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Lo que somos (II)

para Emma Pérez Coquillat

Somos tiempo y espacio,


aunque nuestra presencia
en uno y otro sea,
cuantitativa y, sobre todo,
cualitativamente hablando,
mera expresión de ausencia,
mueca de despedida.
Somos apenas un renglón torcido
donde nadie, ni Dios,
ha escrito algo derecho.
El puntito de fuego moribundo
que aún se mueve en la calle,
después de veinte pisos de caída
libre (y el adjetivo no es ocioso).
Ese cuerpo sin brazos y sin piernas,
con la cabeza a medio seccionar,
que decora las pesadillas.
Una esquina doblada en cualquier hoja
de un libro con las páginas en blanco.

Madrid, 13 de julio de 2005.

Por el camino verde

No he podido dormir.
Brilla un alba rosada en la cuadrícula
de mi ventana abierta,
y sé que hay margaritas,
amapolas, geranios y alhelíes
despertándose en el jardín.
Sigo inquieto y ansioso
los sonidos de la naturaleza,
queriendo oír tus pisadas en la hierba,
y sólo escucho el viento
que cimbrea los juncos
y hace que me arrebuje entre las sábanas.
Pasan las horas, lentas como un suplicio antiguo,
y, cuando cae la tarde y la luna despunta,
subo hasta la colina, alfombrada de flores,
y te veo venir por el camino
de mi imaginación,
por el camino verde
donde mueren los cisnes.

Madrid, 15 de julio de 2005.

Sol poniente

Atardece en el mundo y en mi alma.


Hostigado por la tristeza,
dirijo mi automóvil fuera de la ciudad,
buscando carreteras comarcales,
flanqueadas por árboles con los troncos pintados
de blanco. El sol poniente
se derrama en las hojas de las ramas,
bañándolas de oro.
Todo es tan bello que el esplín,
avergonzado, pide excusas.
¡Lástima grande que el crepúsculo
desaparezca en un instante!
Tomo una curva y ya es de noche.

Madrid, 18 de julio de 2005.

El perfume de las flores

Las flores se marchitan.


El viento del otoño las arrastra hacia el polvo.
Pero su aroma vive.
¿Dónde? No lo sabemos.
Si existiese una sola forma de eternidad,
una “ínsula firme” de bienaventuranza
diferente del ciclo del carbono,
estoy seguro de que sí sabríamos
dónde vive el perfume de las flores.
Madrid, 18 de julio de 2005.

La maltratada

Tengo sed. Me has quitado las praderas del norte,


regadas por arroyos de respeto y cariño.
Tengo frío. Te has ido con el sur de mi alcoba,
dejándome las huellas de tu hielo en mi cuerpo.
No sé qué hacer. La vida me parece una tumba
donde me has enterrado viva, una oscuridad
irrespirable, un túnel sin salida, una muerte
prolongada, el vacío, la ausencia, el desamparo.
Me siento tan vencida por tu odio, tan débil,
tan aterrorizada y tan inexistente,
que no puedo llorar, ni llamar por teléfono
a mis padres (que acaso me dirían: “Aguanta,
que por algo naciste mujer”), ni hacerle señas
a la vecina desde la ventana. Me quedo
acurrucada en un rincón del dormitorio
esperando que vuelvas y sigas arrasando
con gestos de desprecio, con golpes y con gritos
aquel campo de amor que cultivamos juntos.

Madrid, 17 de enero de 2006.

Leer en voz alta

Siempre ando con un libro en las manos. Ya sea


uno viejo y gastado del siglo XIX
con láminas y pauta final para ubicarlas
en el texto, ya sea otro nuevo e intrépido
que recibí ayer mismo y huele todavía
a tinta fresca y joven, ya sea un libro antiguo
que viajó por el tiempo hasta esa estantería
de mi cada vez más poblada biblioteca...
El vicio de leer suele ser solitario,
pero puede, también, compartirse. Los griegos
de la época de Sócrates leían en voz alta.
Lo mismo hacía Nietzsche. A mí me gusta mucho
leer en compañía y en voz alta los grandes
libros de nuestra tribu, esa tribu perversa,
racista y miserable que disfruta creyéndose
superior. De ese modo, recuerdo haber leído
el Poema del Cid, Beowulf, los Nibelungos,
la Divina Comedia, los Psalmos, la Canción
de Rolando, La isla del tesoro y la Ilíada,
tal y como los griegos leían hace siglos,
alto y claro, lanzando las palabras al aire,
porque la voz añade temblor de biografía
personal y caduca a tanta eternidad,
al vértigo solemne de tanta permanencia.

Aiguablava, 24 de agosto de 2006.

