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Cuaderno de Futuro 24

INFORME SOBRE DESARROLLO HUMANO

Ser alguien, ser boliviano


Niños, adolescentes y jóvenes
en el umbral de la ciudadanía

Cecilia Salazar de la Torre


Si la suerte nos ha deparado ser bolivianos,
pues seamos profunda y auténticamente bolivianos,
fisonomicemos en nosotros a nuestro tiempo y a nuestro pueblo,
que cuando llegue la hora de las cuentas definitivas,
eso será lo que realmente valga como valor individual
aquilatador y justificador de una vida
y como significación universal también.

Carlos Medinaceli
INDICE

Introducción

Capítulo I
Trabajo, educación y ciudadanía

El marco histórico de la ciudadanía


Ciudadanía y relaciones intergeneracionales
La educación como factor de cohesión nacional
La educación como factor de ascenso social

Capítulo II
Ciudadanías políticas y ciudadanías primordiales
en Bolivia

Antecedentes
La sociedad agraria en la sociedad capitalista
Ciudadanías políticas
Desocialización laboral y crisis estatal: “mi mamá es el hombre de la
casa”
Ciudadanías primordiales

Capítulo III
Extrañamiento y desarraigo juvenil, hoy

Antecedentes
La educación para ser alguien, para ser boliviano
Las jóvenes indígenas: de tutela en tutela
El extrañamiento intergeneracional
Migrantes del campo a la ciudad y la inevitable socialización mestiza
Juventud y violencia
Juventud y mito

Conclusiones

Bibliografía
Introducción 5

Introducción
En el escenario del profundo desgarramiento social, político y cultural
que vive el país, hacer un repaso de la situación de la juventud
implica encarar el paisaje de una honda frustración nacional. Baste
para ello observar la rebeldía juvenil que, incapaz de ser recogida
como virtud, es anulada y puesta en entredicho por el medio social,
sin tener en cuenta lo que implica para la renovación moral de la
colectividad.

A principios del siglo XX, Carlos Medinaceli ya había expresado


esa sensación al referirse al fracaso de la generación del grupo
“Gesta Bárbara”: “Como todas las de la República, estalló en un
verso y encalló en un empleo”.

Apelo a esta frase pensando en lo que implica la juventud para


la construcción de la nación, valor sobre el cual se edificaron gran
parte de las invocaciones del propio Medinaceli, cuando nos llamó
a ser “profunda y auténticamente bolivianos”. Lo hago, además,
recordando al muchacho de Chivimarca, en Cochabamba, que,
ubicándose en medio de los dilemas que resquebrajan nuestro
sentido de identidad, invocó su deseo de ser reconocido desde la
paridad: “no sé por qué en la ciudad nos menosprecian, si todos
somos bolivianos”.

Por último, sitúo este hecho en alusión a esa especie de poesía


bélica de los jóvenes raperos de El Alto, en quienes está presente
una profunda y sentida condición de bolivianidad, exhortada en la
canción que dice: “…tal vez no entendemos, no comprendemos /
que somos una patria bella / que brillamos en América como una
estrella / donde estamos los bolivianos dejamos huella”, pero que
a su vez se complementa dramáticamente con aquella otra que
señala: “Unidos ya estamos / aymaras, quechuas, cambas / chapacos,
guarayos y otros originarios / con ponchos y aguayos, / pijchando
la coca / viendo la suerte de la vida loca / que ahora nos toca / andar
bien armados / preparados para matar / a estos pendejos que nos
quieren acabar”. (Movimiento Lírico Urbano y Ukamau y Ké, citados
por Cárdenas, 2006.)
6 Ser alguien, ser boliviano

¿Qué hay de común en estas expresiones beligerantes y


controversiales? Podría decirse: una nación que, incapaz de dotarse
de una fisonomía tanto local como universal, no ha logrado alinear
de un modo coherente sus particularidades para darles un horizonte
común. De ahí surge, desde mi punto de vista, el dolor del “ser
boliviano” que se ahoga persistentemente en la experiencia juvenil.

Siguiendo con Medinaceli, habría que observar ese dilema en


nuestra indiferencia hacia la cultura como factor de emancipación,
por lo tanto, en los males que aquejan a la educación boliviana casi
de manera invariable, impidiendo el cumplimiento del papel que le
es inherente: darle cohesión a la sociedad a partir de un imaginario
compartido, sustentado en las raíces que le otorgan sentido a nuestra
particularidad. Todo el trabajo de crítica literaria y estética de este
autor estaba orientado en este sentido, siendo uno de los legados
más vitales que le dejara a nuestro país.

Quizá por ello mismo, al margen de estas ocupaciones,


Medinaceli también optó por el magisterio cuando éste era reconocido
como una práctica extensiva del “apostolado”, trasladando
virtuosamente uno de los rasgos míticos del orden preestatal al
orden moderno. Pareciera que el incumplimiento de esta
responsabilidad, justo en su sentido místico, llevara implícita la
frustración de la juventud con la que cada vez se corresponde menos,
disociando así su rebeldía ante la construcción de la nación o
expresándola en lo que, según Medinaceli, es “la ardua lucha, la
guerra a muerte que estalla siempre entre la aptitud individual y la
acción anuladora del medio”.

Sintomáticamente, Medinaceli también vinculó este devenir


con el ambiente adormecido y fosilizado de la “empleomanía”, el
“caciquismo”y la “mesocracia”, puerto final de aquellas sociedades
que, incapaces de generar un sentido ético del trabajo productivo,
terminan devorando el ímpetu transformador de sus nuevas
generaciones: el verso transformado en empleo.

De similar tenor eran las páginas que profusamente


desplegaron otros intelectuales en América Latina en su misma
Introducción 7

época, en gran parte atribuyendo a nuestra herencia hispana la


laxitud del ambiente social, resultado de la cultura caballeresca y
teológica española, que se hizo dependiente del oro y de la plata
de las Indias y no de las virtudes de la ética del trabajo propia del
protestantismo, como ocurriera con Gran Bretaña. Quizá por eso,
varios de estos intelectuales valoraban la necesidad del obrar como
el basamento de la sociedad, sobreponiéndola a las tentaciones del
hablar y hablar, tan tendiente a la facundia o a la especulación
ingeniosa “del bufete” y del “parasitismo social”, como dijeran César
Vallejo, José Carlos Mariátegui y José Ingenieros, entre otros. Para
ellos, como para Medinaceli, el trabajo y la cultura eran los sillares
de la nacionalidad y por eso, siguiendo a Fichte, la educación debía
tener como designio forjar la voluntad de los niños y los jóvenes en
aras de la comunidad.

Volcando la argumentación literaria hacia la sociológica, en


el trabajo que presento a continuación intento observar este conjunto
de aspectos con relación a los dilemas juveniles en el país de hoy,
exhibidos como un retrato de la incapacidad del Estado-nación para
absorber a una masa laboral emergente, en el marco de la estructura
laboral de nuestro capitalismo. En mi perspectiva, tal imposibilidad
acarrea procesos de fragmentación social, con la agravante a veces
de la disputa racial que llena la “vacancia ideológica”, dejando tras
suyo una colectividad ausente de formas de socialización basadas
en la organización del trabajo. Siguiendo el curso de estas hipótesis,
asocio estos problemas con la cultura que, en su versión reproductora
social e históricamente más importante, no tiene sino la forma de
la educación.

En el fondo de tales apreciaciones, a lo que me refiero es a


los dilemas que atingen a la ciudadanía, tanto en su fase formal
como sustantiva. Es decir, a aquella identidad que se configura en
la relación entre Estado y sociedad y que, por ello, lleva consigo un
principio de pertenencia y reconocimiento en la modernidad,
sustentado en la igualdad jurídica, pero que exige, al mismo tiempo,
opciones para que ésta se materialice en la igualdad social, a fin de
no poner en riesgo los principios generales de la pertenencia.
8 Ser alguien, ser boliviano

En Bolivia la igualdad jurídica se traduce en el “ser boliviano”


como sinónimo de la pertenencia en su fase más universal, referida
al Estado-nación. Pero está refrendada también por la idea de “ser
alguien”, a mi juicio en función de los reconocimientos que desde
el Iluminismo se activaron vinculados con lo “humano” y que, en
nuestro caso, se asociaron a la argumentación colonial sustentada
en la dicotomía barbarie-civilización. Hoy esta dicotomía está
fuertemente vinculada a las disyuntivas laborales y disciplinarias
del capitalismo, por lo que “ser alguien” es una aspiración vinculada
a la condición laboral que éste despliega.

La ciudadanía juvenil ha sido tratada en este trabajo en el


marco de preocupaciones de alcance más global. Intento conectar
las características propias de la subjetividad cultural de los grupos
sociales con las condiciones estructurales del país, que para los
jóvenes se abren bajo las condiciones de una enorme situación de
conflicto debido a las limitaciones integradoras de la sociedad
boliviana, que no hacen sino manifestar el precario alcance de
nuestro desarrollo capitalista. Lo hago, además, sin perder de vista
la importancia que tiene la familia en la organización de los proyectos
de vida de los jóvenes hombres y mujeres, con la que están
estrechamente asociadas las jerarquías de género y generación en
las que éstos y éstas se debaten. En ese intento, observo a la juventud
en el tránsito por aquel ciclo de vida que está concluyendo su
constitución en el marco de las relaciones de sociabilidad primaria
(familia y escuela). Es decir, se está dejando de ser niño y adolescente,
dando inicio al proceso de inserción que se comienza a vivir en los
marcos de la sociabilidad secundaria (el ámbito público-político).
Su complejidad está vinculada, pues, al paso que teóricamente
atinge tanto a la madurez tanto social como psicológica del sujeto
y que llevan consigo el principio de la independencia individual.
Ese marco me permite flexibilizar la consideración de una edad
precisa y/o estática para caracterizar al sujeto de este ensayo.

El documento se divide en tres partes: la primera intenta aproximarse


teóricamente al problema de la ciudadanía con las variables
integradoras del trabajo y la educación; la segunda pone el énfasis
en un esfuerzo por teorizarla en sociedades que, como la nuestra,
Introducción 9

no alcanzan a desarrollar a plenitud el marco del Estado-nación; en


la tercera, finalmente, se pone hincapié en los procesos seguidos
“desde abajo” por los niños, niñas, adolescentes y jóvenes en la
ruta de su integración ciudadana, poniendo especial atención a los
hombres y mujeres migrantes rural-urbanos (es decir, los que migran
del campo a la ciudad) y las rupturas de su subjetividad.
Capítulo I
Trabajo, educación y ciudadanía
El marco histórico de la ciudadanía
Parto por señalar que todo proyecto sociopolítico activa criterios
abstractos de normalización, a fin de “integrar” a los sujetos a la
identidad colectiva (de Sousa Santos, 2002). Para el Estado-nación,
uno de los criterios de normalización es el de ciudadanía, activada
como una noción de pertenencia universal que desde el liberalismo
avala la noción de igualdad jurídica de las personas, suprimiendo
las jerarquías estamentales del antiguo régimen, pero confiriendo
además sentido y coherencia al orden societal postnatural, a partir
de la noción de “contrato” o “pacto social”, sustentado en la
racionalidad de los individuos 1 . En ese curso cobra sentido el
concepto de “voluntad general”, al amparo de las invocaciones
hechas a los sujetos para que se despojen de sus particularidades
e intereses privados, en aras del “bien común”.
Ahora bien, la noción de ciudadanía se desplegó no sólo a
partir de la constitución del orden liberal, sino también de la
reproducción material y cultural del capitalismo, entorno histórico
de la constitución de los Estados-nación. En ese marco, la ciudadanía
conlleva un dilema inherente a este proceso que, por un lado, bajo
el régimen jurídico y legal, ampara y reconoce a los sujetos “como
si” fueran iguales entre sí, y por el otro, protege relaciones sociales,
económicas y culturales que llevan incorporada la subordinación y
desigualdad de unos respecto a otros, bajo el nuevo criterio
normalizador que es el régimen salarial (de Sousa Santos, 2002;

1 El estado de naturaleza ha sido caracterizado en función de la legitimidad o no del orden


estatal moderno y capitalista. En ese sentido, es un recurso metodológico que aún no ha
resuelto la tensión entre los hechos y la especulación (Campbell, 2002). Desde el punto de
vista del liberalismo, sus connotaciones apuntan a la sociedad salvaje, caótica y sin normas.
Desde el punto de vista del romanticismo, se privilegia el carácter ideal y armónico de las
relaciones de presencia y los vínculos orgánicos de los sujetos de la sociedad natural.
Finalmente, el marxismo ha sostenido un debate según el cual las sociedades precapitalistas,
por lo tanto preestatales, tienen el inevitable destino de desaparecer o ser consumidas por
la lógica del mercado.
12 Ser alguien, ser boliviano

Ciriza, 2001). En un caso, la ciudadanía hace alusión al despliegue


de nociones de pertenencia, en torno a derechos y obligaciones
propios de las estructuras políticas de la modernidad vinculadas al
Estado y, en el otro, a las relaciones que corresponden al régimen
del capitalismo como marco general de reproducción material.
S i esto es así, en ese espectro queda al margen una gran
parte de los sujetos, especialmente las mujeres, para las que el
mercado de trabajo asalariado ha sido históricamente restrictivo e
inaccesible, formando parte del pacto tan sólo a través de la mediación
del salario masculino. En su forma más amplia, ese espectro reúne
a grupos precontractuales (de Sousa Santos, 2002), compuestos por
el llamado “ejército industrial de reserva”. Sin embargo, dicha
exclusión no implica que sobre este conglomerado no se activen
mecanismos de integración política, cultural y económica, fundados
en los derechos de participación en la configuración del poder,
especialmente a través del voto; fuentes de adhesión y lealtad al
Estado-nación, por ejemplo a través de la cultura nacional y la
educación; y por último, modalidades económicas vigentes a través
del consumo de mercancías, con todo el correlato cultural que ello
implica. De este modo, la exclusión también retrata una paradoja:
los sujetos precontractuales están ausentes de las relaciones salariales,
pero están adheridos al régimen estatal y al régimen de mercado,
aunque tangencialmente o de un modo periférico y/o formal; es el
caso de los indígenas o, más bien, de los sujetos de la sociedad
agraria.

Ahora bien, al forjarse el vínculo entre los sujetos sociales y


el Estado como “voluntad general”, se está forjando, al mismo
tiempo, una relación de lealtad política sujeta a una estructura que
tiene su razón de ser en las diferentes formas de monopolización
que trae consigo el capitalismo y que privilegian el carácter dominante
de unos grupos sobre otros, en función de una apropiación-
distribución desigual y diferenciada de bienes económicos (Elías,
1989). Lo que quiere decir que los dominados acceden al pacto en
tanto tales, bajo el sustrato de las relaciones laborales inherentes
al capitalismo, mientras que los excluidos lo hacen tan sólo en el
marco de los sistemas de vigilancia que se erigen con el Estado, sin
Trabajo, educación y ciudadanía 13

acceder a las interacciones socializadoras de la relación capital-


trabajo.

Norbert Elías sitúa la lealtad política en el marco de la


legitimación del monopolio de la violencia en manos del Estado, a
partir de lo cual la sociedad se vio obligada a replegar sus emociones
y subjetividades particulares, es decir, a autocontrolarlas en aras de
una interacción abstracta con los demás y, en especial, con las
estructuras institucionales que se yerguen para posibilitar la relación
racionalizada entre Estado y sociedad. La diferenciación de funciones
en el marco de la estatalidad habría contribuido a estos procesos
de autocontrol, obligando a la sociedad a establecer lazos “coherentes”
con ella en el marco de los sistemas de vigilancia política, pero
también de disciplinamiento cultural dominante. La coherencia tiene
sentido, en el marco de la “voluntad general”, como una construcción
legítima, creada y aceptada por toda la sociedad 2.

Es en ese marco en el que pueden pensarse los soportes de


integración cultural que el desarrollo histórico convirtió en una
ontología, al caracterizar al ciudadano como sujeto “coherente” al
orden estatal. Constituido en “agente”, éste tiene como atributo la
razón práctica, en los términos planteados por O´Donnell:

Usa su capacidad cognitiva y motivacional para decidir


opciones que son razonables en términos de su situación
y sus metas, de las cuales, salvo prueba terminante en
contrario, se lo/a considera el/la mejor juez/a. Esta capacidad
hace de él/ella un agente moral, en el sentido de que
normalmente se sentirá (y será considerado/a por los otros)
responsable por sus opciones y por (al menos) las
consecuencias que siguen directamente de ellas. (O´Donnell,
2002: 59.)

2 Simmel afirma que a este proceso le habría sido inherente el paso de la vida anímica
“conforme a la sensibilidad” hacia la vida anímica “conforme al entendimiento”, señalando
con ello la mutación de la sociedad rural (agraria) en sociedad urbana (industrial), lo que
trajo consigo prácticas de reflexividad individual activadas en función de la “indiferencia”,
es decir, de la disolución del contacto humano subjetivo, para posibilitar, más bien, interacciones
abstractas e indeterminadas (Simmel, 1998).
14 Ser alguien, ser boliviano

Weber fue explícito en ese sentido cuando comentó las cartas


morales que Benjamín Franklin escribió a su sobrino y que, en la
lógica protestante y capitalista, adquirieron significado utilitarista
para constituirse en la base del ethos racional y moderno. Como se
sabe, esos valores son: considerar que el tiempo es dinero, que éste
tiene sustento en el crédito bien empleado (y en la noción del “buen
pagador”) y, por lo tanto, que el dinero engendra dinero (Weber,
1991)3.
Tres consecuencias se derivan de esta caracterización: la
primera, el carácter del ciudadano en tanto individuo; la segunda,
la atribución racional de sus decisiones y, tercera, la legitimación
moral de la que se dota, en tanto sujeto adaptado a la voluntad
colectiva (al Estado), aquel que conlleva derechos y obligaciones
sustentadas en el cálculo instrumental que media las interacciones,
por lo demás reconocidas, sancionadas y respaldadas legalmente,
tanto entre los ciudadanos dominantes como entre los ciudadanos
dominados y excluidos.

La adaptación del sujeto al orden, como ya señalé, implica


quedar despojado de sus particularidades o, en su caso, hacer suyas

3 Según Edmundo Leites, el autocontrol y el disciplinamiento corporal que traen consigo la


modernidad y el capitalismo se produjeron bajo jerarquías de género y tienen la marca de
condicionantes religiosos que se originan en el estoicismo platónico, que luego inspiraría
a la ética protestante. Según este autor, en esos condicionantes confluyó una mayor disposición
masculina al placer y los deseos mundanos, y una mayor disposición femenina a la conciencia
divina y la abnegación. Esta confluencia se dio en la supuesta armonización de las relaciones
de género, en función de los valores del “espíritu del capitalismo”, es decir, de regímenes
sociales basados en el cálculo, la eficiencia y la maximización de la producción, por un lado,
y la constancia, la discreción, la fe y la autocoacción, por el otro. Eso determinaría el carácter
de hombres y mujeres en el capitalismo y la modernidad y, por lo tanto, también su
disposición sexual (Leites 1990). Habrá que recordar que en el mismo periodo en que se
constituía este imaginario, el catolicismo iniciaba su apelación a la figura de la virgen María
como mediadora entre Dios y los hombres. Lo hizo para contrarrestar, justamente, el avance
del reformismo protestante y ante la necesidad de contar con una bandera que convocara
a sus seguidores de un modo convincente y masivo. En referencia a esta imagen también
se produjeron mandatos culturales alrededor de las mujeres, en este caso, a nombre del
“marianismo”. Todo ello produjo, pues, la idea de la familia armónica y de los papeles de
hombres, mujeres e hijos.
Trabajo, educación y ciudadanía 15

las que supone la “voluntad general”. Con ese fin se activan los
dispositivos culturales de socialización estatal, entre los cuales la
escuela y la familia ocupan un lugar central. En ambos casos está
presente la idea de otorgar completitud al sujeto, a través de su
disciplinamiento, para que se convierta en agente racional y así
adquiera los hábitos estandarizados que requiere la ciudadanía (de
Sousa Santos, 2002b; Foucault, 1987). Se trata, en el fondo, de
extraer de este proceso las “fuentes de error” que suponen las
especificidades que no le competen al capitalismo como estructura
económico-productiva, de donde surgió la condición primigenia de
la socialización contemporánea: el salario y la fábrica, expandida
luego a la institucionalidad del Estado (Lukács, 2004).

