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El imaginario alquímico en el Modernismo

Isabel González Gil


Universidad Complutense de Madrid

Simbolismo y Modernismo son sin duda calas obligadas de cualquier estudio


que trace la evolución de esta categoría tan rica y polimorfa que es lo insólito en la
literatura. No solo porque el entorno de la bohemia europea de finales del siglo XIX fue
especialmente propicio para cualquiera de sus formas y manifestaciones: la defensa y
apropiación de lo «otro», de lo «extraño», de lo «raro», constituyó además uno de los
rasgos identitarios de dichas corrientes. El libro de ensayos que Rubén Darío dedicó a
sus precursores en 1896 llevaba por título precisamente Los raros. Ya en su origen el
término ‘modernista’ fue un apelativo desdeñoso para nombrar aquello que resultaba
excéntrico en el mundo cultural de la época (cf. Veiga Grandal, 2001: 518).
Si en otras partes de Europa ya desde el periodo romántico existía entre los
escritores un fuerte afán de singularizarse frente a la clase burguesa, no fue hasta el fin
de siglo, según Gonzalo Sobejano, cuando se produjo en España la primera oleada
antiburguesa: «El burgués español de la Restauración se distingue por no distinguirse en
nada, por ser moderado, mediocre, mediano en todo. […] Entáblase, pues, una pugna
entre el individuo que, para singularizarse, acentúa sus cualidades extremas hasta la
extravagancia, y la clase burguesa, anclada en su medianía sin horizontes» (Sobejano,
2009: <en línea>).
El entusiasmo por lo insólito se refleja en múltiples aspectos de la existencia y
escritura de los modernistas: desde su vestimenta y modo de vida hasta sus preferencias
artísticas e intelectuales, pero en este artículo trataremos únicamente de una de las
modalidades más características del Modernismo: la de las denominadas ciencias
ocultas, y en particular la presencia de lo alquímico.
1. Lo insólito modernista. Claves del ocultismo finisecular
Gracias a los estudios de Ricardo Gullón, Virginia Milner Garlitz, o Giovanni
Allegra, entre otros, hoy es sabido que el fin de siglo fue un periodo de gran ebullición
de las doctrinas esotéricas y de las prácticas ocultistas. Se produce un fenómeno
paradójico, que es la divulgación masiva de enseñanzas y la puesta en práctica colectiva