Vieja fotografía con tebeo

a José Luis Chousa

No he cumplido dos años. Aparezco sentado


en las escalerillas de entrada al viejo hotel
donde veranéabamos, sumido en la presunta
lectura de un tebeo (parece un Pulgarcito,
pero la foto es mínima y está mal conservada).
Mis mejores juguetes, los que aún se dan cita
en el café con velas de mi memoria, fueron
aquellos deliciosos tebeos apaisados
de Maga o Valenciana que valían seis reales.
Los deseaba más que a la vecina rubia
a la que José Luis y yo tanto espiábamos
en misa de once. Eran lo mejor que tenía
para vencer la angustia de ver pasar el tiempo
que me hacía mayor, el antídoto ideal
contra todas las penas. Los leía a la hora
de la merienda, cuando la casa estaba
más tranquila, a la hora del pan con chocolate
o del pan con aceite, que dejaba perdidos
de migas los tebeos. Los leía con pasmo,
con avidez, con miedo de que se terminaran.
Nací con un tebeo delante de los ojos
(lo estaría leyendo, tal vez, la comadrona)
y seguiré leyéndolos hasta el último guiño
de luz, antes de hundirme en la definitiva
noche oscura del alma.

Aiguablava, 26 de agosto de 2006.

Viajes

Hay viajes que comienzan en tus ojos


y te recorren toda hasta los pies.
Son viajes minuciosos, con escalas
interminables, lentas, encendidas
como espadas de luz. Son viajes íntimos
rumbo al conocimiento de los límites,
rumbo a otra dimensión. Tengo la carne
cansada de esos viajes, y el espíritu
consumido de tanta plenitud.
Pero hay también, junto a esos viajes, otros,
más ligeros, más frívolos, menores
desde una perspectiva gnoseológica:
viajes que comunican con espacios
de pura diversión, que no transmiten
más que mensajes huecos desde torres
vacías, y que ayudan a olvidarte
por un tiempo, que nunca es excesivo,
para después poderte amar mejor.

Madrid, 12 de abril de 2007.

La Bruja

La noche, mensajera de la muerte,


vuelve a la biblioteca. En mi butaca,
vieja y raída como mi existencia,
cunde la oscuridad. El libro abierto
que tengo entre las manos se diluye
en las sombras. Podría levantarme
y encender una luz, una tan sólo,
que diese al traste con la pesadilla,
pero no tengo fuerzas para hacerlo.
Y viajo en mi sillón sin rumbo fijo,
hacia ninguna parte, con el alma
vacía, rodeado de tiniebla,
sin distinguir objetos ni horizonte.
¿Dónde estará la luna? El firmamento
es una mancha negra que se extiende
por las ventanas de la biblioteca
hasta cubrirlo todo con su manto,
hasta asfixiarlo todo. Pienso en Lovecraft,
en su cuento The Dreams in the Witch House,
que leía hace un rato, con las luces
del último crepúsculo. ¿Qué bruja
innombrable y horrenda habrá vivido
-sigue viviendo- en esta habitación?
La veía de niño, y se me helaba
el corazón de miedo. Pero entonces
los días eran más largos que ahora,
y por las noches siempre había luna,
y tenía una imagen de la Virgen
especial contra brujas, en la mesa
de noche, que brillaba como un astro
en medio del abismo, y sonreía.

Estepona, 6 de septiembre de 2007.

En la muerte de Joker

Ahora sí que te has muerto de veras. Hace años


que escribí tu epitafio, poniéndolo en tu boca,
con un solo objetivo: demorar tu partida,
matarte en mi poema para que no pudieses
morirte de verdad. Pero ese fingimiento,
neurótico y absurdo, para evitar la pena
—o, al menos, aliviarla— no ha servido de mucho,
porque te has muerto, amigo, te has ido para siempre
de este maldito mundo y has cruzado el espejo
rumbo a nada y a nadie. Tu sillón favorito,
aquel que le quitaste a Inés y acribillaste
de pelos, está triste sin ti, sin tus babosas
fauces, y tus juguetes se han quedado muy solos.
Y los demás, ¿qué haremos sin ti? Ya no podremos
acariciar tu testa de príncipe perruno,
ni pasear contigo por las calles gastadas
de la ciudad, ni hablarte con alegre ternura.

Perro fiel, distintivo de libertad y asombro


ante la vida, escudo de abnegación a cambio
de una leve caricia, cumbre de lealtades,
nos has dejado el alma en carne viva, rota,
con tu muerte, y los ojos arrasados en lágrimas.
Desde el país del sueño eterno donde habitas,
querido Joker, suéñanos y espéranos, que pronto
volveremos a estar para siempre contigo,
contigo donde nunca.

Madrid, 19 de junio de 2008.