Así, el nuevo orden social, político y cultural se previno de


reconocer otras formas de pertenencia y reproducción que no sean
las estatales. Pero también lo hizo en relación con racionalidades
que no son “coherentes” con las del “agente”, bajo el supuesto de
que lo contrario sería llevar al orden estatal subjetividades que no
responden al orden económico-social, político y cultural constituido
por el todo, independientemente de las preferencias específicas que
están en juego4.
Con ese recurso apareció también la figura jurídica de la
igualdad, sujeta a criterios que se derivan de un concepto histórico
de lo “humano” como entidad abstracta y despersonalizada, que
emergió al calor de la cultura de la Ilustración y sobre cuya base se
dirimió la existencia imaginaria del salvaje como prehumano, dotado
de signos antropomorfos propios de los ámbitos naturales de lo
rural y que tienen que ver tanto con el comportamiento social como
a la corporeidad física (Bartra, 1992; Simmel, 1998).

4 Es en ese orden en el que Elías sitúa la tensión entre los valores del autocontrol, que
resultan de la monopolización de la violencia legítima en manos del Estado, y la monopolización
o apropiación de los recursos materiales en manos de unos pocos. Dicho de otro modo, la
tirantez existente entre los sistemas de vigilancia y el despojo material del que son objeto
la mayor parte de los sujetos sociales (Elías, 1989).
5Por eso la igualdad es un logro que se busca alcanzar, ya sea por métodos individuales (la
movilidad o el ascenso social) o por métodos colectivos (las luchas sociales). En este trabajo
daré prioridad a la movilidad social.
16 Ser alguien, ser boliviano

Planteados así esos problemas, a la ciudadanía le es inherente


una nueva contradicción: sustituye formas de adhesión reconocidas
como particulares y específicas, para erigir una única forma de
adhesión que se asume universal y general. Puesto en ese horizonte,
el ciudadano es el sujeto que cumple con las reglas del juego relativas
a esa universalidad pero, al mismo tiempo, para ser reconocido
como tal, deben atribuírsele condiciones culturales, político-jurídicas
y sociales que abstraen su especificidad y particularidad. Lo que
conduce, en otras palabras, a que los particulares deban
universalizarse o, en un sentido similar, a que sean asumidos como
iguales, siendo que la igualdad para ellos es una condición a alcanzar5.
Aquí está presente el supuesto de que existe un modelo que
encarna la universalidad: el ciudadano, dotado de las virtudes que
le son intrínsecas al escenario histórico explicitado anteriormente,
en sus fases política, económica y cultural. Por todo lo señalado
hasta aquí, el ciudadano se convirtió en el habitante modelo del
burgo: el buen empresario, por un lado, y el buen trabajador, por
el otro, ambos tributarios no sólo de la racionalidad del cálculo,
sino también de la ética del trabajo como valor del nuevo ser social
individual y colectivo. Sobre esa base emergió un modelo clasificatorio
inherente a las necesidades de producción y reproducción de la
estructura vigente. Como veremos, todo ello aconteció en el tránsito
rural-urbano, o en la transformación de la sociedad agraria en
sociedad industrial.

CIUDADANÍA Y RELACIONES INTERGENERACIONALES


Ahora bien, una referencia central que alude a este proceso está
asociada al interés que puso desde entonces el Estado en la población,
en aras de maximizar la vida (Foucault, 1987). A partir de este
concepto, los sujetos fueron convertidos en un recurso a ser
administrado por el aparato estatal, en función de su utilidad política,
definida según el modelo clasificatorio emergente. Los criterios
implícitos apuntaron, entre otras cosas, a la categorización del sujeto
según su potencial laboral, valor que diferencia al que está dotado
de capacidades para el trabajo bajo el formato de la industrialización
y la estatalidad. Es decir, del sujeto con capacidad para amoldarse
a los regímenes que se estructuran en torno al desarrollo capitalista
y, por ende, con atributos que lo hacen leal a la normativa y jurídica
del Estado-nación
Trabajo, educación y ciudadanía 17

Bajo ese criterio, los jóvenes se constituyeron en el sustento


de la productividad capitalista, desplazando a los más viejos y/o
inutilizados o a los más jóvenes e “inmaduros” o “incompletos”.
Desde mi punto de vista, en su priorización se activaron las variables
de la maximización productiva, a partir de las nuevas formas de
organización laboral y de gestión administrativa basadas en la
eficiencia y la racionalización de tipo taylorista, primero, y fordista,
después. De modo complementario, en el hecho de que la mano de
obra juvenil es más moldeable a este proceso y a los supuestos
inherentes a la competencia, a la individualización y a la innovación
progresiva que le son propias, bajo el discurso de que “el mañana
es de los jóvenes”6.
La definición del sujeto productivo, sin embargo, se fue
desarrollando en el transcurso de otro proceso histórico paralelo:
la nueva división social y sexual del trabajo. En ese orden, la
jerarquización social y cultural en torno al “agente” o ciudadano se
fue complejizando en función de los aspectos relativos a la
transformación de la sociedad agraria, tradicional y precapitalista
en sociedad industrial, moderna y capitalista, o de la sociedad
cohesionada por los vínculos de la costumbre en una sociedad
cohesionada por los vínculos de la racionalidad (Dewey, 2004).

Para observar este proceso, es importante situar las diferentes


formas de transformación dadas en función a la separación o
desanclaje del tiempo y el espacio (Giddens, 1994) o a lo que Marx
denominó “extrañamiento” –cuando el sujeto fue despojado de sus
relaciones orgánicas con la tierra y puesto en un escenario nuevo
de interacción en el marco de la industrialización– (Marx, 1999).
Este hecho devino en nuevas formas de reconocimiento identitario,
moldeadas en el alejamiento o la disociación de las relaciones de
presencia, alrededor de las cuales las interacciones sociales cambiaron
de sentido cobrando vigencia nuevas formas de mediación entre la
sociedad y la autoridad. Entre éstas, la educación organizada desde
el Estado se erigió como el “panteón de los valores modernos” y el

6 Una noción que es interesante destacar se halla en los sistemas censales que se crearon
con ese propósito, entre los cuales la identificación de la población “en edad de trabajar”
tuvo que ser determinante.
18 Ser alguien, ser boliviano

maestro, como la mayor autoridad de la interacción sostenida entre


Estado y sociedad, aquella que justamente moldea a los sujetos en
tanto agentes para-estatales o ciudadanos, en un marco de
estandarización básica que incorpora en ellos hábitos ligados al uso
del tiempo, la disciplina y el respeto al orden (Gellner, 1989).

Se podría acotar diciendo que si la sociedad agraria extrae


su autoridad del pasado y de la interacción naturalizada con el
entorno –es decir, supone vínculos post-figurativos para someter al
niño a pruebas públicas de las que el salir exitoso le permite
convertirse en adulto (Mead, 1997; Badinter, 1993)– la sociedad
capitalista extrae su autoridad de la relación entre pares y
contemporáneos, en el marco de la reconfiguración de lo público
instituido como un complejo jurídico racional 7. Por eso prescinde
de las tradiciones y las costumbres, y por lo tanto, de las relaciones
de presencia y del entorno natural. En cambio, se sitúa frente a las
expectativas del futuro, que se trazará según los términos de la
innovación que supone el “crecimiento económico y cognitivo
constantes” de la sociedad industrial (Gellner, 1989) 8.

Eso supone varios tipos de ruptura: una de ellas tendrá


referencia en la forma de producir conocimiento; la otra, en sus
mecanismos de transmisión. Ambas dan lugar, en ese sentido, a
una crisis intergeneracional cuyo resultado es la prescindencia de
los más ancianos en la construcción de las nociones culturales, y
cuya referencia es, asimismo, el armazón de la nueva forma de
productividad. Desde esa perspectiva,
Los jóvenes de hoy observan a los mayores caminando a
tientas, torpemente, y a veces sin éxito frente a las nuevas
condiciones impuestas. Ven que utilizan medios

7 Mead llama “co-figurativo” a este proceso. Reconoce, sin embargo, que no se ha dado en
ninguna parte del mundo en forma pura (Mead, 1997).
8 En otro campo de la cultura, la moda es un paralelo del carácter renovador de este proceso,
y está fuertemente arraigada en la identidad de los jóvenes hombres y mujeres y en sus
dilemas de pertenencia. Como se sabe, su vigencia se debe a la paradoja de diferenciar a
los sujetos a través de los rasgos de distinción cultural, pero también de igualarlos a través
del mercado de consumo.
Trabajo, educación y ciudadanía 19

inapropiados, que su desempeño es penoso y que los


resultados son inciertos […] (Mead, 1997: 106.)

Por ello, el orden socioeconómico y político fue adquiriendo


una coherencia organizativa inusual, pero con un alto costo cultural
que acarrea lo que puede llamarse “extrañamiento intergeneracional”,
es decir, la cada vez mayor carencia de lugares comunes para padres
e hijos, más todavía cuando aquel proceso implica el traslado de las
nuevas generaciones del campo a la ciudad o de unos países a otros,
como viene ocurriendo actualmente de forma masiva.
Puesto así, el lugar que ocuparán los jóvenes en esta estructura
será determinante, lo mismo que las nociones que este proceso
trajo consigo sobre el progreso como vector de las iniciativas e
innovaciones tecnológicas que supone la liberación de la subjetividad
individual y que acompañaron al capitalismo clásico. De modo que
está inscrita la idea de que el presente tiene un valor más sustantivo
que el pasado y que éste sólo tiene sentido en función de que se
incorpore al primero. Según Dewey, ese es uno de los principios a
seguir por la educación democrática, evitando hacer del pasado un
rival del presente, y de éste, una imitación fútil de aquél (Dewey,
2002).
En este esquema se produjo, además, la división sexual del
trabajo, condicionando a las mujeres al mundo doméstico y privado
y a los hombres al mundo público-político, convirtiendo a la familia
nuclear en un icono de los reconocimientos morales de la
modernidad.
Con respecto a ello, señalaré que entre los jóvenes la
separación tiempo-espacio está vinculada, además, a una “sensación”
de “estar en el mundo” (Dumont, 1987), seguramente hoy mucho
más que la que podían percibir las generaciones anteriores, debido
a los factores de comunicación de la globalización, que han
encontrado en los signos de pertenencia –como la vestimenta y el
acceso a recursos mediáticos– su mejor realización simbólica. Ese,
sin duda, es otro recurso de la construcción de la relación paridad-
desigualdad, actualmente sujeta a las condiciones del sistema global
y que ponen en entredicho identidades arraigadas en sistemas
comunitarios y agrarios, por lo menos en lo que se refiere a la
juventud.
20 Ser alguien, ser boliviano

Esa paridad también dio pie a nuevas solidaridades, basadas


en un caso en la amistad –como el acto que expresa la camaradería
horizontal, entre iguales– y en el otro en la pareja, ambos frutos de
la libertad de elección que trae consigo el individuo, síntoma de los
despliegues subjetivos que se producen en la modernidad,
complementarios a las nuevas formas de afectividad (Giddens, 1994;
Jelín, 1998)9.
Bajo el auspicio de esos cambios, la educación se resignificó
en el orden societal; con relación a este aspecto me gustaría hacer
algunos comentarios adicionales, lagados a la cohesión estatal-
nacional y al ascenso individual.

LA EDUCACIÓN COMO FACTOR DE COHESIÓN


NACIONAL
A fin de confrontar los aspectos señalados de manera articulada,
hago referencia al hecho de que la sociedad a la que Gellner denomina
“agraria” y Anderson “sagrada”, estaba caracterizada por la vigencia
de una lengua cuya escritura era accesible sólo para el estamento
culto y especializado que, además, centralizaba el poder y se atribuía
diferencias genéticas y culturales para posibilitar la interacción entre
lo terrenal y lo divino, tarea destinada a sujetos privilegiados que
tenían el dominio del conocimiento ritual y cósmico, manipulado
bajo esquemas específicos de interpretación 10. En ese sentido, la
intuición jugaba un papel predominante, condicionada por el entorno
natural que, a su vez, traía a cuenta un concepto particular de lo
humano como parte de lo que antiguamente se llamaba “el alma
universal”.

9 Como señala Jelín, el amor de pareja es el único vínculo que se sostiene a partir de la
libertad del individuo, que viene acompañado de la autonomía y la voluntad personal para
hacerse cargo de las responsabilidades que derivan de ello (Jelín, 1998). Habrá que verlo,
sin embargo, sin perder de vista la subordinación de las mujeres, en los términos que, por
ejemplo, ha dejado planteados Leites (ver nota 3).
10 Lo que para Gellner no eran nada más que estratos diferenciados por su función.
Trabajo, educación y ciudadanía 21

Las diferencias genéticas y culturales, que dan pie a las


colectividades de parentesco por estar inscritas en la naturaleza de
las cosas y en la costumbre, no eran ofensivas ni intolerables para
la sociedad. Esto daba lugar a que el orden, por ser inapelable en
el sentido señalado, se mantuviera estable o no tuviera dinámicas
de cambio significativas, a no ser las que provienen de causas
naturales.

El resto de la población, formada por los legos, constituía las


pequeñas comunidades volcadas en sí mismas y con sistemas de
comunicación autoreferenciales, cuyo significado sólo tenía sentido
en el contexto local, donde las relaciones eran cara a cara, por lo
tanto, tenían un grado altísimo de concreción. En ese marco, no
existían pretensiones normativas generales dirigidas hacia las demás
comunidades y que, por otra parte, involucraran procesos de
abstracción e indeterminación en el sentido de pertenencia e
interacción social (Gellner, 1989).

En un momento particular de la historia, que Anderson sitúa


de manera específica en la emergencia del capitalismo, y que,
complementariamente, Gellner sitúa en la división social del trabajo,
la cultura tendió a generalizarse sobre la base de la lengua impresa,
sustentada en la aparición del libro como mercancía. Este hecho
trascendental, denominado por Anderson “capitalismo impreso”,
permitió que la escritura se sobrepusiera a la oralidad en tanto
posibilitó que las interacciones se desplegaran en horizontes más
amplios que el que ofrecían las comunidades locales. Permitió, por
lo tanto, que un nuevo cúmulo de signos y significados tendiera a
manipularse bajo los nuevos formatos subjetivos de la modernidad
y de la racionalidad configurados en dirección del Estado-nación y
la organización económica del capitalismo (Anderson, 1991) 11. Es
decir que, en las relaciones intercomunitarias, fue la comunidad
con mayor capacidad para capitalizarse la que pudo desplegar su
estructura simbólica y significativa sobre las demás, entre otros

11 Otro elemento asociado con los procesos de monopolización cultural es la homogeneización


del tiempo y su uso bajo parámetros establecidos en el régimen productivo. A partir de ello,
la sociedad distribuye sus actividades en coherencia el establecimiento de pautas de
sociabilidad comunes.
22 Ser alguien, ser boliviano

aspectos gracias a la escritura, pero también gracias al peso específico


de sus capacidades de intercambio mercantil a través de la moneda,
con la que se logró establecer relaciones económicas y productivas
que también se propagaron al campo cultural. En otras palabras, la
cultura se convirtió en parte del orden económico productivo, dando
lugar a culturas dominantes, culturas dominadas y culturas excluidas,
según las posibilidades que cada una de ellas desplegó para ser
mercantilizada, de modo que la que mayores ventajas sacó de todo
esto fue la que hegemonizó el mercado de producción y de consumo
simbólico12.
La manipulación de los signos tuvo otro componente más:
ninguna tarea estaba delimitada por razones hereditarias, de genética
o costumbres. Dicho de otro modo, la cultura se democratizó en aras
del panorama igualitario anteriormente señalado, delimitado por las
relaciones de mercado, es decir, en la perspectiva de la constitución de
los ciudadanos como sujetos con deberes y obligaciones, más allá de
las redes privilegiadas de parentesco o de interacción local.

Para ello fue necesario que se impusiera una nueva forma de


división del trabajo manual e intelectual, y que la mediación entre
Estado y sociedad se fundamentara en los procesos de “extrañamiento”
cuando, al transformarse la sociedad agraria en sociedad industrial, el
sujeto fue despojado de sus relaciones de presencia, cara a cara, y
puesto en un escenario nuevo de interacción abstracta que se forjó con
el capitalismo, al calor de las mediaciones emergentes.

La división social del trabajo hizo que unos fueran a ocupar los
puestos de la ciudadanía subordinada, como trabajadores, y otros, los
de la ciudadanía dominante en tanto burguesía. En torno a ésta se forjó
la encarnación de la igualdad y alrededor de ella, una narrativa construida
como valedera porque sería asimilable a la universalidad de lo humano,
noción históricamente forjada durante la Ilustración, como ya se dijo.

12 En rigor a ello es que, a mi juicio, deberíamos repensar el interculturalismo, en consideración


a la cultura como un bien de consumo mercantil. No hacerlo nos conduce a un debate
disociador y regido por valores esencialistas, sin considerar el enorme peso de enajenación
que tiene la oferta cultural externa sobre nuestra forma de vida como nación.
Trabajo, educación y ciudadanía 23

Como equivalencia de este proceso, la esfera de la mediación


adquirió un carácter secular, esta vez para darle sentido a la relación
entre el Estado y la sociedad. Surgió pues el sistema de los especialistas,
volcados esta vez a la manipulación de los signos de la escritura, que
devino en narrativa institucionalizada, sustentada en el conocimiento
racional que, a su vez, le dio sentido a las nuevas nociones de pertenencia
general a través de la educación estandarizada, convertida en una
función estatal y pública en manos del magisterio13.

Desde allí, el Estado pudo generar una dominación inherente al


proceso de cohesión social, asentada en los aparatos de mediación que
promueven la relación abstracta entre individuo y Estado, bajo las
fórmulas de la ciudadanía y la ley, es decir, de un trato “igualitario” a
los miembros de la colectividad, que al mismo tiempo está especializada,
según las esferas de acción que supone la interacción. En gran parte
de su investigación, Norbert Elías se refiere a este proceso como parte
de las causas que transformaron el aparato psíquico de la sociedad,
estableciendo que la especialización de los funcionarios públicos trajo
consigo la instauración de relaciones “coherentes” con la institucionalidad,
basadas en el autocontrol (Elías, 1989).

Ahora bien, arguyo que la división social del trabajo se sustentó


justamente en la supremacía de la cultura escrita respecto a la oral, lo
que también puede decirse de otro modo: que la manipulación de los
signos se impuso a la manipulación de la materia (o de la ritualidad),
como lo plantea Gellner. O, lo que es lo mismo, que las capacidades
desplegadas por el capitalismo impreso alcanzaran a cubrir normativas
generales sobre el antiguo sistema comunitario, fundamentalmente
mágico y oral, cuyo horizonte de comprensión era la interacción de lo
humano con lo sobrenatural. Las normativas generales del capitalismo
extendieron, entre otros, el conocimiento racional de lo interhumano
(categoría sujetada al individuo y construida históricamente en ese
contexto), a través de la enseñanza de las ciencias sociales y humanas,

13 Según Dewy, uno de los primeros países en instaurar una educación pública, extensa y
fundamentada fue Alemania, ante la amenaza de su fragmentación en el siglo XIX. En su
desarrollo, este hecho se involucró con los postulados nacionalistas emergentes en ese
contexto, atribuibles a Fichte. En estos momentos son, en todo caso, referencias fundamentales
para el país.
24 Ser alguien, ser boliviano

que le dieron cobertura a las “nuevas formas de datar” y clasificar a la


especie, básicamente alrededor del Estado-nación.

Con esa argumentación intento señalar que este fue uno de los
caminos que siguió la constitución del ciudadano en tanto entidad
específica y, al mismo tiempo, abstracta o, de modo similar, como una
entidad que tiende los brazos de su particularidad, desplegada a nombre
de la totalidad. A ese proceso se le dio el nombre de integración, con
todas las consecuencias que implica en el terreno de la cultura, pero
también de la economía.

La educación como factor de ascenso social


Este conjunto de procesos fue la fuente de las diversas formas de
desigualdad social que surgieron históricamente, todas ellas planteadas
a nombre de la civilización moderna y su fórmula básica: la
racionalización. Esas diversas formas de desigualdad atingen a la división
urbano-rural, en función de modos de vida que tienden a separar a los
sujetos de sus relaciones de presencia; la división entre lo público y lo
privado, con el correlato en la división sexual del trabajo que define
roles para hombres y mujeres; la división intergeneracional sobre la
base de criterios clasificatorios en torno a la productividad.

Uno de los núcleos de este hecho histórico fue, a mi entender,


la división entre trabajo intelectual y manual, que emerge en los procesos
de estratificación que trae consigo el capitalismo al transformar la
sociedad agraria en sociedad industrial y, con ello, al forjar nuevas
mediaciones de tipo cultural y subjetivo que se promueven para
reestablecer la relación entre Estado y sociedad.