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de artes que se suponen ocultas, marginales, intransmisibles, y que hasta la segunda
mitad del siglo XIX habían discurrido efectivamente de manera soterrada y minoritaria.
Uno de los factores fundamentales de su fortuna fue la emergencia de poderosos
movimientos espirituales de ámbito internacional, como la Sociedad Teosófica fundada
por H. P. Blavatsky —la universidad esotérica del siglo XIX, como la denominó Pierre
Riffard (2008: 284)—, la antroposofía de Rudolf Steiner, o (únicamente en el ámbito
francés pero de enorme influencia en el mundo de las artes y las letras gracias a los seis
Salons des Rose†Croix), la Orden de la Rosa†Cruz de Joséphin Péladan. Por otra parte,
las modas ocultistas como las mesas giratorias ocupaban a salones y tertulias en toda
Europa. Antonio Gota habla en un artículo de 1911 de un «renacimiento» de la antigua
magia.
1.1. Lo maravilloso pre-científico
Sin embargo, las viejas doctrinas heterodoxas experimentaron forzosamente
cambios al adaptarse a las nuevas circunstancias y mentalidad. El desarrollo paralelo y
los nuevos hallazgos de las ciencias positivas produjeron un fenómeno paradójico: la
aproximación, el enfoque científico de lo sobrenatural. Cuando estudiamos testimonios
de la época, vemos que existe una ambivalencia de fondo: pues aunque estas doctrinas y
prácticas se conciben como una respuesta al materialismo y positivismo imperante, el
triunfo de la mentalidad positiva hace que al mismo tiempo se busque (tanto la
comunidad científica como los propios esoteristas) una demostración empírica de los
fenómenos ocultos para legitimarlos. Antonio Gota retrata en su artículo este afán y su
dimensión internacional:
En todas partes se estudia hoy el psiquismo científicamente; […] sabios del
más alto renombre se entregan a las experiencias, sin otro objeto que el de
hacer todavía más luz sobre tan trascendentes hechos. […] infinidad de
Asociaciones científicas de varias capitales se consagran al estudio de los
hechos metapsíquicos. Jamás se ha hecho tanto espiritismo como en el
presente momento; pero jamás también ha habido tanta gente empeñada,
decidida, en saber la verdad acerca del mismo (Gota, 1911: 55).
Es lo que el profesor de medicina de la Universidad de Montepellier Joseph
Grasset denominó lo «maravilloso pre-científico» en su libro de 1907 L’occultisme hier
et aujourd’hui. Para él, el ocultismo no era el estudio de aquello que escapa a la ciencia,
sino de unos hechos que, no perteneciendo todavía a la ciencia, eran susceptibles de
pertenecerle: «Les faits occultes sont en marge ou dans le vestibule de la science,
s’efforçant de conquérir le droit de figurer dans le texte du livre ou de franchir le seuil
du palais» (Grasset, 1907: 9).
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1.2. Vivencia de lo insólito
Esta concepción –este limbo- es característica del fin de siglo. Es responsable en
parte de un segundo fenómeno que hemos denominado «vivencia de lo insólito» para
describir la relación del modernista y lo maravilloso y que hace referencia a la
instalación de estos fenómenos o prácticas no solo en el ámbito de la ficción sino en la
vida cotidiana.
Entre los modernistas, fueron muchos los que se interesaron en las
investigaciones de lo oculto, de cuyos avatares podían saber gracias a las
conversaciones con los teósofos españoles en las tertulias o mediante la lectura de
revistas esotéricas como Sophia. Valle-Inclán fue uno de los autores que en fecha más
temprana se manifestó sobre dichos fenómenos. En 1892, publicaba en El Universal
mexicano su artículo Psiquismo, donde recogía varias de las teorías en boga, y citaba a
William Crookes, Pablo Gibier, Papius (sic.), Aksakoff, Ochorowicz, Sinnett o
Lombroso.
Valle-Inclán mantuvo siempre una actitud beligerante en defensa de lo
maravilloso, como muestran los testimonios de la época y polémicas como la del caso
Argamasilla, a quien está dedicada La lámpara maravillosa, y su supuesta
metasomoscopia (visión a través de los cuerpos opacos). Ramón J. Sender transcribe
por ejemplo en su libro Valle-Inclán y la dificultad de la tragedia el relato del hijo de
Valle sobre el enfado de don Ramón con el teósofo y ateneísta Mario Roso de Luna
―el mago de Logrosán― por su rechazo a la localización de un tesoro:
El muchacho me contó lo siguiente, que yo escuché con asombro: «Papá estaba
necesitado de dinero y llamó a don Mario para pedirle que localizara algún
tesoro enterrado y así salir de dificultades. Prometió don Mario que lo haría y
un mes más tarde como mi padre insistiera don Mario le dijo: está ya
localizado el tesoro, cerca de Guadalajara, entre la ciudad y el río. Es un tesoro
considerable en oro y piedras preciosas, enterrado por un rey moro. Los
gnomos son propicios. Todo está a punto. Mi padre con esa promesa hizo
gastos extraordinarios, pero más tarde, cuando esperaba tomar posesión del
tesoro, le salió Roso de Luna con que había tenido una revelación que le
impedía entregárselo. […] Así pues no hubo tesoro. Nosotros entonces le
retiramos el saludo y tú comprenderás que era lo menos que podíamos hacer»
(Sender, 1965: 135).
Sirva esta anécdota para vislumbrar cómo en los círculos teosóficos los
contornos de lo real y de lo fantástico se difuminan y hay una vivencia deliberada de lo
insólito. De estos dos conceptos hay que partir para comprender los múltiples matices
de la atracción ejercida por la alquimia y su imaginario.

