamentalmente no es


más que la renovación cristocéntrica; porque el Espíritu Santo es, según el mismo lenguaje de
la Escritura, el Espíritu de Cristo. Su misión consiste en configurar a la Iglesia y a cada
cristiano con Cristo. Cristo es el centro; por ello se puede hablar de cristocentrismo; porque el
Espíritu no es el centro. El no nos atrae hacia sí. El reúne, congrega la Iglesia y la centra en
Cristo. Nosotros no pertenecemos al Espíritu Santo como pertenecemos a Cristo; pero
pertenecemos a Cristo por el Espíritu Santo: «Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es
de Cristo» (Rm 8,9).110

El Espíritu que anima la Iglesia es el Espíritu de Cristo, maestro y esposo de la


Iglesia. Es el mismo Espíritu en la cabeza y en los miembros del cuerpo de Cristo. La obra
mesiánica de Cristo está ligada a la unción del Espíritu. Sólo por el Espíritu se ha efectuado
la encarnación de Cristo, «concebido del Espíritu Santo» (Lc 1,35). El Espíritu Santo está al
origen de la vida de Jesús y al origen de su ministerio: en el bautismo, según los
evangelistas, el Espíritu Santo «ha descendido» sobre El (Mt 3,16;Jn 1,33). Jesús mismo
afirmó su relación con el Espíritu desde el comienzo de su predicación: «El Espíritu está
sobre mí» (Lc 4,21). Está «lleno», «revestido» del Espíritu (Lc 4,1.14). Mediante la efusión
del Espíritu en el bautismo, Jesús es constituido Cristo, Ungido de Dios, Mesías. Ha sido
revestido por el Espíritu de su triple ministerio de profeta, sacerdote y rey. La acción del
Espíritu resplandece en todo el ministerio de Cristo (Jn 5,21;Lc 11,20...) y sólo por el
Espíritu tuvo lugar su resurrección (Cfr Rm 8,11).

Este mismo Espíritu de Cristo es el que, con su venida el día de Pentecostés, funda la
Iglesia en cuanto comunidad histórica, que continúa la obra salvadora de Cristo. Es el
mismo Espíritu el que habita y anima a Cristo y a la Iglesia. La Iglesia es el pueblo de Dios,
modelado conforme al Cristo crucificado y resucitado, mediante la operación constante del
Espíritu Santo (Cfr 2Cor 3,18).

Los Padres han insistido en la relación íntima que une a la Iglesia con el Espíritu
Santo. San Ireneo afirma categóricamente: «Donde está la Iglesia, allí está también el
Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia». 111 Y San
Agustín no cesará de repetir que no se puede tener el Espíritu y vivir del Espíritu si no es en
la Iglesia: «Sean el cuerpo de Cristo, si quieren vivir del Espíritu de Cristo. No vive del
Espíritu de Cristo quien no es del cuerpo de Cristo», dirá a los donatistas. 112

Ya en el símbolo apostólico se confiesa el lazo estrechísimo entre el Espíritu Santo y


la Iglesia: «Creo en el Espíritu Santo en la Santa Iglesia». 113 El Espíritu Santo no puede ser
separado de la Iglesia, ni la Iglesia del Espíritu Santo. El Espíritu Santo mora en la Iglesia,
creándola, renovándola, santificándola, guiándola y obrando a través de ella (n.4 y 7).

110 Cfr. CEC 689-690;1108.


111 Adv. haereses III 24,1.
112 In Joan. Traet. XXVI, 6,13;Pl 35, c.1612.
113 Cfr. P. NAUTIN, Je crois à l'Esprit dans la saint Eglise pour la resurretion de la chair, París 1946.

59
No hay Iglesia sin el Espíritu como no la hay sin Cristo resucitado. Por ello, la
Iglesia es en el mundo el lugar normal de la presencia y de la acción del Espíritu, como es el
lugar normal de la presencia y de la acción del Resucitado. «La Iglesia, dice Y. Congar, es el
cuerpo del Señor resucitado y glorificado; es el Pentecostés continuado, el signo permanente
de la misión del Espíritu Santo en el mundo redimido».114

EL ESPIRITU SANTO ANIMA TODA LA VIDA DE LA IGLESIA

Por esto la «eclesiología sólo es posible como cristología o pneumatología en


acto».115 La dimensión pneumatológica penetra todos los aspectos de la eclesiología. Así
toda la LG está penetrada de esta dimensión pneumática de la Iglesia. Intentaré dar una
visión rápida y sintética del conjunto de la constitución bajo este aspecto:

El Espíritu Santo fue enviado por el Padre en Pentecostés para santificar a los creyentes
constituyéndolos Iglesia y darles acceso a El en un mismo Espíritu; permanece en ella como permanente
fuerza rejuvenecedora, a la vez que la hace vivir siempre en espera del que viene y clama con ella: ¡Ven!
(n.4); hace de la Iglesia un templo para Dios (n.6); une a los creyentes para formar un solo cuerpo, pues
para este fin fueron bautizados en un mismo Espíritu; El crea la unidad de la Iglesia a través de la
diversidad de sus dones y la conexión de los miembros por la caridad (n.7); principio permanente de
renovación, El es el que nos une con Cristo al ser a la vez «su» Espíritu y «nuestro» Espíritu; El vivifica
y unifica la actividad de la Iglesia como el alma al cuerpo; asume la Iglesia, constituyéndola órgano de
redención, del mismo modo que el Verbo asumió una humanidad (n.8); habita en los corazones de los
fieles, unificando así judíos y gentiles, pueblos y razas en el único pueblo mesiánico (n.9); está presente
en los sacramentos a través de los cuales actúa en nosotros su fuerza santificante (n.11 y 50); dado a
todos los fieles como «unión», suscita en ellos el sentido de la fe, es decir, el instinto de la verdad, que
es infalible cuando es unánime (n.12); reparte los carismas en la Iglesia capacitándola así para las tareas
siempre nuevas y para los diversos ministerios que colaboran a la unidad (n. 12); en El comunican todos
los fieles dispersos por el orbe, y así es el fundamento de la catolicidad, suscitando a la vez en todos los
bautizados el deseo de la reunificación (n.15), a quienes impulsa a colaborar en la labor misional
iniciada por Cristo (n.17); capacita a los apóstoles para ser testigos oficiales de Cristo (n. 19) y, siendo
dispensadores de ese mismo Espíritu para todos, transmitir por la imposición de las manos su encargo y
capacidad de representación a algunos, que de este modo les suceden en el apostolado (n.21); es el
sustentador permanente de la estructura orgánica y de la concordia del pueblo de Dios (n.22); bajo su luz
exponen los sucesores de los apóstoles la revelación y con su asistencia garantiza la infalibilidad de las
sumas decisiones magisteriales del colegio episcopal, bien en sí mismos, bien personalizado en su
cabeza (n.25); al ser suscitados por El, aún los más diversos carismas y misiones cooperan todos a la
unidad de la Iglesia (n.32); los seglares, ungidos por El, son llamados a producir frutos espirituales
(n.34); como Don de Cristo a su Iglesia, constituye radicalmente su santidad óntica y le impele a una
santidad moral, que será apropiación y respuesta a aquella (n.39); por El son movidos todos los
creyentes a encarnar el mensaje de Cristo en todos los estados y en todas las profesiones (n.41); El es
radicalmente la caridad con que amamos a Dios y en cuya fuerza clamamos: «¡Abba, Padre!» (n.42); El
ha ido suscitando en la historia de la Iglesia instituciones y estructuras especiales, aptas para vivir en
toda intensidad el Evangelio (n.43); por su «potencia infinita» comunicada a los hombres, pobres y
limitados, crea, a través de quienes viven en el estado religioso, un testimonio eficaz de la vitalidad
perenne y de la esperanza escatológica de la Iglesia (n.44), cuya jerarquía, accediendo dócilmente a su
inspiración, ha aprobado las reglas y constituciones que hombres carismáticos le han presentado (n.45);
por El, Cristo ha constituido a su cuerpo, que es la Iglesia, sacramento universal de salvación; sellados
con El poseemos ya la prenda y primicias de nuestra herencia futura (n.48); todos los que le poseen, se
sienten unidos en Cristo, constituyendo la Iglesia una (n.49-50); ella, iluminada por su luz, ha ido a lo
largo de los siglos descubriendo el papel singular que ha tenido la Virgen María en la historia de la
salvación humana (n.52,53,56 y 63), cuya fecundidad virginal-maternal, operada por El, prolonga la
Iglesia (n.64); por lo cual ésta la mira como modelo de vocación apostólica, ya que como ella, una vez
fecundada por el Espíritu, deberá dar a luz a Cristo en el corazón de los hombres (n.65).

114 Y. CONGAR, en Santa Iglesia, Barcelona 1965, p.441.


115 Cfr., O. GONZALEZ, a.c. Le seguiré de cerca en la síntesis siguiente de la LG; cfr. p. 263-266.

60
Según la LG, la dimensión pneumatológica ha penetrado todos los aspectos de la
eclesiología. Y en la vida de la Iglesia ha mostrado la tensión profunda que la penetra:
simultánea posesión e indigencia del Espíritu. Mientras peregrina, es santa porque ya lo
«tiene», y es pecadora porque aún no lo «posee», o mejor, porque aún no se ha dejado
«poseer» plenamente por El.

Esta renovación eclesial será también obra del Espíritu Santo: «Cristo nos concedió
participar de su Espíritu para que incesantemente nos renovemos en El» (n.7). «El Espíritu
Santo, por virtud del Evangelio, hace rejuvenecer a la Iglesia, la renueva constantemente y la
conduce a la unión consumada con su Esposo» (n.4). En la Iglesia, el Espíritu nos conduce a
las palabras de Cristo y a Cristo Palabra, en quien retornamos al Padre integrándonos en la
vida trinitaria (n.4).

El hombre creado a imagen de Dios, "clama por su origen"116, tiende a Dios Padre
por Cristo en el Espíritu Santo:

Nuestro regreso a Dios se hace por Cristo Salvador y tiene lugar sólo a través de la participación y la
santificación del Espíritu Santo. Aquel que nos lleva y, por decirlo así, nos une a Dios es el Espíritu,
que, cuando lo recibimos, nos hace partícipes de la naturaleza divina; nosotros lo recibimos por medio
del Hijo y en el Hijo recibimos al Padre.117

Eternamente, en el ahora de Dios, el Espíritu es el Don permanente del Padre al Hijo


y del Hijo al Padre. En ese ahora, con Cristo, entra la Iglesia, Cuerpo y Esposa de Cristo,
participando del Don de Dios, que la recrea y santifica para poder responder al amor de Dios.
Es el milagro inescrutable del bautismo y la Eucaristía, brotados del costado abierto de
Cristo.

El Espíritu Santo hace de todo el pueblo de Dios una comunión en el amor y el


ministerio. El opera la variedad de dones en la unidad de la Iglesia. Pone de manifiesto lo que
es común a todos los cristianos. Todo el cuerpo de Cristo, animado por el mismo Espíritu, es
un pueblo sacerdotal, profético, real. Por ello todos los fieles del pueblo de Dios caminarán
unidos en fraternidad y se sentirán solidarios y responsables. Todo cristiano, según sus caris-
mas y funciones, está llamado a ser un signo de la presencia de Dios entre los hombres,
participando de la misión salvadora de la Iglesia (n.33).

Dentro de este único pueblo de Dios, el Espíritu Santo distribuirá siempre la variedad
de sus dones y ministerios. San Pablo usa cuatro términos para indicar esta manifestación del
Espíritu Santo en la Iglesia: dones espirituales, carismas, ministerios y operaciones varias
(1Cor 12,1-7). No son dones que se contrapongan los unos a los otros. La afirmación
fundamental es que todos estos dones del Espíritu tienen una finalidad común: la edificación
del cuerpo de Cristo en la caridad. La multiplicidad de carismas (Ef 4,11-13;1Cor 12,8-11) es
expresión de la inagotable fecundidad del Espíritu y de la extraordinaria riqueza de la Iglesia.
Más allá de los carismas singulares, san Pablo ve a la Iglesia como «pueblo carismático»,
porque está habitada y santificada por el Espíritu Santo (n.12).

Y esto no para gloria de la Iglesia, sino para la salvación del mundo. Pues lo que es el
Espíritu para la Iglesia, eso deben ser los cristianos para el mundo: principio de información
y vitalización, es decir, alma del mundo (n.7 y 38).

116 SAN BUENAVENTURA, Hexaemeron,11,13.


117 SAN CIRILO DE ALEJANDRIA, Com. al Evangelio de Juan 9,10.

61
II. LA LEY NUEVA DEL ESPIRITU

Esta visión pneumatológica de la Iglesia libera a la moral cristiana de la juridicidad y


del legalismo. La vida moral de los cristianos -la vida de esta Iglesia penetrada por la acción
del Espíritu- es una moral de gracia, una moral del don del Espíritu a la Iglesia y a cada
miembro de la Iglesia. Es una moral que, antes de fijar los preceptos, se abre al Espíritu, a su
inspiración, a su acción y carismas. Antes que encerrarse en el derecho jurídico, se abre a las
virtudes teologales, como fruto del Espíritu divino.

SUPERACION DE LA MORAL LEGALISTA

El legalismo era la nota más claramente manifiesta en la moral de los manuales


anteriores al Vaticano II. Basta leer el índice para constatarlo. Por ejemplo, el voluminoso
tomo II de Noldin, de casi mil páginas, tiene esta división:

Parte 1ª: De los preceptos de las virtudes teologales


Parte 2ª: De los preceptos del Decálogo
Parte 3ª: De los preceptos de la Iglesia
Parte 4ª: De preceptos particulares
Y un apéndice de 119 páginas: De las censuras.

La Teología moral se reducía a un tratado de leyes y transgresiones. Se sustituía la


moralidad por la legalidad, identificando la moral con el derecho jurídico. Se reducían todas
las obligaciones morales a las jurídicas.

Los manuales de Teología moral fueron elaborados preferentemente para los con-
fesores. La Teología moral se preocupaba exclusivamente de formar al confesor, que debía
dirigir a los cristianos. A los cristianos se les orientaba a la obediencia a unas leyes bien
precisas, a una obediencia externa, sin profundo conocimiento de los valores y principios que
las motivaban. Esta reducción de la moral a la ley y al deber se acrecentó aún más en el siglo
XIX bajo el efecto de un ideal moral impuesto por el imperativo kantiano. 118

Ya al comienzo, los manuales nos dan esta definición de la Teología moral: «Ciencia
de las leyes y de los medios con los que las acciones humanas se ordenan al fin último
sobrenatural». Para que el hombre consiga el fin sobrenatural de la vida eterna, «Dios le ha
dado unos preceptos, que debe observar, y ha establecido unos medios, que deben ser
usados». Ya tenemos encuadrados bajo la perspectiva de la ley dos tratados: el de los
mandamientos y el de los sacramentos. Pero no sólo son estos dos tratados, sino también los
demás. El de las virtudes teologales lleva por título: «De los preceptos de las virtudes
teologales». El título es consecuente con la concepción de la Teología moral: «La Teología
moral no presenta la doctrina absoluta y perfecta de las virtudes, sino que enseña las
virtudes sólo en cuanto están mandadas y en cuanto que su ejercicio es obligatorio para
obtener la vida eterna y evitar el pecado». Y al introducir el tratado de los sacramentos nos
encontramos con la misma idea: «De la institución de los sacramentos surge un nuevo
orden de preceptos. A la Teología moral corresponde explicar los preceptos que se refieren a
la ritual administración y recepción de los sacramentos». La preocupación principal es que

118 A. PLE, Tu aimeras, La VieSptr.Supl 16(1951)124.

62
la administración de los sacramentos sea jurídicamente válida: «la fe y la santidad no se
requieren para la válida recepción de los sacramentos». 119

Lo mismo sucedía en la enseñanza catequética anterior al Vaticano II. El difundidísi-


mo catecismo de Astete se dividía en tres partes: lo que debemos creer, lo que debemos
practicar y lo que debemos recibir. En esta última parte están los sacramentos, concebidos
en primer lugar como deberes -«lo que debemos»- y en segundo lugar como medios para
cumplir los mandamientos.

La dimensión eclesial de los manuales de moral se reducía a la insistencia con que


inculcaban la obediencia a las leyes y preceptos de la Iglesia. Por ello, la mayor parte de la
instrucción moral consistía en la explicación de las leyes positivas de la Iglesia. La función
legislativa de los pastores de la Iglesia y la obediencia de los fieles se las disociaba de la
función primaria de la Iglesia, es decir, de la celebración de los misterios de la fe y de la
predicación del Evangelio. El aspecto mistérico de la Iglesia venía casi olvidado.

En el sacramento de la confesión se subrayó el aspecto del confesor-juez. Y mientras


en la Iglesia primitiva, la penitencia canónica era prevista únicamente para los crímenes, es
decir, para los pecados particularmente escandalosos y nocivos al bien común y a la
credibilidad de la Iglesia, en el Concilio Lateranense y, especialmente, en el Concilio de
Trento, tal obligación se extendió a todos los pecados graves o mortales, promoviendo el
nacimiento de una ciencia apropiada, es decir, de una teología moral, cuya primera tarea
era determinar cuándo había pecado mortal y cuándo venial, éste no sometido a la
obligación grave de la confesión.

Bajo la influencia del pensamiento deísta, la eclesiología no se interesó mas que del
aspecto empírico de la Iglesia. Cristo aparecía como fundador de la Iglesia, pero no como
fuente actual de toda vida en la Iglesia. A esta concepción de la Iglesia correspondía una
moral extrinsecista. Es una moral del deber por el deber. Es una moral del imperativo,
impuesto desde fuera a la persona. Se olvida el aspecto mistérico-litúrgico de la vida
cristiana. La época de la laicización de las ideas cristianas la había influenciado y
penetrado. La teología laicista se colocó en el mismo terreno del derecho natural, de la
obligación kantiana. Así se laicizó la moral cristiana, adquiriendo un enfoque totalmente
naturalístico. La moral cristiana se convirtió en una ética más. Así la teología liberal del
siglo pasado llegó a no ver en Jesús mas que un maestro de humanidad, el maestro de
humanidad, que propuso en forma insuperable el ideal de comportamiento, en el que todo
hombre debe inspirarse para ser realmente hombre. El Evangelio se redujo a una ética.

El siglo XIX, en efecto, fue especialmente sensible al aspecto del deber por el deber,
bajo la influencia del kantismo o neo-kantismo. Para Kant la ciencia moral sólo podía partir
del «tú debes», del carácter inmediatamente obligatorio de la acción buena. Toda otra
finalidad, la misma búsqueda de un valor, fuera de la obediencia al «Imperativo a priori»,
viciaba el acto moral. Obrar para hacerse mejor es una perversidad. El eudemonismo es
para Kant, radicalmente inmoral. El fin de la acción moral no puede ser su motivo. El fin de
la acción moral no puede ser más que la obediencia a la ley, el «imperativo categórico»
querido como deber independientemente del valor a que conduce la acción.

119 Todas las frases entre comillas las tomo del manual que he elegido como modelo: S. NOLDlN,Summa
Theologiae moralis, 3 vol y un suplemento, Barcelona 1957 (32. ed.).

63
E, incomprensiblemente, esta moral llegó a ser considerada como la auténtica moral
cristiana. El imperativo categórico, principio básico de su sistema ético, era el juez de
ultima instancia, que dominaba la razón práctica. Es claro que el moralista católico
colocaba a Dios por encima de todo, pero era un Dios-voluntad. De aquí el carácter
voluntarista de la moral, tal como ya la ideara Guillermo Ockan. En el fondo esta moral
voluntarista se basa en un «nominalismo» carente de fundamento ontológico: «es bueno lo
que Dios quiere y es malo lo que Dios no quiere». «Una acción es buena porque está
mandada, no está mandada porque sea buena».

La moral cristiana, en cambio, es una moral del indicativo antes que del imperativo.
La moral del indicativo es una moral de la consecuencia, una moral responsorial No es algo
frío, exterior, de carácter agresivo como el imperativo. En una moral del indicativo la
obligación nace del interior, supone el don de Dios y, de ese don, nace la moral cristiana. Es
antes el evangelio-gracia-don, que la ley-compromiso-deber. Lo que hace posible la justicia
evangélica, que no es reducible al cumplimiento de un código de leyes, es la efusión del
Espíritu de Cristo en el corazón de los cristianos.

CONSECUENCIAS DEL LEGALISMO

a) Casuismo

Esta concepción legalista de la moral lleva al casuismo. Se trata de ver las


aplicaciones de la ley a los distintos casos. Es una moral que tiene en cuenta, en primer lugar,
al confesor, considerado como juez, y al penitente que debe manifestar sus pecados, según el
número y especie. Por eso, su preocupación principal es definir las cosas que se deben
confesar, los pecados que pueden ser absueltos, definir la línea entre pecado mortal y pecado
venial.

b) Fariseísmo

Esta moral legalista lleva, en segundo lugar, al fariseísmo. Se exalta el esfuerzo, la


obediencia, la renuncia, no como respuesta a la gracia de Dios, sino como intento de adquirir
la salvación por las propias fuerzas. Se trata de una idolatría de la voluntad. Se cae en el
pelagianismo. El pelagiano, como el fariseo, trabaja firmemente por reformarse, por
perfeccionarse, sin pensar que la justificación es obra de la gracia. Sus relaciones con Dios se
reducen a la observancia -celosa, pero material- de un código moral y religioso. El
«observante» difícilmente evitará la tentación de la satisfacción y vanidad de la perfección
que encuentra en sí mismo (Cfr Mt 23;Lc 18,9-14). No se reconoce pecador; no espera ya
sólo de Dios su justificación, esa justificación que nos viene de la fe en Jesucristo (Rm 3,22),
que «ha sido constituido para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención, para que
el que se gloríe, se gloríe en el Señor» (1Cor 1,30-31).

c) Naturalismo

64
Consecuencia lógica de esta mentalidad será el naturalismo de esta moral. A pesar de
su aparente celo por Dios, el fariseo sólo busca en sus obras una perfección humana. Le falta
a esta moral el carácter sobrenatural cristiano. Se reduce a una combinación de ética natural y
derecho canónico. Una moral cristiana, por el contrario, recibe su dinamismo interior de la
unión con Dios; la moral cristiana es fundamentalmente una vida teologal: es, en primer
lugar, un don de Dios (Rm 5,17), y don gratuito, es decir, una gracia, una misericordia; es un
nuevo nacimiento (Jn 3,3), una vida según el Espíritu (Rm 8,18-27), una fe (Rm 3,22), una
esperanza (Rm 8,18-27) y un amor (Rm 8,35-39).

d) Hipocresía

Otra consecuencia es la hipocresía. Se buscan subterfugios para que la ley no tenga


aplicación (Cfr Mt 23). O se intenta vivir bien con la ley, aunque no se viva bien con la
conciencia.

e) Los escrúpulos

Esta moral crea, igualmente, los escrúpulos, que son una manifestación patológica de
una relación impersonal del hombre con la ley. El juridicismo moral es la expresión de una
inseguridad en la fe, que busca la seguridad en la ley. Pero este buscar refugio en la letra de
una ley y la necesidad ansiosa de realizar escrupulosamente su materialidad -actitud hu -
manamente infantil del legalismo- es volver a ponerse bajo la ley y desconocer la verdadera
libertad cristiana, como dirá San Pablo a los gálatas.

LA MORAL DE LA GRACIA

Superando esta moral de los manuales -centrada en la obligación legalista-, el


Vaticano II ve en la Escritura la fuente de la renovación de la moral cristiana. En la Escritura,
el vivir cristiano es esencialmente gracia de Cristo y fruto del Espíritu (LG 9). La exigencia
moral significa más la expansión o desarrollo normal de un estado nuevo que la obediencia a
un imperativo externo: «La condición de este pueblo cristiano es la dignidad y la libertad de
los hijos de Dios, en cuyo corazón, como en un templo, habita el Espíritu Santo. Su ley es el
mandamiento nuevo de amar como Cristo mismo nos ha amado (Jn 13,34)» (LG 9). «El
Evangelio es la fuente de toda verdad salvífica y de toda norma moral» (DV 7). Dios llama al
hombre a que se inserte en la historia de la salvación y en la historia humana, proponiéndole
los valores que contiene su alianza. El aspecto externo de la ley está tanto más descartado
cuanto que la ley viene asumida por las conciencias cristianas iluminadas por el Espíritu (Cfr
LG 12).

65
Hablando de la gracia divina desde esta visión bíblica, se elimina toda visión
apersonalística que hace de la gracia una cosa o una cualidad metafísica. La perspectiva
bíblica va al encuentro del hombre y de su sed de relaciones humanas auténticamente
personales. La gracia, bíblicamente considerada, nos habla de la iniciativa de Dios, que se
dirige al hombre, suscitando en él la respuesta de un amor auténtico y de relaciones
interpersonales nuevas. Todas las categorías bíblicas de la gracia -elección, amor, alianza,
fidelidad, promesa, misericordia, perdón, palabra, conversión, fe, confianza, comunión de
vida...- son personalistas, es decir, expresan la actitud personal de Dios con el hombre y del
hombre para con Dios. La gracia significa la bondad de Dios, que vuelve su rostro al hombre.
La gracia divina es una palabra de amor, que suscita la vida y la respuesta de amor. La gracia
significa benevolencia, fuerza de atracción del amor verdadero; significa alianza, relación
recíproca, pero que es siempre don soberano de Dios y que por parte del hombre sólo puede
ser acogida en la convicción de que es un don.

Cristo, el Esposo divino, entrega a la Iglesia, su Esposa, el gran Don del Espíritu, con
el que es amado por el Padre y con el que El ama al Padre en el misterio trinitario de unidad
eterna. Este don del Espíritu, que el Padre nos hace, sin añadir nada a las palabras de Cristo,
las explica desde dentro, haciéndonos vivirlas, no como ley externa, sino por connaturalidad.
Por ello, Cristo dice a sus discípulos: "Os conviene que yo me vaya para que venga el Es-
píritu Paráclito" (Jn 16,7), que "os introducirá en la verdad plena" (Jn 16,13), haciendo mi
palabra eficaz en vuestro interior.

Nosotros somos pecadores, indignos de la gracia de Dios. La economía sacramental


nos recuerda continuamente esta realidad: sólo porque hemos sido redimidos por medio de la
pasión, muerte y resurrección de Cristo, tenemos acceso a Dios y recibimos los signos de su
gracia y de su bondad. El significado pleno de los sacramentos nos enseña a esperar de la
bondad de Dios, con agradecimiento, todas las cosas, especialmente el amor que da la vida.
Por medio de los sacramentos, Cristo nos recuerda continuamente: «No me habéis elegido
vosotros, sino que yo os he elegido y os he puesto para que vayáis y deis fruto, y vuestro
fruto sea permanente» (Jn 15,16). Sólo si reconocemos con plena convicción que hemos sido
redimidos y elegidos por misericordia divina, podemos dar frutos de misericordia, de bondad,
de reconocimiento (Jn 15,1-4).

El hombre redimido, celebrando las maravillas de la gracia divina, se hace cada vez
más agradecido; y, en el agradecimiento, se hace más consciente de su estado ini cial, es decir,
de su condición de pecador perdonado.

EL ESPIRITU, NUEVA LEY DEL CRISTIANO

En la nueva economía, instaurada por Cristo, la ley cede el puesto al Espíritu. El


Espíritu es la nueva ley. San Pablo nos ha dicho abiertamente: «No estáis bajo la ley, sino en
la gracia» (Rm 6,14), entendiendo que la gracia es precisamente la presencia del Espíritu en
nosotros, «pues si os dejáis conducir por el Espíritu, no estáis bajo la ley» (Gál 5,18). «La ley
nueva se identifica ya con la persona del Espíritu Santo, ya con la actividad del mismo
Espíritu en nosotros», dice igualmente santo Tomás. 120

120 SANTO TOMAS, In Rom, c. 8, lett 1.

66
La Iglesia acoge con reconocimiento y custodia con amor todo el depósito de la Revelación,
interpretando la ley de Dios de manera auténtica a la luz del evangelio. Además, la Iglesia recibe como
don la Ley nueva, que es el "cumplimiento" de la ley de Dios en Jesucristo y en su Espíritu. Es una ley
"interior" (Jr 31,31-33), "escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra,
sino en tablas de carne, en los corazones" (2Cor 3,3); una ley de perfección y libertad (2Cor 3,17); es "la
ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús" (Rom 8,2). Sobre esta ley dice santo Tomás: "Esta puede
llamarse ley en doble sentido. En primer lugar, ley del espíritu es el Espíritu Santo que, por inhabitación
en el alma, no sólo enseña lo que es necesario realizar iluminando el entendimiento sobre las cosas que
hay que hacer, sino también inclina a actuar con rectitud... En segundo lugar, ley del espíritu puede
llamarse el efecto propio del Espíritu Santo, es decir, la fe que actúa por la caridad (Gál 5,6), la cual
enseña interiormente sobre las cosas que hay que hacer... e inclina el afecto a actuar". 121

El Espíritu, el gran don pascual de Cristo a sus discípulos, hace del cristiano una
«criatura nueva». Por ello, la ley cristiana es, ante todo, una vida; es el desarrollo dinámico
del nuevo ser dado al hombre por Cristo mediante el Espíritu Santo. El cristiano es el nuevo
ser «renacido del agua y del Espíritu» (Jn 3,5). El Espíritu Santo comunica al creyente la vida
divina. Así le hace hijo de Dios. Por esto, el Espíritu es llamado «Espíritu de filiación» (Rm
8,15; Gál 4,6).

El sello del Espíritu Santo nos configura con Cristo. La unción con el sello del
Espíritu ya en el bautismo, por el que nacemos como hijos de Dios, significa que Dios acoge
al recién nacido como hijo en el Hijo. Lo sella, lo marca con su Espíritu. Luego, la vida
entera del cristiano será sostenida y marcada por el Espíritu "hasta hacerle conforme a
Cristo", hasta hacer de él "fragancia de Cristo" (2Cor 2,15): "Quienes se dejan conducir por el
Espíritu de Dios, son hijos de Dios...Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y
coherederos de Cristo" (Rom 8,14.17):

En Cristo también vosotros, tras haber oído la Palabra de la verdad, el Evangelio de vuestra salvación, y
creído también en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de vuestra
herencia, para redención del Pueblo de su posesión, para alabanza de su gloria (Ef 1,13-14).

Esta penetración de la unción del Espíritu Santo transforma y santifica todo el ser del
cristiano, cuerpo y espíritu, en su unidad personal. El Espíritu lleva al cristiano a la
conformación con Cristo, renovando todo su ser, pues su unción penetra en lo más profundo
del espíritu humano, revelandonos el misterio de Dios, haciéndonos partícipes de él, hasta
hacernos una criatura radicalmente nueva. En definitiva, el Espíritu nos lleva a la deificación.

Simultáneamente con la vida, el Espíritu Santo da al cristiano la ley de esta vida.


Gracias al Espíritu Santo comienzan las relaciones de Padre e hijo entre Dios y el hombre. De
este modo, toda la vida moral será conducida bajo su acción, en un espíritu auténtico de
filiación, espíritu de fidelidad, de amor, de confianza, y no en el temor del esclavo.

Ser cristiano es "ser en Cristo". El Espíritu de Cristo en nosotros nos hace "ser en
Cristo", es decir, que "Cristo, esperanza de la gloria, esté en nosotros" (Col 1,27). El Espíritu,
que hizo fecunda a María, es el que hace fecunda a la Iglesia y al cristiano. Los Padres de la
Iglesia han identificado con el Espíritu Santo el "germen", "semilla" o "esperma de
Dios",122por el que nosotros nacemos de Dios, como hijos suyos: "Todo el que ha nacido de
Dios no comete pecado porque su germen permanece en él;y no puede pecar porque ha
nacido de Dios" (1Jn 3,9).

121 VS 45, con la cita de SANTO TOMAS, In Epistulam ad Romanos, c.VIII,lect. 1.


122 SAN IRENEO, Adv.Haer.,IV,31,2; SAN AMBROSIO une la palabra y el Espíritu: "Cui nupsit Ecclesia,
quae, Verbi semine et Spiritu Santo plena, Cristi corpus effudit, populum scilicet christianum" (In Lucam III,38).
Y SANTO TOMAS, al explicar nuestra filiación divina, dice: "Semen auten spirituale a Patre procedens est
Spiritus Sanctus" (In Rom,c.8,lect 3).

67
Este germen, que permanece en quien ha renacido del agua y del Espíritu, es "la
unción que hemos recibido de Cristo y que permanece en nosotros" (1Jn 2,27). Dios Padre,
por su Espíritu, que permanece como huésped en nosotros, hace que Cristo habite en
nuestros corazones, en lo más íntimo de nosotros, allí donde nace la orientación de nuestra
vida.

La vida según el Espíritu, infundido en el corazón, es un don de Dios, que nos


comunica su mismo amor y nos hace vivir de su amor. Pentecostés es el inicio de una vida y
de un estilo de vida nuevos. La vida y la moral cristiana son fruto del Espíritu Santo, Amor
del Padre y del Hijo, en nosotros, que nos lleva a amar con el mismo amor con que nos ama
el Padre, amor manifestado en su Hijo Jesucristo, que dio la vida por nosotros, cuando
éramos pecadores (Rom 5,8), capacitándonos para amar como Cristo nos ha amado:
"Amaos como yo os he amado" (Jn 15,12).123

Para que el hombre viva conforme a la vocación cristiana, a la que ha sido llamado,
necesita ser trasformado por el Espíritu. Sólo El puede darle una mentalidad cristiana, darle
los pensamientos y sentimientos del Padre y del Hijo. Antes de nada, es necesario que el
cristiano se atreva a llamar al Dios todo santo: «Padre»; que tenga la convicción íntima de
ser hijo. Esto sólo se lo puede dar el Espíritu: «En efecto, cuantos son guiados por el
Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios. Porque no recibisteis el espíritu de esclavos para
recaer de nuevo en el temor, sino que recibisteis el Espíritu de hijo de adopción que nos hace
clamar: ¡Abba! ¡Padre! El mismo Espíritu da testimonio juntamente con nuestro espíritu que
somos hijos de Dios» (Rm 8,14- 16). «Porque sois hijos, Dios ha enviado a vuestros
corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abba! ¡Padre!» (Gál 4,6). 124

Estos textos atestiguan en el cristiano una toma de conciencia de su nueva relación


con Dios. El Espíritu Santo, en efecto, hablando en su corazón, le da testimonio y le
persuade de su auténtica filiación divina.

