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La imagen de aquella gitana aviesa que besaba sus dedos en cruz al jurar un
maleficio, había estado durante mucho tiempo asaltando mi mente, como un mal
augurio. Mis temores se confirmaban en aquella soleada tarde de mayo, ante la
imprevista llamada de Valentina. Conmovida, colgué el teléfono.
El antiguo reloj del comedor dejó oír sus profundas campanadas, que llegaron a
mis oídos como una música lejana que apenas reconocí. Como un llamado. Como
un alerta. Un temor angustiado cayó sobre mi conciencia. Sentí el pánico que nos
invade cuando ante un hecho trágico, que le sucede a otras personas, pensamos
que pudo haberle sucedido a uno de los nuestros. Recién entonces reaccioné.
Apagué el lavarropas, me quité los guantes de goma. Entendí que en esa hora
crucial debía estar junto a mi amiga.
Desde ese momento no logré, ni por un segundo, que la imagen de la gitana del
maleficio se apartara de mi pensamiento. Estaba segura que de lo sucedido a
Blanca, sólo ella era la responsable. El accidente que sufriera mi amiga era, para
mí, la evidencia del poder de un maleficio.
Admito que las gitanas siempre me han provocado una particular inquietud. Sin
embargo, pese a disponer sobre el pueblo Romaní —sus Czardas, su vida nómade
y apátrida con sus carpas abiertas al cielo— de un acotado conocimiento, nunca
ha existido nada concreto que me induzca a temer o a desconfiar de ellos. De
todos modos, soy consciente de que una pared invisible me impide fraternizar con
los rom. Tal vez sea debido a evocaciones de ciertas historias escuchadas en la
infancia que hablaban de robos de niños, de cruces y maleficios, sumadas a una
experiencia nimia que viví siendo muy joven con una de ellas.
Desde siempre había visto a las gitanas recorrer las calles de mi barrio, vestidas
con amplias faldas de colores y blusas con volados y puntillas.
Adornadas con pulseras, muchos anillos y collares con medallas. Solían andar de
casa en casa vendiendo ollas y sartenes de cobre mientras ofrecían a su paso
adivinar el pasado, leer el presente y aportar las claves necesarias para triunfar
en el futuro. Con ese fin leían las manos y las cartas del Tarot. Con conocimiento
y sabiduría pues, según pregonaban, eran herederas de la ciencia milenaria de la
adivinación y esa facultad agorera la traían en sus genes.
Ahora bien, mi pasado harto lo conocía de llevarlo vivido con más errores que
aciertos; mi presente lo iba sorteando en el camino de la desventura a la buena
de Dios, pero mi futuro, ¡ay! mi futuro siempre me intrigó.
En aquellos días de mi niñez sin traumas, soñaba con que algún día sería
bailarina de ballet, como aquella que vimos en el Teatro Solís la tarde que la
maestra nos llevó a ver Cascanueces.
O cantante de tangos como Libertad Lamarque quien, en una película que había
visto en una matinée, cantaba "Como un pajarito" mientras se bañaba en un
arroyo de aguas turbias.
O boletera del cine, como María Inés que tenía catorce años y ya estaba de
boletera, porque ---según decía mi madre--- era muy avispada y los muchachos
en vez de entrar a ver las películas se quedaban con ella en la boletería y le
regalaban Pop acaramelado y pastillas de menta y de naranja.
O doctora, como la doctora del Pereira donde trabajaba mi madre, que tenía el
cabello rojo y se hacía un moño. Que usaba un guardapolvo blanco prendido
adelante como los varones y cargaba a los enfermitos en los brazos con tanta
ternura.
O también podía ser ----cuando fuese grande--- limpiadora de la panadería de
doña Carmen como la Matilde, que iba todas las tardes a limpiar y que cuando
terminaba y volvía a su casa doña Carmen le daba una bolsa con bizcochos y un
pan rondín.
II
III
Con Valentina y Blanca nos conocemos desde niñas. Vivíamos en el mismo barrio
y cursamos juntas los seis años de primaria. Después nos separamos. Valentina
no siguió estudiando, Blanca fue al liceo de señoritas que había entonces en el
barrio de La Aguada y yo fui al liceo de las Hermanas Capuchinas de Belvedere.
En esos años nos vimos muy de cuando en cuando. Fue de mayores que nuestra
amistad se rehizo y consolidó. Pues a pesar de presentar las tres distinto perfil,
algo nos unió en los primeros años de escuela que no perdimos al llegar la
adolescencia.
Tal vez haya sido la paciencia que nos tuvimos, unas a otras, de ignorar nuestras
diferencias. Lo cierto es que, salvados los primeros años de juventud, cuando
comenzamos a integrarnos a este mundo complejo que habitamos, con el carácter
definido y la vida encaminada, reconocimos que aún quedaban dudas. En esos
momentos de incertidumbre es cuando más necesitamos una amiga que sepa y
que sepamos escuchar. Creo que en eso se establece el fundamento que nos ha
mantenido unidas hasta el día de hoy.
