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Jesús de Nazaret: la invitación a la felicidad de un hombre feliz

Mercedes Navarro

Biblista y psicóloga. UP Salamanca

(Tomado de la revista iglesia viva Nº 210, Abril-Junio, 2002, con los debidos permisos)

Todas y todos queremos ser felices. El cristianismo sigue ofreciendo felicidad a los humanos. Parece,
sin embargo, como si la felicidad y el cristianismo no se llevaran bien, como si hablar de felicidad en
cristiano estuviera impregnado de la naftalina de lo anticuado y en desuso. Suena al más allá, todavía,
cuando llevamos desde el Vaticano II hablando del ya-pero todavía no. Suena a negación de lo nuevo
y creativo, a moralina y a un concepto de santidad que no atrae más que a los/as muy
conservadores/as. Suena a la anteposición de la condena cuando se vislumbra algo que a la larga o a la
corta puede comportar un bien. Da toda la impresión de que el cristianismo ha perdido el tren de la
idea de felicidad que pulula en el ambiente y pretende mostrarse crítica, estar de vuelta, cuando
todavía no ha ido. Y así, si hoy la felicidad la unimos al placer, el cristianismo se aleja receloso. Si la
relacionamos con la novedad, el cristianismo sospecha y, en el mejor de los casos, se calla... Si la
vinculamos al bienestar el cristianismo sigue predicando la ascesis. Si tiene que ver con el acceso de
las mujeres a lo público, el cristianismo no para de poner pegas.Ya sé que cuando hablo de
cristianismo lo reduzco a lo eclesiástico, pero lo cierto es que en este país las cosas suenan de este
modo, como se han ocupado de mostrar algunos estudios en los últimos años (Tornos/Aparicio,
Madrid 1995; Elzo y alt., Madrid 1999...)

El año pasado encontré una puerta de salida a esta especie de encerrona. Una compañera me pidió que
preparara una conferencia sobre algún tema religioso de apenas 30 minutos para la graduación de
chicas y chicos de COU de un colegio de Madrid. Me advirtió de lo pasotas que eran y de que
posiblemente se durmieran o pusieran cara de fastidio durante la charla. Cuando me puse a pensar
sobre un tema que nos les aburriera y suscitara su interés, se me ocurrió presentarles el perfil de un
Jesús feliz. Para mi satisfacción pude comprobar con qué interés me seguían y cómo algunas cosas
hacían diana en ellos/as. Intuía que si hablaba sobre la felicidad les iba a sonar a sermón, pero que si
lograba presentarles a un Jesús feliz se sentirían tocados/as. A un año de distancia sigo pensando que
Jesús, el personaje, en su faceta de felicidad, puede resultar verdaderamente atractivo, propuesta
eficaz y alternativa a la aspiración universal a ser felices.

Presentaré en lo que sigue un panorama sobre la felicidad en nuestro entorno de cultura occidental del
bienestar. En un segundo momento analizaré rasgos de la figura de un Jesús feliz rastreando los
evangelios y terminaré con una breve conclusión que recoja las posibles propuestas alternativas.

1. ¿Quién da más? La gran subasta de la felicidad

El interés por un perfil feliz de Jesús puede apoyarse en la búsqueda universal de la felicidad. No es
difícil seguir esta pista a lo largo de la historia en las culturas conocidas. Su contenido y los modos de
llevarla a cabo pueden variar mucho, pero es innegable que se trata de una constante propia de la
condición humana. En nuestro mundo globalizado la demanda de felicidad, aunque se dice de muchas
maneras, es reconocida como anhelo legítimo y universal. Interesa a todas las personas del planeta.

El inmenso y complejo mercado en el que nos hemos convertido negocia con la felicidad, la subasta a
veces a la baja y a veces a la alta. La felicidad se ha convertido en un preciadísimo producto que,
según de quien venga y los intereses en juego, puede ser tratada de forma democratizada y al
(supuesto) alcance de cualquiera, o bien puede ser envidiada como un lujo al que sólo unos cuantos
privilegiados pueden acceder. Para una parte de la población, bajo la influencia del sacrosanto
voluntarismo anglosajón USA, la felicidad es algo disponible, a merced de la propia voluntad. Si hay
personas que no son felices es porque no quieren, pues para conseguirla basta con empeñarse.
Abundan hasta aburrir los títulos de libros de autoayuda que proporcionan las supuestas claves de
éxito. Para otra parte de la población, bajo la influencia de una creciente credulidad pasiva, la
felicidad se encuentra en las manos imprevisibles del azar que sólo determinada gente con dones
especiales puede desentrañar e interpretar, dando así una primera posibilidad de control sobre el
caprichoso destino (magos, brujos, echadoras de cartas...) Pero antes de seguir conviene que nos
preguntemos a qué nos referimos cuando nombramos la felicidad.

El producto

Etimológicamente felicidad procede del latín foelix que en sus orígenes se refería a la fertilidad. Su
contenido semántico actual, aunque conserva el sentido latino de prosperidad, evoca los términos
griegos eudaimonia y makários, puesto que asociamos felicidad con suerte, fortuna, placer... Ahora,
como en la antigüedad, no es sencillo ponerse de acuerdo sobre lo que significa ser feliz. Ya
Aristóteles reconocía esta dificultad para lograr un consenso, pues en su Ética a Nicómaco dice que
sobre la naturaleza de la felicidad no existe unanimidad ni acuerdo, ya sea por parte de los sabios o
por parte de la gente[1]. Hoy seguimos asumiendo con Aristóteles que no es sólo un estado emocional,
un placer puntual, una habilidad técnica o un bienestar pasajero. Afecta a la totalidad. Al considerar la
naturaleza ética de la felicidad, tanto Aristóteles como Platón distinguen una dimensión subjetiva,
relativa a vivir bien y una dimensión objetiva relacionada con el buen comportamiento. Así, la
felicidad no es ajena a la voluntad y esfuerzo humanos de forma que virtud y felicidad no pueden
separarse.

El concepto popular de felicidad aparece actualmente más cerca de ese equilibrio psicológico propio
de la tendencia epicúrea, que busca los términos medios: ni demasiado dolor ni demasiado placer. La
divulgación en Occidente de cierta corriente budista parece ir en esta dirección. Pero tampoco
podemos dejar atrás cierta relación con el concepto de Maslow que identifica felicidad con
autorrealización, acercándose a la idea aristotélica y tomista de perfección.

Los mercados

Resulta innegable la estrecha relación entre la comprensión de la felicidad y el contexto, la época y la


cultura. Para desentrañar sus diferentes significados debemos ocuparnos igualmente de quién/quiénes
definen lo que se entiende mayoritariamente por felicidad y los criterios desde donde se define.

Cosciente del riesgo de simplificación, agrupo en tres los grandes mercados actuales de la felicidad: a)
las religiones; b) la psicología; c) las culturas, la política y la economía.

a) Las religiones siguen hoy ofreciendo felicidad, la mayor parte de las veces pospuesta a un futuro
que se va preparando ya en este mundo. El budismo predica su Nirvana y el confucionismo su Tao,
como el Islam y el cristianismo proponen su paraíso y su cielo. Cada uno de estos lugares dice
algo de la idea de felicidad y muchos millones de personas la siguen aceptando al pie de la letra.

b) La psicología mal divulgada (pseudopsicología) se ha convertido también en un mercado de


maneras diversas de obtener felicidad. Unas, de corte esencialista, la reducen a un estado afectivo,
emocional y subjetivo de distinta índole[2], puntual o duradero. En estas ofertas encontramos el
complejo mercado del sexo, significante de significados menos patentes. Otras, como ya
apuntábamos, la vinculan a un voluntarismo a veces muy arrogante y dependiente de ciertas
habilidades, del tipo consígalo en dos meses.
c) Las culturas, política y economía, mutuamente reforzadas, ofrecen felicidad mediante la
adquisición de ciertos medios que ellas proporcionan y sin los cuales el acceso a la dicha resulta
imposible. La felicidad, en este mercado, tiene jerarquías y grados. Se establece sobre el deseo
humano, insatisfecho e insaciable, motor ciego en busca de su objeto. Son ofertas aliadas con el
dinero y el poder a los que convierten en significantes de significados desplazados.

Al margen (supuestamente) de estos grandes mercados se encuentra el escepticismo de una minoría.

Para el mercado pseudopsicológico la felicidad se confunde con el sentimiento de felicidad que a su


vez es confundido con el mero bienestar o un estado prolongado de placer. Para el mercado cultural y,
sobre todo económico político, la felicidad se identifica con los elementos que supuestamente rodean
y permiten la felicidad. Felicidad subjetiva y felicidad objetiva se venden por separado, como si fuera
posible... ¿Podrían las religiones poner en relación las dos dimensiones de la felicidad?

Lo más interesante, si miramos los resultados, es la estrategia de venta, pues estos mercados se
insinúan a través de ejemplos concretos. La felicidad, en efecto, se sigue estimulando a través de
modelos de carne y hueso que cada uno utiliza para sus propósitos. No siempre tales ejemplares son
los agentes de su propia felicidad, sino que más a menudo son propuestos como resultado
paradigmático del producto en venta. Sea como sea, lo cierto es que parecen eficaces y, desde luego,
enganchan... Las grandes ideas y utopías, los ideales y los conceptos de felicidad se venden a partir de
sujetos que los encarnan y garantizan su viabilidad. Las culturas que convivimos en Occidente, en este
país en concreto, proponen a personajes, denigran a sujetos, concretan una idea en personas con
nombre y apellidos... Se leen con fruición las biografías, las entrevistas, las noticias... se buscan, se
miran en la TV o el cine... La moda, el éxito, la felicidad, el bienestar... se venden en estos nuestros
mercados bajo el soporte de un ser humano[3]. Esto significa que el cristianismo podrá mostrar su
oferta de felicidad más eficazmente si en lugar de vender la idea o el mensaje de felicidad que se
encuentra en los evangelios, muestra a Jesús, su protagonista, como un hombre feliz. Sin olvidar,
desde luego, los riesgos de utilización que comporta.

