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Jennifer Wilde

El riesgo de
amar
A Patricia, Pam y Bárbara,
con cariño, por los motivos
que ellas conocen.

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ÍNDICE

CORNWALL 1844..............................................................................5
Capítulo I....................................................................................6
Capítulo II.................................................................................12
Capítulo III...............................................................................17
Capítulo IV...............................................................................22
Capítulo V................................................................................26
Capítulo VI...............................................................................30
Capítulo VII..............................................................................37
Capítulo VIII............................................................................42
Capítulo IX...............................................................................48
Capítulo X.................................................................................54
LONDRES 1845................................................................................56
Capítulo XI...............................................................................57
Capítulo XII..............................................................................67
Capítulo XIII.............................................................................77
Capítulo XIV............................................................................88
Capítulo XV..............................................................................99
Capítulo XVI..........................................................................109
Capítulo XVII.........................................................................118
Capítulo XVIII........................................................................127
Capítulo XIX...........................................................................133
INTERLUDIO EN PARÍS 1847.........................................................138
Capítulo XX............................................................................139
Capítulo XXI...........................................................................151
Capítulo XXII.........................................................................163
Capítulo XXIII........................................................................168
ALEMANIA 1847-1848..................................................................172
Capítulo XXIV........................................................................173
Capítulo XXV.........................................................................186
Capítulo XXVI........................................................................197
Capítulo XVII.........................................................................203
Capítulo XXVIII.....................................................................214
Capítulo XXIX........................................................................222
Capítulo XXX.........................................................................229
Capítulo XXXI........................................................................239
Capítulo XXXII.......................................................................250
Capítulo XXXIII.....................................................................259
INTERLUDIO EN PARÍS 1850.........................................................263

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Capítulo XXXIV.....................................................................264
Capítulo XXXV.......................................................................273
Capítulo XXXVI.....................................................................278
Capítulo XXXVII....................................................................282
Capítulo XXXVIII...................................................................292
CALIFORNIA 1853.........................................................................296
Capítulo XIL...........................................................................297
Capítulo XL............................................................................308
Capítulo XLI...........................................................................319
Capítulo XLII..........................................................................330
Capítulo XLIII........................................................................333
Capítulo XLIV........................................................................342
Capítulo XLV..........................................................................353
Capítulo XLVI........................................................................361
Capítulo XLVII.......................................................................374
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA...............................................................380

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

CORNWALL

1844

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo I

Todos me miraban fijamente, cuchicheando entre sí, mientras yo bajaba por la


calle. Habían pasado tres años desde mi última visita a casa, pero la aldea no había
cambiado en absoluto, como tampoco su gente. Con mis dieciocho años, ya había
dejado de ser una niña; sin embargo, para los aldeanos seguía siendo la chica de los
Lawrence, el motivo de escándalos. Me plugo descubrir que ni las miradas ni los
susurros podían afectarme. Lo que esa gente pensara ya, simplemente, no importaba.
Nunca más podrían causarme el enfado, el dolor y el resentimiento que habían
empañado mi infancia.
El pelo negro azulado me caía hasta los hombros, ondulante; llevaba un vestido
de algodón color de fucsia, con bordes de encaje. Mi vestimenta chocaba a los
aldeanos tanto como mi actitud fría y serena. Según ellos debería ir cubierta de
negro, con la cabeza tapada y vencida por el dolor. Hacía menos de una semana que
tía Meg había muerto, y el solo hecho de osar aparecer en público tan pronto era ya
una afrenta a los buenos ciudadanos. No podían saber que tía Meg me había rogado
que jamás llevara luto por ella, que no llorara su muerte.
—Recuérdame con una sonrisa —había susurrado, con aquella voz áspera y
moribunda—. Perdóname, querida; perdona mis fallos y recuerda sólo la parte
buena. Eres fuerte. Yo me he encargado de que lo fueras. Eres fuerte, bien dotada,
inteligente, y sobrevivirás. Perdóname, querida, perdóname…
En ese momento no pude comprender. Tía Meg me había dedicado su vida
entera; me lo había dado todo: amor, seguridad, la mejor educación posible. Me
había ofrecido consuelo y misericordia cuando niña, y, al iniciar mis estudios de
danza, el don de su fe en mí. ¿Qué podría perdonarle? Sólo después del funeral
descubrí que ya no quedaba dinero, que me vería desposeída de Graystone Manor en
pago de deudas. La casa, con todo su contenido, sería vendida en el curso de seis
semanas, a menos que yo lograra reunir diez mil libras. Lo mismo habría dado que
fueran diez millones.
La escuela de ballet, en Bath, era muy cara, pero tía Meg nunca me dejó
sospechar sus dificultades económicas. Había seguido pagando mi matrícula,
enviándome dinero para gastos, ropa nueva. Cuando yo iba de visita a casa, se
mostraba admirable. Al no poder disimular el hecho de que todos los muebles
valiosos habían sido vendidos uno a uno, así como los cuadros buenos y la cubertería
de plata, lo explicaba con ligereza, diciendo que esperaba recibir en cualquier
momento una gran suma de dinero por la venta de las propiedades de
Northumberland y que yo no debía preocuparme. Se interesaba por mis progresos,
los recitales, mis aventuras en la escuela, para borrar por completo cualquier

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

pensamiento sobre algo tan trivial como el dinero.


Pero el dinero se había acabado y en el término de seis semanas yo me
encontraría sin hogar. John Chapman me había concedido generosamente ese plazo.
También me permitió conservar las quince libras que tía Meg me puso a viva fuerza
en las manos antes de morir. Chapman era un soltero de cuarenta años, corpulento y
fornido, de facciones acentuadas y agradables, pelo rojo cobrizo y astutos ojos de
color gris verdoso. Se mostró muy comprensivo y razonable ante mi preocupación.
Estaba seguro de que podíamos llegar a algún tipo de acuerdo, hacer algún arreglo.
Su voz sonaba áspera al decírmelo; en sus ojos había un brillo de anticipación. Yo
sabía en qué tipo de acuerdo pensaba, pero me negaba hasta a pensar en ello.
Caminé lentamente junto a los comercios que se mantenían en pie desde los
días de la Buena Reina Isabel. La luz del sol centelleaba sobre los adoquines pardos,
gastados, y aun allí, tierra adentro, el aire tenía un regusto salino. Esa pequeña aldea,
donde todos eran parientes, había representado para mí en otros tiempos el mundo
entero, un mundo en el que yo era una descastada, una paria, debido a las
circunstancias de mi nacimiento. Pero desde entonces había descubierto un mundo
nuevo, de horizontes ilimitados. Ésa era una de las razones por las que me sentía
inmune a los aldeanos y a su opinión sobre mí. Eran dignos de lástima, no de temor.
Jamie Burns se encontraba recostado sobre la pared de la taberna, hablando con
un fornido amigo. Jamie era el hijo del herrero; había sido el cabecilla de la banda
que solía perseguirme a la menor oportunidad. Cogidos de la mano solían bailar a mi
alrededor como otros tantos demonios, chillando: «¡Mocosa gitana! ¡Mocosa gitana!»,
con la esperanza de hacerme llorar, de conseguir que les pegara. Pero nunca lloraba,
y después de un tiempo aprendí también a no pegarles. ¿Cuántas veces había vuelto
a casa con cortes y magulladuras, destrozados los bonitos vestidos, deshechas las
trenzas? ¿Cuántas veces tía Meg me había cogido en sus brazos para tranquilizarme,
diciendo que yo era una tonta al dejar que me molestaran, que era muy superior a
cualquiera de ellos? Esos recuerdos seguían aún vivos en mi memoria, pero ya no me
atormentaban.
Jamie y su compañero me observaron mientras me aproximaba. Ambos
llevaban botas llenas de barro, pantalones ajustados y camisas blancas de tela basta.
Jamie lucía también un chaleco de cuero. Su pelo era oscuro y rebelde; su rostro de
zorro mostraba una sonrisa astuta. Los ojos parecieron centellear al verme cerca; yo
había visto esa mirada en muchos hombres, pero nunca tan descarada. Ahora
reconocía al compañero de Jamie: era Billy Stone, un muchacho rechoncho, de
cabellos rubios y cara de monaguillo perverso. Sus ojos azules se encendían con la
misma sed masculina, curvada la boca ancha en las comisuras, en una sonrisa
libidinosa. Ninguno de ellos dijo una palabra al verme pasar, pero yo sentí sus ojos
fijos en mí al bajar por la calle.
La campanilla de la puerta de la farmacia tintineó para anunciar mi entrada. Me
envolvió un olor a raíces y hierbas mientras pasaba junto a los frascos coloreados
hasta el mostrador de madera, en la parte trasera del local. El farmacéutico no estaba,
pero sí Evan Peters, su ayudante, que salió de la trastienda. Evan, ajustando el fino

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delantal de cuero negro que le cubría la camisa y los pantalones, me echó una
mirada; por su expresión comprendí que me había reconocido a la primera. Molly, su
hija, había formado parte del grupo que me atormentara en la infancia. Su pelo claro
empezaba a agrisarse en las sienes; su rostro era delgado y tenía ojos pardos muy
duros. Esos ojos me juzgaron instantáneamente al verme frente al mostrador.
—Buenas tardes, señor Peters —dije.
—Mary Ellen Lawrence, ¿no? ¿Quién otra podía ser? Has crecido.
—Quisiera algo para aliviar la tos.
—Estás cambiada —dijo, pasando por alto mi petición—. Eras una cría alta y
flacucha cuando te fuiste, toda ojos y codos. Dicen que te enviaron a una escuela de
lujo, en Bath. ¿Así que has estudiado danza con un italiano de allí?
—Así es. ¿Tiene algo para la tos?
—Me he enterado de que ha muerto tu tía. Tuberculosa, ¿no? Según dicen,
estaba endeudada hasta las orejas. Montones de cuentas sin pagar cuando murió, y
Graystone Manor está en manos de John Chapman. Me han dicho que va a ejecutar la
hipoteca. Supongo que cuando lo haga te vas a ver en un apuro. ¿Tienes dinero para
pagar la medicina?
Saqué un billete de una libra y lo dejé sobre el mostrador. Peters, con una
amplia sonrisa, cruzó la puerta que estaba detrás y volvió a los pocos segundos con
una pequeña botella de color marrón, llena de un líquido espeso. En lugar de
entregármela, la dejó detrás del mostrador y cogió el billete para llevarlo a la caja
registradora y buscar el cambio. Se movía con deliberada lentitud, con la esperanza
de arrancarme alguna muestra de irritación, pero yo estaba decidida a no poner de
manifiesto mi impaciencia.
—Mi Molly se casó con Bertie Green y se fueron a la granja. Es de Bertie ahora
que han muerto los viejos. Molly ya tiene dos hijas.
—Me alegro mucho, señor Peters.
Contaba el cambio con mucha parsimonia.
—Molly sí que sabe mostrarse en su lugar. No está llena de ínfulas, como
algunas que conozco. Tú eres toda una damisela ahora, ¿no? Hablas que es un
contento, llena de refinamientos. Parece que te han llenado la cabeza de ideas en esa
escuela de lujo.
—Así es, ciertamente —repliqué.
—Supongo que es lógico que quieras ser bailarina. Recuerdo que solías cruzar
los páramos para pasar el tiempo con los gitanos que acampaban en la pradera.
Dicen que aprendiste todas esas danzas gitanas. Yo no dejaría que una hija mía se
acercara a esa canalla.
—No lo pongo en duda.
—Tu tía estaba convencida de que era mejor dejarte hacer lo que te viniera en
ganas. Tal vez pensara que tenías mucho en común con los gitanos; la verdad,
pareces medio gitana también. Te pareces a ellos con esos ojos de color azul oscuro y
ese pelo negro, largo.
Obviamente, su intención era insultarme, pero fracasó. Yo estaba orgullosa de

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mi herencia por ambas partes. Mi nacimiento había sido el resultado de un gran


amor, y si ese amor suponía una falta a los ojos del mundo, si había provocado un
tempestuoso escándalo para acabar en tragedia, aun así era un orgullo saber que yo
era su producto. Pero no siempre había sido de ese modo, por supuesto. De niña me
había sentido terriblemente avergonzada, hasta llegar a la amargura. Pero ahora ya
era una mujer.
—Los echamos de aquí hace un par de años, a los gitanos —prosiguió Peters—.
Taimados y ladrones todos ellos. Dicen que van a volver para la feria de Claymoor. Si
tienen algo en la cabeza no se les ocurrirá aparecer por aquí.
Por fin Peters puso el frasco sobre el mostrador, frente a mí. Yo lo recogí y lo
guardé en el bolsillo del vestido, junto con el cambio.
—Dicen que la criada de tu tía, Fanny, se quedará contigo. Supongo que la
medicina es para ella, porque tú pareces muy sana, por cierto.
—Sí, Fanny se queda conmigo.
—Es muy noble de su parte, considerando que hace un año que no le pagan y
que las dos quedaréis sin techo en cuanto Chapman ejecute la hipoteca. ¿Qué piensas
hacer?
Lo miré, sonriendo con fría amabilidad.
—Eso no es asunto suyo, señor Peters.
Y me volví hacia la puerta antes de que pudiera entretenerme más tiempo. Sus
comentarios me habían irritado mucho más de lo que quería reconocer. En los
últimos tres años no había vuelto una sola vez a la aldea; la evitaba cuando volvía a
Graystone Manor a pasar las vacaciones. Fanny podía encargarse de buscar las
provisiones mientras duraran las quince libras. Yo no habría ido ese día de no ser
porque ella necesitaba desesperadamente ese medicamento. Ya no me preocupaba lo
que esa gente pensara de mí, pero no había motivos para exponerme
deliberadamente al tipo de mentalidad que Peters acababa de explanar.
La falda me rozaba con su sonido característico sobre la enagua al regresar por
la calle, rumbo a la vieja iglesia de piedra y la carretera que se alejaba de la aldea.
Jamie y Billy ya no se encontraban a la vista, para mi alivio. Sin duda hubiera podido
ponerlos en su lugar con unas cuantas palabras bien escogidas, pero después de mi
encuentro con Evan Peters no deseaba hablar con nadie. Sólo quería que me dejaran
en paz. Aquellas gentes llevaban una existencia estéril, su mundo confinado en unas
pocas millas cuadradas. ¿Cómo había podido alguna vez dejar que su opinión me
importara?
Al pasar junto a la panadería, el establo y la pequeña posada, con su fachada de
cemento y vigas y los gruesos cristales de sus ventanas, sólo tenía conciencia de la
pena que seguía brotando en mí. Tía Meg me había rogado que no la llorara, pero no
podía evitarlo. Después del funeral había pasado dos días en mi habitación, llorando
en silencio, sin comer, sin responder a los golpecitos de Fanny a la puerta, hasta
hallar la energía suficiente para enfrentarme a la realidad, para hacer frente a la
pérdida y aceptarla. Sería fuerte, como ella me había enseñado, y trataría de
recordarla con una sonrisa; pero el dolor formaría siempre parte de mí.

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Al dejar atrás la vieja iglesia de piedras grises, ya en las orillas de la aldea, me


detuve a mirar la alta cúpula de cobre pulido. A la derecha crecían altos robles, cuyas
copas espesas sombreaban las lápidas inclinadas del cementerio, oculto tras un bajo
muro de piedras. Tía Meg estaba enterrada en Claymoor, junto a sus padres, pero mi
madre estaba allí, en una tumba anónima. Mis abuelos no habían permitido que se la
enterrara en el panteón familiar de Claymoor. Obedeciendo a un impulso, empujé el
portón y recorrí los senderos de losas desiguales. Allí todo eran sombras; el aire
estaba fresco.
El cementerio estaba descuidado por completo. Muchas de las piedras habían
caído; el mármol húmedo mostraba el verdor del musgo. Al fin pude localizar la
tumba sin lápida, junto a la pared trasera. Estaba cubierta de hierba y alfombrada de
bellotas esparcidas.
Cuando murió, mi madre tenía sólo un año más que yo ahora. Los Lawrence
eran entonces la familia más prominente del distrito, y Graystone Manor una gran
mansión. Mi abuelo era dueño de vastas propiedades; estaba orgulloso de su sangre
aristocrática, y de sus vinculaciones con la realeza, por tenues que pudieran ser. Las
dos hijas habían sido una desilusión, pues deseaba naturalmente un hijo que
perpetuara el apellido. Meg, la mayor, una joven, seria y estudiosa, parecía destinada
a la soltería; en cambio él confiaba alcanzar un partido importante para Alicia; la
salvaje, impetuosa Alicia, tan bella, tan voluntariosa, tan alegre. Mientras Meg leía
libros o permanecía perdida en sus sueños dorados, Alicia tenía pretendientes a
granel, pero no quería saber nada de ellos. Eran de un carácter demasiado apacible.
Alicia, mi madre, prefería correr por los páramos con su corcel, y a veces no
regresaba hasta muy entrada la noche. Cuando mi abuelo se enteró de que pasaba su
tiempo en el campamento gitano sufrió un ataque de cólera y le prohibió regresar.
Alicia no le prestó atención, pues amaba con pasión a un hombre cuyo fiero espíritu
igualaba al suyo, y nada podría separarla de él. Mi abuelo, con sus influyentes
amistades, logró desterrar de la zona a los gitanos. Pero mi madre se fue con ellos en
uno de los carromatos de chillonas pinturas, con su Ramón.
Mi madre había pintado una acuarela de su amante, acuarela que Meg guardó
con cuidado a lo largo de los años. Ramón era alto, moreno y deslumbrante, de
rebeldes rizos negros y ojos pardos encendidos en llamaradas salvajes. De humor
voluble, excitable y violento con frecuencia, amó a su aristocrática querida con una
pasión fiera y posesiva; ardía en celos si otro hombre la miraba siquiera. Una noche,
en Kent, Juan, el hermano de Ramón, demostró demasiado interés por la encantadora
rubia que compartía el carromato de su hermano. Se inició una violenta pelea y las
hojas de los cuchillos centellearon a la luz de las fogatas. Juan cayó muerto. Ramón
murió dos días después a consecuencia de las heridas infligidas por su hermano. Los
gitanos culparon a Alicia de enfrentar a hermano contra hermano y provocar ambas
muertes. La expulsaron del campamento. Por entonces llevaba cinco meses
embarazada.
Dos semanas después llegó a Cornwall, pálida, sin un centavo, deshecha por el
dolor. Su padre se negó a recibirla. Prohibió a su esposa y a su otra hija que

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establecieran vínculo alguno con esa criatura desvergonzada, pues ella había perdido
todo derecho a apellidarse Lawrence. Sin embargo, Meg salió silenciosamente de la
casa y siguió a su hermana. Le entregó todo el dinero que había guardado con
prudencia, lo bastante como para que la muchacha pudiera alquilar una cabaña y
contratar a una partera cuando llegara el momento. Meg continuaba desobedeciendo
a su padre y se escapaba para visitar a su hermana, tratando de consolarla en su
pena.
Tres meses y medio después nací yo. Fue un parto difícil que duró más de
treinta horas; después se presentaron graves complicaciones. Mi madre había
perdido todo deseo de vivir y murió cuatro días después de mi nacimiento. La
enterraron allí, en esa tumba anónima, y a mí me llevaron a un orfanato, pues mi
abuelo se negaba tozudamente a recibir en su hogar a una gitana bastarda. Él murió
de un ataque cardíaco seis meses después, pocos días después de que mi abuela
sucumbiera a una pulmonía. Sólo entonces pudo Meg sacarme del orfanato.
Naturalmente, aquello iba contra las normas establecidas y el condado entero se
escandalizó. A mi tía no le importó que la nobleza dejara de visitarla, que los
aldeanos la miraran con desprecio. Aún soltera, dueña de toda la propiedad de su
padre, se dedicó a mí, haciendo cuanto pudo por compensarme de aquellos seis
primeros años.
Una suave brisa agitaba las hojas de los robles en lo alto. Sobre la tumba de
Alicia Lawrence jugaban pálidas sombras. Una vez, mucho tiempo antes, yo la había
odiado, culpándola de aquellos seis años pasados en el orfanato gris e inhóspito, por
la crueldad y la persecución de los niños aldeanos, una vez que me arraigué en
Graystone Manor. Sin embargo, ahora la entendía y mi único sentimiento era la
tristeza. Ella había amado sin prudencia, tal vez, pero con todo su corazón; y no
adivinaba que a mí me ocurriría lo mismo. Una acuarela desteñida y una tumba sin
lápida era cuanto quedaba de mis padres, pero su sangre vivía en mí y, después de
años pasados en el dolor y el amargo resentimiento, había aprendido a sentirme
orgullosa de ella.

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Capítulo II

Cerré el portón del cementerio tras de mí y seguí caminando por la carretera


que se alejaba de la aldea; pronto no vi a los lados otra cosa que la tierra abierta y
amplia. Hacia el oeste la llanura se extendía varios acres hasta el borde de los
acantilados que caían a pico hacia las aguas; hacia el este, más allá del bajo muro de
piedras grises, se veían praderas manchadas por grandes parvas de heno. La
carretera se curvaba tierra adentro, desapareciendo tras una cuesta para volver a
aparecer en la cima de una nueva elevación. A lo lejos venía en mi dirección un
pequeño carruaje abierto; era apenas un juguete negro y diminuto en la distancia,
casi invisibles caballo y conductor. El cielo se extendía en lo alto con un blanco
grisáceo luminoso apenas manchado de azul. El aire olía a mar y sal. Oí el batir de las
olas contra las piedras, bajo el acantilado, y el grito de las gaviotas que volaban
raudamente o se lanzaban en picado. En comparación con Bath, con sus elegantes
edificios georgianos, sus calles angostas y sus cuidados jardines, Cornwall parecía un
país salvaje, meditabundo, con una belleza propia, severa y primitiva.
A pesar de la intensa pena que me aquejaba, respondí a la tierra y a su áspera
hermosura. Suspiraba por volver a bajar hasta las rocas y sentir las salpicaduras del
mar escociéndome en las mejillas, en tanto las olas se estrellaban contra la piedra
antigua, lanzando fuentes de agua, al aire. Me moría por correr otra vez por los
páramos, con el viento arrebatándome los cabellos, para volver a experimentar esa
sensación indómita que me poseía cuando volaba al encuentro de los gitanos y
bailaba las danzas salvajes, sensuales, que ellos me habían enseñado. Los tres años de
academia y escuela de ballet habían pulido mi arte, pero tras la fachada de recato y
buena educación sobrevivía intacto el espíritu solitario e inquieto. Jamás podría ser
como mis compañeras de clase por mucho que me esforzara. Tal vez por eso me
volcaba tanto hacia la danza. En ella podía expresar todas esas emociones que fluían
torrencialmente. Incluso en los pasos de ballet, cuidadosamente estilizados,
experimentaba una liberación.
Mientras caminaba lentamente por la carretera, rodeada por el sol y aire de la
campiña, pensé en Madame Olga y en la ambición que me había infundido. Aquella
bailarina rusa, en otros tiempos famosa, vino a la academia para dar unas
conferencias sobre danza. Era anciana, una mujer diminuta de piel arrugada y
enormes ojos negros que parecían arder. Llevaba el pelo bien tirante hacia atrás,
sujeto sobre la nuca en un moño apretado. Su mano huesosa lucía una gigantesca
esmeralda, cuya enorme piedra centelleaba con luces verde-azuladas. Veinticinco
años antes había sido la favorita de Europa, y se decía que los reyes se disputaron sus
favores, que un duque inglés se había suicidado por negarse ella a corresponder a su

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afecto.
Yo estaba aturdida y tan nerviosa que apenas pude contenerme cuando,
después de las conferencias, ella observó cómo practicábamos nuestros pasos de
danza. En ningún momento perdió su gesto desdeñoso; no dejaba de emitir agrios
comentarios ante la pobre señorita Brown, que tanto había luchado para ponernos en
forma. Sin embargo, más tarde, Madame Olga admitió que una de nosotras, al menos,
parecía que prometiera.
—Esa pequeña de pelo cárdeno y ojos de color azul oscuro, la de los pómulos
altos, no es tan mala —confesó Madame.
Cuando la señorita Brown me transmitió el comentario quedé extasiada. Escribí
inmediatamente a mi tía, rogándole me permitiera dejar la academia y volar a
Londres.
Por entonces yo sólo tenía dieciséis años; tía Meg, por supuesto, era demasiado
sensata como para permitirme una decisión tan apresurada. Antes debía terminar mi
educación en la academia, me informó; allí podría proseguir con mis clases de danza,
junto con mis otros estudios, y si aún deseaba ir a Londres cuando me graduara,
bien, entonces se vería. Estudié con más empeño que nunca, aprendiendo cuanto la
señorita Brown podía enseñarme. También tomé lecciones particulares de un maestro
italiano retirado que dirigía un ruinoso estudio de Bath, cerca de la academia.
Giovanni, que había conocido a Madame Olga en su época cumbre, le escribió
hablándole de mí en términos muy elogiosos. Eso había sido en el mes en curso, y
ella había contestado aceptando tomarme como alumna en septiembre.
Me sentí increíblemente feliz. Madame Olga era la mejor profesora de toda
Inglaterra. Sólo aceptaba un número selecto de alumnas por año y, después de
estudiar con ella, casi todas formaban parte de compañías importantes. Yo sería una
de esas alumnas. Me convertiría en una bailarina tan famosa como la misma Madame
Olga. Sería la mimada de Europa, bebería champán y todos los hombres se
enamorarían de mí. El futuro se presentaba ante mí brillante de espléndidas
posibilidades y la vida parecía algo mágico. Mi regocijo era tan grande que creía
caminar entre nubes. Y entonces recibí el mensaje urgente del doctor Reed. Llegué a
Cornwall pocas horas antes de que mi tía falleciera.
Un soplo de viento hizo que mi falda aleteara y me agitó el pelo, dejándome
frente a la cruda realidad. Las cosas no podían ser peores, pero por algún motivo yo
no quería preocuparme. Era fuerte; sobreviviría de un modo u otro. Aún me
quedaban seis semanas antes de que Chapman ejecutara la hipoteca y subastara
todas las pertenencias de tía Meg. Tercamente yo me aferraba a la convicción de que
algo ocurriría durante esas semanas. Lo que yo sentía no puede definirse como
optimismo. Era, antes bien, férrea negativa a renunciar. Todavía no estaba dispuesta
a admitir la derrota.
De pronto tuve la sensación de que me observaban al pasar junto a una parva
de heno. Me detuve, levemente conturbada, pues la sensación era poderosa,
inconfundible. Casi podía sentir los ojos clavados en mi espalda. Otra ráfaga de
viento me levantó las faldas. Al volverme vi que Jamie Burns y Billy Stone salían de

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detrás de la parva, los dos con amplias sonrisas. Jamie me saludó con la mano y
brincó el muro de piedra. Billy me llamó por mi nombre. Cuando los vi acercarse
tranquilamente mi corazón redobló sus latidos. Sabían que yo iría por allí y se me
habían adelantado para esconderse tras la parva. Todos mis instintos me indicaban
que echara a correr, que volara por la carretera a toda velocidad, pero supe que sería
inútil; podían alcanzarme en cuestión de segundos. Debía mantenerme tranquila,
muy tranquila: ésa era mi única esperanza. Cruzaron la carretera a paso lento,
arrogantes en su juventud y en su fuerza física.
—Bien, bien, bien —se burló Jamie—. ¿A quién tenemos por aquí?
—Mírala —dijo Billy—. ¿Qué te parece? Nunca he visto otra tan a punto en mi
vida.
Yo permanecí muy quieta, tratando de sosegar la respiración, de no dejarme
dominar por el pánico. Pero mi pulso saltaba y las rodillas parecían aflojárseme.
Seguí erguida por auténtica fuerza de voluntad y los miré fijamente, con la barbilla
en alto, los ojos fríos y altaneros.
—Siempre he deseado gozar de una muchacha gitana —comentó Billy—. Dicen
que son algo especial, llenas de fuego y energía. Me parece que lo voy a comprobar
esta misma tarde.
Los ojos fríos de Jamie centellearon y sus labios se torcieron en una mueca
lujuriosa. Se acercó un paso más, apartándose un rizo de pelo rebelde caído sobre la
frente. Había odio, odio y lujuria, en sus ojos, que parecían arder como brasas. Billy
se puso junto a él, echando un brazo poderoso sobre los hombros de su amigo. El
corazón me latía con fuerza y sentía seca la garganta. Oleadas de pánico amenazaban
con barrerme. Las contuve, dispuesta a no demostrar el menor miedo.
—¿Qué te han enseñado en esa escuela de ricos a la que fuiste, Mary Ellen? —
preguntó Jamie.
—Me han enseñado a no dejarme intimidar por patanes como vosotros.
Mi voz era asombrosamente tranquila. Otra ráfaga barrió la tierra plana y
abierta, ahuecando mis faldas; el pelo cayó sobre mi mejilla. Lo aparté hacia atrás,
manteniéndome rígida y distante.
—Parece que te alimentan muy bien en esa escuela, Mary Ellen —dijo Jamie—.
Estás crecida. —Asintió con la cabeza—. Sí, estás muy crecida. Madura y sabrosa.
El pánico estaba ya muy próximo a la superficie y yo temblaba por dentro. Me
sentía muy débil y vulnerable. Los dos eran fuertes como bueyes, duros de músculos;
me vería indefensa contra ellos. Para muchachos de esa clase la violación era un
deporte entretenido, y cualquier joven núbil una presa natural. ¿A cuántas doncellas
habrían desflorado por la fuerza? Tal como animales llenos de energía y apetito, no
pensaban más que en satisfacerse. El bien y el mal no existían para ellos. Sería inútil
rogar, debatirse.
—En cuanto te vi aparecer por la calle, tan alta y ufana, me decidí a actuar —se
burló Jamie.
Dio un paso más, con los ojos centelleantes y el rostro tenso como una máscara
de hostilidad. Parecía hervir en ella. Yo retrocedí, perdiendo rápidamente la

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compostura. El corazón me latía cada vez más fuerte, tanto que estaba segura de que
los dos lo oirían. Retrocedí un paso más, casi tambaleándome. Billy rió entre dientes
y apartó a Jamie de un empellón, con signos de ruda amistad.
—La estás asustando —dijo Billy—. Siempre te digo lo mismo, Jamie; tienes que
suavizarlas un poco; las acaricias y las pones bien dispuestas. Vamos, voy a enseñarte
cómo se hace.
—No me toques —dije ásperamente.
Billy sacudió la cabeza. Unas ondas de color rubio oscuro le cayeron sobre la
frente, y la cara, casi bonita, pareció brillar de placer. Los ojos azules eran alegres y
lascivos.
Esbozó una sonrisa tierna y burlona.
—Vamos, mujer —dijo, con voz ronca y seductora—. ¿No quieres que seamos
amigos? Aquí, yo y Jamie somos dos buenos tipos; sabemos cómo hacer feliz a una
chica. Pregúntale a Daisy Clark, a Mollie Jeffers, a cualquiera de las muchachas. Se
mueren porque las cortejemos.
La sonrisa burlona se ensanchó con los labios curvándose en las comisuras; los
ojos se encendieron con placer anticipado. Cuando me cogió por los brazos para
atraerme hacia él todo pareció girar en un cegador torbellino de miedo y furor. Me
debatí con violencia, tratando de apartarme, y él soltó una sonora carcajada; sujetó
mis brazos con más fuerza aún, hundiendo los dedos en mi carne. Grité y me defendí
a puntapiés pegándole en la espinilla con la punta del zapato tan fuerte como pude.
Se oyó un alarido ensordecedor, pero no fue Billy quien gritó, sino Jamie. Jamie gritó,
y los ojos de Billy se saltaron de consternación.
Ninguno de nosotros había oído la llegada del caballo y el carruaje, ese carruaje
que tan pequeño me había parecido a lo lejos. Estaba detenido a pocos metros de
nosotros y Jamie luchaba con un hombre de traje azul oscuro. Parecían abrazados,
meciéndose, pero en ese momento se separaron y Jamie retrocedió a tropezones,
sacudiendo la cabeza como para despejarse. Luego cargó contra el desconocido como
un toro furioso. El hombre dio un paso al lado y, con una sonrisa tensa, alargó un pie.
Jamie se estrelló contra el suelo con un golpe tremendo.
Billy seguía consternado, incapaz de creer en lo que veía. Había ocurrido en
cuestión de segundos; aún me tenía agarrada del brazo. Entonces el rostro se le puso
tenso y sus ojos centellearon de furia. Me lanzó hacia atrás de un poderoso empellón;
tropecé y caí, recibiendo un impacto que me dejó sin aliento. La cabeza empezó a
darme vueltas; por todas partes parecían agitarse unas alas negras, cerrándose sobre
mí, ocultando la luz. Pasaron varios segundos antes de que recobrara la conciencia de
los ruidos que me rodeaban: golpes secos, arrastrar de pies, fuertes pisadas. Con las
palmas apretadas contra el suelo, conseguí incorporarme. Todo reverberaba,
desenfocado, y la cabeza seguía dándome vueltas. Jamie estaba tendido al otro lado
de la carretera, gruñendo; Billy y el desconocido permanecían a uno o dos metros de
distancia; el hombre, fresco y despreocupado al parecer; Billy, jadeando y palpitante.
Un momento después Billy se lanzó contra el desconocido describiendo un gran arco
con el brazo y el puño dirigido a la mandíbula de su adversario. El extraño sonrió y

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

giró un poco el cuerpo, blandamente; cuando el puño pasó junto a su hombro, cogió
a Billy por la muñeca y le dio un fuerte tirón, levantándole el brazo entre los
omóplatos.
El muchacho gritó de dolor; el desconocido entonces le levantó el brazo más
aún, con un poderoso empujón. Billy se vio lanzado hacia delante; tropezando,
tambaleándose, acabó por caer de rodillas. Jamie, gimiendo, se levantó
trabajosamente y miró al extraño con ojos vidriosos mientras se frotaba la barbilla. El
hombre permanecía en su sitio, con los puños levemente apoyados en los muslos y
una semisonrisa en los labios. Aguardó, desafiando a Jamie a que hiciera un solo
movimiento agresivo. El muchacho, sacudiendo la cabeza, retrocedió vacilante
algunos pasos, a todas luces falto de confianza en sí. Al fin se volvió y echó a andar
por la carretera hacia la aldea a paso rápido. Billy, incorporándose con esfuerzo,
corrió tras su amigo. El hombre del traje azul los vio escapar y sonrió. Habían casi
desaparecido de nuestra vista cuando volvió hacia mí su atención.
Después de cruzar la carretera se inclinó sobre mí y me tendió la mano para
ayudarme a levantar. Seguía tranquilo y despreocupado, sin mostrar las huellas del
esfuerzo. En aquellos ojos de color pardo oscuro podía verse un dejo de diversión.
Una sonrisa torcida le jugueteaba en los labios.
—Brence Stephens —dijo—, a sus órdenes.
Y ése fue el comienzo.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo III

Era muy alto, de estructura delgada y musculosa, como los atletas, todo gracia
flexible y fuerza. Vestía un traje azul marino soberbiamente cortado, de pantalones
ajustados, cuya chaqueta destacaba sus hombros anchos y la cintura estrecha.
Llevaba un chaleco listado en castaño y blanco y una bufanda de seda de color
castaño también, que la lucha ni siquiera había ajado. Sus botas negras, hasta la
rodilla, estaban bien lustradas. Se lo veía muy bronceado, y su pelo cárdeno oscuro
era espeso y abundante. En los pómulos la piel parecía tensa; su boca era ancha, con
el labio inferior grueso, suave, rosado, innegablemente sensual.
—¿Se encuentra usted bien? —preguntó.
Yo asentí, sacudiéndome el polvo de la falda.
—Ha sido una suerte que pasara en este momento —dijo él.
Su voz era profunda y melodiosa, de una atractiva opacidad. A pesar de la
suavidad con que me trataba, presentí que estaba habituado a dar órdenes y
acostumbrado a que se las obedeciera. Cierta dureza en él sugería una preparación
militar. Era evidente que había disfrutado con esa lucha al poner en fuga a los dos
robustos muchachos con poco o ningún esfuerzo por su parte; sin embargo, su
educación refinada era innegable. Debía sentirse tan cómodo en un salón elegante
como en su furioso campo de batalla, siempre dueño de la situación. Era, sin lugar a
dudas, el hombre más hermoso que yo había conocido hasta entonces; la pátina de
dureza aumentaba extrañamente su fuerte belleza viril.
—Debí azotarlos con el látigo —comentó—. Dos rufianes como ésos no deberían
andar sueltos.
Yo, recobrada ya mi compostura, me aparté un mechón de la mejilla y miré a
Brence Stephens. Me parecía que no hubiera ocurrido aquel desagradable encuentro
con Jamie y Billy.
—No ha habido daño alguno, señor Stephens. Él arqueó una ceja bien
delineada, demostrando sorpresa ante mi acento. Obviamente me había tomado por
alguna campesina, y mi voz educada hizo que me observara con renovado interés. En
sus ojos brilló una valoración familiar: me encontraba interesante y también deseable.
Eso saltaba a la vista.
—Debo confesar que usted parece muy tranquila después de lo ocurrido —dijo
—. Cualquier otra señorita se habría puesto histérica.
—La histeria me parece muy poco atrayente.
—En cierto modo, yo confiaba en que usted se echaría a mis brazos, llorando
inconteniblemente.
—¿De veras?

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Así habría podido consolarla. Eso me hubiera halagado.


Hablaba en tono ligero, burlón, con una sonrisa en los labios; aunque era
imposible considerarse ofendida, me mantuve en guardia. Nunca había conocido a
un hombre tan atractivo en todos los sentidos. Sus facciones parecían la obra de un
gran escultor; podía haber sido el sueño de una jovencita materializado, y eso me
tenía intranquila. Sintiéndome terriblemente joven, terriblemente falta de experiencia
y desorientada por mi reacción ante él, busqué refugio en una actitud fría y altanera
que él pareció hallar divertida.
—Estoy en desventaja —comentó—. Usted sabe mi nombre, pero yo ignoro el
suyo.
—Soy Mary Ellen Lawrence.
—Mary Ellen —repitió.
Sonaba a música en su voz. Me miró con esos ojos pardos que parecían tan
sabios, tan conocedores, y mi desorientación aumentó. Mi actitud fría no lo engañaba
en absoluto; comprendí que él sabía exactamente lo que yo estaba sintiendo y por
qué, aunque ni yo misma estaba segura. ¿Por qué debía yo experimentar ese
agradable resplandor interior y ese miedo trémulo, todo al mismo tiempo? Hubiera
deseado alargar la mano para acariciar esa boca llena y rosada con la punta de los
dedos; pero también deseaba huir antes de que fuera demasiado tarde.
—La llevaré a la aldea —dijo.
—No vivo en la aldea.
—¿No? ¿Dónde vive?
—En Graystone Manor —repliqué.
—¿Graystone Manor? Temo no saber dónde es. Es la primera vez que vengo a
Cornwall, ¿sabe? Me hospedo con mi prima, Lady Andover. Ella y su esposo viven
en el condado vecino. Tal vez usted los conozca.
—De nombre.
—Quería ver un poco el campo; por eso estoy tan lejos. Beth, Lady Andover, se
pasa la tarde jugando a las cartas con sus amigas, y Freddie parece dedicar las
veinticuatro horas del día a su colección de armas. Yo quería salir a tomar el aire
fresco y pedí prestado este coche. Por suerte para usted.
—Creo… creo que debería darle las gracias.
—Debería —respondió él—, pero no es necesario. Me gusta pelear de vez en
cuando. Aunque esos dos rufianes no eran gran cosa.
—Supo hacerlo extraordinariamente bien.
—Tengo mucha práctica. Estuve en la India.
—¿Es militar?
—Lo era. Eso ya quedó atrás.
Una leve arruga le partió la frente, y sus labios se curvaron en una de las
comisuras, en un gesto de disgusto. Era obvio que la vida militar había perdido todo
el sabor para él. Percibí en ese hombre cierta inquietud y una férrea determinación de
triunfar que me fascinaron. También tuve una vaga, perturbadora sensación, que era
casi una premonición del peligro. Era como si me encontrara cara a cara con el

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

destino y mi instinto me advirtiera que debía huir.


—Será mejor… será mejor que vuelva a casa —dije.
—Yo la llevaré.
—No es necesario. Iré caminando.
—La llevaré en el coche —me dijo.
Su voz era agradable, pero el tono dejó en claro que no toleraría discusiones.
Tocándome el codo, me condujo hasta el carruaje y me ayudó a subir al asiento
tapizado. En seguida trepó tras de mí con atlética gracia. Mientras él tomaba las
riendas, cobré una aguda conciencia de su proximidad. El carruaje era un coche
ligero y abierto, diseñado para la intimidad, de asiento bastante estrecho. Yo podía
percibir su limpio olor masculino, embriagador e inquietante.
—Una milla más atrás he pasado por una casa grande, gris, rodeada por
jardines de plantas muy crecidas —comentó—. ¿Es eso Graystone Manor?
Asentí. Brence Stephens agitó las riendas y puso el vehículo en dirección
contraria; sus manos fuertes y hábiles aplicaban a las riendas la presión exacta. En
pocos momentos iniciamos el regreso por la carretera. El caballo avanzaba al paso
tranquilo, con el pelaje oscuro lustroso y reluciente; cola y crines ondulaban como la
seda. Las gaviotas volaban en círculos sobre el cielo gris perla, emitiendo sus gritos
agudos; una cegadora luz solar bañaba la tierra abierta. Desde los acantilados se
podía ver el océano, una expansión gris-azulada, brava, que se fundía en el horizonte
neblinoso, todo acero y oro.
Ninguno de los dos habló. El hombre sentado junto a mí parecía haber olvidado
mi presencia, perdido en sus pensamientos como si estuviera solo en el carruaje. Yo
estudiaba su perfil, reparando en la severa mandíbula y la curva plena de la boca. Sus
mejillas eran enjutas, con leves depresiones bajo los pómulos tensos; el abundante
pelo negro ofrecía un sorprendente contraste con su cutis, bronceado regularmente.
Ese color tostado debía haberse originado en la India, pensé, y tuve la sensación de
que llevaba muy poco tiempo en Inglaterra.
Pasaron varios minutos en silencio, quebrado sólo por el golpe regular de los
cascos sobre la carretera y el grito de las gaviotas. Por fin, Brence Stephens suspiró y
contempló la tierra descubierta con mirada crítica.
—Interesante lugar —comentó.
—¿No le gusta Cornwall?
—Hace sólo una semana que estoy aquí, y rara vez me he sentido tan aburrido.
No hay mucho que hacer; además, Beth y Freddie no son una compañía muy
estimulante. No tenía más remedio que venir, pues Beth es mi único familiar y me
rogó que la visitara. Tenía un poco de tiempo libre… y aquí estoy.
—Ha dicho que ya no está en el ejército.
—Renuncié a mi cargo. La vida militar puede resultar muy limitada. Sólo se
puede llegar hasta cierto punto, ascender hasta ciertos cargos. Voy a entrar en el
servicio diplomático. Me lo consiguió una… ejem… una persona amiga antes de que
yo partiera de la India, Dentro de pocas semanas saldré hacia Alemania como
ayudante del embajador inglés en un Estado diminuto que usted seguramente ni

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

siquiera ha oído nombrar. Es un puesto insignificante, pero por algo se empieza.


—Estoy segura de que usted llegará muy lejos.
—Ésa es mi intención —replicó, firme.
Sospeché que la persona amiga que le había conseguido el puesto era del sexo
femenino. Tal vez la esposa de algún funcionario, pensé, una mujer mayor, de boca
sensual y ojos mundanos, que buscara un regreso a la juventud en brazos de
hombres más jóvenes. Para una mujer así, Brence Stephens sería irresistible; sospeché
también que él no pondría reparos en utilizar su atractivo masculino para alcanzar
sus propias metas.
—Supongo que usted estará comprometida con algún caballero rural de la zona
—dijo.
Yo negué con la cabeza y él arqueó una ceja, sorprendido.
—¿No? Hubiera dicho que usted había sido pedida en matrimonio hace tiempo.
Debe tener pretendientes a montones.
—No hay pretendientes, señor Stephens.
—No lo puedo creer.
—Lady Andover, sin duda, podrá explicarle el caso. Hace tiempo era… amiga
de mi tía.
—Ah —exclamó—, ¿con que hay un misterio?
—No hay ningún misterio —repliqué.
No trató de insistir con el tema, pero me di cuenta de que estaba intrigado. Sin
duda interrogaría a su prima sobre mí, y ella, a no dudarlo, le diría que yo era la hija
bastarda de una aristócrata y su amante gitano. Lady Andover conocía la historia;
antes de la noche Brence Stephens la conocería también. Parte del antiguo
resentimiento volvió a mí, pero lo borré inmediatamente.
El caballo tomo una curva de la carretera. A lo lejos pude ver los grandes robles
y la casa de piedra gris, rodeada por descuidados jardines, donde las flores brotaban
de formal silvestre. Detrás de la casa se iniciaban los páramos, suelos cubiertos de
pasto parduzco y grisáceo, apenas teñido de verde, que se elevaban gradualmente en
una serie de pequeñas colinas. El terreno era antiguo, barrido por los vientos,
salvajemente bello. Más allá de esas colinas estériles había: nuevos páramos que
conducían hacia el bosquecito donde los gitanos solían acampar.
Durante un segundo, al recordar el campamento, olvidé al hombre sentado
junto a mí. Aún veía a la pequeña de trenzas que cruzaba los páramos a la carrera.
Aún veía los carromatos pintados, las hogueras que florecían entre los árboles al caer
el crepúsculo. Aún veía a aquellos hombres y mujeres morenos, exóticos, tan fieros y
excitables, pero tan amables para conmigo, capaces de aceptarme y de hacerme
formar parte de esa familia íntima y tempestuosa. Pero todo eso era el pasado. Yo
había crecido y ya no volvería a formar parte de ese mundo vibrante.
—Usted ama esta tierra, ¿verdad? —preguntó Brence Stephens—. Tiene que
enseñarme a amarla. Mi prima dice que debo conocer Land's End. Creo que no está
muy lejos.
—A una milla, más o menos —dije.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Él tiró de las riendas para detener al caballo frente al portón, abierto en el cerco
de piedra gris que rodeaba la propiedad. Los jardines ardían en colores y los robles
enormes lanzaban sombras largas y densas sobre la carretera; la casa era apenas
visible tras las ramas bajas. Brence Stephens bajó del carruaje con indolente gracia y
alzó los brazos para ayudarme a descender; sus manos me rodearon la cintura para
levantarme y atraerme hacia sí. Cuando me depositó sobre mis pies siguió
sujetándome varios segundos, escrutándome los ojos. Los suyos, en cambio, eran
insondables.
—Me gustaría volverla a ver —dijo.
—No… no creo que fuera prudente.
—¿De veras?
Me soltó la cintura. Yo experimenté alivio y desilusión a un tiempo. Él seguía
mirándome a los ojos, y a mí volvió el deseo de alargar la mano para acariciar
aquellos labios plenos, bien esculpidos. La premonición que había sentido
anteriormente se hizo más poderosa. Todos los instintos me indicaban que ese
hombre representaba una amenaza para mí, y eso, de algún modo, lo hacía aún más
atractivo.
—Tiene miedo —dijo—. Se le ve en los ojos.
—Pura imaginación, señor Stephens.
—También se ve soledad. Y tristeza.
—Debo entrar.
—No tenga miedo, Mary Ellen.
Su voz era suave y persuasiva, ronca como la música. Era hermosa, como él,
que irradiaba vitalidad. En mi interior florecieron emociones nuevas y perturbadoras
que se desplegaban como pétalos. Traté de contenerlas; no quería sentirlas. No quería
cruzar ese umbral invisible que me atraía. Me eché hacia atrás, deseando que se
marchara, deseando no haber ido nunca a la aldea. Su mirada aguantó la mía,
obligándome a aceptar todas esas cosas que yo trataba de negar desesperadamente.
—Vendré a verla mañana —dijo.
—No debe venir aquí.
—En ese caso nos encontraremos en otra parte. Mañana por la tarde, a las dos,
estaré en Land's End. Usted irá.
—No.
—Irá —prometió.
Y se marchó, subiendo al carruaje sin decir una palabra más, sin siquiera volver
la cabeza. Yo permanecí junto al portón, viendo cómo se alejaba. Allí me quedé largo
tiempo, después de que el carruaje desapareciera de la vista. Algo me había ocurrido,
algo irrevocable. Pensé en mi madre y en su Ramón, y por primera vez comprendí
del todo lo que le había sucedido tantos años antes, por qué se había mostrado
dispuesta a sacrificarlo todo por el amor.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo IV

A la tarde siguiente no fui a Land's End. Lo deseaba. Quería con todo mi


corazón ver otra vez a Brence Stephens, pero me di cuenta de que sería un error, que
no conduciría a nada. Tal vez él mismo no había aparecido, pensé. Después de hablar
con su prima y conocer mi historia tal vez se había encogido de hombros,
olvidándose inmediatamente. Tal como yo estaba tratando de olvidarlo. Pero no era
fácil. Me sentía extrañamente descontenta, de un modo qué nunca había
experimentado hasta entonces.
Hice que Fanny tomara su medicina y se quedara en cama; mientras tanto yo
me ocupé del trabajo doméstico. Intenté leer la última novela de George Sand, pero
toda ella hablaba de amor y, por mucho que yo admirara la obra de la escritora, los
pasajes emotivos me resultaban demasiado perturbadores. Pasaron dos días, y en la
mañana del tercero vino a verme John Chapman. Fanny le hizo pasar a la sala y subió
lentamente a mi dormitorio para anunciarme su presencia.
—Bajaré en seguida —le dije—. Ofrécele un vaso de jerez.
Fanny asintió y se marchó tosiendo. Después de dejar el libro me quité el
vestido de algodón azul que llevaba puesto y lo doblé para dejarlo a un lado, sin
prisa por reunirme con mi visitante. Podía esperar; le haría bien. John Chapman no
estaba habituado a que le hicieran esperar. Me senté ante el tocador, en enaguas, y
empecé a cepillarme el pelo. Cuando hube terminado me demoré un instante frente
al espejo, examinándome con ojos críticos.
Me hubiera gustado ser hermosa, pero no era posible. La belleza requería
facciones delicadas, ojos celestes y suaves rizos rubios. Mi pelo era del color de la
tinta y caía sobre mis hombros en ondas oscuras que brillaban con destellos negro-
azulados. Mis ojos eran de un azul zafiro bastante satisfactorio, pero tenía los
pómulos muy altos y la boca demasiado gruesa. Las muchachas de la academia me
llamaban «La española» por mi color bronceado y mi figura. No era correcto que una
joven respetable tuviera cintura tan fina ni curvas tan voluptuosas.
El vestido que me puse favorecía esas curvas. Era de seda color violeta claro,
estampado con pequeñas flores rosadas y azules. A tía Meg le había encantado
comprarme ropa, y yo era dueña de un amplio vestuario, cuyos trajes eran mucho
más sofisticados que los que solían usar las chicas de mi edad. El vestido de seda
violácea tenía mangas cortas y abolladas; el corpiño, de escote bajo, hacía que
resaltara el busto. Era muy ceñido en la cintura, con falda larga muy fruncida.
Me aparté un paso del espejo, volviéndome de un lado y del otro para apreciar
el efecto del vestido. Lo que vi me dejó complacida. Tal vez no fuera una recatada
belleza de Inglaterra, pero en mí había algo que para los hombres era mucho más

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

intrigante que la simple belleza. Brence Stephens lo había observado en seguida;


también John Chapman lo notaba perfectamente. Y aunque esa intangible cualidad
no había sido puesta a prueba hasta entonces, yo presentía que se trataba de un don
valioso, un arma para utilizar discretamente en la lucha que se avecinaba.
Nunca me había preocupado mi apariencia durante mi adolescencia. Sólo
pensaba en la danza; trabajaba largas horas, consumida por una ambición que no
dejaba lugar para otra cosa. Pero acababa de producirse un cambio en mí y con él
había adquirido una nueva sabiduría, algo que debía ser instintivo en toda mujer. No
podía darle la bienvenida; deseaba con fervor volver a ser una adolescente inocente,
pero ya había crecido. La muerte de tía Meg acababa de despertarme a las sombrías
realidades de la vida, y el encuentro con Brence Stephens había despertado algo más,
cosas que había sentido fugazmente en el pasado, pero que sólo comprendí del todo
al mirar aquellos ojos oscuros y penetrantes.
Un poco nerviosa empecé a bajar hacia la sala; tendría que tratar a John
Chapman con mucho cuidado. Él había aceptado concederme seis semanas antes de
echarme, y yo necesitaba ese plazo. Tenía que trazar algún plan para el futuro. No se
me ocurría qué hacer, pero tal vez hallara alguna solución durante el tiempo
concedido.
Al pie de la escalera hice una pausa y me preparé para mi careo con Chapman.
Tenía plena conciencia del tipo de «arreglo» que pretendía hacer conmigo, aun
cuando él todavía no lo hubiera expresado en palabras. No tenía intenciones de
aceptarlo, por supuesto, pero tampoco deseaba ofenderlo. Todavía no. Él podía
expulsarme al día siguiente si se le antojaba, y en caso de que yo lo fastidiara no
dejaría de hacerlo.
John Chapman había llegado a Cornwall seis o siete años antes; era un nuevo
rico, autodidacta, un próspero que parecía decidido a apoderarse del país entero. No
sólo poseía minas de estaño, sino que además había estado comprando propiedades
a diestra y siniestra, en una implacable ansia de poder. Los aldeanos lo detestaban,
pero quienes no estaban directamente endeudados con él dependían de sus empleos
en las minas para sobrevivir. La nobleza lo despreciaba, pero todos se sentían
obligados a otorgarle al menos una aceptación de compromiso. Nadie se atrevía a
rechazarlo claramente.
Era muy rico y poderoso; el más poderoso, con mucho, en esa región de
Cornwall. Tenía empuje, decisión y contaba con una total falta de escrúpulos.
Inglaterra estaba cayendo en manos de hombres como Chapman; la riqueza iba
suplantando al linaje como símbolo de autoridad, y la sangre azul no valía tanto
como una buena cuenta corriente. El antiguo orden caía de rodillas, incapaz de
resistir la fuerza y el vigor de la nueva clase.
Chapman se levantó al verme entrar en la sala. Dejando a un lado el vaso de
jerez vacío, sus ojos gris-verdosos captaron todos los detalles de mi apariencia.
—Buenos días, señor Chapman —dije—. Es muy amable al dignarse visitarme.
—Pasaba por aquí y se me ha ocurrido entrar a ver cómo estaba.
Seguía estudiándome como si yo fuera alguna propiedad que él pensara

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

adquirir. Era un hombre alto y corpulento, que pasaba el metro ochenta de estatura,
todo músculos. A los cuarenta y dos años seguía soltero. Tenía facciones amplias y
marcadas, pelo rojo broncíneo, mandíbula fuerte y boca ancha, pero rígida. Algunas
mujeres lo hubieran encontrado muy atractivo, pues su increíble presencia
desbordaba vitalidad, como un aura de fuerza bruta. En realidad se le veía muy
llamativo con sus botas pardas hasta la rodilla, sus pantalones tostados ceñidos y la
chaqueta de lana de color castaño oscuro y tonalidad rosada. Su silueta fuerte e
implacable hacía que mi sala pareciera mucho más pequeña.
—La encuentro encantadora.
—Pura galantería, señor Chapman.
—Pura franqueza. Usted es una muchacha encantadora, Mary Ellen.
Bajé recatadamente los ojos; un leve sonrojo coloreó mis mejillas. Estaba
representando mi papel a la perfección.
—Me he enterado de que tuvo un pequeño problema en la aldea el otro día.
Creo que un par de muchachos intentó tomarse algunas libertades.
—No ocurrió nada.
—No debería salir sin compañía, ¿sabe?
—¿De veras?
—Una muchacha encantadora como usted… No es prudente.
—Puedo cuidarme sola, señor Chapman.
—Si desea salir, avíseme. Será un placer venir a buscarla con mi coche. Necesita
tomar aire fresco. Cuando usted quiera la acompañaré a dar un paseo.
—No quisiera causarle molestias, señor Chapman.
—¿Molestias? Será un placer.
Tenía los labios apenas entreabiertos; nublados los ojos de deseos carnales.
Parecía sentir ansia de apretarme entre sus brazos, como si le costara un gran
esfuerzo contenerse. Eso me dio una curiosa sensación de poder, pero también cierta
aprensión. Todo era demasiado nuevo para mí, y me sentía mal equipada para el
juego que indudablemente debería jugar.
—¿Ha pensado un poco más en el futuro? —preguntó.
—Yo… no he tenido mucho tiempo.
—Claro. La muerte de su tía ha sido un rudo golpe.
—Fanny ha recibido carta de una hermana que vive en Devon. Quiere que vaya
a vivir con ella y me invita también a mí. Tal vez pueda hallar algún trabajo en
Devon. Podría enseñar danzas u ocupar un puesto de institutriz.
—Es ridículo que una joven tan guapa se preocupe por esas cosas. Tiene
juventud, belleza, encanto… —Vaciló, con la voz entrecortada—. El futuro no tiene
por qué preocuparle.
—No tengo dinero —dije.
—Eso no es problema.
—Y dentro de unas pocas semanas tampoco tendré casa.
—Tampoco eso es problema.
—Pero…

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—No quiero que se preocupe, Mary Ellen.


Con las cejas unidas en una línea severa, se acercó a mí. Era muy corpulento.
Creía tenerme en su poder y eso lo complacía, otorgándole una sensación de
superioridad. Di un paso atrás, con una mirada aprensiva. A él le gustó. Esbozó una
sonrisa satisfecha, masculina, autoritaria, saboreando su poder sobre la débil hembra.
—Creo que comprende usted lo que le estoy sugiriendo —dijo.
—Me parece… me parece que sí.
Me cogió la mano para atraerme hacia él. Yo eché la cabeza algo hacia atrás para
mirar aquellos ojos hambrientos. Me hubiera gustado apartarme un poco más y darle
una bofetada en plena cara, borrarle de la boca esa sonrisa arrogante y presumida,
pero no lo hice. Volví a bajar los párpados como la doncella recatada que él debía
querer.
—Estoy dispuesto a ser muy generoso, Mary Ellen —dijo él, apretando sus
dedos con los míos.
—Todo esto… me confunde.
Era la respuesta perfecta. Chapman asintió y me soltó la mano. Dio un paso
atrás, estirando las solapas de su chaqueta, y acabó por dejar las manos a los
costados. Me retiré hasta la ventana para contemplar el cielo azul, pero lo sentía tras
de mí; notaba su mirada clavada en mi perfil, en la curva de la garganta, en la línea
del hombro desnudo. Toqué las cortinas de brocado desteñido y las aparté un poco,
buscando la caricia del sol. Un momento después me volví a mirarlo resignadamente.
—Estudiaré su propuesta, señor Chapman.
—Bien.
—Necesito tiempo.
—Por supuesto. Le he dicho que le daría seis semanas.
—Es muy… considerado.
Sonrió. Se sentía muy bien, muy seguro de sí.
—No voy a presionarla, Mary Ellen. Comprendo que ha sufrido un gran golpe
con la pérdida de su tía y además conocer el estado de sus finanzas. Debe tener la
sensación de que el mundo se le hunde bajo los pies.
Asentí con labios temblorosos.
—Creo que nuestro… «arreglo»… le parecerá bastante satisfactorio, Mary Ellen.
Y con eso volvió a sonreír, diciendo que debía volver a sus negocios. Lo
acompañé hasta la puerta de entrada y lo saludé cortésmente con la cabeza cuando
salía. Chapman me cogió la mano, se la llevó a los labios y besó la palma durante un
largo instante. Hice lo posible por contener el movimiento de rechazo. Al soltarme la
mano me dedicó una última sonrisa triunfal y avanzó a grandes pasos hacia el
portón, lleno de confianza.
Lo vi subir a su carruaje y alejarse, preguntándome si todos los hombres serían
tan fáciles de manipular. Chapman creía haber ganado, pero la victoria era mía.
Hubiera querido gozarla mejor.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo V

No había pensado ir a ninguna parte. Sólo necesitaba moverme, salir, estar a


solas con mis pensamientos. Mientras caminaba, la brisa jugaba con la falda de mi
vestido de seda. No era un atuendo adecuado para salir a caminar, pero yo estaba
demasiado alterada como para pensar en cambiarme. La entrevista con Chapman
había sido perturbadora, a pesar de haber ganado el tiempo que necesitaba. Más
tarde me había invadido el enfado conmigo misma por jugar así y contra él por
suponer que podía hacer conmigo lo que se le antojara. Tras el enfado vino la
tristeza, y llevaba ya una hora luchando contra las lágrimas.
La vida era injusta, demasiado injusta. Había estado a punto de ver cumplirse
todos mis sueños cuando Madame Olga me aceptó como alumna. Y de repente todo
desapareció con la muerte de tía Meg. La querida tía Meg. ¡Cómo se había sacrificado
por mí! ¡Cuánto me había amado! No, no; no podía permitirme pensar en ella. No
podía, aún no. Estaba ya de acuerdo con el dolor, y ahora debía ponerme de acuerdo
con la realidad. Era forzoso eliminar todo rastro de lástima por mí misma. Si no lo
echaría todo a rodar. Y estaba decidida a hacer algo más que sobrevivir: quería
aferrarme con tesón a mis sueños de éxito. De algún modo lograría materializarlos.
Con la falda al viento y el pelo suelto, crucé los campos polvorientos que se
extendían hasta el borde de los acantilados, pensando en el futuro inmediato y
tratando de bosquejar algún plan. Fanny quería que fuera a Devon con ella, y de
momento yo no encontraba otra solución. Por supuesto, no tenía esperanza de hallar
trabajo allí, en Cornwall, y un arreglo como el que Chapman tenía pensado estaba
fuera de lugar.
En Devon había muchas familias acaudaladas. Tal vez pudiera colocarme
realmente como institutriz durante algún tiempo; siquiera hasta lograr reunir dinero
suficiente para costearme las clases con Madame Olga. Seguiría ejercitándome,
practicando y mantendría mi cuerpo en forma. De algún modo llegaría a Londres; si
para ello eran necesarios uno o dos años más, sería cuestión de esperar. Pero no
renunciaría; ni siquiera quería pensar en la posibilidad de una derrota.
Crucé los campos hasta llegar al borde de los acantilados; entonces lo seguí,
pisando rocas pequeñas. El suelo empezó a inclinarse hacia abajo y las olas se
acercaron. Al frente se divisaba Land's End. No había sido mi intención llegar hasta
allí, pero parecía lo correcto. Cuando llegué a la extensión rocosa que brotaba del
agua como una gigantesca garra marrón, caminé hasta el punto más alejado y me
senté en una de las piedras.
Por tres lados la zona estaba cercada por declives de piedra parduzca, irregular,
que se abría como un abanico hacia el agua. Contemplé el salpicar de las olas, plumas

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

de llovizna neblinosa que atrapaban la luz del sol. Las gaviotas descendieron más,
investigadoras, con la esperanza de que hubiera llevado comida. Directamente hacia
delante, en el agua, se veía un pequeño saliente de roca; más allá, sólo el océano que
se extendía interminablemente, confundiéndose con un horizonte amortajado por la
neblina. Aquélla era la punta más occidental de Inglaterra, y al otro lado del vasto
océano estaba América, a cientos y cientos de millas de distancia.
Mientras observaba aquella confusa línea violácea donde el cielo se fundía con
el mar me pregunté si alguna vez conocería América. Era extensa y vasta, según
había leído, de enormes montañas y grandes desiertos donde los indios pieles rojas
seguían vagando salvajemente. Había también grandes ciudades, y cientos de
poblaciones menores llenas de personas dispuestas a recibir con entusiasmo a
cualquier inglés, a cualquier europeo. Cantantes, bailarines y actores comenzaban a
recorrer América y regresaban con historias de multitudes exuberantes, energía
fantástica, increíbles riquezas. Muchos artistas que antes la consideraban un
continente de bárbaros estaban pensando en cruzar el océano, con la esperanza de
conseguir parte de esa riqueza.
Sonreí con tristeza. Tanto imaginarme recorriendo las abruptas ciudades del
Oeste, bailando ante multitudes que aplaudían a rabiar, y nunca había siquiera
bailado ante un verdadero público. Los recitales de la academia no contaban.
Madame Olga había dicho que prometía, pero yo sabía que harían falta muchos años
más de trabajo duro antes de encontrarme preparada para una verdadera
presentación. Estaba dispuesta a esforzarme, a esperar, a experimentar las
frustraciones inevitables, pero me sentía segura de que todo aquello ocurriría alguna
vez, a pesar de ese momentáneo retraso.
Mientras contemplaba los penachos de agua que se estrellaban violentamente
contra las rocas, allá abajo, mi humor fue tornándose poco a poco meditabundo y
acabé pensando en el hombre de quien había jurado no ocuparme. Veía su cara
agradable, el fácil encanto y su pátina de dureza; recordaba la curiosa premonición
de que Brence Stephens representaba peligro, ofrecía una amenaza. Lo sentía en la
sangre, aunque deseara volver a estar cerca de él.
Me notaba extrañamente vacía por dentro, incompleta, como si se me estuviera
negando algo importante. Era absurdo, por supuesto. Ya se me pasaría. Yo no estaba
enamorada de él, ¿cómo iba a estarlo? Pero sabía que me hubiera sido muy fácil
enamorarme de él, como le ocurriera a mi madre en otro tiempo con el atractivo
gitano. Algo me decía que amar a Brence Stephens sería para mí un desastre tan
grande como amar a Ramón lo había sido para mi madre.
Para casi todas mis compañeras de la academia enamorarse parecía la cosa más
importante del mundo. No hablaban de otra cosa; se vanagloriaban de las conquistas
efectuadas durante las vacaciones, hablaban de pretendientes elegantes, de prados
bajo la luz de la luna y de besos robados en los jardines. Dos veces al mes había bailes
en la academia bajo la prudente vigilancia de las regentas, con una lista de invitados
que incluía a jóvenes «adecuados». Mis compañeras se excitaban muchísimo y
coqueteaban a rabiar, pero a mí esos bailes me resultaban tediosos. Los jóvenes se

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

mostraban sumamente corteses conmigo y no tardaban en llenar mi carnet de baile;


rivalizaban por traerme ponche y por acompañarme a tomar el aire en los jardines,
pero todos parecían enormemente inmaduros y torpes. Sus rudas caricias me dejaban
fría. Por eso había alcanzado la reputación de frígida y altanera, pero eso no me
preocupaba en absoluto.
Mis compañeras tomaban muy a la ligera los asuntos del corazón; se
enamoraban y olvidaban al menos dos veces al mes, pero para mí las cosas serían
siempre distintas. Sabía que en mí había profundas emociones que aún esperaban
despertar, pero haría falta algo más que un joven estudiante para agitarlas. Brence
Stephens me había hecho tomar conciencia de esas emociones.
Las olas se estrellaban contra las rocas. Inmersa en mis pensamientos no oí los
pasos hasta que estuvieron bastante cerca. Al volverme lo vi aproximarse, y una
salvaje alegría pareció inundarme el alma, una alegría totalmente inesperada e
imposible de negar.
Era increíblemente guapo, tanto que dolía; sentí una punzada de dolor que era
también placer. El carruaje estaba detenido a alguna distancia, mientras el caballo
pastaba satisfecho la hierba. Había acudido. En el fondo yo estaba segura de que así
ocurriría, como estaba también segura de que no por casualidad había llegado yo
misma hasta allí.
—Hola, Mary Ellen —dijo.
—Hola.
No había regocijo en mi voz. La alegría cantaba por dentro, pero también sentía
miedo. Me sentía de pie en el borde de un abismo, en precario equilibrio y a punto de
caer.
—Se me ha ocurrido que usted podía estar aquí —dijo—. He venido todas las
tardes.
—¿De veras?
—Pensaba que usted lo imaginaría.
—Tal vez.
Permaneció allí, bajo el sol, alto y espléndido, con las manos flojas a los
costados. Sus ojos ya no eran remotos ni estaban llenos de esa indiferente diversión.
Mostraba una expresión grave, vulnerable, inseguro de sí y tercamente decidido a no
demostrarlo.
De pronto comprendí que se sentía solo.
—La primera vez me sentí muy desilusionado —dijo—. La estuve esperando
durante tres horas; al ver que no venía me enfadé al principio, pero después comencé
a pensar que tal vez la hubiera ofendido. Comprenda: ha pasado mucho tiempo
desde la última vez que rondé a una mujer joven como usted. Hace años que falto de
Inglaterra, y las mujeres que he conocido en la India… —Vaciló, en busca de las
palabras adecuadas—. No… no eran como usted. Yo… Bien, supongo que estuve un
poco atrevido el otro día, y lo siento.
Me di cuenta de que lo decía con sinceridad. Era, sin duda, un hombre
acomplejado y de humor cambiante. Sospeché que la severa autoridad, la fe en sí

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

mismo que mostrara anteriormente eran parte de un caparazón invisible destinado a


proteger al hombre interior, frecuentemente asaltado por dudas y temeroso de
exponer la ternura que era parte de su personalidad innata.
—No me es fácil disculparme —dijo—. Preferiría enfrentarme a una banda de
indios aullando.
—Supongo que sí.
—Y usted no me facilita demasiado las cosas, Mary Ellen.
—¿De veras?
—Usted sabe que no.
—¿Le habló… le habló su prima de mí? —pregunté.
Él asintió gravemente.
—Me contó todo lo referente a sus padres, su nacimiento y su crianza. ¿Creía,
en verdad, que eso me importaría, que me impediría venir?
—No estaba… no estaba segura.
—Quiero conocerla mejor, Mary Ellen. Quiero que pasemos más tiempo juntos.
La otra tarde… sentí algo. No estoy seguro siquiera de haberlo experimentado antes.
Cuando la vi de pie, con su vestido rojo y su pelo despeinado, tan hermosa, tan
vulnerable… algo ocurrió.
Había bajado los ojos, pero los alzó hacia mí, aguardando una respuesta. No
dije nada. El abismo se abría ante mí y yo tenía la sensación de balancearme
peligrosamente, aun cuando permanecía muy quieta. Él interpretó mal mi silencio.
Arrugó el ceño; los ojos oscuros y cavilantes se le llenaron de desilusión, de algo que
era casi resentimiento. Pasó un largo rato; al fin se acercó al borde rocoso para mirar
las olas.
—Supongo que he quedado como un tonto —dijo.
—No, Brence. También a mí me ocurrió algo. Tuve… tuve miedo, por eso no he
venido antes.
Él quedó desconcertado.
—¿Miedo?
—De usted, de mí, de lo que… pudiera ocurrir.
—No debe tener miedo —me dijo—. Usted sabe, sin duda, que no sería capaz
de hacerle daño.
Su voz era suave; su actitud, grave y protectora. Sentí que me necesitaba, así
como yo lo necesitaba a él. Comprendí que si la vida había de tener un verdadero
sentido, era preciso atreverme a vivir. Debía tener la osadía de amar. Di aquel paso
fatal, y Brence estaba allí. Ya no estaba sola. Supe que lo amaba, que había perdido mi
libertad. Ya no había modo de echarme atrás.

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Capítulo VI

Caía la tarde cuando llegamos a la feria de Claymoor. El sol había desaparecido


tras el horizonte, dejando tras de sí un resplandor de estandartes en colores de oro y
naranja, que se iban borrando poco a poco sobre un cielo azul oscurecido. Brence me
ayudó a bajar del carruaje y entregó una moneda al pequeño que apareció en
seguida, ansioso por cuidar del caballo. Pasamos junto a otros carruajes, a paso lento,
para dirigirnos hacia los puestos y las tiendas. La feria anual era un gran
acontecimiento para la gente en esos parajes y había una numerosa multitud. Como
los negocios importantes habían sido liquidados anteriormente, los regateos y las
compraventas estaban terminados y la gente se dedicaba ya divertirse. Prevalecía una
atmósfera de ruidosa alegría.
—¿Dónde estarán los gitanos? —comencé—. No veo los carromatos.
—Ya los hallaremos —prometió él—. Tienes muchas ganas de verlos, ¿no es
cierto?
—Hace mucho tiempo. Ni siquiera sé si me recordarán. Espero que Inés siga
con ellos, y Rodolfo, y Julio, por supuesto. Él solía atormentarme y tirarme de las
trenzas cada vez que tenía oportunidad. Era un muchacho terrible; dos años mayor
que yo y muy orgulloso de su virilidad.
Brence sonrió, conduciéndome al otro lado de los establos. Los niños corrían de
un lado a otro, maravillados por los números de marionetas y por el tiovivo, cuyos
caballos de colores alegres subían y bajaban al compás de la música. Austeros
granjeros bebían grandes jarras de cerveza, mientras sus mujeres examinaban
tímidamente los encajes hechos a mano y las cacerolas de cobre. Jóvenes robustos se
pavoneaban por los alrededores con pretensiones de hombre; las muchachas,
luciendo su mejor vestido estampado, reían entre sí y coqueteaban con ellos. Sobre
un tablado de madera adornado con farolitos de colores danzaban las parejas al
compás de los violines, mientras los farolillos se balanceaban impulsados por la
brisa, arrojando sombras rojas, azules doradas y purpúreas. Todo estaba lleno de
vitalidad y entusiasmo, todo era ruidoso y colorido, pero a mí sólo me interesaba
buscar los carromatos, temerosa de que tal vez los gitanos no hubieran acudido.
Pasamos junto a puestos llenos de vasijas y corrales donde se mantenía a los
animales; pasamos junto al tiovivo, el puesto de tiro al blanco y el ring donde se
libraban los combates de lucha ante una bulliciosa multitud que alentaba a los
combatientes con gritos estentóreos. La gente nos miraba con atención al vernos
pasar, pues rara vez la nobleza asistía a esos lugares; era obvio que estábamos fuera
de lugar. Brence se mostraba fresco y elegante con su traje azul marino y sus botas
negras brillantes; yo llevaba un vestido color rosa intenso, con diminutas motas

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

negras. Era uno de mis favoritos, sofisticado y muy tentador; la falda estaba
adornada con varias filas de volantes.
Al pasar ante los bancos y las mesas donde se servía la comida divisé a John
Chapman. Estaba de pie junto a uno de los puestos, con una jarra de cerveza en la
mano, hablando con dos granjeros de expresión afligida. La suya, en cambio, era de
una severa indiferencia ante las súplicas de los granjeros; probablemente las granjas
estarían hipotecadas también a su favor. Chapman nos vio al alzar la vista, y yo
vacilé nerviosa. Brence arqueó una ceja, inquisitivo.
—¿Ocurre algo? —preguntó.
—John Chapman, el hombre del que te hablé. Está allí y nos ha visto. Preferiría
no hablar con él.
Chapman dejó su jarra y se dirigió hacia nosotros, empujando a los granjeros al
pasar. Mientras se aproximaba, una guapa morena de vestido rojo se le acercó
apresuradamente y lo cogió del brazo, con una sonrisa radiante; grandes pendientes
de oro pendían de sus orejas. Al parecer lo conocía bastante bien y esperaba una
calurosa recepción, pero Chapman dijo algo con voz seca y la apartó con innecesaria
brutalidad; en sus ojos hubo un relámpago de odio. La chica tropezó y estuvo a
punto de caer.
—Qué tipo tan encantador —comentó Brence—. Ya veo que sabe tratar a las
damas.
La muchacha logró mantenerse en pie; mordiéndose el labio inferior, se marchó
a toda prisa. Comprendí que no lograba entender el violento rechazo de Chapman.
Cuando éste llegó junto a nosotros, la boca de Brence se puso tensa y la tirantez de
sus pómulos se tornó muy acentuada.
—Señorita Lawrence —dijo Chapman—. Qué raro verla por aquí.
—¿Cómo está, señor Chapman? Le… le presento a un amigo, Brence Stephens.
Brence, John Chapman.
Brence lo saludó secamente con la cabeza. Chapman no le hizo ningún caso.
—Pasé a verla ayer por la tarde —me informó—, pero no estaba en su casa. La
doncella dijo que no tenía idea de dónde podía estar.
—Es cierto —respondí.
—Y también pasé el jueves. Tampoco estaba en su casa. Al parecer ha estado
muy ocupada.
Yo no tenía intención alguna de dar explicaciones a John Chapman, pero él
parecía esperarlas y no se movió, aguardando a que hablara mientras yo lo observaba
con una mirada cortés. Pasaron varios segundos. Se endureció el bulto carnoso sobre
el puente de su nariz, se dilataron sus fosas nasales. Brence me deslizó un brazo por
la cintura y echó sobre Chapman una mirada de frío aburrimiento que resultaba al
mismo tiempo algo amenazadora.
—Ha estado muy ocupada —dijo.
Los dos hombres se midieron con la vista, mientras yo rogaba que no se
enzarzaran en una pelea. Chapman era más corpulento; su constitución maciza
sugería la fuerza de un toro. Pero había razones para confiar en la destreza de Brence

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

cuando de luchar se trataba. Recordé el modo en que había puesto en fuga a Jamie y
a Billy y me estremecí. Su brazo se puso tenso alrededor de mi cintura. Chapman
soltó un gruñido.
—Pronto nos veremos —dijo—. Tenemos mucho de qué hablar.
Lo saludé cortésmente. Él vaciló un momento, aún gruñendo, pero al fin se
volvió para alejarse, balanceando los brazos y moviendo los hombros bajo la
chaqueta de lana. Dejé escapar un suspiro de alivio y Brence retiró el brazo de mi
cintura. Su actitud parecía muy tranquila, pero en sus ojos había algo letal cuando
miró a Chapman, que se retiraba.
—A ese tipo no le vendrían mal unas cuantas lecciones de buenos modales —
dijo, con ligereza—. Por un momento he pensado que me vería obligado a darle una.
Te aseguro que habría sido un placer.
—Me intranquiliza mucho.
—No tienes por qué preocuparte por John Chapman, Mary Ellen. ¿Seguimos
buscando?
Asentí y Brence sonrió; un momento más tarde había olvidado completamente
a John Chapman, pues al dejar atrás una fila de puestos vi más adelante el
campamento gitano. En los terrenos circundantes de la feria había al menos doce o
trece carromatos pintados y una carpa purpúrea, harapienta, adornada con estrellas
y medias lunas de un dorado desteñido. Una pequeña multitud se paseaba por allí,
examinando las alfombras, los cestos, las ristras de cuentas y otras mercaderías
exhibidas por los gitanos. Al caer la oscuridad varios hombres atezados cuidaban de
las hogueras. Sentí un arranque de entusiasmo al recordar, y eso debió notárseme en
la cara, pues Brence, riendo, me condujo hacia el campamento.
Volvía a ser una niña, ansiosa por reunirme con mis amigos, deseando volver a
formar parte de ese mundo brillante y lleno de colorido. Qué maravilloso sería ver
nuevamente a Inés, a Rodolfo, a Julio y los otros. Llena de expectativa, pasé de un
carromato a otro, pero no vi a nadie conocido. Era la misma tribu, sin duda, pues
reconocía los carromatos por marchitos que estuvieran sus colores; sin embargo, no
había una sola cara familiar. Ya estaba casi oscuro; los fuegos chisporroteaban entre
el saltar de llamas anaranjadas y amarillas; alguien pulsaba una guitarra. Cada vez
era más la gente que se acercaba al campamento, anticipando las danzas. Brence y yo
nos detuvimos frente a la tienda de la adivina. Él sonreía, con expresión amable, pero
comprendí que sólo deseaba complacerme.
—No conozco a nadie —dije.
—Ha pasado mucho tiempo, Mary Ellen. Las tribus cambian.
Sentí una horrible desilusión. Entonces se abrió la solapa de la carpa y la
adivina dio un paso hacia afuera para mirar a la multitud con desdeñosos ojos
negros. Su larga falda roja y azul estaba raída, y la blusa de algodón rojo se veía
desgastada. Del cuello le colgaban metros y metros de cuentas de oro pulido; un
pañuelo purpúreo le cubría el pelo. Era muy vieja; su rostro tenía el color de la caoba,
arrugado y lleno de pliegues. Se había pintado los párpados de color azul claro; el
carmín era abundante en sus mejillas; los labios finos, de un escarlata vivido, se

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

curvaban en una sonrisa cínica en tanto observaba a la gente que paseaba por el
campamento. Su asfixiante perfume no llegaba a disimular el olor de ajos y sudor.
Cuando se volvió para mirarnos a Brence y a mí, sus ojos de carbón brillaron
codiciosos con mal disimulada malicia.
—¡Adivino la suerte! —nos espetó—. Primero se paga.
Brence negó con la cabeza. La adivina se encogió de hombros y dio un paso
hacia la carpa, pero entonces vaciló, con una profunda arruga en la frente. Al
acercarse a mí para estudiarme con más atención las dos nos reconocimos al mismo
tiempo. Inés, con un gemido, me abrió los brazos y las dos nos estrechamos
meciéndonos a la vez. Al fin, cuando me apartó para observarme bien, tuve que
luchar para impedir que las lágrimas rodaran por mis mejillas.
—Mi Mary Ellen —gruñó—. Eres tú, de veras. Qué crecida.
—Estaba tan afligida… No podía encontraros, ni a ti, ni a Rodolfo o Julio, a
ningún conocido.
—Algunos se van, abandonan la tribu —dijo ella, con su áspera pronunciación
—. Julio todavía está. Corriendo tras alguna falda, seguro, en lugar de ayudar a su
pobre madre. Rodolfo también sigue.
Y chilló:
—¡Rodolfo! Está más haragán que nunca; no hace nada. Pasa la vida tocando la
guitarra en vez de buscar pollos y leche fresca. ¡Rodolfo! ¡Ven en seguida!
Rodolfo apareció corriendo, fresco, alegre, exactamente como yo lo recordaba.
Me reconoció inmediatamente y sus ojos negros se ensancharon de asombro; en
seguida extendió los labios en una amplia sonrisa y me encerró en un abrazo de oso
que estuvo a punto de hacer saltar mis costillas. Me hizo girar en el aire, me dejó en
el suelo y volvió a hacerme girar, sin dejar de reír con regocijo.
—¡Basta! —ladró Inés—. ¡Déjala!
—Rodolfo —dije, sin aliento—, qué alegría verte.
—Recuerdas ¿eh? ¿Recuerdas a Rodolfo y las cosas que él te enseñaba? Te
enseñé a robar de los bolsillos, ¿no? y a poner cara de miserable y a extender la mano
para que te dieran limosna. Te enseñé todos los bailes.
—¡Zut, zut! ¡Déjala! Ella y yo tenemos que hablar. Vamos a la carpa.
—Inés, quiero que… quiero que tú y Rodolfo conozcáis a mi amigo, Brence
Stephens. Ha tenido la gentileza de acompañarme.
Los dos miraron; Rodolfo, con una sonrisa amistosa; Inés, con una abierta
suspicacia en los ojos entrecerrados. Brence saludó cortésmente con una inclinación
de cabeza. Inés puso las manos en jarras y lo miró de arriba abajo.
—Es hermoso —dijo, arrastrando las eses—. ¿Es bueno contigo? Ésa es la
cuestión. Encárgate de él, Rodolfo; enséñale el campamento. Hazte cargo de él
durante un rato.
Brence me dedicó una sonrisa bondadosa y dejó que Rodolfo lo condujera hacia
los carromatos y las hogueras chisporroteantes. Los ojos de Inés volvieron a
entrecerrarse mientras los observaba alejarse. Un momento después murmuró algo
entre dientes y me llevó al interior de la carpa, donde una vela sujeta en un viejo

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

candelabro de peltre lanzaba un suave resplandor dorado. No había bola de cristal,


sino un mazo de cartas de Tarot sobre la mesa desvencijada; una serie de
descoloridos signos cabalísticos pendían de las paredes purpúreas. El olor a ajo y tela
húmeda era sofocante, pero mi felicidad por estar con Inés era tal que apenas lo noté.
—Siéntate —ordenó—. Hablemos.
—Tengo tantas cosas para contarte que no sé por dónde comenzar —dije,
cogiendo una de las sillas—. Háblame de vosotros, Inés. De ti, de Rodolfo. ¿Qué
habéis estado haciendo?
Ella se sentó frente a mí, acodada en la mesa.
—La vida de los gitanos es siempre igual —respondió con un mohín,
encogiendo los hombros huesudos—. Robar pollos, vender baratijas y adivinar la
suerte. Vamos de aquí para allá. Los gitanos vienen y van. Nada cambia. Dicen que tú
vas a una escuela de lujo, que estudias danza.
Le hablé de la escuela de Bath, describiéndole mis clases; al contarle sobre la
muerte de tía Meg no pude ocultar mi pena. Su rostro, al escuchar, era como caoba
tallada, brillantes los ojos negros. Cuando acabé de hablar se hizo un momento de
silencio. Al fin Inés comenzó a hablar; su voz era un gruñido áspero.
—Ese hombre. ¿Te ayuda a olvidar tu pena?
—Ha sido… maravilloso, Inés.
Ella hizo una mueca y comenzó a jugar con las cartas del Tarot; con fiera
expresión, volvió primero una, después otra, por algún motivo no le gustaba Brence,
pero sin duda seguía viéndome como a una niña y conservaba hacia mí un
sentimiento protector.
—Estos últimos doce días han sido los más felices de mi vida —le dije—.
Nosotros… todas las tardes voy a Land's End y allí nos encontramos. Lo he llevado a
todos mis lugares favoritos; él no es de Cornwall, ¿sabes? Fuimos a las cavernas
embrujadas y a las rocas de los Druidas. Una tarde merendamos en los páramos, y
otro día fuimos a una de las pequeñas aldeas pesqueras de la costa. Un pescador nos
mostró cómo se remiendan las redes y nos llevó en su bote.
Inés volvió otra carta y tornó a hacer una mueca.
—A veces paseamos en el carruaje, nada más —proseguí—; tomamos cualquier
ruta que se nos ocurra, exploramos, charlamos para conocernos y para… para estar
juntos, solamente.
—¿Lo amas?
—Con toda mi alma. Jamás pensé que se podía ser tan feliz, ni que podría
sentirme tan próxima a otra persona. Es como si estuviera viva por primera vez,
como si la vida, antes de conocerlo, fuera una especie de sueño y sólo ahora hubiera
despertado.
—¿Él te ama?
—Creo que sí. Es tan amable, suave, atento. Me trata como si yo fuera la
persona más importante del mundo. A veces se queda silencioso y hosco; otras veces
parece… remoto, pero creo que está enamorado de mí, Inés. Quiero que así sea. Es lo
que más deseo en el mundo.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

La solapa de la carpa voló hacia atrás, y dos jovencitas vestidas de algodón


floreado entraron riendo, acompañadas de un robusto muchacho de pelo rojizo y
expresión azorada. Inés apretó la boca hasta convertirla en una línea roja y los alejó
con un ademán, relampagueantes los ojos.
—¡Esperad! ¡Ahora estoy ocupada!
El trío retrocedió con prudencia. Inés murmuró una maldición entre dientes y
levantó la vista bruscamente.
—¿Aún eres virgen? —preguntó sin rodeos. Me cogió de sorpresa y tardé un
momento en responder.
—Brence se muestra muy galante y afectuoso —dije, vacilando—, pero nunca
ha tratado de tomarse libertades. Ni siquiera me ha besado. Se comporta como un
perfecto caballero.
—Zut.
—Me respeta. No quiere apresurarme ni intimidarme.
Inés me estudió con ojos astutos, curvando despectivamente los labios. Volvió a
jugar con el Tarot, esparciendo las cartas sobre la mesa con la figura hacia abajo.
—Él conoce mi historia, Inés —le dije—. No le importa. Igualmente me hace la
corte. Va a entrar en el servicio diplomático y necesitará una esposa adecuada, y…
creo que quiere casarse conmigo.
Inés no respondió. En cambio comenzó a volver las cartas una a una. Las
paredes purpúreas se henchían suavemente; la vela, con el danzar de la llama,
arrojaba suaves sombras. Comprendí que me estaba echando las cartas y esperé en
silencio, con una vaga aprensión.
Poco después volvió la última carta y la estudió largamente; al fin barrió las
cartas hacia un lado, abruptamente y con los ojos ensombrecidos por la
preocupación.
—¿Qué has leído, Inés?
Ella se levantó.
—Nada. Adivino la suerte. Digo a las gentes lo que quieren oír. Es todo un
engaño de gitanos.
Yo también me levanté. Inés me clavó una mirada furiosa, con las manos
apoyadas en las caderas. La entrada de la carpa volvió a flamear y una granjera,
regordeta y nerviosa, entró aferrando su bolso. Al ver la expresión de Inés, la pobre
mujer palideció y salió apresuradamente. Inés dejó escapar un suspiro. Su enfado se
había desvanecido; de pronto pareció muy vieja y muy cansada.
—Mi pobre Mary Ellen, mi pollita convertida en una joven tan hermosa. Ya no
eres la niñita de trenzas que quería ser gitana como nosotros. Has sufrido mucho con
la muerte de tu tía. Pero aún sufrirás más, mi niña.
—Pero…
—Viajarás. Muchos viajes, muchos países. Conocerás a muchos hombres y… y
siempre habrá uno, el único. Gozarás de fama, de gloria, de riquezas, pero también
habrá dolor, mucho dolor. Debes soportarlo y seguir adelante, y un día…
Vaciló. Una arruga le partía la frente.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Un día, si eres fuerte, hallarás la felicidad que buscas.


—Y Brence, ¿me pedirá que me case con él? ¿Me…?
—¡No te diré más! —saltó, impaciente—. ¡Me están esperando y tengo que
ganar dinero! Ahora vete. Y recuerda lo que te he dicho. En ti tienes la fuerza.
Aférrate a ella. La necesitarás, hija mía.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo VII

Cuando salí de la carpa era noche cerrada y el cielo estaba tachonado de


estrellas, pero las fogatas ardían con esplendor. Grandes llamas arrojaban sombras
sobre los carromatos, entre el rasgueo de las guitarras. La multitud ya se estaba
reuniendo para presenciar los bailes. Brence me esperaba recostado sobre un
carromato cercano, con los brazos cruzados sobre el pecho. Se irguió al verme llegar,
con la sonrisa cálida que un padre complaciente puede dedicar a una criatura
caprichosa.
—¿Dispuesta? —inquirió.
Asentí.
—¿Has visto el campamento con Rodolfo?
—Paso a paso. Una experiencia fascinante —agregó, seco—. ¿Nos marchamos
ya?
—Todavía no —protesté—. Tenemos que ver los bailes.
La gente había formado un amplio círculo en el claro, frente a los carromatos.
Brence, agarrándome del codo, se abrió paso a empujones hasta que estuvimos al
frente de la multitud. Allí ardían dos hogueras de leña, cuyas llamas barrían el suelo
en ondulantes diseños anaranjados. Tres gitanos, de coloridos atuendos, rasgueaban
las guitarras mientras otro golpeaba un tamboril. La música era sensual y salvaje. La
multitud esperaba inquieta el comienzo del espectáculo.
Brence puso su brazo sobre mis hombros y me miró, con una semisonrisa
jugueteándole en los labios; sin embargo, tuve la sensación de que estaba
preocupado, que sólo fingía prestarme atención. Contempló las llamas con un
suspiro y, a pesar de sentir el contacto de su brazo, parecía que estuviera
completamente solo. Esos momentos de distracción se presentaban con frecuencia, al
igual que los silencios malhumorados, pero nunca se prolongaban mucho tiempo.
Había confesado que ese período intermedio, antes de comenzar su nueva ocupación
le resultaba difícil, y yo sabía que tenía muchas cosas en su mente. Hubiera querido
que las compartiera conmigo. Mi vida era un libro abierto para él, pero Brence se
mostraba extremadamente reservado sobre la suya; apenas me había confiado algo
sobre ella.
Nacido en un hogar aristocrático, Brence fue un niño mimado, pero su padre
perdió la fortuna de la familia cuando todavía él era muy niño. Como resultado,
siempre estuvo al margen de las cosas; se lo incluía en todas las actividades, pero
debido a la falta de dinero nunca podía participar. En Eton primero y en Oxford
después, se sentía como un advenedizo; nunca le era posible recibir a amigos en sus
habitaciones ni permitirse diversiones propias de un niño. La madre murió cuando él

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

era todavía adolescente; al cumplir los veinte, el padre sucumbió de un ataque al


corazón, dejándolo solo y sin un centavo. Brence abandonó y aceptó un puesto en el
ejército, partiendo rumbo a la India casi inmediatamente.
Tal vez esas prontas privaciones explicaran su insaciable ambición, su
determinación de abrirse paso en el mundo. Necesitaba probar algo, y esa necesidad
era como una obsesión. A pesar de toda su fuerza y su confianza, a veces yo lo sentía
muy vulnerable. Me desvivía en consolarlo, pues lo era todo para él. Mientras
esperábamos la aparición de los bailarines, me pregunté cuánto tiempo pasaría antes
de que dejara de tratarme con tanto respeto, con afecto tan comedido, para
considerarme mujer. Sólo entonces podría darle el apoyo y la seguridad que, según
mis presentimientos, necesitaba.
La música se alzó en un crescendo, cesó de repente y produjo un instante de
silencio. Hubo un batir de castañuelas, y una muchacha gitana salió al claro; suelto y
enredado el largo pelo negro, roja como la sangre la boca sombría, sus ojos
fulminaron a la multitud con abierta hostilidad, en tanto avanzaba por el círculo con
la gracia de una tigresa, haciendo sonar sus castañuelas sin cesar. La música volvió a
comenzar en una melodía lenta que se ajustaba a los movimientos de su cuerpo. La
muchacha llevaba un descolorido vestido verde, cuyo escueto corpiño revelaba unos
perfectos senos. Un cinturón de oro deslucido le ceñía la esbelta cintura. También los
galones de plata y oro que adornaban la amplia falda estaban deslucidos. De las
orejas le colgaban enormes pendientes dorados. Giró sobre los talones al tiempo que
la música se aceleraba cobrando ímpetu, latiendo de pasión.
Mientras la contemplaba volvieron los recuerdos, y mi cuerpo pareció vibrar al
compás de la música. Me era difícil permanecer quieta. La muchacha se balanceó
hacia atrás y hacia delante, con los brazos sobre la cabeza, entre el repique de las
castañuelas. Echó la cabeza atrás y soltó un siseo, vicioso, apasionado, como un
hermoso animal listo para enzarzarse en fiero combate con el amante, que aún no
había aparecido. Clavó los talones en la tierra endurecida, mirando hacia aquí, hacia
allá, con un gruñido impaciente, y cuando el joven gitano salió al claro volvió a
sisear, fingiendo despreciarlo.
Caminó en círculos, de espaldas a él, y el joven mostró los dientes, haciendo
centellear peligrosamente sus ojos pardos, mientras la acechaba como una pantera a
su presa. Su cuerpo alto y esbelto estaba cubierto con unos pantalones de montar
negros, ajustados, y una camisa blanca abierta en el cuello, con largas mangas
fruncidas en el puño. Una vistosa faja roja le ceñía la cintura. Tendría, quizá, veinte
años; el pelo negro, lustroso, le cubría la cabeza en un rico manojo de rizos; sus
facciones eran rudas, dramáticas; la boca, una salvaje herida rosada. Bailó en círculos
alrededor de la muchacha, moviéndose al compás de la música a paso ligero y
musculoso.
Los movimientos de la danza los acercaron hasta donde Brence y yo nos
encontrábamos. Cuando el joven se volvió, con un bramido, me vio y quedó inmóvil,
olvidando la música y la danza. Aquellos ojos oscuros miraron fijamente los míos, y
cuando la chica lo cogió del brazo, intentando atraerlo de nuevo a la danza, él la

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

apartó de un empujón sin siquiera mirarla. La bailarina retrocedió, tambaleándose;


perdido el equilibrio, cayó de espaldas dándose un fuerte golpe. Lo maldijo en voz
alta, pero él no prestó atención. Me miraba con el ceño muy fruncido y las comisuras
de la boca vueltas hacia abajo. Ese rostro había sido más joven, más delgado, la
última vez que nos viéramos. El muchacho hosco se había convertido en un hombre
salvajemente apuesto.
—¿Recuerdas? —preguntó—. ¿La danza? ¿Recuerdas cómo termina?
—Creo que sí.
Y al ver que Brence comenzaba a ponerse tenso, me apresuré a decirle:
—No te preocupes, Brence.
Julio me cogió de la muñeca para atraerme hacia el claro. Me moví al compás de
la música, convirtiéndome en parte de ella, como si mi cuerpo fuera un instrumento
dócil. Era una gitana, toda furia y fuego, atrapada en la danza que había aprendido
tantos años antes. Giré en redondo y mi falda oscura se alzó hasta descubrirme las
rodillas, con un aleteo de volantes. Julio sonrió con fiereza, rondándome. Entretanto,
la gitanita se había levantado de un salto y corría hacia nosotros con las uñas
abiertas. Julio la agarró, gruñendo una maldición entre dientes; le arrebató las
castañuelas de los dedos y la apartó de un empujón. Ella se retiró echándome
miradas venenosas por encima del hombro. Cuando cogí las castañuelas y las ajusté a
mis dedos, sin perder el compás, la multitud aplaudió, convencida de que todo era
parte de la representación.
La música era salvaje y rimbombante; su melodía sensual me atrapaba y pasaba
a formar parte de mí. Julio retrocedió y yo lo seguí balanceando las caderas, haciendo
sonar provocativamente las castañuelas. Se detuvo, gruñó. Eché la cabeza hacia atrás,
con el pelo al viento, agitado sobre el hombro y la mejilla, y zapateé agitando la falda,
recordando con facilidad cada movimiento. Él me volvió la espalda, con los brazos
cruzados sobre el pecho, y yo dancé en círculos a su alrededor, tentándolo, audaz en
mi belleza, consciente de mi poderío. Levantó los ojos, con los dientes al desnudo y
las fosas nasales dilatadas; el deseo comenzaba a hacerle agitarse y le ardió en la
mirada, mientras yo, sonriente, seguía girando.
Bailé la danza del amor, ejecutando cada movimiento con tanta destreza como
en el pasado; sin embargo, ahora los comprendía y daba a cada uno su verdadero
significado. La recatada joven del vestido sofisticado se convirtió en una criatura
seductora, pues yo no bailaba para Julio, sino para Brence; para Brence sonreía,
diciéndole con mi danza lo que no podía decirle con palabras. Julio se acercó a mí y
abrazó mi cintura con sus brazos; los dos nos mecimos a la par. Me arqueé hacia
atrás, sostenida por aquellos brazos, hacia la izquierda, hacia la derecha; mi cuerpo
laxo, líquido, se fundió con la música. Él me soltó y me alejé girando, cada ver más
rápida, perseguida por él. Al fin me estrechó contra sí en un abrazo apasionado y la
música concluyó abruptamente.
La multitud aplaudió con vigor. Julio me soltó, con su antigua sonrisa
arrogante, todo superioridad masculina.
—Serías buena como gitana, hermanita —dijo, mirándome de arriba abajo—.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Tienes fuego dentro. Con la práctica serías una buena gitana, una buena compañera.
En seguida cogió un viejo sombrero de fieltro y comenzó a recorrer el círculo de
gente para recoger monedas, demasiado endiosado para seguir conversando con una
simple mujer. Me quité las castañuelas y se las entregué a uno de los guitarristas. Él
sonrió ampliamente, con un gesto de aprobación.
Después de arreglarme el vestido y el pelo me reuní con Brence.
—Lo has hecho bastante bien —comentó, con expresión evasiva.
—Antes sabía todos los bailes.
—¿Nos marchamos ya?
—Creo que sí. Ya he visto a mis amigos y… nunca se puede recuperar lo
pasado. Aquí soy una extraña. Supongo que entonces también lo era, pero se
mostraban muy amables conmigo.
Me sentía preocupada al alejarnos de la feria. Durante unos minutos, atrapada
en la magia de la música y el movimiento, me había encontrado viva y palpitante;
pero ahora sentía una extraña relajación. Brence seguía silencioso y remoto, con lo
cual no me ayudaba en nada. ¿Se encontraba complacido, disgustado, sorprendido?
No había forma de saberlo. Miles de estrellas distantes parpadeaban como
fragmentos diamantinos sobre el cielo negro y calmoso a cada lado de la carretera
solitaria, los campos tenían el color del peltre sucio. Al pasar cerca del borde de los
acantilados pude ver el océano y oír el choque de las olas contra las rocas, mucho
más abajo.
Pensé en lo que Inés me había dicho, intentando recordar las palabras exactas.
Tendría que viajar a muchos países, había dicho. Como diplomático, Brence bien
podía viajar mucho; y yo, su mujer, lo acompañaría sin duda. Conocería a muchos
hombres, pero siempre habría uno, el único. El único sería Brence, por supuesto, y los
otros… los otros serían diplomáticos y embajadores que yo conocería al cumplir mis
obligaciones de anfitriona oficial. La fama y la gloria llegarían cuando Brence
alcanzara el pináculo de su carrera, y las riquezas serían parte de ella. El dolor…
Quizá se refiriera a que habría una serie de demoras o desilusiones, y que yo debería
ser fuerte para darle aliento.
Perdida en mis pensamientos, me sorprendí al ver Graystone Manor hacia
delante. Una lámpara ardía en la planta baja, convirtiendo las ventanas en cuadros de
oro amarillo. Fanny debía esperarme levantada, afligida, incapaz de dormid mientras
yo no estuviera a salvo en la casa. Brence tiró suavemente de las riendas y detuvo el
carruaje frente al portón. No había dicho una sola palabra desde que abandonáramos
la feria; tampoco lo hizo en ese momento. Bajó del carruaje y estiró los brazos para
cogerme por la cintura con manos fuertes y ayudarme a bajar. El portón crujió
ruidosamente cuando él lo abrió, despertando ecos en el silencio según nos
acercábamos juntos a la casa.
Cuando llegamos a la puerta, Brence se volvió para mirarme. Su rostro era todo
sombras y planos bajo la luz de la luna; tensos los pómulos, ligeramente
entreabiertos los labios. Estaba tan próximo, era tan alto, tan apuesto, que sentí un
vacío doloroso en mi interior bajo su mirada; con el correr de los segundos, el dolor

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

se tornó insoportable. ¿Me cogería al fin en sus brazos? ¿Me besaría por fin,
diciéndome todas las cosas que yo tanto deseaba oír? Las hojas susurraban en la
brisa. Los rayos de la luna, mezclados con las sombras, pintaban diseños bailarines
en el suelo.
Brence, con un suspiro, alargó una mano para apartarme un mechón suelto de
la mejilla.
—Eres increíblemente encantadora, Mary Ellen. No sé si tienes idea de lo
hermosa que eres.
Su voz era suave, melodiosa, levemente ronca. Yo permanecí muy quieta,
apenas capaz de respirar, pero temblaba por dentro. Brence sujetó mis hombros
desnudos, apretando mi carne con una suave presión.
—Encantadora —dijo—, sin mácula. Tan inocente, y sin embargo tan sabia, tan
ansiosa.
Sus dedos aumentaron la presión. Inclinó suavemente la cabeza para
estudiarme como un experto podría estudiar una inapreciable obra de arte. Yo miré
aquellos ojos oscuros, centelleantes, esperando, con deseos de hablar, pero incapaz
de decir una sola palabra.
—¿Seré yo el elegido? —musitó—. La tentación es fuerte. ¿He de ser el canalla
que satisfaga sus instintos, o el caballero que quisiera ser, el que se marcha antes de
que sea demasiado tarde?
Contuve el aliento, y el instante que siguió pareció prolongarse una eternidad.
Al fin, con un suspiro, dio a mis hombros un doloroso apretón antes de soltarme.
—Hay cosas que debemos aclarar, pero esta noche no. Debes estar muy
cansada. Será mejor que me marche.
Yo seguía sin poder hablar. Brence sonrió.
—Mañana, Mary Ellen —dijo.
Hablaba en voz baja, con ese tono suave, sordo, que tanto se parecía a la
música, que tan persuasivo podía ser. Mañana. Mientras lo observaba dirigirse hacia
el carruaje, me pregunté si podría soportar la espera hasta que llegara el día de
mañana.

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Capítulo VIII

Dejamos nuestro caballo y el carruaje a la sombra de los árboles y echamos a


andar por el páramo gris pardusco. Caminábamos lentamente por el suelo en
pendiente, escalando alguna que otra roca, grandes piedras grises apenas veteadas
de verde y bronce. El césped corto y duro susurraba ante la leve brisa; el cielo se
arqueaba en un azul infinito, claro y puro. Al olor picante de la sal se mezclaban los
del páramo, a tierra húmeda y polvo, a roca, raíces y hierbas. El paisaje era salvaje,
primitivo; su grandeza nos rodeaba como si fuera a engullirnos.
—¿A qué distancia está esa cascada secreta? —inquirió.
—Al menos una milla más. Hay un valle pequeño alimentado por la vertiente, y
allí él césped es más verde. Tiene riberas musgosas cubiertas por pequeñas flores
silvestres y grandes rocas grises, mucho mayores que éstas. La cascada no es muy
grande, pero es preciosa.
—Estás muy ligada a estos páramos, ¿verdad?
—Los amo. Es como si… como si me hablaran. Siento deseos de bailar. Tal vez
pienses que es una tontería.
—Pienso que es una delicia. Nunca dejas de sorprenderme, Mary Ellen. A veces
me pregunto cuál será tu forma definitiva.
—¿Qué quieres decir?
—Eres arcilla, querida mía. Una hermosa arcilla, maleable, que aún no está del
todo formada, que no se ha horneado en el fuego de la vida. A veces te muestras
inocente, llena de expectativas, muy joven y vulnerable; otras veces triste, seria, más
sabia de lo que corresponde a tu edad. La mujer está ahí, dentro de la niña, y tengo la
sensación de que será una criatura magnífica.
—¿De veras?
—Anoche la vislumbré mientras bailabas.
—Ésa no era yo, en realidad. Era música, clima y la representación de un papel.
—Lo representaste bien. Estuviste soberbia.
—Gracias.
—Me habías dicho que bailabas, pero nunca imaginé que lo hicieras tan bien.
—Lo de anoche no fue bailar. Es decir, no era ballet. Las danzas gitanas son un
puro entretenimiento. Lo que me gusta es el ballet. Tantos años de estudio…
Hice una pausa al recordar el sudor, los músculos doloridos, el punzante
sufrimiento requerido para que un movimiento ligero y gracioso lo parezca.
—Estabas decidida a estudiar en Londres con esa rusa, ¿verdad? ¿Cómo se
llamaba?
—Madame Olga. La posibilidad de estudiar con ella significa… significa todo.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Acepta sólo a unas pocas alumnas, y sólo entre las que ya han hecho grandes
progresos. Nunca habría aceptado si Giovanni no le hubiera escrito
recomendándome. El ballet iba a ser toda mi vida.
—¿Iba a serlo?
—Hasta que te conocí.
—Hasta que me conociste —repitió él, con voz tranquila y reflexiva.
Se mostraba tan agradable, atento y afectuoso como siempre; sin embargo, yo
sentía una tensión que jamás antes había percibido en él. Algo en la postura de su
mandíbula, en la tensa curva de su boca, sugería una férrea determinación y, al
mismo tiempo, una curiosa resistencia. Yo estaba segura de que él se declararía ese
mismo día; iba a pedirme que casara con él, y eso no era fácil para un hombre como
Brence Stephens.
Caminaba a mi lado con pasos largos y fáciles, calzado con un par de brillantes
botas negras hasta la rodilla; vestía pantalones de montar ajustados, negros también,
y una camisa de seda blanca, suelta y abierta en el cuello, de largas mangas que se
henchían ligeramente ante la brisa. Su pelo flotaba al viento, mientras los ojos pardos,
melancólicos, contemplaban visiones interiores que sólo yo podía adivinar.
Caminamos en silencio durante varios minutos, descendiendo por otra leve
pendiente. Al aproximarnos a las vertientes subterráneas, el césped comenzó a
perder su color azul grisáceo para tornarse poco a poco de un tono jade polvoriento.
El suelo se hizo más suave y esponjoso bajo nuestros pies; ahora había más cantos
rodados, enormes piedras de formas diversas. Empezaban a aparecer manchones de
flores silvestres, azules, purpúreas o blancas. Era un sitio extraño y misterioso, que
gozaba de un hechizo especial. Me parecía ver los espíritus de los druidas que en
otros tiempos habían habitado allí, como si nos miraran pasar, espectadores
invisibles que susurraban sus secretos.
Yo vestía de azul oscuro, con falda amplia que se henchía al viento, revelando
brevemente los volados blancos de mis enaguas; el pelo me caía sobre los hombros en
ondas sueltas. Me sentía llena de una embriagadora expectativa, pero también de
aprensión. ¿Y si lo desilusionaba cuando, por fin, me tomara en sus brazos para
besarme? ¿Y si me encontraba torpe y vulgar? A pesar de todas mis lecturas
mundanas, carecía de toda experiencia y sabía muy poco de esos asuntos. Me
hubiera gustado ser en verdad la seductora de la danza y no una muchachita
nerviosa, insegura de sí misma.
—Tu doncella parecía preocupada cuando fui a buscarte —comentó Brence.
—Sí. Mañana marchará a Devon y le cuesta dejarme sola.
—¿Sí?
—No pensaba reunirse con su hermana hasta… hasta que todo estuviera
solucionado, pero ha recibido otra carta. Su hermana va a hacer un corto viaje y
quiere que Fanny vaya antes para que se cuide de la casa. Fanny no quería ir, pero yo
le he insistido. No hay motivos para que se quede.
—De modo que estarás sola en la casa.
—Al menos otras tres semanas. Después Chapman ejecutará la hipoteca y todos

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

los muebles serán vendidos en pública subasta. No sé… no sé qué voy a hacer
entonces.
—No tienes por qué preocuparte, Mary Ellen.
Ya lo había dicho una vez, y era reconfortante. Brence se haría cargo de mí. Poco
importaba que se vendiera la casa, que los muebles fueran a manos extrañas. Nos
iríamos de Cornwall para compartir un futuro brillante. El pensamiento me llenaba
de regocijo; sentí esa gloriosa oleada de felicidad, que me resplandecía por dentro,
reverberando, aturdiéndome. Rodeada por rocas tan grandes como casas, abrí la
marcha por el sendero angosto que serpenteaba entre ellas, seguida por el paciente
Brence. El agua, al estrellarse contra el suelo, despertaba ecos entre las piedras; el
lugar olía a lodo y musgo. El arroyo era una cinta de planta centelleante que aparecía
para volver a desaparecer. Lo divisábamos de vez en cuando, en tanto seguíamos el
sendero que al fin desembocó en el pequeño claro, tan fresco en mi memoria. Una
angosta cascada bajaba serpenteando por la faz de una áspera roca gris, dividida en
tres pequeños arroyos que caían en un estanque de riberas musgosas. Un roble
extendía su sombra sobre el suelo, donde las flores silvestres purpúreas crecían en
profusión.
—Conque ésta es la famosa cascada —observó Brence.
—Te advertí que no era grande. Pero es encantadora.
—Es encantadora, sí —dijo, pero no estaba mirando la cascada.
—Yo solía venir cuando niña. Me sentaba en aquella roca, junto al estanque, y
me perdía en fantasías.
—¿Qué soñabas?
—Soñaba que era parte de algo. Soñaba que todo el mundo me apreciaba, que
era bonita y no fea, que tenía padres amorosos y respetables y un lugar definido en el
plan del mundo.
—Habrás sido una niña triste.
—Triste no, al menos no mucho. Desafiante, batalladora, orgullosa,
especialmente cuando los chicos me perseguían. Mi tía me tenía un extraordinario
afecto, y por eso no me reprimía demasiado. Me dejó vagar libremente, con mucha
independencia.
Avancé hasta la roca plana junto al agua y allí me senté, desplegando mi falda
azul. Brence se detuvo a mi espalda y yo me esforcé en no temblar; mi nuca quedaba
a la altura del su pecho. Él me apoyó las manos en los hombros, oprimiéndome
levemente la piel. Nuestras imágenes se reflejaban en el estanque, plateadas,
estremecidas, distorsionadas por las ondas. Pasaron varios segundos en silencio; al
fin Brence me alzó la cabellera para acariciar mi cuello.
—¿Y en qué piensas ahora? —murmuró.
—Yo… preferiría no decirlo.
—Estás temblando.
—No puedo evitarlo. Me gustaría ser mayor, no sentirme tan… tan nerviosa.
—No tienes por qué estar nerviosa, Mary Ellen.
—Lo sé.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Qué criatura tan adorable eres. Niña, mujer, una hechicera combinación de
las dos. En cuanto puse en ti los ojos comprendí que esto iba a ocurrir. Me he
esforzado mucho por no enamorarme de ti.
Seguía acariciándome la nuca. Una deliciosa languidez empezó a henchirse en
mi interior, esparciéndose por mi ser con una sensación de escozor, un glorioso
tormento que crecía cada vez más.
—No quería enamorarme de ti. De momento no hay lugar para el amor en mi
vida. Debo alcanzar muchas cosas, y todo compromiso sería sólo una distracción. Me
he resistido. He tratado de negarlo. Pero me tienes embrujado, Mary Ellen.
Contemplé los reflejos temblorosos en el agua, escuchando aquella voz
profunda y melodiosa que parecía acariciarme al igual que sus manos; me volví para
mirarlo a los ojos. Estaban sombríos, ardientes de deseo, de calor. Entreabrió los
labios, curvándolos en una adorable sonrisa, y me alzó para abrazarme. ¡Cuántas
veces había soñado yo ese momento!
—Debí haber abandonado Cornwall inmediatamente —dijo—. Debí
comprender lo que ocurriría. Te amo. Nunca he estado enamorado hasta ahora. He
tenido muchas mujeres y disfrutado de cada una, pero ninguna de ellas significó
nada para mí. Eran simples entretenimientos. Ojalá lo fueras tú también.
Sus brazos me rodearon la cintura, apretándome suavemente contra él; me miró
a los ojos, con la cabeza inclinada a un lado. Fue como si mi corazón dejara de latir, y
la languidez interior se convirtió en dolor, en un tormento insoportablemente dulce.
Apoyé las palmas en sus hombros y lo miré, conteniendo el aliento, temerosa de
respirar, por si la realidad se disolviera en un borrón difuso y yo, al despertar,
descubriera que también aquello era un sueño.
—Te amo, Mary Ellen. Nunca pensé que pudiera pronunciar estas palabras.
—Yo… las estaba esperando.
—Si no fueras tan joven, tan vulnerable… Nunca has estado con un hombre,
¿verdad?
Sacudí la cabeza.
—Por supuesto que no. Tal vez ni siquiera te han besado.
—En realidad, no. Los muchachos que iban a la academia de baile solían
llevarme a los jardines y… uno de ellos quiso besarme en cierta ocasión, pero no se lo
permití.
—¿A que le diste una bofetada?
—Violenta —dije.
Brence rió entre dientes y suspiró; en seguida sus brazos me estrecharon más y
se inclinó hasta que sus labios rozaron casi los míos.
—Me alegra ser el primero —murmuró.
Su boca abrió la mía, húmeda, firme, acariciante al principio; las pieles se
rozaban con una suave presión. Incliné la cabeza hacia atrás y él me sostuvo por la
cintura con un sola brazo. Sus labios apretaron los míos, investigadores, exigiendo
respuesta. Mientras el dolor se extendía hasta la médula de mis huesos, estallando en
sensaciones, deslizó los brazos por la espalda; mis manos frotaron la seda suave,

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

sintiendo la piel caliente bajo la seda, y descansaron en sus hombros, para aferrarse
desesperadamente cuando él me entreabrió los labios con los suyos. Creí ahogarme
en sensaciones, en tanto él prolongaba la espléndida tortura.
Retiró la cabeza. Me sentí mareada y sin duda hubiera caído si él no me hubiera
sujetado. Sonriente, ardientes los ojos pardos oscurecidos por el deseo, me besó en
los hombros, en la curva del cuello, mientras yo trataba de dominar la respiración,
con ganas de gritar ante las arrebatadoras sensaciones que me poseían. Brence cayó
de rodillas, arrastrándome consigo, recostándome sobre el musgo de la ribera. El
chapoteo de la cascada era como una música brillante, y la esencia de las flores
silvestres actuaba cómo un perfume embriagador; él deslizó las manos bajo mi
corpiño, haciéndole resbalar por mi cuerpo hasta descubrirme los pechos. Los
encerró entre sus dedos acariciándolos.
Me puse tensa. A pesar de mí misma, de mi deseo, me puse rígida, súbitamente
poseída por el temor ancestral nacido con toda mujer. Traté de incorporarme y grité,
pero él me sostuvo contra el suelo y ahogó mis gritos con sus labios, besándome con
una urgencia que pasó a mí, se hizo mía. Me abracé a él, temblando bajo su cuerpo en
tanto sus manos me levantaban las faldas. Se incorporó sobre un codo para
desabrocharse sus ropas; en seguida puso sus rodillas entre mis piernas y me las
apartó suavemente.
—Te dolerá, Mary Ellen. Sólo un poquito.
—Pero yo… yo no quería…
El impacto de su posesión me hizo reaccionar; luché salvajemente, pero en
vano. Él me sujetaba contra el suelo con el peso de su cuerpo, profundizando en mí
hasta hallar la membrana resistente; la atravesó con un empuje brutal que me arrancó
un grito. El dolor ardió por un momento tan sólo, para fundirse en seguida,
inexplicablemente, en un placer que yo nunca había imaginado. Mi carne era
terciopelo que se deshilaba suavemente ante ese duro calor que acariciaba y llenaba,
elevándome hasta un increíble reino de sensaciones. Me alcé en espiral hasta alturas
vertiginosas, cada nivel más regocijante que el anterior, y entonces, durante un
instante, pendí en suspenso, aferrada a él en loca desesperación. Nos balanceamos en
el espacio y al fin caímos en un vacío de éxtasis deslumbrador.
Brence se mostró silencioso y remoto durante el regreso por el camino solitario
hacia Graystone Manor. El carruaje rodaba velozmente al paso que le imprimía el
caballo. Yo también permanecía en silencio, con un ramo de flores purpúreas sobre el
regazo. Mi falda azul estaba manchada de musgo, al igual que las enaguas, y aún
sentía el resplandor que sobreviene al amor. Brence me había poseído por segunda
vez sin que sintiera dolor, sólo placer. Gentil, considerado y tierno, había besado mi
cuerpo todo. Tan sólo al cruzar caminando los páramos se había encerrado en sí
mismo.
Esas distracciones eran sólo parte de su temperamento, algo con lo que yo debía
aprender a vivir. En contraste con ellas, su encanto, su atractiva sonrisa y su ternura
resultaban más efectivas. Yo jugaba con las flores silvestres, pensando en lo ocurrido.
Al fin acababa de cruzar el último umbral hacia mi condición de mujer, y la niña

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

quedaba atrás para siempre. Sentía una nueva sabiduría, una nueva madurez; nunca
más volvería a ver las cosas del mismo modo. Mi amor por Brence era aún más
fuerte, parte integral de mí; la alegría interior, una centelleante belleza.
Un jinete apareció a lo lejos, cabalgando hacia nosotros. Al acercarse reconocí la
chaqueta de lana y el pelo rojo bronceado. John Chapman apartó su caballo a un lado
del camino y se detuvo para vernos llegar. Su rostro era una máscara brutal y sus
ojos verdes grisáceos relampaguearon a nuestro paso. Brence simuló no haberlo
visto.
En cuanto a mí, no tardé en apartarlo de mis pensamientos. No tenía
importancia. Yo iba a casarme con Brence Stephens. Aunque no me lo había pedido
esa tarde, como yo esperaba, aquello me parecía una simple formalidad después de
la intimidad que habíamos compartido.

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Capítulo IX

Los jardines estaban descuidados y llenos de maleza, pero aún había rosas en
profusión: grandes, aterciopeladas, cuyo color tenía un leve matiz dorado; otras
blancas, pálidas y encantadoras. Elegí las de tallos más largos y les quité todas las
espinas antes de colocarlas en el cesto ancho y poco profundo que colgaba de mi
brazo. Tenía la sensación de que ese día iba a ser muy especial, y deseaba que todo
fuera perfecto. Un florero con rosas daría más vida a la sala. Estaba segura de que esa
jornada sería inolvidable durante el resto de mi vida; la ocasión merecía un ambiente
apropiado.
Habían pasado quince días desde la tarde en los páramos sin que Brence
hablara una sola vez de casamiento; sin embargo, en los últimos días se mostraba
inquieto, desacostumbradamente hosco, cavilante. La noche anterior, antes de
marcharse, me había mirado un largo rato, como si estuviera tratando de tomar
alguna decisión; al fin, con un suspiro, dijo que vendría al día siguiente a primera
hora de la tarde. Yo sabía que faltaba muy poco para su partida de Cornwall; había
tiempo suficiente para casarnos y gozar de una breve luna de miel en Londres antes
de que él asumiera su puesto en Alemania para iniciar su carrera diplomática.
En mi corazón ya estábamos casados. Ausente Fanny, Brence venía a la casa
todos los días, trayendo comida y vino. Ya no vagábamos por el campo, explorando.
A excepción de algún paseo por la playa cercana, permanecíamos puertas adentro.
Yo preparaba la comida que él traía y comíamos, conversando. Después, al caer la
tarde, subíamos a mi habitación para hacer el amor hasta que la luna entraba por las
ventanas y el frío aire de la noche agitaba las cortinas. Yo atesoraba cada contacto,
cada caricia, y las devolvía con un fervor comparable al suyo.
No parecía posible que mi amor por él pudiera aumentar, pero así era. Cada día
era más fuerte, más intenso, hasta que sólo ese feliz sentimiento dominaba mis
momentos de vela, para convertirse en sueños gloriosos cuando dormía. Pertenecía a
él en cuerpo y alma, así como él me pertenecía. Era maravilloso mirarlo,
simplemente, mientras permanecía sentado en la sala, con la frente partida por una
arruga, y maravilloso borrarle el ceño con la punta de los dedos y acariciarle la
mejilla, deslizar el pulgar por la suave curva del labio inferior, para levantarle el
ánimo y alejar sus demonios con una habilidad que me era natural.
Y era maravilloso quedarme en sus brazos después de hacer el amor,
contemplar los rayos de la luna, que trazaban diseños plateados en el cielo raso, y
sentir que esos brazos fuertes me estrechaban; posar la mejilla en su pecho y oír el
latido de su corazón, y regodearme en su calor, en el olor de su piel, sudor y pelo.
Cuando la habitación se refrescaba, cuando las cortinas se henchían como velas de

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

seda, ¡qué delicia deslizar las uñas sobre sus costillas desnudas, suavemente, y sentir
que se agitaba, verlo sonreír perezosamente antes de volverse para poseerme una vez
más, conducirme al paraíso que los dos compartíamos y seguiríamos compartiendo
durante el resto de nuestra vida!
¡Qué perdida, qué sola quedaba cuando al fin él se deslizaba de la cama para
vestirse! El amor significaba todo para mí, pero en mi nueva sabiduría comprendía
que para los hombres era algo distinto. Los hombres se ocupaban de ganarse la vida,
de hacerse famosos, de lograr el éxito; para ellos el amor era una entidad aparte que
sólo se debía saborear cuando el tiempo lo permitiera. Comprendía que Brence
estaba preocupado por su nueva carrera, y que ella tendría siempre la prioridad. Lo
comprendía y lo aceptaba. Yo estaría allí para ayudarle, para darle aliento, y cuanto
necesitara la distracción del amor le abriría mis brazos y durante un rato le haría
olvidar todo lo demás.
Colmado el cesto de rosas, guardé las tijeras en el bolsillo de mi falda y entré en
la casa. El vestíbulo parecía triste y desnudo, despojado de todos sus adornos. Había
desaparecido la gran mesa Sheraton, así como la alfombra Aubusson azul y gris con
diseños florales rosados. Todos los objetos finos habían sido vendidos para costear
mis estudios y mis lecciones de ballet, además de parte del magnífico guardarropa
que haría morir de envidia a las otras chicas. El guardarropa, mis libros y unos pocos
efectos personales: eso sería todo lo que llevaría conmigo.
John Chapman subastaría el resto del mobiliario y vendería la casa. No
importaba. Yo había crecido allí, en Cornwall, y lo amaba, pero ya era parte del
pasado. Difícilmente volvería alguna vez. Brence y yo viajaríamos por toda Europa,
de un lugar exótico a otro. Habría tiempos duros también, como Inés lo había
predicho, pero los salvaríamos juntos.
Dejé las tijeras en el cuartito contiguo a la cocina, que siempre olía a cerrado,
cogí un florero azul y coloqué las rosas en él para llevarlas al recibidor. Las maderas
de las ventanas seguían abiertas, permitiendo la entrada de ondulantes rayos de sol.
La repisa de mármol blanco estaba bien pulida. Aunque la pana del sofá azul estaba
gastada y la mesita de caoba había perdido parte de su barniz, los sillones floreados
aún tenían buen aspecto y el espejo ovalado, con su marco de oro, añadía un toque
de elegancia. Coloqué el florero con las rosas en la mesita y volví a acomodarlas,
rozando apenas los pétalos aterciopelados.
Ya eran más de las doce y Brence llegaría muy pronto. ¿Cómo se expresaría?
¿Qué iba a decir? Tal vez se mostraría frío y práctico; tal vez me cogiera en sus brazos
para mirarme intensamente a los ojos y decirme que ya había hecho todos los
preparativos e indicarme que comenzara a preparar mis maletas. Perdida en
delicadas especulaciones permanecí junto a la mesita acariciando las rosas. De
pronto, al contemplarme en el espejo, noté que aún llevaba puesto el vestido de la
mañana.
Corrí a mi dormitorio y abrí el ropero para examinar la profusión de vestidos
que allí colgaban. ¿Cuál debía ponerme? Pasé varios minutos sin decidirme,
rechazando uno y otro; al fin, sonriendo, cogí el vestido de algodón color de fucsia

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

que llevaba cuando nos conocimos. No era demasiado elegante, pero a él le había
encantado… Parecía que hubiera pasado mucho tiempo desde entonces.
Extendí el vestido sobre la cama y me quité el que llevaba puesto; en enaguas
me senté ante el tocador para cepillarme el pelo hasta que brilló con reflejos azules.
Finalmente, satisfecha, apliqué un toque de perfume sutil tras el lóbulo de las orejas y
en el seno; en seguida me vestí. Una vez frente al espejo, me ajusté el corpiño, deslicé
las manos por la cintura ceñida y alisé la falda sobre mis enaguas preguntándome si
él recordaría ese vestido.
Al salir de la habitación oí que su carruaje se aproximaba a la casa y sonreí,
sintiendo el entusiasmo familiar. Comencé a descender las escaleras, pero de pronto,
a mitad de camino, fue como si las rodillas cedieran, tuve que agarrarme a la baranda
para no perder el equilibrio. Todo se estremeció ante mis ojos, borroso, girando, y
sentí un leve zumbido en la cabeza. No podía respirar bien; mi pulso saltaba. Eran los
nervios. Jamás en mi vida me había sentido tan nerviosa. Me asaltaban dudas
terribles y tuve un momento de verdadero pánico, aferrada a la baranda con tanta
fuerza que los nudillos se me pusieron blancos.
Cuando el carruaje se detuvo, oí sus pasos que subían por el sendero. El pánico
me tenía en sus garras, petrificada, incapaz de moverme, y Brence estaba llamando a
la puerta de entrada. Pasaron unos segundos. Al fin cesó el zumbido, desapareció el
mareo. Tomé aliento, solté la baranda y seguí bajando la escalera, ya compuesta,
dejando atrás ese momento terrible. Abrí la puerta y él entró. Llevaba su traje azul
marino y una larga capa de viaje, cuyo ruedo rozaba el suelo.
Lo cogí del brazo sonriendo; iba a ponerme de puntillas para besarlo, pero su
expresión me contuvo. Tenía la boca rígida en las comisuras, el ceño fruncido y los
ojos oscuros, decididos, como si tuviera una desagradable tarea que realizar.
—Llegas temprano —dije en tono ligero—. Acabo de vestirme.
Di un paso atrás y giré en redondo, exhibiendo el vestido. Si lo reconoció, no
dio muestras de ello. ¿Por qué llevaba puesta la capa? Nunca lo había visto con ella.
¿Por qué estaba tan ceñudo? Sentí un estremecimiento de alarma, una leve
conmoción, pero me negué a prestarle atención.
—Veo que no has traído comida —comenté—. No importa. En la alacena
tenemos bastante.
Me dirigí hacia el salón sintiéndome exaltada y tratando de acallar ese
estremecimiento interior.
Más tarde preparé una tortilla.
—No sé cocinar en realidad, porque en la academia no nos enseñaron, pero
Fanny me dijo cómo se preparan las tortillas. ¿Verdad que estas rosas son divinas?
Las he cortado esta mañana. Quería que todo estuviera bonito porque… porque sé
que hoy será un día especial y…
Me interrumpí en seco, incapaz de mantener la ficción… Él seguía en medio de
la habitación, con la capa echada hacia atrás y la boca convertida en una línea
cerrada. Le volví la espalda, rogando que no fuera eso, pidiéndolo con todo mi
fervor.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Tengo que decirte algo —pronunció.


