Documenti di Didattica
Documenti di Professioni
Documenti di Cultura
El riesgo de
amar
A Patricia, Pam y Bárbara,
con cariño, por los motivos
que ellas conocen.
-2-
ÍNDICE
CORNWALL 1844..............................................................................5
Capítulo I....................................................................................6
Capítulo II.................................................................................12
Capítulo III...............................................................................17
Capítulo IV...............................................................................22
Capítulo V................................................................................26
Capítulo VI...............................................................................30
Capítulo VII..............................................................................37
Capítulo VIII............................................................................42
Capítulo IX...............................................................................48
Capítulo X.................................................................................54
LONDRES 1845................................................................................56
Capítulo XI...............................................................................57
Capítulo XII..............................................................................67
Capítulo XIII.............................................................................77
Capítulo XIV............................................................................88
Capítulo XV..............................................................................99
Capítulo XVI..........................................................................109
Capítulo XVII.........................................................................118
Capítulo XVIII........................................................................127
Capítulo XIX...........................................................................133
INTERLUDIO EN PARÍS 1847.........................................................138
Capítulo XX............................................................................139
Capítulo XXI...........................................................................151
Capítulo XXII.........................................................................163
Capítulo XXIII........................................................................168
ALEMANIA 1847-1848..................................................................172
Capítulo XXIV........................................................................173
Capítulo XXV.........................................................................186
Capítulo XXVI........................................................................197
Capítulo XVII.........................................................................203
Capítulo XXVIII.....................................................................214
Capítulo XXIX........................................................................222
Capítulo XXX.........................................................................229
Capítulo XXXI........................................................................239
Capítulo XXXII.......................................................................250
Capítulo XXXIII.....................................................................259
INTERLUDIO EN PARÍS 1850.........................................................263
-3-
Capítulo XXXIV.....................................................................264
Capítulo XXXV.......................................................................273
Capítulo XXXVI.....................................................................278
Capítulo XXXVII....................................................................282
Capítulo XXXVIII...................................................................292
CALIFORNIA 1853.........................................................................296
Capítulo XIL...........................................................................297
Capítulo XL............................................................................308
Capítulo XLI...........................................................................319
Capítulo XLII..........................................................................330
Capítulo XLIII........................................................................333
Capítulo XLIV........................................................................342
Capítulo XLV..........................................................................353
Capítulo XLVI........................................................................361
Capítulo XLVII.......................................................................374
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA...............................................................380
-4-
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
CORNWALL
1844
-5-
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo I
-6-
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
-7-
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
delantal de cuero negro que le cubría la camisa y los pantalones, me echó una
mirada; por su expresión comprendí que me había reconocido a la primera. Molly, su
hija, había formado parte del grupo que me atormentara en la infancia. Su pelo claro
empezaba a agrisarse en las sienes; su rostro era delgado y tenía ojos pardos muy
duros. Esos ojos me juzgaron instantáneamente al verme frente al mostrador.
—Buenas tardes, señor Peters —dije.
—Mary Ellen Lawrence, ¿no? ¿Quién otra podía ser? Has crecido.
—Quisiera algo para aliviar la tos.
—Estás cambiada —dijo, pasando por alto mi petición—. Eras una cría alta y
flacucha cuando te fuiste, toda ojos y codos. Dicen que te enviaron a una escuela de
lujo, en Bath. ¿Así que has estudiado danza con un italiano de allí?
—Así es. ¿Tiene algo para la tos?
—Me he enterado de que ha muerto tu tía. Tuberculosa, ¿no? Según dicen,
estaba endeudada hasta las orejas. Montones de cuentas sin pagar cuando murió, y
Graystone Manor está en manos de John Chapman. Me han dicho que va a ejecutar la
hipoteca. Supongo que cuando lo haga te vas a ver en un apuro. ¿Tienes dinero para
pagar la medicina?
Saqué un billete de una libra y lo dejé sobre el mostrador. Peters, con una
amplia sonrisa, cruzó la puerta que estaba detrás y volvió a los pocos segundos con
una pequeña botella de color marrón, llena de un líquido espeso. En lugar de
entregármela, la dejó detrás del mostrador y cogió el billete para llevarlo a la caja
registradora y buscar el cambio. Se movía con deliberada lentitud, con la esperanza
de arrancarme alguna muestra de irritación, pero yo estaba decidida a no poner de
manifiesto mi impaciencia.
—Mi Molly se casó con Bertie Green y se fueron a la granja. Es de Bertie ahora
que han muerto los viejos. Molly ya tiene dos hijas.
—Me alegro mucho, señor Peters.
Contaba el cambio con mucha parsimonia.
—Molly sí que sabe mostrarse en su lugar. No está llena de ínfulas, como
algunas que conozco. Tú eres toda una damisela ahora, ¿no? Hablas que es un
contento, llena de refinamientos. Parece que te han llenado la cabeza de ideas en esa
escuela de lujo.
—Así es, ciertamente —repliqué.
—Supongo que es lógico que quieras ser bailarina. Recuerdo que solías cruzar
los páramos para pasar el tiempo con los gitanos que acampaban en la pradera.
Dicen que aprendiste todas esas danzas gitanas. Yo no dejaría que una hija mía se
acercara a esa canalla.
—No lo pongo en duda.
—Tu tía estaba convencida de que era mejor dejarte hacer lo que te viniera en
ganas. Tal vez pensara que tenías mucho en común con los gitanos; la verdad,
pareces medio gitana también. Te pareces a ellos con esos ojos de color azul oscuro y
ese pelo negro, largo.
Obviamente, su intención era insultarme, pero fracasó. Yo estaba orgullosa de
-8-
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
-9-
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 10 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
establecieran vínculo alguno con esa criatura desvergonzada, pues ella había perdido
todo derecho a apellidarse Lawrence. Sin embargo, Meg salió silenciosamente de la
casa y siguió a su hermana. Le entregó todo el dinero que había guardado con
prudencia, lo bastante como para que la muchacha pudiera alquilar una cabaña y
contratar a una partera cuando llegara el momento. Meg continuaba desobedeciendo
a su padre y se escapaba para visitar a su hermana, tratando de consolarla en su
pena.