Pudiera parecer que la somera descripción de los grandes mercados de la felicidad son realidades
separadas que compiten entre sí. La verdad es que no es así. El quién da más de la subasta de la
felicidad lleva a los distintos mercados a aliarse y utilizarse mutuamente. Las religiones se alían con la
economía, la política, las culturas... éstas utilizan frecuentemente a aquéllas y todas buscan estrategias
en el mercado de la psicología... pues cada uno se encuentra sosteniendo este sistema patriarcal,
intrínsecamente excluyente y jerárquico, que parece tragarse planetariamente la casi totalidad de las
otras muchas diferencias, aguantando hasta límites insospechados las tensiones producidas.

El mercado cristiano de la felicidad.

Nos toca pararnos en el cristianismo, teniendo en cuenta especialmente este país, católico y peculiar
dentro de Europa. El mercado de la felicidad que detenta es visible a través de la institución
eclesiástica y se encuentra mediatizada por algunos postulados sospechosos para numerosas personas.
La primera sospecha es la del término mismo, felicidad, que cuando se asocia con el bienestar
subjetivo y, particularmente, con el placer, sigue despertando recelos. El postulado escondido en los
pliegues de dicha sospecha es el sacrificio ascético y, en estrecha cercanía, la negación del cuerpo, de
lo sensorial, sensual y placentero. No acabamos de superar el dualismo de fondo cuerpo-espíritu, pues
todavía la felicidad se asocia, casi exclusivamente, a los bienes del espíritu. El bienestar del cuerpo se
toma en cuenta en la medida en que beneficie al alma. Estos beneficios se colocan generalmente en el
ámbito de la moral de forma que seguimos sin integrar adcuadamente la dimensión corporal.
El cristianismo eclesiástico subestima y desestima el papel que juega el placer en la consecución de la
felicidad, quizás porque en el placer late un principio de libertad que escapa a todo control y es
percibido por el sistema como una amenaza. La relación placer-felicidad y a la inversa suele romper
encasillamientos, por muy controlados que parezcan. Para ilustrarlo basta con referirse a las
experiencias de las y los místicos tanto del catolicismo como de otras religiones. El estado de felicidad
que alcanzan algunas/os místicas/os punteados de intensos momentos placenteros es vivido a través de
los sentidos corporales y de una fina sensualidad (Navarro 1993) Su desbordamiento e
imprevisibilidad impiden su control que se estrella contra los muros colocados al respecto. Por eso
mismo, por su propia dinámica de libertad, por la amenaza con que es percibido, ha sido objeto de
sospecha y de sucesivos y a veces crueles intentos descalificadores. La condición efímera de ciertos
placeres experimentados corporalmente ha sido utilizada contra el concepto y el anhelo de felicidad
que se ha intentado relacionar más con el equilibrio y la serenidad. De este modo se nos ha olvidado
que el cristianismo, a diferencia por ejemplo del budismo, tiene un componente de pasión que a duras
penas se compagina con ese punto medio de la virtud griega. A los/as místicos/as les invade la pasión
que libera el mundo rico y desbordante del inconsciente y lo pone al servicio del eje religioso de la
persona.

Los que deciden sobre la felicidad.

La idea y el contenido de la felicidad, como puede deducirse, no deja de ser una construcción de la
humanidad condicionada por cuanto venimos exponiendo. Pero decir humanidad en abstracto es no
decir nada. Tras la idea de felicidad siempre existe una ideología, un colectivo, y, sobre todo, se
encuentran unos intereses más o menos explícitos.

Dificultades y pegas a la felicidad.

La felicidad parece ser algo más que una cuestión subjetiva e individual: si no hay condiciones para ser
feliz no puede hablarse de felicidad. Todo ello apunta a su dimensión social y política, pues tiene que ver
con la adquisición y distribución de los medios para adquirirla y disfrutarla.

Cierto que son necesarias unas condiciones sociopolíticas para la felicidad, incluso para la búsqueda
individual de la felicidad entendida ésta como una situación, un resultado. Este marco imprescindible es
el que llamamos justicia. Pero es igualmente cierto que ningún marco sociopolítico, ningún marco de
justicia, por perfecta que ella sea, garantizan la felicidad individual. Una sociedad feliz es aquella en la
que cada uno de sus miembros no sólo puede ser feliz, sino que de hecho lo es... Pero puestos/as a
pensar en la construcción de la felicidad, lo único que podemos hacer es crear las posibilidades de
acceso. Surge, de nuevo, una disyuntiva: ¿hay que construir un marco que posibilite la felicidad, o
debemos centrarnos en la felicidad personal? Claro que no se entiende por qué debemos hacer
planteamientos disyuntivos, como si no fuera posible lo uno y lo otro...

Cada una de las ofertas de felicidad se realizan comenzando por uno u otro lugar: el marco o el
individuo. No es indiferente. Lo políticamente correcto sería decir que debemos comenzar por la
construcción del marco de justicia en el que se posibilite la búsqueda y la realización de la felicidad. Sin
embargo la historia nos advierte de los enormes riesgos que encierra tal propuesta, mientras que nos
alienta a comenzar por la otra punta, la personal e individual a pesar de ir contracorriente y parecer
egoístas e incluso individualistas.

Coincido con Marina (Marina, Barcelona 2000,191) cuando dice que la mejor manera de conseguir la
justicia es afirmando, reconociendo y defendiendo derechos individuales previos a la ley y a la
organización social. El individualismo y la ausencia de solidaridad, sigue diciendo, no se deben a la
anteposición de los derechos individuales, sino a una mala pedagogía del sistema de derechos. Cada
quién al nacer aporta ya sus derechos a la sociedad por el hecho de ser un humano. No los recibe de ella,
pues si así fuera colocaríamos un poder por encima. La historia atestigua las consecuencias nefastas para
los individuos[4]. Los derechos humanos se apoyan directamente en la dignidad, un valor igualitario
porque no depende de ningún otro, ni siquiera del bien o mal comportamiento [5]. Ese valor debe de ser
protegido. Dignidad, dice Marina, es poseer derechos y reconocérselos a todos los seres humanos. Nada
hay más universal que esto. Si admitimos que sobre la base de la dignidad personal todo ser humano
tiene derechos, estamos afirmando el axioma práctico que hace posible la construcción de una ciudad
feliz (Marina, Barcelona 2001, 268-269)[6]

En esta misma línea parece incidir el psicólogo social E. Fromm (Fromm, México 1977) para quien la
felicidad se constituye en el criterio de excelencia en el arte de vivir. Lo opuesto a la felicidad, dice él,
no es el dolor, el pesar o el sufrimiento, sino la depresión que resulta de la esterilidad interior. La
felicidad es para él un resultado, una experiencia a posteriori, la prueba del éxito parcial o total obtenido
en el arte del vivir. Se advierte, dice este autor, cuando alguien experimenta un aumento de la vitalidad,
la intensidad del sentimiento, el pensamiento y el comportamiento. Y, por el contrario, la infelicidad se
nota cuando estas capacidades psíquicas disminuyen. En este caso puede decirse que la felicidad
aumenta las capacidades psíquicas (físicas también) y la calidad de las relaciones. De aquí se deduce que
la felicidad ha de estar en permanente dialéctica con la infelicidad: si no hay conciencia de infelicidad,
tampoco puede haberla de felicidad. No hay mayor represión de la infelicidad que donde no hay en
absoluto conciencia de la misma.

Aun siendo una vivencia subjetiva es el resultado de una acción recíproca con condiciones objetivas de
las que depende. Marina, siguiendo en parte a Aristóteles, distingue entre una felicidad subjetiva, que se
identifica con un sentimiento, y una felicidad objetiva entendida como una situación vinculada a ciertas
actividades. Como para From también para él se trata de algo derivado, una consecuencia, un producto
que acompaña a determinadas actividades, no algo que pueda buscarse directamente. En este sentido,
dice él, se encuentra más cerca de la alegría que del placer, aunque ambos pueden llegar a coincidir. La
felicidad no debe confundirse con los momentos puntuales en los que alguien toma conciencia de lo
feliz que es o lo feliz que le hacen ni con momentos de euforia en los que predomina la sensación de
bienestar y llega a perderse, incluso, el sentido de los límites temporales. La felicidad en sí misma es
esquiva, se reconoce a posteriori aunque sea experimentada en un determinado momento más o menos
duradero[7].

La felicidad no puede quedar restringida al a priori ético de la bondad, la voluntad y la responsabilidad


sino que implica, también, la gratuidad y el don: los demás pueden hacernos felices porque sí,
gratuitamente y sin pedirnos un alto nivel de moralidad. Podemos ser felices y hacer felices sin que ello
implique contenidos éticos. Pero la felicidad tampoco es ajena a la virtud, la bondad, la honestidad, la
rectitud de vida, la coherencia y realización de un proyecto, la voluntad y las responsabilidades.

¿Condiciones para ser feliz?

Parece obvio que la sociedad ha de proponer las condiciones de posibilidad para que los sujetos, sean
quienes sean, puedan lograr la felicidad. En este sentido hablar de condiciones es de justicia y hablar de
justicia es referirse a los derechos humanos universales y la necesidad de que sean respetados. Pero
también podemos hablar de las condiciones de la felicidad en un sentido distinto, no necesariamente
positivo. Aunque no lo formulamos de este modo lo cierto es que se encuentra en el trasfondo de nuestra
manera de pensar y de juzgar, subjetiva y objetivamente. Podemos estar de acuerdo en que la dignidad
del ser humano es un valor apriorístico y que sobre ella se funda su derecho a ser feliz, pero en el
momento en que este principio se concreta comenzamos a tener problemas. Nos molesta profundamente,
sin ir más lejos, que alguien que haya cometido una atrocidad sea tratado con dignidad y le
proporcionemos condiciones que puedan llevarle a la felicidad. Dicho de otro modo, ponemos
condiciones morales a la felicidad. Y, aunque, repito, es cierto que se relacionan, la felicidad rebasa la
ética y se encuentra más cerca de lo que hemos llamado dignidad humana que de los comportamientos.