Yo lo sabía. Yo lo sabía, y no me sentía capaz de soportarlo.
—Iba a escribirte una carta. Pensé enviarla después de marcharme, pero no
pude. He tenido que venir en persona. Preferiría enfrentarme a un pelotón de
fusilamiento, pero he tenido que venir.
Me volví para mirarlo. ¿Por qué sentía esa calma terrible que era como una
especie de muerte?
—Te vas —dije.
—El tren sale a las tres. Ya tengo las maletas en el carruaje.
—Comprendo.
—Lo siento, Mary Ellen. No quería que las cosas ocurrieran así. Dios sabe que
no quería. Te he causado un mal terrible y lo lamentaré durante el resto de mi vida.
—¿De veras?
Mi voz parecía que viniera de otra persona.
—Me enamoré de ti, Mary Ellen. Contra mi voluntad, me enamoré de ti con
sólo verte. Debí haberme marchado en cuanto comprendí lo que ocurría, pero no lo
hice. Ojalá le hubiera hecho.
El sol todavía brillaba a través de los cristales, pero ya no era tan límpido como
antes. Las cortinas se agitaron movidas por una ráfaga de viento que arrancó pétalos
de las rosas, formando un montón aterciopelado alrededor del florero azul.
—Creí que ibas a casarte conmigo —dije.
—Lo siento.
—Creí que ibas a casarte conmigo y que me sacarías de aquí. Que viviríamos
felices para siempre. Lo creía, de veras. ¡Qué tonta he sido, qué tonta!
—Mary Ellen…
—Te amaba, Brence, ¡cuánto te amaba!
Él arrugó el ceño, incómodo, ansiando terminar y retirarse. Otra ráfaga hizo que
las cortinas flotaran hacia dentro. La luz seguía muriendo y el cielo azul se iba
tornando suavemente gris, lleno de nubes crecientes. Me acerqué a las ventanas para
entornar sus maderas.
—Vamos a tener tormenta —dije—. Nunca has visto nuestras famosas
tormentas de Cornwall. Salen de la nada, sin avisar, y a veces son terribles.
—Tengo que hacerlo, Mary Ellen. Debo pensar en mi carrera. Casarme
contigo…
Arrugó la frente y dejó la frase sin terminar.
—Casarte conmigo sería ponerla en peligro —dije—. Cuando escojas una novia
será muy adecuada, muy aristocrática y también muy rica, si es posible. ¿No es
cierto? No es cuestión de casarse con la hija bastarda de un gitano. Nada de eso.
Comprendo, Brence.
—Ojalá no fueran así las cosas. Ojalá…
—Por favor. Vete. Vete sin hablar más.
Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un gran sobre.
—Iba a mandarte esto junto con la carta. Aquí tienes dinero suficiente como

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

para mantenerte durante un año. Puedes instalarte en alguna casita modesta.


Encontrarás a algún joven bueno, te casarás, tendrás hijos y olvidarás por completo
este verano.
—No lo crees así, ¿verdad?
—Toma el dinero, Mary Ellen.
—No debería hacerlo. Debería tirártelo a la cara, Brence; pero me parece que me
lo he ganado.
Brence no contestó una palabra. Dejó el sobre en la mesita, junto al florero, y se
arregló los pliegues de la capa sobre los hombros. Cuando se volvió a mirarme tenía
la piel muy tensa sobre los pómulos; sus ojos estaban llenos de pena.
—Adiós, Mary Ellen —dijo serenamente.
No me moví. Brence vaciló apenas un momento. En seguida salió a paso rápido
de la sala, con la capa flotando tras él. Sus botas resonaron en el piso del vestíbulo. Oí
cómo abría la puerta de la calle y la cerraba tras él. Le oí alejarse en el carruaje,
escapar para siempre de mi vida. Me senté en el sofá, observando la oscuridad que
invadía la habitación con la proximidad de la tormenta. Quería llorar, pero no pude.
¿Por qué no podía llorar? Pedí a Dios que vinieran las lágrimas.
Pasó el tiempo; la luz solar desapareció por completo y hubo un rumor de
truenos en la distancia. Los colores se fundieron en gris y la habitación se puso más
oscura. Y yo seguí sentada allí, incapaz de sentir la angustia, completamente
adormecida por dentro. Brence había huido. Jamás volvería a verlo. Nunca volvería a
cogerme en sus brazos, a estrecharme en ellos, ni a sonreír, ni a besarme con ternura
mientras yo le rodeaba los hombros, debilitada por el amor. Se había ido. Ya no
estaba. No podía ser cierto. Era insoportable. Ya despertaría. Esa terrible pesadilla
pasaría y todo quedaría normalizado.
Perdí la noción del tiempo. Los truenos se oyeron más cerca y las ventanas se
agitaron con violencia. Pronto se estrellarían las primeras gotas contra los cristales.
Brence estaría ya hace rato en su tren, relajándose para comenzar una nueva vida. Y
yo quedaba sola. Sola. No había nadie. Era insoportable, y yo lo sabía. No podía
continuar así. Los truenos retumbaban, el viento aullaba en torno a la casa. Y de
pronto se sintió la calma terrorífica, la calma que preludiaba una tormenta atroz.
Entonces pude oír el relincho de un caballo en aguda protesta y unos pasos que
subían por el sendero. Me levanté sorprendida. Tras mirar por la ventana me sentí
invadida por la alegría, y corrí al vestíbulo, intentando contener las lágrimas. Él había
regresado, incapaz de irse, sin poder abandonarme. No podía abandonarme porque
me amaba. Se abrió la puerta de entrada. Estaba dispuesta a deshacerme en lágrimas
y a arrojarme a sus brazos.
—Brence —susurré—. Brence.
John Chapman dio un paso hacia dentro y cerró la puerta a sus espaldas. El
vestíbulo estaba en penumbra, pero vi su cara y la expresión de aquellos ojos de color
verde grisáceo.
—Ha huido —dijo Chapman—. Yo estaba en la estación por cuestiones de
negocios. Lo vi subir al tren. Tu amante se ha ido.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Usted…
—Al parecer te ha abandonado.
—¡Usted no tiene ningún derecho a venir!
—He venido a hacerme cargo de lo que es mío. He esperado, Mary Ellen. He
esperado demasiado. Te vi con él en el carruaje aquella tarde. Vi tu aspecto y adiviné
lo que había ocurrido. Era evidente en todo tu cuerpo.
—Salga de aquí.
—He visto su carruaje frente a esta casa todas las tardes, todas las noches.
Seguramente te mandó despedir a la doncella para así poder utilizar la casa para
vuestra lujuria. Mejor para él. Se habrá divertido, pero ahora me toca a mí el turno.
Retrocedí y Chapman rió entre dientes, disfrutando de mi miedo. Estalló un
trueno; toda la casa parecía temblar. El viento volvió a aullar, soplando furiosamente.
—La sangre tira —dijo—. Aunque te hayan dado una educación refinada,
aunque te des muchos aires, sigues siendo la hija de tu madre. Stephens lo percibió
inmediatamente, igual que yo.
—Salga de aquí —repetí.
—No, Mary Ellen. La que saldrá eres tú. Te vas mañana al mediodía. Enviaré a
un muchacho con un carro para llevarte a la estación con tus maletas. No sé adónde
irás o qué vas a hacer, pero supongo que sabrás arreglártelas. Siempre podrás
ofrecerte por las calles.
—Usted es un puerco.
—Tenía proyectos para ti, Mary Ellen, proyectos muy hermosos. Habría
solucionado todos tus problemas, pero has querido jugar conmigo, me has tenido
colgado y hecho pasar por tonto. Eso no me gusta.
Gruñó. Su pelo broncíneo mostraba un brillo oscuro; en sus ojos se leía el
apetito de lujuria. Se irguió con las piernas abiertas y los brazos en jarras.
—No me gusta que me utilicen como juguete, Mary Ellen.
Avanzó hacia mí; retrocedí hacia la sala.
—No… no se acerque —le advertí.
—Ya no pareces tan segura de ti misma. Te mostrabas tan altanera y orgullosa…
¿Qué ha ocurrido, Mary Ellen? ¿Tienes miedo?
—No se acerque.
Él se puso a reír. Cruzó la distancia que nos separaba de tres pasos largos y me
agarró por la cintura, apretándome contra su cuerpo. Yo me debatí frenéticamente,
clavándole las uñas en la cara hasta hacerle sangre. Chapman emitió un bramido y
me dio un cruel empujón. Di con las piernas contra el sofá, perdí el equilibrio y caí
sobre los almohadones. Las ventanas repiqueteaban ruidosamente castigadas por el
viento. Chapman se irguió ante mí, respirando agitadamente.
—Mañana te marcharás de aquí —gritó—, pero esta noche me perteneces.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo X

El aire era fresco, claro y vigorizante; el cielo estaba azul brillante sin una sola
nube. El sol se volcaba radiante desde lo alto, convirtiéndose en rayos de plata sobre
el agua, centelleando sobre los acantilados, recortando todo con claridad. Yo
caminaba con cuidado, escogiendo el camino por el borde del barranco.
El muchacho del carro no llegaría hasta dentro de una hora al menos; yo ya
tenía mis maletas preparadas y listas en el vestíbulo. Contenían todas mis ropas, a
excepción del vestido color fucsia. Esa misma mañana, cuando Chapman se marchó,
me quité el vestido. Nunca más hubiera podido ponérmelo. Después de destruirlo
me bañé y froté fuerte mi cuerpo, esforzándome en apartar esa pesadilla de mi
mente. Ya había terminado, era parte del ayer. John Chapman pagaría por ello algún
día. Pero yo no podía perder tiempo pensando en él. Iba a comenzar una vida
totalmente nueva, y ya era otra persona.
Me sentaba bien andar. No podía soportar la casa un momento más. Una vez
listas las maletas, podía regresar con el tiempo justo para encontrarme con el
muchacho que iba a trasladarme a la estación. Esperaría junto al carro mientras él
cargaba las maletas. Jamás volvería a pisar esa casa. Ya no era el hogar donde yo
había crecido, bajo la amorosa vigilancia de tía Meg. Era la casa donde me habían
traicionado, abandonado y violado. Me alegraba partir, pues me habría sido
imposible permanecer en ella un día más.
Sólo mis ropas, mis libros, la acuarela de mi padre y otros pocos objetos
personales saldrían de Cornwall conmigo. Jamás volvería a esa zona de Inglaterra.
Brence Stephens me había proporcionado los medios para huir. No tenía intenciones
de alquilar una casita modesta, ni de buscar a un joven bueno, ni de casarme con él
para parir sus hijos y llevar la vida que se espera de las mujeres aburridas: huecas,
subordinadas, apartadas del mundo que las rodea. Yo había nacido para otras cosas.
Tenía un destino por delante y esperaba cumplirlo.
Land's End surgía del agua hacia delante. Había llegado hasta ese punto
deliberadamente. Tenía que contemplarlo una vez más antes de partir. Caminando
sobre la roca hasta el punto más alejado, me detuve allí, sola, frente al viento, a las
rocas melladas y a las olas tempestuosas. El viento ahuecaba mi falda, levantando
seda y enaguas, arremolinando mis cabellos.
Cedí un poco a mi debilidad. Consentí pensar en Brence, y la angustia, el dolor,
me barrieron como las olas barrían las rocas, amenazando demolerme. Lo amaba,
seguía amándolo. Me había utilizado, me había abandonado, pero el amor seguía
vivo en mí como un constante tormento. ¿Cómo podría seguir viviendo sin él?
¿Cómo enfrentar la vida sin la promesa de sus brazos estrechándome, de sus labios

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

uniéndose a los míos? Brence, Brence, ¿por qué? Jamás podría olvidarlo, jamás me
recuperaría.
Las lágrimas colmaron mis ojos y rodaron por mis mejillas; las dejé fluir
durante varios minutos antes de secarlas. Desde algún lugar recóndito llegó la
fuerza; me endurecí, aferrándome a ese centro duro, mientras obligaba al dolor a que
retrocediera hasta el rincón oscuro donde permanecería para siempre, tensamente
contenido. No pensaba ceder a él ni tampoco renunciar. Iba a sobrevivir, lograría
triunfar. Por Brence Stephens había estado dispuesta a perder mi libertad, a cambiar
mis sueños de gloria por el sueño de amor. Nunca más perdería mi libertad, jamás
dependería de otros para ser feliz. Allí, de pie en el extremo de Land's End, con el
viento agitándome los cabellos y las olas a mis pies, pronuncié esos juramentos.
Me dirigía a Londres para estudiar con Madame Olga. En el sobre había dinero
suficiente para pagar un año de estudios si no lo malgastaba; tendría que
hospedarme en alojamientos baratos y ahorrar todo lo posible. Un año con Madame
Olga sería suficiente. Trabajaría sin cesar, hasta caer agotada, y lograría así
convertirme en la bailarina más famosa de Europa. Sería una figura gloriosa,
encantadora, dotada de una luz especial, y Brence Stephens al verme me recordaría y
me rogaría que fuese suya. Algún día, juré, se invertirían los papeles.
Apreté mi puño, firmemente decidida. Convertiría en realidad ese sueño, y
nada en la tierra podría detenerme.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

LONDRES

1845

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Capítulo XI

Nos reunimos entre bastidores como un ramo de rosas nerviosas, flotantes las
faldas de tul rosado, blanco y rojo. Sarah comentó que aquello de ser una rosa le
parecía más tonto que el diablo, y agregó que, si no había más remedio, hubiera
preferido ser una rosa roja; el blanco no le sentaba en absoluto. Theresa, agachándose
para ajustar las cintas de sus zapatillas de ballet, se quejó de los excesivos tours jetés
que Madame esperaba de nosotros. No le extrañaría si se estrellaba contra la pared de
ladrillos, al otro lado del escenario, y quedaba inválida para toda su vida. Cuando
Jenny comentó que tal vez eso fuera una bendición, Theresa le clavó una mirada
asesina.
—¿Cuánto público tenemos? —preguntó Sarah.
—Lleno total —le informó Theresa—. Las producciones de Madame siempre son
a teatro lleno. Esa vieja bruja bien podría pagarnos una o dos libras.
—Lo hacemos para adquirir experiencia —dijo Jenny—. ¿Cuántas alumnas
tienen la oportunidad de bailar ante el público durante toda una semana de cada
mes?
—Ahí la tenéis —saltó Theresa—. Igual que Mary Ellen, tomándose la danza
tan en serio, con tanta dedicación. Las pantorrillas me están matando y ni siquiera
hemos comenzado todavía. ¡Estas malditas zapatillas no me quedan bien!
Sarah, echando una mirada a su alrededor para asegurarse de que Madame no la
observaba, cruzó rápidamente el escenario vacío y fue a espiar por el agujero del
polvoriento telón de terciopelo. Todas estábamos tensas. Las presentaciones
mensuales provocaban un gran desgaste nervioso, pero comprendíamos que eran
una invalorable experiencia. Madame Olga aceptaba sólo a veinte alumnas por curso,
todas muchachas que ya tenían años de estudios. Las clases se daban en el salón de
ensayos de un teatro, propiedad de Madame, donde todos los meses presentaba un
nuevo ballet, con coreografía propia, para presentar a sus alumnas. Todos los
productores importantes del mundo del ballet inglés asistían a esas representaciones
para buscar nuevos talentos. Así, muchas de las chicas habían firmado contratos para
aparecer con cuerpos importantes. En el Covent Garden, la mitad de cuerpo de baile
estaba compuesto por graduadas en la escuela de Madame Olga. Sarah espió por el
agujero y me hizo señas para que me acercara. Corrí hacia ella, con la falda de tul
rojo flotando como pétalos esmaltados. Ya sabía lo que iba a decirme.
—Allí está —susurró.
—¿Otra vez?
—Segunda fila, al centro, en la misma butaca que ocupaba anoche. No quiere
renunciar, ¿verdad?

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Toqué cuidadosamente el telón y me incliné hacia delante para espiar por el


invisible agujerito. Anthony Duke estaba allí, sin duda, sentado en el lugar que Sarah
había dicho. Lucía un atuendo formal: solapas de satén negro, lustrosas, y una
corbata blanca levemente torcida. Una semisonrisa le jugueteaba en los labios
gruesos, y sus ojos, de color azul oscuro, parecían agitados de malas intenciones.
Estaba repantigado en su asiento, jugando con su programa, completamente en paz,
y exudaba un aura de orgullosa confianza.
Los músicos empezaban a ocupar el foso. Mientras Sarah y yo nos reuníamos
con las otras bailarinas, noté que ella deseaba interrogarme. Por suerte apareció
Madame y ya no hubo tiempo. Menuda, regia, con una túnica negra que le caía en
línea recta, Madame Olga nos examinó con sus ojos oscuros ardientes de crítica.
Llevaba el pelo bien recogido hacia atrás y sujeto en un moño apretado. Sus labios
eran de un rojo brillante; en las orejas y en el cuello exhibía un centelleo de
diamantes y esmeraldas. No llegaba al metro y medio de estatura, pero era fiera y
formidable, chisporroteante de magnetismo.
—Esta noche, señoritas, serán rosas —dijo con su voz gutural y su pesado
acento extranjero—. No son vacas lecheras agrupadas en el pastizal, sino rosas,
delicadas, frágiles, aéreas.
—Antes bien, me siento hierba —bromeó Theresa.
—¿Qué ha dicho? —gruñó Madame.
—Nada, Madame —respondió la chica, dulcemente.
—Serán un jardín de rosas tocado por el rocío, bañado por la luz de la luna; al
salir el sol, ustedes abren lentamente sus pétalos y celebran el nuevo día con regocijo.
Sarah suspiró. Los discursitos de Madame no dejaban de exasperarla.
—Ustedes son artistas —prosiguió Madame—. Crean una ilusión de belleza.
Cuando el telón se levante, algo místico y mágico ocurrirá. Ustedes serán las
responsables. Podría agregar que alguien muy importante las estará observando.
Una de ustedes, niñas, me abandonará al terminar la semana para ir al Covent
Garden. ¿Cuál será? Esto todavía no está decidido.
—Maravilloso —susurró Sarah—. Justo lo que mis nervios necesitaban.
—No tienes la menor oportunidad —dijo Theresa.
—¡Perra!
Los ojos de Madame lanzaron rayos amenazadores hacia Regina, que corría
hacia nosotros con la falda rosada en vuelo; el suave pelo rubio se escapaba de su
cuidadoso moño. Ruborizada y sin aliento, Regina esbozó una sonrisa nerviosa y
guiñó sus grandes ojos azules. Madame alzó las manos y puso los ojos en blanco.
Regina soltó una risita infantil. Theresa le asestó un puntapié y Jenny se adelantó
para asegurarle el moño, mientras Madame movía los labios en una silenciosa
plegaria, implorando paciencia.
—He perdido una de mis zapatillas —explicó Regina—. No puedo encontrarla
por ninguna parte.
Madame la fulminó con la mirada.
—Quiero perfección, sólo perfección. Serán perfectas. Las estaré observando.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Mañana las espero a todas a las diez en el salón de ensayos.


Se oyeron varios gruñidos, pero cuando las cejas de Madame se arquearon y su
boca se convirtió en una línea rígida, roja como la sangre, los gruñidos
desaparecieron inmediatamente. Se produjo un intercambio de miraditas resignadas.
Entre las chicas de Madame Olga prevalecía un gran espíritu de camaradería. Todas
nosotras, víctimas de su severa tiranía, presentábamos un frente unido: éramos
mártires exclusivas, que pagábamos bien caro por los abusos de que éramos objeto.
—La música está comenzando. ¡Por favor, señoritas! No son una banda de
gansos que no piensan sino en hombres y cintas para el pelo. ¡Son artistas! ¡Son rosas,
bellas rosas rosadas, blancas y rojas!
Corrimos por el escenario; nuestras zapatillas de ballet golpeteaban el piso con
un ruido suave y apagado. Nos dejamos caer, con las faldas extendidas, y nos
acurrucamos como si sobre el escenario hubiera siete rosas rosadas a la derecha, siete
blancas al centro y seis rojas a la izquierda. Las luces disminuyeron su intensidad y la
música de Chopin se adueñó del auditorio, encantadora, melódica, medida. Se oyó
un crujido mohoso y metálico al elevarse el pesado telón, dividiéndose en dos. De
pronto nos vimos bañadas en una luz azul plateada y neblinosa. Las lentejuelas de
cristal esparcidas sobre nuestras faldas centellearon como el rocío a la luz de la luna.
Allí estaba él, otra vez, por tercera noche consecutiva, lo había arrojado con
cajas destempladas la primera vez que se me acercó, frente al teatro, pero él se limitó
a sonreír, en lo alto desapareció el resplandor azul y la plata se hizo brillante, hasta
fundirse en oro. Alcé lentamente un brazo, moviéndolo al compás de la música. La
noche anterior también me había esperado; le dije sin vacilaciones que no me
interesaba su proposición, que no me dejaba engañar por sinvergüenzas y que
llamaría a un policía si no me dejaba en paz.
Levanté el otro brazo; acaricié con los dos la luz del sol, donde el oro se fundía
en blanco, con la cabeza aún baja. Esa noche me esperaría también, sin duda, con el
sombrero de copa inclinado sobre la cabeza y la capa forrada de satén cayéndole de
los hombros. Estaría apoyado contra la pared, justo ante el vestíbulo, tarareando para
sí y haciendo sonar el bastón en la acera en tanto contemplaba el paso del tránsito
frente al teatro. Sus impúdicos ojos azules se encenderían al verme salir, y la sonrisa
arrogante le asomaría a los labios, pasaría ante él sin prestarle la menor atención.
Levanté la cabeza, lenta, lentamente, con los hombros bajos y el cuello
convertido en una línea larga, graciosa. Me balanceé de lado a lado, levantando capas
de tul rojo. El escenario era un rosedal bañado por la luz de la mañana, una pura luz
blanca donde chispeaba el rocío. Era muy buen mozo. Apuesto no, nada de eso; tenía
boca muy grande, pómulos demasiado anchos y la nariz levemente torcida, como si
se la hubieran roto y soldado mal. Su rostro era el de un monaguillo perverso.
Tendría unos treinta años; era alto, delgado, muy atractivo y demasiado encantador.
Las rosas rosadas se irguieron, balanceándose, y cruzaron el escenario al crecer la
grandiosidad de la melodía de Chopin.
Yo no tenía el menor interés por el señor Anthony Duke. Las bailarinas de ballet
estaban de moda ese año, y todos los libertinos de Londres querían ser nuestros

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

dueños. Las muchachas de Madame Olga todavía no eran profesionales, pero sí muy
cotizadas, posiblemente porque ella nos vigilaba estrechamente y nos prohibía salir
con cualquiera de los hombres que asistieran a las funciones. Durante el año anterior
diez o doce hombres al menos me habían hecho proposiciones, pero yo los rechacé a
todos. Eso divertía a Sarah y a Theresa. Las rosas blancas habían empezado a bailar,
moviéndose en círculos junto con las rosadas y celebrando la blanca luz solar.
Era sólo un hombre más, ansioso por pavonearse ante sus amigos con una
bailarina. Yo no creía ni por un momento que tuviera conexiones en el ambiente del
teatro. Él se había presentado como agente relacionado con Fleet Street. Decía que
cuantos valían la pena eran conocidos suyos, que deseaba convertirme en estrella. Ni
una criatura de doce años se hubiera tragado esa patraña. Tenía todo el aspecto de un
mentiroso nato, de un vagabundo que vivía de su encanto, su ingenio y su aspecto
deslumbrante. Las rosas rosadas y blancas bailaron en círculos alrededor de las rojas,
instándonos a levantarnos para celebrar la mañana y saborear su belleza. Nos
balanceamos, elevando los pétalos rojos, flotantes, alargamos nuestros brazos al sol.
Me sentía sola. Nunca había experimentado tal soledad. Aunque era amiga de
las otras bailarinas, no mantenía una relación íntima con ninguna de ellas. No tenía
medios para tratar con ellas fuera del teatro, y el orgullo me impedía aceptar las
invitaciones que ofrecían con tanta facilidad. Mi única amiga era Millie, pero ella
tenía horarios tan extraños que rara vez nos veíamos. Hubiera sido agradable ir a un
restaurante con un hombre, acompañarlo al teatro en una de mis noches libres. Pero
no con un hombre como Anthony Duke, un vagabundo que deambulaba por los
teatros apartados persiguiendo a las mujeres que no se interesaban en él.
—¡Cielos! —siseó Sarah—. ¡Levántate, Mary Ellen!
La miré sorprendida. Todas las otras rosas rojas se habían desplegado y estaban
erguidas sobre sus largos tallos, balanceándose, en tanto las rosas blancas y rosadas
ondulaban hacia dentro y hacia afuera. Me levanté con unos buenos treinta segundos
de retraso y giré, fingiendo que todo era parte de la coreografía; aunque no perdí el
paso, estaba enervada. ¿Qué demonios me ocurría? Nunca hasta entonces había
hecho algo por el estilo. Siempre era parte de la música, parte de la magia y mi
propia identidad quedaba completamente sometida. Avancé por el escenario de
puntillas inclinándome y girando.
No volví a cometer errores, pero durante todo ese tiempo estuve pendiente de
las luces, del mar de caras, de cientos de ojos que me observaban; dos, en especial. La
danza debía ser un líquido fluir de expresión, pero esa noche yo tenía exacta noción
de cada paso y cada movimiento. Me sentía rígida y mecánica, como una entidad
aparte que ejecutara sus pasos con poco sentimiento.
Las rosas rojas y las rosadas salieron del escenario, dejando a las blancas para el
interludio especial. Yo esquivé un rollo, de soga y me detuve tras un montón de
decorados para observarlas. Mattie, la mujer del guardarropa, corrió para entregar
una toalla a cada una de nosotras, con la que nos secamos cuidadosamente el sudor.
El moño alto de Regina se estaba desarmando otra vez, y ella dejó escapar una risita
nerviosa, en tanto una irritada Theresa ponía las suaves ondas rubias en su lugar,

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

sujetándolas con horquillas. Yo estaba sin aliento y me dolían todos los músculos del
cuerpo. Por primera vez tenía miedo, miedo de no recordar los pasos cuando les
llegara el turno a las rosas rojas, miedo de fallar.
Los aplausos retumbaron en la sala mientras las bailarinas de blanco
desaparecían del escenario como arrebatadas por el viento. Las rosadas entraron
girando sobre las puntas de los pies, con las faldas abiertas en grandes círculos. Sarah
cogió una toalla de manos de Mattie y vino hacia mí, secándose la cara y los
hombros.
—¿Qué te ocurre hoy?
—No sé.
—Es por ese hombre, ¿verdad? Te tiene intranquila.
Yo sacudí la cabeza.
—No es eso, Sarah. Pasan muchas cosas. Parece que… soy incapaz de
concentrarme.
Me quedaban exactamente diez libras. Había vivido con extrema frugalidad,
pero en un año el dinero había desaparecido. Llevaba tres semanas sin pagarle a la
señora Fernwood y estaba segura de que ella no vacilaría en echarme de la habitación
si no le pagaba pronto. Durante el último mes había vivido sin desayunar ni cenar,
con sólo la comida, para economizar un poco más. Necesitaba zapatillas nuevas y
debería comprarme otra capa antes de que llegara el invierno. A fin de mes tendría
que volver a pagar a Madame y no tenía dinero. Eso era todo.
La soledad no era lo peor. Empezaban a asaltarme las dudas con respecto a la
danza. Madame Olga sólo aceptaba a las alumnas que prometían mucho. Aunque yo
había parecido muy prometedora, después de un año no bailaba mejor que al
comenzar las clases con ella. En el fondo, yo lo sabía. Me esforzaba más que las otras.
Más de una tarde, al terminar las lecciones, me quedaba a practicar en el salón
desierto, pero parecía no servir para nada. La capacidad estaba allí y también la
técnica, pero me faltaba esa cualidad especial que diferencia a una bailarina de las
demás y le permite brillar. ¿La adquiriría alguna vez? Sin proseguir con los
esfuerzos, no, y ¿cómo seguir estudiando con Madame Olga si…?
—Se te ve pálida —observó Sarah.
—Estoy bien.
Sus ojos azules estaban llenos de auténtica aflicción.
—Pero, Mary Ellen, tú no eres así. No estarás… Oh, no estás embarazada,
¿verdad?
—Claro que no.
—Ya me parecía. Tú y Jenny sois las únicas que no salís con ningún hombre.
Pero algo te preocupa, me doy cuenta. Oye, si puedo ayudarte, como sea…
Yo estreché su mano.
—Estoy bien —repetí—. He estado tratando de bajar de peso y me siento un
poco débil, nada más.
Sarah quedó completamente exasperada.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó—. ¿Cómo se te ocurre…? Esta noche vas a tu

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

casa y comes bien. Ahora ponte en tu lugar, que va a comenzar nuestro pas de six. Y
trata de no hacernos quedar mal.
Volví a sonreír, divertida. La amistosa dureza de Sarah era justamente lo que
necesitaba. Formé línea con las otras rosas rojas que, prestando atención a la música,
esperaban el pie. Yo detestaba la autoconmiseración, pero había estado muy cerca de
sentirla. Llevaba ya un año avanzando con determinación, pasando por alto la
soledad, el vacío interior, sin preocuparme por las privaciones; trataba de combatir la
amargura y el dolor que se abatían sobré mí cada vez que pensaba en Brence
Stephens. Aunque era fuerte, la tensión me estaba agotando. En el momento en que
las bailarinas de rosado salieron girando del escenario, sentí una nueva energía, una
nueva resolución.
Buscaría algún tipo de trabajo que me permitiera continuar con Madame Olga.
Podía servir en un restaurante e incluso barrer los pisos si era necesario. No admitiría
la derrota. A fuerza de trabajo y trabajo se materializaría esa cualidad, ese carisma, y
algún día me convertiría en una gran primera bailarina. Tenía que creerlo, pues ese
sueño era cuanto me quedaba para seguir viviendo. Sin él estaría perdida por
completo y la angustia que encerraba dentro de mí acabaría por destruirme.
Entré al escenario de puntillas, flotando en el aire. Ahora sí era parte de la
música, de la magia, una rosa acariciada por la blanca luz del sol. Un tour jeté, dos,
perfectamente ejecutados. Las rosas rosadas se unieron a nosotras, nos rodearon, y en
seguida las blancas, y todas giramos, llevadas en el aire por la brisa del jardín. La
música se hizo más suave, más lenta, y la luz se fundió en oro, oro oscuro, en plata,
plata azulada, hasta apagarse en la oscuridad en tanto caíamos al suelo, con los
pétalos plegados.
Cesó la música. El telón cayó sobre un cuadro idéntico al que el público había
visto al comenzar el espectáculo. Mantuvimos nuestras posiciones en tanto el telón se
elevaba y volvía a caer, y finalmente corrimos fuera del escenario bajo aplausos
entusiasmados. El escenario quedó inundado por una luz cegadora. La pesada
cortina de terciopelo volvió a levantarse; salimos a saludar tal como Madame Olga lo
había dispuesto. Estábamos relajadas y llenas de alegría, sonrientes, mientras el
público proseguía demostrando su apreciación con sincero entusiasmo. Por fin
Madame Olga avanzó regiamente y recibió el aplauso con una imperiosa inclinación
de la cabeza.
Al salir Madame Olga, el telón cayó por última vez y se encendieron las luces de
la sala. Nos reunimos en el vestuario. Aunque pequeño, atestado de cosas y mal
ventilado, prevalecía allí una atmósfera de alegre frivolidad. Así ocurría siempre
después de una función. Las bailarinas charlaban vivaces, riendo; iban y venían como
encantadoras aves exóticas mientras entregaban sus trajes a Mattie para ponerse las
ropas de calle; sentadas ante los espejos alineados ante el largo tocador,
intercambiaban chistes despreocupados. El aire olía a polvo, sudor y perfume. Dos
pequeñas ventanas se abrían al callejón de la parte trasera del teatro, permitiendo
sólo una ocasional sugerencia de aire fresco.
Me quité el traje y lo entregué a Mattie; en seguida cogí una toalla del montón

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

que ella había dejado en uno de los bancos y me sequé con ella; me puse la enagua y
me senté ante el tocador para soltarme el pelo, dejándolo caer como una cascada
sobre los hombros. Me quité el maquillaje y me sequé la cara. El cansancio me llegaba
ya a los huesos, pero me sentía de un humor mucho más animoso que antes, pues
una vez más estaba decidida a triunfar contra toda la adversidad. Ese era mi mundo,
mi vida toda, y no me dejaría derrotar por la mala suerte.
—Creo que ha salido muy bien —exclamó Theresa—. ¡Estuvimos maravillosas,
maravillosas de veras! Excepto Mary Ellen, por supuesto. Da ánimos pensar que
hasta ella se equivoca de vez en cuando, ¡y de qué modo!
—He estado espantosa —admití.
—No importa, querida. Esta noche por dos veces he estado punto de caer
sentada. Veamos, ¿quién ha cogido mi lápiz de labios? Primero me roban los polvos,
y ahora el lápiz de labios…
—Lo tienes ahí enfrente —le dijo Jenny—. Yo lo pensaría dos veces antes de
usarlo. Madame puede andar por ahí, y ya sabes lo que opina. Sólo las prostitutas
usan maquillajes fuera del escenario, dice, y sus chicas deben estar por encima de
todo reproche.
—Cualquiera diría que gobierna un convento —se quejó Sarah—. Esta tarde mi
hermano me ha acompañado al teatro. Mi hermano, fijaos bien. Madame nos ha visto
y he tenido que escuchar su sermón. Sus señoritas deben ahorrar todas las energías
para la danza.
—No sabía que tuvieras un hermano —comentó Theresa.
—Es que no lo tiene —aclaró Jenny.
—Lo tengo, por lo que a Madame concierne. Es un encanto. Ojos pardos
soñadores, pelo rojo oscuro, ¡y qué hombros! Además es rico. ¿Me prestas un poco de
colorete, Theresa? Esta noche tengo una cita con él.
—Yo debo ver a mi primo —informó Theresa—. Es conde. Al menos eso es lo
que dice. Tiene un apartamento precioso en Kensington, con criados y todo.
—¿Fue él quien te regaló la pulsera de diamantes?
—Ése fue mi tío, guapa. El hijo de puta volvió con su esposa hace dos semanas,
antes de que yo consiguiera el collar que hiciera juego.
Las otras estallaron en alegres carcajadas. Yo sonreí y continué cepillándome el
pelo.
—Hablando de parientes —dijo Theresa—, ese hombre estaba otra vez en la
platea, Mary Ellen. Ya sabes de quién hablo, de ese tipo estupendo que te ha estado
persiguiendo.
—Ya lo ha visto —le dijo Sarah—. No le interesa.
—Dios da pan al que no tiene dientes —suspiró Theresa—. Yo abandonaría a mi
primo inmediatamente. ¿Quién es, Mary Ellen?
—Se llama Anthony Duke.
—¿Duque? —gorjeó Regina—. ¿Quién dice que hay un duque entre bastidores?
Sarah, Theresa y Jenny rieron al unísono. Regina no era famosa por su claridad
intelectual, y las otras la trataban de una mezcla de paciencia y cansada resignación.

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—Es el príncipe de Gales —dijo Sarah.


—Oh, me encantaría conocerlo.
—Apuesto a que a él también le encantaría conocerte. Tiene casi cinco años. Ya
ves, los dos tendríais mucho en común.
—¿De qué se ocupa ese Anthony Duke? —preguntó Theresa.
—Dice que está relacionado con el teatro —repliqué.
—Me parece que tiene aspecto de calavera —observo Jenny.
—Son los mejores. ¿De verdad no te interesa, Mary Ellen?
—En absoluto.
—Supongo que preferirás practicar tus pasos de baile —observó Theresa,
secamente.
—Pues a ti no te vendría mal practicar un poco más —comentó Jenny—. Si
sigues pisoteando como vienes haciendo desde hace dos noches, Madame te pondrá
de patitas en la calle. Supongo que allí te sentirás como en tu casa.
—Ni que lo dudes, guapa.
Y las tres rieron, Theresa más que ninguna. La charla prosiguió, pero pronto
olvidaron a Anthony Duke y pasaron a otro tema. Yo dejé de prestarles atención;
acabé de cepillarme el pelo y observé mi imagen en el espejo, notando los cambios
que se habían producido en un año. Estaba más delgada y mis ojos presentaban un
azul más oscuro, ensombrecido por el conocimiento de la vida, el dolor y la soledad
En los párpados se veían leves sombras violáceas; seguía teniendo los pómulos muy
altos, la boca muy grande y demasiado rosada. Las facciones aún eran las de aquella
muchachita de dieciocho años que se había mirado en el espejo un año atrás, pero
con una nueva madurez y una pátina de desilusión. La niña había desaparecido, y la
mujer que ocupaba su lugar era mucho mayor.
Dejé el cepillo y me volví en el banco para ponerme zapatillas violáceas de tacos
altos. Mi vestido de algodón, con listas azules y violáceas, tenía mangas largas,
corpiño de escote cuadrado y una falda ceñida en la cintura que caía sobre las
enaguas poco abultadas. Acentuaba el pecho pleno y cintura estrecha. Con el pelo
cayéndome sobre los hombros en grandes y abundantes ondas, tan azuladas como el
ala de un cuervo, parecía una gitana morena y exótica, de curiosos aires
aristocráticos. Tal vez no fuera hermosa, pero sí llamativa, eso no se podía negar.
—¡Me voy! —gritó Theresa—. Deseadme suerte con mi primo, chicas. Me ha
prometido un tratamiento especial para esta noche.
—Ya lo imagino —dijo Jenny.
El vestuario empezó a vaciarse, en tanto las bailarinas se retiraban con su frufrú
de sedas y satenes. Regina se marchó en un aleteo de entusiasmo, asegurando a
Martha, su amiga, que el príncipe de Gales esperaba entre bastidores. Sarah suspiró
cansada, levemente maquillada, pero con ropas suntuosas, y se despidió de las otras.
Jenny cogió su capa y me dijo que lo mejor sería marcharse a casa para estar con su
querida madre. En cuestión de minutos quedé sola en el vestuario. El montón de
basura que las chicas habían dejado brillaba como estela a la luz de las lámparas;
suaves sombras grisáceas jugueteaban sobre las paredes húmedas.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Me entretuve unos instantes mientras guardaba mi cepillo y mi maquillaje en el


cajón que me habían asignado; comprobé que mis zapatillas de repuesto se
encontraban todavía en mi casillero y, por fin, cuando Mattie entró para apagar las
luces, abandoné el vestuario y crucé rápidamente la parte trasera del escenario, que
era como una inmensa cueva semioscura, festoneada con extrañas sombras negras. Al
atravesar el vestíbulo angosto que estaba al lado de la sala pasé por alto la entrada
para artistas y salí al gran salón fumadero. Había allí una elegancia venida a menos:
alfombra roja gastada, paredes empapeladas con diseños florales cremosos y hojas
doradas.
La araña aún estaba encendida. Todd se encontraba frente a las puertas, llave en
mano, arrugado el rostro de cansancio. Todd, vigilante del teatro y ayudante de
escenografía, tenía sus habitaciones en el sótano y esperaba hasta comprobar cada
noche que salíamos todas.
—Buenas, señorita Lawrence. Otra vez es la última.
—Lo siento, Todd. Mattie todavía está entre bastidores.
—Ya lo sé. Ella y yo vamos a dar un paseo por ahí cuando termine. ¿Le busco
un coche?
—Prefiero dar un paseo. Gracias, Todd.
—Tenga cuidado, ¿me oye? Es muy tarde para que una chica guapa como usted
ande sola por ahí.
Y me abrió la puerta. Le di las gracias con una sonrisa y salí hacia las
marquesinas. Por la calle pasaban carruajes y coches de alquiler. Peatones bien
vestidos caminaban por las aceras, entre charlas y risas, disfrutando de la noche
cálida. Las lámparas creaban un suave resplandor dorado y no había niebla. No veía
a Anthony Duke. Sentí una oleada de alivio, y algo absurdamente parecido a la
desilusión.
Comencé a caminar por la calle, pensativa; una leve melancolía me invadió al
pensar en la habitación solitaria que me esperaba, en los recuerdos que
invariablemente venían a asaltarme cuando me encontraba sin nada que hacer.
Llevaba doce meses tratando de combatirlos, pero aún me atormentaban. El dolor era
fuerte todavía; la amargura igualmente poderosa. Y lo peor, la nostalgia. Odiaba a
Brence Stephens por lo que me había hecho, lo odiaba con toda mi alma, pero
deseaba ardientemente estar en sus brazos, alcanzar otra vez ese salvaje esplendor
que habíamos compartido.
Al llegar a la esquina hice una pausa para dejar que un carruaje pasara antes de
cruzar la calle. Entonces oí unos pasos que corrían detrás de mí y, al volverme,
reconocí a Anthony Duke, con su capa flameando atrás en forma de alas negras,
resplandeciente el forro de satén. Al llegar a la esquina se detuvo, con esa sonrisa
audaz que resultaba tan atractiva.
—Ha estado a punto de escapárseme —dijo—. Fui al club para tomar una copa,
me enredé en una conversación con un tipo de la ópera y he perdido por completo la
noción del tiempo. ¿A que se le ha roto el corazón al ver que no la estaba esperando?
—Difícil —repliqué.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—¿Va para su casa?


—Eso no es de su…
—Claro que va —interrumpió él—. Nunca va a otra parte, lo sé. He estado
haciendo averiguaciones. Lo sé todo sobre usted, querida.
—Señor Duke…
—La acompaño. Quién sabe qué peligros ocultan estas calles oscuras. Usted se
sentirá mucho más segura con un tipo fuerte como yo a su lado. Hasta es posible que
me invite a su habitación.
—Si no…
Él me cogió del brazo, interrumpiéndome.
—Si no dejo de molestarla llamará a un policía, ¿no es así? Pues se equivoca.
Soy un tipo muy terco, Mary Ellen. Siempre consigo lo que quiero. Hasta hoy he
tenido paciencia, pero se me está acabando. Si no se porta bien soy capaz de
ahorcarla.
Me soltó el brazo y volvió a sonreír. Yo le di un sonoro bofetón que resonó en la
calle e hizo que me escociera mano. Anthony Duke chasqueó la lengua, sacudiendo
lentamente la cabeza.
—Oh, querida —dijo—. No tendría que haberse comportado así.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XII

No intentó siquiera retenerme cuando crucé la calle; tampoco me siguió. Unos


pasos más allá me volví para mirarlo. Seguía de pie en la esquina, frotándose la
mandíbula con expresión pensativa. El incidente me perturbó más de lo que hubiera
querido admitir. Esa noche me costó mucho dormirme; por una vez al menos no era
en Brence en quien pensaba, sino en el audaz desconocido que había entrado en mi
vida hacía tan poco tiempo; parecía creer que podía apoderarse de mí, darme
órdenes y tratarme como si yo fuera su propiedad.
A la mañana siguiente, durante el ensayo, aún pensaba en él. Estábamos
vestidas con zapatillas de ballet negras, mallas y faldas de algodón del mismo color,
como enaguas de faldas fruncidas que cubrían las piernas hasta la rodilla. El salón de
ensayos estaba caldeado y todas sudábamos. Madame, por su parte, estaba de un
humor endiablado; daba órdenes con voz helada, batiendo las palmas furiosamente o
pataleando el suelo. Lucía un vestido azul de mangas anchas. En el cuello llevaba
varias vueltas de ópalos, purpúreos, de color violeta azulado; también eran ópalos
los pendientes. Estaba muy disgustada por nuestro trabajo; sus ojos oscuros
chispeaban y mantenía la boca tensa de desaprobación.
Sobre todo estaba disgustada conmigo. Eso era evidente. Madame Olga sabía
que yo era aplicada, que dedicaba mucho más tiempo que las otras a la práctica, y
estaba de acuerdo. Aunque nunca se mostrara amistosa con ninguna, siempre me
había tratado con un cierto respeto; apenas perceptible, pero allí estaba. Esa mañana,
cuando me acerqué a saludarla, se mostró fría. Sus grandes ojos patentizaban
desaprobación. En lugar de devolverme el saludo me hizo una seca inclinación de
cabeza, batió palmas y nos ordenó formar fila.
Había notado mi error de la noche anterior, por supuesto. Contemplaba cada
función con ojos de águila, reparando en el menor fallo de movimientos o de línea.
Supuse que estaría furiosa conmigo, y con razón; tendría que esforzarme aún más
para compensar. Esa noche bailaría como nunca, pero aquella mañana me costaba
concentrarme. La actitud fría y áspera de Madame me tenía perturbada. Y por mucho
que intentara apartarlo de mi mente, seguía pensando en Anthony Duke en lugar de
pensar en la música.
Aunque tropecé un par de veces, Madame no hizo comentarios. Por lo general,
cuando una de nosotras cometía un error, ella detenía el ensayo y se dejaba arrebatar
por la cólera; la pecadora recibía una buena paliza verbal. Eso fue lo que hizo cuando
Theresa equivocó un paso: dio a la pianista órdenes de detenerse y, después de
sermonear a Theresa con poco usual ensañamiento, nos hizo comenzar de nuevo. Era
casi la una de la tarde cuando terminamos. Madame salió del salón sin decir una

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

palabra, entre el flotar de su vestido azul y el balanceo de sus pendientes. Yo estaba


exhausta; en el espejo situado tras las barras vi que tenía las mejillas pálidas.
Nos retiramos al vestuario como una bandada de mirlos con las alas recortadas.
Nos secamos con las toallas y, después de quitarnos las ropas de ensayo, sacamos los
vestidos de los armarios. La alegre frivolidad y las charlas que suelen darse en los
vestuarios no existían allí. Estábamos derrotadas, desalentadas, con los cuerpos
doloridos por la prueba de fuego que nos había hecho vivir Madame. Todo el mundo
me había visto tropezar, pero nadie hizo comentarios; ni siquiera Theresa, que
hubiera estado en todo su derecho al sentirse resentida. Me puse el vestido de
algodón amarillo, ansiosa por llegar a casa, bañarme y descansar hasta la hora de
regresar para la función nocturna.
Sarah me alcanzó cuando salía.
—Tu amigo ha estado aquí esta mañana —dijo.
—¿Mi amigo?
—Anthony Duke. He llegado temprano, antes que las otras, no sé por qué.
Supongo que mi reloj se había adelantado. De cualquier modo, cuando pasaba junto
a la oficina de Madame, se abrió la puerta y lo vi salir.
—¿Él estaba en su oficina?
Sarah asintió.
—Es evidente que habían estado hablando sobre algo. Él parecía muy satisfecho
de sí. Es muy atractivo, Mary Ellen, y demasiado encantador. No es cosa mía, por
supuesto, pero yo en tu lugar me andaría con cuidado. A mi modo de ver, Anthony
Duke es un sinvergüenza.
—Yo tengo la misma impresión —contesté seca.
—Es cierto que tiene vinculaciones con la gente de teatro —prosiguió ella—.
William y yo fuimos a tomar una copa en el club anoche, después de la
representación; William es el «hermano» que mencioné. Duke estaba en el bar,
bebiendo whisky y conversando con algún tenor desocupado. Salió a toda prisa
minutos después de nuestra llegada, y yo pregunté a William qué sabía de él. Me
contó unas cuantas cosas.
—¿Conoce a Duke?
Salimos al vestíbulo e hicimos una pausa bajo la araña. Rayos de sol
traspasaban los cristales de las puertas dibujando cuadrados brillantes en la alfombra
roja y arrancando destellos a las hojas doradas de las paredes. Sarah se tocó el pelo y
me dedicó una sonrisa torcida.
—Personalmente no, pero ha oído hablar de él. Duke está vinculado con la
Compañía de Ópera del Dorrance. Dista mucho de ser el Covent Garden, pero de
cualquier modo es una compañía profesional, aunque de segundo orden. Algunos
cantantes excelentes aparecen allí, entre compromisos en el Covent Garden y La
Scala.
—Tengo noticias de esa compañía.
—Los decorados se vienen abajo y las ropas dan lástima, pero dicen que la
orquesta es tolerable. Dorrance contrata a una buena soprano para atraer al público y

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la rodea de glorias pasadas y aficionados competentes; así salvan la velada. No es la


única compañía que lo hace, por supuesto. Aunque el tenor sea asmático y el barítono
esté ebrio, los amantes de la ópera seguirán soportándolo todo mientras puedan
escuchar a sus favoritos emitir el mi agudo.
—¿De qué se ocupa Duke?
—Se encarga de la promoción. Es carne y uña con los tipos de Fleet Street, y
creo que él mismo solía escribir para un periódico. Por mala que sea la producción, él
siempre consigue una buena cobertura: anécdotas jugosas sobre la primera figura,
chismes de bastidores sobre enemistades y cosas por el estilo. Todo sensacionalista y
de mal gusto, pero vende muchas entradas.
—Imagino que sí.
—También está a cargo del entretenimiento entre uno y otro acto, dice William.
A él le corresponde conseguir un cantante, un malabarista o un acróbata que
mantenga al público ocupado durante los intervalos. No quiero pensar en el tipo de
talentos que será capaz de encontrar.
Sarah movió la cabeza con un suspiro cansado.
—De todos modos, Mary Ellen, no te conviene enredarte con el señor Duke. En
tu lugar seguiría rechazándolo.
—Eso pienso hacer. Pero me intriga lo que haya podido hablar con Madame.
—Dios lo sabe. Sea lo que haya sido, no la ha puesto de buen humor. Nunca la
he visto tan insoportable. ¡Por el modo en que se abalanzó sobre Theresa, creí que le
iba a sacar los ojos!
—Ha estado más ruda que de costumbre —asentí.
—«Ruda» es poco decir. Bien, me voy al apartamento a darme un baño caliente.
Hasta la noche. Y trata de no olvidar tus pies. No es cuestión de que Madame nos
asesine en cadena.
Aquella sensación de flojedad persistía mientras volvía a la pensión. Por la calle
pasaban carruajes y coches pequeños. Los vendedores callejeros voceaban sus
mercancías y desde una de las iglesias llegaba el redoblar de una campana. Londres
vivía y bullía con el ruido y el color de siempre, pero la actividad y el drama siempre
cambiante de las calles no lograban fascinarme. En otras circunstancias me habría
detenido a contemplar una vidriera, a inspeccionar las mercancías de un carro, a
observar las palomas que volaban en círculos en torno de la torre adornada o a algún
grupo de niños en sus juegos. Ese día caminaba de prisa, con una arruga en la frente
y un horrible temor esparciéndose por mi interior.
¿Qué podía haber dicho Anthony Duke a Madame Olga? No hallaba una
explicación lógica. Madame era demasiado importante para relacionarse con la
Compañía de Ópera Dorrance. Hubiera palidecido al pensar que una de sus
bailarinas podía presentarse allí. Pero Anthony Duke había ido a verla para hablar de
mí; sobre eso no me cabían dudas. Esa visita la había perturbado, y tal era el motivo
de que se mostrara tan fría conmigo. Yo era la alumna favorita de Madame Olga, todo
el mundo lo aceptaba; sin embargo, aquella mañana me había tratado como si no
existiera. ¿Qué le habría dicho él para alterar de tal modo su actitud hacia mí?

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Anthony Duke era persistente y también implacable. Su aspecto agradable y su


encanto no lograban ocultarlo. Lo delataban la línea de su mandíbula y la curva de su
boca. Habría tenido mujeres a sus pies por docenas con sólo arquear una ceja y
esbozar su sonrisa juvenil; pero no me cabía duda de que no sentiría escrúpulos
llegada la ocasión; Duke era el tipo de hombre que no se detenía ante nada para
conseguir lo que deseaba, y me deseaba a mí. Toda esa charla referente a convertirme
en estrella era sólo un intento de atraerme.
Me sentí preocupada y furiosa. ¿Cómo se atrevía a invadir así mí vida? Ya tenía
bastantes preocupaciones sin necesidad de nuevas amenazas. A menos que hallara
algún empleo, estaría sin un centavo dentro de pocas semanas. A pesar de mi intenso
esfuerzo, no había progresado lo suficiente con el baile. Necesitaba al menos un año
más antes de poder colocarme como bailarina profesional… y ese desconocido
apuesto y arrogante, de ojos azules burlones y modales ligeros, decididos, se había
abierto paso en mi vida, en mis pensamientos, agregando un problema más.
Aún estaba enfadada al llegar a la manzana donde se alzaba la sombría pensión
donde me alojaba, idéntica a todas las de aquella calle. Situada a muy poca distancia
de Marylebone Road, me permitía llegar al teatro paseando. En las cercanías había
vecindarios elegantes donde vivía gente rica, pero allí los niños jugaban
ruidosamente en los jardines descuidados, tras las verjas de hierro, y todo tenía la
pátina madura del tiempo. Aunque el barrio era apenas respetable, no llegaba a ser
un tugurio; yo me consideraba afortunada por haber hallado alojamiento allí y tenía
la esperanza de conservarlo.
Después de subir los escalones de mármol manchados por la desidia, eché un
vistazo hacia el oscuro vestíbulo, donde abundaban las plantas polvorientas. El gato
anaranjado de la señora Fernwood me devolvió la mirada, recostado indolente sobre
la correspondencia sin protestar, ignorando el platillo con trocitos de carne que su
ama había dejado cerca. Adoraba a los animales, pero ése, en particular, había
adoptado la actitud odiosa y autoritaria de su ama. Sus ojos parecían acusarme
mientras me seguían hacia la escalera. Me sentí como una intrusa; al recordar que no
había pagado el alquiler rogué, silenciosamente, que la señora Fernwood no me
oyera.
—¡Ah, ya ha llegado usted! —gritó ella.
Había subido tan sólo cuatro peldaños; me detuve, mientras la señora
Fernwood entraba al vestíbulo arrastrando los pies. Achaparrada, estólida, vestida
con un delantal suelto con flores azules y grises que no hacía sino subrayar su
corpulencia, vaciló un poco antes de apoyarse en la mesa para mantener el equilibrio.
El gato siseó. La señora Fernwood rió entre dientes, con los ojos oscuros brillantes de
malicia y las mejillas arrebatadas. Una gruesa capa de pintura roja le cubría los labios
gruesos; el pelo, mal peinado en bucles cortos, lucía un tono muy improbable de oro
bronceado. Millie aseguraba que la mujer había sido en otros tiempos propietaria de
un importante burdel, cerca de la costa. Eso no me habría sorprendido lo más
mínimo.
—Así que te mudas pronto, pollita —dijo.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Ya sé que le debo el alquiler, señora Fernwood, pero…


—Oh, no te preocupes por eso, criatura. Tu amigo lo ha pagado todo. Ha
pagado el resto del mes, también, aunque te vas. Buen tipo. De lo mejorcito. Me ha
estado tomando el pelo; me ha dado una palmada en el trasero cuando se iba.
Yo seguía inmóvil.
—¿Cuándo ha estado aquí? —pregunté.
—Hace un par de horas. Apuesto, el condenado. Tienes suerte, muchacha. Un
tipo como él se encargará de mantenerte bien. Y en la cama debe ser maravilloso,
todo furia, Y sabía que buscarías alguno, tarde o temprano. Nunca me has engañado
con esos aires de niña buena.
Y la señora Fernwood sonrió, esponjando sus rizos bronceados. Fue una sonrisa
impúdica. En seguida levantó al gato y se puso acariciarle el lomo. El animal soltó un
bufido de advertencia, lanzando un zarpazo a la manga de su bata.
—Supongo que te va a instalar en un apartamento, a lo grande —musitó—. Ya
lo sabía yo. Bien, mejor para ti, guapa. Trátalo muy bien. Es como si te hubiera tocado
la lotería; podrías encontrarte haciendo la calle como tu amiga Millie. Oh, ya sé lo de
ella. No es cosa mía, claro, mientras me pague el alquiler.
—¿Por qué no se va a tomar otra copita de ginebra, señora Fernwood? —le
espeté.
—Quizá lo haga, pollita. He venido a charlar un rato contigo antes de que te
fueras. Son tantas las que he visto ir y venir. Jóvenes, guapas, ambiciosas; no duran
mucho. Siempre aparece un hombre. Tú has aguantado un poco más, porque has
sabido ser exigente. Parece que da resultado. Te ha tocado la lotería.
La dejé parloteando y ascendí los cuatro tramos de escalera hasta mi habitación.
Con que él había pagado mi alquiler. ¡Qué considerado! Una preocupación menos
para mí, siquiera hasta fin de mes. Entré en mi habitación y cerré la puerta con
violencia. Sabía lo que esperaba a cambio, pero no lo conseguiría. El alquiler estaba
abonado. Bien. No tendría que arrastrarme por las escaleras como un ladrón,
temerosa de que la señora Fernwood apareciera con la mano extendida. Pero
Anthony Duke no volvería a ver un centavo de su dinero ni recibiría ninguna otra
compensación. Si creía que eso me inspiraría algún sentimiento de obligación hacia él
estaba muy equivocado.
Demasiado inquieta para descansar, puse en orden mi cuarto y revisé mi
guardarropa, preguntándome cuánto tiempo más durarían mis vestidos. Todavía me
quedaban muchos trajes bonitos, pero empezaban a delatar el desgaste. No me había
comprado una sola prenda desde mi llegada a Londres. Vivía con frugalidad,
contando cada centavo; pero el dinero había volado. No quise preocuparme por eso;
tenía el alquiler pagado, gracias a Anthony Duke, y podía permitirme el lujo de pedir
un baño caliente. La señora Fernwood cobraba aparte los baños, por supuesto, pero
un rato de relajación en una bañera caliente obraría maravillas en mí.
Al salir al pasillo vi a Jessie que fregaba las ventanas al fondo del pasillo y le
pedí que me preparara una bañera. Salió corriendo inmediatamente con sus enormes
ojos pardos llenos de preocupación. Jessie era muy amable a pesar de las medias

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

negras recosidas y el vestido gris desteñido; su pelo muy claro escapaba siempre del
alto moño. Millie y yo le dábamos todas las propinas que podíamos por sus patéticos
servicios, y la chica siempre parecía a punto de echarse a llorar. Me parecía cruel que
una niña de apenas trece años se viera obligada a lustrar pasamanos, sacar cántaros
de agua sucia y traer capachos de carbón; pero Millie aseguraba que Jessie era de las
afortunadas; ella, a los trece años, ya «hacía» la calle.
Me quedé en la bañera más de una hora; también me lavé la cabeza. Eran casi
las seis cuando volví a mi habitación. Tendría que salir hacia el teatro antes de una
hora. Vestida sólo con mis enaguas, me senté frente al tocador para cepillarme el
pelo. La luz del sol entraba en diagonal por las ventanas, plateada y clara, trazando
dibujos brillantes en la alfombra desteñida y dorando las superficies del viejo
mobiliario de caoba. La habitación, mal conservada, resultaba cómoda gracias a sus
cortinas floreadas, la silla olivácea demasiado rellena y los cubrecamas de satén
rosado gastados por el uso. Los libros que había llevado conmigo desde Cornwall,
junto con mis ropas, colaboraban para que la habitación pareciera más personal.
Aún estaba cepillándome cuando oí pasos en el pasillo y un suave golpe a la
puerta.
—¿Sí? —dije en voz alta.
Millie entró, luminosa en su vestido de muselina amarilla, bordada con
diminutas flores marrones y doradas. El corte era excesivamente aniñado: mangas
ampulosas, corpiño ceñido y falda amplia. Los largos rizos dorados de Millie, su
boca rosada y respingona y sus mejillas pecosas habrían podido parecer los de una
recatada jovencita recién llegada del campo, a no ser por los ojos, de un azul intenso.
Los ensombrecía la sabiduría del mundo; eran ojos que habían visto demasiado en
diecisiete años de vida. Fuerte, adaptable, escandalosamente descarada, Millie era
independiente hasta el salvajismo y tenía un invariable buen humor, decidida a sacar
el mejor partido en cualquier circunstancia.
—¿Qué tal? —exclamó, girando en redondo para mostrar el vestido.
—Es precioso, Millie.
—Lo he hecho yo. Esta tarde he acabado el ruedo. ¿Verdad que me sienta bien?
—Estás encantadora.
—Para mí nada de plumas ni de baratijas brillantes, querida. Ni polvo ni
colorete. A los hombres les gustan las chicas jóvenes y delicadas, y lo que yo quiero
es agradar. ¡Me ha costado semanas de práctica ruborizarme!
—Causarás sensación, no lo dudes.
—¡Oh, no busco eso! Me conformo con seguir llenando agujeros; no sé si me
entiendes.
Millie había quedado huérfana a los doce años; la enviaron a vivir a una granja,
con su tío viudo y sus dos primos fornidos. A los doce años y medio la violó el tío;
poco después se encontraba satisfaciendo también cada noche los instintos de sus
primos. Puesto que debía pasar tanto tiempo acostada de espaldas, llegó a la
conclusión de que era mejor cobrar por ello; entonces Millie robó a su tío una bolsa
de monedas y se dirigió directamente a Londres. La ciudad era un sitio traicionero

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

para una jovencita entregada a sus fuerzas; pero Millie había plantado cara a todas
las adversidades con fe en sí misma, sin perder el optimismo y la alegre disposición
que la hacían tan cautivadora.
—Se me ha ocurrido venir para ayudarte a vestirte —dijo—. Parece que
necesitas ayuda con el pelo también.
—En realidad no es necesario, Millie.
—Oh, es un trabajo que me encanta. ¿Qué te vas a poner?
—Todavía no lo he pensado.
Millie ya tenía el ropero abierto y estaba inspeccionando las ropas con mirada
crítica.
—A ver, a ver. La seda rosada no. Y este tafetán azul ya se está ajando. Voy a
tener que hacerle algo; a lo mejor le añado unos volantes o algo así. ¿Te gusta el
terciopelo? ¿Demasiado petulante? No tienes nada rojo; el rojo te quedaría
maravilloso, querida. Con ese pelo negro serías un sueño. ¡Tantas cosas fantásticas!
Para mí sería estupendo tener vestidos así. ¡Ah, esto! Este gris perla es precioso. Es
seda pura. Y tantos volantes de encaje color coral…
Millie sacó el vestido del ropero y lo tendió en la cama tocándolo con ternura.
Le encantaba ayudarme a cuidar mi ropa. Como tenía talento con el hilo y la aguja,
además de ser ingeniosa como costurera, había cuidado mis prendas
extraordinariamente bien. Además, Millie tenía habilidad para peinar y le gustaba
mucho intentar nuevos estilos con mi pelo. Detallista, original, dotada de ojo crítico y
buen gusto instintivo, habría sido estupenda como doncella de cualquier señora, y yo
se lo había dicho.
—Oh, eso me gustaría —respondió—, ¿pero quién va a contratar a una puta?
Ninguna de las señoras que veo pasear por Londres. ¡Dios me guarde! Se
horrorizarían.
—No debes menospreciarte, Millie.
—No lo hago —respondió ella—. Soy lo que soy porque no tengo otro remedio.
Otras elegirían morirse de hambre, pero yo… tengo otro carácter. Y no es tan feo, te
diré. Tengo mis clientes fijos; tipos agradables, casi todos me tienen afecto. Siempre
he sido exigente. Tengo suerte; podría estar vendiéndome en los barrios bajos todas
las noches como esas pobres pájaras.
Millie se acercó al tocador, cogió el cepillo y comenzó a arreglarme el pelo.
—Además tengo algo ahorrado, querida. Casi todas las chicas se gastan la
ganancia en ginebra o se la dan a algún tipo que, encima, les pega. Yo nunca; no
pruebo el vino ni permito que un hombre me domine.
—Eres muy astuta.
—No tengo otro remedio, querida. Estoy sola en el mundo, y te aseguro que el
mundo se las trae contra las mujeres solas.
—Ya me he dado cuenta.
—Tú también has pasado lo tuyo. Pero tienes educación, eres distinguida. Uno
de estos días serás rica y famosa. Me lo dicen los huesos. A ver, ya está.
Sujetó un último mechón con una horquilla, arrugó el ceño y dio un paso atrás

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

para admirar su obra. Las suaves ondas de ébano, recogidas hacia atrás, me caían en
una espesa cascada sobre los hombros. Millie estudió críticamente el peinado durante
unos momentos y, al fin, sonriente, hizo chasquear los dedos y comenzó a revolver la
caja de cintas. Sacó una larga, de suave terciopelo y color coral, y la sujetó sobre la
nuca en un moño grande. Con un último retoque a mis ondas se mostró satisfecha.
—Ha quedado muy bien —le dije—. Como siempre que tú me peinas.
—Reconozco que tengo facilidad para peinar —admitió—. Es hora de que te
vistas, querida, o llegarás tarde al teatro. Ojalá pudiera ir otra vez a verte bailar, pero
a las nueve tengo una cita. Un tipo estupendo. Siempre me da una buena propina.
El vestido era uno de los mejores que yo tenía, demasiado elegante para la
ocasión, pero Millie se había encaprichado con él y no era cuestión de desilusionarla.
Tenía mangas estrechas y un pequeño escote, que dejaba al descubierto buena parte
del seno. El corpiño y la cintura eran ceñidos y varios volantes de encajes en tono
coral adornaban la amplia falda gris perla. Millie me ayudó a vestirme, acomodando
la falda sobre mi voluminosa enagua.
—Pareces una duquesa —afirmó, mientras me abrochaba el corpiño a la espalda
—. Todos los tipos que anden rondando la entrada de artistas se caerán de espaldas.
—Hay sólo uno —repliqué—, y créeme: me gustaría verlo desaparecer.
—¿Ese tipo guapo, de pelo castaño y ojos azules medio perversos?
—¿Lo has visto?
—Hoy ha venido. Se estaba despidiendo de la vieja Ferny cuando yo bajaba la
escalera. Me echó una buena mirada. Los de su tipo siempre hacen lo mismo. No
porque tuviera mucho interés, te diré; es por observar un poco la mercancía. Le
estaba dando a Ferny unos cuantos billetes.
—Mi alquiler. Ha tenido la gentileza de pagarlo.
—¡Qué bárbaro! No pensarás devolvérselo, ¿verdad?
—Ni por casualidad.
—Me alegro, guapa —dijo, buscando los largos guantes de encaje coral que
hacían juego con mi vestido—. Toma, póntelos, ya que estamos. No te vendría mal
salir con él.
—¿A qué te refieres?
—Podría ayudarte a que te olvides del otro.
—¿Cómo sabes que…?
—Oh, nunca has hablado de él, querida; nunca has contado nada sobre tu
pasado. Pero en cuanto nos conocimos me di cuenta, en seguida. Se veía que estabas
tratando de olvidar a un hombre. Lo tenías escrito en la cara. Todavía está ahí, mira.
Pero nunca lo vas a olvidar si te quedas aquí haciéndote mala sangre. Ese tipo bien
puede ser el tónico que te hacía falta.
Me puse uno de los guantes, alisándolo sobre el antebrazo y el codo.
—Lo dudo —respondí en tono seco.
—Oh, no digo que te enamores de él. Dios no lo permita. Los de ese tipo te
parten el corazón, te roban la plata y se mueren de risa cuando se van. Sólo digo que
puedes salir un poco y divertirte con él.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Prefiero leer un buen libro.


Millie me miró exasperada.
—Tanto libro no te puede hacer bien. Eres joven y guapa, querida. ¡Qué
desperdicio!
Acabé de ponerme el otro guante y comencé a llenar con mis cosas el bolsito de
seda gris que hacía juego con el vestido. Millie se apartó un rizo rubio y largo de la
sien y se acercó al espejo para admirar el corte de su vestido; destacaba su cintura
esbelta y el pecho redondeado.
—Hay que aprender a aprovecharse de los hombres, querida —dijo—. Si no,
ellos se aprovechan de una. Y yo, ¡qué quieres!, prefiero ser la que salga ganando. Así
es mejor.
Piénsalo.
—Lo haré —prometí—. Ahora será mejor que me vaya. No quiero llegar tarde y
la distancia es larga. Afuera hace calor. No creo que necesite llevar capa.
Millie bajó conmigo y me acompañó hasta la puerta, haciendo una mueca al
gato de la señora Fernwood al pasar junto a la mesa. Nos despedimos en los
escalones de la entrada y yo eché a andar por la calle; me sentía bastante tonta con
ese vestido elegante y los guantes largos. No habría sido tan evidente si hubiese
tenido una cita con un hombre o si, al menos, hubiera tomado un coche. Pero estaba
vestida como para una fiesta y no tenia siquiera dinero suficiente en el bolso como
para pagar un carruaje. Sonreí divertida por la idea y también por la práctica filosofía
de Millie referente a los hombres. Probablemente estaba en lo cierto. Brence Stephens
me había utilizado, por cierto.
La noche era encantadora; el cielo no estaba aún del todo oscurecido y en el aire
flotaba un resplandor neblinoso. Las luces de gas, recién encendidas, parecían
capullos suaves y plateados que ardieran opacamente en el resplandor. Me encaminé
por una de las mejores calles, dejando atrás una hilera de casas elegantes donde
relucían los peldaños de mármol, en una atmósfera de lujo. Tras las verjas de hierro,
las flores de los pulcros canteros exudaban una rica fragancia; un pájaro cantaba a
todo pulmón en uno de los árboles. Era una suerte haber salido con tiempo suficiente
para caminar sin prisa; así podría disfrutar del atardecer.
Un gran carruaje cerrado giró en la esquina, al final de la calle, y allí se detuvo.
Los caballos permanecieron pacientes junto a la acera. Seguí paseando sin prestarle
atención, pero al acercarme vi que la portezuela se abría. Un hombre bajó del carruaje
y se irguió en la acera, observándome con las manos apoyadas en los muslos; al
flamear su capa ante la brisa vi un destello del forro de seda blanca y mi corazón se
detuvo por un instante.
Anthony Duke avanzó hacia mí.
—¿Usted?
—Quería recogerla frente a su casa —explicó—, pero al doblar la esquina la he
visto venir por la calle y he ordenado al cochero que siguiera. Parece que siempre
llego un poco tarde. Es uno de mis mayores defectos.
—Si no se…

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Nada de discusiones, querida. Pórtese bien. Acompáñeme por las buenas.


—No lo acompañaré a ninguna parte.
Anthony Duke me cogió del brazo.
—Oh, claro que vendrá.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XIII

Su voz era agradable, hasta juguetona, pero de cualquier modo denotaba un filo
de acero. A la luz de los faroles de gas pude ver su rostro delgado y anguloso,
demasiado anchos los pómulos, ligeramente torcida la nariz, imperfecciones que lo
hacían aún más atractivo. La boca ancha se curvó en una sonrisa infantil; sus ojos
azules estaban llenos de alegre burla, de innegable determinación. Era tan alto que yo
debía levantar la barbilla para mirarlo a los ojos. Sus dedos me apretaron el brazo
haciéndome daño.
—¡Suélteme! —le ordené.
—¿Promete portarse bien?
—Prometo romperle la cara de una bofetada si no me suelta ahora mismo.
—¡Qué carácter! Me gustan las mujeres de carácter.
—¡Voy a llegar tarde al teatro!
—Oh, pero si hoy no va a ir al teatro. ¿No se lo he dicho? Vendrá a mi
apartamento. Vamos a disfrutar de una estupenda cena usted y yo solitos.
—¡Está usted loco!
—Todo está arreglado. Cuando hablé con Madame Olga le dije que ya no
seguiría estudiando con ella. En realidad le dije que nos escaparíamos juntos para
vivir un delicioso pecado. Se mostró bastante perturbada. Me aplicó varios epítetos
coloridos, todos con mucho acento ruso.
—¡Qué locura!
—Mi criado lo tiene todo dispuesto. Una cena magnífica, querida; champán en
cubeta de plata, faisán, hasta ostras. Todo nos está esperando. Le he concedido su
noche libre por simple discreción. Serviré yo mismo.
Traté de liberarme, pero sus dedos me apretaron con más fuerza, arrancándome
un leve grito. Él rió suavemente por lo bajo. Entonces le di un puntapié en el tobillo.
Al sentir el golpe gritó bastante más que yo y apareció una cara en una de las
ventanas. Tuvo que soltarme el brazo. Yo aproveché la oportunidad para intentar
huir, pero me rodeó la cintura con un brazo y me atrajo hacia él. Grité con todas mis
fuerzas, pero él me tapó la boca con su mano. Mientras tanto el cochero seguía
impasible en su pescante, jugando con las riendas y sin prestarnos la menor atención.
El rostro de la ventana desapareció.
—Seamos sensatos, querida —rogó Duke, pero yo seguí luchando.
Su mano me apretó la boca con más fuerza, como para advertirme que
abandonara la lucha. Logré abrir la boca lo suficiente como para morderle un dedo y
él soltó un aullido que resonó por la calle. Libre otra vez, giré en redondo para
golpearle la cara con mi bolso y eché a correr. Avanzó con rapidez para ponerme la

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

zancadilla y caí hacia delante, aterrizando en el césped con él encima.


—A veces una chica puede tener demasiado carácter —gruñó.
—¡Socorro! —gritaba yo—. ¡Socorro!
—¡Oh, cállese! —dijo él.
Se levantó y sacudió el polvo de sus pantalones. En seguida me alzó de un
tirón, envolviéndome en sus brazos. Por más que agité las piernas y le golpeé el
pecho con los puños, siguió conmigo en brazos hacia el coche, con una expresión de
disgusto. Una puerta se abrió en las cercanías; en los peldaños de la casa más
próxima aparecieron dos hombres y una sirvienta asustada.
—Riña de enamorados —anunció Duke—. No hay por qué asustarse.
—¡Es un traficante de blancas! —grité.
Duke abrió de un puntapié la puerta del carruaje y me arrojó dentro; caí en el
asiento acolchado hecha un enredo de faldas, volantes y enaguas al viento. Apenas
había logrado incorporarme y acomodar mis faldas cuando Duke se dejó caer a mi
lado y cerró violentamente la portezuela.
—¡A casa, Benson! —chilló, y el coche salió traqueteando por la calle.
Ya frenética, busqué el picaporte de la portezuela y traté de abrir, pero Duke me
apartó la mano con un golpe y puso la traba.
—¿No se da cuenta de que lo hago por su propio bien? —protestó.
—¡Me está secuestrando! ¡Eso es un delito!
—No grite tanto. Tengo un dolor de cabeza horrible y el tobillo deshecho. ¡Por
el amor de Dios, hasta me sangra el dedo!
—¡Bien hecho! Usted está loco. Es la única explicación. ¡Ha perdido el seso! Dios
mío, podría ser un traficante de blancas. Si no detiene ahora mismo este coche…
—Se lo prevengo, querida: fui campeón de boxeo en Oxford, famoso por mi
derecha dinámica. Si no deja de alborotar ahora mismo estrellaré mi potente derecha
en esa guapa carita. El desmayo le durará varias horas.
—¡Lo creo capaz!
—No lo ponga en duda.
—Me parece muy difícil que usted haya estudiado en Oxford.
—Sólo un par de años. Me aburría espantosamente con tanto latín. Tonterías. Yo
tenía otro pescado que freír.
—Bonita expresión —dije—. ¿Esa frase es obra suya?
—Usted sí que es una fiera —gruñó—. Ya le sacaremos el jugo a eso. Todos los
artistas famosos tienen mucho temperamento. Fiero, ésa es la palabra. Fiero. Pero la
fiera Mary Ellen Lawrence… Ese nombre no puede ser, querida. Demasiado
refinamiento. Ya lo arreglaremos.
—¡No tengo idea de lo que quiere decir!
—¡Quiero convertirla en estrella, maldita sea! ¿No puede meterse eso en el
cerebro?
Me encontraba muy perturbada y furiosa, pero no tanto como debería haberlo
estado. De un modo muy peculiar empezaba a divertirme; pocas veces me había
sentido tan llena de vida. Anthony Duke era descarado por completo, pero yo tenía

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la sensación de que algún místico destino lo había traído hasta mí con un fin que aún
permanecía oculto. Me había arruinado ante Madame Olga; ella jamás me perdonaría.
Pero en el fondo de mi corazón yo sabía también que habría sido inútil continuar mis
estudios con ella. Me sentía de un humor extraño: atrevido, despreocupado, llena de
resignación.
—Como bailarina usted es mala —dijo, conversador—. Oh, lo tiene todo
estudiado; sabe los pasos, los movimientos. Pero es mecánica. No tiene espíritu, no
tiene ángel. En su danza no hay poesía ni…
—¡Muchísimas gracias! ¿Y quiere usted convertirme en estrella?
—Estrella de ballet no. Se daría un buen golpe en ese lindo trasero. La sacarían
del escenario a carcajada limpia. Oh, podría llegar a arreglárselas en la última fila del
cuerpo de baile, pero…
—Dígame, ¿qué autoridad tiene para…?
—Soy toda una autoridad, querida. Ahora cállese y déjeme hablar. No tiene
condiciones para el ballet, pero tiene otra cosa, algo que es mucho más raro. Tiene
presencia. Tiene un increíble magnetismo, y yo lo detecté inmediatamente. Aunque
tropezara de aquí para allá como un ganso torpe…
—¡Ordene que se detenga este coche!
—… no había un hombre en el público que no deseara llevársela a la cama. A su
lado las otras chicas desaparecían. Se la veía allí, vibrante, llena de vida, emanando
una sensualidad que flotaba en oleadas por encima de las candilejas. A pesar de los
pasos rígidos, de la musiquita almibarada y los efectos, luminosos. Lo que usted
tiene, Mary Ellen, para decirlo crudamente, es la capacidad de hacer que todo
hombre sano y capaz quiera cometer un delicioso pecado con usted. Nunca he visto
nada semejante.
—¡Cómo se atreve a hablarme así!
—Usted no tiene conciencia de eso, y ahí está lo mejor. No es seductora porque
lo quiera; ni siquiera coquetea. Es elegante, refinada, altanera, y eso redobla el efecto.
Es lo más endiablado que he visto en mi vida. Lo único que tengo que hacer es
presentarla del mejor modo posible. El ballet está fuera de cuestión. ¿Sabe cantar?
—Yo…
—Seguro que no. Además, cantantes hay a montones. ¿Ha intentado actuar
alguna vez?
—Nunca —repliqué.
—No se preocupe, querida. Ya pensaremos algo. Será lo más sensacional que
haya visto esta ciudad. Conquistará Londres como si nada. Después Europa, y más
tarde…
—Usted está loco. Ya lo sabía.
—Con el número adecuado, la ropa y la presentación que corresponda, será un
éxito rotundo. Tendremos que empezar desde cero, creando una nueva personalidad.
Tenemos que buscarle una historia exótica.
—Señor Duke, creo que se está pasando usted. ¿Quiere ordenar de una vez que
se detenga este coche? No quiero seguir escuchando tonterías.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—De ahora en adelante hará exactamente lo que yo le diga —me respondió—.


De lo contrario le daré un bofetón. No me cuesta mucho pegar a una mujer. Ya
descubrirá que bajo esta apariencia encantadora soy muy obstinado cuando quiero
salirme con la mía.
—Ya lo descubrí cuando lo vi por vez primera.
—Bien, en ese caso nos entendemos. En las semanas próximas va a odiarme,
querida, porque seré implacable. Pero me lo agradecerá el resto de sus días.
—¡Lo dudo!
—Le doy mi palabra.
El carruaje aminoró la marcha al pasar por dos portales de piedra y siguió
dando vueltas sobre los adoquines de un antiguo patio interior. Cuando por fin se
detuvo, Anthony Duke abrió la puerta con un suspiro. Bajó y se volvió para
tenderme la mano, pero yo retrocedí. Dándome un fuerte tirón me sacó del coche
arrojándome contra él. Me sujetó de espaldas contra su pecho, rodeando mi cuello
con su brazo, alzando la cabeza y dirigiéndose hacia el cochero.
—Por hoy no te necesitaré más, Benson. Hasta mañana a las dos. Entonces me
llevarás al teatro.
—Está bien, jefe —dijo Benson.
Puso los caballos en dirección contraria y salió del patio. Estábamos en un
sector muy antiguo de la ciudad. Antiguos edificios de arenisca marrón se alzaban
por tres lados. Frente a la calle se veía una alta pared de ladrillos, con portales a cada
lado de la estrecha entrada. El carruaje pasó casi rozando las aceras. Había luces
encendidas en varias de las ventanas, como suaves cuadrados amarillos contra la
piedra, y se percibía el olor de los años, musgoso, maduro, no del todo desagradable.
Un gato maulló desde lo alto del muro.
Duke aún tenía el brazo enroscado a mi cuello, haciéndome sentir su fuerza.
Podía mostrar los modales ligeros y alegres de un vagabundo, pero su cuerpo era
duro y delgado, con reflejos tan ajustados como los de un atleta profesional. Me
descubrí pensando cómo se comportaría en la cama, para mi propio fastidio.
—¿Más tranquila ahora? —preguntó.
—En absoluto. Si no me suelta ahora mismo voy a gritar con todas mis fuerzas.
Apretó mi cuello con su brazo, cortándome en seco.
—Yo que usted no lo haría —dijo—. En Oxford también practiqué un poco de
lucha; era famoso por mi llave mortal. Desmayé a unos cuantos tipos que tardaron
horas en reanimarse. Me encantaría hacer lo mismo con usted.
Tiré fuerte de su brazo y por fin me soltó sonriendo. Me volví, sofocada, para
fulminarlo con los ojos, pero él se limitó a esbozar su adorable sonrisa. Sentí deseos
de abofetearlo.
—¡Parece que usted es todo un éxito! —le espeté.
—Ni se lo imagina, querida. Soy un hombre muy ingenioso, como pronto
descubrirá —cerró los dedos alrededor de mi muñeca—. Ahora venga, que el
champán está esperando. Ah, a propósito, hay que subir varias escaleras, pero usted
es joven y fuerte. No tendrá dificultades.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Abrió la puerta y me empujó al interior. Estábamos en un vestíbulo angosto y


húmedo, con una mesa desvencijada, una lámpara de queroseno que ardía vacilante,
una puerta cerrada a la derecha y, frente a nosotros, un tramo de escalones de
madera. Comenzó a subir sin soltarme la muñeca, arrastrándome mientras charlaba
en tono ligero.
—Los dos primeros pisos son de un tipo que pinta carteles. El tercero de una
mujer que da lecciones de piano; ese ruido me tiene loco. No hago más que pelear
con ella. Yo ocupo los dos últimos pisos; habitaciones y estudio. Un lugar encantador.
Barato, además. Su habitación está en el último piso, junto al estudio. Tiene baño
privado.
—¿Mi habitación?
—Vivirá aquí. Será mucho más cómodo, porque trabajaremos noche y día.
No vi motivos para hacer comentarios. La idea era demasiado descabellada y
aún estaba aturdida por lo ocurrido, aunque ya no preocupada. Ese episodio era
completamente ridículo, algo increíble, un capricho de locos divorciado de la
realidad. Mis compañeras debían estar a punto de salir al escenario y yo no me
encontraba allí, pero el hecho no me preocupaba en absoluto. Seguí a Duke por un
segundo tramo de escaleras, comprendiendo que, en realidad, aquello me divertía. Y
me sorprendí.
—No se quede atrás. A propósito, está hecha un desastre. Se le ha deshecho el
peinado y ha perdido la cinta. Además tiene manchas de hierba en la falda.
—Usted es el culpable.
—¿Por qué me ha causado tantos problemas? Si hay algo que no soporto es una
mujer obstinada.
—Sin duda, todas saltan a la menor oportunidad de plegarse a sus caprichos.
—En realidad así es. Se diría que nunca tienen bastante. Por lo común no
necesito secuestrarlas en la calle; pero no sé por qué, en su caso mi encanto fatal
parece no funcionar.
—Soy inmune.
—Ya se le pasará —prometió, arrastrándome por un tercer tramo de escaleras,
para detenerse junto a una puerta.
Buscó la llave en el bolsillo y la introdujo en la cerradura. Tenía el pelo revuelto
y la capa torcida sobre los hombros. La cerradura resistió a sus esfuerzos. Así,
buscando las llaves, parecía deliciosamente cómico y muy atractivo. Yo hubiera
querido sonreír, pero no iba a darle esa satisfacción.
—¡Maldición! ¿Qué diablos ocurre? Ah, me he equivocado de llave. Ahora sí.
Cuando por fin pudo abrir la puerta me empujó adentro y volvió a cerrar con
llave. Se despojó de la capa y la arrojó sobre una silla, pero la prenda cayó al suelo
revuelta. Su traje estaba elegantemente cortado, con los faldones del largo debido; el
chaleco de satén blanco tenía bordado un diseño floral en un blanco más oscuro. Pero
él usaba esas ropas con cierta indiferencia, como si se tratara de un traje viejo. Hasta
tenía algo torcida la hermosa corbata de seda.
—Aquí estamos. Cómodos y tranquilos.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Todavía puedo gritar.


—Grite hasta cansarse. Nadie la va a oír. Está a mi disposición, de modo que
hará bien en relajarse y disfrutar.
—¿Piensa violarme?
—Pues no, querida. Mi interés por usted es sólo profesional.
—¿Eh?
—Lamento desilusionarla. En lo personal, prefiero las rubias de busto
ampuloso, o alguna pelirroja de vez en cuando.
—Comprendo.
—No ponga esa cara de tristeza. En su caso podría hacer una excepción.
—No tiene por qué molestarse.
La gran habitación estaba repleta de un atractivo amontonamiento de muebles
antiguos, cubiertos de libros y revistas de teatro. Las lámparas ardían alegremente.
De las paredes colgaban coloridos posters que anunciaban espectáculos, con angostos
marcos negros; un alegre brocado amarillo adornaba las amplias ventanas. Estaban
abiertas, y desde allí se percibía el ruido y el olor del río. Al mirar hacia afuera vi que
el edificio, en su parte trasera, daba al terraplén del Támesis. En el centro de la
habitación había una mesa preparada para la cena, con una cubeta con hielo que
contenía una botella de champán. Duke se acercó para examinar las cosas y alzó las
tapaderas de los platos tarareando por lo bajo.
—Cleeve se ha esmerado —anunció—. No sé por qué me preocupo. Siempre se
esmera. Cleeve es mi criado; un tipo estupendo que me es completamente fiel. Habita
en el sótano. Un día de éstos debo acordarme de abonarle el sueldo.
Fui hasta el gran espejo que colgaba en un marco dorado algo deslucido. Era
cierto que se me había deshecho el peinado; al faltar la cinta, caía en gruesas ondas
que brillaban con destellos azules a la luz de la lámpara. A pesar de los ojos fríos y la
expresión compuesta, un leve rubor me teñía las mejillas. En la lucha con Duke, el
corpiño de mi vestido se había resbalado peligrosamente, descubriendo demasiado el
seno. Lo compuse, pero al alisar la falda noté que se había desgarrado uno de los
volantes de encaje. Millie tendría que repararlo. Me pregunté con qué se quitarían las
manchas de hierba.
—Me ha destrozado el vestido —le dije.
—Un vestido precioso. Pero no se preocupe. Dentro de algunos meses los
tendrá a docenas, mucho más elegantes. Venga a sentarse. Quítese los guantes.
—Muy bien —dije, acercándome a la mesa—, pero no pienso quitarme nada
más.
Anthony Duke alzó la botella de champán y comenzó a descorcharla.
—Sigue con indirectas. Empiezo a pensar que se ha encaprichado de mí.
—¡No se haga ilusiones!
Me quité los guantes y me senté a la mesa. Él seguía luchando con el corcho, el
ceño fruncido en una mueca.
—¡Al diablo! —gritó.
Y el corcho salió con una explosión; se estrelló contra el techo, mientras el

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

champán mojaba sus manos y caía al suelo, burbujeando. Murmuró algo entre
dientes y lo sirvió en dos elegantes copas de cristal. Después de entregarme una se
apartó el pelo de la frente y sonrió.
—No suelo ser tan torpe. Espero no haberla mojado.
—A estas alturas importaría poco.
—Oh, vamos, confiese que se está divirtiendo.
—En este momento debería estar en el escenario, bailando. Madame jamás me
perdonará.
—Ya no la necesita, querida; ahora me tiene a mí para cuidarla. Ya se lo he
dicho, la convertiré en una estrella. Tenemos tres meses antes de su presentación.
—¿Tres meses? —pregunté, decidida a seguirle la corriente.
—Dorrante presenta El barbero de Sevilla. Una nueva producción. Será un
desastre, y tengo que conseguir una atracción excepcional para entretener a los
espectadores en los entreactos. ¡Esa atracción será usted!
—¿Y les voy a deslumbrar?
—Créame. Olvídese de la ópera. Vendrán en torrentes al teatro, sólo por verla a
usted. Toneladas de publicidad previa; mis compañeros de Fleet Street me echarán
una mano. Usted será una personalidad exótica y colorida.
—No sé cantar. Usted me asegura que no sé bailar. Y no sé actuar, por cierto.
¿Qué se supone que debo hacer?
—No se preocupe por eso. Ya imaginaremos algo. Beba su champán.
—Usted es absurdo por completo, ¿sabe?
—¿De veras? Me parece que sería más correcto decir «fascinante».
—Un verdadero sinvergüenza.
—No se lo niego. A todo el mundo le gustan los sinvergüenzas.
—Es engreído, arrogante y…
—Más perverso que el demonio —me interrumpió—. Lo mismo puedo
contemplarla que darle una bofetada. Manténgase en esa actitud y tendré que
pegarle, con muchísimo placer. No soporto a las mujeres que insultan. Me sacan de
quicio.
Tomé otro sorbo de champán y me propuse contener la sonrisa.
—Usted no es tan fiero como pretende.
—¿Cree que es pura vanagloria?
—En su mayor parte.
Él sonrió.
—Puede ser, pero no me tiente demasiado. A ver, deje que le sirva otro poco de
champán, y después le hablaré de mí. Quedará fascinada.
Sirvió el champán y yo tomé otro sorbo. Comimos las ostras, el faisán y los
espárragos con salsa holandesa. Mientras comíamos Anthony me habló de él,
exudando ese infantil encanto que tan bien se complementaba con su robusta
virilidad. Aunque no llegó a hechizarme, al menos me sentí relajada y pude estudiar
a ese apabullante ejemplar masculino con fría objetividad.
—Pertenecíamos a la nobleza —dijo—. Ya me entiende: una casa grande,

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

criados, banco privado en la iglesia y toda esa fanfarria. Mi padre era jugador, pero
apostaba a acciones, bonos e inversiones, en vez de a las cartas. De cualquier modo
perdía casi siempre. Apenas lográbamos mantener la casa, los criados y el banco. Yo
era hijo único y desgraciadamente mal criado. Todas las mujeres se desvivían por mí.
Tuve una infancia grandiosa; vagabundeaba por el campo jugando a los piratas,
imaginando que era un piel roja, y lanzaba ataques por sorpresa contra cualquier
vecino infortunado que pasara por allí. Temo que me mostraba como si fuera un
matón.
—¿Ah, sí? —exclamé, arqueando una ceja en burlona señal de sorpresa.
—La desesperación de mis padres; siempre peleando. Los dos suspiraron de
alivio cuando llegó el momento de enviarme a la escuela secundaria. Atención, fue
Eton; mi padre tenía relaciones. Allí me metí en nuevos líos, hice sangrar más de una
nariz, torcí más de un brazo e inventé mil travesuras. ¿Fascinada?
—Fascinada —respondí muy seca.
—Ya lo suponía. Al fin llegué a Oxford convertido en un apuesto tunante, el
ideal de cualquier doncella. Me rompieron la nariz boxeando y dejé de ser apuesto;
pero eso me hizo más interesante. Me agregó personalidad esa nariz chata. En
Oxford boxeaba, practicaba lucha, remo y pasaba el menor tiempo posible en las
aulas. Detestaba el latín y la historia. Me incorporé a la sociedad dramática y
comencé a actuar en el teatro. ¡Qué pena que no me viera en el papel de Yago!
Haciendo centellear su encantadora sonrisa, llenó otra vez mi copa de champán
y fue a buscar otra botella. Se movía con flexible gracia masculina; su paso era largo,
suelto y elástico. Puso la segunda botella de champán en la cubeta del hielo y la hizo
girar. Yo había bebido demasiado, dada mi falta de experiencia con el alcohol, y
comenzaba a sentirlo. Me sentía gloriosamente libre y descansada; todas mis
preocupaciones habían desaparecido y no recordaba haberme divertido tanto en mi
vida.
Anthony volvió a su silla; en sus ojos había ahora una expresión pensativa y
cierta rigidez en los músculos de su cara.
—Mis padres murieron de gripe en el curso de pocos días. La casa estaba
hipotecada hasta los cimientos y los sirvientes no cobraban desde hacía meses. En
resumen, yo no tenía un centavo y tuve que abandonar la carrera. Supongo que fue
mejor así; ese lugar no me convenía en absoluto. Vine a Londres con intenciones de
hacerme actor. Con mi apostura, mi encanto y mi personalidad, suponía que tendría
a West End a mis pies en un momento.
—¿Y qué ocurrió?
—Fracasé rotundamente, querida. Soy el primero en admitirlo. Tuve dos años
de vacas muy flacas, con uno o dos papeles de escasa importancia. Hice de asesino en
la corte de César Borgia; estaba arrebatador: pantalones pardos y túnica de terciopelo
purpúreo con bordados negros y plateados. Mi papel tenía dos líneas: «¡Ajá, te he
cogido!» y «¡Muere, perro veneciano!». Tenía que soltar una risa diabólica al hundirle
la daga en el cuello. La risa era todo un éxito, muy diabólica. También hice de
petimetre en un drama estilo Regencia. No decía nada; estaba sentado junto a una

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

mesa de juego barajando naipes.


Suspiró, sacudiendo la cabeza.
—Temo que ésa es la suma total de mi carrera dramática. Pero aprendí que hace
falta técnica y adiestramiento para ser un buen actor, y que casi todos los actores se
mueren de hambre, sean buenos o malos. Ése no era mi estilo. Descubrí que, si
quieres hacer dinero en el teatro, lo mejor es trabajar entre bastidores. Me hice
representante, probé un poco en Fleet Street y averigüé todo lo necesario referente a
la propaganda. Eso, a su debido tiempo, me llevó a conseguir el puesto que ocupo en
Dorrance. Represento a algunos artistas, ayudo en la parte de producción y preparo
los números para el entreacto. Es un trabajo fascinante. Muchísima responsabilidad.
—Al parecer, usted piensa que la compañía se arruinaría si no fuera por usted.
—Probablemente, si tomamos El Barbero de Sevilla como muestra. Ni siquiera
contamos con un cantante de renombre; hay sólo unos cuantos decorados chillones y
algunos trajes apolillados que alquilamos a una organización a punto de cerrar. Ya ve
por qué necesito una atracción estelar.
—Yo —dije.
—Usted.
—Está realmente loco, señor Duke.
—Anthony, querida. O Tony, si te sientes familiar. En cuanto te vi supe que la
había encontrado. Tienes cualidades de estrella, Mary Ellen, y en abundancia. No
podía apartar los ojos de ti. Inmediatamente aprecié las posibilidades. ¿Más faisán?
—No puedo comer un bocado más.
—Más champán, entonces —dijo, volviendo a llenar mi copa.
—Está intentando emborracharme.
—¿Crees que quiero alegrarte un poco para que me des placer? Ni soñarlo.
Cuando eso ocurra será porque tú lo desees tanto como yo.
—Será mejor que espere sentado, señor Duke.
—Anthony. Bebe y háblame de ti.
—Al parecer usted ya lo sabe todo.
—He averiguado mucho —admitió—. Sé que viniste de Cornwall, que no tienes
familiares y que llevas un año estudiando con Madame Olga. Trabajas mucho, no
consigues nada y te mantienes con falsas esperanzas. Sé que estás sin un centavo, que
sólo comes una vez al día y que vas al teatro caminando porque no puedes pagar un
coche. No sales nunca. No hay hombres en tu vida. El futuro parece bastante negro.
Guardé silencio. Él sonrió:
—Es decir, parecía. Ahora todo eso ha cambiado. Anthony Duke acaba de
descubrirte y será tu representante. Él te convertirá en una estrella. Ten fe en mí,
querida.
—¿Qué motivos tengo?
—Que yo tengo fe en ti. Sé lo que tienes. Sé que es algo muy escaso. Ese tipo de
presencia, esa especie de sensualidad es mucho más valiosa que el talento. El hecho
de que además seas hermosa le da aún más valor.
—No soy hermosa.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—No eres guapa —dijo—, gracias a Dios. No tienes cutis blanco y rosado, ojos
celestes y bucles rubios. No pareces una niña aristocrática. No entras para nada en
los cánones de belleza generalmente aceptados. Eres original, exótica y, créeme, harás
que todos los hombres de esta ciudad se olviden de las niñas rubias.
—Quiero volver a mi casa —dije.
—¿No lo estás pasando bien?
—Estoy triste.
—Has bebido demasiado champán.
—Lo sé. Estoy triste. Usted me ha destrozado frente a Madame Olga y ha
arruinado mi carrera como bailarina de un solo golpe. Todo lo que ha dicho de mi
danza es cierto. Nunca lo he admitido ante mí misma. Lo odio. Me da vueltas la
cabeza. ¿Por qué ha hecho esto? ¿Por qué a mí? Yo me esforzaba tanto, trabajaba
tanto… No acostumbro beber.
—No te vas a poner a llorar, ¿verdad?
—Claro que no.
—Si hay algo que odio es una mujer llorona.
—No lo puedo evitar.
—Todo saldrá bien, Mary Ellen.
Su voz era suave y melodiosa. Se levantó de la mesa y se acercó a mi silla. De
pie a mis espaldas empezó a acariciar mis hombros, suavemente, aliviando la tensión
con sus dedos fuertes. Cerré los ojos; la cabeza me daba vueltas. Entonces me levantó
y me sostuvo contra él, con un brazo ceñido a mi cintura. Me sentí abrigada, segura y
a salvo. Tenía la cabeza apoyada en su hombro y él me estaba acariciando el pelo.
—Brence —susurré.
—Tranquila, querida. Cielos, estás deshecha.
—Es culpa tuya. Todo culpa tuya.
—Deshecha, y ni siquiera hemos empezado a analizar las cosas. Caramba, yo
me las busco todas. He dado con una inocente de verdad.
—No sé qué ha ocurrido.
—El champán. Se te ha subido de golpe a la cabeza.
Era como girar en la oscuridad, en una deliciosa oscuridad, y sus brazos eran
muy fuertes, y él muy alto, muy suave. Me sostenía, me acariciaba el pelo, tierno,
consolador, protector. Era maravilloso dejarme abrazar otra vez, después de tanto
tiempo. De pronto quedé yerta, caí, caí, y él me alzó en sus brazos. Abrí los ojos, pero
la habitación giraba a toda velocidad, en una confusión de formas y colores.
—¿Qué haces…?
—Te llevo a la cama, Mary Ellen.
—¡Socorro!
—¡Por Dios!
—Ya sé lo que quieres hacer.
—¡Pesas una tonelada! ¡Deja de patalear!
Tropezó y me dejó caer hacia delante, murmurando una maldición. Aterricé en
algo suave y elástico. Estábamos en otra habitación. Me había dejado caer sobre la

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cama. Erguido ante mí con expresión de malhumor, juntas las cejas, murmuró otra
maldición.
Cerré los ojos y mi cabeza volvió a girar. Entonces retornó la oscuridad, la
deliciosa oscuridad, y yo le di la bienvenida. Alguien me estaba quitando los zapatos,
con mucho trabajo. Sonriente, me alejé flotando por la oscuridad.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XIV

La cegadora luz del sol parecía taladrarme el cerebro. Intenté incorporarme,


entre gruñidos, pero hacía falta demasiado esfuerzo. Sobre las paredes y el techo
danzaban reflejos acuosos, reverberaciones de plata entre la luz amarilla. Apretando
mis sienes con las manos, respiré hondo e intenté sentarme nuevamente. Esa vez lo
conseguí, aunque a duras penas. Arriba se oyó un estruendo horrible y una serie de
golpes sordos. Mi cabeza parecía a punto de estallar. Me estremecí. Hubo otro golpe
fuerte y algunos trocitos de yeso cayeron desde el techo, como si se tratara de copos
de nieve.
Pasaron varios minutos. Cuando la luz dejó de herirme los ojos, eché una
mirada por el dormitorio, innegablemente masculino. Sobre una silla se apoyaba un
bastón, con un sombrero de copa de seda negra airosamente encaramado a la
contera. La habitación, atestada y en desorden, lucía el sello inconfundible de su
ocupante. Había periódicos y recortes amontonados en el escritorio. Varios letreros
anunciando números teatrales colgaban de la pared. Un platito azul cascado contenía
una manzana a medio pelar. Un periodicucho dedicado al deporte de lucha ocupaba
la mesa de noche; de un clavo en la pared pendían un par de guantes de boxeo, viejos
y grasientos. Aunque mis zapatillas estaban en el suelo, junto a la cama, yo todavía
tenía puesto mi vestido de seda natural, deplorablemente arrugado.
Me puse los zapatos y me levanté. Sentía la cabeza como si la tuviera prensada
en un torno, y el estómago en peores condiciones. Pensando que bien podía estar al
borde de la muerte, avancé tambaleándome hasta el espejo. Lo que él me mostró no
fue muy tranquilizador. Tenía las mejillas arrebatadas y el pelo hecho un enredo
bestial. El corpiño se me había torcido hacia abajo, descubriendo casi un pecho.
Coloqué las mangas en su lugar, ajusté la tela y, cogiendo el cepillo con mango de
marfil que había sobre el tocador, intenté poner un poco de orden en mi cabellera.
Cada golpe de cepillo era una tortura.
Una puerta se abrió y volvió a cerrarse con un eco ensordecedor. Tuve que
contener un grito. En la habitación contigua sonaron pasos alegres, elásticos.
Anthony apareció en el vano de la puerta, tarareando alegremente, muy elegante con
su traje a cuadros pardo y blanco y un chaleco de satén color topacio. Sus atrevidos
ojos azules tenían un brillo malévolo, y una sonrisa aniñada le bailaba en los labios
anchos. Lo fulminé con la mirada, sin atreverme a hablar.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó.
—Hecha un desastre.
—No tendría que beber tanto. Si no puede resistirlo, no toque el alcohol.
—¿Qué ocurrió anoche?

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Se me desmayó.
—¿Y cómo llegué hasta aquí?
—Yo la traje y la dejé caer sobre la cama.
—¿Y después?
—Le quité los zapatos. Por mi parte, pasé la noche en el sofá. Horriblemente
incómodo, lleno de bultos. No quisiera tomarlo por costumbre. Una mujer borracha
despatarrada en mi cama, roncando como una bestia, y yo sin poder pegar los ojos en
toda la noche en ese sofá, que me quedaba medio metro corto.
—¡No ronco!
—Qué susceptible, ¿eh?
—Usted me encharcó en champán. Sabía lo que tenía pensado; no soy tan
ingenua. Sé lo que buscan los hombres como usted. ¿Quiere borrar esa asquerosa
sonrisa de la cara?
—Disculpe, querida —replicó él, poniendo de inmediato una cara más sobria.
Pero la sonrisa volvió como por cuenta propia. Los ojos azules centellearon. Se
acercó tranquilamente a la cama y alisó el acolchado oscuro. Yo dejé el cepillo en el
tocador; el ruido me arrancó una mueca.
—Me alegro de verla levantada —comentó el—. Quería venir a despertarla,
porque hoy es un día importante. No puedo dejarle dormir hasta cualquier hora.
—¿Qué hora es?
—Las dos. Cuando usted duerme lo hace de verdad.
—¡Las dos! No puedo creerlo.
—Le doy mi palabra. Por mi parte, me he levantado muy temprano. Ya estaba
en pie antes de que el primer gallo dejara de cantar. He hecho maravillas. Todas sus
cosas ya están empaquetadas y en el piso de arriba.
—¿Mis cosas?
—Esa vieja arpía de pelo colorado y aliento a ginebra se ha mostrado muy
amable; me ha dado la llave sin causar el menor problema. Quería ayudarme. Creí
que nunca me libraría de ella. Pero Cleeve y yo recogimos todo. Sin la ayuda de él no
habría podido hacer nada. ¡Qué cantidad de libros!
—¿Usted ha revuelto mis cosas?
—Las he traído aquí arriba. Se lo dije anoche: tiene su habitación propia, con
baño privado. Junto al estudio donde vamos a trabajar. Creía que lo había
comprendido.
—Quiero mantener la calma —dije, con firmeza—. No deseo enfadarme.
Hacerlo con usted es una pérdida de tiempo. Voy a bajar la escalera, buscaré al
policía más cercano y haré que lo arresten.
Él pareció dolorido.
—¿Por qué motivo?
—Me niego a creer nada de todo esto. Lo de anoche… lo de anoche fue como un
sueño. Apenas recuerdo lo que ocurrió. Debo haber estado loca para dejarme traer
aquí.
—Luchó como una leona —me recordó él.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Tratar de discutir con él era una tontería y, de cualquier modo, yo no estaba de


humor para eso. Tenía mucho qué pensar, pensar en serio, y quería tener la cabeza
despejada. Lo que necesitaba era café. Se lo dije y él sonrió, muy complacido consigo
mismo.
—Tiene una cafetera llena esperándola. Y cubiertos para usted en la mesa.
Tostadas con mantequilla y mermelada también. Ordené a Cleeve que lo preparara
todo. Ya lo ve, sé mostrarme precavido y considerado. No soy de los que matan de
hambre a sus mujeres, mientras se porten bien.
Lo seguí a la habitación contigua. Era verdad. Había un cubierto en la mesa,
café en una jarra de plata algo deslucida, un montón de tostadas con manteca, un
platillo de plata con mermelada de frutas y una única rosa de tallo largo, en un fino
vaso de cristal.
—¿Le gusta? —preguntó.
—Sí.
—Soy un jefe muy cruel —me informó— y tengo un carácter francamente
endiablado, pero ya descubrirá que también puedo ser un tipo muy tratable si me
dan la oportunidad. Siéntese y tome su café.
Me senté y llené la taza. El aroma era rico, fragante, encantador. Duke se dirigió
al espejo, estiró su chaleco y compuso las solapas de la chaqueta. Finalmente,
satisfecho de su aspecto, se volvió para ponerse un par de guantes pardos.
—¿Qué ha sido ese ruido espantoso que he oído? —le pregunté—. Parecía que
el techo se vendría abajo.
—Dejé caer dos cajas con libros. Qué pesados, maldición; casi me rompo la
espalda al subirlos por la escalera. Todas sus pertenencias están arriba, en su
habitación, esperando a que usted las coloque. He creído que ésa era la parte mejor
para dejársela a usted.
—Qué bien.
—Cuando termine el café vaya a echar una mirada a su nuevo hogar. Tengo que
ir al teatro por algo muy importante, pero volveré dentro de una hora más o menos.
¡Ah! Cleeve está por ahí. Si tropieza con él no se asuste.
Y se marchó. Oí sus pasos apresurados por la escalera, como los de un joven
exuberante. Al terminar mi café tomé una segunda taza y comí dos tostadas. El dolor
de cabeza empezaba a ceder. Me sentía tan sobria que hasta me daba miedo. Por las
ventanas abiertas entraba el sol y el olor del río. Mis guantes de terciopelo coral
estaban cruzados en el respaldo de la silla donde los había dejado la noche anterior.
Esa noche parecía distar muchísimos años. Me veía en una habitación extraña, con mi
vestido más elegante (un volante colgando, manchas de hierba en parte de la falda)
bebiendo tranquilamente mi café. En realidad estaba más calmada que en toda mi
vida.
Anthony Duke había irrumpido en mi existencia para invadirla, eso era todo.
Madame Olga no me perdonaría jamás, no volvería a admitirme como alumna, de
modo que él había destrozado mi futuro en el ballet. Pero ni siquiera me inspiraba
odio. Lo aceptaba. Lo que él había dicho era verdad: yo me había estado

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

manteniendo de falsas esperanzas. No era buena bailarina y jamás lo sería. La


voluntad y la decisión de nada servirían si faltaba ese cierto brillo; y faltaba, faltaría
siempre. No era mío. Ese día, mientras la brisa del río agitaba las cortinas y la luz del
sol se extendía sobre la alfombra, pude enfrentarme con la realidad. Llevaba un año
engañándome, trabajando frenéticamente, negándome a permitir que arraigara esa
diminuta semilla de vacilación.
Jamás me iría bien en el ballet, por mucho que estudiara con Madame Olga. No
tenía dinero, como Anthony Duke había dicho, y había muy pocos trabajos dignos
para una mujer de mi edad y mi condición. Lo de enseñar danzas parecía muy
bonito, pero en Londres abundaban las bailarinas fracasadas, y los puestos de
profesora se buscaban con avidez. Las posibilidades de obtener una cátedra serían
muy escasas, en especial al no poder nombrar a Madame Olga como referencia. Tal
vez pudiera trabajar como institutriz, pero mi juventud y mi aspecto físico serían
definitivas desventajas; además, no deseaba envejecer en un cuarto para niños.
Al encararme con esa realidad, sin falsas esperanzas, sin ilusiones, comprendí
que nada podía hacer, sino seguir la corriente a Anthony Duke. Quería convertirme
en una estrella. Ese hombre podía ser un auténtico canalla, pero no era tonto.
Conocía el ambiente del teatro, sabía lo que el público buscaba y creía ver en mí una
cualidad especial que lo atraería. Sin duda no se habría embarcado en todo eso si no
hubiera visto posibilidades de una buena ganancia. Creía poder ganar dinero a
montones. No tenía interés en mi cuerpo, indudablemente. Para un hombre tan
atractivo como él, era suficiente un chasquido de dedos para conseguir casi cualquier
mujer que se le ocurriera. No se había esforzado en seducirme la noche anterior; al
contrario, me había informado cándidamente de que yo no era su tipo. Su interés por
mí era profesional, y si él creía que podía sacar algo de mí, entonces yo también
debía creerlo.
Me sentí especialmente estimulada, casi entusiasmada, en lugar de
experimentar depresión, malhumor o irritación. El último año había sido largo y
duro; gris, en su mayor parte. No había hecho otra cosa que trabajar, esperar, soñar.
Fueron meses preñados de soledad y preocupaciones, una lucha constante por
contener la tristeza que amenazaba sobrecogerme. Y Anthony Duke llegaba a la carga
con alegre decisión, esparciendo colores a su alrededor. Tuve que admitir que había
disfrutado la encantadora cena, sus modales bulliciosos, su charla presumida. Si me
asociaba con Anthony Duke me expondría a enfados, irritaciones y toda clase de
conflictos, pero jamás a una vida oscura y gris.
—¿Ha terminado, señorita?
Me volví sorprendida. Un hombre alto y muy delgado, de pelo gris y expresión
sobria, permanecía en la puerta con una bandeja vacía en sus manos. Vestía un
uniforme de mayordomo que, aunque impecable, había conocido tiempos mejores; la
chaqueta y los pantalones tenían el lustre de los años. Cara larga, boca delgada y ojos
azules muy claros, pacientes y cansados.
—Oh, usted debe ser Cleeve —dije.
Él asintió.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Limpiaré la mesa.
—Soy la señorita Lawrence.
—Lo sé —observó él—. Usted lee mucho.
—Usted ayudó al señor Duke a colocar mis cosas.
Él volvió a asentir y avanzó hacia la mesa.
—Supongo… supongo que usted debe estar acostumbrado a trasladar las
pertenencias de una mujer al piso alto.
Cleeve negó con la cabeza; dejó la bandeja sobre la mesa y alargó la mano hacia
la cafetera vacía.
—El señor Duke ha recibido a muchas señoritas —dijo—, pero usted es la
primera que recibe alojamiento aquí.
«Eso es alentador», pensé. Cleeve colocó los platos en la bandeja, lento y
paciente. Debía tener bastante más de sesenta años, calculé, y tuve la sensación de
que llevaba mucho tiempo con Anthony Duke. Cuando se lo pregunté volvió a
asentir.
—Desde que nació —dijo—. Yo estaba con la familia desde antes de que naciera
el señor Anthony. Cuando sus padres murieron y la casa grande fue puesta en venta
lo acompañé a Londres. No porque me gustara la idea, sino porque alguien debía
cuidarlo. Él siempre ha necesitado que lo cuiden. El señor Anthony es desordenado.
Siempre lo fue.
—Usted ha de pensar mucho en él.
Cleeve me miró con ojos cautelosos. No era necesario que respondiera.
Comprendí que hubiera ido al cadalso por Duke sin vacilar un momento, y eso me
pareció tranquilizador. El hombre capaz de inspirar una devoción y una lealtad tales
no puede ser tan villano.
—Llevaré esto abajo —dijo Cleeve—. Mi cocina está en el sótano.
—¿Cocinero también?
—Siempre —replicó él—. Alguien tiene que hacerlo. El señor Anthony no
puede pagar el sueldo de un cocinero. En realidad tampoco puede pagar el mío, pero
nos arreglamos.
—Tiene suerte al contar con usted —dije con suavidad.
—Gracias, señorita. Ahora me retiro.
Cuando Cleeve se marchó permanecí varios minutos perdida en mis
pensamientos. Después, recogiendo mis guantes, salí al vestíbulo y ascendí el último
tramo de escaleras hasta el estudio. La puerta estaba abierta de par en par. Al entrar
me llamó la atención la amplitud de la habitación. El sol penetraba, brillante, por un
montante abierto diagonalmente en el techo que producía un efecto de luz tenue.
La habitación era enorme, tanto que parecía desnuda a pesar del mobiliario. Un
piano maltratado ocupaba un rincón, cubierto con un mantón español, de brillantes
colores y flecos enredados. Cerca había una mesita llena de periódicos, libros y
libretos de ópera. Junto a la pared un sofá apolillado, tapizado de terciopelo
anaranjado ya muy raído. Había lámparas, sillas de respaldo erguido y una mesita
llena de libros de diseño, dos espadas y dos caretas de esgrima; además, otro par de

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

guantes de boxeo. La puerta era una gran tabla de madera lustrada, brillante bajo el
sol. El estudio, que obviamente se utilizaba como salón de ensayos, olía a sudor,
humo y cuero; excesivamente masculino.
Imaginé a Duke ensayando sus números, dando órdenes, criticando, dictador y
autoritario. Probablemente había dado allí muchas fiestas para sus colegas del teatro;
fiestas donde habría risas y charlas vocingleras, mucho vino, boxeo improvisado y
exhibiciones de esgrima. Sin duda él y sus amigos se comportarían como escolares
vocingleros. Quedaba mucho del escolar en su temperamento, según comprobé al
observar los guantes.
Mis tacones resonaron en el piso al cruzar la habitación para pasar al dormitorio
contiguo. Era pequeño y cómodo; las paredes estaban pintadas de un color azul muy
claro y tenía una pequeña ventana que daba al río. Una colcha azul violácea cubría el
lecho. La cabecera y la mesita de noche estaban pintadas de blanco, así como el
tocador y el ropero. Éste era demasiado grande para tan pequeña habitación, al igual
que la banqueta, cubierta de un llamativo terciopelo purpúreo. Sobre la mesita de
noche había una lámpara. En el último estante de la pequeña biblioteca un florero
blanco lleno de violetas apresuradamente introducidas en él. Él debía haberlas
comprado esa mañana con la esperanza de complacerme.
Mis ropas estaban amontonadas sobre la cama, en un tremendo desbarajuste; el
resto de mis pertenencias había sido colocado en grandes cajas esparcidas por el
suelo. Dos cajones de libros habían caído de lado y los volúmenes invadían la
alfombra gris desteñida, donde el diseño de flores violáceas era apenas visible. Esa
habitación estaba situada exactamente sobre el dormitorio de él. Una puerta estrecha
conducía a un baño diminuto, pero bastante moderno, completamente instalado y
con una gran bañera de cinc. Me quité los guantes, preguntándome por dónde
comenzar. Tendría que planchar toda la ropa y colgarla en el ropero; colocar los
libros en la estantería y el resto de las cosas en los cajones del tocador. Pero antes me
lavaría y me pondría algo más sencillo.
Me quité el vestido de seda arrugado e hice mis abluciones en el baño,
lavándome a fondo. Después cogí un vestido de algodón color de rosa subido con
pequeñas nomeolvides estampadas. El vestido era antiguo y demasiado ajustado en
la cintura. El corpiño ceñido había sido muy discreto cuando la prenda era nueva y
yo tenía dieciséis años; pero Millie había remendado el escote, que quedaba ahora
cinco centímetros más bajo y dejaba al descubierto más de lo que habitualmente yo
solía exhibir. Sin embargo, esa tarde me agradó el efecto que provocaba.
Como Anthony Duke aseguraba que yo no era su tipo, mi inclinación,
puramente femenina, me inducía a demostrarle lo contrario, siquiera por gozar la
satisfacción de rechazarlo. Saqué mis cosméticos de una caja y me senté ante el
tocador para aplicar una leve sombra azul a mis párpados y resaltar el rosado natural
de mis labios con un lápiz más oscuro. El pelo suelto sobre los hombros me daba
cierto esplendor salvaje, que sugería páramos barridos por el viento y emociones
tormentosas. ¿Acaso era ésa la cualidad especial a la que él se había referido? Según
él, yo tenía la habilidad de hacer que todo hombre sano y capaz quisiera hacer el

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

amor conmigo. Bien, tal vez yo no fuera su tipo, pero por supuesto él era un hombre
sano y capaz.
Mientras sacudía mis vestidos para guardarlos en el ropero me pregunté a qué
se debía mi cambio. ¿Cambio? Tal vez no fuera la palabra adecuada. Anthony Duke
hacía que me sintiera mujer, y eso no había ocurrido hacía mucho tiempo. Durante
todo el año anterior me había comportado con seriedad y dedicación, limitándome a
mi danza; fuera del teatro llevaba una existencia opaca y monacal. Había rechazado
fríamente todas las proposiciones de los hombres que rondaban el teatro, había
negado las emociones e instintos que Brence Stephens liberara y alimentara en mí
con su virilidad. Esa parte de mi vida estaba clausurada. Pero otro hombre acababa
de aparecer, y me hacía sentir vibrante, atractiva, vital. Aunque no tenía intenciones
de acostarme con él, era agradable volver a experimentar el resplandor sutil que él
despertaba.
Al colgar el último vestido comencé a doblar las otras prendas para ponerlas en
los cajones. Hecho eso coloqué todos los libros en la biblioteca y me detuve para
arreglar las violetas en el florero blanco. Era un ramito barato, sin nada especial, pero
el hecho de que hubiera pensado en comprarlas resultaba conmovedor. Acaricié uno
de los suaves pétalos y me contuve, obligándome a domeñar el sentimiento cálido
que las flores despertaran. ¿Qué había dicho Millie? Los de su tipo te roban el dinero
y se mueren de risa cuando te abandonan. Millie tenía razón. Tendría que estar en
guardia.
Aún tenía que desembalar dos cajas. Cuando las cogí para dejarlas sobre la
cama se oyeron pasos en el piso del estudio. Un momento después Anthony Duke
me miraba desde la puerta. Reparó en el vestido y en el escote. No hizo comentarios,
pero los vio. Sus ojos azules brillaron de apreciación y entornó un poco los párpados,
con una mirada soñolienta y sensual. Una semisonrisa le curvó los labios. Sabía lo
que estaba pensando y me sentí complacida conmigo misma por el pequeño triunfo
logrado. Sin prestarle atención comencé a sacar mis cosas de las cajas.
Él me miró lleno de deseo; en seguida, con un suspiro, sacudió la cabeza y
volvió a mostrar su acostumbrada pose de arrogancia. Cruzó los brazos sobre el
pecho y recostó los hombros sobre el marco de la puerta, cual si fuera un perezoso
rufián.
—Veo que ha decidido quedarse —comentó.
—Eso parece.
—Bien. Pensaba que me obligaría a trabar otra batalla.
—En realidad no tengo muchas alternativas, señor Duke. Usted se ha encargado
de que así ocurriera.
—Ya lo creo. Una conducta detestable la mía. Pero le estoy haciendo un favor.
Ya lo descubrirá muy pronto.
—Veremos. Al menos tengo un techo bajo el que cobijarme.
—Por supuesto. ¿Ha visto las violetas?
—¿Qué violetas?
—Allí, sobre la estantería. Las he comprado esta mañana; me han costado un

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capital. Me ha cobrado un disparate esa vieja bruja.


—Qué gentil —observé, echando una mirada hacia la biblioteca.
—¿No le gustan las violetas?
—No mucho, pero ha sido muy amable al comprarlas.
Él soltó un gruñido de irritación.
—No sé para qué me he molestado —murmuró—. Mujeres, malditas criaturas.
Contuve una sonrisa. Él se acercó a la cama y empezó a hurgar en una de las
cajas. Sacó las castañuelas y las revisó; luego las dejó para coger la acuarela
enmarcada de mi padre, la que mi madre había pintado hacía ya tanto tiempo. La
estudió con atención.
—Un tipo interesante —dijo—. Muy buen mozo, a su manera. ¿Qué disfraz es
ése?
—No es un disfraz. Era gitano.
—¿Amigo suyo?
—Mi padre.
Arqueó una ceja, sorprendido. Le quité el retrato para dejarlo en el cajón de la
mesita.
—Se llamaba Ramón. Mi madre huyó con él. Lo mataron en una pelea a
cuchillo. Mi madre era una aristócrata, muy hermosa, y escandalizó a todo el mundo
al enamorarse de gitano. La familia la desheredó. Yo soy hija natural.
—Pasa en las mejores familias —observó él, indiferente—. Conque usted tiene
sangre gitana. Eso es muy interesante.
—Estoy muy orgullosa de ello. Yo conocía bien a los gitanos. Solía correr por los
páramos para ir al campamento. Eran… eran gente cálida, maravillosa. Me
enseñaron todas las danzas gitanas y…
—¿Danzas? —interrumpió.
—Danzas españolas.
—¿Con castañuelas? ¿Tacones, zapateos, guitarras? ¿Atrevidos, sin
inhibiciones?
Asentí. Él demostró un súbito entusiasmo.
—¿Las recuerda?
—¿Las danzas? Por supuesto.
Hizo chasquear los dedos, asintiendo vigorosamente.
—Empiezo a tener una idea, querida. Gitanos, castañuelas, cuchillos
centelleando frente a una hoguera. Comienzo a componer un cuadro en mi mente.
Usted, con un vestido español; la falda llena de volantes de diferentes colores.
Zapatea, hace repiquetear las castañuelas y…
Cogió las castañuelas y me agarró por las muñecas para llevarme al estudio. Yo
lo seguí a tropezones, bajo la mirada impaciente. Me arrastró hasta el piano y allí
quedó, con el ceño fruncido y los ojos azules enfrascados en sus propios
pensamientos. Al fin reparó en el multicolor mantón español y asintió para sí, con los
dedos aún apretados a mi muñeca.
—Nada de gitanos, querida —dijo—. No quiero ofenderla, pero la imagen no es

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la correcta. Española, eso será. Una exótica bailarina española, temperamental,


rebosante de pasión. ¡Les va a encantar!
—No sé una palabra de español —protesté.
—Eso no importa. Puede aprender unas cuantas frases. Creo que podemos
arreglarlo. Tiene el pelo del color adecuado y los ojos… Bien, ¿quién ha dicho que
todos los españoles deben tener ojos negros y centelleantes? Con el maquillaje
apropiado y los vestidos adecuados…
—¡Me hace daño en la muñeca!
—¡Deje de quejarse! Inventaremos una historia colorista. No importa lo que
digamos. ¿Quién tiene idea de lo que ocurre en España? Podría tener sangre real. No,
no, eso es demasiado. ¡Ya sé! Usted es una notoria seductora española, una famosa
bailarina expulsada de España debido a sus peligrosas relaciones con un príncipe de
la corona.
—¿Hay príncipes de la corona en España?
—¡Qué sé yo! ¿Qué importa? No me venga con detalles. Soy representante. De
eso me ocupo y nadie lo hace mejor que yo. Con mis ideas y mis conexiones podría
hacer una estrella de un poste. En su caso tengo más posibilidades.
—Gracias —le respondí.
Anthony Duke, sonriendo, me soltó la muñeca. Tuve que recordar nuevamente
la necesidad de andar con cautela. Su sonrisa era cautivante, sí, y muy atractivo el
entusiasmo juvenil, pero bajo esa fachada encantadora había un hombre rudo,
implacable, de pocos escrúpulos y una potente masculinidad. Yo tenía aguda
conciencia de su poder viril, y eso me alarmaba.
—Trabajaremos muy bien juntos, ¿sabe? y haremos montones de dinero. A ver,
coja las castañuelas. Baile un poco para que la vea. Quiero darme una idea de lo que
es capaz de hacer. Después de verla en ballet no me hago muchas ilusiones, pero en
realidad no es la danza lo que vamos a vender.
—No puedo —dije, modestamente.
—¿No puede qué?
—Bailar. Aquí no. No hay música, para empezar, y… y me sentiría muy
azorada.
—No sea ridícula.
—Necesito el ambiente adecuado.
—¡Baile! —ordenó.
Cogí las castañuelas y avancé hasta el centro de la habitación dolorosamente
consciente de sus ojos clavados en mí. La luz del sol entraba por la enorme claraboya.
Necesitaba luz de estrellas y hogueras encendidas en la oscuridad, y carromatos
coloreados entre las sombras. Necesitaba fuertes carcajadas, voces roncas y batir de
palmas en un ritmo salvaje; pero sólo había ese medido, expectante silencio. Él, con
sus brazos cruzados, se recostó sobre el piano y me miró con impaciencia. Comencé a
moverme, lentamente, vacilante, muy intranquila.
Al hacer repiquetear las castañuelas, balanceándome, comencé a recordar, y la
luz solar pareció fundirse en sombras. Vi los carromatos, las hogueras, los rostros de

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mis amigos. Los recuerdos acudieron en tropel. Volvía a ser muy joven, alegre por
estar con ellos, libre, carente de inhibiciones, y bailé, bailé de veras. Clavé mis
tacones en el suelo, me balanceé, giré en redondo. Mis sentimientos ardían. Volaba
mi cabellera, giraban mis faldas y la música cobraba más volumen, eran más fuertes
mis risas, en tanto crecía en mi sangre el viejo entusiasmo. Bailé sin pensar en
Anthony Duke, atrapada en el salvaje ritmo que parecía formar parte de mí.
Bailé durante varios minutos, pero poco a poco la música se hizo más lenta y las
manos dejaron de palmear. Allí arribó otra vez la luz del sol y el estudio. Sin aliento,
con el pecho agitado, dejé de bailar y aparté el pelo de mi cara. Él seguía recostado
sobre el piano, con los brazos cruzados y la cabeza inclinada hacia un lado con
expresión divertida.
—¿Qué? —dije.
—Ahí tenemos algo, querida.
Mientras me dirigía al piano para dejar las castañuelas, Duke me estudió con
atención, examinándome con un intenso escrutinio que me desconcertó por
completo. Podía percibir el olor masculino de su cuerpo y sentía una perversa
ansiedad de levantar la mano y deslizar las yemas por esa mejilla delgada, de
acariciar la boca gruesa y rosada que se curvaba pensativa en una comisura.
—Todavía hay mucho que trabajar —me dijo—. Eres un diamante en bruto,
pero tienes fuego, tienes sentimiento. Lo que necesitas ahora es pasión.
—¿De veras?
—¿Eres virgen? —preguntó.
Me cogió muy de sorpresa para poder contestarle.
—No pongas esa cara de ofendida. Pregunto por motivos puramente
profesionales. Si hemos de crear una mujer apasionada y tempestuosa, que exhiba
sensualidad, será mucho más difícil si no sabes de qué se trata.
—Sé de qué se trata —respondí, muy seca.
—Pensé que debería darte algunas lecciones. Tienes ya mucho atractivo.
Después de verte bailar… —Vaciló, con los ojos chispeantes—. Si yo no fuera el
caballero que soy, ya estaríamos tumbados en aquel sofá.
—Eso es lo que usted cree.
—Lo sé. Puedo ser muy convincente. No te preocupes, no trataré de seducirte.
Lo prometo.
—Sería perder el tiempo, se lo aseguro.
—¿Me estás desafiando?
—Señor Duke…
Él, sonriente, introdujo las manos en sus bolsillos y se alejó del piano. Comenzó
a pasearse por la estancia con los hombros caídos y la cabeza gacha, pensativo su
rostro chupado.
—Tendremos que empezar a trabajar con el castellano de inmediato —dijo—.
Contrataré a un tipo que te enseñe. Todos los días lecciones. El idioma no es tan
importante, pero sí el acento. Música española… ya encontraré. Te acompañaré yo
mismo al piano. No hace falta preocuparse por guitarras a esta altura. Mañana

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empezaremos.
Seguía paseándose, con el ceño fruncido, inmerso en pensamientos.
—Necesitamos un nombre. Algo llamativo, fácil de recordar, dramático. Lo de
Mary Ellen Lawrence queda descartado. Algo español, por supuesto. ¿María Elena?
Parece nombre de monja. Elena. Hummm, no me gusta Elena sólo. ¿Elena qué?
Elena… Elena… ¡Ya sé!
Se detuvo, puso los brazos en jarras y me miró con un resplandor triunfal en
sus ojos.
—¡Elena López! Eso es. Tiene la sonoridad adecuada. ¡Tiene atractivo! Desde
este momento, Mary Ellen Lawrence ha dejado de existir. Desde ahora eres una
criatura exótica que enloquece a los hombres. Fiera, tempestuosa, ardiente de pasión.
Serás sensacional. Elena López será el ser más excitante que haya visto esta ciudad.
—¿De veras? —pregunté, vacilante.
—Lo será, querida —exclamó—. Te doy mi palabra.