Valentina es una mujer de belleza serena. De estatura mediana, no muy delgada,
ojos grandes y cabello castaño claro. Afable, muy laboriosa y muy madraza. Ha
pasado su vida dedicada por entero al hogar, a su marido y a sus hijas, al punto
de no haber contado nunca con un poco de tiempo para dedicarlo al desarrollo de
su propia persona. Detalle que dejó pasar por alto sin darle demasiada
importancia hasta que, al igual que a Blanca y a mí, le llegaron los cincuenta
años y su síndrome.
Se crió en un hogar muy austero. El padre era un calabrés cerrado que vino de
Italia en un barco de carga, en la década del treinta, huyendo de la hambruna
que azotaba a Europa en el preludio de la segunda guerra mundial. Hijo de
campesinos, nacido en Catanzaro en la región de Calabria, estaba, de hecho,
arraigado a la tierra por lo que no le fue difícil conseguir trabajo en el solar de
unos italianos viticultores asentados en el barrio Melilla. Con ellos trabajó
durante varios años demostrando su amor a la tierra y al buen vino sin dejar, un
solo día, de agradecerle a Dios el haberlo traído a estas tierras. Los primeros
zarpazos de la guerra ya se habían hecho carne en el viejo continente cuando,
con sus ahorros de años de trabajo, logró comprar un terreno fértil que convirtió
en chacra en la zona del Prado. Allí, al paso del tiempo, construyó una casa. En
esa casa solariega pasó el resto de su vida trabajando de sol a sol, para mantener
a la numerosa familia que el buen Dios le había concedido, y murió feliz después
de haber realizado todos los sueños que trajo escondidos desde la lejana
península itálica.
La madre es una criolla arcaica, llamada Melisa, que tuvo ocho hijos a los que
crió con amor pero también con mucha severidad. Compañera y apoyo de su
marido, se encargó de regentar la casa y la prole. Y lo hizo con firmeza y rectitud.
Valentina nació en 1950, unos meses antes de Maracaná. Fue la segunda en
nacer y la única mujer entre los ocho hermanos. Solamente completó la primaria
debido a que sus padres entendían que una mujer no necesitaba de estudios,
pues sólo bastaba con que supiese gobernar una casa. Humilde y sumisa
aprendió desde muy pequeña a cocinar, limpiar y lidiar con sus hermanos.
Criada entre varones conoció muy temprano las diferencias que existen entre el
llamado sexo fuerte y el sexo débil. Fue por lo tanto la primera de nosotras en ver
un individuo del sexo opuesto completamente desnudo. Y no solamente nos
llevaba esa ventaja: a los tres últimos hermanos los vio nacer. No porque le
permitieran presenciar los partos sino por su propia ansiedad que, en el
momento justo, la inducía a entrar sin que la vieran en el dormitorio de su madre
y permanecer allí agazapada, sólo para comprobar si, al fin, nacía una hermanita.
De manera que conocedora del trabajo arduo que sufre una mujer para traer
niños al mundo, creció sin complejos ni miedos ante la idea de que pudiese un
día convertirse en madre; pues un parto para Valentina fue siempre algo natural.
Razón por la que nunca se le pudo decir que los niños vienen de París ni que
nacen de un repollo.
Ni fue nunca un misterio para ella el cuerpo desnudo de un varón y su sexo,
acostumbrada a cambiar pañales a sus hermanos desde antes de cumplir los seis
años. Fue Valentina para nosotras en los primeros años escolares, pese a que de
muchas preguntas ni ella misma sabía las respuestas, nuestra primera
instructora en sexología.
IV
VI
VII
VIII
IX
El violinista del puente de la calle Sarmiento, me contó que los gitanos habían
sido discriminados en España a partir de 1499 por los Reyes Católicos Fernando
e Isabel y por la Inquisición española, en nombre de la Iglesia, que buscaba entre
los gitanos no conversos, para quemarlas en la hoguera, a brujas hechiceras que
realizaban maleficios en reuniones nocturnas con el diablo. Nunca fue cierto —
me aseguró—, los gitanos no pactamos con el diablo. Los poderes sobrenaturales
de los gitanos ya los traemos al nacer. Son dones otorgados por el Dios de todos
los hombres. Aún hoy —afirmó—, seguimos siendo discriminados en todo el
mundo.
Después de un silencio que usó, tal vez, para ordenar sus recuerdos continuó con
voz profunda y emocionada. —En mi barrio del Sacromonte me casé a los
dieciocho años con una gitana de dieciséis, linda como el sol de mayo. Teníamos
dos hijos pequeños, una niña y un varón, cuando un día los nazis irrumpieron en
una fiesta gitana, quemaron, robaron y destrozaron todo y se llevaron en
camiones a las mujeres y a los niños por un lado y a los hombres por otro,
dejando un tendal de muertos.