En este sentido nuestra sociedad tiene una conciencia de la felicidad que acusa algunos de los más
graves problemas que padecemos. Así, el racismo y el sexismo, la exclusión por las diferencias éticas y
a veces políticas, marcan poderosamente nuestro concepto práctico de felicidad si se trata de los demás.
Curiosamente se libra la clase, tal vez porque dejamos que entre con más fiuerza el valor de la
compasión y, a través de él, la empatía. Vamos a examinarlo.

Nuestras discriminaciones sobre el derecho universal a la felicidad.

En la práctica nuestro concepto de felicidad no es universal, sino moralista, etnocéntrico, sexista y


racista. Que es racista se nota en la manera en que discriminamos en nuestro territorio a ciertos
inmigrantes a los que consideramos más otros (en los que percibimos más diferencia que semejanza con
nosotros mismos/as) escondiéndonos en juicios éticos. Eso quiere decir que permitimos mejor la
felicidad de los inmigrantes del Este, que la de los negros, moros o gitanos.

Es un concepto sexista porque distinguimos entre los contenidos de lo que consideramos la felicidad de
las mujeres y los varones y nos sentimos incómodos/as cuando la realidad no se ajusta a los estereotipos.
Nos incomoda que una mujer, por ejemplo, experimente su felicidad más vinculada a la realización de
una determinada actividad rentable que a las relaciones y armonía doméstica. Nos resulta difícil aceptar
que es mucho más feliz mientras realiza su trabajo que cuando tiene que estar cuidando de sus hijos/as.
Y si además de vivirlo lo reconoce explícitamente y sin culpa lo llevamos peor.

Es un concepto etnocéntrico porque queremos que las personas de otras culturas, ideologías,
costumbres... sean felices de la manera en que concebimos la felicidad. No hay más que examinar el
disgusto con que miramos a tantos grupos de jóvenes que entienden la felicidad y el placer, el bienestar
y la alegría de una manera muy distinta a como la entendemos los/as de otras generaciones. Lo mismo
podríamos decir cuando percibimos en ciertos grupos unas actividades muy diferentes a las nuestras que
les proporcionan felicidad.

Es un concepto moralista por todas las razones que ya quedan expuestas arriba, es decir, por las
condiciones morales que exigimos de quienes son felices, por la incomodidad y el rechazo que sentimos
ante quienes habiendo cometido el mal y habiendo conducido a otras personas a la desgracia buscan y
procuran su propia felicidad.

Soy consciente, no obstante, de que poniendo de relieve nuestras condiciones a la felicidad de los
demás, he planteado numerosos interrogantes. Es verdad que no hay un contenido exclusivo ni
predominante de la felicidad, pero ¿podemos permitir cualquier felicidad? ¿no se presta este pretendido
universalismo a engaños, manipulaciones, trampas...? ¿acaso no hay un tipo de felicidad unido a ciertas
deficiencias psíquicas, a ciertos estados alterados que luego se cobran la factura, a ciertas actividades
egoístas y dañinas? No tengo inconveniente alguno en reconocerlo y para una reflexión larga y
sistemática sobre ello remito al lector a la obra de Marina y de la Válgoma (Barcelona, 2001) y que, en
resumen, sería la búsqueda de los derechos humanos individuales que garanticen la dignidad de las
personas y hagan posible la felicidad de la polis.

En este contexto proponemos la figura de un Jesús feliz, como reivindicación de una cristología más
holística, y como descubrimiento en una época sensible a cierto modo de entender la felicidad. Lo
hacemos a sabiendas de que corremos el riesgo de introducirnos en el mercado, por una parte, y de
pretender arrogantemente realizar la oferta en sus afueras, por otro, con las enormes desventajas que
ello acarrea. Con todas estas cautelas nos volvemos hacia el personaje Jesús que nos presentan los
evangelios. Un personaje cuya felicidad se extiende hacia otros seres y grupos humanos, cuya
influencia todavía hoy se deja sentir y se convierte en inspiración para la felicidad de cada individuo de
este mundo.

2. Un Jesús feliz promotor de felicidad

Una extraña cristología

Éste es un tema cristológico sin duda ninguna. Cuando hablamos de Jesús y la felicidad solemos
referirnos a un Jesús que busca, predica, procura la felicidad de los/as destinatarios de su misión según
los evangelios. Nos referimos, sobre todo, al discurso programático de las bienaventuranzas que, en el
mejor de los casos, aplicamos al mismo Jesús. Pocas personas se han parado a pensar en la extrañeza
de no referir la felicidad al sujeto que la predica, procura o busca para los demás. Puede que,
sencillamente, nunca se nos haya pasado por la cabeza, acostumbrados/as como estamos a verle como
un personaje siempre a nuestro servicio, que nos fascina por todo lo que nos llega de él, estimula o
mueve por dentro, personal o socialmente. Hacemos del evangelio un elemento funcional y, casi diría,
utilitario. Sin embargo la fe cristiana siempre se ha realizado a través de la propuesta del seguimiento
de Jesús y por la vía privilegiada y problematizada del testimonio. No cuentan las ideas en cuanto
tales, sino en la medida en que se encarnan en sujetos determinados.

Claro que esto dice mucho de nosotros y nosotras. Especialmente esto dice mucho de la misma
cristología ya sea bíblica o dogmática. Es como si la pregunta por la felicidad de Jesús nada tuviera
que ver con su identidad (humana y divina) Cuanto más lo pienso más extraño lo encuentro.
Ciertamente, el término griego que hoy traduce felicidad, eudaimonía, que significa literalmente buen
demonio, no se encuentra en los evangelios. En ellos, en cambio, está presente makários (en hebreo
'eser) que se refiere también a la felicidad o dicha, poniendo el acento en lo gratuito más que en lo
azaroso. En la BH a Yahveh nunca se le llama makários. Para Filón, en cambio, es Dios el único del
que se puede decir propiamente que es feliz. Hoy la búsqueda y la oferta de felicidad pasan en buena
medida por personajes a través de los cuales se hace viable. La oferta de felicidad, desde mi punto de
vista, ha de cuestionarse, revisarse y proponerse desde el mismo personaje de Jesús y, a causa de él, a
partir de sus testigos. Esto no significa que no considere importante la idea (las ideologías, los
contenidos) de la felicidad y en ello vamos a insistir, sino que la propuesta de un Jesús feliz es ahora
urgente, inaplazable, en la sed que atormenta nuestro mundo.

Podemos hacernos una pregunta desde su revés: ¿pueden los testigos y los autores de los evangelios
presentar una propuesta de felicidad que provenga de un sujeto infeliz? La respuesta negativa resulta
obvia, pero insuficiente[8]. Habría que dar el paso siguiente y plantear el tema desde su otra cara (en
positivo): ¿entra la felicidad en la identidad humana y divina de Jesús? Y si es así ¿qué significa eso,
de qué hablamos, hasta qué punto nos interesa y conecta con la sensibilidad actual?

Voy a referirme a Jesús considerando la felicidad un integrante de su identidad, pero también en


cuanto agente de ella misma. Aunque antes de acercarme a los evangelios es necesario explicitar el
contexto desde el que adquiere importancia el rostro de un Jesús feliz.

Si los contenidos sobre la felicidad tienen tanto que ver con la cultura no podemos menos que
preguntarnos por ellos al explorar esta dimensión en la figura evangélica de Jesús. La segunda cuestión,
no menos importante, se refiere a los destinatarios a quienes queremos presentar a un Jesús feliz, pues si
se trata de nuestros contemporáneos, si lo que pretendemos es examinar las posibilidades alternativas de
una propuesta evangélica de felicidad ¿cómo puede servirnos un concepto anticuado y lejano de la
felicidad por más emblemático y ejemplar que sea el personaje?
Al primer planteamiento queremos responder, si bien sumariamente, desde la comprensión del personaje
en su contexto. Sin ella no podemos volver nuestros ojos hacia la felicidad tal y como la entendemos
aquí y ahora, iluminada por la figura de un Jesús feliz.

La felicidad en el mundo de Jesús

No tenemos acceso directo al concepto bíblico de felicidad, desde luego no desde los parámetros desde
donde lo concebimos en nuestro contexto occidental y moderno. Lo más cercano se remonta al concepto
de los griegos y latinos según nos indican los términos a los que ya hemos aludido (foleix, beatitudo,
makarios...) y filósofos como Aristóteles, Epicuro y otros. Para aproximarnos nos resultaría útil estudiar
las bienaventuranzas utilizando las categorías que nos brindan algunas ciencias humanas. Pero, puesto
que no voy a presentar al Jesús de Mateo ni de Lucas, sino al de Marcos y Juan en cuyos evangelios no
encontramos el término, dejaré de lado las bienaventuranzas. Realizaré una aproximación indirecta al
personaje según el evangelio de Mc y analizaré un relato del cuarto evangelio teniendo en cuenta que el
mundo hebreo, aunque influido por el helenismo, tenía su propia concepción de la dicha.

Si lo vemos desde su revés, los desgraciados e infelices son aquellos que carecen de posibilidades para
alcanzar la felicidad, según el modelo prescrito culturalmente. La experiencia de felicidad subjetiva y
objetiva en Israel debía de estar vinculada, sobre todo, a la idea del honor, en la que se basaban la
dignidad y realización de la persona. Esta realización se cumplía en el entramado de relaciones, no de
manera individualista. A partir de aquí podemos entender que puede causar más infelicidad la exclusión
social derivada de ciertas enfermedades que el hecho mismo de estar enfermo. Según los códigos
culturales de la época, podía llegar a ser más desgraciado quien ha perdido el honor que a quien le han
amputado un miembro de su cuerpo, o quien ha perdido una persona querida. El aislamiento social, el
rechazo, el deshonor, la desvergüenza... podían llegar a producir más infelicidad personal y familiar que
otro tipo de desgracias que a nosotros/as nos impiden ser felices.