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Capítulo XV

Hyde Park estaba encantador, lleno de verde y de grandes espacios bañados


por el sol. En lo alto, el cielo puro y pálido mostraba un leve tono azul. Millie y yo
paseábamos entre tablas cultivadas de color violáceo, blanco y azul, con
espectaculares toques de rojo. A lo lejos se oía jugar a los niños, el chapoteo del agua
y el trajín de los carruajes por los paseos, pero allí todo era sereno; sólo unas pocas
personas caminaban por los anchos prados. Cerca del mediodía recogí a Millie en un
coche para almorzar en un restaurante barato; ya debían de ser más de las tres de la
tarde.
A esa hora yo debía estar estudiando castellano. Anthony Duke se había
marchado a las once, diciendo que no regresaría hasta las seis. Por eso, en lugar de
absorberme con la gramática española y ejercitarme en su pronunciación, había
decidido ver a Millie. Estaba decidida a no sentirme culpable. Llevaba semanas
trabajando día y noche, al parecer, y tenía derecho a una tarde libre. Si Duke lo
descubría y se oponía a ello, paciencia. Era un negrero implacable, lleno de increíbles
exigencias, y la tensión nerviosa superaba casi lo que yo podía soportar. Necesitaba
algún descanso y, sobre todo, unas pocas horas de libertad.
—Todo eso me huele mal —anunció Millie—. ¿No te ha hecho siquiera una
proposición?
—Ni una —repliqué.
—¿No te ha tocado?
—Oh, claro que me ha tocado. Ayer me cogió de los brazos y me sacudió como
si quisiera romperme; y la semana pasada me dio una bofetada. Yo se la devolví, por
supuesto. Entonces me agarró por el cuello, enseñando los dientes, y dijo que si no
hubiera invertido en mí tanto tiempo y dinero me habría estrangulado. Cuando las
cosas no van bien se convierte en un monstruo.
—Ya lo veo.
—Casi siempre se muestra paciente, pero… Bien, yo me pongo nerviosa, y él
también, y entonces se producen esas pequeñas explosiones. No significan nada.
Habitualmente es muy amable. Me exige mucho, pero también se exige a sí mismo.
Cree en mí, Millie, y se lo ha jugado todo por mí.
—Ajá.
—Ya está endeudado y tendrá que gastar mucho más antes de mi presentación.
Si fracasa lo perderá todo. Estas últimas semanas han sido como una pesadilla
viviente en muchos aspectos, pero en otros han sido las más excitantes de mi vida. Él
es muy dinámico, está lleno de empuje. Cuando trabaja se pone muy serio; todo su
fácil encanto desaparece por completo.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Ha ganado tu total confianza, ¿no?


—Nada de eso —respondí—. No me hago la menor ilusión sobre él. Lo hace
todo por sí mismo, pues cree que le haré ganar una inmensa fortuna. Si tengo éxito
puede renunciar a su trabajo en Dorrance y dedicarse a representarme
personalmente. Será rico, pero yo también lo seré, Millie. Y además famosa.
—Eso te importa mucho, ¿verdad?
Asentí.
—Tengo mis razones.
—Quieres darle una lección a ese hombre, el que te abandonó. Querías ser una
bailarina famosa para que él te viera en toda tu gloria y se lamentara de lo que hizo.
Y ahora vas a ser una española fogosa que juega con los hombres, y él se va a sentir
peor todavía.
—No es mi único motivo.
—Me parece que es el principal.
—Tal vez —admití—. En realidad no he tenido mucho tiempo para pensar en
Brence Stephens.
—Ahora tienes otro hombre en perspectiva. Siempre ocurre así: cuando aparece
otro hombre una se olvida del anterior.
—Anthony Duke no es otro hombre —corregí con firmeza—. Nuestra relación
es sólo profesional.
—¿Ah, sí?
—Ambos trabajamos con una meta común. Sería una estupidez por mi parte
permitir que hubiera otra cosa entre nosotros. Tú me previniste, ¿recuerdas? Y tomé
muy en serio tu advertencia. Sé muy bien que cualquier otra cosa acabaría en un
desastre.
—La carne es débil, querida, y ese Duke es demasiado apuesto. Tan alto,
delgado, deslumbrante. Parece un pirata alegre, con esa nariz torcida y las cejas
arqueadas y esos ojos azules de demonio. No es mi tipo, pero hay pocas chicas
capaces de resistirle.
—Para mí es muy fácil.
Millie me lanzó una mirada experta y se alisó los rizos rubios, con una sonrisa
traviesa. Estaba convencida de que yo me había encaprichado de Anthony Duke, y
nada de cuanto yo dijera le haría cambiar de idea. Millie podía afectar una actitud
dura y cínica, pero en el fondo era una romántica. Se quitó una pelusa de la falda
amarilla y se detuvo para contemplar una tabla sembrada de espuelas de caballero
que lanzaban destellos azules bajo el sol.
—¿Te saca a pasear? —preguntó.
Yo sacudí la cabeza.
—Dice que me tiene escondida. No quiere que nadie me vea todavía. Cuando
llegue el momento oportuno me lanzará a los cuatro vientos sin omitir detalle, pero
por el momento…
Dejé la frase sin terminar, comprendiendo que sonaba a odio.
—¿Pasas todas las noches en ese estudio?

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Sí, pero trabajando —le recordé—. Repaso mis lecciones de castellano y me


ejercito en bailes gitanos.
—Y él sale todas las noches.
—Va al teatro —dije, a la defensiva—. Es su trabajo.
Nos dirigimos por el camino que conduce a los grandes portones de hierro de la
calle Oxford. Los árboles, a cada lado, dejaban caer sombras sobre el sendero, con un
parpadeo de tonos grises y azulados que danzaban en el suelo. En lo alto susurraban
las hojas y los pájaros cantaban a todo pulmón entre rápidos y cortos vuelos. La
algarabía de los niños se fue alejando a medida que nos acercábamos a los portones.
La falda de mi vestido de algodón, con rayas azules y violáceas, se agitaba al impulso
de la suave brisa. Abrí mi bolso de seda y conté las monedas que me quedaban;
tendría suficiente para pagar un coche hasta el estudio.
—Sabes que tiene una amiguita, ¿no? —comentó Millie.
—Yo… —Vacilé, pues me había cogido por sorpresa—. Bien, lo suponía. A veces
no vuelve hasta muy tarde. Hace tanto ruido que siempre lo oigo. Una vez llegó a las
tres de la mañana. Claro que debe tener una mujer. Es un hombre muy viril; los de
ese tipo siempre…
—Es una rubia —interrumpió Millie—. Lo vi con ella. Yo iba en un coche, a ver
a uno de mis clientes, y cuando pasábamos por el teatro lo vi salir. Se paró junto a la
acera esperando un coche, pero no tuvo suerte. Vestía capa y sombrero de copa. Lo
reconocí en seguida. ¿Cómo no lo iba a reconocer, con esa altura y esa elegancia?
Millie hizo una pausa, pero yo quise preguntarle, afectando una indiferencia
que no sentía.
—La tenía abrazada por los hombros. Fría, ella, y altanera. Una de esas rubias
platino, altas y de cara perfecta. Llevaba un vestido de terciopelo azul y parecía muy
fastidiada por tener que esperar un coche. ¿La conoces?
—Claro que no.
—No creo que te gustara —me dijo ella—. Por la forma en que él la tenía
abrazada, se ve que le agrada mucho. Parecía conocerla muy bien.
—No me interesa en absoluto, Millie. Lo que Anthony Duke haga no es cosa
mía. Por mí puede tener todo un harén. Y conociéndolo, es probable que lo tenga.
—No me sorprendería —añadió Millie—. Es un verdadero pícaro ese hombre.
Los altos y delgados siempre lo son. Ten cuidado, querida. No quisiera verte dolorida
otra vez.
—Te aseguro que no volverá a ocurrir.
Al cruzar los portones dejamos el parque atrás. El tráfico era muy denso en la
calle Oxford; por ella circulaban carruajes y vehículos de todo tipo, con resonar de
cascos y de ruedas sobre los adoquines. Busqué un coche, algo preocupada por el
tiempo. No era conveniente que Anthony Duke volviera antes que yo.
—Te echaba de menos —dijo Millie—. La casa no parece la misma sin ti.
—Yo también te he echado a faltar. Hemos pasado una bonita tarde; tenemos
que repetirlo con más frecuencia. ¿Tus cosas van bien?
—Dentro de lo posible, querida. Todavía tengo esperanzas de encontrar al

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

hombre adecuado, el que me reforme y me instale en un hogar propio. El verdadero


problema es que cuando conozco a un tipo lo que menos piensa es reformarme.
Se echó a reír alegremente, como una niña traviesa. Detuve un coche; mientras
se acercaba di a Millie un abrazo rápido e impulsivo. Sentía un súbito afecto por esa
picaruela que soportaba su destino con aplomo tan valiente. En este mundo no
abundan las Millies.
—Te vas a cuidar, ¿eh, guapa?
—Lo prometo —aseguré, abriendo la portezuela del coche—. Y tú haz otro
tanto.
Di la dirección al cochero y, cerrando la portezuela, me recosté contra el asiento
cubierto de polvo. Mientras el carruaje se introducía en la densa corriente del tráfico,
pensé en lo que Millie me había contado. Conque Anthony se veía con una rubia. No
me sorprendía en absoluto, por supuesto. No me importaba. Por mí, podía verse con
una mujer distinta todas las noches. La nuestra era una relación de negocios, nada
más, y si él quería tontear por allí con una rubia gélida, ése no era mi problema.
Es más, hasta cierto punto me gustaba. Al menos debía admitir eso. Hubiera
sido imposible no sentir cierto afecto por él, aunque era un chulo descarado que se
pasaba el tiempo ladrando órdenes y corrigiéndome hasta que me daba vueltas la
cabeza. Se enfadaba con facilidad, sobre todo cuando llevábamos horas trabajando
sin cesar. Pero sus arranques eran sólo un modo de liberar la energía nerviosa
acumulada. Sabe Dios que también yo tenía mis explosiones, tan fuertes como las
suyas. Sonreí al recordar que en una ocasión le había arrojado un florero a la cabeza,
y su expresión sorprendida al ver que había fallado por muy poco.
Tal vez fuera un matón, pero resultaba maravillosamente estimulante, y sus
tácticas tenían éxito. Había decidido que yo bailaría dos danzas: una, rápida y fiera;
la otra, lenta y sensual. Había acabado sabiéndolas a la perfección. La coreografía
pertenecía a Anthony y se basaba en mis danzas gitanas. Tal vez yo no tuviera
condiciones para el ballet, pero era buenísima para esas danzas, en especial porque él
se negaba a renunciar y me instaba a seguir casi hasta el colapso. Lo mismo ocurría
con el castellano. Me impulsaba sin piedad, obligándome a repetir las lecciones una y
otra vez cuando mi profesor se retiraba. Como resultado, mi acento era casi perfecto,
aunque mi vocabulario dejara mucho que desear.
Era bravo y decidido, exigente hasta lo increíble, y resultaba forzoso admitir
que trabajar con él me entusiasmaba. Disfrutaba cada minuto, hasta cuando
reñíamos. Si se sentía complacido, el matón dejaba lugar al canalla encantador de la
adorable sonrisa. Entonces era delicioso. Sin embargo, rara vez era posible
complacerlo, porque había nacido perfeccionista. Elena López era creación suya, y
debía ser una sensación, hacer que ardiera el escenario, tener a todo Londres a sus
pies. Él no aceptaría nada menos.
El carruaje se estremeció al girar en la esquina. A través de la ventanilla
distinguí un puesto de periódicos atendido por un niño harapiento que agitaba uno
en sus manos. Elena López no era sensación aún, pero ya había aparecido más de un
artículo sobre ella. Anthony se encargaba de eso, por supuesto. Había llevado a su

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

amigo David Rogers al estudio para planificar juntos la campaña. Trabajaron con
entusiasmo, ruidosamente, de corazón. Sin prestarme la menor atención, discutieron
entre sí para crear una personalidad ficticia, exótica y deslumbrante para la
fascinante Elena.
Rogers, un joven simpático, de constitución robusta, parecía pasar la mayor
parte del día en los campos de fútbol. Sus facciones eran acentuadas, sus ojos gris-
verdosos, vivaces y su espesa melena, castaña, que cepillaba severamente hacia un
lado. Más corpulento que Anthony y no tan alto, Rogers exudaba un aura de buena
salud y vitalidad sin límites. Los dos hombres habían entablado amistad en la época
en que Anthony trabajaba en la calle Fleet; desde entonces se mantenían en contacto.
Rogers escribía artículos de actualidad para uno de los periódicos importantes,
proporcionaba temas para varias de las columnas, hacía crítica teatral y, por
supuesto, estaba escribiendo una obra. Anthony lo había nombrado representante
oficial de prensa de Elena López, y debía encargarse de tratar con los caballeros de
Fleet Street. Además, era el único entre los colegas de Anthony que sabía la verdad
sobre la seductora española.
Dos semanas antes había aparecido un artículo «informativo» más o menos
breve comunicando a los lectores que la famosa bailarina Elena López había sido
expulsada de España debido a la inquietud política provocada por la relación con un
«príncipe de la corona», cuyo nombre no se daba. Al parecer, el príncipe había
gastado una fortuna en «la belleza morena y sensual» y hasta le había dado joyas que
pertenecían al Estado. El Estado había exigido la devolución de las joyas y, ante la
negativa de la bailarina, la policía entró en su apartamento para recobrarlas por la
fuerza. El príncipe de la corona recibió una amonestación oficial y la bailarina fue
expulsada como «influencia perniciosa». Al abandonar España llevaba consigo tres
alhajas de las que el príncipe le había dado: un brazalete de diamantes, un collar de
diamantes y rubíes y un exquisito prendedor de diamantes. Los tres habían sido
regalos de Fernando V a Isabel, al cumplirse el primer aniversario de su boda. Las
joyas habían sido hábilmente camufladas en los tacones de un par de zapatos antes
de que la policía irrumpiera en el departamento de la López.
Una semana después apareció un segundo artículo. Afirmaba que el señor
Anthony Duke acababa de regresar de París, tras largas negociaciones con Elena
López, la bailarina española, quien posiblemente hiciera su primera aparición en
público desde su exilio con los auspicios de la Compañía de Ópera Dorrance. La
bailarina era descrita como «difícil, exigente hasta lo irrazonable y tempestuosa». El
señor Duke no creía que pudieran llegar a un acuerdo, pues la bailarina no tenía
intención de seguir su carrera teatral. Había permitido que Duke examinara las
famosas alhajas, según el artículo, pero cuando él le preguntó algo sobre las mismas
se las arrebató de las manos, afirmando que se las había ganado, y que toda España
podía arder en llamas por lo que a ella concernía. Las joyas no serían devueltas.
El artículo provocó un considerable interés y causó un torrente de cartas
furiosas a la prensa; las cartas destilaban indignación moralista y protestaban con
vehemencia por la aparición de la bailarina en Inglaterra. Rogers y Anthony habían

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

pasado varias horas arreglándoselas en un mutuo desafío por quién escribía la más
expresiva. Pero las cartas enviadas por ellos instigaron a otros ciudadanos,
sinceramente indignados, a escribir a su vez para deleite de los dos. La campaña
funcionaba perfectamente. Elena López ya había creado una pequeña conmoción, y
Rogers, con la ayuda de Anthony, ya estaba trabajando en un largo artículo que
pronto daría que hablar a todo Londres sobre la notoria seductora española.
Cuando el coche cruzó un puente percibí el olor del río y comprendí que ya
estábamos cerca del estudio. Elena López ya había cobrado vida propia en las
páginas de los periódicos. Por entonces vivía en París, bebiendo champán, cubierta
con vestidos de terciopelo y entre el destello de sus joyas, mientras Mary Ellen
Lawrence daba tumbos en un carruaje viejo y polvoriento, vestida con un viejo traje
de algodón y sin suficientes monedas en el bolso para pagar el viaje. La fiera criatura
que ya era carne y hueso en el cerebro de tantos no tenía relación alguna conmigo.
Elena López era un fraude bien conocido, y yo me preguntaba si lograría representar
mi parte en él sin contratiempos.
Los caballos se detuvieron y el cochero descendió para abrirme la portezuela. Al
contar una a una mis monedas, descubrí que tenía la cantidad justa; no me quedaba
siquiera una para la propina. El cochero, con aspecto de malhumor, gruñía para sí al
subir de nuevo hasta el pescante para alejarse. Entré al oscuro vestíbulo y comencé a
ascender las escaleras, con el ferviente deseo de que el estudio estuviera en la planta
baja. No era de extrañar que Anthony fuese tan delgado. Con semejante cantidad de
escaleras cualquiera perdía las grasas suficientes para mantener la línea.
Pasé junto a la puerta de sus habitaciones privadas y seguí subiendo hasta el
estudio. La puerta estaba de par en par. Tuve la sorpresa de encontrar a Anthony
paseándose por la habitación con las manos en la espalda y la mandíbula adelantada
en un gesto de agresividad. Al verme se detuvo, fulminándome con los ojos. Se
hallaba extraordinariamente bien vestido: botas negras brillantes, pantalones de color
pardo oscuro, chaqueta del mismo color y un chaleco de satén crema, con hojas
bordadas en un tono más oscuro. Sus ojos parecían estallar en llamas azules y tenía
las mejillas rojas. Una pesada onda castaña le caía sobre la frente.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—¿Dónde has estado? —tronó él.
—He salido —repliqué, disgustada por su tono.
—¿Adónde has ido?
—Un momento…
—No estoy de humor para juegos, Mary Ellen. ¡Responde!
—He ido a comer con una amiga y después hemos dado un paseo por Hyde
Park.
—¡Has estado con un hombre!
¿Estaría celoso? La idea me gustó. Intenté pasar tranquilamente a mi
dormitorio, pero él me agarró del brazo, apretando brutalmente los dedos.
—¡Contéstame!
—No recuerdo que hayas hecho alguna pregunta que no haya contestado ya.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Has estado con un hombre, ¿verdad?


—Si así fuera, señor Duke, no creo que le importe mucho.
Sus ojos centellearon, con el ceño amenazadoramente fruncido. Su boca se
convirtió en una línea tensa y terrible, con las fosas nasales dilatadas. Nunca lo había
visto tan furioso. Sentí un leve escalofrío de triunfo y decidí enfadarme también, pero
fríamente, como corresponde a una dama. Hice que ahora soltara mi brazo y lo miré
con helada compostura.
—No eres mi dueño —le espeté.
—¡Qué ingratitud!
—¿Se supone que debo estarte agradecida?
—¡Estoy gastando una fortuna en ti! Ya estoy endeudado hasta la coronilla, y
todavía no han empezado los gastos fuertes. Tus vestidos, tus disfraces y la
habitación del hotel van a ser de lo mejor, fíjate, el mejor departamento del mejor
hotel. Elena López no puede recibir a la prensa con un harapiento vestido de algodón
y un estudio de buhardilla. ¡Te he alimentado, he puesto un techo sobre tu cabeza,
he…!
—¡Me has dado de comer, sí! —Mi enfado empezaba a ser auténtico—. Haces
que Cleeve me traiga una bandeja. No hemos cenado juntos desde aquella primera
noche. Ni una sola vez. Nunca me has llevado a un restaurante. Me tienes encerrada
en este…
—¡Tengo que mantenerte oculta! Nadie debe verte. Nadie debe saber de ti.
Cuando Elena López llegue a Londres…
—¡Elena López ya me tiene harta!
—Oye, pedazo de…
—Te lo advierto, Anthony; si me pegas, si te atreves a levantarme la mano,
saldré por esa puerta y…
—¡Inténtalo, haz la prueba!
—Hasta ahora le he seguido la corriente, señor Duke. He trabajado hasta más
no poder, he consentido que me grite y dé órdenes. He dejado que me maltrate como
un zapato viejo que se puede tirar de aquí para allá. ¡Pero soy un ser humano!
Aunque no lo crea, tengo sentimientos. Usted tiene todo el derecho de salir noche
tras noche y no regresar hasta la madrugada, pero cuando yo decido pasar algunas
horas con…
—¿Quién es él? —me interrumpió.
—Eso no es…
—¡Quiero saber quién es!
Lo miré fijamente, desafiante, negándome a contestar. Anthony echaba chispas,
con los ojos ardiendo y la mano derecha apretada en un puño, dispuesto a
golpearme. Al fin soltó una fuerte maldición y se golpeó el puño contra la palma de
la mano izquierda. Hizo un ruido potente; él, con una mueca de dolor, sacudió
vigorosamente la mano izquierda para aliviar la sensación. No pude evitar una
sonrisa, con lo cual me gané otra mirada asesina. Respiró hondo y se dirigió hacia el
piano. Aunque estaba a mis espaldas, comprendí que se esforzaba por dominarse.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—No sabía que fueras a regresar tan pronto —comenté, con tono indiferente.
Él giró en redondo para mirarme cara a cara con las cejas aún enarcadas.
—¡Ya se nota! ¿Cuánto tiempo llevas haciendo esto?
—¿Cuánto tiempo llevo haciendo qué?
—¡Escapándote para encontrarte con ese… ese hombre! Tenías que estar
estudiando castellano.
—Hoy no tenía ganas.
—No abuses de tu suerte, Mary Ellen. Ahora me estoy dominando, pero no
tienes idea de lo cerca que he estado de golpearte. Estoy tranquilo y dispuesto a
mostrarme razonable, pero no abuses. No volverás a verlo.
—Esa es una decisión que debo tomar yo.
—No vas a dar un paso fuera de este maldito edificio a menos que sea conmigo.
¡Es una orden! Si sabes lo que te conviene, será mejor que obedezcas. No sé quién es
ese tipo, pero ya puedes ir olvidándote de él. Hemos ido muy lejos y trabajado
demasiado. Una sola equivocación podría destrozarlo todo.
—Estás preocupado de veras, ¿eh?
—¡Y qué te parece! El artículo de David saldrá la semana que viene. Elena
López aparece en Londres una semana después. Desde ahora en adelante tendremos
que andar con mucho cuidado y trabajar muy duro.
—Ya sé las danzas —respondí—, y mi acento español es el mejor que jamás
podré conseguir. Estoy cansada.
—Estás nerviosa, querida —replicó, relajándose un poco—. Te sentirás mucho
mejor cuando haya pasado la entrevista con la prensa y hayas hecho tu presentación.
Estarás espléndida, espléndida.
—¡Gracias!
—¿Quieres que te saquen a pasear, que te lleven a restaurantes? Ya te cansarás
de todo eso cuando seas Elena. Todos los hombres de Londres se pelearán por
colmarte de atenciones.
—No veo la hora —repliqué, muy seca.
Él sonrió. Se apartó el grueso mechón de la frente y se acercó a mí, para
apretarme los brazos con afecto. Sentí un delicioso estremecimiento, pero también
rabia, como si me hubiera dado una palmadita en la cabeza. Me aparté. Sentí que los
ojos iban a llenárseme de lágrimas y me esforcé en reprimirlas, volviéndole la
espalda. No quería llorar. ¿Qué me estaba pasando? Me invadió la tristeza, una
tristeza inmensa, y me sentí sola; demasiado sola. Por dentro tenía un doloroso vacío.
Habitualmente me mostraba fuerte, capaz de dominarme, pero en los últimos
tiempos parecía que estuviera perdiendo el control de mis emociones. Era como si
viviese de mi energía nerviosa y las tensiones se fueran acumulando día a día. Cerré
los ojos y aspiré con fuerza, luchando contra las lágrimas.
—¿Te encuentras bien? —preguntó él.
Asentí. Oí sus pasos que se acercaban, lo sentí aproximarse. Se detuvo detrás y
pensé que mis nervios estallarían. No me atreví a volverme. Cercó mi cintura con sus
brazos y me atrajo hacia él.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—¿Seguro?
—Estoy bien, Anthony.
—Oye, no quería comportarme así. No era mi intención. Es este carácter
endiablado que tengo. En realidad te quiero mucho. Sería incapaz de hacerte daño, y
podría matar a cualquiera que se atreviera a hacértelo.
Sus brazos me estrecharon la cintura, obligándome a apoyarme sobre él. Sentí el
calor de su cuerpo, y todas las fibras de mi ser parecieron estirarse, tensas. Traté de
no temblar.
—Uno de estos días te mostraré mi gratitud —dijo—. Uno de estos días te
alegrarás de haberte unido a mí. Es una promesa, Mary Ellen. Nunca te lamentarás
de todo esto.
Me apretó con fuerza antes de soltarme abruptamente. Avanzó hasta el piano y
cogió un par de guantes. Yo lo observé mientras se los ponía. Escogió su sombrero de
copa y se acercó al espejo para calárselo, inclinándolo un poquito. Después cogió la
capa gris que había dejado sobre el sofá y la hizo girar en el aire para echársela sobre
los hombros. No lo había visto de capa al despedirse, horas antes, y comprendí de
pronto que se había cambiado por completo.
Era obvio que se estaba preparando para volver a salir, aunque era demasiado
temprano para que fuera al teatro. Sacudió los hombros para que la capa se
acomodara y arregló los pesados pliegues.
—He venido temprano para cambiarme —dijo—. Había olvidado que esta
noche tenía una cita. No voy a ir al teatro. Por una vez, pueden pasar sin mí.
No hice comentarios.
—Prometí ir a una fiesta con… un amigo mío. Es en las afueras de Londres,
bastante lejos. Tenemos que salir temprano, y probablemente no vuelva hasta el
amanecer.
¿Por qué me daba tantas explicaciones? No tenía obligación de hacerlo. ¿Acaso
se sentía culpable?
—Cuando he visto que no estabas aquí me he preocupado mucho. Cleeve no
tenía la menor idea de dónde habías ido. Me he preocupado de veras, Mary Ellen.
—Ah, ¿sí?
—Creo que por eso me he enfadado tanto.
Seguía frente al espejo, admirándose como el hueco pavo real que despliega su
plumaje. Satisfecho por fin, suspiró y tendió la mano hacia el esbelto bastón negro
que solía utilizar.
—Estas pequeñas riñas te hacen bien. Sacan a relucir tu espíritu. Hay mucha
sangre gitana bajo ese aspecto recatado. Tendremos que trabajar un poco ese aspecto.
Eres borrascosa, temperamental. Necesitarás unas cuantas lecciones de arte escénico.
—¿De veras?
—No muchas. En realidad tienes carácter fuerte, querida. Tengo la sensación de
que si te enfadaras de verdad serías formidable. Como Mary Ellen eres fría dignidad
y muy afectada, pero en ti hay mucho de Elena, la gitana, más de lo que imaginas.
Sonrió. Me habría gustado abofetearle.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Tengo que darme prisa. Ya voy a llegar tarde. Esta noche descansa un poco y
olvídate del castellano. Cleeve te traerá una buena cena caliente. Mañana espero
verte fresca y totalmente animada.
Y cruzó la habitación, con la capa balanceándosele en los hombros. Al llegar a la
puerta se volvió, con el sombrero airosamente inclinado. Mientras lo veía retirarse
imaginé cómo era «el amigo» con quien iba a salir: una rubia fría y altanera, vestida
de terciopelo azul. Cogí el largo florero chino que adornaba la mesa cercana y lo
examiné con mucho interés. Oí cómo se cerraba la puerta de la calle y un carruaje se
puso en marcha frente al edificio. Contemplé el florero. Era precioso: blanco puro,
adornado con exquisitas flores en oro y naranja.
El carruaje se alejó. Estrellé el florero contra la pared opuesta. Se hizo añicos con
un gran estallido, y cien fragmentos mezclados cayeron ruidosamente al suelo.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XVI

Miré al espejo, y Elena López me devolvió la mirada. Había oscurecido mis


cejas y mis pestañas con rimmel, tenía los párpados cubiertos con una suave sombra
violácea. El colorete destacaba mis pómulos altos; me pinté los labios de un rojo más
oscuro. Aunque el maquillaje había sido aplicado sutilmente, con mucho cuidado, el
efecto era muy satisfactorio. Los ojos parecían más oscuros, de un color azul violeta
intenso, y mi aspecto era mucho más sofisticado, casi exótico. Llevaba el pelo de
ébano, tirante hacia atrás, con largos rizos elásticos cayéndome entre los omóplatos.
Tanto el maquillaje como el peinado habían sido escogidos sólo después de muchos
experimentos.
Anthony quería que me pusiera un falso lunar, pero yo me negué; tras una
larga discusión tuvo que ceder él. Había recibido unas pocas lecciones de arte
escénico, y estaba segura de conocer bien a Elena López: su voz, sus gestos, sus
reacciones, hasta sus procesos de pensamiento. Parte de su rebeldía había pasado a
Mary Ellen; yo no era ya tan maleable y fácil de manejar como en un principio.
Aunque tampoco era, por cierto, tan tempestuosa y temperamental como Elena
López, podía mostrarme sumamente obstinada como Anthony acababa de descubrir.
Palié un poco el rubor de las mejillas y, satisfecha al fin, me levanté del tocador.
Aunque trataba de aparentar calma y compostura, en realidad era un manojo de
nervios. Dentro de una hora, exactamente, Elena López se inscribiría en el hotel. Sería
su primera aparición en público, y David ya nos había advertido que varios de sus
colegas nos estarían esperando en el vestíbulo, con la esperanza de lograr ventajas
antes de la recepción oficial a la prensa. Sería una prueba de fuego, y yo estaba muy
asustada. En ese momento estaba totalmente arrepentida de haber aceptado formar
parte de ese engaño.
El artículo de David había aparecido una semana antes. Era un pintoresco
trabajo de ficción que había despertado el interés general. Revelaba que Elena López
era hija ilegítima del famoso Lord Byron y de una belleza española, a la que había
adorado brevemente, abandonándola sin piedad al descubrir que estaba embarazada.
Elena tenía catorce años al morir su madre. Comenzó a bailar en las cantinas,
apoyada por un noble español, enormemente rico, que la mantenía bien provista de
joyas y empleaba el látigo contra sus posibles rivales. Al fin Elena abandonó al noble
para viajar hasta Rusia, donde se convirtió en la amante de Alejandro, hijo del zar
Nicolás y futuro soberano de toda Rusia. Ella cabalgaba alocadamente por las
estepas, rodeada por su propia corte de fieros cosacos, había sido causante de un
duelo a muerte entre dos importantes diplomáticos rusos y daba escandalosas fiestas
para Alejandro y sus amigos. Un joven poeta ruso se había suicidado de un disparo

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

al negarse ella a brindarle sus favores. Como el suicida era un poeta del pueblo, su
muerte estuvo a punto de provocar una gran revolución. Siervos furiosos atacaron el
carruaje de Elena a pedradas, hiriendo a Alejandro en la frente. Al fin el zar Nicolás
en persona le entregó una gran cantidad de dinero para poder rescatar a su hijo de
sus garras, e hizo que Elena abandonara Rusia.
Según el artículo, a su regreso de Rusia, Elena había iniciado su aventura con el
príncipe de la corona española, aventura que terminó con su expulsión de España.
Una vez más se mencionaban las joyas de Isabel, describiéndolas detalladamente, y
se repetía la anécdota según la cual Elena las había ocultado en un zapato. Durante
su reciente estancia en París, Elena había caído bajo la hipnótica atracción de Franz
Liszt, concertista de piano y compositor, tan famoso por sus amoríos como por su
música. Había sido una aventura rimbombante, conocida por sus feroces riñas y por
su violencia física. En cierta oportunidad Liszt le cerró la puerta de la habitación del
hotel donde vivían. Elena entró por una ventana, armada de un cuchillo, e hizo
pedazos toda la ropa del compositor. Él intentó estrangularla y acabó huyendo hacia
Alemania. Elena, aún furiosa por su cobardía, clamó que no era ni remotamente el
soberbio amante que decían. Que el más manso de sus cosacos podía superar al gran
Franz Liszt llegado el momento de la pasión.
Mientras me vestía pensé en el artículo. En mi opinión era totalmente
descabellado, pero al público parecía fascinarle. Tanto David como Anthony estaban
encantados con los resultados: todo Londres hablaba de Elena López y quería
conocerla personalmente. Todas las entradas para el teatro estaban vendidas para
varias semanas, e incluso aquellos a quienes nada importaba la ópera seguían
pidiendo asientos. El hecho de que Elena fuese, supuestamente, hija de Lord Byron
explicaría mis ojos azules y mis facciones inglesas, según aseguraba Anthony. En
cuanto a la historia rusa, ¿quién se molestaría en desmentirla? En cuanto a mí, el
episodio de Franz Liszt me despertaba muchas dudas; Liszt aún vivía y seguía
presente en la opinión pública, pero Anthony se reía de mis preocupaciones. El
compositor era famoso por sus aventuras amorosas, decía, y si por casualidad llegaba
a leer el artículo probablemente se divertiría con él. No iba a negar, por cierto, haber
tenido relaciones amorosas con la famosa Elena López. Real o no, esa historia no
hacía más que aumentar su reputación.
Yo dudaba mucho que el pianista apreciara los comentarios de Elena sobre sus
habilidades en la cama. Todo el tono del artículo me perturbaba. Elena López era una
aventurera incansable, totalmente sin escrúpulos, y Mary Ellen Lawrence era su
espíritu, su temperamento, no hacía más que representar, e incluso tenía reservas
sobre mi capacidad de hacerlo con éxito. Anthony no las tenía, o al menos eso
afirmaba. Insistía en que yo lo haría extraordinariamente bien. Sin embargo, yo
sospechaba que tenía sus dudas secretas. En los últimos tiempos su tensión y su
irritabilidad iban en aumento; sus modales airosos habían sido reemplazados por
una sombría determinación que aumentaba mis aprensiones.
Mientras arreglaba la falda de terciopelo sobre mis enaguas y ajustaba el
corpiño, pensé en las luchas que habíamos mantenido referente al vestuario.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Anthony veía a Elena como una mujer de vestidos llamativos y rimbombantes; yo en


cambio la consideraba exquisita y elegante, aunque más atrevida de lo que la moda
indicaba. Al fin gané, pero no sin considerables disputas. Una mujercita de cutis
opaco y ojos pardos que pedían disculpas sin cesar llegó un día al estudio para
tomarme las medidas. Di por supuesto que lo hacía para preparar el vestuario y no
dije una palabra. Pero esa tarde, al abrir mi ropero, lo encontré totalmente vacío.
Tampoco en los cajones de la cómoda había una sola prenda. A excepción de lo que
llevaba puesto, hasta el último pañuelo había desaparecido. Anthony llegó con varias
cajas que contenían el atuendo para esa noche: zapatos, ropa interior, vestido,
guantes, sombrero. Alegremente me informó que Cleeve había empaquetado todas
mis cosas para donarlas a un asilo de ancianos. Yo quedé molesta, naturalmente,
hasta recibir la explicación de que el guardarropa de Elena López llegaría al hotel en
baúles nuevos de cuero gris.
—Para la López, sólo lo mejor —dijo.
—Pero mi ropa…
—Pertenecía a Mary Ellen Lawrence. Elena López no la admitiría ni después de
muerta. No te preocupes, querida; tus cosas nuevas te gustarán mucho. Y será mejor
que te gusten, porque me están costando un ojo de la cara.
Al recordar nuestras disputas me sentí muy intranquila por el hecho de que él,
por su cuenta, se hubiera arrogado el trabajo de seleccionar mi nuevo vestuario. Abrí
las cajas, dispuesta a encontrar prendas muy llamativas, llenas de lentejuelas y
volantes, pero allí sólo había elegantes zapatillas negras, encantadoras prendas
interiores de seda beige, guantes de encaje negro, un sombrero magnífico y el
glorioso vestido de terciopelo purpúreo que en ese momento llevaba puesto.
Anthony destilaba placer al verme abrir las cajas. Admitió que había estado
equivocado, que Elena debía tener un gusto perfecto para elegir su ropa fuera del
escenario, y reservaría lo llamativo para las candilejas. Me aseguró, nuevamente, que
me encantaría el resto de los vestidos, los que contenían los baúles de Elena.
Estaba ansiosa por verlos, pero antes debía pasar por el difícil momento de
llegar al hotel, inscribirme y esquivar a los señores periodistas. Al pensar en eso
temblaba por dentro. Anthony estaría a mi lado, prestándome algo de fuerza, y
también David. David pensaba encontrarse con nosotros en el vestíbulo, una vez que
llevara a Millie al hotel y la inscribiera en una habitación privada propia.
Millie iba a ser mi doncella particular. Se mostraba feliz ante la idea de
«adquirir respetabilidad», y la emocionaba la perspectiva de formar parte de mi
nueva vida. Anthony se había opuesto a contratarla, asegurando que no podía
costear su sueldo, que ya estaba en bancarrota sin necesidad de eso y que yo podía
muy bien arreglarme sola. Pero me mantuve firme; le comuniqué fríamente que si no
se daba a Millie ese trabajo, Elena López no pondría un pie en Londres. Él me siguió
la corriente, acusándome de extorsión, pero al fin cedió, con lo cual yo obtuve otra
pequeña victoria.
Desde la noche en que Anthony había salido para llevar a su amiga a aquella
fiesta, yo me mostraba mucho más difícil de manejar. A partir del momento en que

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

estrellé el florero contra la pared fui deliberadamente temperamental; puse sus


criterios en tela de juicio, discutí con él, insistí en salirme con la mía en muchas
ocasiones. A veces me descubría irritándolo a propósito, y resultaba muy fácil irritar
a Anthony. Pasaba horas y horas cada día creando a Elena López bajo su tutela, y al
parecer iba adquiriendo en la realidad parte de su fuerza y de su autoconfianza.
De pie frente al espejo admiré a la mujer reflejada en el cristal. Era exótica, sin
duda, en absoluto parecida a Mary Ellen. El vestido era un espeso terciopelo
purpúreo, de mangas estrechas y corpiño ajustado con un escote cuadrado que
dejaba al descubierto buena parte de los hombros y una considerable porción del
seno. La falda descendía desde el corpiño, ajustado en pliegues lustrosos, sobre
enaguas color de malva llenas de volantes. Era un vestido digno de una reina, simple,
increíblemente elegante. Me puse los delicados guantes, con un diseño floral de
encaje negro. Mi sombrero era una gran capellina de terciopelo purpúreo, con un ala
muy ancha que descendía hacia delante. Plumas de avestruz negras, blancas y
purpúreas lo adornaban a un lado. Ajusté el ala, sujeté en su lugar el gran alfiler
negro y di un paso atrás para admirar el efecto completo. Nunca me había puesto
nada tan bonito, Las prendas parecieron darme confianza. En realidad me sentía
sumamente atractiva. Tal vez pudiera llevar a cabo todo aquello, después de todo.
Me sentía como Elena López, una criatura cautivadora que disponía de cualquier
hombre con sólo curvar el dedo meñique.
—¿Preparada, querida? —preguntó Anthony.
Me volví, sorprendida. No lo había oído acercarse. Estaba en el quicio de la
puerta, algo aplacado, pero muy apuesto con sus ropas formales. Bajo los ojos tenía
una sombra muy leve y cierta tensión en las comisuras de la boca. Sentí sus nervios;
hubiera querido cogerle la mano, estrechársela, asegurarle que todo saldría bien.
Sentí una oleada de calor y afecto por ese hombre que me había gobernado,
tratándome tan abominablemente, hasta hacer de las últimas semanas algo tan
desquiciante y lleno de excitación.
—Creo que sí —respondí—. Sólo falta buscar el abanico.
—Estás fantástica —afirmó—. Me gustaría arrojarte sobre esa cama y hacerte el
amor hasta que gritaras pidiendo compasión.
Aunque su expresión era sombría y su voz apagada, esas palabras no dejaron
de emocionarme. Recogí el abanico, me lo sujeté a la muñeca y eché una última
mirada a la habitación.
—Supongo que no volveré a verla —comenté.
—Difícilmente. Cleeve recogerá mañana todos tus efectos personales y los
trasladará al hotel.
—Asegúrate de que no los lleva a un asilo de ancianas.
—Oye, querida, ya estoy bastante nervioso. No volvamos a empezar de nuevo.
—Era sólo por decir algo.
—Basta —gritó.
Aun comprendiendo que se encontraba sometido a una gran tensión, me sentí
ofendida. No tenía necesidad de mostrarse tan áspero y frío. Se volvió y cruzó el

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

estudio con pasos firmes y decididos. Yo lo seguí con más lentitud. Echaría de menos
esa habitación con su enorme tragaluz, sus viejos muebles y su entorno bohemio.
Había sido el escenario de muchas discusiones, enormes frustraciones y enfados,
gran alegría. Al despedirme de él comprendí que me estaba despidiendo de toda una
parte de mi vida. Jamás volvería a ser la misma. En cuanto entrara al hotel en mi
papel de Elena López iniciaría una etapa totalmente nueva. Me sentía triste y
también asustada. Detestaba tener que partir para seguir adelante.
—¿Vienes? —preguntó impaciente.
Lo seguí por las escaleras, silenciosa y ofendida. El carruaje nos esperaba en el
patio. Él, siempre sombrío, muy sombrío, abrió la portezuela, me ayudó a subir y se
sentó a mi lado. El conductor hizo girar el carruaje y salió a la calle. Nos dirigíamos
hacia el hotel. La confianza que yo había sentido antes desapareció; era culpa de
Anthony. Con los brazos cruzados sobre el pecho, la barbilla agachada y las cejas
unidas en una línea solemne, Anthony Duke demostraba ser un hombre de humor
variable. El individuo encantador y caprichoso que me había llevado a su estudio
podría haber sido un hombre completamente distinto.
—Tenemos que representar un buen espectáculo —dijo—. No prestaremos
atención a los periodistas y nos negaremos a hablar con ellos, pero de todos modos
debemos representar una espectacular comedia.
—Por supuesto —respondí fría.
—Eres Elena López. Recuérdalo. Nunca lo olvides. Una mujer fatal, de belleza
deslumbrante y genio temperamental.
—Lo intentaré.
—Con eso no basta.
—No te preocupes, Anthony. Yo también he invertido mucho en este pequeño
juego: todo mi futuro.
—No hace falta que te muestres tan irónica —gruñó él.
—Tampoco hace falta que tú te muestres tan altanero.
—Algo te preocupa, querida; me doy cuenta. Has estado rara en las últimas dos
semanas. Tozuda, caprichosa y exigente. Parece que trataras de desquitarte por algo
que te hubiera hecho.
—Pura imaginación tuya.
—Tal vez, pero no me gusta. No me gusta en absoluto.
—Cuánto lo siento —repliqué.
Por fortuna volvió a caer en un pétreo silencio. Los dos estábamos buscando
guerra, y no convendría ventilar nuestras hostilidades en ese momento. El carruaje
corrió sobre un puente y atravesó un distrito sórdido. Yo apretaba las manos, cada
vez más nerviosa. Aún sentía deseos de llorar, pero no cedería. A Anthony le
impacientaban las lágrimas; en realidad, se impacientaba por cualquier cosa. Era
áspero, duro y carente de todo sentimiento.
Cuando dejamos atrás las barriadas bajas, atravesamos un parque de suave
césped verde, sombreado por los árboles, donde los amantes se paseaban de la mano
por entre los senderos floridos. Fuera del parque, el carruaje aminoró la marcha

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

debido al tráfico. Estábamos cerca del Strand. Los sonidos de la ciudad retumbaron
en mis oídos y por la ventanilla pude ver aceras atestadas, hombres y mujeres que
paseaban, comercios y restaurantes caros. Al cruzar por Covent Garden, un laberinto
de viejos edificios majestuosos, las calles angostas sembradas de flores marchitas y
hojas de repollo, eché una mirada al teatro, grandioso e imponente con sus altas
columnas blancas. Momentos después avanzábamos por el Strand a paso de tortuga.
Cuando el carruaje se detuvo mi corazón pareció detenerse con él. Anthony
bajó y se volvió para darme la mano. Nuestros ojos se encontraron; su expresión
seguía ceñuda; la preocupación aún le oscurecía los ojos. Se lo había jugado todo en
la aventura, según comprendí de pronto. Todo su futuro dependía de los momentos
siguientes. Si yo fracasaba, si les hacía sospechar siquiera que no era auténtica, él lo
perdería todo. Me ayudó a descender del carruaje, sosteniéndome la mano con
mucha fuerza, estrujándome materialmente los dedos. Parecía irradiar tensión
nerviosa. Había sido muy injusta. Anthony había trabajado mucho, invertido todo su
dinero y estaba endeudado, todo porque confiaba en mí. Yo no podía fallarle.
—Aquí estamos, querida —dijo.
Asentí y traté de vivir mi papel. Mary Ellen Lawrence acababa de morir; se
habían evaporado sus preocupaciones y su aprensión. Era una criatura morena,
exótica, resplandeciente en mi vestido purpúreo y mi sombrero emplumado. Era
caprichosa, estaba acostumbrada a los halagos y a concentrar en mí las miradas
masculinas. Acababa de sufrir un aburrido e incómodo cruce entre Calais y Dover,
un viaje más aburrido aún que si lo hubiera realizado en un tren atestado y me sentía
irritable, preocupada por mis baúles. Elena López se adueñó de mí por completo. Vi
con sus ojos, sentí con sus emociones. Observando con abierto desprecio la
encantadora fachada del hotel, hablé con fuerte acento español.
—Así que éste es el hotel. Elena López está acostumbrada a palacios. No me
gusta este lugar. ¡No tiene alfombra roja!
Le eché una mirada furiosa. Anthony, pasada la primera sorpresa, quedó
encantado; vi que cobraba ánimos. Me apretó otra vez la mano, pero yo,
liberándome, alcé la cabeza. Ese villano inglés ya se estaba tomando demasiada
familiaridad. Le permití que me cogiera del codo para conducirme hasta la entrada,
donde abrió la puerta. Pasé junto al portero sin mirarlo siquiera, altaneramente
erguida la barbilla, con los labios fruncidos en un mohín de desaprobación. Observé
el espacioso vestíbulo, todo oro, cristal y blanco resplandeciente. Un grupo de
hombres vestidos con trajes mal cortados se apiñaba ante el mostrador de recepción,
hablando en voz alta. Uno de ellos se volvió y nos vio llegar. Soltó una exclamación
de alegría, y todos corrieron hacia nosotros.
Hablaban al mismo tiempo, ansiosos, excitados; sus preguntas, disparadas a
toda velocidad, se mezclaban para crear un imponente rugido. Retrocedí
horrorizada, lanzando relámpagos con los ojos. Eran como una jauría de galgos
llorosos; hubiera querido fustigarlos. Anthony me agarró del codo y apartó a los
hombres con la mano libre. David se unió al grupo y ayudó a Anthony.
—¡Después! —gritó con su voz poderosa—. ¡Abran paso! ¡Abran paso!

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—¿Qué le parece Londres? —aulló un pelirrojo fornido—. ¿Qué piensa de los


ingleses?
—¿Es cierto que Franz Liszt no le permitió entrar a la habitación? —gritó un
rubio corpulento.
—¿Es realmente hija ilegítima de Lord Byron?
—¿Se suicidó el poeta ruso porque usted no quería…?
—¡Atrás! —tronó David.
—No me empujes, compañero. ¡Quita las manos! ¡Quita las manos! ¿Quién
diablos te crees? Sólo un minuto, señorita López. Sólo quiero saber si…
Yo permanecía rígida como una piedra, sin prestar atención al ruido, a la
confusión, a los rostros arrebatados ni al aplastante olor a cigarro y sudor. David y
Anthony lograron por fin apartar al grupo. Anthony les dijo que yo estaba exhausta,
demasiado cansada para hablar. David prometió que todos estarían invitados a una
recepción en mis habitaciones un poco más tarde. Entonces hablaría con entera
libertad; habría comida y licores. Los hombres gruñeron, amenazadores. Uno de ellos
dijo que David era un traidor, pero éste ignoró el comentario. Por fin se retiraron,
amontonándose cerca de la elegante escalera para mirarme con furia no disimulada.
—¿Quiénes son estos hombres? —pregunté, siempre con acento español,
cuando llegó Anthony.
—Periodistas.
—El hombre alto, el de los hombros anchos y pelo pajizo, ¿quién es?
—David Rogers. Trabaja para nosotros. Él se encargará de nuestras relaciones
con la prensa. Ya tenemos preparadas sus habitaciones, señorita López, pero debe
firmar el registro.
Los caballeros de Fleet Street escuchaban con atención. Mientras yo seguía a
Anthony hasta el escritorio para firmar, nos observaron con ojos hostiles. El
empleado, harto de fastidio y azoramiento por la conmoción vivida, entregó la llave a
un chico de uniforme gris y dorado y le indicó que nos llevara a mis habitaciones.
Los hombres seguían gruñendo entre sí, y no me gustó dejarlos con ese humor.
Decidí solucionarlo. Aunque no pudiera responder todavía a sus preguntas, tenía que
ganarme en seguida su simpatía. Los observé con bastante interés, como una mujer
que intenta comprender a posibles compañeros de cama.
—¿Qué necesidad tengo de que alguien se ocupe de estos hombres por mí? ¿Por
qué no puedo hablar con ellos? No sabía que fueran periodistas. Creí que eran
admiradores ardientes que desearan acostarse conmigo.
—Eh, señorita López… —comenzó Anthony, intranquilo.
—¿Todos los ingleses son tan apuestos? —pregunté.
Los hombres me escuchaban, observándome atentamente. Yo seguí
observándolos, con los labios levemente entreabiertos. Mis ojos iban de uno a otro.
—Ese pelirrojo es guapo, ¿no? Es alto, hermoso, con la fuerza de un potro. Ese
rubio tiene ojos brillantes, es muy bueno con las mujeres, me doy cuenta. Todos son
viriles. Me recuerdan a mis cosacos. Los invitaré a mi habitación. Contestaré a sus
preguntas y les ofreceré champán.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Más tarde, señorita López —dijo Anthony, nervioso—. El señor Rogers ha


preparado una recepción. Entonces podrá hablar con ellos. Ahora está cansada. Ha
tenido un viaje muy incómodo y…
—Están desilusionados —interrumpí—. Irán a sus periódicos a escribir cosas
feas sobre Elena López. Ese hombre de hombros anchos y pelo rojizo no le dice a
Elena López cuando habla con los hombres de la prensa.
—La recepción ya está preparada. Comprenda. Así cada uno de ellos tendrá la
misma oportunidad de hablar con usted. Nadie quedará en desventaja. Todos
podrán escribir un buen artículo.
—Comprendo. Los invitaré a mi recepción.
—El señor Rogers les informará…
—¡Yo los invitaré! —dije, desafiante.
Anthony, al verme caminar hacia el grupo, intentó detenerme, pero yo liberé mi
brazo y le eché una mirada fulminante que pudo haberlo fulminado en su sitio.
Avancé hasta la escalera y me detuve ante ellos. Su actitud había cambiado por
completo. Ya no se mostraban hostiles conmigo. David y Anthony se habían
convertido en los villanos; Elena López era la campeona. Les sonreí. David dirigió a
Anthony una mirada frenética.
—Caballeros de la prensa —dije lentamente, como si me esforzara por hablar
un inglés correcto—. Quiero invitarlos a una fiesta. Habrá champán y contestaré a
todas las preguntas. A Elena López le encantan los caballeros de la prensa. Son
siempre adorables.
Sonrieron, con los ojos brillantes. Ya me adoraban.
—Usted —dije, furiosa, señalando a David—. ¿Tiene este hotel un lugar donde
sirvan bebidas? ¿Sí? Por favor, acompañe allí a estos caballeros e invíteles. Elena
López paga. Lo ponen en mi cuenta.
Tres o cuatro de los hombres hasta me vitorearon. David frunció el ceño y miró
a Anthony, pero se encaminó hacia el bar, encogiéndose de hombros. Los periodistas
lo siguieron, ansiosos. Yo los despedí agitando el brazo. Anthony me cogió del codo y
me condujo por las escaleras, precedido por el jovencito de uniforme. Yo sentía una
oleada de triunfo. Todo había resultado muy fácil: ni siquiera me había sentido
nerviosa. Instintivamente me metí en el papel con total abandono. Mientras
seguíamos al joven por un largo y ancho pasillo cubierto por una preciosa alfombra
descubrí que me estaba divirtiendo de verdad.
—¿Dónde están mis baúles? —pregunté, al detenerme frente a una puerta—.
¿Dónde está mi joyero? ¿Se lo di a mi doncella? ¿Está aquí? Elena se siente desnuda
sin sus alhajas.
Anthony me echó una mirada sombría, exasperada, mientras el joven abría la
puerta y nos hacía pasar a una sala espaciosa, bien amueblada, en colores tostados,
pardos y celestes. Una enorme araña de cristal pendía del cielo raso. Las altas
ventanas estaban enmarcadas por cortinajes de color marrón oscuro. El jovencito
abrió una puerta y nos mostró el dormitorio, indicando el baño y la antecámara.
Anthony le dio una propina generosa, le dijo que todo estaba en perfecto orden y lo

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

hizo salir, cerrando la puerta tras él. En seguida recuperó el aliento y se recostó
contra la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho, para mirarme con cara
inexpresiva.
—Me gusta —dije.
—A este precio más vale que te guste.
—Nunca he visto habitaciones tan lujosas.
—Para Elena López, lo mejor.
Su rostro era inescrutable y seguía mirándome como si yo fuera una
desconocida. ¿Acaso no me había comportado bien? ¿Me habría excedido? Crucé la
gruesa alfombra tostada, me quité el sombrero y lo dejé en un sofá tapizado en azul
claro. Él seguía contemplándome con los ojos ligeramente entornados.
—¿Dónde está Millie? —pregunté.
—En su habitación probablemente. Está al final de este mismo pasillo.
—¿Mis baúles?
—Ya los traerán.
—No me importa lo que tú pienses —dije, ceñuda—. Yo creo que he estado
estupendamente.
—¿De veras?
—Absolutamente magnífica.
—Eres muy generosa con mi dinero. ¿Sabes lo que beben esos tipos? Parecen
esponjas. Ese pequeño gesto tuyo me va a costar una fortuna, ¿y quieres que te diga
una cosa?
—¿Qué?
—Me importa un bledo.
Lo miré, sorprendida. Sus ojos centellearon y su boca se estiró en una sonrisa.
Cruzó la habitación a grandes zancadas y me apretó en un abrazo de oso que estuvo
a punto de romperme las costillas. Me apretó con fuerzas, meciéndome, y después
me alzó en vilo para hacerme girar en redondo, tan exuberante y lujurioso como un
futbolista que acaba de marcar un gol decisivo. Por fin me dejó en pie, me sujetó las
manos y las apretó con fuerza, sin dejar de sonreír.
—¡Qué estilo, qué porte! No sé por qué me preocupé tanto. Debí intuir desde un
principio que estarías maravillosa. ¡Qué entrada! ¡Los tienes comiendo en tu mano!
¡Cristo, has estado fantástica, fantástica!
Y volvió a abrazarme.
—Por un momento llegué a creer que eras Elena López.
Me soltó y pude tomar aliento, pero en seguida volvió a apretarme las manos.
—No podía creerlo. ¡Me has dejado atónito! ¡El acento, esos ojos centelleantes!
¡Qué instinto! Sabías exactamente qué hacer y qué decir. Ya tienes a los periodistas de
tu parte, y el resto será coser y cantar. ¡Has estado maravillosa!
—Gracias a Dios —dije.

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Capítulo XVII

Anthony insistió en que lo repitiéramos. Así lo hicimos y, cuando hubimos


terminado, los hombres de la orquesta dejaron los instrumentos con un suspiro. Yo
estaba en el escenario, con los brazos en jarras, golpeando impaciente el suelo con el
pie. Todo el mundo estaba nervioso. Al día siguiente, por la noche, sería la
presentación de Elena López. Esa tarde era nuestra última oportunidad de ensayo.
Anthony estaba hecho un basilisco; se mostraba duro con los de la orquesta y más
duro aún conmigo, lleno de exigencias imposibles. En ese momento se levantó de su
butaca para pasearse por el pasillo. Sus pasos retumbaban en el vasto auditorio vacío.
—Me van a odiar, lo sé; pero les pediré que lo repitan una vez más. El número
rápido está bien, es todo fuego y furia; los movimientos y la música van en perfecta
armonía, pero el número lento…
Negó con la cabeza. Varios de los músicos gruñeron y otros le echaron miradas
furiosas. Estaban allí para interpretar a Rossini, no para dar el gusto a un
representante arribista que no entendía un bledo de arte; estaban molestos por
tenerlo allí y sentían lástima de mí. Habían esperado que la famosa Elena López
estallara en fuegos de artificio; en cambio la veían mansa, paciente, cortés, incapaz de
quejarse una sola vez durante los ensayos. La veían amistosa para con todos ellos,
dispuesta siempre a saludarlos cálidamente con un denso acento español y a
disculparse con una mirada cuando no lograba satisfacer al matón.
Pero en ese momento agitaba el pie contra el piso. Estaba cansada hasta la
médula, con los nervios desechos. Si él seguía atropellándola, los fuegos de artificio
acabarían por materializarse.
—Una vez más —rogó él—. Recuerden, señores, que esta música es sensual. No
es Mozart ni Rossini. Es una canción de amor española, lenta y melancólica. Piensen
en las noches estivales calurosas de Madrid. Piensen en un muchacho herido de amor
y en una seductora que trata de hacerle olvidar a la rubia doncella de sus amores.
Piensen en…
—Yo pienso en mi espalda —protestó uno de los músicos—. Hace cuatro horas
que estoy sentado en esta asquerosa silla, sujetando este maldito violín.
Anthony ignoró el comentario y descendió al pasillo para acercarse al escenario.
Llevaba pantalones color azul oscuro y una camisa blanca con el cuello desabrochado
y las mangas subidas hasta los codos. Su pelo castaño estaba despeinado. Comencé a
golpear el pie contra el suelo con mayor celeridad; mis nervios estaban llegando a un
punto crucial.
—Señorita López —dijo—, sírvase recordar que usted intenta seducir a un
hermoso joven de ojos ardientes. Usted lo desea. Sus movimientos son lentos,

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

sensuales. Usted arde de deseo.


Miré al director de orquesta. Miré a los hombres del foso.
—¿Quién es este hombre? —pregunté.
—¿Qué? —dijo Anthony.
—¡Quién es, dígame! ¿Cree usted que puede hablar de pasión a Elena López?
¿Cree que puede tratarla con esa… con-des-cen-den-cia? Ella ha sido un ángel, ¿no?
No se ha quejado. Ha dejado que abuse de su paciencia y que haga trabajar a estos
pobres hombres hasta agotarlos. ¡Basta! Hemos terminado por hoy.
—Espera un poco, querida.
—¡Basta!
Planté el pie en el suelo, erguí la cabeza y salí del escenario. Los hombres del
foso aplaudieron calurosamente. Mientras me dirigía hacia mi camerino pasando por
encima de rollos de soga y montones de decorados oí que Anthony cruzaba el
escenario, en calurosa persecución. Llegué a la herrumbrosa escalera que conducía
hacia los vestuarios de arriba, menos importantes, y giré en redondo para encararme
con él. Vaciló al ver la expresión de mi rostro y contuvo las palabras furiosas que iba
a pronunciar, comprendiendo que necesitaba otro enfoque.
—Oye, querida… —comenzó.
—¡Ni una palabra más! —grité.
—Es nuestra última oportunidad de…
—¡Estoy exhausta! ¡Y esos hombres también! El teatro parece un horno, no hay
un soplo de aire fresco y tú te portas como un negrero sin corazón. Tienes suerte de
que no haya caído despatarrada en el escenario, sin sentido. ¿Pretendes que baile
mañana por la noche? Mañana a la noche no podré bailar. Estaré en una cama de
hospital, con un colapso total.
—El acento, no olvides el acento. Alguien podría oírte.
—¡Vete al diablo!
Él sacudió la cabeza y me echó una mirada cansada, paciente.
—Quiero que mantengas el personaje dentro de lo posible, pero te estás
pasando de la raya.
Su voz también era paciente. Era como si estuviera hablando con un niño poco
inteligente. Sentí que la rabia me hervía por dentro. Él, sonriendo, me dio unas
palmaditas en el brazo, todo cariñoso y comprensivo. Iba a decir algo suave y
consolador, pero al ver mis ojos relampagueantes decidió no hacerlo. Retrocediendo,
introdujo las manos en los bolsillos y se encogió de hombros. Yo pasé hecha una
furia, con los ojos ardiendo en lágrimas coléricas.

Millie me esperaba en el camerino. Al ver el estado en que estaba, sin


molestarse en hablar, buscó un vaso de agua fría y me lo entregó. Yo me senté frente
al espejo para beberlo. Empapó un pañuelo con agua de colonia y me lo aplicó a las
sienes y la frente. Respiré hondo, decidida a calmarme. Algunos momentos después
cogí el paño y terminé de secarme la cara. Millie dejó escapar un suspiro de alivio.

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—Lo siento, Millie.


—Estás un poco alterada —dijo ella—. Es por tantas tensiones.
—Supongo que sí.
—Te sentirás mejor cuando haya pasado lo de mañana por la noche. Vas a estar
sensacional, como cuando diste la recepción para los tipos de los periódicos. Los
dejaste encantados. Mira, si no, lo que han estado escribiendo de ti. Y el público
también quedará encantado.
—Estás hablando como Anthony.
—Dios no lo permita.
—No necesito que me tranquilicen. Sólo necesito… un poco de paz y silencio.
—Por supuesto, querida.
Millie me entregó una toalla y puso una palangana con agua en el tocador. Me
quité las ropas de ensayo para lavarme el cuello y los brazos. Millie me ayudó a
ponerme la bata y en cuanto me hube sentado empezó a cepillarme el pelo. Se
tomaba el trabajo muy en serio. Vestida con un simple traje de algodón azul oscuro,
con un delantal de organdí blanco atado a la cintura y los rizos dorados recogidos en
un moño sobre la nuca, estaba decidida a ser la mejor doncella de Londres. Ahora
que se había convertido en una mujer respetable, lo era en exceso. Hasta vigilaba su
lenguaje para no dejar de pronunciar las eses.
—No me has dicho nada de las rosas… de las rosas —comentó—. Las ha traído
un joven hace una o dos horas. Atrevido, quiso hacerse el fresco. Lo he puesto de
patitas en la calle en seguida.
Las rosas estaban sobre la mesa en un cesto blanco. Eran de un color rojo
vívido, intenso, y había al menos tres docenas. Adiviné quién las había enviado sin
mirar siquiera la tarjeta blanca sujeta entre los tallos. El señor George Dorrance me
había enviado rosas diariamente desde que comenzara los ensayos en el teatro. En
tres ocasiones diferentes me había invitado a cenar, pero yo me negaba. Dorrance se
sentía obligado a acostarse con todas las artistas invitadas atractivas que actuaran en
su compañía. Como era rico, importante y muy atractivo, su éxito estaba por lo
general asegurado. Elena López era todo un desafío.
—Son hermosas —dije, sin dejarme impresionar.
—No se da por vencido, ¿eh?
—Efectivamente, no.
—Se ha mostrado muy atento.
—Mucho.
Cuando Millie acabó con mi pelo quedó precioso, todo echado hacia atrás, con
largos rizos colgantes, al estilo Elena López, que unas cuantas mujeres comenzaban a
imitar. Retoqué mi maquillaje mientras Millie descolgaba mi vestido de calle: seda
parda con rayas negras muy finas. Era suntuoso, como todas las prendas que
Anthony había comprado. Elena López tenía un vestuario fabuloso. Todos los
vestidos caían dentro de cierto estilo, también, un estilo creado para la seductora
española, que poca atención prestaba a las modas vigentes.
Me introduje en él. Millie acababa de abrocharme la espalda cuando alguien

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

llamó a la puerta. Arrugué el ceño adivinando quién era. Anthony nunca llamaba; se
limitaba a entrar. Millie también supuso quién sería. Intercambiamos una mirada
mientras ella iba a abrir. Dorrance entró a grandes pasos, sonriendo. El camerino, que
era muy amplio, quedó reducido por su corpulencia.
—¿Qué tal el ensayo? —preguntó.
—Muy bien —respondí con mi acento español.
—Veo que ha recibido mis rosas.
Asentí y él sonrió. Dorrance se acercaba a los cuarenta años; era un hombre alto
y corpulento, que manejaba con facilidad su enorme corpulencia. Era moreno, de
pelo ondulado y ojos pardos demasiado sinceros. Tanto los párpados caídos como los
labios gruesos delataban una naturaleza muy sensual. Era consciente de su apostura
y, a mi modo de ver, sus modales eran lentos y calculados. Dorrance se veía como un
gran conquistador, cosa que en realidad era. Su fácil éxito con las mujeres le había
hecho adquirir una confianza que me resultaba muy poco atrayente. Su interés por
mí, en lugar de halagarme o complacerme, me aburría. Era muy difícil ocultarlo.
—¿Encuentra todo a su gusto? —preguntó.
—Sí.
—¿Duke la trata bien?
Volví a asentir, deseando que se marchara.
—Es un gran honor tenerla con nosotros —prosiguió él—; para demostrarle mi
aprecio, me agradaría mucho invitarla esta noche a cenar.
—Estoy muy cansada —dije.
—Pero le haría bien, ¿sabe? Necesita descansar, tranquilizarse un poco antes del
gran acontecimiento. Yo podría brindarle un rato muy agradable, señorita López,
realmente agradable.
—Lo siento.
—No acepto su negativa —insistió él, sonriendo—. Esta noche a las ocho pasaré
por su hotel. Tengo la impresión de que cambiará de idea. Si no… bien, tendré que
cenar solo, para mi gran desilusión. Hasta la noche, Elena.
Me cogió la mano para besarla al estilo continental, con la palma hacia arriba y
los labios apretados contra las dos almohadillas de carne. La sostuvo un momento
más de lo debido y yo apenas pude contener el impulso de retirársela. Aún sin
soltarla, me dirigió una mirada seductora, con los ojos entornados, y la apretó con
fuerza. Supuestamente yo debía respirar muy profundo y derretirme en ansias, pero
no hice una cosa ni la otra. Él me saludó con una inclinación de cabeza y se marchó.
Millie sacudió la cabeza, riendo entre dientes.
—Cree tenerte en sus redes, querida.
—Lo sé, pero se equivoca.
—Es buen mozo y además encantador.
—Demasiado.
—¿Qué vas a hacer cuando vaya al hotel?
—Me encontraré indispuesta.
Me puse los guantes de encaje negro y me volví, en el preciso instante en que

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Anthony abría la puerta. Se había puesto la chaqueta y el chaleco y llevaba una


corbata de seda parda atada al cuello. Sin prestarle atención, pedí a Millie que saliera
a ver si nuestro coche estaba dispuesto. Ella salió, dirigiendo a Anthony una mirada
insolente. No se llevaban bien. A él le molestaba tener que pagarle un sueldo, y a ella
le irritaba su actitud desconsiderada hacia mí. La lealtad de Millie era total.
—Esa chica es demasiado impertinente —dijo.
—Lamento que pienses así.
—¿Te encuentras mejor?
—Estoy bien —repuse fríamente.
—Sigues disgustada, por lo que veo.
Y comentó, al reparar en las rosas:
—¿Dorrance no da su brazo a torcer? Lo he visto salir del camerino hace un
momento. Parecía muy complacido. ¿Has aceptado salir con él? Doy por sentado que
te lo propuso.
—Me pidió que cenara con él, sí.
—Tal vez no sea mala idea, querida. Será un golpe publicitario. Dorrance tiene
fama entre las mujeres y los periódicos se precipitarán sobre la noticia.
Conseguiríamos un buen artículo.
—¿No puedes pensar en otra cosa?
—Cada vez que se menciona tu nombre en los periódicos significa más venta de
entradas y más dinero en el banco. Además, necesitas salir del hotel. Eso te distraerá
para que no pienses tanto en lo de mañana a la noche.
—¿Lo crees así?
—Estoy seguro. Ejem… yo te acompañaría, pero tengo un compromiso muy
importante. Ve con él, deja que te invite a ostras y champán. Diviértete, que no te
hará daño.
—Dudo que sus intenciones sean honorables.
—Estoy segurísimo de que no lo son, pero tú puedes arreglártelas sola, y sin
duda sabrás manejar a George Dorrance. Si el pobre tipo te pone un dedo encima
quedará congelado inmediatamente.
—Es muy atractivo.
—Pero tú eres demasiado inteligente para dejarte atrapar por sus torpes
seducciones. Estoy tranquilo al respecto.
Me pregunté si estaría menos tranquilo si pensara que Dorrance me atraía, que
había una posibilidad de dejarme llevar por las proposiciones de ese hombre.
Anthony se acercó al espejo para colocarse el sombrero y, una vez satisfecho, se
dirigió hacia la puerta. Yo estaba deslumbrante con mi vestido de seda a rayas,
pardas y negras, pero él ni siquiera lo había notado.
—Sólo he pasado para ver si te encontrabas bien. Ese pequeño ataque tuyo me
tenía preocupado.
—Bien.
—Has estado espectacular, en realidad —prosiguió él, con una amplia sonrisa
—. Muchos taconazos contra el suelo y relampagueos en los ojos. No me

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

sorprendería en absoluto que tu arranque llegara a los periódicos. No estaría mal


dedicarle un artículo. El temperamento siempre resulta colorido.
Y salió tranquilamente, dejando la puerta de par en par. Millie apareció un
momento después para comunicarme que el carruaje esperaba. Abandoné el teatro
con un humor de perros, y las sacudidas del trayecto no me ayudaron a
tranquilizarme. Cuando Millie y yo bajamos frente al hotel, la gente nos miró con
atención, siguiéndonos con la vista mientras cruzábamos el vestíbulo para subir la
grandiosa escalinata. Para mí era difícil aceptar que ya era un personaje famoso en
Londres, fácil de reconocer gracias al «Estilo Elena López» que habíamos logrado con
tanto esfuerzo.
Millie siguió hasta su habitación mientras yo entraba en la costosa suite, tan
bella, tan fría y tan poco acogedora. Aunque había esparcido por ella mis libros y
algunos efectos personales, seguía pareciéndome algo transitorio. Debía sentarme allí
cada noche, a solas, como un prisionero en medio de tanto esplendor. Millie venía a
charlar un rato, pero cuando se retiraba volvía la sensación, más poderosa que nunca
después del breve respiro. No había salido una sola vez, ni siquiera para cenar en el
restaurante de abajo. Como no me atrevía a presentarme en el restaurante y las
escalinatas sin escolta masculina, hacía que me sirvieran las comidas en la habitación.
Anthony había ido a verme sólo un par de veces para discutir los contratos que
estaba negociando con Dorrance en la primera ocasión, para hacérmelos firmar la
segunda. ¿Qué le importaba a él, si yo estaba sola, nerviosa y desorientada? Le daba
lo mismo. Yo había firmado un contrato para presentarme en el Dorrance durante un
mes, y otro autorizando a Anthony para actuar como representante personal mío, así
como para efectuar todos los cobros y manejar los asuntos financieros; eso era cuanto
le importaba. Si yo me paseaba sin cesar en esas elegantes habitaciones, si tenía los
nervios a punto de estallar y estaba hecha trizas, ¿qué le importaba? Mi «pequeño
ataque» le había divertido y ya le sacaría ventaja. No me cabían dudas de que por la
mañana podría leerlo en todos los periódicos. Cuando entré al dormitorio arrojé mi
bolso sobre la mesa, me quité los guantes y me estudié en el espejo grande. Mi piel
parecía estar tirante sobre los pómulos y tenía leves sombras bajo los ojos. La tensión
era bien visible en mi cara y hasta en mi cuerpo. Eché una mirada al reloj. Faltaba
poco para las siete. ¿Durante cuántas horas me pasearía por esa habitación? ¿Cuántas
horas más pasaría en la cama, agitada, dando vueltas, incapaz de relajarme o dormir?
¿Cómo iba a soportar una noche más, cansada, nerviosa, asustada hasta perder el
seso ante la perspectiva de aparecer ante cientos de personas? Él tenía que estar allí
para prestarme fuerzas y consuelo, para tranquilizarme. En cambio, tenía un
compromiso muy importante y yo podía irme a freír espárragos.
Algo duro y rebelde crecía en mi interior. Tiré del cordón de seda para llamar a
la camarera y cuando la chica apareció pedí un baño caliente. Pocos minutos después
del baño estaba ante el tocador, retocándome mi maquillaje y peinándome, sin querer
llamar a Millie. Ella no estaría de acuerdo. En su opinión, Dorrance era un tonto
pomposo y lleno de pretensiones, ridículo en su arrogancia y su seducción
consciente. También yo pensaba lo mismo, pero no podía quedarme una noche más

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

sola en esa habitación. Dorrance me llevaría a un restaurante lujoso y caro, donde


habría música, risas, otra gente, y tal vez pudiera relajarme y olvidar lo de la noche
siguiente y sus posibles consecuencias.
Elegí con sumo cuidado mi vestido. Era una vívida seda escarlata, con mangas
ampulosas que caían por debajo de los hombros y un escote muy bajo; la falda, muy
amplia, caía sobre las múltiples capas de mi enagua. Era un vestido espectacular,
justamente del tipo que Elena López usaría. Me lo puse. Elena López lucía
apabullante, fiera, tempestuosa, y Mary Ellen no se había sentido nunca tan tensa,
rabiosa y resentida.
Salí de la habitación y bajé lentamente por la escalinata, entre secos crujidos de
seda. Todo el mundo me miraba con atención, pero yo los pasé por alto. Cuando
George Dorrance se adelantó para saludarme, al pie de las escaleras, lo saludé
secamente con la cabeza y dejé que me escoltara hasta la calle, donde había un coche
esperando. Me sentía gélida y dura, apenas capaz de contener mi impaciencia al oírlo
hablar en esa voz profunda y juguetona que utilizaba con intenciones seductoras,
aunque aburriéndome con su transparencia. Él, percibiendo mi malhumor, guardó
silencio durante el trayecto, con una semisonrisa en los labios gruesos. Pero ya
anticipaba sus placeres y estaba seguro del éxito.
¿Cómo se me había ocurrido salir con él? Me dolía la cabeza y aquello iba de
mal en peor.
El restaurante era exactamente como yo lo había imaginado: lujoso, muy caro,
amplio; las paredes estaban pintadas de pálido color marfil, las alfombras eran
doradas y las arañas me cegaban con sus colgantes de cristal. Respiraba una
atmósfera de riqueza, de bienestar privilegiado; me pareció detestable, tan detestable
como la forma en que Dorrance se pavoneaba mientras el maître nos hacía pasar al
comedor principal, para situarnos en una mesa instalada donde todo el mundo
pudiera vernos. Dorrance no iba a escoger un sitio cerrado e íntimo; quería que lo
vieran conmigo, que todos le atribuyeran una nueva conquista.
—¿Champán? —preguntó.
—Por supuesto.
—¿Ostras?
Asentí.
—Caviar también. Hay que celebrarlo.
—Sí —respondí con voz indiferente.
Él hablaba. Yo me limitaba a escuchar, con alguna inclinación de cabeza
ocasional, replicando cuando era absolutamente necesario. Sorbí el champán, comí
unas cuantas ostras y tomé una cucharada de caviar, aburrida, enormemente
aburrida y también muy tensa. ¿Para qué había ido? Mi dolor de cabeza era
insoportable y todo el mundo nos miraba. Ese hombre seguía sonriendo, empleando
todo su encanto, con los ojos entrecerrados y una mirada seductora, seductora
también la voz, llena de confianza. Llegó el plato principal. Yo jugué con la comida,
pues me era imposible probar bocado. Dorrance estaba tan concentrado en hacerme
la corte que ni siquiera se dio cuenta.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—… condiciones muy generosas —estaba diciendo—. Debo decir que me


opuse, pero después de leer los artículos que publicaron los periódicos…
—Disculpe. ¿Qué decía?
—Que Duke ha obtenido un contrato muy duro. Exigió el sueldo máximo.
Usted está cobrando más de lo que jamás he pagado por un número de entreacto,
más de lo que suelo pagar a las primeras figuras. Pero Duke tenía razón: usted lo
vale.
—Hum —respondí, distraída.
—Se ha presentado muy bien vestido esta noche; supongo que él también está
celebrando algo.
Dorrance miraba hacia el otro lado del salón, donde estaba la escalera. Al
volverme vi que el maître conducía a Anthony y a una compañera hasta una mesa. Él
lucía ropas formales y un aire decididamente jovial; ocupó su asiento y se inclinó
sobre la mesa para decir algo a su compañera. Ella esbozó una sonrisa fría. Era
hermosa, mucho más hermosa de lo que yo sería jamás; facciones perfectas, ojos
azules y claros, piel pálida. Yo la miraba fijamente. No sentía nada. Parecía aturdida.
Dorrance estaba diciendo algo, pero yo no oía una palabra.
Anthony debió sentir la intensidad de mi mirada. Se volvió y, al verme, pareció
sorprendido. Su sorpresa se convirtió en alarma y, después, en cobardía. Finalmente
me dedicó una sonrisa y un pequeño saludo con la mano. De cualquier modo, seguí
mirándolo fijamente hasta hacer que se sintiera incómodo. Dorrance seguía
hablando. Decidí apartar la mirada de esa otra mesa para concentrarla en lo que ese
estúpido pomposo estaba diciendo, pero era difícil.
—… buenas relaciones de trabajo con todos mis artistas. Quiero que sean
felices, que se sientan halagados y seguros. Que me sepan siempre detrás de…
No me importaba. Podía salir con una rubia diferente cada noche. Yo no era su
tipo; ya me lo había dicho más de una vez. Lo había aclarado muy bien: yo no era su
tipo y él, por cierto, no era el mío. Era un canalla, un sinvergüenza; apuesto, sí, de
modales fáciles y encantadores, y cualquier mujer era una tonta si confiaba en él un
solo instante, y a mí me importaba un bledo lo que hiciera. Podía irse al diablo, que
yo no me hacía ilusiones sobre él. El nuestro era un contrato de trabajo: había
transformado a una patética bailarina de ballet en una personalidad llamativa, con lo
cual los dos haríamos mucho dinero, y lo demás no importaba.
—… quisiera darle una pequeña muestra de mi estima. No es gran cosa, pero
espero que le guste.
Dorrance sacó del bolsillo de su chaqueta una caja de cuero blanco. Me miró a
los ojos y abrió la caja. Los diamantes centelleaban con luces azuladas y violáceas,
sostenidas por él para que yo lo aprobara. Apenas reparé en el brazalete. El camarero
les había llevado champán y Anthony lo estaba sirviendo en la copa de la rubia,
quien la cogió con otra sonrisa fría. Anthony le dijo algo y Dorrance balanceó el
brazalete, con los diamantes relumbrando, y yo dejé de sentirme aturdida. Sentí que
mi furia iba en aumento.
—… una tontería comparada con las joyas que usted ya ha recibido de otros

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

admiradores, pero…
Un compromiso muy importante, me había dicho. Te llevaría yo mismo, pero
tengo un compromiso muy importante. Estoy siempre ocupado, tú ya lo sabes. Tenía
un compromiso muy importante con un témpano rubio, y yo me iba a enfrentar a mi
presentación a la noche siguiente. Lo necesitaba, pero ahí estaba él, divirtiéndose
como nunca, y yo tenía que tomarlo con calma y actuar como si nada ocurriera.
—¿Le ocurre algo? —inquirió Dorrance.
—Disculpe —respondí, olvidando el acento español.
Me levanté. Dorrance abandonó la silla de un brinco, sorprendido, con el
brazalete de diamantes aún en la mano. Todos los concurrentes al restaurante me
vieron dirigirme a la mesa de Anthony, con la falda de seda crujiendo audiblemente
en el súbito silencio. Anthony se levantó con una expresión preocupada y los ojos
alarmados.
—Eh, eh… —Miró a la rubia, volvió a mirarme a mí—. Te presento a Elena
López. Ella… eh… no sabe mucho inglés. Quisiera presentarle a Elizabeth Clark,
señorita López.
Elizabeth Clark y yo intercambiamos una venenosa inclinación de cabeza.
—No esperaba encontrarte aquí esta noche —tartamudeó Anthony.
Volvió a dejarse caer en su silla, aún preocupado. Sobre la mesa había una
fuente grande, blanca, con un ribete dorado. La levanté. Anthony, con una sonrisa
tonta, sacudió la cabeza, rogándome en silencio que no lo hiciera, pero le partí la
fuente en medio del cráneo. La fina porcelana cayó ruidosamente al suelo en diez o
doce fragmentos. Anthony gritó. La gente ahogó una exclamación. Un camarero
corrió hacia nosotros, horrorizado. Anthony se levantó tambaleándose, aturdido,
pero sin ninguna herida visible.
—¡El temperamento siempre resulta llamativo! —le espeté.
Me volví para dirigirme a paso rápido hacia la corta escalera. George Dorrance
me alcanzó y me cogió del brazo, pero yo me liberé inmediatamente y lo aparté de
un empujón. Subí los escalones y crucé la puerta. Ya en la calle, junto a la acera,
detuve a un carruaje. Di al cochero el nombre de mi hotel y subí, aún furiosa,
deseando haber roto el cráneo de Anthony en lugar de la fuente.

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Capítulo XVIII

Me paseaba por la salita, tratando de calmarme, horrorizada por lo que había


hecho en el restaurante, pero también sintiendo no haber pegado a Anthony con más
fuerza. Había pasado media hora desde mi regreso al hotel, pero todavía seguía
rebosando emociones en conflicto, aunque la rabia dominaba sobre las demás.
Hubiera querido gritar, golpear los puños contra la pared, sollozar
incontrolablemente para liberar el río de lágrimas que contenía dentro. No era sólo lo
de esa noche lo que me había puesto en ese estado. Venía acumulándose en mí desde
hacía varias semanas.
Alguien llamó a la puerta; golpes fuertes, insistentes. ¿Quién podía ser? Millie
siempre llamaba suavemente, y yo no estaba de humor para ver a nadie. No atendí la
llamada, pero un momento después sonó con más fuerza, con más insistencia. Abrí la
puerta de par en par. Allí estaba Anthony, con el sombrero en la mano y una sonrisa
en los labios, al parecer muy complacido consigo mismo. Intenté darle con la puerta
en las narices, pero él me apartó rápido y penetró en la habitación.
Arrojando su sombrero de copa sobre el sofá, me miró con ojos chispeantes.
—¡Bravo! —dijo, mientras se desabrochaba la capa.
Sobre la mesa, a mi lado, había un frágil florero azul y blanco. Lo alcé. Anthony
dejó caer la capa y avanzó rápidamente hacia mí para retorcerme la muñeca. El
florero cayó al suelo sin romperse, gracias a la alfombra.
—¡Cielos! —exclamó—. ¡He creado un monstruo!
Se notaba alegría en su voz y en sus ojos. Le asesté unos puntapiés en sus
tobillos cruelmente, y él, jurando, me soltó la muñeca. Eché la mano hacia atrás para
abofetearlo, pero me hizo girar y me apretó en un fortísimo abrazo. Entonces le clavé
el tacón de mi zapato en el empeine izquierdo. Él volvió a jurar y me soltó. Corrí
hacía el aparador y agarré una estatuilla de porcelana que allí había.
—¡No! ¡Es una pieza de Dresde que vale una fortuna!
Arrojé la estatuilla. Él agachó la cabeza y la pieza se estrelló contra la pared.
Con la otra que hacía juego mi puntería mejoró: dio contra su rodilla y se hizo mil
pedazos. Después fue una caja de plata. Anthony volvió a agachar la cabeza, y la caja
golpeó contra un espejo, haciéndolo añicos. De pronto, cuando lo vi esquivar el reloj
dorado que le arrojé a continuación, me di cuenta de que se estaba divirtiendo y sentí
deseos de matarlo.
Al verme coger el pesado candelabro de plata soltó un grito de auténtica alarma
y cruzó de un salto la habitación para detenerme. Luchamos, pero mi rabia ya no
tenía límites; no era consciente de lo que estaba haciendo. Le costó dominarme, pero
al fin logró apresarme en sus brazos y apretarme contra él. Entonces mi cólera

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

pareció escaparse y dejé de luchar. Anthony vaciló un instante. Al fin,


cautelosamente, me soltó y dio un paso atrás, apartándose un mechón de la frente.
—Caramba —dijo—. Necesito una copa.
—Vete —le ordené.
Se acercó al pequeño bar y sacó una hermosa botella de whisky y un vaso.
Mientras lo veía servirse la bebida, aunque mi furia violenta se había disipado, me
sentí aún lo bastante enfadada como para desear que se ahogara con el licor. Él tenía
la corbata torcida y el pelo revuelto. Su aspecto era maravilloso, perfectamente
atractivo, y eso empeoró mis sentimientos hacia él. Anthony paseó la mirada por los
escombros y movió la cabeza.
—Por Elena —dijo al fin, con una sonrisa, alzando el vaso.
—Vete al diablo.
—Así voy a llamarte desde ahora en adelante: Elena. Mary Ellen ha
desaparecido. Ha ocurrido por fin. La transformación que yo imploraba ya se ha
producido. Ese fuego, esa furia, esos gestos magníficos, todo ha sido auténtico. ¡No
estabas actuando!
—¿Quieres marcharte, por favor?
—Te he provocado, te he perseguido, te he mantenido en constante estado de
tensión nerviosa, todo con un propósito definido. Iba viendo cómo cambiabas, cómo
Mary Ellen Lawrence dejaba de ser una pequeña bailarina triste y desesperada para
convertirse en una mujer fiera y tempestuosa.
—¡Te odio!
—No, no es cierto, querida. Esta noche, en el restaurante, has estado soberbia.
Dije a un par de viejos colegas de Fleet Street que estarías allí y les indiqué que tal
vez habría estallidos. Los dos estaban presentes. ¡Qué artículo saldrá de allí!
—¿Cómo sabías que…?
—Dorrance siempre lleva a sus mujeres allí. Sabía que estarías nerviosa,
inquieta, y que te sentirías incapaz de pasar una noche más paseándote por esta
habitación. Sabía que lo verías todo rojo cuando yo entrara con Elizabeth. Tenía la
esperanza de que hicieras algo, pero nunca soñé que sería tan espectacular.
—¡Tú lo preparaste todo!
—Por cierto. Dorrance no sabía nada, por supuesto, pero de cualquier modo
hizo su parte a la perfección. Ese brazalete de diamantes fue el toque exacto. Debiste
haberlo aceptado; hubiéramos podido empeñarlo.
—Eres despreciable.
—Astuto, sólo astuto. Mañana la historia saldrá en todos los periódicos y será
sensacional. Es una verdadera pena que no hayamos tenido público hace un rato.
Arrojando cosas eres mejor todavía.
Sentí que la cólera crecía otra vez dentro de mí. La contuve a fuerza de
voluntad, con un gran esfuerzo. No dejaría que volviera a provocarme. Me acerqué
hasta el espejo intacto para jugar con mi pelo. Estaba completamente despeinado y
me caía sobre los hombros en revueltas hondas negro azuladas. Tiré de él, pero
finalmente lo dejé en paz, comprendiendo que sería inútil tratar de ponerlo en orden.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Alisé la seda roja sobre mí cintura y me arreglé el corpiño, que se había deslizado
peligrosamente durante el forcejeo. Examiné mi imagen reflejada como si estuviera
sola en la habitación: a pesar del pelo revuelto, logré adquirir un aspecto frío y
reposado; mis ojos tenían un azul sereno.
—Ahora será mucho mejor que te vayas —dije, dirigiéndome a él.
Anthony ignoró mi comentario. Tomó el último sorbo de whisky, dejó el vaso y
me miró con una peculiar intensidad, los ojos medio velados. Sentí un leve escozor
de alarma; yo sabía lo que esa mirada significaba. Él nunca me había mirado así hasta
entonces, jamás se había dignado mirarme así. El ambiente, que momentos antes
vibraba de cólera se llenó súbitamente con otra aura, aún más palpable; su mensaje
era imposible de pasar por alto.
—Estás preciosa —dijo.
Su voz tenía un dejo enronquecido. En seguida me puse en guardia.
—El rojo es tu color, definitivamente.
—Estoy muy cansada, Anthony. Quiero que te marches.
—No es eso lo que quieres, querida.
Sus ojos ardían de deseo. Lo miré estremecida por dentro, porque comprendía
súbitamente cuánto lo deseaba, y sabía que iba a ser un error permitir que me hiciera
el amor. No me hacía ilusiones sobre él y su vínculo conmigo ya era demasiado
poderoso. Convoqué toda mi fuerza para hablarle con frialdad.
—Te sugiero que vuelvas con la señorita Clark.
—¿Con Elizabeth? Ella no significa nada para mí. La tenía a mano y la utilicé. Te
deseaba a ti, pero no quería poner en peligro nuestro proyecto al conseguirte.
—¿Cómo?
—¿No te has dado cuenta?
No dije una palabra. En mi interior había algo frío, duro, y me aferré a ese frío, a
esa dureza, sabiendo que era mi salvación, sabiendo que no debía ceder a las
emociones que se agitaban en mí pidiendo libertad. Qué atractivo estaba, con sus
ropas formales, alto, delgado y gallardo, con la nariz ligeramente torcida y esa
curiosa semisonrisa que le jugaba en las comisuras de los labios. Pero no tenía
escrúpulos, era un perfecto canalla; su encanto fácil y juvenil no lograba ocultar su
empuje implacable, la determinación de ascender aun a costa de cualquier cosa. Yo lo
sabía todo, pero también sabía que no era inmune a su encanto, que debía luchar con
todas mis fuerzas.
—Te he deseado desde el primer momento en que te vi —dijo—. Pero sabía que
toda mi energía y toda la tuya debían concentrarse para convertirte en Elena López.
Cruzó los brazos sobre el pecho, apoyó los hombros sobre la pared y me
observó con los ojos oscuros, centelleantes. Su rostro estaba configurado por planos y
ángulos, duro, con la piel estirada sobre los anchos pómulos. La luz de la lámpara
hacía que brillara su pelo, otorgándole mayor riqueza al color castaño; los rizos
rebeldes volvieron a caer sobre su frente.
Yo quería apartarlos. Deseaba posar la palma sobre su mejilla, acariciar aquellos
labios gruesos con las yemas de los dedos. Quería que sus brazos fuertes me atrajeran

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

hacia él y me mantuvieran con fuerza. Quería liberar los sentimientos que se


tornaban cada vez más exigentes, cautivos en mí, negados durante tanto tiempo.
Brence Stephens los había excitado para conferirles forma y textura, como apretados
capullos que florecieran a su llamada. Y yo los había encerrado, desoyéndolos,
negando reconocer la urgente demanda, porque tenía miedo. También ahora tenía
miedo, pues había amado una vez totalmente, sin reservas, y por toda recompensa
había recibido angustia y soledad.
—Ha llegado el momento, Elena.
—No me llames así.
—Eres Elena. Te has convertido en la criatura que durante tanto tiempo pensé.
La pequeña bailarina ha desaparecido para siempre.
—No.
—Eres una mujer, una fantástica mujer, mucho más apasionada de lo que
reconoces. Lo supe desde el primer día. Toda esa pasión hierve bajo esa superficie
fría y refinada. Se muestra en tus bailes y en tus arrebatos de cólera.
—Si tengo arrebatos de cólera es porque tú los provocas.
—Cierto. Lo he hecho deliberadamente. Era todo parte de un despertar. Vi tus
posibilidades y comprendí lo que podía hacer con ellas.
—Y ahora quieres hacerme el amor —dije, con voz gélida—. Crees que sería el
toque maestro para completar el proceso.
—No es ése el motivo.
La habitación permanecía en la penumbra, iluminada por una sola lámpara. Al
fondo el dormitorio seguía a oscuras. De pie, junto al sofá, lo vi acercarse
tranquilamente hasta la lámpara y apagarla, negándome a reconocer las emociones
que brotaban en mi corazón. Hubo un momento de oscuridad total. En seguida una
luz plateada comenzó a filtrarse por las ventanas; una plata suave, neblinosa, que se
desparramaba lentamente. Anthony se acercó a mí. Me puse rígida. Quería
permanecer fría, distante, porque lo deseaba, pero sabía también que era capaz de
utilizarme y de abandonarme llegado el momento, sin vacilaciones, para buscar otras
aventuras.
—No —dije ásperamente.
—Tú también me deseas, Elena; no intentes negarlo.
—Sal de aquí.
—Esto era inevitable. Los dos estábamos esperándolo.
Me atrajo hacia sí, rodeándome la cintura con un brazo y el cuello con el otro.
Luché, pero sus labios buscaron los míos para besarlos lentamente. Con suavidad al
principio, acariciándolos, presionando y hurgando en ellos. Poco a poco la ternura
cedió paso a la urgencia. Sus brazos se ciñeron a mi cuerpo con fuerza, y una especie
de gemido sonó en el fondo de su garganta mientras las sensaciones brotaban dentro
de mí alejando voluntad y decisión. Acerqué las manos a su espalda para acariciar la
textura sedosa de su chaqueta; toqué su nuca en el momento en que él me entreabría
los labios y apartaba mi lengua con la suya. La cabeza me daba vueltas. Creció en mí
el mareo hasta percibir la sensación de un tormento dulce que me arrancara los

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

miembros; sus brazos me estrecharon más y más hasta aprisionarme contra él; noté
que me fundía en él, arrebatada por su fuerza. Echó la cabeza atrás para mirarme, y a
la luz de la luna vi sus ojos oscuros, decididos. Yo temblaba. Sacudí la cabeza, pero él
apoyó los labios en la curva de mis hombros; quemaron mi carne mientras
descendían hacia mi cuello y mis pechos.
Intentando empujarle, apoyé las palmas contra su pecho, pero él me agarró la
muñeca y avanzó hacia la puerta del dormitorio, arrastrándome tras sí. Luché
desesperadamente sin que Anthony pareciera percatarse siquiera. Me aferré al marco
de la puerta, pero él tiró de mi brazo y me impulsó hacia el dormitorio. La luz de la
luna se filtraba por las ventanas, dorando los muebles, lustrosa sobre el acolchado de
satén.
Sus dedos eran como bandas de hierro alrededor de mi muñeca, apretando la
piel y los huesos. Me sentía aterrorizada, pues mi razón había desaparecido y todo
mi cuerpo estaba tenso. Anthony ignoró mis esfuerzos por liberarme, como si yo
fuera una niña caprichosa y él un adulto severo. Le di un puntapié en la espinilla. Me
soltó la muñeca y me respondió con una bofetada que me lanzó girando locamente
en la oscuridad; la realidad se disolvió ante el dolor, y caí en sus brazos, que estaban
esperándome. Tal vez pasaron varios minutos, o quizá fueron segundos; cuando abrí
los ojos los sentí húmedos por las lágrimas; la mejilla aún me ardía, pero el pánico
había desaparecido. Me abrazaba con ternura, pronunciando palabras muy dulces
con voz increíblemente dulce.
Volvió a besarme, acariciándome los labios con los suyos. Rocé su mejilla,
deslicé los dedos por ese pelo espeso y abundante, como recia seda. Apartó los labios
y me miró con tierno deseo, con ansias, abrazándome suavemente. Alcé la mano para
acariciar su boca, deslicé el índice por la curva suave y firme del labio inferior.
Ambos estábamos ya poseídos por la misma necesidad, pero la urgencia parecía
haber desaparecido, convirtiéndose en una deliciosa languidez que se extendía por
nuestros miembros con dolorosa lentitud, cálida, dulce como la miel. Anthony
sonreía. También traté de hacerlo yo, pero había demasiada tristeza en mi corazón.
Aunque cedía a la languidez, sabía que era una tontería de mi parte. De cualquier
modo, ya no me importaba.
Torpemente comenzó a desabrocharme el vestido, murmurando una leve
maldición al liberarme los brazos de las mangas y empujarlo por mi cadera. Cuando
salí del círculo de seda roja me quitó las prendas interiores una a una hasta que, por
fin, quedé desnuda a la luz de la luna, estremecida, resignada, pero también
exultante, llena de una salvaje alegría que parecía estallar en mis venas. Di un paso
atrás y él me miró; sus ojos se oscurecieron con algo que parecía reverencia. Por
primera vez en mi vida me sentí completamente hermosa, y fui feliz, muy feliz de
poder serlo para él.
Con las manos apoyadas en mis hombros me miró durante un largo rato; los
suyos transmitían un mensaje silencioso que hizo que aumentara la música interior.
Me acarició los hombros, la garganta, rozándome con suavidad, con reverencia,
deslizando lentamente los dedos sobre mi piel. Sus manos se curvaron sobre mis

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

pechos acariciándolos. Cerré los ojos; oleadas de sensaciones se abatían sobre mí,
transportándome a un vacío donde no había otra cosa que ese hombre, ese momento,
esos sentimientos henchidos que brotaban y amenazaban ahogarme. Con una mano
apoyada en mi cintura, él se inclinó para besarme los pezones con labios húmedos y
cálidos. Enredé los dedos en su pelo, casi desmayada por el deseo.
Hacía mucho, demasiado tiempo, que yo negaba esa parte mía. Ahora, mientras
me acariciaba, me besaba, me atraía hacia sí, no pude menos que temblar; Anthony,
pensando que era por frío, me estrechó contra su pecho, murmurando palabras
suaves. Apresó mis labios con los suyos; su boca trabajó lentamente, saboreando la
mía, obligándome a abrirla. Ese beso pareció durar una eternidad; era un auténtico
tormento; combinaba la agonía con el placer. Me aferré a él; su camisa de seda rozó
mis senos desnudos.
Al fin me alzó en sus brazos para conducirme a la cama; me dejó sobre el
acolchado de satén y se arrodilló junto a mí para besarme una y otra vez las sienes, el
cuello, los pechos, los muslos. El sentimiento interior era cada vez más doloroso.
Anthony se apartó de la cama y me sentí perdida, sola, incompleta; ansiaba su
contacto; ansiaba su cuerpo y su dolor, que era como un perfume embriagador. Se
hundió en la sombra, lejos de la ventana, desnudándose. El pañuelo que llevaba al
cuello flotó hasta el suelo como una sedosa mariposa.
Cerré los ojos y me abandoné sobre el acolchado suave y fresco. Sobre mí el
vacío, un espacio que debía llenarse de músculo, hueso, peso, calor, maravilla. La
necesidad se hizo tormento al abrir los ojos y verlo surgir a la luz de la luna, ya
desnudo, como una estatua magnífica súbitamente imbuida de vida. Por un
momento quedó bañado en plata. La luna iluminó su cuerpo perfecto. En seguida
esbozó una sonrisa perversa. Alcé los brazos mientras él cruzaba la habitación hasta
la cama.
El colchón se hundió con un chirriar de muelles al recibir su peso. Pareció tan
sorprendido por el ruido que tuve que reírme. Él rió también, atrayéndome hacia sí.
Su cuerpo me aplastó, pesado, hiriente, glorioso. Era hermoso, y me debatí bajo él;
por un momento nos comportamos como dos chiquillos que se entretuvieran con un
juego travieso, luchando juntos sobre el resbaloso acolchado, con los miembros
entrelazados. Pero entonces su rostro, a pocos centímetros del mío, tomó una
expresión severa, casi salvaje, y sus labios buscaron los míos con una fuerza
irresistible. Una furia tumultuosa nos poseyó a ambos.
Se mostró fiero, fuerte, carente de inhibiciones, y también yo olvidé las mías
para devolver cada caricia con igual ardor, aferrándome a él, mientras mis sentidos
se deshilaban como la seda al romperse. Juntos nos elevamos, raudos, hasta una
altura vertiginosa, para precipitarnos en un paraíso donde el éxtasis estalló una, y
otra, y otra vez.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XIX

La música de Rossini resonaba rápida, alegre, levemente frenética por los


pasillos hasta oírse en mi camerino, donde revisaba mi equipaje. Parecía, a través de
la puerta cerrada, un aturdidor zumbido de insectos, destacando la voz de la
soprano, demasiado aguda. El teatro estaba totalmente lleno; no sólo no quedaba un
asiento libre, sino que se encontraba mucha gente de pie. Dentro de veinte minutos
terminaría el primer acto y yo saldría frente a las candilejas; todos esos cientos de
personas me estarían mirando, esperando que Elena López los deslumbrara. Intenté
quitarme ese pensamiento de la mente y me concentré en el rostro reflejado en el
espejo. El rostro perfecto y provocativo de Elena.
Millie iba y venía como un gato nervioso; lo desordenaba todo y dejaba caer las
cosas. Sin embargo, era yo quien debía estar nerviosa. Pero no lo estaba. Me sentía
resignada. También mucho mayor y más sabia. La pasada noche fue explosiva y
satisfactoria. Había hecho el amor con Anthony Duke, pero jamás podría amarlo,
jamás podría confiar en él. Era tan variable como el mercurio, e igualmente huidizo,
brillante e imposible de retener. Fui lo suficientemente inteligente para comprenderlo
así y para adivinar que, por mucho que hiciéramos el amor, eso nunca sería otra cosa
que una satisfacción física.
—… quiere sacarme a pasear —decía Millie—. Demasiado fresco es; cree que
puede tomarse libertades conmigo. Ahora soy una mujer respetable y pienso seguir
siéndolo, aunque admito que a veces resulta un poco difícil. Es muy buen mozo, a su
modo, ¿no lo crees?
—Lo… lo siento, Millie. No estaba atenta a la conversación.
—David Rogers. Quiere llevarme a pasear esta noche, cuando terminemos aquí.
Tiene sus planes, seguro. Y cree que no me doy cuenta. ¿Crees que debo salir con él?
—Probablemente te divertirías.
Millie apartó un rulo de sus sienes.
—Probablemente —admitió—. Supongo que no debo llevar demasiado lejos
este asunto de la respetabilidad. Una necesita divertirse un poco, ¿no crees? Podría
dejar que me invitara a cenar…
Y exhibió su antigua sonrisa traviesa. En seguida miró el reloj y descolgó mi
traje. Me levanté, me quité la bata y Millie me ayudó a ponerme la prenda ataviada y
espectacular diseñada para Elena López. El corpiño de satén azul tenía mangas
anchas que descubrían los hombros y un escote muy profundo; un corselete de
terciopelo negro, atado al frente, se ajustaba cómodamente al pecho, a la cintura y a
la parte alta de mis caderas, para abrirse luego en una falda compuesta por volantes
de seda de color rojo, azul, violáceo y blanco; los volantes se henchían y saltaban al

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

moverse. El conjunto resultaba provocativo e insinuante; cuando bailara, la falda


giraría muy alto, descubriendo mis piernas.
—Me siento desnuda —dije.
—Estás arrebatadora. Volverás locos a los hombres.
—¿Qué hora es?
—Faltan diez minutos —me informó Millie—. ¿Te encuentras nerviosa?
—En realidad, no. Más bien resignada.
—Vas a estar sensacional —prometió.
—No me queda otro remedio —dije—. Todo mi futuro depende de esto. No
tengo intenciones de fracasar, Millie. No puedo.
Ante el tono duro y decidido de mi voz, Millie me dirigió una mirada curiosa.
Yo estaba asustada, muy asustada, pero no quería reconocer mi miedo. Ni siquiera
consideraba la posibilidad del fracaso. Tenía que triunfar, tenía que hacer dinero,
forjarme algún destino. Si no podía ser una famosa bailarina clásica, al menos sería
Elena López, y Elena se convertiría en un triunfo espectacular. Me erguí frente al
espejo, alisándome el vestido sobre la cintura y las caderas, mientras intentaba
sentirme fuerte y segura de mí misma.
—¿Estás dispuesta? —preguntó Millie.
Me cogió de las manos, las apretó con fuerza y me dio un rápido abrazo. Yo la
abracé a mi vez. Luego recogí las castañuelas y abandoné el camerino.
La música de Rossini alcanzó un crescendo. Al cerrar la puerta del camerino tuve
un breve momento de temor que me dejó paralizada, un momento de dolor y
soledad increíbles que parecieron perforar el centro más íntimo de mi ser. Pero me
repuse muy pronto y descendí el pasillo, dejando atrás los montones de decorados y
de trajes desteñidos.
Pasé junto a la herrumbrosa escalera de hierro y esperé junto a un enorme
montón de cajas. La música subió de tono, girando cada vez a mayor altura, al
emitirse las notas finales del primer acto. El escenario se hallaba totalmente
iluminado, las fuertes luces de algún modo hacían destacar el decorado barato y
parecía que los trajes fueran suntuosos. Allí se estaba produciendo un acto de magia,
se hilaba la ilusión de oro, por deficientes que fueran los ejecutantes y pobre la
producción. Donde yo estaba, entre las cajas, todo era oscuridad y polvo. Arriba,
muy arriba, hombres en mangas de camisa se preparaban para maniobrar con las
sogas en cuanto sonara la última nota. Dentro de unos segundos yo debía crear mi
propia magia. Debía convencer a esa vasta multitud sentada en la oscuridad de que
yo era, en verdad, española y seductora.
Una súbita ráfaga de viento frío se coló entre bastidores, al abrir alguien la
puerta del escenario que conducía al pasillo. Mi traje dejaba gran parte del pecho y
los hombros al descubierto, así como casi toda la espalda; me estremecí al pasar el
viento helado junto a las paredes de ladrillo, con un aleteo de volantes en mis faldas.
La puerta se cerró; unos pasos se acercaron. Anthony se materializó en la oscuridad
y, al verme allí, se acercó con sus pasos largos y airosos.
—¿Estabas aquí? —dijo.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Hola, Anthony.
—No sabía que fuera tan tarde. He pasado el día corriendo. Ya es casi la hora,
¿verdad?
—Ya es casi la hora.
Se veía esplendoroso con su traje de gala; brillaban las solapas de satén oscuro,
y la corbata de seda blanca estaba perfectamente anudada. Sus modales eran tan
ligeros e indiferentes como de costumbre. No lo había visto durante todo el día; se
había vestido para salir mientras yo todavía estaba dormida, sin molestarse siquiera
en dejar una nota, como si la noche anterior nada hubiera ocurrido.
—Supongo que has visto los diarios de hoy —comentó, jugando con el
sombrero de copa.
—Los he visto.
—Ese incidente del restaurante ha servido para unos artículos sensacionales,
querida. Ha provocado un auténtico alboroto. Dorrance se ha mostrado encantado.
No te guarda rencor. Todos han subrayado su nombre.
No respondí.
—Oye, yo… eh… espero que no estés molesta porque te haya dejado así esta
mañana. Supongo que debí haberte despertado, pero… bien, dormías tan tranquila
que no he querido molestarte.
—No tienes por qué disculparte.
—Tenía cosas muy importantes que hacer. Había concertado una cita con unos
tipos que conozco. Vamos a hacer muchísimo dinero, querida, y el dinero requiere
responsabilidad. Hay que saber cómo manejarlo, cómo invertirlo para que con él se
obtengan buenas ganancias. Estos tipos están en el negocio de los ferrocarriles y
buscan inversores, unos cuantos hombres inteligentes que quieran duplicar o
triplicar sus inversiones en cuestión de meses. Me explicaron todo. Es una
oportunidad que no se da dos veces.
Al notar que no le prestaba atención, se interrumpió en seco y sacudió la
cabeza. Al fin me dedicó una sonrisa, como para pedir disculpas.
—Lo siento. Creo que me he equivocado. He debido darme cuenta de que no es
el momento ni el lugar para hablar de negocios. No querrás que te moleste con
detalles. De cualquier modo, soy tu representante. Te representaré, mientras tú te
concentras en causar sensación.
Cuando acabó de pronunciar estas palabras finalizó la música. Los tramoyistas
trabajaban frenéticamente, tirando de las cuerdas. Las pesadas cortinas de terciopelo
dorado bajaron lenta, suavemente, levantando finas nubes de polvo entre bastidores.
El público aplaudió, y los miembros del coro corrieron por la escalera hacia los
camerinos. Alguien apartó el telón para que las primeras figuras pudieran saludar al
público.
Anthony me cogió de la mano, apretándomela con fuerza.
—No voy a desearte suerte, querida. No la necesitas. En cuanto salgas los
deslumbrarás a todos. Lo supe desde el principio.
—¿De veras?

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Muy desde el principio.


Volvió a estrecharme la mano y a sonreír simpáticamente. Aun sabiendo qué
clase de persona era, no pude dejar de responder. Pero lo hice con tristeza. Anthony
Duke era de los que se hacen perdonar una y otra vez por las mujeres, aunque en
cada oportunidad el buen juicio indique lo contrario. Mientras liberaba la mano para
colocarme las castañuelas, Anthony se introdujo las suyas en los bolsillos con aire
complacido y orgulloso.
Las primeras figuras seguían saludando al público, cosechando aplausos; la
soprano, ridículamente agradecida, sonreía, hacía reverencias y enviaba besos,
mientras los utileros, tras el telón, desmantelaban rápidamente el decorado.
Abandoné a Anthony y me acerqué al escenario, mucho más tranquila de lo que
esperaba sentirme. Tal vez fuera simple aturdimiento. La soprano saludó una vez
más, ante los aplausos ya tibios, y finalmente el barítono la cogió de la muñeca para
llevarla tras el telón. El público quedó en silencio. Pasaron varios segundos. El aire
parecía cargado de tensión. Allá estaban esperando, expectantes, cada vez más
inquietos ante el telón iluminado.
La orquesta atacó los primeros compases de la melodía española, lenta y
sensual, que sugería una ardiente luz solar, balcones frescos, pasiones en rescoldo. El
telón se elevó lentamente, para descubrir un escenario desnudo con un fondo de seda
azul. Mientras esperaba pensé en Brence Stephens. Tal vez, si esa noche triunfaba,
algún día él vendría al teatro para ver a Elena López y se encontraría con la
muchacha a quien había abandonado. Mientras la música iba cobrando calor,
persuasión, comprendí que lo había hecho todo por él, para demostrarle quién era,
para vengarme del hombre que me había proporcionado tanta felicidad, para luego
destruirla brutalmente.
Al cobrar volumen la música, avancé hacia el escenario con la gracia de una
pantera, moviendo las caderas, flotantes los volantes de colores. Orgullosa,
apasionada, desdeñosa, hice un mohín y miré al público. En seguida eché la cabeza
atrás para darles exactamente lo que deseaban: los cortejaba, aun despreciándolos.
Pude sentir el sobrecogimiento, la admiración; pero yo era Elena, y eso era sólo lo
que se me debía. Alcé un brazo; en seguida el otro, y contemplé ese oscuro mar de
rostros, imaginando a un atractivo joven español de ojos sentimentales que debía
derretirse ante mí cuando yo comenzara mi sinuosa danza de amor.
El movimiento y la música parecieron fundirse a la par en una ardiente
expresión de deseo, en tanto yo giraba, me balanceaba, haciendo sonar
provocativamente las castañuelas para urgir al amante invisible. Jamás antes había
bailado tan bien, con el cuerpo ligero, los movimientos casi líquidos, como si la
melodía formara parte de mí. Él me estaba fundiendo. Su boca se puso tensa, sus
fosas nasales se dilataban. Avanzó hacia mí y me aparté, como si jugara con él, como
si lo tentara. Sonreí, encantada con mi dominio sobre él. Lo atraje hacia mí y giré,
lenta, lentamente. Ya era mío. Entreabrí los labios y alcé los brazos hacia él, mientras
la última nota musical despertaba un eco en el silencio.
Los había conquistado. Eran míos. Estaba segura.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Hubo una pausa brevísima mientras abrazaba a mi amante invisible. En


seguida la música volvió a irrumpir en fuegos de artificio y furia. La salvaje melodía
me atrapó, transformándome en una criatura salvaje, sin inhibiciones, que zapateaba
y giraba. El pequeño corsé de terciopelo negro fue descendiendo; la falda volaba cada
vez más arriba. Hubo exclamaciones ahogadas entre muchas mujeres cuando mis
piernas quedaron desnudas hasta el muslo, pero eso no hizo otra cosa que incitarme.
La música se tornó más rápida, más frenética. Me abandoné a ella. Mientras bailaba
recordé el campamento gitano, los páramos y los acantilados, las olas que se
estrellaban contra las rocas y al hombre que me había donado tanto placer, tanta
alegría, tanta angustia. Eso me excitó hasta hacerme alcanzar alturas mayores, hasta
que la música se elevó en un crescendo aturdidor, para detenerse al fin.
Había terminado. Húmeda de sudor, me detuve jadeante, esperando. Hubo un
momento de asombroso silencio. En seguida los aplausos ensordecedores atronaron
el teatro. El edificio mismo pareció estremecerse con ellos. Los hombres gritaban, la
gente se ponía de pie. Me incliné. Rugían. Avancé hacia las candilejas y repetí mi
reverencia, sonriéndoles. Pateaban contra el suelo, aplaudían frenéticamente,
gritaban mostrando su aprobación. Miré hacia bastidores. Anthony estaba rebosando
alegría. También él aplaudía furiosamente, tan entusiasmado como cualquiera de
ellos. Muchos hombres corrían por el pasillo con ramos de rosas. Al arrojarlos, las
cintas se rompieron y las flores se desparramaron sobre mí.
En cierta ocasión yo había sido una rosa, una rosa de tul rojo que soñaba
convertirse en una gran bailarina. Recordando a la muchacha que había sido, sentí un
dejo de tristeza en mi interior mientras sonreía y reconocía mi triunfo. El público
seguía rugiendo. Recogí las rosas y comencé a arrojarlas hacia los músicos, que tan
gentiles habían sido conmigo, y después las arrojé hacia el público, provocando una
furia aún mayor. Era un gesto espectacular y audaz, exactamente las cosas que Elena
haría.
Yo era Elena. Un gran éxito. El pasado quedaba atrás y el futuro estaba
esperando.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

INTERLUDIO EN PARÍS

1847

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XX

La travesía prometía ser agradable. El canal estaba tranquilo y azul; el barco


avanzaba lentamente, empujado por un viento suave. Hacia arriba, las ruidosas
gaviotas volaban en círculos sobre un cielo gris perla, apenas manchado de azul. De
pie ante la barandilla observaba los blancos acantilados de Dover, que cada vez
parecían más pequeños, intentando calmar una vaga intranquilidad. Anthony había
insistido en adelantársenos para preparar las cosas, reservar habitaciones en el hotel
y «allanar el camino». Me habría sentido mucho mejor si él estuviera a mi lado. En
los últimos tiempos se mostraba demasiado evasivo, y yo comenzaba a preguntarme
si las tres semanas en París serían tan tranquilas como él prometía.
Habría publicidad, por supuesto. Siempre la había. Me harían entrevistas,
tendría que exhibirme, pero Anthony me había dado su palabra de que dispondría
de tiempo suficiente para hacer compras y apreciar el panorama mientras él disponía
la gira por Europa. Sabía que no podía confiar mucho en sus promesas, pero me
había ganado un descanso y no permitiría que él lo destrozara con más embustes.
Concedería unas pocas entrevistas, pero estaba decidida a negarme rotundamente a
los golpes publicitarios que él y David montaban al por mayor. Aunque gruñera y se
quejara, las cosas se harían a mi modo.
Desde que éramos amantes, los modales de Anthony eran aún más posesivos
que antes, y con frecuencia me veía en la necesidad de recordarle que yo tenía
voluntad propia. Estaba de acuerdo con permitir que él se encargara de la parte
comercial y dirigiera mi carrera, pero no estaba dispuesta a dejarme manejar. Era
Elena López, no su pequeña y timorata protegida. Aunque le tuviera mucho cariño,
no me atrevía a amarlo, y sabía que era necesario mantenerme en guardia
constantemente. Él podía exigirme sólo hasta cierto punto antes de que me rebelara;
en los últimos once meses habíamos mantenido varias peleas intensas. A él le irritaba
que casi siempre saliera yo vencedora.
Desde hacía más o menos un mes nos veíamos muy poco. Mi gira por
Inglaterra, un éxito fantástico, acabó con dos semanas en Bath. Una vez que Millie y
yo estuvimos instaladas en el hotel y solucionado el contrato con el teatro, Anthony
se dirigió a Londres para consultar a sus socios en lo referente a las acciones del
ferrocarril. Sólo volvió a Bath al finalizar mi contrato; entonces lo noté preocupado;
sus modales exuberantes parecían haberse aplacado mucho. Cuando le pregunté
sobre las acciones, se mostró casi agresivo, informándome que manejar el dinero era
asunto suyo; el mío era bailar, deslumbrar al público y mantenerlo contento. Al
regresar a Londres pasó casi todo el tiempo fuera del hotel, para encargarse de
asuntos comerciales, según dijo. Por fin insistió en viajar a París antes que nosotros.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

No podía desechar mis vagas aprensiones, y Millie insistía en que algo se estaba
incubando. Ella nunca había confiado en Anthony; insistía en que yo era demasiado
blanda con él y que algún día acabaría lamentándome por ello. Aun comprendiendo
que tal vez tenía razón, yo se lo debía todo a Anthony. Lo aceptaba como era y le
estaba agradecida por cuanto había hecho, aun reconociendo que no podía confiar en
él, que era un ser quijotesco, que su encanto juvenil y sus modales despreocupados
ocultaban una naturaleza esencialmente implacable. A veces podía ser irritante,
podía exasperarme hasta hacerme estallar, pero no tenía más remedio que
perdonarlo. Ante todo, Anthony era un amante excepcional, magnífico en la cama, y
yo había llegado a depender de él de un modo enteramente distinto.

Los acantilados de Dover ya casi no se veían al difuminarse en un horizonte


azul grisáceo y neblinoso. La leve brisa jugaba con mis cabellos y henchía mis faldas.
Llevaba un vestido azul oscuro de mangas largas y fruncidas, corpiño ajustado y
falda muy amplia, adornada con hileras de fino encaje negro. Era un atuendo
espectacular, como todas mis ropas nuevas, diseñadas para atraer la atención sobre
Elena López; las lucía con aplomo. El público esperaba que Elena fuera atrevida en
su modo de vestir, y yo sabía lo importante que resultaba mantener esa imagen.
Después de casi un año se había convertido en mi segunda naturaleza.
Los pasajeros se paseaban por cubierta, disfrutando del aire salino, el chirrido
de las gaviotas, la brillante luz del sol. Casi todos me miraban abiertamente, pues me
había convertido en una figura célebre, fácilmente reconocible, una criatura que
provocaba susurros de escándalo entre las mujeres y pensamientos perversos entre
los hombres. David Rogers había realizado su trabajo a conciencia. Al acompañarnos
en la prolongada gira por Inglaterra, se había encargado de que todos, pobres o ricos,
conocieran a la legendaria, tempestuosa y seductora bailarina española. Rara vez
pasaba una semana sin que apareciera al menos un artículo en los periódicos. Por lo
general más de uno. Por todo el país podían verse retratos en color o pinturas mías,
que se vendían en los quioscos o en los vestíbulos de los teatros. Una conocida marca
de cigarros había incluido una reproducción en la tapa. Estaba siempre a la vista del
público y ya me había habituado a que me miraran.
Pero pocos hombres solían mirarme tan descaradamente como uno de chaqueta
marrón lo estaba haciendo en ese instante. Me había dado cuenta de ello desde hacía
un rato. Era un hombre alto, de ojos oscuros y humorísticos, piel morena y pelo
negro muy rizado. Llevaba botas negras brillantes y pantalones pardos más ceñidos
que lo habitual. Su chaleco era plateado, con flores bordadas en seda negra y marrón
en un efecto deslumbrante; lucía una corbata de vívida seda color turquesa. Debía
tener cuarenta y dos o cuarenta y tres años, y era bastante elegante y un tanto
exótico; parecía rebosar vitalidad y salud. Tenía los labios extrañamente gruesos y
sensuales, y la sonrisa parecía natural en ellos.
Siguió mirándome atrevido, aunque sin descortesía. Noté que la gente también
lo miraba con atención, pero no me extrañó: se lo merecía, por usar ropas tan

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

llamativas. Por otra parte, parecía que él estuviera disfrutando. Consciente de que
había conseguido mi atención, me saludó amistosamente con la cabeza; en sus ojos
oscuros bailaba una mirada divertida. Adopté mi actitud más altanera y le volví la
espalda, ignorándolo. Él, sonriendo, se acercó a grandes pasos hacia mí. Me dispuse
para mantener otra conversación desagradable: debido a mi escandalosa reputación,
ciertos hombres se sentían con derecho a hacerme proposiciones, y yo había
aprendido a tratarlos con un helado desdén que dejaba petrificados hasta a los más
ardientes.
—Creo que es hora de que nos presentemos —dijo.
—Creo que no —repliqué, confiando en que mi francés fuera suficiente. En los
últimos tiempos había estado repasando el idioma aprendido en la escuela con un
profesor.
—¿No sabe quién soy?
—No, ni me interesa saberlo.
Rió entre dientes, evidentemente encantado con mi rechazo.
—Me deja consternado, realmente consternado —dijo—. Y también algo herido
en mi orgullo. Creía que todo el mundo me conocía. ¿Está segura de que no me está
atormentando?
—Le aseguro que…
—¿No ha oído hablar de Los Tres Mosqueteros?
—Creo que es una novela.
—¡Una novela! ¡Es un fenómeno! Ha tenido un éxito mundial. Qué estilo, qué
brío, qué fibra. Una obra maestra, créame, una obra maestra. Vamos, confiese que la
ha leído.
Asentí con la cabeza, aunque me costaba mucho mantener la frialdad. Había
algo enormemente excitante en ese hombre corpulento y exuberante, de ojos
chispeantes y voz sonora. Sentía dentro de mí una carga de corpúsculos rojos y un
increíble empuje, fuerte excitación y un tremendo impulso hacia la vida. Parecía estar
ampliado: las ropas audaces habían sido cortadas a propósito para exhibir el físico
poderoso y musculado. Aunque hablaba francés a la perfección, no parecía el francés
típico: su piel oscura, labios llenos y rizos apretados eran ligeramente africanos.
—¿Usted sabe leer en francés?
—He leído todos los libros de Balzac.
—¡Balzac! —exclamó.
—Y también leo todo lo que publica George Sand.
—A ella le encantará saberlo —respondió él, gruñón—. Usted es uno de sus
ídolos actuales. George se vuelve loca por las mujeres independientes y
temperamentales, que desafían las convenciones para hacerse una carrera: almas
gemelas. Se la presentaré.
Su voz petulante era sólo simple ficción. Los ojos oscuros seguían centelleando
y una semisonrisa jugaba en sus labios sensuales. Era una presencia casi aplastante,
un gran león que combinaba el entusiasmo de un niño alegre con un aura de
poderoso magnetismo sexual que resultaba galvanizante en su efecto. Obviamente

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

las mujeres le eran tan indispensables como una buena comida y como un gran vaso
de fuerte vino tinto.
—¿Y El conde de Montecristo? —preguntó.
—¿Qué pasa con él?
—Supongo que ése si lo habrá leído.
—Me temo que no.
—Si no fuera tan guapa le rompería la cabeza —gruñó—. Lo hace a propósito.
Usted sabe muy bien quién soy yo. Todo el mundo lo sabe. Pregúntele a cualquiera
de los presentes y se lo dirán. ¿Ve esas estudiantes? ¿Ve como ríen y me señalan?
Ellas saben quién soy; conocen mi fama con las mujeres. Tienen la esperanza de que
las levante en vilo para llevarlas a mi camarote.
Sonreí a mi pesar, ablandada por ese encanto jovial. Sabía quién era él, por
supuesto, pero el juego me divertía demasiado como para ceder.
—Usted no es española —me acusó—. Tiene acento inglés.
—¿Lo cree así?
—Es grandiosa, fascinante, sin duda. Y seductora, es innegable. Pero española,
ni por casualidad. Los diarios dicen que usted afirma ser hija ilegítima de Lord
Byron, pero lo dudo.
—Admita que es divertido.
Él soltó una carcajada retumbante, atrayendo aún más la atención hacia
nosotros. Sin embargo, no me sentí incómoda. Monsieur Alejandro Dumas me
resultaba a la vez divertido y encantador.
—Creo que usted es un fraude tan enorme como yo, Elena.
—Puede dar su opinión, señor Dumas.
—¡Ajá! Sabe quién soy.
—He leído bastante sobre usted. Su reputación es casi tan pésima como la mía.
—Peor, chérie —me aseguró—. Ya hemos perdido bastante tiempo en charlas
ociosas. El barco tardará al menos media hora en anclar; eso nos deja tiempo
suficiente para pasar un buen rato en la cama.
—No sea ridículo.
—Tengo la energía de un carnero. Le va a gustar, créame. Las mujeres siempre
andan detrás de mí; no me dejan en paz. Las tengo siempre a mis pies. Literalmente,
tengo que arrojarlas a puntapiés de la casa para poder trabajar un poco.
—Eso dicen.
—Fíjese cómo me miran. Ya están hablando de nosotros, ma petite. Mañana por
la tarde todo París dirá que Dumas ha estado en Londres para ver a sus editores
ingleses y ha regresado con Elena López. Dirán que hemos tenido una aventura
endiablada y lujuriosa, que nos pasamos el viaje haciendo el amor a gritos en mi
camarote. Venga, demos visos de verdad a los rumores que ya están circulando.
—Paso, señor Dumas.
—¿Me rechaza?
Al verme asentir fingió consternación.
—¡Me niego a creerlo! ¿No le impresionan mis hazañas? ¿No le parezco

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

maravillosamente hermoso e irresistiblemente viril? ¿No se muere de ganas por ver


si los rumores sobre mi fuerza son auténticos? ¡Increíble!
Volví a sonreír. Era imposible ofenderse. Él no tomaba nada en serio, y menos a
sí mismo. Me gustó enormemente.
—Está cometiendo un error —insistió—. Soy fenomenal en la cama, de veras;
más lujurioso que nadie. Siempre las dejo pidiendo más. Puedo darle referencias.
—No haría más que perder el tiempo.
—Debo estar perdiendo el encanto —se quejó—. Me ha destrozado el día,
¿sabe? Estoy anonadado.
—Supongo que se le pasará.
Suspiró negando con la cabeza, pero en seguida sonrió con un chispear de ojos.
—De momento tendré que conformarme con su amistad. ¿Cuánto tiempo
piensa estar en París?
—Tres semanas. Después iniciaré una gira por Europa.
—En tres semanas tendremos tiempo suficiente para hacernos amis. Le prometo
que nos veremos con frecuencia. Alguien tiene que promocionarla en París, ¿y por
qué no puedo hacerlo yo? Si no quiere venir a mi camarote para un toque de l'amour,
será mejor que vuelva solo y acabe cuanto antes ese capítulo. Mis editores deben
estar nerviosos. No me dejan un momento tranquilo. A bientôt, Elena.
—Au revoir —le respondí.
Me cogió la mano y se la acercó a los labios con la palma hacia arriba. En
seguida me saludó alegremente con la cabeza y avanzó a grandes pasos hacia la
escalera. Las estudiantes de organdí blanco reían entre dientes, como un trío de
gansos nerviosos. Dumas les hizo una reverencia y emitió un gruñido hambriento. La
institutriz, con una exclamación de horror, se las llevó inmediatamente. El novelista
rió a todo pulmón y siguió por las escaleras.