En el escenario de las mediaciones a que estos procesos dan


lugar, surgió la educación como otro monopolio legítimo del Estado, a
cargo de la estandarización de los hábitos y la incorporación de los
niños en los valores universales de la ciudadanía. En ese marco, el
papel de la enseñanza, que durante la sociedad agraria estaba en manos
de las comunidades y de las familias, se trasladó al Estado, para hacer
más funcional su relación con la sociedad y, a partir de eso, generar
nuevas lealtades colectivas. Por lo tanto, es un proceso que implica un
Trabajo, educación y ciudadanía 25

nuevo desprendimiento, cuya referencia está en que la formación de


los niños pasa a manos de un agente externo al comunitario, con la
función definitiva de “completarlos” y luego devolverlos a su seno como
sujetos disciplinados sobre la base de la estandarización. Asociado a
las referencias que señalara Foucault, este disciplinamiento se produjo
en aras de la productividad capitalista, como la fase complementaria
al disciplinamiento moral que conlleva el ciudadano.

En este proceso, la historia ha registrado el papel fundamental


de la escuela en la perpetuación de la división social y sexual del trabajo,
estableciendo márgenes de realización para los sujetos manuales y los
sujetos intelectuales y/o para hombres y para mujeres. En algunos casos,
eso produjo, por ejemplo, la creación de escuelas populares o técnicas,
para trabajadores, mientras que los ámbitos de la cultura universal
–específicamente, la universidad– se destinaban a las elites.

En ese sentido, es parte de este proceso la educación clasista y


la educación de género. La primera está forjada al calor de las diferencias
de clase que tienen como objetivo predestinar a los trabajadores al
trabajo manual o a las artes menores y populares, y a la clase dominante,
al trabajo intelectual y a la especulación, que es el lugar donde se
legitima, a través de las mediaciones, la esencia de clase en el capitalismo
(Betti, 1981). La diferencia entre unos y otros consiste en que mientras
los primeros deben limitarse al logro de recursos cognitivos parciales,
por lo tanto, enajenantes, los segundos lo hacen en relación a la llamada
“cultura general”, que implica, como en el caso de los especialistas de
la sociedad estamental y agraria, un mayor grado de generalización y
articulación de las variables que se ponen en juego en las interacciones
sociales, políticas y económicas, lo que, a diferencia de aquellos, los
hará sentir que, justamente, “están en el mundo” (Dumont, 1987).

Esta diferencia, finalmente, tiene consecuencias en la


representación política (mediación) que tiende a convertirse en una
actividad propia de sectores sociales dotados de capacidades culturales
para el ejercicio institucional, es decir, de elites educadas para ello.
Para Gramsci, detrás de ello estaría el hecho de que sólo unos son
preparados como futuros gobernantes y el resto no, lo que, por supuesto,
tiene sentido en la configuración del Estado como un orden de clase
(Gramsci en Betti, 1981).
26 Ser alguien, ser boliviano

La educación de género, en cambio, está forjada al calor de la división


sexual del trabajo, diferenciando educación doméstica (para la
reproducción) de educación pública (para la producción); es decir, para
mujeres y hombres, respectivamente. Las sociedades en que los mandatos
de género estaban más arraigados se limitaban a ubicar el lugar de su
educación en la casa, luego en el convento o en el internado laico; en
otros casos, las enviaban a escuelas exclusivamente destinadas a niñas
para evitar que se mezclaran con los varones (Sonnet, 1993). En la
mayor parte de los casos se sigue la rutina de la sociedad agraria, con
miras a que las mujeres transmitan sus saberes domésticos de generación
en generación, encerradas en el mundo privado, “fuera del mundo” y
con el fin estricto de ponerse al servicio de los varones, agentes
privilegiados “del mundo”.

Entre uno y otro apartado, sin embargo, es usual que se dé el


tránsito de mujeres y trabajadores hacia lo intelectual, lo que indicaría,
a contrapelo de las determinaciones estructurales, un grado de movilidad
social y de liberación subjetiva que también trae consigo el paso de la
sociedad agraria a la sociedad capitalista, acompañado por los valores
del crecimiento económico y cognitivo constantes y que, según Gellner,
serían el motor de la dinamización social contemporánea (Gellner,
1989). Este hecho pone en el tapete la sobredeterminación de la
economía sobre la sociedad, o de la estructura sobre la acción, pero
también muestra la condición del sujeto moderno, con capacidad
autoreflexiva para cuestionar los sistemas de control social que pesan
sobre el individuo en las sociedades tradicionales, así como la ley de
la costumbre, según las cuales, dada la vigencia de la autoridad del
pasado, lo que fue deberá seguir siendo.

Según Gellner, esto daría cuenta, además, de la moderna


asociación entre educación y empleo y viceversa, en la medida en que
un sujeto educado en los hábitos del disciplinamiento productivo tendría
mejores posibilidades para insertarse a la economía y la cultura, llevando
consigo, a su vez, capacidades para reproducir estas ventajas entre los
suyos. Por supuesto que este tránsito lleva aparejados los signos de la
Trabajo, educación y ciudadanía 27

pertenencia y la distinción cultural que son propios de las clases


sociales14.

Ahora bien, al margen de la escuela en su versión centralizada


(alrededor del Estado), también la familia juega un papel socializador
bajo los parámetros antes mencionados. En ese sentido, se forja dentro
de ella un cúmulo de referencias respecto a la vida pública que son
procesadas en consecuencia. Así, la familia termina constituyéndose
en un vector de la socialización en los términos de los procesos
macroestructurales que no tienen sentido sino en relación a garantizar
la reproducción sociocultural de la sociedad capitalista, en el marco del
modo de producción de la vida material (Fraser, 1990).

Para cerrar este punto, es imprescindible tratar en este recorrido


el aspecto relativo a las nuevas formas de incertidumbre que trae
aparejada la relación compleja entre igualdad y desigualdad que se
despliega con el capitalismo. Me parece que Elías es certero en ese
sentido cuando señala que, si bien el Estado trajo consigo relaciones
coherentes, marcadas por la transformación del aparato psíquico de
los sujetos, en aras de su autocontrol, aquellas no serían posibles sin
la monopolización de la violencia “legítima” que tiene como objetivo
resguardar la “voluntad general” y someter a la sociedad a prácticas de
vigilancia para el cumplimiento de la ley. Sobre esa base, el Estado
logra asegurarse la pacificación de la sociedad para preservar, a su vez,
la monopolización de los recursos materiales en manos de la clase
dominante. Sin embargo, no logra hacerlo en el marco de las relaciones
privadas, en las que el despojo material derivado del monopolio de los
recursos materiales de producción tiende a crear una nueva
incertidumbre, la incertidumbre económica, agravada en los últimos
años por la férrea y excesiva presencia del mercado en el neoliberalismo.

En resumen, se tiene una sociedad pacificada pero sometida a


la presión de reproducirse en los términos del capitalismo, tarea que,

14 Cuando son dependientes, las mujeres que acceden a la distinción lo hacen a través de
la presencia dominante de los hombres. En estos casos, la pareja es la que otorga las ventajas
de la diferenciación cultural. Cuando son independientes, en cambio, establecen vínculos
de ciudadanización directa través de “su” salario.
28 Ser alguien, ser boliviano

si no se logra, traslada la incertidumbre a la vida privada, donde se


ejerce la violencia “ilegítima”, generalmente bajo la ley del más fuerte,
lo que en el contexto actual no sólo hace referencia a las capacidades
físicas de los sujetos, sino a su relación con las estructuras económicas
y cognitivas. Por eso en una familia presionada por problemas
económicos, el sujeto más fuerte también es el que provee los medios
de reproducción, a través del dinero, o el que conoce los recursos
necesarios para desenvolverse con ventaja en los diversos ámbitos de
la modernidad.

En el marco de esas condiciones se han producido


transformaciones en la organización de la familia, habida cuenta de la
relación estrecha con las estructuras económicas, políticas y culturales
que históricamente ésta posee (Jelin, 1998).
Capítulo II
Ciudadanías políticas y ciudadanías
primordiales en Bolivia
Antecedentes
Después del breve recorrido teórico expuesto en las anteriores
páginas, considero imprescindible ensayar una aproximación más
específica que permita la caracterización de la ciudadanía en
sociedades como la boliviana, en las que aún están pendientes
procesos de integración nacional-estatal. Esto trae consigo un grado
de precariedad muy importante que amenaza permanentemente la
cohesión de la sociedad.

Sin lugar a dudas, este hecho está asociado a las condiciones


en las que se despliega el capitalismo, la modernidad y la democracia
en países que padecen la imposibilidad de desarrollar en su seno
fuerzas productivas, sociales y culturales que permitan un sentido
de pertenencia común entre sus habitantes. Me refiero a los límites
que se dan en estos casos en torno al desarrollo de capacidades
para la convergencia y socialización entre los intereses de los diversos
sectores sociales, lo que al final de cuentas nos devuelve a la
problematización de la ciudadanía en relación con la dominación
y la exclusión.

La sociedad agraria en la sociedad capitalista


Uno de los aspectos a tomar en cuenta en ese marco es la relación
entre sociedad agraria y sociedad capitalista, pero de una manera
en la que está presente la influencia de esta última como “modo de
producción dominante”, condicionando a la anterior pero sin anularla
por completo.

En efecto, en las sociedades que no desarrollan las fuentes


de convergencia social, económica, política y cultural al modo
capitalista se ha establecido la persistencia de una trama de relaciones
colectivas que expresa a un conglomerado social que no se ha
30 Ser alguien, ser boliviano

incorporado a la economía a través de las relaciones salariales, las


únicas que reconoce el capitalismo como base de la socialización.
Como decía en el anterior capítulo, hablamos aquí de grupos
precontractuales, pero que, a su vez, están sujetos a los esquemas
de pertenencia y obligación en y hacia el Estado, más a través de
la política y la cultura que de la economía.

En estos casos, se tiene una inusual paradoja que da como


fruto una condición ciudadana incompleta, más formal que sustantiva,
o más política que económica y social. Bajo ese espectro, existe
una especie de convivencia forzada que tiene como referencia, por
un lado, el modelo de ciudadanía emergente del pacto social,
restringido pero al mismo tiempo dominante (hegemónico), y por
otro, las condiciones materiales de su imposibilidad generalizadora.
Eso trae a cuenta la existencia de conglomerados sociales adscritos
a los valores culturales del Estado-nación pero que, al mismo tiempo,
no cuentan con factores que permitan materializar su pertenencia
en la vida cotidiana, creándose una disociación peligrosa y frustrante
entre expectativas y realidad.

Esta es una condición que tiende a complejizarse todavía


más al considerar la relación entre sociedad agraria y sociedad
capitalista en los términos ya señalados, es decir, bajo las pautas
que otorga la hegemonía de la segunda sobre la primera, pero sin
disolverla. Habrá que tomar en cuenta en estos casos que, dado ese
proceso, la especificidad de la sociedad agraria queda instalada en
el marco general de la sociedad capitalista, pero sin integrarse
completamente a ella.

Retomando a Gellner, podríamos observar este hecho asociado


al surgimiento de sistemas clasificatorios que tienen como
fundamento la existencia de atributos identitarios que no logran
diseminarse uniformemente por la sociedad, creándose en ésta
diferenciaciones explícitas relacionadas con lo que este autor llama
“factores de fácil identificabilidad” –como la piel, la vestimenta y
el lenguaje o idioma– partir de los cuales se reconoce a primera
vista al ciudadano del no ciudadano (Gellner, 1989). Por supuesto
que esto corresponde fundamentalmente a aquellos órdenes sociales
e históricos que no se han despojado de valores coloniales en su
Ciudadanías políticas y ciudadanías primordiales en Bolivia 31

diferenciación, por lo tanto, que no han llegado a constituirse en


sociedades plenamente democráticas y modernas, aun en el sentido
más formal que ello supone.

En el marco de la organización societal, ese hecho implica


que las clases sociales tengan un peculiar modo de constituirse y
que, al mismo tiempo, estén plagadas de valores aristocráticos y
estamentales que se sustentan en factores primordialistas, biológicos
y/o raciales. En ese sentido, no existen clases sociales propiamente
dichas, sino estamentos que, en el caso de los sectores dominantes,
ejercen su hegemonía bajo el marco del llamado “Estado aparente”
(Zavaleta, 1999) y sin desplegar alrededor del mismo, es decir, de
la “voluntad general”, aquello que sería la condición básica de su
existencia histórica: la igualdad jurídica, por un lado, y el mercado
interno, por el otro, del que forma parte el mercado laboral.

Si esto es así, la clase dominada tampoco reúne los rasgos


que serían inherentes al trabajo capitalista. Conlleva un régimen
productivo y cultural fuertemente asociado a la tierra y, por lo tanto,
a las variables del lenguaje sagrado. No ha desplegado en su total
magnitud la separación tiempo-espacio, lo que quiere decir que no
registra en su haber nociones de pertenencia general que vayan
más allá de las relaciones de presencia. Sin embargo, en el marco
general de la desigualdad, sus miembros consideran a la
representación abstracta de la ciudadanía como un valor a conseguir,
lo que, al mismo tiempo, incorpora en ellos variables vinculadas
con las nociones de progreso, siendo su referencia modélica la
imagen de “lo humano”, tal como se fue construyendo históricamente
desde la Ilustración.

De este modo, en términos de la organización estatal se tiene


una institucionalidad que se rige, no por los valores de la indiferencia
y la abstracción –propios de sociedades que han alcanzado
importantes grados de homogeneización– sino, justamente, por
prácticas que diferencian a los sujetos en tanto pertenecientes o no
al pacto universal, según los atributos primordialistas que los
identifican. En esas condiciones, los derechos de la ciudadanía son
valorados subjetivamente, en tanto unos sujetos son reconocidos
como agentes paraestatales y otros no. Es decir que en esos
32 Ser alguien, ser boliviano

escenarios no se habría producido la idea de la igualdad, ni siquiera


como un supuesto formal, ni entre los estamentos dominantes, ni
entre los estamentos dominados15.

En ese mismo sentido, desde la sociedad se producen lealtades


fragmentarias que se yerguen ante la ausencia de un Estado (por lo
tanto, de una economía) que cuente con la capacidad para que
converjan alrededor suyo las fuerzas productivas, políticas, culturales
e institucionales que le dan carácter a la sociedad nacional. De ahí
que la “obediencia” y el disciplinamiento tengan que darse a marchas
forzadas, estrictamente amparados por la monopolización de la
violencia que a veces se activa con todo su rigor, alcanzando grados
afines al terror estatal.

Del otro lado, del lado de la sociedad, el acatamiento al orden


pasa por los filtros de la ambigüedad. Se es parte formal de la
nación, pero desde la particularidad, es decir, desde la exclusión.
Por lo tanto, al mismo tiempo que se la asume como propia, se la
reprocha, lo que resulta en la apertura de una brecha en la que,
como decía anteriormente, se combina aspiración con frustración.

En estos casos la lógica trascendente convive con la


racionalidad política (Lechner, citado por Fleury, 1997) y, del mismo
modo, la lealtad hacia lo local, con la lealtad hacia lo estatal-nacional.
En ese mismo sentido, las identidades primordiales lo hacen con
las identidades sociales, combinando la dominación de clase con
factores estamentales o naturalizados, es decir, raciales.

15 En un trabajo reciente, Fernanda Wanderley hizo hincapié en estas disyuntivas, al estudiar


a la ciudadanía como un ámbito de interacciones en el que se producen prácticas de exclusión
e inclusión negociadas entre funcionarios del Estado e individuos que tramitan sus cédulas
de identidad, y que van desde la visibilización de las incapacidades personales de éstos por
parte de los primeros, hasta las súplicas de los segundos para conseguir sus derechos
(Wanderley, 2006). En un caso, revela la conducta afincada en la idea de la superioridad
cultural del funcionario; en el otro, la persistencia de la condición de inferioridad; en ambas,
la vigencia de la relación colonizador-colonizado, remarcada por los “factores de fácil
identificabilidad” –como el color de la piel, la vestimenta y/o el modo de expresarse– a los
que aludía Gellner (1989).
Ciudadanías políticas y ciudadanías primordiales en Bolivia 33

Todo esto lleva a establecer, asimismo, la forma en que se


“instala” la sociedad agraria en la sociedad capitalista, a mi entender
no bajo una convivencia paralela, o en calidad de “pisos” societales
o civilizatorios, como se ha señalado en algunos círculos académicos,
sino impregnándose ambas de las características de la otra, pero
siempre considerando que la sociedad de clases es la que retrata,
para decirlo de algún modo, las “relaciones dominantes de
dominación”. Entiendo, en ese sentido, que lo que le era
inherentemente natural a la sociedad agraria adquiere otro sentido
en el seno de las relaciones de desigualdad material que conlleva
el capitalismo.
En ese contexto, uno de los rasgos básicos de las comunidades
locales será que se convertirán, bajo el esquema general, en nichos
de reserva laboral, a la espera justamente de convertirse en parte
del contrato social que le es afín al capitalismo. Esa espera suele
prolongarse indefinidamente, pero termina creando un círculo de
presión alrededor del orden estatal-nacional hasta hacer de este un
proyecto insostenible.
La ruta que han seguido estas sociedades para reencauzar su
destino histórico hubo de debatirse en el campo de las opciones
políticas, es decir, poniendo sobre el tapete la propia capacidad del
Estado para generar vertientes de integración que no logran generarse
desde la economía ni desde la producción. Una de ellas ha sido
darle al Estado un carácter “benefactor” y la otra, más
contemporánea, ampliar los requisitos de la ciudadanía hacia las
esferas de la justicia cultural y del “reconocimiento” de las
particularidades.

Ciudadanías políticas
Como se sabe, el Estado benefactor, durante y después de la Segunda
Guerra Mundial, fue resultado de una prolongada paralización de la
economía capitalista, por lo tanto, de las relaciones basadas en el
salario, lo que indujo a un cúmulo de luchas sociales por la integración
y la igualdad que, en su forma básica, tienen sustento en el acceso
al empleo. La crisis del capitalismo, es decir, la crisis del trabajo
asalariado, implicó que se hubieran reducido los requisitos de
homogeneidad económica que requiere la sociedad para la cohesión
34 Ser alguien, ser boliviano

de su forma estatal. Puesta en esa disyuntiva, la única salida posible


tuvo que ser política. A partir de ahí se regeneró el trabajo asalariado,
pero esta vez a través de la mediación del Estado que, por la presión
de las luchas sociales, hubo de transformar las políticas de
redistribución “desde arriba” y, por ende, producir una mayor
igualdad, aquella que la clase dominante no puede generar por sí
misma debido a sus límites estructurales (Picó, 1999).
Sin embargo, si la intervención del Estado en la economía
trajo en algunos casos resultados exitosos, es decir, restauró la
relación capital-salario y, de un modo general, le devolvió cohesión
a la sociedad, en otros, como el boliviano, lo hizo de un modo
restringido. Por eso, si en los primeros casos la política se activó
circunstancialmente y luego la economía hizo lo suyo, en los segundos
la intervención del Estado fue permanente, con estructuras
productivas que afloraron con timidez, dando pie a que la base
material de la igualdad como factor de cohesión y ciudadanización
alcanzara sólo a unos cuantos y, lo peor, en general por vía de la
prebenda y la corrupción como práctica de ascenso o integración
social (Fleury, 1997). Dicho de otro modo, el acceso al empleo fue
sacado de las relaciones libres del mercado, pero, a su vez, sometido
a las relaciones de la política, lo que sin lugar a dudas tuvo efectos
en el debilitamiento de las funciones de la meritocracia como base
de la racionalización institucional del Estado.

En unos casos el corolario fue la ampliación del aparato


productivo, mientras que en otros fue la del aparato público. Sólo
así se entiende que en la fase del Estado del bienestar se haya dado
una lucha tenaz por el empleo estatal, especialmente disputado por
clases medias ascendentes que, en el fondo, no luchan sino por
garantizarse el único recurso para el que han sido “preparadas” por
el Estado: la empleomanía, aquella que tiene sentido en los ambientes
de “laxitud” y “flaqueza” propias de las sociedades estancadas,
improductivas e incapaces de generar fuentes de riqueza real o de
una cultura progresista alrededor de la ética del trabajo (Mariátegui,
1943: 78).

Una consecuencia de este hecho fue que los mayores


defensores de dicha doctrina fueran los sectores de la clase media,
Ciudadanías políticas y ciudadanías primordiales en Bolivia 35

que disputan a otros de similar contextura, los puestos burocráticos


del Estado. Esta competencia fue más rigurosa en tanto no se
estructuró un relanzamiento de las fuerzas provechosas locales que
permita justamente, la concreción de interacciones de clase que
terminaran favoreciendo la ampliación de la fuerza de trabajo.