Tres meses y medio después nací yo. Fue un parto difícil que duró más de
treinta horas; después se presentaron graves complicaciones. Mi madre había
perdido todo deseo de vivir y murió cuatro días después de mi nacimiento. La
enterraron allí, en esa tumba anónima, y a mí me llevaron a un orfanato, pues mi
abuelo se negaba tozudamente a recibir en su hogar a una gitana bastarda. Él murió
de un ataque cardíaco seis meses después, pocos días después de que mi abuela
sucumbiera a una pulmonía. Sólo entonces pudo Meg sacarme del orfanato.
Naturalmente, aquello iba contra las normas establecidas y el condado entero se
escandalizó. A mi tía no le importó que la nobleza dejara de visitarla, que los
aldeanos la miraran con desprecio. Aún soltera, dueña de toda la propiedad de su
padre, se dedicó a mí, haciendo cuanto pudo por compensarme de aquellos seis
primeros años.
Una suave brisa agitaba las hojas de los robles en lo alto. Sobre la tumba de
Alicia Lawrence jugaban pálidas sombras. Una vez, mucho tiempo antes, yo la había
odiado, culpándola de aquellos seis años pasados en el orfanato gris e inhóspito, por
la crueldad y la persecución de los niños aldeanos, una vez que me arraigué en
Graystone Manor. Sin embargo, ahora la entendía y mi único sentimiento era la
tristeza. Ella había amado sin prudencia, tal vez, pero con todo su corazón; y no
adivinaba que a mí me ocurriría lo mismo. Una acuarela desteñida y una tumba sin
lápida era cuanto quedaba de mis padres, pero su sangre vivía en mí y, después de
años pasados en el dolor y el amargo resentimiento, había aprendido a sentirme
orgullosa de ella.
- 11 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo II
- 12 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
afecto.
Yo estaba aturdida y tan nerviosa que apenas pude contenerme cuando,
después de las conferencias, ella observó cómo practicábamos nuestros pasos de
danza. En ningún momento perdió su gesto desdeñoso; no dejaba de emitir agrios
comentarios ante la pobre señorita Brown, que tanto había luchado para ponernos en
forma. Sin embargo, más tarde, Madame Olga admitió que una de nosotras, al menos,
parecía que prometiera.
—Esa pequeña de pelo cárdeno y ojos de color azul oscuro, la de los pómulos
altos, no es tan mala —confesó Madame.
Cuando la señorita Brown me transmitió el comentario quedé extasiada. Escribí
inmediatamente a mi tía, rogándole me permitiera dejar la academia y volar a
Londres.
Por entonces yo sólo tenía dieciséis años; tía Meg, por supuesto, era demasiado
sensata como para permitirme una decisión tan apresurada. Antes debía terminar mi
educación en la academia, me informó; allí podría proseguir con mis clases de danza,
junto con mis otros estudios, y si aún deseaba ir a Londres cuando me graduara,
bien, entonces se vería. Estudié con más empeño que nunca, aprendiendo cuanto la
señorita Brown podía enseñarme. También tomé lecciones particulares de un maestro
italiano retirado que dirigía un ruinoso estudio de Bath, cerca de la academia.
Giovanni, que había conocido a Madame Olga en su época cumbre, le escribió
hablándole de mí en términos muy elogiosos. Eso había sido en el mes en curso, y
ella había contestado aceptando tomarme como alumna en septiembre.
Me sentí increíblemente feliz. Madame Olga era la mejor profesora de toda
Inglaterra. Sólo aceptaba un número selecto de alumnas por año y, después de
estudiar con ella, casi todas formaban parte de compañías importantes. Yo sería una
de esas alumnas. Me convertiría en una bailarina tan famosa como la misma Madame
Olga. Sería la mimada de Europa, bebería champán y todos los hombres se
enamorarían de mí. El futuro se presentaba ante mí brillante de espléndidas
posibilidades y la vida parecía algo mágico. Mi regocijo era tan grande que creía
caminar entre nubes. Y entonces recibí el mensaje urgente del doctor Reed. Llegué a
Cornwall pocas horas antes de que mi tía falleciera.
Un soplo de viento hizo que mi falda aleteara y me agitó el pelo, dejándome
frente a la cruda realidad. Las cosas no podían ser peores, pero por algún motivo yo
no quería preocuparme. Era fuerte; sobreviviría de un modo u otro. Aún me
quedaban seis semanas antes de que Chapman ejecutara la hipoteca y subastara
todas las pertenencias de tía Meg. Tercamente yo me aferraba a la convicción de que
algo ocurriría durante esas semanas. Lo que yo sentía no puede definirse como
optimismo. Era, antes bien, férrea negativa a renunciar. Todavía no estaba dispuesta
a admitir la derrota.
De pronto tuve la sensación de que me observaban al pasar junto a una parva
de heno. Me detuve, levemente conturbada, pues la sensación era poderosa,
inconfundible. Casi podía sentir los ojos clavados en mi espalda. Otra ráfaga de
viento me levantó las faldas. Al volverme vi que Jamie Burns y Billy Stone salían de
- 13 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
detrás de la parva, los dos con amplias sonrisas. Jamie me saludó con la mano y
brincó el muro de piedra. Billy me llamó por mi nombre. Cuando los vi acercarse
tranquilamente mi corazón redobló sus latidos. Sabían que yo iría por allí y se me
habían adelantado para esconderse tras la parva. Todos mis instintos me indicaban
que echara a correr, que volara por la carretera a toda velocidad, pero supe que sería
inútil; podían alcanzarme en cuestión de segundos. Debía mantenerme tranquila,
muy tranquila: ésa era mi única esperanza. Cruzaron la carretera a paso lento,
arrogantes en su juventud y en su fuerza física.