Durante un rato me paseé por cubierta, pensando en ese encuentro; al fin bajé a
nuestro camarote. Millie estaba revisando nuestro equipaje de mano para asegurarse
de que no faltaba nada. Nuestros baúles habían sido enviados previamente al hotel
de París, pero aun así teníamos una molesta cantidad de maletas y sombrereras. Una
vez satisfecha, Millie dejó escapar un suspiro de cansancio y se palpó los rizos
dorados; sus ojos azules tenían una expresión de gran sufrimiento. Llevaba un
vestido rosado muy ceñido que acentuaba el busto voluptuoso y la cintura esbelta.
Después de trabajar casi un año como doncella y dama de compañía de la famosa
Elena López, Millie ya no se preocupaba tanto como al principio de la respetabilidad.
—Están todas —me informó—. Te diré que me sorprende. Estaba segura de que
ese hombre había perdido algo. De cualquier modo no sé por qué ha tenido que
acompañarnos hasta el barco.
El hombre era David Rogers, que nos había acompañado desde Londres hasta
Dover y traído a bordo todo nuestro equipaje, tratando sin cesar de llevarse a Millie
aparte para una corta charla. Millie lo trataba con frío desdén; lo fulminaba con la

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

mirada cada vez que tropezaba o dejaba caer una maleta, le respondía con
brusquedad. El robusto David, que generalmente parecía venir de un entusiasta
partido de fútbol, quedó en el muelle con una expresión patética y solitaria,
contemplando la partida del barco. Millie ni siquiera se había molestado en saludarlo
desde cubierta.
—Gracias a Dios no lo veré más —dijo—. Se estaba poniendo muy rebelde,
demasiado posesivo, y no hablaba más que de matrimonio. Como si fuera propiedad
suya. Una quiere divertirse un poco antes de sentar cabeza.
Sonreí para mis adentros, notando el énfasis con que hablaba. Millie, sin duda,
se había divertido bastante en los últimos meses, haciéndose perseguir alegremente
por el enamorado David y coqueteando escandalosamente con cualquier muchacho
que despertara su interés, con la intención de provocar en David ataques de celos.
Disfrutaba cada minuto de su nueva vida y gozaba con el entusiasmo que rodeaba a
Elena López. Aunque la gira había sido tediosa e incómoda, una interminable
procesión de vagones polvorientos, hoteles venidos a menos y tristes teatros de
provincia, ella lo había tomado con buen ánimo. A veces gruñía, se quejaba y actuaba
malhumorada, pero su espíritu nunca cedía ante las contrariedades.
—Pobre David —comenté—. Creía que te gustaba.
—Oh, tiene su lado bueno. Es rudo, robusto y poderoso, pero se había puesto
demasiado serio. Y malhumorado también. No te molestes en tenerle lástima, Elena.
—Has sido muy dura con él.
—Tenía mis motivos —replicó—. Él estaba en su perfecto derecho de hacerles
guiños a las actrices noveles o de llevárselas en cualquier momento; pero si me veía
hablar con uno de los estudiantes de Oxford le daba un ataque. Oxford era
maravilloso, ¿verdad?
—Fantástico —respondí.
—¡Cuántos edificios antiguos y preciosos!
—¡Qué jóvenes tan entusiastas! —agregué.
—Yo no hice nada malo —protestó Millie—. Querían enseñarme las tabernas y
hacerme pasar un buen rato. Eran muy alborotadores esos muchachos; bebían,
lanzaban bravatas y estaban en pie la mitad de la noche, pero me divertí como nunca.
El barco comenzó a frenar su marcha. Se oyó el crujir de los engranajes.
—A propósito —dijo Millie—. A bordo tenemos otro hombre famoso. Uno de
los camareros estaba hablando con él. Es Alejandro Dumas, el escritor francés.
—Lo sé. Nos hemos conocido.
—¿De veras?
—Hemos mantenido una larga conversación.
—Hum —gruñó—. Yo en tu lugar andaría con cuidado, querida; estoy bien
enterada por un periódico. Dicen que es un demonio con las mujeres, absolutamente
insaciable. Y también he leído su libro Los tres mosqueteros. No me ha gustado mucho.
Demasiados espadachines.
Al detenerse el barco se produjo un chirrido de madera contra madera. Un
minuto después se oyó un golpe agudo en la puerta de la cabina, y abrí para permitir

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

la entrada de un atractivo camarero rubio de resplandeciente uniforme blanco. Sus


ojos pardos eran decididamente canallescos. Echó sobre Millie una mirada de
conspiración, y sospeché que se habían entretenido mutuamente mientras yo estaba
en la cubierta. Recogió todos los bultos y ambas lo seguimos por las escaleras.
Esperaba encontrar una nube de periodistas aguardando en la estación
marítima cuando desembarcáramos, pero no se veía ni uno. Anthony tampoco estaba
por allí, pero sí una multitud que, entre considerable bullicio, corría hasta la estación
de ferrocarril, donde un tren aguardaba para trasladarnos a París. Tal vez nos
estuviera esperando en la estación, pero me parecía difícil, sin saber por qué. La
sensación de intranquilidad se renovó, por más que me esforcé en ocultarla. Si no
había ido a Calais a buscarnos, me dije, sería por un grave motivo.
—Anthony no está por lo que veo —comentó Millie.
—Tal vez esté en la estación. Ve al tren, Millie, y busca nuestro compartimiento.
Me reuniré contigo allí.
Millie y su atractivo camarero desaparecieron entre la multitud. Tardé algunos
segundos, esperando contra toda esperanza que Anthony apareciera; pero no fue así.
Tampoco estaba en la estación ni en el tren según pude ver. Por fin me reuní con
Millie en nuestro compartimiento privado. Todas las maletas habían sido colocadas
fuera de la vista, y la sonrisa del camarero era aún más amplia que antes. Millie se
frotaba la espalda, muy complacida consigo misma. El camarero se retiró cerrando la
puerta.
—Qué tipo tan fresco —comentó Millie—, pero de cualquier modo agradable.
—¿Le has dado propina?
—En cierto modo —respondió.
Me recosté sobre el asiento de terciopelo verde desteñido. En otros tiempos
aquel compartimiento pudo haber sido lujoso, pero ahora estaba raído y con el
aspecto de desgaste que suelen tener los trenes muy usados. Los flecos dorados de
las cortinas de terciopelo verde estaban muy opacos; se percibía el olor familiar del
polvo, el humo rancio y el sudor. Millie y yo habíamos pasado mucho tiempo en
tales compartimientos, viajando entre una y otra ciudad. Dentro de tres semanas
todo volvería a empezar, y temía que los ferrocarriles europeos no fueran mejores
que los ingleses.
Mientras el tren salía de la estación me sentí muy deprimida. Echaba de menos
a Anthony, más de lo que deseaba admitir, y era una profunda desilusión que no
hubiera ido a esperarnos. Además me desconcertaba la ausencia de periodistas. Sin
duda él tenía que haberles comunicado mi llegada: Anthony jamás desperdiciaba la
oportunidad de hacer toda la propaganda posible. Esa pequeña preocupación me
seguía royendo por dentro. Algo no iba bien; lo percibía. ¿Por qué tanto interés en
viajar a París antes que nosotras? En realidad no era necesario. No podía dejar de
recordar la forma en que había actuado al despedirse: con bastante ligereza, pero
también con cierta tensión. Me había besado despreocupado, pero sus ojos estaban
casi tristes. ¿O era todo imaginación mía?
El tren avanzaba por la campiña francesa, pasando por aldeas pequeñas y

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

desoladas, junto a filas de esbeltos álamos bajo los cuales crecían las amapolas rojas.
Aunque no amara a Anthony, era bastante para mí; apenas comenzaba a comprender
hasta qué punto era importante. Se había convertido en parte integral de mi vida; me
exasperaba un momento para hacerse adorar al siguiente. No podía concebir su
ausencia. Mientras escuchaba el monótono traqueteo de las ruedas, intenté calmar mi
aprensión interior. Sin duda Anthony nos estaría esperando en la estación de París,
con toda una turba de periodistas y una excusa perfectamente válida por no haber
estado presente en Calais.
El tren se detuvo en una pequeña estación intermedia y partió de nuevo. Poco
después se abrió la puerta de nuestro compartimiento y entró tropezando un gigante,
con los hombros y la cara ocultos por un gran cesto. Millie gritó asustada y se levantó
de un brinco. Alejandro Dumas dejó caer el cesto, se acomodó las solapas marrones,
alisó la corbata de seda turquesa y nos dedicó una sonrisa luminosa. La sonrisa
desapareció ante el puntapié que Millie le asestó en la espinilla. En ese momento el
tren dio una sacudida y ambos cayeron en el asiento opuesto al mío. Millie cogió un
bolso y empezó a pegarle en la cabeza con él, mientras Dumas gritaba sus protestas,
con los brazos alzados para protegerse.
—¡Socorro! —gritó—. ¡Quítenmela de encima!
—¡Sinvergüenza, violador, bandido!
—¡Millie! Basta. Lo conozco.
Millie interrumpió su descarga de golpes y arrojó sobre Dumas una mirada
desagradable. Él bajó los ojos y la observó detenidamente, apreciando cada detalle,
para detenerse especialmente en el espléndido busto, encerrado en fino algodón
rosado. Millie se apartó de él, ajustándose la falda; aún estaba encrespada, pero
parecía intrigada. Dumas le sonrió, emitiendo el gruñido hambriento que había
empleado con las estudiantes. Por el gesto de su cara, parecía que ella quisiera
golpearlo otra vez.
—Mon Dieu, una gatita salvaje, hecha y derecha —comentó Dumas,
dirigiéndose a mí—. ¿Quién es?
—Millie es mi compañera.
—Pensé que era su guardaespaldas. Una muchachita apetitosa. Hace mucho
que no veo bocado tan sabroso.
—¿Qué ha dicho? —saltó Millie.
—Sólo estaba alabándote. Millie no habla francés, señor Dumas.
—¿No? En tal caso hablaremos su idioma —respondió él en inglés—. Acabo de
concluir mi capítulo. Es una obra maravillosa, cargada de vida. He escrito doce
páginas en el barco y diez más después de subir al tren. Por eso pensaba que se
imponía una celebración. He bajado del tren cuando se detuvo y comprado algunas
cosas para la merienda.
Metió la mano en el cesto y sacó una gran hogaza de pan, que depositó en el
regazo de Millie. Ella lo puso en el asiento, cautelosa, echándole otra mirada
perversa. Un gran trozo de queso, un racimo de uvas, media docena de manzanas y
tres botellas de vino surgieron tras el pan. Por fin Dumas sacó un pollo asado entero

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y dejó el cesto en el suelo.


—¿Alguien quiere un muslo? —preguntó.
—No tengo hambre —le dije.
—¡Yo tampoco! —exclamó Millie, disgustada.
—¿No? No les molesta si yo como, ¿verdad mademoiselles? Estoy muerto de
hambre, como de costumbre. Me encanta la buena comida y el buen vino. No hay
nada mejor, como no sea una mujer sabrosa.
Despedazó el pollo y empezó a devorarlo, arrojando los huesos al canasto. No
tardó en desaparecer el ave. Alargó la mano hacia la hogaza de pan, lo partió por el
medio y descorchó una de las botellas. Yo lo observaba divertida; Millie disgustada.
Dumas comía con deleite, saboreando cada bocado, sin preocuparse en absoluto por
el público.
—¿Así que usted es Alejandro Dumas? —dijo Millie.
—En carne y hueso, mon pigeon.
—Mucha carne y poco hueso —observó ella.
—Todo músculo sólido. No tengo un gramo de grasa. Poseo la fuerza de
Sansón. La heredé de mi padre, el general. Era soldado de Napoleón; una vez levantó
en vilo un caballo con las manos. Mire estos bíceps. ¿Quiere tocarlos?
—No, gracias.
—Encantadora la joven —me dijo Dumas—. Siempre me han gustado las rubias
descaradas. ¿No le agradaría dar un paseo por el vagón vecino y dejarnos solos un
rato?
—¡No, ella no quiere! —exclamó Millie.
Dumas rió con ganas mientras descorchaba otra botella de vino. Mi depresión
había desaparecido. Me divertía, encantada con ese gigantesco payaso que era uno de
los hombres más famosos de Francia. Consumió la segunda botella, limpió el pan y el
queso y empezó a roer una manzana, sin dejar su divertida charla. Con atractivo
buen humor, nos habló de su éxito como dramaturgo, novelista, atleta, hombre de
acción y amante de mujeres. También mencionó el fabuloso Château de Montecristo
que el arquitecto Durand estaba construyendo para él en los bosques de Saint-
Germain.
Los tres nos sorprendimos cuando el tren se detuvo en la estación de París, pues
el monólogo de Dumas había hecho que el tiempo volara. Nos preguntó dónde nos
alojaríamos, mientras arrojaba botellas vacías y corazones de manzana en el cesto.
Cuando se levantó lo vimos erguirse frente a nosotras como un coloso, en el reducido
espacio del compartimiento. Millie lo miró de reojo, obviamente fascinada, aunque
sin perder su postura altanera. Dumas abrió la puerta y cogió el cesto.
—Será mejor que vuelva a mi compartimiento antes de que algún ratero me
robe las maletas y desaparezca con mi manuscrito. George dirige un petit salon en su
apartamento los jueves. Por lo general recibe a mucha gente divertida. La llevaré.
Será el lugar perfecto para presentarla a nuestra sociedad parisina.
—Me encantaría —repliqué.
—Supongo que volveremos a vernos, mon petit pigeon —dijo a Millie.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Ella no se dignó responder, de modo que Dumas se retiró hacia su propio


compartimiento. Llegó un maletero para ayudarnos a llevar el equipaje; mientras lo
seguíamos por el pasillo me preparé para entrevistarme con los periodistas que, sin
duda, esperarían con Anthony en el andén. Millie charlaba sobre Dumas, simulando
una cólera que a nadie convencía. El maletero pasó por la puerta y descendió los
angostos peldaños metálicos. El andén hervía de gente en un vertiginoso
calidoscopio de movimiento y color. El estrépito era increíble, con la llegada y la
partida de los trenes. Pero no había periodistas ni Anthony estaba esperándonos.
—Tal vez se ha olvidado de que llegábamos hoy —se apresuró a decir Millie,
preocupada por mi expresión—. Ya sabes lo distraído que es, Elena. Tal vez se
encuentre en el hotel, cenando espléndidamente y estudiando alguna nueva treta
para hacer dinero.
—Tal vez.
—Debe haber un montón de periodistas dispuestos a esperar el barco de
Inglaterra mañana por la tarde. Si no lo conozco mal, los tendrá en vilo por llegar
antes de tiempo.
Asentí, pero me sentía interiormente perdida.
—Mira, iré con el maletero a buscar un carruaje. Hay coches de alquiler en
Francia, ¿no? Iremos al hotel, y si tú no le cantas cuatro frescas a ese tipo lo haré yo
en persona.
Estaba haciendo un esfuerzo valiente, pero por la expresión de sus ojos
comprendí que también ella sospechaba lo peor. El maletero hablaba muy poco
inglés y Millie tuvo dificultades para hacerse comprender que queríamos un coche de
alquiler. Yo no me atrevía a hablar, temiendo que la voz me temblara, con miedo a
romper a llorar. Ya lo comprendía. Había tenido una premonición el día que nos
despedimos. Ahora, de pie en el andén, me pareció encontrarme envuelta en una
niebla; la gente se movía a mi alrededor, entre risas y charlas bulliciosas,
abrazándose. Un inspector que hablaba inglés se detuvo a preguntarme si me sentía
bien. Le sonreí, asintiendo. Él me echó una mirada vacilante y siguió su marcha. Otro
tren salió de la estación con un ruido metálico ensordecedor; las nubes de humo
llenaron el ambiente, elevándose hasta lo más alto de la vasta cúpula. Volví a sonreír
sin motivo alguno; aún tenía aquella sonrisa en los labios cuando Millie volvió.
—Ven, querida. Hay un coche esperándonos.
Caminé a su lado por entre los puestos de periódicos y de golosinas o frutas,
donde se vendían toda clase de bocadillos tentadores. Una espesa multitud se
volcaba hacia las grandes puertas arqueadas.
—Me ha costado mucho hacerme entender por el cochero —dijo Millie,
alegremente—. Me miraba como si yo fuera idiota, y después empezó a parlotear sin
sentido. El maletero, en lugar de ayudarme, también empezó a parlotear. ¡No puedo
decir que me gusten mucho los franceses!
Cuando salimos el cielo gris se estaba oscureciendo. Millie me ayudó a subir al
coche y repitió el nombre de nuestro hotel. Un momento después íbamos en camino,
avanzando por una atestada avenida, donde se alineaban elegantes comercios. Un

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suave resplandor azul espesaba el aire al acercarse la noche. Al doblar una esquina
pasamos frente a unos cafés al aire libre donde ya estaban encendiendo las luces. El
cielo era ya de color violáceo y el resplandor iba en aumento. Observé que los
castaños estaban en flor. La belleza de la ciudad era una parte del sueño, vaga, irreal,
como una ilusión luminosa. Millie abandonó sus esfuerzos por tranquilizarme.
Permanecía silenciosa, con aire de sombría decisión.
—Hemos llegado —dijo al detenerse el carruaje.
Bajó y me tendió la mano para ayudarme. Los caballos permanecían inquietos
junto a la acera. El cochero se bajó y comenzó a hablar tan rápido que no pude
comprender una palabra de lo que estaba diciendo. El portero vino en nuestra ayuda;
pagó al hombre, recogió nuestro equipaje y se lo entregó al muchacho de chaqueta
roja que le acompañaba. El hotel era suntuoso, blanco y elegante bajo el resplandor
crepuscular. El vestíbulo estaba decorado en tonos de azul y marfil, caoba oscura,
que brillaba espléndidamente, y bronce pulido con fulgores de oro opaco.
Al menos nuestros baúles habían llegado el día antes y nuestras habitaciones
estaban dispuestas. Anthony no se había inscrito en el hotel. El muchacho de la
chaqueta roja nos condujo por las amplias escalinatas y por un pasillo del segundo
piso; abrió una puerta que daba a una espaciosa habitación, cuyas lámparas ya
estaban encendidas. Nada más entrar vi una carta en la repisa. Millie también la vio.
El joven dejó los bultos y nos dijo que la habitación de Millie estaba al final del
pasillo.
—Me quedaré un rato contigo —dijo ella.
—No, Millie. Vete.
—¿Te encuentras bien?
—Perfectamente —le dije.
Ella y el muchacho se retiraron. Pasé varios minutos mirando el sobre color
crema, de grabado bien visible, retardando el dolor. Al fin, cuando lo abrí, fue con
mano temblorosa. Varios billetes de una libra volaron al suelo al retirar la carta.
Estaba escrita en el papel del hotel y era muy corta. Anthony iba directamente al
grano.

Elena:
El dinero que pongo en este sobre es todo cuanto queda. Hay casi ochenta
libras. Eso te servirá para cubrir tus necesidades más inmediatas. Las acciones del
ferrocarril eran fraudulentas. Supieron engañarme, como si fuera un campesino
recién llegado a la ciudad. Te he fallado. No sé qué decir, salvo que lo siento.
Llegué a París con la esperanza de arreglar la gira antes de que llegaras,
pero también eso ha fracasado. Tendrás que buscar a otro para que se encargue
de tus cosas. Ya no me necesitas, y sé que en estas circunstancias no querrás
tenerme cerca, complicándote las cosas aún más. Por eso me retiro. No sé qué
voy a hacer ni dónde iré, pero confío poder compensarte algún día por todo esto.
Anthony.

Leí la carta por segunda vez; después la doblé y volví a colocarla sobre la

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

repisa. Me acerqué a la ventana para observar el parque, al otro lado de la calle.


Estaba muy iluminado y las parejas paseaban bajo los árboles, de frágiles hojas
verdes, entre estanques y blancas fuentes de mármol. Al pasar junto a los chorros de
agua danzante, un hombre cogió a la muchacha en sus brazos y la besó con ternura.
El vestido, de un suave color rosado, flotaba en la brisa. Los contemplé invadida por
el dolor. Al fin aparté la vista.
Él había desaparecido. El dinero no importaba. Se podía ganar más. Pero
Anthony se había marchado. Yo lo amaba a mi modo, pero se había ido y me
encontraba otra vez sola, tal como había ocurrido cuando Brence me abandonara. La
angustia era la misma, la soledad igualmente opresiva. Quise llorar, pero no pude.
Las lágrimas parecían encerradas en mi interior. Habría sido mucho más fácil si
hubiera podido llorar, si hubiera podido enfadarme; pero me sentía incapaz de
hacerlo. Todo estaba acabado. Sólo faltaba aceptar los hechos y orar pidiendo
fuerzas. Iba a necesitar toda la que pudiera reunir.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XXI

Dumas me ayudó a bajar del carruaje y me escoltó por las escaleras,


agarrándome fuertemente por el codo como si temiera que pudiera huir. Un sirviente
nos condujo hasta un elegante vestíbulo con paredes pintadas de color rojo opaco y
espesa alfombra azul. Dumas me soltó el brazo, se quitó el sombrero de copa y la
capa y entregó ambas prendas al sirviente. Llevaba un traje de color tabaco, con
solapas de terciopelo oscuro y faldones sueltos. El chaleco era de color naranja,
bordado con flores pardas; la corbata, una vívida seda anaranjada. Su humor era
decididamente juguetón.
—Ahora confiese, ¿no se alegra de haber venido?
—En absoluto —dije, disgustada.
—No podía dejarla allí en su habitación, consumiéndose.
—No me estaba consumiendo.
—Lamentándose, entonces. Nunca he visto mejillas tan pálidas ni ojos tan
nostálgicos. ¿Así que su amante ha desaparecido y la ha dejado sin dinero? No hay
motivos para preocuparse. Usted es la mujer más hermosa de París, y París está
ansiosa por darle la bienvenida. George insistió en que la trajera. Si hubiera venido
yo solo, me habría degollado ella.
Dumas había insistido en llevarme a pesar de mis negativas; fue prácticamente
un secuestro. Seguía sintiéndome muy insegura y nada dispuesta a enfrentarme a la
gente. Habían transcurrido cuatro días desde la carta de Anthony: los cuatro peores
días de mi vida. Estaba dominada por un extraño letargo que no podía sacudir, aun
sabiendo que debía visitar a agentes teatrales para concertar un compromiso.
Entonces Dumas apareció en mis habitaciones como una fuerza natural imposible de
resistir.
—Alégrese, gorrioncito —dijo—. Se va a divertir.
—Lo dudo.
—Por lo menos va a sacar provecho de esto: allí estará Gautier. Es el crítico de
teatro de La Presse. Gritará desde todos los tejados que usted está presente en París.
Cuando los agentes lo sepan correrán a su hotel como los campesinos a la Bastilla.
—No estoy de humor para conocer a gente.
—Dentro de un momento se sentirá mejor —prometió—. Unas cuantas copas
del champán que sirve George y se sentirá de maravilla. Venga, vamos a hacer que
peleen un rato entre ellos.
—Déjeme retocar antes mi peinado.
Y me acerqué al espejo para comprobar mi aspecto. Llevaba un vestido de satén
color crema, con grandes mangas fruncidas, corpiño escotado muy ceñido y falda

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muy amplia. Me dejaba los hombros y buena parte del seno al descubierto. Mi
maquillaje era muy discreto: sólo un toque de rosado en los labios y una sugerencia
azul grisácea en los párpados. Me había dejado el pelo tirante hacia atrás, en un
moño oval, con una gran camelia rosada sobre la sien derecha por todo adorno. En
verdad tenía las mejillas muy pálidas y los ojos tristes, ensombrecidos.
—Está maravillosa —me informó Dumas—. Es una lástima que haya decidido
mantener conmigo una relación platónica. ¿Está segura de que no quiere cambiar de
idea?
—Muy segura.
Suspiró, encogiéndose de hombros.
—Mejor así, supongo. Las mujeres demasiado inteligentes no son mi tipo.
Demasiada charla y poco deporte. Por una vez la amistad será algo refrescante. ¿Ya
ha terminado de acicalarse?
Desde el otro lado del vestíbulo llegaban voces y risas. Dumas volvió a cerrar su
manaza alrededor de mi codo y me impulsó hacia aquel lugar. Un momento después
entramos a un salón que brillaba de color: tenía alfombras rojas y azules, paredes
claras, elegantes cortinajes de color oro. Había por lo menos treinta personas. Casi
todos los hombres llevaban trajes de gala oscuros; las mujeres elegantes vestidos.
Todos hablaban muy animados. Una mujer vestida de terciopelo negro se apresuró a
acercarse con una amplia sonrisa.
—¡Por fin la ha traído! —exclamó en francés.
—¿Le he fallado alguna vez?
—Demasiadas veces como para ponerme a recordarlas, grandísimo patán.
Ahora vaya a correr por ahí. Elena y yo tenemos mucho de qué hablar.
—¿Hay comida?
—Muchísima, el doble que de costumbre. Sabía que usted vendría. Vaya a
probar el paté, que está exquisito.
Dumas sonrió, agradecido, y se abrió paso por entre la multitud hasta las mesas
servidas, palmeando más de un trasero femenino en el trayecto. La mujer de
terciopelo negro me cogió ambas manos y las apretó con fuerza.
—Soy George Sand, querida mía. Tenía muchísimos deseos de conocerla.
Me encontré sin palabras. George Sand era ya una leyenda, una criatura famosa
de quien se decía que vestía trajes masculinos, fumaba en público y se liaba con
cualquier hombre que despertara su capricho. Su verdadero nombre era Aurore
Dudevant, pero había abandonado a su esposo y a sus hijos para vivir con el joven
Jules Sandeau en una buhardilla, a fin de escribir novelas junto con él. Aunque utilizó
parte de su apellido como seudónimo, acabó por abandonarlo para mantener una
breve aunque deslumbrante aventura con el arrogante y sensual Octavio Merimée.
Abandonó a éste por Alfredo de Musset, a quien, según los rumores, había
destrozado. Y llevaba varios años viviendo con Federico Chopin, el doliente
compositor sobre el cual, se decía, ejercía un poder demoníaco.
La mujer que me apretó las manos exudaba una gran calidez y parecía irradiar
calma. Era de mediana edad, ligeramente regordeta, de largos cabellos renegridos,

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

cutis suave y pálido y enormes ojos pardos, luminosos y encantadores. Parecía una
amistosa matrona de corazón tierno, imposible de asociar con la criatura áspera,
despiadada y masculina que, según mis lecturas, se cebaba en hombres más jóvenes
y desafiaba todas las convenciones con arrogante desdén.
—Parece atónita —dijo.
—Usted no es como yo esperaba.
—Ha leído sobre mí, por lo que veo.
Asentí, diciendo:
—Usted es muy famosa.
—Usted también, ma petite, y tampoco es lo que yo esperaba. Para empezar, es
mucho más joven, y hay en usted una cualidad vulnerable que no parece concordar
con la audaz, mercenaria Elena López.
—Elena López es una creación de la prensa.
—También George Sand —dijo ella, estrechándome otra vez las manos con una
risa suave, melodiosa—. Éste es un mundo de hombres, Elena, y la mujer que quiera
triunfar debe ser, por fuerza, una especie de fenómeno. ¿Qué otra cosa explica
nuestro éxito?
—He leído todos sus libros.
—¿Le han gustado?
—Parecen escritos especialmente para mí. Expresan ideas, emociones y
ansiedades que yo creía sólo míos. Podría decir que me han dado fuerzas. Siempre
fui diferente, ¿comprende? Siempre quise… algo más. Podía identificarme
completamente con sus heroínas.
—Querida mía, acaba de ganar mi corazón. Vamos a ser muy amigas. En el
fondo somos hermanas. Venga, le serviré un poco de champán. ¿Cómo diablos se las
ha arreglado para enredarse con el ruidoso Dumas?
—Nos conocimos al cruzar el canal.
—Y en seguida quiso llevársela a la cama —adivinó ella, mientras me conducía
a través del salón.
—A los cinco minutos de habernos conocido.
—¡Ese Dumas! —exclamó ella, riendo—. Lo adoro. Tiene un corazón de oro,
¿sabe? Y una reputación célebre. Generoso a más no poder nuestro Alejandro; un
pillo entusiasta que tiene una increíble facilidad para la ficción imaginativa.
Después de entregarme una copa de champán, tomó otra para ella y la sorbió
lentamente, con una mirada pensativa en los adorables ojos pardos. Percibí en ella
una gran reserva de fuerzas y también una gran tristeza. Se había hecho un sitio
eterno para ella en la literatura, pero sospeché que el precio había sido sumamente
alto en cuanto a felicidad personal. Decían que sus amores con Chopin habían
entrado en un mal período, que ambos estaban al borde de la ruptura definitiva. ¿Era
ésa la razón de la mirada pensativa, de la triste sonrisa?
Tomó otro sorbo de champán, dejó escapar un suave suspiro y abandonó la
copa. Volvió a sonreír con ganas, como si el breve instante de distracción hubiera
quedado atrás. Me alegré de ello, pues me había permitido conocerla mejor.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Mire toda esta gente —dijo, haciendo un gesto inútil—. Los adoro, a todos y a
cada uno, pero es imposible mantener una conversación con sentido en este gentío.
Quiero que hablemos mucho, Elena. Quiero que nos hagamos amigas.
—Estoy segura de que así será.
—En este momento debo desempeñar mi papel de anfitriona. Un aburrimiento,
créame. No sé para qué doy estas soirées. Ah, aquí viene Lamennais. Es un sacerdote
que ha colgado los hábitos y me ha estado contando cosas muy interesantes sobre las
autoridades eclesiásticas. Propugna las reformas más asombrosas. Tengo que ir a
saludarlo.
—Vaya, por favor.
En ese momento pasó un hombre delgado, impecablemente vestido, de pelo
corto y rizado y ojos bastante maliciosos. George lo cogió por el brazo.
—Aquí está Eugene que le hará compañía. Eugene, le presento a Elena López, la
famosa bailarina. Ya habrá leído sobre ella en los periódicos.
—Claro que sí —afirmó él—. También la vi bailar cuando estuve en Londres el
año pasado.
—Elena, le presento a Eugene Sue. Sus Misterios de París fue un enorme éxito, y
su nueva novela El Judío Errante está causando sensación. Conoce el submundo de
París tan íntimamente como el Faubourg Saint-Germain. Él se encargará de
entretenerla.
Sue ejecutó una profunda reverencia, con los labios finos curvados en una
sonrisa irónica.
—Lo intentaré —dijo.
—Es un chismoso incorregible —me advirtió George—, y ésa es una de las
razones por las que le tengo tanto cariño. No crea más de la mitad de lo que diga.
Voy a hablar con Lamennais. Pronto mantendremos una sabrosa charla, querida mía,
las dos a solas.
Y se retiró apresuradamente para saludar al sacerdote. Eugene Sue arqueó una
ceja, esbozando otra vez su sonrisa irónica mientras la miraba.
—Ese hombre será su ruina; le llena la cabeza con toda clase de tonterías
políticas. En cuanto nos descuidemos la tendrá haciendo manifestaciones en la calle.
George es muy susceptible, tiene corazón de revolucionaria; le gustaría reformar el
mundo entero.
Hizo una pausa y se volvió hacia mí.
—¿Hace mucho que está en París?
—Sólo unos días.
—Ha venido con Dumas, por lo que veo. Muy propio de él ser el primero en
descubrirla. Es un tipo sorprendente. No puedo decir que me gusten sus libros ni sus
novelas, ya que estamos, pero porque no comulgo con el melodrama rimbombante.
¿Conoce a su mujer?
—No sabía que estaba casado.
—Dumas no presta mucha atención a ese hecho. Ida Ferrier era actriz, dotada
con una asombrosa falta de talento y nada guapa, pero su padre era un corredor de

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bolsa a quien Dumas debía bastante dinero. Para evitar ir a prisión como deudor se
casó con la muchacha. Tengo entendido que, poco después de la boda, llegó
inesperadamente a su casa y, al entrar al dormitorio, descubrió a uno de sus mejores
amigos haciendo apasionadamente el amor con la dama en cuestión. Los miró
fijamente durante un momento y después sacudió la cabeza, asombrado. «¡Caramba!
—exclamó—, ¡y él ni siquiera está obligado!»
Sue continuó en la misma vena durante varios minutos, señalando a algunos
huéspedes e identificándolos para relatar anécdotas. Era divertido, malicioso y estaba
sorprendentemente informado. Ya se había corrido la voz de que yo me encontraba
allí y la gente comenzaba a mirarme con atención; los hombres con notable interés;
las mujeres con una hostilidad apenas disimulada. Mi reputación me había
precedido: Elena López era casi tan famosa en Francia como en Inglaterra, e incluso
en esa reunión de celebridades literarias o artísticas recibía mucha más atención que
los demás. Fue un alivio que Dumas se acercara a nosotros con un vaso de vino en
cada mano.
—¡Ya la ha monopolizado demasiado tiempo, Sue! —anunció entregándome un
vaso—. Espero que no le haya estado contando un montón de mentiras. Venga,
Elena; quiero presentarle a alguien.
Saludé a Eugene Sue con una inclinación de cabeza y seguí a Dumas hacia las
mesas bajo la mirada de todo el mundo. Varios hombres me sonrieron. Uno de ellos
hizo una reverencia. Dumas lucía una amplia sonrisa, disfrutando a fondo.
—Está causando sensación —me informó—. No he visto nada así desde que
Rachel hizo enloquecer a todo París. No se habla más que de usted, ¿sabe? No hay un
hombre aquí que no se muera por conocerla.
—¿Ah, sí? ¡Qué pesado!
—Es el precio de la fama —dijo, alegremente—. A mí me preocupa que no me
miren. A propósito, ¿cómo está su compañerita?
—¿Millie? Bien.
—Apostaría a que ella no se queda encerrada. Ha de tener ya a cinco o seis
hombres siguiéndola. Es una muchachita sabrosa, muy bien constituida. Me gustaría
investigar, si usted no se opone.
—Yo no. En cuanto a Millie, no sé.
Dumas bufó, acabó su vino y dejó el vaso vacío sobre una mesa; después me
condujo hasta un hombre con aspecto de artista: pelo largo y castaño, ojos
melancólicos y una sonrisa sorprendentemente burlona. Llevaba un traje gris oscuro,
corbata de seda blanca y chaleco carmesí, demasiado colorido.
—Teófilo Gautier —dijo Dumas—, el hombre de quien le hablaba, querida. El
crítico teatral de La Presse. Teo es un esteta. Escribe poesía y cosas así, pero de
cualquier modo es una buena persona. Tiene el suficiente sentido común como para
comprender que necesita vivir en tanto adora el arte y la belleza, de modo que
trabaja para el periódico. Te presento a Elena López, Teo. ¿No es deslumbrante?
—Verdaderamente deslumbrante —respondió Gautier.
—Teo quiere escribir una obra sobre usted —me informó Dumas—. Sea

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encantadora con él y diviértase. Tengo que atender ciertos asuntos.


—Me pregunto qué asuntos son —dije, mientras Dumas se alejaba a toda prisa.
—Sí no me equivoco, se llama Thérèse. Es una actriz de segunda categoría que
trabaja en la Comédie Française. Esa joven de amarillo que está junto a la ventana. A
Dumas le encantan las actrices jóvenes y desconocidas.
—Eso dicen.
Gautier sonrió, cogiendo mi copa vacía. Intenté relajarme y olvidar las miradas,
la abierta curiosidad de quienes nos rodeaban. Gautier notó mi intranquilidad y
arqueó una ceja.
—Es un honor que usted quiera escribir sobre mí —le dije—. Conozco su obra.
—¿De veras? —preguntó él, sorprendido.
—La obra periodística no mucho. Leí su novela, Mademoiselle de Maupin.
—¡Dios mío! —exclamó—. No sabía que alguien la hubiera leído. Se publicó
hace diez años y la prohibieron inmediatamente. Era muy avanzada para su tiempo,
o al menos eso me gusta creer. ¿Cómo se le ocurrió leerla? ¿Acaso llegaron algunos
ejemplares de contrabando hasta España?
—A Inglaterra —dije—. Soy inglesa, señor Gautier. Todo eso que se escribió
sobre mí, o la mayor parte al menos, es pura fantasía.
Gautier sonrió comprensivo.
—El público exige colorido, misterio, un toque de exotismo. Usted ha tenido la
inteligencia de dárselo. No se preocupe. Su secreto está a salvo conmigo.
—Es muy generoso.
—¿Va a actuar en París?
—Tal vez.
—¿Cómo tal vez? ¡Tiene que hacerlo! Llevamos meses leyendo cosas sobre
usted. Dicen que su presentación en Londres fue tan triunfal que George Dorrance
alargó su contrato, no una, sino dos veces.
Era cierto; cuando se renovó por segunda vez, todo el espectáculo se reducía
solamente a mi danza. Y cuando la ópera dejó de molestar, eso me había dicho Tony.
Sonreí, asintiendo, pero no dije nada.
—Usted es demasiado modesta. Sé que también su gira fue un éxito
sensacional, que rompió las cifras máximas en todos los teatros de Inglaterra.
Dígame, ¿es cierto que los estudiantes de Oxford provocaron disturbios en las calles?
—Digamos que sólo me dieron una recepción entusiasta.
Gautier me hizo innumerables preguntas, alentándome a hablar de mí misma.
Sus modales eran amistosos, persuasivos, llenos de comprensión; pero aun así no
podía relajarme por completo. Habíamos hablado quizá diez minutos cuando se
acercó un hombre, dio a Gautier una palmada en la espalda y pidió ser presentado.
No pasó mucho antes de que me viera completamente rodeada por un grupo de
caballeros admiradores.
Traté de mostrarme graciosa, pero me sentía atrapada y arrepentida de haber
aceptado acudir allí. Los hombres eran suaves y gentiles y algunos muy apuestos;
pero en medio de ellos seguía pensando en Anthony, preguntándome dónde estaba y

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qué hacía. La tristeza volvió a invadirme por más que luché contra ella. Y luché
desesperadamente. ¿Por qué consumirme de nostalgias? Podía conseguir a cualquier
hombre que se me antojara. Al diablo con Anthony. No lo necesitaba para nada.
Presté atención a los cumplidos; reí, aunque de modo convincente; toqué la camelia
rosada de mi pelo, alisé los pliegues de mi falda y cumplí con el papel que había
representado tantas veces. Pero en el fondo deseaba huir.
Acepté otra copa de champán y me sumergí en el papel. Mientras Elena
encantaba a los hombres y coqueteaba con ligereza, otra parte de mí la observaba,
preguntándose por qué hacer ese esfuerzo cuando lo único que deseaba era estar
sola. De pronto hubo un estremecimiento de entusiasmo en la reunión y las
conversaciones cesaron abruptamente. Todo el mundo se volvió hacia la puerta. Casi
todos los hombres, mohínos y resentidos. Me pregunté qué les habría ocurrido. En el
vestíbulo sonaron pasos fuertes; una mujer de azul ahogó una exclamación y se llevó
la mano al pecho.
Un hombre muy alto, cubierto con una capa de terciopelo pardo, entró al salón
y se detuvo a la puerta. Examinó la reunión con ojos cínicos y soltó un suspiro
cansado, resignándose a la tediosa adulación que era su diaria cuota. La mujer de
azul volvió a ahogar un grito y varias otras empezaron a murmurar. Incluso mi
corazón pareció dar un salto. Aunque nunca lo había visto, lo reconocí en seguida. Se
suponía que yo había tenido una loca aventura amorosa con él; además, había visto
su retrato muchísimas veces. Esas facciones eran inconfundibles: mejillas delgadas,
labios finos y nariz aguileña. Tenía ojos oscuros; su pelo era una espesa melena
dorada, cepillada hacia atrás desde la frente, que le caía casi hasta los hombros.
—¡Franz! —gritó George Sand.
Corrió hacia él con una sonrisa. Él la saludó con una inclinación de cabeza, se
quitó la capa y la arrojó en el respaldo de una silla, un gesto dramático que aumentó
los murmullos entre las mujeres. Llevaba un traje tostado oscuro, corbata de seda
parda y chaleco de brocado, con el mismo color leonado de su melena. Con una
estatura que sobrepasaba bastante del metro ochenta y una constitución esbelta y ágil
que sugería la gracia y la fuerza de una pantera, Franz Liszt resultaba una figura
imponente. Su rostro era demasiado flaco para ser hermoso, y la nariz demasiado
afilada; pero eso no tenía la menor importancia. Su efecto sobre la gente era
positivamente hipnótico; irradiaba un sobrecogedor magnetismo que parecía crujir
en el aire a su alrededor.
Se decía que el pianista y compositor húngaro poseía una especie de poder
demoníaco sobre las mujeres. Cuando Liszt daba un concierto, las mujeres se
desmayaban en los palcos. Si dejaba caer un pañuelo, las admiradoras lo desgarraban
en hilachas para repartírselo. Llevaban su retrato en los guardapelos, robaban las
colillas de cigarros fumados por él y se arrojaban literalmente a sus pies cuando
aparecía en público. Su altanería, su desdén por la adoración de su público
provocaban un frenesí aún mayor. Al verlo pude dar crédito a todas aquellas
historias y también comprenderlas. Si había un hombre irresistible, ése era él. Su
presencia era la de un dios arrogante.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

George Sand le cogió las manos y hablaron en voz baja durante un momento.
En seguida se produjo un ruido susurrante, como el de alas de mariposa, y cinco o
seis mujeres corrieron hacia él con un frufrú de sedas. Todas comenzaron a hablar al
mismo tiempo y Liszt volvió a suspirar, aceptando la atención como si le fuera
debida, ya aburrido de eso. La mujer de azul le cogió la mano para besársela. Una
joven actriz de vestido rosado se colgó de su brazo. Una lánguida morena se puso
pálida cuando él la miró a los ojos.
—¡Maldito sea! —gruñó uno de los hombres—. Siempre pasa lo mismo cuando
aparece.
—George no debería haberlo invitado —comentó otro—. Es injusto para
nosotros, los demás. Digo yo, Elena, al menos usted no se dirigirá a él para hacerle la
corte, ¿verdad?
—Claro que no —repliqué—. Me encantaría tomar otra copa de champán.
¿Alguno de ustedes quiere ser un ángel y traerme una?
La fiesta continuó, pero en el ambiente había una tensión distinta. Liszt estaba
rodeado de mujeres. Yo rodeada de hombres. Todo el mundo parecía esperar a ver
qué ocurría. Sin restar atención al húngaro alto y magnético, seguí charlando con los
otros hombres, pero sentía cómo me miraba fijamente por encima de las cabezas de
sus admiradoras. Me volví una vez. Nuestras miradas se encontraron. Él me saludó
con una inclinación de cabeza y una sonrisa curiosa en los labios finos. Yo bajé los
ojos y me volví para contestar a una pregunta, pero mi pulso pareció dejar de latir y
quedé tan débil, que parecía que las rodillas fueran a ceder en cualquier momento.
Jamás había sentido un pánico semejante.
Él había leído los artículos sin lugar a dudas. ¿Por qué había permitido yo que
Anthony y David los publicaran? Según los periódicos, Liszt y yo habíamos
mantenido un fiero y apasionado amorío, marcado por explosivas peleas y arranques
de violencia física. Él me había cerrado la puerta de nuestra habitación y yo, en
venganza, le había destrozado las ropas. Una vez había tratado de estrangularme en
un arrebato de locos celos y, en otra ocasión, yo le había asestado una bofetada en
pleno rostro. Los periódicos «citaban» mis palabras, según las cuales era un cobarde
y su reputación como amante enormemente exagerada. ¿Cuáles habían sido las
palabras exactas? «El más manso de mis cosacos podría superar al gran Franz Liszt
cuando de pasión se trata.»
Cuando me volví para mirarlo otra vez, Liszt venía cruzando el salón hacia mí,
apartando a un círculo de admiradoras como si fueran otros tantos insectos. Los
hombres que me rodeaban se pusieron rígidos; en seguida se alejaron, gruñendo, al
comprender que toda competencia era inútil. Por algún milagro logré mantener una
perfecta compostura interior sin dejar traslucir la menor emoción. El salón y la gente
parecieron fundirse en un remolino de colores, deslumbrante fondo para la silueta
alta y divina que se acercaba. Se detuvo ante mí levantando lentamente una ceja, con
los ojos llenos de sorna.
—Creo que es hora de que nos retiremos —dijo.
Se mostraba lacónico y en sus labios había una sonrisa, pero comprendí que no

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

permitiría ser rechazado. Ni siquiera pensé en oponerme. Asentí con mansedumbre;


él me cogió de la mano y echamos a andar hacia la puerta. Yo hubiera querido hablar
con Dumas y agradecer a George Sand su invitación, pero ya no tenía voluntad.
Dumas podía divertirse con la joven actriz y George no dejaría de comprender la
falta de urbanidad. Los dedos fuertes y nerviosos de Liszt apretaron los míos y
caminé a su lado, olvidando todo lo demás, en una especie de aturdimiento. Recogió
su capa y se la echó sobre el hombro derecho, sin cambiar el paso. Un momento
después avanzábamos por el vestíbulo de paredes rojas. Cuando estuvimos fuera, el
aire frío de la noche me cubrió los hombros desnudos. Liszt me soltó la mano.
—Mi apartamento no está lejos —dijo—. Iremos paseando.
Tomé aliento. El aire fresco me reanimó y parecí recobrar la cordura. Liszt,
notando mi vacilación, sonrió otra vez, altanero, divertido y satisfecho al dejarme
tomar la decisión. Lo miré; en ese instante supe que aunque algún día llegara a
lamentar haber sucumbido a su hipnótica atracción, no echaría a correr en ese
momento obedeciendo a mis instintos. La tristeza estaba aún en mi alma, y la
alternativa era una noche más de pena y de insoportable soledad. No podía
enfrentarme a ella.
—¿Y bien? —me desafió.
—Iremos caminando —dije.
Liszt, sonriendo, se puso detrás de mí y me cubrió los hombros con la capa de
terciopelo pardo; sus manos largas, bellamente formadas, se entretuvieron un
momento sobre mis hombros. Una leve brisa agitó las hojas de los plátanos; la luz de
la luna y las sombras bailaron en la acera ante nosotros mientras iniciábamos nuestro
paseo.
La noche era hermosa, bañada de plata; sombras negro-azuladas bañaban las
hileras de casas blancas y grises. El aire tenía el aroma de los árboles florecidos. En
pocos minutos pasamos por un puente de piedra en arco, bajo el cual navegaban
botes con pequeñas luces cabeceantes. La imponente catedral de Nôtre Dame se
erguía a lo lejos, con las gárgolas de piedra oscura agazapadas en la oscuridad.
Desde los cafés, a la orilla del río, llegaban las risas y voces alegres, pero el ruido
apenas podía oírse allí. Caminamos por una amplia avenida y nos dirigimos por un
laberinto de angostas calles serpenteantes. Allí todo era quietud y silencio; el eco de
nuestros pasos era el único ruido. Esa parte de París dormía profundamente.
Al fin llegamos a un edificio antiguo y muy hermoso que se erguía al final de
una de las calles, con un pequeño patio al frente. Era auténtica elegancia a la luz de la
luna; el tiempo lo había desgastado, evocando un pasado lleno de encantos. Supuse
que en otros tiempos habría sido la residencia de alguna favorita del rey, pero la
habían convertido en casa de apartamentos. El vestíbulo permanecía a oscuras; la luz
de la luna intensificaba las sombras, pero Liszt avanzó con seguridad,
conduciéndome por tres tramos de escaleras. Abrió la puerta de su apartamento, me
hizo pasar y cerró. Permanecí en la oscuridad mientras él encendía una lámpara. La
luz floreció lentamente; el amarillo pálido se estremeció, luchando por apartar la
oscuridad. Entonces comprendí que escasamente habíamos intercambiado diez o

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doce palabras desde nuestro encuentro en el salón de George Sand.


—Estamos en casa —dijo.
La habitación era amplia, de techo muy alto. Un piano de cola ocupaba un
rincón; un suave palo de rosa relucía a la luz de la lámpara. Había también dos
grandes sillas cubiertas con tapiz gastado y un sofá de terciopelo azul, cuya felpa
tenía el brillo propio de los años. Pesadas cortinas de terciopelo azul cubrían las
ventanas. Me estremecí en aquel ambiente helado. Liszt fue hasta el hogar de mármol
blanco, manchado de hollín, y se encargó de encender el fuego. En pocos minutos las
llamas estaban devorando los leños. Entonces apagó la lámpara, de modo que sólo el
fuego iluminara toda la habitación.
—¿Vino? —preguntó.
Asentí con la cabeza. Pasó a la habitación contigua dejándome sola. Me quité la
capa y froté mis brazos, estremecida otra vez, pero no de frío. Aún estaba a tiempo de
marcharme. Sería un hombre peligroso para mí, para cualquier mujer; hasta cruel, tal
vez, y consumido por un genio que dejaba poco espacio para nada que no fuera su
música. Pero mientras contemplaba el movimiento de las llamas decidí quedarme.
Me acerqué a la chimenea para calentarme las manos, apartando deliberadamente la
razón y el sentido común. Había llegado el momento de la locura.
Liszt regresó con una bata de brocado rojo oscuro, sujeta flojamente a la cintura
por un lazo. No llevaba más ropa. Me dirigió una mirada, con el ceño partido por
una profunda arruga, como si se preguntara qué hacía yo allí; en seguida cruzó la
alfombra, descalzo, y se sentó ante el piano con aire distraído. Me acerqué al sofá; mi
falda de satén susurró levemente contra los almohadones al sentarme. Liszt, con un
gruñido, flexionó los dedos. Sus manos eran delgadas, poderosas, fuertes como
acero; pero al rozar las teclas cobraban gracia, imbuidas de una vida propia, al
parecer. Acariciaba las teclas como con profunda reverencia. En seguida, echando la
cabeza atrás, irguió los hombros y comenzó a tocar.
La música fue al principio un suave, sutil murmullo; gradualmente fue
cobrando brío hasta convertirse en una melodía encantadora que flotó ligera,
retrocedió y se repitió a mayor volumen. Era una de sus composiciones; sin duda
nunca la habían tocado con tanta sensibilidad, con tal sentimiento. Su rostro era
severo, tenía los labios apretados y, a la luz de las llamas, su melena espesa y leonada
lanzaba destellos de bronce. Mientras los observaba sentí cómo se agitaban en mí
extrañas emociones. Al ver esos dedos fuertes que rozaban las teclas con tanta
ternura, acariciándolas con suavidad, evocando el amor, aunque su rostro retuviera
la expresión severa, sentí inundarse mi cuerpo de un calor que ninguna relación
guardaba con el fuego del hogar.
Siguió tocando; una melodía aún más encantadora siguió a la primera; alzó los
ojos para mirarme con una sonrisa sardónica en los labios. Entonces comprendí que
ya estaba haciéndome el amor; me hacía el amor con su música. Su mirada aguantó la
mía; entonces la música cambió su ritmo; la suave melodía dejó paso a un latido
sensual que se hizo más alto, más atronador, como un apasionado arrebato de
sonidos que se hundía en mi alma, inundándola con su furia. Él se movía hacia

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

delante y hacia atrás, con los hombros encorvados; alzaba las manos y las bajaba,
castigando las teclas. Sus ojos relampaguearon y penetraron mi alma. Me encontraba
sin aliento, hechizada por la música que se alzaba en un crescendo atronador.
El silencio fue abrupto, tan atronador, a su modo, como la música. Todo el
cuarto parecía latir en ecos silenciosos, pues la fiera pasión de la música seguía
vibrando. Liszt siguió sentado al piano, mirándome tranquilamente; la pasión
brotaba de él en oleadas invisibles. Temblé al ver que se levantaba. La bata de seda
roja, que cubría su cuerpo flojamente, se balanceó al avanzar hacia mí con un sonido
lleno de provocación. De pie ante mí, me miró con ojos sombríos que me valoraban
tranquilamente. Volvió a sonreír. Me cogió de las muñecas y me puso en pie. Quedé
inerme, atrapada en el hechizo que él había tejido con tan experta deliberación.
Me condujo hasta el hogar, donde había una gruesa alfombra. Con un brazo
rodeándome la cintura, me sostuvo contra él sin apretarme, para mirarme a los ojos.
Eché la cabeza atrás para aguantarle la mirada, y entonces él me acarició la barbilla
con la mano libre y se inclinó para besarme. Cerré mis brazos sobre su espalda,
deslizando las palmas por el suave brocado. A medida que sus labios se tornaban
exigentes, introduje los dedos en esos mechones largos y espesos. Sentí que entraba,
girando locamente, a un vacío de sensaciones dulces y precipitadas; cuando retiró
sus labios y alzó la cabeza, me sorprendió descubrir que yo aún estaba consciente.
Liszt me hizo girar para desabrochar la espalda de mi vestido, de modo que el
corpiño se aflojó hacia delante y mis pechos quedaron casi al desnudo. Plantó los
labios en la curva de mi hombro y en seguida me cubrió los pechos con las manos,
acariciando, apresando la carne hasta hacerme soltar una exclamación ahogada.
Arqueé la espalda sobre él y me atrapó el lóbulo de la oreja con los dientes,
mordiéndolo fuerte, pero sin que me doliera. Entonces volvió a hacerme girar y me
apretó contra su pecho. Pasaron varios segundos; cada uno una agonía, cada uno una
bendición. Soltó la camelia prendida a mi pelo y la arrojó a un lado. Después me
ayudó a desnudarme; el vestido cayó al suelo. Cuando quedé completamente
desnuda se quitó la bata de seda, la tendió sobre la alfombra y tiró de mí hacia ella.
Caí de espaldas, mirándolo. Se irguió ante mí con las piernas separadas y las
manos sobre los muslos. A la luz del fuego, su cuerpo alto y delgado era soberbio,
erecta su virilidad. Sentí la seda suave y fresca bajo las nalgas y la espalda. Noté el
calor de las llamas y otro calor interno que se iba expandiendo; cada fibra de mi ser
exigía ser satisfecha. Liszt se arrodilló por encima de mi cuerpo; una punta
aterciopelada y rígida me tocó el estómago al inclinarse para besarme las sienes, la
boca, el cuello; sus labios parecían quemar, pero eran frescos, firmes, flexibles. Me
besó en cada pezón, acarició mis muslos, el estómago, los pechos; por último deslizó
las rodillas hacia atrás y quedó sobre mí, pesado, duro y suave a un tiempo.
Entonces volvió a interpretar otra clase de música, un nuevo instrumento que
empleaba con la misma belleza, con la misma finura. Me poseyó con fuerza, con
autoridad y ternura, tocando con suavidad, acariciando con delicadeza, y yo corrí a
su encuentro, moviéndome al compás de la música que me llenaba. Cambió el tempo,
cada vez más rápido, furioso, atronador, arrancándome los sentidos. Era un maestro

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

en cada movimiento; incluso en su propia urgencia no perdía esa magnífica finura.


Cuando llegamos juntos al crescendo grité, y Liszt se puso tenso; todo su cuerpo fue
como un arco en tensión; de pronto se estremeció convulsivamente, agotado. Lo
rodeé con los brazos, estremecida, todavía hecha añicos. Su cuerpo era ya un peso
muerto; lo protegí con el mío; su calor seguía formando parte de mí. Apoyó la cabeza
en mi hombro.
Le acaricié el pelo húmedo, rocé la curva de su espalda, deslizando las manos
sobre la piel suave y caliente. Liszt se quedó dormido y el fuego se apagó; sólo
permaneció un montón de ascuas encendidas que ardieron con brillo y se fueron
apagando hasta el gris. La oscuridad se aclaró al deslizarse los primeros rayos del sol
matinal por entre las cortinas apenas entreabiertas. Gruñó entre sueños y movió el
cuerpo. Sus brazos me atrajeron hacia él.
Aunque estaba muy satisfecha, cálida y contenta por el momento, pensé en
Brence y en Anthony, tomando una fría determinación. «Esta vez será distinto», me
dije. «Esta vez yo impondré las condiciones. No dejaré que me hieran otra vez.»

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XXII

George Sand, con una sonrisa cálida, dejó su pluma y se levantó, lanzando una
mirada de desesperación al revuelto montón de papeles que cubría su mesa. En lugar
de vestido llevaba unos pantalones negros, muy bien cortados en terciopelo, y una
camisa de seda blanca con cuello suelto y flotante. Las zapatillas persas de bordados
brillantes completaban su inusual atuendo. Nunca hasta entonces había visto una
mujer con pantalones y sin duda eso debió notarse en mi expresión. Ella rió
suavemente, metiéndose la camisa bajo la cintura.
—Ya sé que es chocante —dijo—, pero los pantalones son muy cómodos. ¿Por
qué no he de ponerme cómoda cuando trabajo? No es nada práctico sentarse ante un
escritorio durante horas enteras con vestido de tafetán y enaguas de miriñaque.
—Le sientan muy bien.
—Pero usted se ha sorprendido. Me encanta. No sabía que me quedaban
posibilidades de sorprender a nadie. Hace quince años, cuando me puse ropas
masculinas por primera vez, la gente se sintió realmente afectada.
—¿Para eso las usaba usted?
—Bien, no voy a negar que disfrutaba con la sensación provocada, pero mis
verdaderos motivos eran puramente financieros. Todos mis amigos eran hombres, y
todos éramos muy pobres. Pero a las mujeres no se les permitía la entrada a los cafés
baratos que frecuentaban los hombres; tampoco podían ocupar asientos de gallinero
en el teatro, y ésos eran los únicos que podíamos pagar. Sólo por ser mujer pobre me
veía excluida de casi todas las actividades sociales, y eso me hería mucho.
Tiró de un cordón para llamar a su sirvienta y, cogiéndome de la mano, me
llevó hasta el sofá sobre cuyo respaldo había un chal negro y purpúreo, con flecos.
—Sentémonos. Mathilde nos traerá refrescos. Como le decía, me disgustaba
verme excluida; una vez, cuando todos mis amigos se preparaban para charlar
durante toda la noche en uno de sus cafés favoritos, yo no pude soportarlo más.
Sandeau me prestó uno de sus trajes, oculté el pelo bajo un sombrero de copa y fui a
reunirme con ellos en el café. A mis amigos les pareció una travesura fantástica; para
mí, en cambio, era la gran solución, y seguí vistiéndome de ese modo cada vez que
salía. Eso dio origen a los rumores más descabellados.
Sacó un cigarrillo de una caja, apoyada en la mesa que teníamos enfrente. Lo
encendió y exhaló una voluta de humo, recostándose sobre los almohadones. Noté
que tenía los dedos manchados de tinta y, a pesar de su alegría, la encontré
extremadamente fatigada. Sólo eran las diez de la mañana; por eso adiviné que había
pasado la noche trabajando.
—Tal vez he llegado en mal momento —dije.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Tonterías. En mi nota le decía el jueves por la mañana, a las diez. Por lo


común hubiera estado vestida, peinada y lista para saludarla como es debido, pero
no encontré dónde detenerme. El trabajo parecía fluir por cuenta propia, y eso sucede
muy raras veces. En esos casos una no se atreve a detenerse. Cuando usted entró,
estaba haciendo las últimas correcciones.
—¿Está trabajando en otra novela?
Asintió, con una expresión bastante preocupada en los ojos pardos, luminosos.
—Se titula Lucrezia Floriani. Temo que a mucha gente no le va a gustar; a
Federico, en particular. Es nuestra historia, ¿sabe? He tratado de ser objetiva, pero la
objetividad no es mi punto fuerte. Escribo lo que siento, y todos mis sentimientos
hacia Federico están en este libro, tanto los buenos como los malos.
Por entonces Chopin estaba en Nohant, la finca que George tenía en el campo.
Su negativa a acompañarla hasta París había causado considerables habladurías.
Decían que estaba malhumorado, celoso por la atención que ella siempre recibía en la
gran ciudad. Otros, en cambio, aseguraban que se preparaba para abandonar a la
mujer que le había dado apoyo financiero y emotivo durante varios años. A mí me
pareció que si George Sand estaba escribiendo una novela sobre la historia de sus
amores, la relación debía efectivamente estar llegando a su fin.
—Los críticos volverán a tratarme de vampiro literario —prosiguió—. Aseguran
que escribo cada libro con la sangre de mis amantes. Federico no comprenderá, por
supuesto; pero todo escritor puede escribir sólo sobre las cosas que conoce. De
cualquier modo —agregó con ligereza—, me preocupa más ganarme la vida que
hacer el amor, a pesar de lo que usted haya oído decir.
Mathilde, la sirvienta, entró apresuradamente con una bandeja, la dejó sobre la
mesa y, haciendo una mueca, abrió las ventanas para sacar el humo. Echó una
mirada a las bolas de papel esparcidas por el suelo alrededor de la mesa y salió,
sacudiendo la cabeza con disgusto. George sirvió el café en unas encantadoras tazas
de porcelana Maissen, azules y doradas.
—Mathilde odia que trabaje por la noche. Está convencida de que a fuerza de
trabajar voy a morir joven. Caramba, tengo dos hijos crecidos que mantener, una
finca que conservar y un amante que se ha criado entre comodidades y lujos.
Facturas, facturas, facturas, y la gente todavía se pregunta por qué trabajo tanto. Para
mí es imposible detenerme.
Mientras me entregaba una taza de café, agregó:
—Bien, Elena, es evidente que te has apoderado de París. No se puede coger un
diario sin leer algo sobre ti. El artículo de Gautier era bastante bueno, y también
algunos de los otros. Llevas sólo dos semanas aquí, pero ya eres la favorita de la
prensa.
—Son bastante fantasiosos —repliqué—. Hace tres noches, dicen, estuve en
Montmartre, bailando sobre una mesa en un café ruidoso, arrojando flores a
estudiantes y artistas hasta provocar un revuelo. Jamás he estado en Montmartre.
—Tienen que llenar espacio —dijo ella.
—Supongo que debería estarles agradecida. Algunos de los artículos pueden ser

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

descabellados, pero al menos me mantienen a la vista del público.


—Dicen que te han ofrecido varios contratos.
—Por docenas. Los agentes teatrales no abandonan mi umbral desde que
supieron de mi llegada a París. El más insistente es un norteamericano, un tipo
grandote y llamativo, con audaces patillas y un chaleco floreado extraordinario;
quiere que recorra Norteamérica con sus auspicios. Asegura que los dos ganaremos
millones de dólares.
—¿De veras?
—Está completamente convencido. Quizá lo hayas oído nombrar. Se llama P. T.
Barnum.
—¡Por supuesto! Es el que trajo al general Pulgarcito hasta París. Provocó una
conmoción tremenda. Luis Felipe recibió al agente y a su enano en las Tullerías, y
Barnum llamó tanto la atención como el general. Ambos lucían pantalones de montar
hasta la rodilla, según dicen.
—Barnum me dijo que antes de Pulgarcito patrocinó a una negra que, según se
dice, tenía ciento sesenta y un años y había sido la niñera de George Washington.
También hubo una sirena de Fiji. Después de dirigir a un enano, una sirena y una
Matusalén con faldas, quiere patrocinar a Elena López. Debo decir que pone mi fama
en una perspectiva poco habitual.
George se echó a reír y dejó su taza de café para encender otro cigarrillo.
—Eso significa que lo has rechazado.
—He rechazado a todos, al menos por el momento. Aún no estoy preparada
para volver a trabajar. He estado trabajando tanto, y durante tanto tiempo…
Me interrumpí un instante pensando en el último año. El compromiso de
Londres había sido excitante y de un éxito que levantaba el ánimo, pero también
agotador, especialmente cuando todo el espectáculo recayó sólo sobre mí. Todas las
noches abandonaba el teatro extenuada, y todos los días despertaba con la necesidad
de repetirlo todo de nuevo. La responsabilidad y las tensiones habían hecho lo suyo.
La gira que siguió fue peor aún; viajes constantes, ajustes incesantes, maletas
perdidas en la ruta, nervios de punta, arranques temperamentales, hoteles fríos e
incómodos. El público veía en el escenario a una figura encantadora, que bailaba en
un torbellino de luces y color. Pero mantener ese encanto costaba un esfuerzo enorme
y no estaba dispuesta a reanudarlo, todavía no.
—Tendré que aceptar un compromiso dentro de pocas semanas, por razones
puramente financieras —dije—; pero por el momento quiero un poco de tiempo para
mí. Me lo he ganado.
George me miró con mucha sabiduría y comprensión en sus grandes ojos
pardos.
—Dicen que tu representante te abandonó —dijo—. Era tu amante al mismo
tiempo, supongo. No importa cuán fuertes creemos ser, no importa lo
independientes que seamos, somos criaturas muy vulnerables. Un abandono causa
un terrible daño emotivo que sólo el tiempo puede restañar.
«Cómo lo sé», me dije.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Yo he pasado muchas veces por eso, querida.


—Sabes lo de Franz y yo. Forzosamente debes haberte enterado.
—Sé que os veis todas las noches desde mi fiesta. Es la comidilla de París.
—Es un hombre fascinante. En este momento necesito a un hombre como él.
George había estado esperando que yo lo mencionara, demasiado diplomática
para ser la primera en hacerlo. Ella y Franz eran amigos desde hacía muchos años y
yo estaba ansiosa por saber cuál era su opinión. George dejó su cigarrillo y recogió su
taza vacía, para jugar con ella un instante.
—Supongo que estás al tanto de los peligros que corres —dijo.
—Muy al tanto.
—Franz puede ser muy difícil. Es un genio, ¿sabes?, atormentado por lo que
lleva dentro, consumido por la necesidad de expresarlo. Es egoísta, mal educado,
desconsiderado y mucho más temperamental que cualquier diva. Es uno de los
hombres más sensibles que conozco, pero toda su sensibilidad se revela en la música.
En las relaciones humanas suele mostrarse frío, totalmente impasible.
Guardé silencio. George me sirvió más café; una ligera arruga le cruzaba la
frente, como si buscara las palabras más adecuadas.
—Es cambiante, hosco, hasta grosero, con frecuencia; pero cuando se le ocurre
puede mostrarse gentil, persuasivo, maravillosamente atento. Franz es fieramente
leal a sus amigos; se muestra amable y solidario con otros compositores que luchan
por ganarse un nombre, pero es muy duro con sus mujeres. Muchas han quedado
muy heridas.
—No pienso dejar que me pase lo mismo. Me he propuesto no perder la cabeza.
—Ojalá puedas, querida.
—No me hago ilusiones de tener con él nada estable. En realidad, no me hago
ningún tipo de ilusiones.
George me estudió un momento, como si sopesara mis palabras.
—Cuando viniste a mi fiesta —dijo—, eras como un gorrión adorable y triste,
que trataba de presentar batalla. Esa aura de tristeza ya no está presente en ti. Detecto
una nueva fuerza, una nueva confianza. Franz puede hacerte mucho bien, siempre
que no te permitas esperar demasiado de él.
—He aprendido la lección —le dije—. No creo que vuelva jamás a esperar
mucho de ningún hombre.
George sorbió su café.
—Así es mejor. Si no esperamos demasiado, será más fácil soportar la inevitable
desilusión. ¿Sabes lo de Marie d'Agoult?
Asentí. Franz había vivido con la rica y hermosa condesa d'Agoult durante
varios años, mientras su complaciente esposo jugaba interminables partidas de
solitario. Ella, que en el fondo era intelectual y literata, le había dado tres hijos, pero
soportaba sus infidelidades cada vez con menos tolerancia. Su reciente vinculación
con la achacosa cortesana Marie Duplessis había provocado una ruptura definitiva
entre los dos. La condesa d'Agoult se había instalado en París como anfitriona de un
salón literario y, bajo el seudónimo de Daniel Stern, a la manera de la Sand, acababa

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

de escribir una novela sobre su aventura con Liszt. Nélida había aparecido por
entregas en la Revue Indépendante y su publicación en forma de libro estaba causando
una gran sensación, pues se vendía por miles.
—Marie esperó demasiado —dijo George—, aun sabiendo que era una tontería.
Ahora trata de salvar su imagen; finge ser independiente, cerebral y audaz. Nélida fue
sólo un intento de exorcizar su amor por Franz, pero jamás logrará hacerlo por
completo. Él le rompió el corazón.
—Pero no romperá el mío. El mío es inmune.
—¿Sí?
—Me lo rompieron hace dos años, en Cornwall.
George no preguntó más y yo tampoco seguí hablando. Aún no estaba
dispuesta a hablar de Brence Stephens. Tomamos otro poco de café y conversamos de
otras cosas hasta que, al mirar el reloj, vi que eran casi las once y media. Con desgana
dije a George que debía retirarme. Ella me acompañó hasta la puerta y salió a la calle
conmigo. El día era maravilloso; bajo el cielo azul claro, los árboles brillaban de
verdes hojas delicadas. El sol bañaba las fachadas de las casas, lanzando sombras
bailarinas sobre las aceras. Un carruaje alquilado me esperaba; el cochero estaba
encaramado en el pescante, con el sombrero sobre las rodillas.
—El sol —dijo George—. Es glorioso. Necesito más. Me muero por volver a
Nohant para pasear por los campos.
—Franz parte hacia Alemania la semana que viene —comenté, en tono
indiferente.
—¿Sí?
—Tiene programados varios conciertos y quiere ir a Dresde para asistir a la
representación de una ópera de su amigo Wagner. Me ha pedido que lo acompañe.
—¿Lo harás?
Vacilé un segundo antes de responder.
—Todavía no estoy decidida. Le prometí que le contestaría esta noche.
George me estrechó la mano.
—La vida es muy breve. Por nuestro propio bien debemos ser cautas, pero
también debemos tener el valor de correr un riesgo. Haz lo que sea mejor para ti, ma
chérie.
Nos abrazamos, tocándonos apenas las mejillas, y subí al carruaje. Al alejarme
volví la cabeza para ver a George, que aún estaba de pie en los escalones de la
entrada, con las manos en los bolsillos del pantalón y una expresión serena en el
rostro. «Haz lo que sea mejor para ti», me aconsejaba. Yo sabía cuál debía ser mi
respuesta. Lo sabía, pero no estaba nada segura de que ésa fuera a ser la que iba a
dar.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XXIII

Comí con Teófilo Gautier en uno de los encantadores cafés al aire libre, en una
mesa sombreada por castaños en flor. Mientras tomábamos vino, queso y fruta,
hablamos de las bellezas de París en un día de sol. Más tarde fuimos al Louvre y Teo
se puso elocuente; paseando por la Grande Gallerie me explicó algunos aspectos
delicados del arte que contemplábamos. Yo trataba de concentrarme, pero pensaba
constantemente en Franz y en la decisión que debía tomar. La gente nos miraba sin
cesar, susurrando, y algunos se acercaron para pedirme un autógrafo. Eso debería
haberme halagado, pero me costaba un gran esfuerzo mostrarme graciosa. Teo sonrió
con su sonrisa traviesa e irónica, recordándome que la fama tiene su precio.
Cuando más tarde regresé al hotel, descubrí al persistente señor Barnum
acechando en el vestíbulo, preparado para abordarme una vez más. Sus modales
eran aún más rimbombantes que su chaleco floreado: me hizo una gran reverencia y
me lanzó una perorata sobre la riqueza y gloria que me esperaban en Norteamérica.
Los norteamericanos estaban sedientos de espectáculos. Me adorarían, hasta era
posible que me levantaran un monumento. La recepción que me habían hecho en esa
orilla del Atlántico no era nada comparada con la que me harían en la otra. En cuanto
al dinero… bien, me bañarían en oro.
Sacó pluma y contrato y fingió asombro cuando le dije que no estaba dispuesta
a firmar todavía. Después de explicarle nuevamente que no quería volver a trabajar
por el momento, y que de cualquier modo no tenía intenciones de cruzar el océano, le
sugerí que buscara otra novedad para llevar a su entusiasta público.
Barnum sonrió de buen humor, diciendo que todo el mundo tiene derecho a
tirarse un farol, y afirmó que yo cometía un grave error. En seguida me entregó una
tarjeta para que me comunicara con él en su dirección de Nueva York si cambiaba de
opinión. Con otra profunda reverencia, se retiró, sin mostrar el menor desaliento.
Yo, divertida, subí rápidamente a mis habitaciones, mientras me preguntaba,
ociosamente, cómo habría pasado Millie el día. Nos veíamos muy poco desde la
fiesta de George. Franz me había monopolizado y Millie no era de las que se quedan
mirando por la ventana. Yo sabía que estaba saliendo con Dumas y no dudaba que
los dos lo pasaban muy bien juntos. Ambos gozaban de un gran impulso vital, les
gustaba divertirse y disfrutar. Y Millie era muy digna compañera para el exuberante
Dumas.
Pasé un rato leyendo, mientras la luz del día se apagaba fuera. Después pedí un
baño y me regodeé en el agua caliente largo tiempo. La noche había caído y las luces
parpadeaban en el parque, al otro lado de la calle, mientras me vestía para la velada.
Elegí un vestido de tafetán con anchas bandas negras y blancas. Mi pelo estaba bien

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

tirante hacia atrás, recogido en el moño oval que se había convertido en mi peinado
favorito. El tafetán crujió cuando me acerqué al espejo para sujetar una sola rosa de
terciopelo rojo sobre la sien derecha. Mientras me ponía un par de largos guantes de
terciopelo negro, vi que se abría la puerta de la salita. Millie me llamó con alegría y
salí del dormitorio para reunirme con ella. Los ojos le brillaban, sus mejillas estaban
relucientes y llevaba el pelo dorado recogido en un peinado complejo. Me dedicó una
de sus sonrisas maliciosas y giró en redondo para exhibir su nuevo vestido, una
encantadora confección de satén color salmón, adornado con cascadas de encaje
beige.
—¿No es divino? —exclamó—. En mi habitación tengo otros siete que todavía
no he desempaquetado. Y las prendas interiores son increíbles. ¡Y sombreros,
también, todo! ¡Zapatos! Creí que íbamos a comprar todo el comercio.
—Es bonito, Millie. Precioso.
—Ésa es la palabra adecuada. Eso es lo que le dije. Le dije: «Es precioso,
Alejandro; pero también necesito accesorios que combinen.» Y él siguió sacando
dinero, sonriendo como un gran oso amigable.
—¿Fue Dumas quien te compró el vestido?
—¿Quién, si no? Me compró las ropas y buscamos un bonito apartamento con
jardín propio. Mañana firmará el contrato de alquiler. También fuimos al banco,
donde abrió una cuenta a mi nombre e hizo un buen depósito. Le dije que yo no era
barata. «Si quiere que sea su amante, señor —le dije—, aclaremos una cosa desde el
principio: quiero una pensión.» Y también voy a tener coche.
—No sé qué decir.
—Bien, querida, al menos podrías felicitarme.
Millie volvió a sonreír y se acercó al espejo para arreglar sus rizos dorados.
—Se me ha ocurrido que lo mejor era llegar a un arreglo, ya que tú te has
entusiasmado con Liszt y es probable que vayas a Alemania con él. No querrás
llevarme a rastras, supongo.
—Millie…
—Estoy loca de contento, querida. Nunca he conocido un hombre como Dumas
y jamás me he divertido tanto. Entre tú y yo las cosas no van a cambiar en absoluto.
Le dije bien claro que para mí tú eras lo primero, primero y último. Si adquieres un
compromiso, si decides hacer una gira, me tendrás a tu lado como siempre.
—No es necesario, Millie.
—¡Claro que sí! No podrías arreglártelas sin mí, y yo no me perdería la
aventura por nada del mundo. Pero mientras tanto… —Hizo una pausa, buscando
las palabras correctas—. Mientras tanto las dos podemos pasar un rato agradable.
—Pareces muy contenta con Dumas.
Asintió, con un brillo de felicidad en los ojos.
—Es realmente como un gran oso amigable, y me gusta muchísimo. No lo
creerás: ayer fuimos al campo. Salimos en su coche y comimos en una pradera
rodeados de flores silvestres. Y él estuvo tan divertido, tan delicioso… Después trató
de salirse con la suya allí mismo, frente a los pájaros. Puedes imaginar lo que le hice

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pelear.
—Lo imagino.
—Le partí una botella en la cabeza. Rugió como un toro herido, y fue entonces
cuando le dije que no me vendía barata. Que yo sepa, tiene otras dos amantes; y
probablemente media docena más metidas aquí y allá. Pero a ésta la va a mantener
en buen estilo, con dinero en el banco todos los meses. Una nunca sabe cuándo va a
necesitar un poco en efectivo.
—Eres muy práctica —le dije, bromeando.
—David Rogers nunca me dio un centavo, y llegué a París con los bolsillos
vacíos. Tu precioso Anthony no me pagaba el sueldo desde hacía cuatro meses. Jamás
lo mencioné porque no quería preocuparte. Ya tenías bastantes problemas.
—Lo lamento mucho, Millie. Si al menos lo hubiera sabido, tal vez…
—Las cosas resultaron mejor así —me interrumpió—. Mira lo que ha ocurrido.
Tengo a un famoso escritor comiendo en mi mano y tú has hechizado al pianista más
famoso del mundo. ¡Hemos llegado lejos, desde que abandonamos a la señora
Fernwood!
—Parece que sí.
—Me estoy divirtiendo como nunca. Y es hora de que tú también te diviertas un
poco, querida. Sólo espero que…
Vaciló y yo la alenté.
—¿Sí?
—Que tengas cuidado —dijo con firmeza.
—Eso mismo pienso yo.
Millie me abrazó con fuerza y salió de la habitación con un susurro de encaje y
satén. Hubiera preferido que no mencionara el nombre de Anthony; me preocupaba
más de lo que deseaba admitir. Aún no estaba segura de qué le contestaría a Franz
cuando me pidiera una decisión. Ir a Alemania con él sería algo estimulante y lleno
de entusiasmo, pero también de conflictos. George me había dicho de él muy poco
que yo no hubiera descubierto.
Cuando llegué al vestíbulo, Franz entraba por la puerta, increíblemente apuesto
con su traje de gala oscuro, chaleco de satén blanco, una larga capa de terciopelo
negro sobre los hombros y un sombrero de copa de seda negra en la mano. Dos
mujeres que bajaban la escalera detrás de mí quedaron petrificadas ante su
imponente presencia. Las oí susurrar entre sí cuando Franz se detuvo ante mí y me
miró con sus ojos oscuros, hipnóticos, como aprobándome. Me sentí invadida por
una familiar debilidad, pero estaba decidida a ser fría y objetiva. Saludé a Franz con
la cabeza, me apoyé en su brazo y me volví para alzar una ceja ante las aturdidas
señoras.
Su coche nos esperaba frente al hotel. Fuimos a un elegante comedor, lleno de
gente encantadora, donde degustamos unos platos deliciosos. Fue una cena
silenciosa. Ya me había acostumbrado a su malhumor y a sus largos silencios, pues
Franz detestaba la charla gratuita. Parecía preocupado la mayor parte del tiempo, y
yo tenía la sensación de que, con frecuencia, escuchaba su música interior, notas y

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

armonías que al fin serían dadas al mundo. Si el hombre que creaba la música parecía
frío y altanero, si no era un ser socialmente encantador, eso podía justificarse, pues su
música era maravillosa.
Cuando salimos del restaurante, la noche era hermosa y el cielo un profundo
gris azulado lleno de estrellas. Franz indicó a su cochero que nos esperara y me cogió
de la mano para caminar; al fin cruzamos la calle y avanzamos por un parque, los
prados parecían bañándose en plata y salpicados con las sombras azules de los
árboles. Aquí y allá brillaba una luz, creando un suave resplandor dorado. Nos
detuvimos junto a una estatua de mármol blanco; Franz me cogió en sus brazos y me
besó largo rato, tierna, profundamente.
Cuando me soltó me estremecí; él, con un suspiro, se puso detrás de mí y,
quitándose la capa de terciopelo negro, me abrigó los hombros con ella, como había
hecho la noche en que nos conocimos. Me apretó contra su pecho, poniéndome los
brazos en torno de la cintura.
—Estoy escribiendo otra composición —me dijo—. La tengo en la mente desde
que te conocí. Para comenzar es controlada, como tú.
—¿Como yo?
—Como tú. Ese control se funde gradualmente en una melodía sutil, henchida,
encantadora, graciosa, vibrante como tú. La melodía asciende hasta un crescendo rico,
sensual, lleno de pasión, también como tú. La llamaré Canción de Elena.
Me sentí conmovida, demasiado conmovida para hablar. Mis sentimientos eran
tan frágiles que temí destruirlos con las palabras.
—Soy un hombre muy difícil, Elena. No es fácil vivir conmigo. No me gusta
sentirme atado.
Mirándome frente a frente, me puso las manos en los hombros y me miró con
ojos que parecían arder sin llamas.
—Quiero que vengas a Alemania conmigo, Elena. Habrá disputas, no lo dudo,
pero también esplendor. Habrá momentos de tal esplendor…
Recordé las últimas palabras que me dijera George. La vida es muy breve, me
había dicho. Debemos ser cautos, pero también debemos tener el coraje de correr
riesgos. Mientras Franz me miraba a los ojos y apretaba sus dedos en mis hombros,
pensé en aquellas palabras.
—Quiero que vengas conmigo —repitió—. ¿Lo harás?
Vacilé sólo un instante antes de darle mi respuesta.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

ALEMANIA

1847-1848

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XXIV

Nos miraban fijamente, pero con adoración, con orgullo, como si tenernos en la
ciudad fuera un honor especial. El concierto de Franz la noche anterior había sido un
éxito rotundo. El viejo teatro, con su centelleante decorado rococó, estaba atestado
hasta la bandera de aristócratas, estudiantes, recios burgueses y sus esposas. Más
tarde recibimos en el Salón Verde, pero Franz estaba de un humor especialmente
fastidioso. Aún lo estaba cuando nos dirigíamos caminando hacia el hotel, después
de una soberbia comida en la soleada cervecería junto al río.
La ciudad de Bonn, dominada por la majestuosa catedral antigua y el enorme
palacio electoral que había sido convertido en una famosa universidad, favorita de la
realeza, se veía gloriosa bajo la luz vespertina, encendida en una madura belleza del
viejo mundo, verde y dorada, parda y gris. El Rin avanzaba plácidamente en su
lecho, verde-grisáceo, ardiendo en rayos de sol, y la luz bañaba sólidas paredes de
piedra y árboles frondosos que esparcían frescas sombras en el suelo. Franz y yo
pasamos juntos comercios y tenderetes; él seguía severo y silencioso, mientras yo
sonreía a los comerciantes y me detenía de vez en cuando a examinar sus mercancías.
Todo el mundo resplandecía, feliz por tenernos entre ellos.
—¡No te entretengas! —me espetó Franz.
—Sólo miraba esos intrincados bordados y esos prácticos chalecos de cuero.
¿Por qué caminas tan deprisa, Franz? Tenemos toda la tarde por delante.
—Tengo trabajo. Tú puedes haraganear todo lo que desees, encantando a los
buenos ciudadanos con tu belleza y tu ingenio; pero yo debo terminar una sonata.
—Una tarde libre te hará bien —le dije—. Has estado trabajando mucho.
—Por favor, Elena, no me digas cómo manejar mi tiempo —respondió
fríamente—. Tú podrás existir a base de frivolidad, pero yo tengo ciertas
responsabilidades.
No me molesté en responder. Conocía demasiado bien los motivos de su
malhumor. Era tan sorprendente como infantil, tan caprichoso como indigno de un
hombre importante. Franz estaba celoso. Estaba celoso de mí, de las atenciones que
me prodigaban. Los alemanes lo habían tratado siempre como a un ser dorado, como
a un joven dios, y a él le encantaba. Se regodeaba en la gloria, en la adoración
ferviente, y no le interesaba compartirla con nadie. Pero yo venía recibiendo casi
tantas atenciones como él desde nuestra llegada a Alemania hacía dos meses. La
primera ejecución en público de la Canción de Elena había provocado furor. Por
desgracia, los periódicos habían dedicado tanto o más espacio a la mujer que lo
inspirara que a la composición en sí, cosa que no sentaba nada bien a Franz.
Despechado, había comenzado negándose tozudamente a interpretar

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

nuevamente la pieza, pero el público la exigía a gritos, pataleando, insistente, y


contra su voluntad tuvo que incluirla en su repertorio desde entonces. La gente
llenaba los teatros y las salas de concierto para escuchar las ejecuciones de Franz
Liszt, pero también iban a ver a Elena López, suntuosamente vestida, sentada en un
palco visible, como si estuviera en exhibición. Si yo no asistía, la gente se sentía
burlada. Una o dos veces me había mantenido aparte, pero el público se mostraba tan
desencantado e inquieto que Franz en persona me había informado, sombríamente,
que debía estar presente en todos los conciertos. Yo no tenía el menor interés en
robarle la luz de las candilejas; por el contrario, me habría gustado permanecer en el
fondo, pero eso era imposible. La publicidad era constante y yo debía estar a su lado.
Y la noche anterior, cuando el público ovacionó de pie la Canción de Elena, Franz
saludó una y otra vez sin que eso satisficiera al público. Se volvieron en masa hacia el
palco que yo ocupaba y fue menester que yo también saludara, mientras Franz ardía
de rabia en el escenario. Algunos universitarios me arrojaron flores y después, en la
recepción del Salón Verde, me vi rodeada por una ferviente multitud de jóvenes que
no prestaban atención alguna a Franz. Esa mañana los periódicos publicaron un
relato completo de la velada, dedicando una extraordinaria cantidad de espacio a mi
aparición, mi vestido, mi gracioso agradecimiento a los aplausos de la multitud.
Franz arrojó los papeles al fuego.
En ese momento lamenté mucho que se hubiera producido tanta alharaca, pues
quería pedir un favor a Franz, y dado el humor en que estaba sería un asunto
delicado. Mientras bajábamos por la estrecha callejuela de adoquines por entre los
comercios con la imponente catedral erguida más delante, me pregunté cómo podía
presentarle mi petición. Sería mejor esperar hasta que se enfriara, por supuesto, pero
el tiempo urgía, dado que ocho días después abandonaríamos Bonn para ir a Dresde.
Al pasar por uno de los quioscos, Franz se detuvo abruptamente, clavando la mirada
en un muestrario de postales.
—¡Maldición! —exclamó.
—¿Qué ocurre?
—¡Mira! —tronó, señalando las postales.
Desde mi primer éxito en Londres había reproducciones en color de mi retrato
en venta en toda Inglaterra, pero no tenía idea de que hubieran llegado a Alemania.
Sin embargo, allí estaban. El escaparate estaba lleno de postales que mostraban a una
Elena desacostumbradamente seductora, con un vestido de terciopelo negro muy
escotado, una mantilla de encaje negro y una rosa carmesí detrás de la oreja. Las
mejillas de Franz adquirieron el color de la ceniza al contemplar las postales
culpables; sus ojos oscuros lanzaban destellos peligrosos. El menudo y sonriente
vendedor se apresuró a saludarnos, encantado porque su humilde puesto hubiera
atraído nuestra atención. Franz introdujo la mano en su bolsillo, sacó un billete y se
lo entregó al hombre en un gélido silencio. Después cogió las postales, todas las que
había, y estuvo a punto de destrozar el escaparate en su cólera.
El comerciante sonreía con toda la cara, sacudiendo vigorosamente la cabeza.
—Es Elena —dijo, con trabajoso acento—. Es encantadora, ¿no?

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—¡Encantadora! —susurró Franz, entre dientes.


Ante los ojos asombrados del hombre, Franz rompió las postales una a una,
esparciendo los trozos coloridos sobre los adoquines. Terminada la destrucción,
Franz preguntó al estremecido vendedor si tenía otras tarjetas en el comercio. El
hombre negó con la cabeza, retrocediendo como si esperara una demostración de
violencia física.
—Hay un estanco al otro lado de la calle —dije, tratando de no ceder al enfado
que sentía.
—¿Y qué?
—Venden puros. Será mejor que compres todas las cajas y las rompas también,
porque mi retrato está reproducido en la tapa de la marca más popular.
—¡Supongo que estarás orgullosa de eso!
—Complacida —repliqué—. Tal vez tú seas un artista creador, mi querido
Franz, muy por encima de esas cosas; pero yo, por desgracia, soy una intérprete que
vive de la venta de las taquillas. Esas reproducciones estimulan el interés, hace que la
gente quiera verme bailar.
—No es tu danza lo que les interesa —dijo salvajemente.
—¿No?
—Eres una moda pasajera. Pan para hoy y hambre para mañana. No van a ver a
una bailarina, sino a una criatura desvergonzada que, se supone, ha entrado a todas
las cortes reales de Europa por la puerta de los dormitorios.
—Por supuesto —respondí.
A Franz le fastidiaba muchísimo que me negara a discutir con él, pero había
aprendido desde el comienzo que una fachada tranquila era la mejor arma para
combatir ese tipo de humor. Me levanté un poquito las faldas a manera de énfasis,
pisé los fragmentos de las tarjetas y seguí caminando por la calle. Un sombrío Franz
me siguió; no estaba escarmentado, pero sí plenamente consciente de que se había
mostrado como un niño caprichoso. No pediría disculpas. Nunca lo hacía. Su orgullo
no lo permitía, pero más tarde arreglaría las cosas a su modo, con un pequeño regalo
entregado como por casualidad, una velada íntima de música dedicada
especialmente a mí, una caricia tierna.
Dejamos la callejuela y pasamos junto a la catedral, en dirección al hotel,
adonde llegamos pocos minutos después Era inmenso e imponente, construido de
piedra, con adornos tallados, y tenía grandes terrazas rebosantes de plantas. Subimos
la escalinata en silencio y entramos al vasto vestíbulo que parecía una estación de
ferrocarril. Una aturdida camarera nos hizo una reverencia al vernos cruzar el salón.
Nuestras habitaciones eran espaciosas: cinco cuartos que ocupaban una esquina
escogida; estaban decoradas lujosamente, al estilo alemán: empapelado oscuro,
grabados oscuros también encerrados en pesados marcos dorados; muebles de roble
y cortinajes polvorientos en terciopelo verde y pardo en abundancia. Un gran piano
en oro opaco dominaba la sala. Los pliegues de papel tamaño folio esparcidos sobre
el piano estaban cubiertos por anotaciones musicales en tinta negra. Franz llevaba
todo un mes trabajando en su nueva composición y estaba decidido a terminar antes

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

de que partiéramos rumbo a Dresde. Quería tenerla dispuesta para que la escuchara
su amigo Richard Wagner.
Yo había prometido a Madame Schroeder, nuestra «anfitriona» oficial en Bonn,
que visitaría con ella la universidad esa misma tarde, y convinimos encontrarnos en
el vestíbulo a las tres. Tenía un par de horas libres y se me ocurrió escribir a Millie y a
George. Franz miró el piano y frunció el ceño. En seguida me miró a mí y, con el ceño
aún fruncido, me estrecho entre sus brazos. Me puse rígida, resistiendo, pero él
apretó el abrazo con un suspiro.
—Tengo que trabajar —dijo.
—Trabaja, entonces —repliqué—. Yo no te lo impido.
—Eres demasiado hermosa.
—Déjame, Franz. No estoy de humor.
—Tendremos que hacer algo al respecto.
—Necesito escribir algunas cartas y debo salir a las tres.
—Puedes escribir tus cartas otro día.
—Por favor, déjame.
—¿Piensas enfadarte? Me gustaría ver ese famoso temperamento López. Dicen
que tus ojos son como fuego azul. ¿Es cierto? ¿Es cierto que arañas, pataleas y arrojas
cosas? No lo puedo creer, mi gentil, paciente Elena.
—Mi paciencia se está agotando.
Rió suavemente, abrazándome, con los ojos llenos de sarcástica diversión.
—Te he provocado, ¿no?
—No lo dudes.
—Soy difícil, exigente, imposible, lo sé. ¿Y sabes por qué? Porque tú, mi amor,
eres una maldita distracción. En este momento debería estar trabajando. Tendría que
encerrarte fuera de la habitación y sentarme al piano, pero no lo haré. Todavía no,
hermosa distracción mía.
Intenté apartarme, pero él me sujetó con firmeza.
—¡Te he dicho que no estoy de humor, Franz!
—Entonces es cierto que estás enfadada conmigo. ¿Por qué me soportas?
—Eso es algo que me pregunto con frecuencia.
Él, sonriendo, me besó el hombro desnudo.
—Me soportas, amor mío, porque soy un vicio, un opio que no puedes
abandonar, así como yo no puedo abandonarte. Nos hacemos mucho mal, y ambos lo
supimos desde el principio. Estos dos meses han sido exasperantes.
—Exasperantes —estuve de acuerdo con él.
—Y espléndidos —murmuró él.
Buscó mi boca con la suya, me besó repetidamente, quebrando mi resistencia
con práctica habilidad. Podía ser tan tierno, tan suave y persuasivo… Y en ese
momento lo era, terriblemente; su boca acariciaba la mía, sus brazos me sujetaban
con fuerza, su cuerpo firme, poderoso, era un opio, tal como Franz había dicho; un
vicio en la sangre que yo me permitía tontamente, sin reunir la fuerza necesaria para
abandonarlo. Me levantó en sus brazos para llevarme al dormitorio, donde me

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desnudó; hicimos el amor lenta, maravillosamente, y consiguió que nos


transportáramos a paraísos de esplendor.
Mucho después, ya sentada ante el tocador, me pregunté cuánto tiempo pasaría
antes de que los dos fuéramos inmunes a los efectos del opio. Mientras aplicaba un
toque de rosado a mis labios y una sugerencia de sombras gris-violáceas a mis
párpados, pensé en los dos meses pasados. Viajar por Alemania había sido
estimulante y maravillosamente divertido, en su mayor parte; pero Franz estaba cada
vez más celoso de la atención que yo recibía. Aunque se mostrara encantador,
regocijante, también podía enfurecerme. Arranques tales como el sufrido ante el
puesto de tarjetas postales, eran cada vez más frecuentes, y empezaba a costarme
dominar el «famoso temperamento López». Cuando al fin estallara habría
verdaderos fuegos artificiales.
Me vestí lentamente, pensando aún en las semanas que llevábamos juntos.
Aunque fuera delicioso ser tratada como un miembro de la realeza, recibir las
mayores atenciones, sabía que mi separación de Franz era sólo cuestión de tiempo.
Nuestro vínculo era meramente físico, y esas ataduras se rompen rápidamente. No
estaba enamorada de él en absoluto, ni él de mí; eso, al menos, era un tanto a mi
favor.
Saqué mi sombrero de su caja y me acerqué al espejo para ponérmelo. Mi
vestido de tarde, de tafetán a cuadros castaños y negros, tenía mangas largas y
estrechas, escote cuadrado y falda amplia sobre seis enaguas abultadas. Un ancho
cinturón de terciopelo negro hacía destacar mi estrecha cintura. El sombrero, una
creación de terciopelo negro con ala ancha y bastante alto, tenía espumosas plumas
marrones y blancas sobre un lado. Lo sujeté en su sitio y ajusté la inclinación del ala.
El efecto de conjunto era espectacular. Tal vez Madame Schroeder no lo apreciara,
pero sí los estudiantes de la universidad.
Franz había sido muy bueno conmigo, decidí. Me sentía mucho más fuerte, más
capaz de soportarlo todo; ya no era la criatura emotivamente vulnerable que
Anthony había abandonado. Elena López había llegado a su plenitud. La muchacha
fantasiosa acababa de crecer y de adquirir el cinismo suficiente para sobrevivir. Ya no
me hacía demasiadas esperanzas, y eso, en sí, era todo un logro. Cuando concluyera
la aventura con Franz y los síntomas ya estaban presentes, no sufriría dolores ni
remordimientos.
Estaba ante el piano cuando entré a la sala. Su melena rojiza era como una gorra
larga y brillante en la cabeza inclinada hacia delante, mientras estudiaba muy
concentrado los pentagramas de una página con la pluma lista para hacer
correcciones. Era un perfecto ejemplar masculino, el hombre más dotado que podía
hallar. Nuestros amores terminarían, pero la Canción de Elena perduraría
eternamente, inmortalizando nuestros meses de relación. Haber inspirado esa pieza
era algo de lo que siempre me mostraría orgullosa. Franz escribió una nota y alzó los
ojos. Lentamente arqueó una ceja.
—Estás maravillosa, mi amor.
—Gracias, Franz.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Si no te conociera bien diría que te diriges a una cita.


—Madame Schroeder me espera abajo, en el vestíbulo. Iremos a visitar la
universidad.
Franz hizo una mueca.
—Te compadezco. Es una mujer completamente detestable.
—Ha sido muy amable y solidaria.
—Es tonta, engorrosa, charlatana y tiene una extraña obsesión con la cultura.
¿Por qué serán siempre esas matronas las que organizan las recepciones y lo
disponen todo? ¿Por qué deben ser siempre regordetas, llenas de ricitos aniñados y
luciendo ridículos vestidos de satén?
—No seas injusto con ella. Se implica mucho.
—Dios me libre de la gente como ella —dijo, cansado—. Me sorprende que le
dediques tu tiempo, querida.
—Está organizando una función benéfica —le expliqué.
Franz se puso en guardia.
—¿Sí?
—Será el próximo viernes. Actuarán varios músicos locales y… es por una
causa muy buena. Quieren recabar dinero para construir un nuevo orfanato y…
—Ella tiene la esperanza de que yo ofrezca mis servicios —me interrumpió él.
—Las entradas se ponen a la venta mañana por la tarde. Tu presentación
aseguraría un lleno total, Franz, y podrían cobrarlas el doble. Bastará con que toques
una sola pieza. Le prometí a Madame Schroeder que te lo pediría.
—Pues no. Tengo que terminar una obra.
—No tardarás mucho tiempo, Franz, y ya te lo he dicho: por una buena causa.
—Mi música es más importante que todos los huérfanos del mundo. Madame
Schroeder tendrá que arreglárselas sin mí.
Y volvió a su papel pentagramado. Lo miré fijamente, luchando por dominar mi
enfado.
—A veces te portas como un malnacido —le dije.
—Nunca lo hemos puesto en duda —respondió amigablemente—. Que te
diviertas, amor mío.
Bajé hecha una furia; me costó ocultar mi rabia al ver que Madame Schroeder
venía a mi encuentro apresuradamente. En verdad era tonta y engorrosa, y hablaba
incesantemente de cultura. Los ricitos rubios y aniñados se bamboleaban sobre sus
hombros excesivamente regordetes; esa tarde no había enfundado el cuerpo en satén,
pero sí en un vestido negro bordado de lentejuelas. Pero sus ojos azules eran cálidos
y amistosos, y su boquita rosada se curvaba en una alegre sonrisa. Aunque Franz
despreciara a las mujeres de su tipo, estaba llena de buenas intenciones, y son las
Madame Shroeder del mundo las que ayudan a mantener la cultura viva y floreciente.
Charlé constantemente, en un francés muy mal pronunciado, mientras
cubríamos el trayecto hasta la universidad y paseábamos por sus terrenos.
Comprendiendo que estaba nerviosa y que le inspiraba cierto respeto temeroso,
redoblé mis esfuerzos por mostrarme graciosa y encantadora, demostrando mucho

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más interés del que sentía al mostrarme ella los detalles arquitectónicos. Pronto se
esparció entre los estudiantes la noticia de que Elena López estaba de visita en la
universidad y no tardé en verme rodeada por un público de robustos jóvenes que nos
seguían.
Dentro del antiguo palacio nos detuvimos en el gran salón, ante una enorme
pintura enmarcada en oro. Era un retrato de cuerpo entero y en tamaño natural de un
joven vestido con un llamativo uniforme militar blanco y dorado, que tenía el casco
emplumado bajo un brazo y se erguía sobre un espectacular fondo de montañas. Se
le veía algo excedido de peso, con manos largas y sensibles y expresión melancólica.
Su pelo, castaño claro, estaba bien recortado y sus profundos ojos azules parecían
reflejar una vida entera de tristezas. Sonreía con la expresión de un hombre castigado
a una perpetua soledad. Aunque no era apuesto en absoluto, tenía una cualidad
atractiva que resultaba inmediatamente conmovedora. Uno hubiera querido
consolarlo como a un niño perdido, cogerlo de la mano y decirle unas palabras
cariñosas. Rara vez me había sentido tan conmovida por una pintura.
—Es el rey Karl de Baviera —me informó Madame Schroeder—. Asistió a los
cursos de la universidad hace veinte años, y después volvió a Baviera para fundar
una universidad propia, que sólo es superada por la de Heidelberg.
—Qué ojos tan expresivos tiene —comenté.
—Ahora es mucho mayor. Ya está a mitad de la cuarentena. Es un hombre
gentil, dedicado a las artes y, desgraciadamente, atrapado en una delicada situación
política. Baviera es un reino diminuto, que tiene la poca fortuna de estar rodeado por
dos estados importantes, cada uno de los cuales desea anexionarse el país de Karl.
—Lo he oído nombrar —dije—. Se supone que Baviera es la Atenas de
Alemania.
—El rey Karl ha dedicado su vida a las artes y a la belleza. Ha gastado una
fortuna incalculable para convertir a Baviera en una tierra de maravillas, con
palacios, jardines, museos. Los estados vecinos están muy alarmados por sus gastos.
Es soltero, ¿sabe usted?
Contemplé aquellos melancólicos ojos azules, tan llenos de silenciosa nostalgia.
Madame Schroeder dirigió una mirada a los estudiantes, que guardaban una discreta
distancia y bajó la voz.
—Ha estado en Italia, comprando mármol —me confió—, y corre el rumor de
que se detendrá en Bonn el próximo viernes, camino a Baviera. Hasta es posible que
asista a nuestra función de beneficencia. Creo que nunca se perdería la oportunidad
de oír al celebrado Liszt.
Aún no habíamos tocado el tema, y yo temía el momento de darle la mala
noticia. Madame Schroeder me miró algo alarmada por mi silencio.
—¿Ha hablado con él? —me preguntó.
—Temo que Franz no podrá actuar —dije, vacilante.
Madame Schroeder pareció sucumbir, con los ojos llenos de incredulidad.
Parecía a punto de romper a llorar, y yo maldije a Franz por ponerme en esa
situación. Las comisuras de los labios le temblaron cuando sonrió, en un valiente

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esfuerzo por ocultar su desilusión. Tal vez fuera una tonta llena de ricitos absurdos,
pero la función era algo de mucha importancia para ella, y comprendí que había
acariciado muchas esperanzas.
—Está muy ocupado, ¿comprende? —expliqué—. Está trabajando en una nueva
composición y necesita desesperadamente concluirla antes de partir hacia Dresde.
Ella logró esbozar una sonrisa trémula.
—Comprendo, por supuesto —dijo, con voz vacilante—. Fue una tontería de mi
parte pensar que podría conseguir la actuación de una figura tan importante. La
función es sólo un acontecimiento local, de poco relieve. Y claro, él está muy
ocupado. Pobre de mí, me adelanté a alquilar el teatro para el viernes a la noche,
pensando que tendríamos toda una multitud. Oh, bien, ya lo resolveremos. Creo que
puedo…
Pero cedió, incapaz de continuar, ya sin poder contener las lágrimas. Le cogí
una mano y se la estreché.
—Lo siento —dije en voz baja—. Ojalá hubiera algo que yo pudiera… —Me
interrumpí—. Madame Schroeder, ¿serviría de algo que actuara yo? Llevo tres meses
fuera de los escenarios y no tengo ropas adecuadas, pero… —Volví a hacer una
pausa—. Me gustaría poder ayudarle.
Madame Schroeder me miró como si no pudiera creer lo que oía.
—¿De veras? —preguntó.
—Sería un placer.
—Pero, ¡eso es maravilloso! Usted sería una atracción aún mayor. Medio Bonn
oyó a Liszt anoche, pero nadie la ha visto a usted en un escenario. ¡Venderíamos
todas las entradas inmediatamente! Oh, señorita López, usted es un ángel, ¡un ángel!
Éste será el mayor de mis triunfos. ¡Lo sé!
Varios de los estudiantes habían oído nuestro diálogo y empezaron a hablar con
entusiasmo en alemán. «¡Elena va a bailar!», oí, «¡Elena va a bailar!» Tres de los
jóvenes se precipitaron para interrogar a Madame Schroeder sobre la adquisición de
entradas, y ella en seguida adoptó una postura muy digna y eficiente. Pronto nos
vimos rodeadas por ellos; los jóvenes, antes reservados, nos acompañaron hasta el
carruaje entre risas y alegría. Charlaban ruidosamente mientras nos alejábamos, y yo
los saludé con la mano. Madame Schroeder me imitó, abandonando su dignidad en el
entusiasmo.
No dije nada a Franz sobre mi decisión de actuar. Estaba inmerso en su música
y, si vio el anuncio en los periódicos al día siguiente, no hizo mención del asunto. Yo
salía temprano del hotel, pues tenía mucho que hacer. Madame Schroeder estaba en
su elemento, disponiendo ensayos, buscando música y partituras. Se nos permitió
ensayar en el teatro y, aunque sólo pudo conseguir una copia de mi música española,
consiguió que varios jóvenes hicieran copias para cada uno de los músicos. Una vez
concertados los horarios de cada ensayo, me llevó apresuradamente a una modista
que conocía y yo bosquejé un vestido. La modista dijo que sería imposible tener
semejante traje terminado a tiempo, pero Madame Schroeder alzó las manos sobre su
cabeza, diciendo que todo era una tontería, que todos debíamos hacer milagros, que

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pensara en esos pobrecitos huérfanos. Finalmente la modista respondió que lo


intentaría; entonces ella la abrazó y me sacó de allí a toda prisa en busca de unas
castañuelas.
Como Madame Schroeder había predicho, las entradas para la función benéfica
se vendieron inmediatamente y por un precio doble del que ella había fijado en
principio. Los periódicos se llenaron de artículos. Para lograr mantener a los
periodistas alejados del hotel concedí una entrevista en el teatro tras uno de los
ensayos. Madame Schroeder se hizo cargo, actuando como intérprete para los que no
hablaban francés. Entre ensayos, pruebas de vestuario y conferencias pasé muy poco
tiempo en el hotel durante los días siguientes, pero Franz pareció no darse cuenta. Al
menos no hizo comentarios sobre mis frecuentes y prolongadas ausencias. Atrapado
en las fauces de la creación, sólo quería trabajar. Hacía subir las comidas a la
habitación y generalmente trabajaba hasta muy entrada la noche, retirándose a su
propio dormitorio cuando terminaba.
El ensayo general duró hasta las cuatro de la tarde del viernes y regresé al hotel
sintiendo algún remordimiento. Sabía que Franz no aprobaría lo de mi actuación y
estaba esperando una escena desde que se había anunciado mi aparición. Aunque
pareciera demasiado ocupado para perder tiempo en algo tan mundano como los
periódicos mientras componía, sabía perfectamente que algo se estaba fraguando.
Durante la semana anterior, aunque yo había salido mucho del hotel, nunca lo hacía
por las noches; me pregunté cuál sería su reacción cuando le dijera que iba a salir
otra vez y que no regresaría hasta muy tarde. Tal vez se encogiera de hombros. No
habíamos dormido juntos desde la tarde en que recorrí la universidad, y apenas
habíamos intercambiado diez o doce palabras.
Madame Schroeder me esperaría en el vestíbulo a las seis y treinta, lista para
llevarme al teatro; yo sabía que necesitaba descansar un poco, pero estaba demasiado
tensa. Al fin me senté ante la mesa y escribí las cartas que debía a Millie y a George
Sand, desde hacía tanto tiempo. Al terminar era ya hora de vestirme. Franz aún
estaba en su estudio a las seis y cuarto, sentado al piano, con la vista fija en las hojas
música puestas sobre el atril. Alzó los ojos al entrar y arqueando las cejas al verme
tan formalmente vestida.
—¿Sales? —preguntó.
Asentí.
—No volveré hasta… muy tarde.
—Comprendo —dijo.
Estaba al tanto de todo. Me di cuenta.
—Es mejor así, Franz. Probablemente pasarás la noche sentado al piano, como
lo has hecho durante toda la semana.
—Pues fíjate, esta noche no. Acabo de terminar la sonata. Quería tocártela esta
noche, después de salir a cenar. Tenía ganas de celebrarlo contigo.
—Lo siento, Franz.
Mi voz era fría. Sabía que estaba jugando conmigo, pero me negué a adoptar
una actitud defensiva. No había razones para sentirme culpable. Iba a bailar, y si eso

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le molestaba, peor para él.


—Te he extrañado, amor mío —dijo, tiernamente—. Ahora que la pieza está
terminada, prometo ser más atento contigo, a partir de esta noche.
—Tengo otros planes para esta noche —respondí.
Me observaba con una ceja cáusticamente arqueada mientras yo me ponía los
guantes, flexionando los dedos para hacerles entrar, y me despedí tranquilamente de
él. Podía cavilar y amargarse cuanto quisiera. Al menos no habíamos tenido una
escena violenta; quizás eso llegara después, pero no deseaba perder tiempo
pensando en ello. Debía dedicar toda mi energía a la actuación.

Madame Schroeder llevaba un vestido de satén celeste y un collar de diamantes;


era un manojo de nervios. Había muchas cosas que hacer antes de que a las ocho
subiera el telón. Miles de cosas, me informó. El violín solista había enfermado a
última hora, por supuesto; siempre ocurría así. Y tendría que poner a otra persona en
su lugar. No tenía la menor idea de quién podía ser. Los programas ya estaban
impresos y el público se confundiría; gracias a Dios la modista había entregado mi
traje esa misma tarde y sólo cabía esperar que me quedara bien. Ninguna mujer en
sus cabales aceptaría tanta responsabilidad, declaró. Ésa era la última vez que
aceptaba organizar una función benéfica, definitivamente la última, y tardaría dos
buenos meses para recuperarse; tendría que guardar cama.
Entre bastidores todo era un caos. Todo el mundo corría, al parecer, y nada
estaba como debía. Había problemas con las lámparas, con las poleas, y una soprano
gorda amenazaba con no presentarse porque debía aparecer después del coro,
cuando se había acordado claramente que se presentaría antes. Las niñas de la
escuela de ballet saltaban aquí y allá con sus plumas entre risitas ruidosas,
divirtiéndose como nunca. Los programas todavía no habían sido entregados. Uno
de los acomodadores se había torcido un tobillo. Tres de los hombres del coro, tras
haber pasado la tarde en una cervecería, estaban auténticamente borrachos. Madame
Schroeder pidió atención a gritos y se convirtió en un áspero sargento que gritaba
órdenes a diestra y siniestra. Si alguien podía poner orden en esa descabellada
confusión era ella.
Me retiré a mi camerino, el mismo que Franz había usado la semana anterior al
dar su concierto. Estaba situado en la parte trasera del edificio, lejos del ruido y el
alboroto. Cerré la puerta e intenté recobrar la compostura. Estaba tensa y nerviosa,
preocupada por mi representación. No había pisado un escenario desde mi aparición
en Bath, donde acabó mi gira por Inglaterra. Tres meses sin bailar era mucho tiempo,
y los ensayos no habían sido suficientes. ¿Podría lograr esos movimientos sinuosos,
esa gracia fluida? La función organizada por Madame Schroeder podía ser un
acontecimiento «local», pero todas las entradas del teatro estaban vendidas y yo
debía al público y a mí misma lo mejor que pudiera dar. Me desnudé para ponerme
una fina bata de seda atada a la cintura. Tenía más de una hora para prepararme,
pero como debía maquillarme y peinarme sola no era demasiado. Me senté a

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disfrutar de los olores: pintura al óleo, polvo, humedad, todo lo que parece
impregnar cualquier camerino. Aunque nerviosa, me complacía volver al teatro y me
entusiasmaba la idea de bailar de nuevo. Abrí varios potes y frascos, saqué cepillos y
hebillas, sintiéndome en mi ambiente. Pasé casi media hora arreglándome el pelo,
intentando perfeccionar los rizos que se curvaban sobre cada una de mis sienes.
¡Cómo echaba de menos a Millie! Apliqué después el maquillaje, oscureciendo las
cejas y pestañas, sombreando los párpados con un azul grisáceo como el humo; pinté
los labios con el deseado tono escarlata, y así recreé a la exótica, seductora Elena que
el público deseaba ver.
Sin embargo, no me sentía en absoluto exótica ni seductora hasta que me puse
el traje. Era de brillante seda roja y estaba enteramente cubierto de lentejuelas rojas
centelleantes que relucían como un fuego carmesí cuando me movía.
El corpiño, muy escotado, estaba bordeado de plumas rojas de avestruz, que
también adornaban las mangas, las cuales dejaban los hombros al descubierto. Era
algo ajustado en la cintura, pero me gustaba el modo en que la sobrefalda se
desplegaba sobre las faldas de gasa roja. El vestido era atrevido y espectacular,
estudiado para deslumbrar. Si no bailaba como debía, al menos disfrutarían del
vestido, según pensé sombríamente mientras miraba el espejo por encima del
hombro para estudiar la parte de atrás. En ese momento alguien llamó a la puerta.
Madame Schroeder entró sin aliento. Su vestido de satén estaba algo arrugado y
tenía los rizos torcidos, pero lucía un aspecto de radiante triunfo.
—¡Al fin está todo arreglado! —me informó—. Todo va bien. El teatro está
totalmente abarrotado, querida, y hay gente de pie en la parte de atrás. No se podría
hacer entrar otra persona ni para salvar la vida. Y todos han pagado una fortuna por
venir.
—Me alegro mucho.
—Querida mía, todavía le falta saber lo más importante. ¡Él está aquí!
—¿Quién?
—¡El rey Karl! Se deslizó en el palco real justo cuando las luces comenzaban a
apagarse. No le gusta el alboroto y no quería que nadie lo supiera. Está sentado bien
atrás, medio oculto por las cortinas. ¡Piense, esta noche bailará para un rey!
Madame Schroeder se detuvo para recobrar el aliento, con las manos apretadas
sobre el pecho. Mientras yo sujetaba un rizo de pluma de avestruz roja en la sien
derecha, pensé en el hombre del retrato, recordando esos ojos tristes y expresivos.
Saber que estaría allí me desconcertaba extrañamente. De pronto deseé haber tenido
más tiempo para ensayar.
—¿Está dispuesta? —preguntó Madame Schroeder—. El espectáculo ha
comenzado, por supuesto, pero usted debe salir la última. ¿Quién podría seguir a
Elena López? En este momento Nedda está cantando su aria. El público se muestra
sumamente paciente. Pensé que le gustaría observar desde un lateral hasta que sea
hora de salir.
La idea no me entusiasmaba demasiado, pero de cualquier modo, sonriendo, la
seguí por el largo pasillo mal iluminado. Nedda, cuya voz era poco menos que

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aturdidora, estaba cantando. Llegó a la última nota cuando Madame Schroeder y yo


acabábamos de encontrar un lugar donde situarnos entre las sombras. El público
aplaudió tibiamente, y a continuación salió el coro, con uniformes dorados y verdes;
tres de sus miembros no podían seguir el paso. Nedda pasó junto a nosotros, hecha
una furia, mientras el coro iniciaba una canción entusiasta que, por suerte, pude
pasar por alto.
El hecho de estar entre bastidores, percibiendo el olor familiar a moho y polvo,
me traía recuerdos que hubiera preferido mantener en el olvido. ¿Cuántas veces
había permanecido en las sombras, esperando el momento de salir, con Anthony a mi
lado, posesivo, mandón, calculando mentalmente la recaudación en taquilla? ¿Dónde
estaría él ahora? ¿Por qué no podía odiarlo, si tenía todo el derecho del mundo? Las
pequeñas de la escuela de ballet salieron a interpretar una pieza de Chopin, y eso
despertó en mí nuevos recuerdos. Me endurecí para soportarlos, los aparté de mi
mente. Nerviosa, impaciente, aguanté al resto de los artistas locales. En seguida un
expectante silencio cayó sobre el público y comprendí que había llegado mi hora.
—Es lo que todos estaban esperando —susurró Madame Schroeder,
entusiasmada—. ¡Estará usted maravillosa!
Tuve el habitual instante de pánico, pero al comenzar la música española, que
se adueñó del teatro con la ardiente evocación de las planicies hispánicas, me coloqué
las castañuelas y cerré los ojos, dejando que la música formara parte de mi ser, que
me llevara al escenario. El pánico desapareció, como siempre ocurría, al moverme.
Con las castañuelas repiqueteando, haciendo sonar los tacones, me olvidé del
público, de las luces; mantuve el ritmo de la música, que se tornaba tórrida y
tempestuosa, haciendo girar la falda roja. La música cobró mayor volumen y se elevó
en un apasionado crescendo que vibraba con violentas emociones, exigiéndome
obediencia a cada uno de sus compases, hasta que al fin, llegado el momento
culminante, se detuvo abruptamente y quedé allí, con los brazos extendidos y la
cabeza inclinada hacia atrás.
Los vítores y los aplausos duraron varios minutos. Tuve que adelantarme hasta
las candilejas, inclinarme y sonreír, mientras los aplausos seguían atronando la sala.
Al mirar hacia el palco real vi al hombre sentado muy atrás; su rostro era un pálido
borrón en las sombras y sentí sus ojos fijos en mí. El rey Karl saludó con la cabeza, y
yo devolví su gesto. Los músicos iniciaron la segunda creación, un seductor canto de
amor que arrebataba en remolinos melódicos.
Bailé para el rey, sabiendo que nunca lo había hecho tan bien. Cada movimiento
era un mensaje, gracioso, fluido, lleno de significado. La danza era seductora,
sensual, pero al bailarla adquiría un nuevo color, encerraba un nuevo mensaje. En
lugar de tentar a un amante en noche de luna, lo conducía suavemente hasta la
aurora y le mostraba la belleza desplegada. No seducía ni imploraba; consolaba.
Reuní la música en mí para dársela, como un centelleante regalo. Aunque el público
no pareció observar nada anormal, él debió comprender, porque yo lo deseaba, y
cuando la última nota se fundió en el silencio y la danza concluyó lo vi asentir una
vez más.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Al caer el telón el público enloqueció. Me retiré entre bastidores, exhausta física


y emocionalmente; sólo quería descansar, pero no pude hacerlo. Tuve que saludar
una y otra vez, doce en total. Al fin el telón cayó por última vez y se encendieron las
luces de entre bastidores. Antes de que pudiera escapar a mi camerino me vi rodeada
de gente que quería felicitarme o darme las gracias. Madame Schroeder estaba a mi
lado y me abrazaba. Entonces la multitud abrió paso y Franz cruzó tranquilamente el
escenario dirigiéndose hacia mí. Esplendoroso con su traje negro de gala y su chaleco
de satén blanco, brillante la melena bronceada e inescrutable la expresión, me cogió
de la mano.
En silencio, me apartó de todos para llevarme hasta el camerino. Allí recogió
mis cosas, las entregó al cochero y me condujo hacia la salida trasera, donde había un
coche esperando. Dejé que me ayudara a subir al carruaje, acomodé mi falda roja y
sujeté en su sitio una de las mangas. Subió a mi lado y cerró la portezuela, siempre en
silencio, siempre inescrutable. Mientras nos alejábamos, me estrechó entre sus brazos
y me besó salvajemente, con furia, haciéndome daño. Sobraban las palabras.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XXV

Era el amanecer de un día glorioso, con un sol deslumbrante y un delicioso


silencio, quebrado sólo por el ruido de cascabeles distantes. Salté de la cama, me puse
la bata y salí al balcón para contemplar el espectacular panorama. Árboles verdes
cubrían las colinas, y las cuestas en verde claro que llevaban al pequeño valle estaban
salpicadas con parches de flores silvestres, rojas como la sangre. Un arroyo cruzaba el
valle como una cinta azul y plata, mientras el camino serpenteaba por las colinas
para terminar en un paseo circular frente a la posada.
Franz y yo habíamos subido por ese camino la tarde anterior para llegar a esa
encantadora posada, encaramada al flanco de la colina. Era un gigantesco chalé
suizo, en amarillo, castaño y blanco, con techos en aguas, terrazas espaciosas y
madera tallada. Se adueñó de mí en seguida, pero me admiró aún más descubrir que
estaríamos solos en él, pues no había ningún otro huésped allí. Sería una semana
apacible, idílica, una semana para el descanso y la intimidad. Imaginé largos paseos
por las colinas, meriendas junto al arroyo y acogedoras cenas frente al fuego, en la
salita de abajo, donde nos atendería el silencioso y eficiente personal.
Al inclinarme sobre la barandilla aspiré el aire puro y dejé que el sol bañara mis
mejillas. Estaba de un humor optimista. Franz se había mostrado considerado y
atento la noche anterior. Aunque ocupábamos habitaciones separadas, él había
pasado casi toda la noche en la mía, haciéndome el amor con la misma pasión, con el
mismo entusiasmo que la primera vez. Mi gran esperanza era que esa semana de
reclusión nos permitiera franquear el abismo abierto entre los dos.
Dresde había sido un desastre desde el principio al fin; aún echaba pestes
cuando pensaba en el hombre que nos destrozó la estancia en esa ciudad. Estaba
dispuesta a conceder que Herr Richard Wagner era el mayor compositor del siglo,
como Franz aseguraba, pero también era uno de los hombres más detestables que
jamás conociera.
En nuestra primera noche en Dresde, Franz y yo asistimos a una representación
de Rienzi, en el magnífico Teatro de la Corte. Presenciamos la ópera desde el palco
privado de Joseph Tichatschek, el tenor bohemio que había representado el papel
principal en el estreno de la obra cinco años antes. Me sobrecogió el dramático
desarrollo de la obra, las poderosas melodías, aunque seis horas completas de
protesta política puesta en música no son muy fáciles de soportar. Wagner fue a
nuestro palco durante el entreacto. Era un personaje llamativo, de facciones agudas y
fieros ojos castaños moteados de gris y verde. Cuando Franz nos presentó, Wagner
me miró con abierta hostilidad. Después de saludarme secamente con un gesto de
cabeza me ignoró por completo. Presentí inmediatamente que despreciaba a las

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

mujeres; debía considerarlas como criaturas inferiores que se podían utilizar cuando
era necesario para descartarlas después brutalmente. Su matrimonio con la actriz
Minna Platte había sido tempestuoso, para utilizar un término no demasiado duro, y
eso era de dominio público. Ella lo había abandonado en dos o tres oportunidades: él
había iniciado el proceso de divorcio pocos meses después de la boda, aunque más
tarde lo dejó en suspenso. Finalmente derrotada, Minna Wagner se mantenía tan
poco a la vista que a casi todo el mundo le sorprendía descubrir que Wagner estaba
casado.
Wagner monopolizó a Franz durante la cena que siguió a la ópera y también
durante las semanas siguientes. Los dos pasaban el día juntos, inmersos en
profundas conversaciones sobre música, es decir, sobre la música de Wagner.
Comían juntos, bebían juntos y yo tenía la sensación de que, si eso hubiera
favorecido los propósitos de Wagner, también hubieran dormido juntos.
Me enteré de que Franz había conocido a Wagner en 1840 e inmediatamente
había tomado al compositor alemán bajo su protección, utilizando su poder y su
influencia en beneficio de Wagner, pues lo ayudaba en cuanto le era posible. Franz
era ya un gigante del mundo musical, mientras Wagner aún era relativamente
desconocido, pero éste era el único a quien Liszt hubiera cedido el primer puesto. Era
casi como si las posiciones se hubieran invertido. Franz quería complacer a Wagner,
impresionarlo y ganar su aprobación; el alemán, en cambio, lo trataba con una
superioridad protectora que resultaba irritante presenciar.
Wagner explotaba su amistad hasta el punto de imitar a Franz. Llevaba el pelo
broncíneo cepillado hacia atrás como melena de león, tal como Franz. Vestía como él
e imitaba sus modales lejanos y sarcásticos; pero mientras Franz estaba siempre
dispuesto a ayudar a sus colegas con absoluta generosidad, Wagner los consideraba a
todos como rivales y se resentía profundamente por el éxito que pudieran lograr.
Noté que también se resentía por el de Franz, aunque trataba de no demostrarlo,
pues éste le era muy útil. Wagner era excesivamente vanidoso, arrogante y estaba
muy convencido de su propia superioridad. Era evidente que muchas mujeres lo
consideraban irresistible, pero yo nunca sería una de ellas. Me parecía frío, duro,
insensible y falto de escrúpulos.
Wagner me tenía tan poco aprecio como yo a él. Conocía a Franz desde hacía
más tiempo que yo, por supuesto, y me consideraba como una intrusa, una amenaza
para su amistad con Franz. Cada vez que me miraba, yo tenía la impresión de que le
habría gustado estrangularme. Decía que Franz era un tonto por viajar con una
prostituta a sus expensas y había dicho a todos sus amigos de Dresde que yo estaba
arruinando la carrera de Franz.
Suspirando me aparté un mechón de pelo de la mejilla y salí del balcón para
regresar a mi habitación. Esa semana en Dresde había estado a punto de acabar
nuestra relación. En más de una ocasión sentí la tentación de hacer las maletas y
volver a París, dejando que prosiguieran los dos esas charlas sin la irritación de mi
presencia; pero no lo hice por no dar gusto a Wagner. Ahora me sentía contenta de no
haberme dejado vencer por el enfado y la frustración. Una semana en esa adorable

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

posada, rodeada de un paisaje tan magnífico, sería el tónico que necesitábamos.


Cuando volví a entrar, una doncella regordeta y sonrosada, de gruesas trenzas
rubias, entró a la habitación con la bandeja del desayuno. Había una cafetera de plata
llena, un plato con panecillos, manteca, miel y un vaso con flores silvestres. La
doncella dejó la bandeja y me miró, con una amplia sonrisa; en seguida salió
apresuradamente, con un ataque de risitas. El café estaba espeso y fuerte, y los
panecillos, bien tiernos, eran deliciosos. Cuando acabé de comer elegí un vestido:
algodón rosado oscuro, con cintura estrecha y falda muy amplia, y me dediqué a
completar mi arreglo. Tarareaba al cepillarme el cabello.
Me sentía maravillosamente cuando floté escaleras abajo para reunirme con
Franz, el pelo derramado en ondas sueltas sobre los hombros. Estaba en la sala, ante
el piano de cola, con una resma de papel de música ante él. Al verme entrar alzó los
ojos con expresión preocupada.
—¿Ya estás trabajando? —pregunté.
—Quería adelantar en un nuevo arreglo esta semana.
—Es una mañana espléndida, Franz, demasiado espléndida para que sigas al
piano. Estamos de vacaciones.
—Necesito trabajar.
—Puedes trabajar esta tarde —protesté—, toda la tarde. Prometo no molestarte.
Pero ahora vamos a pasear. El aire fresco te hará bien, y también el ejercicio.
Colocó las hojas de música, con un gruñido, pero acabó por levantarse
suspirando.
—Tú sí que me distraes, querida.
—Sí.
—Eres una maldita distracción. Debería haberte echado hace tiempo. No sabes
cuántas veces he querido terminar contigo y echarte a cajas destempladas.
Sonreí.
—Pero no lo has hecho.
—Lo haré a su debido tiempo —prometió él.
—Tal vez no —me burlé—. Tal vez sea yo quien te deje.
—Lo dudo.
—Eres insufrible, Franz. No sé por qué te aguanto, pero me niego a dejar que tu
malhumor estropee nuestras vacaciones. —Le cogí de la mano y tiré de él—. Vamos,
iremos a pasear y después puedes quedarte gruñendo el resto del día.
Franz hizo una mueca con sus labios finos, pero me siguió con bastante
docilidad. Salimos de la posada y descendimos por una de las suaves pendientes. Me
detuve para recoger algunas flores silvestres mientras Franz me contemplaba con aire
fatigado. El aire tenía el aroma de los pinos y el cielo no mostraba una sola nube.
Seguimos nuestro camino, pero Franz mantenía su malhumorada expresión,
obviamente aburrido por la belleza del campo, el aire fresco y la serenidad.
—¿No es una maravilla? —dije.
—Una maravilla.
—Me siento tan libre, tan volátil…

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Eso es obvio, querida mía.


—Qué gruñón eres, Franz.
—Nunca he pretendido lo contrario. Si buscabas un compañero encantador y
atento debiste haber escogido otro. Me gustas mucho, Elena, a mi modo, pero nunca
he sido galante ni pienso serlo.
Aunque sus modales eran fríos e indiferentes, cada vez me costaba más
mantener mi buen humor. Franz era un hombre espléndido; apuesto, magnético,
lleno de fuerte atracción sexual. Bastaba estar junto a él para sentirse estimulada, y
era sin duda un magnífico amante, pero empezaba a comprender que no me gustaba
en absoluto.
Quedé en silencio, pensativa, mientras proseguíamos nuestro paseo, caminando
ahora bajo los árboles, pisando secas agujas de pino. El cielo quedaba casi oculto por
pesadas ramas que lanzaban suaves sombras purpúreas en el suelo. ¿Cuánto tiempo
nos quedaba? ¿Cuánto más, antes de que nuestra relación se disolviera en abierta
hostilidad? Pensé en Marie d'Agoult, la condesa que había compartido tantos años
con Franz, dándole tres hijos. Marie había aguantado mucho; había sufrido
terriblemente antes de verse, por fin, libre de su Amante Demoníaco. Yo no era tan
paciente como la estoica condesa ni estaba enamorada de Franz. «Gracias a Dios», me
dije.
Comenzamos a ascender otra cuesta para regresar a la posada, que a lo lejos
parecía una bonita casa de muñecas. El brillante optimismo que sintiera un rato antes
había desaparecido, reemplazado ahora por una irónica resignación. Tal vez
conviviéramos otro mes, quizá seis semanas, probablemente menos; pero sabía que
nuestra separación era inevitable. Franz necesitaba una mujer que lo adorara
dócilmente, que se sentara a sus pies en silencio y sólo hablara cuando le dirigiera la
palabra, asintiendo a sus mínimos caprichos. Él la despreciaría, por supuesto, pero
yo empezaba a sospechar que, al igual que Wagner, despreciaba en secreto a todas
las mujeres.
Cuando cruzábamos el camino frente a la posada, un deslumbrante carruaje
abierto apareció por la curva. El cochero, sentado en su pescante, arreaba a los
caballos. Un solo pasajero ocupaba los asientos tapizados, con las maletas a su lado.
Al acercarse el carruaje reconocí la melena broncínea y las facciones agudas; quedé
pálida. Richard Wagner alzó su brazo en un saludo y Franz lo imitó, nada
sorprendido al ver a su amigo.
—Sabías que iba a venir —le acusé.
—Por supuesto.
—Lo has invitado.
—Eres muy inteligente.
—Ésta era nuestra semana de vacaciones y tú… tú le has pedido a ese hombre
que se reúna con nosotros, sabiendo lo que pienso de él. No lo puedo creer.
Simplemente no puedo creer que seas tan… tan…
Me interrumpí, luchando por contener la cólera. Franz curvó los labios en una
sonrisa cínica, divertido por mi furia.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Los celos te sientan bien, querida —comentó—; pero trata de mantenerlos


bajo control. Richard es muy sensible a esas demostraciones.
—Richard se puede ir al demonio.
Franz rió entre dientes y se adelantó, mientras el carruaje se detenía frente a la
posada. Wagner bajó apresuradamente y los dos se abrazaron de corazón,
palmeándose las espaldas. La cara de Franz estaba encendida de placer, y comprendí
amargamente que yo nunca había despertado en él tal regocijo. Wagner,
desprendiéndose del abrazo, ordenó al cochero que entrara sus maletas; entonces me
miró. Le devolví la mirada preñada de auténtico odio. Él, sonriente, se volvió hacia
Franz sin prestarme la menor atención.
—La he terminado —anunció—. La terminé anoche.
—¿Qué es lo que has terminado? —preguntó Franz.
—La marcha nupcial, por supuesto, la marcha nupcial. Al fin la tengo
terminada a mi gusto. ¿Recuerdas ese fragmento que te toqué en Dresde? Descarté
todo menos la melodía básica, y la he fortalecido con nuevo brío. Es majestuosa, nada
menos.
—Tienes que tocármela.
—Eso exactamente es lo que pienso hacer.
Wagner estaba innegablemente atractivo: los ojos brillaban espectacularmente
bajo las cejas bajas y severas. La nariz era demasiado larga, los labios excesivamente
delgados; pero de alguna manera esos fallos sólo servían para subrayar su
implacable atractivo. Calzaba botas altas y vestía un traje tostado de pantalones
estrechos. El chaleco de satén era pardo con rayas blancas; la corbata, de un vívido
verde que destacaba el tono de los ojos. Arrogante, frío, lleno de ambición, sacudió la
melena broncínea y siguió a Franz dentro de la posada.
Permanecí al sol, echando chispas, tan furiosa como jamás lo estuviera. El
cochero bajó para dejar el coche en su lugar, en la parte trasera de la posada.
Transcurrieron varios minutos antes de que me sintiera lo bastante compuesta como
para reunirme con los hombres sentados en la sala. Wagner se encontraba frente a la
repisa, con un vaso de vino tinto en la mano, mientras Franz examinaba una
partitura musical. Wagner llevaba meses trabajando en Lohengrin; en Dresde no había
hablado de otra cosa.
—Magnífico —comentó Franz.
—Es una obra maestra, no hay duda —le dijo Wagner—, Verdi y Bellino
quedarán anonadados.
Ninguno de los dos se dignó mirarme, como si hubiera sido invisible.
—¿Pido la comida? —pregunté.
Wagner me miró como si fuera portadora de la peste. Franz levantó los ojos de
la partitura.
—Estamos ocupados, Elena.
—¿Demasiado ocupados para comer?
—Comeremos cuando tengamos hambre. Sin duda podrás encontrar algo en
qué entretenerte durante la tarde.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Sin duda —respondí.