Leídos en positivo, estos códigos indican que la felicidad depende en buena medida de la aceptación del
entorno y del cumplimiento de las expectativas sociales relativas al género, la edad, el estatus y la
moral[9].

Expectativas sociales sobre la felicidad de Jesús, varón israelita

En función de las expectativas culturales, sociales y religiosas Jesús cumpliría el perfil de un hombre
feliz en la medida en que conservara (y aumentara) el honor de su familia de nacimiento (honor
dependiente del pasado) y de su familia propia (honor dependiente del futuro) Según su edad, en torno a
los 30 años, este honor supone su condición de casado con una mujer de su mismo estatus, y una prole,
de varones especialmente, que lo respetasen. Debía gozar de salud física pues ésta se interpretaba como
bendición de Dios y garantía de integración normalizada dentro de su entorno. Jesús tendría un oficio
que le permitiría vivir con el mínimo de dignidad él y su familia; acudiría regularmente a la sinagoga,
respetaría las tradiciones de sus mayores y observaría la Torah oral y escrita. Las alteraciones de estos
patrones pondrían en peligro la estabilidad y armonía social y no garantizarían el perfil de felicidad
correspondiente.

Visto en la perspectiva de tal estereotipo podemos afirmar que Jesús se acomoda poco a las
convenciones culturales de su tiempo en lo relativo a la felicidad. Más bien rompe con rasgos del
modelo judío y se acerca a ciertos criterios grecorromanos. Pero esto tampoco responde del todo a su
perfil pues Jesús, según la figura evangélica, inventa criterios de felicidad en torno a la idea original y en
gran medida contracultural, del Reinado o Proyecto de Dios.
Condiciones transculturales de felicidad

Junto a los rasgos típicos de la cultura existen otros, básicos, afirmados por el derecho universal (la carta
de derechos humanos) y la psicología moderna, que se encuentran presentes en todas las épocas y
culturas aunque contengan pequeñas variaciones. Así, encontramos los relativos a la seguridad. El
sentimiento de seguridad (confianza básica) permite que el cuidado y los apegos primarios modelen los
afectos y ciertas condiciones físicas y sociopsicológicas sin los cuales el ser humano, desprotegido como
se encuentra al nacer, no puede desarrollarse armónicamente ni tener acceso a la felicidad sean cuales
sean los contenidos dictados por su cultura. Lógicamente es de tener en cuenta la relación con la/s
persona/s cuidadora/s, según la relevancia cultural y social otorgada a cada una de estas figuras. En
Israel (también en el ámbito cultural helenista) esta importancia recaía en la figura del padre al que toca
reconocer al hijo varón, social y jurídicamente. La conciencia de la dignidad individual y social del hijo
depende de este reconocimiento y éste, a su vez, depende mucho del entorno. Esta dignidad afecta y
queda afectada por la cuestión del honor. Todo lo deshonroso afecta a la propia conciencia de dignidad
(al nombre) Por tanto para que un varón cuente con las condiciones de acceso a la felicidad precisa de
un padre que le reconozca y le transmita el honor y la dignidad requeridas, pues todo ello da estabilidad
emocional y social, permitiendo que se desarrollen los rasgos y potencialidades individuales. La
dependencia de la madre, aunque importante, se desarrolla en otro nivel y siempre en relación con los
mencionados códigos de honor. Los hijos reciben de ella su estructura emocional y afectiva dentro del
marco cultural. Separarse de ella a una determinada edad es una condición, si bien algo contradictoria,
para la felicidad del hijo varón. Éste podrá recuperar a la madre de adulto de distintas maneras[10].

Hay acciones que procuran felicidad al ser humano aunque en cada cultura éstas sean distintas. Esta
felicidad consecuencia de la acción conlleva un alto grado de gratificación y depende en gran medida de
la respuesta de otras personas, no necesariamente vinculadas por lazos biológicos y afectivos primarios.
Este tipo de acciones está estrechamente ligado, también, a ciertos valores y normas éticas que en
nuestra cultura llamamos amor, beneficencia, altruismo, solidaridad... y que, transculturalmente, siempre
hace alusión a los otros en cuanto otros. Así, prestar ayuda y cuidado, enseñar o impulsar el crecimiento,
por ejemplo, son acciones que pueden convertirse en fuente de verdadera felicidad, incluso si ello
contraviene convenciones y tradiciones o si comportan a la par sufrimiento o exclusión.

Se considera que la felicidad va unida al sentimiento (la conciencia) del propio poder, es decir, de la
realización creadora de las propias potencialidades. En este sentido la primera parte del evangelio da
buena cuenta del desarrollo creador de las potencialidades personales de Jesús, aunque quedaría por
explicar la relación de su fracaso final con un sentido global de una vida realizada y feliz. Por último,
parece que el sentimiento o la consciencia de plenitud ante situaciones o acciones determinadas están
universalmente relacionadas con la felicidad.

Creemos que al analizar la figura de Jesús debemos contar tanto con los códigos culturales de su tiempo
acerca de la felicidad, como con los rasgos universales, transculturales, que parecen describir lo que ella
produce.

El perfil feliz y controvertido de Jesús

La figura de Jesús presentada por el relato de Marcos, muestra un rostro feliz a pesar de que no parece
acomodarse a muchas de las premisas compartidas por la sociedad y cultura de su tiempo. Citemos
algunas. Jesús no aparece referido a ningún padre terreno del que haya recibido el reconocimiento y la
propia dignidad. Más bien parece que en sus orígenes hubiera algo poco normalizado que lleva a sus
paisanos a recelar de él apelando a su familia cuando dicen despectivamente ¿no es el hijo de María?
(Mc 6,3) omitiendo el nombre del padre que se supone hacía honorable dicho origen. Sus relaciones con
la propia madre muestran una distancia y un conflicto que más bien apunta a problemas antiguos
relacionados justamente con la propia cultura (cf Mc 3,31-35) Tampoco es presentado como un hombre
observante de todas las tradiciones, sino, por el contrario, contestado por las autoridades que las
legitiman (cf Mc 3, 21-30). Según lo presenta el narrador Jesús no parece haber formado familia propia
con lazos biológicos y jurídicos a través de la cual él mismo, su pueblo y sus tradiciones podrían
perpetuarse... Sus acciones, especialmente sus transgresiones, le acarrean una creciente hostilidad por
parte de los poderes políticos y religiosos que, a la postre, acabará con su vida.

Cualquier varón de su tiempo, lugar y edad que estuviera en sus condiciones no presentaría un perfil de
felicidad y mucho menos podría proponerse como modelo y ejemplo de la misma. Y sin embargo el
perfil que va trazando el evangelio muestra a Jesús como alguien feliz que persigue sus objetivos y los
va realizando en compañía de otra gente que tampoco responde a lo esperado convencionalmente.

Pues bien, con todo esto de fondo, ¿en qué podemos reconocer, siempre indirectamente, la felicidad de
Jesús dentro de su contexto y teniendo en cuenta los efectos en el personaje y en quienes se relacionan
con él? ¿cómo es posible que Jesús sea feliz contraviniendo las expectativas de su entorno sobre sí y
sobre su proyecto, dado el grado de dependencia del sujeto respecto a su entorno?

Desde mi punto de vista creo que pueden destacarse algunos elementos que posibilitan esta felicidad: a)
el papel de Dios como aquel que reconoce, valora e impulsa la realización humano-religiosa de Jesús. Se
trata de su experiencia de confianza básica b) Su capacidad para percibir y disfrutar de los gozos de la
vida y su libertad unida a la victoria sobre el miedo. c) Su concepto y experiencia del Reino de Dios.

a) El Padre Dios de Jesús. El evangelio de Mc hace arrancar a su personaje de un momento cumbre de


reconocimiento paterno. Jesús tiene una experiencia iniciática religiosa que cambia el rumbo de su vida.
La palabra de Dios reconoce a Jesús en toda regla, tanto en sentido jurídico (filiación) como afectivo (el
amado), en un plano evaluativo y valorativo preético y religioso (en ti me complazco) Afecta de modo
inmediato a quién es Jesús que nace de nuevo, confirmando lo anunciado por el narrador en el título del
libro: principio del evangelio de Jesucristo hijo de Dios (1,1) y presentando, indirectamente, la nueva
identidad de Jesús que, viniendo de Nazaret (origen geográfico y social) y haciéndose bautizar por Juan
(una determinada tradición religiosa de su pueblo) va a orientar su vida como consecuencia de esta
palabra fundante. El relato del bautismo no incluye más público que el mismo Jesús y el lector/a. Nada
se cuenta sobre los sentimientos que acompañan esta experiencia, pero cuanto tiene lugar a continuación
muestra los efectos de alguien que disfruta de una sencilla felicidad, la de ser ser reconocido y valorado
por el propio padre (Padre) como hijo varón[11].

Esta experiencia, sin embargo, no puede separarse de la escena del desierto. Su identidad, con toda la
carga de autoridad que conlleva e incluso partiendo de esta experiencia cumbre, es una identidad
tentada. Jesús desarrolla esta conciencia personal lanzándose a predicar creativamente lo que él llama el
Reino o Proyecto de Dios[12].