Ha sido en el bautismo, regeneración y renovación de su mismo ser, donde el


cristiano ha sido interiormente trasformado (Tt 3,4-7). El bautismo une y consagra tan
radicalmente a Cristo que el bautizado es llamado a vivir «en Cristo», de modo que su vida
sea la misma vida de Cristo, que mora en él: «¿O ignoráis que cuantos fuimos bautizados en
Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, sepultados juntamente con El
por el bautismo en la muerte, para que, como Cristo fue resucitado de entre los muertos para
gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva. Pues si hemos llegado
a ser una misma vida con El por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por
una resurrección semejante» (Rm 6,3-5).125

123 E. de la POTTERIE.-St. LYONET, La vie selon l'Esprit. Condition du chrétien, París 1965.
124 J. JEREMIAS, ABBA. El mensaje central del Nuevo Testamento, Salamanca 1981.
125 Cfr. CEC 1267-1269.

68
La consecuencia es obvia: la vida cristiana -simbiosis con el Señor (Rm 6,8;Col
2,13)- no será más que el desarrollo y puesta en práctica de esta gracia bautismal: muerte al
pecado y vida de renacido (2Cor 4,10 Col 11,12s). Lo que se ha realizado en el plano
ontológico, debe desarrollarse moralmente: «Pues si hemos llegado a ser una misma vida
con El por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección
parecida a la suya. Nosotros somos conocedores de esto, que nuestro hombre viejo ha sido
crucificado con El para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que ya no seamos
esclavos del pecado, pues el que muere queda libre del pecado. Y si morimos con Cristo,
creemos que también viviremos con El, sabiendo que Cristo, resucitado de entre los muertos,
ya no muere; la muerte ya no tiene dominio sobre El. Su muerte fue un morir al pecado, de
una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así también vosotros consideraos
muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6,5-11).

La ley de un ser es su misma naturaleza. La acción corresponde al ser. El cristiano,


«regenerado por el Espíritu», vive según el Espíritu. En el mismo acto de crear al hombre,
Dios inscribe en el corazón del hombre su ley. El ser personal del hombre esta dotado de un
orden propio, que le impulsa a la comunión con Dios y con los demás. Dicho de otro modo,
el hombre tiene una verdad, a la que en un principio se subordina espontáneamente la
libertad. Esta vinculación de la libertad con la verdad del hombre se traduce en armonía, en
paz interior, en unidad personal. Pero el pecado rompe esta unidad interior del hombre,
destruyendo el vínculo entre la libertad y la verdad. La verdad, expresada en la ley de Dios,
es sentida por la libertad como coacción. El hombre huye, se esconde de Dios. Pero al
mismo tiempo, el hombre se defiende del otro hombre, cerrándose en el círculo de sí mismo;
siente miedo de Dios y del otro.

El Espíritu, derramado en el cristiano en su bautismo, es el germen de la vida nueva.


Por ello, el Espíritu está en lucha con la vida pasada de pecado y de muerte; en combate
contra la carne.

Carne en la Escritura significa, fundamentalmente, la condición terrestre del


hombre, con su connotación de fragilidad y limitación. No alcanza la comunicación con
Dios, que es la aspiración del Espíritu que Dios ha infundido en el hombre. De aquí el
drama de la vida del hombre con la carne en tensión con el Espíritu. La carne se hace sede
de la oposición a lo que quiere el Espíritu. La carne habita en nosotros lo mismo que habita
el Espíritu. Por el pecado, la carne, la situación existencial del hombre, se ve poseída por
una inclinación contraria a la vocación de los hijos de Dios, miembros del cuerpo de Cristo
y templo del Espíritu Santo.

En nosotros se da, pues, una lucha entre dos formas de existencia: entre vivir en la
carne o vivir en el Espíritu. La carne, el hombre no redimido, con toda su sabiduría, condenó
a morir en cruz a Cristo (1Cor 1,17ss). Desde Adán, el hombre busca la autonomía de Dios y
mata a sus enviados. Ni ante el amor entrañable de Dios, que manda a la viña a su Hijo
único, el hombre de pecado acepta la vida como don de Dios, en obediencia a Dios. Más
bien se dice: "Este es el heredero. Vamos, matémosle y quedémonos con su herencia" (Mt
21,37). Donde aparece el Espíritu de Dios, allí se alza la carne contra El. "Maldito el
hombre que confía en el hombre y hace de la carne su apoyo, apartando su corazón de
Yahveh" (Jr 17,5).

69
El hombre viejo, sometido a la ley de su autoperfección, acaba en el pecado y en la
muerte. El renacido en Cristo, conducido por el Espíritu, goza de la libertad y la vida. El
hombre viejo, esclavo de la ley, en su orgullo rechaza la gracia de Dios. Buscando
justificarse por sí mismo, crucifica a Cristo y hace vana su cruz (1Cor 1,17). Se opone a la
gratuidad y libertad de los hijos de Dios, que viven de su Espíritu (Cfr Gál 4,29-31;Rom
8,14-15).

De este modo el corazón del hombre experimenta la división interior. Por una parte
siente la necesidad de defenderse, de encerrarse en el egoísmo; es arrastrado al mal por las
pasiones. Pero, por otro lado, no habiendo el pecado destruido totalmente su verdad, el
hombre siente la nostalgia y el deseo de aquella verdad y bondad de su ser, recibido en la
creación. Este es el combate del hombre bajo el dominio del pecado (cfr Rom 7,14ss). "Por
medio del Espíritu se restaura internamente todo el hombre" (GS 22). El don del Espíritu
Santo nos devuelve la verdadera libertad, haciéndose El mismo ley interior nuestra. El
Espíritu Santo, morando en el corazón del hombre redimido, nos lleva a la verdad de nuestro
ser, infundiendo en nuestros corazones el amor: el amor a Dios y el amor a los hermanos.
Así libera nuestra libertad. Pues donde está el Espíritu está la libertad (2Cor 3,17): es la
libertad que hace lo que quiere haciendo lo que debe, pues por medio del Espíritu Santo
actúan los hijos de Dios no como esclavos, sino como libres. 126

La ley nueva no es otra cosa que el mismo Espíritu Santo o su efecto propio, la fe
que obra por el amor.127 El Espíritu es tan interior a nosotros que El es nuestra misma
espontaneidad. Así el Espíritu nos hace libres en la verdad. Santiago puede llamar a esta ley
del cristiano: "ley perfecta de libertad" (1,5;2,12).128

Es la libertad, hecha capacidad de servicio a los demás, como la vive san


Pablo:"¿No soy libre? Y, siendo libre respecto de todos, me hice esclavo de todos para ganar
al mayor número posible" (1Cor 9,1.19).

Siendo el Espíritu Santo la ley nueva, ésta coincide con la caridad, que es el fruto
del Espíritu Santo en nosotros. El Espíritu Santo se hace ley en nosotros en cuanto obra en
nosotros la caridad. "La condición del pueblo de Dios es la dignidad y la libertad de los
hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo. Tiene por ley
el nuevo mandamiento de amar como el mismo Cristo nos amó a nosotros" (LG 9). De este
modo, "el Espíritu Santo en cuanto obra en nosotros la caridad, que es la plenitud de la ley,
es el Nuevo Testamento". Esta ley se resume en el amor (Mt 22,40), escrito, derra mado (Rom
5,5) en el corazón de los fieles: "Evidentemente sois una carta de Cristo, redactada por
ministerio nuestro, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de
piedra, sino en tablas de carne, en los corazones" (2Cor 3,3).

La ley del Espíritu es el mismo Espíritu Santo, que desde el interior del cristiano le
enseña y guía en toda su vida. Esta es la ley del Evangelio, ley de libertad:

126 Cfr JUAN PABLO II, Audiencia general del 3-8-1983; Cfr SANTO TOMAS, Summa contra Gentes, lib.
IV,c.22: Quien evita el mal, no porque es un mal sino únicamente porque le está mandado evitarlo, no obra
ciertamente mal, sino que obra bien, pero no es libre. Es libre sólo quien evita el mal porque es mal. Por el
Espíritu Santo, presente en nuestros corazones, nosotros sabemos y amamos lo que está bien. Así llegamos a la
verdadera libertad.
127 SANTO TOMAS, I-II, q. 106,a.1 y 2; In Rom,c.8,lect.1;In Heb.,c.8,lect.2.
128 Cfr. también Rom 7,5-6;Gál 5,13-14. Cfr. CEC 1742.

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La ley del Espíritu, que da la vida en Cristo Jesús, te liberó de la ley del pecado y de la muer te. Pues lo
que era imposible a la ley, reducida a la impotencia por la carne, Dios, habiendo enviado a su propio
Hijo en una carne semejante a la del pecado, condenó el pecado en la carne, a fin de que la justicia de la
ley se cumpliera en nosotros que seguimos una conducta no según la carne, sino según el Espíri-
tu...Pues, si vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras de la carne,
viviréis (Rom 8,2-4.12-13).

LA LEY INTERIOR DEL ESPIRITU

La moral cristiana no se rige prevalentemente por preceptos positivos. La ley del


cristiano es fundamentalmente la gracia del Espíritu y sólo secundariamente consiste en los
preceptos «como disposiciones para recibir la gracia del Espíritu». Santo Tomás, fiel
intérprete de san Pablo, lo ha afirmado con toda claridad: «Cada cosa se denomina por
aquello que en ella es principal. Ahora bien, lo principal en la ley del Nuevo Testamento y en
lo que está toda su virtud es la gracia del Espíritu Santo, que se da por la fe en Cristo. Por
consiguiente, la ley nueva principalmente es la misma gracia del Espíritu Santo, que se da a
los fieles de Cristo... De donde san Agustín dice: '¿Cuáles son las leyes de Dios escritas por
El mismo en los corazones sino la presencia misma del Espíritu Santo?'. Tiene, sin embargo,
la ley nueva ciertos preceptos como disposiciones para recibir la gracia del Espíritu Santo,
que son como secundarios en la ley nueva. . . Y así conviene decir que la ley nueva es
principalmente ley infusa; secundariamente es ley escrita».129

El Vaticano II se sitúa en esta posición, inspirándose en la Escritura, sobre todo en


san Pablo. Contra una concepción «moralista» o semi-pelagiana de la vida cristiana coloca
la vida moral en el plano de la santidad dada por Dios a su pueblo. La vida moral cristiana
es un don del amor divino antes que un puro esfuerzo humano de perfeccionamiento
personal.

Al fundar la Iglesia, Dios Uno y Trino la constituye sacramento de salvación, es


decir, «signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género
humano» (LG 1). Una vez acabada la obra del Verbo encarnado, «el Espíritu santo fue
enviado para que santificara indefectiblemente a la Iglesia, y de esta forma los creyentes en
Cristo tuvieran acceso al Padre en un mismo Espíritu (Ef 2,18)» (LG 4). De este modo «El es
el Espíritu de la vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14), por quien
vivifica el Padre a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite en Cristo sus
cuerpos mortales (Rm 8,10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los
cristianos como en un templo (1Cor 3,16;6,19), y en ellos ora y da testimonio de la adopción
de hijos (Gál 4,6; Rm 8,15-16.26)» (LG 4). El es, pues, como el alma de la Iglesia y su fuente
de santidad: «Pues, para que nos renovemos incesantemente en Cristo (Ef 4,23), nos
concedió participar de su Espíritu, que siendo uno mismo en la Cabeza y en los miembros,
de tal forma vivifica, unifica y mueve todo el cuerpo, que su acción pudo ser comparada por
los Santos Padres con el servicio que realiza el principio de la vida, o el alma, en el cuerpo
humano» (LG 4). «Con sus dones y gracias ejercita su acción santificante en los discípulos
de Cristo» (LG 15).

129 Santo TOMAS, I-II, q. 106, a. 1.

71
Así queda establecida la nueva alianza anunciada por el profeta Jeremías: «Pondré
mi ley en el fondo de su ser y la escribiré en sus corazones» (Jr 31,31-34). El Espíritu Santo,
santificando, iluminando y dirigiendo la conciencia de cada fiel, forma el nuevo pueblo de
Dios, cuya unidad no se basa en la unión carnal, sino en su acción profunda e íntima: «Pues
los que creen en Cristo, renacidos de germen no corruptible, sino incorruptible, por la
palabra de Dios vivo (1Pe 1,23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (Jn 3,5-
6), son hechos por fin linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo de adquisición,
que en un tiempo no era pueblo y ahora es pueblo de Dios (1Pe 2,9-10)». (LG 9)

La vida en el Espíritu es una vida sacramental que lleva al cristiano a vivir según el
Espíritu en todos sus actos.(Cfr 1Pe 2,4-10). La acción pneumática pasa por la vida
sacramental para llegar a toda la vida moral del cristiano y de la Iglesia, a la que edifica
con sus dones y carismas: «El mismo Espíritu Santo no solamente santifica y dirige al
pueblo de Dios por los sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino
que, distribuyendo sus dones a cada uno según quiere (1Cor 12,11), distribuye entre los
fieles de todo orden sus gracias, incluso especiales, con las que los dispone y prepara para
realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia
edificación de la Iglesia». (LG 12)

De un modo especial, el bautismo y la confirmación marcan la acción moral del


Espíritu Santo: «Por la gracia del Espíritu Santo los nuevos ciudadanos de la sociedad
humana quedan constituidos en hijos de Dios para perpetuar el pueblo de Dios en el correr
de los tiempos» (LG 11). Ahora bien, este bautismo se desarrolla en una vida que es servicio
de Dios: «Los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la
regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del
hombre cristiano ofrezcan sacrificios y anuncien las maravillas de quien los llamó de las
tinieblas a la luz admirable (1Pe 2,4-10)» (LG 10). La confirmación refuerza esta
dependencia del Espíritu Santo: «Por el sacramento de la confirmación, los fieles se
vinculan más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fortaleza especial del
Espíritu Santo, y de esta forma se obligan más estrictamente a difundir y defender la fe con
su palabra y sus obras como verdaderos testigos de Cristo». (LG 11)

SUPERACION DE LAS CONSECUENCIAS DE LA MORAL LEGALISTA

En la moral de gracia no hay lugar para el casuismo. La moral de gracia no se reduce


a examinar los «casos» de la acción humana a la luz angustiosa de la ley para evitar el paso
de la línea divisoria entre el pecado venial y el pecado mortal. La moral de gracia mira a la
persona y se preocupa de la constitución de la persona moral en Cristo. La gracia de Cristo
cambia al hombre en la profundidad de su espíritu, es decir, en la actitud fundamental de su
libertad ante el Dios del amor. Pero, evidentemente, la gracia no toca exclusivamente la
interioridad del hombre, sino que orienta la totalidad corpóreo-espiritual del hombre hacia su
transformación total en una existencia nueva en Cristo. (Cfr GS 18,22,45)

72
El don de Dios lleva un dinamismo interior que trasforma el corazón del hombre y le
vivifica en espontaneidad capaz de llevar frutos abundantes. Esto aparece claramente en las
parábolas del Reino. Todas ellas expresan, antes de nada, el primado de la gracia, a la que
corresponde una actitud de reconocimiento, de disponibilidad, de alabanza a Dios, de
humildad y de abandono de uno mismo a Dios, en la certeza confiada de que el hombre
redimido logra así desarrollar una nueva espontaneidad y una iniciativa generosa. El hombre
que se da al Reino de la gracia no se conforma con el mínimo de la ley casuística, sino que
lleva fruto abundante; todas las energías y capacidades de dedicación, de trabajo infatigable,
de firme decisión adquieren su fundamento profundo en la gratuidad de la gracia, en el don
del Reino (Cfr Lc 12,31-32): «Quien con obediencia a Cristo busca ante todo el Reino de
Dios, encuentra en éste un amor más fuerte y más puro para ayudar a todos sus hermanos y
para realizar la justicia bajo la inspiración de la caridad». (GS 72)

La moral de gracia supera el fariseísmo. La vida cristiana comienza con un acto de


fe en el amor de Dios y descarta la vanidad de imaginarse santo por virtud propia: «En efecto,
vosotros habéis sido salvados por su gracia mediante la fe; y esto no por vosotros, sino que es
un don de Dios; ni por vuestras obras, para que nadie se gloríe» (Ef 2,8).

Esta concepción de la vida cristiana constituye la superación del fariseísmo y de las


tendencias pelagianas de la casuística al situar primeramente la caridad en Dios y al
manifestar que nosotros participamos en la caridad por gracia: «Dios es la caridad y el que
permanece en la caridad permanece en Dios y Dios en él» (1Jn 4,16). «Y Dios difundió su
caridad en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rm 5,5). Por
consiguiente, el don principal y más necesario es la caridad con que amamos a Dios sobre
todas las cosas y al prójimo por El. Pero a fin de que la caridad crezca en el alma como una
buena semilla y fructifique, cada uno de los fieles debe oír de buena gana la palabra de Dios y
cumplir con las obras su voluntad con la ayuda de su gracia». (LG 42)

Quien "vive según la carne", siente la ley de Dios como un peso, más aún, como una negación o, de
cualquier modo, como restricción de la propia libertad. En cambio, quien está movido por el amor y
"vive según el Espíritu" (Gál 5,16), y desea servir a los demás, encuentra en la ley de Dios el camino
fundamental y necesario para practicar el amor libremente elegido y vivido. Más aún, siente la urgencia
interior -una verdadera y propia "necesidad", y no ya una constricción- de no detenerse ante las
exigencias mínimas de la ley, sino de vivirlas en su "plenitud". Es un camino todavía incierto y frágil
mientras estemos en la tierra, pero que la gracia hace posible al darnos la plena "libertad de los hijos de
Dios" (Rom 8,21) y, consiguientemente, la capacidad de poder responder en la vida moral a la sublime
vocación de ser "hijos en el Hijo". (VS 17).

73
La santidad es en primer lugar un don de Dios y sólo después, y como consecuencia,
una exigencia. Nosotros somos santos y, por consiguiente, debemos vivir como santos.
Nosotros debemos vivir virtuosamente, dice en sustancia san Pablo, no para llegar a ser
santos, sino porque somos santos. Esto no lo comprenderá nunca el fariseo. El Concilio, en
cambio, siguiendo la Escritura, lo ha afirmado con toda claridad: «Nuestro Señor Jesucristo...
envió a todos el Espíritu Santo, para que los moviera interiormente, para que ameran a Dios
con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (Mc 12,30) y
para que se amaran unos a otros como Cristo nos amó (Jn 13,34;15,12). Los seguidores de
Cristo, llamados y justificados en Cristo nuestro Señor, no por sus propios méritos, sino por
designio y gracia de El, en la fe del bautismo han sido hechos hijos de Dios y partícipes de la
naturaleza divina y, por lo mismo santos; conviene, por consiguiente, que esa santidad que
recibieron sepan conservarla y perfeccionarla en su vida con la ayuda de Dios. Les amonesta
el Apóstol a que vivan como conviene a los santos (Ef 5,3) y que, como elegidos de Dios
santos y amados, se revistan de entrañas de misericordia, benignidad, humildad, modestia,
paciencia (Col 3,12) y produzcan los frutos del Espíritu para santificación (Gál 5,22;Rm
6,22)». (LG 40)

La moral de gracia supera en su raíz el naturalismo. Una moral, que se sitúa a nivel
de la gracia, de la interioridad, se manifiesta en una vida, cada vez más profunda, de fe,
esperanza y caridad (1Cor 13,13): «La Iglesia, buscando la gloria de Cristo, se hace más
semejante a su excelso modelo, progresando continuamente en la fe, la esperanza y la
caridad, buscando y obedeciendo en todas las cosas la voluntad de Dios» (LG 65).

La presencia de Cristo y de su Espíritu en nosotros se manifiesta, sobre todo, en la


progresiva liberación del egocentrismo, en el abandono de una mezquina preocupación por el
propio perfeccionamiento y, por consiguiente, en la orientación hacia el misterio y el
mandamiento nuevo del amor de Dios y del prójimo. El amor del prójimo viene a ser
sacramental cuando se lo vive en reconocimiento para con el amor de Dios, cuando se
percibe como don del Espíritu, como manifestación dinámica del esplendor de la gloria de
Cristo y de Dios Padre.130

III. EL ESPIRITU SANTO Y LA LEY ANTIGUA

LEY Y GRACIA

La vida en Cristo o el seguimiento de Cristo hasta dar la vida en la cruz por los
hombres, no es posible para el hombre con sus solas fuerzas. El hombre se hace capaz de este
amor sólo gracias al don de Cristo: el Espíritu Santo, cuyo primer fruto es el amor: "El amor
de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado"
(Rom 5,5).

130 B. HARING, La vida cristiana a la luz de los sacramentos, p.47 y 107-119.

74
"La ley del Espíritu que da vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la
muerte" (Rom 8,2). Con estas palabras, el apóstol Pablo nos introduce a considerar la
relación entre la Ley (antigua) y la gracia (Ley nueva) en la perspectiva de la historia de la
salvación, que se cumple en Cristo. El reconoce la función pedagógica de la Ley, la cual, al
permitirle al hombre pecador valorar su propia impotencia y quitarle la presunción de la
autosuficiencia, lo abre a la invocación y a la acogida de la "vida en el Espíritu". Sólo en esta
vida nueva es posible practicar los mandamientos de Dios. En efecto, es por la fe en Cristo
como somos hechos justos (Rom 3,28): la "justicia" que la Ley exige, pero que ella no puede
dar, la encuentra todo creyente manifestada y concedida por el Señor Jesús. De este modo san
Agustín sintetiza admirablemente la dialéctica paulina entre ley y gracia: "Por esto, la Ley ha
sido dada para que se implorase la gracia; la gracia ha sido dada para que se observase la
ley".131

El amor y la vida según el evangelio no pueden proponerse ante todo bajo la categoría de precepto,
porque lo que exigen supera las fuerzas del hombre. Sólo son posibles como fruto de un don de Dios,
que sana, cura y transforma el corazón del hombre por medio de su gracia: "Porque la Ley fue dada por
medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo" (Jn 1,17). Por esto, la promesa de
la vida eterna está vinculada al don de la gracia, y el don del Espíritu que hemos recibido es ya "prenda
de nuestra herencia" (Ef 1,14). (VS 23)

Y Santo Tomás, comentando la carta a los Hebreos, explica los dos modos de
transmitir la ley, el de Moisés y el del Nuevo Testamento:

El modo de transmitir la ley es doble: el primero por medio de cosas exteriores, como se hace al
proponer las palabras para llevar a uno al conocimiento, y de este modo fue transmitido el Antiguo
Testamento. El segundo, en cambio, se hace obrando interiormente, y éste es propio de Dios. Y en este
modo ha sido dado el Nuevo Testamento, que consiste en la infusión del Espíritu Santo, el cual amaestra
interiormente. No basta, pues, simplemente conocer; sino que es también necesario obrar. Precisamente,
por esto, primero ilumina el entendimiento para que conozca, por eso dice: "te daré mis leyes". Además
inclina el afecto a obrar bien y así viene impreso en el corazón; por esto se dice: las escribiré en sus
corazones.132

De esta manera, se manifiesta el rostro verdadero y original del mandamiento del


amor y de la perfección a la que está ordenado; se trata de una posibilidad abierta al
hombre exclusivamente por la gracia, por el don de Dios, por su amor. Por otra parte,
precisamente la conciencia de haber recibido el don, de poseer en Jesucristo el amor de Dios,
genera y sostiene la respuesta responsable de un amor pleno a Dios y entre los hermanos:
"Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido
de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor...
Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros...
Nosotros amemos, porque El nos amó primero" (1Jn 4,7-8.11.19). 133

El don no disminuye, sino que refuerza la exigencia moral del amor: "Este es su
mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a
otros tal como nos lo mandó" (1Jn 3,23). Se puede "permanecer" en el amor sólo bajo la
condición de que se observen los mandamientos, como afirma Jesús: "Si guardáis mis
mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi
Padre, y permanezco en su amor" (Jn 15,10). San Juan Crisóstomo nos dice lo que debería
ser la vida del cristiano, que vive según la ley del Espíritu:

131 SAN AGUSTIN, De spiritu et littera, 19,34.


132 SANTO TOMAS, In Hebr.c.8,lect.2.
133 San Agustín oraba: "Da quod iubes et iube quod vis": da lo que mandas y manda lo que quieras,
Confesiones X,29,40.

75
Nuestra vida debería ser tan pura que no tuviera necesidad de ningún escrito. La gracia del Espíritu
Santo debería sustituir a los libros, y así como éstos están escritos con tinta, así nuestros corazones
deberían estar escritos en el Espíritu Santo. Sólo porque hemos perdido esta gracia necesitamos
servirnos de estos escritos. Pero ¡cuánto mejor sería el primer modo, que Dios nos ha enseñado
claramente. Pues a sus discípulos no les dejó nada escrito sino que les prometió, en lugar de los libros, la
gracia del Espíritu Santo: El -les dijo- os inspirará todo... Nuestra vida, por tanto, debería ser tal que, sin
tener necesidad de escritos, nuestros corazones estuvieran siempre abiertos a la guía del Espíritu Santo.
De hecho, cuando fue promulgada la nueva ley, fue el Espíritu Santo quien descendió del cielo, y las
tablas que él imprimió en esta ocasión son bien superiores a las primeras, pues los apóstoles no bajaron
del monte llevando, como Moisés, tablas de piedra en sus manos; sino llevando el Espíritu Santo en sus
corazones, convertidos por su gracia en una ley viviente, en un libro animado. 134

Resumiendo lo que constituye el núcleo del mensaje moral de Jesús y de la


predicación de los Apóstoles, y volviendo a ofrecer en admirable síntesis la gran tradición de
los Padres de oriente y de Occidente -en particular san Agustín- 135, santo Tomás afirma que la
Ley Nueva es la gracia del Espíritu Santo dada mediante la fe en Cristo.136 Los preceptos
externos, de los que también habla el evangelio, preparan para esta gracia o despliegan sus
efectos en la vida. En efecto, la Ley Nueva no se contenta con decir lo que se debe hacer,
sino que otorga también la fuerza para "obrar la verdad" (Jn 3,21).

Esta Nueva Ley fue promulgada precisamente cuando el Espíritu Santo bajó del cielo el día de
Pentecostés y que los Apóstoles "no bajaron del monte llevando, como Moisés, tablas de piedra en sus
manos, sino que volvían llevando al Espíritu Santo en sus corazones, convertidos, mediante su gracia, en
una ley viva, en un libro animado". (VS 24)

CONCIENCIA Y VERDAD

La Ley Nueva o Ley del Espíritu no tiene nada que ver con algunas tendencias de la
teología actual, que, bajo el influjo de corrientes subjetivistas e individualistas, debilitan o
incluso niegan la dependencia de la libertad con respecto a la verdad y la ley, "exaltando de
modo idolátrico la libertad hasta dar una interpretación 'creativa' de la conciencia moral"
(VS 54). Según estas tendencias, el hombre sólo alcanza su madurez moral cuando decide
autónomamente, teniendo en cuenta las circunstancias y la situación concreta. "Esta visión
coincide con una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad,
diversa de la verdad de los demás. El individualismo, llevado a las extremas consecuencias,
desemboca en la negación de la idea misma de naturaleza humana" (VS 32)

El hombre, creado y recreado a imagen de Dios, guiado por el Espíritu Santo,


responde, en lo íntimo de la propia conciencia, a la llamada del Padre, que lo quiere
conformar al Hijo. Siguiendo a Jesucristo, imagen perfecta del Padre, y obedeciendo libre y
amorosamente a la ley del Espíritu, el hombre va perfeccionando día a día su profunda
dignidad de imagen de Dios. El lugar donde se encuentran la llamada de Dios y la respuesta
del hombre es la conciencia.137

El Espíritu Santo, pues, vive, ora y actúa en la conciencia, es decir, en el sagrario


más íntimo del cristiano, introduciéndolo en la íntima relación escatológica de Cristo con el
Padre, allí donde Cristo glorificado intercede por nosotros (Heb 7,25;1Jn 2,1). Así, el
Espíritu salva al creyente de las ilusiones vanas de los falsos caminos de salvación.
Moviéndolo hacia Dios, verdadero sentido de la vida humana, libera al cristiano de la
desesperación nihilista y de la arrogancia de la autorealización de sí mismo.

134 SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilía In Mat I,n.1.


135 De spiritu et littera, 21,36;26,46.
136 Summa Theologiae, I-II, q.106,a.1.
137 Cfr. CEC 1776-1794.

76
La relación que hay entre libertad del hombre y ley de Dios tiene su base en el "corazón" de la persona,
o sea, en su conciencia moral: "En lo profundo de su conciencia -afirma el concilio Vaticano II- el
hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena en
los oídos de su corazón, llamándolo siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal: haz esto, evita
aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia está la
dignidad humana y según la cual será juzgado (Rom 2,14-16). La conciencia es el núcleo más secreto y
el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más
íntimo de aquella" (GS 16). (VS 54)
La relación del hombre con la verdad y la libertad, y la relación entre ambas, la
percibe el hombre en su conciencia, voz de Dios en el hombre, que le impulsa a seguir el bien
y a evitar el mal. Pero la conciencia no es mera subjetividad, sino que ha de buscar su último
fundamento en el único absoluto y fuente de toda verdad: Dios mismo. "La conciencia del
individuo no es la que fija, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal. La conciencia
aplica el conocimiento de la bondad o maldad a una determinada situación" (VS 32).

Este diálogo íntimo, en lo más profundo del ser, no es el diálogo del hombre consigo
mismo, sino el diálogo del hombre con Dios: "La conciencia -dice san Buenaventura- es
como un heraldo de Dios y su mensajero, y lo que dice, no lo manda por sí misma, sino que
lo manda como venido de Dios, igual que un heraldo cuando proclama el edicto del rey. Y de
ello deriva el hecho de que la conciencia tiene la fuerza de obligar" 138. La conciencia, como
testigo para el hombre de su fidelidad o infidelidad, es testimonio de Dios mismo, cuya voz y
cuyo juicio penetran la intimidad del hombre hasta las raíces de su alma, invitándolo
"fortiter et suaviter" a la obediencia: "La conciencia moral no encierra al hombre en una
soledad infranqueable e impenetrable, sino que le abre a la llamada, a la voz de Dios. En
esto y no en otra cosa reside todo el misterio y dignidad de la conciencia moral: en ser el
lugar, el espacio santo donde Dios habla al hombre".139

En la Escritura la conciencia se halla relacionada con la sabiduría, con el corazón


del hombre y con la iluminación o discernimiento que opera el Espíritu Santo en el creyente.
La sabiduría en la Escritura no se entiende en un sentido especulativo, como inteligencia
teórica, sino como una realidad que envuelve a todo el hombre en su actuar. La sabiduría,
además del "buen sentido" (Si 38,4), implica dejarse penetrar por el Espíritu (Dn 1,4;5,12).
El comienzo de la sabiduría es el temor de Dios, pues la ciencia del Santo es inteligencia (Pr
9,10). La verdadera sabiduría, que lleva al sabio a saber dirigir su vida (Pr 14,8;Qo 10,2;Os
14,10), no se encuentra sino en Dios (Is 40,14;Jb 12,13). El hombre la posee como don
recibido de Dios. Por eso, el creyente la implora: "Supliqué y me vino el espíritu de
sabiduría" (Sab 7,7-17). Salomón es consciente de ello: "Comprendiendo que no podía
poseer la sabiduría si Dios no me la daba, me dirigí al Señor y se la pedí: dame la sabiduría,
que está junto a tu trono, que sabe lo que es agradable a tus ojos; ella me guiará
prudentemente en mis empresas. Pues, ¿quién puede conocer tu voluntad si Tú no le
concedes la sabiduría y le envías desde lo alto tu Santo Espíritu?" (cfr Sab 8,21;9,1-18).

138 SAN BUENAVENTURA, In II Librum Sent., dist 39, a.1,q.3.


139 JUAN PABLO II, Audiencia general del 17-8-1983, citado en VS, n.58.

77
Según el apóstol san Pablo, esta sabiduría que viene de Dios es la que lleva al
hombre a discernir lo que agrada a Dios: "No cesamos de rogar por vosotros y de pedir que
lleguéis al pleno conocimiento de su voluntad con toda sabiduría e inteligencia espiritual,
para que viváis de una manera digna del Señor" (Col 1,9-10); "y lo que pido en mi oración
es que vuestro amor siga creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y todo
discernimiento, con que podáis aquilatar lo mejor para ser puros y sin tacha para el Día de
Cristo" (Flp 1,9-11). Y Santiago igualmente escribe: "Si alguno de vosotros está falto de
sabiduría que la pida a Dios, que da a todos" (Sant 1,5-6).

A la luz de la noción bíblica de sabiduría, la conciencia aparece como el don de


Dios al hombre para discernir lo que debe hacer para agradar al Señor. Es luz y fuerza para
el hombre que se siente interpelado por Dios en orden a la respuesta que espera de él. En
este sentido la conciencia no está cerrada en sí misma, como si el hombre pudiera encontrar
en sí el criterio para las decisiones y opciones propias, sino que está abierta a Dios y a su
llamada. Por ello, la primera solicitud de la conciencia es la de saber discernir la voz del
Señor y, luego, confrontar las propias decisiones o acciones con la palabra de Dios.

Fiel a esta visión bíblica, la encíclica Veritatis splendor, sin restar importancia a la
conciencia, la subordina a la verdad objetiva del hombre. La conciencia aplica la ley al caso
particular, no inventa la ley. La conciencia, en su realidad originaria, es un acto de la
inteligencia de la persona, que aplica el conocimiento universal del bien en una determinada
situación y expresa así un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora. De
otro modo, la conciencia llevaría a una ética individualista, según la cual cada uno se
encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás. (cfr VS 32).

La conciencia no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario,
en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y
condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el
comportamiento humano.140

Contra el subjetivismo, la Veritatis splendor sostiene que la conciencia moral no es


creadora del bien y por tanto debe ser formada a la luz de la verdad. El juicio último de la
conciencia debe dejarse iluminar por la ley divina, norma universal y objetiva de la
moralidad. Es lo que señala san Pablo: la conciencia debe ser "iluminada por el Espíritu
Santo" (Rom 9,11); debe ser "pura" (2Tim 1,3); no debe falsear con astucia la palabra de
Dios, sino manifestar claramente la verdad (2Cor 4,2).