Al oír este relato tan atroz le pedí que no siguiera contando, que le hacía daño, de
dije. Él me miró y me contestó: —los muertos, no sufren. Hace años que no vivo.
Y continuó. —A los músicos de la fiesta nos llevaron a todos juntos con los
instrumentos. La última vez que vi a mi mujer y a mis hijos fue cuando, a
empujones y a golpes, los subieron a un camión. Tal vez tocaba el violín, mientras
cenaban los generales de la S.S. cuando ellos entraban a la cámara de gas.
Cuando terminó la guerra y los aliados nos liberaron volví a España y a Granada,
pero no encontré a mi familia ni a mis amigos.
Durante muchos años vagué con mi violín por los países de Europa, hasta que
un día decidí venir a América con una familiaque conocí en Rumania. En América
recorrí casi todos los países, llegué hasta el sur de EE.UU. pero de allí me volví.
Viví largos años en Argentina. Hace un tiempo vine a Uruguay, he recorrido todos
los departamentos. Me siento muy bien aquí. Hay mucha paz. Por ahora pienso
quedarme.
Le pregunté por qué su español era tan extraño. Me contó que los gitanos tienen
sus leyes y su idioma Romaní, para todos los gitanos del mundo. En todos los
países europeos los gitanos se comunican en el mismo idioma. Pero en España y
Portugal no lo hablan bien. Tal vez mezcle un poco los dos idiomas —me dijo.
Aunque no lo hubiese dicho los números en su brazo hablaban de la guerra y los
Campos de Concentración de manera que le pregunté qué significabala Z junto a
los números tatuados en su brazo, algo que yo nunca había visto antes. Me
contestó que la Z significa Zíngaro, gitano en alemán. Estuvimos hablando
mucho rato, él se encontraba trabajando cuando llegué y lo interrumpí. Le
pregunté entonces si el próximo domingo volvería, me aseguró que si. Quedaron a
la espera muchas incógnitas. Durante esa semana fui anotando en mi agenda
cada pregunta que le haría. Cada consulta. Cada duda. Volví con mi esposo al
domingo siguiente provista de la agenda y un pequeño grabador, pero no estaba.
Lo busqué en los alrededores, pero no encontré al gitano del violín. Durante
varios domingos me acerqué al puente Sarmiento con la esperanza de
encontrarlo. Nunca volví a verlo por allí. No le pregunté el nombre. Ni me dijo
donde vivía. Si no fuese porque mi esposo fue testigo, hasta creería que lo soñé.
Que sólo fue una ilusión. Un sortilegio. De todos modos, lo sigo buscando. Algún
día en alguna feria de barrio volveré a escuchar su violín y aquellas Zardas de
Monti. Entonces reanudaremos la conversación. Sé que volveré a encontrarlo por
alguna callecita romántica, escondida, perfumada de jazmines, de este entrañable
Montevideo.
Blanca y Valentina escucharon toda esta historia sin decir una palabra,
sin hacer una pregunta. Cuando terminé de contar, Valentina se puso de pie, se
acercó a la mesa, se sirvió un té, eligió una masita de la bandeja y, mientras
volvía a su lugar y tomaba asiento me dijo. —Yo no sé como te animás a sentarte
junto a un desconocido, alguien a quién nunca has visto en tu vida y encima
hacerle preguntas íntimas. ¡Te podía haber contestado cualquier cosa…!
Me quedé pensando si eso era todo lo que sacó en limpio de la historia que conté.
Blanca en cambio sonreía y desde su sillón mientras bebía su té me dijo. —A mí
me gustó mucho la historia que te contó el gitano del violín, y creo que si no te
hubieses sentado a su lado, hoy no tendrías esa preciosa historia para contarnos.
Es bueno atreverse de vez en cuando.
Agradecí la respuesta y Blanca continuó. —Yo tengo algo para agregar. Cuando
estaba en la facultad tuve un compañero que pertenecía al pueblo romaní. Se
llamaba Joel Heredia y era argentino. En nuestro país nunca fueron muchas las
familias gitanas que se afincaron, se calcula que en Uruguay viven unos 400
roms. En Argentina tengo entendido que viven alrededor de 300.000.
La familia de Joel tenía mucho dinero—siguió contando— eran gitanos muy ricos.