Este Dios Padre se hace presente en dos momentos fundamentales del itinerario de Jesús, éste del
comienzo y en la transfiguración, pero se oculta cuando al final de su vida Jesús le invoca en medio de
la angustia ante el presentido e inminente final (cf Mc 14,33-42 y 15,34) Hasta ese momento ha sido
Dios el que se ha pronunciado. Jesús aceptaba en silencio la gratuidad, el reconocimiento y la confianza
valorativa. En el momento de su angustia quien habla es Jesús y Dios calla. Jesús muestra su condición
de hijo acudiendo a su Padre ante la necesidad y la tentación, ratificando su confianza a pesar del
realismo con que percibe su final (no se haga... sino lo que quieras tú; Padre, por qué...) En esta escena
Jesús devuelve a Dios la confianza que éste había depositado en él. La gratuidad de esta fe estriba en la
fuerza de las evidencias empíricas, con ello Jesús comienza a arrebatar a la muerte su poder definitivo.
b) El gozo y disfrute de la vida. Nada más comenzar el evangelio Jesús rompe con la tradición ascética
del bautista. El lector espera que saliendo de las filas de Juan Jesús permanezca en su línea, ascética en
el vivir, pesimista ante un mundo ya acabado, de conversión y confesión de los pecados a la vista de la
ruina de un mundo que se desmorona. El tono catastrofista del Bautista cambia radicalmente en el
anuncio de Jesús de la Buena Noticia de Dios. La conversión (metanoia) implica el perdón gratuito e
incondicional de Dios y un proyecto de mundo y de vida que llama Reino. Esta predicación aparece
luminosa, optimista y vitalizante, propia de alguien que, feliz, contagia felicidad como se traduce
inmediatamente en sus acciones liberadoras de las trabas que, sobre todo socialmente, impedía a la
gente más tirada alcanzar la felicidad (la integración, la dignidad...)

En contraste con el Bautista, pero en consonancia con su experiencia de un Dios gratuito y confiado,
Jesús aparece en seguida como alguien que come, bebe y disfruta de la compañía de personajes mal
vistos en el entorno (cf Mc 2,13-17) Es un personaje que libera sus emociones más profundas (se le
removieron las entrañas) impulsoras de salud y restauradoras de la dignidad (cf Mc 1,41) Jesús, como
hacían los sanadores populares, se vale de su cuerpo físico para tramsitir la salud: toca, utliliza la saliva,
se deja tocar, mira, escucha, habla... Los sucesivos relatos de la historia van dando cuenta de un
personaje al que le gusta la compañía de gente diversa con la que come y habla, que patea los caminos,
se encuentra con la gente más humilde y se enfrenta con las autoridades que cuestionan la fuente de su
poder.

Este Jesús, coherente con la experiencia fundante de su identidad, no rehúye el cuestionamiento de su


identidad biológica, social y religiosa. Su punto de partida y su Proyecto le llevan a criticar la
servidumbre de la identidad dada para convertir el don en fundamento de opciones libres, para proponer
otro modo de vinculación, de acuerdo con la identidad personal descubierta en su madurez (cf Mc
3,20.31-35) Jesús no tira el niño con el agua, sino que recupera cuanto de valioso reconoce en las
vinculaciones primarias recolocadas, eso sí, en el marco de la fe que es un marco de libertad. De esa
manera pone su experiencia fundante a disposición de los demás, compartiendo lo más valioso que
posee y reciclando los materiales básicos con los que él se reconoce persona.

Justamente cuando las cosas se ponen difíciles no sólo para sí sino también para los discípulos que están
cada vez más embotados, Jesús, por iniciativa de Dios, comparte con tres de ellos el reconocimiento
divino de su condición de hijo. Es el momento de la transfiguración (Mc 9,2-13) Anticipa el verdadero
final de su historia, glorioso y feliz. Dios vuelve otra vez a dejarse sentir y escuchar, pero ya no se dirige
a Jesús sino a los discípulos presentándoles oficialmente a Jesús: éste es mi hijo, el amado; escuchadle.

La victoria sobre el miedo de quien es feliz. Uno de los rasgos que llaman la atención en el evangelio de
Mc, como han advertido ya muchos autores y autoras, es la experiencia del miedo transversal a todo el
evangelio. Expesan miedo Herodes, la hemorroísa, el Sumo Sacerdote, Pilato, los ancianos, las
mujeres en el sepulcro, el mismo Jesús... El miedo es, según Jesús, fuente de alteraciones opresivas
para los humanos, fuente continua de infelicidad, una actitud que se opone a la fe y a la libertad, de las
que, en cambio, brota la felicidad porque restauran la dignidad. Jesús desafía las fronteras creadas y
preservadas por el miedo presentándolo en su cara perversa y destructiva. El miedo crea y controla la
distancia entre persona y persona, entre lo humano y la divinidad. Como proyección de las ansiedades
más profundas el miedo recuerda a los humanos su condición fugitiva y los hace conscientes de su
alteridad en las relaciones con el cosmos (cf Mc 4,35-41) la sociedad en la que habitan (Mc 5,1-20),
su familia (Mc 3,31-35) y, sobre todo, su propia conciencia.

Jesús ientifica la victoria del miedo con la eliminación de la alteridad, de la conciencia humana de la
diferencia. Presenta en sí mismo el antídoto para estos miedos y sus deseos: en lugar de alimentarlo,
alimenta la confianza y la fe. La experiencia de Jesús crítica al miedo que provoca el deseo de poder
sobre otros pueblos, política y socioculturalmente (Sumo Sacerdote, Pilato, Herodes,...); el miedo que
se coloca por encima de la tradición (escribas y fariseos), sobre la vida y la muerte (discípulos, Jairo)
y sobre el propio querer (Judas, Pedro, las mujeres en la tumba...) El miedo en Mc define el
dentro/fuera y enfrenta a unos contra otros (seguidores contra traidores y oponentes contra los
íntimos); provoca el asesinato de Juan Bautista y también el de Jesús (cf Mc 6,20; 11,17.18.32; 12,12)

En el evangelio de Mc la actividad de Jesús disipa y desenmascara el miedo en las instituciones, en los


tabúes y convenciones, señalando, a partir de su propia experiencia, la posibilidad de superar el
trasfondo de miedo que impide reconocer a los demás como seres no amenazantes. Jesús une la
cercanía del evangelio (reinado de Dios) a la confianza, a la fe. En Mc, en efecto, la confianza se
opone al miedo como condición ontológica capaz de vencer su poder sobre las vidas humanas. En este
evangelio, así como también en otros, la conducta de Jesús se define por el exceso y el miedo es
incompatible con el desbordamiento y la gratuidad (Navarro, Estella 1999)

El Jesús de Marcos, contestación subversiva de una manera de ser feliz

El Jesús de Mc rebosa felicidad en muchos momentos, pero tal como es presentado por el narrador,
esta faceta del personaje no responde a muchos de los contenidos del estereotipo cultural sobre la
felicidad de un varón israelita. El Jesús feliz de Mc pone en cuestión contenidos concretos de dicho
estereotipo. Repasemos algunos sumariamente. Jesús para ser feliz no necesita obtener el
reconocimiento de las autoridades socipolíticas y religiosas (los padres de Israel), en particular cuando
ponen en entredicho su identidad y autoridad. En cambio disfruta con el reconocimiento de la multitud
que despierta en él fuerza y vitalidad. Tampoco le es imprescindible para ser feliz someterse
ciegamente a las normas tradicionales, éticas y rituales de su pueblo y religión, pues prefiere la salud, la
integración, el bienestar, la liberación de otras personas que implica la recuperación de una dignidad
injustamente arrebatada. Jesús parece ser feliz cuando puede hacer felices a otros. En esta actividad
desarrolla sus potencialidades y va realizando sus objetivos existenciales y religiosos.

Pero no sólo. El perfil de un Jesús feliz en Mc incluye sus relaciones, ciertamente, pero contiene rasgos
transgresores acerca de lo individual y social. Contesta la dependencia del grupo, especialmente de la
familia, tanto de origen como de destino y parece acentuar, contra la mentalidad de su cultura, elementos
de autonomía personal imprescindibles para ejercer la libertad que implica la fe. Esto crea una fractura
en ciertos supuestos. El narrador lo muestra, además, en consonancia con la mentalidad mediterránea,
como un vividor capaz de disfrutar de la vida en el sentido que nosotros/as [13]. Lo mismo podría decirse
en relación con las compañías que elige y con las que decide compartir la mesa. Rompe tabúes, vence
las raíces del miedo, se muestra libre... Este acento en lo personal individual libera a la figura de Jesús
de diversos peligros que asoman cuando hablamos de la felicidad en relación con las actividades
benéficas hacia los otros. Por una parte evita utilizar a los demás como objetos a través de los cuales
poder realizarse. Evita, por tanto, el uso de la justicia para propio beneficio (psicológico y social) Y, por
otra parte, evita los riesgos compensatorios colocando la felicidad de la parte de la gratuidad, el exceso y
el desbordamiento. De esta manera los beneficios derivados de la propia felicidad no se transmiten de
arriba abajo, sino que capacitan para la empatía y la conciencia de igualdad humana.

Este Jesús, no excento de dificultades, afrentas, conflictos, luchas... pone de relieve las limitaciones
sociales y religiosas del modelo de felicidad dominante en su cultura y su tiempo. Como hombre feliz es
un crítico del sistema y de la precariedad de las condiciones de felicidad para la mayoría de sus
contemporáneos. El modelo de su tiempo no brinda felicidad. Las corrientes religiosas contemporáneas
no son Buena Noticia para la mayoría. Su propia experiencia personal de Dios le lleva a proclamar e
inventar ese Reino para todos y todas que crea nuevas condiciones de posibilidad para la felicidad de
una mayoría.

La felicidad, el exceso y el placer (Jn 12, 1-8)[14]


La historia es muy breve. Jesús está, al parecer, en la casa de sus amigas/o Marta, María y Lázaro
(aunque el lugar queda ambiguo) donde dan un banquete en su honor. Entra María y sin mediar
palabra derrama perfume de nardo sobre los pies de Jesús y los seca con sus cabellos. La casa, dice el
narrador, se llenó del aroma del perfume. Judas protesta diciendo: ¿por qué no se ha vendido este
perfume por treinta denarios y se ha dado a los pobres? Y el narrador añade que no es que le
importaran los pobres, sino que como era ladrón, robaba de la bolsa común del dinero. Jesús sale en
defensa de María. Dice a Judas que la deje en paz porque ella se ha adelantado a ungir su cuerpo para
la sepultura. Y añade: porque a los pobres siempre los tendréis con vosotros, pero a mí no siempre me
tendréis.