La otra consecuencia fue que en el Estado del bienestar, al


adquirir la ciudadanía un sedimento estrictamente político, sacó a
flote nuevos agravantes en torno a los derechos, que se trasladaron
desde el poder hacia los sectores políticamente leales, sin que se
hayan borrado las causas fundamentales de la desigualdad, a no ser
por vía de la protección social, cuyo destino también fue
ineludiblemente selectivo.

Fleury ha sido contundente al señalar este aspecto,


manifestando que en el Estado del bienestar la autoidentificación
política sobredetermina la social cuando “[ ] los actores sociales se
tornan relevantes más por su papel político que por su posición en
cuanto clase” Fleury, 1997: 180). Al mismo tiempo, Fleury apunta
que, en este escenario “[…] las fuerzas sociales no preexisten al
Estado pero sí se conforman a partir de su intervención, lo que lleva
a la paradoja de que todo pasa por lo político, pero que, al mismo
tiempo, lo político está vacío de su función de representación de
intereses, ya que los intereses no se conforman sino en el propio
Estado” (Fleury, 1997: 180). Finalmente, Fleury señala que
[...] en estos casos, más que un derecho inherente de la
ciudadanía, la protección social se vuelve un privilegio para
un estrato particular definido por el Estado. Esta incorporación
alienada impide la formación de una clase trabajadora
autónoma y poseedora de una identidad colectiva, en la
medida en que refuerza su fragmentación a través de la
distribución diferencial de los privilegios por medio de una
red de cambios de favores clientelista [...]. (Fleury, 1997:198.)

En Bolivia el pacto laboral quedó en un estado de suspensión


artificial que, por los límites del aparato productivo estatal, tendió
a deteriorarse, creando una situación de estancamiento y
burocratización, y luego de colapso social, político y económico
36 Ser alguien, ser boliviano

(Dabat, 2005). Sin embargo, a este proceso se asoció un régimen


simbólico fuertemente asentado en los valores de la unidad y, por
ende, de la homogeneidad cultural. Concurrieron en su formulación
el sistema educativo, configurado de acuerdo a la imagen de una
nueva ciudadanía abstracta, erigida para representar a todos y, por
eso mismo, despojada de particularismos. Esa nueva ciudadanía
tuvo el nombre cultural del mestizaje, asociada a una nueva
construcción de “ser boliviano”. Se edificó, así, la unidad nacional
y, en referencia a ella, la formulación de un principio de
reconocimiento general para todos. La paradoja, en este caso, radica
en que estas construcciones imaginarias en torno a la pertenencia
ciudadana, basada en el ideal jurídico de la igualdad, no tuvieron
referentes materiales reales o, por lo menos, sostenibles a largo
plazo. Por eso en el país unos son más mestizos y bolivianos que
otros, siendo ese el meollo de nuestros dilemas culturales, que se
asientan, sin embargo, en nuestros dilemas estructurales.

Por último anotaré que, subyacente al régimen del Estado


benefactor, hubo un orden genérico sustentado en la idea del
desarrollismo sobre bases patriarcales. Por lo tanto, en la
configuración de un sistema de protección social que tenía su núcleo
en el trabajo masculino (o en la propiedad masculina), en torno al
cual los miembros de la familia fungían en tanto “dependientes”,
incluida la esposa. En el caso de las mujeres, la ciudadanía se produjo
de modo indirecto, mediada por la de los varones como “jefes de
hogar”. Sin lugar a dudas, esto produjo el proceso histórico según
el cual al orden moderno, capitalista y estatal también le es propio
el carácter dominante de la identidad masculina por las razones
anotadas en el primer capítulo.
Ahora bien, en Bolivia, el centro a partir del cual se intentó
regenerar los lazos de camaradería horizontal desde el Estado
benefactor de 1952 fue la minería, que alimentó una orientación
identitaria nacional en casi todos sus estratos sociales 16. Teniendo

16Hago referencia, en este contexto, a la política de nacionalización de las minas promovida


en octubre del año 1952, casi seis meses después de que se produjera la revolución
nacionalista en el país.
Ciudadanías políticas y ciudadanías primordiales en Bolivia 37

en cuenta que cualquier política redistributiva era impensable sin


esos recursos, la sociedad comenzó a observar en la cultura de los
trabajadores mineros el paradigma alrededor del cual era posible
erigir un imaginario de futuro. Dicho de otro modo, si el Estado (la
política) abrió la posibilidad para que la nación tuviera sentido, ésta
sólo fue posible en el marco de la socialización a la que dio lugar
la producción minera (la economía), carente, sin embargo, de
estructuras tradicionales de clase en torno a la relación capital-
trabajo.

En consideración a ello, el mercado interno se sostuvo por


la activación del crecimiento de los centros urbanos y de los centros
mineros, sin que hubiera sido posible que se renovara el aparato
productivo nacional en aras de la industrialización de otros sectores
económicos –sino en una pequeña proporción– y, por lo tanto, que
se abrieran nuevas rutas de incorporación laboral a una escala
distinta a la extractiva. El ciclo económico fue un ciclo circular, casi
invariable, siendo lo más destacado la transitoria presencia de
campesinos en las minas o, a partir de la década de los setenta, en
los emprendimientos agroindustriales a los que también apuntó el
Estado social en el oriente del país, pero sin masificar la condición
del obrero como sujeto social. Con ese sello, y haciendo alusión a
los temas teóricos tocados en este texto, en Bolivia el régimen
salarial no fue extensivo, por lo tanto, no todos se socializaron bajo
sus pautas, y los que lo hicieron tuvieron en frente al Estado o, en
función de lazos temporales, a empresarios agrícolas o, en menor
proporción, a actividades en la construcción.

En ese marco, la ciudadanización no alcanzó a realizarse a


plenitud, manteniéndose al margen una importante masa campesina
que sólo se vinculó al pacto social a través de la producción de
alimentos en sistemas de baja escala y con el agravante de que su
tierra entraba a una fase de deterioro y, por lo tanto, de devaluación
irreversible, fruto de una política redistributiva (la Reforma Agraria
de 1953) que no estuvo acompañada por otras condiciones que
garantizaran la productividad, como insumos tecnológicos. Siguiendo
el curso del marco teórico, esta masa podía denominarse como
masa precontractual; sobre ella, sin embargo, se activaron recursos
políticos y simbólicos de integración formal a través del voto universal
38 Ser alguien, ser boliviano

y de un amplio acceso a la educación. Para decirlo de otro modo,


fue reconocida como boliviana, pero sin otorgársele recursos para
ejercer su bolivianidad.

Justamente por su carácter preestatal, esa era la masa


disponible para las prácticas de integración, cualquiera que fuera
el medio utilizado para ello. Por supuesto, esto implicaba, a cambio,
la aplicación de una serie de dispositivos prebendales generados en
el propio Estado, en el que la relación con estos sectores adquirió
fines políticos, para darle legitimidad al régimen a través de la
presencia de lo que desde entonces se llama la “multitud”. Ese hecho
supuso la instrumentalización de las mayorías por una serie de
intereses que no siempre coincidían con los suyos y, más bien,
estaban encarnados en la burocracia estatal. Desde allí, desde los
sistemas de mediación, se generó una serie de argumentos simbólicos
de integración, amparados en la imagen del campesino-indígena
como símbolo de lo nacional.

De este modo se alzó sobre esta masa un principio


contradictorio: al mismo tiempo que se ubicaba en los márgenes
de la estructura nacional-estatal, era el centro de las prácticas
políticas del régimen nacionalista que promovía, justamente, la
estatización a nombre de la bolivianidad. En esas condiciones, los
campesino-indígenas no sólo fueron objeto de las redes sobre las
cuales se activó un sistema de control político basado en el
clientelismo y la prebenda, que fue el modo de ciudadanizarse, sino
que también estuvieron sujetos a las restricciones del intercambio
desigual, sostenido en un sistema de precios de los productos
agrícolas que mantuvo a la economía campesina en un estado
prácticamente estacionario e incluso de paulatina precarización,
con algunas excepciones, ubicadas sobre todo en los valles de
Cochabamba.

En ese escenario, la familia campesina, beneficiada por la


pequeña propiedad que le fue dotada con la Reforma Agraria de
1953, se desarrolló en un marco de empobrecimiento sucesivo y,
al mismo tiempo, en función de mecanismos de control social
activados para preservar la reproducción familiar, especialmente
para establecer relaciones de subordinación de las mujeres indígenas
Ciudadanías políticas y ciudadanías primordiales en Bolivia 39

(Salazar, 2003). El factor decisivo sobre el cual se erigió este sistema


fue el de la propiedad y herencia de la tierra que, a pesar de no
tener un marco legal que así lo determinara, en la práctica supuso
filiaciones eminentemente masculinas (Deere y León, 2000).

Ahora bien, como ya señalé, en el imaginario nacionalista la


figura del campesino-indígena ocupó un lugar central en la
legitimación del régimen, basado sobre todo en la noción de la
“integración nacional”, a cuyo fin apuntó la reconstrucción de la
historia, de la antropología y de la arqueología, a fin de darle
continuidad al proceso revolucionario, articulándolo con las “esencias”
culturales prehispánicas. En este entretejido, la revolución venía a
ser la consecuencia natural de una historia de opresión que culminaba
con la eliminación de la servidumbre indígena, teniendo su epicentro
en la Guerra del Chaco, en la que comenzó a plasmarse la idea de
la igualdad abstracta. Como mencioné anteriormente, en
concordancia con los postulados políticos que interesaba acreditar,
sustentados fundamentalmente en la alianza de clases, en el ámbito
de la cultura el argumento se esbozó en el imaginario mestizo como
cumbre de la integración social, cultural y política del país, dándole
un nuevo sentido al concepto de “lo boliviano”, que para entonces
llevaba un registro nítido respecto a la oposición entre nación y anti
nación.

En ese marco se desplegó la nueva política educativa que,


durante el Estado de 1952, a nombre de la “escuela única”, se
convirtió en una entidad de estandarización, haciendo de la sociedad
urbana el horizonte de la sociedad agraria, pero sin que de por
medio se materializaran condiciones propicias para ello. Bajo su
auspicio se activaron, pues, procesos de integración a través de la
migración del campo a la ciudad, protagonizados por indígenas que
aspiraban a la condición ciudadana (y a lo “humano”), en la creencia
de que era en el empleo citadino donde ésta tenía lugar, y dado el
deterioro del minifundio y de las condiciones del trabajo agrícola.

El tránsito hacia las urbes venía acompañado, además, de


una identidad abrumada por los estigmas que promovió una
educación rígida en sus formas y contenidos, abusiva en su
metodología disciplinaria y fuertemente comprometida con el
40 Ser alguien, ser boliviano

desconocimiento de las virtudes históricas del mundo prehispánico,


lo que derivó en una relación maestro-alumno basada en los prejuicios
estamentales de la colonización. A ello se agregó, según sus críticos
(Baptista Gumucio, 1977), el carácter memorístico de sus métodos
de aprendizaje, que terminaron estimulando la adhesión de los
jóvenes a carreras librescas y de prestigio social, como la abogacía,
y el desprecio, por el contrario, por los emprendimientos técnicos,
venidos a menos en el sistema de los valores modernos, alimentado
por el Estado del 52.

Por lo tanto, sumadas ambas, la Reforma Agraria de 1953 y


la Reforma Educativa de 1955, no sólo fueron los mejores estímulos
para la migración del campo a la ciudad, sino que la indujeron en
condiciones de una grave descalificación laboral y con altos grados
de alienación cultural de parte de los migrantes, los que, sin bien
poseen enormes dosis de iniciativa para la movilidad social, también
padecen de grandes limitaciones materiales para conseguirla,
trayendo consigo una nueva dosis de la frustración mencionada
anteriormente.

Fue por eso, a mí entender, que para la mayoría de la población


la categoría “mestiza” o “lo boliviano” fueron tan sólo abstracciones,
que se hicieron posibles medianamente en el campo de la cultura
y la política, pero casi nunca en el de la economía como sustento
básico de aquellas. Es decir que no sólo el Estado fue “aparente”,
sino también la nación, por lo menos para la mayoría de la población
que vive en este territorio17.
Sin embargo, derivando en procesos de estratificación social,
uno de los resultados de este hecho condujo a la presencia en las
urbes, especialmente en La Paz, de un núcleo juvenil intelectual de
origen indígena que iría a conformar una peculiar clase media,
asumiendo la interpretación de nuevos problemas sociales, políticos
y culturales, afines al deterioro del Estado del 52 y a los sentimientos
de desarraigo y exclusión vividos en las ciudades. En este núcleo

17 Por eso pareciera que a la nación boliviana sólo la sostiene la voluntad de sus habitantes
de vivir juntos y, por lo tanto, la historia que hemos construido en torno a ese deseo a lo
largo de casi dos siglos.
Ciudadanías políticas y ciudadanías primordiales en Bolivia 41

es posible reconocer la imposibilidad de que el Estado generalice


su norma en todo el territorio, pero también la descomposición de
las comunidades indígenas y, por ello, la movilidad social de algunos
de sus miembros como fruto de la propiedad individual agraria que
trajo consigo la Reforma de 1953.

En su reflexividad fructificó la creación del Movimiento


Revolucionario Túpac Katari (MRTK) y, por lo tanto, una nueva forma
de concebir la disputa por el poder político, esta vez a nombre de
la lucha milenarista y anticolonial, justo en el momento en que el
paradigma del socialismo universal se venía abajo, junto con los
argumentos en torno a las potencialidades transformadoras que
traerían consigo las relaciones basadas en la condición del trabajo.
Este movimiento tuvo su origen en la universidad pública de La Paz
(UMSA), articulando a estudiantes de colegios secundarios fiscales,
generalmente hijos de migrantes del campo a la ciudad provenientes
de la cultura aymara. En ese proceso, el Estado nacional, junto con
lo boliviano y lo mestizo, fue encontrando a los portavoces de su
deslegitimación, a través de “nuevas formas de datar” asentadas en
las categorías étnicas.

Desocialización laboral y crisis estatal:


“mi mamá es el hombre de la casa”
En la década de los ochenta la crisis del Estado benefactor trajo
consigo el colapso del mercado laboral regulado, por lo tanto, el fin
del orden ciudadano formulado bajo el amparo de la unidad nacional
que había sido inspirada por los trabajadores mineros.

Colapsada la minería, y frente a la masificación de los


desocupados que trajo consigo, se redujo el precio de la mano de
obra, exigiéndosele en cambio mayor eficacia productiva y, por lo
tanto, un mayor desgaste laboral y un sometimiento a niveles
inusuales de explotación. Del mismo modo, el aumento acelerado
del “desempleo estructural” involucró un proceso en el que la
condición de la fuerza de trabajo perdió eficacia como mecanismo
de integración, aun desde la subordinación de las relaciones de
42 Ser alguien, ser boliviano

clase (de Sousa Santos, 2002; Alonso, 1997). El mercado normalizó


la demanda laboral, aplicando la eliminación del sistema de
regulaciones colectivas alrededor de la misma y ajustando la oferta
a altos grados de individualización, precarización y competencia,
en ausencia de un sistema jurídico nacional que ampare las relaciones
obrero-patronales a través de la ley.

Todo ello llevó a la sobreexposición de los individuos a las


dinámicas desocializadoras del mercado, cristalizándose modos de
vida extremadamente disparejos (Alonso, 1997) 18. El darwinismo
social apareció “regulando” la relación entre los más fuertes y los
más débiles, lo que equivale a los sujetos más competitivos y menos
competitivos para insertarse al mercado, con el agregado de que
éste comenzó a plantear exigencias de dominio tecnológico, por lo
tanto, cada vez mayor calificación de la mano de obra.

En nuestro caso, el panorama tendió a parecerse mucho al


Estado anterior al 52, aunque esta vez enmarcado en un contexto
de globalización cultural y de transnacionalización económica y
financiera. Por las condiciones socioeconómicas del país, este proceso
implicó una desestructuración acelerada de las bases de la ciudadanía,
por lo tanto, de aquellos mecanismos que hacen de ésta una práctica
en la que la obediencia hacia el Estado está estrechamente relacionada
con el ejercicio de los derechos sociales. Sin este ejercicio dejó de
haber obediencia, lo que indujo a un proceso de desintegración
social que trajo consigo que las precarias lealtades centralizadas
alrededor del Estado se desplazaran al fortalecimiento de lealtades
regionales, locales, comunitarias, étnicas e individualistas, convertidas
en el precario sostén de socialización que mantuvo la sociedad hasta
ahora.

18 Para Rosanvallón, este “repertorio de desigualdades” se funda en la desaparición del


modelo clásico de trabajo asalariado, la integración de las mujeres a la economía pero bajo
condiciones de una gran diferenciación salarial respecto a los hombres, las desigualdades
geográficas, las prestaciones sociales condicionadas a recursos del beneficiario potencial,
las posibilidades para acceder al sistema financiero y la situación diferencial que se advierte
respecto a la salud, la vivienda, los equipamientos públicos, el transporte, etc. (Rosanvallón,
citado por Ziccardi, 2001).
Ciudadanías políticas y ciudadanías primordiales en Bolivia 43

El saldo fue la expansión de la informalización de las relaciones


sociales y políticas, no sólo porque los trabajadores estatales fueron
expulsados de sus fuentes laborales, sino porque se sumaron a
aquella masa de pobladores que nunca asistió al pacto social del
Estado del 52. Lo que este proceso estaba trayendo consigo era el
colapso de los medios de ascenso social sustentados en el trabajo,
y por ende, el agravamiento de los grados de desigualdad y exclusión,
en la medida en que sólo algunos pudieron pasar la brecha de la
modernización por su mejor incorporación individual al mercado
de trabajo, cada vez más asociado al conocimiento tecnológico,
tanto para la producción como para la organización institucional.

En lo que concierne a las familias, este proceso se reconfiguró


en función de la feminización de la pobreza, alrededor de la cual,
especialmente para los sectores con más penurias económicas, se
modificó el lugar del proveedor, trasladándose la responsabilidad
a las mujeres, embarcadas en trabajos relacionados con servicios
o en el empleo doméstico, con un sistema de remuneraciones
limitado por efecto de la enorme competencia laboral, sin sistemas
de protección social y, en gran parte, con parejas –en caso de que
las haya– sujetas todavía a valores culturales patriarcales inamovibles
y, por ello, sumidos en el íntimo conflicto que supone ser hombres
pero no proveedores.

El cambio de papeles entre los miembros de la familia tuvo


que influir inevitablemente en representaciones imaginarias en las
que la figura paterna, masculina y tradicional suele estar ausente,
seguramente con consecuencias en la configuración subjetiva de
las nuevas generaciones, en las que la línea de descendencia femenina
tiende a ser más clara. Refiriéndose al curso seguido por su familia,
en un contexto de pobreza y fatalidad, una joven señaló:
Ese ha sido el momento más triste de mi vida del que yo
me acuerdo, cuando era pequeña, cuando mi papá se ha
enfermado. Mi mamá lloraba, iba a la mina, íbamos a las
4 de la mañana. Yo subía a la punta del cerro, íbamos desde
la estancia hasta lejos. Le acompañaba a mi mamá, molía
oro. Tenía ovejas, pero las gastaron en mi papá. Así, mi
44 Ser alguien, ser boliviano

padre se ha comenzado a recuperar, pero desde cero. Así lo


han operado. Mi mamá trabajaba, mi mamá es el hombre
de la casa y mi papá estaba de pena.

Por eso, si bien este cambio anuncia procesos de


independencia femenina, está marcado también por grados extremos
de vulnerabilidad material y simbólica, especialmente en las mujeres
migrantes del área rural al área urbana. Eso explicaría también, en
relación con la violencia doméstica, que éste sea uno de los grupos
sociales más afectados y, además, con menor capacidad para
cuestionarla ante la autoridad estatal, dadas sus carencias de
información y de conocimiento de las reglas formales que tienen
que ver con los aparatos jurídicos del Estado, donde el “papeleo”
en torno al lenguaje paraestatal y masculino tiene tanta importancia.
Vale reiterar aquí, entonces, lo que significa para estas mujeres
“estar en el mundo”: por un lado, obligadas a salir de sus
comunidades, por el otro, sin contar con recursos para hacerlo en
condiciones dignas.