Vivían en Mendoza, en Argentina, pero tenían también casa en Carrasco. Joel
venía a la facultad manejando su auto. No sé por qué tenían dinero ni a qué se
dedicaba su padre. Era un muchacho muy inteligente, militante de izquierda. A
fines del 76 desapareció. Nunca más supe de él ni de su familia. No sé si su
deserción fue debido al momento que atravesaba el país o si, simplemente,
abandonó la carrera. Blanca quedó un momento pensando agregó a su relato:
—Recuerdo que hablaba mucho de los gitanos y su entorno.Yo nunca estuve
interesada en conocer como viven ni qué leyes tienen los roms, de todas formas
los compañeros le hacían toda clase de preguntas que él no tenía ningún
empacho en contestar. Una cosa sí, me quedó grabada. Una compañera le
preguntó un día de donde venían los roms y cual era su patria. Él dijo que los
gitanos no tenían patria, que eran oriundos de la India y que hace mil años, a
raíz de una guerra con los musulmanes, comenzaron la migración. Hoy se
encuentran diseminados en todas las naciones del mundo. De todos modos —
finalizó diciendo Blanca— yo quiero agregar que hay quien opina, que las raíces
de los gitanos son hebreas. Creo que ni ellos mismos conocen de donde vienen ni
hacia donde van.
XI
Blanca pertenece a una familia de clase media alta. El abuelo, por parte de padre,
fue un inglés llamado Edward West, que había venido a Uruguay a trabajar en los
ferrocarriles, en los tiempos en que éstos pertenecían a los ingleses, y que
permaneció en la empresa muchos años después de haberse creado, en 1915, la
Administración de Ferrocarriles y Tranvías del Estado.
Se casó con una dama inglesa de la sociedad montevideana con quien tuvo tres
hijos, uno de ellos fue John, el padre de Blanca, que nació en 1930. John cursó
estudios de derecho en la Universidad de la República. Tenía diecinueve años
cuando se enamoró de Victoria, una compañera de estudios, rebelde y
contestataria, abrazada a la bandera del existencialismo, de moda en aquellos
años y difundido por el filósofo y escritor francés Jean Paul Sartre —“El hombre
nace libre, responsable y sin excusas”—, que marcó profundamente una
generación de estudiantes universitarios.
A mediados de 1950 —ya éramos por cuarta vez Campeones de América y del
Mundo— se casaron apresuradamente. Blanca nació ese mismo año, unos meses
después de Maracaná.
Desde su matrimonio Victoria y John vivieron siempre en la casona que los
padres del joven tenían en el Prado. Allí nació Blanca, única hija del matrimonio.
El padre de Blanca era un hombre muy elegante, de vasta cultura y un abogado
muy reconocido entre la sociedad montevideana. La relación con su esposa fue
excelente y Blanca lo recuerda como un padre cariñoso y justo. Victoria
abandonó la carrera antes de nacer Blanca para dedicarle todo su tiempo.
Cuando la niña cumplió los cinco años, retomó los estudios hasta obtener su
título de Doctora en Leyes, e ingresó a trabajar en el estudio de su esposo.
Blanca creció en la hermosa casona del Prado, en el seno una familia bien
avenida, con buena posición económica y junto a un par de abuelos que la
amaron y la mimaron durante toda su vida. No tenía real motivo, entonces, de
complicarse la vida siguiendo la carrera de Medicina y especializarse en
Psiquiatría. No tenía.
Los padres hubieran preferido que su hija hiciera la misma carrera de ellos a fin
de que heredara el Estudio y la clientela. Pero a Blanca ya le saltaba a la vista la
fuerte personalidad que desarrollaría con el tiempo, de modo que los padres
decidieron no insistir.
Después del liceo Blanca comenzó la Facultad de Medicina. Para ese entonces yo
había comenzado a trabajar, al poco tiempo me casé y me fui del barrio. Por lo
tanto, mi relación con ellas dos dejó de ser tan íntima como lo había sido hasta
ese momento. Ya no nos veíamos todos los días como cuando éramos
estudiantes. Debido a nuestras distintas actividades comenzamos a vernos muy
de tarde en tarde.
Un día, en una feria artesanal, me encontré con Valentina que venía de ver a su
médico. Nos sentamos en la vereda de un bar a tomar un refresco, y nos pusimos
al día. Entre otras cosas me dijo que hacía un tiempo andaba muy nerviosa, con
fuertes dolores de cabeza. Me contó que le habían hecho varios exámenes los
cuales, aparentemente, no mostraban el motivo de ese malestar. Motivo por el
cual le habían dado pase, para que viera a un psiquiatra.
Yo en realidad la encontré bien, tal vez sí, un poco acelerada pero nada más. Al
despedirnos nos dimos el teléfono y ella quedó de llamarme una vez que hubiese
ido a la consulta. Me llamó a los quince días, me dijo que la doctora que la
atendió había sido Blanca West. Que Blanca se alegró mucho de verla y entre las
dos decidieron avisarme y concertar una cita para conversar.
XII
Nos encontramos por primera vez después de tantos años, un poco por
curiosidad y otro por compromiso. Creo que para no quedar mal entre nosotras y
pasar por engreídas. El encuentro se realizó en una confitería del Centro. Fue
una reunión increíble. Nos descubrimos las mismas, iguales y distintas. Tan
distintas las tres como cuando éramos niñas. Iguales a cuando éramos niñas. Las
mismas amigas de los años de escuela, que dejaron pendiente una amistad, para
reanudarla varios años después.