El personaje de María lleva a cabo una acción insólita: toma perfume de nardo puro carísimo, baña
con él los pies de Jesús y los seca con sus cabellos. Jesús se deja hacer. El narrador, antes de que
intervenga Judas, indica que y la casa se llenó del aroma del perfume. No era un gesto necesario ni
pertenece al nivel de las necesidades. Es una acción que está en otro plano, un derroche de placer
provocador y compartido que puede ser recuperado por Jesús como signo y evocación anticipada de
un estado de gozo permanente, como es la Pascua definitiva.

Judas hace un comentario tramposo introduciendo a los pobres, las necesidades inmediatas. Orienta la
interpretación del gesto de la mujer al cálculo económico y lo cierra a otras interpretaciones. Utiliza el
nivel de la ética y la obligación solidaria con los pobres para enmascarar sus oscuros y escondidos
propósitos. Sentencia como si el placer, la gratuidad y los pobres estuvieran reñidos. Como si Lázaro
(la pura debilidad dependiente) y Marta (el servicio y las tradiciones israelitas) no fueran personajes
marcados por las necesidades, la enfermedad, la muerte, y la solidaridad. Como si Jesús no fuera él
mismo un pobre a punto de ser asesinado injustamente. Jesús, que sabe de sus medias verdades y su
condición de ladrón, le responde defendiendo a María y subrayando la importancia de su gesto, pues
se ha adelantado a su sepultura. Le ha hecho gozar de antemano su fe en la resurrección, le ha
adelantado el gozo de la vida en el signo del placer intenso del perfume de nardo, de forma que en su
camino hacia la muerte Jesús puede disfrutar de un breve y significativo paréntesis de placer gracias al
gesto de María. En esta escena se habla de dinero (de su significado) en relación con María y Judas.
Cada uno de ellos lo utiliza de diversa forma. María lo derrocha sin cálculo y por amor, de forma que
el dinero se convierte en signo de la persona, de su relación y de su solidaridad. Utiliza su riqueza
para dar y para darse. Judas, en cambio, lo ambiciona y lo roba. Utiliza ideológicamente la relación
ética de necesidad introduciendo a los pobres para su provecho egoísta.

No era habitual que una familia que acababa de enterrar a un familiar, dispusiera de tanto perfume
para derrocharlo gratuitamente como hace María en 12,3. Ni siquiera en el supuesto de que se tratara
de una familia rica poseedora de una tumba propia. Si entendemos el episodio de Lázaro
estrechamente conectado con el de la unción, cabría otra respuesta a la pregunta sobre el material
utilizado por María: Cuando Marta dice a Jesús Señor, ya huele porque lleva cuatro días (11,39) da
qué pensar al lector, sabiendo que era costumbre ungir los cadáveres para que se preservaran unos días
en la tumba mientras duraban los ritos iniciales del duelo. Marta piensa que el cadáver va a oler mal
porque no ha sido untado con los perfumes habituales. Si avanzamos a 12,3, aceptando una intención
en el gesto de María, y escuchamos la interpretación de Jesús, la hipótesis se vuelve más verosímil: el
perfume de María es el que debía haber sido utilizado en el embalsamamiento de su hermano. María
lo ha guardado para Jesús. Eso mostraría que para ella, que tan impactada estaba por la muerte de
Lázaro, Jesús es más significativo, importante y amado que su mismo hermano. María mostraría en la
unción que Jesús es para ella la persona más importante y la más amada[15].

María unge a Jesús y queda ungida ella misma cuando le seca los pies. Une dos elementos
antagónicos: los pies, símbolo de la humanidad necesitada y mortal (corrupta y maloliente) y el nardo,
símbolo de la vida, el amor, la fiesta y el lujo que parece ignorar la necesidad. Impregna de vida y de
amor lo humano y mortal. María misma aparece desbordada por su gesto. Al secar los pies de Jesús,
queda perfumada (ungida) en su cabeza. Desde las palabras de Jesús, el lector puede percibirla como
ungida profetisa, ungida predicadora pascual, participante-testigo de la muerte anticipada de Jesús. Si
Él, ungido en los pies, aparece en su faceta más vulnerable simbolizando lo radical humano (la
muerte), ella, ungida en la cabeza, simboliza las posibilidades insospechadas de lo humano[16].La
generosidad beneficia a la misma persona generosa. El amor y la fe redundan en quien ama y cree. El
desbordamiento sin cálculos deja desbordado al propio agente. De esta forma, el narrador comunica a
su lector, junto con la teología pascual, una antropología optimista. La casa, impregnada del aroma del
perfume de los pies de Jesús y cabellos de María, se vuelve lugar de anuncio de la plenitud humana de
la Pascua. El relato presenta a María como una nueva perspectiva de lo humano. Presenta una
modalidad nueva en las vías de acceso a la felicidad.

La acción de María y la recepción de Jesús tienen lugar desde y en la corporalidad. El cuerpo, pies y
cabellos, son medio y lugar del signo anticipatorio de muerte y de vida. El narrador simboliza en estas
zonas corporales la experiencia anticipada de la Pascua. Si es en el cuerpo donde se experimenta la
enfermedad (cf 11, 4), la muerte y el signo de la muerte que es el olor de la corrupción (cf 11, 39), por
coherencia debe ser en el cuerpo donde se experimenten los signos que anuncian la vida en plenitud,
la felicidad colmada.

De las dos zonas corporales, además, se toman dos elementos de alto contenido erótico para cada
género en una interesante inversión. El símbolo eufemístico de lo varonil (los pies), lo masculino
sexuado, es ahora lugar simbólico de la corporalidad humana masculina, frágil y mortal, de Jesús. Y el
símbolo eufemístico de la feminidad sexuada corporal (los cabellos) es ahora lugar simbólico de la
fuerza, la autoridad y la misión expansiva de la Pascua. De este modo el placer sensual y sensorial y la
felicidad que desprende afecta a todas las dimensiones de lo humano, a su fragilidad y a su fuerza.
Todo queda asumido y con posibilidad de ser transformado. La Pascua no fija estereotipos, sino que
los supera y desborda. Lo humano, así, queda transformado ya dentro de la historia.

En la escena se dan ya unas transformaciones cuyo ámbito es un banquete, cuyos personajes se


encuentran gozando de la vida y cuyas consecuencias tienen un largo alcance de cara a una cristología
de la felicidad:

Lázaro, es la persona transformada por el efecto de la Pascua anticipada en el signo de la Vida que es
Jesús. Él es signo (universal) de los pobres y necesitados, primeros en alcanzar los efectos pascuales.
Lázaro no tiene más mérito que el de ser alguien amado por Jesús. Todo le es dado. En la casa
(pascual) donde se celebra a Jesús como Vida y Resurrección tienen un puesto de honor quienes, como
Lázaro, sin tener que hacer nada (sin méritos) testimonian el amor de Jesús, la preocupación de los
demás (sus hermanas) y los efectos anticipados de una nueva forma de Vida donada por Jesús. Lázaro
es alguien liberado de la muerte, rescatado en su dignidad. Cuando Jesús responde a Judas sobre los
pobres, es preciso incluir entre ellos a Lázaro y a quienes él simboliza, pues forma parte del banquete
en representación de lo humano necesitado y pobre. No sabemos si era el anfitrión. No aparece como
pater familias. Representa una forma nueva, pascual, de ser humano y relacional. Nada sabemos de
sus relaciones familiares y sociales, exceptuando los lazos de hermandad con las dos mujeres. Es el
primer agraciado y nunca mejor dicho, una forma de exceso y lujo pascual paradójico. Siendo el
muerto es el vivo.

Marta, por su parte, muestra en la casa y en el banquete el aspecto activo y dinámico. Tampoco tiene
palabra explícita. Su servicio en el banquete, por tanto, debe ser entendido en relación con lo que
Lázaro simboliza (está en medio de dos menciones de Lázaro) Con ello, lo que podría parecer un
servicio útil, queda enmarcado en un contexto gratuito y testimonial. Ya no es, sin más, eco de las
necesidades de su hermano ante Jesús. Si Lázaro muestra la vertiente más gratuita en la pasividad, ella
muestra la vertiente más dinámica de esa gratuidad. Sirve en ámbito de Vida, a la Vida (Jesús, su
hermano, los otros comensales...) Marta desvela para el lector la vertiente pascual, gratuita,
paradójicamente in-útil del discipulado diaconal.
María. La unción propia de banquetes y homenajes, se hacía sobre la cabeza del huésped u
homenajeado. María unge los pies, en vez de la cabeza. Los pies, que debían ser lavados como
servicio al huésped, son ungidos. María realiza un servicio a Jesús contraviniendo las expectativas
pues su gesto adquiere talante profético y subversivo. Utiliza para ello unos medios y materiales que
tampoco se adecúan a las expectativas. El gesto de María ilumina el servicio de Marta y éste no se
puede desligar del gesto de María.

María unge a Jesús con perfume de nardo carísimo. El nardo se podía utilizar en las bodas, como
símbolo del exceso y de la felicidad. Está al servicio de la vida. En ámbitos más cortesanos era
símbolo también del juego erótico y del amor cuando éste acompañaba a la pareja de amantes o a los
cónyuges en el matrimonio. En ámbito funerario el perfume (también a veces de nardo) era símbolo
del afecto a la persona muerta, símbolo también de pervivencia en la memoria más allá de los signos
de pérdida y muerte (olor de corrupción) y, por último, se constituía en una lucha contra el tiempo, a
fin de retrasar los efectos de la muerte. Puede entenderse, en este caso, como una cierta negación de la
condición mortal del ser humano. Perfume para la vida y perfume en la muerte contra la mortalidad.
Placer para la vida y contra la muerte. Ambos aspectos están presentes en el banquete de Betania, pero
resituados por el Jesús pascual. De este modo parece completarse el amplio espectro diaconal
expresado en los tres personajes. Con ellos el banquete, comida pascual, queda connotado de una
manera determinada. Donde la mención de la sepultura de Jesús parecería apuntar a una especie de
banquete funerario, encontramos una comida gratuita, viva, marcada por el placer. El perfume en
ámbito pascual no niega la muerte ni la necesidad ni la pobreza. Los pobres se recuperan en ella, la
fragilidad también, permitiéndole convertirse en fortaleza, como indicará toda la pasión. La necesidad
se recupera en ámbito pascual como capacidad para el don y el servicio. Jesús, por estar muerto, es
pobre, sometido al proceso humano de corrupción. La Pascua es paradójica riqueza.