—Bien.
Y con eso me despidió.
Salí sin decir una palabra, con las mejillas encendidas. Al llegar a mi habitación,
mi primer impulso fue hacer las maletas, pero logré contenerme. Oh, no, no
permitiría que Herr Richard Wagner me apartara tan fácilmente. Jamás hasta
entonces había rehuido una pelea, y no era cuestión de hacerlo ahora. La cólera
siguió hirviendo en mi interior durante varios minutos, hasta que me invadió una
calma decidida. Ya veríamos quién se marchaba primero.
Poco después oí a Wagner al piano, tocando su marcha. Era majestuosa y
solemne, bastante bonita, pero la detesté. La tocó repetidamente durante toda la
tarde. Ni una sola vez tocó Franz su nueva composición: sólo esa maldita marcha,
una y otra vez, hasta que sentí ganas de gritar. Eran casi las siete cuando los oí subir,
riendo con ganas como ante algún chiste sólo comprensible para ambos, como dos
escolares vocingleros. Pocos minutos después Franz entró a mi habitación.
—¿Malhumorada todavía? —preguntó.
—¿De dónde has sacado que estuviera malhumorada?
Pasó por alto mi pregunta.
—Cenaremos a las ocho y media. Quería decírtelo.
—Muy amable de tu parte.
—Te veré abajo, querida.
Eran las nueve menos cinco cuando entré en el salón. Estaban esperando desde
hacía rato. Les sonreí con gracia y me disculpé por llegar tarde, explicando que había
tardado más tiempo del calculado en vestirme.
—Espero que el resultado sea satisfactorio —agregué.
Wagner gruñó, pero la mirada de Franz fue muy admirativa. Mi vestido, de rico
satén azul, era una prenda hermosa, sencilla, pero provocativa. Llevaba el pelo de
ébano recogido hacia atrás en un moño oval, los párpados sombreados en suave gris
azulado y el rosado natural de mis labios realzado con un tono más intenso.
—Estás encantadora, querida —comentó Franz.
—Gracias.
Él se había puesto un traje negro con chaleco blanco y corbata de seda del
mismo color. Wagner llevaba un traje marrón oscuro; el chaleco de satén blanco
estaba bordado con un diseño floral en negro y la corbata era de seda marrón. Ambos
lucían apuestos y distinguidos. La imitación que Wagner hacía de los modales de
Franz, su modo similar de vestir y el peinado idéntico subrayaba el parecido entre
ellos; podría pensarse que fueran hermanos.
—¿Pasamos al comedor? —dije.
Habían preparado una mesa para tres. Por doquier ardían velas altas; el mantel
era blanco como la nieve, cubierto de porcelana, cristal y plata brillantes. Franz me
ayudó a sentarme y se lo agradecí. Wagner gruñó de nuevo, nada feliz con el giro
que estaban tomando las cosas. Un camarero trajo el primer plato, una espesa sopa
de tortuga. Los ojos de Franz se iban llenando de alegría, mientras que los de su

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

amigo eran cada vez más sombríos.


—¿Has pasado bien la tarde, querida? —preguntó Franz.
—En realidad, sí —repliqué—. He leído la última novela de George, Lucrezia
Floriani. Acaban de publicarla y ella me envió un ejemplar a nuestro hotel de Dresde.
Trata de una actriz que se acerca a la edad madura y de su amante, un intelectual de
veinticuatro años, frágil, aferrado a ella, egocéntrico, que le despierta instintos
maternales. Comprendo bien por qué le preocupaba tanto la reacción de Chopin. Es
la historia de sus amores, apenas disimulada.
—Chopin —observó Wagner—. Un talento de menor cuantía. Todo dulces
melodías sin fuerza. Lo olvidarán dentro de diez años como máximo.
—No estoy de acuerdo —dije.
Wagner curvó los labios en una mueca despectiva, sacudiendo la cabeza como
si le divirtiera mi temeridad al expresar una opinión.
—Temo que tampoco yo, Richard —dijo Franz—. Federico tiene su propio
genio.
—Ha dejado que esa mujer lo destroce.
—Al contrario —repliqué—. Todo el mundo dice que George se ha dedicado a
él, cuidándolo como a un niño, permitiéndole todos los caprichos; le ha prestado
seguridad económica y con ella ha conocido la paz espiritual que tanto necesitaba.
De no haber sido por ella, probablemente habría muerto tuberculoso hace años. Al
menos habría dejado de componer.
—Veo que usted la admira —observó Wagner—. No me sorprende.
—Lo que dice Elena es cierto, Richard. George se ha sacrificado mucho por
Federico. Temo que él nunca aprecie del todo lo que ha recibido.
—A veces, Franz, me extraña el modo en que eliges tus amigos.
—También a mí, a veces —dije dulcemente, mirando a Wagner cara a cara.
Él me fulminó con ojos furiosos y yo sonreí. La mirada de Franz bailaba
divertida. Wagner mantuvo un pétreo silencio durante el resto de la cena, mientras
Franz y yo charlábamos de nimiedades. Pero cuando el camarero se llevó los platos
para poner un frutero sobre la mesa, Franz sacó el tema de la música: Lohengrin, por
supuesto.
—Aún mantengo que será imposible representarla, Richard —comentó—.
Tantas escenas, tanto espectáculo. Montarla costará una fortuna. No hay teatro
europeo que pueda sufragarla sin un patrocinador muy acaudalado.
—Tengo perfecta conciencia de ello —replicó Wagner—. Pero tal vez pueda
solucionarlo.
—¿Cómo?
—Karl de Baviera es un gran mecenas. Vino a Dresde a asistir a la presentación
de Tannhouser hace dos años y dicen que salió muy impresionado, tanto por la ópera
como por mi dirección.
Aburrida por el egocentrismo de Wagner y su charla, no había prestado mucha
atención, pero al oír mencionar al rey Karl me sentí inmediatamente interesada.
Recordé el rostro suave, los ojos tristes y la curiosa compasión que había sentido por

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

el hombre medio oculto en su palco, mientras yo bailaba para él.


Wagner prosiguió:
—Es muy fácil conquistarlo cuando se trata de alguna expresión artística. La
mitad de los pintores, escultores y compositores de Alemania habrían muerto de
hambre si no fuera por el buen rey Karl. Rara vez rechaza una petición de ayuda.
Hablaba con desdén, como si el rey fuera un pobre debilucho que debía ser
utilizado por hombres superiores como él, que condescendieran a emplear su
largueza. Wagner tomó un sorbo de vino, sonriendo, como si esperara una enorme
donación.
—Entiendo que ése es uno de los motivos por los que Baviera está tan
convulsionada —dijo Franz—. Los beneficiarios son muy felices por la generosidad
de Karl, pero Sturnburg se muestra muy disgustada y quiere acortar sus gastos.
—¿Sturnburg? —dije—. ¿Quién es?
—No es una persona, sino un Estado —me informó Wagner.
—Yo creía que Baviera era un reino independiente. ¿Qué problema pueden
causar a Sturnburg los gastos de Karl?
—Es una situación política muy compleja —dijo Franz—, pero tal vez te la
pueda explicar.
Extendió la mano hacia el frutero y cogió una pequeña ciruela que dejó sobre la
mesa.
—Baviera es una ciruela —explicó—, muy rica, muy jugosa, altamente
apetecible. Por desgracia es también muy pequeña y, como ves, carece de toda
protección.
Volvió a meter la mano en el frutero y sacó dos grandes manzanas, una roja y la
otra verde. Puso la verde a la izquierda de la ciruela y la roja a la derecha. La ciruela
pareció muy pequeña y vulnerable.
—Ésta —dijo él, señalando la manzana verde—, es Sachendorf, que limita con
Baviera hacia la izquierda. Sachendorf es un Estado agresivo y guerrero que desearía
anexionarse a Baviera. Hubiera ocurrido hace mucho tiempo, sin duda, de no ser por
Sturnburg —señaló la manzana roja, al otro lado de la ciruela—. Desde hace años,
Sturnburg ha proporcionado «protección» a Baviera. Karl ha dedicado su vida a la
construcción de palacios y parques, museos de arte, teatros y a establecer la
universidad, que es una de las mejores de toda Alemania.
Madame Schroeder había empleado palabras similares al hablarme de Karl y de
Baviera. Franz se sirvió otro poco de vino y lo sorbió antes de proseguir.
—No tiene ejército ni policía propia. Los gobernantes de Sturnburg se los han
proporcionado, incrementando gradualmente su número con el paso del tiempo. La
población de Baviera está compuesta sobre todo por estudiantes y artistas que han
emigrado a la Meca de la cultura creada por Karl. En este momento hay un número
casi igual de soldados de Sturnburg residiendo allí. Pronto los barracones superarán
a los alojamientos estudiantiles.
—Eso debe provocar grandes tensiones.
—Los estudiantes idolatran a Karl y le son muy leales. En cambio, se resienten

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

por la presencia de soldados «extranjeros» en Baviera; y los soldados, a su vez,


desprecian a los estudiantes. Con frecuencia se han producido choques, algunos
violentos.
—¿Y el rey no puede hacer nada?
—Karl gobierna Baviera, sí, pero cuanto hace recibe la estricta supervisión de
Sturnburg. Los gobernantes de ese país actúan como si cada centavo gastado por
Karl saliera directamente de sus arcas. Al proteger a Karl de Sachendorf, Sturnburg
se ha convertido en una amenaza aún peor.
—¿Lo amenazan?
—Todavía no, pero en cualquier momento perderán la paciencia, se apoderarán
de Baviera y echarán a Karl con cajas destempladas.
Franz hizo una pausa contemplando la ciruela y las manzanas.
—Claro que es más complejo. Hay ramificaciones internacionales demasiado
complicadas para que te las explique. Toda Europa está en estado de conmoción, y
cualquier movimiento contra Baviera podría desatar una cadena de estallidos que
sacudiría a todo el continente.
—Sturnburg debe saberlo.
—La mayor protección de Karl es el temor a las repercusiones, pero como te
digo, es probable que pierdan la paciencia. La situación se pone más tensa cada día.
—Karl es un tonto —dijo Wagner—. Es un endeble que ha atraído todos esos
problemas sobre su propia cabeza. No le tengo compasión alguna.
—Pero desearía que financiara su ópera —comenté.
—Con gusto. Sólo espero conseguirlo antes de que lo destronen.
—Su actitud me parece despreciable.
Wagner me dedicó una sonrisa condescendiente.
—Mi querida Elena, el fin justifica los medios. La gente seguirá aplaudiendo
Lohengrin mucho después de que Karl de Baviera se haya convertido en una oscura
nota al pie de los manuales de historia.
—Debe ser maravilloso tener tanta confianza en sí mismo.
—Quienes estamos especialmente dotados tenemos razones para confiar. Nos
apoyamos en nuestras cualidades, no en el periodismo escandaloso.
Cada vez me costaba más mantener mi actitud, pero me las compuse para
ignorar el comentario. Por un momento jugueteé con el pie de mi copa. Al fin me
levanté, alisando los pliegues de mi falda.
—Es una noche encantadora. Voy a pasear un rato por los jardines. ¿Quieres
acompañarme, Franz?
—Más tarde tal vez.
Los dos me observaron cuando salí de la habitación. Me complacía el modo
cómo habían resultado las cosas: Franz me había apoyado al defender a George y a
Chopin, y acababa de distraer su atención de Wagner el tiempo suficiente para
explicarme la situación política de Baviera. También me había elogiado por mi forma
de vestir. Decididamente, Herr Wagner había quedado en un segundo plano esa
noche.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Los jardines que rodeaban la posada estaban bañados por la luz de la luna; todo
era azul oscuro, gris ceniza y plata. Avancé lentamente por el sendero, disfrutando de
la noche y la fragancia de las flores. Podía oír el movimiento inquieto del los caballos
en el establo tras la posada, y un pájaro trinaba soñoliento en uno de los árboles. ¿Se
reuniría Franz conmigo? Permanecí en el jardín unos veinte minutos; comenzaba a
perder las esperanzas cuando lo vi descender los escalones de la galería.
—Es una noche hermosísima —dije cuando él se aproximó—. Nunca he visto
semejante claro de luna.
—Qué romántica eres, querida.
—No puedo evitarlo.
—Has sido muy dura con Richard esta noche.
—Lo encuentro insoportable.
—Dice que debería deshacerme de ti.
—¿De veras?
—Asegura que eres una mala influencia, que me impides hacer un trabajo
importante.
—¿Y qué?
—Me inclino a darle la razón.
Sonrió torcidamente, con los ojos oscuros llenos de picardía. Estaba de un
humor muy peculiar: burlón, irónico, desacostumbradamente sarcástico. Me volví
para contemplar el valle, un damero de luna y sombras. Pero sentía que me
observaba.
—Eres tan extraordinariamente bella, querida. Especialmente esta noche.
Supongo que no es por casualidad.
—En efecto, he elegido este vestido con mucho cuidado.
—¿Tenías algo pensado?
—Tal vez.
El pájaro volvió a gorjear y una suave brisa levantó un susurro entre las hojas.
Me volví con un suspiro. La sonrisa aún jugaba en sus labios, y tuve la sensación de
que estaba planeando alguna treta.
—El vestido, las sutilezas, ese suspiro… se diría que estás dispuesta para el
amor.
—Lo de anoche fue precioso, Franz.
—Conque es cierto, estás dispuesta para el amor. Tal vez también yo deba hacer
algo al respecto.
—Tal vez —respondí.
Lo miré un momento, con el desafío en los ojos, y al fin me marché caminando
hacia la galería. Franz no me siguió, pero confiaba en que subiría más tarde a mi
habitación.
Por pura cortesía tendría que pasar algo más de tiempo con Wagner, para
charlar y tomar un último coñac. Se haría tal vez la medianoche antes de que subiera.
Decidí escribir una carta a George, agradeciéndole el libro y diciéndole lo mucho que
me había gustado. Mientras cerraba el sobre escuché risas fuertes que venían desde la

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planta baja. Al mirar el reloj vi que ya era más de medianoche.


Apagué las lámparas, y la luz de la luna entró por el balcón hasta la habitación
por las maderas abiertas. Me desnudé y la seda de mi camisón crujió cuando me
tendí en el sillón de brocado esperando a Franz. Hubo otro estallido de risas, aún
más fuerte y cálido que el anterior. El reloj seguía su marcha. La una, la una y media.
Reverberaba la plata y las sombras se hacían más intensas. Cerré los ojos.
Me despertaron unos pasos en el pasillo. Me incorporé, y a la luz de la luna vi
que eran más de las cuatro. Se abrió la puerta. Sonreí al verlo entrar a la habitación y
cerrar la puerta; le salí al encuentro.
—Me dicen que estás dispuesta para el amor —dijo.
No era Franz. Era Wagner.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XXVI

Quedé completamente paralizada durante unos segundos. Al fin, a tropezones,


logré acercarme a una de las lámparas para encenderla y cuando volví para
enfrentarme a él el corazón me latía con violencia. Seguía mirando orgulloso, todavía
elegante en su traje gris y su chaleco de satén. La rabia me impidió hablar, pero
también estaba asustada. Los ojos le brillaban y no había duda acerca de sus
intenciones.
—Todo lo que se dice sobre tu belleza es muy cierto —comentó—. Lo garantizo,
eres hermosísima. Una puta, por supuesto, pero una hermosísima puta. Comprendo
que Franz se haya dejado hechizar de esa manera.
—Salga de mi habitación —le dije.
—Pareces perturbada, Elena. ¿Por qué? ¿No era esto lo que querías?
—Salga de aquí.
—Franz me ha asegurado que estabas dispuesta para hacer el amor. Ha dicho
que querías atenciones y que él, por su parte, estaba algo cansado. Fue a su cuarto
para dormir un poco, y yo me he comprometido gustoso a suplirlo.
—No creo que…
—Él me ha enviado. Franz y yo somos íntimos amigos, ¿sabes? Como
hermanos. Lo compartimos todo.
—¡Salga inmediatamente de mi habitación!
Wagner soltó una risa seca y se aproximó. Retrocedí hasta el tocador y agarré
fuerte mi cepillo de plata. Sus ojos oscuros brillaban de maliciosas intenciones. A la
luz de la lámpara su melena adquirió un intenso tono castaño rojizo; la cara era toda
planos y ángulos.
—Deberías sentirte halagada —dijo—. Algún día te vanagloriarás por haber
dormido una noche con Richard Wagner.
Y se acercó.
Con el cepillo bien apretado en la mano intenté golpear su sien, pero él levantó
la mano y apresó mi muñeca, retorciéndomela. Con una mueca, dejé caer el cepillo.
Me bajó la muñeca, retorciéndomela una vez más. El dolor subía por mi brazo.
Sonrió con los ojos llenos de satisfacción. Disfrutaba haciendo daño.
—Franz… Franz lo va a matar —susurré.
—Te digo que me ha enviado él. No quería que quedaras insatisfecha.
—¡No lo creo!
—Pregúntaselo tú misma… por la mañana. Pero deberás hacerlo en seguida,
porque nos marchamos a las diez. Franz y yo volveremos a Dresde uno o dos días, y
después haremos un viaje a pie juntos.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Miente.
—Me temo que no es así, Elena. Franz se ha decidido finalmente a dejarte. Es
algo que sin duda debió haber hecho hace varias semanas.
—¡Suélteme la muñeca!
—¿Asustada? —preguntó—. Creo que deberías sentirte muy feliz. En la cama
soy mucho mejor de lo que pueda serlo Franz en toda su vida.
Era alto, esbelto, flexible, con la nervuda fuerza que suelen tener los hombres
delgados. Sus dedos, aferrados a mi muñeca, eran como el acero. No había modo de
liberarme. Comprendí que debía mantener la calma, pero la furia y el pánico iban en
aumento y empecé a estremecerme interiormente.
—Esto me va a gustar —dijo—. La primera noche que te vi ya te deseaba.
Hubiera querido sacarte a rastras del palco y gozarte en el suelo, como lo haría con
cualquier otra ramera.
—¡Usted es despreciable!
—Y te hubiera encantado. Habrías dejado a Franz al segundo siguiente a mi
primera señal. Se lo dije, pero él se rió. Si yo hubiera querido apartarte de él…
Le di un puntapié cruelmente en la espinilla. Entonces gritó, soltándome la
muñeca. Intenté escapar a toda velocidad, pero era demasiado rápido, demasiado
ágil. Me atrapó y me encerró entre sus brazos. Luché con violencia, pero sólo
conseguí excitarlo más. Su brazo me estrechó por la cintura; arqueándome hacia
atrás, apretó sus labios contra los míos. Me debatía, golpeándole la espalda con los
puños, pero me sentía cada vez más sujeta. Me obligó a abrir la boca y sentí su
lengua. Estremecida, seguí luchando.
Alcé las manos, lo agarré por el pelo y tiré de él con todas mis fuerzas. Me soltó
bruscamente y me pegó en la cara con tal fuerza que retrocedí tambaleándome hasta
caer sobre la cama. Mientras intentaba levantarme, Wagner se desabrochó los
pantalones, me arrojó hacia atrás y alzó mi camisón violentamente. Luché. Me
defendí durante unos minutos hasta que Wagner, riendo, volvió a abofetearme.
Entonces comprendí que era inútil resistirme, que sólo empeoraba las cosas. Era
demasiado fuerte para que yo pudiera evitar la violación.
—Así está mejor —gruñó, al notar que dejaba de retorcerme.
Me apretó brutalmente los pechos, con los dientes al descubierto y los ojos
relampagueando fuego. Me abrió las piernas y me poseyó, profundizando con un
poderoso impulso. Lo soporté sin pelea, intentando romper el ritmo, y eso lo
enfureció. Trató con todas sus ganas de conseguir una respuesta, utilizando su
virilidad como si fuera una espada, con pasión, aplastándome con el peso de su
cuerpo.
Con expresión decidida y ojos salvajes, siguió pujando. Lo imaginé en el acto de
dirigir una de sus oberturas; podía oír mentalmente el redoble de los tambores y el
tronar de los címbalos a medida que su música se tornaba más alta, más áspera, hasta
que al fin se puso tenso, rígido el cuerpo en ese instante de suspensión; se estremeció
al brotar de él la fuerza vital y cayó sobre mí, laxo, exhausto y pesado. Encogí el
cuerpo, tratando de soportarlo. Un momento después se retiró y se puso en pie,

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

ajustándose los pantalones.


Sin moverme de la cama, lo contemplé mientras se acercaba al espejo para
arreglar el ruedo de su chaleco y alisar las solapas de su elegante traje gris. Jugueteó
un instante con la corbata y, por último, satisfecho de su aspecto, se volvió para
mirarme a la cara. Con los labios curvados en esa eterna sonrisa sarcástica, sacó de su
bolsillo un puñado de billetes y los arrojó sobre la cama.
—He disfrutado más con prostitutas vergonzosas que trotaban las calles a
medianoche —me espetó—. Tu falta de talento en la cama sólo es comparable a tu
falta de talento en el escenario. Te sugiero que busques otro oficio.
Al fin se marchó. Entonces pude cerrar los ojos y traté de reponerme. Pocos
minutos después había reunido suficiente fuerza como para ponerme la túnica y
bajar las escaleras. Desperté a Hilde, la doncella regordeta y rubia, y le dije que
necesitaba un baño caliente con urgencia. Asintió, semidormida, y quince minutos
después me encontraba sentada en una bañera de agua humeante, restregándome sin
pausa. Cuando volví a mi dormitorio ya brillaba el sol. Me sequé el pelo con una
toalla y me senté para cepillarlo con fuerza hasta hacerlo crujir, descargando mi odio
en cada golpe.
Lo recogí hacia atrás en un moño suelto y empecé a vestirme. Cuando Hilde me
trajo la bandeja con el desayuno le di las gracias y me esforcé para beber varias tazas
de café bien caliente. Al mirar el reloj vi que ya eran casi las nueve.
Caminé rápidamente por el pasillo hasta las habitaciones de Franz y abrí la
puerta sin molestarme en llamar. No estaba en la sala, pero la puerta de su
dormitorio se encontraba abierta y lo vi inclinado sobre una de sus maletas,
asegurando el cierre. Alzó los ojos y no pareció sorprenderse al verme. Quitó la
maleta de la cama, la dejó en el suelo y salió a la, salita.
—¿Todo preparado? —pregunté.
—Casi.
—¿Entonces es cierto?
—Sí, me voy.
—Con Wagner.
Franz asintió, inexpresivo el rostro. La luz del sol entraba a torrentes por las
ventanas. La habitación estaba decorada en tonos de blanco, gris y azul; una hilera de
encantadores platos Wedgewood en azul y blanco adornaban la repisa, y había una
caja del mismo estilo sobre la mesa, frente al sofá de terciopelo gris. La alfombra era
de color azul oscuro y las paredes estaban pintadas de un blanco brillante. Observé
esos detalles con extraña objetividad, intentando no creer lo que ocurría.
—Era inevitable, Elena —dijo—. Debimos habernos separado hace tiempo.
—Sí.
—Pareces muy tranquila, querida.
—Jamás en mi vida lo estuve tanto.
—Me alegro de que lo tomes así.
Hubo un momento de silencio en el que nos miramos fijamente. En seguida me
acerqué a él, eché un brazo hacia atrás y lo abofeteé en la cara, tan fuerte que estuve a

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

punto de romperme la muñeca. Franz ni siquiera parpadeó. Di un paso atrás, con la


palma de la mano ardiendo.
—¿Satisfecha? —preguntó.
—No del todo.
—¿No?
—Tú lo enviaste a mi habitación, ¿verdad?
—Creía que te divertiría.
Volví a abofetearlo, esa vez con más fuerza. Hizo una mueca, pero no intentó
detenerme. Retrocedí, frotándome la muñeca. El lado derecho de su rostro había
adquirido un color rosado brillante. Me acerqué a la mesa, cogí la caja Wedgewood y
la arrojé contra la pared. Se estrelló cual si fuera un explosivo.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó.
Giré en redondo y, cogiendo uno de los platos de la repisa, lo arrojé también
contra la pared. Hizo aún más ruido. Cogí otro más y también lo estrellé. Iba por el
quinto cuando se abrió la puerta y entró apresuradamente el propietario,
horrorizado, balbuceando palabras inconexas en alemán. Entonces le arrojé un plato.
Se cubrió la cabeza con los brazos, agachándose, pero Franz, con su sonrisa irónica, le
dijo que pagaría los daños. El dueño balbuceó algo más y salió corriendo. Destrocé
los platos restantes y, en seguida, para completarlo, arranqué el perchero de la pared
y lo lancé al otro lado de la habitación.
—Admirable trabajo —dijo Franz—. ¿Has terminado ya?
—Todavía no.
Tenía el pecho agitado. Tomé aliento intentando dominarme. Franz me
observaba con ese maldito aire divertido en los ojos. Aparté un mechón de pelo de mi
frente, me dirigí hacia él y cogí un delicado florero. Con los pies bien plantados en la
alfombra, se lo estrellé en la cabeza con todas mis fuerzas. Ahogó una exclamación y
estuvo a punto de perder el equilibrio.
—Ahora sí; ya he terminado —dije.
Y abandoné la habitación, segura de que, si no lo hubiera dejado sin aliento,
habría estallado en una nueva carcajada. Ya en mi cuarto me senté, echando chispas,
y tomé otra taza de café esperando tranquilizarme. Aunque me avergonzaba de mi
conducta, aquello había sido maravillosamente satisfactorio. Sólo lamentaba no
haber tenido fuerzas para pegarle con más violencia. Media hora después oí un
golpear de cascos en el camino, frente a la posada. Al salir al balcón que el cochero de
Wagner estaba amontonando maletas en el coche abierto.
Un momento después Franz y Wagner se dirigían, ambos muy alegres, hacia el
carruaje que los esperaba. Franz dijo algo que no pude oír, y Wagner le dio unas
palmaditas en la espalda, riendo con ganas. Mi rabia volvió a hervir como en el
principio. Mientras los dos hombres tomaban asiento en el carruaje, el cochero trepó
al pescante y cogió las riendas. Los caballos piafaban, impacientes por partir.
Como sí pudiera sentir la intensidad de mi mirada, Wagner se volvió y alzó los
ojos. Al verme en pie ante la balaustrada dio un codazo a Franz y levantó el brazo en
un alegre saludo. Sobre uno de los postes que sostenían la balaustrada había una

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

pesada maceta con geranios rojos. La levanté, sonriendo al ver que la expresión de
Wagner abandonaba la burla sarcástica para pasar a un verdadero terror. Alzó los
brazos sobre su cabeza en el momento en que yo arrojaba el tiesto. Aterrizó
directamente sobre él, rompiéndose en innumerables fragmentos. De no haber sido
por la protección de sus brazos, probablemente le habría fracturado el cráneo. Los
caballos, asustados por el ruido, partieron al galope, y el cochero estuvo a punto de
caer del pescante. Mientras el carruaje salía dando botes por el camino, vi que
Wagner cepillaba frenéticamente los restos de tierra y las hojas de geranio que tenía
en la cabeza y los hombros.
Volví a entrar y pasé el resto de la mañana haciendo mis maletas. Era un trabajo
que llevaba mucho tiempo. ¿Por qué viajaba siempre con tantos vestidos? Hubiera
deseado que Millie estuviera allí para ayudarme y poder escucharme. Me moría por
lanzarme en una larga carrera contra Franz y Wagner, pues aún ardía de furia. Rogué
que el carruaje volcara en uno de los pasos montañeses, que adquirieran alguna
enfermedad espantosa, que fueran muy, pero muy felices juntos los dos. ¡Se merecían
mutuamente!
Al cerrar la última maleta se oyó un tímido golpe a la puerta y la regordeta
Hilde entró a la habitación, con los ojos azules dilatados de nerviosa curiosidad.
—¿Quiere-el-almuerzo? —preguntó en un inglés, con un tartamudeo.
—No, gracias, Hilde. No tengo hambre.
—¿Usted también-se-va?
Asentí.
—Hilde, le agradecería que comprobara si… si el señor Liszt ha abonado mi
cuenta. Y ¿podría hacer que alguien me condujera en coche hasta la estación de
ferrocarril más próxima?
—Ja —dijo.
Cuando Hilde se retiró solté un suspiro. De repente me asaltó una idea horrible:
no tenía casi dinero. Nunca había aceptado un centavo de Franz, pero él pagaba
todos nuestros gastos. El poco dinero con que contaba estaba en un banco de París, y
ni siquiera tendría bastante para alquilar un coche y pagar el pasaje hasta París.
Estaba perdida. Y después de mi demostración en la habitación de Franz no era
probable que el propietario me otorgara crédito. Con las mejillas del color de la
ceniza, me dejé caer en una silla; en seguida vi el lado humorístico de la situación y
reí para mis adentros.
«Bien, Elena, esta vez sí que te has metido en un lío gordo —pensé—, y tú eres
la única culpable. Ya verás cuando los periodistas se enteren… ¡Y no dejarán de
enterarse!»
Pasé largo rato así, experimentando un notable buen humor sobre todo el
problema. Al recordar la expresión horrorizada de Wagner volví a reír. De pronto me
descubrí pensando en Anthony; él hubiera apreciado la situación con algún
comentario ridículo, descabellado, e inmediatamente habría tomado aires de patrón.
Oh, los hombres. Qué joyas me había buscado yo. «Heme aquí —pensé—, la
seductora más celebrada de dos continentes, una aventurera tempestuosa y

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mercenaria que, se supone, enloquece a los hombres, sin un centavo, perdida en una
solitaria posada alemana junto a la Selva Negra.» Y no había ningún salvador a la
vista. Me pregunté qué iba a ocurrir. No tuve que esperar demasiado.

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Capítulo XVII

Pasé el día entre el alivio y la desesperación. Al caer la tarde oí que llegaba un


carruaje y me asomé al balcón a tiempo para ver que un joven descendía del coche y
se dirigía hacia la entrada. El carruaje estaba cerrado; era un hermoso vehículo de
caoba, arrastrado por cuatro caballos blancos como la nieve, con plumas rojas sujetas
a la cabeza. En el lado que yo podía ver había una elegante cimera dorada y blanca, y
sobre las ventanillas colgaban cortinas de terciopelo negro. El cochero sentado en el
pescante lucía una inmaculada librea blanca, adornada con abundantes galones
dorados. Me sentí muy impresionada.
Pocos minutos después Hilde volvió a llamar a mi puerta; cuando entró, sus
mejillas estaban encendidas de entusiasmo. Empezó a hablar apresuradamente en
alemán, con grandes gestos, y tardé algún tiempo en tranquilizarla lo suficiente para
poder comprender que un joven francés estaba en la sala y solicitaba verme. Era muy
atractivo, le había sonreído muy amable y había llegado en un carruaje magnífico
que parecía salido de un cuento de hadas. Ella nunca en su vida había visto uno así
ni sabía quién era, pero tenía que ser alguien muy importante y también muy rico.
—¿Quiere verme a mí?
Ella asintió vigorosamente, con un bamboleo de sus trenzas.
—Ja, ja —exclamó, y en seguida se lanzó con otra entusiasta charla en alemán,
mientras yo la sacaba suavemente de la habitación.
No tenía idea de quién podía ser él, pero le haría esperar un rato, porque mi
cara y mis cabellos precisaban un urgente arreglo. Por fortuna aún no había
guardado mis cosméticos, de modo que me senté ante el tocador y pasé veinte
minutos rehaciendo el peinado y aplicando un poco de maquillaje. Cuando hube
terminado me levanté y, acomodando los pliegues de mi falda, me sentí feliz de
haber elegido ese traje precisamente: una tentadora creación del color del espliego,
con rayas negras, que no era tan deslumbrante como el resto de mi ropa.
Llena de curiosidad, pero compuesta, bajé la escalera. El joven estaba de pie
ante la repisa, de espaldas a mí cuando entré al salón. Era muy alto y delgado; su
pelo espeso y abundante, de un tono castaño muy claro, casi plateado, se ondulaba
profusamente. Al oír el susurro de mi falda se volvió con una sonrisa. Entonces
comprendí por qué Hilde había quedado tan alterada: era verdaderamente atractivo.
Tendría tal vez veinticuatro años; claros ojos azules, una perfecta nariz romana y
labios plenos, curvados. Lucía un profundo hoyuelo en la barbilla y pómulos altos,
aristocráticos, con las mejillas algo ahuecadas por debajo. Sus pestañas eran espesas,
y las cejas, de un castaño plateado, mostraban una bella curva.
—¿La señorita López?

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Asentí y él sonrió. Fue una sonrisa encantadora. Me conquistó inmediatamente;


parecía un joven cortés y amigable, esencialmente tímido, sospeché, y bastante
ignorante de su propia belleza. Calzaba botas negras, vestía traje azul oscuro y
chaleco de satén celeste bordado con un diseño floral negro y azul, con corbata de
seda negra. Fuerte y viril, había en él una gentileza innata que resultaba refrescante.
—Phillipe Du Gard, mademoiselle —dijo, haciendo una reverencia—. He venido
desde Baviera para secuestrarla.
—¿Sí?
—Tengo órdenes de llevarla por las buenas o por las malas. Estoy dispuesto a
ponerle una mano sobre la boca y llevármela a rastras si fuera necesario. Sin
embargo… —Phillipe Du Gard sonrió una vez más, con un travieso brillo en los ojos
—. Confieso que nunca hasta el momento he secuestrado a nadie.
—Estoy segura de que lo haría muy bien.
Había algo brillante en él, un esplendor juvenil que era, a un tiempo, triste y
conmovedor. Irradiaba un aire de inocencia e idealismo. Aunque parecía tener uno o
dos años más que yo, me hacía sentir terriblemente mundana y llena de experiencia.
—Será mejor que me explique —prosiguió—. Su alteza real, el rey Karl de
Baviera, acaba de terminar un magnífico teatro nuevo, todo blanco, oro y terciopelo
rojo. Está muy orgulloso de su obra y su deseo es que usted sea la primera en actuar
allí.
—Me siento muy halagada.
—Cuando la vio bailar en Bonn, según dice, quiso que usted inaugurara ese
teatro. Ha prometido expulsarme con cajas destempladas si no regreso con usted.
—¿Cómo ha sabido usted dónde debía buscarme? —pregunté.
—El rey en persona me dijo que viniera aquí —replicó, como si eso lo explicara
todo—. Me dio instrucciones precisas.
—Comprendo.
—Dijo que usted estaba con Liszt y que tal vez no quisiera acompañarme.
—Liszt y yo no estamos… juntos.
Phillipe sonrió.
—Bien —dijo—. Después de todo, tal vez no sea necesario raptarla. Quizá
quiera venir por propia voluntad.
—Es posible.
—No me gustaría en absoluto verme obligado a emplear la fuerza. Pero podría.
Antes castigaba a mi hermano menor al menos una vez por semana. Era un pesado;
me perseguía todo el día como un moscardón.
—No lo golpearía de veras, ¿o sí?
—De veras. Al menos una vez por semana.
Era un joven encantador; dulce, apuesto, no manchado aún por la fealdad del
mundo. Despertaba en mí sentimientos tiernos, haciéndome desear ser aún aquella
jovencita inocente que había vagado por los páramos de Cornwall con el corazón
lleno de sueños y de ilusiones.
—El viaje hasta Baviera es largo —me informó—. Si partimos inmediatamente

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

deberemos seguir hasta el oscurecer, pasar la noche en una posada y proseguir


mañana, durante casi todo el día. Pero hay paisajes hermosos que no la aburrirán.
—No lo pongo en duda.
—¿Vendrá por las buenas o prefiere que use la fuerza?
Sonreí, absolutamente encantada por Monsieur Phillipe Du Gard, el salvador
más delicioso que hubiera podido imaginar.
—No creo que la fuerza sea necesaria —respondí.

El cielo, un pálido toldo azul, se extendía sobre espectaculares paisajes


montañeses mientras el carruaje ascendía por otro camino peligrosamente empinado.
Al mirar por la ventanilla vi hermosos picos a lo lejos, cubiertos de verde y
salpicados de rocas blancas y grises; a medio metro del camino se abría un precipicio.
El coche se estremeció, sacudiéndose sobre las ballestas, y no pude evitar sentirme un
poco nerviosa. Phillipe me observaba con una sonrisa algo burlona.
—No caeremos —me aseguró.
—¿Y sí en este momento se saliera una de las ruedas? Nos precipitaríamos por
el borde y rodaríamos cientos de metros. Es una suerte que usted no me hablara ayer
sobre los pasos de la montaña, Phillipe. Si lo hubiera sabido jamás lo hubiera
acompañado.
—Sí, lo habría hecho. Atada y amordazada.
—Y pataleando furiosamente —agregué—. Mire, hay una nube allí. Parece que
pudiera tocarse con sólo estirar la mano. Pero no haré la prueba; no me atrevo a
asomarme por la ventanilla por temor a que el coche pierda el equilibrio.
Phillipe rió, divirtiéndose tanto como yo. Era un maravilloso compañero de
viaje, amigable, atento y muy agradable a la vista. Pasamos la noche en una cómoda
posada, y él lo dispuso todo de antemano; habitaciones limpias y abrigadas para
cada uno de nosotros, incluido el cochero, y una opípara cena para Phillipe y para
mí: caviar, paté, champán en un cuenco de plata.
Nos quedamos charlando hasta después de medianoche; él me contó cómo,
siendo francés, había llegado a ocupar un puesto en la corte de Baviera. Phillipe
había asistido a la universidad del reino y había quedado prendado. Por intermedio
de varios amigos, el rey había llegado a conocer los sentimientos de Phillipe por
Baviera; inmediatamente lo mandó llamar y le ofreció un pequeño puesto en su corte
después de su graduación, cosa que él aceptó con sumo placer.
El carruaje dio otro tumbo impresionante.
—Espero que éste sea el último —dije.
—Dentro de muy poco se nivelará el camino y acabarán los precipicios y las
curvas cerradas. Baviera está situada en un valle amplio y encantador, que se abre en
la cima de las montañas. Está completamente rodeada de picos y tiene seis lagos
centelleantes.
—Le gusta Baviera, ¿verdad?
—Tiemblo con sólo pensar en dejarla.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—¿Y tiene que hacerlo?


—No dudo que mi padre acabará ganando la batalla. Como siempre.
Phillipe había crecido en Turena, donde su padre, el marqués Du Gard, poseía
un castillo grande y antiguo, rodeado de bosques. En su infancia, Phillipe había
nadado desnudo en el Loira; trepaba a los árboles para coger nidos de pájaros y era el
pequeño capitán de una ruidosa banda compuesta por los hijos de los arrendatarios.
Al llegar a la adolescencia dejó de fingirse pirata o indio para desarrollar su interés
por la música y la poesía, para desilusión de su padre, quien hubiera deseado que
dejara de perder el tiempo y aprendiera a gobernar la propiedad. El marqués Du
Gard se había opuesto desde el principio a que Phillipe asistiera a la universidad de
Baviera y ahora exigía que volviera a Turena.
—¿Tiene algún amor en Baviera? —pregunté.
Un suave color rosado tiñó sus mejillas.
—Ningún amor —respondió.
—¿Ni siquiera una camarera de mejillas encendidas? —lo atormenté—. Dicen
que las muchachas que trabajan en las cervecerías son muy guapas.
—Paso muy poco tiempo en las cervecerías.
Sonreí al ver que Phillipe se apartaba una onda de pelo castaño de la frente. Mi
primera impresión había sido correcta. A pesar de sus modales y su tendencia a
vanagloriarse ligeramente, Phillipe era esencialmente tímido y mucho más sensible
de lo que se podía esperar.
—Puede volver a mirar por la ventanilla —dijo—. El precipicio ha quedado
atrás y nos dirigimos hacia el valle. Dentro de media hora tendrá una maravillosa
vista de Baviera.
—¿Es tan tensa la situación política como me han dicho?
Phillipe frunció el ceño, reacio a discutir el tema.
—Se han producido algunos choques entre los estudiantes y los soldados de
Sturnburg —concedió—. Sturnburg está haciendo exigencias ilógicas al rey y trata de
imponer restricciones, pero usted no tiene de qué preocuparse. Le hablaré de su
palacio.
—¿Voy a tener un palacio?
—Bien, es algo pequeño —se apresuró a agregar, casi como pidiendo disculpas
—. Su Majestad lo ha destinado para usted. Es de mármol blanco, de dos plantas, con
jardines preciosos. Por dentro es todo blanco y dorado, con arañas de cristal,
exquisito mobiliario francés y cortinajes de terciopelo plateado. El rey lo hizo
redecorar especialmente para usted.
—Es… toda una sorpresa.
—Puso a los decoradores a trabajar nada más regresar de Bonn. Ha rebautizado
al palacio con el nombre de «Chez Elena». Cuenta con todo el personal de servicio
necesario: cocinero, mayordomo, lacayos y doncellas. Su Majestad quiere que usted
se encuentre muy cómoda.
Guardé silencio, pensando en el rey de los ojos tristes y en todos los
preparativos que había hecho para mi llegada. Phillipe también guardó silencio, y

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

poco después el carruaje tomó una curva, permitiéndome ver por primera vez el
diminuto reino de Baviera, increíblemente hermoso a la distancia; su capital parecía
iridiscente a la luz del sol ya bajo. Suntuosos palacios lanzaban reflejos reverberantes
sobre los lagos y las lagunas, rodeados por un paisaje lujurioso de árboles y jardines.
La universidad era un vasto complejo de edificaciones casi tan ornamentadas como
los palacios. Un arroyo centelleante, salpicado de puentes, serpenteaba por las calles
de la ciudad.
—Es hermoso —dije.
—Mucho mayor de lo que parece desde aquí —me informó Phillipe—. Hay
aldeas apartadas y fértiles campos de cultivo en el valle. Baviera es muy rica y goza
de una posición estratégica.
—No veo los barracones —dije, mientras el carruaje tomaba otra curva que
ocultó a Baviera de nuestra vista.
—Están detrás de la ciudad, ocultos por arboledas. El rey se negó a permitir que
Sturnburg construyera cuarteles dentro de la ciudad. No son muy bonitos.
—Lo imagino.
Volvimos a quedar en silencio, en tanto el coche descendía hacia el valle,
pasando por ricos campos donde pastaba el ganado y por pequeñas aldeas
pintorescas; jóvenes saludables y robustos, mujeres fornidas y sonrosadas se detenían
para saludar al carruaje real, pensando tal vez que el rey iba dentro. Ya estábamos en
el valle; había granjas y sembrados a cada lado, y la ciudad estaba tres millas más
adelante. El camino se ensanchó, convirtiéndose en una amplia avenida bordeada de
altos y graciosos olmos; pronto estuvimos circulando por la capital, entre comercios y
cafés, sobre puentes de piedra.
Me sorprendió un ruido fuerte, atronador. Phillipe sonrió y, al asomarse a la
ventana, vi que una multitud de jóvenes abandonaban las mesas de una cervecería
para correr hacia el coche. Gritaban, saludaban con el brazo y seguían el carruaje
alegremente, en número cada vez mayor. De no haber sido por su obvio buen humor
me habrían aterrorizado.
—¿Qué… qué gritan? —pregunté.
—Elena —respondió Phillipe—. Bravo. Elena.
—¿Pero cómo sabían que yo…?
—Todo Baviera sabe que he ido a buscarla. Los estudiantes la esperaban y al ver
el carruaje adivinaron que usted venía dentro. Cuando se pongan a la venta las
entradas para su presentación probablemente echarán el teatro abajo para
conseguirlas.
—Son apasionados, sin duda.
—Los estudiantes necesitan un ídolo, y usted es el de ellos. Usted representa la
libertad, la liberación de las tontas convenciones. Ha tenido la osadía de desafiar al
mundo burgués, de vivir una existencia audaz y colorida, rompiendo todas las
normas, eligiendo a voluntad. Por eso la adoran.
Phillipe abrió la ventanilla para que pudiera asomarme. En cuanto lo hice, el
rugido fue atronador. Los estudiantes rodearon el carruaje como un enjambre de

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abejas, corriendo a la par de los caballos, entre tumultuosos vítores. Me inspiraba una
gozosa alegría contemplar tantas caras jóvenes y brillantes que gritaban mi nombre.
Me hubiera gustado tener flores para arrojarles, pero a falta de ellas les envié besos, y
gritaron aún más. Al final el carruaje cruzó un puente angosto y los estudiantes
quedaron atrás, imposibilitados de mantener el paso. Phillipe sacudió la cabeza,
mientras me acomodaba sobre los almohadones.
—Baviera le va a encantar —me prometió.
—Nunca he recibido una bienvenida semejante. Junto a ellos, los estudiantes de
Oxford y Cambridge parecen decididamente recatados.
Mientras cruzábamos la ciudad reparé en la presencia de serios soldados,
vestidos con uniformes blancos y verdes, adornados los cascos con rígidas cimeras
rojas. Se paseaban arrogantes; algunos permanecían en los cafés al aire libre, mirando
el carruaje con ojos sombríos. Pasamos junto a parques y museos; circundamos uno
de los pequeños lagos azules y vimos un campo de maniobras donde otros soldados
cabalgaban en formación, montando espléndidos caballos castaños. Aún
entusiasmada por la recepción de los estudiantes, presté poca atención a esos
hombres corpulentos y uniformados. Entramos a unos suntuosos jardines próximos
al lago mayor, y tomamos un camino circular antes de detenernos frente a Chez
Elena.
Mientras Phillipe me ayudaba a bajar del carruaje, observé maravillada aquel
pequeño palacio. Era aún más hermoso de lo que había imaginado; sus mármoles
blancos despedían destellos a la luz del sol; había fuentes burbujeantes y abundancia
de rosas. El palacio se encontraba situado a la orilla del lago, y al otro lado, sobre el
agua, pude ver el castillo real, un edificio majestuoso e inmenso que desplegaba su
esplendor, blanco y oro, con elegantes escalinatas y graciosas galerías extendidas a
cada lado de la estructura principal.
—¿Qué le parece su nuevo hogar? —preguntó Phillipe.
—Estoy… anonadada.
—Hay sólo veinte habitaciones —se disculpó, conduciéndome hacia la magna
escalinata.
—¿Sólo veinte? —me burlé.
—La sala es enorme, perfecta para recepciones, y el salón de baile grandioso.
—Siempre he querido tener mi propio salón de baile.
El personal doméstico estaba reunido en el vestíbulo para saludarme; el
cocinero sonreía ampliamente, tocado con su gran gorro blanco; el mayordomo, muy
serio, de negro; había seis lacayos muy sobrios de librea azul oscura, y cinco
doncellas con vestidos negros y delantales blancos almidonados. La sexta, una joven
delgada de ojos azules soñadores y largo pelo cobrizo, estaba vestida de seda color
violeta. Phillipe me presentó a cada uno, y entonces supe que la muchacha de ojos
azules, Minne, hablaba perfectamente el francés y sería mi doncella.
El mayordomo despidió a los sirvientes y Phillipe me mostró la casa, tan
complacido como un niño que exhibiera su juguete nuevo. Cada habitación era más
espectacular que la anterior; los techos presentaban exquisitos artesonados, cuyos

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diseños estaban laminados en oro; también las paredes tenían paneles de oro
laminado. Magníficas arañas lucían sus caireles de cristal centelleante, y los mismos
caireles adornaban los candelabros de pared dorados. Los ricos cortinajes de
terciopelo y los tapizados del elegante mobiliario francés se veían realzados por el
tono violáceo y el gris plateado que dominaban en todo el palacio. Una graciosa
escalera en espiral subía hasta la planta alta, con barandillas blancas y alfombrada en
azul intenso. Phillipe me condujo al piso alto, hasta la puerta de mi habitación.
—Supongo que estará cansada —dijo—, y debo presentarme al palacio para
informar a Su Majestad.
—¿Cuándo lo veré?
Phillipe vaciló un momento antes de responder.
—El rey es… muy tímido, especialmente ante las mujeres hermosas. No se
desilusione demasiado si no lo ve en seguida. Tal vez pasen varios días antes de que
la envíe a buscar. Yo regresaré esta tarde para analizar los arreglos de su actuación.
—¿Le gustaría cenar conmigo?
—Sería un honor.
Volvió a dedicarme esa adorable sonrisa y se marchó, con una reverencia cortés.
Pasé al dormitorio. En las ventanas había cortinajes azules y la alfombra, de un tono
celeste muy claro, era mullida y espesa. La graciosa cama blanca estaba cubierta por
un dosel de seda celeste y satén azul intenso; la colcha tenía el mismo tono azulado.
Altos ventanales abiertos conducían a un balcón semicircular con balaustrada de
mármol blanco. Salí a él para contemplar los jardines y el castillo real al otro lado del
río.
Me resultaba difícil creer que el día anterior estaba sentada en una silla de la
posada, preguntándome cómo pagar un pasaje en tren. Eso parecía estar ya a varias
semanas de distancia, y Franz y Wagner formaban parte del pasado. Habían ocurrido
muchas cosas, y con increíble prontitud. ¿Me encontraba de verdad en ese pequeño y
maravilloso reino, de pie en el balcón de mi propio palacio? Sentía una extraña
desorientación, como si estuviera sumida en medio de un sueño encantador y fuera a
despertar a la realidad en cualquier momento. Suspirando, volví al interior y recorrí
la habitación con la mirada como para decidir si era realidad o parte del sueño. Aún
estaba aturdida cuando Klaus, uno de los lacayos, entró con la primera de mis
maletas; Minne apareció minutos después para ayudarme a colocar las cosas. Minne,
de diecisiete años, tímida, recatada, era tan eficiente como guapa, una niña
encantadora de ojos soñadores, que se ruborizó y los bajó cuando el fuerte y atractivo
Klaus regresó con el resto de mi equipaje. Sospeché que había un romance en flor, y
esa sospecha quedó confirmada cuando, al salir Klaus, Minne lanzó un suspiro
melancólico.

Después de colocar mis vestidos, exploré el palacio más a fondo, me di un baño


largo y elegí un vestido para esa noche. Aunque todavía era demasiado temprano
para esperar a Phillipe, comencé a vestirme. Me puse un traje de seda color rosado

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intenso con un escote provocativamente amplio y mangas que dejaban los hombros
al descubierto. Minne demostró ser sumamente hábil para los peinados y recogió mis
rizos de ébano en un moño escultural, con una rosa blanca sobre la sien. Me levanté
para mirarme al espejo.
—Gracias, Minne —dije—. Has hecho un trabajo maravilloso; eres una joya. Y
tengo la sensación de que Klaus piensa lo mismo.
Se ruborizó y de nuevo bajó los ojos. Sonriendo, le dije que me pasearía por los
jardines y que no volvería a necesitarla esa noche. Se retiró con una reverencia, tal
vez para buscar a su atractivo lacayo, y yo bajé a los jardines. El sol poniente
salpicaba el lago con centelleantes destellos de plata y oro, y el cielo claro se iba
oscureciendo poco a poco. Bajé por los pulcros senderos, aspirando la fragancia de
las rosas, mientras las fuentes cantaban su suave melodía.
Era todo tan bello, tan sereno… Las sombras empezaban a estirarse como rollos
de terciopelo azul oscuro, y una dulce brisa vagaba sobre el agua, provocando suaves
ondulaciones. Al otro lado del lago el extenso palacio se vio bañado en oro oscuro
durante algunos segundos; en seguida el sol desapareció, dejándolo amortajado en
sombras que pasaban del gris al purpúreo. Me dirigí por otro sendero pensando en
los estudiantes que me habían otorgado tan calurosa bienvenida; y en Phillipe, tan
joven, tan cortés. Pero sobre todo pensaba en el tímido, enigmático rey que había
convertido a Baviera en tal maravilla de belleza y cultura.
El rey Karl tenía cuarenta y seis años y era un hombre muy reservado, que huía
de toda pompa y ceremonia; rara vez se mostraba en público. Dedicaba su vida al
arte, la arquitectura y la universidad. Aunque era bien conocido su amor por las
mujeres bellas, permanecía soltero, sin pensar siquiera dar al reino un heredero. Me
pregunté por qué, pero lo mismo se preguntaba toda Europa. Su celibato
representaba un misterio que llevaba a múltiples especulaciones. La gentileza y la
generosidad de Karl eran bien conocidas, pero el hombre en sí era una incógnita.
Al regresar hacia el palacio oí que un caballo venía galopando por el camino.
Me pregunté quién podía ser, pues aún era temprano para la visita de Phillipe, quien
de cualquier modo vendría en coche. El caballo se detuvo. Se oyó una orden breve y
seca, y ruido de botas en los escalones. Cuando entré al vestíbulo, Otto, el
mayordomo, estaba saliendo del pequeño recibidor. Parecía perturbado, pero al
verme irguió los hombros y tomó de nuevo su actitud impertérrita para informarme
que un tal capitán Heinrich Schroder deseaba verme y esperaba en el recibidor.
—Gracias, Otto. Espere un momento y hágale entrar al salón. Después puede
traer un poco de coñac.
Otto asintió y yo me dirigí al salón, suntuosamente decorado. El capitán
Heinrich Schroder. ¿Por qué venía a visitarme un militar? Tuve la sensación de que
no era sólo una visita amistosa para darme la bienvenida a Baviera. Me acerqué a
uno de los ventanales y recogí el pesado cortinaje gris, en una postura
deliberadamente casual; me volví lentamente cuando Otto anunció al capitán.
—Capitán Schroder —dije cortésmente, saludándolo con la cabeza.
Schroder hizo sonar los tacones y me dedicó una seca reverencia. Otto

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abandonó el salón, mientras el capitán permanecía erguido, con el casco blanco de


cimera roja bajo un brazo. Me miraba con sus ojos de color azul grisáceo que parecían
arder de hostilidad. Su pelo, castaño claro, estaba cortado al rape, dejando el cráneo
desnudo. Tenía nariz grande, boca ancha y gruesa, una boca cruel, diseñada para
enroscarse tiesamente en las comisuras. Una cicatriz irregular le bajaba desde el
pómulo derecho hasta la mandíbula; parecía una herida de sable, famosa como
símbolo de la virilidad prusiana.
—¿No quiere tomar asiento, capitán Schroder? —pregunté en francés.
—Prefiero permanecer de pie —respondió él, en alemán.
Su voz era profunda, áspera y gutural; parecía rechinar al salirle de la garganta.
Con su metro ochenta de estatura y su constitución pesada, sin llegar a la
corpulencia, exudaba un aura de rudeza y fuerza brutal. Llevaba muy brillantes las
botas negras, y los pantalones blancos le ajustaban como una segunda piel, tensos
sobre las piernas largas y musculosas, sin dejar dudas sobre sus generosos dones
físicos. La capa verde de mangas largas, tenía un cuello duro con galones dorados.
También doradas eran las charreteras que le adornaban los hombros anchos.
—Noto que ésta no es una visita social —comenté, siempre en francés.
—No, no es una visita social —dijo él, adoptando el mismo idioma—. Soy
capitán de la Guardia Real. He venido para ordenarle salir de Baviera
inmediatamente.
—¿Ah, sí?
Lo miré de frente, con ojos fríos, sin dejarme intimidar.
—No me gustan sus modales, capitán Schroder, y mucho menos las palabras
que emplea. Nadie puede ordenarme nada. He sido invitada por el rey Karl, y dudo
que él lo haya enviado.
Schroder sonrió; su boca ancha se enroscaba en las comisuras tal como yo había
imaginado. Era la sonrisa más cruel que nunca hubiera visto, capaz de helar la sangre
en las venas. Sin duda sonreía así cuando atravesaba a un enemigo con su sable o
cuando violaba a alguna doncella indefensa, actividades que, a no dudarlo, se
permitía con frecuencia. Schroder era evidentemente sádico, un salvaje que medraba
con la crueldad.
—No, Karl no me ha enviado —dijo—. Él ignora esta visita.
—Así lo imaginaba.
—Mi función es cuidar de su seguridad.
—¿Y yo represento una amenaza?
—Su presencia aquí es motivo de agitación, de peligrosa agitación. Los
estudiantes son rebeldes e indisciplinados; hemos debido sofocarlos varias veces,
utilizando en cada oportunidad medidas más severas. Su presencia en Baviera sólo
servirá para aumentar la inquietud.
—No logro seguir su razonamiento, capitán Schroder.
—Esta tarde se han sucedido los disturbios en la ciudad, provocados por su
llegada. Los estudiantes han enloquecido y cargaron contra su carruaje como una
banda de rufianes, perturbando la tranquilidad.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Ha sido una demostración inocente.


—Pudo haber terminado en revuelta, con heridos graves. No podemos
arriesgarnos a que se repita.
—¿«Podemos»?
—La Guardia Real. Como le he dicho, estoy a cargo de todo el personal militar
de Baviera. Recibo órdenes directamente desde Sturnburg.
—Y le han ordenado que me expulse.
—Precisamente.
—Temo que pierde su tiempo, capitán Schroder. He venido para inaugurar el
nuevo teatro del rey Karl, y no tengo intenciones de partir mientras el rey mismo no
me lo ordene.
—Está cometiendo un grave error, Elena López.
—¿Usted cree?
—Un error que podría costarle muy caro.
Había una amenaza en sus modales y en su voz. Esos ojos de color azul grisáceo
me miraban con ardiente hostilidad, tan intensa que no pude evitar un
estremecimiento de alarma. Comprendía que deseara obligarme a salir de Baviera,
pero no esa hostilidad activa. Heinrich Schroder era un hombre peligroso, cruel,
sádico, y me odiaba. Eso había sido evidente desde el momento en que entrara al
salón, pero ¿por qué?
Otto eligió ese momento para entrar con un botellón de cristal con coñac y dos
copas en una bandeja. La dejó en la mesa y se irguió, pidiéndome instrucciones con la
mirada.
—Gracias, Otto —dije—. Eso es todo.
Se retiró y yo señalé el coñac. Schroder, dejando el casco sobre la mesa, cogió el
botellón, lo destapó y llenó una copa. La copa era grande, pero parecía muy frágil
entre esos dedos enormes y brutales. Se la llevó a los labios, echó la cabeza atrás y
consumió el líquido de un solo trago. Después volvió a llenar la copa, mirándome
con frío cálculo. Su sonrisa titilaba.
—Usted es muy obstinada, mademoiselle.
—No me gustan los matones.
—Es una tonta. Podría aplastarla.
—Lo dudo.
—Sturnburg no tolerará a otra de las rameras de Karl a estas alturas. Ya ha
invertido una fortuna en decorar este palacio, y no dudo que está preparado para
pagar largamente sus servicios.
—Lo siento, pero debo pedirle que se retire, capitán Schroder.
Schroder tomó otra copa de coñac y la dejó después de vaciarlo en la bandeja.
Con los brazos cruzados sobre el pecho me miró como si yo fuera un insecto y él
estudiara la posibilidad de aplastarlo.
—Usted es muy hermosa —comentó—. Comprendo que Karl esté tan
enamorado. Si yo tuviera el dinero suficiente no me molestaría adquirir sus servicios
también, pero estoy seguro de que es demasiado cara para mí.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—No hay en el mundo dinero suficiente —le aseguré—. Y ahora le sugiero que
se marche, capitán, antes de que me vea obligada a llamar a los lacayos para que lo
arrojen a la calle.
—No hay necesidad. No me gustaría que resultaran heridos en el intento.
Schroder recogió su casco y lo sostuvo rígidamente bajo el brazo. Con eso
completaba la imagen del huno bestial.
—¿Está decidida a quedarse? —preguntó.
—Así es.
Schroder curvó una vez más la boca en su sonrisa de sádico; sus ojos se llenaron
de salvaje diversión, como si estuviera imaginando algo especialmente cruel.
—Lamentará su decisión, Elena López. Me encargaré personalmente de ello.
Señalé hacia la puerta. Él vaciló.
—Algo más: le aconsejaría no mencionar a nadie nuestra corta charla,
especialmente al joven Du Gard. Sólo haría las cosas más difíciles para usted.
—En otras palabras, no quiere que el rey se entere.
—Karl también es un tonto. Sturnburg tolerará a los tontos sólo hasta cierto
punto.
—Adiós, capitán Schroder.
Schroder chocó los talones, ejecutó otra rígida reverencia y salió del salón; los
flecos de sus charreteras lanzaban destellos trémulos. Oí el ruido de sus botas sobre
los mosaicos de mármol, y pocos minutos después su caballo se alejaba al galope por
el camino. Qué tipo tan desagradable. Si los otros guardias eran como Schroder, no
resultaba extraño que hubiese tanta inquietud en Baviera. Había venido para
amenazar, para asustarme y obligarme a partir; pero yo sabía muy bien que su poder
era limitado. Mientras Karl permaneciera en su trono, ni Schroder ni ninguno de sus
hombres se atrevería a hacerme daño. El sentido común me decía que todo había
sido una gran baladronada.
Sin embargo, me quedaba una sensación de intranquilidad. Aquella visita me
había perturbado mucho más de lo que estaba dispuesta a admitir.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XXVIII

Siempre me sentía nerviosa antes de una función, pero esa noche la tensión era
mayor que nunca. Había creado una nueva danza en honor del rey Karl, un vals
gracioso, lleno de vitalidad, con un toque de fandango, y sólo había podido ensayar
durante una semana. Los músicos eran maravillosos, pero aún me sentía insegura de
mí misma. El telón se alzaría dentro de media hora, y cuando miré por el agujerito
noté que el suntuoso teatro estaba casi lleno… a excepción de dos filas cerca del
frente, reservadas, sin duda, para algún grupo que llegaría más tarde.
Volví a mi camerino y traté de calmarme. Sin duda todo iría bien. Una vez se
apagaran las luces de la sala y comenzara la música, empezaría a danzar, y la tensión
nerviosa se disolvería como siempre. Era la espera interminable lo que provocaba la
aprensión. Pero por mucho que lo intenté, no pude anular la sensación de que algo
desastroso ocurriría esa noche. La había tenido desde mi llegada al teatro. Cuánto
deseaba que Millie hubiera estado allí, para alentarme con su charla brillante.
De pie frente al espejo, me examiné con ojo crítico. Me había peinado con el
acostumbrado moño oval, sujetando una flor de terciopelo purpúreo sobre la sien. Mi
maquillaje de pálidas sombras malva en los párpados, un suave rosado en las
mejillas y el mismo tono en los labios era más sutil que el habitual maquillaje de
escenario. La costurera había hecho una labor de fantasía con mi traje, una titilante
creación de vívida seda purpúrea iluminada con lentejuelas negras. El escote amplio
estaba bordeado con plumas de avestruz al tono, al igual que las mangas y el ruedo
de la amplísima falda.
Recogí el precioso abanico de encaje negro que usaría en vez de castañuelas y
jugueteé nerviosamente con él. Llevaba diez días en Baviera, pero aún no conocía al
rey. No había enviado por mí, y Phillipe no estaba siquiera seguro de que asistiera a
la función. En todo caso se deslizaría discretamente en el palco real. El rey me había
enviado cálidos mensajes por medio de Phillipe, diciéndome lo mucho que le
complacía mi llegada a Baviera y confiando en que fuera feliz en Chez Elena. Pero
desde mi llegada había permanecido encerrado en su palacio, disponible sólo para
unos pocos íntimos. ¿Acaso andaba algo mal? ¿Se arrepentía de haberme hecho
venir? ¿O quizás estuviera preocupado porque mi presencia resultara en verdad una
«peligrosa agitación» para los estudiantes?
Los estudiantes. Sonreí para mis adentros. No había vuelto a ver al capitán
Schroder, y sólo veía a sus soldados cuando salía a pasear por las tardes, en el
magnífico carruaje que el rey me proporcionara. Pero los estudiantes estaban muy a
la vista. Casi todas las noches un grupo de ellos se reunía bajo mi balcón para
ofrecerme una serenata. Por supuesto, les hacía pasar para invitarlos con refrescos.

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Formaban un grupo vocinglero que llenaba el elegante salón con alegres risas; varios
de ellos se habían hecho amigos míos y me visitaban cuantas veces podían. Chez
Elena era ya más popular que cualquier cervecería, y de pronto me encontré
dirigiendo un salón para poetas, pintores y filósofos en ciernes.
Un golpe resonante en la puerta me sacó de mis sueños. Antes de que pudiera
recuperarme de mi extrañeza, la puerta se abrió de par en par y un grupo de jóvenes
se precipitó dentro del camerino. En realidad eran sólo tres, pero Eric, Hans y
Wilhelm en masa se las componían para parecer un grupo enorme. Wilhelm me
encerró en un poderoso abrazo. Eric me entregó un ramo de rosas. Hans, con una
amplia sonrisa, empezó a recitar un poema que había escrito sobre mi belleza, pero
Wilhelm emitió un gruñido y cerró la boca al exuberante poeta, interrumpiéndolo en
medio de un verso.
—¡Ella no quiere oír ahora esas tonterías! Se lo recitarás otro día.
Hans se había quitado la mano de Wilhelm de la boca y giró en redondo para
fulminarlo con la mirada.
—¡Hay gente que no sabe apreciar el arte! —dijo.
Wilhelm le dio un cariñoso empujón, mientras Eric sacudía la cabeza,
separándose de sus alborotados compañeros.
—Estas rosas son por los tres —me dijo.
—Hemos unido nuestros fondos —agregó Wilhelm—. Queríamos demostrarle
cuánto la apreciamos.
—Muchísimas gracias; son ustedes adorables —les dije, sospechando que
habían agotado sus fondos por completo.
—Adorables flores para una adorable dama —dijo Hans, galante.
Wilhelm hizo una mueca y Eric suspiró. Sonriendo, puse las rosas en un florero
mientras los muchachos me observaban, jóvenes, apuestos y llenos de vitalidad. Esos
tres hombres habían tomado sobre sí la responsabilidad de hacer que me sintiera
feliz en Baviera, como un trío de vitales galanes que me rodeara de atenciones.
Eric era alto, delgado, de pelo castaño oscuro y ojos pardos melancólicos.
Pintaba desnudos y se moría por ir a París, para contar con modelos de carne y
hueso. Hans era un joven regordete, de lacios cabellos rubios, ojos azules alegres y
carácter jovial, que en nada sugería las tragedias épicas que producía a un ritmo
alarmante. Le encantaba recitarlas y ¡ay! las sabía todas de memoria. Wilhelm era un
joven robusto y musculoso, pelirrojo, con algo de truhán en los ojos pardos; tenía la
nariz aguileña y sonreía de lado. Como era el campeón de lucha en la universidad,
vivía para debatirse en las colchonetas, con un adversario bufando bajo él.
—¿Tienen buenas localidades? —inquirí.
—En la fila diez —dijo Eric—. Tuvimos que pelear para conseguirlas. Wilhelm
nos abrió paso, apartando a la muchedumbre. Alguien saltó por encima de Hans
justo cuando llegábamos a la taquilla, pero yo logré plantar nuestro dinero y
conseguí las entradas antes de que alguien me apartara.
—Espero no desilusionarles.
—Eso es algo que está fuera de lugar —me aseguró Wilhelm—. ¡Estará

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sensacional!
—Toda Baviera espera esta noche —dijo Hans—. Confío en que no haya…
Se cortó en seco, echando una mirada nerviosa a sus compañeros. Eric y
Wilhelm lo fulminaron con los ojos; Hans, con un suspiro, se miró los pies,
dolorosamente consciente de haber dado un paso en falso.
—¿Creen que habrá problemas? —pregunté.
—¡Claro que no! —exclamó Wilhelm.
—¡Nada de eso! —agregó Eric.
—Se está preparando algo —insistí—. Será mejor que me lo digan. Estoy
acostumbrada a los problemas, ¿saben? No me voy a derrumbar por ello.
—Bien, en realidad hay un grupo de soldados frente al teatro —dijo Hans—. No
muy numeroso: serían treinta como máximo. Nos han mirado con furia cuando
entramos, como si estuvieran planeando alguna demostración. No hay por qué
preocuparse. Hay más de quinientos estudiantes en la sala y no dejaremos que
ningún soldado de pacotilla estropee la función.
—Sí, comprendo.
Wilhelm, con un gruñido, dio unos suaves golpecitos en la cabeza de Hans.
—¡Ahora la has asustado! —bramó.
—En cierto modo esperaba algo así —dije tranquilamente—. He tenido una
sensación extraña desde que llegué al teatro. Ya les conté que el capitán Schroder está
muy disgustado por mi estancia en Baviera.
Hans se debatió como si quisiera decir algo más, pero Eric se le adelantó.
—Schroder no hace más que alborotar. Le gusta hacer ruido y mostrarse cruel,
pero no tiene tanta autoridad como cree. Sturnburg es muy cauto, y no van a
perturbar el statu quo.
—No comprendo qué es el statu quo.
—Fácil —dijo Wilhelm—. Sturnburg tiene echado el lazo al cuello de Baviera —
y rodeó el cuello de Hans con su brazo musculoso, a manera de demostración—.
Podrían apretar y quitarle la vida.
Echó el brazo hacia atrás, obligando a que Hans se pusiera de puntillas; el pobre
emitió una serie de sonidos ahogados, con los ojos dilatados de alarma, mientras
boqueaba como un pez en busca de respiración. Wilhelm, riendo entre dientes, aflojó
un poco la presión.
—Pero en realidad aprietan poco —prosiguió—, dejando al rey de Baviera
espacio suficiente para respirar, pues saben muy bien que habría repercusiones
terribles si les diera por apretar demasiado.
Flexionó los músculos del brazo, con lo que casi ahoga a Hans, y por fin lo soltó,
dando a su víctima un cariñoso empujón. Hans quedó tosiendo y jadeante, con las
mejillas regordetas aún brillantes por la demostración de Wilhelm.
—¡Has estado a punto de asfixiarme! —protestó ruidosamente.
—Debí haberte roto el cuello ya que te tenía a mano —le dijo Wilhelm—. La
situación es vergonzosa e incómoda, Elena, pero no hay peligro. Cinco o seis estados
invadirían a Sturnburg si intentara algún movimiento contra Baviera.

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—No te preocupes por los soldados —dijo Eric—. Difícilmente intentarán nada
hoy. Wilhelm asintió.
—Si lo hacen, nosotros nos encargaremos de solucionarlo.
—Será mejor que ocupemos nuestras butacas —observó Hans, ajustándose la
corbata—. Buena suerte, Elena. Todos le estaremos dando ánimos.
—Gracias por venir al camerino. Los veré más tarde.
—¡No lo ponga en duda! —exclamó Wilhelm—. Vámonos.
—Ya es casi la hora de que Elena salga.
La salida fue tan ruidosa y alborotada como la llegada.
Poco después de que salieran, el director de escena vino a comunicarme que el
telón se alzaría dentro de cinco minutos. Hice otra rápida inspección en el espejo,
tocándome las sienes, ajustando una de las mangas emplumadas. Al salir del
camerino mientras me dirigía por el pasillo hacia la espaciosa zona entre bastidores,
sentí el olor de la pintura y el barniz frescos. Allí faltaban los olores tradicionales a
polvo y revoque desconchado, así como la aglomeración de bastidores, sogas y cajas.
El telón de fondo, de tela plateada, relucía en brillos; un utilero estaba allí,
dispuesto a tirar de los cordeles que levantarían el telón delantero, de pesado
terciopelo purpúreo. Crucé silenciosamente el escenario para espiar por el agujerito
una vez más. El teatro era como un joyero brillante, en blanco, dorado y rojo, con
arañas de caireles resplandecientes. Los músicos se encontraban ya en el foso, con los
instrumentos preparados, y las luces de la sala empezaban a amortiguarse. Los
estudiantes sacudían sus programas, entre charlas excitadas, brillantes y ansiosos los
rostros jóvenes. Las dos filas de asientos seguían vacías. Tenía una idea bastante
aproximada de quiénes las ocuparían, y estaba preparada. Ocupé mi lugar a un lado,
ya tranquila, agradecida porque el parlanchín de Hans me hubiera dado tiempo de
prepararme para lo que, sin duda, iba a ser una prueba de fuego.
Las luces de la sala se apagaron por completo. Un silencio total cayó sobre el
público. La música comenzó, suavemente al principio, para henchirse gradualmente
hasta un vals melódico; entonces el utilero tiró del cordón y la cortina purpúrea se
abrió, alzándose en pliegues para revelar el fondo de plato reverberante, donde las
sombras bailaban al titilar las candilejas. Tomé aliento y comencé a balancearme al
compás de la música, dejando que se apoderara de mí. Al fin, a medida que los
compases del vals se confundían en su suntuosa melodía, esbocé una sonrisa
radiante y salí al escenario, agitando mi abanico de encaje negro, mientras las
lentejuelas de mi falda se encendían al girar. El aplauso fue atronador y hubo cientos
de vítores. Aún sonriendo, agradecí la recepción con una ligera inclinación de cabeza
y seguí bailando el vals, girando, con un hábil uso del abanico.
La música era rica y romántica. Volví a ser una joven vibrante, encendida con la
alegría del primer amor, bailando entusiasmada en un salón vacío para celebrar el
amor que me llenaba como una espléndida bendición. El baile era una
dramatización, como todas mis danzas, pero yo ya no era Elena. Volvía a ser la
jovencita de Cornwall, recordando convocando lo que había sentido al abrirse por
primera los capullos de la emoción. Pensé en Brence, bailé para él, recordando sólo la

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

alegría, olvidando el dolor. Volé con las alas del amor, y el tiempo desapareció
mientras danzaba.
En el público hubo una agitación. Al volverme, en un alzar de faldas, noté que
las dos filas frontales seguían vacías. El palco real estaba en sombras, con las cortinas
medio cerradas. ¿Acaso había un rostro pálido mirándome, o era sólo mi
imaginación? El vals fluía y me abandoné a él, sonriente. Una corriente oculta se filtró
en la melodía, provocando un cambio sutil, mientras la melodía española se elevaba
para reemplazar al vals. Adapté mis movimientos, convirtiéndolos en el fandango.
Me balanceé, hice sonar los tacones, convertida en una hembra española, enamorada
como antes, pero mucho más sensual, que bailaba al sol ardiente ante mi sombrío
caballero de ojos negros.
Se oyeron voces fuertes, murmullos de alarma. Unos soldados venían por el
pasillo, hablando en voz alta, haciendo tanto ruido como les era posible. Ya había
comenzado. Sin prestarles atención seguí bailando para mi invisible joven español
mientras ellos ocupaban las dos filas delanteras y empezaban a intercambiar crudos
comentarios sobre mí, con voces ásperas y estridentes. Los estudiantes que se
sentaban detrás intentaron hacerles callar, pero sólo consiguieron azuzarlos. Los
músicos tocaban nerviosos, perdida la concentración, y algunas notas discordantes se
filtraron en la música. Fingí no reparar en nada, pero entonces el primer tomate
podrido voló a través del escenario, reventándose contra el telón de fondo.
—¡Puta! ¡Y a eso le llamas bailar!
—¡Vete a correr las calles!
—¡Perdida! ¡Venir a corromper a nuestros jóvenes!
—¡Fuera de Baviera!
—¿Habéis oído lo que le han dicho? —reconocí la voz de Wilhelm por encima el
barullo—. ¡Mirad, han arrojado otro tomate! ¿Vamos a tolerar este atropello?
—¡No! —rugieron los estudiantes.
—¡Vamos! ¡Contra ellos!
La música se interrumpió. Los ejecutantes bajaron los instrumentos y se
agazaparon en el foso para esquivar los tomates que volaban sobre sus cabezas. Todo
el público estaba ya de pie, en un solo grito. Uno de los soldados corrió por el pasillo,
con la intención de subir al escenario, pero un fornido estudiante saltó en el aire tras
él y lo arrojó al suelo rudamente. Los otros estudiantes lo vitorearon. Esquivé otro
tomate que acababa de cruzar el escenario, a muy poca distancia de mi hombro.
Schroder lo observaba todo desde el pasillo, con una sonrisa perversa. Cuando llegó
el tomate siguiente, en lugar de esquivarlo, lo atrapé en el aire con la mano. Saltaron
las semillas pulposas, pero la mayor parte de la fruta quedó intacta. Entonces apunté
y lo arroje. El tomate reventó contra la mandíbula de Schroder. Los estudiantes
bramaron, aplaudieron, y por lo menos cien de ellos saltaron por encima de las
butacas para lanzar su ataque contra los soldados, gritando con ganas al caer contra
los alborotadores.
La pelea se inició en serio a partir de ese momento; fue algo espectacular, pues
llegaba hasta el vestíbulo. Los soldados luchaban con crueldad, pero sus adversarios

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

los sobrepasaban con mucho en número. Cada vez eran más los estudiantes que se
lanzaban a la refriega alzando los puños. Uno tras otro, los militares fueron cayendo,
cada uno con tres o cuatro estudiantes encima. Hans y Eric tenían a uno en el pasillo;
Hans estaba sentado a horcajadas sobre él, mientras que Eric lo sujetaba por el pelo y
le golpeaba la cabeza contra el suelo; Wilhelm hacía lo posible por estrangular a otro.
Me aparté a un lado del escenario y desde allí observé, con salvaje satisfacción, que
Schroder caía de rodillas y desaparecía bajo una maraña de cuerpos.
—¡Fuera con ellos! —gritó Wilhelm—. ¡Arrojémoslos a la calle!
Con el brazo aún curvado sobre el cuello de su soldado, retorció el brazo del
hombre y se lo alzó brutalmente entre los omóplatos, llevándolo por el pasillo a paso
de ganso, mientras sus compañeros lo vitoreaban. Con los uniformes rasgados y las
caras contusas, otros militares fueron obligados a salir por el pasillo, debatiéndose
aún violentamente. Los rugidos de placer eran tan potentes que hicieron temblar las
arañas. Cuando hasta el último de los soldados fue expulsado, los jóvenes
combatientes volvieron a entrar para ocupar sus butacas. Wilhelm se cogió las manos
sobre la cabeza y las sacudió en ademán de victoria. Después se sentó ante un
ensordecedor aplauso; pocos minutos después el público estaba en silencio,
esperando que yo dijera algo.
Sonreí, y todos me devolvieron la sonrisa. Abrí mis faldas en abanico y les hice
una reverencia.
—Me complace ver que la caballerosidad no ha muerto —dije—. Gracias,
amigos míos.
Volvieron a lanzar gritos de aliento. Me dirigí a los músicos con una inclinación
de cabeza, mientras los vítores se acallaban.
—Caballeros, ¿comenzamos de nuevo?
Los músicos, aún asustados, prepararon las partituras mientras los utileros se
apresuraban a limpiar de tomates el escenario. En una fría actitud que ocultaba mi
regocijo interior, me retiré hacia un lado del escenario. Me sentía gloriosamente
vengada, y cuando comenzó de nuevo la música, bailé como jamás hasta entonces lo
había hecho, deslizándome a través del vals, ejecutando el fandango con nueva
fuerza. Al terminar la danza hube de repetir una, dos, hasta tres veces más. Al fin,
exhausta, pero aún brillante, me adelanté hasta las candilejas para saludar. El público
se levantó unánime entre gritos, aplausos y golpes de pies contra el suelo para
ovacionarme largamente puesto en pie. Los porteros empezaron a desfilar por los
pasillos con ramos de flores rojas, anaranjadas, amarillas y azules, en un arcoíris de
ramos enviados por mis admiradores estudiantes.
Saludé una y otra vez. Agité los brazos, envié besos. Al fin hice una señal a uno
de los utileros y retrocedí con un ramo de flores mientras descendía el telón. Los
vítores continuaban. Detrás del escenario me vi rodeada por una multitud jubilosa
que me felicitaba calurosamente, ensanchadas las caras en amplias sonrisas. Al fin
pude regresar a mi camerino mientras el teatro seguía vibrando de alegría. Dejé los
ramos y me miré en el espejo, con una sonrisa en los labios. Esa noche había sido un
triunfo, mi mayor triunfo tal vez. Pensé en lo que dirían de él los periódicos. Sin

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

duda, la prensa de toda Europa se haría eco de lo ocurrido, cada periódico


exagerando más que el anterior.
Me despojé del traje y pasé detrás del biombo para ponerme el vestido de
tafetán marrón. Retoqué el maquillaje y, estaba arreglándome el peinado, cuando la
puerta volvió a abrirse, dando paso a Eric, Hans y Wilhelm, seguidos de seis o siete
jóvenes más.
—¡Ha estado maravillosa! —gritó Hans—. ¡Magnífica!
—¡Y qué puntería! —exclamó Wilhelm—. ¡Vi cómo estrellaba el tomate en la
cara de Schroder! Esos malditos soldados lo pensarán dos veces antes de volver a
meterse con nosotros; estoy seguro de ello. ¿Me ha visto, Elena? ¿Vio lo que hice con
ese bruto?
—Lo he visto. Todos vosotros os habéis comportado maravillosamente.
Seguían y seguían, mientras yo me preguntaba dónde estaba Phillipe, por qué
no había ido a saludarme. ¿Acaso no había asistido al espectáculo? ¿Y el rey Karl? No
estaba segura. Tal vez Phillipe esperaba en el pasillo a que se marcharan los
muchachos para entrar él. Estaban haciendo tanto ruido que ni siquiera me dejaban
pensar con claridad. Cuando terminé de arreglarme el pelo, Eric me entregó mi
bolso, mientras Hans recogía los ramos y Wilhelm me cogía del brazo para sacarme
del camerino; los demás nos siguieron pisándonos los talones.
—Yo… en realidad… tendría que esperar a…
—¡Sin discusiones! ¡Le tenemos reservada una sorpresa!
Dejé que me llevaran por el corredor. Rodeada por la alegre multitud,
contagiada por su entusiasmo, comprendía que cualquier protesta sería inútil. Hans
abrió la puerta lateral de par en par y Wilhelm me hizo salir a los escalones. Los
vítores fueron atronadores, como un terremoto sónico que parecía estremecer el
suelo. Doscientos estudiantes al menos se agolpaban alrededor de los peldaños; la
multitud se extendía por la calle. Muchos tenían antorchas que lanzaban llamas
anaranjadas. Y mi carruaje estaba en el centro; los caballos piafaban y relinchaban,
aterrorizados por los gritos y las llamaradas que alejaban la oscuridad.
—¡Elena! ¡Elena! ¡Elena! ¡Elena!
Wilhelm me soltó y se adelantó con otros cuatro jóvenes para desuncir los
caballos. Mi cochero protestó con vehemencia, pero Wilhelm lo apartó de un
empellón. Quedé allí, en la escalinata, levemente aturdida. Hans se abrió paso entre
la multitud con los ramos y los puso dentro del carruaje. Eric me cogió de la mano y
me condujo hacia delante.
—¡Abrid paso, compañeros! ¡Abrid paso a Elena! ¿Listo, Wilhelm?
—¡Listo!
—¡Vamos, Elena! ¡Suba!
Dos de los estudiantes apartaron los caballos a un lado. Seis jóvenes fornidos
levantaron las varas del carruaje, tres a cada lado. Subí a él, rodeada de flores, y los
muchachos, con alegres gritos, echaron a correr arrastrando el carruaje por la calle. Se
balanceaba espantosamente. Me vi acunada de un lado a otro hasta que tuve el
sentido común de agarrarme del marco para sujetarme. La multitud de estudiantes

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

corría agitando las antorchas y gritando mi nombre.


—¡Elena! ¡Elena! ¡Elena!
—¡Abran paso, adelante! ¡Abran paso!
—¡Cuidado con ese maldito puente! ¡No tropecéis con los adoquines!
Me llevaron por cafés iluminados, cervecerías y majestuosos museos. Asomada
a la ventanilla, saludaba con el brazo, los estudiantes gritaban aún más. Entre el
flamear de las antorchas, el coche se mecía y balanceaba. Avanzábamos por la ribera
del lago y, al salir de la parte central de la ciudad, el griterío parecía aún mayor. Eric
cogió una antorcha y corrió junto a una de las ventanillas, sonriente, y Hans iba
detrás, con el pelo rubio flotándole sobre las cejas, rosadas las mejillas de entusiasmo.
Seguí saludando hasta que cogimos el camino.
El carruaje se detuvo frente a Chez Elena, inclinándose inestablemente cuando
los muchachos soltaron las varas. Wilhelm lo rodeó corriendo para ayudarme a
descender, sujetando mi mano en un apretón capaz de romper los huesos. Tenía el
pelo rojo húmedo de sudor y los ojos de pillo le bailaban de placer; desplegó una
sonrisa torcida y me condujo por la escalinata. Hans y Eric treparon al carruaje para
recoger los ramos. El cochero venía tras la multitud de estudiantes, corriendo
cansadamente por el camino; llevaba los dos caballos por las riendas, con una
expresión muy malhumorada. Sonreí, dedicando mi atención a la entusiasta multitud
de jóvenes que abarrotaban el patio, con las antorchas en alto.
—¡Diga algo, Elena! —me rugió Wilhelm.
—¡Gracias! —grité—. ¡Gracias! ¡Los quiero mucho!
Rugieron agradecidos; después ayudaron al cochero a llevar caballos y carruaje
hasta los establos y se marcharon, con las antorchas flameantes, alzando sus voces en
una canción. Al volverme para entrar me sorprendió ver a Phillipe de pie en las
sombras, junto a la puerta. Se adelantó, muy elegante con su traje de gala, solapas
brillantes y corbata nívea.
—¡Phillipe! No te había visto.
—Ha sido una hermosa noche para ti.
—¿Has estado en el teatro?
Él asintió, sonriente:
—He estado allí.
—No has venido al camerino. Pensaba que…
—Suponía que los estudiantes harían algo así, y por eso me adelanté. Su
majestad también ha asistido, Elena.
—¿De veras? —pregunté, nerviosa.
—Dice que has estado maravillosa. Me ha pedido que viniera a buscarte para
acompañarte a palacio. Es muy tarde y sabe que debes estar muy cansada, pero
piensa que tal vez te dignes compartir con él una cena de medianoche.
—Tendré que cambiarme.
—No hay prisa —dijo él—. Su Majestad es muy paciente.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XXIX

Me puse mi mejor vestido, uno de satén gris muy claro, completamente


cubierto de encaje negro en diseños florales, tan finos como telarañas. Las mangas
largas y estrechas me dejaban los hombros al descubierto, y el escote, muy bajo,
exponía una buena parte de los senos. La falda amplia se ensanchaba en la cintura,
cayendo en cascada sobre seis enaguas en rosa pálido. Me había sujetado una rosa de
terciopelo rosado en la sien y otra en la cintura. Cuando Phillipe me ayudó a bajar
del carruaje real, estaba segura de que nunca había tenido un aspecto más
encantador.
El lago reverberaba a la luz de la luna; hilos de plata bailaban en su superficie y
una suave brisa corría por los jardines. Un pájaro solitario gorjeaba tranquilamente
desde un árbol. Era bien pasada la medianoche cuando Phillipe me condujo por un
largo tramo de escaleras de mármol blanco, bañadas por la luz de la luna. El palacio
era realmente imponente: una vasta, extensa estructura cobijada en las sombras. Mis
faldas emitieron un susurro sedeño.
—El rey no duerme bien —explicó Phillipe—. Rara vez se acuesta antes del
alba. Vaga por el palacio, estudiando sus pinturas, sus estatuas, las diversas
colecciones. A veces juega solitarios frente al fuego; otras pasea por los jardines.
—Debe encontrarse muy solo.
—Tiene muchos problemas —dijo Phillipe en voz baja—, y hay poca gente en
quien pueda confiar.
—Es afortunado al contar contigo, Phillipe.
—Yo soy sólo un ayudante sin importancia —protestó—. Su Alteza te confió a
mi cuidado porque… bien, porque yo se lo pedí. Tenía enormes deseos de conocerte.
—¿Sí?
—Te había visto bailar, ¿sabes? En Londres. Cuando aún estaba en la
universidad fui a Inglaterra de vacaciones, con uno de mis amigos, y conseguimos
entradas para una de tus funciones. Fue… fue una de las noches más excitantes de mi
vida.
—Nunca me lo habías dicho.
—Eras la criatura más hermosa que jamás había visto, incandescente de belleza,
encendida de fuego y pasión. Estaba muy nervioso el día en que fui a buscarte a la
posada. Esperaba encontrarme con una criatura mercenaria, ruda, sombría, que tal
vez me arrojara algo a la cabeza.
—Lo había hecho poco antes de que tú llegaras —confesé.
Un lacayo abrió la pesada puerta y entramos al palacio. Nos encontrábamos en
un salón largo y suntuoso, cuyas paredes estaban pintadas de color marfil. Del techo,

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

exquisitamente artesonado, pendían arañas con caireles de cristal. El piso se hallaba


cubierto por una alfombra de color del oro oscuro, que parecía extenderse varios
kilómetros. Phillipe hizo una seña al lacayo y me condujo por el salón.
—Me considero toda una autoridad sobre el tema de Elena López. He leído
todo lo que se ha publicado sobre ti, y al conocerte he descubierto que eres una
persona totalmente distinta.
—¿Desilusionado? —pregunté.
—Al contrario. Vamos por aquí.
Me condujo por otro salón, más pequeño y no tan iluminado, decorado en
celeste, blanco y oro; en las paredes se veían cuadros magníficos, franceses casi todos
ellos. Reconocí varios Watteau, un Boucher y un grupo de magníficos Meissonier
enmarcados en oro. Después de bajar otro tramo de escaleras pasamos a otra parte
del palacio. Allí había corrientes de aire frías y un característico olor a musgo.
—Ésta es mi última misión oficial —dijo Phillipe, como si le diera poca
importancia—. Mañana me voy de Baviera.
—¡Phillipe! ¡Cuánto lo siento!
Sonrió con tristeza.
—He recibido otra carta de mi padre. Quiere que regrese a Turena. Insiste,
asegura que ya no puede dirigir la propiedad por su cuenta.
—¿No tenías un hermano?
—Está en la Sorbona y no volverá hasta dentro de dos años. La propiedad es
enorme, ¿sabes? Hay más de cincuenta arrendatarios, y el castillo necesita
reparaciones. Mi padre emplea palabras tales como deber y responsabilidad para
hacer que me sienta culpable. Supongo que debí regresar hace mucho tiempo.
—¿Tanto te disgusta la idea?
—Sobre todo ahora —dijo.
Nos detuvimos ante una puerta blanca, muy ornamentada, con hermosos
tapices colgados a cada lado. Phillipe me miró con mucha tristeza con sus claros ojos
azules, a pesar de la gentil sonrisa, y de pronto comprendí que me amaba. Era
demasiado cortés, demasiado educado para declararse, pero no había necesidad de
palabras.
—¿Podría escribirte? —preguntó.
—Por supuesto, Phillipe.
—Y cuando vuelvas a París… bien, iré de vez en cuando y tal vez pueda
visitarte.
—Espero que lo hagas.
Me miró un momento aún, como si le quedara mucho que decir; luego suspiró y
señaló la puerta.
—El rey tiene un complicado juego de habitaciones para exhibir —me dijo—,
pero éste es su departamento privado, donde viene cuando quiere alejarse de todas
las presiones. Te está esperando, Elena. No hay necesidad de que te anuncie. Al rey
no le gustan las formalidades, salvo en las ocasiones solemnes.
—¿Nos veremos mañana?

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Phillipe negó con un gesto.


—Me voy a primera hora de la mañana. Ya tengo el equipaje dispuesto.
—Te echaré de menos, Phillipe.
—Y yo a ti.
—Que tengas un buen viaje. No quiero decirte adiós. Sólo que esperaré con
ansia tus cartas y que espero verte en París.
—Así será —prometió.
Me abrió la puerta y pasé, tras vacilar un momento. Phillipe cerró la puerta a
mis espaldas y me encontré en una habitación sorprendentemente pequeña, llena de
cómodas cosas. Había pinturas sin marco apoyadas sobre la pared; las mesas estaban
atestadas de libros y periódicos y había varios rollos de papel que parecían planos. El
mobiliario era elegante, pero nada ostentoso; la atmósfera, acogedora e íntima. Un
fuego crepitaba en el elegante hogar de mármol blanco, esparciendo calor por toda la
habitación; sólo había dos lámparas encendidas que formaban charcos de luz y nidos
de sombra en el cuarto.
Por un momento me creí sola, pero al dar unos pasos hacia el interior el rey Karl
se levantó de una silla colocada en las sombras y avanzó hacia la luz, con una sonrisa
tímida y cálida.
—Elena —dijo—, por fin nos conocemos personalmente.
Hice una profunda reverencia.
—Majestad.
—Por favor, soy «Majestad» sólo cuando visto atuendos espléndidos y recibo a
pomposos y aburridos estadistas. Aquí soy simplemente Karl, un hombre solitario
que le agradece el haber aceptado su invitación.
—Ha sido muy amable por su parte al invitarme.
El rey me cogió la mano y se la llevó a los labios.
—Hubiera querido invitarla antes pero había… problemas, distracciones.
Confío en que se encuentre cómoda.
—Muy cómoda.
—Es usted muy hermosa, increíblemente hermosa; todavía más con esta luz que
con la de las candilejas. Puedo decir con franqueza que jamás he visto mujer más
hermosa.
—Es muy galante.
El rey me besó la mano y la retuvo un momento antes de soltarla. En seguida
retrocedió un paso. No era mucho más alto que yo, pero sí de constitución sólida, un
poco metido en carnes, aunque eso no resultaba desagradable. Tenía manos largas y
sensibles, y su expresión era tan melancólica como la que recordaba haber visto en el
retrato de Bonn. El pelo castaño claro se estaba tornando plateado en las sienes. Sobre
los pantalones oscuros y una camisa blanca llevaba una bata de brocado azul con
solapas de satén negro, al igual que el lazo atado a la cintura. Sus zapatillas negras
mostraban la huella de un largo uso.
Karl de Baviera no era un hombre apuesto, pero había en él algo atractivo:
mucha humanidad, una curiosa compasión que se sentía inmediatamente. No era

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

grandioso ni imponente, pero había en él una innegable realeza, una autoridad


inconfundible, aunque velada por su naturaleza tímida y modesta. Se presentía su
gran bondad y una vulnerabilidad aún mayor. Su soledad era evidente a simple
vista, como si hubiera vivido con ella durante mucho tiempo.
—Me alegra que haya aceptado mi invitación —dijo—. He disfrutado mucho de
su actuación.
—Lamento el fracaso del comienzo. Confío en que usted no crea que lo instigué
deliberadamente.
—Claro que no. A decir verdad, también disfruté de eso. Schroder y sus
soldados fueron demasiado lejos. Pero no lo piense más, querida. Venga, sentémonos
junto al fuego.
Me cogió de la mano y me condujo hasta una silla. En seguida, después de tirar
de un cordón de seda, cogió la opuesta a la mía. Entre los dos había una mesa
pequeña, tendida con delicada porcelana de bordes dorados y cubiertos de plata de
ornamentos muy pulidos, servilletas de hilo más fino y copas de cristal de frágiles
pies. Un minuto después las pesadas cortinas de terciopelo que ocultaban una arcada
se separaron para dejar paso a un lacayo de librea palaciega, que apareció con un
carrito. Silencioso y eficiente, dejó sobre la mesa fuentes de plata cubiertas y una alta
botella de champán, que se enfriaba en una cubeta de plata llena de hielo molido.
Retiró las tapas de las fuentes, descorchó la botella de champán y se marchó tan
discretamente como había aparecido, llevando el carrito frente a sí.
—¿Tiene apetito? —preguntó Karl.
—Más que eso, estoy muerta de hambre —respondí—. Nunca como antes de
una representación.
Karl, sonriente, llenó las copas de champán y cogió mi plato para servirme,
como si fuera lo más natural. Me sentí completamente a gusto con él; entre los dos no
existía la menor tensión. Karl era realmente encantador, aunque algo tímido; me hizo
preguntas sobre mí y escuchó con total atención lo que le conté de mi infancia en
Cornwall y de las clases con Madame Olga. Le hice un breve resumen de mi carrera
como Elena López, y él rió sin estridencias cuando le describí el engaño que Anthony
había llevado a cabo, con tanto éxito, para atraer al público.
—Claro, todos saben ya que soy inglesa —continué—. Se publicó en todos los
periódicos: la sorprendente verdad por fin revelada. Al público le pareció delicioso, y
de un modo u otro subrayó la leyenda.
—¿Y sus aventuras amorosas? —inquirió él.
—Han sido muy exageradas. Ya están escribiendo artículos sobre nosotros dos,
¿sabe? Los periódicos de París llegaron ayer, llenos de coloridos relatos sobre cómo
Elena López ha conquistado al rey de Baviera. Usted me ha instalado en un palacio
propio y compartimos desvergonzadamente nuestros amoríos.
—Ojalá esas historias fueran verdad —dijo en voz baja.
Y me miró con un ansia triste en los ojos. Desde mi llegada algo me había
intrigado en Karl, y de pronto comprendí lo que era: una total falta de sexualidad.
Era cálido, encantador, atento; resultaba evidente que se interesaba por mí y que le

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complacía tenerme consigo, pero no había en su mirada el menor destello de deseo.


Comencé a sospechar las razones de esa mirada acosada.
—¿Más faisán? —inquirió.
—No podría comer un bocado más. Es… es muy tarde.
—¿Tiene que marcharse?
Era evidente que lo perturbaba pensar que me iría tan pronto. Aquellos ojos
tristes se llenaron de preocupación, y sentí una gran simpatía por él; lo compadecía,
sin saber la verdadera razón. Hubiera querido cogerle la mano, sonreír para
tranquilizarlo y decirle palabras suaves, consoladoras. Hubo un instante de silencio y
Karl pareció tenso, casi al borde del pánico. Ese hombre me necesitaba esa noche, y
su necesidad era enorme, aunque no había en ella nada físico.
—Me encantaría quedarme, si no molesto —dije—. Siempre me siento
estimulada después de una función, y no podré dormir durante varias horas.
La expresión preocupada desapareció. Karl sirvió más champán para los dos y
se relajó, como si le hubieran quitado de los hombros el peso del mundo entero. Al
parecer temía quedarse solo esa noche. Sospeché que en algunas oportunidades su
melancolía alcanzaba puntos insoportables, y que esa noche era una de ellas. Le hice
preguntas sobre él, y habló libremente, con alguna nostalgia, de su niñez, su primera
juventud, sus días de estudiante en Bonn. Había sido un jinete entusiasta, muy
orgulloso de sus establos, y a los diecisiete años poseía una estirpe de caballos árabes
de pura sangre, tan hermosos como la nieve recién caída, tan rápidos como el
relámpago.
—No conocía su interés por los caballos —dije.
—Tuve que abandonarlo. Después del accidente… hubo muchas cosas que debí
abandonar.
—¿Qué accidente?
—Montaba uno de los árabes. Saltamos una cerca y calculé mal. El caballo
cayó… cogiéndome debajo. Se le rompieron dos patas y hubo que matarlo. En cuanto
a mis heridas, fueron… —Karl hizo una pausa y contempló el fuego—. A veces
pienso que hubiera sido mejor matarme a mí también. Estaba comprometido con una
princesa rumana. El compromiso se canceló discretamente.
—Comprendo.
—Muy pocas personas conocen los motivos de esa ruptura. Toda Europa se
pregunta por qué no me he casado, por qué no dejo un heredero. Soy un gran
conocedor de las mujeres hermosas; mi Galería de Bellezas es célebre, pero nunca he
tenido interés en casarme. Dicen que soy un enigma. Por fortuna mis compañeros
han sido leales y discretos.
Karl permaneció silencioso; sus ojos se ensombrecieron al recordar los trágicos
sucesos de su vida. Al fin pude comprender. Comprendí su aire atormentado, su
melancolía, esa curiosa falta de sexualidad. Él seguía mirando el fuego; al fin suspiró
y me miró con una sonrisa pensativa.
—Cultivé mi interés por las artes y la arquitectura, y cuando subí al trono me
dediqué a convertir a Baviera en la Atenas de Alemania. Tenía una visión, y quise

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

traer arte, belleza y cultura a mi pueblo. En lugar de fábricas, construí teatros y


museos. En vez de fabricar cañones y pistolas y de formar un ejército, establecí la
universidad y llené Baviera de jóvenes brillantes y con gran vitalidad, a quienes nada
les importaba la guerra. Mucha gente cree que fue una tontería.
Karl dejó a un lado su copa de champán diciendo:
—La estoy aburriendo con todo esto, querida.
—En absoluto. Al contrario, me preguntaba si me concedería un favor.
—El que guste.
—Su Galería de Bellezas: he oído hablar mucho de ella. ¿Me permite verla?
Pareció complacido.
—Por supuesto, aunque sin duda usted la encontrará desilusionante. Usted ve
una belleza mayor todas las mañanas, cuando se mira al espejo.
—Otra galantería de su parte.
—Pura sinceridad.
Él me cogió de la mano y me condujo fuera de la habitación. El palacio estaba
silencioso; en él sólo resonaban nuestras voces y el susurro de mi falda y su bata de
brocado mientras recorríamos los pasillos alfombrados, con arañas centelleantes y
exquisito mobiliario. Todas las velas ardían con fuerza en lo más profundo de la
noche, como indicación de que los hábitos nocturnos de Karl estaban bien
establecidos. Allí vivían más de cien personas, pero con excepción del lacayo que
vigilaba las velas no había nadie a la vista. La atmósfera me resultó bastante
misteriosa mientras pasábamos de un pasillo a otro. Pasaron tal vez diez minutos
antes de que llegáramos, por fin, a la galería.
—Aquí están mis bellezas —dijo Karl, en voz baja.
La galería era larga y estaba muy iluminada; había en ella treinta y seis
pinturas, suntuosamente enmarcadas. Cada una era el retrato de una mujer
excepcionalmente hermosa. Karl adoraba la belleza en todas sus formas, y cada vez
que veía una mujer de singular atractivo, fuera la hija del carnicero o una elegante
aristócrata, la hacía inmortalizar sobre el lienzo. Reconocí a varias de las mujeres:
una, una famosísima actriz francesa; otra, una fría belleza de Inglaterra, famosa por
sus aventuras sexuales. La inglesa había permanecido en Baviera durante varias
semanas y Karl le había hecho costosos obsequios. Su «aventura» había sido la
comidilla de Europa durante varias semanas hacía algunos años. Karl guardó silencio
mientras pasábamos de un cuadro a otro; en sus ojos había una expresión soñadora.
—Son impresionantes —comenté—. Usted ha conocido a muchas mujeres
bellas.
—Pero ninguna tanto como usted, querida. Me gustaría mucho agregar su
retrato a la colección.
—Sería un gran honor para mí.
—Ya tengo pensado quién será el artista —confesó Karl, tímidamente—. Sólo
Joseph Stieler podría hacerle justicia. Le haré conocer mis deseos y le diré que se
ponga de acuerdo con usted —y se volvió hacia mí—. Ya es casi el alba. ¿Quiere ver
los jardines?

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Asentí, y Karl me cogió de la mano una vez más para conducirme por un
pasillo más, hasta salir a un pasaje abierto, cuyo techo estaba sostenido por esbeltas
columnas de mármol blanco. Bajamos un tramo de escalones y nos hallamos en los
espaciosos jardines, donde los arbustos susurraban quedamente. La brisa levantó mi
sobrefalda de encaje negro, jugando con la falda de satén gris. Brillaba la luz de la
luna y el cielo tenía el color de las cenizas pálidas; leves manchas rosadas
comenzaban a extenderse por el este.
Caminamos lentamente hacia la balaustrada de mármol blanco que se extendía
por el borde del lago. Más allá del agua agrisada se veían los majestuosos edificios de
la ciudad, que bajo esa luz tomaban un tono violáceo según los tejados comenzaban a
recibir las primeras luces rosadas. Me pregunté con cuánta frecuencia atacarían al rey
esos períodos de aguda melancolía. Tal vez por eso no había hecho intentos de verme
antes, pero ahora parecía mucho más tranquilo, mientras la brisa rizaba el agua y el
cielo se iba aclarando.
En tanto contemplábamos el panorama, el lago se tiñó de rosa, reverberando
como si estuviera cubierto de lentejuelas rosadas. Esos reflejos adquirieron el color
del oro, cada vez más brillantes, a medida los primeros rayos del sol iban tocando el
agua. Más allá, los edificios perdieron el tono violáceo y se revelaron blancos y
dorados, brillantes bajo el sol cada vez más fuerte, mientras las sombras se fundían
ante la luz matinal. El rey guardaba silencio, contemplando la ciudad que él había
creado, la visión que transformara en realidad tangible. No dejaría herederos, pero sí
un legado de belleza y cultura mucho más permanente que la carne. Pocos hombres
habían logrado tanto.
—Le agradezco esta velada —me dijo—. Ha dado muestras de una gran
bondad, querida, mucho mayor de la que supuse.
—Para mí ha sido un placer —respondí.
—¿Tiene planes inmediatos?
—En realidad no. Pensaba regresar a París, pero no tengo compromisos. Tarde o
temprano tendré que iniciar otra gira. Soy bailarina y debo trabajar para vivir.
—¿No consentiría en ser mi huésped durante un tiempo? Stieler tardará algo en
pintar su retrato. Además, parece complacida con Chez Elena, y sé que ha hecho
amigos entre los estudiantes. Yo le exigiría muy poco, querida. Sólo un poco de
compañía ocasional.
Me miró con esos ojos tristes, llenos de silenciosos ruegos, y me sentí
profundamente conmovida. Karl de Baviera me necesitaba como ningún hombre me
había necesitado hasta entonces, y sólo cabía una respuesta.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XXX

El estudio era espacioso y soleado y a través de las ventanas abiertas a mi


derecha se veía el pequeño y bonito jardín, con enredaderas purpúreas
derramándose por sobre la pared y vívidas espuelas de caballero en los bien
cuidados parterres. Con el correr de las semanas me había aficionado al jardín. Los
pájaros que chapoteaban en el estanque de mármol blanco eran casi como viejos
amigos. La silla que usaba para posar estaba sobre una tarima de madera baja,
cubierta con brocado marrón gastado. No era muy cómoda, pero se ajustaba a los
propósitos de Stieler: quería que me sentara muy recta, con el codo izquierdo
casualmente apoyado en el brazo de la silla y la cabeza algo vuelta hacia la derecha.
Stieler llevaba más de seis semanas trabajando en el retrato. Yo posaba durante
dos horas, con la mejor luz de la tarde, vestida de terciopelo negro de mangas largas
y estrechas y corpiño ajustado, con la falda desplegada en pliegues lustrosos. Mi pelo
de ébano estaba recogido hacia atrás, y sobre la sien llevaba tres claveles de un vívido
rojo. Una llovizna de fino encaje negro flotaba en torno a mi rostro para crear el
efecto de mantilla española que Stieler deseaba. Esas sesiones proporcionaban
serenos interludios y había llegado a disfrutarlos, a pesar de los modales lisonjeros
de Stieler. Al fin llegó la última sesión.
—¿Se fatiga, condesa? —preguntó él.
—Puedo posar un rato más.
—En media hora habré terminado.
—¿Por completo?
Asintió, retrocediendo para observar el lienzo con mirada crítica.
—Debo trabajar un poco más el fondo, pero la de hoy será la última sesión. En
realidad la echaré de menos. Nunca he tenido una modelo tan dispuesta a cooperar.
—¿De veras?
—Pocas señoras pueden quedarse quietas. O quieren charlar con un conjunto
de amigas que vienen a acompañarlas, o se sientan a comer chocolates o juegan con
los perritos falderos. Es muy pesado. Trabajar con usted ha sido un placer, condesa.
Stieler mezcló con el pincel los colores de su paleta y volvió al lienzo, con la
punta de la lengua asomada entre los dientes y una mirada de intensa concentración
en los fríos ojos grises. Alto, delgado, más viejo de lo que admitía, llevaba una perilla
caprina y largas patillas que le daban más aspecto de diplomático que de artista. El
delantal largo que usaba en lugar del tradicional blusón de los pintores estaba
siempre impecable. Stieler había pintado a tantas señoras aristocráticas que eso se le
había subido a la cabeza. Rara vez había conocido a un snob tan consumado, pero era
sin duda un artista magnífico. Todos sus cuadros latían de vida.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Ésta será mi obra maestra —declaró—. Eclipsará a cuantas haya en la Galería.


—¿Usted cree?
—Sin duda alguna.
La decisión de Karl en cuanto a incluir mi retrato en la Galería de Bellezas había
provocado una gran conmoción en la corte. El conde Arco-Varley había declarado
que si se incluía el retrato de «esa prostituta» haría retirar el de su esposa, pintado
por Stieler. Entre los cortesanos y consejeros de Karl muchos estaban vinculados con
los de Sturnburg; estaban resentidos por mi presencia en Baviera, y ese resentimiento
se había acrecentado dos meses antes, cuando Karl decidió otorgarme la ciudadanía
y nombrarme condesa de Land'sfeld, asegurándome una pensión anual de veinte mil
florines al año, además de las propiedades de Land'sfeld. Lo había hecho contra mi
voluntad, insistiendo en que deseaba mostrarme su agradecimiento y darme una
seguridad; como rey, explicaba, tenía poder para hacer lo que se le antojara, y se le
antojaba hacer eso por mí.
—Apostaría a que su sangre es tan azul como la de casi todos esos parásitos e
inútiles que me rodean —aseguraba—. No toleraré discusiones, Elena. Será
ciudadana de Baviera y condesa, le guste o no.
Mi ascenso a la aristocracia había sido un golpe publicitario para la prensa,
pues les daba aún más tema para los artículos sensacionalistas que habían aparecido
en todos los periódicos europeos. Era el escándalo más delicioso de muchos meses, y
ante eso mi aventura con Franz parecía una nimiedad. Los articulistas se esmeraron;
era una seductora mercenaria y tramoyista, que me aprovechaba del pobre y
engañado rey. Gobernaba a Baviera desde atrás del trono, aconsejando a Karl cada
uno de sus movimientos. Los periódicos informaban que, además, mantenía
desvergonzadas aventuras con varios estudiantes, uno nuevo cada noche, y que ya
había provocado numerosas revueltas debido a mí conducta escandalosa e inmoral.
Con una melancólica sonrisa volví a contemplar el jardín. «Si supieran», pensé.
Si hubieran sabido cuántas noches no hacía otra cosa que sentarme frente a Karl en
su departamento privado, entreteniéndolo con charlas ingeniosas y los chismes que
le encantaban; jugábamos a los naipes, hablábamos de pintura, literatura y música, y
hacía lo que estaba a mi alcance para alejar los demonios oscuros que con tanta
frecuencia amenazaban apoderarse de él. El título que me había concedido, los
regalos que insistía en darme eran muestras de aprecio, sí, pero no favores ganados
en la cama. Los escritores sensacionalistas jamás hubieran comprendido nuestra
relación platónica, una relación de la que yo nunca podría hablar con nadie.
Lo que escribían de mi amistad con los estudiantes era igualmente ridículo,
pero ¿quién creería que Elena López podía recibir a bullangueros grupos de jóvenes
sin que el sexo entrara en juego? ¡Cuánto se habrían sorprendido los periodistas al
verme servir cerveza y queso en el elegante salón, escuchando con paciencia a mis
jóvenes admiradores, que se enzarzaban en calurosas discusiones sobre poesía y
pintura! Los alentaba en sus ambiciones, trataba de calmarlas cuando rabiaban contra
la llegada de nuevas milicias de Sturnburg intentando ser graciosa e inteligente como
anfitriona. Pero a pesar de mis buenas intenciones, los periódicos parecían creer sólo

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

lo que les convenía. Y cierto día, al estallar una refriega particularmente violenta
entre estudiantes y soldados provocada por demasiada cerveza y demasiadas frases
acaloradas, fue a mí a quien culparon los diarios.
Los artículos no me preocupaban en absoluto. Era, desde hacía tiempo, inmune
al periodismo sensacionalista. La situación política, más grave cada día, eso era lo
que me afligía. Sabía que mi presencia en Baviera había agregado una nueva tensión
a la situación, ya difícil de por sí; pero también sabía lo mucho que el rey Karl
necesitaba una compañía amable durante sus oscuros períodos de melancolía. No
habría servido de nada que yo me marchara; en cambio, mi presencia proporcionaba
consuelo y apoyo a un hombre que los necesitaba desesperadamente. Recibía cartas
anónimas llenas de amenazas y una vez, avanzada la noche, mi carruaje había sido
apedreado por un grupo de hombres uniformados. Pero no estaba dispuesta a
permitir que esas cosas me alejaran de Baviera.
Suspiré, ya cansada y entumecida por estar tanto tiempo en la misma posición.
Stieler dio un paso atrás y, con el ceño fruncido, se acercó a la tarima para retocar un
pliegue de mi falda. Al regresar al caballete cogió su pincel, me miró fijamente y
reanudó su trabajo. Tratando de relajar los músculos del cuello, toqué los claveles
rojos y pensé en mi relación con Karl, tan diferente de la que había mantenido con
Brence, Anthony o Franz y, en cierto modo, tanto más satisfactoria.
Necesitaba darme, y con Karl podía hacerlo sin reservas, sin temores ni
rechazos. Daba calor, comprensión, interés sincero, y él los recibía libremente, sabía
apreciarlos. Escuchaba mis opiniones con respeto y nuestras conversaciones eran
muy espirituales. El vínculo entre nosotros no tenía nada de físico, y por esa razón no
había tensiones ni fricción, no existían la contención ni la sutil rivalidad que había
marcado mis relaciones con otros hombres. Cuando me encontraba con Karl no había
necesidad de astucias ni tenía por qué ponerme en guardia.
Sabía muy bien que estaba viviendo en un paraíso ficticio, que muy pronto
debería terminar, pero después de tanto sufrir me bastaba con vivir el presente,
negando esas otras necesidades que habían causado la desastrosa relación con Franz.
Mi devoción a Karl y, en menor grado, mi amistad con los estudiantes me ayudaban
a olvidar. Si ocasionalmente había noches de inquietud, en las que los recuerdos me
asediaban y sentía un terrible dolor interior, eso pasaba siempre.
—Listo —dijo Stieler, dando su última pincelada—. Ahora puede descansar,
condesa. Está acabado; sólo falta el fondo.
Me levanté, desperezándome, y los pliegues de mi falda susurraron
suavemente. Stieler se limpió las manos con un paño y abrió una botella de champán
que se estaba enfriando en una cubeta con hielo. El corcho saltó ruidosamente entre
el siseo del champán. Stieler llenó dos vasos y me entregó uno al bajar de la tarima.
—Creo que debemos celebrarlo —dijo—. ¿Quiere ver mi obra maestra?
Y con su cautivadora sonrisa me condujo hasta el lienzo que hasta entonces me
había impedido ver. Al mirarlo sentí una extraña sensación: Stieler se había
superado. La mujer del retrato era la esencia del atractivo femenino; me costó
asociarla conmigo. El pelo de ébano brillaba con destellos azulados, bien destacados

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

los claveles rojos; la mantilla de encaje era una frágil caída de negro agrisado. La piel
relucía, con las mejillas delicadamente ruborizadas, y los ojos de zafiro se veían
tristes, sabios y repletos de deseos insatisfechos.
—Es fantástico —dije—. Apenas puedo creer que yo haya sido la modelo.
—Me gusta cómo he tratado la textura del terciopelo —comentó Stieler—. Esa
pana negra parece brillar con un resplandor plateado, y el brocado castaño de la silla
proporciona el contraste justo, muy sutil y tranquilo.
Acabado su champán estudió el lienzo con gran satisfacción.
—Completaré el fondo en un gris claro con reflejos rosados y dorados; mañana
se lo llevaré al rey. Creo que quedará complacido.
—No lo dude. Ha hecho una obra magnífica.
—También he tenido una magnífica modelo.
Un fuerte jaleo en la habitación contigua le impidió seguir elogiándome. Me
sentí aliviada cuando la puerta se abrió de par en par y mi escolta entró con ruidoso
abandono. Desde el incidente en que habían apedreado mi carruaje, Eric, Hans y
Wilhelm insistían en acompañarme hasta el estudio y de regreso a mi casa todos los
días, precaución totalmente innecesaria, que era en realidad una excusa para pasar
algún tiempo más conmigo. Llenaron el estudio de ruido y juventud, ponderando el
retrato, felicitando al desconcertado Stieler, y al fin me arrastraron fuera del estudio
hasta el coche que esperaba.
Hans se dejó caer a mi lado; Eric y Wilhelm, en el asiento opuesto, y el carruaje
inició la marcha. Cuando nos acomodamos noté un feo cardenal azulado en el
pómulo derecho de Wilhelm, que no tenía el día anterior; tampoco los cortes que
tenía en los nudillos. Cuando le pregunté al respecto, Wilhelm gruñó, sacudiéndose
un mechón pelirrojo de la frente.
—¡Esos malditos soldados! —bramó.
—¿Otro incidente?
—¡Cómo! ¿No se ha enterado? —exclamó Hans—. ¡Ha sido una verdadera
revuelta, la mayor de todas! Hay varios heridos, casi todos militares. Ocurrió en la
universidad, precisamente delante de los alojamientos.
—¡Todo por el toque de queda! —agregó Eric.
—¿Toque de queda?
—Idea de Schroder —dijo Wilhelm—. Decretó que todos los estudiantes deben
estar bajo techo a las nueve en punto de la noche. Lo decretó él, como si tuviera
autoridad para eso. Cuando se publicó el anuncio enloquecimos todos, se lo aseguro.
Schroder tuvo que llamar a todo un ejército.
—¡Pero les hicimos correr! —se vanaglorió Hans—. La pelea duró al menos una
hora antes de que los soldados tuvieran el sentido común de retirarse, llevándose a
sus heridos.
—Hubo varios estudiantes heridos también —dijo Eric, en voz baja—. Nadie
tiene la vida comprada. No fue sólo un choque más, Elena, sino un acto de agresión
directa.
—¡Pero no lo vamos a soportar callados! —juró Wilhelm, acaloradamente—.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

¡Ningún capitán de pacotilla nos va a imponer el toque de queda!


Hans y Wilhelm prosiguieron rabiando contra los militares mientras
cruzábamos la ciudad. Había muchos más soldados que de costumbre. Los cafés y las
cervecerías parecían llenos de arrogantes bestias de pantalones cortos y túnicas
verdes, que actuaban como si la ciudad les perteneciera. Eric me comunicó que esa
mañana había llegado un nuevo destacamento de Sturnburg; eran tantos que ya no
cabían en los cuarteles, de modo que habían levantado sus tiendas en el campo de
maniobras.
—Todo el mundo está furioso —dijo—, no sólo los estudiantes. Los
comerciantes se quejan y los granjeros también. Están obligados a proporcionarles
alimentos gratuitamente, fíjese. El resentimiento está llegando a su punto máximo.
—¡No lo vamos a tolerar! —declaró Wilhelm—. Esta vez todos los ciudadanos
de Baviera nos apoyan. O los soldados se van o tendrán que vérselas con nosotros.
En realidad no me alarmé demasiado. Había oído declaraciones igualmente
fuertes con demasiada frecuencia como para tomarlas en serio. Los estudiantes
rabiarían contra tanta injusticia, pero tarde o temprano volverían a sus libros para
ocuparse de problemas realmente acuciantes, como los exámenes y las notas. Pero
aunque el régimen militar mantenía una cierta liberalidad, la llegada de los nuevos
hombres no dejaba de ser incómoda.
Dejamos el lago atrás, y en cuestión de minutos el carruaje se detuvo frente a
Chez Elena. Mis tres jóvenes caballeros me ayudaron a descender y me escoltaron
hasta la puerta, ya recobrado el buen humor. Hans parloteaba sobre su nueva
epopeya y Wilhelm preguntaba a Eric si había tomado notas durante la clase de
historia esa mañana.
—No pienso dejarte mis apuntes —dijo Eric con firmeza—. Si quieres aprobar
podrías ir de vez en cuando a las clases en lugar de pasarte el día en el gimnasio.
—Gracias —repuso Wilhelm—. Eres muy buen compañero. ¡Espera a que nos
encontremos sobre una colchoneta!
—¿Podemos visitarla esta noche, Elena? —preguntó Hans.
—Temo que no. Me esperan en el palacio. El rey y yo vamos a cenar con Franz
von Klenze, el arquitecto que ha diseñado la mayor parte de los magníficos edificios
de Baviera.
—¿Ha terminado Von Klenze los diseños de la nueva Galería Griega? —
preguntó Eric.
—Esta noche veremos los planos —respondí—. Dicen que es su mejor obra
hasta el momento.
—Y la más costosa —agregó Wilhelm—. A Sturnburg le va encantar. Gritarán
como cerdos cuando el rey meta la mano en las arcas para financiarla.
—¿Y mañana por la noche? —insistió Hans—. Quiero recitarle mi nueva
epopeya. Trata de un noble noruego de la Edad Media, que se enamora de una
doncella campesina y…
Wilhelm lo cogió del brazo y tiró de él hacia atrás.
—¡Vamos! —gruñó—. Ya estamos hartos de tu podrida epopeya. ¿A que tú no

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

has tomado apuntes esta mañana?


—Yo tampoco he asistido a clase. Tenía que terminar mi epopeya.
—Hasta luego, Elena —dijo Eric.
—Gracias por protegerme.
Cuando se hubieron marchado pasé el resto de la tarde escribiendo cartas.
Debía una a Millie desde hacía tiempo, y el día anterior habían llegado dos de
Phillipe, ambas algo sombrías. Era muy infeliz en Turena. Pasaba casi todo el día a
caballo, supervisando a los arrendatarios y examinando el ganado. Había iniciado las
reparaciones en el castillo ancestral; estaba todo lleno de andamios y los obreros iban
y venían el día entero. Phillipe me contaba algunas cosas del castillo y de su historia
familiar, que al parecer llegaba hasta Carlo Magno.
Al leer sus cartas reconocí su soledad y nostalgia. Me echaba mucho en falta,
escribía, y le hubiera gustado que yo visitara el castillo; lo encontraría muy bello y
espacioso. Nunca utilizaba la palabra «amor», pero sus cartas, de cualquier modo,
eran las propias de un enamorado: sutiles, contenidas, escritas por un joven tímido y
sensible que había contraído un capricho sin esperanzas por una mujer mundana. Yo
sabía que no debía alentarlo contestando sus cartas, pero no tenía valor para negarle
ese consuelo. Phillipe me inspiraba un gran cariño y yo también lo echaba de menos;
pero nuestros mundos eran cosas demasiado distantes como para que hubiera entre
nosotros algo más que una amistad.
Mi carta para él era ingeniosa, parlanchina y llena de amistad; no podría
interpretarla mal de ningún modo. Supuse que en poco tiempo dejaría de escribirme.
Conocería a alguna muchacha de Turena y se enamoraría verdaderamente de ella,
olvidando su capricho por la exótica criatura que lo había deslumbrado. Con un
suspiro, cerré el sobre e inicié mi carta para Millie. Cuando terminé era ya hora de
bañarme y vestirme.
Siempre me esmeraba en el arreglo personal cuando visitaba a Karl. Después de
bañarme me puse una enagua de color zafiro con media docena de faldas. Minne me
ayudó a peinarme con un elegante moño oval. Sus ojos parecían más soñadores que
de costumbre, pues el apuesto Klaus había renunciado a su empecinado cortejo a
todas las otras doncellas para dedicarse por entero a Minne. Ella se reservaba para el
matrimonio, y yo esperaba que me lo anunciara de un momento a otro.
Me puse sombra azul grisácea en los párpados y un toque de rosado en los
pómulos, además de un rosado más intenso en los labios. Satisfecha con los
resultados, me levanté para ponerme el vestido que Minne acababa de sacar del
guardarropa. Era de tela plateada, tal vez la prenda más exquisita que jamás usara, y
la más cara por cierto. El vestido se despegó sobre las enaguas en centelleantes
pliegues de plata, cuando Minne hubo acabado de ajustar el corpiño, abrió mi joyero
y sacó el collar de zafiros y diamantes, regalo de Karl.
Me lo abroché al cuello y di un paso atrás para contemplar mi imagen en el
espejo. Los diamantes brillaban con cegadores prismas de luz, titilando en
llamaradas de plata y violeta. Los zafiros ardían en fuegos azules que danzaban y
huían. La mujer del espejo podría haber sido una reina, pero ¿por qué sus ojos eran

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

tan tristes? ¿Por qué yo seguía pensando en la niña que vagaba por los páramos de
Cornwall, salvaje, libre, llena de sueños? Era una condesa, disponía de un pequeño
palacio; llevaba un vestido de plata y un collar que habría sido la envidia de María
Antonieta. Había progresado mucho en la vida, pero mi corazón estaba lleno de
nostalgias por una sola cosa que me había sido negada.
—Parece una aparición —dijo Minne—. Nunca la he visto tan hermosa.
—Gracias, Minne. ¿Me equivoco, o viene un carruaje por el camino?
—Parece que sí. Sí, se ha detenido. Alguien desciende de él.
—¿Quién puede ser? Los estudiantes saben que esta noche debo ir al palacio.
—¿Quiere que vaya a ver? —preguntó Minne.
—Te lo agradecería, Minne.
Salió de prisa. Volvía a mirarme en el espejo y a preguntarme por qué, bajo
tanto esplendor, podía sentir tal tristeza. Era una tontería, era permitirse la piedad
por una misma. ¿Qué derecho tenía a desear la felicidad? La felicidad era una ilusión
brillante que reverberaba en el aire, siempre fuera del alcance. La muchacha de
Cornwall había creído en ella, tratado de alcanzarla, pero yo no era tan ingenua. Era
mayor, más sabia, y ese deseo insatisfecho que llevaba en mí tendría que encarnarse
en mí. ¿Felicidad? Tenía fama y riquezas, todo lo que el mundo valoraba. Eso debía
bastar para cualquier mujer.
Ese malhumor pasará pronto, me dije, alisando un pliegue de mi falda. Suspiré
y me alejé del espejo, mientras Minne regresaba a la habitación.
—Un caballero de Sturnburg —dijo con expresión preocupada—. Otto le ha
comunicado que usted debía salir y que no podía verlo, pero el caballero ha insistido,
diciendo que era urgente.
—Comprendo.
—Es inglés —agregó—. Ha dicho a Otto que pertenecía a la embajada inglesa en
Sturnburg y que no se marcharía, Otto le ha hecho pasar al recibidor.
—Gracias, Minne.
—Espero que no haya problemas —dijo ella, nerviosa.
—Nada que no pueda solucionar —le aseguré.
Mi falda acompañó el descenso por la graciosa escalinata con un seco ruido de
hojas marchitas. Las arañas de cristal lanzaban una brillante luz sobre el vestíbulo.
Dado mi estado de ánimo, casi me complacía la confrontación que me esperaba.
Puesto que yo era inglesa, la embajada de Sturnburg debía estar preocupada por mi
presencia en Baviera y trataría de convencerme para que partiera. Me sorprendía que
no hubieran enviado a alguna persona mucho antes. Pero no tenía intenciones de
ceder ante ninguna presión, y al entrar al recibidor me preparé para comportarme
tan inflexible como el acero.
El inglés estaba de espaldas a mí, examinando uno de los pequeños bronces que
adornaban la repisa. Era muy alto y obviamente joven, de pelo negro. Al menos no
me habían enviado un diplomático viejo y achacoso. Aún llevaba su capa de viaje,
que flameó sobre sus hombros cuando él se volvió. Me observó con los ojos oscuros
llenos de frío auto dominio.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Ah, la condesa de Land'sfeld —dijo, con una correcta reverencia.