A partir de ese día decidimos reunirnos una vez al mes. Elegimos el último jueves
de cada mes. Esa reunión mensual comenzó a ser para nosotras una especie de
relax. Ofrecí mi casa pues era la que creímos más cómoda. La casa de Valentina
está llena de gente y Blanca en su departamento es apenas una visita. En mi
casa, a la hora en que nos encontramos, estoy sola. Mi esposo está en la
inmobiliaria y mis hijos están trabajando con el padre, en la facultad o Dios sabe
dónde.
Blanca nunca se casó. Se fue muy joven de la casona del Prado, donde vivía con
sus padres y sus abuelos, a vivir sola en un departamento alquilado. Después de
recibida y con un dinero que le dejaron los abuelos, se compró un departamento
hermoso en Parque Batlle. Allí trasladó algunos muebles, fotos, piezas de marfil y
otras de plata que eligió, con sumo cuidado, de entre el mobiliario de sus padres.
También tres adornos que en vida le obsequiaran sus abuelos: un par lámparas
de cristales azules, que hacían juego con el plafón del dormitorio de los ancianos
y que Blanca no quiso llevarse por ser demasiado grande y ostentoso; una marina
antigua y sin firma con marco dorado envejecido donde un velero inglés —
posiblemente pirata—del siglo XVI, se debatía sobre un mar embravecido, que la
abuela le tenía especial aprecio. Obra de un pintor enamorado de ella y no
correspondido —según le contó a la nieta— quien se lo habría regalado en
Londres, antes de venirse a América con sus padres, y a quien ella prometiera
conservar para siempre y que Blanca —como recuerdo de aquella abuela
maravillosa— ostenta sobre la pared del living de su departamento, donde no
hace juego con nada y donde nadie le presta atención ni le importa.
Y un Cupido de mármol, bellísimo, con el arco tensado a punto de disparar su
flecha, apoyado apenas en su pie izquierdo. Cupido que Blanca conservó durante
años sobre una mesa alta de madera taraceada, junto a la entrada del
apartamento, y que un día cansado de amenazar con su flecha sin que nadie le
hiciera el menor caso: se suicidó, arrojándose de la mesa taraceada para hacerse
añicos contra el piso.
Quebró el arco en dos y sólo se salvó la flecha que salió, al fin, disparada por la
puerta de calle y se enterró de punta junto a un rosal, en el jardín de un vecino.
Cosas. Hechos extraños que suelen suceder en la vida de las personas, sin que
medie un motivo o un por qué. Y que pienso, puedan ser diabluras de espíritus
que habitaron nuestras casas en otros tiempos, quienes no terminan de irse y
tratan de hacerse ver para que, los que aún estamos vivos, sepamos que ellos
siguen estando presentes entre nosotros. En fin, no quiero entreverar la historia
de cruces y maleficios con la de espíritus irreverentes, porque no tiene nada que
ver una cosa con la otra. Creo.
Blanca es una mujer muy elegante. Muy cuidada. Vive para ella. Lo dicen sus
manos. Su ropa. Y su pelo. Ha viajado varias veces recorriendo distintas partes
del mundo. Es dinámica, deportista y le apasiona bailar. La rodean amigos,
colegas y amantes. Se viste como una modelo y dice que me envidia. Yo también
la envidio y se lo digo. Pero no es cierto, no nos envidiamos, ni ella a mí ni yo a
ella. A mí me encanta como vive y la admiro, pero no podría vivir su vida.
No soportaría vivir su soledad y su desarraigo. Y a ella le gustaría tener mi familia
pero no tiene paciencia, ni vocación de servicio. No cree en el matrimonio ni en la
unión de un hombre y una mujer para toda la vida. No entiende, no le entra en la
cabeza, eso de que la mujer, porque no trabaja afuera ocho horas por día, como el
marido, deba, por el sólo hecho de haberse casado, trabajar dieciséis horas por
día sin sueldo. Sin vacaciones ni feriados. Sin descansar en Navidad, ni el
primero de mayo, ni el día de su cumpleaños. Que deba, por obligación y
responsabilidad, cocinar, lavar la ropa y ordenar la casa hasta el final de sus
días, mientras tenga noción en su cabeza y fuerza en las manos.
Lo que es peor, es que no entiende por qué nosotras aceptamos la situación
desde siempre. Por eso no se casó. No encontró nunca un hombre que aceptara
sus planteos al respecto. Por eso nos casamos las que nos casamos. Porque
cuando decimos: sí, y hasta que la muerte nos separe, sabemos muy bien lo que
estamos haciendo y firmamos igual.
Algunas de nosotras se casan pensando en que la cosa no es tan así, como lo
afirman sus antecesoras. Pronto se dan cuenta de que sí, lo es. Pero entonces ya
es tarde, sólo les queda seguir en el ruedo o retirarse antes de que empiecen a
llegar los hijos. De todos modos, como recompensa, afirman nuestros hombres
que somos las señoras de la casa y las reinas del hogar.