—Bien, bien, bien —se burló Jamie—. ¿A quién tenemos por aquí?
—Mírala —dijo Billy—. ¿Qué te parece? Nunca he visto otra tan a punto en mi
vida.
Yo permanecí muy quieta, tratando de sosegar la respiración, de no dejarme
dominar por el pánico. Pero mi pulso saltaba y las rodillas parecían aflojárseme.
Seguí erguida por auténtica fuerza de voluntad y los miré fijamente, con la barbilla
en alto, los ojos fríos y altaneros.
—Siempre he deseado gozar de una muchacha gitana —comentó Billy—. Dicen
que son algo especial, llenas de fuego y energía. Me parece que lo voy a comprobar
esta misma tarde.
Los ojos fríos de Jamie centellearon y sus labios se torcieron en una mueca
lujuriosa. Se acercó un paso más, apartándose un rizo de pelo rebelde caído sobre la
frente. Había odio, odio y lujuria, en sus ojos, que parecían arder como brasas. Billy
se puso junto a él, echando un brazo poderoso sobre los hombros de su amigo. El
corazón me latía con fuerza y sentía seca la garganta. Oleadas de pánico amenazaban
con barrerme. Las contuve, dispuesta a no demostrar el menor miedo.
—¿Qué te han enseñado en esa escuela de ricos a la que fuiste, Mary Ellen? —
preguntó Jamie.
—Me han enseñado a no dejarme intimidar por patanes como vosotros.
Mi voz era asombrosamente tranquila. Otra ráfaga barrió la tierra plana y
abierta, ahuecando mis faldas; el pelo cayó sobre mi mejilla. Lo aparté hacia atrás,
manteniéndome rígida y distante.
—Parece que te alimentan muy bien en esa escuela, Mary Ellen —dijo Jamie—.
Estás crecida. —Asintió con la cabeza—. Sí, estás muy crecida. Madura y sabrosa.
El pánico estaba ya muy próximo a la superficie y yo temblaba por dentro. Me
sentía muy débil y vulnerable. Los dos eran fuertes como bueyes, duros de músculos;
me vería indefensa contra ellos. Para muchachos de esa clase la violación era un
deporte entretenido, y cualquier joven núbil una presa natural. ¿A cuántas doncellas
habrían desflorado por la fuerza? Tal como animales llenos de energía y apetito, no
pensaban más que en satisfacerse. El bien y el mal no existían para ellos. Sería inútil
rogar, debatirse.
—En cuanto te vi aparecer por la calle, tan alta y ufana, me decidí a actuar —se
burló Jamie.
Dio un paso más, con los ojos centelleantes y el rostro tenso como una máscara
de hostilidad. Parecía hervir en ella. Yo retrocedí, perdiendo rápidamente la
- 14 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
compostura. El corazón me latía cada vez más fuerte, tanto que estaba segura de que
los dos lo oirían. Retrocedí un paso más, casi tambaleándome. Billy rió entre dientes
y apartó a Jamie de un empellón, con signos de ruda amistad.
—La estás asustando —dijo Billy—. Siempre te digo lo mismo, Jamie; tienes que
suavizarlas un poco; las acaricias y las pones bien dispuestas. Vamos, voy a enseñarte
cómo se hace.
—No me toques —dije ásperamente.
Billy sacudió la cabeza. Unas ondas de color rubio oscuro le cayeron sobre la
frente, y la cara, casi bonita, pareció brillar de placer. Los ojos azules eran alegres y
lascivos.
Esbozó una sonrisa tierna y burlona.
—Vamos, mujer —dijo, con voz ronca y seductora—. ¿No quieres que seamos
amigos? Aquí, yo y Jamie somos dos buenos tipos; sabemos cómo hacer feliz a una
chica. Pregúntale a Daisy Clark, a Mollie Jeffers, a cualquiera de las muchachas. Se
mueren porque las cortejemos.
La sonrisa burlona se ensanchó con los labios curvándose en las comisuras; los
ojos se encendieron con placer anticipado. Cuando me cogió por los brazos para
atraerme hacia él todo pareció girar en un cegador torbellino de miedo y furor. Me
debatí con violencia, tratando de apartarme, y él soltó una sonora carcajada; sujetó
mis brazos con más fuerza aún, hundiendo los dedos en mi carne. Grité y me defendí
a puntapiés pegándole en la espinilla con la punta del zapato tan fuerte como pude.
Se oyó un alarido ensordecedor, pero no fue Billy quien gritó, sino Jamie. Jamie gritó,
y los ojos de Billy se saltaron de consternación.
Ninguno de nosotros había oído la llegada del caballo y el carruaje, ese carruaje
que tan pequeño me había parecido a lo lejos. Estaba detenido a pocos metros de
nosotros y Jamie luchaba con un hombre de traje azul oscuro. Parecían abrazados,
meciéndose, pero en ese momento se separaron y Jamie retrocedió a tropezones,
sacudiendo la cabeza como para despejarse. Luego cargó contra el desconocido como
un toro furioso. El hombre dio un paso al lado y, con una sonrisa tensa, alargó un pie.
Jamie se estrelló contra el suelo con un golpe tremendo.
Billy seguía consternado, incapaz de creer en lo que veía. Había ocurrido en
cuestión de segundos; aún me tenía agarrada del brazo. Entonces el rostro se le puso
tenso y sus ojos centellearon de furia. Me lanzó hacia atrás de un poderoso empellón;
tropecé y caí, recibiendo un impacto que me dejó sin aliento. La cabeza empezó a
darme vueltas; por todas partes parecían agitarse unas alas negras, cerrándose sobre
mí, ocultando la luz. Pasaron varios segundos antes de que recobrara la conciencia de
los ruidos que me rodeaban: golpes secos, arrastrar de pies, fuertes pisadas. Con las
palmas apretadas contra el suelo, conseguí incorporarme. Todo reverberaba,
desenfocado, y la cabeza seguía dándome vueltas. Jamie estaba tendido al otro lado
de la carretera, gruñendo; Billy y el desconocido permanecían a uno o dos metros de
distancia; el hombre, fresco y despreocupado al parecer; Billy, jadeando y palpitante.