Los cambios que se producen en el entorno familiar influyen


también en el papele de los hijos, que se ven obligados a asumir
tareas domésticas –más aun si son niñas o adolescentes– o a hacer
de proveedores precoces, arribando al mercado laboral infantil
–tanto o más precarizado que el femenino, pero convertido en una
parte sustantiva de su participación familiar–, que obliga a los niños
y niñas a abandonar sus aspiraciones educativas y, por lo tanto, las
bases de su futura integración ciudadana (Paulson, 2005). La otra
cara la dan los ambientes callejeros, en los que éstos se debaten
carentes del amparo familiar, prematuramente expulsados a la vida
individual, en la que no existe otra forma de sociabilidad que no
sea la violencia.

En el ámbito rural, la necesidad del trabajo infantil y/o


adolescente impuso pautas migratorias sobre las niñas, adolescentes
y jóvenes para ingresar al trabajo doméstico asalariado urbano, en
el que se despliega con toda su amplitud el trato estamental y racista
propio de la sociedad boliviana (Farah, 2003). Al mismo tiempo, la
Ciudadanías políticas y ciudadanías primordiales en Bolivia 45

falta de mecanismos de control social da lugar a embarazos precoces,


que también terminan con las aspiraciones ciudadanas de las jóvenes,
como veremos más adelante.

Ciudadanías primordiales
Ese conjunto de aspectos ha configurado, sin duda, un contexto
propicio para una nueva forma de interpretación en torno a la
relación entre el Estado y la sociedad, mediada nuevamente por los
argumentos que hizo suyo el “sistema de expertos” después de la
caída del socialismo real. Confluyeron en esa dirección dos procesos:
por un lado, la migración rural-urbana en el país, cuyo fruto fue,
como se señaló anteriormente, la recreación de un sentido milenarista
de la política, encarnada en la corriente katarista, la más actual y
reconocida discursividad neoindigenista en el país; por el otro, la
visibilización de las mujeres como actoras políticas, sociales y
culturales, fruto, a su vez, de su incorporación en la educación
superior, desde donde se elaboró con mayor sistematicidad la
argumentación feminista.

Bajo ese nuevo horizonte paradigmático, la interpretación se


asentó en una lectura romanticista de la relación entre lo particular
y lo general, soslayando el análisis del “modo de producción
dominante”. En esta nueva “forma de datar” perdió sentido la
totalidad y, en su curso, el capitalismo se diluyó como la estructura
que condiciona a todas las formas de relacionamiento social, por
lo tanto, en la que cobra sentido la desigualdad social. En el caso
del feminismo, aquella ausencia se tradujo en la identificación del
patriarcado como el factor unívoco de la subordinación de las
mujeres. En el caso del neoindigenismo, la observación se trasladó
hacia los particularismos étnicos y su conflictualidad fue referida
a explicaciones dentro de cada Estado-nación.

La mediación argumentativa se ubicó, entonces, “en medio


de” las estructuras de integración nacional (Bhabha, 2000). Así, se
erigió una nueva interpretación en torno a las “ciudadanías
heterogéneas”, apuntaladas por las identidades étnicas y de género
que, por vía de la interpelación moral, emocional y simbólica, llenan
46 Ser alguien, ser boliviano

la “vacancia ideológica” que le es inherente a la clase social y al


Estado-nación en crisis 19 . Bajo esos síntomas, el Estado tendió a
perder legitimidad y, por lo tanto, a limitarse más que nunca como
una estructura “aparente” (Zavaleta, 1999), cuestionada por su
carácter homogeneizador y masculinista.

Desde el neoindigenismo, que finalmente impuso su


hegemonía, este hecho condujo a varios supuestos en torno a la
organización de la nación: primero, sobreponiendo a la libre y
voluntaria asociación contractual la inclusión y la pertenencia a una
tradición enraizada en un pasado; segundo, sustituyendo la adhesión
reflexiva por la de los vínculos naturales y orgánicos, a través de
los cuales la filiación a una nación se define por la pertenencia a
una comunidad viva de lengua, de raza y de territorio (valores
subjetivos de la sociedad agraria); tercero, poniendo en duda la
noción de “progreso” y haciendo suya, en cambio, la idea de la
revalorización de las tradiciones como fuente de la diversidad étnica.
A partir de estos supuestos, Bolivia no sería una nación sino varias,
sobrepuestas y en conflicto, según el esquema de dominación
colonial.

Esto llevó consigo una nueva revisión de las costumbres,


revalorizándolas como el sustento de un modo peculiar de
organización societal a través de la “diferencia”. Se produjo, así, la
lectura del “reconocimiento” o de la “justicia cultural”. Por supuesto
que a esta nueva situación tuvo que serle afín la revitalización de
las formas de socialización primaria, es decir, las relaciones de
presencia y cara a cara, de corto alcance y sujetas a variables
particularistas en las que las mujeres, por razones culturales, serían
las principales actoras.

19 Según Hobsbawm, las identidades étnicas, que tienen carácter precontractual, buscan
llenar los vacíos dejados por la desarticulación de la cultura laboral, apelando a la raza como
la “última garantía” de pertenencia a la que se recurre cuando “falla la sociedad” (Hobsbawm,
2002). Esa garantía es asimilable a la condición esencial de los sujetos, de la cual no pueden
ser echados porque nacen con ella, es decir, con su carácter primordial, lo que los hace
portadores de elementos incuestionables e inamovibles y los define en el marco de los
vínculos orgánicos. El achicamiento de la cultura laboral significó, pues, la ampliación de
la cultura basada en la etnicidad, proceso paralelo a la crisis del Estado social y a la
reemergencia de lealtades comunitaristas.
Ciudadanías políticas y ciudadanías primordiales en Bolivia 47

El resultado más visible de este proceso fue la educación


intercultural y bilingüe, el reconocimiento de territorios específicos
para indígenas, y la adopción explícita de simbologías “originarias”
recreadas. Sobre esa base se erigió la Reforma Educativa de 1995,
cuyo sustento fue el rescate de las lenguas tradicionales, objetivo
para el que el Estado movilizó un enorme aparato de funcionarios
a quienes se les encomendó, entre otras cosas, resolver el intrincado
problema de trasladar los idiomas tradicionales (locales y
eminentemente orales) a la escritura, dándole una nueva meta a la
nación.

Como se puede observar, el reconocimiento de los derechos


culturales se amplió en un sentido inversamente proporcional a la
cada vez más restrictiva vigencia de los derechos sociales. Alguien
diría, entonces, que con ello quedó edificada una forma más
sofisticada de desigualdad (Gigante, 2001). Una situación similar
ocurrió con el estímulo a la participación política (ciudadanía activa)
como el núcleo a partir del cual se compensaría la crisis de
representatividad que se fue produciendo en el país. En esa dirección,
la apuesta en el campo de la política y de la cultura fue la
democratización a través de más sociedad y menos Estado (y más
heterogeneidad, menos homogeneidad), sin advertir entonces que
lo que se estaba alimentando con ello eran crecientes grados de
fragmentación y desafiliación nacional, cuyo correlato fue, al mismo
tiempo, un progresivo despliegue de la desobediencia al Estado.

La crisis de las mediaciones acarreó también a la familia y


a la escuela. En el primer caso, debido a los aspectos señalados en
el anterior punto, que estuvieron acompañados por un agravamiento
del proceso de extrañamiento entre padres e hijos, explicitado por
la vigencia de nuevas normativas jurídicas a favor de los niños. Lo
que, a nombre de la paridad entre ambos (Jelin, 1998), contribuyó
sorprendentemente a disminuir la autoridad paterna (Calla y otras,
2005).

En el campo educativo sucedió lo mismo, ya que al cuestionar


el carácter no sólo homogeneizador y memorístico de la escuela
pública, sino también sus formas pedagógicas autoritarias, se sacó
48 Ser alguien, ser boliviano

al maestro de la escena del disciplinamiento ciudadano, priorizándose


más bien argumentos técnicos constructivistas en la relación
enseñanza-aprendizaje, extensivos a la supuesta igualdad entre
profesores y alumnos. Esto llevó, en gran parte de los casos, al
ejercicio pleno de los derechos de los últimos y, por lo tanto, a la
pérdida de atribuciones del papel formativo de los primeros 20 .
Por lo afirmado, el Estado, la familia y la escuela están en
vías de perder, si no lo han hecho ya, sus capacidades socializadoras
en el marco de la “voluntad general”, o al menos se está replanteando
el lugar que ocupan en las mediaciones entre Estado y sociedad y,
por ende, el papel que jugaron hasta ahora en el orden societal.

En ese marco, los niños y las niñas, los adolescentes y los y


las jóvenes tienden a apelar a formas de socialización alternativa
en el “subsuelo” de la política, la retribalización callejera y el
underground (Tapia, s.f.), lugares, justamente, de donde proviene la
poesía bélica con que introducimos este trabajo.

20 Traigo a cuenta este hecho atendiendo al carácter romanticista de esta pedagogía, según
la cual es necesario limitar el papel de la autoridad sobre la naturaleza del niño (Betti, 1981).
Capítulo III
Extrañamiento y desarraigo juvenil, hoy
Desde mi punto de vista los jóvenes y las jóvenes con los tiempos
de antes ya no es igual, con la educación, un poco los jóvenes gana
a gana están, no hay respeto. Además la educación es ley nomás,
le faculta ya no pegar a los niños. Desde ahí están aprendiendo,
antes la educación era bueno, había castigo del profesor, los padres
nosotros mismos pedimos, ya también hay esas leyes que protegen
a los niños, ya no hay que a tocar diciendo, peor, peor los jóvenes
desde ahí han aprendido, hoy en día son malcriados, saben leer
pero no van a lo que era antes el respeto, no saben la vida de antes,
lo que es la música, las culturas, lo autóctono, ya no entienden, a
lo así está yendo. (Rufino Cruz.)

Quiero ser psicólogo y después de ser un buen psicólogo, lo


primero que tengo que hacer es comprarme un carrito último
modelo; esito es lo que yo quiero, un carrito. Después con el tiempo
una casa, llevar a todos mis familiares porque mi casa ya está casi
en sus últimas. Una casa de dos o tres pisos máximo y yo vivir en
el último [...] o sino voy a ser maestro, pero buen maestro porque
me gusta enseñar. Si no llego a ser psicólogo, voy a ser profesor,
una de las dos. […] mi meta es que quiero ser, para empezar, como
el Fernando; después quiero tal vez ser como el responsable de todo
Oruro del Programa de Save. Y con el tiempo, tal vez llegar a ser
gerente general de Save […] El Save me ha cambiado la vida y
quiero que cambie de todos, no quiero que sean calladitos, porque
a veces me siento mal, yo hablo mucho, mucho y el de mi lado
calladito me está escuchando, eso no me gusta, quiero que sea igual
de chispa como yo. Por eso quiero ser gerente general de Save […]
Entonces, tengo que luchar con lo que tengo, como decía antes,
salir del gallinero, de mi cuadrito, no quedarme como gallinita, ser
águila real. Eso es lo que tengo que hacer para cumplir mis metas:
esforzarme, estudiar, poner más empeño, dar todo, matarme por
lo que quiero. (Omar Mendieta.)

Mi familia quisiera que fuera un poco adelantado y también


hacernos querer con la gente. Y estudiar, por lo menos salir bachiller.
50 Ser alguien, ser boliviano

Cuando sea grande quisiera ser un abogado, para ganar el respeto


de la comunidad, elevar a mi familia, para prestigiar... (Rosendo
Ramos.)

Antecedentes
El objetivo de este capítulo es observar a niños, adolescentes y
jóvenes en el tránsito que supone el salir de las esferas de la
sociabilidad primaria, la familia y la escuela, hacia las esferas de
sociabilidad secundaria, ubicadas en el ámbito de lo público, pero
en un contexto de desocialización y, por ende, de ausencia de la
autoridad estatal y familiar. Así, en ese curso se observa un proceso
de desprendimiento a veces prematuro de la vida privada hacia la
vida pública, con un correlato en la politización temprana de los
sujetos sociales, marcada por un énfasis moral y emocional que no
logra cuajar en la condición del ciudadano.

Bajo esos parámetros, considero que si en general el país


padece de un estancamiento histórico ubicado en medio de la
sociedad agraria y la sociedad capitalista –o, más bien, en medio
de la imposibilidad de que ésta absorba a aquella–, a nivel más
concreto este hecho puede observarse en que los jóvenes que
intentan salir del seno familiar no logren hacerlo, porque no hay
condiciones materiales que los acojan para inculcar en ellos una
socialización acorde con las demandas del Estado-nación y del
capitalismo o para absorberlos como ciudadanos21. Ello, por supuesto,
redunda en una relación familiar que eterniza a los adultos como
proveedores y a los jóvenes como dependientes, incluso en los casos
en los que éstos hubieran formado una familia propia, lo que quiere
decir que, aun habiendo superado los ciclos de vida que teóricamente
corresponden a la independencia individual, se vean en la tensión
de su permanente minorización, en el marco de la autoridad y el
control de la familia extendida.

21 En el caso de los jóvenes, estos procesos adquieren mayor rigor debido a que se trata de
una identidad que está señalada por la transición de la adolescencia a la adultez, es decir,
de la vida familiar y privada, de la que se es dependiente, a la vida individual, independiente
y pública. En otras palabras, de la vida “inmadura” a la vida “madura”.
Extrañamiento y desarraigo juvenil, hoy 51

En tal caso, podría hablarse de que en el país el


“extrañamiento” adquiere una forma circular o bloqueada, en tanto
supone procesos de “desprendimiento” pero no nuevas formas de
adhesión, a no ser las que son convocadas a partir de la anomia,
la desocialización y la frustración.
En las siguientes páginas intentaré mostrar este hecho poniendo
énfasis en los y las jóvenes campesino-indígenas que migran a la
ciudad, o cuyos padres residen en ésta desde hace una o dos
generaciones, y que en gran medida forman parte de ese
conglomerado social que se mueve entre la sociedad agraria y la
sociedad capitalista, mayoritariamente en calidad precontractual.

La educación para ser alguien, para ser boliviano


He mencionado en el primer capítulo los procesos según los cuales
se produce la disociación de la forma estatal respecto a las
particularidades que no le serían coherentes. Incorporado en la
subjetividad de los sujetos, ese proceso pasa por el deseo que éstos
manifiestan de despojarse de sus especificidades y, por ende, ser
reconocidos en igualdad de condiciones por el propio Estado, es
decir, como sujetos de derechos ciudadanos.
Algo similar ocurre entre los jóvenes campesino-indígenas
en Bolivia. Motivados por ese reconocimiento, hacen todos los
esfuerzos por invisibilizar su diferencia. En esa dirección, sus
aspiraciones pasan por varios procesos, todos los cuales adquieren
sentido cuando se los observa en el marco de la necesidad de
arrancar de su vida toda marca que conlleve especificidad, es decir,
de falta de “bolivianidad” como concepto de lo general. A eso apunta
el trasfondo de la movilidad social de la que son protagonistas. Por
eso, el destino lógico de este impulso integrador “desde abajo”
pareciera apuntar a la transformación del sujeto preestatal en sujeto
estatal, es decir, en ciudadano despojado de los particularismos que
pondrían en duda su carácter universal.
Del mismo modo, este es un proceso bajo cuyo auspicio se
entiende lo humano –que, como veremos más adelante, en el
lenguaje metafórico está asociado al atlas corporal–, cuya completitud
52 Ser alguien, ser boliviano

daría pie a suponer el estigma subhumano del sujeto indígena y


rural y, por tanto, de las aspiraciones de humanización que lleva
consigo el tránsito del campo a la ciudad (Vega Centeno, 1991).
En el marco de esos supuestos metafóricos, no seguir el curso
de la integración, visualizada en el camino de la migración es
“quedarse” como campesino-indígenas, identidad atribuida de
subvaloraciones culturales en relación con el Estado y la nación, en
tanto expresaría una forma de socialización localista. El “quedarse”
tiene, además, otra connotación, propia de la relación entre el campo
y la ciudad. Por eso, el camino de la movilidad social debe llevar
necesariamente al mundo urbano, como el mundo donde estarían
dadas las posibilidades de la integración, en términos de la estatalidad.
Amparadas en esas representaciones, la movilidad social
supone un camino hacia arriba y hacia delante, que lleva a hombres
y mujeres por varias rutas, pero hacia un solo destino: completarse,
lo que significa adquirir dos cosas: los valores de la racionalidad
ciudadana y, metafóricamente, un cuerpo dotado de cabeza, en
tanto ésta es representada como el lugar de las nuevas formas de
conocimiento secular. En ese sentido, sólo se es “alguien” cuando
se tiene “cabeza” (Salazar y Barragán, 2005).
En la idea de despojarse de cualidades específicas, la educación
adquiere un lugar central, debido a que posibilita la adhesión de la
sociedad al Estado: por lo tanto, a los reconocimientos que éste
promueve en función a los derechos y las obligaciones ciudadanas.
La trama homogeneizadora que la educación conlleva en función a
los valores de la igualdad –por lo tanto, de la estandarización– es
vista como el medio para lograr aquella completitud.
Por lo tanto, las metáforas que le dan sentido a la educación
la vinculan, justamente, con el camino que lleva a la adquisición de
la cabeza como el lugar de la reflexión y el intelecto, y con la
sensación de adelantamiento y elevación que permite convertir al
indígena en “gente” o en “boliviano”, con capacidad para movilizarse
socialmente según los esquemas vigentes de bienestar y ciudadanía22.
22 Dicen Lakoff y Johnson que la base física de las metáforas orientacionales son nuestros
ojos: ellos miran en la dirección en que característicamente nos movemos (hacia adelante)
(Lakoff y Johnson, 1986).
Extrañamiento y desarraigo juvenil, hoy 53

El corolario de este proceso es la profesión, relacionada con


las metáforas del despertar, abrir los ojos y el caminar para “adelantar”
(Salazar y Barragán, 2005). En ese contexto, la seducción de la vida
citadina se impone sobre ellos, con argumentos en los que se
combinan satisfactores materiales y subjetivos. Como señala Alain,
de Porvenir:

Yo quiero ser militar. Si Dios no quiere que sea militar, voy


a ser taxista, como me decía mi padrastro […] si no da para
ser taxista, entonces voy a ser un contador. Pienso casarme
a los 20 años porque uno ya es joven, uno sabe qué es amor,
qué es pasión. Me gustaría dos hijos nomás, no muchos,
una parejita. Me gustaría vivir en Cobija, allá es mejor, la
luz no se apaga. Además, uno mira el canal que quiere y
también allá hay más taxis para andar. Me gustaría ir a las
fiestas, escuchar música, si me caso ¿no?

Ahora bien, otro rasgo sobre el que basan el sustraerse a su


especificidad está relacionado con la calidad manual del trabajo
agrícola. En ese sentido, dotarse de cabeza para pertenecer al mundo
de los ciudadanos implica también despojarse de las manos como
medio de vida. En este caso está presente el hecho de que en el
horizonte homogeneizador de la modernidad cabe más el trabajo
intelectual y racional que el trabajo manual, siempre dotado de
alguna particularidad. O, lo que es lo mismo, que en ese horizonte
está presente la disociación entre el trabajo industrial y el trabajo
agrícola, siendo el primero objeto de privilegios por encima del
segundo.

En observancia a lo anterior, las aspiraciones juveniles apuntan


a profesiones “altas”, es decir, a profesiones que traerían más
ventajas ciudadanas en términos del reconocimiento social y de la
a d q u i s i c i ó n d e d e re c h o s, q u e s o n l a s p ro f e s i o n e s m á s
intelectualizadas, de mayor exigencia racional, aquellas que exigen
“más cabeza”. Así, ponen su mirada en el ejercicio profesional de
la diplomacia, la medicina, la arquitectura y similares. En cambio,
desechan las profesiones “bajas”, aquellas en las que la técnica
manual aún es preponderante. Esas profesiones, en términos de
género, se las dejan a las mujeres, lo que reafirma, por su parte, la
54 Ser alguien, ser boliviano

sub-valoración del trabajo femenino, extensivo o propio del mundo


doméstico (Salazar y Barragán, 2005). Eso significa que quienes se
“quedan” en el camino de la movilidad social y de la ciudadanización,
al calor de la división sexual del trabajo, son las mujeres.

De este modo, el proceso está asociado a la transformación


del homo comunitas en homo urbanitas, siendo el segundo más
universal y más racional que el primero (en el sentido de la
modernidad), por lo tanto, menos dotado de las particularidades
que terminan siendo objeto de la estigmatización colectiva.