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2. El resurgimiento de la alquimia
La alquimia vive en el periodo modernista un fugaz despertar, tras un declive
progresivo desde finales del Renacimiento. En apenas dos décadas se fundan la Société
Alchimique de France (1896), la Società Alchemica Italiana (1909) y la Alchemical
Society (1912) y surgen revistas de difusión como Rosa Alchemica — L’Hyperchimie o
The Journal of the Alchemical Society, según datos de Rodríguez Guerrero (2007).
También en el ámbito de la ciencia oficial se busca establecer los fundamentos de este
saber perdido del que nace la moderna química: en 1889, el químico e historiador
francés Marcelin Berthelot publica Les Origines de l’Alchimie, y durante nueve años
publicará ocho volúmenes de textos, traducciones y comentarios (cf. Monod-Herzen,
1978: 205).
Poetas como Gabriele D’Annunzio, quien según Rodríguez Guerrero habría sido
miembro de la sociedad italiana, o el dramaturgo sueco August Strindberg, se interesan
en esta ciencia. Este segundo fue probablemente el último gran escritor alquimista
conocido. Su libro autobiográfico Inferno (1898) queda como testimonio de la deriva
agónica de sus experimentos y avances entre crisoles en París. Los periódicos españoles
divulgaron su caso, gracias entre otros a los teósofos, que eran activos articulistas.
Rafael Urbano dice de Strindberg en un texto publicado en el Heraldo de Girona y en
La Autonomía en octubre de 1899 lo siguiente 1: «Strindberg es un gran místico, en el
verdadero y más puro sentido de la palabra […]. Allí [En Inferno] se ve al protagonista
desligarse de los vínculos más sagrados para levantar la punta del velo de Isis. […].
Strindberg en su sueño científico ha entrevisto una química nueva» (Urbano, 1899: 3).
De esta alquimia práctica hubo ejemplos en España, aunque no hay constancia
de que existiese una sociedad como la francesa o italiana. Como observa José Rodríguez
Guerrero, la historia de la alquimia española es una «terra ignota» y muchas de sus
obras han sido completamente olvidadas. Estos ejemplos los encontramos primero,
claro está, entre los círculos teosóficos, en los que era habitual esta «vivencia de lo
insólito» que apuntamos antes, espoleada a menudo por la penuria económica propia de

1 También en noviembre de 1904 un artículo sin firmar publicado en Alrededor del Mundo mencionaba
cómo «Strindberg, el ilustre literato sueco, fabricó un poco de oro operado con sulfato de hierro, cromato
de potasa y permanganato de potasa, cuyos pesos atómicos son precisamente del oro» (ap. Rodríguez
Guerrero, 2007: 222). Además de alabanzas, también recibió críticas, como las de Óscar Widman en su
extenso artículo sobre «La piedra filosofal» para Revista contemporánea en febrero de 1898, donde
afirma que «estos experimentos, por otra parte, no tienen absolutamente ningún interés sino por lo curioso
del hecho» (Widman, 1898: 247).

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la bohemia que hacía tanto más atractivo el intento de producción física del oro. El
ejemplo que aporta Juan Sánchez Abril en Diálogos de alquimia (1929) concierne a uno
de los impulsores del grupo teosófico español: el aristócrata José de Xifré y Bëllow-
Hamel. Rodríguez Guerrero relata a su respecto cómo Xifré recurre al alquimista
Alphonse Jobert para que le ayude con sus serios problemas económicos mostrándole
cómo transmutar la plata en oro; algo que no consiguió ya que «Xifré acabó por vender
su suntuoso palacio madrileño en 1914 y se marchó a vivir a Suiza» (ap. Rodríguez
Guerrero 2007: 205).
Sin duda, podemos hablar de un imaginario alquímico y de un imaginario
alquímico finisecular como dos objetos de estudio distintos. Este segundo a menudo se
restringe a una serie de motivos que gozaron de una gran fortuna en el periodo (la Tabla
de Esmeralda, la figura de Hermes Trismegisto, la Piedra filosofal, etc.), obviando otros
símbolos fundamentales de lo alquímico. Hay que tener en cuenta que para el
esoterismo finisecular la alquimia es, ante todo, la aplicación práctica de la ciencia
hermética nacida en Egipto, aunque dependiendo de la fuente la genealogía remonta
hacia uno u otro pasado legendario.
3. Lecturas del imaginario alquímico
Hay algo que se conserva en la recepción finisecular y es su polisemia, sus
múltiples lecturas. La alquimia nunca tuvo un sentido unívoco. Siempre estuvo a
caballo entre el arte práctico, con unos horizontes concretos y materiales (lograr la
realización de la Piedra que devolviese la perfección –el oro filosofal– a los metales; o
la panacea universal, remedio de todas las enfermedades y capaz de devolver la
juventud) y el significado espiritual, que hace de ella una doctrina mística. Hasta el siglo
XX la alquimia nunca se desligó de su literalidad para ser solo una disciplina espiritual
ni olvidó su trascendencia para quedar reducida a una práctica de laboratorio.
En el fin de siglo, el imaginario alquímico resurge en toda su complejidad, con
un sentido literal (no solo en la ficción, también en la vida con un Strindberg en su
buhardilla parisina experimentando entre matraces) y un sentido místico de sus
símbolos, pero a las lecturas literal y espiritual se le añade una nueva, una lectura
metaliteraria que hace de ella una metáfora del proceso creador. Vamos a ver tres breves
ejemplos, pero esclarecedores, de estas lecturas.
3.1. Lectura literal. Temas y motivos alquímicos en Morsamor
En primer lugar, podemos hablar de un uso «literal» y literario de los motivos y
temas alquímicos en la poesía y en la narrativa de corte fantástico, tanto en los autores