Un momento después Billy se lanzó contra el desconocido describiendo un gran arco
con el brazo y el puño dirigido a la mandíbula de su adversario. El extraño sonrió y
- 15 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
giró un poco el cuerpo, blandamente; cuando el puño pasó junto a su hombro, cogió
a Billy por la muñeca y le dio un fuerte tirón, levantándole el brazo entre los
omóplatos.
El muchacho gritó de dolor; el desconocido entonces le levantó el brazo más
aún, con un poderoso empujón. Billy se vio lanzado hacia delante; tropezando,
tambaleándose, acabó por caer de rodillas. Jamie, gimiendo, se levantó
trabajosamente y miró al extraño con ojos vidriosos mientras se frotaba la barbilla. El
hombre permanecía en su sitio, con los puños levemente apoyados en los muslos y
una semisonrisa en los labios. Aguardó, desafiando a Jamie a que hiciera un solo
movimiento agresivo. El muchacho, sacudiendo la cabeza, retrocedió vacilante
algunos pasos, a todas luces falto de confianza en sí. Al fin se volvió y echó a andar
por la carretera hacia la aldea a paso rápido. Billy, incorporándose con esfuerzo,
corrió tras su amigo. El hombre del traje azul los vio escapar y sonrió. Habían casi
desaparecido de nuestra vista cuando volvió hacia mí su atención.
Después de cruzar la carretera se inclinó sobre mí y me tendió la mano para
ayudarme a levantar. Seguía tranquilo y despreocupado, sin mostrar las huellas del
esfuerzo. En aquellos ojos de color pardo oscuro podía verse un dejo de diversión.
Una sonrisa torcida le jugueteaba en los labios.
—Brence Stephens —dijo—, a sus órdenes.
Y ése fue el comienzo.
- 16 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo III
Era muy alto, de estructura delgada y musculosa, como los atletas, todo gracia
flexible y fuerza. Vestía un traje azul marino soberbiamente cortado, de pantalones
ajustados, cuya chaqueta destacaba sus hombros anchos y la cintura estrecha.
Llevaba un chaleco listado en castaño y blanco y una bufanda de seda de color
castaño también, que la lucha ni siquiera había ajado. Sus botas negras, hasta la
rodilla, estaban bien lustradas. Se lo veía muy bronceado, y su pelo cárdeno oscuro
era espeso y abundante. En los pómulos la piel parecía tensa; su boca era ancha, con
el labio inferior grueso, suave, rosado, innegablemente sensual.
—¿Se encuentra usted bien? —preguntó.
Yo asentí, sacudiéndome el polvo de la falda.
—Ha sido una suerte que pasara en este momento —dijo él.
Su voz era profunda y melodiosa, de una atractiva opacidad. A pesar de la
suavidad con que me trataba, presentí que estaba habituado a dar órdenes y
acostumbrado a que se las obedeciera. Cierta dureza en él sugería una preparación
militar. Era evidente que había disfrutado con esa lucha al poner en fuga a los dos
robustos muchachos con poco o ningún esfuerzo por su parte; sin embargo, su
educación refinada era innegable. Debía sentirse tan cómodo en un salón elegante
como en su furioso campo de batalla, siempre dueño de la situación. Era, sin lugar a
dudas, el hombre más hermoso que yo había conocido hasta entonces; la pátina de
dureza aumentaba extrañamente su fuerte belleza viril.
—Debí azotarlos con el látigo —comentó—. Dos rufianes como ésos no deberían
andar sueltos.
Yo, recobrada ya mi compostura, me aparté un mechón de la mejilla y miré a
Brence Stephens. Me parecía que no hubiera ocurrido aquel desagradable encuentro
con Jamie y Billy.
—No ha habido daño alguno, señor Stephens. Él arqueó una ceja bien
delineada, demostrando sorpresa ante mi acento. Obviamente me había tomado por
alguna campesina, y mi voz educada hizo que me observara con renovado interés. En
sus ojos brilló una valoración familiar: me encontraba interesante y también deseable.
Eso saltaba a la vista.
—Debo confesar que usted parece muy tranquila después de lo ocurrido —dijo
—. Cualquier otra señorita se habría puesto histérica.
—La histeria me parece muy poco atrayente.
—En cierto modo, yo confiaba en que usted se echaría a mis brazos, llorando
inconteniblemente.
—¿De veras?
- 17 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 18 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 19 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 20 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Él tiró de las riendas para detener al caballo frente al portón, abierto en el cerco
de piedra gris que rodeaba la propiedad. Los jardines ardían en colores y los robles
enormes lanzaban sombras largas y densas sobre la carretera; la casa era apenas
visible tras las ramas bajas. Brence Stephens bajó del carruaje con indolente gracia y
alzó los brazos para ayudarme a descender; sus manos me rodearon la cintura para
levantarme y atraerme hacia sí. Cuando me depositó sobre mis pies siguió
sujetándome varios segundos, escrutándome los ojos. Los suyos, en cambio, eran
insondables.
—Me gustaría volverla a ver —dijo.
—No… no creo que fuera prudente.
—¿De veras?
Me soltó la cintura. Yo experimenté alivio y desilusión a un tiempo. Él seguía
mirándome a los ojos, y a mí volvió el deseo de alargar la mano para acariciar
aquellos labios plenos, bien esculpidos. La premonición que había sentido
anteriormente se hizo más poderosa. Todos los instintos me indicaban que ese
hombre representaba una amenaza para mí, y eso, de algún modo, lo hacía aún más
atractivo.
—Tiene miedo —dijo—. Se le ve en los ojos.
—Pura imaginación, señor Stephens.
—También se ve soledad. Y tristeza.
—Debo entrar.
—No tenga miedo, Mary Ellen.