En su juicio moral sobre un acto, la conciencia puede errar, y más aún cuando "por el
habito del pecado se ha quedado casi ciega" (GS 16). De aquí, que el hombre, que actúa con
rectitud, busque la verdad, dejando que su conciencia "sea iluminada por el Espíritu Santo"
(Rom 9,1) y no "acomodándose a la mentalidad de este mundo" (Rom 12,2). Y, aunque el
hombre no sea culpable al seguir su conciencia errónea, él sabe que el mal es siempre malo
para él, por ello ora con el salmista: "¿Quién se da cuenta de sus yerros? De las faltas ocultas
límpiame" (Sal 19,13). El hombre sensato, que conoce su fragilidad, sabe que en él hay faltas
ocultas que, aunque no las vea, son faltas que le apartan del camino de la luz (Cfr Jn 9,39-
41). Algo que el fariseo no acepta nunca, y por ello "su pecado permanece" en él. El humilde,
en cambio, es consciente de su fabilidad y de los peligros de la deformación de la conciencia,
que le puede llevar a lo que dice Jesús: "La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano,
todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras. Y, si
la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad habrá!" (Mt 6,22-23).

140 Dominum et vivificantem 43.

78
La conciencia, norma próxima de acción (GS 16;19;DH 3), debe buscar la verdad de
acuerdo con su dinamismo propio (DH 3). Pero, como corre el peligro de ser ofuscada por el
pecado (GS 16), debe ser formada de manera activa (DH 3) y ayudada por la Iglesia docente
en las incidencias prácticas de la fe (LG 25).
La Escritura también ilumina la riqueza del contenido de la conciencia bajo el
término corazón, como expresión de la interioridad del hombre y como principio de sus
acciones. El hombre camina según la dirección que le marca el corazón; en el corazón
escribirá el Señor su ley y, así, el corazón será el principio interior de las acciones (Jr 31,33-
34). Cristo oponiéndose al legalismo farisaico apelará constantemente al corazón, a lo secreto
"que el Padre ve" (Mt 6,4.6.18). "De dentro del corazón salen" las acciones humanas que
hacen impuro al hombre (Mc 7,14-23).

Bajo la luz bíblica del corazón, la conciencia es vista como la interiorización personal
de la norma moral. Dios hace resonar su voz en lo íntimo del corazón del hombre y, del
corazón brota, consciente y libremente, la respuesta del hombre a la llamada de Dios. La
responsabilidad del hombre no está ligada a una ley que le viene de fuera y que le suena sólo
en su oído, sino a una ley escrita en su corazón y que resuena en su interior. La conciencia es,
pues, un testigo y un juez imparcial e insobornable. Si el juicio es de aprobación, una
profunda alegría inunda el corazón del hombre: "El motivo de nuestro orgullo es el
testimonio de nuestra conciencia de que nos hemos conducido en el mundo, y sobre todo
respecto a vosotros, con la santidad y la sinceridad que vienen de Dios, y no con la sabiduría
carnal, sino con la gracia de Dios" (2Cor 1,12). Para Pablo, la conciencia cristiana está
íntimamente ligada a la fe y a la caridad en el Espíritu Santo.

El Espíritu Santo, actuando en el interior del hombre, penetra hasta lo más hondo,
como una unción. Así nos hace sentir la mentira y el engaño de nuestra vida frente al amor de
Dios, puesto al descubierto en la cruz de su Hijo. Iluminándonos la cruz de Cristo, el Espíritu
nos hace sentirnos juzgados y, al mismo tiempo, acariciados por el perdón de Dios, cuyo
amor es más grande que nuestro pecado. Ante la luz penetrante del Espíritu, caen todas
nuestras falsas excusas; se derrumba todo intento de autojustificación, apareciendo la
falsedad de la construcción egocéntrica de nuestra vida. 141 El fariseo, que no quiere recono-
cerse pecador, buscando la justificación por sí mismo, tendrá la tentación de "apagar el
Espíritu", para no "dar gracias en todo, que es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de
nosotros" (1Tes 5,18-19).

La conversión comienza por el reconocimiento del propio pecado, imposible a la


carne, que siempre busca la autojustificación farisea. Sólo el Espíritu, que escruta las
profundidades del espíritu, puede convencer al hombre de pecado, ofreciéndole simultánea-
mente el perdón de Dios. El Espíritu convence de pecado para anunciar la condenación del
Príncipe de este mundo (Jn 16,7,11), ofreciendo así la posibilidad de la conversión,
acogiendo la salvación de la cruz de Jesucristo.142

Acoger a Cristo, incorporándose a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, y aceptar los


mandamientos de Dios, que la Iglesia en su Magisterio le presenta, no significa perder la
libertad, sino ejercitarla. La conciencia bien formada a la "luz del Espíritu Santo" y con la
ayuda del Magisterio de la Iglesia descubre y realiza "la verdad que nos hace libres". 143

141 Esta es la experiencia de Zaqueo; la salvación entra en su casa e inmediatamente se le ilumina el


pecado de su vida (Lc 19,1-10).
142 Cfr. JUAN PABLO II, Dominum et vivificantem, parte II.
143 Cfr DH 14;VS 64.

79
La conciencia es la interiorización personal de la ley moral. Y la conciencia
cristiana es la interiorización personal de la llamada que el Padre en el Hijo y por medio del
Espíritu Santo dirige a cada uno en las situaciones concretas. Pero esta llamada se realiza
en la Iglesia. La conciencia cristiana tiene, pues, una dimensión eclesial. En la Iglesia, y por
medio de la Iglesia, llega la interpelación de Dios al creyente, que recibe una vocación y una
misión que se refieren siempre, además de a sí mismo, a toda la comunidad eclesial. La
Iglesia, como cuerpo de Cristo, posee una conciencia comunitaria. De aquí que el sentire
cum ecclesia forme parte de la conciencia cristiana de todos y cada uno de los miembros de
la Iglesia. La conciencia del cristiano acoge la llamada que Dios le dirige en forma singular
en una situación concreta. Dios en un momento preciso de la historia de salvación interpela
a cada uno por su nombre con una singular e irrepetible vocación y misión. Pero esta
llamada es siempre llamada eclesial y para edificación de la Iglesia, que no puede nunca
romper la comunión, pues todos "hemos sido llamados a mantener la unidad del Espíritu", y
"a cada cual otorga la manifestación del Espíritu para provecho común" (1Cor 12,7). 144

El corazón convertido a Dios busca en todos los modos "descubrir cuál es la


voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto" (Rom 12,2). Para ello "medita día y
noche la ley del Señor" y busca en la Iglesia y en su Magisterio una ayuda para formar su
conciencia:

Los cristianos, al formar su conciencia, deben atender con diligencia a la doctrina cierta y sagrada de la
Iglesia. Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es maestra de la verdad y su misión es anunciar
y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y confirmar con su
autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana. (DH 14)

Con la asistencia del Espíritu Santo se desarrolla la interpretación auténtica de la ley del Señor. El
mismo Espíritu, que está en el origen de la Revelación, de los mandamientos y de las enseñanzas de
Jesús, garantiza que sean custodiados santamente, expuestos fielmente y aplicados correctamente en el
correr de los tiempos y las circunstancias... Este oficio ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de
la Iglesia, que lo ejerce en nombre de Jesucristo. (VS 27).

La Iglesia sabe, sin embargo, que por la senda de la vida moral está abierto el camino
de la salvación a todos los hombres, incluso a quienes no conocen a Cristo ni su evangelio:

Los que sin culpa suya no conocen el evangelio de Cristo ni a su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero
corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de
lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación (LG 16;VS 3).

PERSONA Y ACTOS CONCRETOS

La acción del Espíritu en el creyente implica, en primer lugar, a la persona en su


totalidad. Antes que impulsar a la elección de esta o aquella acción particular, implica la
elección de Cristo con una decisión de todo el ser. Esta conversión radical a Cristo, -llamada
entre los moralistas opción fundamental-, da forma a toda la vida moral del creyente.

144 Cfr. CEC 85-87;2032-2040.

80
No hay duda de que la doctrina moral cristiana, en sus mismas raíces bíblicas, reconoce la específica
importancia de una elección fundamental que cualifica la vida moral y que comprende la libertad a nivel
radical ante Dios. Se trata de la elección de la fe, de la obediencia de la fe (Rom 16,26), por la que el
hombre se entrega entera y libremente a Dios, y le ofrece "el homenaje total de su entendimiento y
voluntad".145 Esta fe que actúa por la caridad (Gál 5,6) proviene de lo más íntimo del hombre, de su
"corazón" (Rom 10,10), y desde aquí viene llamada a fructificar en las obras. 146 En el Decálogo, la
cláusula inicial "Yo, el Señor, soy tu Dios" (Ex 20,2) confiere el sentido original a las prescripciones
particulares, asegurando a la moral de la alianza una fisonomía de totalidad, unidad y profundidad...
También la moral de la nueva alianza está dominada por la llamada fundamental de Jesús a su
seguimiento. Las parábolas evangélicas del tesoro y de la perla preciosa, por los que se vende todo
cuanto se posee, son imágenes elocuentes y eficaces del carácter radical e incondicionado de la
elección que exige el Reino de Dios. La radicalidad de la elección para seguir a Jesús está expresada
maravillosamente en sus palabras: "Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida
por mí y por el evangelio, la salvará" (Mc 8,35). (VS 66)

Pero la encíclica Veritatis splendor rechaza toda disociación entre una opción
fundamental de carácter transcendental y las opciones deliberadas de actos concretos. "La
opción fundamental, que caracteriza y sostiene la vida moral del cristiano, se revoca cada vez
que la persona compromete su libertad con opciones conscientes y libres de sentido contrario,
relativas a materia moral grave". "Separar la opción fundamental de los comportamientos
concretos significa contradecir la integridad personal del hombre en su unidad de cuerpo y
alma" (VS 67). "La firmeza con la que el apóstol Pablo se opone a quien confía la propia
justificación a la Ley, no tiene nada que ver con la liberación del hombre con relación a los
preceptos, los cuales, en verdad, están al servicio del amor" (VS 17).

La gracia de la justificación que se ha recibido -enseña el concilio de Trento- no sólo se pierde por la
infidelidad, por la cual se pierde incluso la fe, sino por cualquier otro pecado mortal (n. 68).

Siguiendo la tradición de la Iglesia, llamamos pecado mortal al acto, mediante el cual el hombre, con
libertad y conocimiento, rechaza a Dios, su ley, la alianza de amor que Dios le propone, prefiriendo
volverse a sí mismo, a alguna realidad creada y finita, a algo contrario a la voluntad divina. 147

La libertad del hombre está siempre amenazada por la insidia de la esclavitud.


"Hemos sido llamados a la libertad" (Gál 5,13), pero Pablo nos advierte inmediatamente:
"con tal de que no hagáis de esa libertad un pretexto para la carne". Pues "para ser libres nos
libertó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la
esclavitud" (Gál 5,1). El Espíritu ha sido derramado (He 2,16), pero sólo como primicias;
puede "ser apagado" (1Tes 5,19). Lo comenzado en Espíritu puede terminar en carne (Gál
3,3), si no "se mortifican los miembros terrenos: fornicación, impureza, pasiones, malos
deseos y codicia, que es una idolatría..., cólera, ira, maldad, maledicencia y palabras
groseras" (Col 3,5-8), es decir, los frutos de la carne que lucha contra el Espíritu. 148

145 DV 5; Vaticano I, Dei Filius, cap. 3: DS, 3008.


146 Cfr Mt 12,33-35;Lc 6,43-45;Rom 8,5-8;Gál 5,22.
147 Reconciliatio et paenitentia, AAS 77(1985)222.
148 Cfr. CECat 1750-1756.

81
4. DIMENSION SACRAMENTAL DE LA IGLESIA
Y DE LA MORAL CRISTIANA

I. LA IGLESIA SACRAMENTO DE SALVACION

LA IGLESIA «PUEBLO HISTORICO» DE DIOS

La LG nos ha presentado a la Iglesia como «un pueblo reunido por la unidad del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (n.4). Después de esta presentación del misterio de la
Iglesia, en íntima relación con el misterio trinitario (cap.I), la LG nos presenta a la Iglesia
como comunidad histórica, como «pueblo de Dios» (cap. 2). El pueblo de Dios, formado por
todos los creyentes, es un pueblo histórico.

No hay dos Iglesias, una visible y otra invisible. La Iglesia como misterio ha
aparecido realmente en la tierra bajo una forma concreta y tangible y sigue así presente en el
mundo (n.8). Sin la visibilidad de la Iglesia, no podríamos hablar de «misterio». Porque el
misterio, según el Nuevo Testamento, es el plan de salvación de Dios tal como El lo ha
revelado en este mundo bajo la trasparencia de los velos. En este sentido el misterio o
sacramento incluye toda la economía de la salvación, preparada de manera visible en el
Antiguo Testamento y llegada a su plena manifestación en la vida, muerte y resurrección de
Cristo, cuya presencia visible en este mundo de hoy es la Iglesia (n.7 y 14), aunque esté
«entre penumbras» y «siempre necesitada de purificación» (n.8). El sacramento es, por tanto,
la misma historia de salvación en cuanto manifestación del plan salvífico de Dios. 149

La Iglesia, pues, es, a la vez, la comunidad visible de los redimidos y el signo bajo el
cual el Espíritu de Dios manifiesta y realiza visiblemente -en la concreción histórica- la
salvación del mundo. El Concilio la ha llamado en diversas ocasiones, «sacramento
universal de salvación» (n.48).150

Cuando decimos de la Iglesia que es «sacramento» nos referimos a la salvación


divina en cuanto que actúa en forma reconocible, humana, comunitaria e históricamente. En
este sentido los Padres, siguiendo la Escritura (Cfr 1Tim 3,16), han llamado a Cristo
«sacramento» o «misterio». San Agustín escribe: «El misterio de Dios no es otra cosa que
Cristo».151 De Cristo pasa a la Iglesia: «La Iglesia de los bautizados es el 'misterio' del 'arca
salvadora'».152 Y san Cipriano, más categórico aún: «La Iglesia es el sacramento indivisible
de la unidad».153 Apoyándose en estos testimonios, concluye H. de Lubac: «La Iglesia es aquí
abajo el sacramento de Jesucristo, como Jesucristo mismo es, para nosotros, en su
humanidad, el sacramento de Dios».154

CRISTO, SACRAMENTO DE DIOS

149 Cfr CEC 770-771.


150 Además de LG, Cfr GS 45;AG 1 y 5;DH 5 y 26.
151 Epist. 187,34;PL 33, c.845.
152 Bapt. c. Don. 28,39;PL 43, c.196.
153 Epist. 55,21; PL 3,c. 787A.
154 H. de LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Pamplona 1964; P. LATOURELLE, Cristo y la Iglesia,
signos de salvación, Salamanca 1971.

82
Cristo es sacramento en el sentido propio más original y prototípico. Como «imagen
del Dios invisible», el Padre le envió a revelar a los hombres el misterio de Dios (Cfr n.2,3 y
7); a anunciar el Reino de Dios y a presentarlo luminosamente en su Persona: «Este Reino
aparece luminosamente a los hombres en la palabra, en las obras, en la presencia de Cristo...
Pero, ante todo, se manifiesta en la Persona misma de Cristo, Hijo de Dios e Hijo del
Hombre» (n.5). Así, Cristo es el signo por antonomasia; El es «la luz de las gentes» (n.1 y
10) y «la luz del mundo» (n.1 y 9). En su persona se hizo visible el Reino de Dios.

Cristo aparece como el signo primero, como el primer sacramento en el sentido más
profundo y originario. Es el sacramento personal de la vida divina en nosotros.

Con Cristo se puso en marcha un nuevo período de la historia de la salvación: «la


plenitud de los tiempos». Cristo, dirá K. Rahner, es la presencia real en la historia del triunfo
escatológico de la misericordia de Dios. En Cristo, Dios ha abrazado al mundo radical y
definitivamente en su misericordia. En Cristo, Dios ha pronunciado la última palabra sobre la
humanidad, bajo la forma de palabra de gracia, de reconciliación y de vida eterna. Cristo es el
sacramento primordial del Padre.155

LA IGLESIA, SACRAMENTO DE CRISTO

E, igualmente, «la Iglesia es en Cristo un sacramento, signo e instrumento de la


íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (n.1), porque El la dotó con
su plenitud (n.7). En su rostro resplandece la gloria de Cristo: «Como Cristo es la luz de las
naciones... desea vehementemente iluminar a todos los hombres con aquella claridad suya,
que resplandece en el rostro de la Iglesia» (n.1;Cfr n.7,8,15,36). Ella se llama, como El, «luz
del mundo» (n.9). De este modo la Iglesia es signo revelador de Cristo. Revela en su fe el
misterio de Cristo (n.8,11,12) y continúa «el don profético de Cristo» (n.12). Con el
contenido de la Buena Nueva (n.8) se le ha dado también a ella la vida misma, para que a su
vez la dé y transmita (n.5,7,8). Por medio de ella, como «madre» (n.6,14,15), los hombres
que creen nacen (n.9,17) a la vida de Cristo (n.4,14). La Iglesia, como cuerpo visible
(n.8,9,14,18) de Cristo (n.3,7), está animada por el Espíritu Santo, que El ha enviado
(n.7,8,9,13,39) para que ella aparezca como Iglesia visible (n.2). De este modo «la Iglesia ha
sido constituida para todos y cada uno sacramento visible de la unidad salvífica» (n.9). La
Iglesia no es sólo sacramento de salvación, «signo e instrumento de la íntima unión de los
hombres con Dios», sino también «sacramento de la unidad salvífica», pues ella obra «la
unidad de todo el género humano» (n.9). Lo uno es consecuencia de lo otro, pues quien está
unido a Dios, en El se une a todos y a todo.156

Así, pues, "la contemporaneidad de Cristo al hombre de cada época", de la que


habla la Veritatis splendor (n.25), se realiza en su cuerpo, que es la Iglesia, querida por
Dios "para que los hombres puedan encontrarse con Cristo" (VS 7).

155 Cfr K. RAHNER, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona 1967, p.11-20.


156 Cfr CEC 774-776.

83
La Iglesia, en su ser, es misterio de comunión. Y su existencia está marcada por la
comunión. Desde los orígenes, la comunidad cristiana primitiva se ha distinguido porque
"todos los creyentes eran constantes en la enseñanza de los Apóstoles, en la koinonía, en la
fracción del pan y en las oraciones" (He 2,42). La comunión de los creyentes "en un mismo
espíritu, en la alegría de la fe y en la sencillez de corazón" (He 2,46), se vive en la comunión
de la mesa de la Palabra, de la mesa de la Eucaristía y de la mesa del pan compartido con
alegría, "teniendo todo en común" (He 2,44). Es la comunión del Evangelio y de todos los
bienes recibidos de Dios en Jesucristo, hallados en la Iglesia. Frente a las divisiones de los
hombres -judío y gentil, bárbaro y romano, amo y esclavo, hombre y mujer-, la fe en Cristo
hace surgir un hombre nuevo (Rom 10,12;1Cor 12,13;Gál 3,28) que vence las barreras de
separación, llevando a la comunión gratuita en Cristo, es decir a la comunión eclesial, fruto
de compartir con los hermanos la filiación de Dios, la fe, la Palabra y la Eucaristía.157

Esta comunión penetra todos los aspectos de la vida de la Iglesia. Esta comunión de
los fieles, que participan del misterio de Dios en una misma fe y en una misma liturgia, es
una comunión jerárquica, que une a toda la asamblea en torno a los apóstoles, que
transmiten la fe y presiden la celebración, presbíteros y obispos en comunión con el Papa. Es
una comunión temporal y escatológica: se funda en la fe recibida de los Apóstoles, se vive ya
en la celebración y en la vida presente, pero está abierta a la consumación de la comunión
en la unidad y amor de los salvados con Cristo, en el Espíritu, cuando "Dios sea todo en
todo".

Cimentados en la misma fe, los fieles se sienten hermanos, al celebrar la victoria de


Cristo sobre la muerte, que con su miedo les tenía divididos (Heb 2,14); cantan con una sola
voz y un solo corazón las maravillas de Dios y venden sus bienes para prolongar la
comunión en toda su vida (He 4,32). La comunión de bienes es fruto del amor de Dios
experimentado en el perdón de los pecados, en el don de su Palabra, en la unidad en el
cuerpo y sangre de Cristo y en el amor entrañable del Espíritu Santo. Si no se da este amor,
"dar todos los bienes" no sirve de nada (1Cor 13,3). Esta comunión de los santos, este amor
y unidad de los hermanos, en su visibilidad, hace a la Iglesia "sacramento, signo e instru-
mento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG 1). 158

LA IGLESIA, SACRAMENTO PARA EL MUNDO

La Iglesia, que aparece como "el Cuerpo visible de Jesucristo Resucitado". es el


signo de que el poder de Jesucristo, vencedor de la muerte, rompe las barreras entre los
hombres y crea la koinonía, la comunión. Como leemos en la primera carta de San Juan:
"Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos"
(1Jn 3,14). La Iglesia es el "cuerpo", la "comunión" donde se manifiesta ante el mundo que la
muerte está vencida para los que creen en el Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos y
se dejan conducir por el Espíritu del Resucitado. Para esto existe la Iglesia: para anunciar,
testimoniar, actualizar y extender el misterio de comunión en Cristo, que ella ya vive.

La Iglesia no es una realidad replegada sobre sí misma, sino permanentemente abierta a la dinámica
misionera y ecuménica, pues ha sido enviada al mundo para anunciar, actualizar y extender el misterio
de comunión que la constituye: a reunir a todos y a todo en Cristo; a ser para todos sacramento
inseparable de unidad.159

157 Cfr R. BLAZQUEZ, La Iglesia del Vaticano II, Salamanca 1988.


158 Cfr O. SEMMELROTH, La Iglesia como sacramento original, San Sebastián 1963.
159 Carta de la S.C. para la doctrina de la Fe, sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como
comunión.

84
Jesucristo se hace visible en la Iglesia. La Iglesia aparece realmente como
sacramento de Cristo, "signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de
todo el género humano" (LG 1). La comunidad, congregada en el amor y la unidad, se hace
presencia salvadora de Cristo en el mundo. La Iglesia se hace creíble para el mundo mediante
los signos de la fe, mediante el milagro de comunión que aparece en ella: en el amor y la
unidad de sus miembros. Cuando aparece la Iglesia como Comunidad de hermanos
resucitados, que han vencido el miedo a la muerte, superando las barreras de separación que
el miedo a la muerte levanta entre los hombres, amándose en la dimensión de la cruz y siendo
perfectamente uno, todos conocerán que son discípulos de Cristo y que Cristo es el Enviado,
el Salvador.

Son inseparables la comunión con Dios y la comunión entre los hombres. La


comunión eclesial es, en primer lugar, comunión de cada hombre con el Padre por Cristo en
el Espíritu Santo. De este misterio de comunión, don de Dios y fruto de su iniciativa
cumplida en el misterio pascual, nace la comunión entre los hombres. De este modo, esta
comunión visible de los hombres se hace sacramento de la unión invisible con Dios. La
peculiar unidad, que hace a los fieles ser miembros de un mismo Cuerpo, el Cuerpo de Cristo,
es la manifiestación visible de la Iglesia como "pueblo reunido por la unidad del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo" (LG 4).

La acción salvífica de Cristo por el Espíritu Santo está presente en toda acción
eclesial. Esta acción salvífica es lo que el Concilio llama «sacramento de unidad»: el signo
visible y eficaz, escogido por Dios para expresar en la historia humana su voluntad eterna de
salvar a toda la humanidad. El Espíritu Santo y la Iglesia hacen presente en el mundo este
signo de la voluntad salvífica de Dios, es decir, la paz para la humanidad. En oposición al
pecado, elemento de desunión, el signo de salvación no podía ser otro que un signo de paz y
unidad (n.8).

La Iglesia es la presencia viva, velada, pero perceptible, en el seno del mundo, de la


salvación divina. Por esto precisamente es el sacramento de salvación ofrecido por Dios al
mundo entero. En otras palabras: la salvación activamente presente en la humanidad, desde
Cristo, se manifiesta en la Iglesia. La Iglesia es el «sacramento fundamental» de la salvación
preparada para todos en el plan eterno de Dios. La Iglesia es, a la vez, «sacramento de sí
misma», esto es, manifestación visible de la salvación presente ya en ella, y «sacramento
para el mundo», como sacramento de la salvación que se ofrece a todos: esperanza, no sólo
para los que forman parte de ella, sino esperanza para el mundo entero.
La Iglesia es la presencia permanente de esa protopalabra sacramental de la gracia
definitiva, que es Cristo en el mundo. Como el Padre invisible se hizo visible por la misión de
su Hijo en Cristo, así Cristo glorioso se hace visible por la misión de su Espíritu en la Iglesia.
Como el Padre nos dio su Hijo y en el Hijo se nos dio El mismo, así Cristo nos da su Espíritu
y por su Espíritu se nos da El mismo en la Iglesia. Esta permanencia de Cristo en la Iglesia la
hace ser el protosacramento, el origen de toda acción sacramental.

LOS «SACRAMENTOS», REALIZACIONES DE LA SACRAMENTALIDAD DE LA


IGLESIA

85
El signo es una realidad viviente que se revela en una acción visible. Participar en
una acción simbólica es entrar en comunión con la realidad escondida, bajo los velos, de esa
acción. En la acción simbólica hay una realidad invisible que se nos ofrece, se nos revela,
ocultándose en ella. Para ser más precisos, se trata de un «encuentro»; porque la realidad
viviente, que se manifiesta en la acción simbólica sacramental, es siempre una persona o una
comunidad de personas.

Los signos fundamentales del cristianismo son Cristo y la Iglesia. Todos los demás
signos particulares no son más que la irradiación múltiple de estos signos fundamentales. Los
sacramentos son realizaciones de la Iglesia misma, actualizaciones concretas de la
sacramentalidad de la Iglesia, que participan esencialmente del ser de la Iglesia como
sacramento primordial. Por esto hay que afirmar que la Iglesia no es tanto la
«administradora» de los sacramentos cuanto el sacramento mismo de la salvación.

Cada sacramento es, por tanto, un acto del sacramento primordial, que es la Iglesia;
un acto visible, concreto, puesto por la Iglesia como comunidad de salvación. O, dicho de
otro modo, un sacramento es, ante todo y sobre todo, un acto personal del mismo Cristo que
nos abraza en el plano de la visibilidad terrestre de la Iglesia. De este modo, los sacramentos
se nos presentan como la visibilidad eclesial de la voluntad salvífica de Cristo frente a la
persona que recibe el sacramento. Los sacramentos son esa voluntad salvífica bajo una forma
eclesial visible y palpable. Son el don actual de la gracia que se apodera de nosotros de
manera visible, histórica.160

La economía de la gracia es encarnacional y eclesial, es decir, sacramental. La


presencia divinizante del Espíritu Santo transforma al hombre en la totalidad de su ser cor-
póreo-espiritual. Por esto un sacramento no es auténtico si no es eclesial. En los
sacramentos, la gracia viene a nosotros en la visibilidad eclesial. Sacramentos e Iglesia son
realidades coextensivas. Esta nace de aquéllos; aquéllos nacen de ésta. Donde hay
sacramentos hay Iglesia y donde hay Iglesia hay sacramentos. La Eucaristía hace la Iglesia
y la Iglesia hace la Eucaristía.161

LA EUCARISTIA, REALIZACION PLENA DE LA IGLESIA

La Iglesia, unida en la Eucaristía, es la realización más plena de la Iglesia como


«sacramento universal de salvación»: anuncia la presencia en el mundo de la muerte y
resurrección de Cristo en la espera de su manifestación total en la Parusía (Cfr 1Cor 11,26).

La Eucaristía, como sacrificio y comida cultual, es precisamente la manifestación


visible del pueblo de Dios, en la que este pueblo se realiza continuamente en la historia, o
mejor aún, en la que este pueblo es continuamente reunido y constituido por Dios. En la
Eucaristía el Padre reúne a su pueblo en torno a su Hijo, «el Primogénito de toda criatura»,
por la fuerza del Espíritu Santo. En la Eucaristía todos los miembros del pueblo de Dios se
encuentran unidos, fundamentalmente iguales, y, sin embargo, ejerciendo sus funciones
diversas.

En la Eucaristía la Iglesia acepta también su puesto en la historia. Conmemora la


Pascua, que es el origen de su historia, acoge y se une a su Señor para ir con El hacia los
hombres y, finalmente, recibe en la fe y la esperanza las primicias del Reino futuro.

160 Cfr CEC 1116;1118;1140-1144.


161 Cfr CEC 1396.

86
Los demás sacramentos están todos unidos a la Eucaristía por los mismos lazos
simbólicos. Preparan o cumplen lo que la Iglesia celebra en la Eucaristía.

La Iglesia visible tiene además, como Cristo encarnado, el carácter de Palabra de


Dios. En ella, Dios se hace visible y audible; se expresa en ella. En cierto sentido, la entrada
de Dios invisible, por Cristo, en la epifanía de los hombres, se continúa en la Iglesia que, en
su palabra eficaz, testimonia visiblemente la presencia de Dios en el mundo.

En realidad la Iglesia se nutre de dos mesas: la Palabra y la Eucaristía. 162 Pero, para
que se dé fruto de santidad en la actualización en nuestras vidas del misterio de Cristo en la
Palabra y en la Eucaristía, es preciso invocar al Espíritu Santo. 163 "El hombre no puede en-
tender la lengua de la Palabra de vida si no se la habla el Espíritu Santo al corazón". 164

SACRAMENTALIDAD DE LOS «ESTADOS» DE LOS MIEMBROS DE LA IGLESIA

La LG aplica todas las afirmaciones decisivas sobre la Iglesia a todos los creyentes
en general (n.13), y también a cada uno de los «estados»: ministerio sacerdotal (n.40) y laicos
(n.30); casados (n.11 y 35) y religiosos (n.31). Si Cristo es el signo o sacramento por
antonomasia y a la Iglesia se le ha dado la plenitud del carácter de signo de Cristo, porque
ella es la plenitud de Cristo, cada miembro particular y cada estado participa del carácter de
signo de Cristo y, precisamente, en la «medida» de su calidad de ser miembro, o sea, de su
tarea como estado en la Iglesia (n.13).

-Todos los creyentes

Todos los creyentes (n.7,9,10) son, inmediatamente, en virtud del carácter bautismal
(n.9) y, después, correspondientemente, por los demás sacramentos (n.7,10,11), imagen y
signo de Aquel, de quien la Iglesia es, en cuanto totalidad, imagen y signo en plenitud: o sea,
de Cristo y, de este modo, del Dios Trino, como se comunica y debe seguir comunicándose a
los hombres en Cristo. En su constante aspiración a la santidad «todos los cristianos anuncian
y revelan a todos, en este tiempo, el amor con que Dios ha amado al mundo» (n.41).
Es este enraizamiento sacramental lo que constituye al nuevo pueblo de Dios en
cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo, en «casa espiritual y sacerdocio santo» (1Pe
2,5;n.10-11). Esto funda la unidad radical, la igualdad fundamental de todos los miembros de
la Iglesia. Todo lo demás es adveniente y, por ello, secundario en el orden óntico, aunque su
importancia sea grande. Esta unión sacramental común, que incorpora a Cristo, opera en los
creyentes una radical fraternidad eclesial, que es previa a toda paternidad (n.32). La jerarquía
es servicio y los carismas son queridos por Dios para edificación de su Iglesia. Pero anterior a
todas las diferenciaciones funcionales subsiguientes existe una previa comunión sacramental
de ser y vida entre los cristianos: regeneración bautismal, unción por el Espíritu y comunión
en el cuerpo eucarístico.

-Ministerio sacerdotal

162 VATICANO II: DV 21;SC 48;PO 18;PC 6.


163 SAN JERONIMO, In Mich. 1,10-15.
164 SAN BUENAVENTURA, De S. Andrea Sermo,1;De S. Stephano Sermo,1. Cfr L. BOUYER, Parola,
Chiesa e Sacramenti, Brescia 1962.

87
Este carácter sacramental, común a todos los creyentes, la LG lo especifica
aplicándolo a cada uno de los «estados». La comunión fundamental entre todos los creyentes
-comunión sacerdotal (bautismo), comunión pneumática y misional (confirmación) y
comunión eucarística (eucaristía)- no es, sin embargo, anárquica, sino que está orgánicamente
estructurada. Para que la Iglesia y la triple comunión entre los cristianos perdure, Cristo la ha
dotado de miembros cualificados, cuya misión es: bautizar y hacer discípulos entre todas las
gentes; comunicarles el Espíritu y admitirlos a la comunidad de los que ya antes han creído,
haciéndoles perseverar en oír la enseñanza de los apóstoles, en la unión, en la fracción del
pan y en la oración; perdonar y retener pecados en la fuerza del Espíritu Santo, que han
recibido; hacer en memoria suya lo que El hizo en la noche en que fue entregado; transmitir a
otros la propia misión imponiéndoles las manos; siendo entre todos ellos uno el encargado de
confirmar en la fe a sus hermanos, porque sobre él está edificada la «Eklesía».

Esta misión apostólica de apacentar la Iglesia la querrá el Señor también fundamenta-


da sacramentalmente: por el sacramento del Orden, los ministros, sacerdotes y obispos, son
especialmente configurados a Cristo para transparentarle ante sus hermanos como Maestro,
Sacerdote y Rey. La colegialidad episcopal se formula en un lenguaje de «comunión», en
oposición a una eclesiología que se expresaba en términos de «jurisdicción». Es la
consagración episcopal la que confiere el triple ministerio. Por la consagración episcopal -y
no por la jurisdicción de tipo jurídico- se le confiere al obispo su triple función en la Iglesia:
«La consagración episcopal confiere, juntamente con el ministerio de santificar, los de
enseñar y gobernar», si bien deben ejercerse «en la comunión jerárquica con la Cabeza del
Colegio y con sus miembros» (n.21).

-Laicos

Igualmente, los laicos «participando a su manera del ministerio sacerdotal, profético


y real de Cristo, ejercen por su parte la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el
mundo» (n.31), «pero son llamados especialmente a hacer a la Iglesia presente y eficaz en
aquellos lugares y condiciones donde ella no puede ser sal de la tierra sino a través de ellos»
(n.33).

-Casados

El estado matrimonial, con la reciprocidad de ambos esposos, representa inmediata-


mente tanto a Cristo, Cabeza y Esposo, como a la Iglesia, su cuerpo y esposa; de este modo el
matrimonio tiene una misión específica de signo: «los esposos cristianos, en virtud del
sacramento del matrimonio..., son signo del misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y
su Iglesia y participan de él (Ef 5,32)» (n.11).165

-Religiosos

165 La GS confirma esta sacramentalidad de la familia cristiana ante el mundo: «la familia cristiana, cuyo
origen está en el matrimonio, que es imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia,
manifestará a todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la auténtica naturaleza de la Iglesia» (n.48). Y
Juan Pablo II, enviando 72 familias neocatecumenales a la evangelización de nuestro mundo secularizado, les
decía que «no hay en este mundo otra imagen más perfecta y más completa de lo que es Dios: unidad y
comunión»: L'Osservartore Romano 31-12-88.