En el trajín surge además la idea de que el ascenso social


también corresponde a sujetos que “saben pensar”, lo que quiere
decir que han adoptado criterios generales a partir de los cuales no
sólo tienen un mejor sentido de su entorno inmediato, sino también
de la nación y del mundo23. A ello se agrega, por cierto, el dominio
del idioma castellano, del inglés y de los recursos tecnológicos de
los que se ha dotado la ciencia en los últimos años, todos a nombre
de una nueva categorización de quienes, en este tiempo, son alfabetos
o analfabetos tecnológicos (López y otros, 2005; Uberhuaga y otros,
2005).

El corolario de este proceso es la adopción de signos corporales


que, aparte de la cabeza como racionalidad, expresan una definitiva
pertenencia a la sociedad urbana. Entre los jóvenes, estos signos se
resumen en la vestimenta. Esta adquiere un sentido particular en
tanto condensa un signo “fronterizo” de la individualidad corporal
y como un “factor de fácil identificabilidad”, en los términos que
ya señalara Gellner, que influye fuertemente en las interacciones
sociales de las sociedades que no han abandonado sus estructuras
estamentales y coloniales.

23 Como afirma Dina Krauskopf, “los jóvenes con mayores recursos económicos se empiezan
a parecer más a los jóvenes con las mismas condiciones económicas de todas partes del
mundo” (Krauskopf, 2000). Sin embargo, habrá de observarse también los esfuerzos que
hacen los jóvenes de las elites para distinguirse cada vez que los de abajo tienden a parecerse
a ellos. La vestimenta sigue siendo, en estos casos, el motor de esta diferenciación: “Hay
gente que tiene plata y puede comprarse ropa cara, pero igual se viste como cholo” dice un
joven de la clase alta (López, y otros, 2005).
Extrañamiento y desarraigo juvenil, hoy 55

En relación con este hecho, los jóvenes migrantes protagonizan


cambio tras cambio, haciéndose eco del acontecer de la moda. Con
esto se consolida otro factor más en el proceso que sigue al despojarse
de sus particularidades en función de la universalidad, lo que lleva
a un punto extremo cuando, a fin de lograr este objetivo, estos
jóvenes se ven obligados, por sus carencias materiales, a adquirir
estos bienes en mercados de segunda mano, donde prevalecen sin
embargo referencias a las marcas de las prendas como un sello
definitivo de su estatus. En otros casos, según los procesos de
segmentación de clase por los que atraviesa la sociedad agraria en
su tránsito hacia la sociedad urbana, el mercado simbólico abre sus
puertas a los más pudientes, quienes a su vez se distinguen del resto
por los mismos valores de la universalidad y que hoy se convierte
en motivo de su desprecio por los de “abajo”, es decir, por los que
aún conservan signos de su especificidad.

Todo eso parece significar que el extrañamiento tiempo-


espacio que supone la migración rural-urbana tiene un componente
de humanización, emblematizado en la transformación de los
imaginarios corporales y en función del ascenso social.

Pero, como es de imaginarse, este cambio también conlleva


un sentimiento de lealtad que se vuelca hacia la nación. Es lo que
manifiestan las palabras de Edson Márquez, adolescente de Batallas:
“Mi más grande sueño es que todos sean profesionales para que
Bolivia salga adelante” 24 . O, como señala Armando Quenta, de
Oruro:
Quiero ser embajador, traer experiencia a esta población.
En sí estudiar e ir a otras naciones para aprender de lo que
hacen y traer a esta población. Yo digo, de nuestra misma
lengua somos de bajo nivel –mayormente hablamos en
aymara– mientras un niño de la ciudad son bastante
despiertos, habladores. Eso yo pienso, […] ser un estudiante,
con el futuro lograr una profesión. Esa es mi última decisión:
ser estudiante.

24 Red de Corresponsales en Desarrollo Humano, febrero de 2006.


56 Ser alguien, ser boliviano

En el caso de las mujeres, un elemento que les es particular


es su propio cuerpo como “fuente de error”, lo que apunta al carácter
histórico de la división sexual del trabajo. En torno a ello tiene lugar
una funcionalidad específica de la metáfora de la educación como
“camino”, que se traduce en el hecho de que ellas, al embarazarse,
se habrían “desviado” o habrían “caminado chueco”, lo que termina
interrumpiendo su tránsito hacia la completitud, es decir, el tránsito
de la movilidad social que culmina en su bolivianidad o
ciudadanización. El origen de esta frustración se sitúa en el momento
en el que habrían “perdido la cabeza”, es decir, se habrían enamorado
o, lo que es lo mismo, habrían privilegiado su subjetividad individual
por sobre la objetividad de la sociedad (Salazar y Barragán, 2005).

Por eso, las jóvenes mujeres campesino-indígenas se “quedan”


en el campo, arraigadas a la vida agraria, en un contexto, además,
de deterioro y de empobrecimiento sistemático de las condiciones
de producción relativas a la tierra, y por lo tanto, en un contexto
de vaciamiento poblacional del mundo rural25.

Las jóvenes indígenas: de tutela en tutela


En términos de la condición étnica, la imposibilidad de despojarse
de sus particularidades hace que las mujeres sean “más indias”. En
un plano de análisis distinto al anterior, pero claramente
complementario, me animo a observar este proceso en relación a
la inserción laboral de acuerdo al género, en el marco de las
discriminaciones étnicas que aquella involucra y que ya trabajara
Marisol de la Cadena en una comunidad del Cusco (de La Cadena,
1991).

Para entrar en materia, me parece importante hacer una


digresión acerca de la relación que existe entre la escasez de medios
productivos y la subordinación femenina en el campo. Se observará
que este hecho redunda en el paso de las adolescentes y jóvenes

25 Es necesario considerar, sin embargo, que en los últimos años ha variado la tendencia
migratoria. Ahora migran más las mujeres, debido a que se han abierto para ellas espacios
laborales en los servicios precarios a los que no acceden los varones (Farah, 2003).
Extrañamiento y desarraigo juvenil, hoy 57

de una tutela a otra, siempre con importantes grados de explotación


de su mano de obra en el mundo de lo doméstico.

Un primer aspecto a destacar es que en el campo la figura


del poder masculino se erigió bajo la condición de propietario de
la tierra, base sobre la cual cobra sentido la figura del “jefe de
hogar”, en un contexto de continuo y sistemático empobrecimiento
de los factores de producción. El mandato patriarcal tiene como
función organizar la mano de obra y conseguir sobre esa base los
mejores resultados para garantizar la subsistencia de la familia,
especialmente en el Altiplano y las serranías de la región subandina
(occidente del país) 26. Lo hace, por cierto, exigiendo de aquella el
mayor rendimiento posible, lo que sólo se garantiza a través de la
autoexplotación y, por ende, de un uso del tiempo estrictamente
dedicado a ese esfuerzo.

Sobre esa base, se entiende que el régimen patrilineal haya


configurado un orden de género que gira en torno a la sucesiva
expulsión de las jóvenes campesino-indígenas de sus núcleos
familiares primarios, condición sine qua non para garantizar y
preservar la propiedad del pequeño fundo familiar y su reproducción
(Deere y León, 2000). A mi entender, esta decisión pasa por la
valoración de la mano de obra según género, lo que redunda
positivamente en definir a los hombres como propietarios naturales
del fundo, dados los grados de exigencia física que éste supone.
Hago referencia en este caso a la persistencia de una estructura
j e r á rq u i c a s e g ú n l a c o n d i c i ó n n a t u ra l d e l o s a g e n t e s.

En concordancia con ello, una serie de preceptos patriarcales


fijaron aquella lógica campesina según la cual sólo los que poseen
tierra son miembros de las organizaciones sociales, en el supuesto,
además, de las relaciones altruistas que encarnaría la “jefatura

26 En esa misma perspectiva, la propiedad de la tierra en manos de las mujeres –adquirida


por herencia, en el mercado o por efecto de la colonización– es un factor sustancial de su
independencia y empoderamiento. Así ha quedado demostrado en un estudio en los Yungas
del departamento de La Paz, donde las mujeres se permiten establecer relaciones de
subordinación con jornaleros y someterlos a su condición de propietaria y, eventualmente,
llegar a arreglos conyugales con ellos, pero bajo su control (Spedding, 1997).
58 Ser alguien, ser boliviano

masculina”. Por lo tanto, son los hombres los que representan a sus
“dependientes” en la esfera de lo público.

Un medio para fortalecer la representación fue la educación.


Siendo la representación eminentemente masculina (relacionada
con “estar en el mundo”), se priorizó la educación de los hombres
bajo el sistema de reproducción cultural que se da a través de
métodos centralizados y especializados, con un agente exógeno que
es el maestro, factor esencial del “monopolio de la legítima educación”
estatal-nacional (Gellner, 1989). Eso implicó para ellos mayores
posibilidades para su consolidación ciudadana y, por lo tanto, una
mayor atención del propio Estado, avalada bajo el concepto del “jefe
de hogar”, objeto de las políticas estatales (véase el trabajo de
Quisbert y otros, 2005)27.

En cambio, a las campesino-indígenas se les reservó


mecanismos de reproducción cultural que se movilizan bajo lógicas
comunitarias, sin otras presiones normativas que las que tienen que
ver con la costumbre y la naturalización de las relaciones jerárquicas.
En este entorno, la comunidad aplica el método imitativo del
aprendizaje para su autoreproducción, en núcleos de alcance local
o unidades de parentesco, que recogen en su seno a las niñas
haciéndolas partícipes de la vida en común, sobre el terreno, hasta
convertirlas, a base de rituales sucesivos, en Mujeres, con mayúscula,
similares a las de la generación anterior. Por eso su formación
atiende los valores y las costumbres comunitarios, que se aprenden
“mirando”. De este modo, muy difícilmente logran desprenderse de
una identidad delimitada por una condición ciudadana subnacional.
En ese sentido, las mujeres serían “más indias” (de la Cadena,
1991).

27 Del mismo modo, el cuartel actúa como un medio de disciplinamiento que, si bien no
está exento de muestras reiteradas de subordinación cultural, también representa un paso
hacia la ciudadanía, que se recibe con regocijo por parte de los familiares del conscripto,
resignificando el sentido que tiene su paso por un mundo ajeno y extraño del que sale
victorioso después de haberse hecho “Hombre”. Sin duda, esto también tendrá implicancias
en las relaciones de género, trasladándose la subordinación de los indígenas en el cuartel
hacia las interacciones que éstos ejercen con las mujeres como substrato subnacional
(Cannesa, 2001).
Extrañamiento y desarraigo juvenil, hoy 59

Ese parece haber sido, además, el sustento de arreglos


familiares virilocales, en los que las campesino-indígenas se someten
primero al orden jerárquico de sus hogares y luego, al orden jerárquico
de las familias que las acogen cuando se casan. En éstas los suegros
ocupan el lugar central y determinante en la medida en que los
hijos deben permanecer en el seno de la familia, debido, una vez
más, a la escasez de los recursos agrarios, lo que supone que deban
mantenerse sometidos a la autoridad paterna. En el caso de las
mujeres, con la llegada de la joven nuera se reconfiguran los arreglos
jerárquicos, ya sea de corte genérico o intragenérico, muchas veces
mediados por la violencia que las mujeres más adultas o las cuñadas
ejercen sobre las recién llegadas (de la Cadena, 1997; Van Vleet,
2002)28.

En este proceso, el acceso restringido de las mujeres


campesino-indígenas a la escuela, o el hecho de que “pierdan la
cabeza” en ese camino, tuvo y tiene aún efectos en las condiciones
con las cuales inician sus propios procesos migratorios hacia la
ciudad, con enormes desventajas respecto de los varones. En otras
palabras, las mujeres migran con menor de calificación de su mano
de obra y con menos recursos culturales para insertarse en el mundo
urbano: migran, pues, en tanto sujetos que no han logrado completar
su condición ciudadana, es decir, como subnacionales o
precontractuales, como “más indias”.

Bajo ese formato, su destino no puede ser otro que el empleo


doméstico, en el que son objeto de un nuevo tutelaje que traslada
a la sociedad moderna los recursos estamentales de las relaciones
sociales, esta vez bajo el espectro colonial.

En los últimos años esto se explica, a su vez, por el deterioro


del mercado laboral urbano, por lo tanto, por la paradójica
28En otros casos, sin embargo, los hogares extendidos pueden constituir un ambiente de
amparo para la recién llegada, si existe una buena empatía entre ella y la madre o las
hermanas del esposo, que acaba convirtiéndose en afecto mutuo, con la posibilidad, además,
de que la joven adquiera el poder total dentro de la familia.
60 Ser alguien, ser boliviano

competitividad de las mujeres indígenas que, a fin de subsistir, son


capaces de aceptar cualquier relación contractual por más precaria
que ésta sea. En ese sentido, la crisis laboral recayó sobre estas
mujeres, con la circunstancia agravante de la persistencia de las
variables raciales que se juegan en el seno de la misma, en el marco
de un enfoque étnico de las relaciones sociales.

Así, las jóvenes campesinas son protagonistas de un singular


proceso de “extrañamiento”, que no implica necesariamente
despojarse de relaciones jerárquicas, sino ajustarse a ellas en una
sucesión de órdenes estamentales que no sólo tienen vigencia en
el campo, sino también en la ciudad. Por ese camino, pasan de una
situación de subordinación a otra, bajo las cláusulas de una sociedad
que no se ha despojado de sus rasgos coloniales, hecho que se
verificará en la relación entre la “señora” del hogar o la “patrona”
y la “empleada” o la “sirvienta” (Gill, 1995).

En esas condiciones, las jóvenes vivirán una nueva forma de


despojo en el mundo urbano-colonial, al quedar en medio de una nueva
estructura jerárquica en términos de clase, género y generación, que
volcará sobre ellas el rigor de su estructura, alimentada, además, por
la idea de la superioridad cultural de los miembros de la familia que
las acogen. Ya se sabe que en ese contexto se produce una sucesión
de maltratos que también suelen tener visos de violencia sexual, aunque,
por otra parte, también se da lugar a relaciones de afecto entre ellas
y los más chicos de la familia, como una expresión casi inocente de
la relación intercultural pero que, lamentablemente, tiende a desaparecer
con la madurez.

Ahora bien, a pesar del enorme peso que significa migrar del
campo a la ciudad y construir una vida en medio de tanta adversidad,
las jóvenes indígenas encuentran en el mundo urbano medios que
les permiten incorporar en su experiencia y práctica una serie de
valores generales que luego serán señal de su nuevo estatus frente
a las indígenas que permanecen en el área rural. Al imitar en sus
hábitos a las “señoras”, adquirirán los signos de una mayor
Extrañamiento y desarraigo juvenil, hoy 61

ciudadanización respecto a “las otras” y, de ese modo, reproducirán


las estructuras coloniales que atraviesan las jerarquías entre lo
mestizo-blanco y lo mestizo-indio, cuyo último escalón lo ocupan
las campesino-indígenas (Rivera, 1993).

Un rasgo elocuente de todo lo anotado es la diferenciación


social a través del vestido adquirido a través del salario, es decir,
de aquel referente de socialización que diferencia a las indígenas
urbanas de las indígenas rurales. El tránsito de la vestimenta rural
a la urbana, pasando por los varios matices de la pollera y la mantilla,
es un signo de este proceso de integración sociocultural, marcado
también por las interacciones contractuales basadas en el dinero
(Salazar, 1999).

Huyendo del maltrato infantil: niñas que serán adultas


La historia de María Josefina La historia de Yobana
Su madre murió cuando ella tenía tres Nació en la mina Chojlla, departamento
años y la enviaron a vivir con su tía hasta de La Paz.
que cumplió 10. A los 12 años escapó de
Chivimarca a la ciudad de Oruro porque Su padre murió cuando tenía 12 años y a
era maltratada, incluso físicamente, por ella y a su hermana las mandaron a vivir
su hermanastro, su madrastra y su padre. a los Yungas, con sus abuelos maternos,
No mantuvo contacto con su familia porque su madre las golpeaba y bebía en
durante cinco años. Trabajó como exceso. Luego de algunos años, su madre
empleada en Cochabamba y Oruro. A sus las recogió y se fueron a vivir a La Paz
15 años se fue a cosechar algodón a Santa con su padrastro y tres hermanastros. A
Cruz durante dos años. Luego se fue a sus 16 años conoció por primera vez a su
Cuatro Cañadas a trabajar como empleada hermana menor que había sido entregada
y vender chicha, chicharrón y cerveza. recién nacida a la familia de su padre que
Luego volvió a Santa Cruz. Retomó la vivía en Cochabamba.
comunicación con su familia cuando volvió
a Chivimarca con su concubino, con el En su testimonio señala:
que vivió siete años. Vivía con sus suegros
y su cuñado. Su esposo se fue a estudiar “Por todo esto que me ha pasado en la
y trabajar a Santa Cruz. No volvió porque vida, a mi hija todo lo que me pide le doy”.
vive con otra mujer.
Ahora ella vive con sus suegros, su cuñado
y sus hijas.

Fuente: Red de Corresponsales en Desarrollo Humano, febrero de 2006.


62 Ser alguien, ser boliviano

El extrañamiento intergeneracional
Como ya se dijo, el factor que desencadenó la ruptura generacional
y de género es la educación y, consecuentemente, el trabajo, cuyo
paradigma, en gran parte del área rural, ha dejado de ser arar, segar
o trillar la tierra y sus frutos, por lo tanto, ha dejado de ser la
actividad que ejercieron los hombres y mujeres de anteriores
generaciones. De este modo se hace trizas la concepción ancestral
de la identidad vinculada a la tierra, bajo la cual se estableció la
relación entre padres, hijos y nietos y el mandato de hacer lo que
hacía el antecesor.

La devaluación del trabajo agrícola, además de todo, está


relacionada con la descapitalización de la tierra. “Aunque se escarbe
la tierra con las uñas, aquí no da nada” dicen hombres y mujeres
c a m p e s i n o s, e s p e c i a l m e n t e d e l a a l t i p a m p a d e l p a í s.

En ese marco, el campo se fue feminizando a medida que


se deterioraba su capacidad productiva y, por lo tanto, se
incrementaban las exigencias laborales en torno a la tierra,
espontáneamente apropiada por las mujeres. Ese proceso conlleva
un status ciudadano disminuido, en el mismo sentido que la cultura
dominante tiende a entrever la relación entre trabajo agrícola y
trabajo no-agrícola.

Las expectativas que se conjugan alrededor de la migración


rural-urbana adquirieron también un componente generacional, que
supone procesos de interacción en los que el factor de la etnicidad
juega el mismo papel que en las relaciones de género. En ese sentido,
el ámbito rural también tiende a ser asociado a los ancianos que,
como las mujeres, encarnan una condición “más india” que los
jóvenes, que presentan la tendencia más nítida del mestizaje. Así,
el campo se vincula como el lugar en el que “se quedan” los

29 Un estudio reciente, ubicado en el eje central del país, señala que los migrantes del campo
a la ciudad son sobre todo jóvenes de 21 a 30 años, y que el 80% de éstos mantiene su
calidad de hijos. Advierte, sin embargo, sobre la actual feminización de la migración, en el
contexto de la devaluación de la mano de obra masculina en las ciudades (Farah y otras,
2003).
Extrañamiento y desarraigo juvenil, hoy 63

ancianos 29. Los otros, los más jóvenes de ambos sexos, aspiran a
transformarse en habitantes de la urbe, seducidos por las señales
de progreso inherentes a ésta. Por eso, como reconocen muchos
entrevistados, los padres hacen todo para que sus hijos abandonen
el campo porque allí “no hay qué hacer”.

Asumiendo que el camino para ello es la educación, en los


últimos años está cambiando un aspecto fundamental del orden de
género en el área rural, relacionado con el propósito manifiesto de
los padres de familia de que sus hijos e hijas vayan a la escuela por
igual. Sin duda, esto también tiene implicancias en la ampliación
de los factores de cohesión nacional que, sin embargo, se dan sobre
todo por el empuje integrador “desde abajo”. Es inherente a ello la
idea de que la persona excluida sufre, pero que este sentimiento
puede ser paliado por la educación, que aparece como el factor
clave de la independencia material y subjetiva (Salazar y Barragán,
2005). Por eso, padres y madres comparten la idea de que las niñas
también se eduquen, es decir, adquieran ciudadanía, con todas las
connotaciones metafóricas antes señaladas. En ese tránsito, las
mujeres jóvenes y adolescentes también han incorporado en su
subjetividad la necesidad de su integración, por lo que irrumpen en
número cada vez mayor en las escuelas rurales.