Ellos ocultan, pero nosotras sabemos, que somos señoras de la casa porque ellos
son los señores. Y somos las reinas del hogar porque los reyes son ellos. Pese a
todo, las casadas, solemos ser felices, aunque pocas veces comamos perdices.
XIII
XIV
Pues bien, y yo soy Paula. Como mis amigas he pasado los cincuenta. No me
pesan. Nunca me han pesado los años. Nací en el Prado en una casa antigua,
carente de abolengo, de una calle cortada y sin prosapia. Vieja y querida casa que
hicieron mis abuelos, los padres de mi madre, allá por los años de 1930. Mi
abuelo Juan era un gallego, nacido en Lugo, que vino a nuestro país desde
Galicia en 1904. El mismo año en que en el Brasil moría Aparicio Saravia y aquí
gobernaba la república José Batlle y Ordóñez. Tenía apenas trece años cuando
llegó de España de polizón en un barco de pasajeros. Escondido entre los botes
salvavidas, durante un mes disputó con las ratas las sobras de comida que los
cocineros tiraban en los tarros de basura.
Desembarcó en Brasil, porque pensó que había llegado al Uruguay, y al ver por
primera vez hombres negros volvió a subir al barco que lo trajo a América con la
desesperada idea de volverse a España. Navegando hacia el sur, le volvió el alma
al cuerpo cuando se enteró de que el próximo puerto que tocarían era el puerto
de Montevideo en el Uruguay, país sudamericano, donde él tenía pensado llegar
cuando zarpó del puerto de Vigo dejando atrás y para siempre, a su amada
España.
Aquel galleguito bajó del barco un medio día de sol y comenzó a recorrer las calles
del puerto. Nunca se había sentido tan feliz y encantado. La zona portuaria
hervía de gente. De trabajadores portuarios, aduaneros, marinos que llegaban,
marinos que partían. Los boliches, cantinas y bodegones, donde se daba de
comer, se encontraban atestados de gente. Los chorizos y las tiras de asado se
doraban en parrilleros sobre las veredas y grandes sartenes friendo pescado
despertaban el apetito a los mismos dioses.
Mi abuelo tenía hambre. Llegó con hambre atrasada y comió ese día invitado por
los mismos trabajadores, un pescado aquí, un chorizo allá hasta hartarse y en
una esquina se sentó a dormir al sol con la espalda apoyada a la pared. Se
despertó cuando la noche caía sobre el bajo y las luces de colores, las muchachas
trabajadoras por copas y la música, le mostraron otro puerto, tan sugestivo o
más, del que conoció a su llegada al Uruguay.
Esa misma noche con una escoba en la mano, por la comida, comenzó a trabajar
en una pequeña fonda sobre la rambla portuaria frente al edificio de la Aduana.
Mi abuelo trabajó en esa fonda, de dependiente, todos los días durante quince
años. Comía y dormía allí mismo y guardaba, íntegro, los pocos pesos que
cobraba. Tenía veintiocho años cuando se casó con la hija del patrón quien, de
regalo de bodas, le dejó la fonda.
Al poco tiempo mi abuelo la vendió y abrió una cantina más grande y más
moderna por la calle Piedras. Y siguió trabajando sin descanso. A fines de la
década del 30 compró un terreno por el Prado, en una callecita corta que muere
en la avenida Lucas Obes, y comenzó a hacerse una casa. Al terminarla se mudó
con mi abuela Eloísa, con quien tuvo dos hijas, mi tía Rosario y Nora, mi mamá.
Rosario se casó con un joven hijo de hacendados, que conoció en la facultad
donde estudiaba y se fue a vivir a Paysandú. Y mamá, que hizo enfermería en la
Escuela de Nurses Dr. Carlos Nery, pasó a trabajar en el Hospital Pereira Rossell
donde permaneció más de treinta años. Se casó con mi padre, que era músico, a
fines de la década del cuarenta. En el verano del cuarenta y ocho nació mi
hermana Laura y en diciembre de 1950 nací yo, después de Maracaná.
XV
XVI
Siempre me pareció una lata el hecho de que los hombres, en aquellos años, al
relacionarse con una mujer con intenciones de continuidad, comenzaran a
indagar sobre su vida pasada. No le preguntaban si había asesinado a alguien. Si
tenía la graciosa costumbre de robar en los comercios. O, simplemente, si
practicaba el hobby de asaltar a los viejitos cuando iban a cobrar la jubilación.
Esos detalles no llegaban a molestarlos. Lo que necesitaban saber, antes de
hablar de matrimonio, era si en algún descuido habías perdido la virginidad.