La ladrona de cuadros

Habías prometido ser mi cómplice


y has terminado en delator. ¿Qué quieres,
que me trinquen sin más a las primeras
de cambio? ¿Cómo voy a levantar
un cuadro como ése? ¿Tú te crees
que me iban a dejar entrar con una
maleta de dos metros en la sala?
¿Estás idiotizado o qué te ocurre?
O a lo peor es que en tu lado oscuro
hay demasiada luz y te me pierdes
de tanta claridad. Piensa un poquito,
que no hacen daño a nadie unos momentos
de reflexión, así que apaga todas
las luces de tu alma y dime a tientas
lo que quiero escuchar: que has decidido
secundar mi carrera de ladrona
y que vas a robar conmigo un cuadro
pequeñito, que pueda sustraerse
fácilmente y que quepa en este bolso,
uno de esos retratos-miniatura
tan divertidos y tan shakespeareanos
que hizo Nicholas Hilliard a finales
del siglo XVI.
Madrid, 27 de junio de 2008.

El poeta y la traumatóloga

para Álvaro García

Lánguidamente, apasionadamente
(dentro de lo que cabe), se le iban
los ojos a escrutar el intersticio
que separaba las convexidades
de aquella deliciosa traumatóloga.
Él se había caído en la bañera
de forma aparatosa, golpeándose
con profusión en codos y rodillas,
y tenía equimosis en el cuerpo
para dar y tomar, lívidas manchas
que evocaban figuras espectrales.
Ella estaba escribiendo unas recetas
con antiinflamatorios y analgésicos
de todos los colores, y su pecho
se hinchaba y deshinchaba con el ritmo
de su respiración, y aquello era
el mayor espectáculo del mundo
(con permiso de Cecil B. DeMille).
Finalmente lo dijo, sin fisuras
(salvo las de sus huesos), sin ambages,
sin circunloquios, sin afectaciones:
“¿Quieres viajar conmigo al paraíso
cuando me ponga bueno?” “¿Dónde está
ese lugar? ¿Hay que cruzar el charco
para llegar allí? ¿Queda muy lejos?”,
contestó ella, indiferente a todo.
Y siguió rellenando sus recetas.

Madrid, 30 de junio de 2008.

Las cuatro heridas

Hagas lo que hagas, pienses lo que pienses,


vas a acabar rindiéndote ante mí.
Cómo no ibas a hacerlo. Nuestro caso
es de los que aparecen en los libros:
un tipo como tú, tan pusilánime,
tan apocado, con tan poca sangre
en las venas, tan sobrio, tan sereno,
tan constante en afectos y en rencores
(a la misma mujer), tan aburrido
de sí mismo y de todo, tan maníaco
de la limpieza y la puntualidad,
y una hembra como yo, con dos cobayas,
dos niñas casi adolescentes, una
hipoteca, un marido y un bufete
dedicado a cargarse matrimonios,
formamos juntos una conjunción
astral irresistible, un cataclismo,
un tornado voraz (como el que sale
en El mago de Oz), una hecatombe
(o sea, un sacrificio de cien bueyes)
que desmantela nuestras existencias,
un torpedo cargado de explosivos
en nuestra línea de navegación.
Y prefiero no hablarte de las cuatro
deplorables costuras que atraviesan
la parte baja de mi tripa, fruto
de cuatro operaciones sucesivas,
porque eso ya te volvería loco
de deseo, y no quiero que te pierdas
en unas cicatrices cuando tengo
cuatro heridas guardadas para ti.

Madrid, 17 de julio de 2008.

En la tumba de Soseki

para Fernando y Naoko

Soseki, nuestro tigre minúsculo, se ha ido,


sin billete de vuelta, a visitar el Hades
y las blancas praderas, tachonadas de asfódelos,
donde incluso los reyes están tristes y hubiesen
preferido ser siervos arriba que monarcas
abajo, donde habita el olvido, y las sombras
se ciernen sobre el mundo, y no amanece nunca.
Y el Castillo del Frío, con sus escarabajos
de cara de dragón, sus bustos de Siddharta
y sus miles de libros, se ha quedado muy solo.
Quiera Bastet, la diosa gata del viejo Egipto,
proteger a Soseki en su hogar de tinieblas
y llevarle el perenne recuerdo de sus dueños,
que lo amaron en vida, y lo siguen amando
en muerte, y lo amarán mientras duren sus vidas.

Madrid, 2 de diciembre de 2008.