88
Finalmente, la «vida religiosa» aparece caracterizada, sobre todo, por su carácter de
signo, por su «sacramentalidad»: «la profesión de los consejos evangélicos aparece como un
signo que puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia...,
testimoniando la vida nueva y eterna conseguida por la redención de Cristo y preanunciando
la resurrección futura y la gloria del Reino celestial...» (n.44).

LA IGLESIA LOCAL

El Concilio, al revalorizar el significado sacramental de la Iglesia, ha revalorizado


también el significado de la Iglesia local, en la que el misterio total de la Iglesia se hace
acontecimiento actual en la asamblea litúrgica y en el amor cristiano que ella comporta.

Es cierto que la LG ha tomado como punto de partida a la Iglesia universal, como


comunión de todos los fieles con el Papa y con el cuerpo de los obispos, pero ha aceptado
también la concepción de la Iglesia local, presidida por el obispo -«Esta Iglesia de Cristo está
verdaderamente presente en todas las legítimas reuniones locales de los fieles, que, unidos a
sus pastores, reciben también el nombre de Iglesia en el Nuevo Testamento» (n.26)-, o
presididas por el presbítero -«Los presbíteros que, bajo la autoridad del obispo, santifican y
gobiernan la parte del rebaño del Señor, que les ha sido confiada, hacen visible en su lugar a
la Iglesia universal» (n.28)-. Ha valorado, además, todas las realidades, que sirven de base a
una concepción eclesiológica a partir de la Iglesia local: Palabra de Dios, Celebración
eucarística, unidad en el Espíritu Santo y en la comunión con el obispo, colegialidad
episcopal...

Ya el Nuevo Testamento atestigua la existencia de Iglesias locales, que conservan


entre ellas la comunión de fe y de sacramentos, la comunión de los obispos y la comunión
fraterna: Iglesias de Jerusalén, de Corinto, de Antioquía.. Hay Iglesias locales, pero hay
también comunión de las Iglesias. Hay Iglesias locales e Iglesia universal, formada por la
comunión de todas las Iglesias.
El hecho de que San Pablo use la expresión «Iglesia de Dios» ya en singular ya en
plural, significa que la tarea misionera de los apóstoles era la de fundar, ciertamente, una
Iglesia universal, católica, pero implantándola en Iglesias locales, que son la manifestación
local de toda la Iglesia universal: todas ellas en comunión entre sí y con la Iglesia universal.
Una Iglesia local es enteramente la Iglesia, pero no es toda la Iglesia. Otras Iglesias locales
son Iglesia al lado de ella, con ella. A causa de su presencia entre otras Iglesias locales, para
ser Iglesia, debe ser reconocida como tal por sus Iglesias-hermanas. Para ello debe darse una
comunión entre ellas, que las permita reconocer su eclesialidad recíproca.

El primer indicio y realidad de la eclesialidad de una Iglesia local es la efusión del


Espíritu Santo sobre sus miembros en el momento de su bautismo (He 19,1-6). Cristo envía
el Espíritu Santo sobre sus apóstoles, para que ellos comunicándolo a sus discípulos, los
constituyan en Iglesia.

En segundo lugar, la Iglesia local se manifiesta en la celebración litúrgica, de donde


deriva la legitimidad de su existencia y de su fidelidad, fundada en el apóstol. La Iglesia es la
asamblea convocada en y por la Palabra de Dios. La Iglesia local es la comunidad en la que
mora la Palabra de Dios. Sus miembros nacen por esta Palabra, de ella se nutren y viven (Col
3,16). Por esto la primera liturgia es la proclamación y audición de la Palabra de Dios.

89
Pero, naturalmente, la Palabra lleva a la liturgia pascual. La comunidad cristiana es
convocada para celebrar la Eucaristía del Señor, haciendo memoria y anunciando efi-
cazmente la muerte y resurrección de Cristo.

La Eucaristía es el acto vital de la Iglesia local. La Iglesia es, entonces, la comunidad


que en «este lugar» se constituye Iglesia de Cristo en el sacramento pascual de la Palabra y
del Pan, de modo que los fieles, unidos en la Palabra y el Pan, se hablan los unos a los otros,
constituidos hermanos en la alabanza al Padre, por el Hijo en el Espíritu Santo (Ef 5,19-20).

San Pablo proclama la concentración de la experiencia comunitaria de la Iglesia en la


celebración eucarística local, cuando atestigua: «porque no hay más que un pan, todos
formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan» (1Cor 10,7).

San Ignacio describirá esta misma experiencia en su carta a los fieles de Filadelfia:
«No participáis sino en una sola Eucaristía, porque no hay más que un solo cuerpo de nuestro
Señor Jesucristo y un solo cáliz para unirnos en su sangre, un solo altar, como no hay más
que un solo obispo con el presbiterio y los diáconos» (4,1).

El signo por excelencia de la Iglesia local es la celebración de la Eucaristía. Por esto,


la Eucaristía, como acontecimiento local, no sólo sucede en la Iglesia; la Iglesia misma se
hace acontecimiento en la celebración local de la Eucaristía. Y como este acontecimiento es
local, es decir, está ligado a una comunidad en un espacio y en un tiempo determinados, se
deduce que la Iglesia local no es una mera agencia, una filial -libremente fundada-, o un
suplemento de la Iglesia universal, sino que es el mismo realizarse de la Iglesia universal. La
Iglesia local no surge por una fragmentación de la Iglesia total, sino por una «concentración»
de la Iglesia en su mismo traducirse en acontecimiento eucarístico.

La celebración eucarística crea -nueva realidad de la Iglesia local- la comunión, el


ágape, entre todos los fieles. En ella se hace patente y realiza la unidad del pueblo de Dios.
La Eucaristía es el sacramento de la comunión con Dios y de la comunión fraterna. En la
Eucaristía, el pueblo de Dios aparece unido en la caridad, en la confesión de sus faltas, en la
audición de la Palabra, en el beso de paz, en la comunión del sacrificio-banquete de Cristo.
Se encuentra aquí todo el misterio de unidad y amor de la Iglesia: unión de los bautizados con
Cristo por la comunión de su sangre; unión de los bautizados entre ellos por la comunión del
mismo cuerpo y de la misma sangre. Los que participan del cuerpo de Cristo se convierten,
con El y entre ellos, en un solo cuerpo (1Cor 12,22).

Y, finalmente, la presencia del apóstol -reconocimiento de un apóstol como «padre»


(Cfr 1Cor 4,15)- hace a la comunidad local ser apostólica, garantizando así la comunión con
todas las Iglesias y con la Iglesia universal. No hay ninguna oposición entre las Iglesias
locales y la Iglesia universal. La Iglesia universal, cuerpo de Cristo, se encuentra en la
comunidad local; y ésta, a su vez, es la revelación de la Iglesia universal en un lugar
determinado. Así la Iglesia universal está formada por la comunión de todas las Iglesias
locales en un mismo Señor, en un mismo Espíritu, un mismo Evangelio, una misma caridad y
una misma autoridad. En ellas y a base de ellas se constituye la Iglesia católica, una y única
(n.23).

II. MORAL SACRAMENTAL COMUNITARIA

MORAL PERSONAL-COMUNITARIA

90
La visión sacramental de la Iglesia da a la moral cristiana un carácter mistérico-
litúrgico, superando así el extrinsecismo de la moral formalista de la obligación. En esta
concepción de la moral, la liturgia era vista como la ejecución de un deber o como una ayuda
extrínseca para cumplir la ley. El individualismo de esta moral llevaba a poner como centro
de toda su preocupación la salvación individual, que había de conseguirse mediante la
observancia de las leyes. Cristo y toda la vida sacramentaria no eran sino un medio para ello.
Colocar en cambio, «el misterio de Cristo» -celebrado en la liturgia- al centro, como objeto
de la Teología moral, significa situar la vida moral en el dinamismo sacramental de la historia
de la salvación. La moral de la obligación se transforma en moral de la caridad.

El Vaticano II considera la liturgia como la actualización de la obra salvífica de


Cristo, como la realización de la Iglesia. Por ello, es la fuente de donde mana toda su fuerza.
«Por los sacramentos, especialmente por la Eucaristía, se cominica y se nutre el amor hacia
Dios y hacia los hombres» (LG 33). O como dice la constitución de liturgia: «La renovación
de la alianza del Señor con los hombres en la Eucaristía enciende y arrastra a los fieles a la
apremiante caridad de Cristo» (SC 10).

La Palabra, anunciada, creída y celebrada convoca, alimenta y sostiene a la


comunidad cristiana. En la liturgia la palabra se hace viva y eficaz, llevando a los fieles a la
comunión y al amor cristiano, haciendo de la Iglesia sacramento de salvación para el mundo:

Por la evangelización la Iglesia es construida y plasmada como comunidad de fe; más precisamente,
como comunidad de una fe confesada en la adhesión a la Palabra de Dios, celebrada en los sacramen-
tos, vivida en la caridad como alma de la existencia moral cristiana. En efecto, la buena nueva tiende a
suscitar en el corazón y en la vida del hombre la conversión y la adhesión personal a Jesucristo Salvador
y Señor; dispone al Bautismo y a la Eucaristía y se consolida en el propósito y en la realización de la
nueva vida según el Espíritu.166

La idea bíblica de la alianza y la experiencia perenne y viva que se tiene de ella en la


liturgia, instruyen a los cristianos sobre la naturaleza de la vida cristiana; tal como viene
expresada en los sacramentos, signos de la alianza, la vida cristiana es diálogo plenamente
personal y, a la vez, plenamente comunitario.

El Espíritu nos revela personalmente el misterio de Dios, pero no hablando, sino


introduciéndonos vitalmente en él. Nos revela nuestra vida en Cristo, edificando con nosotros
la Iglesia como Cuerpo de Cristo.

El Espíritu es dado a la comunidad y es dado a las personas. La Iglesia es una


comunión, una fraternidad de personas. En ella el Espíritu armoniza la singularidad de cada
miembro y la unidad de todos en el único Cuerpo de Cristo. El Espíritu crea la unidad en la
multiplicidad. De aquí la exhortación de San Pablo a "conservar la unidad del Espíritu con el
vínculo de la paz" (Ef 4,3).

El Espíritu Santo, saciando las exigencias más íntimas del hombre, recrea la unidad
de todo el hombre, cuerpo y espíritu, abriéndole a la comunión con todos los hombres,
rompiendo las barreras que alienan al hombre consigo mismo y con los demás.

166 Christifideles 33.

91
Los sacramentos son signos personalizantes de la comunidad de salvación. Son
signos eficaces del encuentro personal del creyente con Cristo en la comunidad visible de la
fe. Los sacramentos nos revelan el personalismo propio del cristianismo, en el que cada uno
es llamado por su nombre propio, único, irrepetible, insustituible, pero un nombre que cada
uno sólo puede hallar en la comunión con Dios y en la comunidad fraterna. Los sacramentos
son llamada a todos a la unidad en el respeto absoluto de cada persona particular. En los
sacramentos se ofrece a cada uno la salvación, en cuanto cada uno se deja integrar
personalmente en la comunidad de salvación, para alabanza de la gloria de la gracia de Dios.

Todo creyente recibe la gracia de fe en la comunidad de fe. Los sacramentos nos


convierten a Dios en la comunidad de fe, de esperanza y de caridad. La alianza, en que
participamos y a la que respondemos personalmente, es alianza de Dios con la comunidad de
los redimidos, alianza de Cristo con su Iglesia.

Cristo es una persona y la vida moral es un encuentro con Cristo. La moral cristiana
es, pues, personal. Pero personal no es sinónimo de individual. Personal significa ya
encuentro con otra persona.

La dimensión sacramental, litúrgico-mistérica, de la moral, responde al ser profundo


del hombre. El hombre es un ser responsorial. Es el único ser de la creación al que Dios se
dirige con el "tú", esperando de él una respuesta. En ello consiste la imagen de Dios en el
hombre. Dios puede hablar al hombre y el hombre puede escuchar su voz y responderle. Dios
en diálogo con el hombre hace presente y visible en la tierra su diálogo eterno de Dios Padre,
Hijo y Espíritu Santo. Sólo el hombre, entre todos los seres creados, ha sido invitado y
capacitado (cfr Sir 17,5-13) para entrar en diálogo personal con el Tú divino. Cuando el
hombre en oración "entra dentro de su corazón, Dios, escrutador de corazones (1Re 16,7;Jr
17,10), le aguarda; allí, bajo la mirada de Dios, el hombre decide personalmente su propio
destino" (GS 14). Pero la relación dialogal del hombre con el Tú divino y la relación dialogal
con el tú humano se implican íntimamente, como la raíz y el fruto. La imagen de Dios en el
hombre se manifiesta en la comunión del hombre y la mujer, dos seres diferentes, que unidos
en el amor, se hacen una sola carne (Gén 1,27). La dimensión personal y comunitaria del
diálogo de Dios con el hombre se realiza plenamente en la oración litúrgica: oración de cada
cristiano, pero unido al cuerpo de la Iglesia, con Cristo como cabeza, y el Espíritu como alma
que unifica a todos para la alabanza común al Padre.

La liturgia se realiza siempre en el Espíritu Santo o por virtud del Espíritu Santo. 167
No es posible la liturgia sin el Espíritu Santo; la liturgia sería una simple evocación y no la
actualización en el memorial de los misterios de la salvación. La salvación, como vida del
Padre en Cristo, nos es ofrecida en el Espíritu Santo. El misterio pascual de Cristo nos llega
a través del Espíritu que es el don pascual de Cristo muerto y resucitado a su Iglesia.

La unidad de la Iglesia orante es obra del Espíritu Santo, que es el mismo en Cristo, en toda la Iglesia y
en cada bautizado... Por tanto, no puede haber oración cristiana sin la acción del Espíritu Santo, que,
uniendo a toda la Iglesia por medio del Hijo, la conduce al Padre. 168

167 LG 50;PO 5.
168 Principios y normas generales de la liturgia de las horas, n.8.

92
La liturgia celebra la fe de los fieles con palabras y gestos. Ella actualiza, en el
tiempo, la gracia que Dios nos ha dado en su designio de salvación y, sobre todo, en Jesu-
cristo y su pascua. Esta actualización e interiorización en el corazón de los fieles es obra del
Espíritu Santo. Así la liturgia realiza un movimiento de Dios hacia nosotros y de nosotros
hacia Dios, movimiento que parte del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo y asciende desde
el Espíritu por el Hijo hasta la gloria del Padre, que nos introduce en su comunión como
hijos.

Cada persona es única, irrepetible e insustituible, fruto de un pensamiento y un amor


singulares de Dios. Cada persona existe porque Dios la ha llamado a la existencia por su
nombre propio, inconfundible. Por ello, la persona no puede nunca reducirse a ser un simple
caso singular de la esencia humana universal, sino que constituye una encarnación
irrepetible de la esencia universal con una riqueza particular, debida a la llamada singular de
Dios. Cada hombre es una palabra de Dios pronunciada una sola vez. A esta palabra
corresponde una respuesta única, vocacional, de cada persona. En la liturgia se presenta cada
creyente con su singularidad personal, con los dones y carismas propios, para edificar la
comunidad, cuerpo de Cristo, y elevar el canto de acción de gracias a Dios. Este encuentro
personal-comunitario con Dios es el milagro del Espíritu de Dios en la asamblea cristiana. 169

Los signos de este encuentro con Dios en Cristo mediante el Espíritu, signos de la
alianza, nos alcanzan en la comunidad eclesial; análogamente, también nuestra respuesta
sólo es válida y justa en la comunidad y con vistas a la comunidad. El diálogo litúrgico es un
diálogo de fe y amor adorante: por esto es personal en sumo grado. Ahora bien, el
personalismo de cada miembro se profundiza de manera auténtica cuanto más fuertes son el
amor y la unidad de todos los miembros de la comunidad, a los que Dios se dirige y que
responden unidos.

No hay oposición entre la esencia fundamentalmente comunitaria de la salvación y


el verdadero personalismo de la fe. Se opone ciertamente al colectivismo, que espera todo de
una coordinación, y también al individualismo, que no ve la persona en diálogo, sino más
bien en un monólogo, que hace de los demás y de todas las realidades instrumentos para la
propia perfección. La vida personal y la vida comunitaria se integran en una unidad
perfecta; la una no se da sin la otra. Amar a Dios personalmente, con todo el corazón, es
esencialmente vida dialogal, en la que Dios nos comunica su amor; amor que nos
transforma, dándonos la capacidad de responderle plenamente. Pero es evidente que nadie
puede amar a Dios sinceramente «si no está unido a los hermanos en el amor» (Cfr 1Jn
4,20). El diálogo personal de fe y amor con Dios es fuente y fundamento de la caridad y de
la unión fraterna; y la unión en el amor a los hermanos es nuestra respuesta al diálogo de fe
y amor con Dios. Se da una unidad intrínseca entre el amor de Dios y el amor del prójimo.

La gloria de Dios y la salvación de los hombres son los dos polos de la existencia de
la Iglesia. Conocer mejor los designios de Dios sobre sí misma para cumplir mejor su misión
salvadora ha sido la finalidad del Vaticano II, en la reflexión comunitaria de la Iglesia sobre
su conciencia eclesial. Hablando de sí misma, la Iglesia ha hablado de Dios y del hombre.
Como lo expresó Pablo VI, la Iglesia no ha pretendido encerrarse en sí misma, sino «confir -
marse en los planes divinos sobre ella, para encontrar mayor luz, nueva energía y un gozo
mayor en el cumplimiento de su propia misión y determinar los modos más aptos para hacer

169 Cfr D. TETTAMANZI, L'uomo immagine di Dio. Linee fondamentali di morale cristiana, Casale
Monferrato 1992.

93
más cercanos, operantes y benéficos sus contactos con la humanidad, a la que ella
pertenece, aunque distinguiéndose por caracteres propios inconfundibles».170

DIMENSION COMUNITARIA DE LOS SACRAMENTOS

Los sacramentos son actualizaciones vitales del misterio de Cristo y de la Iglesia en


la realización del plan salvífico de Dios. Una teología sacramentaria, que pone de relieve esta
dimensión cristológica y eclesiológica de los sacramentos, ha puesto el fundamento para
interpretar en su justo valor el aspecto comunitario o eclesial de los mismos. Es cierto que los
sacramentos son acontecimientos de la historia de salvación de cada hombre, que le conducen
a la plena realización personal de su salvación. La manifestación victoriosa de la gracia de
Cristo en los sacramentos sólo se realiza donde ésta es aceptada personalmente por el
hombre. Pero los sacramentos transcienden la esfera del individuo. Siendo éstos
autorrealización de la iglesia como sacramento radical, su dimensión eclesial, su dimensión
social, comunitaria, es un aspecto esencial de la vida sacramental. Esta dimensión
comunitaria de los sacramentos supera el individualismo y extrinsecismo propio de la visión
corriente de los sacramentos.

La comunidad eclesial «se actualiza» (LG 11) por los sacramentos como funciones
vitales del organismo eclesial. La LG ha descrito el aspecto eclesial comunitario de cada uno
de los sacramentos del pueblo de Dios. Los fieles se han incorporado a la comunidad eclesial
por el bautismo. En la confirmación se vinculan más estrechamente a la Iglesia.
Participando del sacrificio eucarístico manifiestan la unidad del pueblo de Dios, significada
y producida por este sacramento. El cristiano que se acerca a la penitencia, obtiene el perdón
de Dios y, al mismo tiempo, se reconcilia con la Iglesia. Con la unción la Iglesia entera
encomienda a los enfermos al Señor paciente y glorificado. Los que entre los fieles del
pueblo de Dios se distinguen por el orden sagrado, quedan destinados, en el nombre de
Cristo, a apacentar la Iglesia con la palabra y con la gracia de Dios. Los esposos cristianos, en
virtud del sacramento del matrimonio, manifiestan y participan del misterio de la unidad y
del amor entre Cristo y la Iglesia (Cfr LG 11).

La vida del cristiano está determinada por su condición de miembro de la comunidad


sacramental. Por esto, los sacramentos, siendo acontecimientos de la historia personal de
salvación de cada creyente, incluyen necesariamente el aspecto comunitario eclesial. El
hombre no puede realizarse como cristiano sin realizarse al mismo tiempo como miembro de
la comunidad eclesial.

Los sacramentos son palabra de gozo, buena noticia, Evangelio. En ellos, el precepto
es sencillamente el fruto del anuncio de la buena nueva: «En la liturgia Dios habla a su
pueblo; Cristo sigue anunciando el Evangelio. Y el pueblo responde a Dios con el canto y la
oración» (SC 33). Dios, al hablarnos así con sus dones, al enriquecernos con su palabra, nos
hace capaces de una vida nueva. Así la vida cristiana es fundamentalmente palabra de
respuesta, que brota de la fe, que escucha y responde, que recibe y se da a su vez.

170 PABLO VI, Ecclesiam suam, AAS 56(1964)615.

94
El cristiano, con el corazón formado en la vida litúrgica, lleva la estructura de la
liturgia al conjunto de su vida moral, a toda su existencia. No vive preocupado por realizar
sus propósitos humanos, sino atento a escuchar la voz de Dios, atento al kairós, al plan de
Dios en la situación concreta de su vida. Esto le evita, por un lado, el esquematismo
formalista y la ciega aplicación de principios abstractos que no tienen en cuenta las
necesidades de la hora presente y de la gracia actual, y por otro lado, le evita caer en una ética
existencial superficial, puesto que considera toda situación particular (kairós), a la luz de la
visión fundamental inscrita en su corazón por la gracia sacramental.

Así como en la celebración de los sacramentos la obra del hombre es sobre todo
aceptación humilde y respuesta agradecida a la acción de Dios, así en toda la moral cristiana
la obligación es inherente al don y brota del don. No hay puro mandamiento ni hay
obligación en la que no se haga visible el don. Dios, por medio de sus dones, nos atrae y nos
da la capacidad y el empeño con que hacer de nuestra vida una respuesta a El.

Una auténtica visión sacramental no nos recluye en los sacramentos, sino que nos da
esa apertura indispensable, capaz de aprehender como don de Dios todos los acontecimientos
y todas las capacidades. Para el hombre redimido, que entra plenamente en la perspectiva
sacramental, todos los dones de Dios se vuelven gracia fecunda, que es llamada e invitación.
Hay que hablar de los dones divinos, de la gracia divina de forma que aparezca claramente
visible su dinamicidad, que transforma el corazón y el interior del hombre, y le vivifica en
espontaneidad capaz de llevar abundantes frutos. Los dones de Dios, precisamente por ser
gratuitos, no deben convertirse en capital muerto. La dinamicidad de la gracia significa fruto
abundante de amor para la salvación del mundo y para una fraternidad entre los hombres.
Pero sin olvidar nunca que se trata siempre de dinamicidad de la gracia, del Reino del amor
de Dios; así no puede corresponderle un antropocentrismo horizontal que olvide las fuentes
de la vida.

FE Y VIDA MORAL

La "más grave y nociva dicotomía" es la que hoy se da entre fe y moral. Esta


separación entre fe y vida lleva a que en el cristiano se debilite la fe, perdiendo la
originalidad de la existencia cristiana en la vida personal, familiar y social. "Es, pues, urgente
que los cristianos descubran la novedad de su fe y su fuerza de juicio frente a la cultura
actual, dominante e imbadiente". La palabra de san Pablo es más actual que nunca: "En otro
tiempo fuisteis tinieblas, más ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz; pues el
fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad. Examinad qué es lo que agrada al
Señor, y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas; antes bien, denunciadlas...
Mirad atentamente cómo vivís; que no sea como imprudentes, sino como prudentes;
aprovechando bien el tiempo presente, porque los días son malos" (Ef 5,8-11.15-16;cfr 1Tes
5,4-8).

Urge recuperar el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un


conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un
conocimiento de Cristo vivido personalmente, celebrado sacramentalmente, es decir, una
verdad que se hace vida. La fe cristiana, celebrada en la liturgia y traducida en hechos,
afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente
con Jesucristo, camino, verdad y vida (Jn 14,6). Implica un acto de conversión radical, que

95
se expresa en confianza y abandono en Cristo, una celebración agradecida y gozosa, que nos
lleva a vivir como El vivió (Gál 2,20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos.171

El cristianismo se presenta como un auténtico camino. En sus comienzos, incluso


antes de que se acuñara la palabra "cristianos", el cristianismo se llamaba simplemente
camino. Por lo menos unas seis veces encontramos en los Hechos de los Apóstoles ese
nombre, que nos informa sobre la primera fase del desarrollo histórico del cristianismo. "Yo
perseguí a muerte a este camino", confiesa San Pablo para explicar que perseguía a los
cristianos (He 22,4). Si el cristianismo es definido como camino, significa que ante todo
indicaba una forma específica de vivir. La fe no es pura teoría; es, ante todo, un camino, o
sea, una praxis... La fe incluye la moral, que ofrece indicaciones concretas para la vida
humana. Precisamente a través de su moral, los cristianos se diferenciaban de los demás en
el mundo antiguo... Por eso la Iglesia debe mostrar continuamente el camino, debe seguir
haciendo visible el acontecimiento moral de la fe.

Ninguna laceración debe atentar contra la armonía entre la fe y la vida: la unidad de la Iglesia es
herida no sólo por los cristianos que rechazan o falsean la verdad de la fe, sino también por aquellos que
desconocen las obligaciones morales a las que los llama el evangelio (cfr 1Jn 2,3-6). (VS 26)

A través de la vida moral la fe se hace confesión, ante Dios en la celebración, y ante


los hombres en la historia. Se convierte en testimonio: "Vosotros sois la luz del mundo. No
puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una
lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los
que están en ella. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas
obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5,14-16). Estas obras que
hacen de los cristianos testimonio de Cristo, son el amor (Jn 13,34-35) y la unidad (Jn
17,21), que hacen que los cristianos sean reconocidos como discípulos de Cristo por los no
creyentes y que el mundo conozca que Cristo es el enviado como salvador.172

El testimonio de Cristo, que en la Cruz "amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por


ella" (Ef 5,25), es la fuente, paradigma y ayuda para el testimonio del discípulo: "Que, como
yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos
que sois discípulos míos" (Jn 13,34-35). El amor de Cristo, que precede al del cristiano, le
llevó al don total de sí mismo en la cruz; el amor del cristiano, respuesta al amor recibido, es
el amor en la dimensión de la cruz, llevando al cristiano al testimonio del martirio: "Sed,
pues, imitadores de Dios, como hijos queridos y vivid en el amor como Cristo nos amó y se
entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma" (Ef 5,1-2). 173

171 Cfr VS 88.


172 Cfr CEC 2044-2046.
173 Cfr VS 89.

96
En la historia de la salvación, los mártires, al preferir la muerte al pecado, han
testimoniado la santidad inviolable de la ley de Dios: Susana, prefiriendo morir a manos de
sus jueces, atestigua su fe y confianza en Dios (Dan 13,22-23). Juan Bautista, que vino a
testimoniar la luz, que es Cristo, mereció ser llamado lámpara que arde e ilumina y fue
bautizado en la propia sangre después de habérsele concedido bautizar al Redentor del
mundo. Y numerosos mártires cristianos, seguidores de Cristo, que ante Caifás y Pilato
"rindió tan solemne testimonio" (1Tim 6,13), murieron mártires por confesar su fe y amor al
Maestro, confirmando, como Cristo, la verdad de su fe con el don de su vida... El martirio,
además de glorificación de Dios, es la exaltación plena de la perfecta humanidad y de la
verdadera vida de la persona. Así lo atestigua San Ignacio de Antioquía dirigiéndose a los
cristianos de Roma, lugar de su martirio: "Por favor, hermanos, no me privéis de esta vida,
no queráis que muera... dejad que pueda contemplar la luz; entonces seré hombre en pleno
sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios".174 (cfr VS 90-93)

Por ello en la Redemptoris missio leemos:

La primera forma de evangelización es el testimonio de vida. El hombre contemporá neo cree más a los
testigos que a los maestros; cree más en la experiencia que en las doctrinas, en la vida y los hechos que
en las teorías. El testimonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de misión. (n.42)

III. MORAL Y NUEVA EVANGELIZACION

El momento que estamos viviendo, exige que el anuncio del Evangelio sea nuevo y
portador de novedad "en su ardor, en sus métodos y en su expresión". La descristianización
de nuestra sociedad comporta la pérdida de la fe o su falta de relevancia para la vida y, con
ello, una decadencia u oscurecimiento del sentido moral. La evangelización -hoy como
siempre- comporta también el anuncio y la propuesta moral.

Jesús mismo, al predicar el Reino de Dios y su amor salvífico, hace una llamada a la
fe y a la conversión (Mc 1,5). Pedro con los otros apóstoles, anunciando la resurrección de
Jesús de entre los muertos, propone una vida nueva, un camino que seguir para ser discípulo
del Resucitado (He 2,37-41;3,17-20). Y cuando Pablo encuentra a Cristo, en el camino de
Damasco, preguntará: "¿Qué he de hacer, Señor?" (He 22,10).

La vida de santidad, que resplandece en tantos miembros del pueblo de Dios,


constituye el camino más simple y fascinante para percibir la belleza de la verdad, la fuerza
liberadora del amor de Dios y el valor de la fidelidad incondicionada a su voluntad. La vida
santa de los cristianos posee el valor de un culto espiritual (Rom 12,1;Flp 3,3) dado a Dios
en la historia, que nace y se alimenta de aquella inagotable fuente de santidad y glorificación
de Dios que son los sacramentos, especialmente la Eucaristía. En efecto, participando en el
sacrificio de la cruz, el cristiano comulga con el amor de donación de Cristo y se capacita
para vivir esta misma caridad en todas sus actitudes y comportamientos de vida. 175

174 SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA, Ad Romanos VI,2-3.


175 Cfr VS 107.

97
En la raíz de la nueva evangelización y de la vida moral nueva, que ella propone y
suscita en sus frutos de santidad y acción misionera, está el Espíritu de Cristo, principio y
fuerza de la fecundidad de la santa madre Iglesia. 176 El Espíritu de Jesús, acogido por el
amor humilde y dócil del creyente, hace florecer la vida moral cristiana y el testimonio de
santidad en la gran variedad de vocaciones y de dones para todas las situaciones de la
vida.177

La acción santificadora del Espíritu comienza en el bautismo, donde crea nuestro


ser en Cristo (1Cor 6,11;Tit 3,5), haciéndonos hijos de Dios (Gál 4,6-8;Rom 8,14-16).
Después del bautismo el Espíritu Santo permanece en nosotros como don del Padre (Gál
3,5): habita establemente en los fieles (Rom 8,11.13-14), enriqueciéndoles con sus dones y
frutos de santidad (Gál 5,22), el primero de los cuales es el amor. Con esta presencia, el
Espíritu Santo nos transforma en templo de Dios (1Cor 6,16-19), impulsándonos a ofrecer
"nuestro cuerpo como víctima viva" en culto espiritual (Rom 6,19;12,1-2). Nos santifica
siendo en nosotros fuerza interior que lucha contra los deseos de nuestra carne (Gál
5,17;Rom 5,8), sosteniendo nuestra debilidad en la oración, intercediendo en y por nosotros
"según la voluntad de Dios" (Rom 8,26-27). El Espíritu nos hace libres: del pecado 178;de la
muerte, siendo principio de resurrección (Rom 8, 11); de la carne, llevándonos a suspirar
por las cosas del Espíritu (Rom 8,5-6); incluso nos libera de la ley, pasándonos a la
economía de la gracia, que es economía del Espíritu (2Cor 3,6). La ley se hace interior como
"ley de la fe" (Rom 3,27), "ley de Cristo" (Gál 6,2), "ley del Espíritu" (Rom 8,2), que se
resume en el amor (Gál 5,14;Rom 13,8), derramado en nuestros corazones por el Espíritu
(Rom 5,5), haciendo de nosotros siervos fieles de Dios (Rom 6,22;1Cor 7,22) y de la justicia
(Rom 6,16-18). Este amor elimina en nosotros el temor (1Jn 4,18), dándonos la confianza de
hijos, que esperan del Padre la herencia del Reino de los cielos (Rom 8,15-18).

GRACIA Y OBEDIENCIA A DIOS

La Iglesia, alentada por la experiencia de los mártires y santos, afirma que, incluso en
las situaciones más difíciles, el hombre debe y puede seguir la voluntad de Dios, que es
siempre coherente con la propia dignidad personal. Pero, como demuestra la experiencia
cotidiana, el hombre se ve tentado a romper la armonía entre su libertad personal y la verdad
que la norma moral le muestra: "No hago lo que quiero, sino que hago lo que detesto... No
hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero" (Rom 7,15.19).

Así el hombre experimenta en su interior un conflicto, una profunda división. Esta


división interior comienza en el hombre desde el comienzo de su vida. El hombre inicia su
historia de pecado cuando deja de reconocer a Dios como su Creador y quiere ser él mismo
quien decida, con total independencia, sobre el bien y el mal: "Seréis como dioses,
conocedores del bien y del mal" (Gén 3,5). De esta primera tentación se hacen eco todas las
demás tentaciones a las que el hombre se siente expuesto por la herida de la caída original.