Saber con seguridad si con la llegada de ellos a tu vida, por lo menos, ibas a
parar de fichar. Debemos reconocer que los hombres de entonces, aunque se
enamoraran de mujeres hechas, para presentarle a la madre o llevar al altar
preferían vírgenes. Éstas no necesariamente debían ser santas, conque fuesen
vírgenes alcanzaba. Y si fuese posible pisando una víbora.
Hoy ya no es así. Hoy el varón entiende que la vida pasada de la mujer que acaba
de conocer, le pertenece solamente a ella. En este punto, por lo menos, respecto a
la mujer, debemos aceptar que el hombre ha evolucionado.
De todos modos, a esas alturas me encontraba profundamente enamorada de
Jorge y no estaba dispuesta a perderlo, nada más ni nada menos, que por una
simple declaración de honor. De manera que me jugué y, a partir del segundo
parto de mi madre, le conté mi vida hasta donde le podía contar. Y él me creyó
hasta donde prejuzgó que debía creerme. Y punto.
Desde ese día, dos por tres, me pregunta si alguna vez lo engañé. No sé si tiene
dudas o si necesita que le reafirme mi lealtad. La verdad es que nunca lo engañé.
No porque no haya tenido oportunidad. Si no porque nunca quise arriesgar, por
temor a perderlo. Esta aclaración se la debo. Como compensación siempre le juro
que nunca le mentí. Y es cierto, nunca le mentí.
También es cierto que nunca le cuento todo. Esto, sí, lo sabe y no le importa.
Siempre me ha subestimado. Está convencido de que por el sólo hecho de ser
mujer, soy algo tonta. Sé que me ama, pero no me conoce como tendría. No sabe,
morirá sin saber, que soy mucho más inteligente que él. Más perspicaz, más
intuitiva. Muchos dolores de cabeza se hubiese ahorrado, si más de una vez me
hubiera hecho caso. Pero yo, según él: no sé nada, no entiendo nada.
De todos modos, al cabo de tantos años de convivencia, suele descubrir rasgos de
mi personalidad que lo descolocan. Sé que nunca, aunque vivamos mil años
juntos, terminará de conocerme. Pero mientras le sea fiel, lo que le pueda ocultar,
no le interesa. Debe pensar que lo que no le cuento no tiene importancia. ¿Qué
puede haber de importancia en la vida de su mujer...?
Es parte de su machismo. Y es más fuerte que él.
XVIII
XIX
Muchos años después cuando Gabo dio al mundo su obra cumbre, y yo tuve la
oportunidad de conocerla, supe de Melquíades —el gigantón barbudo del circo
que llegó a Macondo—, quien mostraba a los habitantes del pueblo la octava
maravilla de los sabios de Babilonia. El grandote arrastraba por las calles dos
lingotes imantados a los cuales se prendían todo cacharro, herramienta, clavos y
tornillos que anduvieran más o menos cerca de su paso.
Al conocer esta historia mi corazón —joven aún—, dio un vuelco y golpeó mi
pecho con énfasis porque yo —muchos años antes de 1967—, había conocido la
magia de Melquíades en el cuarto de costura de mi madre quien, sin alharaca y
sólo para Laurita y para mí, realizaba casi a diario la magia de los alfileres.
Con mamá me sucedió algo sorprendente. Cuando niña siempre creí que hacía
magia, que tenía poderes. Que veía lo que los demás no veíamos: sabía, aunque
no los viera, donde estaban los alfileres. Cuando crecí supe que todo lo que nos
sucede a los humanos tiene una explicación científica irrefutable. Sin embargo
los años me han enseñado a dejar una pequeña puerta abierta para la Duda.
Para un Quién sabe. Para un Tal vez. Para la Magia.
Por eso, cuando estoy triste y angustiada, entro al cuarto donde mamá cosía, me
acerco a su máquina —cerrada hace tantos años—, y la invoco desde el fondo de
mi corazón. Entonces la veo aparecerse ante mí, de cofia y túnica blanca,
envuelta en la capa azul de su uniforme de Ners. Me mira con sus ojos tiernos y
toda mi angustia y mi tristeza desaparecen. Yo quisiera contarle, decirle lo qué
me pasa. Pero las palabras se niegan. Ella sonríe, pone un dedo sobre sus labios
y desaparece. No puedo comentar esto con nadie. La gente no quiere creer que los
muertos caminan entre nosotros.
XX
XXI
Decía el artículo que la persona que hace un maleficio queda atada al demonio y
no podrá liberarse hasta que no se arrepienta y se confiese. Decía también, que
los maleficios se hacen por venganza; por envidia; deseo de tener una persona;
separar una pareja; para que alguien sufra una enfermedad o le vaya mal en un
negocio. Y que para librarse de un maleficio no se debe hacer otro. Porque el mal
se vence solamente con el bien.