No pude hablar. Mi corazón parecía haberse detenido.
—Brence Stephens —dijo—. Soy el ayudante principal del embajador inglés en
Sturnburg.
Una vez, hacía mucho tiempo, me había dicho que sería ayudante del
embajador inglés en un Estado diminuto del que yo probablemente no había oído
hablar. Lo recordé en ese momento, y vinieron a mi memoria muchas cosas más. Los
años parecían haberse evaporado, y un torrente de recuerdos se precipitó sobre mí.
Sentí que se me aflojaban las rodillas, mientras luchaba desesperadamente para
sofocar las emociones que crecían en mi interior. Tuve que convocar, todas mis
fuerzas para no perder el sentido.
Yo había soñado mucho en ese momento. Había soñado enfrentarme un día a él
en todo mi esplendor, para mostrarme altanera y tratarlo desdeñosamente. Ahora
que llegaba el momento sólo sentía un pánico cerval. Pero no debía permitir que él lo
notara. Estremecida por dentro, sentí que palidecía.
Lo miré fijamente. Arqueó una ceja, como le había visto hacer tantas veces en el
pasado.
—¿Ocurre algo? —inquirió.
—Absolutamente nada.
Mi voz era tranquila, pero parecía provenir de otra persona. Logré dominar el
temblor interno y, con un esfuerzo sobrehumano, adquirí una rígida compostura que
podía derrumbarse en cualquier momento. Lo miré de frente, pidiendo en silencio a
Dios que me diera fuerzas.
—Supongo que usted sabe a qué he venido —dijo.
—Tengo una idea aproximada.
—Acabo de llegar a Baviera. He venido inmediatamente, después de reservar
habitaciones en el hotel. Es algo urgente, condesa. Por eso vengo a esta hora. Su
mayordomo me ha dicho que usted iba a salir, pero he insistido en verla.
Su voz era profunda y melodiosa, como yo la recordaba, con el mismo tono
levemente apagado. Había perdido el color bronceado que adquiriera en la India, y la
nueva palidez realzaba su apostura. En su boca había un pliegue cínico que antes no
tenía, un aura desencantada que lo hacía más vulnerable. Brence Stephens debía estar
desilusionado con su suerte. El éxito que tanto buscara lo seguía eludiendo. Aún era
un simple ayudante, después de tanto tiempo, y comprendí que eso lo amargaba. El
antiguo humor caprichoso seguía allí, visible en seguida.
—¿No quiere quitarse la capa, señor Stephens?
Sacudió la cabeza, frío y remoto, disimulando apenas su hostilidad. No me
había reconocido, no asociaba a la esplendorosa criatura del traje plateado con la
inocente jovencita de Cornwall a quien privara de su virginidad y quebrara el
corazón. Para él yo era una famosa cortesana, una aventurera mercenaria, inmoral y
sin escrúpulos.
—He venido para sacarla de Baviera —dijo—. Tengo instrucciones de llevarla
fuera del país lo antes posible.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—¿De veras?
—Son instrucciones del embajador, que a su vez las ha recibido de Londres. Su
presencia aquí es irritante y peligrosa, como usted no dejará de comprender. Es
ciudadana inglesa, e Inglaterra quiere tenerla fuera de Baviera antes de que la
situación empeore.
Al notar que yo no contestaba arrugó el ceño más aún.
—¿Cuánto tardará en preparar sus cosas? —preguntó.
—No tengo intenciones de prepararlas, señor Stephens. No tengo intenciones
de marcharme. Ahora soy ciudadana de Baviera, así proclamada por el rey en
persona. Temo que ha hecho el viaje en balde.
—Veo que no comprende la gravedad de la situación, mi querida condesa. Es
imperativo que usted parta inmediatamente.
—Imperativo para Sturnburg —repliqué.
—No represento a Sturnburg, sino a Inglaterra. La embajada no está nada
complacida con los últimos sucesos de aquel país ni condena su política militar.
Ciudadana o no usted es inglesa y está bajo nuestra jurisdicción.
—No pienso lo mismo.
—No he venido para discutir con usted, condesa. He venido a sacarla del país
antes de que se vea envuelta en un levantamiento militar.
—¿Levantamiento militar? Sturnburg no se atrevería a intentar semejante golpe.
No piense que me asusta con esas declaraciones, señor Stephens; tengo plena
conciencia de la situación política.
—Usted no sabe una palabra de lo que está ocurriendo —me informó—. Nadie
lo sabe en Baviera, Yo vivo en Sturnburg y sé lo que ocurre, lo que va a pasar. Por eso
he venido!
—¿Para rescatarme?
—Puede expresarlo así.
—Temo que me veré obligada a rechazar su ofrecimiento.
—Es usted una mujer testaruda, condesa.
—Está en lo cierto —repliqué.
Y me acerqué a la ventana para tirar del largo cordón de seda con que llamaba a
Otto. Brence me miró fijamente cuando me volví, fría como el hielo, disimulando mi
torbellino interior. Iba a decir algo más, pero los ojos se le ensombrecieron como tras
una incógnita. Se acercó un poco, frunciendo intensamente el ceño. Permanecí muy
quieta. Él seguía mirándome fijamente; poco a poco empezaba a reconocerme. Al fin
sacudió la cabeza, como si se negara a creer lo que veían sus ojos.
—No —dijo—. No, es mi imaginación. No puede ser.
Pero sus mejillas se habían puesto pálidas. Se pasó una mano por la frente,
completamente avergonzado.
—Usted… tú bailabas. Una noche, en el campamento gitano, bailaste. Elena
López es… baila danzas españolas como las que… bailaste con aquel muchacho
gitano. ¿Mary Ellen?
—Mary Ellen ya no existe —dije, fríamente—. La muchacha a la que sedujiste y

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

abandonaste dejó de existir hace mucho tiempo.


Tenía la cara del color de la cera. Dio un paso hacia mí, en el momento en que
Otto entraba a la habitación.
—Por favor, acompañe al señor Stephens hasta la puerta —dije—. Si trata de
volver a verme no estaré disponible, ¿comprende? No quiero volver a verlo. Que no
se le permita la entrada a esta casa bajo ninguna circunstancia.
—¡Mary Ellen! —gritó Brence.
—Llame a los lacayos si hace falta, Otto.
Con perfecta compostura, abandoné el recibidor y crucé el vestíbulo hacia las
escaleras. Fue el trayecto más difícil que hube de recorrer en mi vida.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XXXI

Era una noche maravillosa, fresca y serena. Habían transcurrido tres días desde
que Brence llegara a Baviera, tres largos días con sus tres largas noches. Apenas
pasada la medianoche, regresaba en mi carruaje a Chez Elena, tras una visita a Karl.
Lo había visto de muy buen humor, entusiasmado por la nueva Galería Griega. El
material ya estaba encargado y la construcción se iniciaría en cuanto llegara, con Von
Klenze allí para supervisar cada paso. Karl, viendo que parecía algo cansada, sugirió
con una sonrisa que volviera temprano a Chez Elena. Sus demonios oscuros estaban
lejos esa noche; no lo molestaban desde hacía más de una semana.
Me sentí agradecida por ello, pues tenía mis propios demonios contra los que
luchar.
Por la ventanilla del carruaje se divisaban las luces de la dudad a lo lejos y
mientras avanzábamos por la curva del lago vi los trémulos capullos de luz
anaranjada allí donde los soldados recién llegados encendían sus hogueras en el
campo de maniobras. A Karl no lo hacía feliz su presencia y había presentado ante
Sturnburg una protesta formal, pero no se preocupaba más de lo debido. Había
reprendido severamente a Schroder por tratar de imponer el toque de queda a los
estudiantes, después de lo cual no hubo más dificultades. El statu quo seguía en
vigencia. Los estudiantes estaban muy ocupados en preparar sus exámenes, y los
soldados parecían pasar la mayor parte del día ejecutando ejercicios tácticos fuera de
la ciudad. Sturnburg quería que yo saliera de Baviera, y habían enviado a Brence
porque pensaban que un inglés tenía más oportunidades de convencerme sobre el
«inminente peligro». La embajada inglesa, sin duda, trabajaba de acuerdo con
Stunburg. Schroder había tratado de intimidarme el día de mi llegada, pero yo, tanto
en ese momento como ahora, estaba dispuesta a no dejarme intimidar. La misión de
Brence Stephens consistía en hacerme abandonar Baviera, y emplearía cualquier
medio con tal de lograr su meta. Toda su charla acerca de un golpe de estado era sólo
parte de esa táctica.
El carruaje avanzaba lentamente alrededor del lago. Las hogueras parpadeantes
del campamento ya no estaban a la vista. Me sentía cansada, pero sabía que no iba a
poder dormir. No había podido dormir bien en las tres últimas noches. En cuanto me
acostaba me asaltaban los recuerdos, vibrantes recuerdos de increíble alegría y pena
insoportable. Nunca había dejado de amar a Brence Stephens, jamás. Había enterrado
ese amor muy dentro de mí, encerrándolo en la oscuridad, negando su existencia,
pero seguía formando parte de mi ser. En cuanto volví a verlo se liberó de su prisión,
tan fuerte, tan vital como al principio.
Al llegar a Chez Elena no quise entrar inmediatamente. Mientras el carruaje se

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

alejaba, me detuve en los escalones, temiendo las horas próximas, con miedo a los
recuerdos. Ahora deseaba haber permanecido en el palacio, aunque Karl no me
necesitara. Decidí pasear un rato por los jardines para retrasar el momento de
meterme en la cama y cerrar los ojos; era entonces cuando el pasado volvía a la vida
con tan vívidos detalles. Descendí por la escalinata y me dirigí hacia los jardines, con
las faldas henchidas por la suave brisa.
Mi vestido de seda rosada tenía mangas angostas que dejaban los hombros al
descubierto; la falda estaba sembrada por cientos de lentejuelas transparentes, finas y
diminutas como astillas de cristal. Llevaba en el pelo una gran camelia blanca. Elena
López, en toda su belleza, paseaba por los jardines pasada la medianoche, sola.
Aquello representaba una triste ironía, pero yo no podía apreciarla totalmente.
El aire fresco de la noche me acarició los hombros desnudos cuando bajé por el
sendero, entre surcos de flores. Largas sombras azules se movían rápidamente a mis
pies, formando diseños sobre el sendero plateado. Los arbustos susurraban, y las
fuentes dejaban oír las suaves caricias del agua sobre los bordes de mármol. La luz de
la luna creaba un mundo de plata y negro, azul y gris peltre, adorable y tranquilo.
Caminé lentamente, aspirando la fragancia de las flores y percibiendo la soledad
sonora de la noche. Un pájaro gorjeó soñoliento. Un ruido seco, como de pasos, hizo
que me detuviera, vivamente alarmada; pronto decidí que había sido un eco de mis
propios pasos.
Brence estaba aún en Baviera, alojado en el hotel. Había intentado verme dos
veces más, pero en ambas ocasiones lo habían rechazado. Sabía que no podía
arriesgarme a verlo de nuevo. Aún estaba enamorada de él, y ese amor debía volver a
su prisión, contenido, dominado, ignorado. Una vez había estado a punto de
destruirme y no podía correr el riesgo de que volviera a ocurrir. Debía ser fuerte,
muy fuerte; volver a verlo sería un error desastroso. Tarde o temprano admitiría su
derrota y volvería a Sturnburg, y entonces yo podría descansar tranquila.
Me detuve junto a una de las fuentes, pero una sensación de intranquilidad me
iba invadiendo poco a poco. Estaba incómoda sin saber por qué. Presentía que algo
andaba mal. La luz de la luna se volcaba sobre los mosaicos de mármol blanco,
tiñéndolos de plata, y los altos arbustos cercanos al borde del lago se balanceaban
suavemente, como una masa de sombras oscuras. Sentía que alguien me observaba:
eso, eso era lo que me provocaba tal intranquilidad. La sensación era tan fuerte que
llegaba a ser física.
—¿Quién… quién anda ahí? —pregunté.
Recordé el odio con que Schroder me había mirado cuando lo desafié el día de
mi llegada. Prometió que lo lamentaría. ¿Y si hubiera venido a vengarse? ¿Y si
hubiera enviado a alguno de sus hombres para deshacerse de Elena López de una
vez para siempre? Era muy improbable, pero mi imaginación conjuraba toda clase de
imágenes terroríficas. Entre los arbustos, al mirar con atención, me pareció distinguir
una forma más oscura, una silueta negra y alta, recortada sobre el fondo gris. Traté
de convencerme de que estaba imaginando cosas, pero la forma se movió,
separándose de las sombras. Por un momento sentí un crudo terror. Estaba al pie de

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los jardines, lejos de la casa. Aunque pidiera socorro, sería muy difícil que alguien me
oyera desde dentro. Petrificada por el miedo, vi que el hombre avanzaba cruzando el
césped oscuro y salía a la luz de la luna. Vi sus facciones claramente cuando se acercó
a mí, y entonces el terror se tornó en una alarma distinta, rápidamente seguida por la
ira. Lo miré fríamente, con el puño apretado. Se detuvo a pocos metros de distancia;
cuando vio mi puño cerrado, una sonrisa divertida asomó a su cara.
—¿Vas a pegarme?
—¡Debería hacerlo!
—Dicen que tienes mal carácter.
—¿Cómo te atreves a asustarme así?
—Imagino lo que has pensado. Tienes muchos enemigos en Baviera y ha sido
una imprudencia venir sola hasta aquí, a estas horas. ¿Y si hubiera sido otra persona
y no yo?
—¿Qué haces aquí?
—Esperaba tu regreso. Llevo al menos tres horas aquí, en los jardines, y estaba
dispuesto a seguir toda la noche si fuera necesario. Cuando el carruaje llegó quería
hablar contigo antes de que entraras, pero te detuviste en los escalones y te dirigiste
hacia el jardín.
—Y me has estado observando.
Él asintió, lentamente.
—Observándote —dijo—, y tratando de convencerme do que no era un truco de
la luna, que belleza tan abrumadora no era una ilusión.
Su voz era como música, una ronca y grave caricia de sonido. Me endurecí para
resistirme a él, agradecida porque el enfado mantuviera las otras emociones en su
sitio. Lo miraba con expresión dura y pétrea.
—De jovencita eras hermosa —continuó—. Pero como mujer te has superado a
ti misma.
—Voy a entrar, Brence.
—No, nada de eso. Vas a escucharme.
—No podrás detenerme. Llamaré a los lacayos.
—Llámalos —dijo.
—No tenemos nada de qué hablar, Brence. La otra noche te dije que no tenía
intenciones de abandonar Baviera. Después de haber recibido por dos veces un
portazo en las narices, bien podrás comprender que tu misión ha fracasado.
—No renuncio con facilidad, Mary Ellen.
—No me llames así. Hace años que nadie me llama con ese nombre.
—Para mí serás siempre Mary Ellen. Serás siempre esa muchacha encantadora y
vulnerable, con el pelo revuelto por el viento, las mejillas ruborizadas y los ojos
llenos de deseos secretos.
—La niña que abandonaste —dije, fríamente.
Él volvió a asentir.
—Nunca he podido perdonármelo. Traté de olvidarte, lo intenté
desesperadamente. Sabía que era una estupidez dejarme atormentar por tu recuerdo,

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pero no sirvió de nada. No he podido apartarte de mi mente.


—Me conmueves.
Pasó por alto mi sarcasmo.
—Me enamoré de ti, Mary Ellen. Nunca me había enamorado antes y… quedé
desorientado. Parecía una especie de debilidad. Tenía planes audaces para hacer
carrera en la diplomacia y…
—Y yo no entraba en ellos —dije—. No era rica ni aristocrática. No podía
ayudarte a progresar en tu preciosa carrera. La hija bastarda de un gitano, y eso no te
convenía en absoluto.
—No lo voy a negar —dijo, serenamente.
Estaba muy próximo y me miraba con ojos sombríos, graves, tensos los
pómulos, entreabiertos los labios llenos y suaves. Era tan apuesto… Volví a sentir su
desencanto, esa nueva vulnerabilidad que la cínica curva de la boca no lograba
ocultar. En otros tiempos yo había deslizado los dedos sobre esa boca. En otros
tiempos había apoyado la mano en esa mejilla enjuta. Recordé la sensación de sus
brazos cerrados en torno a mí, recordé esos labios que cubrían los míos, firmes,
húmedos, exigiendo respuesta. Traté de dominar el curso de mis recuerdos y me
endurecí.
—Por eso te fuiste —dije, con voz áspera—. Me dejaste dinero para tranquilizar
tu conciencia y te marchaste, sabiendo que estaba sola, que no tenía a quién acudir.
—No estoy precisamente orgulloso de eso.
—John Chapman vino aquella noche a visitarme, después de tu partida. Ya no
quería convertirme en su amante. Por lo que a él concernía, yo era mercancía usada.
Me violó.
Brence quedó atónito.
—Sobreviví —continué, con la misma voz áspera—. Lo aparté de mi mente.
También a ti, Brence. Como ves, crecí. Crecí y no tuve tiempo para llorar por lo
pasado.
—Yo volví a buscarte —dijo.
Se acercó, y sentí algo trémulo en mi interior.
—Durante tres meses traté de olvidarte, pero al fin comprendí que era inútil.
Estaba enamorado de ti, Mary Ellen, y sabía que la vida sin ti no tenía sentido. Por
eso pedí permiso en la embajada y volví a Cornwall, rogando que no te hubieras
casado todavía.
—¿Esperas que crea eso?
—Habías desaparecido. Tu casa había sido vendida y nadie subía adónde
habías ido. Recordé que hablabas de ser bailarina, pero nunca me lo tomé en serio.
Jamás soñé con que fueras a Londres por tu cuenta. Supuse que te habías ido a vivir a
otra aldea, y pasé dos semanas buscándote, de pueblo en pueblo, viajando por todo
Cornwall, hasta que me vi forzado a renunciar y volver a Sturnburg.
Guardé silencio. Una profunda arruga le cruzaba la frente.
—Es la verdad —dijo—. ¿No te das cuenta de lo que te estoy diciendo? Te estoy
diciendo que te amo.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Y se supone que yo debo caer rendida en tus brazos, suspirar y lamentarme


por los años perdidos. ¿Es eso lo que esperabas? Lo siento, Brence. Ya no soy
ingenua. Estás perdiendo tu tiempo… y haciéndome perder el mío.
Me miró con los ojos llenos de asombro y dolor. Aunque deseaba creer lo que
decía con todo mi corazón, no me atrevía a confiar. Ni en él ni en mí. Hubo un largo
silencio. La fuente chapoteaba suavemente a mi espalda y me estremecí ante la brisa
fresca que cruzaba el lago. Sentía una familiar debilidad, pero luché valientemente
contra ella sabiendo que no podría mantener mi helada compostura mucho tiempo
más.
—Tienes toda la razón del mundo si me odias —dijo tranquilo.
—No te odio, Brence. Ya me eres indiferente.
—No te creo. El otro día, cuando al fin me di cuenta de quién eras, todo volvió a
mi mente de una sola vez. Fue como si no hubiera existido ningún intervalo, como si
todo el tiempo transcurrido hubiera sido un sueño. Sé que tú experimentaste lo
mismo, Mary Ellen.
—No.
—Me reconociste inmediatamente. Quedaste aturdida y asustada, pero todavía
me amabas.
—No.
—Estás mintiendo.
—Márchate, por favor.
Movió la cabeza y me puso las manos en los hombros. Estremecida, traté de
apartarme, pero sus manos me apretaron, los dedos se hundieron en mi piel y tuve
que cerrar los ojos. Me estrechó entre sus brazos y me cubrió los labios con los suyos.
Permanecí muy quieta, negándome a plegarme, negándome a responder, aunque
cada fibra de mi ser parecía vibrar con dulces sensaciones. Sus labios acariciaron los
míos suavemente, y me apretó contra sí. En mi interior no había sino una dulce
languidez que se iba fundiendo en una dolorosa necesidad. Sus labios se hicieron
más insistentes; yo me mantenía rígida, aún resistiendo, aferrada a una dura médula
de resolución.
Alzó la cabeza y me miró a los ojos un largo rato. Después me besó la mejilla, el
hombro, la curva del cuello; sus manos me acariciaban. Volví a estremecerme,
sintiendo que mi resolución se hacía añicos, y él me estrechó nuevamente y me besó
otra vez con ferviente urgencia.
Por un momento me aferré a los restos de mi firmeza, pero en seguida mi
cuerpo se aflojó y curvé los brazos en torno de sus hombros, mientras él me abría los
labios con los suyos. La realidad pareció desaparecer; dentro de mí se abrieron
capullos en estallidos de esplendor. Ese beso pareció durar una eternidad, una
eternidad de espléndido tormento, y al fin, cuando sus labios dejaron los míos, lo
miré a los ojos con extraña compostura, a pesar de las sensaciones que reverberaban
dentro de mí. Una parte de mi ser parecía mirar tranquilamente la escena desde
cierta distancia. Cuando hablé, mi voz era tranquila.
—¿Te marcharás, ahora?

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Me deseas. No puedes negarlo.


—Soy humana. Ya lo has comprobado.
—Me amas.
—Ha sido una respuesta automática.
—No, Mary Ellen.
—Nada más.
—Mientes. Tienes miedo.
—Sí.
—No tienes nada que temer.
—Todo.
—Te amo, Mary Ellen.
Si al menos hubiera podido creerle. Si al menos no hubiera sabido por qué
estaba en Baviera.
Me rozó la mejilla. Sus párpados se pusieron pesados. Con los labios
entreabiertos, inclinó la cabeza y me sostuvo contra sí, besándome por tercera vez, y
yo le dije en silencio con los labios, con el cuerpo, lo que me negaba a decir en voz
alta. Emociones conflictivas me sobrecogían. Estaba triste porque había perdido la
batalla, alegre porque compartiría mi victoria, e incluso otra parte de mí
permanecería altanera, observándolo todo con mucha calma. Retiró sus labios y
sonrió, conduciéndome hacia las sombras, hacia el suave césped. Me eché hacia atrás,
sacudiendo la cabeza, y él me miró inquisitivo.
—La casa —dije—. En mi habitación.
—¿Y los criados?
—Mi doncella nunca me espera levantada; le he indicado que no lo haga. Y los
lacayos permanecerán en sus puestos. Utilizaremos la puerta lateral.
Asintió y me soltó la mano. Yo avanzaba como en trance, a través del claro
lunar y de las sombras, entre el titilar de las lentejuelas de mi falda. Él iba a mi lado,
severo y silencioso; su capa flameaba en la brisa como alas negras. Pasamos junto a
arbustos altos y prolijos bancales para cruzar por fin el camino que llevaba hacía la
cochera y los establos. Entramos al penumbroso vestíbulo lateral, y un momento
después ascendíamos la escalera de servicio.
En mi dormitorio había una lámpara encendida. Cuando cerré la puerta y me
volví hacia Brence experimenté una sensación de irrealidad. Parecía estar soñando.
Alcé la mano para apartarle los mechones sueltos de la frente y acaricié su mejilla. Él,
sonriendo, volvió la cabeza para besarme los dedos. Aparté mi mano y Brence, con
una suave risa, se quitó la capa y la dejó caer sobre una silla. Llevaba un traje azul
oscuro, de corte muy elegante, y un chaleco de satén blanco, bordado con diminutas
flores azules. Bajo la barbilla se anudaba una corbata de seda negra. Así, de pie, con
las piernas separadas y las manos flojas a los lados, se mostraba alto y apuesto,
realmente deslumbrante.
Recordé la tarde, en Cornwall, en que lo había visto por primera vez. También
entonces me había parecido deslumbrante, me había inspirado la misma admiración.
Pero había algo más entonces: una vaga, perturbadora premonición de peligro, como

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si supiera que me encontraba cara a cara con mi destino y que debía huir. En ese
momento sentí la misma premonición, pero no le presté la menor atención. Mis otros
sentimientos eran mucho más fuertes. Me adelanté para apagar la lámpara. Los
postigos del balcón estaban abiertos. Difusos rayos de luna entraban a la habitación,
cada vez más potentes, penetrando la oscuridad.
—He esperado tanto este momento —dijo, con voz ronca—. Ahora que te he
hallado jamás dejaré que te apartes de mí.
Y me atrajo hacia sí para besarme la frente, la nariz, la mejilla; sus labios se
deslizaron por mi cuello. Parecían quemarme la piel. Besó la curva de mi pecho y yo
enredé los dedos en su pelo, estremecida. Pasaron algunos minutos; al fin se
enderezó y me sujetó los brazos con una sonrisa, con los ojos oscurecidos de deseo.
No tenía prisa; deliberadamente postergaba el éxtasis definitivo. Me apretó los
brazos para estrecharme contra sí y me besó el lóbulo de la oreja, atrapándolo entre
los dientes. La luna, sobre el suelo, lanzaba sombras bailarinas contra la pared.
—Me parece imposible tenerte entre mis brazos —dijo.
—También a mí. Es… es como un sueño.
—Es la realidad, Mary Ellen.
Me quitó la camelia de la sien y la dejó a un lado. Sus dedos juguetearon con mi
pelo, deshaciendo el moño oval; los rizos invisibles se esparcieron y las ondas de
ébano me cayeron sobre los hombros. Entonces me hizo girar en redondo para alzar
mi cabellera y besar el dorso de mi cuello. El frío aire de la noche llenaba la
habitación; lo sentí sobre la piel.
—Eres hermosa —murmuró, estrechándome.
—Ahora me siento hermosa.
—¿Cómo pude abandonarte?
—Basta —susurré—. Ya hemos hablado bastante.
—De acuerdo.
—Ahora es tiempo de sentir.
Me soltó y cruzó la habitación para despojarse de la chaqueta y el chaleco, que
dejó sobre una silla. Se quitó la corbata y la dejó caer sobre las otras prendas, y por
fin se sentó sobre la cama para quitarse las botas. Recordé aquellas tardes, hacía ya
tanto tiempo, cuando llegábamos a la casa después de caminar por la playa. Parecía
haber ocurrido apenas el día anterior. Las botas cayeron al suelo con estruendo y él
se levantó para quitarse la camisa. Yo lo contemplaba sintiendo un amor nuevo,
vibrante y glorioso, tan embriagador Como el fino champán, igualmente regocijante;
el aturdimiento delicioso con que me llenaba despertaba en mí deseos de sollozar de
pura alegría. Me permití experimentarlo, hacer que no era sólo parte del sueño.
Se quitó los pantalones y quedó desnudo a la luz de la luna, como una soberbia
estatua transformada en carne y hueso. Su virilidad latía, erecta, ansiosa. Me cogió
por los hombros y me hizo girar para desabrocharme el vestido. Sentí que sus manos
me deslizaban el corpiño hacia abajo y retiré los brazos de las mangas. La seda
rosada susurró, entre un centellear de lentejuelas. Sus manos se movieron sobre mis
caderas y el vestido cayó. Salí del círculo rosado, me quité los zapatos y me despojé

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

de la ropa interior. Ahora también yo estaba desnuda, estremecida de frío y de deseo.


Me alzó en sus brazos para llevarme a la cama, dejándome sobre el acolchado
de seda. Levanté los brazos; él me sujetó las muñecas con una sonrisa salvaje,
arrodillándose sobre mí. Aguardé con los labios entreabiertos a que esa cara
esculpida por la luz de la luna se inclinara a besarme. Hizo su entrada en mí,
acariciándome suavemente, y despertó ondas de choque que me recorrieron todo el
cuerpo. Gemí, con los ojos cerrados, y me vi arrebatada por un delirio de sensaciones
a medida que él profundizaba en mí, llenándome de un calor duro y fiero. Le rodeé
los hombros con los brazos, apretándome a él mientras continuaba el incesante
descenso, cada vez más rápido, atrapándonos a ambos en un alocado abandono.
Juntos ascendimos en espiral dentro de un extático vacío, y por un instante
abrumador pendimos en suspenso. Le hundí los dientes en el hombro al terminar el
segundo, y nos sumergimos en la culminación, mientras la fuerza vital surgía de él
en una fuente de satisfacción.
Quedó laxo; el peso de su cuerpo me apretó, aplastante. Lo sostuve contra mí,
acolchándole el cuerpo con el mío; mis sentidos aún estaban perturbados, aún sentía
el palpitar cálido de las consecuencias en mi interior. Él, con un gruñido, cobijó la
cabeza entre mis pechos y yo le acaricié la espalda, la piel sedeña, húmeda de sudor.
Todo estaba bien. Así debía ser, ese amor, ese amante, los dos con los miembros
entrelazados. Cerré los ojos, sosteniéndolo, amándolo, oliendo su cuerpo, su pelo, el
maravilloso olor masculino de su cuerpo. Y derivé hasta un bendito sueño.
Cuando abrí los ojos algo más tarde, la luna era más brillante y Brence estaba
inclinado sobre mí, con la boca plena, sensual curvada en una sonrisa burlona.
—Me… me he dormido —murmuré.
—También yo. Pero me alegro de haber despertado.
Bajó la cabeza hasta que sus labios tocaron los míos, rozándolos suavemente al
principio, para apretar después sin violencia, separándomelos. Me llenó la boca con
su lengua, yo entretejí los dedos en su pelo, retorciendo los mechones oscuros,
mientras sus labios y su lengua continuaban el tormento. Al fin alzó la cabeza; dejé
que mis manos se deslizaran hasta sus hombros, y él volvió a sonreír. Me tocó los
pechos con la mano, acariciante, y se inclinó para besar cada uno de los pezones.
Luego me hizo el amor otra vez, lentamente en esa oportunidad, con pereza, como si
el urgente abandono hubiera sido reemplazado por un tentador letargo; cada uno de
sus impulsos era tierno, se prolongaba calculadamente para otorgarnos el mayor
placer a ambos. Me sentía como estirada en un potro, y el divino tormento siguió y
siguió, para demolerme al fin en un estallido de deleite que pareció hacer añicos mis
sentidos.
Cuando volví a despertar la habitación estaba llena de una luz rosada que se iba
fundiendo gradualmente en oro. Brence dormía de lado, con un brazo alrededor de
mi cintura y la pierna derecha pesadamente cruzada sobre las mías. Me liberé
cuidadosamente y salí de la cama. Brence gruñó, se agitó y abrió los ojos. Logró
incorporarse con esfuerzo, con la espalda recostada contra la cabecera y una masa de
mechones renegridos cubriéndole la frente. Sus párpados cayeron otra vez, pesados.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Hay agua en la jofaina de porcelana blanca —le dije—, y una toalla limpia al
lado.
—¿Qué hora es?
—No estoy segura. Temprano.
Recogí mis ropas para ir al lavabo y cerré silenciosamente la puerta. Me lavé,
me puse una enagua blanca y limpia y me senté ante el tocador para cepillarme el
pelo. La noche había terminado; el sueño llegaba a su fin. El sentido común había
regresado con la aurora. Pero aún no sabía lo que iba a hacer. Una gran parte
dependería de Brence.
Oía sus movimientos en el dormitorio, el ruido de la jofaina. Bajé el cepillo para
arreglarme el pelo en un moño flojo. En el espejo mis ojos lucían muy tranquilos al
recordar qué lo había traído a Baviera. La noche anterior había sido mágica, una
encantadora ausencia de la realidad creada por el clima y el claro de luna, los
recuerdos y la necesidad física, todo reunido para aplastar la voz de la razón. Esa
parte de mí que permaneciera fría y objetiva durante la noche anterior estaba ahora
dominando completamente mis actos.
Cuando salí del tocador, ataviada con un rico traje azul, Brence estaba
terminando de vestirse. Lo vi de pie ante el espejo, poniéndose la corbata de seda
negra. En la planta baja se oía ya el trajín de los sirvientes. Brence había alisado la
colcha y la habitación estaba limpia. Sólo la camelia, marchita en el suelo, permanecía
como señal del apasionado encuentro de la noche anterior.
Brence se volvió. Él también estaba arreglado y desplegaba modales algo fríos,
un tanto oficiales.
—Buenos días —dije.
Me dedicó un seco saludo con la cabeza; sus labios estaban apretados en una
línea fina. ¿Eran ésos los labios que habían dicho tantas palabras de afecto? ¿Eran
esos ojos, sombríos y decididos, los que habían mirado los míos con tanto amor?
—¿Quieres desayunar? —pregunté.
—Comeré en el hotel. Tengo que hacer las maletas. Y tú también debes empezar
a preparar las tuyas —recogió su capa y se la ajustó a los hombros—. Nos
marcharemos lo antes posible —me informó—. A eso de las once. ¿Podrás estar
preparada para entonces?
—Parece que estás muy preocupado.
Brence frunció el ceño.
—Ya he perdido demasiado tiempo en Baviera. Y no podemos perder un
minuto más, Mary Ellen. En cualquier momento estallará la revuelta en este país.
—Supongo que hablas del golpe militar.
Él volvió a asentir.
—Los hombres de Schroder han estado practicando maniobras tácticas durante
toda la semana. Eso no presagia nada bueno. Quiero sacarte inmediatamente del
país. Quizá tu partida demore un poco las cosas, al menos unos días, pero el golpe es
inevitable.
—Comprendo. ¿Y cuando me hayas sacado del país?

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Volveré a presentarme a la embajada de Sturnburg. Mi éxito en esta misión


me hará ganar un ascenso, así como el fracaso hubiera supuesto mi expulsión del
cuerpo diplomático. Las cosas no me han salido bien en mi carrera. El embajador me
explicó bien a las claras que ésta era mi última oportunidad de redención.
—Ojalá… ojalá no me hubieras dicho eso.
—Ya no hay peligro. Es seguro que me ascenderán.
Crucé la habitación para salir al balcón; el jardín estaba inundado por una
cegadora luz blanco-amarillenta. La luna, la magia habían desaparecido, y en mi
interior quedaba un sentimiento tenso y duro. Todo era culpa mía. Sonreí con tristeza
y apoyé las manos en la balaustrada de mármol negándome al dolor. Cuando Brence
se reunió conmigo en el balcón no me volví a mirarlo.
—Pediré traslado —dijo—. Y podrás reunirte conmigo donde sea. Desde ahora
en adelante todo será diferente, Mary Ellen. Contigo a mi lado no hay nada que no
pueda conseguir.
—¿A tu lado? ¿Me estás pidiendo que me case contigo?
Él vaciló.
—Nos casaremos, si eso es lo que quieres.
—Qué generoso de tu parte.
—Nadie tiene por qué saber nada de tu pasado. Elena López puede desaparecer
discretamente. Diré que eres de una antigua familia aristocrática de Cornwall y no
tenemos por qué dar detalles. En tu papel de señora Stephens te vestirás y actuarás
de otro modo. Serás la esposa de un diplomático, y es difícil que vuelvas a
encontrarte con alguno de tus antiguos acompañantes.
—Muy difícil —dije.
Y me volví hacia él, ya tomada la decisión.
—Tienes que volver al hotel, Brence. Haré que traigan uno de los coches.
Crucé la habitación para tirar del cordón de seda que pendía junto a la cama.
Klaus apareció pocos minutos después; si le sorprendió encontrar a Brence en mi
dormitorio, no lo demostró. Recibió mis instrucciones con la impasibilidad de
costumbre. Poco rato después oímos que el carruaje llegaba por el lado de la casa y
bajamos a su encuentro.
—Volveré por ti a las once —dijo Brence.
—No.
—¿Qué quieres decir?
—Me temo que tu misión ha fracasado.
—Mary Ellen…
—Lo siento, Brence.
—Crees… crees que todo ha sido… —La incredulidad le impedía articular
correctamente las palabras.
—Será mejor que te marches —dije.
—Todo lo que te dije anoche… ¡era verdad! Te amo, y tú también me amas.
—Sí, Brence, te amo.
—En ese caso…

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Una vez, hace mucho tiempo, me dije que debía tener la osadía de amar.
Desobedecí a todos mis instintos. Amé sin reservas, y tú me abandonaste. Eso estuvo
a punto de acabar conmigo. Y no voy a permitir que vuelva a ocurrirme algo así
nunca más.
—¡No digas tonterías!
—Sé que no vas a comprenderlo.
—¡No puedes hacerme esto!
—Me temo que sí puedo.
—¡Mary Ellen!
—Vuelve a Sturnburg. Diles que Elena López se niega a humillar la cabeza ante
su autoridad. Diles que nada dio resultado, ni siquiera la seducción. Diles…
Me interrumpí en seco.
—Adiós, Brence —dije, y entré apresuradamente.
Cerré la puerta con llave. Él la atacó a golpes, gritando aun mi nombre. Klaus
me miraba, siempre inexpresivo.
Subí la escalera, luchando contra las lágrimas, luchando contra el dolor. Pasó
largo tiempo antes de que el carruaje se alejara por fin.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XXXII

El cielo gris perla adquirió un suave tono violáceo cuando los últimos rayos del
sol comenzaron a manchar el horizonte. Había estado nublado durante todo el día y
se oía un retumbar de truenos a lo lejos. De pie en el balcón, miraba los jardines y el
lago, donde el agua reverberaba con reflejos del crepúsculo, con luces anaranjadas y
escarlatas, bailando en la superficie. El gran palacio, al otro lado del lago, se iba
envolviendo poco a poco en la penumbra. Pronto sería hora de acudir a él, pues Karl
me esperaba a las ocho.
Estaba ansiosa de verlo. Aunque no había hecho preguntas ni se esforzaba por
descubrir lo ocurrido, Karl sabía que yo había estado preocupada durante toda la
semana. Verlo cada noche había sido un consuelo; él hacía todo lo posible por
distraerme, con su carácter amable, sutil, cálidamente atento. Habían pasado siete
días desde la partida de Brence, los siete días más largos de mi vida. Aun cuando mi
decisión había sido torturante, estaba segura de que no cabía otra. Si una vez en mi
vida había logrado dejar atrás a Brence, volvería a hacerlo.
Parecía notarse mucho trajín al otro lado del lago. Varios soldados a caballo
desmontaron frente al palacio y subieron apresuradamente la escalinata de la
entrada. Casi simultáneamente apareció un carruaje por el lado de atrás, que
avanzaba rápidamente por el camino que salía de Baviera. ¿Acaso era el carruaje
particular del rey? Los caballos eran blancos, y me pareció divisar la cimera real, pero
a tal distancia no había modo de estar segura. Pero ¿por qué tenía Karl que
abandonar el palacio? Sin duda estaba equivocada. Llegaron otros veinte soldados al
menos, que también entraron muy da prisa. Tal vez la Guardia Real regresaba de
alguna maniobra, pensé, mientras volvía a mi dormitorio.
Sonó otro retumbar de truenos, un ruido distante, extraño, distinto a los
anteriores. Amenazaba tormenta. En mi estado actual de ánimo disfrutaría de los
truenos, los relámpagos y las sábanas de lluvia penetrante. Los cielos azules y el sol
radiante de la semana anterior no habían hecho sino luchar contra mi humor. En
lugar de lamentarme, en vez de dejarme caer en un estado de autocompasión
abyecta, me ponía irritable. Hubiera querido arrojar algo, permitirme uno de esos
fieros ataques que habían hecho famosa a Elena López. Tal vez eso me hubiera
ayudado.
En el lavabo me quité la bata y, vestida sólo con las enaguas, me senté a
maquillarme. Un rato antes había permanecido largo tiempo en agua caliente y
perfumada, además de lavarme la cabeza. El pelo, brillante, me caía en hondas
negro-azuladas sobre los hombros. Puse un toque de sombra a mis párpados. Minne
no estaba allí para ayudarme con el peinado. Le había dado el día libre, y también a

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Klaus; sin duda estaban paseando de la mano por alguno de los parques o buscando
un juego de alianzas. Porque Klaus la había pedido finalmente en matrimonio. Esa
mañana la chica me había dado la noticia, con los ojos encendidos de entusiasmo.
Me aparté el pelo de la cara y lo dejé caer sobre los hombros, sujeto hacia atrás
con el hermoso broche que Karl me había regalado: una barra de plata afiligranada
con más de veinte diamantes. Por último me puse el vestido que había elegido un
rato antes. Era una creación de satén rosa pastel. Al vestirme me encontré pensando
en Anthony Duke. ¿Qué estaría haciendo y dónde? Acaso lo recordaba porque estaba
asociado con los arranques temperamentales que hubiera deseado permitirme. Pero
¿de qué serviría un ataque de furia si no estaba él para disfrutarlo?
Anthony me había ayudado a superar lo de Brence la primera vez. Era un
sinvergüenza redomado, pero había sido divertido luchar con él. Me hubiera gustado
tenerlo aquí en estos momentos. Él habría sabido sacudirme, ordenarme, y yo le
habría gritado y habría respondido a sus comentarios maliciosos arrojándole algún
objeto rompible. Qué bienvenido alivio. Acaso habría hallado alguna nueva
protegida a la que agraviar, intimidar y convertir en un éxito deslumbrante. Tal vez
andará por ahí, sin dinero, viviendo a fuerza de ingenio. Yo le tenía mucho afecto, a
pesar de que el infame había perdido todo mí dinero, a pesar de que me había dejado
sola e indefensa en París. Me pregunté si volvería a verlo alguna vez.
Con un susurro de faldas entré al dormitorio. Ya había caído la noche y las luces
ardían dentro, brillantes. Al echar mi vistazo al reloj vi que era casi la hora de llamar
el carruaje.
Cenaría con Karl, que se mostraría encantador y atento, y lo olvidaría todo
durante unas cuantas horas. Inmerso como estaba en los planes para la nueva Galería
Griega, pasaba horas y horas en alegres conferencias con Von Klenze. En los últimos
tiempos Karl parecía una persona diferente; sus períodos de melancolía estaban
momentáneamente ausentes y, aunque cenábamos juntos casi todas las noches, yo
solía retirarme poco después de las doce. Hacía mucho que no pasábamos la velada
juntos hasta la aurora.
El extraño trueno seco se repitió a lo lejos, más audible esa vez, más próximo y
acompañado por un eco que sonaba como… como gritos lejanos. Empezaba a
sentirme algo alarmada y ya iba a salir cuando oí ruido de pasos en la escalera.
Minne irrumpió en el cuarto, con el largo pelo cobrizo totalmente despeinado, las
mejillas enrojecidas y los ojos llenos de agitación. Tenía el vestido desgarrado por un
hombro, donde la manga colgaba lacia, y en su barbilla había una mancha oscura.
—¡Minne! ¿Qué diablos…?
—¡Ha ocurrido! —gritó—. ¡Los militares están dando el golpe!
—¿Qué…?
—Se han estado acuartelando durante todo el día. Klaus y yo no prestamos
mucha atención al principio. Los vimos reunirse, pero no nos dimos cuenta de sus
intenciones hasta que… ¡Están peleando con la gente de la ciudad y los estudiantes!
Todo comenzó hace una hora. Tienen cañones. ¡Disparan! Klaus y yo tuvimos que
hacer un esfuerzo terrible para volver; están luchando en las calles. Apenas hemos

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

podido pasar.
—¿Y Karl?
Klaus entró a la habitación; una fea herida le cruzaba la mejilla; vestía ropas de
calle, pero tenía la chaqueta desgarrada y manchas negras en la pernera derecha del
pantalón, como hechas por pólvora.
—Los soldados fueron en primer lugar al palacio —me dijo—. Algunos dicen
que el rey ha huido en su carruaje particular. Pronto estarán aquí. Me sorprende que
todavía no hayan llegado.
—¡Han disparado contra nosotros! —exclamó Minne—. ¡Disparan contra todo
el mundo! ¡Estaban entrando a los comercios y se llevaban a toda la gente! Los
hombres corren en todas direcciones, y en la universidad… los estudiantes…
Minne se interrumpió en seco, retorciéndose las manos.
Klaus le tocó el hombro y le dirigió una mirada severa que pareció
tranquilizarla, aunque las lágrimas le corrían por las mejillas. Karl había logrado
huir; el carruaje que yo vi abandonar el palacio era suyo, después de todo, y rogué
que pudiera llegar a lugar seguro. Los soldados no tardarían en llegar a Chez Elena, y
Schroder estaría entre ellos. Me arrestarían… Si es que no me asesinaban antes. De
pronto oí un galope de caballos, de muchos caballos. Klaus me miró aguardando
instrucciones.
—Que cierren todas las puertas —le dije—. Tú, Otto y los otros lacayos tratad
de mantenerlos fuera todo el tiempo posible, pero… cuando entren no quiero luchas.
No intentéis resistir.
—¿Piensa entregarse?
—No tengo alternativa.
—Yo no se lo aconsejaría —dijo Klaus, severamente—. Tenemos armas.
Podemos mantenerlos a raya hasta que usted huya. Haré preparar un carruaje ahora
mismo. Si nos damos prisa…
Los caballos se detuvieron frente a Chez Elena. Fuertes voces se alzaron a gritos,
mientras los soldados golpeaban furiosamente las puertas. Era obvio que Otto ya
había cerrado las puertas, pero los soldados no tardarían en abrir.
—Nada de armas. Vaya abajo y asegúrese de que el resto de las puertas y
ventanas estén bien cerradas. Minne, tú reúne a las otras doncellas y llévalas a la
bodega. Cerrad la puerta y no abráis bajo ninguna circunstancia.
—Pero…
—¡Haz lo que digo! —grité.
Minne, sollozando, salió de la habitación. Klaus la siguió. Yo entré al
dormitorio, cogí dos de mis maletas y empecé a meter mis cosas, sorda a los gritos y
a los golpes furiosos. Cogí varios vestidos, los doblé y los fui poniendo en una de las
maletas; cuando estuvo llena eché el cierre. No tenía idea de por qué estaba haciendo
aquello. No iba a huir. Era sólo un modo de mantenerme ocupada. En cualquier
momento irrumpirían en la casa, subirían corriendo las escaleras y… Doblé otro
vestido, pulcramente, cogí otro… Se oyó un fuerte ruido de cristales y madera
quebrada; estaban usando las culatas de las armas para golpear la puerta. Estaban

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

rompiendo las ventanas.


Acabé de llenar la segunda maleta con ropa interior y puse el joyero encima de
todo. Cerré la maleta y la até. Quedaban al menos veinticinco vestidos en el
guardarropa, pero tendría que dejarlos. Estaba segura de que me arrestarían y ya me
imaginaba las consecuencias. Tal vez me maltrataran un poco, pero tendrían que
andarse con cuidado, pues era una celebridad internacional y Sturnburg no podía
permitirse el lujo de hacerme daño. Sin duda me expulsarían oficialmente del país y
me llevarían hasta la frontera con escolta militad, y sin embargo… Traté de mantener
la calma; de nada me serviría dejarme llevar por el pánico.
Abajo el estruendo era ensordecedor. Más cristales rotos, más madera astillada.
Los gritos se hicieron más fuertes, más crueles. Tomé aliento y salí de mi dormitorio
para acercarme a las escaleras, con un suave susurro de satén.
Me detuve en el primer escalón, con los brazos apretados contra el cuerpo. Otto
y los seis lacayos estaban amontonaos abajo, viendo las culatas de los rifles que
asomaban por la madera. En ese momento se oyó un ruido ensordecedor y las
bisagras cedieron. La puerta cayó con gran estruendo, destrozándose; astillas de
madera volaron hacia todos lados. Los soldados entraron empujándose unos a otros
al vestíbulo. Eran al menos veinte, gritando, agitando sus bayonetas. Inmediatamente
rodearon a los criados y les hicieron retroceder contra la pared; uno de los lacayos,
guiado por el pánico, quiso huir. Un soldado levantó su rifle y disparó. Vi una
bocanada de humo y una llamarada roja, y el lacayo pareció volar en el aire, abierto
de piernas y brazos, para caer al suelo; la mitad de su cara había desaparecido y la
sangre brotó de su cabeza, formando un charco de color rojo vívido.
Otto intentó moverse. Un soldado se adelantó, con la bayoneta apuntada a su
vientre. El mayordomo soltó un grito, emitió un sonido borboteante y cayó de bruces,
con un chorro de sangre carmesí. El soldado dio un paso al lado para que el cadáver
rodara al suelo y limpió su bayoneta en la espalda de la chaqueta de Otto. Sus
compañeros gritaron de alegría. Yo estaba en el otro extremo de la escalera, bien a la
vista.
—¿Dónde está? ¿Dónde está la puta?
—Se ha marchado —dijo Klaus—. Se fue hace una hora.
—¡Mientes!
El soldado cambió el rifle de posición y la culata quedó apuntada hacia Klaus.
Dio un paso atrás y la clavó en el estómago del muchacho con una fuerza cruel.
Klaus ahogó un grito y cayó contra la pared, casi inconsciente, el rostro blanco de
dolor. Tardó un momento en poder hablar.
—Se fue —dijo, ásperamente—. Han llegado ustedes demasiado tarde.
—¡Rompámoslo todo! —gritó uno de los soldados—. ¡Incendiemos la casa!
Fue como si enloquecieran. Comenzaron a romper los muebles, a arrancar las
cortinas y arrojar floreros contra la pared entre gritos violentos. Yo seguía muy
quieta, observando la escena como si fuera irreal. Todo eso no era cierto, no estaba
ocurriendo. Me parecía estar lejos, muy lejos, y todo se desenfocaba como en un
descabellado calidoscopio de movimiento y color: soldados de uniforme verde y

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

blanco, cascos de cimeras rojas, todo disparado de un lado a otro en mi frenesí


destructor. Desgarrarse de cortinas azules, caer de muebles, fragmentos en vuelo, dos
charcos rojos tendidos en el suelo. Uno de los soldados trepó a una mesa, se colgó de
la araña y se balanceó violentamente agarrado a ella. Cayó con estruendo,
esparciendo sus caireles en todas direcciones. En aquel momento un hombre cruzó el
umbral y gritó una orden seca. Todo quedó en silencio.
Heinrich Schroder echó una mirada de fría indiferencia a los destrozos y a los
dos cadáveres. Sus hombres, en posición de firmes, parecían realmente intimidados.
Tenía las botas muy brillantes y sus pantalones blancos eran como una segunda piel
que destacara las piernas musculosas. Su capa corta estaba impecable, encendida de
galones dorados, y las charreteras le temblaban sobre los hombros. Iba sin casco, y su
cráneo desnudo relucía bajo la pelusa rígida. Hubo un instante de tenso silencio
mientras él revisaba la escena. Por último apretó la boca, y el gesto exageró la cicatriz
mellada del lado derecho.
—¿Donde está ella? —preguntó.
—Se ha ido —replicó uno de sus hombres, señalando a Klaus—. Éste dice que
se fue hace una hora.
Schroder dirigió una mirada a Klaus.
—Matadlo —dijo—. Atravesadlo. Tal vez entonces alguno de los otros nos diga
la verdad.
—¡No! —grité.
Todos se volvieron a mirarme. Los soldados estaban sorprendidos, Klaus hizo
una mueca. Schroder curvó los labios en una sonrisa sádica, con los ojos centelleantes
de placeres anticipados. Sus hombres guardaban silencio, sin atreverse a hablar. El
capitán inspiró profundamente. Pasó un largo instante.
—Que se diviertan, señores —dijo—. Sigan con el festejo. Yo me encargaré de la
señorita López. Nos vamos dentro de media hora más o menos.
Los hombres lanzaron gritos de júbilo y prosiguieron destruyendo el palacio;
algunos corrieron a las otras salas en busca de más muebles que romper, mientras
otros arrancaban los cordones de las cortinas para atar a los sirvientes. Sentí un frío
terrible mientras Schroder reía entre dientes ascendiendo por la escalera en mi
dirección, sin prisa, con esa terrible sonrisa. Tuve la sensación de quedar petrificada
en mi sitio, imposibilitada por completo de realizar el más mínimo movimiento.
—Debo arrestarla —dijo, sin dejar de caminar—. Tengo órdenes de escoltarla
hasta la frontera.
Subió otro escalón, y otro. Vi en sus ojos el odio asesino, la lujuria desnuda, y
comprendí lo que pensaba hacer. Yo «me resistiría al arresto» y él se vería forzado a
tomar medidas violentas; entonces se produciría un «infortunado accidente» y,
aunque los funcionarios pusieran su informe en duda, ya sería tarde. Schroder
planeaba asesinarme, pero también violarme antes.
—He esperado con ansias que llegara este momento —me dijo.
—No pienso resistirme.
—Nada de eso. Usted tratará de escapar.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—No se me acerque.
Se detuvo en la escalera y soltó una carcajada. Era un sonido horrible,
escalofriante. Retrocedí, temblando en mi interior. Él, con una sonrisa demoníaca,
prosiguió subiendo los peldaños. Yo retrocedía, con el corazón latiendo con fuerza.
Me encontré contra la pared, sin poder dar un paso más. Entonces él se detuvo,
jugando conmigo, saboreando a fondo ese juego del gato y el ratón. Junto a mí había
una mesa con un pesado candelabro de plata; alargué la mano y me apoderé de él,
pero Schroder se adelantó de un salto y sujetándome la muñeca, me la retorció
salvajemente hasta que el candelero se estrelló contra el suelo. Él rió entre dientes, me
retorció la muñeca una vez más y me hizo girar en redondo, levantándome el brazo
entre los omóplatos.
—Esto será un placer —graznó.
Y tiró de mi brazo un poco más. El dolor era insoportable, agudo, como el
aguijoneo de punzones al rojo vivo. Él reía. Pasó el brazo libre alrededor de mi cuello
y me lo apretó cruelmente. Frente a mis ojos bailaron luces anaranjadas y azules
junto con la oscuridad; estaba sin aliento y su brazo apretaba como para quitarme la
vida. La cabeza me daba vueltas cada vez a mayor velocidad. Ese dolor cegador era
la única realidad, acoplada a su sádica risa. Recé porque me desmayara pronto.
Schroder aflojó su presión sobre mi garganta, apenas lo suficiente para dejarme
respirar. Las luces anaranjadas y azules desaparecieron, pero seguía viendo borroso
mientras él me arrastraba hacia la puerta de mi dormitorio. Me soltó el cuello, abrió
la puerta de par en par y me empujó hacia el interior de él con un poderoso impulso
aplicado a mi cintura. Caí hacía delante, hecha un revuelo de satén rosado, con el
pelo sobre los ojos. Un dolor agudo me recorría el cuerpo. Schroder entró y cerró la
puerta a sus espaldas. Se detuvo ante mí, con las piernas bien abiertas y los brazos en
jarras. Sentía el brazo entumecido y aún tenía agujas calientes clavadas en la
garganta, que dolían más cuanto más me esforzaba por respirar. Mi corazón latía con
fuerza… pero en otro lado. ¿Acaso eran alucinaciones? El ruido fue en aumento hasta
que toda la casa pareció reverberar con él. Se oyeron ásperos gritos, pasos violentos,
terribles explosiones, como la que había sonado antes de que el lacayo volara por los
aires. Fuego de armas. Gritos, más gritos. Alguien gritaba mi nombre. Golpes fuertes,
cada vez más fuertes, hasta estremecer las paredes.
Aún aturdida, alcé los ojos y vi las botas brillantes, los pantalones blancos y
ceñidos, la túnica verde. Vi el rollo de carne bajo la mandíbula, vi sus labios, su nariz
grande, sus ojos, medio cubiertos ahora por los párpados gruesos; vi su frente y la
pelusa que le cubría el cráneo. Todo desde un ángulo descabellado, cerniéndose
sobre mí. Parecía mecerse hacia atrás y hacia delante, parecía a punto de caer, pero
yo sabía que era mi propia vista nublada la que causaba ese efecto. La habitación
comenzó a girar con lentitud; el aire se llenó de un resplandor brillante, ardoroso,
que reverberaba. Traté de incorporarme, pero no tenía fuerzas para ello.
—Tiene balcón, por lo que veo —comentó él—. Eso es muy conveniente,
perfecto.
—¿Qué…?

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Tratará de escapar. Caerá por el balcón y se romperá la cabeza.


Rió entre dientes y se inclinó para cogerme por la cabellera.
Agarró un puñado de cabellos y tiró para ponerme de pie, brutalmente. Dejé
escapar un grito sin poder evitarlo. Era como si los cabellos se fueran a salir de raíz.
Schroder seguía riendo entre dientes. Me soltó el pelo y curvó un brazo en torno de
mi cintura para sostenerme contra él, sin apretar.
—Le romperé el cuello antes de arrojarla —dijo, tranquilamente—, sólo para
estar seguro. No quiero errores.
Su voz parecía llegar desde muy lejos. Me estrechó el brazo a la cintura
apretándome contra él. Su cuerpo era músculo sólido. Olía a sudor, cuero y lujuria.
Cuando eché la cabeza atrás para mirar esos ojos gris-azulados y centelleantes,
deslizó la punta de la lengua por el labio inferior y entrecerró los pesados párpados,
inclinándose para besarme. Por mi ser corrió una oleada de furia, más fuerte que el
dolor, más potente que el miedo. Me eché hacia atrás, le di de puntapiés, le arañé la
cara. Soltó un grito y estuvo a punto de dejarme escapar. Volví a darle puntapiés con
todas mis fuerzas, tratando de alcanzarle los testículos.
Schroder se dobló en dos y cayó hacia atrás, con los ojos vidriosos y la boca
abierta, emitiendo horribles ruidos guturales. Cogí un florero y lo estrellé contra su
cabeza. Se tambaleó y estuvo a punto de caer. Por un momento retrocedió
tropezando, pero en seguida soltó un fuerte bramido y cerró los puños. Lo vi echar el
brazo hacia atrás…
Hubo un estallido de dolor y un reventar de luces brillantes. Caí hacia atrás,
aterrizando sobre la cama con tal impacto que los muelles chirriaron. Me ardía la
mandíbula y la cabeza me daba vueltas. Unas alas negras se precipitaron sobre mí.
Mientras luchaba por incorporarme, Schroder se acercó a la cama. Afuera los
golpes eran más fuertes que nunca, atronadores, ensordecedores. La puerta se abrió
violentamente, estrellándose contra la pared. Dos hombres se precipitaron dentro de
la habitación. Uno de ellos llevaba una larga capa negra. Schroder se volvió con otro
bramido y saltó hacia él. El hombre de la capa sacó una pistola y disparó. Hubo una
explosión, un rayo anaranjado, una bocanada de humo. En la cabeza de Schroder
surgió un capullo rojo y húmedo. El hombretón se estrelló contra el suelo como un
roble abatido. Me puse de pie, pero vacilé y estuve a punto de desmayarme otra vez.
Brence me recogió en sus brazos y me estrechó contra su pecho.
—Tú —susurré.
—Sabía que iba a ocurrir esto. Lo descubrí esta mañana. He cabalgado durante
todo el día.
—Pero…
—No podía dejarte aquí, sabiendo lo que iba a ocurrir. Parece que he llegado a
tiempo.
—Los soldados… abajo…
Tus amigos los estudiantes se están haciendo cargo de ellos. Estaban entrando a
la casa cuando llegué. Hay treinta al menos.
—Ellos…

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Ya habrá tiempo después para charlar —dijo, severamente—. Ahora tenemos
que salir de este maldito país sanos y salvos.
Me llevó hasta la puerta, medio a rastras. Yo vacilaba, aún aturdida, con la
mandíbula dolorida. Recorrimos el pasillo hasta las escaleras, pero entonces Brence
vio que no podría bajar por mis propios medios. Fulminándome con ojos
ensombrecidos, me cogió en brazos y me llevó por entre los cuerpos que se debatían
en el suelo. Los estudiantes estaban venciendo a los soldados, pero la lucha era
todavía intensa. Había sangre por doquier, y tres estudiantes yacían en un montón,
cubiertos por estandartes escarlatas que brotaban en torrentes y manchaban el suelo.
En el momento en que Brence me bajó uno de los soldados se liberó de quienes
lo sujetaban y corrió hacia nosotros con la bayoneta en ristre. Eric le puso una
zancadilla y el hombre cayó. Cuatro estudiantes saltaron sobre él. Wilhelm arrojó a
otro soldado contra la pared, le quitó el rifle y le partió la cabeza con la culata. Hans
pateaba alegremente a un soldado que ya se estaba retorciendo en el suelo. Mientras
Brence me llevaba hacia la puerta, mis tres campeones formaron una guardia a
nuestro alrededor, los tres sonrojados y llenos de regocijo, divirtiéndose como nunca.
Un coche cerrado nos estaba esperando; en el pescante aguardaba un cochero
desconocido para mí, con las riendas en la mano. Klaus ya había colocado mis
maletas en el interior y sujetaba la puerta abierta. Brence me arrojó dentro y subió
detrás de mí. Me asomé por la ventanilla para mirar al trío que había dirigido la
carga contra Chez Elena, audaces mosqueteros sin plumas ni sables, que sonreían
ampliamente, ansiosos por volver a la refriega.
—¿No… no os ocurrirá nada? —les pregunté, estremecida.
—¡No se preocupe por nosotros! —exclamó Wilhelm—. Pensamos abandonar
Baviera también en cuanto acabemos aquí.
—¡Iremos a París! —gritó Hans—. Vamos a alquilar una buhardilla y Eric
llegará a ser un gran pintor y yo escribiré grandes poemas épicos y Wilhelm pedirá
limosna en las calles o hará de carterista para sobrevivir o…
Wilhelm, con un gruñido, dio a su amigo un amistoso empujón. Yo les indiqué
por señas que se acercaran a la ventanilla y les di un beso a cada uno. El cochero hizo
restallar las riendas. Los estudiantes lanzaron gritos de júbilo mientras el carruaje
partía por el camino. Miré a Brence. Iba a decir algo, pero no pude hablar. Me
cubrieron capas de oscuridad, gris oscuro, gris negro, negro total… y un fuerte brazo
se curvó a mi alrededor al envolverme la inconsciencia.
El carruaje andaba a brincos, se oían gritos. Abrí los ojos y vi que estábamos en
el centro de la ciudad. Los soldados asediaban el carruaje, pero aún avanzábamos.
Uno saltó y se agarró de la ventanilla. Brence sacó la pistola e hizo fuego; el soldado
cayó y yo volví a hundirme en la inconsciencia.
Desperté nuevamente, más tarde, cuando ascendíamos por un camino de
montaña; no se oía más que el golpeteo de los cascos, el susurro de las ruedas, el
crujir de las ballestas. Por la ventanilla pude ver Baviera a lo lejos a la luz de la luna.
Varios fuegos ardían con llamas anaranjadas lamiendo el cielo.
—Lo… lo hemos conseguido —murmuré.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Todavía no. Aún corremos peligro de que nos persigan. Deberemos cubrir un
largo trayecto antes de que me sienta seguro.
—Has vuelto por mí.
—Sí, Mary Ellen. He vuelto.
—Me amas —dije, aturdida.
—Sí, te amo.
—Yo también te amo, Brence.
Sonreí, recostándome sobre los suaves almohadones. Gloriosas oleadas de
felicidad se abatieron sobre mí, haciendo retroceder el dolor. Lo amaba, él me amaba;
la pesadilla había terminado y al fin seríamos felices juntos. Me amaba, me amaba de
verdad. Yo me había portado muy mal con él, llena de dudas. Lo había echado, pero
él supo volver, porque me amaba, porque no podía vivir sin mí, así como yo no
podía vivir sin él. Me había salvado la vida, y por el resto de mi existencia sería suya,
así como él sería mío, y nada se interpondría entre los dos. El carruaje se mecía,
dando saltos; pero yo vagaba en una encantadora nube, sonriendo a través de mi
extenuación, para hundirme en un profundo y bello sopor.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XXXIII

Luz solar blanco-plateada, derramada sobre un paisaje glorioso. Había árboles y


colinas verdes donde el ganado pastaba apaciblemente; el cielo era de un color azul
claro muy puro. Habíamos atravesado las montañas; se veía a lo lejos como una
niebla azulada y purpúrea. Me incorporé, apartando la capa con que Brence me había
envuelto en algún momento de la noche. El carruaje avanzaba a un ritmo monótono
y tranquilo, sin la anterior furiosa carrera. Suspiré, protegiéndome los ojos con la
mano contra la luz del sol; me sentía dolorida y rígida. La mandíbula aún me dolía
terriblemente, pero ya no ardía.
Brence se encontraba sentado frente a mí, lejano e inexpresivo. Junto a él había
cuatro maletas en el asiento; sólo dos de ellas eran mías.
—¿Te encuentras bien? —preguntó, fríamente.
—Creo… creo que sí; algo entumecida. Debo tener un aspecto horrible.
Él, sin responder, siguió mirando por la ventana, pétreo el perfil.
—¿Qué hora es?
—Bastante pasadas las doce, diría yo. A unas cuantas millas hay una posada.
Allí nos detendremos.
—Lo de anoche…
—Ya pasó todo, Mary Ellen. Estamos a salvo. Puedes olvidarlo.
—Recuerdo… que pasamos por la ciudad. Había soldados. Uno de ellos…
—Nos persiguieron durante un rato, pero al fin conseguimos huir. Por fortuna
estaban demasiado enzarzados en la pelea para prestar atención a un simple coche.
En seguida desistieron.
—Ha sido una pesadilla.
—Olvídala —dijo, secamente.
¿Por qué se mostraba tan frío, tan remoto, tan inaccesible? La noche anterior me
había dicho que me amaba; eso no era un sueño. «Sí, te amo», había dicho, justo antes
de que yo me quedara dormida; y sin embargo, ahora actuaba como si yo fuera un
enemigo irreconciliable. Al fin estábamos juntos otra vez, la pesadilla había
terminado, y él se mostraba más frío y alejado que nunca.
—Veo que has traído tus maletas —observé—. ¿Te… te han trasladado?
—Ya no pertenezco al Cuerpo Diplomático —dijo, fríamente—. Me han
expulsado. Hace dos días el Embajador me llamó para darme la noticia; había estado
esperando que llegara la comunicación oficial. Fracasé en mi misión, ¿comprendes?,
al volver a Sturnburg dejándote en Baviera.
—Brence…
—Mi carrera diplomática está terminada. Ayer por la mañana, mientras estaba

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haciendo las maletas, uno de los ayudantes jóvenes entró por casualidad y dijo que se
había iniciado la revuelta. Otro ayudante había partido para advertir a Karl y tratar
de ayudarle a huir. Arrojé el resto de mis cosas en las maletas y alquilé este carruaje.
Cuando expliqué al cochero lo que pretendía de él quiso cobrar más y por
adelantado.
—Tú…
—Sabía lo que Schroder pensaba hacer: que te buscaría personalmente. Llegué a
tiempo, gracias a Dios. Había pensado abrirme paso a tiros pero los estudiantes
llegaron al mismo tiempo y entré con ellos.
—Estabas… estabas dispuesto a correr el riesgo.
—Era algo que debía hacer.
—Me amas de verdad.
—Te lo dije esa noche en los jardines. Aquella noche dije muchas cosas, y todas
eran la verdad.
—Creí…
—No quiero hablar de eso, Mary Ellen.
Una vez más se volvió hacia la ventanilla. Estaba furioso y con razón; además,
aún le duraba la tensión de los malos momentos vividos la noche anterior. Pero yo
estaba segura de que todo iba a salir bien. Brence me amaba; había estado dispuesto
a arriesgar la vida para rescatarme. Por mi culpa había perdido el puesto, pero yo lo
compensaría de algún modo. Abandonaría mi carrera; permanecería junto a él,
ayudándole, dándole aliento. A su debido tiempo me perdonaría y podríamos
comenzar de nuevo, juntos.

Seguimos el trayecto en silencio, y después de un rato el carruaje se detuvo


frente a una pequeña posada amarilla con persianas grises. Altos árboles de sombra
crecían a cada lado, tocando el tejado con sus copas frondosas. Los gansos parpaban
ruidosamente frente a los establos, y una vaca blanca y negra, regordeta, pastaba
cerca de la huerta. Brence abrió la portezuela del coche y bajó para ayudarme a
descender. Aunque me sujetaba la mano con fuerza, me tambaleé. Él frunció el ceño,
pero cuando recobré el equilibrio me soltó la mano. Cogió mis maletas y me condujo
al interior de la posada, en silencio.
El propietario era rechoncho y alegre; un delantal de cuero negro le cubría el
respetable vientre. Tenía enrolladas las mangas de la camisa blanca y sostenía un
cuchillo afilado. Era obvio que había estado picando cebollas: apestaba a ellas. Brence
le dijo que necesitábamos una habitación y el propietario asintió vigorosamente.
Cuando Brence le preguntó si podía servirnos la comida, volvió a asentir, con los ojos
azules centelleantes y un sacudir de papada. Parloteando en alemán, corrió detrás del
mostrador para sacar una llave. Mientras subíamos la escalera oí que el coche se
dirigía hacia los establos; seguimos al propietario, que continuaba su charla
entusiasta, aunque ninguno de los dos le contestaba.
Nos condujo por un pasillo angosto y abrió la puerta de nuestra habitación.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Brence asintió secamente y dejó las maletas. El patrón le entregó la llave, sonrió
alegremente y un corrió por el pasillo. Oímos sus pasos atronando por las escaleras.
Brence echó una mirada por la pequeña y acogedora habitación. Una colcha hecha
con retazos de distintos colores cubría la cama de roble dorado, con cuatro pilares.
Sobre el tocador pendía un amplio espejo, y frescas cortinas blancas flameaban ante
la brisa que entraba por las ventanas abiertas, por donde se veía el patio de
adoquines frente a los enlabios. Oí el parpar de los gansos, la charla de nuestro
cochero con uno de los caballerizos que alimentaba a los caballos.
—Esto parece acogedor —dijo Brence—. Voy a bajar. La comida estará
dispuesta pronto, sin duda.
—Debe ser algo con cebolla.
Brence me miró un momento, vacilante. Tuve la impresión de que iba a agregar
algo importante, algo que le costaba decir. Arrugó el ceño, con los ojos
ensombrecidos y distantes y un mechón caído sobre la frente. Lo miré cara a cara,
esperando que hablara. Su ceño se acentuó más aún y de pronto, bruscamente, se
volvió para abandonar la habitación. Me encogí de hombros. Ya habría tiempo
suficiente para arreglar las cosas.
Al verme en el espejo tuve una desagradable sorpresa. La falda de mi vestido
estaba desgarrada, las mangas caían lacias y el corpiño había resbalado
peligrosamente hacia abajo. Tenía el pelo enredado, la cara muy pálida y un cardenal
en la mandíbula. Abrí mi maleta, saqué un cepillo y un estuche de maquillaje para
teatro y puse todo sobre el tocador, junto a la jarra de agua. Me restregué la cara,
quité el broche diamantes que me sujetaba los cabellos y después de sentarme,
empecé a restaurar mi aspecto. Veinte minutos más tarde tenía el pelo brillante y
había logrado cubrir el cardenal con maquillaje. Para mejor efecto agregué un toque
rosado a mis labios.
Ajusté el corpiño de mi traje, arreglé los pliegues de las mangas y logré alisar
casi todas las arrugas de la falda. Mientras lo hacía pensé en Karl, rogando que
hubiera podido llegar a sitio seguro. Había salido con una buena ventaja, sin que
nadie persiguiera su carruaje. Hans, Eric y Wilhelm ya debían estar camino de la
frontera; también Klaus se marcharía probablemente, llevando a Minne a la pequeña
comunidad de granjeros donde aún habitaban sus padres. Mi aventura alemana
estaba casi concluida, pero para Brence y para mí habría un nuevo comienzo.
Al salir de la habitación oí rodar un coche por el patio empedrado. Bajé
lentamente las escaleras, entre un susurro de satén rosado, ansiosa por encontrarme
con Brence para quitarle el malhumor. El propietario seguía tras el mostrador con
expresión confundida; me miró como si no pudiera comprender si yo era la misma
que había entrado u otra distinta.
Le pregunté dónde estaba Brence y él murmuró algo que no pude entender.
Traté de explicarle que íbamos a comer juntos y quise saber si Brence se encontraba
ya en el comedor. El hombre volvió a hablar en alemán, levantando los brazos con
cara de perturbado. Cuando empezaba ya a impacientarme, cogió un sobre que
estaba en el estante, a sus espaldas, y me lo entregó. Mi corazón dejó de latir. Lo abrí

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

con manos temblorosas y saqué de su interior un fajo de billetes alemanes; no había


ninguna nota. Dejé caer el sobre y corrí afuera. El cochero, con las riendas en la
mano, estaba preparado para partir. Brence tenía abierta la portezuela y un pie en el
estribo.
—¡Brence!
Se volvió hacia mí, exclamando.
—¡Maldición! Tenía la esperanza de evitar una escena. Quería alejarme antes de
que…
—¡No me digas que te vas!
—Te he dejado dinero en el mostrador. Tienes suficiente para pagar el viaje de
regreso a París. La estación ferroviaria más próxima está a sólo tres millas y puedes
alquilarle un carruaje al posadero.
—Brence…
—No quiero escenas, Mary Ellen.
Seguía de pie junto al carruaje, sombrío. Contemplé las amplias mangas de su
camisa, infladas por la brisa. Me sentía afligida y con el corazón a punto de estallar.
Lo sentía expandirse, hincharse, reventar. Tomé aliento, sacudí la cabeza, pero las
lágrimas me mojaron las mejillas. Di un paso hacia él, pero lo vi fruncir el ceño y me
detuve. Se me nubló la vista, como si estuviera a punto de desmayarme.
—No —susurré.
—No hay otra salida.
—Te amo. Me amas.
—Ésa es mi desgracia. Has arruinado mi carrera, y sin duda me arruinarías la
vida. Te amo, Mary Ellen, sí, y algún día, Dios mediante, podré superarlo. No sé
adónde iré ni qué voy a hacer, pero quiero hacerlo solo. No, por favor, no hagas esto.
No tengo otro remedio —respondió, secamente.
—¡Brence!
—Adiós, Mary Ellen.
Y subió al carruaje. En cuanto cerró la puerta, el cochero hizo restallar las
riendas y el coche partió por el camino. Mi corazón estalló por fin. El dolor me
invadió por completo, las lágrimas me corrieron por las mejillas.
Mi vida estaba terminada; ya no tenía el menor sentido. Permanecí muy quieta,
susurrando su nombre una y otra vez. El carruaje desapareció tras una curva del
camino. Brence se había ido.

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INTERLUDIO EN PARÍS

1850

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Capítulo XXXIV

La casa en los Campos Elíseos era pequeña y elegante. Al frente crecían


castaños, detrás de la verja de hierro, y en la parte trasera florecía un pequeño jardín.
La había alquilado, amueblada, sólo por tres meses, pues estaba insegura sobre mi
futuro. Llevaba sólo dos semanas de regreso en París, y Millie fue una de mis
primeras visitantes. También ella acababa de regresar de un largo viaje con Dumas.
Éste era un viajero incansable e incorregible, que exploraba con su exuberancia de
costumbre cada una de las cuevas, de las catedrales, de los museos, tomando
voluminosas notas y, según Millie, devorando toda la comida que se pusiera a su
alcance.
—Y además, fíjate —declaró ella, mientras yo le hacía pasar a la sala—, cuando
al fin llegábamos al hotel o donde fuera se pasaba la mitad de la noche levantado,
escribiendo y escribiendo. ¡Libros de viajes! ¡Y uno sobre comida! También está
trabajando en otra novela, y esperaba que yo lo entretuviera entre un capítulo y otro,
cuando yo no deseaba sino meter los pies en un cubo de agua caliente y dormir un
poco.
—Has viajado mucho, ¿no? —observé.
—He escalado los Pirineos por todas partes. ¡Yo, trepar montañas con piedras
en los zapatos, y romperme las faldas en arbustos salvajes, y vivir en posadas de
campo, donde los burros rebuznan bajo la ventana toda la noche! Y después, Italia.
No puedes imaginarte la cantidad de iglesias que tienen, las ruinas, los aromáticos
restaurantes. Tantos italianos comiendo ajo y charlando a toda velocidad, llenos de
ademanes; y todos tratan de embaucarte para que les compres postales de colores
chillones o canastos tejidos a mano. Te digo que es como para volverse loca.
—Parece haberte sentado bien.
Millie sonrió con su cara de pícara y se admiró en el espejo que colgaba al otro
lado de la habitación. Era tan chispeante e irreprimible como siempre, pero en ella
había una nueva sofisticación, tanto en la manera de hablar como en los modales, y
una irónica distancia que antes no tenía. Llevaba un encantador vestido de brocado
amarillo, bordado con flores de oro y plata, de escote muy amplio. Su cabello rubio,
dispuesto en hondas con cinco o seis bucles sobre la nuca, resultaba muy elegante, así
como el discreto maquillaje: labios apenas rosados, párpados suavemente
sombreados de gris malva. La caprichosa pícara había sido transformada en una
elegante coqueta, pero la muchachita traviesa existía aún bajo la superficie:
impertinente, alegre, decidida a tomarlo todo en broma.
—No debería quejarme de los viajes —suspiró—. Ahora que estamos otra vez
en Francia será peor. París será una ronda constante de fiestas y teatros; habrá peleas

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con los editores y los colaboradores, y Alejandro improvisará otro par de libros, hasta
que podamos bajar al castillo para pasar un tiempo tranquilos, y entonces será
doblemente peor.
—¿Es el castillo de Montecristo tan fabuloso como dicen?
—Es increíble; parece salido de las Mil y Una Noches: vistoso, muy
ornamentado, tres pisos coronados con buhardillas; también tiene un minarete
oriental que se eleva desde la fachada. Alrededor del primer piso corre un friso
adornado con los bustos de todos los grandes dramaturgos, incluido Alejandro, en
un puesto prominente. Hay un salón Luis XV y otro árabe decorado con arabescos de
estuco y versos del Corán, pintados en oro y colores brillantes, y…
Millie sacudió la cabeza al continuar:
—Hay que verlo para creerlo. Es un manicomio, lleno de perros que ladran,
secretarias a las que nadie paga y huéspedes inesperados cada vez que te das la
vuelta. Alejandro va y viene, con un enorme bizcocho en una mano y un vaso de vino
en la otra, dictando a uno u otro de los pobres secretarios, que andan a tropezones
detrás de él, y se supone que yo debo mantener entretenidos a los huéspedes y
alejados a los cobradores. Es una locura.
—Al parecer te va bien.
—Alejandro ha sido muy bueno conmigo —confesó Millie—. Nunca creí que
seguiríamos juntos tanto tiempo. Es bullanguero y fanfarrón, además de
espantosamente infiel; pero también amable, cariñoso y lleno de generosidad.
—Me alegro por ti, Millie.
—Para decirte la verdad, Elena, temo que en cualquier momento nos vamos a
separar. Le ha echado el ojo a una morenita de la Comédie Française y creo que le
gustaría trasladarla a su casa. Yo estoy dispuesta a compartirlo con su esposa, pero
que me cuelguen si lo comparto con Mademoiselle Arlette.
Sonreí, y Millie también sonrió, chispeantes sus ojos azules.
—Pero no lo lamento. En realidad ya estoy cansada de lodos esos literatos que
parlotean sobre novelas, periódicos, derechos y ventas. Tengo ganas de tratar con
alguien rudo, curtido, que me lleve debajo del brazo sin perder tiempo en charlas.
Pero dudo que lo encuentre en París.
—También yo.
Estábamos sentadas en un sofá de satén color marfil. Las cortinas celestes
estaban descorridas y la luz del sol entraba al cuarto, formando pecas plateadas sobre
la alfombra marfil y azul, con grandes rosas rosadas. Serví el té para las dos y
entregué a Millie su taza. Era la primera vez que nos veíamos desde mi regreso a
París desde Baviera, hacía ya un año y medio. Yo había permanecido en la ciudad el
tiempo suficiente para disponer una gira que me mantuvo en movimiento durante
dieciocho meses.
—Me alegro de verte otra vez, Millie —comenté—. Te he echado muchísimo de
menos.
—También yo a ti. ¡Has estado tanto tiempo fuera! La gira debe haber sido
agotadora: Inglaterra otra vez, media Europa. ¡Y hasta Rusia! ¿Era realmente tan

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excitante como decías en tus cartas?


—Muy extraña —repliqué—. Viajar en trineo, usar vestidos con cuellos de
piel… Hay palacios gloriosos con cúpulas de colores, paisanos que se mueren de
hambre, cosacos, cosacos, cosacos por todos lados, siguiéndome como bandas de
lobos, bebiendo vodka y subiendo a caballo las escalinatas de mi hotel.
—¿Y el Gran Príncipe? —inquirió.
—Era un encanto: dulce, atento y bien casado. Todo lo que publicaron los
periódicos fue pura invención. En realidad me acompañó a varias funciones de la
corte, pero no hubo romance, ni siquiera el más leve galanteo. Es un hombre de
cincuenta y tantos años que no se parece en nada al personaje deslumbrante descrito
por los periódicos.
—La sombra de Anthony Duke —gorjeó Millie—. Pero a juzgar por los
informes fue una gira de un éxito fantástico.
—Fantástico. Había multitudes doquiera yo aparecía. Me gustaría creer que
iban a verme bailar, pero no me hago ilusiones. Los atraía mi reputación, no mi arte.
Clamaban por ver a la notoria mujer que inició una revolución e hizo que
destronaran a un rey.
—Al menos habrá dado sus frutos financieramente.
Sacudí la cabeza, sonriente.
—Ojalá. Casi todo el dinero se ha ido en gastos: viajes, hoteles, comida. Elena
López tiene una imagen que mantener. Debe viajar en primera clase, hospedarse en
los mejores hoteles, comer en los restaurantes más famosos. En esta gira he pagado
todos los gastos y temo que ha sido un desastre.
—¿Eso significa que estás en la ruina?
—No, tanto no. Pude alquilar esta casa y me queda lo suficiente como para vivir
un par de meses, pero no sé qué voy a hacer después. He tenido muchos
ofrecimientos, pero aún no estoy dispuesta a comprometerme otra vez. Todavía
tengo las joyas que me regaló Karl. Supongo que podría venderlas.
Millie tomó un último sorbo de té y dejó su taza.
—¿Sabes algo de Karl? —preguntó.
Negué con la cabeza.
—Ya no… no nos escribimos. Lo vi una vez, muy poco tiempo, cuando estuve
en Niza. Vive allí, como sabes, desde, su exilio. Decidimos que sería mejor… romper
todos los lazos. Hubo demasiado revuelo, y Karl tiene esperanzas de volver a
recuperar el trono algún día.
Hice una pausa y le expliqué:
—Tiene… ataques muy malos; no está nada bien, pero en el fondo es feliz. Vive
en un apartamento muy amplio, rodeado de libros, papeles y pinturas. Varios
miembros leales de su corte se exiliaron con él y se ocupan de que esté cómodo.
Y miré hacia el jardín, pensando en el pobre hombre derrotado que había visto
en Niza: un alma dulce que vivía del pasado, aferrado a inútiles esperanzas para el
futuro. Dejé la copa con un suspiro y alisé un pliegue de mi falda violácea.
—Cosa extraña —continué—, todavía soy condesa. Después de la revolución el

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nuevo régimen reconoció la validez de mi título, aunque se apropiaron de mis tierras,


por supuesto, y de la pensión anual. Legalmente sigo siendo la condesa de
Land'sfeld, valga lo que valiere. Temo que no sirve de mucho. Por mi parte, jamás
uso el título, pero a los periodistas les encanta.
Durante el momentáneo silencio, Millie me cogió la mano y la apretó con
fuerza:
—Es realmente maravilloso volver a verte —dijo—. La gira te ha sentado bien.
Se te ve mucho mejor que la última vez, cuando volviste de Baviera.
—Más vieja —dije.
—En paz contigo misma, algo cansada, pero… curada. Lo superaste, y eso es lo
que importa.
—Supongo que sí.
—¿Sabes algo de Brence?
—Ni una palabra. La última vez que lo vi fue cuando subía al coche, frente a la
posada. No tengo idea de dónde está ni qué hace.
—Mejor así.
—Ya lo sé. La vida sigue.
—Cierto, y a la vuelta de la esquina hay siempre algo emocionante —dijo
Millie, alegre—. Piensa, ¡todavía podríamos estar en casa de la señora Fernwood!
—Dios no lo permita.
—¿Recuerdas aquel horrible papel de las paredes?
Asentí.
—Sí, y las escaleras interminables.
—Y yo no me olvido de aquel maldito gato. Siempre me bufaba.
—Éramos tan jóvenes…
Empezamos a perdernos en reminiscencias, y de pronto me descubrí sonriendo,
mientras Millie desenterraba episodios semiolvidados, recordándolos con un
despliegue de humor como sólo ella podía demostrar. El tiempo pareció volar y, de
pronto, al mirar el reloj, dejó escapar un grito y se levantó de un brinco, entre el
crujido de su falda amarilla.
—¡Cielos! Tenía que encontrarme con Alejandro a las seis, en la oficina de su
editor, ¡y ya son las seis y diez! Le dije al cochero que me recogiera frente a tu casa a
las cinco y media. Debe estar esperando desde entonces, y a Alejandro le dará un
ataque. Si no me doy prisa firmará otro contrato sólo por matar el tiempo.
—Vuelve pronto, Millie —dije, mientras la acompañaba hasta la puerta.
—Lo haré, Elena, muy pronto. Hasta es posible que traiga mis maletas y me
venga a vivir contigo.
—Me encantaría.
—Tengo la sensación de que también a Alejandro —dijo ella, sarcástica—. No te
sorprendas si de verdad aparezco con un montón de maletas.
—Será como en los viejos tiempos.
—Las dos contra el mundo —dijo Millie.
Nos abrazamos en el umbral y Millie corrió hacia el carruaje que esperaba. Al

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partir me saludó con la mano; respondí a su gesto y subí las escaleras para bañarme y
vestirme. Phillipe pasaría a buscarme a las ocho para ir al teatro y a cenar.
Intercambiábamos cartas desde hacía dos años, y en cuanto regresé a París, Phillipe
llegó desde Turena. Desde entonces nos veíamos casi todas las noches. Él estaba muy
desilusionado con su destino de caballero terrateniente, y muy solitario además; por
eso no tuve valor de negarle mi compañía.
Para esa velada elegí un encantador vestido de terciopelo azul intenso y me dejé
el pelo suelto, cayendo en largas ondas brillantes y sujeto hacia atrás por hebillas de
diamantes.
Phillipe, que llegó al dar las ocho, estaba resplandeciente con su traje de color
ciruela oscuro y un chaleco de satén blanco bordado con flores de color negro y
castaño; su corbata de seda blanca lucía muy compuesta. Estaba más delgado que en
Baviera, lo cual le hacía parecer más alto, y en sus claros ojos azules había una
mirada nostálgica. Con su barbilla hendida, sus facciones viriles y aristocráticas y su
espeso pelo castaño-plateado, resultaba una escolta de sorprendente belleza.
—Puntual, como de costumbre —comenté.
—Temo que es uno de mis defectos.
—¿Defectos?
—Siempre soy puntual, cortés y considerado. En una palabra, horrorosamente
aburrido.
—Tonterías.
—Me gustaría ser vocinglero y audaz, llegar dos horas tarde, bramando y
haciéndome el dueño. Me gustaría ser misterioso, variable y fascinante.
—Estoy algo cansada de los hombres fascinantes —le respondí.
—Por eso te contentas con pasear con un joven de Turena que se pasa la vida
supervisando granjeros, llevando la cuenta del ganado e investigando fertilizantes
para determinar cuál da mejores resultados.
—Tonterías. Me considero afortunada por contar con una escolta tan atenta,
encantadora y… Eres el hombre más bueno que conozco, Phillipe.
—Bien —comentó él—. Es casi lo mismo que decir aburrido.
—Phillipe…
—Disculpa. Hablaba en broma.
Desplegó su cálida y encantadora sonrisa, la que yo había considerado tan
conquistadora desde el primer momento, y me cogió del brazo para llevarme hasta el
carruaje.
El cálido aire nocturno estaba perfumado por el aroma de los capullos de
castaño. Cruzamos las calles de París, charlando despreocupadamente de cosas sin
importancia, pero era evidente que Phillipe estaba preocupado, aunque luchaba por
ocultarlo. Comprendí que su descontento era mucho más profundo de lo que yo
sospechaba, y que había ido en mi aumento desde que su padre insistiera en hacerle
regresar a Turena para cuidar la propiedad familiar.
El teatro estaba lleno de luces y de parejas elegantemente ataviadas. Tras
ayudarme a descender del carruaje, Phillipe pagó al cochero y volvió a cogerme del

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brazo. La gente nos miraba con atención mientras pasábamos bajo la marquesina y
atravesábamos el lujoso vestíbulo azul y dorado. Desde el episodio de Baviera,
sumado a la gira siguiente, Elena López era aún más famosa que antes. Según los
periódicos, Phillipe Du Gard, joven y adinerado aristócrata, era sólo el último de una
larga lista de amantes. Phillipe al principio se había mostrado bastante incómodo por
las miradas y los artículos de los periódicos, pero después de unos cuantos días dejó
de prestarles atención.
Cien pares de prismáticos se volvieron hacia nosotros cuando ocupamos
nuestros asientos en el palco. Fue un alivio que las luces se apagaran y se alzara el
telón de terciopelo, con un suave murmullo. La obra era una reposición de Hernani
de Hugo, el imponente melodrama que se había hecho célebre dos décadas antes, en
su estreno, revolucionando el teatro francés. Esa producción estaba realizada a
conciencia, fantástica de color y palabras en exceso. Tanto histrionismo me resultó
algo pesado; Phillipe, con los codos sobre la barandilla y el mentón apoyado en la
mano, inmerso en sus pensamientos, no prestaba la menor atención al tumultuoso
drama que se llevaba a cabo tras las candilejas.
Mientras descendíamos la escalinata, tras la caída del telón, oí grandes gritos:
—¡Elena, Elena! ¡Espere!
La escalinata estaba atestada y las arañas deslumbraban; al principio no pude
descubrir de dónde provenían los gritos. Por fin vi a los tres jóvenes que se abrían
camino desde la galería. Apenas pude creer lo que veía. Hans me saludaba con la
mano. Eric tenía una sonrisa de oreja a oreja. Wilhelm lanzaba gritos de júbilo,
empujando al pasar a un grupo de jóvenes humildemente vestidos que le cerraban el
paso. Con una oleada de regocijo, los vi correr hacia nosotros como una tribu de
indios americanos.
Phillipe y yo seguimos bajando por la escalinata hasta el vestíbulo, y los
muchachos se reunieron con nosotros momento después, tras haber poco menos que
hecho caer a una madura matrona vestida de satén blanco. Hans me echó los brazos
al cuello y yo lo besé en la mejilla. También besé a Eric y a Wilhelm, ignorando las
fijas miradas de quienes pasaban a nuestro lado. Pobres, pero pulcramente vestidos
con trajes oscuros, cuellos blancos y coloridas bufandas, con el pelo mucho más largo
de lo que se usaba en Baviera, parecían bohemios hechos y derechos. Hans tenía los
dedos manchados de tinta; en la manga de Eric había marcas de tiza de color y
Wilhelm parecía sofocado por el traje, excesivamente ceñido.
—Hemos estado leyendo todo lo que dicen los periódicos sobre usted —
exclamó Hans—. Les dije a estos dos que debíamos buscarla, descubrir dónde se
alojaba y hacerle una visita, pero Eric dijo que no se acordaría de nosotros.
—Qué vergüenza, Eric —le regañé—. Los tres conocéis a Phillipe Du Gard,
¿verdad?
—También los periódicos hablan de él —dijo Wilhelm, gruñón, mientras
saludaban a Phillipe.
—La hemos visto en el palco —continuó Hans—. He dado un codazo a estos
dos y les he dicho: «La del pelo largo es ella». Eric dijo que no, pero es que estábamos

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muy arriba, casi pegando al techo, y de cualquier modo éste es medio ciego.
—Es maravilloso volver a veros. ¿Habéis encontrado vuestra buhardilla?
—Sí —dijo Eric—. Es helada en invierno y un infierno el verano, y compartirla
con este par no es nada grato, créame. Si no tropiezo con las pesas de Wilhelm, me
caigo sobre los montones de periódicos de Hans. Cada vez que aparece uno de sus
artículos compra cinco ejemplares del periódico.
—¿Has renunciado a la poesía? —pregunté a Hans.
Él sonrió.
—Ahora escribo para los periódicos: artículos breves y chismes acerca de la
gente de teatro y artículos algo más largos sobre asuntos locales; «de interés
humano» les llaman. Eso ayuda a pagar el alquiler mientras sigo con mi novela.
—Esa maldita novela —gruñó Wilhelm—. Nos lee cada capítulo en voz alta en
cuanto lo termina. Yo creía que sus epopeyas eran malas, pero esta novela…
¡Seiscientas páginas, y todavía no ha presentado a todos los personajes principales! El
tipo cree que es un genio.
—Y él trabaja en un gimnasio —me informó Hans—, empujando y estimulando
a los aristócratas fofos para que se pongan en forma y aprendan a luchar. Gana una
fortuna con las propinas. Los clientes piensan que si no le dan propina les arrancará
un brazo cuando de nuevo se encuentren en la colchoneta.
—¿Y tú, Eric? —inquirí.
—Descubrí muy pronto que nunca sería otro Rembrandt —me explicó—. Ahora
hago ilustraciones para los periódicos: dibujos a lápiz y tinta, pasteles. No pagan
mucho, pero les gusta lo que hago y yo disfruto muchísimo.
Charlamos durante algunos minutos en el atestado vestíbulo, atrayendo
considerablemente la atención. A pesar de los rizos largos y los modales bohemios,
los tres seguían siendo los mismos jóvenes pletóricos que conociera en Baviera:
alegres, vivaces, encantados con la vida y viviéndola con placer. Les di mi dirección,
insistiendo en que me hicieran una visita, y abracé a cada uno antes de que salieran
del teatro, los tres del brazo, como tres alegres mosqueteros para quienes París fuera
un encantador campo de juegos.

Frente al teatro, la calle estaba embotellada de carruajes privados o de alquiler.


Puesto que el restaurante estaba sólo a pocas manzanas, decidimos ir caminando.
Phillipe continuaba perdido en sus pensamientos, silencioso y retraído, aunque sus
modales seguían siendo amistosos. Cuando llegamos al restaurante nos saludaron las
habituales miradas curiosas, mientras el maître nos acompañaba hasta nuestra mesa.
Durante toda la comida Phillipe hizo esfuerzos por mantener viva la conversación.
Sonreía con frecuencia, pero sus claros ojos azules aún conservaban la mirada triste y
melancólica.
Era más de la una cuando el coche se detuvo frente a la casa de los Campos
Elíseos. Phillipe me acompañó hasta la puerta de entrada. La luz de la luna se
reflejaba en los peldaños, y los árboles arrojaban suaves sombras negras que rozaban

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las paredes. Desde un café lejano, una hebra de música vagaba a través de la noche, y
un caballo se movía inquieto sobre los adoquines, despertando un tamborileo con los
cascos. Phillipe se detuvo en los escalones, con las manos dentro de los bolsillos de
sus pantalones y la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado. Una sonrisa tierna le
jugueteaba en los labios.
—Hoy no he sido muy grata compañía —comentó.
—Has sido delicioso, como siempre.
—Cortés, sin exigencias…
—No vuelvas a empezar, Phillipe. No debes despreciarte así. Eres el ideal de
cualquier mujer.
—¿De veras?
—De veras —dije.
Parecía muy joven, muy hermoso, muy vulnerable. Me sentí conmovida. En mi
interior se agitaban tiernos sentimientos, y recordé a los gentiles caballeros que
penaban silenciosamente por su rubia dama durante la Edad Media. Con una
sonrisa, le aparté el pelo de la frente y apoyé los dedos sobre su mejilla. Phillipe me
cogió la mano y la sostuvo con fuerza, ya nervioso; una desacostumbrada arruga le
partía la frente.
—¿Lo dices en serio, Elena?
—Por supuesto. Estas dos últimas semanas han sido maravillosas. Te tengo
mucho afecto, Phillipe.
—Ojalá hubieras usado una palabra más fuerte.
—Yo…
—Te amo, Elena —dijo—. Te amo desde el primer día en que fui a Alemania
para raptarte. Me enamoré de ti inmediatamente. Jamás podré amar a otra.
—No… no lo dices en serio.
—Sí. Lo sé. No me he declarado antes porque… bien, supongo que tenía miedo.
Temía que cualquier tipo de declaración te alejara de mí, y tenerte cerca representaba
demasiado para arriesgarme. Sé que no me amas, no como yo a ti, pero…
Hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas. La arruga se acentuó. Yo
guardaba silencio, triste por dentro, temiendo lo que vendría.
—Tengo la esperanza de que algún día llegues a amarme —continuó en voz
baja, llena de emoción—. Quiero casarme contigo, Elena. Creo que… probablemente
te parezca inconcebible al principio. Pero quiero que lo pienses.
La luz de la luna reverberaba a nuestros pies y las sombras seguían rozando las
paredes. Como no respondí, Phillipe me soltó la mano; me la había apretado tanto
que sentí los dedos entumecidos.
—Mi padre ya me ha cedido la administración de la propiedad y algún día la
recibiré en herencia. Seré un hombre rico, Elena. Podríamos vivir en Turena parte del
año y alquilar una casa en París para el resto del tiempo. Podríamos viajar, hacer
cualquier cosa que quisieras. Podrías seguir bailando si lo desearas. Yo no me
interpondría en tu camino.
—Phillipe… no sé qué decir.

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—No quiero que contestes nada ahora. Quiero que lo pienses. Mañana debo
regresar a Turena y estaré allí una semana. Cuando vuelva a París, tal vez… tal vez
me des una respuesta.
Asentí. Phillipe sonrió, con la sonrisa más bella que yo jamás hubiera visto. Me
entró hasta el corazón y tuve que contener las lágrimas.
—Sé… sé que no soy como los otros hombres que has conocido —dijo—, pero
podría hacerte feliz, Elena. Me gustaría que me dieras la oportunidad. Quiero
dedicarte el resto de mi vida.
Se inclinó para rozar mis labios con los suyos, suavemente, muy suavemente, y
en seguida dio un paso atrás. Volvió a sonreír. Era joven, hermoso, un pretendiente
que cualquier mujer en sus cabales no dejaría escapar. Estremecida, lo vi desandar el
camino y cruzar el portón. Mientras su coche se alejaba, permanecí de pie ante la
puerta, sintiendo la caricia del frío aire nocturno sobre los hombros. Estaba
conmovida, destrozada, y esperaba con todo mi corazón tener la valentía de tomar la
decisión adecuada.

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Capítulo XXXV

Aunque habíamos mantenido el contacto epistolar, hacía más de dos años que
no veía a George Sand. Como no sabía que estaba en París, su invitación me
sorprendió. Después de su ruptura con Chopin, pasó por un período de gran
actividad política, pero en los últimos tiempos se recluía cada vez más en Nohant, su
encantadora propiedad en el campo. La rimbombante George de los primeros
tiempos se había convertido en una especie de reclusa, que veía a pocos de sus
amigos y evitaba completamente las luces de la fama para pasar la mayor parte de su
tiempo escribiendo.
Mientras viajaba en el carruaje por las calles inundadas de sol me pregunté
cómo la encontraría. Aún lloraba por Chopin, y yo lo sabía, su muerte, en octubre, la
había afectado profundamente. Había sido el gran amor de su vida, y muchos
aseguraban que la separación definitiva le había destrozado tanto el ánimo como el
corazón. ¿Acaso me encontraría con una criatura triste y lamentable, la sombra de su
personalidad anterior? Me parecía dudoso. Aunque los antiguos fuegos se hubieran
consumido, la George que yo conocía brillaba con una serena llama de compasión,
eternamente encendida.
El carruaje se estremeció al cruzar uno de los grandes puentes de piedra que
franqueaban el Sena. El río tenía tono gris verdoso y centelleaba con reflejos
reverberantes, pequeños barcos se balanceaban activamente y una gran balsa
avanzaba con lentitud corriente abajo. A lo lejos se veía la catedral de Nôtre Dame,
erguida majestuosamente por sobre los plumosos follajes. Pasamos junto a librerías y
coloridos cafés, y eventualmente me dirigí por una calle bordeada de plátanos.
Recordé haber caminado por esa calle a la luz de la luna, con la pesada capa marrón
de Franz tapándome los hombros. Eso parecía haber ocurrido en una vida anterior.
Al pagar al cochero lo saludé con una sonrisa cautivadora y le pregunté si le
sería posible volver por mí en un plazo de dos horas. La sonrisa dio un resultado
magnífico. Aceptó y, guardando su ganancia en el bolsillo, se alejó por la calle.
Permanecí un momento frente a la casa. De igual modo había permanecido allí al
abandonar la fiesta en compañía de Franz. Esa noche había debido tomar una
decisión muy difícil, pero la de ahora lo era aún más.
Phillipe regresaría a París esa misma tarde. Nos veríamos por la noche. Yo había
sopesado cuidadosamente su proposición, casi sin pensar en otra cosa, sin haber
llegado todavía a una respuesta.
Subí los peldaños, suspirando, y tiré de la campanilla.
George en persona abrió la puerta, con una suave sonrisa en los labios; sus ojos
grandes y luminosos estaban llenos de, calidez. Llevaba un encantador vestido de

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tarde, color borgoña, y el pelo azabache arreglado en un largo peinado paje; varias
hebras grises se veían ya entre los cabellos oscuros. Cogió mis manos en las suyas
para estrechármelas. En verdad, había envejecido durante los dos años y medio
pasados; estaba algo regordeta, con un aspecto más de matrona; pero aún estaba allí
el resplandor, inundándola de una belleza completamente ajena a la apariencia física.
—Elena, querida mía —dijo—. Ha pasado demasiado tiempo.
—Demasiado —respondí.
Permanecimos abrazadas un instante. Luego me condujo hasta la sala. Era tan
cómoda y acogedora como yo la recordaba, con un aura de elegancia levemente
desgastada. El sofá azul estaba cubierto por el chal de flecos negros y purpúreos; la
mesa seguía atestada de libros y papeles; los misinos rollos de papel desechado
sembraban el suelo a su alrededor. El único toque diferente eran las plantas; las había
en profusión, en varios tonos de verde; algunas, con delicados capullos, estaban en
macetas por toda la habitación. En la mesa, sobre un montón de libros, había una
regadera de bronce.
—Hay polvo por todos lados —se disculpó—. Queda la casa cerrada cuando
estoy en Nohant y no pude avisar a Mathilde con mucha anticipación.
—Qué hermosas plantas.
—Las estaba regando cuando has llamado. ¿Te molesta que termine? Son muy
exigentes. Las he traído conmigo desde Nohant, porque de otro modo se hubieran
secado. No se puede depender de los sirvientes para que las cuiden como es debido.
—No sabía que te gustaban tanto las plantas.
—Las plantas, las flores, todo lo que crezca y sea verde. Los jardines de Nohant
están espléndidos. No hay nada que me guste tanto como andar por ahí, con un
vestido viejo y un par de guantes gruesos, cavando en los parterres.
George sonrió, recogiendo la regadera. Me senté en el sofá y la vi regar un
delicado helecho. La sonrisa se perdía en sus labios, suave, tierna, y comprendí en
seguida que no había nada de cierto en lo que había oído decir. George Sand no era
una mujer deshecha. Había tristeza en sus ojos, pero su forma de actuar era
maravillosamente serena. Era evidente que había encontrado la paz interior, algo que
los chismosos jamás podrían comprender.
—Hace meses que no vengo a París —dijo—. El ruido, los olores, el ritmo de
vida… Me pregunto cómo me las arreglaba para vivir aquí. Después de estar al aire
libre, en espacios abiertos, con los olores paradisiacos del campo, la ciudad parece
inhabitable.
—¿Te quedarás mucho tiempo?
—Al menos una semana más. Mi obra Claudie va a ser puesta en escena y debo
discutir los arreglos. Es agotador, pero absolutamente necesario si no quiero que me
roben a manos llenas. ¡Contratos! Y los productores teatrales no son la gente en quien
más se pueda confiar.
—Demasiado bien lo sé.
George tocó ligeramente el helecho y se acercó a una violeta africana.
—He traído mi trabajo conmigo, como ves. Es mi único consuelo. Después de

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

haber regateado durante horas en una oficina atestada y maloliente, después de


quedarme afónica de tanto protestar contra cláusulas injustas, puedo retirarme a mi
casa y coger de nuevo el libro que tengo entre manos. Aunque prefiero trabajar en
Nohant —agregó—, acurrucada en una mecedora, con un chal alrededor de los
hombros, el bloc en las rodillas y un pájaro cantando en la rama cercana.
—Amas ese lugar, ¿verdad?
—Siempre lo he amado —replicó—. Nunca tuve intención de abandonarlo.
Podría haber pasado toda la vida en esa casa, pero mi esposo me lo hizo imposible.
Cuando vivía allí con él, Nohant era una prisión. Tuve que marcharme como
autodefensa. Ahora se ha convertido en un paraíso.
—Pareces muy satisfecha, George.
—¿Satisfecha? —Estudió a fondo la palabra—. Supongo que lo estoy. La
satisfacción… a la larga es mucho mejor que la felicidad. La felicidad es demasiado
exigente, y con demasiada frecuencia depende de… otra gente. Pero la satisfacción…
—Hizo una pausa, mientras regaba perezosamente la violeta—. Es algo
completamente distinto.
Dejó la regadera y se apartó un suave mechón negro de la frente.
—Es irónico, ¿verdad? Después de tantos años pasados en una frenética
persecución de la felicidad, descubrí algo mucho más satisfactorio, algo que nadie
podrá arrebatarme.
Hubo un instante de silencio. George miraba al otro lado de la habitación, pero
sus ojos sólo veían los recuerdos que la acosaban.
—George —dije—, sentí mucho lo de Federico.
No contestó en seguida. Se acercó a la ventana para contemplar el retazo de
cielo parisino visible sobre la maraña de tejados y chimeneas. Cuando al fin se volvió
para sonreírme, sus ojos oscuros reflejaban la tristeza interior.
—Él no me mandó llamar —dijo, en voz baja—. Al final… ni siquiera mencionó
mi nombre, pero mi amor por él aún estaba allí. Sé que él lo sentía. Sólo el orgullo le
impidió llamarme. Federico fue siempre muy orgulloso.
—Su música vivirá por siempre. Y gracias a ti compuso gran parte de ella.
George asintió, pero mientras se acercaba a un florero; para arreglar las flores
deseé no haber mencionado a Chopin. Su muerte estaba demasiado reciente, sus
recuerdos aún eran muy frescos y dolorosos. George dio un último toque a las flores
y vino a sentarse a mi lado en el sofá.
—Cuéntame de ti, querida. Dicen que has estado viendo mucho a un joven
aristócrata de Turena. Tal vez me haya convertido en una rústica campesina, pero
aún me mantengo al tanto de los chismes. Tú y Du Gard sois la comidilla de París.
Dicen que ahora te dedicas a los niños.
—En realidad, Phillipe es un año mayor que yo. Es… es un joven maravilloso,
George. Lo conocí en Baviera. Era uno de los ayudantes de Karl. Su padre le hizo
regresar para que dirigiera la propiedad familiar…
Vacilé, pensando en Phillipe, en la decisión que debía tomar.
—¿Está enamorado de ti? —preguntó George.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Sí, pero Phillipe es el primer hombre de cuantos conozco que no ha intentado


llevarme a la cama. Quiere casarse conmigo.
—Comprendo. Y tú, ¿lo amas?
—No; al menos no como yo quisiera. Le tengo mucho afecto y creo que a su
debido tiempo podría llegar a amarlo. Es tierno, amable, atento, siempre
considerado. Es apuesto, rico y… No hay en todo París una mujer que no saltara de
alegría ante la posibilidad de casarse con él.
—Pero tú no eres como las demás —dijo George, en voz baja—. Eres Elena
López.
—Lo sé. Me he convertido en la criatura que Anthony Duke inventó. A veces
deseo que nada de todo esto hubiera ocurrido. Si hubiera conocido a Phillipe antes
de conocer a Anthony, antes de Franz, antes…
Hice una pausa, contemplando los limpios rayos de sol que entraban por la
ventana.
—Viviríamos en el campo la mayor parte del año —continué—. El castillo es
encantador y habría… mucha paz. Phillipe estaría siempre allí, en él se puede
confiar. En cambio, los hombres que he amado… siempre se marchan, George.
Brence, Anthony, Franz… todos me abandonaron. Con Phillipe podría sentirme
segura.
—No lo pongo en duda.
—Me ama tanto y… Por primera vez en la vida tendría estabilidad. He llevado
una vida de gitana, cambiando de un lugar a otro. Oh, ha sido encantador y
excitante, pero… —Volví a hacer una pausa y miré aquellos ojos adorables—. Y no
me hago ilusiones sobre la felicidad, George. Me gustaría hallar la satisfacción de que
tú disfrutas.
George me cogió la mano y la sujetó con fuerza, vacilando un momento,
mientras estudiaba su respuesta.
—Comprendo tu deseo, querida —dijo—, pero eres muy joven. Yo tengo
cuarenta y seis años, mi pelo ya está gris. Puedo ser feliz estando satisfecha, pero
tú… tú, querida mía, tienes muchos años por delante antes de que puedas aceptar un
término medio.
Guardé silencio. George continuó:
—Eres una mujer extraordinaria, Elena. Tienes fama, gloria y un éxito
deslumbrante. Podrías renunciar a todo eso por amor, un verdadero amor, eterno, de
los que arrebatan, Pero el simple afecto no es suficiente. Estoy segura de que estarías
satisfecha durante algún tiempo con ese joven, pero al final…
Dejó la sentencia en suspenso. No necesitaba terminarla.
—No sería justo para Phillipe —dije.
—Tampoco para ti. Te han herido, querida, y quieres retroceder. Eso podría ser
satisfactorio por algunos meses, por un año tal vez. Pero la música seguiría sonando,
las banderas al viento y te morirías deseando ocupar tu lugar en el desfile.
—Tienes razón, por supuesto.
George no había dicho nada que yo no hubiera pensado ya, pero era bueno

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

oírlo de sus labios. Casarme con Phillipe sería aceptar un término medio, sería una
retirada, una salida fácil en cierto momento de la vida. Pero en último término
resultaría un desastre. Durante toda la semana había jugado con la idea de casarme
con él y la encontraba muy atractiva. Pero ahora comprendía que nunca la había
considerado en serio. Sentía demasiado cariño por Phillipe como para utilizarlo, eso
haría si aceptaba su proposición.
George y yo continuamos charlando de otras cosas en esa habitación cálida y
cómoda, llena de plantas. Me contó algo más de la vida en Nohant y de Alexandre
Manceau, el joven grabador, un amigo de su hijo que había ido a hospedarse con
ellos. Manceau era muy atento, me confesó, y también muy eficiente. Ayudaba de
muchas maneras. Era para ella como un segundo hijo, según decía, pero al hablar de
él le subía a los labios una sonrisa tierna, y el brillo de sus ojos se hacía más cálido.
Sospeché que su relación con Manceau formaba parte de la satisfacción de que
hablaba con tanta elocuencia. Los fuegos apasionados habían muerto, quizá; tal vez
estaba regordeta y tenía mechones grises en el pelo, pero George era una mujer
demasiado femenina como para existir sin algún tipo de amor. Manceau le servía de
consuelo, y me alegré de conocer su existencia.
—Creo que ahí llega mi coche —dije un rato después—. Ahora tengo que
marcharme y dejarte trabajar.
—¡Revisiones, revisiones! —protestó—. El acto primero es adecuado. El
segundo necesita muchos arreglos y me dicen que el tercero es totalmente imposible.
¡Por qué habré aceptado este proyecto!
Mientras George me acompañaba hasta la puerta, la falda de su vestido
levantaba un suave susurro. Me cogió ambas manos entre las suyas y las retuvo un
instante, con los ojos llenos de afecto.
—Ha sido maravilloso volver a verte, querida. Debes venir algún día a
visitarme, cuando esté en Nohant.
—Me gustaría.
Parecía reacia a dejarme marchar, y comprendí que deseaba decirme algo más.
Al fin me dio un rápido abrazo y un beso suave en la mejilla.
—Cuídate, querida —dijo, gentil— y no renuncies todavía a la felicidad.
Aférrate al sueño durante un tiempo aún. Tal vez… tal vez tú seas de las afortunadas.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XXXVI

Phillipe llegó a la casa de los Campos Elíseos poco después de las seis. Había
llegado directamente desde el hotel, donde se detuvo sólo el tiempo necesario para
cambiarse de ropa. Su pelo brillaba, infantilmente revuelto, como de costumbre, y
tenía los ojos expectantes. Joven, espléndido, maravillosamente apuesto, estaba de un
excelente humor. Me atrajo hacia sí para besarme, amoroso, confiado en que mi
respuesta seria la que él deseaba oír.
—Siento haber llegado tan temprano —exclamó—. Ese peinado te sienta muy
bien, y ese vestido celeste… ¡Qué deseos tenía de verte! Te he echado muchísimo de
menos.
—También yo a ti, Phillipe.
—Supongo que querrás cambiarte antes de ir a cenar. Iremos al restaurante más
lujoso de París.
—Preferiría… preferiría que no lo hiciéramos.
—¿Cómo?
—Pensaba pedirte que fuéramos a un café cualquiera, a tomar… un vaso de
vino.
—Muy bien. ¿Vamos ahora?
—Sí —dije.
Phillipe mantuvo una charla alegre y encantadora mientras nos dirigíamos a un
café al aire libre, donde las mesas estabas protegidas por vistosas sombrillas a rayas
rojas y blancas. Humildes empleados, con los trajes bien cepillados, cenaban allí a
primera hora con sus novias, vivaces vendedoras cuyo guantes y sombreros
emplumados eran un triste intento de elegancia. Pasaban los carruajes; las parejas
paseaban en el parque, al otro lado de la calle. Las sombras fueron extendiéndose en
las aceras, al disminuir la luz del día. Una anciana de chal raído atendía un carrito de
mano, lleno de flores de vivos colores.
—Esto es muy bonito —dijo Phillipe—. Me alegro de tu sugerencia. ¿Para qué el
terciopelo rojo y las arañas lujosas, si podemos disponer del alma de París? ¿Seguro
que no quieres comer nada?
—Sólo un vaso de vino. En realidad no tengo hambre.
—Que sea vino. Del mejor.
Llamó a un camarero y pidió el más caro de los vinos con un ademán
encantador; en seguida apoyó la barbilla en la mano y me miró con esa maravillosa
semisonrisa jugueteándole en los labios. Estaba tan feliz, tan lleno de esperanzas, tan
seguro de la futura felicidad… Era una de las personas realmente buenas que existen
en este mundo, y merecía una mujer que lo amara sin reservas. Yo hubiera deseado

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fervientemente ser esa mujer.


—Jamás imaginé que una semana pudiera hacerse tan larga —dijo—. He
pensado en ti día y noche, Elena, mientras hacía mis rondas a caballo y supervisaba
la construcción de un nuevo granero para uno de los arrendatarios, hasta cuando
limpiaba y engrasaba mi revólver.
—¿Revólver?
—En Turena hay una plaga de conejos que están destruyendo las cosechas. En
cuanto vuelva tendré que organizar una partida de caza para alejar aquella peste.
—No sé por qué, pero no te imagino haciendo esas cosas.
—Soy muy eficiente —me dijo—. Si hay que efectuar un trabajo lo hago en
seguida, sin aspavientos. Eso es algo que tú ignoras de mí. Me ves siempre como…
como un joven de ojos soñadores. Pero no lo soy, ¿sabes? Tal vez cuando me veas con
botas, viejos pantalones de montar y una camisa blanca manchada de sudor, con las
mangas subidas hasta los codos, tendrás una idea diferente.
El camarero nos trajo el vino. Phillipe me entregó el vaso y jugó con el suyo,
todavía con la sonrisa en los labios. A nuestro alrededor se oían tintineos de copas y
risas alegres. París adquiría su aire festivo, a medida que el cielo tomaba un tono
oscuro de plata opaca.
—En verano me pongo moreno como un salvaje —continuó Phillipe—.
Cabalgo, cazo, hasta me peleo de vez en cuando. El verano pasado, uno de los
granjeros intentó engañarme. Le puse un ojo morado y lo eché de la granja a
puntapiés. En Turena soy una persona totalmente distinta.
—Phillipe…
—Te encantará aquello —dijo, apresuradamente—. Yo… le he hablado de ti a
mi padre. Tiene muchas ganas de conocerte, de darte la bienvenida. El castillo es
encantador y tú podrías decorar algunas de las habitaciones si quisieras. En realidad
soy bastante rico, ¿sabes? Yo…
—No digas nada —dije, en voz baja.
—Puedo ser el hombre que tú quieras, Elena.
—No quiero que seas… nada, sino lo que eres.
—Y eso no basta, ¿verdad?
Su voz era agradable, casi juguetona, y la media sonrisa seguía curvándole los
labios; pero tenía los ojos llenos de desesperación. Me sentí muy mal, porque le tenía
un verdadero cariño. Amaba ese hoyuelo de su mentón, la onda pesada y errabunda
que le caía siempre sobre la frente. Amaba su vitalidad, su encanto, esa aura de
inocencia. Pero lo amaba como podría haber amado a un hermano menor, y eso no
bastaba.
—Te amo, Elena. Te amo con toda mi alma, con todo mi corazón.
—Lo siento.
—La respuesta es «no», ¿verdad? Lo noté en tus ojos cuando abriste la puerta.
Vi la tristeza, los reparos. Intenté… quise engañarme, convencerme que estaba
equivocado, pero…
Se interrumpió en seco. Sacudió la cabeza, con un suspiro contenido, y tomó un

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

sorbo de vino; luego se quedó mirando el interior de la copa. La pareja de la mesa


vecina se levantó para retirarse. Dos de los camareros empezaron a discutir
amistosamente. Desde el interior del café nos llegaban olores de la cocina. La vieja
del chal gris adquirió una expresión animada y sonrió torcidamente cuando un
caballero se detuvo a comprar un ramo de flores para obsequiárselo a la recatada
morena que lo acompañaba.
—Tal vez me he precipitado demasiado —dijo Phillipe en voz baja—. Debí
haber esperado algo más para declararme, darte más tiempo para que me conocieras
a fondo.
—Te conozco, Phillipe. Sé que eres uno de los hombres más buenos que he
conocido, y…
—Me rechazas —dijo.
—Ojalá todo fuera distinto. Ojalá yo pudiera ser la mujer que mereces. Pero hay
muchas cosas que no comprendes, muchas que… no puedo explicarte. Yo no soy la
mujer adecuada para ti, pero soy yo la que pierde. Si pensara que podría hacerte
feliz, si no estuviera segura de desilusionarte tarde o temprano, de causarte daño…
—Estoy más que dispuesto a correr ese riesgo.
—No serviría de nada, Phillipe. Ojalá fuera así. Desearía poder utilizarte para
resolver mis propios problemas, pero te quiero demasiado para obrar así. Casarme
contigo supondría para mí una fácil solución, pero no sería justo para ninguno de los
dos. Los problemas seguirían siendo los mismos, sólo que momentáneamente
permanecerían aplacados.
Dejó su vaso silenciosamente. Una pequeña orquesta comenzó a tocar en el
parque, al otro lado de la calle. Los carruajes seguían traqueteando alegremente por
la calle de adoquines y una niña chillaba de risa. Cuando me miró, con una sonrisa
valiente, sentí que jamás lo había visto tan hermoso, y el corazón me dolió
angustiosamente.
—Veo que eso es todo —dijo.
—Vuelve a tu hogar, Phillipe. Vuelve a Turena y… y busca a alguna joven
buena que viva sólo para ti, que te dé esa felicidad que yo jamás podría darte.
Yo hablaba con serenidad, tratando de impedir que la emoción quebrara mi
voz. Phillipe no respondió. La música en el parque, era ligera y alegre, un vals de
ritmo agradable. Phillipe, por fin, suspiró y apartó el vaso.
—Supongo que será mejor llevarte a tu casa —dijo.
—Preferiría terminar el vino. Ve tú, Phillipe. Yo cogeré un coche cuando
termine.
—Como quieras.
Se levantó, alto, elegante, muy dominado a pesar por la angustia que se leía en
sus ojos. En ese momento parecía mayor: perdido, derrotado.
—Jamás habrá otra más que tú, Elena —dijo.
—Tal vez ahora lo creas así, pero pronto pensarás de otro modo. Conocerás a
una muchacha buena y te casarás con ella, y entonces todo esto… quedará olvidado.
—Me temo que no.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Tiene que ser así, Phillipe. Comprende, por favor.


—Comprendo.
—Olvídame. Olvídame y… por favor, trata de perdonarme.
—No te olvidaré jamás —dijo—, y no tengo nada que perdonar.
Y sonrió con esa tierna, encantadora sonrisa, siempre galante, tratando de
facilitarme las cosas; era cortés incluso en el momento de la desesperación. En un
arrebato emocional, sentí deseos de retirar todo lo dicho para hacer lo que él deseaba
y anular el dolor que le había causado. Phillipe vaciló un momento; en seguida rodeó
la mesa y me cogió la mano. Se la llevó a los labios para besarla, diciendo:
—Adiós, Elena.
Mirándome a los ojos, sonrió una vez más y se marchó por entre las mesas. Pasó
apresuradamente ante el carrito de flores y descendió la calle a paso rápido, para
desaparecer de la vista, confundido con la muchedumbre.
Yo seguía sentada, esforzándome por mantener la compostura. Todo había
terminado; acababa de alejarlo de mí. Los otros me habían abandonado brutalmente,
pero yo rechazaba al único hombre que me amaba de verdad, sin egoísmo, el único
hombre que me amaba como toda mujer sueña ser amada. Aun así había hecho lo
correcto, lo sabía, pero esa seguridad no me proporcionaba ningún consuelo.
Permanecí en silencio, inundada por la pena de pensar en lo que pudo haber sido.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XXXVII

—Mejor así —anunció Millie, alegremente, mientras caminábamos bajo los


arcos del Palais Royale—. Empezaba a cansarme, para decirte la verdad. Tantos
cobradores, tantos secretarios entre los pies, y él siempre escribiendo.
Definitivamente, la vida literaria no es para mí.
Y continuó:
—Ha sido una separación muy amistosa. Alejandro me dio un beso en la mejilla
y una palmada en el trasero, y me metió un enorme rollo de billetes en el escote.
Siempre adoraré a ese hombre, aunque sea un pillo redomado de siete suelas.
Había pasado una semana desde que Phillipe me dejara sentada en la terraza
del café. Millie y yo estábamos haciendo compras. Ella se había venido a vivir
conmigo el día anterior, trayendo una extraordinaria cantidad de equipaje y llenando
la casa con su alegría. Me sentía agradecida por ello: había sido una semana difícil.
Aún estaba tratando de perdonarme por lo que le había hecho a Phillipe, y su sonrisa
valiente y tierna parecía perseguirme. Regresó otra vez a Turena, y yo rogaba que
encontrara a alguna joven hechicera para que le hiciera olvidarme.
—Me encanta este lugar —anunció Millie, echando una mirada a las moles de
antigua piedra gris que rodeaban los jardines—. Piensa, aquí solía divertirse la
realeza. Ahora las galerías están llenas de comercios y salones de apuestas. ¿Quieres
probar algún perfume? Dicen que este local es uno de los mejores.
—En realidad, no. Temo que hoy no soy una buena compañía.
—Tonterías. Estás preocupada, eso es todo. Pero hiciste lo único que debías
hacer.
—Lo sé, pero no puedo dejar de culparme por ello.
—Haces mal, Elena. Sufrirá un poco, sí; pero me atrevo a decir que algún día te
agradecerá lo que hiciste.
Las galerías eran frescas y sombreadas, los mosaicos desiguales bajo nuestros
pies, y había olor a piedra húmeda, a sudor y polvo antiguo. A nuestro lado pasaban
docenas de compradores, examinando las mercancías de los escaparates, mientras los
niños jugaban ruidosamente entre las flores del sucio jardín. Ladró un perro que
saltaba tras el palo arrojado por una niña de vestido rosado. Millie y yo entramos a
uno de los angostos y oscuros locales para ver algunos sombreros, de precios
exorbitantes; después nos detuvimos un momento para observar el escaparate de una
tienda donde se vendían mascotas; unos pájaros de plumajes brillantes ocupaban las
jaulas de bambú. Pronto nos encontramos caminando por el angosto pasaje hacia la
salida y dejamos atrás el Palais Royale.
Millie y yo paseamos al azar por un laberinto de callejuelas sombreadas y

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

retorcidas, disfrutando de la caminata, sin prisa por llamar a un coche. Un


barrendero limpiaba incansablemente los adoquines. Grandes palomas grises
aleteaban entre los edificios y se arrullaban serenamente. París lucía un aire de
belleza madura, de elegancia, levemente ajada en las orillas. El seductor encanto de la
ciudad parecía haber palidecido, pero yo sabía que eso se debía a mi estado de
ánimo.
—¿Has pensado en lo que harás ahora? —preguntó Millie.
Negué con un movimiento de cabeza.
—Supongo que aceptaré otro compromiso. No en París, tal vez haga otra gira.
—¡Eso sería estupendo! Me encantaría.
—¿Vendrías conmigo?
—¡Por supuesto! A decir verdad, echo de menos el movimiento: las
incomodidades, los nervios tensos, los gritos y las noches de estreno en teatros mal
iluminados. Yo lo disfrutaba minuto a minuto.
Millie volvió a charlar alegremente sobre el pasado, recordando algunas de
nuestras aventuras: la vez en que Anthony olvidó nuestros pasajes y quedamos
detenidas en un tren helado durante toda la noche; la tarde en que hayamos nuestro
camerino ocupado por una foca amaestrada; el hotel de Bath que compartimos con
docenas de altaneras viejas artríticas, escandalizadas por nuestra presencia, que nos
veían ir y venir por un mar de impertinentes. Empecé a sentirme mejor y a recordar
con una sonrisa. Los incidentes que en su momento parecieran irritantes ahora
resultaban divertidos.
—Cuántos hombres —continuó Millie—. ¡Hice tantos amigos! Al menos uno en
cada ciudad. Se podría decir que estaba buscando el más adecuado. Todavía tengo
esperanzas de encontrarlo.
—¿Y cuando lo encuentres?
—Le echaré el lazo y no le dejaré escapar. Pero una cosa es segura: no lo voy a
encontrar aquí, en Francia. ¡Estos franceses! Son encantadores, lujuriosos y muy
galantes, pero yo quiero un hombre fuerte, alto, estable, alguien que salga a trabajar
en lugar de quedarse hablando de libros y haciendo cumplidos.
Doblamos en la esquina y echamos a andar por una amplia avenida bordeada
por elegantes comercios. La gente que paseaba por allí iba mucho más
espléndidamente vestida, y los carruajes que transitaban la calle parecían brillar. La
madura belleza dejó paso a un encanto centelleante; todo era nuevo allí. Tras los
escaparates de cristales claros y limpios resplandecían joyas exquisitas, platería fina,
con marquesinas doradas y escalones de mármol blanco; una se sentía tentada a
entrar a esas perfumerías y tiendas lujosas. El contraste era sorprendente, pero así era
París.
Millie continuó describiendo su ideal de hombre:
—Viril, por supuesto; uno que pueda ser rudo cuando resulte necesario, severo
y autoritario, pero también tierno, gentil, suave al hablar. No hace falta que sea muy
culto. Quiero a alguien más interesado en mí que en la política, las obras de teatro y
la última novela; alguien honrado, no echado a perder y…

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Millie se interrumpió de pronto con alarmante brusquedad. Con expresión de


total asombro, entreabiertos los labios rosados y los ojos dilatados por la sorpresa,
señaló el escaparate de una librería elegante y muy cara. Sentí que el color
abandonaba mis mejillas al ver la pirámide de libros y el cartel colocado detrás.
Reproducía un vívido retrato mío, en traje de española, y decía en francés: ¡POR FIN!
LA VERDADERA HISTORIA DE ELENA LÓPEZ CONTADA POR ELLA MISMA.
¡LA AUTOBIOGRAFÍA QUE TODO PARÍS ESPERABA! Los libros estaban
encuadernados en rojo brillante, y el título rezaba en letras doradas: ELENA LÓPEZ
Ma Vie et Mes Amours.
—No me habías dicho que hubieras escrito un libro —exclamó Millie.
—No lo he escrito —repliqué.
—Pero…
—Busca un coche, Millie —dije, con una voz fría como el hielo—. Espérame. En
seguida salgo.
Y entré rápidamente a la librería. Un empleado muy engreído, sumamente bien
vestido, se aproximó con la sonrisa estereotipada en su sitio. Al principio no me
reconoció. Yo llevaba un sencillo vestido violáceo y no estaba maquillada. Señalé la
mesa repleta de libros, tan nuevos que todavía olían a tinta y cola.
—Ma Vie et mes Amours —le espeté.
Tenía las mejillas arrebatadas por la ira y mis ojos debían lanzar chispas. El
empleado quedó avergonzado; sus modales altaneros dejaron paso al respeto en
cuanto me reconoció. Conmovido, entusiasmado, quedó sin palabras durante unos
segundos. Yo golpeaba el suelo con el pie, impaciente, y él corrió a buscar un
ejemplar.
—¿Cuánto? —pregunté.
—Oh, señorita López, ni soñar con cobrárselo. Quizás usted… quizás usted
quiera firmarnos unos cuantos ejemplares. Sin duda nuestros clientes estarían
encantados de…
Salí del local, hecha una furia, antes de que él pudiera terminar la frase. Un
coche esperaba junto a la acera con la puerta abierta y Millie ya instalada dentro.
Subí, cerré la puerta y abrí el libro. Empecé a leer inmediatamente mientras el
carruaje avanzaba por la calle. Leía al azar, pasando las páginas con celeridad,
deteniéndome de vez en cuando para inspirar muy hondo al encontrarme con algún
párrafo especialmente indignante. Cuando el carruaje se detuvo frente a la casa,
Millie pagó al conductor y las dos entramos. Me senté en la sala para leer otra media
hora, y por fin cerré bruscamente el libro y lo arrojé al otro extremo de la habitación.
—¡Tan malo es! —preguntó Millie, nerviosa.
—¡Abominable!
—Me pregunto quién lo habrá escrito.
—Hay una sola persona capaz de escribir esto. Pienso encontrarlo, y cuando lo
tenga…
Subí la escalera, me senté ante el tocador y peiné mis cabellos al estilo de antes.
Me apliqué maquillaje teatral: rimmel oscuro, sombra azul grisácea, colorete, un

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

vívido rojo en los labios. Después descolgué el más audaz de mis vestidos, uno de
brocado carmesí violento. Sólo hubiera deseado tener un látigo para llevar conmigo.
—¡Elena! —exclamó Millie cuando bajé—. ¿No pensarás salir así? ¡Todavía no
es mediodía siquiera!
—No sé cuándo volveré —le dije—. Quizá ni siquiera vuelva. Antes de que
termine el día tal vez esté entre rejas, aguardando el juicio por asesinato a sangre fría.
Millie pareció horrorizada, pero también había una chispa de alegría en sus
ojos.
—Cuídate, por favor —advirtió, optimista.
Salí apresuradamente, detuve un coche de alquiler y di al cochero la dirección
de la editorial, que había anotado un rato antes. No recordaba haber estado tan
furiosa en mi vida. La furia que me consumía iba en aumento mientras el coche
cruzaba la ciudad, hasta llegar a un distrito ruinoso, de edificios de ladrillos grises. El
cochero se detuvo frente a una casa alta y angosta, cuyos adornos de yeso se
desprendían tristemente bajo el moho. La puerta estaba pintada de azul. Pedí al
conductor que me esperara.
La oficina que yo buscaba estaba en el tercer piso. Mis tacones sonaban con
fuerza al subir las escaleras. La puerta estaba cerrada, pero no me molesté en llamar.
Monsieur Hulot se hallaba sentado tras su escritorio, comiendo el bocadillo que había
llevado en una bolsa de papel de celulosa. Había cajas de libros por todo el suelo,
montones de manuscritos sobre el maltratado escritorio. Al verme entrar alzó los ojos
consternado y se puso rápidamente de pie, revolviendo un montón de papeles al
hacerlo.
—¡Señorita López! —exclamó—. ¡Qué… qué sorpresa!
—¿Quién ha sido? —exigí, mostrándole el libro.
—Eh… no sé qué… Señorita López, yo… he… Creo que hay algún
malentendido. Él dijo que había escrito el libro con su total aprobación. Dijo…
—Quiero el nombre. La dirección. ¡Y ahora mismo!
Hulot me los proporcionó apresuradamente, y veinte minutos después me
encontraba en un distrito aún más ruinoso, al otro lado del Sena. Ése era el París de
los pintores y los escritores en ciernes, la verdadera bohemia, un laberinto de calles
angostas y retorcidas, con edificios altos y atestados y cafés baratos. Ningún árbol ni
una sola flor aliviaban la atmósfera sombría. Las ventanas estaban sucias y muy poca
luz conseguía abrirse paso hasta allí. Sin embargo, prevalecía una sensación de
esperanza. La gente joven que se veía por las calles parecía desacostumbradamente
libre de cuidados, inmersa en sueños de gloria futura.
Despedí al conductor y busqué el edificio. No era, por cierto, lo que él estaba
acostumbrado a disfrutar. Fruncí el ceño, tratando de aferrarme a mi rabia, pero se
estaba desgastando con demasiada celeridad. No había concierge en el vestíbulo,
donde, a pesar de la piadosa penumbra, divisé restos de un empapelado horrible y
de plantas polvorientas en macetas. Subí más escaleras, seis empinados tramos esta
vez, los dos últimos carentes de alfombrado. Se olía a polvo, a yeso húmedo, a vino
barato en el último piso, donde golpeé violentamente la puerta de madera desnuda.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—¡Un momento! —oí decir.