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afiliados a una sociedad esotérica, como Lugones (Las fuerzas extrañas), como en
escritores próximos, como Rubén Darío (un ejemplo de ello es su cuento «El rubí»,
perteneciente a Azul). La novela española donde mejor se plasma el imaginario
alquímico decimonónico es probablemente Morsamor, la novela de aventuras de Juan
Valera. Aunque su autor no profesara en la capilla modernista, sí que tuvo interés y
conocimientos de teosofía 2.
El argumento de la novela se construye sobre un tema alquímico: la
transmutación, el rejuvenecimiento de Fray Miguel de Zuheros gracias al elixir
preparado por el Padre Ambrosio, alquimista y mago. La panacea preparada por el
Padre Ambrosio con «un extracto, una quintaesencia de la piedra filosofal» (Valera,
2000: 52) da una segunda oportunidad en la vida para alcanzar la gloria y redimirse a
este fraile que a los 35 años, decepcionado de no haber logrado ni fortuna ni triunfo en
el mundo, se había recluido en el convento.
La transformación de Fray Miguel en Morsamor se acompaña de una serie de
situaciones y motivos típicos del imaginario alquímico del fin de siglo. El primero de
ellos, y probablemente aquel que gozó de una mayor fortuna entre las plumas
modernistas, es el de la Tabla de Esmeralda. Este críptico texto, al que harán referencia
como veremos también Valle y Lugones, fue en la época el epítome de la ciencia
hermética.
—Yo no puedo revelarte—le dijo—mi oculto saber. Se oponen a ello por
sentencia unánime los iniciados y maestros. […]. Hermes, tres veces grande,
con un buril de diamante hecho ascua grabó todo lo sustancial de la ciencia en
una lámina de esmeralda y dejó escondida la lámina en la mayor de las
pirámides de Egipto, en recóndito y estrecho aposento, adonde no podía
llegarse sino por un revuelto e inextricable laberinto […]. Ni Aristóteles ni
ninguno de los sabios que después ha habido, la han interpretado y comentado
como se debe. Yo me lisonjeo de entender todo su sentido, pero no puedo ni
quiero explicártele ni me entenderías aunque te lo explicase (Valera, 2000: 50).
Si bien la fuente más antigua que han hallado los historiadores es un manuscrito
árabe del siglo VI, en la época solo se conocía su versión latina (Kahn, 2002). Según la
leyenda, ampliamente divulgada y repetida por los ocultistas finiseculares, la Tabula

2 Joan Torres-Pou ahonda en esta relación en su artículo «Aspectos del Orientalismo en la obra de
Juan Valera» (2007), a propósito de una carta escrita a Menéndez Pelayo en 1887 titulada «El
budismo esotérico»: «En ella, Valera le dice a su amigo que, durante una estancia en Estados
Unidos, ha hecho amistad con discípulos de la señora Blavatsky, […] y que los sucesos, principios y
teorías que ha aprendido con ellos lo ha hecho sentirse tentado a emplear ese conocimiento en la
fabricación de una novela en la que lo sobrenatural tenga un papel predominante (Artigas 646)»
(Torres-Pou, 2007: 21).