Yo puedo creer todo lo que decía el extenso artículo que hablaba de los maleficios
y de que son efectivos. Si me apuran, todo eso lo puedo creer. Pero que el mal se
vence con el bien. Dios me perdone, eso sí que no lo creo. Pasó de moda la época
de los silicios, la flagelación y las monjas de clausura. El mal o el daño que pueda
llegar a hacernos quien no nos quiere bien, se irá solo o no se irá. Lo apartará
Dios de nuestro camino o nos acostumbraremos a vivir con él. Pero enterada yo
de quien me hizo un daño; maleficio; o cómo se le quiera llamar, por envidia;
celos; venganza o porque sí. Ni en los días en que Dios me ilumina y me levanto
buena, le haría un bien. Tal cual.
XXII
Recién en ese momento me aflojé, bajé la cabeza y me miré los pies. Tenía
puestas las chinelas de fieltro que uso para andar en casa, que por cierto no
estaban en sus mejores épocas y un vestido tipo chemise, con más de veinte años
de ropero.
—Me hicieron unos estudios que salieron todos bien —me dijo— ya me dieron el
alta. Mañana me voy.
—Sí —agregó Blanca—, es chatarra pura, pero me imagino que vos no estarás así
por el auto.
—Vení —me dijo Blanca— sentate acá. Abrió muy grande los brazos y me refugié
en ellos. Atrajo a Valentina y nos abrazamos las tres.
—Nunca dejen de quererme —nos dijo— ustedes son mi única familia, mis
hermanas. Mis amigas. Después ironizó:
XXIII
Blanca y Valentina, aunque son muy distintas, se quieren mucho. Suelen discutir
por hechos sin importancia donde Valentina termina siempre ofendida, y Blanca
ni se entera. Lo que sucede es que Valentina es muy modosa, toda su vida la ha
vivido en una burbuja. Ha tenido la habilidad de zafarle a la parte cruda de la
vida, y Blanca es una mujer directa. Habla como piensa y piensa como una mujer
que está sola en la vida y tiene que valerse por ella misma. Blanca no anda con
medias tintas. Las discusiones de ellas a mí me hacen gracia.
Hace un tiempo, uno de los jueves en que nos reunimos en casa, Valentina llegó
un poco más tarde. Yo estaba en la cocina esperando que hirviera el agua para el
té, cuando tocó timbre. Blanca abrió la puerta. La Vale entró muy preocupada, y
al pasar junto a ella le dijo:
—Bueno, Vale, edad para morirse tenía. No sé por qué te aflige tanto, su muerte.
— Su vida.
—¿Su vida te aflige?, pero si nosotras nunca tuvimos trato con ella.
—No, nunca tuvimos trato, pero de todos modos, me da mucha pena saber que
murió virgen.
—A mí me contó una vecina suya, que dicen en el barrio que nunca tuvo novio.
Que ningún hombre la pidió en matrimonio.
—Eso no quiere decir que se haya muerto virgen. ¡Anda tanto fantasma suelto
por ahí!
—No tenían porqué verla. La casa tenía un jardinero. Alguien entregaría las
cartas. Alguna vez se les rompería un caño, algún enchufe. Pintarían las paredes
de vez en cuando. ¡En algún momento habrá tenido que entrar un hombre en esa
casa!
—No soy maliciosa. Digo, se me ocurre. Pienso en voz alta. Pero vos ¿a dónde
querés llegar con toda esta charla sobre la finada?
—No sé, me quedé mal sabés, me da mucha pena pensar que aquella muchacha
que conocimos vivió y murió sin conocer el amor. Sin que un hombre la haya
amado. Debe ser tan triste no sentirse amada. Que un hombre no te diga nunca
que quiere pasar la vida contigo.
—Mirá, Vale —le dice Blanca (y yo temblé en la cocina)—, los hombres te pueden
decir que quieren pasar la vida contigo por muchos motivos que no tienen nada
que ver con el amor y que ahora no voy a ponerme a explicarte porque no tengo
tiempo, pero que no va a faltar oportunidad. Ahora sí, es cierto como vos decís,
que morirse sin que un hombre te haya amado en esta vida debe ser duro, no te
lo voy a negar, pero morirse a los noventa sin que nunca un hombre te haya
tocado, ¡no tiene contrafuerte!
—¡Ay, Blanca, contigo no se puede hablar…! ¡Me voy con Paula a la cocina!
—Y ahora qué dije, ¡Ey, Valentina, vení sigamos conversando! Qué mujer difícil.
No se por qué se enojó…
XXV
Había pasado mucho tiempo pero el hombre seguía igual. Creo que vestía la
misma ropa. Me alegré de verlo y se lo dije. Él también me recordaba. Le pregunté
si vivía por ahí. pero no me contestó. Apenas se detuvo un momento. Seguía
interpretando las Zardas en el violín. Le dije que lo había estado buscando y si
volvería alguna vez por el Parque Rodó. Quise saber por donde estaba, por donde
podía encontrarlo. Que me encantaría volver a hablar con él —le dije.