Y sin embargo, las tentaciones se pueden vencer y los pecados se pueden evitar
porque, junto con los mandamientos, el Señor nos da la posibilidad de observarlos: "Sus ojos
están sobre los que le temen, El conoce todas las obras del hombre. A nadie ha mandado ser
impío, a nadie ha dado licencia de pecar" (Eclo 15,19-20). Como se expresa la Iglesia en el
concilio de Trento: "Dios no manda cosas imposibles, sino que al mandar lo que manda, te

176 Cfr Evangelii nuntiandi 75.


177 Cfr VS 108, con una bella cita de Novaciano, De Trinitate XXIX,9-10.
178 2Cor 3,17;Gál 5,13;Rom 8,2.

98
invita a hacer lo que puedas y te ayuda para que puedas. Sus mandamientos no son pesados
(1Jn 5,3), su yugo es suave y su carga ligera (Mt 11,30)". 179

Es en la cruz salvífica de Jesús, en el don del Espíritu Santo, en los sacramentos que brotan del costado
traspasado del Redentor (Jn 19,34), donde el creyente encuentra la gracia y la fuerza para observar
siempre la ley santa de Dios, incluso en medio de las dificultades más graves. (VS 103)

Sólo en el misterio de la redención de Cristo, celebrado y actualizado en la liturgia de


la Iglesia, están las posibilidades concretas del hombre. "Sería un error concluir que la norma
enseñada por la Iglesia es en sí misma un ideal que ha de ser luego adaptado, graduado a las
posibilidades concretas del hombre. ¿Pero cuáles son las posibilidades concretas del hombre?
¿Y de qué hombre se habla? ¿Del hombre dominado por la concupiscencia, o del redimido
por Cristo? Porque ¡Cristo nos ha redimido! Esto significa que El nos ha dado la posibilidad
de realizar toda la verdad de nuestro ser; ha liberado nuestra libertad del dominio de la
concupiscencia... El mandamiento de Dios está ciertamente proporcionado a las capacidades
del hombre; pero a las capacidades del hombre a quien se le ha dado el Espíritu Santo; del
hombre que, aunque caído en el pecado, puede obtener siempre el perdón y gozar de la
presencia del Espíritu".180

La misericordia de Dios acompaña al hombre en toda su vida. La Iglesia, a quien


Cristo ha confiado el ministerio de la reconciliación (2Cor 5,18), comprende la debilidad
humana. Pero esta comprensión no significa falsificar la verdad. Mientras es humano que el
hombre, habiendo pecado, reconozca su debilidad y pida misericordia, en cambio es
inaceptable la actitud de quien hace de su propia debilidad el criterio de la verdad sobre el
bien, de manera que se pueda sentir justificado por sí mismo, sin recurrir a Dios y a su
misericordia. Esta actitud farisea (Lc 18,9-14) corrompe la moralidad, niega la dignidad del
hombre y desvirtúa la cruz de Cristo (1Cor 1,17).(Cfr VS 104).

El publicano de la parábola evangélica nos presenta una conciencia penitente que es


plenamente consciente de su fragilidad y de la necesidad de redención: "Oh Dios, ten
compasión de mí que soy un pecador" (Lc 18,13). El fariseo, en cambio, nos presenta una
conciencia "satisfecha de sí misma", la cual se cree capaz de justificarse a sí misma, sin la
ayuda de la gracia; no siente necesidad de la misericordia, hace vana la cruz de Cristo.

La actitud farisea, que elimina la conciencia del propio límite y del propio pecado,
se manifiesta hoy particularmente en el intento de adaptar la norma moral a las propias
capacidades y a los propios intereses, cerrando al hombre el camino hacia Cristo Salvador,
por considerarlo innecesario. Al contrario, aceptar la incapacidad de las solas fuerzas
morales del hombre dejado a sí mismo, suscita el deseo de la gracia y predispone a
recibirla: "¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?", se pregunta san
Pablo. Y con una confesión gozosa y agradecida, responde: "¡Gracias sean dadas a Dios por
Jesucristo nuestro Señor!" (Rom 7,24-25).181

179 DS 1536, que cita a san Agustín, De natura et gratia 43,50.


180 JUAN PABLO II, Discurso del 1-3-1984, Insegnamenti VII,1(1984)583.
181 Cfr VS 105.

99
La dimensión sacramental de la moral cristiana libera al creyente de toda pretensión
de autojustificación. Su vida comienza por gracia, renaciendo en las aguas del bautismo,
gracias a la misericordia de Dios, que le incorpora en la Iglesia a la muerte y resurrección
de su Hijo; camina de perdón en perdón en el sacramento de la penitencia, como segundo
bautismo; se alimenta en el sacramento de la Eucaristía, memorial de la victoria sobre el
pecado; y es fortalecido por el don del Espíritu Santo en la confirmación para el combate
diario contra las tendencias de la carne...

NOVEDAD DE VIDA EN CRISTO

Jesucristo es el hombre perfecto, en quien la imagen de Dios llega a su plenitud. En


Cristo, sacramento de Dios, se hace manifiesta históricamente la imagen del Padre celestial:
"El que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14,9). En Jesucristo, Dios se ha manifestado a
los hombres. Y lo que hemos visto en Cristo, la imagen perfecta de Dios, es una promesa para
sus discípulos, llamados a ser sacramento de Cristo, criatura nueva en Cristo "esplendor de la
gloria del Padre", "semejantes a El, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3,2). 182

Este es el designio original de Dios. Desde la creación el hombre lleva impresa en su


ser la imagen de Dios. Pero ya desde el comienzo, en el plan de Dios, Jesucristo, el Verbo de
Dios encarnado, es el centro de referencia. "Porque Adán, el primer hombre, era figura del
que había de venir (Rom 5,14), es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la
misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al
propio hombre y le describe la sublimidad de su vocación... El que es imagen de Dios
invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de
Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado" (GS 22). 183

Esta es la novedad de ser y vida del bautizado en Cristo, que es hecho hombre
nuevo. En el bautismo muere el hombre viejo y renace otro hombre, radicalmente nuevo. En
Cristo se cumplen las promesas mesiánicas, que anunciaban una alianza nueva del hombre
con Dios, quien daría a su pueblo una ley nueva, infundiría un espíritu nuevo, vivificando al
hombre con una vida nueva.184

Jeremías vislumbra y anuncia que "vienen días en que Yahveh pactará una alianza
nueva con la casa de Israel..., pondrá su Ley en el interior, escrita en los corazones, cuando
perdone sus pecados". Entonces "Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (31,30-34).

En esta alianza nueva, como en la antigua, la iniciativa es de Dios, obra de su amor


gratuito. Pero se trata de un amor aún más grande; no parte con la liberación de la
esclavitud de Egipto, sino que la inaugura el verdadero éxodo, el de la esclavitud del
pecado: "perdonaré sus iniquidades". La ley no será escrita en tablas de piedra, sino en el
mismo corazón, con su eficacia transformante, capaz de crear una nueva comunión de vida
que, no sólo une a Dios con el hombre, sino también al hombre con Dios: "Yo seré su Dios y
ellos serán mi pueblo".

182 Cfr Col 3,4;Flp 3,21;Rom 8,29.


183 Cfr CEC 356-361;1701-1709.
184 Cfr RM 7.

100
Este mismo anuncio lo repetirá el profeta Ezequiel (36,25-28), con precisiones
importantes. El punto de partida es siempre el amor gratuito de Dios que "rociará al pueblo
con agua pura hasta dejarlo totalmente purificado". Pero en vez de poner "la ley en el
interior", Dios "infundirá su espíritu". La novedad de la alianza nueva no es una ley escrita,
sino el Espíritu de Dios, como Don inefable al hombre. Para ello, Dios arrancará el
"corazón de piedra", insensible e indócil a su voz, y dará "un corazón de carne", dócil a su
amor: "haré que os conduzcáis según mis preceptos".

Isaías anunciará esta novedad con la imagen del desierto transformado en vergel
por el "don de arriba", el "espíritu derramado sobre nosotros" (32,15-16). Este espíritu de
Dios renovará al pueblo para hacer de él "el pueblo que canta las alabanzas de Dios"
(43,19-21), pues experimentará la alegría (65,17-19).

Esta promesa de novedad llega a su cumplimiento en Jesucristo, que prepara odres


nuevos para el vino nuevo (cfr Mt 9,16-17). El evangelio, que Jesús proclama, es la buena
nueva: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la
Buena Nueva" (Mc 1,14-15). El hombre, con la conversión y la fe, participa de la nueva
alianza entrando en el Reino de Dios (Mt 18,3-4). Por el bautismo, "en agua y Espíritu
Santo", muere con Cristo y renace a una nueva vida: "Cuando se manifestó la bondad de
Dios, nuestro Salvador, y su amor a los hombres, El nos salvó... por medio del baño de
regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que El derramó sobre nosotros con
largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador" (Tt 3,4-7).

El Padre derrama sobre el bautizado el Espíritu Santo como Espíritu de Cristo, para
hacer de él una imagen viva del Hijo. El cristiano, pues, "hijo en el Hijo", está habitado por
el Espíritu Santo,185 "lleno del Espíritu Santo" (He 9,17), que hace de él un templo (1Cor
6,19). Habitando en el cristiano, el Espíritu Santo lo configura con Cristo, el Hijo de Dios,
hasta hacer clamar "¡Abba, Padre!" (Gál 4,4-6). Para que este grito interior sea real, el
Espíritu Santo engendra en el cristiano los "mismos sentimientos de Cristo" (Flp 2,5).

En todo acto litúrgico el misterio de la Trinidad es anunciado y hecho presente,


revelado y comunicado al creyente. Todo el año litúrgico, sin interrupción, es un perenne
himno de alabanza al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo. Y toda oración se eleva,
igualmente, al Padre por el Hijo en la unidad del Espíritu Santo. En todos los sacramentos
se revela, se actualiza y penetra en el creyente el misterio de Dios Uno y Trino: "Yo te
bautizo, te absuelvo, te unjo...en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". Todo
nos viene del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, que hace penetrar su gracia en nuestros
corazones, y todo vuelve al Padre, por Jesucristo en el Espíritu. Así la Iglesia comienza
siempre "En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" y concluye con el "Gloria al
Padre, al Hijo y al Espíritu Santo", porque entre el comienzo y el fin no ha quedado
defraudada.

Este nuevo ser del cristiano, renacido en las aguas del bautismo, se manifiesta en un
"caminar según el Espíritu" (Gál 5,25) en novedad de vida: "Fuimos, pues, con El
sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que al igual que Cristo fue resucitado de
entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida
nueva" (Rom 6,4).186 Esta nueva vida no se rige por la ley antigua, sino por el mandamiento
nuevo del amor: "Os doy un mandamiento nuevo que os améis los unos a los otros como yo
os he amado" (Jn 13,34-35).
185 Rom 5,5;1Cor 2,12;3,16;2Cor 3,3;5,5;Gál 3,2-5;4,6...
186 Cfr entre tantos otros textos Ef 4,17-24;Col 3,9-10.

101
Este mandamiento nuevo es la expresión de la nueva alianza sellada en la sangre de
Cristo: "Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre derramada por vosotros" (Lc 22,20).

LA CARIDAD DEL CRISTIANO, SACRAMENTO DE LA IGLESIA

La sacramentalidad del ser de la Iglesia se expresa y realiza en su misión, en su vida


de amor para la salvación del mundo. Cristo, el gran sacramento, hace plenamente visible el
amor del Padre en el amor al prójimo. En El se sintetizan de manera visible y eficaz, y por
tanto sacramental, el amor de Dios, que lleva fruto de vida para el mundo, y el amor de los
hombres, que glorifica el nombre del Padre. Cristo es el sacramento que encarna salvífica -
mente la dinámica del amor.

Lo mismo hay que decir de la Iglesia: el amor no es un mandamiento añadido a sus


instituciones y estructuras. La Iglesia se manifiesta auténticamente sólo como misterio de
amor. La Iglesia, como esposa de Cristo, elegida por pura gracia, vive del amor de Cristo
como misión gozosa de testimonio. Principio de su vitalidad es el Espíritu Santo. Por obra del
Espíritu Santo, la naturaleza humana de Cristo se hizo sacramento perfecto del amor de Dios.
Cristo, en virtud de su amor redentor, envía a la Iglesia su mismo Espíritu, como signo y
prenda de su amor infinito. La Iglesia, por obra del Espíritu Santo, es incorporada a la
respuesta de amor de Cristo, que se da al Padre y se sacrifica por los hombres.

De aquí se sigue que la Iglesia no puede vivir la unión con Cristo sin anunciar su
misterio al mundo de manera que pueda hacerse creíble. La Iglesia, en todo lo que es y hace,
tiende, como meta última y definitiva, a hacer visible el amor de Cristo a los hombres, como
Cristo nos hizo experimentar de manera viva que Dios es amor. Todas las formas -estructuras,
oficios, servicios- en los que la Iglesia concretiza su visibilidad, sólo tienen valor en la
medida en que logran proclamar el amor de Dios en forma de testimonio (Cfr GS 76).

El fruto que la vocación cristiana aporta a la vida del mundo, consiste, en primer
lugar y en su dimensión más profunda, en la caridad a los hombres que viven en este mundo.
La caridad es el alma que anima la acción de los fieles para la vida del mundo. Del mismo
modo que no basta dedicar a Dios un acto o muchos actos, sino consagrarle toda la persona,
amándolo sobre todas las cosas, de modo que los diversos actos no sean más que los signos y
manifestación de la entrega total de la persona, así hay que decir de la caridad a los hombres.
Al cristiano se le pide la entrega de sí mismo, de su persona y corazón, al servicio del mundo;
de modo que las diversas acciones que realiza, sean el signo y expresión de su amor sincero y
fraterno. Por esto el elemento esencial de la misión del cristiano, en relación a los otros
hombres que viven en el mundo, es simplemente que ame a los hombres de este mundo.
¿Cómo es posible tener el don de la filiación divina y no sentir en la propia vida personal el
amor al Padre y a los hombres, de la misma manera que Cristo amó al Padre y a los hombres
de este mundo (Cfr Jn 15,10;13,24), es decir, dándose completamente (Cfr Flp 2,7;Gál 2,20)?

102
El mismo Concilio en los diversos documentos afirma que el primer don para la vida
del mundo no es otro sino la entrega total de la persona, es decir, la caridad, que constituye el
alma de todas las acciones. Así el ministerio sacerdotal es presentado como el ejercicio del
amor pastoral (PO 14); la presencia de los fieles en las misiones es considerada como la
expresión del amor de Dios a todos los hombres (AG 12); los servicios de la vida religiosa
son definidos como el ejercicio de la caridad de la Iglesia (PC 8). También el apostolado de
los laicos tiene por fundamento la exigencia de la caridad, «alma de todo apostolado»: la
caridad, que el Espíritu Santo derrama en los corazones de todos los fieles de la Iglesia, urge
a todos los cristianos a procurar la gloria de Dios por el advenimiento de su Reino, y la vida
eterna para todos los hombres, es decir, que conozcan al único Dios verdadero y a su enviado
Jesucristo (Jn 17,3) (AA 3). Las energías, finalmente, que la Iglesia suscita en el mundo no
son otra cosa que las energías de la caridad, radicada en la fe y orientada a aportar frutos de
vida (GS 42).

-Amor apostólico

La Iglesia nace del amor divino. En la edificación de la Iglesia y en la constitución


del cristiano en el nivel divino, lo primero es el amor de Dios hacia nosotros (LG 6). Por esto,
la ley del pueblo de Dios es el mandamiento nuevo de amar como Cristo nos ha amado (LG
9). La caridad es el mensaje esencial y el mandamiento supremo de Cristo. Cristo ha amado a
los hombres: «Cada uno de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios me amó y se
entregó a sí mismo por mí (Gál 2,20)» (GS 22). Como respuesta, los cristianos sienten la exi-
gencia del amor: Por lo cual, el amor a Dios y al prójimo es el primero y mayor
mandamiento. La Sagrada Escritura nos enseña que el amor de Dios no puede separarse del
amor del prójimo: «Cualquier otro precepto se resume en esta sentencia: amarás al
prójimo como a ti mismo. El amor es el cumplimiento de la ley (Rm 13,9-10;1Jn 4-20)»
(GS 24). «El mandamiento supremo de la ley es amar a Dios con todo el corazón y al prójimo
como a sí mismo (Cfr Mt 22,37-40). Cristo hizo suyo este mandamiento del amor al prójimo
y lo enriqueció con un nuevo sentido al querer identificarse El mismo con los hermanos como
objeto único de la caridad, diciendo: Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos
menores, a mí lo hicisteis (Mt 25,40)» (AA 8).

La comunidad cristiana está basada sobre el amor y los cristianos deben


testimoniarlo: «Cristo, asumiendo la naturaleza humana, unió a sí con cierta solidaridad so-
brenatural a todo el género humano como una sola familia y estableció la caridad como
distintivo de sus discípulos con estas palabras: En esto conocerán todos que sois mis
discípulos, si tenéis caridad unos con otros (Jn 13,35)... La Iglesia se reconoce siempre por
este signo del amor» (AA 8).

Y el Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia presenta desde el principio


la «misión» como una obra de amor. Este amor tiene su fuente en Dios (AG 2). Pasa al Verbo
encarnado, enviado por el Padre, en su decisión de entrar en la historia humana, de una
manera nueva y definitiva, para establecer la fraternidad entre los hombres (AG 3). Y se
continúa en la Iglesia, que se hace presente a todos los hombres y a todos los pueblos,
impulsada por la gracia y la caridad del Espíritu Santo (AG 5).

103
Esta actividad misionera eclesial está animada esencialmente por el amor a Dios y el
amor a los hombres, con quienes la Iglesia desea compartir sus bienes espirituales (AG 7).
Por otra parte, la finalidad de esta actividad misionera es llevar a los hombres al amor de
Dios. Desde el comienzo del proceso de conversión, el hombre es «arrancado del pecado,
entrando en el misterio del amor de Dios, que lo llama a iniciar una comunicación personal
con El en Cristo» (AG 13).

La presencia de los cristianos en los grupos humanos ha de estar animada por la


caridad con que Dios nos ha amado, y con la que quiere que también nosotros nos amemos
unos a otros (1Jn 4,11). En efecto, la caridad cristiana se extiende a todos sin distinción de
raza, de condición social o de religión; no esperan lucro o agradecimiento alguno, pues como
Dios nos amó con amor gratuito, así los fieles han de vivir preocupados por el hombre
mismo, amándolo con el mismo amor con que Dios lo buscó (AG 11-12). Se trata de un amor
gratuito y universal.

-Amor ecuménico

El Decreto del Ecumenismo no sólo recomienda a los católicos tratar a los


hermanos separados con «respeto mutuo y caridad» (UR 1), sino que señala también la
importancia de la caridad para la vida de la Iglesia. La caridad es la fuente y la ley de su vida,
la condición de su existencia y de su liturgia (UR 2). Por lo demás el Decreto multiplica los
consejos en el sentido de la caridad que debe animar las relaciones entre los católicos y sus
hermanos en el diálogo para comprenderse mejor (Cfr UR 3,11,18).
-Amor universal

La caridad cristiana penetra todas las realidades humanas, enriqueciendo los valores
humanos de solidaridad y de fraternidad. Dentro de la Iglesia, la caridad sostiene el diálogo
superando las opiniones divergentes (Cfr GS 43 y 92). La misma caridad alienta el diálogo de
los católicos con los otros cristianos, con las religiones no cristianas y con los mismos ateos.
La caridad cristiana incide en el plano humano de los hombres y de la historia: «Al buscar su
propio fin de salvación, la Iglesia no sólo comunica la vida divina al hombre, sino que
además difunde de algún modo sobre todo el mundo el reflejo de su luz, sobre todo, curando
y elevando la dignidad de la persona, consolidando la firmeza de la sociedad y dotando a la
actividad diaria de la humanidad de un sentido y de una significación mucho más profundos.
Cree la Iglesia que de esta manera, por medio de sus hijos y por medio de la entera
comunidad, puede ofrecer gran ayuda para dar un sentido más humano al hombre y a su
historia» (GS 40).

La caridad sobrenatural contribuye eficazmente en favor de la paz universal: «La paz


sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo, que
procede de Dios Padre. En efecto, el propio Hijo encarnado, Príncipe de la paz, ha
reconciliado con Dios a todos los hombres por medio de su cruz y, reconstituyendo en un solo
pueblo y un solo cuerpo la unidad del género humano, ha dado muerte al odio (Cfr Ef 2,16;
Col 20,20) en su propia carne y, después del triunfo de la resurrección, ha infundido el
Espíritu de amor en el corazón de los hombres. Por lo cual se llama insistentemente la
atención de todos los cristianos para que, viviendo con sinceridad en la caridad (Ef 4,15),
se unan con los hombres realmente pacíficos para implorar y establecer la paz» (GS 78).

104
Los cristianos son impulsados interiormente, por la fuerza del Evangelio, a unirse a la
acción de todos los hombres en favor de la justicia y de la solidaridad humana: «Los
cristianos recordando la palabra del Señor: En esto reconocerán todos que sois mis
discípulos, en el amor mutuo que os tengáis (Jn 13,35), no pueden tener otro anhelo mayor
que el de servir con creciente generosidad y con suma eficacia a los hombres de hoy. Por
consiguiente, con la fiel adhesión al Evangelio y con el uso de las energías propias de éste,
unidos a todos los que aman y practican la justicia, han tomado sobre sí una tarea ingente que
han de cumplir en la tierra, y de la cual deberán responder ante Aquel que juzgará a todos en
el último día» (GS 93).

La caridad cristiana revaloriza todo esfuerzo humano (GS 42); purifica la acción
humana del egoísmo, del orgullo y del amor propio (GS 25 y 37); la caridad sobrenatural
supera toda acción puramente humana, extendiendo el campo del amor a quienes no lo
merecen a nuestros ojos, a quienes no nos aman (GS 25), a nuestros mismos enemigos: «El
precepto del amor se extiende a todos los enemigos. Es el mandamiento de la nueva ley:
"Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo:
Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, orad por los que os persiguen y
calumnian" (Mt 5,43-44)» (GS 28). Este es el amor con que Cristo nos ha amado a nosotros:
«En efecto, cuando estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los
impíos... La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores,
murió por nosotros» (Rm 5,6-9).

DAR FRUTO EN LA CARIDAD PARA LA VIDA DEL MUNDO

El Concilio pide a la teología moral que supere el aspecto individualístico de la vida


cristiana, mostrando la exigencia de hacer fructífera para la vida del mundo la propia
vocación en Cristo. El cristiano que corresponde a «la sublime vocación de los fieles en
Cristo», da necesariamente «fruto» en este mundo visible. El sarmiento que permanece unido
a la vid-Cristo, da necesariamente fruto (Jn 15,2-5). La LG, refiriéndose a los seglares, afirma
esta exigencia: «Cada seglar debe ser ante el mundo testigo de la resurrección y de la vida de
Cristo, y signo del Dios verdadero. Todos en conjunto, y cada uno en particular, deben
alimentar al mundo con frutos espirituales (Gál 5,22)» (LG 38).

La expresión «dar fruto en la caridad» es bíblica. La encontramos insistentemente en


san Juan, particularmente en el contexto de la promulgación por Cristo del mandamiento
nuevo del amor (Jn 15,8.16); igualmente en San Pablo (Gál 5,22), que la presenta como «ley
de gracia». También la expresión «para la vida del mundo» está tomada de la Escritura (Jn
6,33.51). El mismo Cristo ha sido enviado para la vida del mundo; es Salvador del mundo; se
da en la Eucaristía para la vida del mundo.187

El concepto de «dar fruto en la caridad» debe entenderse, pues, en sentido


específicamente cristiano. La vocación en Cristo comporta el don del Espíritu Santo, con
todo el dinamismo que su presencia comporta en nosotros. La aceptación auténtica y libre
del Espíritu, que nos es concedido, supone la apertura a su acción, que se manifiesta en el
«fruto» de vida para el mundo. Semejante concepción se diferencia radicalmente de la
concepción pelagiana del «producir fruto». Se trata de la genuina concepción cristiana,
como la entiende San Pablo: «Los frutos del Espíritu son: caridad, alegría, paz, longani-
midad, benignidad, fe, mansedumbre, continencia». «Si vivimos en el Espíritu caminemos
también en el Espíritu» (Gál 5,22-25;Cfr Rm 6,21s;7,5;8,5-18).

187 Cfr CEC 1695.

105
El Concilio quiere, pues, que la teología moral muestre que quien es cristiano, y
posee, por tanto, el Espíritu de Cristo, no puede no dar fruto para la vida del mundo, con un
corazón movido por la gracia de Dios, es decir, voluntaria, libre y espontáneamente. De este
modo el compromiso por la vida del mundo aparece realmente como un fruto -cristianamente
entendido- de la vocación en Cristo, acogida libremente.

Con la expresión «vida del mundo», que engendra la caridad como primer fruto de
la vocación en Cristo, el Concilio se refiere a la vida, que Cristo, donándose, ha querido que
poseyéramos en abundancia (Jn 10,10). Cristo mismo ha dicho que el pan, que El quiere
darnos, es su carne «para la vida del mundo» (Jn 6,52). Esta vida es, en definitiva, la vida
eterna, como se repite constantemente en la Escritura. Tarea, por tanto, de una teología
moral auténticamente cristiana es la superación de toda concepción individualista de la
salvación. La presentación de la vocación en Cristo es errónea si no se la presenta en la
perspectiva comunitaria de aportación de fruto de amor, a fin de que el mundo tenga la vida
de Cristo y la tenga en abundancia. La salvación y la vida son dones de la vocación en
Cristo. Estos dones exigen, por la exigencia intrínseca del amor, la comunicación a los
demás.

Toda la vida moral, desde esta perspectiva, reviste una importancia social. Toda
acción moral, buena o mala, tiene una repercusión social. De la vida moral personal de cada
cristiano depende el que la plenitud de la vida divina sea más o menos eficaz; que la
sacramentalidad de la Iglesia se manifieste más o menos claramente.

Pero, además, la exigencia de suscitar la vida de Cristo en los hombres de este


mundo nos pide -aparte la repercusión de nuestra vida moral personal- la aportación directa
y activa para que esta vida sea difundida y acrecentada. El compromiso apostólico para la
vida del mundo se extiende a toda la Iglesia, sin reducirse exclusivamente a los obispos,
sacerdotes y religiosos. Se trata de una exigencia de la vocación cristiana, que afecta, por
tanto, a todos los miembros de la Iglesia: «El Señor destina a todos al apostolado por el
bautismo y la confirmación» (AA 3;LG 33).188

La exigencia de aportar fruto, en espíritu de caridad, para la vida del mundo, es la


primera expresión de la sublime vocación de los fieles en Cristo. La GS será, después, una
especificación y ampliación a todos los campos de la vida humana de esta exigencia. La
vocación en Cristo lleva a trabajar en espíritu de caridad por la vida y salvación del
hombre, y del mundo del hombre. El Concilio quiere que los cristianos, llamados en Cristo,
trabajen por el bien del hombre y su mundo con todas sus posibilidades de hombres
iluminados por la fe cristiana e impulsados por la gracia de Cristo. Por esto, la GS trata de
la dignidad personal del hombre, de la solidaridad, de la justicia social, de las diversas
relaciones posibles entre los hombres, de la vida familiar, de la cultura auténticamente
humana, de la vida económica, de la sociedad de las comunidades políticas y de la misma
comunidad internacional.189 En todos estos campos el cristiano tiene una misión que cumplir
a fin de que «el mundo se impregne del Espíritu de Cristo y alcance más eficazmente su fin
en la justicia, la caridad y la paz» (LG 36).

188 La Exhortación apostólica Christifideles laici sobre la vocación y la misión de los laicos en la Iglesia y
en el mundo, recogiendo las proposiciones del Sínodo del 1987, es el más completo comentario a este punto del
Concilio.
189 Cfr toda la segunda parte de la GS.

106
La caridad, que es el don principal para la vida del mundo, es el elemento que
vivifica todas las diversas actividades del cristiano en el mundo. Todas estas actividades son
la expresión concreta y explícita de la caridad, que Dios le da, para el mundo; son la
manifestación visible de la caridad, que le hace darse a sí mismo como persona para la
«vida del mundo».

5. DIMENSION ESCATOLOGICA DE LA IGLESIA


Y DE LA MORAL CRISTIANA

I. ESCATOLOGIA CRISTIANA

La Iglesia en su más profundo modo de ser es visible, con todo lo que ello comporta
en el plano humano; pero este hecho no basta para comprender todo su misterio. Pues el que
sea visible, no se presenta como un hecho aislado. Lo visible cobra sentido por lo que no lo
es; queda sostenido y trabado por dentro. Lo visible no significa nada sin un interior en su
profundidad. De aquí que tengamos que decir que la Iglesia, en cuanto visible, es también

107
símbolo -en el sentido más pleno- de esa interioridad. Por eso nos complace hoy llamar a la
Iglesia sacramento original, porque en su cara externa, visible, muestra la gracia que en ella y
a través de ella es dada por Dios a los hombres.

La Iglesia, en su fase actual, es sacramento de salvación porque encarna la salvación


mesiánica de Cristo que se derrama de ella sobre toda la humanidad y sobre el mundo entero.
Participa así del carácter mesiánico y universal del Reino de salvación de Cristo.

PLENITUD DE LOS TIEMPOS

Con Cristo se puso en marcha una nueva era de la historia de la salvación: «la
plenitud de los tiempos». El presentó a Dios el sacrificio aceptable que lleva a plenitud la
salvación en nombre de toda la humanidad. En Cristo, don del Padre al hombre y al mundo,
el hombre y el mundo encuentran su plenitud escatológica y el principio de la paz.

La asunción del hombre dentro de la comunión con Dios fue el elemento nuevo de
esta plenitud de salvación en Cristo. La humanidad, sujeta hasta entonces al poder del mal,
fue recreada en Cristo como «hombre nuevo» para habitar la tierra en el servicio de Dios,
implantando así su Reino. Con la resurrección de Cristo ha nacido una «nueva criatura»
(2Cor 5,17;Gál 6,15); ha sido creado el «hombre nuevo» (Col 3,10), «el hombre nuevo según
Dios en la justicia y la santidad» (Ef 2,15;4,24). Por su unión con Cristo, muerto y resucitado,
el cristiano, por su bautismo, no vive en la condición de la «carne», sino bajo el régimen
nuevo del Espíritu de Cristo (Rom 7,1-6).

Con Cristo -con su «amén» al Padre-, toda la humanidad, y cuanto está relacionado
con ella, ha sido definitivamente integrada en la aceptación de la voluntad del Padre. La
realidad histórica de esta aceptación ya no podrá ser arrancada jamás de la historia humana.
Como expresión escatológica de la salvación de Dios, Cristo es el sacramento radical. De
ahora en adelante, toda la humanidad está frente a El, a fin de participar en esta salvación,
hasta convertirse ella misma en expresión sacramental de la salvación. Pero ello será
plenamente realizado sólo al final de los tiempos, cuando los hijos de Dios sean recibidos en
la gloria plena y Dios sea todo en todos.

La escatología cristiana tiene su fundamento en el misterio pascual de Cristo; la


escatología es Cristo muerto y resucitado y la comunión del cristiano con El, ya realizada por
el bautismo y la potencia del Espíritu Santo.

El apóstol San Pablo señalará los dos momentos fundamentales de nuestra


participación en la vida del Cristo resucitado: el bautismo que inaugura esta comunión y la
Parusía que la consuma. La escatología cristiana la desarrolla ampliamente San Pablo.
Cuando habla de la «nueva criatura» (2Cor 5,4;Gál 6,15), de la «nueva creación» (2Cor
5,17), del «hombre nuevo» (Ef 2,15;4,24), de la nueva humanidad que Dios ha recreado en la
persona de Cristo resucitado y que se actualiza en el bautismo, tiene presente la potencia
vivificante del Espíritu. Pero la potencia resucitadora del Espíritu no se consuma en el
bautismo. El «hombre nuevo», la gloria pascual escondida a los ojos de la carne, exige la
consumación de la «nueva humanidad» en la resurrección de los muertos en la Parusía de
Cristo.

San Pablo trata de expresar esta doctrina del «ya» pero «todavía no» con diversas
imágenes tomadas de la vida agrícola, familiar y jurídica; Cristo resucitado como «primicias»
(1Cor 15,20) inicia la cosecha escatológica, que será consumada con la resurrección de los
muertos al fin de los tiempos. Cristo resucitado, «el primogénito entre los muertos» (Col
1,18), inaugura la nueva humanidad, la familia de Dios. La consumación tendrá lugar al final

108
de los tiempos. Pero, ya ahora, poseemos una «prenda de nuestra herencia» (Ef 1,14) como
garantía de la herencia total; Dios ha infundido «las arras del Espíritu en el corazón de los
fieles» (2Cor 1,22)...

TIEMPO INTERMEDIO

Mientras tanto, en el tiempo que transcurre desde la resurrección y ascensión hasta la


plenitud final de la Parusía, el «amén» de Cristo queda permanente y sacramentalmente
presente en la Iglesia, sobre todo, en su fidelidad constante como Cuerpo de Cristo. La
incesante fidelidad de la Iglesia en su conjunto es en nuestro tiempo la encarnación definitiva
del «amén» absoluto de Cristo. El mismo Cristo, por medio de su Espíritu, mantiene
constantemente esta fidelidad de su Esposa. La lleva consigo en su propia fidelidad al Padre y
despierta en ella el eco de su propio «amén». Esta fidelidad de la Iglesia encuentra su
expresión consciente en la liturgia sacramental, en la que da la respuesta a la Palabra de Dios.
Igual que Cristo realizó su sacrificio en beneficio de todos los hombres y como servicio de
amor a toda la humanidad, también el sacrificio de la Iglesia, en comunión con Cristo, es
como un sacramento de Cristo en beneficio de toda la humanidad.

Pero la Iglesia sabe que no es más que la forma transitoria del Reino de Dios, que
actúa dentro de ella. La Iglesia no es todavía la forma o hechura que tendrá el Reino de Dios
en su plenitud escatológica. La Iglesia es el Reino de Dios únicamente en su fase germinal.
Por eso tiende a la consumación gloriosa de este Reino, que ella tiene la misión de anunciar y
establecer entre los hombres (LG 5).

Este carácter transitorio de la Iglesia como sacramento mesiánico se hace evidente en


su forma empírica, transida de imperfección y pecado. Esto hace que, ocasionalmente, se
oscurezca más que se revele la salvación que actúa en ella. A pesar de todo, el misterio de la
Iglesia, como Cuerpo de Cristo, comunión de los santos, Esposa inmaculada de Cristo, está
siempre presente en esa realidad empírica que usualmente llamamos «Iglesia», a pesar de la
fragilidad del vaso que lo contiene. La unión establecida entre ella y Dios, que sigue
alentando en la mutua comunión de fe y amor, jamás puede desaparecer por completo de la
historia humana. En esto precisamente consiste el carácter definitivo de la salvación en
Cristo.

«YA» Y «TODAVIA NO»

La dimensión escatológica de la Iglesia comprende estos dos aspectos


complementarios: un aspecto crítico y un aspecto recapitulador. La LG subraya el carácter
provisional de la Iglesia terrestre al mismo tiempo que afirma la esperanza que la anima. La
Iglesia vive esta fuerte paradoja: la fuerza de la resurrección de Cristo está ya presente en ella
y la renovación de todas las cosas ha comenzado realmente; sin embargo, esta Iglesia
peregrina lleva, en sus sacramentos e instituciones, la figura del mundo que pasa; reside aún
en medio de las criaturas que gimen y sufren los dolores del parto, esperando la revelación de
los hijos de Dios (Rom 8,18-23). Entre tanto está ya unida, en el presente, a la Iglesia celeste
por una auténtica comunión y comunicación de bienes espirituales (n.48).