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Smaragdina había sido encontrada por un iniciado en la tumba del mismo Hermes
Trismegisto, y contenía las claves de la Opus Magnum.
La referencia a este conocido motivo alquímico sirve de preámbulo a Valera
para la escena de iniciación, otro topos de la literatura esotérica. El par dialéctico
formado por el Padre Ambrosio y Fray Miguel reproduce la relación arquetípica entre
maestro y discípulo, iniciado y neófito, que tan del gusto fue de simbolistas y
modernistas: podemos ver recreaciones anteriores de la escena iniciática en el diálogo
de Louis Ménard «Le voile d’Isis» 3, en el que Hermes inicia a su discípulo Asclepio; o
en la novela póstuma de Villiers de l’Isle-Adam (1890), Axël, en el pasaje en que Maître
Janus transmite los arcanos de la ciencia oculta a un aristocrático Axël.
Al igual que en esta novela, la construcción de la atmósfera iniciática en
Morsamor viene dada por el espacio (el laboratorio) y por ciertos objetos: una lámpara
inextinguible, atributo del mago, libros de alquimia (Alegoría de Merlín) y toda una
suerte de utensilios alquímicos: «En varios anaqueles multitud de vasijas de barro,
ampolletas de vidrio, redomas y pomos, que contenían sin duda extrañas drogas;
arrimados a la pared o suspendidos de ella dos esqueletos humanos y pájaros y reptiles
disecados; en diversos poyos, en mesas, en hornillas y en anafes, retortas, embudos y
vasos de metal y de arcilla» (Valera, 2000: 51).
El libro de Morsamor también recoge otro aspecto fundamental del imaginario
alquímico de fin de siglo: su asociación con lo demoníaco. Pese a la presentación del
Padre Ambrosio como un gran sabio que practica una magia legítima, ambos (el
sacerdote y el fraile) acabarán renegando de ella. Fray Miguel termina sus días sintiendo
«acrecentarse su repugnancia hacia la ciencia profana», y queriendo «prepararse a bien
morir y recibir la absolución de sus culpas, no de un sabio mago sino del fraile más
cándido e ignorante que en el convento había» (ibíd.: 261), y el mismo Padre Ambrosio,
temiendo haber sido ayudado por un íncubo o súcubo en sus prácticas, «se apartó del
cultivo de la magia» (ibíd.: 263).
La atracción modernista hacia la alquimia, la magia y otras artes heterodoxas fue
siempre ambivalente. El mismo Baudelaire en Les fleurs du mal (1857) diabolizaba la
figura de Hermes Trismegisto: «Sur l’oreiller du mal c’est Satan Trismégiste/ qui berce

3En su libro Rêveries d’un païen mystique (1876). No olvidemos que su autor, compañero de clase y
amigo de Baudelaire, fue químico además de escritor y estudioso de la antigüedad griega. Ente otras
obras de erudición, estudia y traduce los libros herméticos.

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longuement notre esprit enchanté,/ et le riche métal de notre volonté/ est tout vaporisé
par ce savant chimiste» (Baudelaire, 1868: 79).
También Valle-Inclán en la Clave IX «Rosas astrales» de El pasajero construye
la rima del primer terceto Trismegisto (o Trysmegisto, como ortografía Valle) con
Anticristo.
3.2. La alquimia mística en Valle-Inclán
Pero la recepción no se limitó solo a temas y motivos en la narrativa fantástica.
Como hemos mencionado antes, el universo alquímico siempre tuvo una lectura mística
además de una técnica. Era en ella donde para muchos residía el valor de un saber que
sin esta y a falta de comprobación empírica se reducía a ser una precursora extravagante
de la ciencia química.
Así, Papus dirá en el prefacio del libro de François Jollivet-Castelot, Comment
on devient Alchimiste (1897), que la alquimia no es un antepasado «balbuciente» de la
química, sino su parte metafísica, abandonada en la modernidad. Según Jollivet-
Castelot, no era una ciencia muerta, sino una filosofía viva, con cuya divulgación
pretendía expandir «quelques germes nouveaux dans les esprits dégoûtés de l’Analyse
excessive et du Matérialisme impuissant» (Jollivet-Castelot, 1897: 9).
Evelyn Underhill en su tratado La mística (1911) consideraba que la alquimia
era uno de los tres diagramas que habían utilizado tradicionalmente los místicos para
describir su experiencia espiritual. La búsqueda de la Piedra filosofal era la búsqueda de
lo Absoluto, que requería un trabajo de transformación interior del hombre. Esta
concepción parte de que el hombre «lleva dentro de sí, si pudiéramos encontrarla, la
chispa o semilla de la perfección absoluta: la “tintura” que produce oro» (Underhill,
2006: 166). La Magnum Opus, culminación del trabajo alquímico sería, para Underhill,
la trascendencia de la naturaleza inferior –escindida- del hombre, la unidad recobrada.
Las imágenes alquímicas representarían las transformaciones psíquicas (Hutin, 2008)
operadas mediante la ascesis, la purificación del ser.
Esta lectura de los motivos alquímicos es la que prevalece en los ejercicios
espirituales que publicó Ramón del Valle-Inclán en 1916, La lámpara maravillosa. «La
Piedra del Sabio» es el título del último de los cinco apartados centrales de la obra. El
símbolo representa una meta espiritual, el fin del peregrinaje del poeta: su Compostela
interior:
El corazón que pudiese amar todas las cosas sería un Universo. Esta verdad,
alcanzada místicamente, hace a los magos, a los santos y a los poetas: Es el