Podríamos hablar de gozo. Debemos hablar de placer, sin embargo, porque el gesto de María y la
receptividad de Jesús se encuentran en el plano de los sentidos tanto como en el del espíritu, según la
antropología unitaria semita. Así, de la escena de la unción de Betania de desprenden algunos rasgos
del placer que es conveniente enumerar.

a) Placer como experiencia de sobreabundancia. María toma la iniciativa del gesto de ungir desde la
sobreabundancia del tener, no desde la carencia, la ascesis o la necesidad. Así lo indica que se
trate de un perfume tan caro y genuino.

b) Placer como experiencia de encuentro sensorial y sensual. El material que utiliza María, un
perfume, y la sensualidad a la que apela, el sentido del olfato; el gesto de bañar los pies (símbolo
erótico masculino) y el de secar el perfume con los cabellos (símbolo erótico femenino) implican
unas relaciones placenteras y sensuales. Los sentidos de la vista, el olfato (perfume intenso), el
gusto (la comida) y el tacto (manos, pies y cabellos) forman parte de la experiencia de encuentro
de María y de Jesús. La presencia de la corporalidad es muy fuerte. El placer se experimenta,
primaria e inmediatamente, en el cuerpo.

c) Placer como experiencia de libertad. María hace lo que quiere hacer y no da explicaciones. Su
gesto es libre y provocador. La ausencia de palabras deja el gesto abierto a diferentes
interpretaciones. El placer, de este modo, queda relacionado con la evocación, la provocación y la
interpretación libre de quienes lo ven o lo perciben, incluyendo el mismo Jesús que lo interpreta
verbalmente vinculando el gesto al efecto anticipado de la Pascua.

d) Placer como experiencia de gratuidad y relación igualitaria. Por la irrupción sorpresiva de María,
por su doble gesto con Jesús de lavar y secar, rompe el orden de la ética/necesidad, como indica
certeramente Judas. María se coloca a sí misma y a toda la escena en el orden de la gratuidad que
suscita reciprocidad igualitaria. El placer aparece, por tanto, estrechamente vinculado al orden no
sólo de lo ético y de lo estético, sino de lo gratuito, rompiendo el nivel de las obligaciones y
derechos.

e) Placer como experiencia individual y solidaria. El gesto de María es, por una parte, un gesto
individual. Contraviene la norma de la orientación de la persona al grupo. Ella experimenta el
placer como individuo. Jesús, también. Pero, por otro lado, María realiza un gesto público y ante
un público. Utiliza un material que puede ser compartido: el perfume, a cuyo placer no es fácil
sustraerse, mucho menos si es tan intenso. Con ello, el placer queda vinculado a un tipo de
generosidad, de compartir, de comunicación solidaria y de relación que, sin embargo, no impone
su significado. La primera que disfruta de aquello que hace con Jesús es la misma María, cuyos
cabellos quedan empapados del perfume ¡de los pies de Jesús!, de forma que ese perfume no es el
perfume del frasco, sino el perfume del nardo y de la piel de los pies de Jesús. Está personalizado,
lo recibe de la persona a la que ama. Y el perfume no queda reducido y aprisionado, sino que se
expande no sólo a la sala del banquete sino a toda la casa. Todo el mundo puede disfrutar de él.
Todos menos Judas, que se resiste a tal placer y quiere estorbárselo a los demás.

f) Placer como experiencia paradójica de vida y de muerte. El gesto de María, según dice la palabra
de Jesús, está relacionado con la paradoja de vida y de muerte. Es el adelanto del homenaje que se
le hace a un cadáver y que estaba considerado como una expresión de afecto y reconocimiento al
muerto. Jesús no quiere esperar a estar muerto para recibir este homenaje. Interpreta que vive ese
momento por adelantado. La paradoja está en que anticipando este gesto de muertos a su
condición de vivo, da más fuerza a la vida que precede a la muerte y está sobre ella. De alguna
manera la resurrección queda ya vinculada al placer. Dicho de otro modo, el placer puede
convertirse en una anticipación de la resurrección, un signo de la misma. Pero, a la par, queda
relacionado con el símbolo y la materialidad del perfume, que es efímero y es, o puede ser,
intenso. Produce una experiencia que no es fácil de racionalizar y, a veces, ni siquiera de explicar
o de narrar. Lo efímero evoca la limitación, la finitud, la muerte. La intensidad desea prolongarse
eternamente, pero es breve por definición. La intensidad puede ser signo condensado de la Pascua.
El placer, además, nace del seno mismo de lo humano, de su condición frágil y vulnerable; altera
esa fragilidad, la lleva hasta dimensiones nuevas. El placer implica un momento de fuerte
abandono físico y psicológico que sólo quienes se saben débiles y vulnerables, quienes no niegan
sus posibilidades de ser afectados y tranformados, puede experimentar.

Sobreabundancia y gratuidad, sensualidad y corporalidad, provocación y evocación, libertad e


interpretación, solidaridad y generosidad, reciprocidad igualitaria y comunicación; amor y vitalidad,
fuerza y vulnerabilidad; pobreza y riqueza.... son, a mi modo de ver, las notas sobre el placer que se
desprenden de la historia de la unción de Betania. Todo ello, es indudable, debió suponer una forma de
conocimiento diferente, más amplia en su conciencia y de consecuencias imprevisibles para la
libertad. Este relato debió ser verdaderamente importante, tanto como para explicar su presencia en los
cuatro evangelios. Y, del mismo modo, debió de ser lo suficientemente peligroso como para, sin
perderlo, no haberlo recuperado en ninguno de sus planos (ni litúrgico ni teológico ni moral ni
dogmático) y, mucho menos, permitir que pudieran sacarse de él todas sus consecuencias.

Pues bien, este placer anticipado, junto con el marco del banquete y de la fiesta, la presencia-
testimonio de Lázaro y la actitud de servir de Marta, forman la mejor anticipación de la felicidad
compartida que supone la Pascua. Y Jesús disfruta de ella por adelantado, de forma que eso le ayuda a
asumir la muerte y le ayuda a que ésta sea todavía más libre y voluntaria.

La escena no está en el orden de la ética, pero ética y obligación están incluidos en el orden gratuito
que inaugura la Pascua. Los pobres se encuentran allí donde un ser humano pueda vivir un
determinado placer de la vida y de las relaciones, porque la posibilidad del placer y del gozo son
posibilidades universales. Y allí donde se disfrute habrá un signo de anticipación pascual.
En la escena de Betania se encuentran la muerte y la vida. En un contexto de complot contra Jesús se
recorta el amor de una mujer que anima, hace disfrutar y colorea placenteramente un ambiente festivo.
Por amor se sufre, es verdad, pero también es cierto que por amor se goza, se disfruta y se comparte el
placer. Son las dos caras de la pascua.

3. Jesús, una invitación a la felicidad

Hemos contemplado el perfil de un Jesús feliz desde dos ángulos, más activo y dinámico en el caso de
Marcos y más pasivo, receptivo y paradójico en el de la escena joánica de Betania. Desde este paseo
evangélico podemos volver a nuestro mundo y sus anhelos de felicidad para extraer algunas
conclusiones.

1. De cara a la oferta cristiana de la felicidad, no deberíamos olvidar dos cosas: a) que las primeras
comunidades y los evangelistas, cuando quisieron ofrecer los contenidos cristianos, escribieron
narraciones protagonizadas por Jesús y b) que los y las cristianas seguimos a Jesús. Según todo ello,
la oferta cristiana de felicidad pasa hoy por la presentación de la felicidad del personaje evangélico
de Jesús que, sobre la base de su humanidad, comparte nuestros más hondos anhelos de felicidad. La
presentación de la felicidad a través del personaje refuerza la libertad de la invitación cristiana, el
reconocimiento y respeto de la capacidad humana para optar.

2. Necesitamos una cristología que integre esta dimensión de la figura de Jesús. Cada evangelio
proporciona un ángulo rico y diferenciado que requiere explorar y presentar explícitamente los
rasgos de la felicidad de Jesús según cada uno de los relatos. Obviamente necesitamos también una
catequesis más centrada en el personaje, que destaque esta faceta con sus posibilidades para integrar
la cara más dura de la vida. El Jesús de Mc muestra rasgos acerca de la felicidad consonantes con la
sensibilidad actual acerca de este anhelo. Por ejemplo, destaca el papel de los referentes personales
simbólicos religiosos (Dios Padre) en la experiencia de confianza básica sobre la que se puede
construir e interpretar la felicidad. No deberíamos menospreciar la búsqueda religiosa, simbólica, de
nuestros/as contemporáneos/as percibida como una posibilidad de conseguir la felicidad. A mi modo
de ver es interesante la presentación de Mc de la experiencia de seguridad, reconocimiento,
confianza y valoración básicas de Jesús en su adultez, pues con ello se presenta un ser humano
abierto (no determinado, por ejemplo, por sus experiencias infantiles), capaz de reorientar su vida
incluso en plena edad madura. Posiblemente este dato puede alentar los intentos de tanta gente de
nuestro tiempo que sobre la base de experiencias nuevas, cambios circunstanciales, descubrimientos
imprevistos, golpes de la vida... reorienta su vida a contrapelo de lo esperado o socialmente
conveniente[17]

3. La identidad de Jesús aparece en el evangelio de Mc como despliegue, pero también como


realización, interpretando y reinterpretando la propia conciencia de sí a partir de lo que va viviendo.
La felicidad aparece vinculada en buena medida a estas dos dimensiones, que en parte se ajustan a
las expectativas culturales y en mayor medida chocan con ellas. La felicidad de Jesús se construye
en una danza de ajustes y desajustes psicoculturales, como nos ocurre a muchas personas
actualmente. Dicha construcción y hermenéutica, como hemos visto, va ligada a la dignidad, a la
consciencia de la propia y de la ajena dignidad, a su restauración cuando es amenazada o cuando
parece destruida. Esta conciencia aparece vinculada en Mc a la victoria sobre el miedo. Huelga decir
lo importante que se ha vuelto este aspecto para la felicidad de mayoría de nuestros contemporáneos,
tan atenazados por el miedo y la inseguridad, tan tentados/as por las seguridades, tan dispuestos/as a
sacrificar la libertad y las libertades que tanto han costado labrar en los últimos siglos...