La Iglesia vive su misterio en Cristo Señor. Pertenece a la etapa de la historia abierta


por la Pascua y orientada a la consumación de todas las cosas en la gloria de la Parusía.
Tiempo de camino hacia la plenitud. Tiempo del Espíritu de Pentecostés, actuando la
salvación en el mundo. El Espíritu Santo, que habita en ella y la vivifica, le comunica la vida
de Cristo, implantando en ella el germen de la gloria, pero siempre dentro del dinamismo de
la Pascua, haciéndola pasar por la muerte a la vida. La Iglesia es, al interior de la humanidad,

109
el signo sacramental del acontecimiento Muerte-Resurrección de Cristo. En ella el Espíritu
Santo hace que la «una vez por todas» del acto de Cristo permanezca eficiente en el mundo
hasta el fin de los tiempos.

La Iglesia se sabe nacida en la historia, viviendo en la historia escatológicamente,


afectada por esa historicidad que la limita, imposibilitándola para comprenderse y realizarse a
sí misma de una vez; en posesión radical de las realidades futuras y en esperanza de su
posesión definitiva. Por ello, la Iglesia se vive a sí misma en la historia como realidad
inacabada, en perpetuo dinamismo, no poseedora pacífica en inmovilismo total, sino
peregrina inquieta en incesante búsqueda, como decía Pablo VI a los observadores del
Concilio: «Verdad divina que hay que esforzarse constantemente por poseer y vivir más
plenamente. Buscar para encontrar y encontrar para de nuevo seguir buscando...; un
verdadero cristiano no conoce el inmovilismo». 190 Esto lleva a la Iglesia a sentirse solidaria
con el mundo y cercana a los hombres; a romper la clausura sobre sí misma para abrirse a los
otros; a «encontrar» a todos, a «dirigirles en amistad» la palabra de salvación, siendo
iniciadora de diálogo y gustosa de una colaboración. 191 Ella sabe que Cristo resucitado da
plenitud al sentido dado por el Padre al hombre, a la historia y al mundo. Por ello el curso del
mundo no le es indiferente y no se siente extraña a él.

La LG ha mostrado el carácter dinámico de la Iglesia en marcha, nuevo pueblo de


Dios orientado con todo vigor hacia la plenitud escatológica, arrastrando en su éxodo a la
humanidad entera. Un capítulo entero, el VII, presenta «la índole escatológica de la Iglesia
peregrinante y su relación con la Iglesia celestial». El n. 48 presenta el carácter escatológico
de la vocación cristiana. Merece la pena analizarlo detenidamente.

CAPITULO VII DE LA LG

Todo impulso vital, toda gracia que recibimos de Cristo, es en realidad una
comunicación de su vida gloriosa, que prepara la glorificación definitiva de su Iglesia. El
sacramento que nos introduce en su Iglesia, el bautismo, es el sacramento de nuestra
iniciación en el misterio pascual; en él, morimos con Cristo para resucitar con El; en él,
Cristo resucitado nos hace partícipes de su Espíritu y nos comunica «la prenda de nuestra
herencia» (Ef 1,14), es decir, «la herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible que
nos está reservada en los cielos» (1Pe 1,4). Y, de la misma manera, en los demás sacramentos
no sólo se ve reforzada nuestra fe y esperanza en Cristo, que ha triunfado sobre el pecado y la
muerte, sino que nos sentimos más sólidamente arraigados en su caridad y más íntimamente
unidos a El, que es «el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,9) y que está glorioso
en los cielos. Esto se evidencia singularmente en la Eucaristía, «signo eficaz» por excelencia
de nuestra unión con Cristo glorioso: «el que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida
eterna y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,54). En espera de aquel día, quien está
injertado en Cristo y se alimenta de la carne del Señor posee ya una prenda de la gloria
futura, que logrará su plenitud en la resurrección final. Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y
sellados con el sello del Espíritu Santo, que es «prenda de nuestra herencia» (Ef 1,14), somos
llamados hijos de Dios y lo somos de verdad (1Jn 3,1), pero todavía no hemos sido
manifestados con Cristo en aquella gloria (Col 3,4) en la que seremos semejantes a Dios,
porque le veremos tal cual es (1Jn 3,2).

De este hecho fundamental del cristianismo se deriva toda la tensión escatológica,


que caracteriza nuestra existencia de peregrinos: ya estamos verdaderamente justificados y
santificados; sin embargo, «llevamos este tesoro en vasos de barro» (2Cor 4,7). Ya estamos

190 AAS 55(1963)880.


191 Cfr Ecclesiam suam, AAS 56(1964).

110
unidos a Dios y El habita en nosotros, pero solamente lo contemplamos «como en un espejo y
oscuramente» (1Cor 13,12); cuanto conocemos en la fe, nos parece estupendo, pero a veces
no nos atrae porque aún somos carnales, vendidos y sujetos al pecado (Rom 7,14). Estamos
regenerados por Cristo pero aún padecemos la seducción de las pasiones a las que
sucumbimos fácilmente, hasta el punto de que ningún cristiano puede afirmar que está sin
pecado y no tiene necesidad del perdón de Dios (Cfr 1Jn 1,8-10;Sant 3,2;Mt 6,12).

De esta presencia simultánea, en nuestra existencia, de lo divino y lo humano, fluye


un continuo anhelo y dolor; gozar por ser y sufrir por no poder aún ser aquello a que estamos
destinados: «Por tanto, mientras habitamos en este cuerpo, vivimos peregrinando lejos del
Señor» (2Cor 5,6) y, aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior
(Rom 8,23) y ansiamos estar con Cristo (Flp 1,23).

Esta tensión escatológica se hace fuente de dinamismo operante, pues «nos apremia a
vivir más y más para Aquel que murió y resucitó por nosotros» (2Cor 5,15). Dinamismo, a la
vez, transido de confianza en el Señor, que, estando sentado a la derecha del Padre, actúa sin
cesar en el mundo para conducir a los hombres a la Iglesia y, por ella, unirlos a sí más
estrechamente y, alimentándolos con su cuerpo y sangre, hacerlos partícipes de su vida
gloriosa. Dinamismo que crea el ardiente deseo de la venida del Señor, que se manifiesta en
la apremiante invocación tan repetida por los primeros cristianos en la celebración
eucarística: ¡Ven, Señor!

En virtud de este dinamismo escatológico «ponemos toda nuestra voluntad en


agradar al Señor en todo» (2Cor 5,9), y nos revestimos de la armadura de Dios para
permanecer firmes contra las asechanzas del demonio y resistir en el día malo (Ef 6,11-13). Y
como no sabemos ni el día ni la hora, por aviso del Señor, debemos vigilar constantemente
para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (Hb 9,27), merezcamos entrar con
El a las bodas y ser contados entre los benditos (Mt 25,31-46). (Cfr LG 48)
Esta dimensión escatológica no se limita a una consideración individualista. La LG
habla del carácter escatológico de la Iglesia peregrinante. Es la Iglesia misma la que camina
en tensión escatológica. La Iglesia, animada por el Espíritu vivificador que ya la une
vitalmente a Cristo, sostenida y estimulada por la visión de lo que ella será según el plan de
Dios, desde ahora se abre al Espíritu que la vivifica, y, dejándose plasmar por El, intenta
responder al deseo de Dios de que se constituya el Cristo total, en el que toda la humanidad, y
mediante ella la creación entera-, pueda ofrecer a Dios la alabanza plena y perfecta, el eterno
«canto de alabanza» que se elevará a Dios «cuando llegue el tiempo de la restauración de
todas las cosas» (He 3,21). Esta será la alabanza ofrecida a Dios, no ya sólo por el Verbo
encarnado, sino por El, con El y en El por toda la humanidad redimida, la alabanza del Cristo
total, alabanza de toda la creación recapitulada en su Señor.

HISTORICIDAD DE LA IGLESIA

Pero no es sólo en el capítulo VII, sino que a lo largo de toda la LG va apareciendo el


dinamismo escatológico inherente a la Iglesia. Al presentar a la Iglesia como «nuevo pueblo
de Dios», la LG ha puesto de manifiesto un rasgo esencial de la misma: su historicidad. La
noción de pueblo de Dios sirve, en primer lugar, para expresar la continuidad de la Iglesia
respecto a Israel. Lleva a descubrirla en una historia determinada y definida por el plan de
Dios para los hombres, que es un plan de alianza y salvación. El vínculo entre Dios y su
pueblo está basado en la intervención libre y amorosa de Dios en la historia de ese pueblo.
Israel no existe mas que en virtud de la intervención gratuita de Dios. Ha nacido de la nada
-un grupo de esclavos- y está formado por aquellos a los que Dios ha concedido gracia. La
elección, la salvación, la alianza, son puros dones. Lo mismo sucede con la Iglesia, el nuevo
pueblo, que Cristo ha adquirido por medio de su sangre y de su muerte. Dios es el que acoge,

111
el que llama, salva y santifica a la Iglesia, no como privilegio de ella, sino como llamamiento
a un servicio, a una misión; elegida y puesta aparte para la realización del plan de Dios, que
está por encima de ella.

Hablar del pueblo de Dios es evocar toda la historia de la salvación, desde sus
comienzos hasta su cumplimiento final. Es evocar todas las etapas de la vida de ese pueblo:
sus infidelidades y la fidelidad constante de Dios. Israel y la Iglesia: se trata siempre del
pueblo de Dios. Este pueblo se muestra siempre infiel, mientras que Dios se muestra
constantemente fiel. Tras la ruptura de la antigua alianza, Dios promete una nueva alianza,
definitiva, con nuevos dones. Dios intervendrá de nuevo, suscitando un nuevo pueblo, con un
espíritu y un corazón nuevos. La Iglesia -heredera de las promesas- es el cumplimiento
histórico de esta promesa de una salvación definitiva. Es el nuevo pueblo de Dios.

La Iglesia -como Israel- es esencialmente un pueblo peregrino, una caravana. La


Iglesia no puede establecerse definitivamente en este mundo, «instalarse»: está en marcha
hacia el Reino escatológico, va caminando a través de los siglos. La Iglesia está en tránsito.
Por hallarse en camino, está sometida a las vicisitudes de los tiempos: es defectuosa,
pecadora, tiene continua necesidad de penitencia y de reforma, de misericordia y de perdón.
Desde el Exodo, el pueblo de Dios murmura y es infiel. La LG afirma que este rasgo de la
peregrinación por el desierto es una característica permanente de la Iglesia (n.9). Todo este
aspecto escatológico subraya también que la Iglesia va caminando hacia un término, que
constituirá su descanso y su gozo.

Este carácter de la Iglesia como realidad escatológica, esencialmente en crecimiento


en la etapa actual, lo ponen igualmente de relieve las imágenes bíblicas, que la LG toma de
san Pablo y de san Juan, del campo, la viña, la casa o templo, que se construye y, sobre todo,
la del cuerpo de Cristo, que crece hasta lograr la estatura de Cristo.

La imagen de pueblo de Dios ha de ser completada con la de cuerpo de Cristo, para


expresar lo que la Iglesia tiene de nuevo con respecto a Israel. La gran novedad es,
evidentemente, el hecho de Jesucristo, el hecho de que Jesucristo no es simplemente un
Mesías, sino el Hijo de Dios hecho hombre. La vida del pueblo de Dios, tal como había sido
anunciada bajo la antigua alianza, cuando se realiza en Cristo-Hijo de Dios hecho hombre y
convertido en Cabeza nuestra, pide que el pueblo de Dios se constituya como cuerpo de
Cristo. El pueblo de Dios después de la Encarnación, Pascua y Pentecostés, ha llegado a ser
verdaderamente cuerpo de Cristo. Sólo así la Iglesia posee su referencia cristológica
adecuada.

DINAMICIDAD DE LOS CARISMAS SUSCITADOS POR EL ESPIRITU

La dimensión escatológica de la Iglesia nace de la presencia imprevisible y creadora


del Espíritu, que obra en ella suscitando los diversos carismas de sus miembros. Esta tensión
escatológica hace que todas las propiedades de la Iglesia estén penetradas de dinamicidad.
Como dice G. Biscontín: «La Iglesia es santa, pero debe siempre ser más santa; es una, pero
debe realizar siempre más plenamente la reconciliación; es católica, pero aún debe desarrollar
todas las dimensiones de su vocación universal; es apostólica, pero siempre debe estar
confrontando de nuevo con sus inicios la propia autenticidad y originalidad». 192 Esta
dimensión escatológica de la Iglesia constituye el fundamento del discurso sobre los carismas
en la vida de la Iglesia. En realidad los carismas son el signo de la acción libre y creadora del
Espíritu Santo. Profesar esta fe significa estar siempre abiertos a lo nuevo, a lo inesperado, a

192 G. BISCONTIN, La responsabilità verso l'ambiente: della manualistica classica al postconcilio, Roma
1972.

112
lo maravilloso. El pasado y el presente de la Iglesia no puede, por tanto, convertirse en la
medida absoluta de lo que se le abre para el futuro, sin negar, naturalmente, la perpetua
normatividad de la Iglesia apostólica.

SANTIDAD DE LA IGLESIA

Me detengo un poco en la dimensión de la santidad de la Iglesia, a la que la LG


dedica todo el capítulo V. San Pablo encierra en Ef 4,7-16 todo el sentido dinámico de la
participación de la santidad de Dios, a la vez que muestra la fuente de toda santidad y el fin a
que se ordena. Es «la medida del don de Cristo» la que da «la medida de madurez del
pleroma de Cristo». El «correr por todos los modos» dentro de este plan, es lo que hace que
se crezca en la santidad. Pero esta diversidad, estos «todos los modos» y esta «medida», se
realiza en una estrecha unidad no sólo de origen y de fin, sino también de fondo y contextura
general. Dios es uno en todos (Ef 5,5-6). Por esto «la vocación a la santidad en la Iglesia es
universal»: «Todos en la Iglesia están llamados a la santidad» (n.39). 193

El primer valor de la afirmación de la santidad de la Iglesia consiste en el


reconocimiento de que la Iglesia es algo de Dios: elección, vocación, alianza, consagración,
inhabitación, son dones de Dios. En la medida en que ella es de Dios, la Iglesia es
absolutamente santa. Pero la Iglesia está formada por hombres, y es esencial, entonces, la
respuesta libre a la llamada de Dios y al ofrecimiento de su gracia. Existe, pues, en la Iglesia,
desde el punto de vista de la santidad, una cierta dialéctica entre lo que es dado por Dios y lo
que es aceptado y realizado por los hombres. Es una aplicación del «ya» y «todavía no», que
constituye el estatuto mismo de la Iglesia en su estadio itinerante (n.8).

IGLESIA SANTA Y PECADORA

La LG habla de «la Iglesia de los pecadores» al hablar de la Iglesia peregrinante. El


tema de la Iglesia en camino, en peregrinación a través de la historia terrestre sin hallar
ninguna patria permanente, de modo que lleva «la figura de este mundo» (n.48), va
asomándose en toda la constitución. Ciertamente, el Concilio se refiere, sobre todo, al
carácter histórico de la Iglesia, a su pobreza, al sufrimiento, a la humildad, a las vicisitudes y
persecuciones de la Iglesia, que así imita al Crucificado. Pero dentro de este contexto, como
dice K. Rahner, se introduce una base para la idea de «Iglesia de los pecadores». En el seno
de la Iglesia hay pecadores. Esto significa que también los pecadores -miembros de ella-
configuran la «cualidad» de ella. La Iglesia no se contrapone a los pecadores como un mero
instrumento de salvación, a la cual no afectan las claudicaciones de éstos. La Iglesia
considera a los pecadores -miembros de ella- como un trozo de sí misma. Por ello hay que
decir que no sólo hay pecadores en la Iglesia, sino ella misma es pecadora. La LG evita la
expresión «Iglesia pecadora», pero afirma el contenido objetivo, a saber: el hecho de que la
Iglesia queda afectada por el pecado de sus miembros. Explícitamente afirma que los pecados
hieren a la Iglesia... Por ello «debe purificarse siempre», «busca sin cesar la penitencia y la
renovación», «no deja de renovarse a sí misma» (n.8). 194

Pero la LG resalta constantemente la fuerza que Dios da a la Iglesia, a través del


Espíritu de Cristo, para superar el pecado dentro de su propio seno. Sus miembros pueden y
deben luchar contra el príncipe de la iniquidad (n.48) y vencer al mal en sí mismos (n.65),
para transformar el mundo, que también está en la Iglesia (Cfr n.31 y 32). Además en la
Iglesia se halla continuamente presente el «ministerio de la reconciliación» (n.28) y la
aplicación del único sacrificio redentor de la cruz de Cristo (n 38).

193 Cfr CEC 1077;2012-2013.


194 Cfr CEC 823-827.

113
En realidad sólo Dios es santo. Pero el Dios Santo nos santifica derramando su
Espíritu en nuestros corazones: "Dios os ha escogido como primicias para la salvación por la
santificación del Espíritu y por la fe en la verdad" (2Tes 2,13). "Fuisteis santificados, fuisteis
justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios" (1Cor 6,11;
Rom 15,16;Heb 2,11). La Iglesia es Santa porque en ella habita y actúa el Espíritu Santo.

El Espíritu es Santo y, como fuente de santidad, es Santificador. Hace a la Iglesia


santa y, como fruto de su presencia, nace la comunión de los santos, de las cosas santas y de
los fieles santos, en el cielo y en la tierra.

La santidad de la Iglesia es la expresión de su unidad con Cristo en un mismo


Espíritu. El Espíritu de Cristo, presente en la Iglesia, su Cuerpo, libera a la Iglesia del espíritu
del mundo. El Espíritu suscita en la Iglesia y en cada uno de sus miembros la santidad,
uniéndolos a Cristo crucificado y resucitado. Es la santidad que no viene de nosotros, de las
obras de la carne, sino del Padre, que en su Hijo nos hace partícipes de su santidad,
infundiéndonos su Espíritu, que es "Espíritu de santificación" (Rom 1,4).

El Concilio puso de relieve la estrecha relación que existe en la Iglesia entre el don
del Espíritu Santo y la vocación y aspiración de los fieles a la santidad:

Pues Cristo, el Hijo de Dios, que con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado "el único santo", amó a
la Iglesia como a su esposa, entregándose a sí mismo por ella para santificarla (Ef 5,25-26), la unió a sí
mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por
ello, en la Iglesia, todos... están llamados a la santidad... Esta santidad de la Iglesia se manifiesta y sin
cesar debe manifestarse en los frutos de la gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles. Se expresa
multiformemente en cada uno de los que, con edificación de los demás, se acercan a la perfección de la
caridad en su propio género de vida (LG 39).

Por ello, la Iglesia es llamada también «indefectiblemente santa» (n.39) y, con las
palabras del Credo, simplemente «Iglesia santa» (n.5,8,26,32); «esposa inmaculada» (n.6),
«pueblo santo» (n.9), "digna esposa", (n.9), «sacerdocio santo» (n.10), «pueblo santo de
Dios» (n.12).

Pero la Iglesia es santa y pecadora a la vez. Los Padres expresaron este hecho con la
imagen audaz de la «casta meretriz». Así repiten que Cristo ha encontrado a la Iglesia
pecadora y la ha hecho santa; El la ha tomado manchada; la ha hecho pura. Así ven
simbolizada a la Iglesia en las mujeres de la Escritura que son pecadoras «agraciadas»:
Rahab, Tamar, María Magdalena... La Iglesia es santa porque ha sido arrancada de su pecado
(Cfr Os 2;Ez 16). Por su origen histórico, la Iglesia es «ramera», procede de la Babilonia de
este mundo; pero Cristo la lavó y convirtió en esposa. U. von Balthasar ha hecho ver en
penetrantes análisis que esto no es únicamente una afirmación histórica, en el sentido de que
antes fuera impura y ahora es pura, sino que se designa así la permanente tensión existencial
de la Iglesia: la Iglesia vive perpetuamente del perdón que la transforma de ramera en esposa;
la Iglesia de todas las generaciones es Iglesia por gracia, a la que Dios llama continuamente
de Babilonia, donde, de suyo, habitan los hombres.195

De este modo se comprende la relación entre pecado y santidad en la Iglesia. Pero


hay que afirmar que la santidad de la Iglesia tiene una clara preeminencia sobre su condición
pecadora. La cualidad decisiva de la Iglesia está, no en que es pecadora, sino en la santidad,
que la acción escatológica de Dios ha puesto en ella, en su continua santificación y victoria

195 Cfr U. von BALTHASAR, Casta meretrix, en Ensayos teológicos II, Sponsa Verbi, Madrid 1964, p.239-
354.

114
sobre el pecado, gracias a la virtud de Dios en Cristo, mediante su Espíritu. Con Cristo -en su
Encarnación, Cruz y Resurrección- ha llegado ya el momento escatológico: «la plenitud de
los tiempos ha llegado, pues, a nosotros y la renovación del mundo está irrevocablemente
decretada y empieza a realizarse, en cierto modo, en el siglo presente, ya que la Iglesia, ya en
la tierra, se reviste de una verdadera, si bien imperfecta, santidad» (n.48).

A pesar de su pecado, la Iglesia no traicionará jamás, no será totalmente infiel a su


Esposo, porque Dios la sostiene con su Espíritu. Seguirá siendo siempre la santa Iglesia. H.
Kung, como K. Rahner,196 opina que los miembros pecadores afectan a la calidad de la Iglesia
y la hacen en cierto sentido «pecadora». Sin embargo, en vez de la expresión «Iglesia
pecadora», prefiere hablar de «Iglesia de los pecadores», ya que hablar simplemente de
«Iglesia pecadora» supone cierta ambigüedad sobre la naturaleza real de la Iglesia. En efecto,
lo más íntimo que hay en la Iglesia, esto es, Cristo, su Espíritu, sacramentos, no pueden
convertirse en pecado.197

IGLESIA CELESTE: SANTOS

En la consideración de la dimensión escatológica de la Iglesia hay que añadir aún que


la Iglesia es una realidad mayor que la fracción de la misma que trabaja, gime y sufre aquí en
la tierra; su parte más viva es la que ya reina con Cristo en la gloria (n.49-50).

Los santos nos testimonian que Dios ha sido fiel a su promesa. La Iglesia, en esa
porción de ella misma que ha acabado su carrera y ha obtenido la recompensa, constituye la
esposa perfectamente santa, que ha respondido plenamente a la llamada del Esposo. Aquí es
donde el culto de los santos adquiere todo su sentido. Recuerda la fidelidad de Dios a sus
promesas. Dios, realmente, nos ha dado el Espíritu; realmente ha cambiado el corazón indócil
del hombre en un corazón dócil y fiel; realmente ha santificado a los hombres. Los santos
testimonian a la Iglesia peregrina que la salvación anunciada se ha cumplido de verdad; que
la Esposa ha sido fiel al Esposo; que Dios ha sido fiel, que su gracia es eficaz. La sangre de
Cristo no se ha derramado en vano.

MARIA, TIPO ESCATOLOGICO DE LA IGLESIA

Y, entre los santos, la LG ha destacado a María, que es la imagen y el comienzo de lo


que será la Iglesia en su forma acabada. L. Bouyer lo ha formulado llamando a María «el
icono escatológico de la Iglesia».198 La gloria a que María ha sido elevada, está destinada a
toda la Iglesia. La asunción de María es el comienzo, el símbolo, la prefiguración de lo que
va a suceder a toda la Iglesia. María es el tipo de la Iglesia: en ella se manifiesta la seguridad
que tenemos en Cristo; su suerte concretiza y evoca nuestro destino común. San Pablo,
hablando de la resurrección, nos presenta a Cristo como el nuevo Adán, el celestial, cuya
imagen llevamos, del mismo modo que llevamos la imagen del primero (1Cor 15,45-49). «Y
como en Adán hemos muerto todos, así también seremos todos vivificados. Pero cada uno a
su tiempo; el primero Cristo; luego los de Cristo, cuando El venga» (vv.22-23). Toda la
Iglesia tendrá que esperar hasta la Parusía, pero María, la nueva Eva, ya está íntimamente

196 K RAHNER, Lo dinámico en la Iglesia, Barcelona 1963; Eschatology, en Sacramentum mundi II,
Montreal 1968, p.242-246; la Iglesia pecadora según los decretos del segundo concilio Vaticano, en Escritos de
Teología VI, Madrid 1969, p.341ss. Iglesia de los pecadores, ibidem, p.295-313.
197 K. RAHNER no pretende que el pecado pueda atribuirse a la Iglesia por la misma razón con que se
atribuye moralmente a una persona, pero desea subrayar que los pecados de las personas tienen influencia en la
comunidad eclesial: desfiguran a la Iglesia y la hacen irreconocible a los de fuera. Cfr Verdades olvidadas en el
sacramento de la penitencia, en Escritos de Teología, II, Madrid 1967, p. 148-15
198 Así se la llama en la Lumen gentium n.68 y en el Catecismo de la Iglesia Católica, n.972.

115
unida al Esposo. Y mientras el pueblo de Dios camina, en la espera del advenimiento del día
del Señor, la Virgen María alienta nuestra esperanza, como signo escatológico del Reino.

II. MORAL DINAMICA

SUPERACIÓN DE LA MORAL MINIMALISTA


La dimensión escatológica de la Iglesia influye en toda la concepción de la Iglesia
que nos ha dado la LG. La Iglesia se ve en camino hacia la ciudad celeste, llamada siempre a
un ulterior progreso, a una renovación cada día más profunda. Esta índole escatológica de la
Iglesia exige que la moral cristiana de las comunidades eclesiales y de cada cristiano supere
todo minimalismo y entre en el dinamismo de la conversión continua y de la vigilancia atenta
al kairós de cada situación preparada por Dios.

De la comprensión de la esencial «historicidad» del hombre y de la Iglesia, peregrina


a través de los siglos hacia el Padre, nace la visión dinámica de la moral cristiana. Toda moral
auténticamente cristiana será necesariamente dinámica, tendiendo constantemente a superar
sus propias posiciones, atenta a la comprensión y aceptación de la llamada de Dios, presente
en los «signos de los tiempos». Esta moral acepta la palabra de Cristo: «Tendría que deciros
aún muchas cosas; pero en estos momentos no sois capaces de entenderlas. Cuando venga el
Espíritu de verdad, El os guiará hacia la verdad total» (Jn 17,12). De este modo, una moral
dinámica confiesa la fe en el Espíritu Santo, que actúa en la Iglesia y en el corazón de los
hombres.

La teología moral de los manuales se preocupaba de proporcionar al sacerdote la


ciencia útil para el sacramento de la Penitencia. Por ello, se interesaba, sobre todo, de los
pecados que constituyen la materia de la confesión. Apenas se hablaba de la virtud. Esta
teología se preocupaba sobre todo de determinar el mínimo requerido para estar en regla con
la ley, sin interesarse en absoluto por la llamada a la perfección, que aparecía como un ideal
reservado a algunas almas raras.

Esta tendencia a no señalar más que el mínimum de las exigencias de la ley, se


acrecentaba -como dice Pinckaers- debido al «buen corazón» de los moralistas. Considerando
la debilidad humana, se sentían impelidos a disminuir en la medida de lo posible el peso de
las obligaciones legales sobre la conciencia, hasta llegar a un verdadero laxismo.199

Las palabras de Cristo, cargadas de dinamismo moral: «Sed perfectos como vuestro
Padre Celestial es perfecto» (Mt 5,48) y «Ama al Señor, tu Dios, con todo tu corazón... con
toda tu mente» (Mt 22,47), eran consideradas -por ejemplo en Noldin- en el capítulo «De
consiliis», para decir que no hay que tomarlas en sentido absoluto y preceptivo, ya que Cristo
no habla de «toda perfección» ni nos pide un amor real, sino sólo «una caridad apreciativa
perfecta», que en realidad se reduce a «evitar todo pecado grave bajo pena eterna y el pecado
venial bajo pena temporal» (I, n.126).

Pero el amor cristiano -hasta dar la vida- es un amor que pone en juego la propia
vida. El desarrollo de la propia personalidad, del prójimo, de la comunidad, la fidelidad a la
propia vocación, a la misión, la creatividad personal... no aparecían en esta visión moral. Más
aún, Noldin asignará a la virtud de la fortaleza (!) la misión de frenar la audacia para que el
hombre no corra el riesgo de ponerse en un peligro (I, n.279). La VS, en cambio, dice:

199 S. PINCKAERS, Le renouveau de la morale. Etudes pour une morale fidèle a ses sours et à sa mission
présente, Tournai 1964, p. 29-30.

116
El mandamiento del amor de Dios y del prójimo no tiene en su dinámica positiva ningún límite
superior, sino más bien uno inferior, por debajo del cual se viola el mandamiento. Además, lo que se
debe hacer en una determinada situación depende de las circunstancias, las cuales no se pueden preveer
globalmente con antelación; por el contrario, se dan comportamientos que nunca y en ninguna situación
pueden ser una respuesta adecuada, o sea, conforme a la dignidad de la persona...Es posible que al
hombre le sea imposible realizar determinadas acciones buenas; pero nunca se le puede impedir que no
haga determinadas acciones, sobre todo si está dispuesto a morir antes que a hacer el mal. (VS 52)

La visión minimalista, por otra parte, era completamente negativa, preocupada


obsesivamente por el pecado. Como dice I. Zeiger, uno de los pioneros de la renovación
moral, que ya 1939 escribía: «La teología moral se ha sobrecargado de cuestiones filosóficas,
obnubilando su índole teológica, hasta el punto de aparecer únicamente como un conjunto de
leyes, decretos, decisiones, conclusiones prácticas, y no un sistema teológico orgánicamente
desarrollado. Se ha exagerado la distinción entre los preceptos morales y las normas ascéticas
de la perfección cristiana. Todo lo que Cristo estableció en el Evangelio, sobre todo en el
sermón de la montaña, como legislador de la ley nueva, ha sido relegado a la ascética, de
modo que a la moral no le ha quedado más que las leyes estrictamente jurídicas, explicadas y
aplicadas según la norma del minimalismo moral, de donde se sigue que en teología moral no
se propone a los cristianos la excelencia y perfección de la vida cristiana, sino un sistema de
pecados, delimitado casuísticamente, como si los fieles, hijos de Dios, elevados por la gracia
santificante, estuvieran continuamente abrumados de pecados gravísimos. Los motivos de la
vida moral, según suelen exponerse, están tomados del utilitarismo racionalístico y no de las
verdades evangélicas: encarnación, redención de Cristo, don de la gracia, vida sacramental,
etc.».200 Había que esperar muchos años, hasta el Vaticano II, para que este deseo se viera
cumplido.

Es cierto que la Iglesia, en fidelidad a la Escritura, está llamada a enseñar la


existencia de actos intrínsecamente malos, sin dejar al hombre en el engaño: "!No os
engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los
homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los
rapaces heredarán el Reino de Dios" (1Cor 6,9-10). Estos actos, intrínsecamente malos, son
irremediablemente malos, no son nunca ordenables a Dios o al bien de la persona. Las
circunstancias o las intenciones podrán atenuar la malicia, pero no suprimirla. Nunca podrán
ser transformados en actos buenos.

Frente a una cultura que arrastra al hombre al relativismo moral, degradando a la


persona humana, la Iglesia está llamada a no "conformarse con la mentalidad de este mundo"
(Rom 12,2). Así es fiel a Dios y al hombre, respetándolo en su integridad, y promoviéndolo
en su dignidad y vocación. Sin embargo, la Iglesia no puede limitarse a señalar estos errores y
peligros. Ante todo, debe mostrar el fascinante esplendor de aquella verdad que es Jesucristo
mismo. En El, que es la Verdad (Jn 14,6), el hombre puede comprender plenamente y vivir
perfectamente su vocación a la libertad. Es cuanto acontece con el don del Espíritu Santo,
Espíritu de verdad, de libertad y amor: en El nos es dado interiorizar la ley y percibirla y
vivirla como dinamismo de la verdadera libertad personal: "la ley perfecta de la libertad"
(Sant 1,25).201

EL PECADO DEFORMA EN EL HOMBRE LA IMAGEN DE DIOS

200 I. Zeiger De conditione...p.178.


201 Cfr VS 83.

117
Perdón y pecado, en este orden, forman parte de la fe y de la experiencia cristiana, de
modo que forman parte de la confesión de fe de la Iglesia. El símbolo confiesa: "Creo en el
perdón de los pecados".
El hombre, creado y recreado a imagen de Dios, en su libertad puede rechazar a Dios,
oponerse a El, desfigurando su imagen en sí mismo. El cristiano, liberado por Cristo en el
Espíritu Santo, no pierde esta libertad. El Espíritu de Cristo le vivifica y vence el pecado
(Rom 8,2), pero el cristiano, peregrino en el mundo, recibe el Espíritu únicamente como
"prenda" (2Cor 1,22;Ef 1,14); permanece aún bajo la concupiscencia que tiende al pecado
(Gál 5,16ss). En semejante situación, el hombre puede substraerse al Espíritu, contristarlo, y
volver a vivir "según la carne", sometido al pecado, sin realizar su dignidad de imagen de
Dios:

Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del maligno, ya en el exordio de
la historia, abusó de su libertad levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al
margen de Dios. (GS 13)

Esta experiencia original del pecado se repite, siempre que el hombre, incluso
redimido, vuelve a buscar su fin al margen de Dios, negándolo, pretendiendo su absoluta
autonomía. Este es el "misterio de la iniquidad" (2Tes 2,7), que se enfrenta a la obra
redentora de Cristo.