Lo oí caminar por el interior; en seguida abrió la puerta con una airosa sonrisa,
muy aplomada. La sonrisa desapareció de repente. Era obvio que esperaba a otra
persona; debía ser una mujer, a juzgar por el entusiasmo con que había abierto la
puerta. Anthony retrocedió algunos pasos, sin poder hablar, tal vez por primera vez
en su vida. Pasé rápidamente a su lado, entrando a la atestada buhardilla, que
observé con frío desdén. El suelo estaba cubierto de diarios y revistas. Frente al sofá,
que evidentemente servía también como cama, había una mesa cargada de botellas
vacías.
—Te has arruinado —comenté.
—Oh, son sólo alojamientos pasajeros —me aseguró—. Me mudaré cualquier
día de éstos, en cuanto Hulot me envíe el primer cheque. Tú… ejem… estás
arrebatadora, querida. Siempre tuviste estilo. Ese vestido es rojo sin atenuantes, pero
el rojo te sienta muy bien.
Se había repuesto de la sorpresa y parecía bastante tranquilo ahora. Llevaba
pantalones a cuadros azules y grises y una camisa de hilo blanco abierta en el cuello,
con las mangas arremangadas. Su espesa melena castaña era tan rebelde como
siempre, y los alegres ojos azules centelleaban de malicia. La nariz, levemente
aguileña, y la sonrisa amplia, cautivadora, lo convertían en el demonio encantador
que yo conociera. Tuve que endurecerme contra el torrente de los recuerdos.
—Supongo que has leído el libro —dijo.
—Lo he leído.
—Fantástico, ¿no? Me parece que he hecho un trabajo soberbio.
—Allí se habla mucho de ti.
—Es la mejor parte —dijo, feliz—. Lo escribí en inglés, por puesto. Un amigo
mío lo tradujo al francés, capítulo a capítulo. La versión inglesa aparecerá en Londres
el mes que viene, y también habrá una edición en Norteamérica.
—No cuentes con eso.
Anthony arqueó una ceja, inclinando la cabeza hacia un lado.
—Eh, no estarás enfadada, ¿verdad?
—¿Enfadada? ¡Enfadada! ¡Todo el libro es un hato de mentiras! Es
asquerosamente sensacionalista. Pura invención, desde la primera página hasta la
última. ¡Esos capítulos sobre mi aventura con Franz! ¡Esa parte sobre mi estancia en
Baviera! ¿Cómo te has atrevido? ¡Cómo has podido atreverte!
—Me parece que estás algo molesta, después de todo —observó.
—¡Voy a hacer secuestrar todos los ejemplares! ¡Te llevare a juicio por calumnia!
¡Te…!
Demasiado furiosa para continuar, lo fulminé con los ojos. Él, con un suspiro,
sacudió la cabeza y volvió a sonreír. Fue la gota que colmó el vaso. Alcé el libro que
aún tenía en las manos y se lo arrojé. Lo esquivó apenas, levantando los brazos para
protegerse la cara. Entonces tendí la mano hacia una de las botellas vacías y la lancé
al aire. Y otra, y otra… Anthony saltaba de un lado a otro con cada estallido y me
rogaba que escuchara la voz de la razón. Proseguí con mi ataque, ciega de furia, hasta

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

que se me acabaron las botellas. Mientras buscaba otro objeto que arrojarle, él se
precipitó para agarrarme.
—¡Quítame las manos de encima!
—Tranquila, Elena, tranquila. ¡Au! ¡Suéltame!
—Sigues siendo un gato montés, por lo que veo. Toda temperamento.
—¡He dicho que me sueltes!
—No puedo, querida. Me da miedo.
Le di un puntapié en la espinilla, le golpeé el pecho con puños. Él trataba de
contenerme, con una sonrisa cada vez más amplia, y noté que se estaba divirtiendo
de lo lindo. Eso me enfureció más todavía. Me debatí cruelmente, entre las risas
sofocadas de Anthony, hasta que logró echarme los brazos a la cintura y me sostuvo
con fuerza contra sí, con los brazos sujetos a los lados. Forcejeé durante varios
minutos más, pero al fin, ya agotadas mis energías, dejé de resistirme. Él fue
aflojando los brazos poco a poco, temeroso de soltarme por completo.
—¿Te sientes mejor ahora?
—Te detesto, Anthony.
—Lo dudo de veras, querida.
Sus brazos me sujetaban sin apretarme, listos para hacerlo otra vez al menor
signo de lucha. Sentí la fuerza, la energía su cuerpo alto y duro. Olí la piel, el pelo, la
penetrante loción que aún usaba para afeitarse. Recordé otros tiempos, otras peleas, y
las ruidosas, apasionadas reconciliaciones que seguían invariablemente. Traté de
apartar esos recuerdos, pero eran demasiado poderosos. Anthony Duke era un
perfecto truhán, pero también había sido un amante magnífico.
Pareció leerme los pensamientos.
—¿Me has echado de menos? —preguntó.
—El día en que me abandonaste fue el más feliz de mi vida.
—Y el más triste de la mía, querida. No quería hacerlo, ¿sabes? Me odié por
haber perdido todo tu dinero con esos estafadores de los bonos. No podía mirarte a
la cara, no soportaba la idea de decirte lo ocurrido.
—Así que decidiste huir.
—Dejé una carta —protestó—. La recibiste, ¿no?
—La recibí.
—Fue la carta más difícil que he escrito en mi vida.
—No lo dudo.
—Pero te las has arreglado muy bien sola.
—Ya lo creo. Me demostré a mí misma que no te necesitaba.
—Me necesitas, Elena. Todavía me necesitas. Tengo planes.
—Suéltame, Anthony.
—Tengo grandes planes. Vamos a…
Sonó un golpe en la puerta. Anthony vaciló un momento antes de soltarme. Con
el ceño fruncido, echó una mirada a la puerta. Se oyó otro golpe y un tercero mucho
más fuerte. Él, suspirando, me observó indeciso, aún reacio a abrir. Yo seguía
mirándolo fríamente. Al fin se encogió de hombros y fue a abrir. La muchacha era

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

rubia y voluptuosa, una vistosa coqueta de sonrisa amigable y demasiado maquillaje.


Anthony dijo algo que no pude oír, y la muchacha espió por encima del hombro. Al
verme se encrespó toda y abrió la boca para protestar, pero él se apresuró a cubrirle
la boca con la mano y la empujó hacia el rellano, cerrando la puerta tras él. Oí gritos
agudos y furiosos, y finalmente el ruido de tacones altos que bajaban las escaleras.
Cuando Anthony volvió traía una sonrisa sumisa.
—Lo siento, querida. Cuestiones de negocios.
—Una de tus protegidas, sin duda. No has debido echarla. Yo me voy.
Él se fingió alicaído.
—¿Te vas?
—No has cambiado un ápice —salté—. Sigues siendo el hombre más truhán,
más indignante que he tenido la desgracia de conocer.
—Todavía te importo. Lo sabía.
—¡Déjame paso!
—¿Te vas, de veras? ¿Tan pronto? Yo pensaba que comeríamos juntos y
mantendríamos una verdadera reunión. ¡Eh, espera un minuto! Me pondré el chaleco
y la chaqueta para llevarte a tu casa.
—¡No, gracias!
—¡Espera! No conoces el vecindario. Nunca hay coches de alquiler. Te
perderías. No puedo dejarte andar por la calle con un atuendo como ése.
Eché a andar hacia la puerta, pero él me cogió de la muñeca y me empujó hacia
una silla. Cuando traté de levantarme alzó la mano como para darme una bofetada;
el gesto fue juguetón sólo a medias. No quise reanudar la pelea, de modo que me
quedé sentada, con aire de resignación, en un silencio helado y altanero, mientras él
se ponía un chaleco azul oscuro y la chaqueta a cuadros. Siempre muy jovial, se
acercó hacia un espejo muy resquebrajado para ponerse la corbata de seda gris.
—¡Listo! —anunció, arrebatador como siempre.
Yo seguía en silencio mientras bajábamos las escaleras para salir del edificio,
pero eso no pareció perturbar en absoluto a Anthony. Su antiguo encanto seguía
trabajando con toda su fuerza, y me enfurecía dejarlo obrar así sobre mí. Era tan
malditamente cautivador que resultaba imposible seguir enfadada con él, imposible
no perdonarlo. Yo no haría nada con esa espuria autobiografía, y ya lo sabía. Era
obvio que necesitaba dinero. Su traje empezaba a desgastarse y sospechaba que era el
mejor de cuantos poseía. El apartamento de la buhardilla era horrible; probablemente
se helaría allí en invierno.
«Maldito sea», pensé, rencorosa. «Llegué con la intención de infligirle heridas
mortales, y ahora acabo teniéndole lástima.»
—Tendremos que caminar un trecho —dijo él, conversador—. Cerca del río
podremos hallar un coche. Bonito día ¿no? Estás sensacional, Elena. Estos últimos
tres años te han hecho bien. Me alegro de que hayas venido a verme. ¿Me creerás que
pensaba visitarte uno de estos días? Tengo que hacerte una proposición magnífica.
—No me interesa ninguna de tus proposiciones.
—América, querida. Pasé dos años en América después de que tú y yo nos

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

separáramos y el país es fabuloso: rudo, audaz, exuberante y más rico de lo que


puedas imaginar, jamás. En el Oeste hay ciudades que te parecerían increíbles,
llanuras interminables, con indios de carne y hueso; los vi con mis propios ojos. ¡Y
California! Han descubierto oro allí, ¿sabes? Es el lugar más increíble de la tierra, y se
mueren por un poco de diversión.
—Aquí está el río, pero no veo ningún coche.
—Hice algunos contactos mientras estaba allá, Elena. Estaba a cargo de un
grupo teatral. Viajamos por todos lados. Conocí a mucha gente, y todos me
preguntaban por ti. Allí también eres famosa, y cuando aparezca el libro…
—Te he dicho que no me interesa.
—Ya he empezado a establecer contactos —prosiguió—. Cuando te cuente lo
que tengo pensado saltarás de alegría.
—No cejas, ¿verdad?
—Haremos una fortuna —me aseguró.
—Sigue soñando —repliqué secamente.
—Oh, ya sé que estás enfadada conmigo —admitió—, pero no eres de las que se
enfurruñan para siempre. Volveremos a ser tú y yo, querida, como antes.
Le eché una mirada que él ignoró; metió las manos en los bolsillos y siguió
caminando como sí el mundo fuera suyo. Pasamos junto a un quiosco de libros
agrisado por las lluvias, con panfletos amarillentos y cientos de libros usados. Allí
había estudiantes que pasaban horas a la búsqueda de tesoros. Un joven de bata azul
manchada, sentado ante un caballete, pintaba uno de los puentes de piedra. Pasaron
dos prostitutas cansadas, cuyo maquillaje y atuendo llamativo resultaba algo patético
a la luz del día. Viendo que se acercaba un coche, me acerqué al bordillo de la acera y
le hice señas.
—Iremos juntos —dijo Anthony—. Tenemos que hablar.
—No lo creo.
—No seas así, querida.
—No tenemos nada de qué hablar, Anthony.
—Nunca he podido perdonarme por lo que te hice. Quiero recompensarte. Y lo
digo en serio. Quiero…
El coche se detuvo y el cochero se levantó el sombrero, mientras yo abría la
portezuela para subir. Anthony, con cara de auténtica preocupación, parecía un niño
melancólico que viera sus castillos de arena a punto de caer. Los antiguos
sentimientos resurgieron en mí; tuve un momento de peligrosa debilidad al mirarlo a
los ojos. Ahí estaba, frente al quiosco de libros, con su traje raído, luchando
valientemente por conservar un aire de confianza. Mi corazón estaba con él, me costó
un gran esfuerzo resistir al impulso de tenderle la mano.
—Sé razonable, querida —rogó.
Di mis instrucciones al cochero y cerré la portezuela, diciendo:
—Adiós, Anthony.
Pareció quedar alicaído. Me invadieron los remordimientos mientras el carruaje
atravesaba la ciudad; pensaba en el pasado, recordando la tiranía de Anthony, sus

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ataques de furia, el modo indignante en que me trataba como a algo de su propiedad.


Pero al hacer la lista de todos sus defectos, no podía dejar de recordar su fe en mí, su
sonrisa encantadora, su entusiasmo, la increíble seducción que desplegaba. En cierto
modo, los días pasados junto a él parecían los más felices de mi vida.
Logré resistir a los recuerdos, y cuando el coche se detuvo finalmente frente a
mi casa los tenía ya dominados; me enfadé conmigo misma por ser tan vulnerable en
lo que a Anthony se refería.
Millie me esperaba dentro; mostraba una expresión muy preocupada, en lugar
de la vital curiosidad que yo esperaba encontrar en ella.
—No tienes por qué afligirte —le dije, irónica—. Era Anthony, por supuesto.
Conseguí su dirección por medio del editor. Le arrojé unas cuantas cosas, pero no, la
sangre no llegó al río. ¡No ha cambiado en absoluto! Tuvo la temeridad de sugerirme
una gira por Norteamérica. ¿Lo creerás? Pasó dos años allí y…
Me interrumpí en seco. Algo no iba bien. Algo muy malo ocurría. Lo presentía.
Millie tenía una actitud muy diferente de la habitual y no había prestado atención
alguna a lo que yo decía.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Ha venido un mensajero mientras no estabas, Elena. Ha traído… una carta de
Turena, de… del padre de Phillipe. No la he abierto, por supuesto, pero el mensajero
era un criado de los Du Gard y me contó…
Me cogió las manos y las apretó con fuerza.
—Ha ocurrido… un accidente. Phillipe salió con su revólver a cazar conejos y,
al parecer, tropezó con un tronco y… Sin duda la carta te dará todos los…
Oí las palabras, pero ninguna de ellas llegó a mi entendimiento, porque
ninguna era real.
—Fue un accidente… Uno de esos increíbles accidentes…
La voz de Millie pareció alejarse cada vez más. En cierto momento vi que sus
labios se movían, pero sin sonido. Sólo percibía el zumbido que me llenaba la cabeza.
Estábamos en la sala, y la sala empezó a girar y los colores se confundieron. El sofá
fue una mancha azul; las cortinas, un violáceo reverberante que se fundía con las
paredes de marfil, todo borroso. Y la habitación giraba cada vez a mayor velocidad.
—No —susurré—. No…
Millie me cogió en sus brazos, sujetándolos con fuerza, gradualmente la
habitación dejó de girar; los colores se detuvieron, adquirieron forma y se
convirtieron en el sofá, las cortinas, las paredes. Pero en mi interior sentía un enorme
abismo que parecía expandirse, vaciándome de todo pensamiento, de toda emoción,
aniquilándome. Miré a Millie y ya no pude verla.
—Pasó… pasó hace tres días —dijo ella, como si su voz viniera desde la nada—.
Su padre ha querido que lo supieras. Sabía lo mucho que Phillipe te amaba y…
—No ha muerto. No. No es verdad.
—Elena…
—No es verdad.
Me sujetó con firmeza por los brazos.

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—Elena, tienes que ser fuerte…

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Capítulo XXXVIII

París había perdido para mí todo su encanto. Los majestuosos edificios


antiguos, los parques elegantes, los jardines, los festivos cafés, todo me recordaba a
Phillipe. Mientras permaneciera en esa ciudad, el dolor y la culpa serían constantes.
Habían pasado tres semanas desde que recibiera la carta de Monsieur Du Gard, pero
la sensación de vacío era aún tan fuerte como el día en que Millie me había dado la
noticia. Viví jornada tras jornada en una especie de trance, con Millie siempre a mi
lado, alejando a los periodistas y escogiendo a mis visitantes, tan protectora como
una aguerrida gallina clueca.
No había visto a nadie más que a George, a Teófilo Gautier y a mis tres jóvenes
caballeros, que habían venido a expresarme sus simpatías serenamente, con modales
conmovedores por su contención. Aquél era el primer día en que me atrevía a salir
sola. Desde la muerte de Phillipe los periodistas parecían perros de presa. Millie tenía
que luchar contra ellos, literalmente, para apartarlos de la puerta; había decenas de
ellos acampados en el umbral, con la esperanza de obtener una entrevista. De algún
modo se las habían arreglado para hablar con el padre de Phillipe, y aunque él
insistía en que la muerte de su hijo era accidental, eso no impidió que publicaran
historias descabelladamente sensacionalistas sobre su suicidio.
El joven Du Gard era un experto en armas, decían los artículos, que cazaba en
los bosques desde los diez años. Sin embargo, anonadado por el rechazo de Elena
López, incapaz de soportar la vida sin tener como esposa a la mujer que amaba,
había cogido su revólver y se había despedido de su padre para entrar a los bosques
y suicidarse. Había hecho que su muerte pareciera accidental para ahorrar dolores a
quienes amaba, según decían. Los artículos eran muy convincentes, y en algunos
momentos oscuros yo misma llegaba a creerlos.
Caminé lentamente por el parque. Millie había querido acompañarme,
preocupada por el estado en que aún me veía, pero yo insistí en que permaneciera en
la casa. Tenía muchas cosas en que pensar.
Quería creer que la muerte de Phillipe había sido un accidente, pero me
asaltaban graves dudas. No dejaba de recordar ese último adiós, esa última sonrisa, y
en el fondo comprendía que la posibilidad del suicidio era real. Phillipe había sido
muy sensible y se sentía demasiado infeliz. Considerado siempre para con los demás,
no había dejado ninguna nota tratando de que su muerte pareciera un accidente.
Suicidio o no, yo sabía en el fondo de mi corazón que, si hubiera aceptado casarme
con él, aún habría estado vivo. Aún habría podido sonreír como un niño, irradiando
juventud, inocencia, bondad.
Me detuve junto a uno de los plátanos, y el prado que se extendía ante mí se

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convirtió en un neblinoso borrón verde jade. No quería llorar, pero las lágrimas
surgieron por voluntad propia, volcándose por mis mejillas en pequeños surcos. Las
dejé fluir, dando rienda suelta a mi pena por última vez. Me permití pensar en él, tal
como era el día en que lo conocí, y durante varios minutos el dolor fue casi
insoportable. Me asaltaba en oleadas, pero a medida que transcurrían los minutos
pude dominarme, secar las lágrimas y recobrar el autodominio.
Tenía que hacer planes para mi propio futuro. Siempre podía aceptar otro
compromiso. Los agentes teatrales se habían mostrado casi tan insistentes como los
periodistas durante esas semanas vacías. El nuevo «escándalo» convertía a Elena
López en una atracción aún mayor que antes, y yo sabía que podía poner cualquier
precio a mis contratos. Pero no me gustaba la idea. Estaba harta de ambientes lujosos,
amigos sofisticados, titulares periodísticos y todo lo demás. Quería algo nuevo y
distinto, fresco, lleno de incitación, algo que presentara un desafío. Y eso no existía
en París. Era dudoso que lo hallara en parte alguna de Europa.
Quería olvidar, y para olvidar necesitaba un cambio completo. La respuesta era
América, por supuesto. Hacía tiempo que lo venía pensando. Tal vez era una locura
pensar, siquiera, en la proposición de Anthony, pero de cualquier modo la tenía en
cuenta, y bajo tales circunstancias parecía la solución perfecta. Sin duda era un
desafío. Nunca habría soñado iniciar tal aventura con Anthony Duke, pero dado el
caso… Millie brincaría ante la posibilidad de viajar, estaba segura de eso.
Probablemente acabáramos varadas en alguna maldita ciudad de frontera, hirviente
de pistoleros, pero sería una gran aventura.
Seguí caminando por el sendero, perdida en mis pensamientos, y cuando alcé
los ojos lo vi cruzar el prado dirigiéndose hacia donde yo me encontraba. Al
principio no pude dar crédito a mis ojos. Pensé que era producto de mi imaginación,
pero incluso a lo lejos esa figura alta y delgada, ese caminar jovial, eran
inconfundibles. Llevaba un traje nuevo de color tabaco y un fantástico chaleco de
satén a rayas color castaño y crema, con corbata de color anaranjado oscuro. Estaba
limpio y reluciente, como la imagen del éxito. Era obvio que el primer cheque de
Monsieur Hulot ya había llegado. Al verlo aproximarse adopté una compostura fría y
altanera que ocultaba mi alegría interior.
—Conque estabas aquí —dijo—. Te he buscado por todas partes. ¿Te das cuenta
de lo enorme que es este parque?
Sus modales eran muy casuales, como si nuestro encuentro estuviera arreglado
de antemano. Por tanto, también yo mantuve cierta distancia, negándome a ceder a
su encanto.
—¿Te sorprende verme? —preguntó.
—¿Cómo supiste dónde buscarme?
Sonrió, con esa mueca familiar que me irritaba y encantaba al mismo tiempo.
—Me lo ha dicho Millie. He tenido que cogerla del cuello para arrancarle la
información. Me he divertido muchísimo. Cuando la cara empezaba a ponérsele
violácea tosió, jadeó y confesó que habías venido a pasear por el parque.
Todo era una ridícula exageración, pero así era Anthony.

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—Hace dos semanas y media que esa granuja me impide verte, y ya estaba
harto.
—¿Has estado… tratando de verme?
—He ido a tu casa al menos doce veces. Y esa pequeña entrometida no me ha
permitido entrar.
—No me lo ha dicho.
—Debí terminar la obra mientras la tenía entre las manos murmuró—. No sé
por qué quieres tenerla contigo, querida. ¡Actúa como si fuera tu madre!
—Millie también te ama.
Anthony sonrió y en seguida puso cara seria.
—Oye… eh…
Hizo una pausa, evidentemente azorado.
—He sentido mucho lo del joven Du Gard, Elena. Es horroroso que ocurran
cosas así. Sé lo mucho que debe haberte dolido. Esos artículos horribles de los
periódicos y todo eso. De veras lo siento.
En su voz se notaba sinceridad, y comprendí que hablaba en serio.
—Ha sido… bastante espantoso —confesé.
—Me gustaría asesinar a algunos de esos tipos —dijo, oscuramente—. No han
tenido el menor respeto por tus sentimientos. Te voy a sacar de todo esto, querida.
Nos iremos de París lo antes posible.
—¿Cómo?
—Nos vamos a América. Ya tengo hechos todos los preparativos. El libro es un
éxito rotundo, y cuando lleguemos a Nueva York ya habrá salido también allí. Toda
Norteamérica estará pidiendo verte.
—Te dije que no estaba…
—Recorreremos la costa este —continuó—, y después cruzaremos el Cabo de
Hornos para ir a California. ¡Será fantástico! Como en los viejos tiempos.
—Como en los viejos tiempos —repetí, muy seca.
—No fueron tan malos, pienso.
—Ya lo veo. Jugarás a ser el tirano, darás órdenes a todo el mundo, te
encargarás de manejar el dinero y lo perderás en cualquier inversión imposible: una
mina de oro sin oro o un rancho de ganado sin ganado.
—No tienes mucha confianza en mí, ¿verdad?
—Ninguna en absoluto.
—Me ofendes —dijo—, me ofendes terriblemente; pero lo pasaremos por alto.
Ven, regresemos a tu casa; tenemos mucho de qué hablar. Ya sé que vas a discutir,
pero será mejor que ahorres el aliento. Llevo semanas trabajando en esto.
—¿De veras? ¡Qué pena! No tengo intenciones de ir a América contigo. Ni a
ninguna otra parte, dado el caso.
—No lo dices en serio, querida.
En realidad, él tenía razón, pero le haría pelear antes de decírselo. Me cogió por
el codo para llevarme hacia el bulevar, confiando en su capacidad de conseguir que
yo actuara a su antojo. Sentí ese estímulo maravilloso que él siempre me inspiraba,

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como si fuera un tónico eficaz. Anthony estaba en lo cierto: yo discutiría, pelearía a lo


grande. Al fin él se saldría con la suya, pero la victoria sería mía por completo.

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CALIFORNIA

1853

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Capítulo XIL

Los disparos ya no me molestaban; me había acostumbrado a ellos. Desde mi


ventana observé el mar de lodo que servía de calle. No había cadáveres allí, pero un
minero borracho, frente a la tintorería china, disparaba su pistola al aire, mientras el
propietario del local y su mujer se apretaban en el quicio de la puerta. Tres hombres
de aspecto rudo, luciendo barba y botas, pantalones de montar desteñidos y camisas
a cuadros, salieron apresuradamente del salón y volvieron a pasar por las puertas de
vaivén al ver que el minero, gritando, apuntaba el arma hacia ellos. Un momento
después se echó a reír, dio un paso vacilante hacia el frente y cayó de bruces en el
barro.
Me alejé de la ventana con un suspiro. Esas escenas no tenían nada de extraño
en las rudas ciudades mineras que había estado recorriendo durante los últimos ocho
meses. Disparos, luchas a trompazos y peleas de salón que se extendían hasta la calle
eran cosa de todos los días. Gracias a Dios, ésa era la última ciudad de nuestra gira,
pues esa misma mañana saldríamos hacia San Francisco. La noche anterior había
ofrecido la última representación en el diminuto escenario de un salón lleno de
hombres vocingleros que gritaban, pataleaban, disparaban al techo y, al saludar yo,
arrojaban monedas de oro y plata al escenario. La lluvia de monedas se producía en
todas las ciudades mineras, como beneficio adicional que llenaba de alegría el
corazón de mi agente y el mío de terror. Me encantaba aquella ganancia extra: con
frecuencia llegaba casi a igualar la recaudación de la taquilla, pero esquivar las
monedas voladoras era un problema azaroso.
Me acerqué al ropero para retirar el último vestido, lo plegué y lo puse en el
gran baúl de cuero abierto sobre la cama. ¿Dónde estaría Millie? Eran casi las ocho y
media y el coche debía recogernos a las nueve, frente al hotel. No había aparecido a
la hora del desayuno; en realidad no la veía desde que me ayudara a vestirme para la
representación de la noche interior. No es que estuviera preocupada por ella; aunque
las ciudades mineras eran peligrosas, virtualmente carentes de ley y orden, llenas de
maleantes venidos del mundo entero. Millie contaba invariablemente con una
guardia personal de ardientes admiradores. En un territorio donde las mujeres
seguían siendo escasas y hasta la más fea recibía un ávido asedio, ella disfrutaba de
la vida como nunca.
Millie adoraba a California. Le encantaba la excitación, el ruido, la cruda
atmósfera pionera que prevalecía en la mayor parte del Estado. También a mí me
resultaba fascinante, pero me desconcertaba un poco. Sin duda ofrecía un gran
contraste con otras partes del país que ya habíamos visitado. Nueva York, Filadelfia,
Boston y las otras ciudades del este sorprendían por su sofisticación; en cuanto a las

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del sur, había en ellas un encanto especial que se apoderó en seguida de mí. Pero
California no se parecía a nada de cuanto hubiera visto. Había en ella una increíble
vitalidad, una sensación de algo nuevo en el aire, de que todo era allí posible.
Después de cerrar la maleta y sujetar las correas, eché una mirada por la
habitación para ver si había olvidado algo. El hotel, apresuradamente construido
cuatro años antes, ya estaba decrépito. Mi «suite» consistía en una sala, con un
desnudo piso de madera y un sofá desvencijado, y un dormitorio cuya cama de
bronce estaba muy opaca, un ropero destrozado y una inestable mesa de tocador,
más un espejo manchado. En Europa semejante hotel habría sido considerado de
ínfima categoría. Allí era un lujo supremo, y sus tarifas superaban a las que cobraban
los mejores hoteles de París. Sin embargo, era mejor que dormir en una carpa, y eso
habíamos hecho en más de una ocasión durante esa gira.
Bajé la maleta al suelo y saqué un pequeño joyero de cuero negro de bajo la
cama, para ponerlo sobre el tocador. Aunque habíamos dejado casi todos nuestros
baúles consignados en San Francisco, me negaba a viajar sin mis joyas, no porque las
usara sobre todo en esas ciudades mineras sin ley, pero deseaba tenerlas conmigo
por las dudas. Aunque los últimos dos años y medio, pasados en gira, habían
supuesto un gran éxito financiero, gran parte del dinero se consumía en gastos.
Había logrado depositar algo en los bancos de Nueva York y Nueva Orleans, por
cierto, pero las cantidades no eran muy elevadas, y las joyas que Karl me regalara
seguían siendo una especie de seguro que no estaba dispuesta a abandonar en
cualquier compañía de depósitos.
Afuera se oyeron nuevos tiros, más gritos y un galope de caballos por el lodo.
Ni siquiera me molesté en acercarme a la ventana; en cambio me contemplé en el
opaco espejo, manchado de gris azulado. Me había recogido el pelo hacia atrás, en un
moño oval, dejando un gran rulo en forma de anzuelo sobre cada sien. Llevaba un
vestido de satén castaño intenso, nada adecuado para viajar en coche treinta millas
de freno desigual, pero Anthony me había advertido que debía lucir maravillosa
cuando llegáramos a San Francisco. Estaba ansiosa por volver a la ciudad de las
colinas, pues no era gran cosa lo que de ella había visto durante mi primera estancia.
Nuestro barco, el Northener, había entrado a puerto el veintiuno de mayo;
Anthony logró llevarnos secretamente al hotel, a Millie y a mí, pues mi presencia en
la ciudad debía permanecer en secreto hasta que él dispusiera un futuro contrato con
el American Theater, arreglara la gira por las ciudades mineras y efectuara sus
valiosos contactos con la prensa. La gira proporcionaría «el clima adecuado» para mi
presentación en San Francisco, según me informó. Gracias a su habilidad para
manejar un espectáculo y para lograr efectos publicitarios, yo había creado sensación
en cada una de las ciudades en que actué. Los periodistas me seguían de aldea en
aldea para proporcionar a los periódicos de San Francisco docenas de artículos
sensacionalistas sobre la celebrada Elena López. Anthony aseguraba que cuando
estuviera dispuesta a actuar en San Francisco toda la ciudad clamaría por verme. Lo
tenía todo cuidadosamente estudiado y trabajaba mano a mano con los caballeros de
la prensa. Por eso él había partido rumbo a San Francisco apenas concluida la última

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función, es decir, en cuanto la última moneda estuvo recogida, contada y agregada a


la recaudación de taquilla. Debido a la gran cantidad en efectivo que él debía llevar a
San Francisco para depositar en un banco, decidió viajar durante la noche, a caballo,
con un guardia armado junto a él. Puesto que aquellas tierras hervían de bandidos,
decidió que Millie y yo viajaríamos mucho más seguras en un coche a la luz del día.
Habría un hombre armado en el pescante, junto al cochero, dispuesto a disparar a la
menor señal de dificultades. A mí no me preocupaban demasiado los bandidos; hasta
ese momento habíamos viajado por todo ese sector del Estado sin problemas, pero de
cualquier modo me sentía agradecida por esa precaución.
Me aparté del espejo para ponerme los largos guantes de encaje negro. No me
gustaba separarme de Anthony ni un día siquiera, pero confiaba en su criterio. Él
planeaba depositar el dinero en el banco, en primer lugar, y hacer luego los arreglos
para mi «bienvenida» a la ciudad. Sin duda habría grandes multitudes al paso de mi
coche, dignatarios por decenas y hasta una banda de música tal vez. Anthony sabía
trabajar y durante los últimos dos años y medio había demostrado ser un agente
astuto y brillante. Se me habían ampliado los contratos en casi todas las ciudades
importantes de la costa Este, y luego la gira había proseguido hacia el sur. El
espectáculo, que era un éxito enorme en todas partes, en presentó en Nueva Orleans
durante tres meses a teatro lleno. Al terminar abordamos el barco que nos llevó,
cruzando el cabo, hasta California.
Me puse el otro guante y lo alisé sobre el codo. Tenía pocas quejas con respecto
a la forma en que Anthony manejaba las cosas. Aún trataba de darme órdenes de vez
en cuando, pero, por lo general se mostraba considerado y muy protector. Yo había
llegado a depender del muy pillo; en ese momento, aun cuando no estaba enamorada
de él, lo veía como la persona más importante de mi vida. Lo amaba en cierto modo,
no puedo negarlo, pero no era un vínculo emotivo profundo. Lo conocía demasiado
bien como para eso. Durante la gira había salido con otros hombres y Anthony había
deslumbrado a incontables mujeres, pero nada de eso afectaba nuestra relación
básica. Peleábamos, hacíamos el amor de vez en cuando y disfrutábamos de la mutua
compañía. De cualquier modo, me mantenía en guardia y él conservaba una actitud
de afecto casual hacia mí.
Un golpe a la puerta de la sala anunció que el botones venía a retirar mis
maletas. Quiso llevar también mi joyero, pero le dije que yo me encargaría de él. El
hombre asintió y sacó la maleta grande en el preciso momento en que Millie entraba
al cuarto, brillante, vital y llena de entusiasmo; esa mañana yo podía muy bien pasar
sin todo eso. Se la veía encantadora con su vestido de muselina celeste salpicado de
motas negras, centelleantes los ojos azules. El suave rubor de sus mejillas sugería que
ella, al menos, no había pasado la noche sola.
—¿Todo preparado? —preguntó.
—Dentro de lo posible.
—Oh, caramba, estás de mal humor.
—Eso de levantarse a las siete de la mañana no me causa felicidad. Esta noche
no he dormido bien. Demasiado ruido.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Creo que ha habido un incendio. Alguien ha dicho que se derrumbó un


depósito. ¿Ya has desayunado?
Asentí.
—El tocino tenía gusto a cuero hervido y el café parecía cieno líquido. En
cuanto a los huevos revueltos, si los hubieran arrojado al suelo habrían rebotado
como pelotas amarillas. A ti no te he visto en el comedor.
—Esta mañana he prescindido del desayuno.
Millie desplegó su sonrisa de pícara, desperezándose lánguidamente, como un
gato rubio y lustroso que acabara de lamer todo un cuenco de crema. Había decidido
que ya era hora de buscar marido, y desde nuestra llegada a California no dejaba de
buscarlo. Por lo visto la ocupación le parecía maravillosa, pues la mantenía de un
humor envidiable. Millie creía decididamente en las ventajas de la comparación.
Imaginativa y caprichosa, había dejado una cadena de pretendientes en su camino,
encantando brevemente a cada uno para seguir en persecución de un ideal.
—No tienes por qué mostrarte tan satisfecha contigo misma —le espeté.
—Se llamaba Frank —me informó—. Qué hombros. Y una sonrisa irresistible.
Me rogó que me casara con él.
—¿Y qué le has contestado?
—Otro rechazo —suspiró—. Carecía de ambiciones el pobre. Le bastaba con
trabajar como capataz de un rancho durante el resto de su vida. A veces pienso que
jamás encontraré al hombre adecuado —agregó—. Es frustrante.
No pude contener una sonrisa. Millie me la devolvió y se acercó a la ventana
para contemplar la calle. En eso se oyó un ruido de caballos y un chapoteo en el lodo,
al tiempo que restallaba un látigo y una voz áspera gritaba: «¡Shuuuu!» Millie se
apartó un manojo de rizos de la frente y me informó que el coche acababa de llegar.
Recogí el joyero y bajamos las escaleras de madera hasta el vestíbulo. Al mirar otra
vez la alfombra raída, las plantas polvorientas y la mesa de caoba mellada solté un
suspiro de agradecimiento por poder marcharme al fin.
Cuatro fornidos caballos golpeaban los cascos contra el lodo, impacientes,
mientras el empleado del hotel ayudaba al cochero a sujetar nuestras maletas sobre el
techo del carruaje. El viejo e incómodo vehículo estaba generosamente cubierto de
lodo. Un ex combatiente de aspecto irritable, de barba y ajada chaqueta de cuero,
ocupaba el asiento del frente, con un rifle sobre las rodillas. Millie y yo
intercambiamos una mirada. Anthony nos había dicho que ocuparíamos un coche
privado; era de imaginar que alquilaría el más económico de cuantos hubiera
disponibles.
—Encantador —dijo ella.
—Barato —comenté yo.
—A veces me pregunto por qué aguantas a ese hombre Elena.
—También yo me lo pregunto a veces. Bien, al menos nos conducirá hasta San
Francisco. Supongo que, al fin y al cabo, eso es lo más importante.
Millie observó al guardián.
—Sesenta años por lo menos —dictaminó—. ¿Crees que sabrá usar el rifle?

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Confiemos en que no sea necesario.


—Dicen que ese bandido Capucha Negra y su banda están por la zona. Debo
confesar que me siento algo preocupada.
—¿Por los bandidos?
—Por Capucha Negra en especial. No… no quería decirte esto, pero Frank dijo
que anoche el bandido estuvo en la ciudad. Vino a verte bailar. Frank dijo que el
hombre estaba en uno de los palcos que daban al escenario.
—Es absurdo. No se atrevería a exhibirse así.
—Frank jura que es verdad. Dice que Capucha Negra y cuatro de sus hombres
entraron por la puerta trasera cuando se apagaban las luces y subieron por atrás
hasta un palco. Estaban armados con revólveres. El palco ya estaba ocupado, pero los
bandidos mantuvieron reducidos a los ocupantes a punta de revólver durante toda la
función, mientras el jefe se sentaba a verte bailar.
—En realidad… noté que uno de los palcos tenía las cortinas corridas anoche.
Me pareció bastante extraño.
—Salieron como habían venido cuando estabas saludando —continuó Millie—.
Nadie supo nada del asunto hasta una hora después, cuando los hombres que habían
pagado por el palco lograron hacer suficiente ruido con los pies como para llamar la
atención. Los encontraron en el suelo, atados y amordazados. Frank conoce a uno de
ellos. Así se enteró de todo.
—¿Y cómo sabe que era la banda de Capucha Negra?
—El jefe no hizo esfuerzo alguno por disimular su identidad. Vestía totalmente
de negro y tenía una capucha de seda sobre la cabeza, como en los carteles que
hemos visto; Los hombres dicen que hablaba con un susurro suave y ronco; como
para disimular la voz. Estaban aterrorizados. Eran ellos, sin lugar a dudas.
—¿Por qué habrán corrido semejante riesgo?
—Para verte, querida. ¿Por qué otro motivo?
—Bien, ya me han visto —dije—. No creo que haya por qué preocuparse. A
estas alturas nuestro dinero está a salvo en San Francisco.
—Pero ellos no lo saben —señaló—. Además, tienes tu joyero. No puedo dejar
de lamentarme porque ese guardia no sea algo más joven.
Millie gozaba con lo dramático y lo excitante, pero me di cuenta de que estaba
realmente preocupada. Capucha Negra era un bandido famoso, que en esa zona se
estaba convirtiendo ya en una leyenda. Venía asolando esa parte de California desde
hacía más de dos años, eludiendo a las fuerzas de la ley con diabólica destreza.
Muchos aseguraban que era un ciudadano importante dedicado a asaltar en los
caminos para mantener su alto nivel de vida. Otros aseguraban que era un ruso a
quien le habían confiscado las tierras. Llevaba ejecutados más de setenta atracos y
había una recompensa de cincuenta mil dólares por su captura. Había corrido un
gran riesgo al asistir a mi función, pero era famoso por su audacia. También se lo
conocía por la forma galante en que trataba a las damas, y no se cebaba en mujeres
indefensas. Por eso decidí no pensar más en el asunto.
El cochero y el botones habían acabado de sujetar nuestras maletas en el techo

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

del carruaje. El guardián seguía en el pescante, acariciando perezosamente su rifle.


Tres hombres a caballo pasaron galopando por la calle, salpicando lodo en todas
direcciones. Al otro lado de la calle estalló una gran conmoción en el salón. Hubo
disparos de revólveres. Un hombre salió disparado hacia atrás por las puertas de
vaivén y cayó en la acera de madera. Un gigante rubio, en mangas de camisa y
delantal, salió para observar su obra, gruñendo fieramente al hombre que había
dejado inconsciente. El tintorero chino y su mujer discutían violentamente. Se oía un
resonar de ollas y cacerolas. Sólo eran las nueve de la mañana.
—Esto no es París —observó Millie.
—Ni Nueva York, ni Boston, por supuesto San Francisco será mejor.
Millie no replicó. Estaba demasiado concentrada en el hombre que se dirigía
perezosamente hacía nosotros, con una gastada maleta de cuero. Era muy alto, muy
delgado, de una constitución larguirucha y desgarbada que sugería una energía
férrea. Su pelo castaño estaba descolorido por el sol; los párpados gruesos ocultaban
a medias sus amistosos ojos pardos, dándole un aspecto soñoliento. Tenía nariz
aguda, mejillas delgadas y tensas y su boca era un tajo ancho y rosado, torcido en
una de las comisuras. Llevaba botas pardas, pantalones tostados ceñidos y una
camisa de algodón desteñido con flores pardas. Sobre el muslo derecho descansaba
una pistola de aspecto mortífero, sostenida por una cartuchera de cuero tan
desgastada como las botas. Era obvio que llevaba años de servicio.
—Perdone —dijo, dirigiéndose al cochero—, ¿quiere atar esto también allá
arriba?
El cochero vaciló, viendo que el hombre alto dejaba su maleta en el techo del
carruaje. El desconocido sonrió; tendría unos treinta y dos años y no era nada guapo,
pero había en él un aura de confianza en sí mismo y de indolente sensualidad que
muchas mujeres hallarían sumamente atractiva. Millie lo estudiaba cuidadosamente,
con los brazos en jarras y expresión de desafío.
—Éste es un coche particular —dijo.
—¿No va a San Francisco?
—Casualmente sí.
—Entonces es el que corresponde —le informó él.
Su voz era suave y cansina, ligeramente borrosa, con ese deje encantador
característico de los sureños. A mí me encantaba esa entonación, pero Millie no
estaba nada satisfecha con ese alto intruso de pelo descolorido y aspecto dormilón.
—¡Ya puede ir bajando esa maleta! —le dijo.
—Ni lo sueñe. ¿Está bien sujeta?
El cochero miró al desconocido, observó su pistola y volvió a trepar al pescante,
junto al guardián. Éste ni siquiera nos había echado un vistazo; seguía acariciando su
rifle, con la mirada fija en el espacio.
—Supongo que podemos subir, señoras —dijo el desconocido.
—¡Un momento! —protestó Millie—. Le he dicho que éste era un coche
particular.
—Ya lo sé —musitó el otro.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Por si no lo sabe, la señora es Elena López, y yo…


—Y usted es Millie —dijo el hombre—. El tipo me habló de usted. Dijo que
probablemente se pusiera pesada. Que le diera una buena si se le subían los humos a
la cabeza. Tal vez tenga que hacerlo.
Millie ahogó una exclamación, pero en sus ojos había cierto brillo mientras
medía al hombre con la mirada. Sospechaba que acababa de encontrarse con la
horma de su zapato. El desconocido esbozó su sonrisa torcida y volvió su atención a
mí, ignorándola por completo.
—Anoche la vi bailar —comentó—. Estoy muy orgulloso de acompañarla a San
Francisco. El tipo ofreció pagarme, porque quería otro guardián, pero cuando me dijo
con quien iría no quise aceptarle dinero. De cualquier modo pensaba ir a San
Francisco.
—Supongo que se refiere al señor Duke.
—Un tipo inglés que viste como un figurín. No entendí el nombre. Parecía creer
que yo tenía obligación de conocerlo.
—Es Anthony, sin lugar a dudas.
—Usted —espetó Millie— ¿tiene nombre?
—Bradford, señorita. James Bradford. Mis amigos me llaman Brad.
—Bueno, señor Bradford, sugiero que suba al pescante con el conductor y el
otro guardia. No viajará dentro con nosotras, por cierto.
—Eso es exactamente lo que pienso hacer.
E ignorando la hostilidad de Millie, le abrió la portezuela Ella le echó una
mirada furiosa y trepó al coche, sacudiendo sus faldas desafiante. Bradford sonrió y
me tendió la mano para ayudarme a subir, con mucha galantería. Me senté junto a
Millie, con el joyero a mis pies, y Bradford ocupó el asiento de enfrente, cerrando la
portezuela tras de sí. Empezaba a gustarme. Pero era el primer hombre en toda
California que no se dejaba cautivar inmediatamente por mi audaz compañera, y a
Millie eso no le agradaba nada. Estaba dispuesta a ponerse mohína, y eso me divirtió.
Bradford pareció no darse cuenta. Él la miró con un suspiro de exasperación, los
párpados caídos y la boca ancha curvada en esa amistosa sonrisa.
El cochero gritó e hizo restallar el látigo; el carruaje se lanzó hacía delante al
despegarse las ruedas del barro. Millie se inclinó hacia un lado, dejando al
descubierto cinco centímetros más del seno, pues el corpiño del vestido se deslizó
fuera de su lugar. Bradford pareció no darse cuenta. Ella, con un suspiro de
exasperación, se enderezó y comenzó a alisarse la falda como si quisiera borrar los
puntos de la tela, decidida a llamar la atención. Los párpados de Bradford cayeron
un poco más, dejando sólo una ranura visible; indolente, sensual, lleno de
indiferencia, recostó la cabeza sobre el tapizado de terciopelo verde, presentando a
mi pícara vecina un verdadero desafío.
Avanzamos a sacudidas por la calle embarrada mientras las ruedas resbalaban
y se hundían ante el empuje de los caballos. Al poco rato la ciudad quedó atrás y
comenzamos atravesar los campos auríferos. Las minas eran depresivamente feas, un
agujero negro en el hermoso paisaje, pero era el oro lo que había levantado a

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

California, atrayendo a miles de personas hacia lo que anteriormente fuera un


territorio español con unos pocos tramperos, exploradores y rusos blancos. California
se había convertido en un Estado de la Unión hacía menos de tres años, y todavía
estaba en la infancia como tal.
Pronto el camino se tornó firme y duro; los caballos adquirieron un paso más
veloz, las ruedas giraban ruidosamente y el carruaje se sacudía de un lado a otro.
Aunque al principio fue muy incómodo, pronto me acostumbré al movimiento y dejé
de prestarle atención. Bradford parecía dormir, con la cabeza y el torso apoyados en
el asiento y las piernas estiradas hacia delante. Millie, mohína, planeaba sin duda una
nueva táctica. Me dediqué a contemplar el paisaje, tan distinto de todos los que
conociera. Había duros pastizales de color verde grisáceo y bosquecillos de flacos
árboles parduscos, cuyas ramas retorcidas extendían sombras neblinosas; a lo lejos
las desnudas montañas rojizas adquirían un tono dorado bajo la luz del sol. Más allá
de las montañas se abría el vasto Océano Pacífico. California y su cruda belleza me
resultaban, en cierto modo, mágicas y vigorosas.
El carruaje pasó sobre un desnivel bastante peligroso y dio un fuerte tumbo.
Millie soltó un grito y se agarró al marco de la ventanilla, con los rizos rubios caídos
sobre la cara. Bradford alzó a medias los párpados, la miró sin el menor interés,
cambió de posición, hundiendo algo más los hombros anchos y huesudos en el
tapizado, sin despegar los brazos. Millie hizo un puchero, se irguió furiosamente y
puso los rizos en su lugar.
—¿Cuánto tiempo tenemos que pasar en esta matraca? —preguntó, trémula.
—Deberíamos llegar a San Francisco al caer la tarde —dijo Bradford, sin
molestarse en abrir los ojos.
—Tengo hambre —se quejó ella—. Supongo que no se ha hablado de la comida.
—Cerca del mediodía pasaremos por una estación de postas —musitó él—. Allí
habrá comida.
—Te diré que era un compañero muy estimulante —anunció Millie,
volviéndose hacia mí—. Si hay algo que odio es un hombre sin cerebro, que para
nada sirve, de los que parecen espantapájaros.
—¡Millie! —le regañé.
Los labios de Bradford se curvaron en una levísima sugestión de sonrisa, pero
no dio otra muestra de haber oído sus insultantes comentarios. Millie, por una vez
derrotada ante un varón, hizo un silencioso puchero. Mientras el carruaje continuaba
sacudiéndose sobre el camino, me encontré pensando en Anthony; estaba molesta
porque hubiera alquilado semejante coche para ahorrar unos pocos dólares, pero al
mismo tiempo me conmovía y agradaba que hubiera estado dispuesto a contratar un
segundo guardián. Seguramente se había sentido muy feliz cuando Bradford se negó
a admitir la paga. Conociendo a Anthony, era dudoso que hubiera insistido mucho.
En esos momentos Anthony debía estar disponiendo mi bienvenida a San
Francisco, arreglando las cosas, haciendo pegar carteles por toda la ciudad y
buscando a los periodistas. Habría multitudes, música, fanfarria, la inevitable niña de
delantal blanco que me ofrecería un ramo de rosas. No me sorprendería en absoluto

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

que apareciera también el gobernador de California. Era una suerte contar con un
agente tan capaz, pensé. Cuan acertada había estado al permitir que me trajera a
Norteamérica. En muchos sentidos, los últimos dos años y medio habían sido los más
excitantes de mi vida, al menos profesionalmente. En Europa yo era una celebridad,
cierto, pero en América me trataban como a una reina, y por doquier me daban la
bienvenida con exuberante placer. Los norteamericanos, alegres y despreocupados,
estaban dispuestos a amarme, y mi notoriedad parecía deleitarlos.
Transcurrió una hora, una hora y media, sin que Bradford abriera los ojos. El
coche traqueteó sobre un puente que flanqueaba un arroyo angosto y llano, para
ascender luego una cuesta. Millie me echó una mirada y desvió los ojos hacia la
ventanilla. De pronto se puso una mano en el pecho y dejó escapar un grito muy
efectista. Bradford dio un brinco y se golpeó la cabeza contra el techo.
—¡Oh! —exclamó ella—. ¡Oh, caramba! Me ha parecido ver que algunos
enmascarados a caballo venían hacia nosotros.
Y agregó con dulzura:
—Pero ya veo que era sólo un grupo de árboles.
Bradford, que había sacado el revólver de su funda, volvió a enfundarlo y se
recostó otra vez, con una cara excesivamente ceñuda. Millie gozaba al verlo frotarse
la coronilla. Sonrió como para que alguien le diera una sonora bofetada en la boca, y
Bradford hizo un gesto, como si estuviera estudiando la posibilidad de hacerlo.
—De veras he creído ver a algunos hombres —ronroneó ella.
—No me hace gracia.
—Espero que no se haya herido. Pero me alegra comprobar que tiene buenos
reflejos.
Y continuó:
—Creo que estoy un poco nerviosa. He oído hablar tanto de la banda de
Capucha Negra que estoy completamente aterrorizada.
Bradford se alisó el pelo, mirándola con bastante disgusto.
—Éste su territorio, ¿verdad?
—Se supone que su escondite está por aquí, en efecto —dijo él—, pero no creo
que haya motivos para preocuparse al menos por ellos. Capucha Negra y los suyos
sólo roban a los explotadores.
—Se diría que usted lo admira.
—Reconozco que sí, en cierto modo. Para mucha gente es una especie de héroe.
Él devuelve los golpes, ¿comprende? Les pega a los explotadores donde más les
duele.
—¿Qué significa eso? —inquirí.
Bradford me miró frunciendo el ceño mientras intentaba hallar las palabras
justas para expresarse.
—Hubo pobres tipos, soñadores, esforzados, que vinieron a California en busca
de oro. La mayoría no encontró nada, por supuesto. Sacaron las raíces, cavaron y se
instalaron aquí comprando tierras casi por nada, y entonces vinieron los
explotadores. Empezaron a robarles la tierra con artimaña legales, y también las

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

minas de oro.
Hizo una pausa y se apartó una onda de la frente, buscando todavía las
palabras adecuadas.
—Casi todos los descubrimientos de oro corrieron por cuenta de buscadores
independientes, pobres hombres sin instrucción que sólo contaban con la decisión y
la fuerza de sus espaldas. Hallaron oro y presentaron sus reclamaciones, y entonces
vinieron los poderosos con sus abogados para engañar a los mineros, que eran
demasiado ignorantes para saber protegerse. En California hay mucho dinero. Casi
todo pertenece a unos veinte tipos que nunca han tocado con un pico y un arado un
metro de tierra en toda la vida. A ésos roba Capucha Negra.
—Ahora va a decirnos que roba a los ricos para dar a los pobres —declaró
Millie.
—Ha ayudado a mucha gente —admitió Bradford—. Ha dado dinero a familias
que estaban a punto de ser desalojadas por los explotadores. No es ningún santo. Es
un pillo que cualquier día será atrapado y ahorcado, pero mucha gente lo aplaude.
—Todavía tengo miedo —aseguró Millie—. Preferiría hablar de otra cosa.
Pero Bradford había dicho cuanto tenía que decir y no iba a seguir hablando.
Volvió a cruzar los brazos sobre el pecho, hundió los hombros en el tapizado y dejó
caer los párpados. Sospeché que Bradford estaba llevando el juego a su modo; trataba
deliberadamente de provocar a Millie, y ella se dio cuenta por fin. Sonriendo para sus
adentros, se acomodó en el asiento, dispuesta a tomarse su tiempo. Cuando al fin nos
detuvimos a comer, una hora después, se guardó muy bien de prestarle atención.
La estación de posta era un edificio pequeño y primitivo, que parecía
construido para resistir los ataques de los indios muchos años antes. Una mejicana
regordeta, con blusa blanca de paisana y falda roja bastante sucia, servía comida ante
dos mesas de madera maltratada. Millie y yo ocupamos una, mientras Bradford se
reunía con el cochero y el guardián en la otra. Los tres hablaban en voz baja,
comiendo las judías y las tortillas, mientras un muchacho mejicano de ojos oscuros se
encargaba de los caballos. Cuando terminamos de comer, Millie y yo paseamos bajo
los árboles que rodeaban el edificio, agradecidas por vernos libres de las sacudidas
del carruaje siquiera durante un rato.
Millie estaba excepcionalmente optimista cuando reanudamos el viaje. Al
parecer había perdido todo interés por James Bradford y dirigía todos sus
comentarios a mí. Rato después cayó en un silencio pensativo muy tentador, aunque
nada habitual en ella. Bradford la estudiaba con los ojos entrecerrados, muy
intrigado, pero decidido a no demostrarlo. Millie le daría trabajo en San Francisco,
pensé, pues no había duda de que ambos iban a verse con frecuencia en las semanas
siguientes. Bradford tenía todo el aspecto de quien es capaz de descartar fácilmente a
cualquier competidor.
Pasaron otras dos horas, mientras los caballos avanzaban sin prisa. El coche se
balanceaba con monótonos gruñidos y chirridos. El camino cruzaba una zona
salpicada por enormes rocas de color castaño-dorado, algunas tan grandes como
casas; bajo ellas crecían flores silvestres de un vívido color rojo. Finos árboles de

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

follaje escaso lanzaban sombras débiles sobre las rocas. El sol estaba alto; parecía un
brillante globo de plata en el cielo pálido. Hacía calor, el polvo era abundante. Mi
vestido de satén castaño con volantes de frágil encaje negro estaría en una triste
condición al llegar a San Francisco.
Bradford hacía lo más acertado: parecía dormir profundamente. Millie miraba
pensativamente por la ventana. Mientras el coche cruzaba un rocoso lecho de río
seco, me recosté sobre los almohadones y cerré los ojos. Debí de quedarme dormida,
pues cuando el coche se detuvo de repente me incorporé sobresaltada. Bradford se
levantó de un salto, con el revólver en la mano. Millie, ahogando un grito, me cogió
del brazo, Bradford iba a abrir la puerta, pero el cañón largo y delgado de un rifle
entró salvajemente por la ventanilla abierta y se le clavó en el estómago.
—Yo no me movería —dijo una voz ruda—. En su lugar dejaría caer ese
revólver y saldría del coche. Ustedes, las mujeres, también. ¡Fuera todo el mundo!
Pronto.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XL

Bradford arrojó su revólver por la ventanilla. Poco más podía hacer, con el
cañón de un rifle clavado en el estómago. El hombre que sostenía el rifle lo retiró
poco a poco y abrió la puerta del coche. Bradford salió, con las manos sobre la
cabeza. Millie me miraba, muy pálida; al fin apretó los labios y siguió a Bradford, con
un relampagueo desafiante en los ojos. El del rifle la cogió por el codo, pera ella se
zafó. Yo empujé el joyero debajo del asiento con un pie; recogiéndome las faldas,
descendí con una compostura que ocultaba los nerviosos estremecimientos interiores.
Bradford estaba de pie a un lado, con el cochero y el guardián. Millie, con los
brazos en jarras y sin prestar atención al hombre del rifle, fulminó con la mirada a los
tres jinetes. Uno de ellos vestía enteramente de negro: botas, pantalones ajustados,
camisa y guantes. Una capucha de seda le cubría la cabeza, dejando solamente los
ojos visibles por dos agujeros redondos. Los otros dos hombres llevaban camisas de
algodón y pantalones desteñidos; un pañuelo rojo les cubría la parte inferior de la
cara; el sombrero de ala ancha disimulaba el resto.
El hombre del rifle estaba vestido al estilo español, con pantalones ceñidos que
se ensanchaban en la parte inferior. En el ruedo y las solapas de la chaqueta corta se
veían bandas de bordados en negro y verde. Tanto la chaqueta como los pantalones
habían conocido tiempos mejores. Llevaba el sombrero marrón, ancho y de copa baja,
sujeto bajo la barbilla con delgadas tiras de cuero, y se había subido el pañuelo del
cuello hasta la nariz. Sus ojos negros como el carbón brillaban bélicamente mientras
nos estudiaba. Tuve la seguridad de que su boca se había curvado en una mueca
sardónica.
El español se acercó a su caballo y metió el rifle en una funda larga y estrecha
que pendía de la silla. Se movía con arrogancia, moviendo los hombros y haciendo
tintinear las espuelas. Exudaba un aire de fiereza. Los otros hombres, aunque nos
apuntaban con sus revólveres, no inspiraban tanto miedo, ni siquiera el hombre de
negro. Presentí instintivamente que el del traje marrón era al mismo tiempo cruel y
peligroso. Echó una mirada salvaje a Bradford y a los dos hombres que lo
acompañaban; los tres tenían los brazos en alto. Bradford permanecía inexpresivo. El
guardián parecía a punto de bostezar. El cochero, en cambio, estaba aterrorizado.
—¿Dónde está el otro hombre? —preguntó el español, con fuerte acento.
—¿Qué otro? —preguntó Bradford—. ¿Usted creía que habría algún otro
hombre con nosotros?
—El inglés que viste con lujo y maneja el dinero. Tenía que venir con ustedes.
—Temo que no ha venido, compañero.
—Creen que llevamos todo el dinero de las funciones —exclamó Millie.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Y en seguida se dirigió al español, diciendo:


—Bien, están perdiendo el tiempo. El dinero ya está en un banco de San
Francisco.
Él giró en redondo para mirarla, y fue evidente que el espectáculo le gustó. Los
ojos negros brillaron con evidente lujuria. Millie mantenía los brazos en jarras, en
posición deliberadamente audaz; sus mejillas habían recobrado el suave tono rosado
y sus ojos eran más desafiantes que nunca. Comprendí que estaba tan asustada como
yo, pero no iba a demostrarlo.
—Ésta es intrépida —gruñó el español, devorándola con los ojos.
—Espero que le guste lo que ve —saltó ella—. Eso es todo lo que va a conseguir.
Si llega a ponerme una mano encima se la arrancaré de un mordisco.
El español dio un paso hacia ella.
—Me parece que le voy a enseñar a ser respetuosa.
—Tranquilo, Rico —advirtió Capucha Negra.
Rico giró la cabeza para mirar a su jefe, que seguía montado a caballo como un
príncipe medieval. El jefe sacudió la cabeza y Rico, aunque con un gruñido de
disgusto, se alejó de Millie. Ella se volvió hacia Bradford con cara de exasperación.
—¿Qué clase de cobarde es usted? —quiso saber—. ¿No piensa hacer nada?
—No soy ningún cobarde, señorita —musitó él—, pero tampoco tonto. No voy
a hacer nada con esos tres revólveres apuntándome.
—Hombre prudente —dijo Capucha Negra, con voz ronca.
El encapuchado metió el revólver en su pistolera y desmontó ágilmente para
acercarse a nosotros. Era alto, muy alto, con la constitución delgada y musculosa de
los atletas; se movía con gracia sutil. Apartó a Rico con un gesto de la mano y se
detuvo a pocos metros de mí, ignorando a Bradford y a los otros, para clavarme los
ojos pardos a través de los agujeros de la capucha.
—Parece que hemos cometido un error —comentó.
Su voz era ronca y suave, casi un susurro. Parecía acariciar cada palabra como
con cariño, y el resultado era muy seductor; ésa era la única manera de describirla.
Me hubiera gustado saber cómo era su voz cuando no la disfrazaba, y también cómo
era su rostro bajo la capucha. Ahora que había tranquilizado a Rico, mi miedo ya no
existía y los estremecimientos habían desaparecido.
Tampoco Millie estaba ya asustada. Luchaba como loca.
—¡No tenemos oro! —dijo—. ¿Por qué no se van todos y nos dejan en paz?
Capucha Negra pareció no oír. Sus luminosos ojos sostenían mi mirada con un
magnetismo extraño, imponente, que parecía vibrar en el aire a su alrededor. Tuve la
sensación de que incluso sin disfraz su presencia sería autoritaria. Su fuerza y su
implacabilidad se notaban inmediatamente a pesar de los modales gentiles y la voz
acariciante.
—Usted es aún más hermosa de lo que dicen —comentó—. Los periódicos no le
hacen justicia.
—Usted ya me ha visto antes.
—¿Eh?

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Anoche fue a verme bailar.


—¿Conque ya lo sabía?
—Todo el mundo lo sabe. Fue un riesgo muy grande el que corrió.
—Pero valía la pena, Elena.
Mi nombre fue una caricia lenta y seductora, suave, sedosa, apagada, dicha con
increíble ternura. Comprendí con sobresalto que ese hombre me estaba cortejando,
con una gentil galantería que habría resultado mucho más apropiada en un jardín a
la luz de la luna.
—¿Y el oro? —protestó Rico—. Usted nos dijo que el inglés iba con ellos. Dijo
que llevarían veinte mil dólares.
—Así fue.
Anthony tenía apenas unos pocos dólares más de esa cantidad en la montura al
partir con el guardián la noche anterior. Me pregunté cómo era posible que Capucha
Negra hubiera llegado a una cifra tan exacta. Representaba lo que habíamos ganado
en las dos semanas anteriores, en tres distintas ciudades mineras. Sospeché entonces
que tenía toda una red de hombres espiando para él, a fin de proporcionarle
información sobre traslados de oro y cosas similares. Obviamente, uno de ellos nos
había estado vigilando al menos durante las últimas dos semanas.
—El dinero ya está seguro en el banco —dije tranquilamente—. Mi agente salió
con él anoche.
—Eso es un problema —replicó Capucha Negra, con voz compungida—.
Necesito ese dinero, ¿sabe?
—En ese caso tendrá que asaltar el banco.
—No será necesario —afirmó él.
Rico subió furiosamente al coche y empezó a registrarlo. Un momento después
soltó una fuerte exclamación y bajó de un salto, con la caja de las joyas. Millie ahogó
una exclamación y dio un paso hacia delante, pero Bradford la contuvo con una
áspera orden, sin bajar las manos. Permanecí muy quieta mientras el bandido rompía
el cierre y la abría para sacar un puñado de joyas. Diamantes y zafiros brillantes con
resplandores azules y plateados entre sus rudos dedos bronceados.
—Por la Virgen María —dijo, con voz gangosa—. Mirad lo que hay aquí.
—Déjame ver —ordenó Capucha Negra. Rico sacudió la cabeza, pasmado; dejó
caer las joyas en la caja y se la alargó con las dos manos. Capucha Negra las examinó
pensativo durante un segundo; en seguida alargó la mano para sacar una hebilla de
plata afiligranada con veinte diamantes, soberbiamente tallados. Era la que yo
llevaba puesta durante la revolución de Baviera, la noche en que Brence había
matado a Heinrich Schroder para ponerme a salvo. Capucha Negra la estudió de
cerca, girándola de un lado a otro, mientras los diamantes lanzaban cegadores
reflejos a la luz del sol.
—Encantadora —dijo—. Un regalo, supongo.
—Me la dio el rey de Baviera.
Él asintió lentamente.
—Sí, he leído su libro. Perdió su trono por usted, ¿no es cierto?

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Algunos así lo piensan —respondí fríamente.


Él rió entre dientes y volvió a coger el broche. En seguida lo dejó caer en la caja.
—No creo que nos convengan las alhajas —dijo—. Vuelve a dejarlas en el coche,
Rico.
—¡Estás loco! ¡Valen una fortuna!
—Déjalas de nuevo en el coche.
Rico se irguió, desafiante, apretando el joyero contra el pecho. Sus ojos lanzaban
peligrosos destellos, y supe que debía tener las mejillas rojas de furia. Capucha Negra
no volvió a repetir su orden; esperó, dándose golpecitos en los muslos con los dedos,
y de pronto toda suavidad desapareció. Aunque no dijo nada ni hizo gesto
amenazador alguno, se tornó duro como el acero y fríamente letal. Rico aún vacilaba,
como si contemplara la posibilidad de rebelarse, pero al fin, murmurando una
maldición en español, cerró la caja y la arrojó dentro del coche. Capucha Negra se
volvió hacia Millie.
—Quiero que entregue un mensaje —dijo.
—¿Un mensaje?
—Voy a ponerlos en libertad, a usted y a los hombres. Quiero que usted vaya a
San Francisco y localice al agente de la señorita López. Le dirá que ella le será
devuelta sana y salva en cuanto me traiga veinte mil dólares.
—¿Qué? —gritó ella.
—¡Un momento! —chilló Bradford.
—Llevaré a la señorita López conmigo. Les aseguro que no sufrirá ningún daño,
siempre que sigan mis instrucciones. Su agente debe venir a este lugar mañana por la
tarde, a las cuatro, con el dinero y sin la policía. Yo me encontraré con él, y en cuanto
tenga el dinero en mis manos ella quedará en libertad.
—¡No puede hacer eso! —exclamó Millie—. ¡Es… un secuestro! Si cree que…
—Será mejor que sigan mis instrucciones —interrumpió él, siempre hablando
con esa voz suave y ronca—. Duke deberá estar desarmado, por supuesto; que no
vengan policías con él ni se aposten detrás de las rocas. Por el bien de la señorita
López, les aconsejo que no informen a la ley de esto.
—Conque éste es Capucha Negra —saltó Millie, volviéndose hacia Bradford—.
¡Usted nos ha dicho que robaba sólo a los explotadores! ¡Que ayudaba a los pobres!
—Sí, no es su modo de proceder —dijo Bradford al alto bandido—. Nunca hasta
ahora había raptado a una mujer.
—Tengo mis razones —replicó el hombre.
—¡Y ya sé cuáles son! —estalló Millie—. Bien, le diré una cosa: si va a raptar a
Elena, tendrá que raptarme a mí también. Siempre vamos juntas adonde sea.
—Silencio, Millie —dije yo.
—No te dejaré sola con estos villanos, ¡ni un minuto!
Bradford había recobrado sus modales indolentes y lacónicos; mantenía los
brazos levantados como si se estuviera desperezando. Sus ojos pardos miraron
casualmente al suelo y vi que los posaba en el revólver que había arrojado por la
ventanilla. Estaba a unos cinco metros, al pie de una roca grande.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—No podemos hacer gran cosa —dijo—. Pero esto no lo va a hacer muy
popular entre la gente, Capucha. Una cosa es asaltar a los ricachones y otra
secuestrar a una mujer.
—La señorita López no sufrirá daño.
—¿Puedo contar con su palabra?
Presentí la sonrisa del bandido. Los ojos pardos brillaban divertidos al
contestar:
—Tiene mi palabra.
Bradford asintió, aparentemente satisfecho, y en seguida pareció volar hacia
delante, lanzándose al espacio con la mano extendida hacia el revólver. Pero el brazo
de Capucha Negra se movió a mayor velocidad; sacó su revólver y disparó. Hubo
una bocanada de humo y un cegador rayo anaranjado. Millie lanzó un chillido y
Bradford cayó al suelo, mientras su revólver volaba de entre sus dedos para
estrellarse contra la roca. Alzó los ojos sorprendido. Tenía un feo rasguño en el
pómulo, pero por lo demás parecía no haber sufrido daño alguno. Todo había
durado apenas cinco segundos.
Capucha Negra mantuvo el revólver apuntado hacia el hombre tendido en el
suelo.
—Bien, tenía que hacer el intento —observó éste.
—Pude haberlo matado.
—Me alegro de que no lo haya hecho.
—Levántese.
Bradford se puse en pie, sacudiéndose el polvo de los pantalones. Los faldones
de la camisa se le habían salido del cinturón. Se los metió tranquilamente, sacudió
una mancha de polvo de la manga y se deslizó los dedos por la masa de pelo
descolorido, por lo que Millie lo miró con renovada apreciación. El incidente la había
conmovido mucho, pero se recobró con rapidez y corrió a examinarle el rasguño.
—Está herido —dijo—. Eso hay que lavarlo y atenderlo. En el coche hay una
cantimplora con agua, y en el bolso de viaje tengo un poco de pomada.
—Váyase —ordenó él, con voz severa.
—Basta de disparos —indicó ella—. Basta de heroicidades estúpidas. Venga al
coche. Yo buscaré la cantimplora.
—¡He dicho que se vaya!
—Vuelva al coche con ella —ordenó Capucha Negra—. Suban los dos.
Y en seguida, apuntando con el revólver al guardián y cochero, agregó:
—Ustedes dos, suban al pescante.
El aterrorizado cochero no perdió tiempo. Volvió al coche, trepó al asiento y
sujetó las riendas con manos temblorosas, como si lo persiguieran los demonios. Uno
de los caballos alzó la cabeza irritado. El guardián bajó los brazos, se alisó el ruedo de
su chaqueta de cuero, completamente imperturbable.
—¿Y qué ocurrirá con nuestras armas? —inquirió—. Tengo ese rifle desde hace
veinte años.
—Vacía el rifle, Rico —ordenó Capucha Negra—. Vacía también el revólver y

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

devuélveselos a estos caballeros.


Rico obedeció, murmurando furiosamente para sus adentros mientras recogía el
viejo rifle y sacaba los cartuchos. Lo cerró bruscamente y lo lanzó hacia las manos del
guardián. Éste avanzó hasta el carruaje y trepó al pescante, para volver a apoyar el
rifle sobre las rodillas y mirar hacía el espacio, indiferente. Bradford deslizó en la
funda su revólver vacío y continuó donde estaba. Millie seguía de pie junto a él.
—¡Suban al coche! —graznó Rico—. ¡Muévanse!
—Va a lamentar por esto, Capucha —observó Bradford—. Si llega a tocarle un
solo pelo de la cabeza me encargaré personalmente de perseguirlo y de meterle una
bala en el cuerpo. Se lo prometo.
Cogió a Millie de la muñeca y se dirigió hacia el coche. Ella protestaba con
vehemencia, plantando los tacones en el polvo y tratando de librarse, declarando a
voz en grito que no estaba dispuesta a dejarme. Bradford, con un suspiro, la levantó
en brazos y la llevó hacia el carruaje, aunque ella pataleaba, chillaba y le golpeaba el
pecho con los puños. Él parecía no darse cuenta de nada. La arrojó al interior del
coche y trepó detrás, enroscándole tranquilamente un brazo a la garganta en cuanto
trató de saltar otra vez.
—¡Bien! —gritó ella.
—¿Se va a portar bien?
Millie le apartó el brazo y se arrojó furiosamente en el asiento opuesto, con las
lágrimas corriéndole por las mejillas. Las enjugó con brusquedad, mirándome por la
ventanilla, con aspecto de estar completamente derrotada. Logré sonreír y le dije que
no me ocurriría nada, que no se preocupara.
—No puedo dejar de preocuparme —dijo ella, irritada—. Anthony es tan avaro
que tal vez te dejará en poder de ellos.
El cochero hizo restallar las riendas. Mientras los caballos iniciaban la marcha,
el coche se balanceó violentamente lanzando piedras sueltas en todas direcciones, y
el equipaje sujeto en el techo amenazó con soltarse, pero las sogas lo mantuvieron en
su lugar. Se levantó una nube de polvo; cuando se disipó, el coche desaparecía ya a lo
lejos. Traté de convencerme de que no estaba asustada, pero experimentaba un
tremendo vacío en el estómago y me temblaban las manos. Las oculté en la falda,
mientras levantaba desafiante la barbilla.
—¿Y bien? —dije.
—Es usted muy valiente —me dijo Capucha Negra.
—No tanto como mi amiga. Millie hubiera disparado contra ustedes si hubiese
podido apoderarse de un revólver.
—No hay necesidad de disparar contra nadie. Yo hubiera podido meterle una
bala en la frente a ese hombre, pero admiro a la gente de coraje, y él lo tiene de
verdad.
—Ahora supongo que me llevará de aquí.
—Cierto. ¿Vendrá por las buenas? He leído mucho sobre el famoso
temperamento López.
—Prometo no arañar —dije, agria.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capucha Negra volvió a reír entre dientes; en seguida me cogió del brazo para
llevarme hasta su caballo, un hermoso castaño. Rico ya estaba montado y nos
observaba con negros ojos hostiles. Los otros dos hombres habían enfundado sus
revólveres y aguardaban con paciencia. Ninguno de los dos había hablado una
palabra, a diferencia del voluble Rico, Capucha Negra me soltó el brazo, metió el pie
en el estribo y subió ágilmente a la silla. En seguida se inclinó para rodearme la
cintura con las manos y me levantó, para sentarme frente a él.
—¿Cómoda? —inquirió.
—No demasiado.
—Lo estará menos. Lo lamento, pero es necesario.
Sacó un pañuelo de seda negro, lo dobló pulcramente y, antes de que yo
pudiera protestar, me tapó con él los ojos, eso me desorientó por completo. Traté de
volverme, pero me sentí caer. Un brazo fuerte y musculoso me sujetó por la cintura y
me atrajo contra su cuerpo. Mi mareo fue en aumento al echar el caballo a andar. El
brazo me sujetó con más fuerza.
—Es largo es trayecto —murmuró—. Dentro de una hora nos detendremos para
descansar.
—Qué amable de su parte.
—No quiero que se canse demasiado. Pienso cuidarla muy bien.
Traté de relajarme. El mundo era un vacío negro, lleno movimientos, ruidos y
sensaciones. El mareo desapareció cuanto me acostumbré al movimiento, pero no
sabía si íbamos hacia el este o el oeste. Tal vez hacia el sur. Sí, íbamos hacia el sur. En
aquel momento el caballo tomó otra dirección. ¿Norte? Me senté rígidamente, con la
espalda erguida negándome a recostarme contra él, pero fue una tontería. Me dolía
mucho la espalda. Olvidé el orgullo y me recosté contra su pecho. Él aflojó el brazo y
volvió a ajustarlo en cuanto me hube acomodado.
—¿Está mejor así? —preguntó.
No me digné replicar, y él no insistió, satisfecho con mantener el silencio. Ahora
avanzábamos deprisa; el caballo corría sobre sus enérgicas patas, sin dejarse amilanar
por la doble carga. El viento me sacudía el pelo y me escocía en las mejillas; mis
faldas flameaban, henchidas sobre las pantorrillas. Plegué los brazos sobre el de él y
me recosté contra su pecho, casi cómoda. El movimiento agitado empezaba a
adormecerme, y la venda era suave contra mis párpados. El hombre que me sostenía
tan cerca olía a seda, cuero, sudor, piel, y yo sentía el calor de su cuerpo, la fuerza de
su brazo en torno de mi cintura.
Me pregunté qué clase de hombre era, por qué se había decidido por una vida
fuera de la ley. Su buena educación no podía ser simulada. También era implacable,
se notaba, y se había mostrado completamente frío cuando Rico intentó desafiarlo
con la cuestión de las joyas. Me las había devuelto.
¿Por qué, cuando tenía una fortuna en las manos? Eso me intrigó, debía
admitirlo. El hombre era un enigma fascinante.
Pasó mucho tiempo, tal vez una hora, tal vez dos, antes de que Capucha Negra
tirara de las riendas, deteniendo bruscamente a su caballo. La abrupta detención del

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

movimiento me sorprendió medio adormecida, girando en la oscuridad. Él me quitó


la venda. La luz del sol estuvo a punto de cegarme, aunque no era muy fuerte.
Parpadeé, frotándome los ojos. Nos habíamos detenido en una zona algo boscosa.
Los árboles tendían suaves sombras malvas sobre el césped verde claro. Oí correr el
agua por las cercanías y supuse que debía haber algún río tras las rocas que se
elevaban a nuestra izquierda, a poca distancia de los árboles.
Rico y los otros dos hombres ya habían desmontado y estaban soltando sus
caballos para que pastaran. Los tres seguían con los pañuelos atados a la cara; no
querían que yo los viera, sin duda por temor que los identificara más tarde, Capucha
Negra bajó de la silla y tendió las manos para rodearme con ellas la cintura,
alzándome como si yo no pesara nada. Al principio me sentía algo insegura sobre los
pies, y él me sostuvo hasta que recobré el equilibrio. Una leve brisa sacudía la hierba.
Su capucha de seda, suelta, flameaba pegada al rostro. Por un momento vi la forma
de la nariz, las mejillas y la boca delineadas en negro; los ojos pardos me miraban a
través de los agujeros.
—¿Cómo se siente? —preguntó.
—Con calor, cansada y sucia.
—¿Miedo?
—En absoluto —mentí—. Ese atuendo negro puede intimidar a algunos, pero
para mí es ridículo. No puede ser muy hombre si necesita esconderse tras una
capucha.
—Usted sí que es valiente —observó, con una mirada divertida—. Está en las
manos de un bandido cruel y todavía llene la gallardía de insultarlo.
—¿Usted es cruel?
—Sólo cuando es necesario. Por lo común soy el más amable de los hombres.
—Que asalta bancos, detiene diligencias y secuestra mujeres.
—Pero con toda cortesía.
—Claro, usted se queda atrás y deja que su Rico se encargue de las
bravuconadas. No me parece que eso sea cortesía.
—Rico tiene tendencia a escapárseme de las manos —admitió—. Creo que
cometí un error al admitirlo, pero sólo lleva pocas semanas con nosotros. Ya lo
meteré en cintura.
—Que tenga suerte —le dije—. ¿Cuánto tiempo estaremos aquí?
—Unos veinte minutos, lo suficiente para que usted estire las piernas. También
los caballos necesitan descanso. Aún nos queda largo trecho hasta la hacienda.
—¿Es un río lo que oigo?
Él asintió.
—Hay un arroyo tras esas rocas.
—¿Me permitiría lavarme las manos y la cara y disponer de algunos momentos
en privado? Prometo no huir.
—De cualquier modo no llegaría muy lejos —me dijo él—. Vaya, confío en
usted.
Me volví y eché a andar hacia las rocas grises. Los dos hombres de pañuelo rojo

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

sobre la cara estaban sentados bajo un árbol. Uno de ellos había sacado un cuchillo y
tallaba un palo. Rico estaba recostado sobre un tronco de árbol, observándome con
esos ojos ardientes. Murmuró algo en castellano, lleno de hostilidad. Sospeché que
me echaba la culpa de que Capucha Negra hubiera devuelto las joyas. Era evidente
que aquello no le gustaba. Lo pasé por alto y seguí caminando sobre la hierba corta y
dura, frente a las rocas.
Me sentía acalorada, exhausta y cubierta de una capa de polvo. Mi falda marrón
se henchía ante la brisa, con un flameo de encaje negro. El vestido debía estar
arrugado y los guantes de encaje parecían pegajosos. Mi pelo se había soltado
bastante, y el moño se desharía en cualquier momento. Me pregunté a qué se debía
mi falta de miedo. Se habría justificado que estuviera al borde de la histeria; era
perfectamente natural, dadas las circunstancias. Pero me dije que todo pasaría en
menos de veinticuatro horas. Millie buscaría a Anthony y él traería el dinero;
entonces yo quedaría en libertad. No me quedaba otra cosa que hacer sino esperar
con tanta tranquilidad como me fuera posible.
Al descubrir un angosto espacio abierto entre dos de las rocas, me deslicé entre
ellas y me encontré en la ribera del río. El arroyo era tranquilo, de pocos centímetros
de profundidad; el agua clara se deslizaba apaciblemente sobre un lecho de finos
guijarros. La ribera opuesta estaba cubierta de hierba y unos pocos árboles crecían
junto al agua. Se olía a musgo, lodo y raíces. Me quité los guantes, descendí hasta el
agua y me arrodillé en la arena, sin prestar la menor atención al daño que eso podía
provocar a mis faldas. Mojé los guantes en el agua, los escurrí y me lavé con ellos la
cara y los brazos.
El agua estaba maravillosamente fresca; hubiera querido bañarme en ella. Al
sumergir los guantes otra vez, el pelo se me soltó por completo, y las espesas ondas
de ébano me cayeron sobre las mejillas. Mientras me lo echaba hacia atrás y me
erguía para mojar los hombros y el pecho con los guantes, oí que alguien se acercaba.
No me volví, porque estaba segura de que me seguiría. Se había arriesgado al arresto
para verme bailar, y anteriormente sus modales habían sido muy seductores. Ahora
que no había nadie alrededor trataría de seducirme. Seguí mojándome los hombros,
fingiendo que no había oído aquellos pasos cautelosos; sabía desde el principio que
él deseaba hacerme el amor.
Pero cuando oí el tintineo de las espuelas giré en redondo y me encontré ante
Rico, a pocos metros de distancia, que me miraba con fiera intensidad. Dejé caer los
guantes y la sangre se me heló en las venas al ver lo que reflejaban los ojos, al
comprender sus intenciones.
—Él… él lo va a matar —dije.
—¿Y usted cree que Rico le tiene miedo?
—Lo va a matar —repetí.
La voz me temblaba. El corazón me latía con tanta fuerza que temí que fuera a
estallar. Sabía que no debía dejarle ver mi temor, pero me era imposible ocultarlo. Di
un paso hacia atrás y tropecé con las piedras. Rico se echó a reír, de pie, con una
mano apoyada en la culata del arma y el ala del sombrero inclinada hacia un lado.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Aún tenía el pañuelo de seda verde sobre la boca, pero comprendí que sonreía
salvajemente al dar otro paso hacia mí.
—No nos quedamos con las joyas —dijo—. No tenemos el oro. Es una pérdida
de tiempo. A Rico no le gusta perder tiempo. He decidido cobrármelo.
—No, no se acerque.
—¿Va a gritar?
Asentí. Los músculos de la garganta parecían habérseme paralizado.
—No gritará —me dijo en voz baja y profunda—. Si lo hace le meteré una bala
en el corazón y diré que quiso escapar.
—Usted…
—Desnúdese —ordenó.
Sacudí la cabeza. Rico sacó el revólver y me apuntó con él.
—Si no se desnuda disparo.
Sus ojos negros ardían con fiereza. Comprendí que lo decía en serio: me
dispararía si no obedecía. El terror me dejó paralizada; entonces cobré horrible
conciencia de la fragilidad de la carne, la sangre y el músculo, tan vulnerables, tan
fáciles de destruir. Una bala podía hacerlo en un segundo. Sentía las rodillas tan
débiles que podían fallarme en cualquier momento.
El seguro de la pistola soltó un chasquido.
—Contaré hasta diez —dijo—. Uno, dos, tres…
De un modo u otro logré llevar las manos atrás y alcanzar los diminutos
corchetes que me sujetaban el vestido. La vista se me nubló y sentí un leve zumbido
en los oídos; sin embargo, seguía oyendo su respiración. Respiraba lenta,
pesadamente, y había dejado de contar. Luché con los corchetes. Eran muchos, y las
manos me temblaban terriblemente. Tiré, sacudí y al fin logré desatar los dos o tres
primeros. Los demás soltaron con facilidad. El corpiño de mi vestido cayó hacia
delante. Lo deslicé hacia abajo, quitándome las mangas, levanté los brazos.
—¡Dese prisa! —gruñó él.
Me resultaba imposible dominar las manos, que temblaban como pájaros
nerviosos, y el zumbido en los oídos era cada vez más fuerte. El hombre del traje
marrón, los ojos centelleantes y el revólver apuntando a mi pecho eran parte de un
sueño espantoso. Los ásperos cantos rodados, la ribera arenosa, el arroyo claro,
formaban un paisaje de pesadilla, emborronado por la neblina cada vez más y más
espesa.
—¡Quíteselo! —gritó él.
Deslicé el corpiño sobre la cintura y las caderas, inclinándome para bajarlo por
la curva de las enaguas. El satén castaño susurraba suavemente. El vestido cayó a mis
pies y me aparté, vestida sólo con mi enagua de encaje negro sobre la camisa. El
encaje, finamente tejido, dejaba ver los pechos bajo el delicado diseño floral. La
media docena de volantes flotaba a impulsos de la brisa.
—¡El resto! —ordenó.
Sacudí la cabeza. No podía hacerlo. No tenía voluntad ni fuerza física para ello.
La neblina interior reverberó, y suelo onduló bajo mis pies. El pecho se me henchía,

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

forcejeando contra el encaje. Lo miré, sacudiendo la cabeza, y él murmuró algo en


castellano, dando otro paso hacia mí con el revólver muy firme en la mano. Un
impulso del índice y todo acabaría.
—La mataré —dijo—. Ahora no. Después. —Se echó a reír y deslizó el revólver
en la funda para acercarse, con un tintineo de espuelas. Me cogió de la muñeca y me
atrajo hacia él. Entonces bajó su pañuelo verde y me hundió los labios en la curva de
la garganta. Luché violentamente, mientras él endurecía los brazos y aquellos labios
calientes, húmedos, me quemaban la piel, bajando hacia el pecho… Pataleé, le
arranqué el sombrero de la cabeza y lo arrojé a un lado, le cogí el pelo con ambas
manos y tiré de sus rizos negros con toda mi fuerza.
—¡Rico!
Me soltó tan de repente que estuve a punto de caer; me apartó a un lado y giró
en redondo. Capucha Negra estaba a unos metros de distancia, en la abertura entre
las rocas. La plata de su revólver reflejaba la luz del sol en brillantes resplandores.
—No quería hacerle daño —dijo Rico, con la voz convertida en un amable
ruego, agudo el tono, suplicante—. Íbamos a divertirnos un poco. Ella me tentó. Dijo
que Rico le hacía hervir la sangre.
Soltó una risa jovial y sacudió la cabeza, pero en eso lanzó la mano hacia la
culata de su arma, con cegadora celeridad. Se oyó una explosión ensordecedora y él
soltó un grito; tropezó y cayó de bruces; hebras carmesíes brotaron de él. Al principio
no pude reaccionar. No era real; eso formaba parte de la pesadilla. Capucha Negra
metió el arma en su funda y se acercó a mí, pasando por encima del cuerpo de Rico.
—Era inevitable —dijo—. Tenía que ocurrir. Supongo que Rico fue un error
desde el principio.
Los otros dos hombres aparecieron precipitadamente, con sus pistolas en la
mano y los pañuelos rojos al viento. Cuando Capucha Negra recogió el vestido y me
indicó que me lo pusiera, obedecí. Dijo a uno de sus hombres que fuera a buscar la
pala que pendía de la silla de Rico y se acercó para abrocharme el vestido a la
espalda. Yo permanecía como en trance, aturdida por lo ocurrido, aún incapacitada
para creerlo. Cuando Capucha Negra acabó de abrocharme el vestido me condujo
hacia las rocas. El hombre regresaba con una pala de cavar.
—Hacedlo rápido —dijo Capucha Negra, serenamente—. Quiero llegar a la
hacienda antes de que oscurezca.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XLI

Había hacia delante una rama especialmente baja, Capucha Negra me sujetó
con fuerza por la cintura y agachó el cuerpo, obligándome a hacer lo mismo para
pasar bajo ella. Su mejilla se apoyó brevemente sobre la mía y pude sentir la seda
negra de su capucha contra la cara. Su cuerpo parecía envolverme en fuerza y calor.
Se enderezó en la montura, irguiéndome con él, y yo volví a apoyar la cabeza en su
hombro; me sentía maravillosamente segura y relajada. De algún modo era como sí
lo conociera desde hacía mucho tiempo. Me parecía natural estar con él.
—¿Dónde están sus hombres? —pregunté.
—Se adelantaron para dar instrucciones a Juanita. A estas alturas ya estarán en
la hacienda. Llegaremos en seguida.
—¿Quién es Juanita?
—Mi ama de llaves. Ella preparará todo para usted.
—Me gustaría darme un baño caliente.
—Se lo dará —prometió él.
—Tengo el vestido arrugado y manchado.
—Ya le buscaremos algo.
Su voz era suave, gentil, como un arrullo áspero que sonaba a caricia. Me había
secuestrado un bandido que pensaba pedir rescate por mí; sin embargo, nunca me
había sentido tan cómoda con un hombre. Sus modales eran tiernos y protectores,
como si yo fuera algo muy precioso puesto bajo su cuidado. Había matado a un
hombre por mí hacía menos de dos horas. Aunque todavía me estremecía al pensarlo,
todo temor había desaparecido. Ya no estaba a la defensiva. Mi conducta gélida y mis
comentarios agrios habrían estado ahora tan fuera de lugar, tan poco naturales como
el temor ¿Por qué? ¿Qué clase de hechizo arrojaba ese hombre sobre mí?
Habíamos salido de la zona boscosa y cabalgábamos sobre una extensión de
tierra llana y cubierta de pastos, que parecía descender gradualmente; a lo lejos
divisé una cadena de montañas bajas y comprendí que estábamos llegando a un
valle; pocos minutos después lo vi extendido ante nosotros, grande y bello, bañado
hasta la mitad en la poniente luz del sol, mientras que la parte más cercana a las
colinas quedaba cubierta por sombras profundas. El cielo era pálida plata hacia
arriba; bandas de oro suave y color damasco teñían el horizonte. Vi la cinta
centelleante de un río, árboles y anchas pasturas, y un pequeño valle aislado.
Capucha Negra tiró de las riendas, haciendo que el caballo se detuviera para que yo
pudiese apreciar la vista.
—Es… hermoso —dije.
—No hay otro lugar en el mundo como éste —respondió—. He viajado por toda

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

la tierra y jamás hallé nada que se le pudiera comparar.


Había una especie de reverencia en su voz, y comprendí que amaba ese valle.
Tocó suavemente los flancos del caballo con los tacones de las botas y echamos a
andar por la pendiente. El aire era maravillosamente puro, perfumado con el aroma
de la hierba, las rocas y el agua. Casi se sentía la magia de ese lugar. Era poco menos
que tangible. Una atmósfera de serena majestad envolvía el valle entero. Comprendí
sus sentimientos: también a mí me hubiera gustado pasar en ese lugar todo el resto
de mi vida, completamente olvidadas las preocupaciones del mundo.
Cuando llegamos al fondo del valle vi la hacienda ya próxima. Al acercarnos
pude estudiar las pálidas paredes de color beige, las graciosas arcadas, las galerías y
los balcones de hierro, el techo de tejas pardo-rojizas. La hacienda estaba construida
en torno de un patio central, y también había un patio al frente, con una fuente que
arrojaba agua sobre tres piletas a distinto nivel, para llenar finalmente un pequeño
estanque circular. En los jardines crecían arbustos altos y plantas curiosamente
perfumadas, que no pude reconocer, entre árboles de follaje exótico y arbustos de
rosas chinas con grandes flores rojo-anaranjadas. Varios edificios separados se
alzaban detrás de la casa, y había caballos pastando en la pradera cercana,
disfrutando de los últimos rayos del sol.
Capucha Negra urgió a su caballo y, varios minutos después, nos encontramos
en un camino circular. Detuvo la cabalgadura, me dejó en el suelo y saltó de la silla.
La fuente emitía un chapoteo musical y las plantas espinosas despedían un olor
extraño. Un joven mejicano de pantalones sueltos vino desde el otro lado de la casa
para tomar las riendas y llevarse el caballo. Se abrieron las puertas de roble y una
muchacha mejicana salió a la galería. Bajó los peldaños hacia nosotros, sonriente,
golpeando ligeramente los mosaicos con sus pies desnudos.
—Me han dicho que tendríamos una huésped —dijo.
Su voz era grave y musical; su inglés, soberbio, con un acento español sutil y
encantador. Tendría veintiuno o veintidós años; cutis tostado, suaves ojos negros y
una boca maravillosamente formada, con el rosado de las camelias. Llevaba el pelo
oscuro peinado hacia atrás en una larga trenza que le colgaba por la espalda. Era baja
y delgada; vestía una blusa de algodón blanco y una falda roja oscura, bordada con
un diseño horizontal negro, verde y plateado.
—Ésta es Juanita —dijo Capucha Negra—. Juanita, te presento a Elena López.
Pasará la noche con nosotros.
—Steve me lo ha dicho. Tengo todo preparado.
—Juanita se encargará de usted, Elena. Puede tomar un baño y más tarde me
reuniré con usted para la cena.
Se dirigió hacia el lado de la casa; los tacones de sus botas crujieron sobre el
camino de guijarros; al fin subió las escaleras de piedra hacia el segundo piso.
Juanita, sonriendo, me cogió de la mano para conducirme al interior de la casa.
Cruzamos un ancho vestíbulo con habitaciones a cada lado y salimos a la galería
interior. El patio cerrado tenía baldosas blancas, negras y rojizas; en su centro había
otra pequeña fuente. Un árbol alto y viejo estiraba sus ramas a un lado, cargadas con

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cestos de plantas.
—Hasta ahora nunca había traído una invitada —comentó Juanita—. Nos hace
muy feliz tenerla con nosotros.
—No se puede decir que yo sea precisamente una invitada —le respondí.
—Quiere que usted esté muy cómoda —continuó ella pasando por alto mi
comentario—. Steve me dijo que usted era hermosa.
—¿Steve?
—Mi novio. Él va con Capucha Negra. Tiene ojos azules y pelo rubio dorado. Es
tan apuesto como un joven dios. Pero usted no ha podido verlo, por supuesto. Usa
sombrero y un pañuelo que le cubre la cara.
Juanita volvió a sonreír, suave, gentilmente. En ella había un aire de inocencia,
una infantil aceptación de las cosas tal como ocurrían. Aunque sabía a qué se
dedicaban Capucha Negra y su novio, parecía considerarlo como un modo de vida
perfectamente natural. Yo no dije nada más. Mientras recorríamos la galería vi ristras
de pimientos rojos y de cebollas colgadas en las paredes, así como algún calabacín
seco aquí y allá, y plantas en brillantes macetas mejicanas sobre la baranda de estuco.
Juanita se detuvo por fin frente a una puerta de preciosos tallados y la abrió, para
hacerme descender dos escalones que conducían a una habitación larga y espaciosa,
de techo bajo, con vigas. Las paredes, blanqueadas a la cal, estaban cubiertas por
profundas sombras; se olía a madera antigua y a cera de abejas, mezclado todo con la
esencia del limón.
—Encenderé las velas —dijo.
Junto al hogar, cogió un largo fósforo del frasco que coronaba la repisa y lo
encendió, tocando con la llama la mecha de una vela sostenida por un candelero de
bronce. Llevando la vela de un lado a otro, la utilizó para encender otras, sujetas en
pesados candelabros de bronce, que decoraban urinarios de intrincados tallados. La
habitación pronto resplandeció con una suave luz dorada; entonces pude ver el piso
de baldosas rojas, las alfombras de brillantes colores que pendían de las paredes
blancas, un largo sofá tostado con un encantador tapiz blanco y negro sobre el
respaldo. Una pequeña mesa de comedor ocupaba el otro extremo, con sillas de
respaldos tallados. Las ventanas daban a los jardines, y en el otro extremo una arcada
conducía al dormitorio.
—Querrá bañarse en seguida —dijo Juanita—. El baño la está esperando. Traje
el agua caliente hace pocos minutos.
Siempre con la vela en la mano, me condujo hacia el baño. Mientras encendía
las velas de ese ambiente noté que una enorme cama de bronce ocupaba la mayor
parte del cuarto, cubierta por una hermosa manta tejida, de color azul. En un rincón
había una gran bañera de hojalata, llena de agua humeante, junto a un tocador de
roble oscuro, toallas, paños y un trozo de jabón perfumado sobre el banquillo. Juanita
desplegó un biombo y lo puso alrededor de la bañera.
—Deje sus ropas en la cama —me indicó—. Yo me encargaré de ellas mientras
usted se baña.
Volvió a sonreír y abandonó la habitación. Me desnudé, pasé detrás del biombo

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y entré en la bañera. Allí permanecí largo rato, regodeándome en el lujo del calor y el
perfume; al fin salí de la bañera con muy pocas ganas.
Me sequé el cuerpo y, al salir de detrás del biombo, descubrí una bata de color
azul claro sobre la cama. Me la puse y até firmemente el lazo, admirando las mangas
con volantes en las muñecas y la falda larga, también con volantes. Al sentarme ante
el tocador, me complació observar que Juanita había puesto allí un cepillo, un peine y
una pequeña bandeja con horquillas. Había comenzado a cepillarme el pelo cuando
ella volvió a entrar, acompañada de un agradable joven mejicano.
—Mí hermano Pedro —dijo Juanita—. No la molestaremos.
El muchacho sonrió, evidentemente azorado. Juanita plegó el biombo y entregó
a Pedro el jabón y las toallas; en seguida los dos llevaron la bañera fuera. En el otro
cuarto se oyó un chapoteo; Pedro rió y Juanita soltó una maldición. Se abrió la puerta
que daba a la galería y volvió a cerrarse. Seguí cepillándome el pelo hasta que quedó
seco, brillante con resplandores azulados. Después lo recogí hacia atrás en un
elegante moño oval, girando la cabeza hacia un lado para inspeccionarla en el espejo.
Satisfecha, examiné pensativamente mi imagen. Esa noche no necesitaría
maquillaje; me preguntaba qué lograría hacer Juanita con mi vestido. Difícilmente
podría salvarlo: el satén estaba desgarrado y sucio, los volantes de encaje rotos y
cubiertos de polvo. Cuando volvió a entrar en la habitación me levanté. Venía
cargada de cajas y lucía una sonrisa maliciosa en los labios.
—Para usted —dijo.
Dejando las cajas sobre la cama, abrió una y retiró una enagua de seda blanca,
cuyas faldas se abrían como los pétalos de una rosa. Lo dejó y sacó un vestido de
satén blanco cremoso, completamente cubierto con un exquisito encaje de diseño
floral en rosado claro sobre la falda. Era una creación suntuosa que debía de haber
costado una fortuna. Lo sostuve contra el cuerpo; me quedaría perfectamente.
—También hay ropa interior y zapatos —me dijo.
—¿Estaban aquí por casualidad? —pregunté.
—Él lo trajo todo de San Francisco. Dijo que una señora le había ayudado a
elegirlo en uno de los comercios. Le dijo que era para su hermana.
—Ella le habrá creído, sin duda —dije, irónica—. ¿Y cuándo hizo todas estas
compras?
—Hace más de una semana.
—Ajá.
Eso sugería una interpretación completamente distinta de las aventuras vividas
en esa tarde. Comprendí que él planeaba secuestrarme desde hacía tiempo, puesto
que había comprado aquellas cosas con tanta anticipación. Juanita recogió las cajas
vacías y abandonó el cuarto. El humor suave y agradable que yo sintiera un rato
antes había desaparecido por completo: Capucha Negra se había metido en grandes
molestias para pasar una velada a solas conmigo. Había trazado planes muy
cuidadosos y pensado en todo. Pero se iba a llevar una desilusión.
Me vestí lentamente y adopté una fría resolución. El vestido era uno de los más
hermosos que jamás usara. Al contemplarme en el espejo noté que pocas veces me

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había visto más atractiva. Y esa noche deseaba estar atractiva, aunque sólo fuera para
aumentar su desilusión.
Pasé al salón entre un leve susurro de faldas. Juanita había estado trajinando
también allí; la mesa estaba preparada para dos, con porcelana y cristal brillante y
una botella de vino puesto a enfriar en una cubeta de plata. Por lo menos la mitad de
las velas estaban apagadas, y sólo el comedor quedaba iluminado. «Muy romántico»,
pensé. «Sólo falta música de fondo.» Apenas había cruzado el umbral cuando se oyó
pulsar una guitarra en los jardines. Estuve a punto de echarme a reír.
—La estaba esperando —dijo él.
Su voz me sorprendió. No lo había visto allí, sentado en el sofá. Se levantó
lentamente para acercarse a mí. Llevaba un traje limpio, idéntico al que le había visto
por la tarde, y traía una sola rosa rosada cuyos pétalos aterciopelados apenas
amenazaban a abrirse.
—Para que se la ponga en el pelo —me dijo al entregármela.
Acepté la rosa y la sujeté sobre la sien derecha; luego miré fijamente esos ojos
oscuros que me observaban a través de la máscara. Comprendía que quisiera
mantener oculto el rostro, pero no que se empeñara en disfrazar la voz con ese
susurro. De pronto se me ocurrió que quizás yo lo conociera de antes; tal vez lo había
visto en algún hotel, en el teatro. Me habían presentado a muchos hombres desde mi
llegada a California, pues muchos de los personajes importantes se sentían obligados
a presentarme sus respetos en el camerino. Capucha Negra bien podía haber estado
entre ellos.
—El vestido me sienta perfectamente —le dije—. Fue muy inteligente de su
parte habérmelo comprado. ¿Cómo sabía mi talla?
—Tengo medios para obtener la información que necesito.
—No lo dudo —repliqué—. También me extraña que lo haya comprado hace
más de una semana.
—Veo que ya lo ha averiguado.
—Planeaba secuestrarme desde un principio.
—Sí —admitió él.
—El dinero…
—Sabía que su agente había partido la noche anterior. Bien pude haberlo
esperado en el camino.
—Pero no lo hizo. Me quería a mí.
—No puede culparme por ello —dijo, y sus ojos oscuros parecieron sonreír—.
¿Qué hombre no desearía pasar una noche a solas con Elena López?
—Pero cuando Anthony traiga el dinero, mañana, usted lo tomará, ¿verdad?
Él asintió.
—No me gusta hacerlo, pero lo necesito. En San Francisco usted podrá ganar
cinco veces esa cantidad. No lo echará de menos.
—Bradford dijo que usted sólo robaba a los explotadores, a los que engañaban y
despojaban a los indefensos para obtener poder. Veo que estaba equivocado, o tal vez
usted me considera una explotadora a mí también.

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—En su caso estoy haciendo una excepción. Espero que no piense demasiado
mal de mí.
—Podría haber cogido las joyas —dije, realmente confundida—. Pero no lo hizo.
Supongo que debo estarle agradecida.
—Por cierto que sí.
—Quería pasar una velada a solas conmigo. Bien, aquí estoy. Pero le diré que la
luz de las velas, las guitarras y… y la atmósfera romántica me dejan indiferente. Si
quiere dormir conmigo tendrá que usar la fuerza, y le aseguro que lucharé como una
tigresa.
Rió suavemente entre dientes, divertido.
—Hasta ahora nunca he tenido que recurrir a la violación.
Alcé altaneramente la barbilla y me acerqué a la ventana para contemplar los
jardines. Estaban oscuros y sombreados, Los músicos permanecían invisibles, y la
melodía parecía materializarse por su cuenta, llenando el aire con una canción
española suave y encantadora. Había al menos tres guitarristas, y uno de ellos
cantaba con una voz grave y potente, en palabras apenas audibles. Oí que Capucha
Negra descorchaba el vino. Pocos momentos después lo sentí detenerse a mí espalda
y me volví. Él me ofreció un vaso de vino.
—Tranquilícese, Elena. No ocurrirá nada que usted no quiera.
—¿Cree que tengo miedo?
—Creo que usted es muy valiente. También creo que es la mujer más adorable
de cuantas conozco.
Sorbí el vino, sin dejarme conmover por el cumplido ni por la voz acariciante,
que era como un susurro seductor. El vino era rico, maduro; su sabor hacía pensar en
el sol. Vacié mi copa. Él seguía muy cerca, observándome con esos ojos luminosos,
los más atractivos que yo hubiera visto en mi vida. Una vez más me pregunté cómo
sería el resto de su cara; hubiera querido alargar la mano y quitarle la capucha.
—¿Es forzoso que use eso? —le pregunté.
Él asintió y la seda negra se onduló con el movimiento.
—Tiene miedo de que yo lo identifique más adelante. O tal vez ya nos
conocemos.
—Tal vez.
—Muchos hombres han venido a saludarme entre bastidores. Hombres ricos,
poderosos, importantes. Dicen… dicen que usted también es un hombre importante,
un ciudadano muy respetable cuando no asalta en los caminos.
—Así me gusta pensarlo. Pero no poseo minas de oro. Sí, en cambio, este valle.
Será mío en cuanto pague el último plazo.
Cogió mi copa vacía y me llevó hasta el sofá. Me senté y acomodé mis faldas,
mientras él iba a llenar otra vez el vaso. Sonreí para mis adentros. Al parecer él
pensaba embriagarme, creyendo que eso me haría más susceptible a su atractivo
masculino. Debo admitir que era atractivo; sus modales suaves y su voz acariciante
resultaban sumamente agradables, y la capucha negra sobre la cara agregaba un
extraño titilar. Pero atractivo o no, era un bandido y me costaría veinte mil dólares.

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Acepté el vaso de vino. Capucha Negra se sentó sobre uno de los brazos del
sofá, mirándome con ojos tiernos.
—Y usted, ¿no va a beber? —pregunté.
—He cenado antes, mientras usted se bañaba y se vestía. Sólo he venido a
hacerle compañía.
—La mesa está puesta para dos.
—Sólo por guardar la simetría.
—Comprendo. Claro, no podría comer sin quitarse la capucha.
—Beba su vino, Elena.
Obedecí, sorbiendo lentamente. Me sentía muy en paz y tranquila con él. Sabía
que era un villano; lo había visto matar a un hombre ante mis ojos. Pero eso no
importaba en cierto modo.
—¿Por qué se puso fuera de la ley? —pregunté.
—Por rabia y frustración; también por necesidad. Llegué a California pocos
meses después del primer descubrimiento de oro. Como todo el mundo, me atacó la
fiebre del oro y, aunque no sabía nada de minas, me asocié con un ex combatiente
que conocía bien el asunto. Compramos provisiones y salimos en busca de fortuna.
Tardamos seis meses, seis meses de trabajo agotador e increíbles privaciones, pero al
fin dimos con una veta.
—Entonces, ¿por qué…?
—Presentamos la solicitud de propiedad. Vendimos algunas pepitas para
comprar equipo y contratamos a algunos hombres. No había mucho oro al principio;
era sólo una veta pequeña, lo suficiente como para conseguir alguna ganancia. Hasta
que un día Jake entró en el cobertizo como si alguien lo persiguiera, tan
entusiasmado que no podía hablar. Me llevó a la mina. Tenía las manos temblorosas.
Llevábamos días trabajando en ella y todo el mundo estaba convencido de que la
veta estaba agotada.
Hizo una pausa y movió la cabeza, recordando.
—Jake me entregó la vela y recogió el pico que uno de los hombres había dejado
allí. Comenzó a picar la roca llena de barro, que cayó en fragmentos, y en menos de
diez minutos me encontré ante un muro de oro. Jake no podía dominar su excitación.
Esa noche fue al salón e invitó a beber a todos; se embriagó y comenzó a
vanagloriarse por el filón de oro. Aseguraba que íbamos a ser millonarios, pues
nuestra mina sería una de las mayores de California.
Volvió a hacer una pausa y yo dejé la copa vacía, presintiendo lo que le faltaba
decir. Cuando siguió hablando lo hizo serenamente, sin emoción.
—Entonces vinieron los «importantes». De algún modo descubrieron que
nuestro título de propiedad era nulo, porque no había sido rellenado correctamente o
estaba mal archivado. Alguien se había encargado de sustituir el documento original
por uno falso. Nos defendimos, por supuesto, pero los otros tenían demasiado dinero
y demasiado poder. Los funcionarios fueron sobornados y acabamos perdiendo la
mina. A la noche siguiente Jake bajó su rifle, entró a la mina y se voló la cabeza.
Guardó silencio durante un largo rato, con la vista perdida. Al fin suspiró.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Lo que nos ocurrió a Jake y a mí era ya una vieja historia. Un mes antes estuve
a punto de hacerme millonario. De pronto me encontraba sin un céntimo y al margen
de todo. Literalmente juré que me vengaría de algún modo. Se podría decir que
Capucha Negra nació la noche en que murió Jake.
—Me… me alegro de que me haya contado todo esto —dije.
—Quería que lo supiera, Elena.
Se oyó un golpe suave en la puerta. Capucha Negra abrió y Juanita entró con
una bandeja. Puso las fuentes en la mesa, retiró las tapas y se marchó tranquilamente.
Capucha Negra me cogió la mano y me condujo hasta la mesa. Se sentó frente a mí
para verme jugar con la comida. Por algún motivo ya no tenía hambre. Las velas
parpadeaban y la música seguía llegando por las ventanas. Cuando volvió a llenarme
el vaso lo acepté sin protestar.
—¿Y a qué se debe que nunca lo hayan atrapado? —pregunté.
—Capucha Negra tiene muchos amigos. Ninguno de ellos conoce mi verdadera
identidad. Ninguno de ellos sabe que trabajo desde esta hacienda.
—¿Y sus hombres?
—Son de una lealtad incuestionable. Cada uno fue víctima de los explotadores,
de un modo u otro. Hasta Rico. Por eso lo acepté. No hay en este valle una persona
que no tenga poderosas razones para odiar a la gente que yo asalto. Eso incluye al
personal de la casa y a todos los que trabajan en la hacienda.
—¿También a Juanita y a su hermano?
—También. Su padre era un aristócrata español, un viudo que poseía una
hacienda modesta y doscientos acres de tierra. Un político en alza se encaprichó de la
propiedad, pero el padre, el señor Hernández, se negó a vender. Una semana más
tarde sufría un accidente infortunado y la propiedad fue confiscada. Pedro y Juanita
se encontraron súbitamente sin hogar.
—Y usted los protegió.
Él asintió. Entonces comprendí la actitud de Juanita y la causa de la lealtad y
devoción que inspiraba ese hombre, por qué tantos lo consideraban una especie de
caballero andante. Sentí que en mi interior se agitaban confusas emociones y dejé el
tenedor; era inútil fingir que comía. Hubiera deseado que la música no fuera tan
triste y encantadora, que la luz de las velas no tuviera ese suave brillo dorado.
Hubiera querido que él no me mirara con esos ojos luminosos que parecían brillar.
—¿Y usted, Elena? —preguntó él, serenamente—. ¿Es feliz?
—¿Feliz? Yo… supongo que sí. Tengo fama, éxito y estoy haciendo dinero y…
Vacilé, frunciendo el ceño. En realidad no sabía cómo responder a esa pregunta,
quizá porque yo misma no conocía la respuesta. ¿Era feliz? Me gustaba lo que hacía y
no era desdichada, pero aún así… A veces experimentaba un sentimiento de
vacuidad, la vieja sensación que tanta angustia me causara en el pasado. Tomé otro
sorbo de vino, recordando. Recordar no me hacía bien. De pronto me pareció que los
cinco últimos años habían consistido únicamente en un frenesí de actividad,
deliberadamente planeados para hacerme olvidar una posada en Alemania y un
hombre joven de expresión sombría, que se marchaban dejándome sola.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Soy feliz —dije.


—Sus ojos dicen lo contrario.
—Tengo todo lo que una mujer puede desear.
—¿Y amor?
No respondí. En cambio me levanté de la mesa para acercarme a la ventana.
Contemplé los jardines, furiosa por haber permitido que afloraran viejos
sentimientos, porque él hubiera podido leerlos con tanta facilidad. Permanecí allí
largo rato, hasta que la rabia desapareció, reemplazada por trémulas emociones. Lo
oí abandonar la mesa y me volví tiempo para verlo entrar al dormitorio. Encendió
allí algunas velas y volvió para apagar las del salón.
Cuando hubo apagado la última, el salón quedó en una semioscuridad; un
suave resplandor dorado entraba por la arcada. Apenas pude verlo acercarse. Se
detuvo frente a mí, me puso las manos en los hombros, apretándome con suavidad.
Cuando traté de apartarme sus dedos se endurecieron. La luz era suficiente para que
yo viera sus ojos y lo que en ellos había.
—No —dije.
—Te deseo —me dijo, y su voz era un murmullo suave, una caricia de seda—.
Tú también me deseas.
—No.
Me apretó los hombros y me tocó el cuello. Con el pulgar apretado sobre el
hueco de la garganta, sus dedos me acariciaban los lados del cuello. Murmuró mi
nombre, y sensaciones familiares fueron creciendo en mí. Su mano se deslizó hasta
acariciarme un pecho sobre la tela; lo oprimió con suavidad y yo traté de no soltar
una exclamación ahogada al sentir la carne respondía, erguido el pezón contra su
palma.
—Te quiero —repitió.
Y me cogió los brazos. Parecía correcto y natural. Me miró con la máscara de
seda negra colgando flojamente, los ojos oscuros llenos de ternura y deseo. Luché.
Estaba ocurriendo y yo había jurado que no pasaría. Traté de liberarme, pero sus
brazos se pusieron tensos, la música continuaba y el dolor interior era cada vez
mayor. Comprendí que estaba perdida. Comprendí que lo deseaba tanto como él a
mí. Quería su calor, su fuerza, su amor. Quedé sin aliento, a la vera de un abismo que
me llamaba, atrayéndome más y más hacia el precipicio.
—Éste es el momento que tanto he soñado —dijo.
Y me estrechó la cintura con el brazo derecho, atrayéndome hacia él; rozó mi
mejilla con la mano izquierda, llevando los dedos hacia mi boca, y acarició
suavemente con el pulgar mi labio inferior. Cerré los ojos, perdida, ya muy cerca del
abismo, ansiando que comenzara la perturbadora caída. Levantó un poco su capucha
y me cubrió la boca con la suya; entonces sentí que todo empezaba a girar. Sus labios
eran firmes, húmedos, cálidos; rozaban y oprimían, forzando una respuesta en los
míos. Me aferré a él en el momento en que me llenaba la boca con la lengua.
Se apartó y pude mirarle a los ojos. Parecían brillar oscuramente, luminosos,
encantadores, diciéndome en silencio todo lo que una mujer desea siempre saber. Me

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hizo girar en redondo y empezó a desabrocharme el vestido. Yo ya estaba temblando,


como si fuera a perder el sentido. La música penetraba por las ventanas sensual,
vibrante de pasión, y parecía provenir de mi interior, llenarme por completo. Sus
manos me recorrieron los brazos, bajando las mangas, y un momento después el
vestido cayó al suelo.
Saqué los pies del círculo de tela. Él recogió la prenda y la arrojó sobre el sofá.
Entonces volvió a cogerme en brazos y levantó otra vez el borde de la capucha para
besarme una vez más, tierna, perezosamente, conteniendo con toda intención la
urgencia que nos atormentaba a ambos. Cuando me soltó fui hacia el sofá para
quitarme los zapatos y las enaguas. Él permaneció en la sombra, observándome,
hasta que estuve desnuda. Me quité las hebillas y las dejé caer en el sofá; cuando
sacudí la cabeza, el pelo me cayó sobre la espalda y la rosa se desprendió,
esparciendo sus pétalos.
—Nunca he visto nada tan hermoso —murmuró—. Te amo, Elena.
—No… no tienes por qué decir eso.
—Te amo —repitió.
Me cogió en brazos, apretándome contra su pecho, y me llevó al dormitorio. En
cuanto me dejó sobre la cama dio un paso atrás para mirarme. Era como un amante
demoníaco, vestido de negro, con la capucha sobre la cara; yo, desnuda, vulnerable,
ardía en una dolorosa necesidad que se acrecentaba más y más urgente a medida que
aquellos ojos ocultos examinaban cada centímetro de mi cuerpo. Las llamas de velas
rozaban las paredes con suaves luces de oro. Aún se oía música en los jardines. Se
inclinó para acariciarme los pechos; deslizó las manos por mi vientre, ciñó los dedos
a mi cintura y yo tendí la mano para tocar la capucha.
Entonces se apartó y fue hacia el candelabro para apagar las velas, una a una,
hasta que la habitación quedó en total oscuridad, una oscuridad aterciopelada que
pareció engullirme. Oí que sus botas caían al suelo. Se irguió y noté sus movimientos
a medida que se desnudaba. Pasaron varios segundos; mientras mis ojos se
habituaban a la oscuridad, pude ver su silueta que se aproximaba a la cama, ya
desnudo.
Subió al lecho, me cogió en sus brazos y me besó una y otra vez, tiernamente,
atormentándome con sus besos, rodeándome con los brazos; sus músculos se ponían
tensos según los besos cobraban nueva urgencia, expresando una pasión que se
convertía en furiosa exigencia. Respondí con una violencia comparable a la suya: me
aferré a él, sacudida por sensaciones tan intensas que pensé iban a destrozarme. Al
fin me aplastó con su peso. Dejé escapar un grito al sentir que me poseía fieramente,
llenándome por completo con el primer impulso.
Estremecida, le clavé las uñas en la espalda. Fue como si mi carne se fundiera,
se expandiera y estallara con cada impulso. Nunca había conocido tal furia, tal
esplendor, éxtasis tan salvaje. Cada fibra de mi ser parecía sacudirme en hebras;
pensé que debía ser el punto supremo de todo placer, pero se hizo más y más
intenso, como si fuéramos ascendiendo, y cada golpe me llevaba hacia otro plano del
éxtasis. Me daba cuenta de que él experimentaba lo mismo. Hizo una pausa. Durante

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un momento eterno quedó retirado, dejándome suspendida en el círculo más alto…


hasta que los últimos impulsos me enviaron bruscamente hacia un olvido luminoso.

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Capítulo XLII

Un pájaro cantaba alegremente en los jardines, y su canto parecía parte de un


sueño. Al abrir los ojos vi que Juanita estaba allí, sonriendo, al pie de la cama; llevaba
la blusa blanca y la falda bordada que había usado la noche anterior, con la trenza
larga y brillante lanzando reflejos a la luz del sol. Me incorporé, cubriéndome el
pecho con la sábana. En algún momento de la noche nos habíamos acostado bajo los
cobertores. ¿Antes o después de hacer el amor por segunda vez?
—Le traeré la ropa, y cuando se haya vestido podrá desayunar —anunció
Juanita.
—¿Qué… qué hora es?
—Más de las once —dijo ella—. Se irá a la una. No falta mucho tiempo, pero él
ha ordenado que la dejara dormir. Me ha parecido que le gustaría tomar un poco de
café antes de marcharse.
Y señaló la bandeja que había dejado sobre la mesa. Con su gentil sonrisa de
siempre empezó a trajinar por la habitación. El café estaba fuerte, caliente y delicioso;
después de la segunda taza desapareció todo vestigio de aturdimiento. Al terminar
encontré sobre la cama, ya tendida, un juego completo de ropas nuevas: prendas
interiores, enaguas, un conjunto de montar azul violeta. Hasta había un par de botas
negras y un sombrero azul violeta con plumas negras y purpúreas a un lado del ala
ancha. Él había pensado en todo, me dije mientras me ponía la ropa interior y las
enaguas.
Me senté ante el tocador para cepillarme el pelo y recogerlo en un moño suelto.
Ya no había velas encendidas, guitarras sensuales ni vino que me confundieran. Me
sentía fría, tranquila y fastidiada por lo ocurrido, fastidiada por haber sido
manipulada con tanta facilidad. Él debía estar muy satisfecho consigo mismo; había
dormido con Elena López, y ella había aceptado de muy buena voluntad. De haber
querido, hubiera podido encontrar muchas excusas para justificarme; pero eso no
alteraba el hecho de que yo lo había dejado salirse con la suya. Me levanté para
terminar de vestirme, con el atuendo que él eligiera con tanto cuidado. El conjunto de
montar me quedaba perfectamente, al igual que las botas, como si todo el equipo
hubiera sido diseñado para mí.
Juanita me sirvió el desayuno en la otra habitación, pero comí muy poco. Al
volver al dormitorio me puse el sombrero, di al ala una inclinación correcta y sujeté
en su lugar el largo alfiler de sombrero. Diez minutos después, mientras aguardaba
frente a la hacienda, oí el paso de sus botas en la escalera exterior. Seguí con la vista
clavada en la fuente, negándome a mirarlo.
—Creo que usted sabe montar, ¿verdad? —me dijo él, ya a mi lado.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Sí.
—Muy bien. Está encantadora, Elena.
Pasé por alto el comentario y él decidió pasar por alto mi actitud fría. Pedro
trajo dos caballos por el camino: el castaño de Capucha Negra y una yegua
encantadora de pelo gris y silla inglesa sobre el lomo. Capucha Negra me ayudó
montar.
—¿No me va a vendar los ojos? —pregunté, mientras arreglaba los pliegues de
la falda.
—No creo que sea necesario.
—¿No teme que conduzca a la policía hasta la hacienda?
—No lo hará —contestó él.
Y subió a su caballo. Un momento después cabalgábamos hacia la cuesta
distante. Mi yegua era suave, pero fuerte, y me resultó muy fácil seguir el paso de
aquel hombre. Trepamos la cuesta y cruzamos la pradera hasta salir a la zona
boscosa. Al dejar los bosques cruzamos terreno abierto, amplio, hermoso, bañado por
el sol. Un halcón solitario volaba perezosamente en círculos, como una mota marrón
sobre el cielo azul.
Traté de no pensar en la noche anterior, pero no podía dejar de recordar
aquellos momentos de apasionado esplendor, los más sorprendentes y magníficos de
toda mi experiencia. Y después me había abrazado con tanta ternura acariciándome
la piel, murmurando mi nombre con esa voz suave y áspera, como si estuviera
profunda e irrevocablemente enamorado. ¿O tal vez era pura imaginación? Quizá el
vino había intensificado y distorsionado todo.
Pasó una hora, dos, y empecé a sentirme cansada. Habíamos pasado el claro
hacía algún tiempo; en ese momento aparté los ojos de las rocas grises, tratando de
no pensar en la escena de horror que presenciara junto al río. ¿Era posible que
hubiera pasado sólo un día?
Llegamos a otra zona boscosa, y entre los árboles pude ver las grandes rocas
doradas que tan bien recordaba. Capucha Negra detuvo su caballo y se inclinó para
tomar mis riendas mirándome con ojos inescrutables.
—Espere aquí —dijo—. Volveré en seguida.
Desmonté, mientras Capucha Negra dejaba caer las riendas. La yegua se quedó
pastando tranquilamente entre los árboles. Capucha Negra sacó su revólver y se
adelantó a paso cauteloso, para desaparecer muy pronto tras las rocas. Quedé tensa y
nerviosa, temiendo lo que pudiera ocurrir. ¿Y si Anthony había traído a la policía
consigo? ¿Y si Capucha Negra caía en una emboscada? Tal vez lo mataran. Pasaron
varios minutos, cinco, diez, quince, y yo no me sentí capaz de aguantar mucho más.
Seguía con la vista fija en las rocas. Al fin, con una oleada de alivio, lo vi
aparecer tras la roca mayor cabalgando hacia mí. Cuando se acercó noté que llevaba
una gran bolsa colgada de la montura. No se habían producido disparos. Anthony
había entregado el dinero sin que nadie resultara herido. Capucha Negra se detuvo
junto a la yegua y se recostó para tomar las riendas sueltas. Se detuvo a unos pocos
pasos de mí, y yo lo miré con emociones confusas.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Sus amigos la están esperando —me dijo—. Es una breve caminata. Hallará el
coche tras aquellas rocas.
—Veo que tiene el dinero. Espero que esté satisfecho.
Él pasó por alto mi comentario. Pasó un largo segundo. Al fin apretó con fuerza
las riendas.
—Adiós, Elena —dijo con suavidad—. Volveremos a encontrarnos pronto. Tal
vez mucho antes de lo que usted imagina.
Azuzó al castaño con los talones y se alejó al galope, con la yegua detrás. Al
verlo alejarse volví a sentir aquellas perturbaciones anteriores. Era una sensación de
vacío, de pérdida, que me resultaban incomprensibles. Al fin desapareció. Permanecí
inmóvil bajo los árboles varios minutos, profundamente preocupada, hasta que al fin
me volví para caminar hacia las rocas.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XLIII

Me detuve en el escenario, con los brazos en jarras y los ojos relampagueantes.


Los pobres músicos aferraban nerviosamente sus instrumentos esperando el
estallido, y los cuatro bailarines que habían sido contratados para acompañarme
permanecían agrupados hacia atrás, temerosos hasta de respirar. El enorme teatro,
con sus filas de butacas vacías, estaba tan silencioso que se hubiera oído volar una
mosca, hasta que Anthony salió de su butaca y se acercó airosamente hasta el foso de
la orquesta, sin mostrarse perturbado en absoluto. Si hubiera tenido un revólver en la
mano le habría disparado sin vacilar un instante.
Me había mostrado perfectamente razonable, abierta a las sugerencias y
excesivamente paciente. Estaba dispuesta a trabajar hasta el colapso para que mi
presentación en San Francisco fuera algo especial, pero habíamos repasado ese
número al menos diez veces desde el mediodía, sin que el señor Anthony Duke
quedara satisfecho. Aún le parecía necesario molestar y hacer ridículas sugerencias.
Los músicos estaban exhaustos y los cuatro bailarines a punto de desfallecer. En
cuanto a mí, me sentía dispuesta al asesinato.
—Probemos una vez más —dijo, amigablemente.
Eso fue el colmo.
—¡Puedes irte al infierno! —grité—. ¡No pienso bailar un paso más! ¡Quizá no
vuelva a bailar durante el resto de mi vida! Estoy hasta aquí, señor Duke. Le sugiero
que busque a otra para hacerse el matón. ¡Y no se le ocurra mostrarse cortés ahora!
—Mira, yo…
—¡Fuera! ¡Fuera todo el mundo! ¡Por hoy se acabó el ensayo!
Los bailarines salieron precipitadamente y los músicos se apresuraron a
desaparecer. En cuestión de segundos Anthony y yo nos quedamos solos. Me miró
con un suspiro. Lo fulminé con los ojos, todavía de pie en el escenario y con los
brazos en jarras. Ninguno de los dos dijo palabra. Entre bastidores se oían ruidos
resonantes al partir los bailarines y los músicos, pero al fin se hizo el silencio.
—Estás tensa —comentó él.
Y subió al escenario.
—He hablado en serio, Anthony. No trates de arreglar las cosas. No estoy de
humor para tu jovialidad.
—Has estado espléndida, ¿sabes? Sé que este baile nuevo; es difícil para ti y…
—¡Difícil! ¿Quieres decir que no soy capaz…?
—Es la primera vez que trabajas con otros bailarines. No eres tú quien me
preocupa, querida, sino ellos. Sabrá Dios dónde los encontró Peterson. Dice que son
miembros de un cuerpo de baile español, pero se mueven como si hubieran pasado la

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

vida enlazando terneros.