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oro filosofal de que habla simbólicamente el Gran Alberto: ¡La Piedra del
Sabio! (1916: 228).

Peregrino del mundo, edifica tu ciudad espiritual sobre la Piedra del Sabio.
Hermano, pálido adolescente lleno de inquietud y de dudas, haz alto en el
camino, aprende a ser centro y alma solitaria sobre el monte. Como los
antiguos alquimistas buscaban el oro simbólico, sello de toda sabiduría, en
el imán solar, busca tú la gracia de amor que no tienes (1916: 243).
El cierre del libro, la última de las glosas, vuelve a insistir en el conocimiento
amoroso como la clave para realizar la Gran Obra alquímica, que es el retorno a la
unidad del Ser, para alcanzar lo que Valle-Inclán, siguiendo a su maestro el místico
aragonés Miguel de Molinos, llamaba la quietud. «Peregrino sin destino, hermano, ama
todas las cosas en la luz del día, y convertirás la negra carne del mundo en el áureo
símbolo de la Piedra del Sabio» (1916: 246).
Si la piedra filosofal es un motivo recurrente en la obra valleinclaniana, Valle no
deja de referirse a otros motivos típicos del imaginario alquímico finisecular, en
especial a la Tabla de Esmeralda, que es citada repetidas veces. Como sucede con otras
referencias esotéricas, le importa más su «prestigio simbólico» y poder de evocación
que la exactitud de sus aserciones. Pues si bien algunas citas aluden a un contenido
presente en el texto, como la constitución trina del hombre y el cosmos: «Interpreta el
símbolo trino del mundo con la clave trina de tu humanidad, según enseña la palabra
fragante de misterio, guarda en la Tabla de Esmeralda» (1916: 223), en otras hay una
interpretación libre, como el pasaje donde habla de un «libro cabalístico» cuya última
frase se refiere al amor: «No hay otra verdad que las celestiales palabras con las que se
cierra el libro cabalístico de La Tabla de Esmeralda: Te doy el amor en el cual está
contenido el sumo conocimiento» (1916: 132); o aquel en el que el guía enseña al
peregrino la visión gnóstica: «La eterna inmovilidad de la flecha no puede ser referida a
la conjunción efímera con nuestros ojos, sino a la visión gnóstica que solo alcanzan los
iniciados, como enseña la ciencia alejandrina guardada en la Tabla de Esmeralda»
(1916: 214).
No solo en el texto hay elementos alquímicos, también en los grabados de Moya
del Pino que ilustran la obra. Uno de estos símbolos es el del huevo filosofal, que según
Underhill representa «la sustancia o Primera Materia de la Gran Obra» (2006: 168), la
correcta combinación de los tres elementos Azufre (materia), Sal (intelecto) y Mercurio
(principio espiritual).

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Figura 1. Grabado de José Moya del Pino para la edición de
1916 de La lámpara maravillosa. Ejercicios espirituales.
Otro grabado en el que se observa la unión del Sol y la Luna remite al
matrimonio alquímico, «la fusión del espíritu humano y el divino». Según Underhill,
«bajo esta imagen se esconde el final secreto de la vida mística: esa unión inefable de lo
finito y lo infinito —esa amorosa recepción de la vitalidad invasora de Dios— de la que
procede el Magnum Opus: el ser humano espiritual o deificado» (2006: 170).