Los términos más usados en el Antiguo Testamento para definir el pecado los
hallamos juntos en los primeros versículos del salmo 51: "Tenme piedad, oh Dios, según tu
amor, por tu inmensa ternura borra mi pesha', lávame a fondo de mi 'awôn y de mi chatta'h
purifícame" (3-4). Pesha' significa rebelión, infidelidad; es la rebelión que lleva a romper el
vínculo que une al hombre con Dios, la infidelidad a la alianza (Os 8,1;Is 46,8;Jr 5,6). 'Awôn
expresa la realidad existencial que engendra el pecado: "el pecador es un ser plegado y
contorsionado bajo el peso del pecado" (Guillet). Y Chatta'h tiene el sentido de acción
deficiente. El pecado es equivocar la dirección, perderse; en este sentido expresa el vacío, la
decepción que engendra el pecado en el pecador y hasta en Dios mismo: "Oíd, cielos, escucha
tierra, que habla Yahveh: ¡Hijos crié hasta hacerlos hombres y ellos se rebelaron contra mí.
Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo. Israel no conoce, mi pueblo no
discierne" (Is 1,3).202

El pecado es adulterio, infidelidad al amor esponsal de Dios a su pueblo: "Como


engaña una mujer a su compañero, así me ha engañado la casa de Israel" (Jr 3,20). 203 Pero
esta infidelidad a Dios lleva también, como consecuencia, la ruptura con los demás hombres.
El hombre, en su búsqueda de autonomía absoluta, rechaza a Dios y a todos los demás
hombres. En una misma frase Adán acusa simultáneamente a Dios y a Eva: "La mujer que
Tú me diste por compañera..." (Gén 3,12).

En el Nuevo Testamento, Jesús presenta el pecado como ruptura del vínculo de amor
filial del creyente con Dios Padre. El hijo pródigo abandona el amor paterno de Dios para
vivir su vida con autonomía, "lejos de la casa del padre" (Lc 15,11-32). Por ello, el mayor de
los pecados es el rechazo de Cristo, el Hijo, que nos revela y comunica el amor paterno de
Dios (Mt 12,31-32). Jesús en persona es la alianza viviente entre Dios y el hombre. El
pecado, ruptura de la alianza, es ofensa a Dios en Cristo; rechazar a Cristo es rechazar el
camino al Padre (Jn 16,6), para conducir la vida por los propios caminos. En el corazón del
hombre que se elige a sí mismo contra Cristo -y no sólo contra una ley-, es donde se fragua el
pecado. En el corazón del hombre, en el núcleo más íntimo de la persona, allí donde Dios

202 Cfr Is 5,1-4;43,27;Os 8,1;7,13;Am 3,14;Miq 1,5;Ez 2,3...


203 Cfr Dt 32 y Ez 16.

118
interpela al hombre, es donde el hombre responde contra Dios. Esta es la hondura del
pecado. Luego, del corazón brotan los pecados ((Mt 15,10-20).

Frente a Cristo que es luz (Jn 8,12), verdad (Jn 14,6) y vida (Jn 10,10), el pecado es
tiniebla, mentira y muerte. El pecado es, pues, la oposición a Cristo, que ha venido a "quitar
el pecado del mundo" (Jn 1,29). El pecador, entrando en el misterio de iniquidad, aliándose
con el príncipe de este mundo, se convierte en anticristo (1Jn 3,4ss).

-El perdón de los pecados

El Credo cristiano, en su estructura trinitaria, sitúa el perdón de los pecados como


explicitación de la fe en el Espíritu Santo en la Iglesia. El amor de Dios, Padre
misericordioso, que ha reconciliado al mundo consigo, por la muerte y resurrección de
Jesucristo, ha enviado el Espíritu Santo a la Iglesia para hacer presente y actual esta obra en
el perdón de los pecados. Así lo recoge la fórmula de la absolución del sacramento de la
Penitencia:

Dios, Padre misericordioso,


que reconcilió consigo al mundo
por la muerte y la resurrección de su Hijo
y derramó el Espíritu Santo
para la remisión de los pecados,
te conceda,
por el ministerio de la Iglesia,
el perdón y la paz.

El pecado, vivido en la presencia de Dios Padre, reconocido a la luz de la cruz de


Cristo y confesado bajo el impulso del Espíritu Santo, se convierte en la Iglesia en
acontecimiento de celebración de la Buena Nueva. El encuentro con Cristo lleva al cristiano
a verse a sí mismo, en su ser y en su actuar, como creación de Dios y como recreación en el
Espíritu. Así su fe es acción de gracias por el don de la vida, confesión de la propia
infidelidad frente a la fidelidad del amor de Dios, que no se queda en la tristeza o en el
hundimiento por el sentido de culpabilidad, sino que se hace canto de glorificación a Dios,
confesión de fe, celebración del perdón.204

El perdón de los pecados es una de las manifestaciones del Espíritu Santo, que
prolonga y actualiza la obra de Cristo en la Iglesia. La resurrección de Cristo se hace presente
en la Iglesia creando, mediante el Espíritu Santo, la "comunión de los santos", es decir, la
comunión de los que viven del "perdón de los pecados". El perdón de los pecados cobra, en la
profesión de fe, un significado sacramental. Se vive en el bautismo, y en la penitencia,
"segundo bautismo".

El perdón de los pecados, significa que el cristiano se ve a sí mismo, en su ser y en su


obrar, ligado en alianza con Dios, a quien ha confiado su existencia. Pecado y perdón no
hacen referencia a una ley anónima, a un orden abstracto, roto y restablecido, sino a una
historia de amor entre personas con infidelidades y restablecimiento del amor por la
fidelidad. Desde la fidelidad inquebrantable de Dios, el perdón se experimenta como el
milagro de la gratuidad incondicional del amor de Dios. 205
204 Cfr CEC 1846-1848.
205 Dios, "misericordioso y clemente, perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado" (Ex 34,6-7), "no nos
trata según nuestros pecados" (Sal 103,10), pues "es grande su misericordia" (Sal 51,3). El es "el Dios de los
perdones" (Neh 9,17), que "se arrepiente del mal decretado por los pecados" (Ex 32,12-14;Am 7,3.6;Jr
18,8;26,13.19;42,10), "echa los pecados a la espalda" (Is 38,17), "los pasa por alto" (Miq 7,18;Pr 19,11), "los

119
Para que el hombre alcance el perdón de los pecados, Dios le da tiempo para la
conversión, como en tiempos de Noé, que anuncia la conversión, o de Jonás que igualmente
se la anuncia a los Ninivitas, aunque fueran ajenos al pueblo de Dios. Sólo quien endurece su
corazón se priva del perdón de los pecados.

Jesús pasó entre los hombres perdonando los pecados (Mc 2, 5;Lc 7,48) y otorgó a
los hombres ese poder (Mt 9,8). Es el gran poder que deja a la Iglesia: "Recibid el Espíritu
Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados" (Jn 20, 22;Mt 16,19). Es su
misión: vino "a llamar a los pecadores", a "proclamar el año de gracia" o el tiempo del perdón
de Dios (Lc 4,18-19).

La bondad del Padre es ilimitada, pues es "compasivo" (Lc 15,20;Mt 18,27) y


"bueno" (Mc 10,18;Mt 20,15;7,11) incluso con "los malos e injustos" (Mt 5,45) y "con los
ingratos y perversos" (Lc 6,35). Su amor le lleva "a correr" al encuentro del pecador (Lc
15,20).

Jesús, Hijo de tal Padre, no sólo anunció el perdón del Padre, sino que perdonó a la
mujer adúltera sorprendida en su pecado (Jn 8,1-11), a la pecadora pública que se le presentó
en casa de Simón (Lc 7,36-50), al paralítico de Cafarnaúm (Mc 2,1-12), que ni pide el perdón
ni la curación, sino sólo "por la fe de quienes le llevaron ante El". Desató de su pecado al
paralítico de Jerusalén (Jn 5,5-14) y a la mujer encorvada a "la que Satanás tuvo atada por
dieciocho años" (Lc 13,10-17), como liberó a otros muchos (Mt 12,28;Mc 3,22-27;Lc
13,16)...

El perdón es la fuente de un amor más grande; con su gratuidad crea la gratitud en el


pecador perdonado, pues "ama más aquel a quien más se le perdona" (Lc 7,42-43). El perdón
de Dios es oferta gratuita y nunca conquista o derecho merecido del hombre. Por ello, desde
el perdón de Dios, el creyente descubre la gravedad de su pecado, como traición al amor de
Dios, como infidelidad o adulterio frente a la fidelidad de Dios.

-El pecado

La narración del Génesis es la expresión de la experiencia de Israel y de todo


hombre. El hombre sabe que su vida es don de la llamada de Dios a la existencia. Sabe que
su vida es, desde su origen, vida dialogal. En soledad el hombre no es hombre. El pecado,
que interrumpe el diálogo, lleva siempre al hombre a la desnudez, a la necesidad de
esconderse, a aislarse, al miedo, a la soledad, a la muerte. 206

Pero la conciencia de su relación dialogal con Dios posibilitó a Israel vivir sus
transgresiones y pecados en forma original: ante Dios. Y ante la fidelidad inquebrantable de
Dios, cada infidelidad, con sus consecuencias de fracaso y muerte, terminaba convirtiéndose
en acontecimiento privilegiado de su historia de salvación: en descubrimiento del amor sin
medida de Dios. Sólo la Historia de Israel recoge las derrotas y fracasos. Los demás pueblos
sólo narran las victorias y triunfos de sus héroes. Así se han extinguido todos los imperios.
Desde la derrota no quedaba posibilidad de comenzar de nuevo la historia. En Israel, el
reconocimiento del propio pecado y su confesión ante Dios se transformaba siempre en
comienzo de una nueva historia, en redescubrimiento de Dios. 207

cubre" (Sal 32,1; 65,4;85,3; Neh 3,37), "los pisotea" (Miq 7,19), "los arroja al fondo del mar", "no los recuerda"
(Is 43,25), "los lava" (Jr 4,14;Sal 51,4.9), "los purifica" (Lv 16,30;Jr 33,8),"los cancela" (Is 43,25;44,22;Sal
109,14), "los perdona" (Nu 30,6-13;Dt 29,19;Jr 5,1.7;31,34; 33,8;36,3;Is 55,6-7...).
206 Cfr CEC 386-389;1849-1869.
207 Cfr en modo particular el libro de los Jueces.

120
Esta experiencia de la relación dialogal del pueblo con Dios aparece con fuerza
singular en los profetas. Oseas hace de su propia vida un sacramento del amor esponsal de
Dios y el pueblo (Os 1-3). Dios es el esposo fiel que busca a la esposa que se prostituye
reiteradamente con los ídolos. Jeremías, Ezequiel e Isaías prolongan esta misma vivencia en
escenas de una viveza y realismo únicos.208

Pero Israel vive el pecado como un drama en el interior de unas relaciones de amor
con Dios, relaciones que se rompen por su parte y se recrean por la fuerza creadora del amor
de Dios, que le ofrece de nuevo su amor.

La plenitud irrevocable de esta oferta del amor fiel de Dios y su victoria sobre la
infidelidad humana aparece en Jesucristo muerto y resucitado. Ante la Cruz de Cristo aparece
el pecado en toda su monstruosidad y el amor de Dios en toda su sublimidad. Es la locura y el
absurdo frente a la autonomía cerrada del hombre griego, pagano, científico y técnico; y el
escándalo frente al juridicismo, legalismo del hombre religioso y fariseo, que busca en sí
mismo su justificación.

El hermano mayor no puede comprender la fiesta del perdón ofrecida al hermano


menor al regreso de sus orgías despilfarradoras de la herencia del padre (Lc 15,11-32). Como
no comprenden el perdón de Jesús a la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8,1-11) quienes,
con las piedras en las manos hipócritas, intentan cumplir la Ley (Lv 20,10;Dt 22,22-24). En
el encuentro a solas de Cristo y la adúltera hallamos la historia, todos los días repetida, entre
Dios y nosotros. El "no te condeno" de Jesús es el fruto de su muerte en la cruz por cada uno
de nosotros: "La vida que vivo al presente, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se
entregó por mí" (Gál 2,20). En este "mí" está concentrada toda la profundidad personal del
pecado, que hace de contrapunto para valorar la sublimidad del amor y la entrega. Morir por
un justo entra en las posibilidades humanas, pero dar la vida por el impío, morir por el
perseguidor, por el enemigo, es "la prueba del amor de Dios en Cristo" (Rom 5,7-8).

El pecado confesado se transforma en celebración de las maravillas de Dios. Sin


Dios, el hombre no encuentra salida a su culpa. De aquí su intento vano en negarla y
autojustificarse con excusas y acusaciones a los demás. Pero su salvación no está en la
conquista del amor de sí mismo por la propia absolución, en la que no puede creer. No es la
conquista del amor, sino la acogida del amor la que libera y salva al hombre de su culpa. Solo
cuando escucha de la boca de Dios la palabra del perdón, se siente vivo, reconciliado, capaz
de comenzar de nuevo la historia.

Aquí radica el drama de nuestro mundo. Hoy, en el mundo y entre algunos llamados
cristianos, se ha perdido el sentido del pecado, con lo que se ha agudizado el sentido de
culpabilidad. El reconocimiento del pecado lleva a la experiencia de la alegría en el perdón,
como vivencia del amor gratuito, el único amor liberador del hombre. La experiencia oculta
de culpabilidad, en cambio, se abre cauces oscuros en la existencia humana en forma de
tristeza, miedos, desesperación, sensación de absurdo de la vida, náusea de todo,

208 Jr 2,1-3,5;4,1-4;31,33;Ez 16;23;Is 50,1;54;62,1-5. La historia del pueblo elegido está marcada
profundamente por el pecado (Ez 20,7-31;23,3-49;Sal 106). Ya en Egipto, Israel sirvió a otros dioses (Jos 24,14),
se prostituyó con ellos (Ez 23,3.8.19.21.27). Dios lo liberó, sin embargo, "por amor de su nombre" (Ez 20,9) y
"porque eterno es su amor" (Sal 106, 10-12;Dt 7,8); pero, incluso después de la liberación de Egipto, Israel se
olvidó de ese amor, "rebelándose contra Dios en el mar de las Cañas" (Sal 106,7) y continuamente a lo largo del
paso por el desierto (Sal 78,17.40;Ez 20,13-14.21); también en la tierra reiteradamente se rebeló contra El (Sal
106,43), mereciendo el calificativo de "generación rebelde y malvada" (Sal 78,8), "pueblo de rebeldes" (Ez 2,5-
8;3,9.26-27;12,2-27;17,12; 24,3;44,6), que murmura contra Moisés (Ex 15,24; 17,3;Nu 20,3-4;14,36), contra
Aarón (Ex 16,2;Nu 14,2) y contra Yahveh mismo (Ex 16,7-9.11;Nu 16,11;Dt 1,27)...

121
aburrimiento, depresión, con todas las expresiones de violencia contra uno mismo y contra
los demás: drogadicción y narcotráfico puede ser un ejemplo, suicidios y abortos, otro.

El hombre en soledad, con su fracaso a cuestas, se asfixia y vive bajo los impulsos de
autodestrucción. Es la imagen de Judas, que se siente condenado por la ley de sí mismo y se
suicida. Le hubiera bastado levantar la mirada a Cristo, como hace Pedro con ojos cargados
de lágrimas, para experimentar el perdón y la vida.

Frente a esta situación es preciso anunciar la buena nueva del "perdón de los
pecados", que supone el reconocimiento y confesión del propio pecado. La actitud farisea de
autojustificación, y la consiguiente condenación de los demás, no produce mas que una
tapadera del mal, que desde dentro destruye al hombre; en palabras bíblicas, el "sepulcro
blanqueado" no impide la corrupción interior.

En la predicación de Jesús el pecado ocupa un lugar central. El se sabe enviado a


anunciar la conversión del pecado, a "buscar a los pecadores" (Mc 2,17p), es decir, a "buscar
y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10), "hospedándose en su casa" (Lc 19,5-7),
"acogiéndolos y comiendo con ellos" (Lc 15,1-2;Mc 2,15-17, "como amigo de pecadores"
(Mt 11,19;Lc 7,34).

El pecado se origina en lo más íntimo del hombre, donde el maligno le insinúa e


infunde el ansia de ser como Dios, de robar a Dios "el fuego sagrado", en el deseo de
autonomía. El pecado para Jesús no es una simple transgresión de las "tradiciones humanas"
(Mc 7,8) sobre purificaciones (Mt 15,2-8), ayunos (Mc 2,18-20) o reposo sabático (Mc 2,23-
28;3,1-5). El pecado no es algo exterior al hombre. Tiene sus raíces en el corazón: en el
corazón es ahogada la Palabra de Dios (Mc 4,18-19) y "del corazón provienen todos los
pecados que manchan al hombre: intenciones malas, fornicaciones, robos, asesinatos,
adulterios, avaricias, maldades, fraudes, libertinaje, envidias, injurias, insolencias,
insensateces. Todas estas perversidades salen de dentro y hacen impuro al hombre" (Mc 7,20-
23).

Aunque Jesús sabe también que el origen último del pecado no está en el hombre.
Los pecadores son, en realidad, "hijos del maligno" (Mt 13,38;Jn 8,38-44). El es el
"malvado" (Mt 5,37;6,13;12,45;Lc 7,21;8,2). El diablo es quien esclaviza al hombre (Lc
13,16;Mc 3,27) y le enfrenta a Dios (Mt 12,28;Lc 11,20); él arrebata la Palabra sembrada en
el corazón (Mc 4,4.15) y engaña "siendo mentiroso y padre de la mentira" (Jn 8,44), llevando
al hombre a la muerte, pues es "homicida desde el principio".

En definitiva la lucha del Diablo, -diaballein=separar, dividir-, es para alejar al


hombre de Dios. Así lo ve Jesús, que concibe su misión como llamada a conversión, a volver
a Dios (Mc 1,15). Jesús ha venido a "reunir a los hijos dispersos de Israel" (Mt 23,37). Los
pecadores son como una "dracma perdida", una "oveja perdida", o un "hijo perdido" en un
"país lejano", "lejos de la casa del Padre", a quien Jesús busca y acoge (Lc 15,1-32). La lucha
de Jesús es contra el doablo y para salvación del hombre. El viene para que el "el Príncipe de
este mundo sea echado fuera" (Jn 12,31); para "liberar a los que, por el miedo a la muerte,
están de por vida sometidos a la esclavitud" del diablo (Heb 2,15); y el "pasó haciendo el bien
y curando a todos los oprimidos por el diablo" (He 10,38).

El pecado es una experiencia común a todos los hombres: "Si decimos que no
tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros" (1Jn 1,8) y hacemos
mentiroso a Dios (1Jn 1,10) "que constituyó a Jesús víctima de propiciación por los pecados
de todos" (1Jn 2,2); y hacemos vana la muerte de Cristo "que derramó su sangre por todos
para el perdón de los pecados" (Mt 26,28). "Todos pecaron", dice Pablo; y, por tanto, dice

122
Jesús a Nicodemo, "el que no nazca del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de
Dios" (Jn 3,3-6).

El pecado sitúa al hombre fuera del diálogo esponsal de Dios, llevándole a


experimentar la soledad existencial y la ruptura con Dios, con el mundo y con los otros. Todo
se vuelve oscuro y hostil. Y esta situación es irreversible para el hombre. Sólo puede
encontrar la comunión con la creación y con la historia restableciendo el diálogo con Dios,
Creador y Señor de la historia. Firme en esta fe, el creyente sabe que con su pecado no ha
terminado su vida, aunque sufra las consecuencias de muerte, paga de su pecado. El pecado
vivido ante Dios posibilita el comienzo de una nueva vida. Dios Creador puede volverla a
crear, "volviendo su rostro al pecador" que se pone ante El como muerto, incapaz de darse la
vida. Dios, en su fidelidad misericordiosa, inicia de nuevo con él la historia de salvación.

-Perdón en la Iglesia

El cristiano, en el interior de la fe de la Iglesia, confiesa "creo en el perdón de los


pecados". En la Iglesia, donde ha nacido a la vida cristiana, ha sido acogido desde el
comienzo gratuitamente, con el perdón de sus pecados en el Bautismo. Esta experiencia
primordial, origen de su vida, es la garantía de su recreación continua en el seno de la Iglesia
por "las entrañas de misericordia de Dios Padre". "Rajamin", la palabra hebrea que traduce
el término misericordia, hace referencia, no a las entrañas o al corazón, sino a la matriz. El
perdón misericordioso es renacimiento, recreación.

El perdón de los pecados se da primeramente en el bautismo, gran sacramento de la


reconciliación y del renacimiento del hombre pecador. El día de Pentecostés, como
manifestación del Espíritu Santo, Pedro anuncia a Jesucristo crucificado y resucitado como
Señor y Cristo; sus oyentes se sienten compungidos de corazón al descubrir la magnitud de su
pecado a la luz de la Cruz de Cristo y preguntan a Pedro y a los demás Apóstoles: "¿Qué
tenemos que hacer, hermanos? Convertíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo para que se
os perdonen los pecados y recibiréis el Espíritu Santo" (He 2,37-38).

El bautismo, según el doble simbolismo del agua, nos purifica del pecado,
sepultándolo (1Cor 6,11;He 22,16), y nos hace renacer a una nueva vida (Rom 6,1-4);Jn 3,3-
5;Tt 3,5;1Pe 1,3.23). Nos lava y santifica, nos infunde el don del Espíritu Santo (He
2,38,1Cor 12,13), nos hace hijos de Dios, herederos de Dios y coherederos con Cristo (Rom
8,17).

La Pascua, fiesta del bautismo, es el momento culminante de la vida de la Iglesia. En


su celebración la Iglesia, y cada cristiano, se contempla a sí misma en presencia de Jesucristo,
el crucificado y resucitado, como palabra del perdón de Dios, como acontecimiento
irrevocable de la reconciliación con Dios Padre, hecho presente en el memorial celebrativo
por la acción del Espíritu Santo en el interior de la misma Iglesia. Por ello, desde su miseria,
exultante por la misericordia de Dios, canta: "Oh feliz culpa que mereció tan gran
Redentor".

El pecado cobra toda su profundidad ante la vivencia del amor grandioso de Dios. El
contraste da la dimensión plena al pecado, pero sin ofuscar el amor que es infinitamente más
luminoso y esplendente. El pecado, con su tenebrosidad, no logra cubrir la luz del amor de
Dios, sino que lo realza en plenitud. Por ello podemos cantar hasta la culpa como lente
potente para contemplar el amor de Dios.

El pecado se descubre desde el perdón y por ello los cristianos lo confesamos en el


Credo: "creo en el perdón de los pecados". El perdón es el don que permite reconocer y

123
confesar nuestro pecado. Donde no hay perdón, no puede haber confesión del pecado y, por
ello, el pecado -germen de muerte- "permanece" (Jn 9,41). La palabra del perdón, en cambio,
lleva a la experiencia gozosa de la conversión.

La reconciliación del perdón llena de alegría a Dios y al pecador perdonado. El


pecador implora a Dios que le "devuelva el gozo y la alegría" (Sal 51,10.14). Con "alegría"
acoge Zaqueo a Jesús en su casa. Se "alegra" el pastor al encontrar a la oveja perdida y, lleno
de gozo, invita a la alegría a "sus amigos y vecinos"; se "alegra" la dueña de la casa al
encontrar la dracma perdida y lo celebra con sus amigas y vecinas: ¡Alegraos conmigo! ¡Así
se "alegra" Dios y, con El, los ángeles del cielo, por un solo pecador que se convierte! Nada
extraño, pues, que, al encontrar al hijo perdido, "celebre una fiesta con flautas y danzas" (Lc
15). Dios "se complace en que ninguno de los pequeños del Reino se pierda" (Mt 18,14).
"Dichoso, pues, el hombre a quien Dios perdona su pecado" (Sal 31,2;Rom 4,8). Por ello
quien ha experimentado esta alegría, no desea perderla y comprende que el Señor, que
perdona, diga: "No peques más" (Jn 8,11).

La conversión va unida a la fe en el Evangelio: es Buena Noticia: "Convertíos y


creed en el Evangelio" (Mc 1,15), predica Jesús y, para que lo mismo se anunciara a todas las
naciones, padece la muerte y resucita: "Así está escrito -dice a los apóstoles- que el Cristo
padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la
conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén" (Lc
24,46-47).

El cristiano renacido en las aguas del bautismo, en su fragilidad, experimenta la


necesidad de vivir renaciendo en un segundo y tercer...bautismo. La Iglesia, que sabe que
"Dios es rico en misericordia" (Ef 2,4;Ex 34,6), se la ofrece en el sacramento de la
Penitencia. San Ambrosio, por ejemplo, decía que en la Iglesia "hay agua y lágrimas: el agua
del bautismo y las lágrimas de la penitencia". Y el Concilio Vaticano II dice de toda la Iglesia:
"Siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la
senda de la penitencia y de la renovación" (LG 8). 209

La Iglesia, pues, sintiéndose herida por el pecado de sus fieles, los reconcilia con
Dios y con ella misma, acompañando al pecador en su camino de conversión con su amor y
oración: "Los que se acercan al sacramento de la Penitencia, obtienen el perdón de la ofensa
hecha a Dios por la misericordia de éste, y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la
que, pecando, ofendieron, la cual con caridad, con ejemplos y con oraciones les ayuda en su
conversión" (LG 11). La Iglesia, que siente en su cuerpo las heridas del pecado de sus
miembros, se alegra con su conversión y vive la solicitud de Cristo por los alejados. El
pecado de un miembro, es pecado del Cuerpo:

Si un bautizado se entrega a la fornicación, significa que "toma los miembros de Cristo para hacerlos
miembros de una prostituta" (1Cor 6,15), incurriendo en el sacrilegio, pues para él está dicho: "¿No
sabéis que vuestro cuerpo es templo de Dios?" (1Cor 6,19;3,17). Quien se entrega a la prostitución "peca
contra su cuerpo" (1Cor 6,18), que es templo de Dios, y contra el cuerpo de toda la Iglesia, que es el
"Cuerpo de Cristo" (Col 1,24)...210

Esta palabra del perdón, que lleva a la conversión, se hace presencia viva en la
Iglesia por la acción vivificante del Espíritu Santo, que nos recrea de la muerte, como
esperanza y garantía de resurrección. Quien resucita nuestros cuerpos de pecado "resucitará
también nuestros cuerpos mortales por el Espíritu que habita en nosotros" (Rom 8,11). 211

209 Cfr CEC 1440-1446.


210 ORIGENES, In Nu Homilia X 1;In Jos Homilia V 6.
211 J.M. MUJICA URDANGARIN, Creo en el perdón de los pecados, en El Credo de los

124
CONVERSION COMO RECREACION

Al hombre, que con su pecado ha deformado en sí mismo la imagen de Dios, se


dirige Jesucristo, invitándolo a la conversión. Si acoge esta invitación, el hombre recupera la
imagen de Dios en todo su esplendor. Así presenta la Gaudium et spes a Cristo: "El que es
imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la
descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado...El hombre
cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el primogénito entre muchos hermanos
(Rom 8,29), recibe las primicias del Espíritu (Rom 8,23), las cuales le capacitan para cumplir
la ley nueva del amor. Por medio de este Espíritu se restaura internamente todo el hombre"
(n.22).

La conversión es un don de Dios, fruto de su espíritu, como anuncian los profetas


para el tiempo mesiánico: "os daré un corazón nuevo y un espíritu nuevo" (Ez 11,19;Jr 31,31-
34). Por eso el salmista suplica: "¡Oh Dios, haznos volver, y que brille tu rostro, para que
seamos salvos!" (Sal 80,4). Sólo si Dios vuelve su rostro propicio hacia el hombre y le
cambia el corazón, el hombre puede volverse a Dios: "Hazme volver y volveré, pues Tú,
Yahveh, eres mi Dios" (Jr 31,18).

La misión de Juan Bautista será anunciar esta conversión para "preparar la vía al
Señor" (Mc 1,2-5). Y tras él, Jesús anuncia el gran acontecimiento: "El tiempo se ha
cumplido y el Reino de Dios está cerca: convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1,15).
Con la llegada de Jesús llega el tiempo de la conversión, de la nueva creación, de renacer a
una vida nueva. La misericordia de Dios se hace presente.

Esta misericordia de Dios, que en nuestras lenguas latinas hace referencia al corazón,
en hebreo la palabra rahamin hace referencia a la matriz. Se trata de entrar en el seno y
renacer de nuevo, como dirá Jesús a Nicodemo. O como dirá, mostrando a un niño, para
explicar lo que es la conversión: "Si no os convertís, haciéndoos como niños, no entraréis en
el Reino de los cielos" (Mt 18,3). Se trata de nacer, convertirse en otro hombre, pequeño, no
autónomo e independiente del Padre, sino que vive en dependencia filial del Padre.

La conversión es reconocer confiadamente ante Dios el propio pecado, confesarse


incapaz, aunque deseoso, de desarraigarlo y ponerse en las manos de Dios. El se encarga del
perdón y de la regeneración: "Si reconocemos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo,
perdona nuestros pecados y nos purifica de toda injusticia" (1Jn 1,9).

Cristo, con el don de su Espíritu, comunica una vida nueva, que florece en fiesta (Lc
15). Roto el absurdo, superada la frustración, vencido el sinsentido, llenado el vacío de la
existencia, la fiesta es la afirmación de la abundancia de la vida recibida como don, como
gracia del Señor. La fiesta, aunque la organiza el Padre, es el amén del hombre a Dios, la
aclamación a su gloria, el canto agradecido de alabanza a su bondad y fidelidad. El hombre
celebra el gozo de verse a sí mismo de nuevo como hombre en Cristo, imagen de Dios.

La conversión del corazón es fruto del anuncio del Evangelio, es decir, de la buena
noticia, del alegre anuncio de la salvación. Esta alegría que provoca la llegada de la
misericordia de Dios en Jesucristo, es la que transforma al pecador, la que le lleva a dejar su
vida miserable de pecado, a romper con todas sus falsas seguridades, vendiendo todos sus

cristianos,o.c.,p.150-161.

125
bienes. La alegría cambia el corazón y la vida. De modo ejemplar aparece en las parábolas
del tesoro escondido en el campo y de la perla preciosa. El hallazgo del tesoro o de la perla
suscita tal alegría que, ante ello, todo lo demás no vale nada: "por la alegría que le da, va,
vende todo lo que tiene y compra aquel campo (o la perla)" (Mt 13,44-46).

CONVERSION CONTINUA

La teología moral, fundada en la categoría de la vocación en Cristo, debe estar


permeada del dinamismo propio de la incesante llamada divina, de la gracia, del Espíritu que
jamás deja de estimular a la perfección nunca conseguida del todo; del amor que nunca se
expresará en todas sus posibilidades y plenitud. Semejante teología moral afirmará sin cesar
la llamada de la persona humana a una madurez siempre más profunda, a una perfección cada
vez mayor y, como nunca faltarán los fallos y debilidades en la caridad, a una conversión
constante, cada día más auténtica y eficaz. "La conversión se expresa desde el principio con
una fe total y radical, que no pone límites ni obstáculos al don de Dios. Al mismo tiempo, sin
embargo, determina un proceso dinámico y permanente que dura toda la existencia" (RM
47).212

Como la Iglesia, también la vida de todo cristiano se halla en la tensión fructuosa del
«ya» y del «todavía no». Lo que en la nueva creación está prometido al cristiano, le impide
estar satisfecho de sí. Todo lo que hemos recibido es don y nos lleva dinámicamente a fijar la
atención en el fin último y simultáneamente en el paso que podemos dar «aquí y ahora» para
acercarnos a ese fin. Así surge la ley de la conversión continua, mirando siempre adelante, a
lo que nos ha sido prometido por Dios, sin aferrarnos estáticamente a una autosatisfacción
inmanente.213

El pueblo santo de Dios debe actuar la santificación recibida en los sacramentos con
la batalla constante contra las tendencias siempre presentes, que le impelen a una existencia
egocéntrica, y con un continuo crecimiento según la ley del amor y de la gracia. "Cristo
crucificado revela el significado auténtico de la libertad, lo vive en el don total de sí y llama a
los discípulos a tomar parte en su misma libertad". Más que en las precauciones o vigilancia a
no pecar, el discípulo de Cristo vive con la mirada fija en su Señor, para caminar sobre sus
huellas. Cada día, el cristiano se convierte a Cristo, lo mira con incansable amor y en El
encuentra la sabiduría y la fuerza de Dios. 214

La teología moral, caracterizada por esta ley de la conversión continua, debe afirmar
sin ambages la palabra de Cristo, dirigida a todos en el sermón de la montaña: «Sed perfectos
como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).

Esta actitud está maravillosamente expresada en San Pablo. Toda su vida es un


esfuerzo por conocer cada vez mejor a Cristo y el poder de su resurrección, para vivir la
comunión en sus sufrimientos y la espera de la resurrección de los muertos en unión con El
(Cfr Flp 3,7-11). De donde concluye: «No es que la haya alcanzado ya, es decir, que haya
logrado la perfección, sino que la sigo por si la doy alcance, por cuanto yo mismo fui
alcanzado por Cristo Jesús. Hermanos, yo no creo haberla aún alcanzado; pero, dando al
olvido lo que ya queda atrás, me lanzo en persecución de lo que tengo delante, corro hacia la
meta, hacia el galardón de Dios en Cristo Jesús» (Flp 3,12-14).

El hombre, que experimenta cada día la debilidad y el drama de su libertad, que le


inclina a traicionar la verdad de sí mismo y la alianza con Dios, prefiriendo escoger los

212 Cfr CEC 1425-1433.


213 Cfr J.R. FLECHA, Esperanza y moral, Roma 1973.
214 Cfr VS 86.

126
bienes contingentes, limitados y efímeros, necesita volver constantemente su mirada a Cristo,
para ser liberado por El: "Para ser libres nos liberó Cristo" (Gál 5,1). Cristo lo hizo de una
vez por siempre; pero el cristiano necesita experimentarlo cada día de su vida.

Cristo le manifiesta, con su vida y no sólo con palabras, que la libertad se realiza en
el amor, es decir, en el don de uno mismo. Cristo que dice: "nadie tiene mayor amor que el
que da su vida por sus amigos" (Jn 15,13), va libremente al encuentro de la Pasión (Mt 26,46)
y, en obediencia al Padre, en la Cruz da la vida por todos los hombres (Flp 2,6-11). Este es el
camino abierto por Cristo a sus seguidores: "Jesús crucificado es la vía maestra por la que la
Iglesia debe caminar cada día si quiere comprender el pleno significado de la libertad: el don
de uno mismo en el servicio a Dios y a los hermanos... De este modo la Iglesia, y cada
cristiano en ella, participa de la función real de Cristo en la cruz (Jn 12,32)".215

Por lo tanto, el cristiano encuentra en Jesús la síntesis viviente y personal de la


perfecta libertad en la obediencia total a la voluntad de Dios. Su carne crucificada es la plena
revelación del vínculo indisoluble entre libertad y verdad, así como su resurrección de la
muerte es la exaltación suprema de la fecundidad y de la fuerza salvífica de una libertad
vivida en la verdad. De este modo, el hombre, pensado y creado por el Padre para "reproducir
la imagen de su Hijo" (Rom 8,29), de conversión en conversión, bajo la acción del Espíritu
Santo, va cada día asemejándose más a Cristo, hasta aparecer glorioso con El en el Reino del
Padre: "Porque el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad.
Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos, como en un espejo, la gloria del
Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen, de gloria en gloria, conforme a la
acción del Espíritu del Señor" (2Cor 3,17-18).