La edad de la chingada

11539

Enrique Serna

28 febrero 2002

Calcular la antigüedad de las malas palabras es una tarea difícil, porque, a pesar de su
costumbrismo, los padres fundadores de nuestra literatura consideraban indecente reproducir en
letras de molde los insultos más comunes del habla popular. El hábito burgués de confundir la
excelencia literaria con las buenas maneras no ha muerto del todo, pero dejó de ser una ley
inviolable desde mediados del siglo XX, cuando el coloquialismo desafió con éxito las reglas de
urbanidad en la poesía, la novela y el drama. Octavio Paz dio un fuerte impulso a ese movimiento
libertario cuando afirmó, en El laberinto de la soledad, que las malas palabras son "el único
lenguaje vivo en un mundo de vocablos anémicos". El capítulo donde analiza el verbo chingar y
examina los atributos de la chingada ("la madre abierta o violada por la fuerza") extrajo del
subsuelo la enorme riqueza semántica de las palabras malditas. Desde entonces, la visión de la
chingada como una herida abierta en el inconsciente nacional ha tenido cientos de adhesiones y
refutaciones. Quizá los hijos de la Malinche nunca nos pondremos de acuerdo sobre este punto,
pero si queremos discutir sobre una base racional, deberíamos partir de una sencilla pregunta:
¿Cuántos años tiene la chingada? ¿Desde cuándo la invocamos en los recordatorios maternos?
Según Paz, la chingada tiene una estrecha relación con la Conquista, "que fue también una
violación, no sólo en el sentido histórico sino en la carne misma de las indias". De acuerdo con esta
premisa, lo más lógico sería pensar que la palabra ya se usaba como insulto durante la Colonia,
cuando más fresca estaba la herida de la Conquista. Sin embargo, el historiador William B. Taylor,
autor del estudio Embriaguez, homicidio y rebelión en las poblaciones coloniales mexicanas(FCE,
1979) aporta pruebas muy convincentes de que la expresión "hijo de la chingada" todavía no se
usaba en México a principio del siglo xix. Taylor examinó la única fuente documental que
proporciona datos fidedignos sobre las malas palabras en tiempos del virreinato (las actas de
procesos judiciales por asesinatos en cantinas y pulquerías, donde se hacía constar el lenguaje
empleado por borrachos rijosos), y, si bien encontró injurias de rancio abolengo como pendejo,
cabrón, joto o hijo de puta, no halló la menor huella del verbo chingar y sus derivados. De manera
que, al insultarse, los campesinos de aquella época no tenían en mente a ninguna madre violada,
ni parecían estar atormentados por una supuesta mancha de origen.
Al parecer, la chingada nació junto con el México independiente. Según el testimonio de
Antonio García Cubas en su deliciosa crónica El libro de mis recuerdos, hacia 1840, Andrés
Quintana Roo y otros intelectuales que asistían a las tertulias celebradas en la Librería Andrade ya
manifestaban un vivo interés por el origen del verbo chingar, que para entonces se conjugaba a
diario en todas las pulquerías. El uso generalizado de la palabra coincidió con el surgimiento de la
conciencia nacional, lo que parece confirmar la tesis de Paz; pero una duda sigue en el aire: ¿El
resentimiento contra la madre violada estuvo adormecido en los años de la Colonia? ¿Por qué los
mexicanos reaccionaron con efecto retardado al trauma de la Conquista? Cuando Paz escribió su
ensayo, no tenía a la mano la investigación de Taylor, que le habría ayudado a calcular la edad de
la chingada. Por eso tomó la precaución de aclarar: "No sabemos cuáles fueron las causas de la
negación de la Madre ni cuándo se realizó esa ruptura." Ahora sabemos con certeza que la ruptura
psicológica del mexicano con su pasado no se produjo en tiempos del virreinato, ni en los años de
la Reforma como suponía Paz, sino poco después de la Independencia.
La revolución de 1810 provocó, al parecer, una catarsis de índole machista que buscaba negar
los aspectos más oprobiosos del mestizaje. Entre las razas que formaron el mosaico de la
mexicanidad, sólo los mestizos podían abrigar rencores contra la madre arquetípica, pues, si nos
atenemos a los argumentos del Laberinto, ni los criollos ni los indios puros tenían lazos de familia
con la chingada. Engreídos contra sí mismos, los miembros de la raza híbrida inventaron una
palabra búmerang que ofendía a sus propias abuelas, pero a cambio les daba una fugaz ilusión de
poder. Aunque en la actualidad el insulto hiere por igual a todos los mexicanos, cuando era un
neologismo seguramente fue usado en exclusiva por los mestizos, un grupo étnico que no tuvo
preponderancia demográfica en los primeros siglos de la Colonia y, por lo tanto, no alcanzó a dejar
huella en el habla novohispana. En las décadas posteriores a la Conquista, la mayoría de los
mestizos eran hijos naturales. Más que la discriminación racial, pesaba sobre ellos un repudio
moral por ser descendientes de la unión ilegítima entre una india y un conquistador generalmente
casado con una española. Y aunque, al paso de los siglos, su ilegitimidad de origen se fue
diluyendo, todas las instituciones sociales y políticas del virreinato estaban diseñadas para
echarles en cara ese remoto estigma. Lo extraño —como advirtió Paz en el hallazgo más
trascendental de su ensayo—fue que, al librarse del yugo español, no se identificaron con la madre
doblemente vejada, sino con el chingón que los engendró. -

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