4. Todo lo dicho pone de relieve que a los/as cristianos/as no nos vale cualquier oferta de felicidad.
Brindamos, desde el personaje de Jesús, una construcción de la felicidad con materiales que, en
numerosas ocasiones, como sucedión con él, son contestación del modelo hegemónico de felicidad.
Una persona cristiana feliz no deja de ser, en cierto modo, extraña. Su modo de encarnar la felicidad
y de buscar las condiciones para que una mayoría pueda alcanzarla y disfrutarla, posiblemente
encierra un fuerte componente crítico de denuncia, a la par que se convierte en publicidad (anuncio)
viva de una alternativa que tiene mucho de normalidad (inculturada) y una buena dosis de
anormalidad (contracultural) La felicidad, así, no puede ser cualquier felicidad, sino una felicidad
humana y humanizadora, libre y liberadora, solidaria y justa, personal y política

5. El relato de Betania del cuarto evangelio ha puesto de relieve las relaciones entre placer y felicidad,
cuerpo y sentidos, exceso y plenitud en un momento clave de la vida de Jesús. La felicidad incluye
para él un anhelo de plenitud, en un contexto que, como el nuestro, parece atrapado en la muerte
(complot), el materialismo (Judas) y la corrupción. La escena de Betania con sus personajes y sus
relaciones se convierte en invitación a la plenitud de la felicidad vivida ya y aquí. La anticipación de
la pascua es transformadora (perfume en la casa) no sólo en el nivel del compromiso ético (los
pobres), sino también en el del gozo y lo gratuito, que no puede medirse ni calcularse.

Mercedes Navarro Puerto


BIBLIOGRAFÍA

ARGYLE, M. (1992). La psicología de la felicidad. Madrid. Alianza

ELZO, J...(F.Sta.María) (1999).Jóvenes españoles 99. Madrid SM

FROM, E. (1977). Ética y psicoanálisis.México. Fondo de Cultura Económica

MALINA, B. (1995). El mundo del Nuevo Testamento. Estella. EVD

MARINA, J.A.- M. de la VÁLGOMA (2000). La lucha por la dignidad. Barcelona. Anagrama

MARINA, J.A. - M. LÓPEZ PENAS (1999). Diccionario de los sentimientos. Barcelona. Anagrama

MARINA, J.A. (1993).Teoría de la inteligencia creadora. Barcelona. Anagrama

NAVARRO, M. (1993). Psicología y mística. Madrid. Ed. S. PioX.

NAVARRO,M. (1999). Ungido para la vida. Estella. EVD.

SOMOZA, C. (2001). Clara y la penumbra. Barcelona. Planeta

STEGMANN, E..W. y STEGMANN, W. (2001). Historia social del cristianismo primitivo. Estella.
EVD

TORNOS, A.- APARICIO, R. Quién es creyente en España hoy. Madrid. PPC

[1]
Cf vol I, FCE, Madrid 1981, 1095a, 92

Las emociones fuertes, el equilibrio, el estado de relajación... tienen contenidos muy diversos acerca
[2]

de lo que vende este mercado de la pseudopsicología. La oferta está asociada en numerosos casos a la
consecución de ciertos niveles de autoestima y de asertividad, especialmente dirigida a las mujeres
como grupo emergente que se ha atrevido a demadar explícitamente no solamente su anhelo, sino su
derecho a la felicidad.

En esta línea puede realizarse una interpretación del personaje, Clara, mero soporte de una obra de
[3]

arte, llevado hasta el final en la novela de Carlos SOMOZA, Clara y la penumbra, Planeta, Barcelona
2001

J. A. MARINA (Barcelona 2000, 133-134) argumenta estas afirmaciones a mi modo de ver de forma
[4]

convincente y sale al paso de las críticas y problemas que pueden entrañar. Entre otras cosas se detiene
en la crítica que apela a las diferencias culturales. Éstas, según el autor, se centran en tres cuestiones:
el recelo ante el colonialismo occidental, la defensa de la identidad cultural y la crítica al
individualismo. Aparte de preguntarse de dónde proceden las críticas y los intereses escondidos que
puedan existir, el autor responde al primer tema apelando a la experiencia histórica. Afirmar los
derechos de la sociedad y/o la comunidad sobre los del individuo degenera fácilmente en tiranía. Al
segundo tema responde advirtiendo sobre el peligro de la defensa acrítica de la propia cultura porque
supone una valoración dogmática de las tradiciones y atrincherarse en una afectividad irracional desde
la que se hace imposible comunicarse con otras culturas. Al tercer tema, como hemos dicho, responde
aceptando las críticas hechas a los efectos evidentes del individualismo, pero negando que las cosas
tengan que ser así como si fueran efecto directo del principio de los derechos individuales. La
contraprueba nos reafirma en nuestra tesis. Cada vez que se confieren derechos a entidades
suprapersonales, se juega con fuego. Da igual que sea una cultura, un pueblo, una raza, un Estado.
Las culturas deben protegerse, pero prtegiendo a las personas, no convirtiéndolas en víctimas
propiciatorias. La Ciudad feliz se construye de abajo arriba (...) poner la cultura por encima del
individuo acaba con frecuencia en violencia contra las personas. Se impide la crítica, y se
desencadena todo el dinamismo autoritario (282)
[5]
La película Pena de muerte, por ejemplo, plantea el conflicto real de la dignidad como valor
humano anterior a ningún otro. El mal comportamiento de una persona, especialmente cuando afecta a
alguien directamente como ocurre con los progenitores de la pareja asesinada, llega a empañar
profundamente este valor. El derecho lo protege, con frecuncia a duras penas, y en la película aludida
también lo recuerda y protege la religiosa que acompaña espiritualmente al reo en nombre de Jesús.
[6]
Evidentemente el autor no postula un olvido de los deberes, en particular del deber de la
reciprocidad y la compasión. Para él el crepúsculo del deber es consecuencia de una enseñanza débil,
paternalista y vacua sobre los derechos. Al estudiar la lucha por la dignidad humana, advierte, como
hacía Popper acerca de la ciencia, que su mejor garantía es haber sobrevivido a todos los intentos de
criticarla, negarla u olvidarla. Las victorias se reconocen porque nadie que las haya conocido quiere
volver atrás. La historia, de este modo, se va convirtiendo en garantía. Para él las formas deseables de
vivir acaban emergiendo o reemergiendo a pesar de las circunstancias adversas.

Desde una perspectiva más psicológica da la impresión de que la felicidad es la toma de conciencia
[7]

evaluativa de una o de varias experiencias.

Es obvia desde nuestra mentalidad, no lo es si pensamos en ciertos esquemas cristológicos que ha


[8]

hecho depender la felicidad ofrecida por Jesús de su propia desdicha calificada como sacrificio, don
de la propia vida en clave de reparación, etc.
[9]
Para obtener un mínimo de perfil de felicidad de un personaje como Jesús hay que tener en cuenta, por tanto, que se trata
de un varón, de estatus económico medio bajo e israelita del norte.

Esta condición se encuentra presente en numerosas culturas. Si por una parte es objeto de ansiedad
[10]

para los hijos y por ello fuente de sufrimiento que implica un alto grado de represión, por otra es
necesaria para completar la socialización sin la cual ningún varón podría ser reconocido y, por ello,
tampoco feliz.

Esto acarrea muchas otras cuestiones de psicología de la religión que no podemos abordar aquí,
[11]

pero que no serían contradictorias con lo que venimos diciendo. Lo mismo habría que decir en
perspectiva feminista de género, pues esta experiencia en una mujer de su época sería completamente
distinta.

El narrador, evidentemente, dibuja la figura de Jesús desde su vida total, es decir, teniendo en
[12]

cuenta su final y leyendo esa vida desde la experiencia de la Resurrección.

En Mt 11,16-19 y par. Lc 7,31-35 Jesús expresa la acusación de que es objeto como comilón y
[13]

borracho, en contraste con Juan Bautista.


Esta parte recoge en parte aspectos de mi trabajo Ungido para la vida. Exégesis narrativa de Mc
[14]

14,3-9 y Jn 12,1-8 (Estella, 1999) y, reformulado, lo publicado en la revista Vida Nueva (18 abril
1998) bajo el título "Placer y felicidad signos de la pascua".

No hay que olvidar que, al contrario de lo que ocurre entre nosotros/as, para los semitas las
[15]

relaciones afectivas más intensas tenían lugar entre los hermanos y hermanas.

Para la antropología semita se trata de dos zonas corporales de significado distinto, la zona de la
[16]

acción premeditada, a la que pertenecen los pies y que expresa la ejecución, la acción y sus resultados
social y personalmente. La cabeza se incluye en la zona del pensamiento emotivo en la que se
incluyen los ojos, el corazón y la cabeza con que se ve, entiende, piensa, quiere, ama... (Malina,
Estella 1995)

Esto hace referencia no sólo a las parejas y las familias, sino a muchas otras realidades
[17]

vocacionales, profesionales... que sufren un cambio importante a partir de experiencias y


descubrimientos isospechados.

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