-Frente a la moral del consenso...

En la época contemporánea, el gusto de la observación empírica, los procedimientos


de objetivación científica, el progreso técnico y algunas formas de liberalismo han llevado a
contraponer los términos libertad-naturaleza. Esto lleva, por una parte, a sobrevalorar la
libertad, reduciendo la naturaleza a material para la actuación de la libertad del hombre; pero,
por otra parte, lleva también a lo contrario, a la negación de la libertad. Al analizar las
constantes físico-químicas, los dinamismos corpóreos, las pulsiones psíquicas y los
condicionamientos sociales, algunos ven estos factores como los únicos factores que deciden
el comportamiento humano. En este contexto se toman como expresión de la moralidad los
datos estadísticamente constatables.

Se aceptan las cosas como están y la costumbre o hábitos se elevan a norma de


comportamiento. Se reconoce y legitima toda costumbre sin preocuparse de si es un bien o un
mal para la comunidad humana. De este modo se legitiman modos de actuar egoístas, que
sólo buscan el propio placer o el propio interés. Es la lógica del permisivismo, que termina
destruyendo al hombre.

La encíclica Veritatis splendor se opone a esta tendencia de considerar como


criterio de moralidad lo que opine la mayoría reflejado por las estadísticas: "lo que es, es lo
que debe ser". Pero los hechos no crean la moralidad: que la mayoría robe, no hace que el
robo sea moralmente bueno. Lo "normal" no quiere decir que sea moral.

En el contexto de la cultura actual prevelentemente científica y técnica, expuesta al


peligro del pragmatismo y del positivismo, la teología moral, fiel al sentido sobrenatural de
la fe, aplica el discernimiento necesario a los datos empíricos que ofrecen las ciencias

215 VS 87.

127
humanas, pues la teología moral "mira sobre todo a la dimensión espiritual del corazón
humano y a su vocación al amor divino".

En efecto, mientras las ciencias humanas, como todas las ciencias experimentales,
parten de un concepto empírico y estadístico de "normalidad", la fe enseña que esta
normalidad lleva consigo las huellas de una caída del hombre desde su condición originaria,
es decir, está afectada por el pecado. Por esto, la fe cristiana, y la teología moral, enseña al
hombre el camino de retorno "al principio" (Mt 19,8), un camino que no coincide con la
normalidad empírica.

No son, pues, las ciencias humanas las que pueden asumir la función de señalar las
normas humanas. El Evangelio es el que revela la verdad integral sobre el hombre y sobre el
camino moral y, de esta manera, descubre el pecado al pecador y le anuncia la misericordia
de Dios, recordándole la alegría del perdón. 216

Compete a los teólogos moralistas, en conexión íntima y vital con la teología bíblica
y dogmática, subrayar "el aspecto dinámico que ayuda a resaltar la respuesta que el hombre
debe dar a la llamada divina en el proceso de crecimiento en el amor, en el seno de una
comunidad salvífica".217

-... La ley de la gradualidad

En Cristo nos llega la misericordia de Dios, que comprende la debilidad humana: sin
falsificar la verdad, ni llamar bien al mal, nos descubre pecadores y nos otorga el perdón.
Negar el pecado es hacer inútil la cruz de Cristo. No es bueno echar un manto a las heridas,
sino que es necesario diagnosticar con verdad, para poder curarlas.

La doctrina de la Iglesia... es juzgada no pocas veces como signo de intransigencia intolerable, sobre
todo en las situaciones conflictivas de la vida moral del hombre, en contraste con su condición maternal.
Esta -se dice- no muestra comprensión ni compasión... Pero, en realidad, la verdadera comprensión y la
genuina compasión deben significar amor a la persona, a su verdadero bien, a su libertad auténtica. Y
esto no se da, ciertamente, escondiendo o debilitando la verdad moral, sino proponiéndola con su
profundo significado de irradiación de la Sabiduría eterna de Dios, recibida por medio de Jesucristo, y
de servicio al hombre, al crecimiento de su libertad y a la búsqueda de su felicidad. (VS 95) 218

La maternidad de la Iglesia no puede separarse jamás de su misión docente, que ella


debe realizar siempre como esposa fiel de Cristo, que es la verdad en persona: "Como
maestra, la Iglesia no se cansa de proclamar la norma moral. De tal norma la Iglesia no es
ciertamente ni la autora ni el arbitro. En obediencia a la verdad que es Cristo, cuya imagen se
refleja en la persona humana, la Iglesia interpreta la norma moral y la propone a todos los
hombres de buena voluntad, sin esconder las exigencias de radicalidad y de perfección" (FC
33).

El comportamiento moral es la expresión de la realidad interior de la persona.


Indispensable para el crecimiento y madurez de la persona es la aceptación de la propia
realidad con sus deficiencias y limitaciones, reconociendo el pecado sin autojustificaciones,
sino abierta a la gracia del perdón de Dios. En una enfermedad lo importante no es eliminar
el síntoma, sino purificar la raíz que lo produce. El perdón de Dios no es un tranquilizante
fariseo, ni una píldora mágica, sino paz que libera y sana en lo profundo.
216 Cfr VS 112.
217 C. PARA LA EDUCACION CATOLICA, La formación teológica de los futuros sacerdotes (22-2-
1976),n.100.
218 Cita de Familiaris consortio (n.34), donde distingue la "ley de la gradualidad" de la "gradualidad de la
ley".

128
La preocupación fundamental de muchos hombres -y moralistas actuales- es la de
justificar el pecado, en lugar de reconocerlo y confesarlo, abriéndose a la experiencia
salvadora del perdón. Justificarse es cerrarse a Jesucristo, que vino a buscar al pecador y no
al « justo». Como dice San Juan: «Jesús les respondió (a los fariseos): si fuerais ciegos, no
tendríais pecado; pero como decís: "vemos", vuestro pecado permanece» (Jn 9,40-41). «Si
reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es El para perdonarnos los pecados y toda
injusticia. Si decimos "no hemos pecado" le hacemos mentiroso y su palabra no está en
nosotros» (1Jn 1,8-10). La variada y compleja gama de condicionamientos, congénitos y
adquiridos, tienen su influencia en la conducta moral. Pero justificarse con ellos es invitar al
hombre a instalarse en esa situación, bloqueando su crecimiento y madurez. Justificando el
pecado, no se justifica el pecador. No es excusando el pecado, sino acusándolo, como se
experimenta el perdón y la liberación del pecado. La cruz de Cristo desenmascara el mal para
aniquilarlo, «crucificando con Cristo el hombre viejo, a fin de que sea destruido el cuerpo de
pecado y cesemos así de ser esclavos del pecado» (Rom 6,5-7).

María, madre de misericordia, como la Iglesia, no acepta que el hombre pecador sea engañado por quien
pretende amarlo justificando su pecado, pues sabe que, de este modo, se vaciaría de contenido el
sacrificio de Cristo, su Hijo. Ninguna absolución, incluso la ofrecida por complacientes doctrinas
filosóficas o teológicas, puede hacer verdaderamente feliz al hombre: sólo la cruz y la gloria de Cristo
resucitado pueden dar paz a su conciencia y salvación a su vida. (VS 120). 219

Hoy es preciso señalar con toda claridad la meta y dirigir la vida hacia esa meta; pero
deberá permitirse que se pueda dar un paso después de otro. Es la ley de la gradualidad
señalada por la Familiaris consortio:

Se pide una conversión continua, permanente que, aunque exija el alejamiento interior de todo mal y la
adhesión al bien en su plenitud, se actúa sin embargo concretamente con pasos que conducen cada vez
más lejos. Se desarrolla así un proceso dinámico, que avanza gradualmente con la progresiva integración
de los dones de Dios y de las exigencias de su amor definitivo y absoluto en toda la vida personal y
social del hombre. Por esto es necesario un camino pedagógico de crecimiento con el fin de que los
fieles, las familias y los pueblos, es más, la misma civilización, partiendo de lo que han recibido ya del
misterio de Cristo, sean conducidos pacientemente más allá hasta llegar a un conocimiento más rico y a
una integración más plena de este misterio en su vida (n.9).

La presentación límpida y radical de la verdad moral no puede prescindir nunca del


respeto profundo y sincero -animado por el amor paciente y confiado-, del que el hombre
necesita siempre en su camino moral, pero sin caer en el engaño de "llamar bien al mal y mal

219 La encíclica Veritatis splendor concluye con esta preciosa oración a María:
María,
madre de misericordia,
cuida de todos para que no se haga inútil
la cruz de Cristo,
para que el hombre
no pierda el camino del bien,
no pierda la conciencia del pecado y crezca
en la esperanza en Dios,
"rico en misericordia" (Ef 2,4),
para que haga libremente las buenas obras
que El le asignó (Ef 2,10) y,
de esta manera, toda su vida sea
"un himno a su gloria" (Ef 1,12).

129
al bien".220 "Por ello, la llamada ley de gradualidad o camino gradual no puede identificarse
con la gradualidad de la ley, como si hubiera varios grados o formas de preceptos en la ley
divina para los diversos hombres o situaciones. Todos los esposos, según el plan de Dios,
están llamados a la santidad... y esta excelsa vocación se realiza en la medida en que la
persona humana se encuentra en condiciones de responder al mandamiento divino con ánimo
sereno, confiando en la gracia divina y en la propia voluntad". 221 El Papa Pablo VI escribió:

No disminuir en nada la doctrina salvadora de Cristo es una forma eminente de caridad. Pero ello ha de
ir acompañado siempre con la paciencia y la bondad de la que el Señor mismo ha dado ejemplo en su
trato con los hombres. Al venir no para juzgar sino para salvar (Jn 3,17), El fue ciertamente intransigente
con el mal, pero misericordioso hacia las personas. 222

La Iglesia, al proponer con firmeza la verdad moral, está sólo al servicio de la


verdadera libertad del hombre, pues sólo la verdad hace libre al hombre, a cada hombre y a
la sociedad. "En cualquier campo de la vida personal, familiar, social y política, la moral
-que se basa en la verdad y que a través de ella se abre a la auténtica libertad-, ofrece un
servicio original, insustituible y de enorme valor no sólo para cada persona y para su
crecimiento, sino también para la sociedad y su verdadero desarrollo". 223

Jesucristo es enviado por el Padre como revelación de la misericordia de Dios (Jn 3,16-18). El ha venido
no para condenar, sino para perdonar, para derramar misericordia (Mt 9,13). Ningún pecado del hombre
puede cancelar la misericordia de Dios, ni impedirle poner en acto toda su fuerza victoriosa, con tal de
que la invoquemos. Más aún, el mismo pecado hace resplandecer con mayor fuerza el amor del Padre
que, para rescatar al esclavo, ha sacrificado a su Hijo 224:su misericordia para nosotros es redención. Esta
misericordia alcanza la plenitud con el don del Espíritu Santo, que genera y exige la vida nueva. Por
numerosos y grandes que sean los obstáculos opuestos por la fragilidad y el pecado del hombre, el
Espíritu, que renueva la faz de la tierra (Sal 104,30), posibilita el milagro del cumplimiento perfecto del
bien. Esta renovación, que capacita para hacer lo que es bueno, noble, bello, grato a Dios y conforme a
su voluntad, es en cierto sentido el colofón del don de la misericordia, que libera de la esclavitud del mal
y da la fuerza para no pecar más. Mediante el don de la vida nueva, Jesús nos hace partícipes de su amor
y nos conduce al Padre en el Espíritu. (VS 119)

VIGILANCIA AL KAIROS

Con la venida de Cristo, con su resurrección y con la efusión del Espíritu Santo
comienza la plenitud de los tiempos. Cristo, no sólo con su palabra, sino con toda su
existencia y, sobre todo, en su misterio pascual, proclama que ha llegado el tiempo favorable
y que está próximo el Reino de Dios (Mc 1,15). La venida de Cristo y, sobre todo, su misterio
pascual son el kairós, la hora de salvación.

La Iglesia, que vive entre la primera venida de Cristo y su retorno glorioso, es el


sacramento de la «esperanza bienaventurada y de la manifestación de la gloria del gran Dios
y Salvador nuestro Jesucristo» (Tt 2,13), que tendrá lugar en su última venida, pero que la
Iglesia ya celebra en la Eucaristía. Pero la Iglesia sólo es verdaderamente el sacramento de
los últimos tiempos de una manera eficaz, si en su vida visible testimonia la atención

220 Reconciliatio et paenitentia 34.


221 JUAN PABLO II, Homilía para la clausura del VI Sínodo de los Obispos (25-10-1980), AAS
72(1980)1083.
222 Humanae vitae 29.
223 VS 101;cfr VS 95-101.
224 Pregón pascual.

130
vigilante al kairós, al tiempo presente, que recibe su dinamicidad del reconocimiento de la
primera venida y de la espera de la Parusía de Cristo.

La vida cristiana tiene valor y carácter sacramental en cuanto que es expresión y


testimonio de la dimensión escatológica de la Iglesia y, por tanto, del misterio de Cristo.

La esperanza escatológica es esencial a nuestra fe. Esta esperanza cristiana tiene que
informar la teología moral, superando el individualismo que caracteriza el tratado del fin
último de los manuales. Es todo el pueblo de Dios el que espera de arriba la plenitud
universal, la plenitud de los tiempos, la soberanía salvífica de Dios, presente ya en la historia.
Frente a la preocupación individualista de «¿cómo podré salvar mi alma?», la moral del
Concilio propone al cristiano como sal de la tierra, el fermento que transforma el mundo,
como irradiación de Cristo salvador del mundo.

Esta esperanza escatológica no permite al cristiano perderse en la superficialidad de


una mentalidad mundana, si bien no es tampoco la alienación de la hora presente. El Concilio
propone la teología moral a partir de la historia de la salvación. El cristianismo es la historia
del amor de Dios a los hombres; por eso uno de los puntos fundamentales de la teología
moral es saber escuchar y ver «los signos de los tiempos».

III. VOCACION UNIVERSAL A LA SANTIDAD

CAPITULO V DE LA LG

-La santidad es la plenitud de la caridad

La renovación de la moral exige una teología de la historia, en la que el amor divino


ocupa un lugar primordial. El amor divino es el elemento primordial constitutivo de la
comunidad cristiana y de la condición cristiana de cada bautizado. El amor divino está en
toda la realidad de la Iglesia, en su vida sacramental y en su misión, en su ser y en su obrar.

Por ello, el Vaticano II, al pensar en el obrar de la Iglesia, identifica con la caridad la
perfección exigida a todos los cristianos como respuesta dinámica al don del amor divino.

La vida cristiana es una manifestación de la caridad. Por ello, la perfección de la


caridad es una exigencia de la condición cristiana. Si la caridad es esencial a la vida de la
Iglesia y del cristiano, no puede darse un cristiano sin una participación en la caridad. Se trata
de una exigencia interna y no de un precepto o de una ley exterior.

Pero no se trata de una participación cualquiera en la caridad. El Concilio ha


proclamado la llamada universal a la santidad, que se realiza en la perfección de la
caridad (LG 40). Sin embargo, ésta no ha sido la doctrina común a partir de la edad media;
se ha afirmado que la santidad no consiste en la perfección de la caridad, sino en la práctica
de los votos de castidad, pobreza y obediencia. Por ello, en la moral cristiana se distinguían
dos niveles: moral de preceptos y moral de consejos. Una interpretación abusiva del episodio
evangélico del joven rico (Mt 19,16-26) servía de base a esta concepción. La vida moral de
los sacerdotes y de los laicos se situaba al nivel del «si quieres entrar en la vida, observa los
mandamientos», mientras que la de los religiosos correspondía al «si quieres ser perfecto...».
Esta concepción se encontraba aún en el esquema preconciliar «De ordine morali». A los
sacerdotes y laicos se les exigía la moral del decálogo, identificada con la ley natural; y a los
religiosos estaba reservado lo que los redactores consideraban la nota específica de la
aportación de Cristo a la moral: los tres consejos evangélicos.

131
La Veritatis splendor, redactada al hilo del mismo texto evangélico, corrige esta
concepción de la moral:

Quien está movido por el amor y "vive según el espíritu" (Gál 5,16), y desea servir a los demás,
encuentra en la ley de Dios el camino fundamental y necesario para practicar el amor libremente elegido
y vivido. Más aún, siente la urgencia interior -una verdadera y propia "necesidad", y no ya una
constricción- de no detenerse ante las exigencias mínimas de la ley, sino de vivirlas en su "plenitud"...
Esta vocación al amor perfecto no está reservada de modo exclusivo a una élite de personas. La
invitación, "anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres!, junto con la promesa "tendrás un tesoro en
los cielos", se dirige a todos, porque es una radicalización del mandamiento del amor al prójimo. De la
misma manera, la siguiente invitación "ven y sígueme" es la nueva forma concreta del mandamiento del
amor a Dios. Los mandamientos y la invitación de Jesús al joven rico están al servicio de una única e
indivisible caridad, que espontáneamente tiende a la perfección, cuya medida es Dios mismo: "Vosotros,
pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,48). Y en el evangelio de Lucas,
Jesús precisa el sentido de esta perfección: "Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso"
(Lc 6,36). (VS 17-18)

La respuesta de Jesús al joven rico expresa el núcleo íntimo y el dinamismo de la


moral cristiana. A la pregunta del hombre "¿Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para
conseguir la vida eterna?", Jesús responde situándolo ante Dios, "el único que es bueno".
Dios, el sólo bueno, es la fuente de toda bondad y el fin del obrar humano. "Sólo Dios puede
responder a la pregunta sobre el bien, porque El es el Bien..., la plenitud de la bondad. Toda
bondad tiene su fuente en Dios, plenitud de la vida, término último del obrar humano,
felicidad perfecta" (n.9).

En la escucha atenta de las palabras de Cristo se llega a la conclusión de que la


búsqueda del bien está unida inseparablemente a nuestra relación con Dios. Sólo El es bueno.
El Bien por excelencia es un ser personal. Llegar a ser bueno significa hacerse semejantes a
Dios... Los mandamientos nos ayudan a encontrar el camino para llegar a ser semejantes a
Dios. Los mandamientos son explicitación del amor y, están, por tanto, vinculados a la
promesa de la vida en toda su plenitud: vida eterna... La llamada de Jesús a su seguimiento
significa, igualmente, que quien camina con El está en camino hacia Dios. 225

Y Jesús en su respuesta establece una relación estrecha entre los actos humanos y la
vida eterna: los mandamientos de Dios son el camino de la vida.

Jesús lleva a cumplimiento los mandamientos de Dios, interiorizando y radicalizando sus exigencias.
Jesús mismo es el cumplimiento vivo de la Ley, ya que El realiza su auténtico significado con el don
total de sí mismo; El mismo se hace Ley viviente y personal, que invita a su seguimiento, da, mediante
el Espíritu, la gracia de compartir su misma vida y su amor, e infunde la fuerza para dar testimonio del
amor en las decisiones y en las obras (cfr Jn 13,34-35). (VS 15)

Esta plenitud o perfección de Dios, mostrada en Cristo, es la perfección de la moral


cristiana, que el discípulo de Cristo vive como sequela Christi, como seguimiento de Cristo,
en la entrega de la vida en obediencia a Dios por los hombres. Esto es posible mediante el
don gratuito "del Espíritu Santo, fuente y fuerza de la vida moral de la nueva criatura".

Seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana... Pero no se trata aquí
solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical:
adherirse a la persona misma de Jesús..., siguiéndole en el camino del amor, de un amor que se da
totalmente a los hermanos por amor a Dios (Cfr Jn 15,12;13,34-35)... Este es su mandamiento. Esto es

225 Cfr CEC 2070-2071.

132
lo que Jesús pide a todo hombre que quiere seguirlo: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí
mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16,24).(VS 20)

La afirmación del Concilio, al poner la santidad en la plenitud de la caridad, supone


un cambio radical de perspectiva. Si se considera la perfección y la santidad como resultado
único del esfuerzo personal, es bastante natural llegar a la conclusión de que ciertos cristianos
se consagran más especialmente a Dios y se ocupan de la esfera de lo sagrado, mientras que
otros se dedican a quehaceres profanos. Esta concepción es fruto de la religiosidad natural.
Pero si se parte del punto de vista de la revelación, que hace de la santidad una perfección
divina, que Dios comunica a todos los bautizados (Cfr LG 40), es fácil comprender la
«llamada de todos a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, cada uno
según el estado o régimen de vida propio» (Ibid.).

Imitar y revivir el amor de Cristo no es posible para el hombre con sus solas fuerzas.
Se hace capaz de este amor sólo gracias a un don recibido. Este don de Cristo es el
Espíritu Santo (VS 22).

Seguir a Cristo no es una imitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad profunda. Ser
discípulo de Jesús significa hacerse conforme a El, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí
mismo en la cruz (Flp 2,5-8). Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (Ef 3,17), el
discípulo se asemeja a su Señor y se configura con El; lo cual es fruto de la gracia, de la presencia
operante del Espíritu Santo en nosotros. Inserto en Cristo, el cristiano se convierte en miembro de su
Cuerpo, que es la Iglesia (1Cor 12,13.27). Bajo el impulso del Espíritu, el Bautismo configura
radicalmente al fiel con Cristo en el misterio pascual de la muerte y resurrección, lo "reviste" de Cristo
(Gál 3,27). (VS 21)

La santidad -«la plenitud de la vida cristiana y la perfección de la caridad»- es antes


de nada un don divino. Por ello, justamente comienza el capítulo V de la LG con estas
palabras: «La Iglesia, cuyo misterio está exponiendo el sagrado Concilio, creemos que es
indefectiblemente santa. Pues Cristo, el Hijo de Dios, quien con el Padre y el Espíritu Santo
es proclamado el 'único santo', amó a la Iglesia como su esposa, entregándose a sí mismo por
ella para santificarla (Ef 5,25-26); la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la enriqueció
con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios Padre. Por ello, en la Iglesia, todos, lo
mismo quienes pertenecen a la jerarquía como los apacentados por ella, están llamados a la
santidad, según aquello del Apóstol: 'Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra
santificación' (1Tes 4,3;Cfr Ef 1,4). Esta santidad de la Iglesia se manifiesta y sin cesar debe
manifestarse en los frutos de gracia que el Espíritu produce en los fieles. Se expresa
multiformemente en cada uno de los que, con edificación de los demás, se acercan a la
perfección de la caridad en su propio género de vida» (LG 39).

Mgr. Philips, comentando este capítulo de la LG, dice: «No somos nosotros los que
nos elevamos hacia la santidad por nuestras propias fuerzas y para satisfacer nuestras
aspiraciones morales; es la santidad misma la que baja a nosotros para elevar la humanidad
hasta lo sobrehumano. En esta óptica la dimensión ontológica de la santidad adquiere su sitio
en el primer plano y constituye la orientación general de nuestra vida, lo mismo que los
detalles de nuestro código moral no son más que las aplicaciones de un dinamismo que nos
ha sido infundido y es, por tanto, inherente a nosotros mismos. Así se nos puede mostrar una
moral auténtica, no mitigada con exhortaciones moralizadoras, y una perfección cortada de
lleno en el tejido de las realidades transcendentes. La finalidad que emana de lo más
profundo de la comunidad cristiana es el impulso apasionado hacia la fuente única de toda
santidad y de toda perfección, Dios, que viene personalmente a nuestro encuentro por la
encarnación de su Hijo y la misión del Espíritu».226

226 G. PHILIPS, La lglesia y su misterio, Barcelona 1968/69,II, p. 88.

133
-La santidad en la Iglesia

El capítulo V de la LG -nutrido de la doctrina de la Sagrada Escritura- es la


explicitación de la «excelencia de la vocación de los fieles en Cristo»: la llamada universal a
la plenitud de la vida cristiana. La base de la moralidad cristiana son las maravillas de Dios,
que nos justificó y santificó para que seamos sus adoradores en espíritu y verdad, para que
seamos santos en toda nuestra vida «para alabanza de la gloria de su gracia».

El n. 39 habla de «la vocación a la santidad en la Iglesia» y no de la vocación de la


Iglesia. Para la Iglesia como tal, la santidad es algo más que un llamamiento venido del
exterior: es un aspecto esencial y característico, aunque no acabado todavía, de la comunidad
cristiana. La Iglesia, en cuanto misterio de la efusión divina, no puede dejar de ser santa y
santificadora, en el sentido ontológico que la Sagrada Escritura da a todos los atributos
divinos.

Sólo Dios es el Santo personal, que irradia la santidad. Por su Espíritu Santo
renovará su pueblo y lo lavará de sus pecados (Ez 36,22-28). Esta plenitud de Dios aparece
corporalmente sobre la tierra en la encarnación de su Hijo Unigénito, lleno del Espíritu Santo,
que El envía y difunde por todas partes. La santidad de Dios revela su carácter trinitario y el
Espíritu de Cristo no cesa de comunicarla a la Iglesia.

Jesús, concebido por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María, es, pues,
santo (Lc 1,35;Mt 1,18). En su bautismo en el Jordán (Jn 3,22ss), este mismo Espíritu colma
públicamente de sus dones a Aquel a quien se llamará «el santo de Dios» (Mt 1,24;Lc 4,34;Jn
6,69). El libro de los Hechos subraya la santidad del Justo por excelencia en el discurso de
Pedro (3,14) y en la plegaria de la Iglesia a propósito de «Jesús, el santo siervo de Dios»
(4,27.30). En la carta a los hebreos (7,26), nuestro sumo sacerdote es proclamado inocente,
inmaculado, elevado más arriba de los cielos. En 1Jn 2,20 su nombre es, simplemente, «el
Santo». Y en el Apocalipsis (3,7) es «el Santo, el Verídico».

Y Jesús, «el Santo de Dios», amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla,
purificándola (Ef 5,25-26). Por esta razón, San Pablo llama a Cristo nuestra justicia, nuestra
redención, nuestra santificación (1Cor 1,30). Por esto mismo, los escogidos deben darle
gracias por la santificación del espíritu y por la fe en la verdad que han recibido de El (2Tes
2,13). Han sido elegidos para ser santos e inmaculados en su presencia (Ef 1,4); han sido
lavados, santificados y justificados por el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de
nuestro Dios (1Cor 6,11). Esta santificación ha de extenderse a toda nuestra persona (Rm
12,1), pues hasta nuestro cuerpo de carne se convierte en templo del Espíritu Santo, que está
en nosotros (1Cor 6,19). Esta santificación, sin embargo, es aún incompleta; tenemos que
acabarla, purificándonos de toda mancha (2Cor 7,1). Porque he aquí cual es la voluntad de
Dios: precisamente, nuestra santificación, que nos abstengamos de la deshonestidad y que,
gracias al don del Espíritu Santo, nuestra manera de vivir le sea agradable (1Tes 4,1-8).

-Una misma santidad en todos

Todavía insiste el texto en otro aspecto de esta acción del Espíritu Santo: aunque
multiforme, la fecundidad del Espíritu es una: «Esta santidad de la Iglesia se manifiesta y
debe manifestarse sin cesar en los frutos de gracia que produce el Espíritu Santo en los fieles,
y se expresa de múltiples modos en cada uno de los que, edificando a los otros, tienden a la
perfección de la caridad en su propio orden de vida» (LG 39).

SANTIDAD: DON Y RESPUESTA

134
La santidad tiene su origen y su término en Dios, al mismo tiempo que incita al
hombre a una respuesta de vida santa en todos sus actos. De hecho este doble aspecto se
resuelve en la unidad de un solo dinamismo: la santidad recibida de Cristo y del Espíritu
Santo nos empuja continuamente hacia una vida más perfecta y nos lleva de este modo hacia
el seno del Padre.

San Pedro aplica esta doctrina en el pasaje en que se refiere al «sacerdocio santo»
con sus «sacrificios espirituales» y a la «nación santa» que anuncia la alabanza de las obras
de Dios en Cristo (1Pe 2,5.9).

La santidad real de los cristianos, respuesta de vida al don de la santidad de Dios, el


Concilio, en conformidad con la Escritura, la llama frutos de gracia, que el Espíritu Santo
produce en los fieles. Estos frutos no nacen de nuestros esfuerzos humanos, sino que es el
Espíritu de Dios el que da el crecimiento a las plantaciones que hemos emprendido siguiendo
su invitación y por su fuerza. Nuestra actividad es una respuesta solicitada y sostenida por el
don de Dios.

LA SANTIDAD DE DIOS IDEAL DE PERFECCION

Desde una perspectiva bíblica de la santidad, el Concilio deduce, con lógica: «La
llamada universal a la santidad», que desarrolla en la LG (n.40). Puesto que Cristo se encarnó
por todos, todos están llamados a la unión divina. Maestro y modelo de perfección, origen y
consumación de toda santidad, Jesús propone su programa a cada uno de sus discípulos,
cualquiera que sea su estado o condición.

La plenitud de la caridad, propuesta por Jesús a todos, tiene como meta la misma
perfección del Padre celestial. El cristiano que «quiere ser perfecto» (Mt 19,20-21) tiene que
seguirle completamente y otorgarle su adhesión sin reserva alguna. Este es el sentido total de
la conclusión de Mateo: «Vosotros sed perfectos como vuestro padre celestial es perfecto»,
que «es misericordioso, incluso con los malvados e injustos» (Mt 5,45.48). El texto paralelo
de Lucas es: «Mostraos misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36),
«así seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los ingratos y los perversos » (Lc 6,35).

Los escritos apostólicos abundan en el mismo sentido; recomiendan que la constancia


de los hermanos esté acompañada por esta obra perfecta, para que sean perfectos,
irreprochables, no dejando nada que desear (Sant 1,4). Es menester que todos -dice San
Pablo- lleguen a ser perfectos en Cristo (Col 1,20), alcanzando la medida del hombre adulto
en Cristo (Ef 4,3).

Tal es el ideal absoluto hacia el cual cada cristiano debe orientarse, sin contentarse
nunca con un ideal fragmentario. Esta plenitud cristiana está en la caridad. La LG nos
recuerda el precepto fundamental: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda
tu alma, con toda tu mente y con toda tu fuerza» (Mc 12,30), añadiendo la nueva pincelada
neotestamentaria: «Amaos unos a otros como Cristo nos amó» (Jn 13,34;15,12); un amor,
pues, que se extiende hasta nuestros enemigos y a nuestros perseguidores (Mt 5,44;Lc 6,28).
Caridad total en Cristo. Este es el camino de las bienaventuranzas, como "único camino hacia
la felicidad eterna a la que aspira el corazón del hombre" 227:

227 CEC 1697.

135
Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los
fieles asociados a la gloria de su pasión y resurrección; iluminan las acciones y actitudes características
de la vida cristiana...; trazan el camino hacia el cielo a través de las pruebas que esperan a los discípulos
de Jesús.228

Pero ningún discípulo podrá envanecerse de alcanzar esta perfección por sus propias
fuerzas. Aún a riesgo de repetirse, el Concilio insiste sin cansancio en que, según el plan
divino de salvación, todo esto es el fruto de la llamada divina, de la gracia y de la
justificación. Se aparta de una concepción puramente moral de la santidad para poner el
acento en su aspecto ontológico, aspecto que contiene en germen todos los valores morales
gracias a la fe, a la filiación y a la participación en la vida de Dios.

La santidad es un don de Dios; pero un don que nos exige conservarlo y llevarle a la
perfección. Debemos vivir, dice San Pablo, de una manera virtuosa, no para llegar a ser
santos, sino porque somos santos. Esto es lo que no comprende el fariseo. El fariseo rehúsa
abandonar su mezquina preocupación por arreglar sus cuentas con Dios, cuando tendría que
aceptar que le fuesen canceladas. En su orgullo no sabe inclinarse ante Dios; se empeña en
pagarle.

San Pablo, en cambio, no se cansará de insistir en el don de la santidad recibida.


Debemos vivir «como conviene a santos» (Ef 5,3). Este es el fruto que el Espíritu de Cristo
produce en nosotros (Gál 5,22), nuestra cosecha (Rm 6,22). No ha sido nuestra integridad
moral la que nos ha ganado el amor de Dios (Rm 5,8). Todo lo contrario: arrancados por El
del pecado, ningún derecho tenemos a gloriarnos (1Cor 1,26-31).

Ningún derecho, desde luego, pues, a pesar de nuestros esfuerzos, tropezamos a cada
paso (Sant 3,2) y, por consiguiente, debemos implorar continuamente el perdón de Dios.
Nuestra oración de cada día ha de estar animada de un arrepentimiento sincero: «Perdónanos
nuestras deudas» (Mt 6,12). Esta conciencia de pecadores nos guarda de idealizar la santidad
de la Iglesia en nuestras personas. Nuestras flaquezas y nuestra malicia son demasiado reales.
Quien se apoye en sí mismo, se privará de toda esperanza de alcanzar la santidad: «Afirmar la
santidad de la Iglesia no es excluir la presencia del pecado en ella, es proclamar la
indisolubilidad de la unión de Cristo con la Iglesia». 229

Esta santidad de la Iglesia y de todos los cristianos -dice finalmente este n.40- es un
factor de humanización, pues contribuye a «promover un modo de vida más humano».

El número siguiente -41-, después de afirmar la unidad de la santidad de todos los


fieles, «dirigidos por el Espíritu, escuchando la voz del Padre y siguiendo a Cristo»,
especifica las diversas formas de vivir esta santidad en el pueblo de Dios:

Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión los que son guiados por
el Espíritu de Dios y, obedeciendo a la voz del Padre, adorando a Dios Padre en espíritu y verdad, siguen
a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer la participación de su gloria. Según esto,
CADA UNO SEGUN LOS PROPIOS DONES Y GRACIAS RECIBIDAS DEBE CAMINAR SIN
VACILACION POR EL CAMINO DE LA FE VIVA, QUE EXCITA LA ESPERANZA Y OBRA POR
LA CARIDAD.

Como leemos en la Veritatis splendor:

228 CEC 1717 y 1820;cfr 1716-1724.


229 Y. CONGAR, L'Eglise est sainte, Angelicum 42(1965)272-298.

136
La Iglesia, iluminada por las palabras del Maestro, cree que el hombre, hecho a imagen del Creador,
redimido con la sangre de Cristo y santificado por la presencia del Espíritu Santo, tiene como fin último
de su vida ser "alabanza de la gloria" de Dios (Ef 1,12), haciendo así que cada una de sus acciones
refleje su esplendor. (VS 10)

137

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