—Son bailarines muy competentes.
—Pero no hablan una palabra de inglés tampoco.
Y se acercó a mí, sonriendo. Cuando trató de cogerme la mano se la retiré.
—Faltan tres días para el estreno —dijo—, y ya están vendidas todas las
localidades. Vamos a hacer historia. San Francisco nunca ha visto algo como esto.
Cuando escriban libros sobre esta época, Elena López ocupará capítulos enteros.
—¿Crees que me importa eso?
—Creo que estás cansadísima, Elena —dijo—. Estás nerviosa, perturbada y
necesitas relajarte. No has salido una sola noche desde que llegamos. Además eso es
fatal para el negocio. La gente tiene que verte. Si te quedas en el hotel no colaboras en
absoluto. Has rechazado todas las invitaciones.
—Eso es asunto mío.
—En cierto modo me alegro. Ese tipo Wayne, por ejemplo. No me gustaría nada
que te mezclaras con un tipo así, pero si el gobernador te invita a cenar…
—Estoy cansada, Anthony, nunca en mi vida me he encontrado tan cansada.
Estoy harta de teatros, de bailar, de estar en exposición las veinticuatro horas del día.
Estoy cansada de tantas tensiones, de…
—No lo dices en serio, querida.
Me echó los brazos a la cintura y me atrajo hacia sí, apoyando la barbilla en mi
cabeza.
—Estás cambiada desde el incidente con Capucha Negra. Comprendo que para
ti fue una prueba de fuego, pero todo salió muy bien. Aunque hayamos perdido
veinte mil dólares, la publicidad valía diez veces más. El más experto de la tierra no
hubiera podido arreglar un golpe semejante.
—No quiero hablar de eso —dije, rígidamente.
—Ve a tu camerino y cámbiate —me indicó—. Después irás al hotel a descansar.
Esta noche vamos a salir. Iremos al restaurante más lujoso de la ciudad. Eso te
sentará de maravilla.
—Y también me saldrá muy caro —salté.
—Pagaré yo, querida. ¿Acaso no pago siempre?
—Tú entregas el dinero, pero lo deduces de mi parte en las ganancias. Lo anotas
como «gastos».
—Esta noche corre de mi cuenta —prometió.
Me rozó la mejilla con la suya y retrocedió. Yo seguía irritada, pero era
imposible estar enfadada con él mucho tiempo. Sabía cómo manejar las cosas, qué
tono de voz emplear para ablandarme. Me dirigí a mi camerino. Millie había salido
con Bradford, y era mejor así, porque yo no estaba de humor para su cháchara. Me
lavé y me puse un vestido de tafetán, disfrutando del silencio y la soledad. Anthony
tenía razón. Desde mi llegada a San Francisco, hacía ya casi dos semanas, me sentía
irritada, extrañamente insatisfecha y presa de una peculiar melancolía que no podía
sacudirme.
Todo parecía carecer de sentido. Tenía fama, una discreta fortuna, una vida

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

llena de color y excitación, pero todo eso no significaba nada; cada día me daba
cuenta más y más de ello. Algunos artistas medran con la gloria y se regodean en la
fama. Mientras el ego se vea debidamente alimentado, eso basta. Pero yo me sentía
como si participara en alguna carrera alocada. Aunque llevara la delantera y las
multitudes me vitorearan, no veía la línea de meta. Porque no la había. Desde hacía
cinco años no hacía más que correr. ¿Para qué? Había logrado un éxito increíble, pero
en el fondo sabía reconocer que era un éxito vacío.
Por alguna razón, el encuentro con Capucha Negra había hecho aflorar todas
esas cosas. La insatisfacción, la melancolía que me negaba a reconocer anteriormente,
estaban ahora a la vista. De un modo u otro, Capucha Negra había tocado alguna
cuerda interior, obligándome a ser consciente de sentimientos que ya no podía
ignorar.
Con un hondo suspiro me aparté del tocador para ponerme un sombrero que
hacía juego con el vestido; era un suntuoso modelo de tafetán rígido con plumas
negras. Elena López debía mantener su aire despampanante. La publicidad que se
había hecho en San Francisco era increíble. Mi secuestro a manos del bandido había
causado furor, como si la ciudad no pudiera pensar en otra cosa. Los periódicos
estaban llenos de artículos sensacionalistas, y mi negativa a revelar informaciones
con respecto a mi raptor había provocado descabelladas románticas especulaciones.
Yo era la heroína del momento y no podía salir del hotel sin atraer hacia mí una
enorme multitud de admiradores.
En todas las esquinas había carteles que anunciaban la noche de mi
presentación. Pero eso no era todo. Varias noches antes, un teatro de la costa había
estrenado Elena y el bandido, un ridículo melodrama escrito de la noche a la mañana y
presentado en tiempo récord. Todas las noches se presentaba a teatro lleno. Anthony,
fastidiado al principio, había amenazado con entablar un juicio, pero decidió que, al
cabo, era más publicidad para nosotros. Mi propia presentación fue retrasada para
montar una producción más compleja. Se contrataron bailarines y se construyeron
nuevos decorados, además de vestuarios diferentes. Anthony tuvo la idea de hacer
vestir a todos los hombres de negro con capuchas de seda, pero veté inmediatamente
la ocurrencia.
Me volví al oír que se abría la puerta del camerino. A Anthony nunca se le
ocurría llamar antes de entrar. Ataviado con chaqué azul, con el sombrero de copa en
la mano, era la imagen del perfecto dandi, apuesto, alegre y vano. Se acercó al tocador
para enderezarse la corbata gris, preguntando:
—¿Lista?
—Supongo que sí.
—Será mejor que salgamos por la puerta principal —me informó Anthony—.
He mirado por la puerta trasera y hay una multitud esperándote. Deben de haberse
enterado de los ensayos.
—Siempre hay una multitud —me quejé.
—Es tu público. Te aman.
—Me siento como una manía colectiva.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—Atraerías a las multitudes aunque no fueras Elena López. Eres la mujer más
hermosa de la tierra, y en San Francisco están desesperados por ver bellezas
femeninas. La mayoría de estas mujeres vinieron con las carretas y casi todas parecen
haber estado tirando de ellas.
—Eres exasperante.
Sonrió con ganas y se puso los guantes de cabritilla. En seguida, acomodándose
el sombrero en un ángulo audaz, me cogió del brazo para llevarme por el escenario.
El teatro relucía de tan nuevo, con mucho rojo en las paredes, en los asientos, en los
palcos. Del techo pendían complicadas arañas. En esa época era muy popular el
estilo burdel.
—Espero que te sientas mejor —comentó Anthony, mientras bajábamos por el
pasillo.
—Estoy de un humor horrible.
—Ya nos encargaremos de eso —prometió él.
—De veras no quiero salir esta noche, Anthony.
—Peor para ti. Vas a salir, quieras o no.
Esperé con paciencia que Anthony sacara su llave y abriera una de las puertas
del vestíbulo. Nos detuvimos bajo la marquesina. Anthony volvió a cerrar y me cogió
nuevamente del brazo. Mientras echábamos a andar por la acera de madera hacia el
hotel, la gente se detuvo a mirarnos y pronto se reunió una multitud que nos seguía a
discreta distancia, intercambiando comentarios sobre mi vestido, mi sombrero y mi
cutis. Fingí que no había nadie allí.
—Bonito día para caminar —observó Anthony—. Sería ridículo llamar un coche
para tan corta distancia.
—Siete manzanas —observé—, todas cuesta arriba.
—El ejercicio te hará bien, querida.
—Siempre me dices lo mismo.
Aunque me parecía necesario quejarme, por principio, en secreto me alegré de
que la avaricia de Anthony le impidiera llamar un carruaje. Las caminatas de ida y
vuelta al teatro eran mi única oportunidad de observar el fenómeno de San Francisco,
un lugar increíble, en plena expansión.
Toda la ciudad latía de vitalidad. No se podía doblar una esquina sin ver un
edificio en construcción. Las mansiones majestuosas comenzaban a florecer en las
colinas, y los cobertizos de madera iban cediendo paso a manzanas enteras de
magníficos comercios. Había salas de juego, salones, iglesias, hoteles vistosos y un
desacostumbrado número de cuarteles de bomberos, pues el fuego era un peligro
constante.
El ruido era ensordecedor. Relinchar de caballos, rodar de carros, martilleos y
campanazos. Los hombres gritaban con ganas al levantar montones de tablones con
poleas, y los trabajadores chinos parloteaban sin cesar mientras empujaban las
carretillas cargadas. La atmósfera en sí parecía llena de entusiasmo. Me hubiera
encantado disponer de libertad para explorar y saborear ese clima, pero mi
celebridad lo hacía imposible. Al llegar a la cima de la colina vi un espeso bosque de

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

mástiles en el puerto. Millie me había dicho que la costa era fascinante: salvaje,
perversa y colorida, pero todavía no la había visitado.
—¿Ese tipo sigue enviándote regalos? —preguntó Anthony, al llegar al hotel.
—¿Qué tipo?
—Sabes muy bien de quién hablo. De Wayne. Nicholas Wayne. ¿Sigue
enviándote cosas?
—Un ramo de flores todos los días —contesté—, y de vez en cuando algún
diamante.
Anthony me cogió del codo para ayudarme a subir los escalones del hotel. Su
expresión era mohína cuando atravesamos la galería.
—Supongo que no te los quedas —dijo.
—¿Y a ti qué te importa?
El vestíbulo al que entramos era muy grande y vistoso; tallados rococó en
madera y lujosas alfombras persas, además de plantas en abundancia. Anthony me
llevó hasta la escalinata, se quitó el sombrero y frunció el ceño, echando una mirada a
su alrededor como para asegurarse de que nadie escuchaba.
—No me gusta lo que dicen de ese tipo, Elena. Es demasiado rico y poderoso.
Es dueño de casi todos los garitos de la ciudad. Tiene hipotecas sobre los que no son
realmente suyos. Pasa por un ciudadano respetable, muy lleno de interés cívico, y
está en todas las comisiones. Contribuye en todas las colectas y hasta donó otro
cuartel de bomberos.
—Me parece admirable.
—A mucha gente le parece así, pero hay otros que no se dejan engañar por las
apariencias. No te metas con él, querida.
Seguí subiendo hasta mis habitaciones, intrigada por lo que Anthony me había
dicho. ¿Por qué le preocupaba tanto Nicholas Wayne, un hombre al que, según toda
evidencia, no conocía? Me hubiera gustado pensar que era por celos, pero no era
cuestión de engañarme. Anthony nunca había mostrado la menor señal de celos
cuando yo salía con otros hombres; al contrario, me alentaba a hacerlo cuando eran
importantes y eso podía atraer la publicidad. Nick Wayne era importante en San
Francisco, sin duda. Se decía que tenía aspiraciones políticas. Me pregunté a qué se
debía la fuerte animadversión de Anthony por él.
Nicholas Wayne me había enviado un ramo de flores al hotel la noche de mi
llegada, junto con una invitación a cenar. Aunque rechacé la invitación, siguió
enviando flores, me invitó otra vez y quiso regalarme unos pendientes de diamantes.
Rechacé la invitación y devolví los pendientes. Siguieron una tercera invitación, otro
ramo y un maravilloso broche de zafiros y diamantes. El mensajero esperó
pacientemente mientras yo leía la nota y preguntó si había respuesta. Sacudí la
cabeza y le devolví la caja de terciopelo con el broche. El muchacho, con un suspiro
de exasperación, se marchó, sólo para volver a la noche siguiente con otra nota y una
caja de terciopelo aún mayor.
Nick Wayne era persistente, para no exagerar, pero yo no tenía ganas de
conocerlo; ni a él ni a ningún otro hombre. Había recibido invitaciones a decenas.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Todo San Francisco deseaba conocerme, al parecer, pero yo no estaba de ánimo para
actividades sociales. Los ensayos eran agotadores; cuando acababan sólo quería
descansar. Ni siquiera había acudido al comedor del hotel, pues me hacía enviar las
comidas a la habitación para compartirlas con Millie, a menos que ella saliera con
James Bradford. Eso ocurría con frecuencia. Bradford la estaba monopolizando, cosa
que a ella le encantaba.
Desde la ventana se veía un panorama de tejados, una fila de grandes depósitos
pardos y, más allá, el ajetreado puerto. El sol, que parecía una enorme bola
anaranjada, pintaba rayas doradas y ondulantes en el agua, tendiendo sombras sobre
los tejados. Por alguna razón me descubrí pensando en el hombre de negro y eso me
irritó. Quizás Anthony tenía razón. Quizá salir me sentara bien. Eso de cavilar todo el
día sobre lo mismo no me ayudaría en nada.
Cuando acababa de bañarme y estaba atando el lazo de bata oí que se abría la
puerta de la salita. Millie entró cargada de cajas blancas, llena de vitalidad, con los
rizos revueltos. Dejó caer las cajas en el sofá, sonrió con su carita de pícara y ejecutó
un paso de danza.
—Parece que te has divertido —comenté.
—¡Ha sido un día maravilloso! —declaró ella—. El mejor de mi vida. Lo tengo
atrapado, Elena. Atado de pies y manos. Al fin me ha pedido que me case con él.
—Supongo que estás hablando de Bradford.
—Creí que no lo haría nunca.
—Y ya hace diez días que lo conoces.
—No te pongas sarcástica. Estoy de muy buen humor. Me ha hablado muy
serio. Me ha cogido la mano, allá en la playa, hoy hemos estado en la playa, que está
a dos o tres millas, un lugar precioso y me ha mirado a los ojos diciéndome que
quería formalizar nuestras relaciones.
—¿Qué le has respondido?
—Nada. He puesto cara de niña recatada y expectante. Me ha dicho que había
estado ahorrando dinero para comprarse un pequeño rancho y que quería llevarme
allí en cuanto nos casáramos. Dijo que se había enamorado, que yo era la primera
mujer que amaba.
Se acercó al espejo para apartarse un mechón de la sien, cuando se volvió estaba
pensativa.
—Me he sentido conmovida. Lo decía de veras; es cierto que me ama. No es
sólo sexo, aunque en ese aspecto es insaciable. Y muy capaz, también, debo agregar.
Me tenía de la mano, me miraba a los ojos y yo sentía ganas de llorar. No creo que
nadie me haya amado hasta ahora como James.
—Es una suerte que lo hayas encontrado, Millie.
—Creo que sí. No es ni con mucho lo que yo buscaba pero… De cualquier
modo lo voy a pensar mucho. Desde que tengo memoria he debido cuidarme sola. A
los trece años me hubiera muerto de hambre de no haber estado firmemente decidida
a sobrevivir.
Hizo una pausa para recordar. El silencio se prolongó hasta que ella sacudió la

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

cabeza, suspirando.
—Será estupendo contar con alguien que se ocupe de mí durante algún tiempo.
Tal vez me case con él.
—¿Se lo has dicho?
Entonces reapareció la pícara.
—¡Por supuesto que no! —exclamó—. Quiero mantenerle en suspenso por un
tiempo. No es cosa de que se sienta demasiado seguro de sí mismo. Ya es bastante
autoritario tal como están las cosas.
Con una sonrisa, le pregunté qué había en las cajas.
—Bien, eso de ir a la playa y a contemplar paisajes es muy bonito, pero acaba
por cansar. James me había prometido llevarme a la calle Montgomery para que
pudiera hacer algunas compras, y yo sugerí que fuéramos con el cochecito. La calle
Montgomery es fabulosa. Las aceras están atestadas de cajas con mercancías. Hay
que bajar a la calzada para poder entrar a los comercios.
Abrió una caja tras otra para mostrarme los tesoros que había descubierto,
describiendo con entusiasmo las maravillas de San Francisco y su zona comercial. Se
podían comprar cosas del mundo entero, dijo, y cada comercio era como la cueva de
Aladino.
—James tuvo paciencia durante un par de horas —confesó—, pero después se
puso cada vez más inquieto y al fin me sacó a rastras de allí. Tenemos que ir juntas,
Elena. ¡Ya verás qué sedas del Japón, qué pieles rusas!
Mientras guardaba las cosas en sus cajas, con mucho crujir de papel de seda,
eché un vistazo al reloj y descubrí que era hora de comenzar a vestirme. Ella pareció
sorprendida.
—¿Al fin has aceptado alguna invitación?
—Bien, no. Salgo a cenar con Anthony.
—Eso sí que es una novedad. Te ayudaré. Tengo tiempo de sobra. James me
llevará a cenar a la costa, pero no saldremos hasta las nueve. Conque Anthony ya se
ha cansado de los garitos.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, mientras salíamos de la salita.
—Ha estado yendo a los garitos todas las noches desde que llegamos.
—¿De veras?
Me senté ante el tocador. Millie recogió un cepillo y un peine y empezó a
trabajar con mi pelo.
—Ha perdido muchísimo. James y yo lo vimos en The Golden Nugget hace un
par de noches. Estaba muy elegante y muy compuesto, pero había perdido hasta la
última moneda de oro. Apostaba a negro y salía rojo. Fingía que no le importaba,
pero me di cuenta de que estaba preocupado.
Me encogí de hombros. Si a Anthony le gustaba tirar su dinero era cosa suya.
Millie acabó de peinarme y dio un paso atrás para examinar su obra. Me había
recogido el pelo en suaves ondas, acomodándolo en un moño escultural.
—¿Qué te vas a poner? —preguntó.
—No sé. Algo muy elegante. Prometió llevarme al mejor restaurante de la

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ciudad.
Millie revolvió el guardarropa con una mirada pensativa.
—¿Qué te parece el de terciopelo negro?
—Ese servirá. Es elegante, sin duda.
Elegí un lápiz labial oscuro y me maquillé. Cuando iba a ponerme el vestido se
oyó un golpe en la puerta. Millie apresuró a abrir.
—¡Usted otra vez! —dijo Millie.
La voz familiar del mensajero dijo algo que no pude entender, pero cuando
Millie volvió al dormitorio traía un sobre y una larga caja de cuero negro.
—Nick Wayne —anunció—. No se da por vencido, ¿eh? El muchacho dice que
el señor espera una respuesta.
Leí la nota en voz alta:
—«¿Será ésta la noche que tendré el placer de su compañía? Espero que
finalmente me diga sí. Nick Wayne. »
—Pobre, se ve que sufre —observó Millie—. Abre la caja. Echemos una mirada
antes de devolverla.
Retiré la tapa y saqué el brazalete de diamantes de su lecho satinado. Más de
cien diamantes centelleaban con fuegos irisados.
—¡Dios! —exclamó Millie—. ¿De veras tienes que devolverlo?
Dejé caer el brazalete en la caja, la cerré y le entregué el estuche.
—Di al muchacho que no hay respuesta.
Me puse el vestido y acomodé la falda sobre las enaguas seda roja; Millie volvió
para ayudarme a abrocharlo, con expresión melancólica.
—A mí nadie me envía diamantes —se quejó—. Puedo darme por contenta si
me dan una palmadita en la mejilla. Dicen que Nick Wayne es muy buen mozo; tiene
treinta y ocho años y se le considera el mejor partido de toda California.
—No dudo de que hará muy feliz a alguna mujer.
—¿Ni siquiera despierta en ti curiosidad?
—En absoluto —repliqué, ajustándome una pluma roja al peinado, mientras
cogía los guantes de satén rojo que Millie me tendía.
—Vas a causar sensación —anunció—. La gente dejará caer los cubiertos cuando
entres al restaurante.
Estudié intrigada mi reflejo en el cristal. Elena López era el epítome del
atractivo sofisticado, pero los ojos azules estaban melancólicos y los rojos labios
lucían descontentos. Llevaba mucho tiempo representando un papel que, en su
mayor parte, había resultado divertido; pero la mujer interior se estaba cansando de
ello. Me pregunté cuánto tiempo más podría continuar así.
Millie me dio un abrazo y juntó sus cajas. Deseándome que me divirtiera
mucho, se retiró. Anthony había vuelto al teatro para hablar con el gerente, sin
aclarar a qué hora vendría.
Decidí bajar al vestíbulo y aguardarlo allí. No quería estar sola. Ya había pasado
demasiado tiempo sola en los últimos días: inquieta, preocupada, pensando en la
noche pasada en la hacienda y en el hombre que me cortejara con tanta facilidad.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Crucé el pasillo hacia la escalinata. Todo el mundo me miraría. Que lo hicieran;


estaba preparada para eso. Me detuve en el primer escalón para alisarme los guantes,
asumiendo mi papel. Elena López volvía a salir. Sentí las miradas de desconocidos,
oí sus murmullos al descender las escaleras. El vasto vestíbulo estaba atestado, pero
nadie se me acercó mientras atravesaba el salón para aproximarme a una de las
enormes macetas.
Pasaron varios minutos. Yo empezaba a sentirme impaciente, pues no había
señales de Anthony. ¿Acaso no era capaz de hacer nada debidamente? No me
hubiera sorprendido que no apareciese. «Será mejor que venga», pensé, golpeando la
alfombra con la punta del pie. En eso reparé en un hombre de traje beige que estaba
de pie al otro lado del vestíbulo; me miraba con tranquilidad, y comprendí que
estaba así desde hacía rato.
Nuestros ojos se encontraron y él no los apartó. Saludándome con una cortés
inclinación de cabeza, siguió mirándome. Era muy alto, de constitución musculosa y
espeso cabello castaño rojizo, cepillado hacia un lado. Sus ojos eran de un castaño
profundo; rectas las cejas, las facciones fuertes y bien cinceladas. Aunque no era muy
apuesto, resultaba atractivo, con ese aspecto sólido que inspira confianza a los
hombres y seguridad a las mujeres. El traje beige, muy bien cortado, destacaba su
físico y dejaba ver un chaleco de brocado pardo con un diseño de hojas broncíneas,
además de una corbata de seda también de color del bronce. Todo su aspecto
señalaba al hombre de importancia.
Incomodada por esa mirada fija, que no era descortés ni osada, aparté la vista,
pero seguí sintiéndola sobre mí. Pasaron los minutos sin que Anthony apareciera.
Cuando estaba dispuesta a regresar a mis habitaciones, Anthony cruzó
apresuradamente el vestíbulo para acercarse a mí.
—Lo siento, querida. Me entretuvieron en el teatro. ¿Me perdonas? Tengo un
coche esperando. Ya que estamos, te diré que estás arrebatadora.
—¿Señor Duke?
Anthony se volvió, tenso. Dos manchas de un rosado brillante le subieron a las
mejillas cuando el hombre de beige se acercó a nosotros.
—Quería hablar con usted —dijo éste—. ¿Quisiera presentarme a su adorable
compañera?
—¡Ni por casualidad! —replicó Anthony.
Me cogió del codo y me impulsó hacia la puerta con tanta rapidez que estuvo a
punto de hacerme tropezar. No necesité preguntar quién era ese hombre. Ya lo había
adivinado.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XLIV

Generalmente las noches de estreno estoy alterada y nerviosa, lo cual no me


hace buena compañía para nadie. Por eso, mientras me vestía para ir al teatro me
pregunté a qué se debía mi frialdad, mi calma, mi… indiferencia: ésa era la palabra
perfecta para describir mi estado de ánimo. Esa noche me emplearía a fondo, pero
por alguna razón el triunfo o el fracaso ya no me importaban como en otros tiempos.
Eran las once y media y debía estar en el teatro a las doce. Ese día no íbamos a
comer; cada uno tomaría algo ligero tras el ensayo general; la gerencia del teatro se
encargaría de servir.
Mientras me preparaba para salir pensé en Anthony. Tampoco él se había
mostrado muy normal en los últimos dos días, desde que saliéramos a cenar juntos.
Estaba nervioso, impaciente e intratable; gritaba a todo el mundo o se mostraba
pensativo y ceñudo. Me tenía preocupada. Aunque no prestaba atención a su
irritabilidad, la constante mirada de preocupación de sus ojos me inquietaba mucho.
Y cuando al fin le pregunté qué ocurría se puso hecho una furia; yo debía ocuparme
de mis bailes y dejarle en paz. Más tarde se disculpó con un abrazo afectuoso,
diciendo que no había sido su intención mostrarse tan brutal, pero la expresión
preocupada seguía en sus ojos.
Yo sabía que tarde o temprano acabaría descubriendo lo que le preocupaba;
entonces haría lo posible por ayudarle. Tal vez hubiera hecho alguna otra inversión
ridícula que acabara de fracasar.
Pasé a la salita para aguardar a Millie y a Bradford, quienes me llevarían al
teatro en el cochecito alquilado por Bradford. Anthony ya se había ido. Alguien llamó
a la puerta y yo abrí inmediatamente.
Nicholas Wayne pareció sorprendido, pero no más que yo.
—Buenos días —dijo—. Esperaba que me abriera alguna doncella.
—Parece que está de suerte. Si hubiese abierto una doncella yo le habría hecho
decir que no estaba.
—¿Sabe quién soy?
—Lo sé, señor Wayne. Y estoy muy ocupada.
—Quisiera hablar con usted.
—Está perdiendo el tiempo —le informé—. Y me lo hace perder a mí, lo cual es
peor.
—No creo —replicó.
Lo miraba fríamente, con la mano apoyada en la puerta. Llevaba el pelo castaño
rojizo bien cepillado hacia un lado, igual que antes, y sus ojos castaños se mostraban
tranquilos, confiados. Olía a ron y a cuero, un aroma limpio y masculino que le

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sentaba perfectamente.
—¿Ha traído diamantes? —pregunté.
—Temo que no.
—Ni siquiera un ramo de flores, por lo que veo. ¿De qué quiere hablar, señor
Wayne? En realidad tengo prisa. Debo ir al teatro y…
—¿Puedo pasar?
—Oh, supongo que sí —acepté.
Me hice a un lado para dejarle pasar, cerré la puerta y fui a sentarme en el sofá.
Deliberadamente omití la cortesía de invitarle a hacer lo mismo. El sol que entraba
por las ventanas le lustraba el pelo con un brillo broncíneo. Hasta entonces no me
había dado cuenta de lo alto y fornido que era. Nick Wayne parecía exudar poderío,
y tenía ese tipo de presencia que lleva muy lejos en el terreno de la política.
—¿Qué desea? —pregunté.
—Llevarla a cenar.
—Es muy insistente.
—Mucho —respondió—. Por lo general consigo lo que quiero.
—En este caso no —prometí.
Sonrió con calidez, lleno de humor, muy persuasivo. Metió las manos en los
bolsillos del pantalón y la chaqueta se abrió, descubriendo un poco más el
espléndido chaleco.
—¿Es mucho pedir que me acompañe a cenar?
—Yo no lo conozco, señor Wayne.
—Ése es el problema. Quiero que me conozca. Quiero conocerla. Por eso le he
estado enviando regalos.
—Pensé que al devolvérselos le estaba diciendo algo.
—Me estaba diciendo que no es la aventurera mercenaria que pintan los
periódicos. La Elena López que describen se habría quedado con todo y habría
buscado más.
—La Elena López que describen no existe, señor Wayne. Ahora será mejor que
se marche.
—Entiendo que usted tiene mucho cariño a su agente.
—En realidad, sí. Anthony y yo llevamos muchos años juntos.
—¿Lo ama?
—Ése no es asunto suyo, señor Wayne.
Mi voz sonaba a hielo, pero eso no parecía preocuparle, yo comenzaba a perder
la paciencia. Nick Wayne me miraba, con sus tranquilos ojos pardos; al fin sacudió la
cabeza, frunciendo levemente el ceño, y metió la mano en el bolsillo interior de la
chaqueta. Si tenía intenciones de hacerme un regalo había elegido muy mal
momento. Estaba a punto de hacerlo expulsar de mis habitaciones cuando sacó un
manojo de papeles y les echó una mirada, con el ceño cada vez más fruncido.
—Si no acepta mis diamantes, señorita López, tal vez acepte esto a cambio.
Y me entregó las notas. Las examiné, mientras el hombre observaba
atentamente mis reacciones. Sentí que el color abandonaba mis mejillas. La primera

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nota era un crédito de cinco mil dólares en The Golden Nugget, a la orden de
Anthony Duke y firmada por el gerente. La segunda, por dos mil; la tercera, por tres
mil. Había once en total, y la suma ascendía a más de cincuenta mil dólares. Anthony
debía a The Golden Nugget una pequeña fortuna, y no habría forma de pagarle
aunque empleara hasta el último centavo de lo que obtendríamos en San Francisco; el
pago debía ser efectuado en un plazo de cuatro días.
—Yo nunca lo hubiera permitido de haberme enterado antes —me dijo Wayne
—. Me las han entregado esta mañana, pues el hombre que dirige The Golden
Nugget supuso que Duke tenía fondos ilimitados; creyó que no había problemas en
darle crédito.
—¿Y él siguió apostando? —pregunté, con voz hueca.
—Me temo que sí.
—No lo puedo creer. No puedo creer que haya sido tan imbécil. No hay excusas
para…
—Lo siento muchísimo —dijo Wayne—. A los hombres les gusta apostar. Yo les
proporciono la oportunidad, pero trato de mantener las riendas tirantes; no me gusta
que nadie vaya a la bancarrota. Cuando alguien está de malas e insiste en apostar, le
corto el crédito. Su agente se portó como un idiota, y mi gerente también. No debió
haber permitido que ocurriera esto.
Contemplé las notas que tenía en la mano, con una terrible sensación de vacío.
Me enfurecía que Anthony hubiera hecho una cosa así, pero también estaba triste.
Sabía que esa vez sería imposible perdonarlo y sentía ganas de llorar. Contener las
lágrimas ya era bastante esfuerzo.
—Las notas son suyas, señorita López —dijo Wayne—. Considere la deuda
cancelada.
Las plegué, conteniendo el llanto. Nick guardó silencio. Cuando alcé los ojos
seguía con el ceño fruncido, pero sus ojos estaban llenos de comprensión. Al fin
entendía la razón de que Anthony le tuviera tanto odio; culpaba a Wayne por lo
ocurrido, naturalmente, pues no tenía el suficiente valor para aceptar su propia
culpa.
—Lo siento —repitió Wayne—. Ahora me voy a retirar. Supongo que usted
querrá estar sola.
Y se marchó en silencio, pero yo apenas lo noté. Seguía con los papeles
apretados en la mano, tratando de decidir lo que haría. La tristeza era casi aplastante
y comprendí que debía dominarla. Por las ventanas pude ver que el cielo azul se iba
tornando gris, pues se formaban grandes nubes. Transcurrieron diez minutos antes
de que se oyeran los pasos en el corredor. Millie abrió la puerta con expresión de
alarma.
—¡Cielos, Elena! —exclamó—. Pensé que había ocurrido algo. James y yo te
estábamos esperando en el coche. Vas a llegar tarde al teatro.
Se interrumpió para observarme con más atención.
—¿Pasa algo? —preguntó.
No respondí. Ya sabía lo que debía hacer, y me incorporé, tomada la decisión.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—No iré al teatro —le dije—. Haz que Bradford te lleve e infórmales de que el
ensayo general queda cancelado.
—Pero…
—Haz lo que te digo, Millie. Cuando termines, di a Bradford que venga a
buscarme. Lo esperaré en la galería. Voy a necesitarlo esta tarde. Espero que no te
moleste.
Millie vaciló un momento, perturbada y ansiosa por interrogarme, pero
comprendió que no estaba de humor para explicaciones. Asintió brevemente y se
marchó. Regresé al dormitorio, recogí mi bolsito y metí las notas en él. En seguida
bajé al vestíbulo en busca del gerente. Él corrió hacia mí, todo sonrisas, deseoso de
agradarme.
—Necesito mi joyero —dije—. Lo dejé en la caja fuerte del hotel la noche de mi
llegada.
—Por supuesto, señorita López. Me alegrará ayudarla.
Ya en su lujosa oficina, golpeé impaciente el suelo con el pie mientras él,
arrodillado frente a la enorme caja de hierro, hacía girar las ruedas hasta abrir la
puerta. Se irguió, con el joyero en la mano. Le di las gracias cortésmente y salí a la
galería para esperar a Bradford. El cielo había adquirido un color gris amenazador y
la luz solar era leve, pálida. Un suave viento me agitaba las faldas. Había lluvia en el
aire.
Bradford se detuvo frente al hotel pocos minutos después, con su cochecito
negro de dos asientos y capota plegable. Un fuerte rucio hacía sonar sus cascos,
impaciente. Bradford descendió para informarme de que había dejado a Millie en el
teatro.
—Me pareció que usted preferiría no tenerla al lado —dijo—. Así que necesita
mi ayuda.
—Sí. Tengo que vender mis joyas. Esta misma tarde. Como usted ha pasado
mucho tiempo en San Francisco y conoce bien la ciudad, tal vez sepa decirme
dónde…
—¿Quiere efectivo? —preguntó él.
—Forzosamente.
—Pues sí, conozco un lugar, pero no está en el mejor de los vecindarios.
—Eso no importa —le dije.
Cuando Bradford me hubo ayudado a subir, desplegó la capota y la sujetó,
mientras el caballo pataleaba, impaciente. Bradford subió a mi lado y tomó las
riendas para azuzar al caballo; vestía tan descuidadamente como de costumbre: botas
negras, pantalones desteñidos y camisa de algodón descolorida. El pelo veteado por
el sol le caía sobre la frente. Su expresión se mantenía impasible mientras el carruaje
bajaba por la calle, entre crujidos y tumbos.
Debido a la cantidad de vehículos que atestaban la calle nos era forzoso avanzar
con lentitud. Había borrachos que se cruzaban en el camino, sin prestar atención a la
lluvia. Un gigante con barba se tambaleó junto al buggy y se aferró a los arneses para
no caer. Me vio al levantar los ojos y lanzó una exclamación, alargando la mano hacia

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

mis faldas. Yo me retiré, y Bradford, tranquilamente, levantó su revólver hacia la


frente del gigante. El hombre soltó otra exclamación y se alejó tambaleándose; más
allá estuvo a punto de caer frente a un carro cargado de grandes barriles de madera.
Bradford siguió con el revólver en la mano, impasible como siempre.
Al doblar una esquina olía a pescado, brea y redes podridas; estábamos
pasando junto a una hilera de puestos de mercado. La lluvia ya era intensa y la calle
se había convertido en un denso pantano negro. Bradford se detuvo frente a un
edificio decrépito que parecía un depósito. Me entregó el revólver, indicándome que
disparara contra cualquiera que se acercara al coche, y corrió hacia el edificio.
Aguardé, llena de nervios, con el revólver en la mano y la lluvia tamborileando sobre
la capota. El rucio esperaba con paciencia, mojado y lustroso el pelaje.
Debieron transcurrir unos diez minutos antes de que Bradford regresara con un
enorme paraguas. Cogió el revólver, se lo guardó en la funda y me ayudó a
descender, para acompañarme en seguida al interior del vasto edificio, apenas
iluminado; estaba lleno de cajones y barriles; olía a aserrín. En la parte trasera había
una oficina; de ella saltó un hombre grueso de traje negro y se acercó a saludarnos.
Tenía cara carnosa, ojos llenos de codicia y una calva orlada de pelo fino. Se llamaba
Sykes; olía a alcohol y a talco húmedo.
—Me dicen que usted quiere vender algunas joyas —dijo.
Asentí secamente; Bradford y yo lo acompañamos al interior de la atestada
oficinita. Bradford cogió el joyero y se encargó del regateo, firme, severo, insistente,
sin levantar una sola vez la voz, aunque Sykes gritaba y fingía estar al borde de la
apoplejía mientras mi compañero rechazaba una oferta tras otra, pidiendo siempre
más. Al fin acordaron una cifra que se aproximaba a la vigésima parte de lo que
valían las joyas; alcanzaba justo para saldar las deudas de Anthony. Bradford me
miró para ver si estaba satisfecha y yo asentí otra vez. Cuando él dijo que
necesitábamos efectivo, Sykes repitió su representación apopléjica.
Diez minutos después salimos del edificio. Bradford llevaba el paraguas; yo el
bolsito lleno de dinero. Mientras él me ayudaba a subir hasta el asiento, noté que yo
no había dicho una palabra desde que saliéramos del hotel. Bradford se sentó a mi
lado y tomó las riendas. No me hizo ninguna pregunta, como si no le pareciera
necesario hablar de lo que había ocurrido; tal vez daba por sentado que yo tenía
buenas razones para obrar así. Me convencí de que Millie se llevaba un hombre
estupendo: fuerte, capaz, seguro de sí mismo en cualquier situación, siempre sereno
y digno de confianza.
—¿Adónde la llevo ahora? —preguntó.
—Nick Wayne, ¿tiene oficinas?
Bradford asintió, apartándose un mechón húmedo de las cejas.
—Sí, en un edificio de Sansome y California.
—Quisiera ir allí.
Avanzábamos lentamente, pues las calles estaban traicioneramente enlodadas y
resultaba casi imposible caminar. Varios vehículos se habían atascado en el fango; los
caballos resbalaban, los conductores gritaban. La lluvia seguía cayendo sin cesar,

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

pero el rucio proseguía su marcha, sin dejarse perturbar por el agua y el barro,
mientras Bradford lo guiaba tranquilamente entre los obstáculos. Tardamos una hora
en llegar hasta el edificio donde Wayne tenía sus oficinas. Por entonces la lluvia se
había reducido a una ligera llovizna.
—¿Quiere que entre con usted? —preguntó Bradford.
—No creo que sea necesario —le dije—. Volveré dentro de pocos minutos.
El edificio era nuevo, pues casi toda la zona había sido destruida por el incendio
de 1851; por todas partes se elevaban estructuras flamantes y más fuertes. En la
planta se había establecido un banco. Un empleado de aspecto aburrido, que
ocupaba un escritorio de caoba, señaló las escaleras y me dijo que hallaría las oficinas
de Wayne en el segundo piso. Mi falda estaba salpicada por la lluvia; tenía el pelo
húmedo y mal peinado. Me lo aparté de los ojos antes de llamar a la imponente
puerta donde se leía su nombre, impreso en pulcras letras de oro.
Un secretario me abrió la puerta y me hizo pasar. La oficina era enorme, con
paneles de roble oscuro y una alfombra de color castaño dorado. En las paredes se
veían grabados de barcos de vela; había también un sofá de cuero, un bar portátil
lleno de botellones de cristal y lámparas altas con pantalla de cristal verde. Wayne
ocupaba un hermoso escritorio Sheraton, atestado de papeles. Al verme se levantó
rápido, alisándose la chaqueta, que colgaba del respaldo de la silla.
—Señorita López —dijo, completamente sorprendido.
Echó un vistazo al secretario y le indicó la puerta con una rápida inclinación de
cabeza. El hombre, al retirarse, cerró tras de sí.
—Qué placer tan inesperado —dijo Wayne.
—He venido por cuestiones de negocios, señor Wayne.
Abrí mi bolsito y saqué el dinero. Él me observó mientras yo lo contaba, con la
ceja derecha en alto y una expresión de malestar en los ojos. Cuando tuve la cantidad
exacta que Anthony le debía, plegué los billetes y se los tendí. Wayne sacudió la
cabeza.
—No le aceptaré ese dinero —me dijo—. Ya le di las notas de crédito. Las
deudas ya han sido saldadas en los libros.
—Insisto, señor Wayne.
Por el tono de mi voz se dio cuenta de que yo hablaba en serio. Con el ceño
fruncido, cogió los billetes y los dejó caer sobre la mesa.
—Usted es una mujer nada común —comentó, intrigado.
—Creo que ahí tiene todo el dinero. Puede contarlo.
—El dinero no me importa.
—Lo creía hombre de negocios. Acaba de obtener una gran ganancia.
—¿Puedo preguntarle cómo lo obtuvo?
—Lo conseguí de un tal señor Sykes —repliqué.
—¡Sykes! ¿Se ha metido en tratos con un hombre como él?
—Necesitaba el dinero con urgencia.
—¿Qué le ha vendido? ¿Sus joyas? Las ha vendido, ¿verdad?
—Eso no es asunto suyo, señor Wayne. A usted sólo le importa que el dinero

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

esté en su poder. Las deudas de juego de Anthony han sido pagadas. Quisiera un
recibo, si no le molesta.
Wayne volvió a fruncir el ceño y se sentó ante el escritorio para extenderme el
recibo. Lo arrancó del talonario y me lo entregó.
—Ha de amarlo mucho para hacer algo así —dijo tranquilamente.
—Lo amo, señor Wayne. Por eso he tenido que hacerlo. Pero usted no lo
comprenderá.
—Sus joyas eran famosas en todo el mundo.
—No me servían de nada. Eran un simple símbolo. Símbolo de un pasado que
trato con todas mis fuerzas de olvidar.
Mi voz era como el acero y reflejaba mi fría tensión interior. Me aferré a ella. Si
cedía en ese momento no podría soportar la velada. Nick Wayne pareció
comprender, pues me trató con calor y simpatía.
—Me siento responsable de esto —dijo.
—No es culpa suya —respondí, cediendo un poco—. Como usted mismo dijo
antes, no hace más que proporcionarle una oportunidad. Ahora debo irme, señor
Wayne.
—Permítame llevarla al hotel.
—Me están esperando en la puerta.
—Comprendo. Al menos la acompañaré hasta la salida.
—Como quiera.
Bajamos las escaleras en silencio. Aunque el empleado no me había reconocido
la primera vez, debía haberse corrido la voz de que yo estaba en el edificio, pues
todas las miradas nos siguieron hasta la puerta. La lluvia había cesado y el cielo se
estaba despejando; unos débiles rayos de sol atravesaban el cielo gris. Él salió
conmigo.
—¿Nos volveremos a ver? —preguntó.
—En realidad, no lo sé.
—Me gustaría. Me gustaría mucho.
—Ya veremos —dije, y me reuní con Bradford en el buggy para regresar al hotel.
El teatro estaba deslumbrante de luces. Enfrente, la calle se veía congestionada
por la cantidad de carruajes. Hombres y mujeres suntuosamente ataviados se
amontonaban bajo la marquesina, entrando poco a poco al vestíbulo como ovejas
privilegiadas; todos llegaban temprano para contar con tiempo, a fin de intercambiar
chismes y tomar champán. Mi espectáculo era la función teatral más importante del
año, y todos habían pagado mucho para estar presentes. El cochero contratado por
Anthony tardó más de diez minutos en abrirse paso por la multitud de carruajes
hasta la entrada para artistas.
El portero pareció muy aliviado al verme llegar. Apenas acababa de pasar junto
a él, Anthony apareció corriendo.
—¡Dónde diablos te habías metido! —gritó.
Yo, sin prestarle la menor atención, continué hacia camerino. Él me siguió, tan
agitado que se le quebraba la voz.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—¡Cancelar un ensayo general! ¡Desaparecer de ese modo! Nadie tenía la menor


idea de dónde estabas, ni siquiera Millie! ¡Me has vuelto loco!
—Aquí estoy, Anthony. Eso es todo lo que importa.
—¡Cómo se te ocurre hacer una cosa así, precisamente hoy! Vas a tener que
explicarme muchas cosas, querida. ¿Sabes que faltan menos de treinta minutos para
que se alce el telón?
—Lo sé perfectamente.
Ya frente a mi camerino, Anthony se apartó el pelo de la frente y tomó aliento.
Estaba auténticamente preocupado y estuve tentada a consolarlo. Me desprecié por
ese pensamiento. Tuve que reunir todas mis fuerzas para no tocarle la mejilla,
enderezarle la corbata y decirle que no se afligiera, que todo saldría bien. Me aferré a
mi dureza interior, con la intención de ser fuerte.
—Quiero verte después de la función —le dije, con frialdad—. Tenemos que
hablar de ciertas cosas.
—¡Ya lo creo que sí! No pienso tolerar este comportamiento, Elena. No saber
qué te había ocurrido, vivir en el infierno durante seis horas, descompuestos los
nervios y…
—Ya hablaremos después —dije.
Pasé al camerino y cerré la puerta.
Apenas había acabado de maquillarme cuando el director de escena, golpeó la
puerta, gritando:
—¡Diez minutos, señorita López!
Me puse rápidamente un par de zapatos dorados y vestí mi traje. Era una
maravillosa creación de seda dorada; el corpiño, muy escotado, quedaba sujeto por
dos arillos casi invisibles. La falda amplia centelleaba en miles de lentejuelas doradas,
y un borde de plumas de avestruz del mismo tono decoraba el ruedo, que me llegaba
a la mitad de la pantorrilla. Por debajo asomaban seis enaguas de gasa, en distintos
tonos de amarillo y dorado. El efecto general resultaba arrebatador. La mujer del
espejo era en verdad la encantadora criatura que todo San Francisco esperaba ver. No
los desilusionaría; sería la mejor función de toda mi existencia.
Cuando salí de mi camerino ya estaban tocando la obertura. Anthony esperaba
entre bastidores, alto, delgado, muy elegante con sus ropas de gala, pero sombrío y
mohíno. Una profunda arruga le surcaba la frente. No dijimos nada. Recostó los
hombros sobre una viga y cruzó los brazos sobre el pecho, mirándome con ademán
amenazador mientras yo acomodaba el corpiño de mi traje y la pluma de avestruz
sobre la sien.
Los cuatro bailarines esperaban sobre el escenario, vestidos como caballeros
españoles con botas de tacones altos, pantalones ajustados que se ampliaban hacia
abajo, chaquetas cortas bordadas en oro y anchos sombreros atados bajo la barbilla,
todo en color gris. Los cuatro se erguían frente a un decorado que representaba una
llanura española, pintada en distintos tonos de gris, anaranjado y amarillo.
Se alzó el telón. Las candilejas iluminaron el telón de fondo, convirtiéndolo en
un centellear de colores. El efecto era espectacular y hubo aplausos aislados cuando

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

los bailarines iniciaron el primer número: una danza viril, en la que expresaban su
rivalidad por la mujer que aún no había aparecido. Aunque lo habían hecho bien
durante los ensayos esa noche estuvieron maravillosos; se miraban de pies a cabeza,
gruñían, plantaban los pies al suelo y se empujaban con una ferocidad
cuidadosamente coreografiada. La música cobró nuevos bríos y se inició un batir de
castañuelas, docenas de castañuelas. Los hombres se volvieron hacia bastidores con
una mirada ansiosa, y yo esperé algunos instantes, dejando deliberadamente que
creciera el suspenso.
Me olvidé de Anthony. Me olvidé de Nick Wayne. Olvidé cuanto había
ocurrido y me convertí en una seductora bailarina española que se encaminaba al
encuentro de sus pretendientes en una calurosa llanura española. Dejé que la música
formara parte de mí y avancé lentamente hacia el escenario, balanceando la falda. El
teatro se llenó con un aplauso atronador, pero no presté la más leve atención,
desdeñando al público tal como desdeñaba a los hombres. Los bailarines me
rodearon para cortejarme; yo condescendí a bailar primero con uno, después con otro
y al fin con los cuatro, balanceándome y dejándome caer entre los brazos
musculosos.
Los hombres retrocedieron hacia la parte trasera del escenario, agrupados e
infelices, mientras yo les expresaba, por medio de mi danza, la existencia de otro
amante que les aventajaba a todos. Las lentejuelas doradas centellearon mientras yo
giraba, describiéndoles la noche de esplendores que habíamos compartido. Cada uno
de ellos, por turno, trató de convencerme de su superioridad. Uno me cortejó con
gentileza, demostrando su dominio con golpes de tacón; el tercero me imploró
piedad, mientras las guitarras sonaban quejumbrosas. El cuarto bailarín fue sensual y
seductor; me acarició los brazos y me condujo en un erótico pas de deux.
Al fin los cuatro caballeros se retiraron, dejándome sola en el escenario. Las
candilejas disminuyeron su intensidad, permitiendo que el telón de fondo brillara
con crepusculares luces anaranjadas, gracias a los efectos especiales de iluminación.
Entonces bailé mi segundo solo, describiendo una vez más a mi amante, mi nostalgia
por él. El crepúsculo se apagó poco a poco; cuando ejecuté los últimos pasos de la
danza no quedaban tras de mí sino unas pocas manchas anaranjadas. La música se
detuvo y el escenario quedó a oscuras. Al caer el telón corrí a mi camerino, ignorando
el aplauso que parecía estremecer el edificio entero. En lugar de saludar al terminar
la primera parte, lo haría al acabar la función.
Había dado órdenes de que nadie fuera a mi camerino durante el intervalo; ni
siquiera deseaba que Millie me ayudara a vestirme. Retoqué apresuradamente el
maquillaje y descolgué el segundo traje. Era de corte idéntico al primero, pero estaba
hecho de rica seda negra. La falda, iluminada con lentejuelas negras, tenía por debajo
seis enaguas escarlatas. Sujeté una rosa de terciopelo rojo a mi pelo. El público volvía
a ocupar sus asientos, entre charlas ruidosas, pero yo no abandoné el camerino hasta
que no hubo comenzado la segunda mitad de la obertura.
Las primeras danzas habían sido buenas y yo lo sabía, pero deliberadamente
me había reservado un poco para la segunda parte. Los bailarines pasaron a mi lado

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

con sus disfraces de gitanos. Les sonreí y les dije que habían estado soberbios, con lo
cual salieron al escenario renovados en su confianza. El telón de fondo representaba
la misma llanura española por la noche; la tierra negra, el cielo de color gris
ceniciento, Con parpadeantes estrellas de plata. Un alegre carromato de gitanos
ocupaba el lado izquierdo del escenario, donde ardían tres hogueras auténticas. Eran
leños especialmente tratados, dispuestos en grandes calderos de hierro negro que
resultaban invisibles al público. Dos de los bailarines estaban en cuclillas ante una de
las fogatas. El tercero permanecía recostado sobre los peldaños del carromato, y el
cuarto se apoyaba en él con arrogante postura.
Al alzarse el telón el público rompió en un aplauso espontáneo, pasmado por
los efectos de escenografía. Los dos bailarines acuclillados frente al fuego se
levantaron para iniciar una fiera danza de combate; sus rostros lucían una expresión
asesina mientras los cuerpos ágiles se movían al compás de la música estruendosa. El
bailarín del carromato se unió a ellos para separarlos y poner fin a la lucha. Entonces
los tres se volvieron amenazadoramente hacia los bastidores, en el comienzo de otra
melodía. Entré al escenario girando, con las faldas en vuelo y las lentejuelas negras
resplandecientes a la luz de las llamas. El aplauso fue aún más fuerte. Lo ignoré,
como antes, y proseguí con mi provocativa danza, para tentar a los tres apuestos
gitanos que me miraban con ojos relampagueantes.
Hice un pas de deux con cada uno de ellos y después volví a bailar sola.
Uno de los gitanos se aproximó y me entregó un par de castañuelas. Fingí
hablar con él en tono conspiratorio mientras me las sujetaba a los dedos.
Comenzamos a bailar. El gitano de la camisa roja abandonó su sitio junto al
carromato, atrapó a mi compañero por el hombro y lo apartó de un empellón
violento. Con los brazos en jarras, me miró de arriba a abajo, centelleantes los ojos.
Sonreí, haciendo sonar provocativamente las castañuelas ante él. Me volvió la
espalda con los brazos cruzados sobre el pecho. Bailé en círculos a su alrededor,
tentándolo. Seductora, plenamente consciente de mi atractivo, movía el cuerpo al
compás de la música lenta y sensual, que iba cobrando impulso. Él me observaba con
furia, dilatando la nariz; el deseo empezaba a agitarse en él y a arderle en los ojos
mientras me veía girar y balancearme.
Era la danza de amor, la que había bailado hacía ya tantos años en un
campamento gitano en la feria de Cornwall. Entonces mi compañero había sido un
joven llamado Juan, y Brence estaba entre la multitud, contemplándome. Yo tenía
dieciocho años y estaba llena de amor, transformada por su magia. Ahora, al bailar
en el escenario de San Franciscos viejos recuerdos se abatieron sobre mí, y el telón de
fondo con sus parpadeantes estrellas de plata, se convirtió en el cielo de Cornwall; el
fuego fue el de las hogueras gitanas, y mi compañero el joven de entonces.
Mi cuerpo se transformó en un instrumento de pasión, pues bailaba para
Brence, enamorada de él entonces y ahora. Por él me había hecho bailarina, porque
deseaba recobrarlo, deseaba que me viera y que me amara. Jamás había dejado de
amarlo, jamás. El dolor era tan fuerte en ese instante como en el día en que me había
abandonado.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Recuerdos y realidad se confundieron cuando el bailarín se acercó y me echó los


brazos a la cintura. Mientras nos balanceábamos a la par, sentí que el cuerpo se
fundía en música como aquella noche en Cornwall, cuando el amor era un
encantamiento y el futuro una promesa brillante. Cuando el bailarín me soltó me
alejé girando, cada vez a mayor velocidad, pero él me persiguió para aferrarme en un
fiero abrazo mientras la música iniciaba un crescendo apasionado y llegaba al final.
Cayó el telón. El público gritaba, aplaudiendo locamente. Me cogí de la mano
con los bailarines mientras el telón subía otra vez; con dos de ellos a cada lado, me
aproximé a las candilejas e hicimos una reverencia. Los bailarines retrocedieron,
dejándome sola en el escenario. El público aplaudía de pie, enloquecido de
entusiasmo. Saludé una y otra vez, y los acomodadores corrieron por los pasillos con
ramos de flores. En ese momento pensé en Brence.
El público seguía aplaudiendo, golpeando el suelo con los pies, gritando en un
frenesí de admiración, pero sin Brence aquélla era una victoria vacía. Acepté un ramo
de flores, sonreí, me incliné otra vez, y dejé que las lágrimas me rodaran por las
mejillas, comprendiendo por fin que aquella masiva adoración jamás reemplazaría al
amor perdido.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XLV

Salí del escenario secándome las lágrimas, aunque el público seguía


aplaudiendo frenéticamente. Tras el escenario, todo el equipo sonreía ampliamente.
También ellos me recibieron aplaudiendo. Les di las gracias y sonreí, tratando de
mostrarme agradecida, pues todos habían trabajado mucho. A ellos los aguardaba un
banquete y dos cajas de champán; muy pronto estarían en el sótano, celebrando a su
modo el éxito del estreno, como un regalo mío. Me disculpé por no poder
acompañarlos y volví a darles las gracias. Entregando mi ramo a uno de los hombres,
le pedí que se encargara de distribuir las flores entre las señoras.
—Allá afuera hay una revuelta —dijo el director de escena—. ¿No le parece que
debería salir una vez más?
Sacudí la cabeza.
—El señor Duke debe ir a mi camerino —dije—. ¿No lo ha visto?
—Creo que está en la oficina con el señor Clark.
—Cuando regrese, dígale que lo estoy esperando y… Por favor, George, no deje
que entre nadie, salvo Millie y el señor Bradford. No quiero ver a nadie.
—¿Eso vale también para la prensa?
Asintiendo, me dirigí hacia mi camerino. Los cuatro bailarines me esperaban
frente a la puerta, aún con los trajes españoles, y me forcé para mostrarme entusiasta.
Abracé a cada uno de ellos, les dije que habían estado magníficos y que eran, en gran
parte, responsables del éxito de esa noche. Al fin me despedí de ellos, entré al
camerino y cerré la puerta, muy aliviada.
Las emociones contenidas tanto tiempo se habían desatado en mí durante esa
última danza, dejándome estremecida hasta la médula. Me veía obligada a aceptar la
verdad sobre mí misma. El encanto, la gloria y la aclamación pública era un pobre
sustituto de lo que me faltaba en la vida. Sin amor, todo eso no tenía sentido.
Había perdido a Brence, y jamás podría reponerme de ello, pero tenía que haber
otro hombre. Debía tener nuevamente el valor de amar, la osadía de darlo todo,
completamente sin reservas. Al acercarme al tocador me descubrí pensando en el
hombre de la capucha negra, en esa noche mágica y aturdidora que pasara en la
hacienda. Entonces me había entregado. Una vez derrumbadas por él las murallas,
me había permitido amar sin restricciones. Pero la experiencia me había destrozado,
dejándome consciente del vacío en que vivía desde hacía cinco años.
Mientras me cambiaba adquirí valor para la difícil prueba que me esperaba con
Anthony. No podía zafarme de ello; tendría que mostrarme muy firme, muy fuerte.
Reprimí toda otra emoción, ansiando que volviera esa calma fría y dura que me
había poseído a la llegada al teatro. No lo conseguí por completo, pero cuando él

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

entró a la habitación pude mirarlo con una apariencia de compostura.


—¡Ha sido un triunfo, querida! —exclamó—. ¡Un verdadero triunfo! ¡Has
estado magnífica!
Traía las mejillas arrebatadas y los ojos encendidos; parecía un niño que acabara
de recibir una caja llena de regalos. Desplegó una sonrisa deslumbrante y me cogió
de las manos para obligarme a abandonar el asiento. Nunca lo había visto tan
contento.
—Esta noche quedará grabada en la historia del teatro, Elena. Lo digo de veras.
San Francisco jamás olvidará esta velada. Siempre fuiste de las buenas, siempre
supiste cómo complacer a tu público, pero esta noche has estado inspirada. Jamás te
he visto bailar así.
Volvió a sonreír y me dio un abrazo que estuvo a punto de romperme las
costillas.
—Nunca he estado tan orgulloso en mi vida —levantó la cabeza, aún sonriendo
—. Me he portado como un animal durante estos días, querida —y alzó la mano
como para protestar—. No, no, no me contradigas.
—No pensaba hacerlo.
—Me he portado como un animal, lo sé, pero… bueno… tenía preocupaciones.
Un par de problemas. Ya tengo todo resuelto.
—Ajá.
—He hablado con Clark hace unos minutos. Quiere extendernos el contrato.
Firmamos por dos semanas, pero quiere otras seis. ¡Y nos paga una fortuna, querida!
—¿De veras?
—Veinticinco mil por semana y… Esto es lo mejor: ¡pagará la mitad por
adelantado! No hay más que firmar. Esta noche preparará los contratos. Seis semanas
más, querida, y es probable que después quiera renovarlo otra vez. ¡Te adoran, aquí!
No eres sólo una bailarina, sino una verdadera heroína. Antes de que esto acabe te
habrán levantado una estatua.
Me senté ante el tocador y terminé de quitarme el maquillaje, retrasándome
deliberadamente mientras escuchaba aquella voz exuberante. Me asustaba lo que
debía hacer. Anthony iba cobrando más y más elocuencia; había empezado a hacer
grandes ademanes con los brazos y tenía la cara encendida. Comprendí que retrasar
las cosas no haría sino empeorarlas. Dejé el cepillo y me volví.
—Vístete en seguida, querida —me dijo—. Vamos a celebrarlo. He reservado
una mesa en Delmónico. Es el mejor restaurante de San Francisco. Tienen una
langosta increíble. También habrá algunos periodistas; prometí que les serviría
champán y les dejaría formular algunas preguntas.
—Se van a llevar una desilusión.
—¿Eh?
—No voy, Anthony.
Había estado tan sumergido en su propia alegría que ni siquiera se había dado
cuenta de mi actitud. En ese momento reparó en ella y empezó a preocuparse. Me
miró con aprensión mientras yo me levantaba en busca de mi bolsito.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—¿Ocurre algo, querida? Acabas de tener el triunfo mayor de tu carrera y…


—Sí, ocurre algo. Quizá te guste recibir esto.
Saqué del bolsito las notas y el recibo que Wayne me había dado y se los
entregué. Anthony los estudió un momento, palideciendo. Luego me miró
estremecido y sin saber qué responder.
—Tus deudas están pagadas, Anthony. No tienes por qué preocuparte. No hace
falta que pidas adelantos a Clark. Todo está arreglado.
—Caramba, Elena, yo…
—No hace falta que expliques nada —dije, fría.
—Elena, yo… Caramba, no quería que te enteraras. No sé qué me pasó. La
primera noche gané un poquito y pensé que… pensé que seguiría ganando. Quería
ganar lo suficiente para devolverte lo que perdí en Londres por esas falsas acciones.
Quería arreglar las cosas contigo y…
—Se acabó, Anthony.
—¿Cómo… cómo has conseguido el dinero? ¿Qué has hecho…?
—He vendido mis joyas —dije—. Un hombre llamado Sykes se mostró muy
dispuesto a darme por ellas lo bastante como para saldar tus deudas.
—Tus joyas…
Sus mejillas estaban ya del color de la ceniza. Los ojos azules se habían
transformado de dolor. Movió la cabeza de un lado a otro.
—No voy a firmar otro contrato, Anthony. Terminaré con este compromiso tal
como estaba acordado y después… no sé qué voy a hacer después, pero…
—Elena…
—Estoy harta, Anthony. Cuando termine esto no volveré a bailar. Estoy cansada
de pasar las noches a solas en la habitación de un hotel; cansada de representar un
papel que no es para mí.
—No lo dices en serio. Lo que pasa es que estás perturbada. Y con razón. Tienes
todos los motivos del mundo para estar perturbada, pero…
—Nunca en mi vida he estado tan tranquila.
—Querida.
—Hablo muy en serio, Anthony.
Sacudió la cabeza, incapaz de creer en lo que oía. Sus ojos estaban llenos de
ruegos silenciosos y parecía perdido, perdido por completo. De algún modo, su
espléndido traje le daba un aspecto aún más patético: el traje oscuro de solapas
brillantes, el chaleco de satén blanco, la corbata de seda. Tan festivo su aspecto y su
expresión tan desolada. Pensé que se me iba a romper el corazón; por un momento
sentí deseos de cogerlo en mis brazos y consolarlo. Hubo un largo, doloroso silencio.
Al fin él suspiró e hizo un esfuerzo por dominarse.
—Supongo que esto es todo —dijo.
—Lo siento, Anthony.
—Comprendo, querida, y no te culpo. Debiste haberme expulsado hace mucho
tiempo. No me necesitabas. Pero tú… tú eres todo lo que tengo.
Y encogió los hombros, desamparado. En seguida esbozó una sonrisa irónica y

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

resignada, con un valiente esfuerzo por recobrar su antiguo desparpajo.


—Bien, los amigos tendrán que pagarse el champán, después de todo. No tiene
sentido que yo vaya solo; no haría más que empeorar las cosas. Hasta luego, querida.
—¿Adónde… adónde vas?
—A lo mejor vuelvo a The Golden Nugget —dijo—. De algo estoy seguro: peor
no me puede ir.
Suspiró y se retiró rápido, sin darme tiempo a contestar. Yo, inmóvil, me quedé
contemplando la puerta que se había cerrado tras él. Fue uno de los peores
momentos de mi vida. Pasaron varios minutos. Desde el proscenio llegaban ruidos,
voces alegres, risas, un leve rumor de ruedas: estaban retirando el carromato del
escenario. Aturdida, me volví para descolgar mi ropa.
Lentamente me puse las enaguas y el vestido de seda color fucsia. Me senté ante
el tocador y apliqué un toque de rosado a mis mejillas y una sugerencia de color a
mis labios pálidos. Tenía los ojos tan oscuros por la pena que parecían más negros
que azules; en los párpados se veía una sombra natural gris malva.
Pero al mirarme en el espejo ya no veía mi propio reflejo. Veía a un joven alegre,
recostado en una butaca, su sonrisa seductora, sus maliciosos ojos azules. Veía a un
chulo audaz vagando por un gran estudio, que arrojaba miradas amenazadoras y
prometía ahogarme si no bailaba como era debido. Veía a un truhán hermoso, de
sonrisa juguetona, que se acercaba desnudo a mi cama para estrecharme en sus
brazos. Y traté de apartar esas imágenes de mi mente, pero siguieron
persiguiéndome y aumentando el dolor.
En vano trataba de decirme que había hecho lo único posible dadas las
circunstancias. Parecía tan triste, tan perdido, al sonreír torcidamente, aunque el
mundo se le estaba viniendo abajo. «Eres todo lo que tengo», había dicho. «Por el
amor de Dios, ¿qué he hecho?», me pregunté. Yo era todo lo que tenía, era cierto. Y
Anthony era, asimismo, todo lo que yo tenía, y acababa de echarlo.
La puerta del camerino se abrió de par en par y Millie entró girando,
resplandeciente con su vestido de seda dorada, con el pelo rubio recogido en bucles
sobre la nuca. Bradford venía detrás; parecía incómodo con su traje de gala. Las
mejillas de Millie estaban encendidas y sus ojos azules chisporroteaban; sus largos
bucles rubios saltaban sobre su espalda.
—¡Pensé que no llegaríamos! —exclamó, arrastrando a Bradford tras de sí—.
Todo el mundo está tratando de subir al escenario: señoras de terciopelo y hombres
de pelo plateado. Los hombres traen flores, los jóvenes tienen ojos de enamorados
perdidos. ¡Nunca has visto semejante multitud! James se ha visto obligado a patear a
diez o doce personas antes de que pudiéramos llegar a la puerta.
—Sólo a una o dos —corrigió él.
—¡Todavía están afuera! —continuó Millie—. Tu carruaje espera frente al teatro,
pero ya han desuncido los caballos; hay diez o doce hombres preparados para
llevarte por las calles. Y habrá al menos cuatrocientas personas esperando que
aparezcas.
—Iré a buscar mi buggy —dijo Bradford, tranquilo—. Lo dejé atrás, junto a la

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

entrada de artistas, por las dudas. Pensé que a lo mejor esta noche no quería tanto
ruido.
—Gracias a Dios.
—¡Nunca he visto nada semejante! —juró Millie—. Toda la ciudad ha
enloquecido por ti, Elena, y no me extraña. ¡Has estado electrizante! ¡Maravillosa! Ese
número final… todavía no puedo reponerme.
Sacudió la cabeza y echó una mirada por el camerino.
—¿Dónde está Anthony? —preguntó.
—Se… se fue.
—¡No me extraña! Muy digno de él. Una de las mejores noches de tu vida y él
desaparece así sin más. ¡Por lo menos podría haberte llevado a cenar! Pero Anthony,
oh, él no. Cómo va a gastar un dólar en…
Entonces vio mi expresión y se detuvo en seco, cambiando bruscamente de
actitud.
—¿Ocurre… algo malo?
—Estoy bien.
Millie no me creyó.
—Estás exhausta —dijo, tratando de ocultar su preocupación—. Por supuesto,
después de tantas tensiones… James y yo te llevaremos al hotel.
—Gracias.
Me cogió la mano y la oprimió, diciendo:
—¡James, no te quedes ahí! Abre la puerta. Gradas a Dios el buggy está en la
puerta trasera. No estás en condiciones de enfrentarte a esa multitud.
Abandonamos el camerino, con Bradford abriendo la marcha y Millie
sujetándome la mano con firmeza. Seguía echándome miraditas preocupadas
mientras recorríamos el pasillo; hacia la puerta de artistas. ¿Tan mal se me veía? ¿Era
tan obvio? El portero nos vio llegar y se precipitó a abrirnos. Cuando salimos, el aire
de la noche era frío y húmedo. Vacilé sobre el escalón de metal, súbitamente incapaz
de moverme, y apreté la mano de Millie con tanta fuerza que le arranqué una mueca
de dolor.
—Millie.
—¡Elena, por Dios!
Una premonición descendió sobre mí como una nube oscura, tragándome. Por
un momento creí que me iba a desmayar. Algo iba a ocurrir; lo sentía en los huesos,
en la sangre. Por entre un torbellino de sombras vi algo espantoso, algo brillante,
confuso y terrible. La sensación fue como un golpe físico que me dejó aturdida.
Empecé a temblar, y Millie me cogió en sus brazos, aterrorizada.
—¡James! —gritó.
Y él estuvo súbitamente a mi lado, rodeándome la cintura con los brazos.
—Ya estoy bien —dije.
—¿Seguro?
—Me he sentido… un poquito débil.
—¡Por Dios, me has dado un susto! —exclamó Millie—. He creído que te ibas a

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desmayar. Estabas blanca como el papel, y tus ojos… la expresión de tus ojos era
espantosa.
—Calla —dijo Bradford, secamente.
Le tendió la mano para ayudarla a subir al cochecito y en seguida hizo lo
mismo conmigo. Millie se apartó un poco para dejarme espacio, mientras Bradford
daba la vuelta para subir por el otro lado. Desde el frente del teatro nos llegaba el
bullicio de la multitud que aclamaba mi nombre.
—Será mejor que bajemos por el callejón y cojamos la calle lateral —dijo
Bradford.
El buggy se meció de uno a otro lado, crujiendo con cada giro de las ruedas, al
partir el rucio por el callejón. De pronto comprendí lo que debía hacer y me incliné
para hablar con Bradford.
—¿Sabe ir al The Golden Nugget?
—Creo que sí —dijo él.
—¡The Golden Nugget! —chilló Millie—. ¿Estás loca? ¡Tienes que volver
directamente al hotel!
—¿Quiere llevarme? —pregunté a Bradford, sin prestar atención a mi amiga.
—Como quiera.
Millie abrió la boca para protestar pero Bradford la hizo callar con una mirada
severa. Cuando tomamos la calle se agachó para sacar su revólver del escondite y lo
puso en el asiento, junto a su pierna. Millie retrocedió. Aunque estaba muy
perturbada, guardó silencio. Me cogió de la mano y se recostó con un susurro de
faldas.
Todo saldría bien si lo encontraba. Le pediría que me perdonara. Él se mostraría
algo mohíno, pero al fin aceptaría mis disculpas y me abrazaría con una sonrisa,
diciendo: «Qué equipo formamos, querida». Y todo saldría bien. Después, en el hotel,
haríamos el amor y yo me agarraría a él con fuerza. Era cuanto tenía. Millie iba a
casarse con Bradford y se marcharía. Yo no tenía más que a Anthony.
Lo amaba. No lo amaba como a Brence, porque jamás podría amar a nadie de
ese modo; pero mis sentimientos por Anthony eran igualmente auténticos. Aunque
fuera un verdadero sinvergüenza, exasperante, variable e imposible de soportar, lo
amaba igual. Al recordar la premonición apreté la mano de Millie, consumida por el
miedo.
—Por favor, más de prisa —rogué.
—No puedo, con estas calles enlodadas —dijo Bradford.
—¿Falta mucho?
—No, no mucho.
Las aceras estaban atestadas. Dejamos atrás restaurantes y salones, más
respetables de lo que me habían parecido por la tarde. Varios carruajes avanzaban
por la calle, y también jinetes. El lodo espeso y traicionero dificultaba terriblemente
nuestro paso. Me pareció que tardábamos una eternidad en llegar a la zona donde
estaban los lujosos casinos. Frente a cada establecimiento ardía una antorcha,
iluminando las vistosas fachadas.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

La música llegaba hasta la calle, acompañada por la algarabía de los festejos.


Varios hombres en traje de gala desfilaban por las aceras mirando por las ventanas,
tratando de seleccionar el mejor sitio donde perder el dinero. Leí ansiosamente los
carteles hasta distinguir «The Golden Nugget» media manzana más adelante.
Mientras el caballo se acercaba vi abrirse las puertas blancas y un hombre alto y
delgado, en traje de gala, se detuvo en el portal. Sacudió la cabeza para apartar un
mechón castaño de la frente y se acercó al borde de la acera, observando la calle.
—Allí está Anthony —dijo Millie.
—Gracias a Dios —susurré—. Gracias a Dios.
—Probablemente ha perdido hasta el último centavo —comentó ella—.
Francamente, querida, aguantas cada cosa… No lo voy a entender ni aunque…
De pronto tres jinetes salieron de la oscuridad galopando por la calle entre
gritos espantosos; disparaban pistolas como enloquecidos. Se rompió el cristal de la
ventana y una mujer gritó aterrorizada. Los disparos eran ensordecedores. Una
explosión seguía a la otra. Astillas y fragmentos de cristal volaban en todas
direcciones.
Al pasar los jinetes, Bradford detuvo el buggy y cogió su revólver. Yo grité. Más
adelante, Anthony levantó la cabeza, sorprendido y confuso, mientras los jinetes
pasaban junto a él. De pronto se llevó una mano al pecho y cayó hacia delante, de
rodillas. Una vívida mancha negra se extendió por su chaleco de satén blanco.
Millie trató de detenerme, pero bajé de un salto y me abrí paso a codazos por
entre la multitud que se iba reuniendo. Entre resbalones y tropezones, corrí hacia
Anthony. Seguía apretándose el pecho, con la misma expresión de sorpresa.
—Un médico —supliqué—. Por favor, busquen un médico.
—Elena —dijo él—. ¿Eres tú, Elena?
—Soy yo, Anthony. Estoy aquí.
—No sé qué ha ocurrido. Estaba buscando un carruaje y…
Soltó una exclamación ahogada y cerró los ojos. La mancha roja seguía
creciendo. Trató de decir algo más, pero ya no podía hablar. Me senté en el barro
para apoyar su cabeza y sus hombros en mi regazo. Abrió los ojos y me miró. Le
aparté el pelo de la frente. Sus mejillas tenían una palidez mortal y me miraba con
ojos vidriosos. Frunció el ceño, como si no pudiera entender por qué lo sostenía, por
qué había tanta gente a nuestro alrededor.
—Debo estar soñando —murmuró.
—Anthony…
—¿Elena? ¿Qué haces aquí, querida? ¡Elena! Caramba… me he golpeado con
algo. ¿Qué pa…?
—No hables. Han ido a buscar un médico. Todo saldrá bien. Te han herido,
pero…
—¿Me han herido? Sí… lo siento. Elena, has venido. Sabía que no podías seguir
enfadada conmigo, querida. Quiero decirte algo. Yo…
Volvió a jadear y sus ojos se dilataron. Lo sostuve con fuerza. Mis lágrimas le
cayeron en la cara y él hizo una mueca, como si el dolor aumentara. En seguida

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

suspiró; todo aquello parecía exasperarlo.


—Lo que quería decirte… desde hace años, querida… Lo que quiero decirte…
¿Qué hacemos aquí en la calle? ¿Quién es toda esa gente? Te estás manchando el
vestido, querida. Mírate. ¿Qué pasa? ¿Qué…? ¿Me voy a…?
—Silencio. Silencio, querido.
—Te amo. Eso quería decirte. Siempre fuiste la única. No te lo dije antes
porque… no quería que te… hicieras ilusiones. Yo no podía sentar la cabeza y…
Me miró con grandes ojos azules que ya no veían, tratando desesperadamente
de fijar la vista. Al fin volvió a reconocerme. Iba a decir algo más, pero quedó laxo
entre mis brazos. Lo acuné, sosteniéndolo contra mí, y mis lágrimas le cayeron sobre
el rostro. Ya no las sentiría. Anthony había muerto.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XLVI

Nick Wayne me ayudó a bajar de su carruaje con la misma consideración que


había demostrado todos los días durante las últimas cinco semanas. Era un caballero
cortés, atento y amable; me sentía completamente a gusto con él. Parecía tan capaz de
manejar cualquier situación que yo había llegado a depender de él. Por cierto, nunca
habría podido superar sin él los momentos que siguieron a la muerte de Anthony.
Nick se había hecho cargo de disponer el funeral, de arreglar las cosas con el gerente
del teatro y de darme todas las facilidades posibles. Y aunque le debía mucho, nada
indicaba que él esperara algo a cambio. Durante todo ese tiempo ni siquiera había
intentado despedirse por la noche con un beso. Por todas esas cosas le estaba muy
agradecida.
—Es una cuesta empinada —dijo—. ¿Crees que podrás subir?
—No soy una inválida, Nick. Ojalá dejaras de tratarme así.
Mostró su atractiva sonrisa, a un tiempo cálida y humorística. Nick Wayne
había nacido para dominar. La curva plena de su labio inferior sugería un profundo
apetito sensual, y su estructura poderosa indicaba una energía fuera de lo común.
Cualquier mujer podía considerarse afortunada de haberlo conquistado, y yo sabía
que estaba en esa situación. Me estaba dando tiempo, naturalmente, y yo me
preguntaba qué haría cuando al fin él diera el paso.
—Esto de trepar colinas fuera de la ciudad no es lo mejor del mundo para un
paseo —comenté.
—Ya verás cuando lleguemos a la cima. La vista es espectacular.
—Mis zapatos no sirven para esto. Ya me doy cuenta.
Nick volvió a sonreír y me cogió la mano. Los dos echamos a andar por la
colina rocosa, salpicada de chaparrales, una entre las muchas que se alzaban detrás
de la calle Stockton. Las piedras y los pastos duros dificultaban la subida; el viento
fuerte tampoco ayudaba mucho. La falda de mi vestido azul oscuro se levantaba
sobre los volantes de mis enaguas blancas; el viento me arrancaba mechones del
moño para arrojármelos sobre las sienes.
Tropecé en una piedra. Nick me sostuvo con fuerza de la mano y continuamos
trepando. Aunque me fingía aburrida, en realidad me estaba divirtiendo. Era una
tarde gloriosa; el cielo mostraba un azul luminoso y el aire traía el aroma de las
plantas salvajes y la tierra. Desde la muerte de Anthony, Nick me buscaba
compromisos todas las noches; también algunas tardes íbamos a pasear por la costa
en su carruaje abierto. Pero a pesar de sus atenciones pasaba mucho tiempo a solas
en mi habitación del hotel, llena de dolor y de remordimientos. Era bueno estar al
aire libre, moverse.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—¿Falta mucho para llegar arriba? —pregunté.


—Ya casi hemos llegado.
—¿Cómo se llama esta colina?
—Oficialmente se la llama Fern Hill, pero varios hombres muy adinerados han
estado comprando terrenos aquí. Es gente de sociedad; por eso uno de los empleados
de la oficina inmobiliaria la llama snob hill colina de la gente presumida. Pero como
no pronuncia la s, la gente empieza a llamarla Nob Hill.
—Encantador —dije.
Cuando llegamos a la cima Nick me soltó la mano. Me aparté los mechones de
la cara, sólo para que el viento volviera a arrojarlos hacia delante un momento
después. Mi falda seguía flotando, y la bufanda verde que Nick llevaba a la garganta
se agitaba contra las solapas de la chaqueta. Su pelo rojizo, lustrado por la luz del sol,
había tomado un tono bronceado. Su tamaño y su fuerza me hacían sentir muy
vulnerable y femenina. Era enorme el agradecimiento que me inspiraba ese hombre,
por dedicarme tanto tiempo y ayudarme cuando más lo necesitaba.
—Aquí está —dijo.
Contemplé la tierra cubierta de chaparrales, completamente confundida.
—¿Qué interés puede tener alguien en comprar parcelas aquí? —pregunté—.
No hay modo de construir ni de traer materiales por la colina.
—Se puede, con mulas y carros fuertes, sobre todo si se instala algún sistema de
poleas para ayudar. San Francisco crece minuto a minuto, Elena, y tiene que
expandirse en esta dirección.
—¿Tienes tierras aquí?
—El terreno en que estamos es mío. Voy a construir aquí una gran mansión. Ya
hay un arquitecto que me está haciendo los planos. Dentro de pocos años Nob Hill
será la zona mejor de la ciudad.
—Pero inalcanzable —agregué.
—Ya encontraremos alguna solución. Vuélvete, Elena.
Al mirar hacia atrás quedé sin aliento. La vista era espectacular, por cierto: todo
San Francisco se extendía allá debajo, en un descender de colinas hasta la costa, con
sus grandes racimos de casas y edificios, con sus calles en damero bañadas por el sol
y los tejados en distintos ángulos; más allá, el agua y los barcos. Era hermoso,
inspirador. Comprendí en seguida por qué Fern Hill podía ser un sitio estupendo
para construir casas de lujo. Cualquiera podía sentirse como un rey allí, si desde el
umbral de su hogar tenía la ciudad a sus pies.
—Valía la pena subir —dije serenamente.
—¿Qué te parece San Francisco, Elena?
—No sé… no comprendo lo que quieres decir.
—¿Crees que podrías ser feliz aquí?
—¿Feliz? Ya no pienso en la felicidad.
—Yo podría dártela —me dijo.
Estaba de pie junto a mí y me cogió el brazo por encima del codo para atraerme
hacia su pecho. Hubiera querido recostarme en él, descansar sobre ese cuerpo alto y

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

fornido, olvidar mis preocupaciones y dejar que él se hiciera cargo de todo. Eso era lo
que él deseaba, y habría sido muy fácil permitírselo. Habría sido maravilloso dejar
que alguien me cuidara. Pero permanecí inmóvil, negándome a apoyarme en él;
todavía no estaba dispuesta a tomar esa decisión. Sus dedos me apretaron levemente
el brazo y su voz sonó profunda, bellamente modulada, junto a mi oído.
—Sabes que te quiero, Elena.
—Lo sé, Nick.
—He tenido mucha paciencia.
—Lo sé y te lo agradezco.
—Quería darte tiempo. Sé que la muerte de Duke fue un golpe terrible y…
—No quiero hablar de eso, Nick.
—No has hecho ningún intento de abandonar San Francisco. Tampoco has
hecho planes, por lo que sé. Se me ha ocurrido que tal vez te quedabas por mí. Me
gustaría creerlo.
—Has sido… muy bueno conmigo, Nick. Te portaste maravillosamente al
arreglar las cosas con Clark. Sé que él quería hacerme cumplir el contrato, pero yo…
no hubiera podido. Después de lo que ocurrió aquella noche…
Vacilé; la voz me temblaba al proseguir:
—Sé que pagaste una gran cantidad a Clark para anular mi contrato.
—Lo hice con placer.
—Has sido amable, atento y… creo que no hubiera podido soportar todo esto
sin ti. Te estoy agradecida, Nick, pero no estoy enamorada de ti.
—Todavía no —dijo él.
Sus fuertes brazos me rodearon poco a poco la cintura, atrayéndome hacia él, y
no intenté resistir. Al apoyar la cabeza sobre su hombro sentí su calor y el olor
masculino de su cuerpo. Me sentí frágil y débil; sabía que él podía aplastarme entre
sus brazos, pero experimentaba una gran seguridad al saber que él deseaba
protegerme como a un tesoro.
—Pensé que te irías —dijo—. Todos los días temía oírte decir que habías hecho
las maletas y que te ibas a tu patria.
—Ya no tengo patria. No tengo hogar al que regresar.
—Haz tu hogar aquí, Elena. Conmigo.
—Nick…
—Ya sé por qué me devolviste los regalos —prosiguió—. Pensabas que mis
intenciones no eran honorables. Admito que estabas en lo cierto. Quería acostarme
contigo y pensé que podía ganarte con joyas, tener a la famosa Elena López como
amante. Hubiera sido un gran golpe de efecto, me habría convertido en la envidia de
todos los hombres de California. Todavía sigo queriendo acostarme contigo, Elena,
pero ahora quiero hacerlo dentro de la legalidad. Quiero casarme contigo.
Y estrechó los brazos en torno de mi cintura, abrazándome con fuerza. Yo cerré
los ojos y cedí, demasiado cansada para discutir, para protestar. La mejilla de Nick se
apoyó sobre la mía.
—Ya soy un hombre muy rico, pero llegaré a ser muy importante. Voy a vender

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

los garitos. Pienso entrar en la política, y es probable que dentro de algunos años
llegue a gobernador. Entonces quiero tenerte a mi lado, Elena. Serás la Primera Dama
de California.
Me hizo girar en redondo para mirarme de frente, y yo incliné la cabeza hacia
atrás para observar aquellos sobrios ojos pardos. Su expresión era grave. Aunque
sentía el poder que exudaba, sentía también su inexorabilidad; era algo de lo cual
tenía conciencia desde un principio. Todo hombre debía ser inexorable para llegar
adonde había llegado él, para alcanzar las metas que él se proponía.
—Te amo, Elena —me dijo—. Sé que amabas a Duke y sé que aún no te has
repuesto de su muerte, pero creo que puedo ganarme tu cariño y hacerte feliz.
Sus labios cubrieron los míos y me besó largo rato, tierna, cautamente,
conteniendo a conciencia la urgente pasión que lo poseía. Fue un beso casto, pero
sólo porque él ejercía el mayor dominio sobre sí. Mientras su boca seguía acariciando
y saboreando la mía, presentí que Nick Wayne podía ser un amante vigoroso y
autoritario. No era inmune a sus atractivos físicos, pero aún no estaba dispuesta a
sucumbir a ellos.
Al fin me dejó libre, pero me miró a los ojos en espera de la respuesta. Como no
la encontró dejó escapar un profundo suspiro.
—No quiero presionarte, Elena. Sé que necesitas tiempo. Sólo quiero tu
promesa de que lo pensarás.
—Lo pensaré, Nick.
—Eso basta… por ahora —dijo, y sonrió—. Pienso ser muy convincente en los
próximos días.
—Nada de diamantes —dije levemente.
—Nada de diamantes —prometió—, pero cuando nos casemos te cubriré de
joyas, y será mejor que te gusten.
Una sonrisa le jugaba en los labios; sus ojos estaban llenos de afecto y buen
humor; en seguida me atrajo hacia él y volvió a besarme. Fue un beso breve, fugaz,
afectuoso, y lo disfruté totalmente. Nick Wayne me gustaba mucho. Tal vez a su
debido tiempo llegara a amarlo.
—Creo que será mejor llevarte al hotel —dijo—. A las tres tengo una reunión.
Vamos a analizar el nuevo sistema de cloacas.
—Fascinante.
—Necesario —replicó él.
—Yo también debo regresar. Prometí a Millie que iría de compras con ella. Debe
estar esperándome.
Me cogió de la mano con fuerza y me condujo por la empinada cuesta hasta el
carruaje; sólo tropecé una vez, al engancharse mi falda en un arbusto espinoso. Nick
la liberó con una amplia sonrisa, muy satisfecho, al parecer, por el modo en que le
habían salido las cosas. También yo me sentía muy bien al regresar al hotel; al menos
durante un rato había logrado apartar por completo mi pesar. Gracias a Nick
empezaba a sentirme mejor, a reconocer que la vida seguía.
Cuando llegamos al hotel le apoyé una mano en el brazo y sentí el duro

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

músculo bajo la manga de su chaqueta de cuero.


—Gracias, Nick —le dije, besándolo en la mejilla.
—Vendré a buscarte esta noche —me informó—. Te llevaré a un restaurante
chino.
—¿Ah sí?
—Es un cobertizo destartalado con una bandera amarilla triangular al frente,
pero la comida es sensacional. Después pasearemos por el barrio chino. Hasta es
posible que te compre algunos fuegos de artificio y un abanico de papel.
—Me encantaría.
Nos despedimos y subí a mi habitación. Apenas acababa de refrescarme cuando
llegó Millie, encantadora con su vestido celeste y los rizos rubios que le caían sobre
los hombros en la cascada habitual. Había contratado un coche para que nos llevara
hasta la calle Montgomery, y se mostró extrañamente serena durante el trayecto.
Había en sus ojos una mirada pensativa, y en vez de su cháchara alegre de siempre,
hizo apenas algunos comentarios casuales. Por su actitud comprendí que quería
decirme algo importante, pero aún no estaba dispuesta a hacerlo. Pasamos dos horas
y media en aquellos atestados comercios y sólo nos marchamos porque el cochero
había prometido recogernos a las cinco y media.
La acera de tablas estaba repleta de cajones y atestada de gente; hubo que
maniobrar bastante para llegar a la esquina donde el cochero nos había dejado. Millie
mantenía los paquetes apretados contra el pecho mientras nos abríamos camino por
entre la multitud.
—No veo dónde está el coche —comenté.
—Ya vendrá —prometió Millie—. Le di una propina escandalosa. ¿De veras te
gusta el vestido que he comprado?
—Es un amarillo encantador; parece un rayo de sol. Te quedaba precioso.
—Va a ser mi vestido de boda —confesó ella.
—Ya lo suponía.
—Nos casaremos el martes que viene. Esta mañana James me ha llevado hasta
su rancho, el que acaba de comprar. Es pequeño, limpio y… Bien, a James le gusta.
Tiene establos, caballerizas y una adorable casa blanca. Le ha costado una fortuna.
—¿Sí?
—Te estás preguntando cómo ha podido comprarlo —dijo ella, irónica—.
También yo me lo preguntaba. Pensé que había robado un banco, pero no. Lo sacó de
su cuenta, simplemente. ¿Creerás que ese sinvergüenza está cargado de dinero?
Cuando vino a California estaba prácticamente sin un centavo y era la oveja negra de
la familia. Dicen que es de una antigua familia del sur.
—No me sorprende mucho —confesé.
—Hace dos años murió un tío; el hombre también había sido una oveja negra y
le tenía mucho cariño a este sobrino de modo que le dejó todo. ¡Casi cien mil dólares!
Cuando James me lo dijo me quedé lívida.
—¿Por qué?
—Pensar que ha estado viviendo en una pensión miserable y que me llevaba a

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

los restaurantes más baratos. Yo creía que era un pobre vagabundo, que no servía
sino para manejar el revólver. Me imaginaba el futuro como una dura lucha, a base
de comer frijoles cinco días a la semana, criando pollos y vendiendo huevos para…
¿Sabes qué me dijo cuando le pregunté por qué no me lo había dicho antes? Que
deseaba asegurarse de que yo estuviera interesada en él y no sólo en su dinero.
—Supongo que le cantaste las cuarenta.
—Estuve a punto de romper el compromiso allí mismo. Nos peleamos a muerte,
frente a los establos. Pero la reconciliación fue maravillosa. Me besó y siguió
besándome hasta dejarme demasiado confundida como para seguir peleando; sólo
me quedaron ganas de ronronear. Por Dios, Elena, a veces pienso que soy la mujer
más afortunada del mundo.
En ese momento apareció nuestro coche por la calle, chapoteando las ruedas en
el lodo. Subimos rápidamente y un minuto después íbamos ya trepando la colina.
—¿Y tú? —preguntó ella—. ¿Qué vas a hacer?
—No estoy segura, Millie.
—No puedes quedarte en el hotel. Podrías aceptar otro contrato…
—Juré que no volvería a bailar, y lo dije de corazón. Sin Anthony ya… no
podría. Esa parte de mi vida ha quedado atrás.
—¿Y el futuro?
Vacilé un momento, mientras contemplaba las fachadas de los comercios por la
ventanilla, aunque en realidad nada veía.
—Nick Wayne me ha pedido hoy que me casara con él.
—Sabía que lo iba a hacer tarde o temprano. ¿Lo vas a aceptar?
—Podría. Es rico, importante y… me cuidaría bien. Piensa construir una gran
mansión en Fern Hill. Quiere ser gobernador y convertirme en la Primera Dama de
California.
—Y no dudo que lo haría. Nick Wayne suele conseguir todo lo que desea.
—No te gusta, ¿verdad?
—No mucho —dijo, cautelosa—. Es demasiado pulido para mi gusto,
demasiado calculador. Pero contigo se ha portado muy bien, no puedo negarlo. Y es
el mejor partido de California, además de ser terriblemente atractivo.
—Ojalá lo amara.
—Tal vez con el tiempo…
—Tal vez —dije—. Tú… tú has tenido mucha suerte, Millie, y me alegro mucho.
Tu sueño se ha hecho realidad, pero el mío… Bien, el mío quedó destruido hace ya
mucho tiempo. Durante años he tratado de negármelo, aferrándome a sus restos con
la confianza de que volviera a materializarse.
Millie me cogió la mano.
—Lo sé —dijo en voz baja.
Se hizo el silencio. Cuando volví a hablar mi voz tenía un férreo tono de
resolución.
—Los últimos hilos se han perdido —dije—, y no me queda a qué aferrarme. El
sueño ha desaparecido, y supongo que ahora debo enfrentarme a la realidad. Si la

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

realidad es Nick Wayne, una casa lujosa y un futuro estable, tendré que aprovechar la
ocasión.
—Tal vez si esperaras acabarías por encontrar a un hombre que… —comenzó
Millie.
—No puedo correr el riesgo —le dije—. Nick me ama. Yo no estoy enamorada
de él, pero él lo sabe, de modo que no hay engaño. Seré una esposa magnífica para él
y no tendrá que lamentarlo. Me encargaré de eso.
Millie no dijo nada, pero comprendí que el tono de mi voz la afligía. Ya en el
hotel me acompañó hasta la puerta de mi habitación.
—Será mejor que me dé prisa. James vendrá por mí temprano. Vamos a
celebrar… en otro restaurante barato, sin duda. ¡Al diablo con él! Voy a pedir el plato
más caro del menú e insistiré en que tomemos champán.
—Nick me llevará a Chinatown.
—Te gustará. Es muy colorido. Que te diviertas, Elena, y…
Por un instante vaciló antes de agregar:
—Sea cual fuere tu decisión, estoy segura de que tomarás la correcta. Nos
veremos por la mañana.
Permanecí un momento en la sala, tratando de combatir la pena que me invadía
en cuanto me quedaba sola. Era algo casi tangible que me sorprendía desprevenida y
me atormentaba. Tras varios minutos de malestar logré recobrar el cordón y tiré de la
campanilla. Al aparecer la camarera pedí un baño.
El agua caliente me ayudó bastante. Más tarde, mientras me arreglaba el
peinado y el maquillaje, comprendí que todo pasaría. Jamás podría olvidar a
Anthony y sobreponerme a si muerte, pero seguiría adelante. Ya había pasado
demasiado tiempo en ese limbo horrible de soledad e indecisión.
Me iba a casar con Nicholas Wayne.
Nick era atractivo y tenía fortuna; tenía fe en sí mismo, me amaba. Todo eso era
cosa cierta. Me protegería y me proporcionaría una vida cómoda. No había mujer
casadera en California que no hubiera saltado ante la oportunidad de casarse con él.
Y sin embargo, ¿por qué esa ambivalencia mía al respecto? ¿Por qué seguía pensando
en la hacienda encantada, en la música de guitarras y en el hombre de negro?
Con un suspiro me levanté para vestirme; había elegido un vestido de rico
tafetán borravino. Al franquear la puerta de la sala me pareció oír algo en la que daba
al pasillo, pero como había cerrado con llave al entrar decidí que debía ser mi
imaginación y no pensé más en el asunto. Una vez casada con Nicholas Wayne
tendría que vestir de otro modo; el guardarropa de Elena López sería reemplazado
por otro igualmente lujoso, pero mucho más recatado. La futura Primera Dama de
California no debía exhibir tanto el pecho y los hombros.
Cuando acabé de vestirme me acerqué a la ventana. A lo lejos se veía un extraño
resplandor anaranjado, suave y neblinoso en la oscuridad. Sin duda era una fogata
en alguna de las construcciones que se estaban levantando al pie de la colina. De
algún modo había que eliminar las basuras acumuladas. Además parecía oírse más
ruido que de costumbre allá lejos, pero San Francisco era siempre ruidosa.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Entré a la salita, donde sólo había una lámpara encendida; el círculo de luz
dejaba en sombras el resto de la habitación. Encendí otra lámpara y me volví para
mirar el reloj. Entonces lo vi. El corazón se me detuvo.
—No quería sobresaltarla —dijo.
—Usted… —susurré.
—Le dije que nos volveríamos a ver, Elena.
Hablaba con esa voz baja y ronca, a medias susurro, a medias caricia seductora.
Llevaba la cabeza cubierta por la capucha de seda negra, pero no el atuendo negro
que yo recordaba tan bien. En cambio lucía un traje azul oscuro y chaleco de brocado
celeste. Comprendí que no hubiera podido entrar al hotel con su vestimenta habitual;
debía haberse puesto la capucha después de forzar la cerradura para entrar a mi
habitación.
—No se asuste —dijo.
—No estoy asustada.
—Tenemos que hablar, Elena.
—¿De qué… quiere que hablemos?
—De su futuro.
Mientras lo miraba con fijeza, todas las emociones que debería haber sentido
estaban ausentes de mí. A fuerza de pensar en él con tanta frecuencia había estado
pensando en él apenas minutos antes, mientras él esperaba entre las sombras a que
yo entrara en la habitación experimentaba una sensación de irrealidad al verlo frente
a frente. Era como si una parte de mí estuviera a cierta distancia y nos observara con
atención. Detrás de él, por la ventana, vi nuevamente aquel resplandor anaranjado.
Parecía mucho más luminoso que antes, pero eso tampoco era real.
—No debería haber venido —dije—. Alguien podría… mi prometido debe
llegar en cualquier momento.
—¿Su prometido?
—Que no lo encuentre aquí. Debe irse inmediatamente.
—No puede casarse con Nick Wayne, Elena.
—¿Cómo… cómo ha averiguado su nombre?
—Sé que ha estado saliendo con usted casi todos los días desde la muerte de
Duke, pero no tenía idea de que hubiera llegado tan lejos. La hemos mantenido bajo
estricta vigilancia, Elena.
—¿De veras?
—Nunca he estado demasiado lejos de usted. Debí haber venido antes, después
de que su agente fuera asesinado, pero hasta esta tarde no lo había descubierto. Es
decir, sabía que habían disparado contra él, pero no que fuera deliberadamente.
Sus palabras parecieron no tener sentido para mí. Lo miré fijamente. Sus ojos
oscuros estaban sombríos.
—No fue un accidente, Elena, sino un meticuloso asesinato. Esos jinetes
llevaban más de una hora esperando calle abajo a que apareciera Duke. Tenían
instrucciones detalladas. Debían hacer mucho ruido, disparar contra algunas
ventanas, causar mucha conmoción y matar a Anthony Duke.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Entonces recordé que los jinetes habían salido como de la nada, disparando
locamente y sacudí la cabeza. Me negaba a creerlo. La sensación de irrealidad se
tornó más poderosa. Capucha Negra seguía muy quieto frente a la ventana,
observándome, y detrás de él se veía el resplandor anaranjado, luminoso, que se iba
extendiendo, tiñendo el cielo. A lo lejos se oían gritos; en el hotel, el estruendo era
grande. Pero nada de todo eso tenía sentido.
—Él lo planeó, Elena. La quería, y pensó que debía deshacerse de Duke para
conseguirla.
—No. No. Por favor.
—Es cierto. Uno de los jinetes se emborrachó hace un par de noches y habló
más de la cuenta. Al principio nadie lo creyó, pero de cualquier modo me llevaron la
noticia, por eso he venido inmediatamente a San Francisco para comprobarlo.
Entonces recordé lo que él había dicho aquella tarde en la oficina, cuando le dije
que había vendido mis joyas para pagarle las deudas de Anthony: «Ha de amarlo
mucho para hacer algo así.» Y yo había dicho que lo amaba. Pero Nick me había
comprendido mal; sólo comprendió que Anthony era un competidor fatal y debía ser
eliminado. Por eso Anthony había caído bajo las balas frente a uno de sus casinos.
Capucha Negra continuó:
—Una vez le hablé del hombre que me robó la mina e hizo que mi socio se
suicidara. Ese hombre era Nick Wayne, Elena.
—Y yo iba a casarme con él —susurré.
—Yo jamás lo hubiera permitido, Mary Ellen.
El susurro y la ronquera desaparecieron. Había hablado con su voz normal. Lo
miré fijamente, incapaz de dar crédito a mis oídos. Mary Ellen, me había llamado
Mary Ellen. Entonces comprendí. Creo que lo sabía desde un principio. Aunque no
tuviera conciencia de ello, mis sentidos y mi alma me habían dicho lo que la mente se
negaba a admitir. En el fondo del corazón, yo lo sabía, y en ese momento cada cosa
encajó en su lugar. Había sido tan maravilloso, tan natural, como aquella primera vez
en los páramos. Ahora comprendía aquellos sentimientos perturbadores que me
perseguían desde hacía varias semanas.
—No… no puede ser.
—Sí, Mary Ellen.
Levantó una mano y se quitó la capucha negra. Por un momento se quedó
mirando la tela que pendía lacia de su mano, con los ojos graves y pensativos; al fin
la arrojó sobre la alfombra. Aún estaba en el otro extremo de la habitación, frente a la
ventana. Me miró y yo examiné esa cara hermosa que tan bien conocía; la mandíbula
severa, la boca plena, los pómulos tensos, las mejillas levemente ahuecadas y el pelo
renegrido, tan espeso y rebelde.
Lo miraba fijo, incapaz de hablar. Brence, silencioso también, me miraba con
frío autodominio, y en ese momento de silencio los dos adquirimos conciencia de la
conmoción que reinaba en el hotel. Era más audible que nunca, y nos pareció
imposible haber estado tan distraídos como para no prestarle atención. Por el pasillo
resonaban gritos excitados y ruido de pasos. Brence frunció el ceño, intrigado, y de

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

pronto noté que el resplandor anaranjado había cubierto el cielo por completo. Por la
ventana se veían llamas y nubes de humo.
—¡Brence! ¡Fuego! ¡Allí, allí fuera!
Él giró en redondo. Lo que antes fuera un neblinoso fulgor al pie de la colina
era ahora una furia, terrible, crepitante conflagración que lo devoraba todo a su paso.
Toda la manzana estaba ardiendo; las llamas lamían las paredes, bailando locamente
en el viento, casi sobre nosotros. Vi que el edificio de la esquina se había incendiado;
el vecino al hotel sería el próximo. El humo se elevaba en el aire formando nubes
negras, y, aún bajo nuestra mirada, el tejado de la casa vecina comenzó a arder; ríos
de llamas corrieron sobre las vigas, extendiéndose. No habían pasado más de treinta
segundos desde que yo diera el primer grito de alarma.
Brence se volvió hacia mí, pero antes de que pudiera decir nada la puerta se
abrió de par en par y Nick entró precipitadamente. Su cara tenía el color de las
cenizas y había una mancha en una de sus mejillas. Recorrió la habitación con los
ojos dilatados por la aflicción, pero al verme junto a la mesa soltó un grito de alivio.
—¡Gracias a Dios! ¡He tenido que pelear para subir la escalera! No imaginas la
confusión que hay abajo. ¡La calle es un manicomio! El fuego se extiende, y el hotel se
incendiará en cualquier momento.
Dio un paso hacia mí, pero entonces vio a Brence y se detuvo en seco. Yo sentía
la terrible necesidad de decir algo, pero las palabras no me subían a los labios.
Cuando Nick vio a Brence pareció olvidarse del incendio: sus cinceladas facciones se
endurecieron y apretó los puños. Brence conservaba una calma alarmante, como si
hubiera estado en algún salón lleno de gente aburrida. Nick vio la capucha en el
suelo y fue a recogerla; la examinó con cuidado, frotó la seda negra entre los dedos y
volvió a dejarla caer. Al alzar la vista hacia Brence, su cara era como el granito.
—Brence Stephens —dijo.
—Ha pasado mucho tiempo, Wayne.
—¡Usted! Era usted el que se ocultaba tras esa capucha. Debí haberlo
imaginado.
—En efecto, pero había demasiados sospechosos, ¿verdad? Se contaban por
docenas los hombres que usted y los de su calaña habían arruinado. No es muy
bonito recibir el pago en la misma moneda, ¿no es así, Wayne?
Nick no respondió. Miró fijamente a Brence un instante, llenos de odio los ojos
pardos. Inmediatamente, con un solo movimiento, introdujo la mano bajo el faldón
de su chaqueta y sacó una pequeña pistola. Solté un grito, pero Brence ni siquiera
parpadeó. Durante un interminable momento los tres quedamos petrificados en un
cuadro increíble: Brence, frío e impertérrito; yo, retorciéndome las manos de terror;
Nick de pie, con las piernas separadas y la pistola apuntando a la cabeza de Brence.
Hasta que el humo empezó a filtrarse dentro de la habitación.
Los labios de Nick se alzaron en una terrible sonrisa que me heló la sangre.
Cebó la pistola y apuntó con cuidado. Yo volví a gritar, me arrojé contra él y sujeté el
arma. Mientras la pistola caía al suelo y rebotaba en la alfombra, él me dio un
empellón brutal que me envió tropezando hacia atrás. Caí y me golpeé la cabeza

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

contra una silla.


Debí quedar inconsciente varios minutos. Cuando abrí los ojos la cabeza me
palpitaba dolorosamente. La habitación se estaba llenando rápidamente de humo. A
través de las volutas grises vi que los dos seguían luchando, entrelazados en un
abrazo mortal.
Forcejeaban sobre la alfombra, vacilando, y al fin cayeron al suelo. Nick estaba
arriba; apretó las manos al cuello de Brence, sin piedad, con esa escalofriante sonrisa
en los labios. Pero Brence alzó los brazos y lo arrojó a un lado. El humo se tornó más
espeso y empecé a toser. Logré ponerme en pie, apoyándome en la silla. Los cristales
de la ventana estallaron por el calor, con un ruido que nos ensordeció. Grandes
nubes de humo negro, arremolinado, entraron por la abertura.
Nick estaba de lado y Brence tras él, rodeándole el cuello con un brazo y las
piernas con las suyas. La pistola estaba escasamente a un metro de distancia. Nick,
entre gruñidos, se esforzó por alcanzarla, pero los dedos de Brence seguían
estrangulándolo. Al fin la alcanzó, y con un poderoso empujón giró hacia atrás;
atrapó a Brence bajo él y deshizo su abrazo. El humo era ya tan espeso que yo apenas
podía verlos debatirse. La pistola aún estaba en la mano de Nick, que trataba de
poner el cañón contra el pecho de Brence.
Oí el disparo y contuve el aliento, demasiado aterrorizada para respirar. Al ver
que uno de los hombres se levantaba y el otro quedaba caído a sus pies, retrocedí
contra la pared. «Oh, Dios», rogué, «Dios bendito, que no sea Brence. Que no sea
Brence quien ha caído.» Nick se tambaleó buscándome a través del humo. Dio tres
pasos hacia mí, tres pasos torpes. En seguida echó los brazos hacia delante y cayó de
bruces. Grité. Gritaba aún cuando Brence se levantó y corrió hacia mí.
Me cogió del brazo, pero logré soltarme y volví a gritar. Entonces me abofeteó
con una fuerza terrible y comenzó a andar hacia la puerta, arrastrándome tras de sí.
También el pasillo estaba lleno de humo, pero no tanto como en la habitación. Me
ardía la mejilla, me latía un lado de la cabeza, pero empezaba a recobrar los sentidos.
—¡Por las escaleras de atrás! —gritó él—. ¡Están más cerca!
Corrimos por el pasillo; Brence me sujetaba la mano con tanta fuerza que
parecía fuera a rompérmela. Por la escalera subían remolinos de humo que me
hicieron toser, pero no había llamas todavía. No había alfombra en ese sector, y
nuestros pasos retumbaban mucho. Al llegar al primer descansillo el humo era ya tan
denso que casi no podía ver a Brence. Me ardían los ojos, no podía respirar y sentía
los pulmones a punto de estallar. Brence me cogió en brazos y bajó corriendo el
último tramo para cruzar el amplio vestíbulo y la puerta que daba al callejón trasero.
Vacilé sobre los pies cuando me dejó en el suelo. El callejón era estrecho y el
edificio de enfrente ya estaba en llamas; el muro que daba hacia nosotros era una
masa ardiente que el fuego lamía voraz, devorando la madera. Trozos de material en
llamas cayeron al callejón, y de pronto la pared entera empezó a estremecerse,
inclinándose hacia nosotros. Brence debía estar tan aterrorizado como yo, pero no
daba muestras de ello. Vaciló un instante; luego me cogió en brazos otra vez y echó a
correr por el callejón, mientras los tablones ardientes caían alrededor nuestro

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

disparando chorros de chispas.


Un ruido espantoso nos iba siguiendo. Salimos del callejón segundos antes de
que la pared cayera por completo, llenándolo de escombros encendidos. Brence
siguió corriendo durante algunos instantes y sólo se detuvo cuando estuvimos lejos
del edificio en llamas. Entonces me dejó en el suelo. Me aferré a él, sollozando; y lo
sentí jadear. Me rodeó con un brazo y me acarició el pelo con la mano libre.
—Todo está bien —dijo—. Todo está bien, Mary Ellen.
Cuando logré dominar los sollozos terminó de acariciarme y dejó caer el brazo.
Al mirarlo vi que aún tenía el rostro ceñudo por la rabia contenida. Tenía un arañazo
en la mejilla izquierda y sus ojos parecían distraídos. Recordé los sucesos de Baviera.
También entonces me había rescatado, y matado a un hombre, como acababa de
hacer en la habitación de arriba, y me había llevado a un lugar seguro para
abandonarme después. ¿Iría a abandonarme de nuevo? Yo no lo soportaría. Prefería
perecer en el incendio antes que verme abandonada otra vez.
—Brence.
—No hay tiempo para hablar. Debo prestar ayuda. Necesitarán toda la ayuda
posible para apagar este incendio.
—Pero…
Me cogió de la mano y se dirigió hacia la calle donde estaba el hotel. Cientos de
personas corrían y gritaban, entre el relincho aterrorizado de los caballos que giraban
de los carros contra incendios. Los hombres estaban rociando el hotel con agua
sacada de las grandes cisternas que traían los carros, y un congestionado río humano
subía por la colina para apartarse del fuego, azuzado por los bomberos voluntarios,
de brillantes sombreros rojos. Regordetas matronas vestidas de gala trotaban junto a
fregonas y obreros chinos. Hombres de ropas rasgadas jadeaban junto a caballeros
con sombreros de copa y los niños corrían de un lado a otro, excitados, mientras las
llamas, en su avance, iluminaban toda la escena.
—¡Colina arriba! ¡Colina arriba! —gritaba un voluntario—. ¡Pronto! ¡Vamos a
dinamitar!
Brence y yo nos detuvimos en la esquina, empujados por la multitud, mientras
él buscaba el modo de ayudar. En eso oí que alguien gritaba mi nombre y vi a Millie,
forcejeando por llegar hasta mí. Tenía el vestido manchado de hollín y el pelo
revuelto. Se abrió paso hacia mí y me estrechó en sus brazos, con los ojos llenos de
lágrimas.
—¡Estás bien, estás bien! James y yo íbamos hacia el restaurante cuando empezó
el incendio, y le dije que viniéramos a buscarte. ¡Gracias a Dios estás bien!
Bradford venía tras ella. Él y Brence intercambiaron una mirada y le explicó que
tratarían de bloquear el avance del fuego dinamitando el edificio que estaba en su
camino. Así esperaban contener el incendio dentro de esa zona. La pólvora ya estaba
esperando, pero harían falta más voluntarios para ayudar en la operación. Brence
asintió secamente.
—Ustedes, las mujeres, vayan a la pensión —ordenó Bradford—. Allí estarán
seguras. Está a varias manzanas en la cima de la colina. Tú sabes dónde, Millie.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

—¡No, no dejaré que ayudes a dinamitar! ¡No te dejaré…!


—¡Camina!
Millie tenía las mejillas muy pálidas y surcadas por las lágrimas, pero logró
asentir mansamente y me cogió de la mano. Brence iba ya hacia uno de los carros
cargados de pólvora y Bradford marchó tras él. Millie se mordió el labio inferior;
nuevas lágrimas le mojaron las pestañas.
—Morirá, lo sé —dijo—. Dinamitar es el trabajo más peligroso que existe. Por
eso no consiguen ayuda de nadie. Oh, Elena, no sé qué voy a hacer si le ocurre algo.
—Es prudente —le dije—. Ven, Millie.
Se enjugó las lágrimas y las dos nos reunimos al torrente de gente que subía la
colina. Una manzana, dos, y aún las calles estaban tan iluminadas como en pleno día
por el parpadeante resplandor anaranjado. Tres manzanas, cuatro, siempre
ascendiendo, con los zapatos hundiéndose en el barro. La multitud empezaba a
desperdigarse, pues muchos marchaban por las calles laterales y se agrupaban en
racimos para contemplar el infierno. Hacia nosotros subían las nubes de humo. El
ruido, a lo lejos, era incesante: fuertes gritos acompañados por el horrible crepitar de
las llamas y el crujir de los tejados que se derrumbaban.
Caminamos varias manzanas más hasta seguir por una valla lateral. Entonces se
oyó la primera explosión, un retumbar ensordecedor como el de los truenos. La tierra
pareció estremecerse bajo nuestros pies. Millie se detuvo y me agarró la mano con
violencia. El retumbar fue seguido por el estruendo del primer edifico al venirse
abajo.
Seguimos corriendo. La calle lateral también era de subida y sentí las rodillas a
punto de ceder; músculos y huesos se habían esforzado hasta el límite. Faltaban aún
seis manzanas para llegar a la pensión, una cabaña blanca con amplia galería. La
gente permanecía a la sombra de la galería, hablando en voz baja, mientras
observaban las llamas distantes. Se produjo otra explosión cuando Millie y yo
subíamos los escalones.
Se sucedieron una tras otra. Nadie tenía deseos de entrar. Nos sentamos en los
peldaños, muy abrazadas. Desde donde estábamos daba la impresión de que el fuego
no cubría ya tanta extensión; lo más serían seis, siete, ocho manzanas. Ardía
furiosamente, como un parche anaranjado rodeado por millas de oscuridad. Sobre
nosotros, el cielo era un claro azul-negro sembrado de estrellas. Millie me apretaba la
mano, enferma de aflicción por Bradford. Yo pensaba en Brence, implorando que no
sufriera daño, rogando que volviera por mí. Y allí seguimos, sentadas en los
peldaños. Las horas pasaban y nosotras seguíamos contemplando el fuego, cada vez
más débil, esperando.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Capítulo XLVII

Stella me miraba, con los brazos en jarras y una expresión desaprobadora en el


rostro regordete y alunado, mientras yo terminaba de secar los platos y guardarlos.
Pesaba ciento sesenta kilos, al menos, y llevaba un delantal muy blanco sobre su
vestido de diario; lucía el pelo peinado en gruesos bucles de un improbable tono
rubio; sus ojos eran pardos y autoritarios. Stella era un caso extraño, aunque estaba
en pie desde el alba para encender las cocinas, calentar el agua, preparar un
suculento desayuno para sus clientes y servirlo con su acostumbrado vigor, se
mostraba fresca y llena de vitalidad, además de furiosa por verme en la cocina.
—Listo —dije, apartando el último plato—. He terminado. ¿Hay algo más que
pueda hacer?
—¡Sí, salir de mi cocina! —me espetó—. ¿Cómo se le ocurre ponerse a lavar los
platos? ¿Dónde está esa Agnes? Soñando por algún rincón, sin duda. ¡Tengo la mejor
pensión de San Francisco, y eso quiere decir la mejor del Estado, y no lo conseguí
poniendo a mis clientes a fregar suelos! Para eso tengo servicio, aunque sabe Dios
que Agnes no es gran cosa.
—Tengo que mantenerme ocupada, Stella, y como usted no me deja pagarle el
alojamiento…
—¿No le parece que para mí es un honor tener a una persona famosa como
usted en mi casa? Debería ser yo la que le pagara a usted. Ahora salga, déjeme
preparar una taza de café y descanse un poco. Y que no la vea quitando el polvo a los
muebles del vestíbulo, ¿me oye?
Sonreí. Stella era una encantadora tirana, charlatana y llena de pimienta; en los
últimos cuatro días yo le había tomado mucho cariño, un cariño que Millie no podía
compartir. Stella tenía un gran afecto por Bradford y no ocultaba que se hubiera
casado con él sin pensarlo dos veces, de tener veinte años y ochenta kilos menos. «Sí,
señorita, lo hubiera atrapado, y ninguna picaruela como Millie habría tenido la
menor oportunidad». Semejantes comentarios no ayudaban a congraciarla con la
prometida de Bradford.
Abracé a Stella por los hombros y dejé la cocina para subir a mi habitación. La
pensión era amplia, aireada y estaba inmaculadamente limpia; no tenía nada de
sórdido, como Millie me había dicho. Stella me había asignado una gran habitación
con vistas a la calle, en el piso alto, cerca de la de James Bradford. Millie había sido
colocada en un diminuto cuartito de la buhardilla, cosa que le dolía amargamente;
apenas podía esperar el momento de salir de allí. Ella y James se casarían dentro de
dos días e inmediatamente se marcharían al rancho.
Yo aún no tenía idea de lo que iba a hacer. Tenía dinero en los bancos de Nueva

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

Orleáns y Nueva York, pero ni un centavo en San Francisco. James había insistido en
prestarme un poco y tal vez aceptara. Había pedido prestado lo suficiente como para
comprar un par de vestidos nuevos al menos. Millie y yo fuimos otra vez a la calle
Montgomery el día después del incendio, pero todo había desaparecido. Las dos
habíamos perdido cuanto teníamos. Millie, alegremente, compró un nuevo
guardarropa con el dinero de su futuro esposo, incluyendo un vestido de seda
amarilla idéntico al que había adquirido para la boda; pero yo había limitado mis
compras a lo indispensable: zapatos, ropa interior, una enagua nueva y dos simples
vestidos de algodón: el rosado intenso que llevaba puesto, y otro de color azul
marino. El vestido de tafetán borravino, lavado y zurcido por los tintoreros chinos de
la manzana, serviría para la boda del martes.
Tal vez permitiera que James me prestara lo suficiente para llegar hasta Nueva
Orleáns. Desde allí podría viajar hasta Nueva York y tomar un buque hacia
Inglaterra. No podía permanecer en San Francisco, tan cerca de Brence, que
obviamente no tenía intenciones de volver a verme. Él sabía dónde me hospedaba;
James le había dado la dirección. Los dos trabajaron juntos durante toda la noche del
incendio, ayudando con la pólvora y los detonantes. El incendio quedó apagado poco
después del alba, y a las diez de esa mañana James pudo regresar. Había subido
pesadamente los escalones de la pensión, con el pelo cubierto de hollín, desgarrados
la camisa y los pantalones.
Pero de Brence no se sabía una palabra desde que se separara de James, cuatro
días antes.
Me acerqué a la ventana para contemplar la ciudad. Era una hermosa mañana
de cielo claro y deslumbrante, apenas manchado de azul; la luz del sol bajaba en
rayos radiantes. James y Millie habían ido a comprar provisiones para el rancho y no
llegarían hasta entrada la tarde. Me pregunté qué haría para pasar el tiempo. Stella
no quería que hiciera trabajos domésticos, pero no era cuestión de permanecer
encerrada en mi habitación.
Apoyé las manos en el antepecho de la ventana. Una suave brisa henchía las
cortinas blancas a cada lado. Me descubrí pensando en aquella noche de horror como
sí volviera a vivirla. Vi el humo arremolinado, las llamas en la ventana, el hombre
robusto de traje gris, con la pistola apuntando a la cabeza de Brence. Recordé la lucha
por el revólver, mi inseguridad sobre quién había recibido el disparo cuando sonó el
tiro. Nick que se levantaba, tambaleante, para caerme a mis pies. Me estremecí y
aparté esa imagen de mi mente. Según el Herald de San Francisco, Nick Wayne había
muerto heroicamente al ayudar en la evacuación del hotel. Brence y yo éramos los
únicos que conocíamos la verdad.
La pensión de Stella estaba situada en una de las calles más altas de la ciudad;
desde la ventana se veían las seis manzanas destruidas por el incendio. Nadie habría
podido adivinar que el fuego las había destruido: por increíble que resultara, casi
todos los escombros habían sido retirados y ya estaban surgiendo edificios nuevos;
en todos los espacios vacíos se levantaban carpas, y la zona hervía de actividad,
mientras los equipos de construcción se encargaban de sus tareas. San Francisco era

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

una ciudad sorprendente.


Decidí salir a dar un paseo. Iba a retirarme de la ventana cuando vi llegar un
carruaje por la calle, dirigiéndose hacia la pensión. Era un espléndido coche abierto,
tirado por un bayo hermoso, de suave pelaje dorado sobre los músculos elásticos. El
cochero lucía altas botas negras y un par de pantalones azul marino; llevaba una fina
camisa blanca abierta en el cuello, que flotaba en la brisa, sin chaqueta ni chaleco.
Me aparté de la ventana sin alegría ni entusiasmo. No quería experimentar
emoción alguna. En cambio fui hasta el espejo para acomodarme el corpiño del
vestido y alisar la falda sobre las enaguas. Me aparté un mechón de la frente,
alegrándome de haberme lavado la cabeza la noche anterior; mis cabellos flotaban
sueltos, cayendo sobre mis hombros en ondas sedosas que resplandecían con reflejos
azulados.
Él venía por fin, pero yo ignoraba el motivo, y no quería hacerme ilusiones sólo
para verlas brutalmente desvanecidas, como tantas veces me ocurriera en lo pasado.
Cuando Stella entró a mi habitación, jadeante y con los ojos llenos de
curiosidad, traté de fingir indiferencia.
—¡Ha venido un hombre a verla! —exclamó—. Espera abajo, en el vestíbulo.
—¿Sí?
—Y qué buen mozo. Alto, delgado, de aspecto melancólico. Me hizo bailar el
corazón en el pecho. Dice que quiere hablar con usted.
—Gracias, Stella.
Me sentía estremecida, y las sensaciones que me negaba a reconocer estaban
demasiado cerca de la superficie. Al fin logré contenerlas y mantuve una estudiada
indiferencia mientras descendía lentamente las escaleras. Brence, desde el vestíbulo,
me contempló mientras bajaba; sus ojos oscuros estaban tan indiferentes como los
míos.
—Hola, Brence.
—Mary Ellen.
—Me alegro de verte.
—Tienes muy buen aspecto —comentó él.
—Gracias.
Era todo tan rígido, tan formal, como si hubiéramos sido dos desconocidos que
se esfuerzan por mostrarse corteses. Ninguno de los dos ofrecía el menor calor, pero
sí mucha tensión.
—Pensaba invitarte a un paseo —dijo—. Es una hermosa mañana. ¿Estás
ocupada?
—No tengo nada especial que hacer.
—¿Quieres venir?
—Supongo que sí.
Él frunció el ceño. Yo sentía que el enfado estaba allí, apenas bajo la superficie.
Stella, que había empezado a bajar las escaleras, se detuvo a mitad de camino para
observar la escena. Cuando le dije que saldría a dar un paseo pareció excitadísima.
Mientras Brence se volvía hacia la puerta, ella me guiñó el ojo como para darme

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

ánimos y me indicó por señas que lo siguiera y lo atrapara, sin dejar pasar la
oportunidad.
Brence condujo su carruaje por la calle sin que ninguno de los dos hablara. A los
quince minutos noté que habíamos tomado uno de los caminos de salida, y poco
después San Francisco había quedado atrás. Íbamos a lo largo de la costa, con
escarpadas rocas a la izquierda y las rompientes hacia abajo.
—Supongo que tienes tiempo de sobra —dijo.
—En efecto. Bastará con que vuelva a la pensión a tiempo para cenar.
Seguimos el camino de la costa durante treinta minutos, poco más o menos, y
después nos dirigimos tierra adentro. El cielo formaba un arco sobre nosotros, claro y
maravilloso; y el aire tenía un regusto de sal. Las colinas rojizas se extendían a cada
lado, ásperas y encantadoras. El caballo trotaba con el pelaje brillante de sol. Por un
momento deseé con fervor no haber aceptado ese paseo. Era un tormento estar tan
cerca de él y tan lejos, al mismo tiempo.
Luché contra las emociones que se elevaban desde mí. No iba a llorar, claro que
no. Me odiaría toda la vida si le dejaba ver lo que sentía por él. No iba a darle esa
satisfacción.
Pasó otro cuarto de hora, siempre en silencio. El panorama iba cambiando de
manera gradual. Apareció un árbol aquí, otro allá, y algunas cuestas cubiertas de
hierba fueron reemplazando las colinas rojizas. Aunque no había camino abierto, el
caballo avanzaba confiado, como si hubiera cubierto ese trayecto muchas veces.
—¿Qué has estado haciendo desde el incendio? —me forcé a preguntar.
—He estado ocupado. Necesitaban ayuda para retirar escombros, levantar
tiendas y acarrear maderos. Me pareció que era mi deber echar una mano.
—Me parece admirable.
—¿Y tú? ¿Qué has estado haciendo?
—Planes. Pienso… pienso ir a Nueva Orleáns y a Nueva York. Después quizá
vaya a Londres o a París, no estoy segura. Quiero llevar una vida muy tranquila.
—Comprendo.
No le importaba un bledo. Era evidente. ¿Para qué había aceptado su
invitación? Me sentía completamente miserable, mientras los diez minutos se
convertían en veinte, los veinte en cuarenta, y el horrible silencio se prolongaba.
Hacía al menos dos horas que habíamos salido de San Francisco, y llevábamos unos
treinta minutos cruzando llanuras cubiertas de hierba. Entonces reparé en una zona
algo boscosa que me pareció familiar, pero estaba demasiado perturbada como para
prestarle mucha atención. Al fin me sentí obligada a romper el silencio.
—Supongo que tú, por tu parte, planeas otro secuestro —dije—. A lo mejor
tienes la capucha negra escondida por alguna parte.
—En realidad, sí. La guardaré como recuerdo. Pero Capucha Negra se ha
retirado para siempre, Mary Ellen.
—¿De veras?
—Nunca tuve intenciones de convertirme en bandido. Vine a California desde
Alemania, cuando mi carrera diplomática quedó destrozada. Quería empezar de

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nuevo, y California parecía el mejor lugar para ello. Tenía algún dinero y me asocié
con Jake para explorar minas. Ya conoces el resto.
Guardé silencio, contemplando los pastizales que se extendían ante nosotros.
Brence detuvo el carruaje. Yo, con un estremecimiento interior, reconocí el lugar en
que estábamos. Él dejó las riendas y se volvió hacia mí, con una expresión muy seria.
—Me convertí en Capucha Negra porque no tenía otro remedio. Creo en la
justicia, Mary Ellen. La ley no la otorgaba, ni a mí ni a ninguno de los hombres que
habían sido despojados de sus minas o de sus tierras.
—Por eso te dedicas a administrar la justicia por tu mano.
Brence bajó del carruaje y dio la vuelta para ayudarme a descender. Una ráfaga
de viento hizo flamear mis faldas. Él, sin soltarme la mano, me condujo a través del
césped.
—Robaba sólo a hombres como Nick Wayne —explicó con voz profunda—,
hombres que habían hecho su fortuna por medios sucios. La devolvía a la gente que
había trabajado para ganarla, y me guardé sólo lo que me correspondía.
—Me secuestraste para pedir rescate. Veinte mil dólares de rescate. ¿Eso
también es justicia? ¿Porque te había arruinado la carrera? ¿Porque deseabas
venganza?
Él tardó en contestar. Habíamos llegado al fin de la cuesta, y el valle era tan
encantador como yo lo recordaba: apacible, sereno, tocado por la magia. Contemplé
la hierba mecida por la brisa, plateada por el sol; los árboles frondosos, el río como
una cinta centelleante y, al pie de la colina, las claras paredes y el techo de tejas rojas
de la hacienda, medio sombreada. Al ver los jardines con sus plantas exóticas y la
fuente que manaba frente al camino, volví a recordar la noche que pasáramos juntos
y tuve que contener las lágrimas.
—Quería venganza, sí —dijo al fin—. Y te culpaba por todo lo que me había
ocurrido. Creo que te odiaba, Mary Ellen.
Me cogió por los hombros y me hizo girar para mirarme de frente.
—Pero cuando volví a verte comprendí que no te odiaba en absoluto. Al
contrario, lo que había sentido por ti durante todo ese período… era exactamente lo
contrario. Fue mi último acto oficial como Capucha Negra. Tomé el dinero y pagué la
última parte por la tierra. Ahora el valle y la hacienda son míos… y tuyos.
—Brence…
—Te amo, Mary Ellen. Te he amado desde la primera vez que te vi. Llevabas un
vestido muy similar al que tienes puesto ahora, y el pelo suelto al viento, como ahora.
Quisiera que éste fuera un nuevo comienzo.
No dije nada. Tenía miedo de hablar.
—He aprendido mucho sobre mí mismo, y quiero pensar que al fin he llegado a
ser el hombre que debía ser. ¿Puedes perdonarme, Mary Ellen? ¿Podemos empezar
de nuevo? ¿Puedes amarme tú también?
—Nunca he dejado de amarte —susurré.
Me estrechó entre sus brazos y fijó sus ojos en los míos un momento. Luego,
sonriendo, me besó con increíble ternura, murmurando mi nombre al tocarme los

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labios. Así debía ser. Ése era el destino que Inés me había predicho hacía ya tantos
años, en el campamento gitano. Y al rodearlo con mis brazos comprendí al fin que los
sueños pueden hacerse realidad.

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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

Jennifer Wilde
Tom Elmer Huff (1938-1990) fue un autor americano de best-
sellers y escritor de novelas románticas bajo los seudónimos de
Jennifer Wilde, Edwina Marlow, Beatrice Parker, Tom E. Huff, T. E
Huff, y Katherine St. Clair.
Huff pasó varios años como profesor de inglés en una escuela
de secundaria antes de convertirse en novelista. Obtuvo el premio
Career Achievement en 1987-1988 de Romantic Times.

El riesgo de amar
Elena López comenzó con una mentira y se convirtió en una leyenda.
Mary Ellen Lawrence tenía posibilidades. Anthony Duke, representante de
artistas, promotor y farsante, supo verlas desde un principio. Ella jamás se haría
famosa como bailarina de ballet, pero si tomaba otro nombre y asumía una nueva
identidad, llena de encanto, se convertiría en la mujer más famosa de la época; así se
lo prometió. De ese modo surgió a la vida Elena López. Anthony Duke hizo circular
su historia y no tardó en creerla todo Londres. Aquella belleza de pelo de color
cárdeno oscuro y ojos de zafiro se convirtió así en una afamada bailarina española
que había debido huir de su país natal por la peligrosa intimidad con un heredero de
la corona. Los amigos de Duke llenaron los periódicos con relatos sobre ella a fin de
promocionar su presentación en Londres. Esa presentación causó sensación y Elena
(hasta entonces Mary Ellen) se transformó en la niña mimada de la ciudad. Y aquel
ficticio pasado fue sólo un prefacio a su escandalosa gira por el mundo, sus amores
con monarcas, sus romances con escritores y compositores, su lucha por la fama y su
búsqueda de amor.

En esta novela, la primera desde «Tierna furia de amor», Jennifer Wilde ha


encontrado una heroína y una época dignas de su arte de narradora.

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JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar

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Título original: Dare To Love
© Jennifer Wilde 1978
© Círculo de Lectores 1982
Traducido por: Edith Zilly
Editor original: Warner Books
ISBN: 8473862872

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