Ahora bien, un elemento que no puede dejar de señalarse se


relaciona con otro factor de integración nacional, el uso del idioma
castellano 30 . Lo que aquí se observa es que los padres de familia
campesino-indígenas inducen a que sus hijos e hijas hablen este
idioma y se comporten en los marcos de la cultura dominante de
consumo. En ese empeño, el ejercicio del disciplinamiento infantil
es asumido por los padres de familia como una forma de contribuir
a aquel objetivo, lo que induce a señalar que en la población está
presente la idea de que la obediencia es el pilar de la formación
ciudadana de los niños y las niñas, y que la violencia física es un
medio correctivo y educativo que se aplica en beneficio de ella
(Paulson, 2005).

Por esa razón padres y madres de familia con niños en la


escuela han cuestionado el énfasis bilingüista de la educación desde
1995, exigiendo, por otra parte, que se aplique la disciplina con sus
64 Ser alguien, ser boliviano

hijos, como una forma de expresar la importancia que le dan al


hecho de que éstos tengan a disposición recursos culturales suficientes
para ser “alguien” o para que sean “buenos bolivianos”. Por eso
algunos padres de familia reclaman a la Reforma Educativa haberles
quitado autoridad31. En un caso, el entrevistado señala además que:
Antes la educación era buena, había castigo del profesor. Los
padres, nosotros mismos, pedimos castigo. Ya no hay que
tocarlos, dicen. Peor, peor los jóvenes, desde ahí van
aprendiendo. Hoy en día son malcriados, saben leer pero no
saben la vida de antes32.

Esto se produce, además, en el marco de hechos que llevan


consigo actos de liberación subjetiva, que imponen la individualidad
de los sujetos por encima de las costumbres, es decir, la iniciativa
de los más jóvenes por encima de las normas de las comunidades
tradicionales, donde la autoridad paterna está quedando en
entredicho. Esos procesos promueven también un sentido de
identidad más volcado hacia fuera y más espontáneo, a veces
estimulado por los propios padres, que tienden a valorizar una
comunicación más horizontal con sus hijos e hijas, aunque en algunos
casos son sobrepasados por la rebeldía de éstos, que reivindican su
derecho a vivir “su vida”, y en otros, porque sienten que este hecho
está relacionado con una forma diferente de interacción con el
entorno, para la cual los jóvenes estarían más capacitados (Krauskopf,
2000). Otro entrevistado señala: “Ahora hay escuelas, colegios,
entonces ellos van y aprenden a leer y escribir y a los mayores les
humillan” 33 , palabras que expresan de modo dramático la
estigmatización de lo indio, encarnado en la persona más anciana
30 Mientras que los jóvenes de las elites ya optan por el inglés como medio para interactuar
en un ámbito más universal, pero también para distinguirse del resto de sus connacionales
(López y otros, 2005).
31Ver la entrevista a Jaime Elías, Secretario de la Junta de Vecinos del cantón Lokha,
Copacabana. Fuente: Red de Corresponsales en Desarrollo Humano, febrero de 2006.
32Véase la entrevista a Rufino Cruz Paucara, Guaqui, La Paz. Red de Corresponsales en
Desarrollo Humano, febrero de 2006.
33Entrevista a Froilán Marques Mamani, Guaqui. Red de Corresponsales en Desarrollo
Humano, febrero de 2006.
Extrañamiento y desarraigo juvenil, hoy 65

–aquella que está arraigada a la tierra, que no tiene dominio sobre


el castellano y, por último, que “no conoce”, en el sentido moderno
del término–, pero también la idea de que en nuestra sociedad se
ha arraigado la “reflexión escéptica sobre los modos de vida
heredados de los padres o de las comunidades locales” (Galston,
citado por Kymlica, 1996)34.

Esta forma de ser es visible especialmente en los niños y


adolescentes urbanos o que viven en ambientes “más abiertos”,
como los citadinos o los del oriente boliviano. Para ellos, “estamos
en otros tiempos”, “estamos en otro milenio” y los padres son
“anticuados”, por lo tanto no pueden obligarlos a nada, y mucho
menos castigarlos físicamente.

Por eso los adolescentes y jóvenes señalan que en la urbe los


niños y adolescentes son “más despiertos” o “más adelantados”, y
más todavía cuando viven en ciudades grandes, como La Paz, Santa
Cruz o El Alto. En cambio, en el área rural prevalecen regímenes de
control social más rigurosos que todavía pesan en los adolescentes
hombres y mujeres, los que no se atreven a exponer su corporeidad
de manera abierta como señal de su reflexividad introspectiva y
autoreferida, que comúnmente se reconoce como “timidez”.

Una de las consecuencias de este cambio es que posibilita


un mejor dominio de sí mismo que manifiestan las adolescentes y
jóvenes mujeres, basado en la capacidad de decir “no”, como señalan
varias de ellas, resaltando su autonomía de decisión cuando, por
ejemplo, deben enfrentar las presiones de sus pares para el consumo
de alcohol o deben rechazar relaciones sexuales prematuras. Así,
el decir “no” las libera del riego de “quedarse” en el camino de su
propia ciudadanización; es una salvaguarda para que su singularidad
natural no se anteponga a su necesidad de socializarse en el marco
general de la integración nacional.

34 Retomando el hilo de la literatura, ¡cuánto significado tiene la frase de Medinaceli referida


a su padre!: “Yo me deleito mirándolo laborioso, entusiasta, consagrado religiosamente al
cultivo de su chacra. Lo admiro como a un tesoro; como al único bien que me queda en la
vida. Es el lazo más fuerte que me liga a la tierra”. (Medinaceli, en Baptista Gumucio, 1984.)
66 Ser alguien, ser boliviano

El “no”, por otra parte, implica también una distinción


intergeneracional en tanto expresa un rasgo de la autoreflexividad
femenina que no habrían tenido las madres o abuelas, sometidas
a un régimen de silencio y subordinación que no pudieron cuestionar
debido, justamente, a que en sus tiempos las jóvenes no hablaban
como señal del respeto tributado a sus padres y a las decisiones
tomadas por éstos en relación con la vida conyugal de las hijas. Sin
lugar a dudas eso ha cambiado, lo que supone que han cambiado
también las señales de sometimiento femenino, aunque la lógica
del dominio patriarcal se preserve por otras vías.

Para muchas mujeres de las nuevas generaciones, esas


tensiones se ven reflejadas en la constante disputa marital que pone,
por un lado, a maridos o convivientes atribuidos de autoridad –y,
por ello, de sentimientos de posesión respecto a sus familias– y,
por el otro, a mujeres que, siendo madres, luchan incesantemente
por educarse “contra viento y marea” a fin de contar con los recursos
culturales que les permitan desenvolverse mejor en la vida.

Ancianos y adolescentes están de acuerdo:


“la juventud de antes era mejor”
Ancianos:
Cristóbal Mújica: “En los tiempos de los abuelos eran fuertes, con buenos
pensamientos, pero en este tiempo, por más que estén diez años en la universidad,
ya no tienen buenos pensamientos.”
Feliciano Ávalos: “Los jóvenes de antes eran mejores. Había obediencia, las
autoridades castigaban, así era. Ahora ya no hay ese tiempo de obediencia, estamos
en tiempo de falta de respeto.”
Julio Callisaya: “Digo que hoy en día las cosas han cambiado, es una pena para
los abuelos. Hoy en día el respeto no hay de los nietos, los jóvenes y las niñas. Las
escuelas, en vez de educar, están yéndose atrás, eso pensamos los abuelos con
pena, por eso están viniendo muchas cosas para el mundo de la tierra que la gente
ya no se conforma con nada.”
Emeterio Acarapi: “Los jóvenes no se están portando bien de acuerdo al respeto.
Ya no nos ven como mayores, así nomás están andando los menores.”
Froilán Marques: “Claramente los jóvenes y las jóvenes han perdido el respeto
Extrañamiento y desarraigo juvenil, hoy 67

que había en los tiempos pasados. Antes, claro, a los mayores los saludaban desde
lejos, o sea que los mayores un poco se reñían cuando no eran saludados, no
podíamos pasar callados en la calle. Pero francamente, en tiempos pasados no
había escuela y eso claramente es el motivo por la falta de respeto. Ahora hay
escuelas, colegios entonces ellos van y aprenden a leer y escribir y a los mayores
les humillan.”
Elena: “Antes era mucho mejor, éramos mas educados. Sencillos éramos. No como
ahora. Ahora la juventud es despierta, demasiado despierta ya son. En colegio
parece que los profesores no les educan.”
Adolescentes:
Ema Mujía: “Mis abuelos han (tenido una juventud) mejor porque antes tenían una
alimentación más sana y más pura. Pero al mismo tiempo era malo porque no
sabían el español y no han estudiado.”
Roxana: “Antes era un poco mejor porque no tomaban, tampoco consumían lo que
consumen hoy, no. Y también respetaban más. Eso nomás sería.”
Jimena Paquiri: “Creo que mis abuelos han tenido una juventud mejor que nosotros
porque ahora los jóvenes más nos dedicamos al alcoholismo, a las drogas, ya no
respetamos a las personas mayores ni a nuestros familiares, es por eso que pienso
que la juventud de antes era lo mejor.”
Brígida Choque: “La juventud de mis abuelos ha debido ser buena porque antes
saludaban.”
Maruja Nina: “La juventud de mis abuelos habrá sido más linda que la nuestra
porque sabían todo.”
Richard Aguilar: “Mis abuelitos cuando eran jóvenes habrán sido mejores que
nosotros porque tenían respeto, entre ellos se respetaban, mientras nosotros no
somos así, no hemos seguido el mismo camino que nuestros antepasados abuelos.”

Fuente: Red de Corresponsales en Desarrollo Humano, febrero de 2006.

Migrantes del campo a la ciudad y la inevitable


socialización mestiza
Los sistemas de reproducción y organización familiar campesina
hicieron de los traslados temporales o definitivos a los centros
urbanos y a los de producción agroindustrial, un método para
resolver la escasez material de la vida campesina. Un hito sustancial
68 Ser alguien, ser boliviano

de este proceso se produjo a partir de la Reforma Agraria de 1953,


que posibilitó el ejercicio del derecho propietario de los campesinos
sobre su fundo y, sobre esa base, la liberación de su subjetividad.

Con ello se produjo el despliegue de la familia rural por el


territorio nacional, acentuado en las últimas décadas debido a la
profundización de la crisis agraria y la parálisis del mercado interno,
lo que alimentó también la emergencia de nuevas formas laborales
vinculadas al autoempleo.

Bajo esa pauta, el orden estrechamente local de las relaciones


familiares se extendió incluso a espacios extranacionales, dando
lugar a expectativas que tendían a replicarse entre pares de la
comunidad y permitiendo la creación de comunidades de residentes
en muchas partes del país y del exterior. Así afloraron espacios de
acogida para los migrantes sucesivos y, por esa vía, de redes de
solidaridad basadas en la identidad local. En estos casos, la familia
extendida se activó para proteger no sólo a familiares del núcleo
primario y secundario, sino también a paisanos, adoptados como
“tíos”, “tías” “sobrinos” y “sobrinas”, dando un nuevo sentido a las
relaciones de parentesco (Paulson, 2005).

De todo ello resultan nuevos arreglos conyugales que, como


torrentes que confluyen y se encuentran, tienden a establecerse
generalmente sobre la base de la libre y espontánea elección de la
pareja, trayendo cada uno una historia que junta con la otra y, por
ende, reproduciendo incesantemente los intercambios culturales
propios de una sociedad diversa e irremediablemente mestiza, como
lo señaló Lehm en una investigación sobre “matrimonios interétnicos”
en el oriente boliviano (Lehm, 2002). Quizá lo más destacable –como
lo prueban las entrevistas realizadas para este trabajo– resulten los
matrimonios o convivencias casi formalizadas entre mujeres y
hombres del altiplano y del oriente, producidas especialmente en
Santa Cruz, lugar donde por lo general convergen los y las aspirantes
a mejores condiciones de vida. Es el caso de una mujer nacida en
la provincia Inquisivi, en el departamento de La Paz que, después
de haber vivido un tiempo en la ciudad de Oruro, contrajo matrimonio
con un hombre originario del Chaco al que conoció en la ciudad de
Santa Cruz, donde actualmente residen.
Extrañamiento y desarraigo juvenil, hoy 69

En otros casos, se trata de parejas que traen consigo historias


matrimoniales previas, rotas por la distancia que interpone una
migración tras otra entre esposos o convivientes. Eso hace que las
familias que “se quedan” se reorganicen en función de los maridos
y padres transitorios o que, en otros casos, los proveedores vivan
en una ciudad y los dependientes en otra, con el riesgo de que los
vínculos se rompan de manera definitiva.

En estos casos, el vecino o la vecina puede constituirse en


un puntal afectivo, casi familiar. De este modo, se establecen nuevas
formas de solidaridad que, además, pasan en gran medida por las
relaciones entre “paisanos”, convertidos en el sostén de los recién
llegados, aunque también sean potenciales competidores en un
mercado de trabajo escaso. Por ello, la otra cara de la medalla
reserva para los inmigrantes un mundo ajeno y plagado de
desconfianzas y temores, que suele estar marcado, además, por la
violencia urbana.

Como se ha establecido en el Censo de Población y Vivienda


del año 2001, la migración rural-urbana mueve poblaciones cada
vez más jóvenes; son solteros hombres y mujeres que llegan a la
ciudad en demanda de una mejor educación, de trabajo más seguro
y de mejores condiciones económicas, sociales y culturales. Como
ya se dijo, eso implica para el área rural dos cosas: problemas en
el crecimiento natural de la población rural, pues se quedan las
personas mayores y los niños, y obstáculos para el trabajo agrícola,
que tiende a carecer de suficiente mano de obra para cubrir sus
necesidades productivas (Farah, 2003).

Desde la otra cara de la medalla, este fenómeno viene


acompañado por mejores bases educacionales para los migrantes
hombres y mujeres, aunque no se equiparan a las que poseen las
poblaciones receptoras. Eso implica que quienes arriban a la ciudad
lo hacen impulsados por mayores expectativas culturales que los
que se quedan en el campo; esto se ve incrementado por el acceso
de los primeros a los medios de comunicación masiva, aunque
mantienen una indudable desventaja con respecto a los citadinos
70 Ser alguien, ser boliviano

“consuetudinarios” en relación con sus capacidades de convivir con


esquemas de generalización cultural.

Uno de los resultados de este contacto es la difusión de pautas


culturales asociadas con el desempeño profesional como mecanismo
del progreso y/o éxito material, observada en los jóvenes y adultos
de clase alta. En ese marco, la educación vuelve a observarse como
una posibilidad de ascenso y/o “adelantamiento”, lo que implica
ubicarse en lugares de mayor jerarquía social y, por esa ruta,
posibilitar el acceso a un mínimo de igualdad ciudadana, base de
los reconocimientos nacional-estatales.

Ahora bien, las aspiraciones que construyen imaginariamente


los jóvenes y adolescentes no necesariamente terminan realizándose.
Lo primero que deben hacer es optar cotidianamente entre el deseo
de realizarse individualmente y el cumplir con sus obligaciones
familiares, decisión que resulta aún más difícil para las mujeres. Por
otro lado, a pesar de lograr grados educativos expectables en el
campo, deben superar los obstáculos de la discriminación de que
son objeto cuando llegan a las ciudades, los únicos ámbitos donde
existe oferta educativa técnica y superior de prestigio. En ese
contexto, se agudiza la confrontación entre su identidad subvaluada
y la que encarnan los citadinos; frente a ello invocan la necesidad
de ser reconocidos en términos de igualdad, es decir, “como
bolivianos”, “a pesar” de ser de origen campesino o desempeñarse
como obreros en las ciudades.

Juventud y violencia
Con excepciones, los arreglos de parejas migrantes van asociados,
casi siempre, al menor dominio femenino de la cultura urbana,
sobre todo porque el despliegue institucional del Estado está lejos
de plasmarse. La limitada educación de las mujeres, que es una
causa de esta su dificultad, tiene que ver directamente con sus pocas
posibilidades de lograr independencia económica a través de empleos
calificados.

De este modo, las familias urbanas, especialmente aquellas


compuestas por “recién llegados”, constituyen núcleos que resienten
Extrañamiento y desarraigo juvenil, hoy 71

la carencia de aquellas formas de aprendizaje cultural que extraen


su autoridad del pasado y cuyas pautas básicas las proporcionan
los adultos (Mead, 1997). Por otra parte, las mujeres jóvenes sufren
la violencia que implica haberse desarraigado de sus lazos
comunitarios y/o familiares, que se activan, entre otras cosas, para
garantizar el control social sobre la pareja pero, al mismo tiempo,
aún no encuentran que los sistemas de protección institucionalizada
garanticen su ciudadanía desde la normativa estatal. Sin ese soporte,
las mujeres migrantes son las principales víctimas de un Estado
carente de posibilidades de extender de manera coherente y racional
las instituciones que monopolizan los sistemas de vigilancia y de
violencia legítima.

Para gran parte de estas parejas, una enorme cuota de


incertidumbre proviene de la falta de oportunidades de empleo,
agravada por su escasa calificación laboral. En ese sentido, son
objeto de la “violencia económica”, que tiene sustento en el desigual
acceso a los recursos materiales que monopolizan determinados
sectores sociales. Esto produce nuevas formas de perplejidad e
inseguridad entre los grupos despojados, fundadas en la incapacidad
para garantizar la reproducción de la familia.

Ese es un espacio propicio para que se produzca la violencia


doméstica. Varios aspectos se entrecruzan en él: la ausencia o falta
de despliegue de las instituciones a cargo de los mecanismos
normativos de protección legal hacia las víctimas; el desconocimiento,
especialmente por parte de mujeres y niños, del régimen legal que
los protege a partir de la normativa estatal; el desarraigo de la pareja
de las instancias de control social y comunitario tradicional; y la
violencia económica que pone en duda el tradicional papel de
proveedor de los hombres, quienes padecen una de las mayores
frustraciones en torno a los papeles culturalmente asignados en el
orden de género tradicional.
72 Ser alguien, ser boliviano

Testimonio de una madre soltera


He entrado a un instituto, ahí estaba estudiando contabilidad, ahí he
terminado pero no he sacado mi título. Y luego, al terminar me he embarazado
de mi hija, me he ido a Tarija y mis papás me han mandado cartas diciendo
que piense en mí, que vuelva nomás […] Y en muchas ocasiones casi me
he arrepentido de haberme regresado porque tener una hija sola no es fácil,
es muy difícil, es un dolor muy grande que te nace desde el fondo de tu
corazón, es una cicatriz que fluye, fluye. En mi caso sufro yo misma porque
quizás yo misma me he buscado esto, mi hija no lleva el apellido de su
papá, no lo conoce. Pero ahorita yo no soy como su madre, porque no lleva
en sus certificado mi nombre sino de mis papás […] Yo soñaba casarme
con un hombre extranjero o por lo menos más superior que yo y yo llegar
a un grado en que me pueda defender. Yo soñaba que al esposo lo iba a
atender, si yo iba a trabajar íbamos a ir juntos, soñaba en caminar por las
calles, lindo feliz. Soñar así, malo es también. Me duele, pero bueno. Soñaba
diferente, ser feliz.
Ahora voy a criar a los tres hijos de mi hermana y a mi hija, porque mi
hermana siempre deseaba que sean hombres de bien, no hombres de mal,
que tengan sentimientos, que no hagan sufrir a las mujeres, que sepan
trabajar y que sepan defenderse. Que tengan amor y cariño y que no les
importe el dinero. Yo quiero hacer eso con sus hijos, eso voy a hacer y así
satisfecha me voy a quedar. Tampoco quiero que se queden toda la vida.
Me gustaría tener un lugar, que mi hija tenga a su papá y a su mamá,
cambiaría tener una hija sin papá […] porque mi otro tiene su papá, y le da
todo, le regala autos […] Cuando yo escucho, me da como un puñal fuerte
en mi corazón pero yo nomás me lo aguanto, no digo a nadie nada. A ratos
digo que no me merezco, nunca yo he ido a una discoteca, nunca he
tomado, pero me ha pasado […] (Rosa, Oruro.)

Fuente: Red de Corresponsales en Desarrollo Humano, febrero de 2006.

Sobre esa base, el monopolio de los recursos materiales de


reproducción provoca una gran frustración subjetiva entre los migrantes
o los sectores empobrecidos, aquella que pasa, por una parte, por la
imposibilidad de reproducirse en el marco de las reglas económicas que
supone la relación capital-trabajo, y por otra, por ser objeto de los sistemas
de vigilancia y castigo cuando rompen el esquema disciplinario que la
misma implica. Sometidos a esta doble presión, se recrean formas de
empleo o autoempleo precario, sujetas a las fluctuaciones de un mercado
Extrañamiento y desarraigo juvenil, hoy 73

laboral volátil e inestable. En esa situación, el nuevo proveedor se caracteriza


por su marginalidad económica, social, política y cultural y, al mismo
tiempo, sufre las consecuencias de una economía nacional imposibilitada
de garantizar bases mínimas de homogeneidad ciudadana a su población.