Figuras 2 y 3. Grabados de José Moya del Pino para la edición de 1916 de


La lámpara maravillosa. Ejercicios espirituales.

3.3. «Nuestras ideas estéticas». Una lectura metaliteraria


Además de estas dos lecturas clásicas de los símbolos alquímicos, existe en el
Modernismo una tercera lectura. La simbología alquímica, diagrama de un proceso
físico y/o espiritual, se adopta como símil del proceso creador.
La asociación del poeta y el artista con el alquimista asoma tanto en
comparaciones que podríamos llamar lúdicas como en meditaciones sobre la naturaleza
del arte. La observamos en el retrato que hace Gómez de la Serna del poeta-alquimista
en La Pluma en 1923, «La personalidad fantasmagórica de don Ramón»:
En aquella época fue en la que se dedicó don Ramón a la alquimia
misteriosa, no por encontrar la despreciable fórmula del oro, sino para
encontrar la palabra creadora, la imagen en que más duradera pudiese ser la
figuración. Es su época de Fausto. En sus ojos queda el fuego de sus
manipulaciones y de sus hornillos, y llevaba a las tertulias ese brillo extraño.
Fue su hora de leer en el gran Facistol los libros inmensos de los que cuelga
una larga cinta como señal, pues, si se perdiese por donde se iba, se sería ya
un extraviado eterno (1923: 77).

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En La lámpara maravillosa de Valle-Inclán, como hemos visto, la Piedra del
Sabio era el final del peregrinaje del artista, a través de distintos «tránsitos estéticos»
hacia una realización espiritual y estética. Sin embargo, la analogía entre creación
literaria y alquimia se hace más explícita en el artículo de Leopoldo Lugones «Nuestras
ideas estéticas», firmado como M.S.T. (Miembro de la Sociedad Teosófica), publicado
en 1901 en la revista bonaerense Philadelphia y reproducido en 1902 en Sophia.
Para Lugones, como buen platónico, la Belleza era uno de los tres atributos de la
Unidad-realidad junto con la Verdad y el Bien. La literatura y el arte debían ser
expresión de esa unidad cósmica. El autor emplea la simbología alquímica para
describir este proceso. Para él, la ley de la analogía hermética (para referirse a la cual el
autor cita una de las sentencias más famosas de la Tabla de Esmeralda) se manifiesta en
el principal recurso poético: la metáfora: «(…) la poesía, parece como que ha presentido
esto, siendo, desde las edades más remotas, declaradamente panteísta. La gran ley de la
analogía, en virtud de la cual “lo que está arriba es como lo que está abajo”, tiene su
formulación en la metáfora, alma de la poesía» (1902: 175).
No sólo la analogía hermética sirve de logos al proceso creador, también la
síntesis. Al igual que en la realización de la Gran Obra alquímica, para alcanzar la
Belleza, dice Lugones, «es menester ir refundiendo en seres cada vez más sintéticos a
los que lo son menos» (1902: 175). La unidad debía manifestarse mediante la
personificación de lo inmaterial y la humanización de lo material, un proceso para el
que Lugones se vale del símil alquímico nuevamente:
Es, como se ve, la vieja fórmula de la Tabla de Esmeralda, aplicada en
sentido alquímico: «fijar el volátil y volatilizar el fijo», pues «lo que está
arriba es como lo que está abajo» y la Grande Obra consiste en restaurar la
unidad substancial del Todo. «El mejor atanor es el hombre», añadían lo
filósofos espagíricos, porque aquella unidad había de manifestarse en el
espíritu humano. Ahora bien; la unidad de un ser complejo depende de la
armonía de sus partes, y quien percibe tal armonía percibe al mismo tiempo
tal unidad. Cuanto más elevado es el ser, más sintético, y para nosotros este
es el ser humano, la síntesis universal, el microcosmos (1902: 180).
Hemos bosquejado, a través de estas tres lecturas, tres caminos por los que los
símbolos alquímicos se integran en el imaginario modernista, cómo esta ciencia
olvidada resurge no solo como una expresión de lo insólito en la ficción o en la
cotidianeidad de esta corriente esotérica de la bohemia finisecular, sino como metáfora
del anhelo modernista de unidad en el cosmos, en el interior del hombre y en el arte.

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Bibliografía
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