Su voz era suave y persuasiva, ronca como la música. Era hermosa, como él,
que irradiaba vitalidad. En mi interior florecieron emociones nuevas y perturbadoras
que se desplegaban como pétalos. Traté de contenerlas; no quería sentirlas. No quería
cruzar ese umbral invisible que me atraía. Me eché hacia atrás, deseando que se
marchara, deseando no haber ido nunca a la aldea. Su mirada aguantó la mía,
obligándome a aceptar todas esas cosas que yo trataba de negar desesperadamente.
—Vendré a verla mañana —dijo.
—No debe venir aquí.
—En ese caso nos encontraremos en otra parte. Mañana por la tarde, a las dos,
estaré en Land's End. Usted irá.
—No.
—Irá —prometió.
Y se marchó, subiendo al carruaje sin decir una palabra más, sin siquiera volver
la cabeza. Yo permanecí junto al portón, viendo cómo se alejaba. Allí me quedé largo
tiempo, después de que el carruaje desapareciera de la vista. Algo me había ocurrido,
algo irrevocable. Pensé en mi madre y en su Ramón, y por primera vez comprendí
del todo lo que le había sucedido tantos años antes, por qué se había mostrado
dispuesta a sacrificarlo todo por el amor.
- 21 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo IV
- 22 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 23 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
adquirir. Era un hombre alto y corpulento, que pasaba el metro ochenta de estatura,
todo músculos. A los cuarenta y dos años seguía soltero. Tenía facciones amplias y
marcadas, pelo rojo broncíneo, mandíbula fuerte y boca ancha, pero rígida. Algunas
mujeres lo hubieran encontrado muy atractivo, pues su increíble presencia
desbordaba vitalidad, como un aura de fuerza bruta. En realidad se le veía muy
llamativo con sus botas pardas hasta la rodilla, sus pantalones tostados ceñidos y la
chaqueta de lana de color castaño oscuro y tonalidad rosada. Su silueta fuerte e
implacable hacía que mi sala pareciera mucho más pequeña.
—La encuentro encantadora.
—Pura galantería, señor Chapman.
—Pura franqueza. Usted es una muchacha encantadora, Mary Ellen.
Bajé recatadamente los ojos; un leve sonrojo coloreó mis mejillas. Estaba
representando mi papel a la perfección.
—Me he enterado de que tuvo un pequeño problema en la aldea el otro día.
Creo que un par de muchachos intentó tomarse algunas libertades.
—No ocurrió nada.
—No debería salir sin compañía, ¿sabe?
—¿De veras?
—Una muchacha encantadora como usted… No es prudente.
—Puedo cuidarme sola, señor Chapman.
—Si desea salir, avíseme. Será un placer venir a buscarla con mi coche. Necesita
tomar aire fresco. Cuando usted quiera la acompañaré a dar un paseo.
—No quisiera causarle molestias, señor Chapman.
—¿Molestias? Será un placer.
Tenía los labios apenas entreabiertos; nublados los ojos de deseos carnales.
Parecía sentir ansia de apretarme entre sus brazos, como si le costara un gran
esfuerzo contenerse. Eso me dio una curiosa sensación de poder, pero también cierta
aprensión. Todo era demasiado nuevo para mí, y me sentía mal equipada para el
juego que indudablemente debería jugar.
—¿Ha pensado un poco más en el futuro? —preguntó.
—Yo… no he tenido mucho tiempo.
—Claro. La muerte de su tía ha sido un rudo golpe.
—Fanny ha recibido carta de una hermana que vive en Devon. Quiere que vaya
a vivir con ella y me invita también a mí. Tal vez pueda hallar algún trabajo en
Devon. Podría enseñar danzas u ocupar un puesto de institutriz.
—Es ridículo que una joven tan guapa se preocupe por esas cosas. Tiene
juventud, belleza, encanto… —Vaciló, con la voz entrecortada—. El futuro no tiene
por qué preocuparle.
—No tengo dinero —dije.
—Eso no es problema.
—Y dentro de unas pocas semanas tampoco tendré casa.
—Tampoco eso es problema.
—Pero…
- 24 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 25 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo V
- 26 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
de llovizna neblinosa que atrapaban la luz del sol. Las gaviotas descendieron más,
investigadoras, con la esperanza de que hubiera llevado comida. Directamente hacia
delante, en el agua, se veía un pequeño saliente de roca; más allá, sólo el océano que
se extendía interminablemente, confundiéndose con un horizonte amortajado por la
neblina. Aquélla era la punta más occidental de Inglaterra, y al otro lado del vasto
océano estaba América, a cientos y cientos de millas de distancia.
Mientras observaba aquella confusa línea violácea donde el cielo se fundía con
el mar me pregunté si alguna vez conocería América. Era extensa y vasta, según
había leído, de enormes montañas y grandes desiertos donde los indios pieles rojas
seguían vagando salvajemente. Había también grandes ciudades, y cientos de
poblaciones menores llenas de personas dispuestas a recibir con entusiasmo a
cualquier inglés, a cualquier europeo. Cantantes, bailarines y actores comenzaban a
recorrer América y regresaban con historias de multitudes exuberantes, energía
fantástica, increíbles riquezas. Muchos artistas que antes la consideraban un
continente de bárbaros estaban pensando en cruzar el océano, con la esperanza de
conseguir parte de esa riqueza.
Sonreí con tristeza. Tanto imaginarme recorriendo las abruptas ciudades del
Oeste, bailando ante multitudes que aplaudían a rabiar, y nunca había siquiera
bailado ante un verdadero público. Los recitales de la academia no contaban.
Madame Olga había dicho que prometía, pero yo sabía que harían falta muchos años
más de trabajo duro antes de encontrarme preparada para una verdadera
presentación. Estaba dispuesta a esforzarme, a esperar, a experimentar las
frustraciones inevitables, pero me sentía segura de que todo aquello ocurriría alguna
vez, a pesar de ese momentáneo retraso.