A partir de esa tensión se genera la violencia doméstica, que si


bien no es privativa de los sectores migrantes, relaciona en estos casos
a un proveedor generalmente sin capacidad para cumplir con el papel
que culturalmente le ha sido asignado, con una pareja carente de recursos
materiales y culturales y nociones normativas civiles para protegerse. Así,
cobra nuevo sentido la superioridad física masculina como ley del dominio
natural, en el contexto de un Estado restringido en su institucionalidad
y una economía liberada a la suerte del mercado.

La violencia doméstica también encadena una serie de mecanismos


de chantaje que involucran a hombres, mujeres, niños y niñas, llegando
a un punto extremo cuando padres biológicos o padrastros, de los que
depende la economía de la familia, someten sexualmente a sus hijas o
hijastras, muchas veces con el consentimiento de la madre, que a su vez
está presionada por garantizar la subsistencia de sus hijos con el salario
masculino (Calla y otras, 2005). Lo más probable es que estas escenas de
violencia familiar se reproduzcan en las generaciones sucesivas, señaladas
por hábitos en los que no encaja otra forma de relacionamiento conyugal
que no sean los golpes, los insultos y la degradación de hombres y mujeres.

Violencia doméstica
Mi padre era malo con mi madre, la ultrajaba, todo, la dejaba sin comer.
Incluso intentó matarla, la apuñaló y le quebró una costilla de tanto darle
patadas y puñetes. Yo he visto eso, me acuerdo bien. Mi padre era
sumamente malo. Cuando él tenía cosas para corregir, por decir, manguera,
palo, varilla, lo que sea, él corregía con eso. Pero cuando no tenía ninguna
cosa, era a puñetes y a patadas con lo que él corregía. Y eso es malo. Lo
poco que recibía mi madre él se lo quitaba, tenía un vicio, era pitillero. Lo
poco que mi madre conseguía, por ejemplo una cama buena, un motor,
él todo lo robaba. (Adolescente de El Porvenir.)

Fuente: Red de Corresponsales en Desarrollo Humano, febrero de 2006.


74 Ser alguien, ser boliviano

Los diferentes aspectos puestos en consideración hasta aquí


son propicios para el afloramiento de una identidad juvenil, que se
produce en una edad en la que se abre con toda su plenitud la
sensación de ingresar al mundo, pero del que, al mismo tiempo,
debe retraerse sucesivamente, porque se sobrepone a él un medio
condicionado por la desestructuración familiar, la violencia y la
pobreza. En esos términos, el horizonte de aspiraciones ciudadanas
que se fueron construyendo en la niñez choca en la mayor parte de
los adolescentes y jóvenes, hombres y mujeres, con un muro
infranqueable de marginalidad y exclusión; de modo que la relación
entre sueño y realidad acaba creando un margen de insatisfacción
cada vez más acentuado.

En la perspectiva de este trabajo, los factores subjetivos que


activan tales confrontaciones están relacionados con la sensación
de ser un sujeto dotado de energías, disponible y creativo, pero al
que nadie necesita. Si a ello se agrega la falta de oportunidades
laborales, nos encontramos con un sujeto que debe construir su
entorno al margen de los mecanismos de cohesión social que se
activan en el orden estatal, a lo que se suma la situación de familias
que han perdido la noción de la autoridad paterna y del control
social o que no están en posibilidades de movilizarla, entre otras
ra zo n e s p o r s u p ro p i o p ro c e s o d e d e s e s t r u c t u ra c i ó n .

Así, los adolescentes y jóvenes parecen ser hijos de un proceso


de desarraigo general, cuyo complejo entramado asocia procesos
de desocialización laboral, pobreza, violencia familiar y condiciones
educativas precarias. Rrente a toda esta situación, se encuentran
con una cultura global que se yergue privilegiando pautas de consumo
y de pertenencia inalcanzables, a las que ellos buscan
d e s e s p e ra d a m e n t e a f e r ra rs e c a s i s i e m p re s i n l o g ra r l o .

Para los adolescentes rurales, ese horizonte está en las


ciudades; para los urbanos, está en sus pares de clases altas. Ambos
están sujetos a las imágenes de progreso material que identifican
y asocian con estos espacios y sectores. En ese contexto, un balance
ineludible pasa por reflexionar respecto al que tiene más y es más
respetado y/o “comprendido” por la sociedad.
Extrañamiento y desarraigo juvenil, hoy 75

Sin duda, en este contexto el papel de los medios de


comunicación es vital para la transmisión de valores asociados con
la vida moderna, tendiendo a homogeneizarlos de manera casi
universal. Por eso tanto adolescentes urbanos como rurales, a pesar
de ciertos matices diferentes, comparten su adhesión a un solo tipo
de cultura, que hoy se expresa, por ejemplo, en la “cumbia villera”,
el “ch´ojcho punk” o el rap, expresiones culturales que se construyen
en la calle, el lugar que, ante la falta de otros, encuentran los jóvenes
para expresarse, transgrediendo las normas desde el “subsuelo” de
la política y el underground (Barrientos y otros, 2005; Tapia, s.f.).
Eso también implica, por cierto, el abandono casi definitivo de las
formas culturales de sus padres y, por lo tanto, una ruptura
generacional dolorosa cuyo núcleo es la falta de confianza mutua
y que, en el caso de los adolescentes, conlleva fuertes sentimientos
de incomprensión y soledad.

Como se sabe, un factor desencadenante de todo lo


mencionado suele ser el alcohol, que además se constituye en un
elemento de socialización natural entre los niños, adolescentes y
jóvenes, bajo la figura de la “retribalización”. En estas circunstancias
se erigen nuevas formas de dominio basadas en la ley del más
fuerte, que termina acosando a los más chicos, a veces hasta rayar
en la exacción o el chantaje, en otras, involucra el tráfico de drogas.
En esos casos, la violencia recae sobre el niño o joven migrante o
sobre “el más pobre”, objeto de la recriminación social y cultural
de los pandilleros citadinos.

Juventud y mito
Somos videntes de una tierra extraña.
(Secuencia Progresiva)

La falta de un espacio que garantice la integración económica de


los jóvenes a la sociedad y, por lo tanto, a los sistemas de pertenencia
que en la actualidad hacen al Estado-nación, produce lo que podría
llamarse “sentimiento del limbo”. Podría definir este concepto a
partir de lo que Zavaleta denomina “vacancia ideológica” y que, a
su entender, es efecto de aquel proceso de transformación que se
encuentra en la frontera entre la sociedad agraria y la sociedad
76 Ser alguien, ser boliviano

capitalista, es decir, cuando los que salen de la vida rural y aldeana,


desprendiéndose de los sistemas de control local, van en busca de
la sociedad industrial y urbana sin encontrar un lugar en ésta.

Desde mi punto de vista, la “vacancia ideológica” remitiría


a la ausencia de parámetros de pertenencia que, por lo que se vio
en el anterior pasaje, tienden a afectar las relaciones entre hombres
y mujeres en su vida privada, ausente tanto de los valores de la
cultura post-figurativa –en que la autoridad paterna y la de la
comunidad ejercen un papel central– como de aquellos de la cultura
propia de la racionalidad estatal, en tanto el Estado es también una
entidad ausente.

En el ámbito de lo público, Zavaleta asocia este hecho a la


ausencia de la cultura de fábrica, en la que se resolvería la pertenencia
que le es propia al capitalismo como un escenario de socialización
sustentado en la relación capital-trabajo. En ese sentido, para Zavaleta
el problema del país radica en la imposibilidad de que la sociedad
estamental se convierta en una sociedad de clases sociales, proceso
que sólo tiene lugar cuando existen condiciones materiales para
ello, es decir, fuerzas productivas que generen el desarrollo del
capitalismo.

Menciono esa argumentación asociándola a los planteamientos


ya señalados de Hobsbawm, para quien el trabajo asalariado es el
vínculo fundamental de la sociabilidad en el contexto actual, por lo
que cuando éste restringe su cobertura, es decir, “falla la sociedad”,
se producen procesos de desocialización o de socialización por
vínculos primordiales y étnicos.

Por lo tanto, para Zavaleta y Hobsbawm, la falta de un espacio


de recepción de la mano de obra disponible marca nuevos sentidos
de pertenencia que hallan significado en los vínculos primordiales
de la lengua y de la raza. Según Zavaleta, en ese sentido los excluidos
expresan, en un lenguaje racial, lo que sienten como clase. Para
Hobswabm, eso induce a que la pugna por el mercado laboral se
traduzca, a su vez, en una pugna alimentada por nociones esenciales
que terminan poniendo en vilo la racionalidad del orden moderno.
Extrañamiento y desarraigo juvenil, hoy 77

A partir de este escenario se comprende el hecho de que los


jóvenes que migran a las ciudades –y también los que se “quedan”
en el campo–, imposibilitados de tomar opciones para ejercer su
vida individual, al no encontrar en la sociedad nuevos vínculos de
pertenencia, se vean arrojados al limbo y, desde allí, desde el espacio
de la “vacancia ideológica”, se sumen a las propuestas que politizan
los valores étnico-culturales.

Sin lugar a dudas, esta politización está vinculada con sectores


que, habiendo salido del campo, continúan su ciclo formativo en
los colegios secundarios de las urbes y luego en las universidades,
desde donde crean un nuevo sentido del mundo, pero siempre desde
los sistemas abstractos instalados en la cabeza. En ese sentido, la
politización étnica es producto de migrantes de primera o segunda
generación que intelectualizan el desarraigo bajo los supuestos
anteriormente señalados, es decir, con una argumentación desde la
cual se busca comprender la exclusión de la que son objeto por el
color de su piel o la particularidad de su cultura. Lo hacen llenando
la “vacancia ideológica” con la revalorización de factores culturales
preestatales, incluidas la memoria histórica, la “nueva forma de
datar” que, en este caso, tiene sus más importantes registros en la
lucha anticolonial protagonizada por indígenas.

Todo este proceso apunta ya no a la búsqueda de la


universalidad, sino todo lo contrario. En su recorrido se construye
una serie de argumentos a favor de lo propio, de lo específico y de
lo particular, señalando el camino de la diferencia o el
ensimismamiento como opción alternativa al carácter uniformador
de la identidad nacional. Son consecuencia de lo anterior los nuevos
sistemas clasificatorios de la población, bajo categorizaciones étnico-
culturales, pero también la revalorización de la vestimenta indígena,
que en el imaginario social corresponde al uso de símbolos recreados
por el propio paso del tiempo. Este hecho implica, además, la
recuperación del llamado “lenguaje sagrado”, en torno al cual se
yergue la revalorización de costumbres ligadas a la relación con la
naturaleza, bajo cuyo designio se asume que la armonía de los seres
humanos con el entorno es propia de los grupos indígenas,
estableciéndose, de hecho, una especie de identidad atemporal
alrededor de los mismos.
78 Ser alguien, ser boliviano

Finalmente, en ese mismo sentido, se resignifica el carácter


del mito, como dice Mead (1997), trasladando su sintaxis a las
necesidades significativas del presente. Sobre esa base, la
reconstrucción de la historia pasa por la recuperación de los hitos
de la lucha anticolonial, obviando todo aquello que signifique la
adhesión de la sociedad indígena y agraria a la “voluntad general”,
y destacando, por el contrario, su oposición a ella. En ese marco,
la lectura de la historia pasa por encontrar los cauces que habrían
afirmado la diferencia, aspecto que es puesto en evidencia por los
jóvenes a partir de la cultura del underground, de la música rap, del
rock y de otras manifestaciones culturales de similar estilo que,
según Tapia, estarían ocupando el lugar de la organización política
(Tapia, s.f.).

Por todo lo dicho, el significado de lo que hemos llamado la


poesía bélica de los jóvenes alteños tiene una envergadura que va
más allá de lo estrictamente lírico. Responde, en cambio, al enorme
y profundo desgarramiento que hace a sus identidades –espejo de
la propia identidad nacional que no logra concretarse en su amplitud
territorial ni cultural– y, por eso, se apega dolorosamente al localismo
y al mito, a pesar de las aspiraciones íntimas de bienestar y progreso
que todos y todas llevamos con nosotros, en la perspectiva de una
“bolivianidad” igualitaria y ascendente.

De un modo muy elocuente, la canción del grupo rapero


Llawar sintetiza esto y todo lo que he venido señalando en las
anteriores páginas:
Si estás conmigo o no lo estás / siento esto, siento esto…/
It´s in my brain now. En mi cabeza / Orgullo por la patria y
por mi gente / porque el poder nace en la mente / El mensaje
que traigo es urgente / juntos debemos mirar hacia el frente
/ Y luchar por lo que en la vida quieras / pero sin olvidar
nunca a la madre tierra / como la sangre que llevo en las
venas / siento correr una energía y es poder. (Llawar, citado
por Tapia, s.f.)
Conclusiones
Los diferentes aspectos que puse a consideración en este
trabajo intentan dar continuidad a una reciente discusión acerca de
la identidad juvenil en Bolivia y su relación con los problemas
nacionales, en el marco de una actualizada problemática de la
ciudadanía. Por eso hice un esfuerzo para establecer las conexiones
no sólo entre lo teórico y lo empírico, sino también en relación con
los diferentes niveles de sociabilidad, que pasan por la interconexión
entre lo macro y lo micro y a la inversa. En ese sentido, puedo
señalar que no se entiende la identidad de los jóvenes alteños si,
al mismo tiempo, no se observan los límites que tiene el Estado
para desplegar sus variables de integración social que acojan a los
j ó ve n e s e n e l s e n o d e l a s l e a l ta d e s n a c i o n a l - e s ta ta l e s.

En ese sentido, la situación de los jóvenes habla de la situación


del país y de su imposibilidad de salir del mutuo bloqueo que se
produce entre sociedad agraria y sociedad capitalista. A ello se
agrega un complejo entramado en el que se asocian procesos de
desocialización laboral, con una cultura global que se yergue
privilegiando pautas de consumo y de pertenencia inalcanzables,
a las que los jóvenes buscan desesperadamente aferrarse casi siempre
sin lograrlo. Eso también implica el abandono casi definitivo de las
formas culturales de sus padres y, por lo tanto, una ruptura
generacional dolorosa cuyo núcleo es la falta de confianza mutua,
que en el caso de los adolescentes conlleva fuertes sentimientos de
incomprensión y soledad. En un nivel más general, este desarraigo
implica a una sociedad que tiende a dejar atrás el legado de sus
antepasados y, con ello, las virtudes de la sociedad agraria.

Este proceso, en el que se van sumando insatisfacciones,


tiende a derivar en una especie de limbo cultural, lugar propicio
para la edificación de nociones de pertenencia primordialistas y,
por lo tanto, de un discurso que tiende a politizar valores raciales.
Siguiendo el curso del análisis más micro, tenemos jóvenes que
aman su país, se identifican como bolivianos y esperan ser
reconocidos como tales, pero a los que les falta un asidero material
para dar prueba de todo ello. Ante su falta, la opción es desplazarse
hacia nuevas formas de camaradería, a partir del reconocimiento
80 Ser alguien, ser boliviano

de la identidad étnica y el mito, a veces atravesadas por la violencia


callejera. En un nivel macro, este proceso no significa otra cosa que
desintegración.

Lo que quiero decir con ello es que los jóvenes se hallan


enfrentados a lealtades que en el discurso político pueden ser
disonantes, pero si el país pudiera organizar un horizonte de
pertenencia común, podrían más bien conjuncionarse, sin dar lugar
a espíritus escindidos entre lo local y lo global. De hecho, la raíz
agraria y comunitaria de la que provienen es parte de ello, tanto
como lo es su adhesión a las variables más generales de pertenencia
ciudadana y universal.

Del mismo modo, la disyuntiva que supone el estar ubicados


en un proceso de transición generacional, quizá el más difícil para
todo ser humano, los pone ante la alternativa permanente de la
rebelión que, mal conducida o sin una dirección constructiva, termina
enajenándolos en la anomia callejera, sin posibilidades de ser
aprovechada como la energía más vital para la renovación social
con la que cuenta nuestro país, joven como ellos.

Eso debe llevarnos a establecer la necesidad de darle un


contenido concreto al concepto de lo “boliviano”. Para decirlo de
otro modo: hasta ahora la concepción de lo boliviano ha estado
sujeta a una abstracción que ha resultado no de un proceso de
síntesis al que da lugar la conjunción de las partes, sino de la
encarnación de una particularidad que invoca por todos los medios
la adhesión colectiva, estandarizando al resto a la imagen y semejanza
de la clase dominante. Y eso, ni duda cabe, no puede llamarse
“voluntad general”. Ahora bien, si esto es reprochable en sí mismo,
lo es más cuando en el país no se han generado condiciones
materiales para la identificación formal entre las partes. Es decir,
los sujetos no se reconocen ni siquiera “como si” fuesen iguales,
tarea de la que la propia educación nacional se ha excluido
persistentemente, a riesgo de convertir su papel cohesionador de
la cultura en un gran fracaso. La estructura estamental en la que
aún nos debatimos es, pues, la deuda histórica cuya superación
demandan los jóvenes hombres y mujeres, para que el muro
infranqueable de la colonización desaparezca de las interacciones
Conclusiones 81

económicas, políticas y socioculturales en las que nos hallamos. Por


eso no cabe duda de que si hay mito es porque hay racismo y si
hay racismo es porque no nos reconocemos iguales, ni aun
formalmente.

Los jóvenes están exigiendo un replanteamiento de este


hecho, de modo que aquella abstracción sea una real síntesis de las
especificidades. Esta tarea, sin embargo, no sólo le corresponde a
la esfera de la política, que apuntará a la reorganización de las
relaciones formales, sino a la esfera de la economía, de modo de
garantizar bases materiales homogéneas para que la diversidad no
sea entendida bajo los esquemas de la estigmatización y la exclusión,
como lo ha sido hasta ahora.

Debe pensarse que fundamentos materiales de naturaleza


estandarizada no implican necesariamente la absorción del individuo
por la enajenación cuando en su ser se cultiva la capacidad
autoreflexiva emancipatoria y solidaria con su comunidad. Por el
contrario, habrá que hacer un alto en el camino en el debate sobre
la esencia de la interculturalidad, que hoy parece estar reñido con
el derecho del individuo a existir, lo que en el caso de los jóvenes
implica una nueva forma de suicidio nacional porque estaría
recortando en ellos todas las potencialidades creativas que posee
el sujeto moderno, aquel sobre el que se edifica el presente y el
futuro de las naciones contemporáneas.

Mestizo de alma rota, Medinaceli creía como ellos que


habremos de construir este propósito cuando la bolivianidad sea
concebida mirando hacia adentro, hacia las raíces, pero también
cuando la sociedad encuentre su certidumbre a partir del despliegue
de sus energías laborales, paradójicamente, el recurso cultural más
colosal que nos legara nuestro pasado prehispánico y del que quedan
huellas tan monumentales como perennes, para orgullo de la
colectividad nacional.
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Esta publicación es posible gracias al auspicio y apoyo del Informe


Nacional sobre Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas
para el Desarrollo (PNUD), Plan Internacional Inc. Bolivia y UNICEF.

Cuaderno de Futuro N° 24
Ser alguien, ser boliviano
Niños, adolescentes y jóvenes en el umbral de la ciudadanía
Cecilia Salazar de la Torre (autora)

Contribuciones de: Verónica Paz Arauco, Patricia Arancibia, María


Machicado
Primera Edición: noviembre de 2007

ISBN: ISBN: 978-99905-933-2-7


Depósito Legal: 4-1-2151-07
Coordinadores del Cuaderno del Futuro:
PNUD: Verónica Paz Arauco
Plan Internacional Inc. Bolivia: Claudia Columba Cabezas
UNICEF: Clara Marcela Barona
Edición: Patricia Montes

Ilustración de la tapa: Alejandro Salazar


Diseño de la tapa: Martín Sánchez
Diagramación: R. Carlos Suca Flores
Impresión: Génesis
Impreso en Bolivia

Páginas webs
• http://idh.pnud.bo
• www.plan-international.org
• www.unicef.org

Las ideas expresadas en los Cuadernos del Futuro son de exclusiva


responsabilidad de sus autores y no responden necesariamente a la línea
de pensamiento de las instituciones que colaboraron.

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