Documenti di Didattica
Documenti di Professioni
Documenti di Cultura
No he podido dormir.
Brilla un alba rosada en la cuadrícula
de mi ventana abierta,
y sé que hay margaritas,
amapolas, geranios y alhelíes
despertándose en el jardín.
Sigo inquieto y ansioso
los sonidos de la naturaleza,
queriendo oír tus pisadas en la hierba,
y sólo escucho el viento
que cimbrea los juncos
y hace que me arrebuje entre las sábanas.
Pasan las horas, lentas como un suplicio antiguo,
y, cuando cae la tarde y la luna despunta,
subo hasta la colina, alfombrada de flores,
y te veo venir por el camino
de mi imaginación,
por el camino verde
donde mueren los cisnes.
Sol poniente
La maltratada
Viajes
La Bruja
En la muerte de Joker
La ladrona de cuadros
El poeta y la traumatóloga
Lánguidamente, apasionadamente
(dentro de lo que cabe), se le iban
los ojos a escrutar el intersticio
que separaba las convexidades
de aquella deliciosa traumatóloga.
Él se había caído en la bañera
de forma aparatosa, golpeándose
con profusión en codos y rodillas,
y tenía equimosis en el cuerpo
para dar y tomar, lívidas manchas
que evocaban figuras espectrales.
Ella estaba escribiendo unas recetas
con antiinflamatorios y analgésicos
de todos los colores, y su pecho
se hinchaba y deshinchaba con el ritmo
de su respiración, y aquello era
el mayor espectáculo del mundo
(con permiso de Cecil B. DeMille).
Finalmente lo dijo, sin fisuras
(salvo las de sus huesos), sin ambages,
sin circunloquios, sin afectaciones:
“¿Quieres viajar conmigo al paraíso
cuando me ponga bueno?” “¿Dónde está
ese lugar? ¿Hay que cruzar el charco
para llegar allí? ¿Queda muy lejos?”,
contestó ella, indiferente a todo.
Y siguió rellenando sus recetas.
En la tumba de Soseki
La edad de la chingada
11539
Enrique Serna
28 febrero 2002
Calcular la antigüedad de las malas palabras es una tarea difícil, porque, a pesar de su
costumbrismo, los padres fundadores de nuestra literatura consideraban indecente reproducir en
letras de molde los insultos más comunes del habla popular. El hábito burgués de confundir la
excelencia literaria con las buenas maneras no ha muerto del todo, pero dejó de ser una ley
inviolable desde mediados del siglo XX, cuando el coloquialismo desafió con éxito las reglas de
urbanidad en la poesía, la novela y el drama. Octavio Paz dio un fuerte impulso a ese movimiento
libertario cuando afirmó, en El laberinto de la soledad, que las malas palabras son "el único
lenguaje vivo en un mundo de vocablos anémicos". El capítulo donde analiza el verbo chingar y
examina los atributos de la chingada ("la madre abierta o violada por la fuerza") extrajo del
subsuelo la enorme riqueza semántica de las palabras malditas. Desde entonces, la visión de la
chingada como una herida abierta en el inconsciente nacional ha tenido cientos de adhesiones y
refutaciones. Quizá los hijos de la Malinche nunca nos pondremos de acuerdo sobre este punto,
pero si queremos discutir sobre una base racional, deberíamos partir de una sencilla pregunta:
¿Cuántos años tiene la chingada? ¿Desde cuándo la invocamos en los recordatorios maternos?
Según Paz, la chingada tiene una estrecha relación con la Conquista, "que fue también una
violación, no sólo en el sentido histórico sino en la carne misma de las indias". De acuerdo con esta
premisa, lo más lógico sería pensar que la palabra ya se usaba como insulto durante la Colonia,
cuando más fresca estaba la herida de la Conquista. Sin embargo, el historiador William B. Taylor,
autor del estudio Embriaguez, homicidio y rebelión en las poblaciones coloniales mexicanas(FCE,
1979) aporta pruebas muy convincentes de que la expresión "hijo de la chingada" todavía no se
usaba en México a principio del siglo xix. Taylor examinó la única fuente documental que
proporciona datos fidedignos sobre las malas palabras en tiempos del virreinato (las actas de
procesos judiciales por asesinatos en cantinas y pulquerías, donde se hacía constar el lenguaje
empleado por borrachos rijosos), y, si bien encontró injurias de rancio abolengo como pendejo,
cabrón, joto o hijo de puta, no halló la menor huella del verbo chingar y sus derivados. De manera
que, al insultarse, los campesinos de aquella época no tenían en mente a ninguna madre violada,
ni parecían estar atormentados por una supuesta mancha de origen.
Al parecer, la chingada nació junto con el México independiente. Según el testimonio de
Antonio García Cubas en su deliciosa crónica El libro de mis recuerdos, hacia 1840, Andrés
Quintana Roo y otros intelectuales que asistían a las tertulias celebradas en la Librería Andrade ya
manifestaban un vivo interés por el origen del verbo chingar, que para entonces se conjugaba a
diario en todas las pulquerías. El uso generalizado de la palabra coincidió con el surgimiento de la
conciencia nacional, lo que parece confirmar la tesis de Paz; pero una duda sigue en el aire: ¿El
resentimiento contra la madre violada estuvo adormecido en los años de la Colonia? ¿Por qué los
mexicanos reaccionaron con efecto retardado al trauma de la Conquista? Cuando Paz escribió su
ensayo, no tenía a la mano la investigación de Taylor, que le habría ayudado a calcular la edad de
la chingada. Por eso tomó la precaución de aclarar: "No sabemos cuáles fueron las causas de la
negación de la Madre ni cuándo se realizó esa ruptura." Ahora sabemos con certeza que la ruptura
psicológica del mexicano con su pasado no se produjo en tiempos del virreinato, ni en los años de
la Reforma como suponía Paz, sino poco después de la Independencia.
La revolución de 1810 provocó, al parecer, una catarsis de índole machista que buscaba negar
los aspectos más oprobiosos del mestizaje. Entre las razas que formaron el mosaico de la
mexicanidad, sólo los mestizos podían abrigar rencores contra la madre arquetípica, pues, si nos
atenemos a los argumentos del Laberinto, ni los criollos ni los indios puros tenían lazos de familia
con la chingada. Engreídos contra sí mismos, los miembros de la raza híbrida inventaron una
palabra búmerang que ofendía a sus propias abuelas, pero a cambio les daba una fugaz ilusión de
poder. Aunque en la actualidad el insulto hiere por igual a todos los mexicanos, cuando era un
neologismo seguramente fue usado en exclusiva por los mestizos, un grupo étnico que no tuvo
preponderancia demográfica en los primeros siglos de la Colonia y, por lo tanto, no alcanzó a dejar
huella en el habla novohispana. En las décadas posteriores a la Conquista, la mayoría de los
mestizos eran hijos naturales. Más que la discriminación racial, pesaba sobre ellos un repudio
moral por ser descendientes de la unión ilegítima entre una india y un conquistador generalmente
casado con una española. Y aunque, al paso de los siglos, su ilegitimidad de origen se fue
diluyendo, todas las instituciones sociales y políticas del virreinato estaban diseñadas para
echarles en cara ese remoto estigma. Lo extraño —como advirtió Paz en el hallazgo más
trascendental de su ensayo—fue que, al librarse del yugo español, no se identificaron con la madre
doblemente vejada, sino con el chingón que los engendró. -