Mientras contemplaba los penachos de agua que se estrellaban violentamente
contra las rocas, allá abajo, mi humor fue tornándose poco a poco meditabundo y
acabé pensando en el hombre de quien había jurado no ocuparme. Veía su cara
agradable, el fácil encanto y su pátina de dureza; recordaba la curiosa premonición
de que Brence Stephens representaba peligro, ofrecía una amenaza. Lo sentía en la
sangre, aunque deseara volver a estar cerca de él.
Me notaba extrañamente vacía por dentro, incompleta, como si se me estuviera
negando algo importante. Era absurdo, por supuesto. Ya se me pasaría. Yo no estaba
enamorada de él, ¿cómo iba a estarlo? Pero sabía que me hubiera sido muy fácil
enamorarme de él, como le ocurriera a mi madre en otro tiempo con el atractivo
gitano. Algo me decía que amar a Brence Stephens sería para mí un desastre tan
grande como amar a Ramón lo había sido para mi madre.
Para casi todas mis compañeras de la academia enamorarse parecía la cosa más
importante del mundo. No hablaban de otra cosa; se vanagloriaban de las conquistas
efectuadas durante las vacaciones, hablaban de pretendientes elegantes, de prados
bajo la luz de la luna y de besos robados en los jardines. Dos veces al mes había bailes
en la academia bajo la prudente vigilancia de las regentas, con una lista de invitados
que incluía a jóvenes «adecuados». Mis compañeras se excitaban muchísimo y
coqueteaban a rabiar, pero a mí esos bailes me resultaban tediosos. Los jóvenes se
- 27 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 28 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 29 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo VI
- 30 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
negras. Era uno de mis favoritos, sofisticado y muy tentador; la falda estaba
adornada con varias filas de volantes.
Al pasar ante los bancos y las mesas donde se servía la comida divisé a John
Chapman. Estaba de pie junto a uno de los puestos, con una jarra de cerveza en la
mano, hablando con dos granjeros de expresión afligida. La suya, en cambio, era de
una severa indiferencia ante las súplicas de los granjeros; probablemente las granjas
estarían hipotecadas también a su favor. Chapman nos vio al alzar la vista, y yo
vacilé nerviosa. Brence arqueó una ceja, inquisitivo.
—¿Ocurre algo? —preguntó.
—John Chapman, el hombre del que te hablé. Está allí y nos ha visto. Preferiría
no hablar con él.
Chapman dejó su jarra y se dirigió hacia nosotros, empujando a los granjeros al
pasar. Mientras se aproximaba, una guapa morena de vestido rojo se le acercó
apresuradamente y lo cogió del brazo, con una sonrisa radiante; grandes pendientes
de oro pendían de sus orejas. Al parecer lo conocía bastante bien y esperaba una
calurosa recepción, pero Chapman dijo algo con voz seca y la apartó con innecesaria
brutalidad; en sus ojos hubo un relámpago de odio. La chica tropezó y estuvo a
punto de caer.
—Qué tipo tan encantador —comentó Brence—. Ya veo que sabe tratar a las
damas.
La muchacha logró mantenerse en pie; mordiéndose el labio inferior, se marchó
a toda prisa. Comprendí que no lograba entender el violento rechazo de Chapman.
Cuando éste llegó junto a nosotros, la boca de Brence se puso tensa y la tirantez de
sus pómulos se tornó muy acentuada.
—Señorita Lawrence —dijo Chapman—. Qué raro verla por aquí.
—¿Cómo está, señor Chapman? Le… le presento a un amigo, Brence Stephens.
Brence, John Chapman.
Brence lo saludó secamente con la cabeza. Chapman no le hizo ningún caso.
—Pasé a verla ayer por la tarde —me informó—, pero no estaba en su casa. La
doncella dijo que no tenía idea de dónde podía estar.
—Es cierto —respondí.
—Y también pasé el jueves. Tampoco estaba en su casa. Al parecer ha estado
muy ocupada.
Yo no tenía intención alguna de dar explicaciones a John Chapman, pero él
parecía esperarlas y no se movió, aguardando a que hablara mientras yo lo observaba
con una mirada cortés. Pasaron varios segundos. Se endureció el bulto carnoso sobre
el puente de su nariz, se dilataron sus fosas nasales. Brence me deslizó un brazo por
la cintura y echó sobre Chapman una mirada de frío aburrimiento que resultaba al
mismo tiempo algo amenazadora.
—Ha estado muy ocupada —dijo.
Los dos hombres se midieron con la vista, mientras yo rogaba que no se
enzarzaran en una pelea. Chapman era más corpulento; su constitución maciza
sugería la fuerza de un toro. Pero había razones para confiar en la destreza de Brence
- 31 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
cuando de luchar se trataba. Recordé el modo en que había puesto en fuga a Jamie y
a Billy y me estremecí. Su brazo se puso tenso alrededor de mi cintura. Chapman
soltó un gruñido.
—Pronto nos veremos —dijo—. Tenemos mucho de qué hablar.
Lo saludé cortésmente. Él vaciló un momento, aún gruñendo, pero al fin se
volvió para alejarse, balanceando los brazos y moviendo los hombros bajo la
chaqueta de lana. Dejé escapar un suspiro de alivio y Brence retiró el brazo de mi
cintura. Su actitud parecía muy tranquila, pero en sus ojos había algo letal cuando
miró a Chapman, que se retiraba.
—A ese tipo no le vendrían mal unas cuantas lecciones de buenos modales —
dijo, con ligereza—. Por un momento he pensado que me vería obligado a darle una.
Te aseguro que habría sido un placer.
—Me intranquiliza mucho.
—No tienes por qué preocuparte por John Chapman, Mary Ellen. ¿Seguimos
buscando?
Asentí y Brence sonrió; un momento más tarde había olvidado completamente
a John Chapman, pues al dejar atrás una fila de puestos vi más adelante el
campamento gitano. En los terrenos circundantes de la feria había al menos doce o
trece carromatos pintados y una carpa purpúrea, harapienta, adornada con estrellas
y medias lunas de un dorado desteñido. Una pequeña multitud se paseaba por allí,
examinando las alfombras, los cestos, las ristras de cuentas y otras mercaderías
exhibidas por los gitanos. Al caer la oscuridad varios hombres atezados cuidaban de
las hogueras. Sentí un arranque de entusiasmo al recordar, y eso debió notárseme en
la cara, pues Brence, riendo, me condujo hacia el campamento.
Volvía a ser una niña, ansiosa por reunirme con mis amigos, deseando volver a
formar parte de ese mundo brillante y lleno de colorido. Qué maravilloso sería ver
nuevamente a Inés, a Rodolfo, a Julio y los otros. Llena de expectativa, pasé de un
carromato a otro, pero no vi a nadie conocido. Era la misma tribu, sin duda, pues
reconocía los carromatos por marchitos que estuvieran sus colores; sin embargo, no
había una sola cara familiar. Ya estaba casi oscuro; los fuegos chisporroteaban entre
el saltar de llamas anaranjadas y amarillas; alguien pulsaba una guitarra. Cada vez
era más la gente que se acercaba al campamento, anticipando las danzas. Brence y yo
nos detuvimos frente a la tienda de la adivina. Él sonreía, con expresión amable, pero
comprendí que sólo deseaba complacerme.
—No conozco a nadie —dije.
—Ha pasado mucho tiempo, Mary Ellen. Las tribus cambian.
Sentí una horrible desilusión. Entonces se abrió la solapa de la carpa y la
adivina dio un paso hacia afuera para mirar a la multitud con desdeñosos ojos
negros. Su larga falda roja y azul estaba raída, y la blusa de algodón rojo se veía
desgastada. Del cuello le colgaban metros y metros de cuentas de oro pulido; un
pañuelo purpúreo le cubría el pelo. Era muy vieja; su rostro tenía el color de la caoba,
arrugado y lleno de pliegues. Se había pintado los párpados de color azul claro; el
carmín era abundante en sus mejillas; los labios finos, de un escarlata vivido, se
- 32 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
curvaban en una sonrisa cínica en tanto observaba a la gente que paseaba por el
campamento. Su asfixiante perfume no llegaba a disimular el olor de ajos y sudor.
Cuando se volvió para mirarnos a Brence y a mí, sus ojos de carbón brillaron
codiciosos con mal disimulada malicia.
—¡Adivino la suerte! —nos espetó—. Primero se paga.
Brence negó con la cabeza. La adivina se encogió de hombros y dio un paso
hacia la carpa, pero entonces vaciló, con una profunda arruga en la frente. Al
acercarse a mí para estudiarme con más atención las dos nos reconocimos al mismo
tiempo. Inés, con un gemido, me abrió los brazos y las dos nos estrechamos
meciéndonos a la vez. Al fin, cuando me apartó para observarme bien, tuve que
luchar para impedir que las lágrimas rodaran por mis mejillas.
—Mi Mary Ellen —gruñó—. Eres tú, de veras. Qué crecida.
—Estaba tan afligida… No podía encontraros, ni a ti, ni a Rodolfo o Julio, a
ningún conocido.
—Algunos se van, abandonan la tribu —dijo ella, con su áspera pronunciación
—. Julio todavía está. Corriendo tras alguna falda, seguro, en lugar de ayudar a su
pobre madre. Rodolfo también sigue.
Y chilló:
—¡Rodolfo! Está más haragán que nunca; no hace nada. Pasa la vida tocando la
guitarra en vez de buscar pollos y leche fresca. ¡Rodolfo! ¡Ven en seguida!
Rodolfo apareció corriendo, fresco, alegre, exactamente como yo lo recordaba.
Me reconoció inmediatamente y sus ojos negros se ensancharon de asombro; en
seguida extendió los labios en una amplia sonrisa y me encerró en un abrazo de oso
que estuvo a punto de hacer saltar mis costillas. Me hizo girar en el aire, me dejó en
el suelo y volvió a hacerme girar, sin dejar de reír con regocijo.
—¡Basta! —ladró Inés—. ¡Déjala!
—Rodolfo —dije, sin aliento—, qué alegría verte.
—Recuerdas ¿eh? ¿Recuerdas a Rodolfo y las cosas que él te enseñaba? Te
enseñé a robar de los bolsillos, ¿no? y a poner cara de miserable y a extender la mano
para que te dieran limosna. Te enseñé todos los bailes.
—¡Zut, zut! ¡Déjala! Ella y yo tenemos que hablar. Vamos a la carpa.
—Inés, quiero que… quiero que tú y Rodolfo conozcáis a mi amigo, Brence
Stephens. Ha tenido la gentileza de acompañarme.
Los dos miraron; Rodolfo, con una sonrisa amistosa; Inés, con una abierta
suspicacia en los ojos entrecerrados. Brence saludó cortésmente con una inclinación
de cabeza. Inés puso las manos en jarras y lo miró de arriba abajo.
—Es hermoso —dijo, arrastrando las eses—. ¿Es bueno contigo? Ésa es la
cuestión. Encárgate de él, Rodolfo; enséñale el campamento. Hazte cargo de él
durante un rato.
Brence me dedicó una sonrisa bondadosa y dejó que Rodolfo lo condujera hacia
los carromatos y las hogueras chisporroteantes. Los ojos de Inés volvieron a
entrecerrarse mientras los observaba alejarse. Un momento después murmuró algo
entre dientes y me llevó al interior de la carpa, donde una vela sujeta en un viejo
- 33 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 34 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 35 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 36 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo VII
- 37 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 38 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 39 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Tienes fuego dentro. Con la práctica serías una buena gitana, una buena compañera.
En seguida cogió un viejo sombrero de fieltro y comenzó a recorrer el círculo de
gente para recoger monedas, demasiado endiosado para seguir conversando con una
simple mujer. Me quité las castañuelas y se las entregué a uno de los guitarristas. Él
sonrió ampliamente, con un gesto de aprobación.
Después de arreglarme el vestido y el pelo me reuní con Brence.
—Lo has hecho bastante bien —comentó, con expresión evasiva.
—Antes sabía todos los bailes.
—¿Nos marchamos ya?
—Creo que sí. Ya he visto a mis amigos y… nunca se puede recuperar lo
pasado. Aquí soy una extraña. Supongo que entonces también lo era, pero se
mostraban muy amables conmigo.
Me sentía preocupada al alejarnos de la feria. Durante unos minutos, atrapada
en la magia de la música y el movimiento, me había encontrado viva y palpitante;
pero ahora sentía una extraña relajación. Brence seguía silencioso y remoto, con lo
cual no me ayudaba en nada. ¿Se encontraba complacido, disgustado, sorprendido?
No había forma de saberlo. Miles de estrellas distantes parpadeaban como
fragmentos diamantinos sobre el cielo negro y calmoso a cada lado de la carretera
solitaria, los campos tenían el color del peltre sucio. Al pasar cerca del borde de los
acantilados pude ver el océano y oír el choque de las olas contra las rocas, mucho
más abajo.
Pensé en lo que Inés me había dicho, intentando recordar las palabras exactas.
Tendría que viajar a muchos países, había dicho. Como diplomático, Brence bien
podía viajar mucho; y yo, su mujer, lo acompañaría sin duda. Conocería a muchos
hombres, pero siempre habría uno, el único. El único sería Brence, por supuesto, y los
otros… los otros serían diplomáticos y embajadores que yo conocería al cumplir mis
obligaciones de anfitriona oficial. La fama y la gloria llegarían cuando Brence
alcanzara el pináculo de su carrera, y las riquezas serían parte de ella. El dolor…
Quizá se refiriera a que habría una serie de demoras o desilusiones, y que yo debería
ser fuerte para darle aliento.
Perdida en mis pensamientos, me sorprendí al ver Graystone Manor hacia
delante. Una lámpara ardía en la planta baja, convirtiendo las ventanas en cuadros de
oro amarillo. Fanny debía esperarme levantada, afligida, incapaz de dormid mientras
yo no estuviera a salvo en la casa. Brence tiró suavemente de las riendas y detuvo el
carruaje frente al portón. No había dicho una sola palabra desde que abandonáramos
la feria; tampoco lo hizo en ese momento. Bajó del carruaje y estiró los brazos para
cogerme por la cintura con manos fuertes y ayudarme a bajar. El portón crujió
ruidosamente cuando él lo abrió, despertando ecos en el silencio según nos
acercábamos juntos a la casa.
Cuando llegamos a la puerta, Brence se volvió para mirarme. Su rostro era todo
sombras y planos bajo la luz de la luna; tensos los pómulos, ligeramente
entreabiertos los labios. Estaba tan próximo, era tan alto, tan apuesto, que sentí un
vacío doloroso en mi interior bajo su mirada; con el correr de los segundos, el dolor
- 40 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
se tornó insoportable. ¿Me cogería al fin en sus brazos? ¿Me besaría por fin,
diciéndome todas las cosas que yo tanto deseaba oír? Las hojas susurraban en la
brisa. Los rayos de la luna, mezclados con las sombras, pintaban diseños bailarines
en el suelo.
Brence, con un suspiro, alargó una mano para apartarme un mechón suelto de
la mejilla.
—Eres increíblemente encantadora, Mary Ellen. No sé si tienes idea de lo
hermosa que eres.
Su voz era suave, melodiosa, levemente ronca. Yo permanecí muy quieta,
apenas capaz de respirar, pero temblaba por dentro. Brence sujetó mis hombros
desnudos, apretando mi carne con una suave presión.
—Encantadora —dijo—, sin mácula. Tan inocente, y sin embargo tan sabia, tan
ansiosa.
Sus dedos aumentaron la presión. Inclinó suavemente la cabeza para
estudiarme como un experto podría estudiar una inapreciable obra de arte. Yo miré
aquellos ojos oscuros, centelleantes, esperando, con deseos de hablar, pero incapaz
de decir una sola palabra.
—¿Seré yo el elegido? —musitó—. La tentación es fuerte. ¿He de ser el canalla
que satisfaga sus instintos, o el caballero que quisiera ser, el que se marcha antes de
que sea demasiado tarde?
Contuve el aliento, y el instante que siguió pareció prolongarse una eternidad.
Al fin, con un suspiro, dio a mis hombros un doloroso apretón antes de soltarme.
—Hay cosas que debemos aclarar, pero esta noche no. Debes estar muy
cansada. Será mejor que me marche.
Yo seguía sin poder hablar. Brence sonrió.
—Mañana, Mary Ellen —dijo.
Hablaba en voz baja, con ese tono suave, sordo, que tanto se parecía a la
música, que tan persuasivo podía ser. Mañana. Mientras lo observaba dirigirse hacia
el carruaje, me pregunté si podría soportar la espera hasta que llegara el día de
mañana.
- 41 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo VIII
- 42 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Acepta sólo a unas pocas alumnas, y sólo entre las que ya han hecho grandes
progresos. Nunca habría aceptado si Giovanni no le hubiera escrito
recomendándome. El ballet iba a ser toda mi vida.
—¿Iba a serlo?
—Hasta que te conocí.
—Hasta que me conociste —repitió él, con voz tranquila y reflexiva.
Se mostraba tan agradable, atento y afectuoso como siempre; sin embargo, yo
sentía una tensión que jamás antes había percibido en él. Algo en la postura de su
mandíbula, en la tensa curva de su boca, sugería una férrea determinación y, al
mismo tiempo, una curiosa resistencia. Yo estaba segura de que él se declararía ese
mismo día; iba a pedirme que casara con él, y eso no era fácil para un hombre como
Brence Stephens.
Caminaba a mi lado con pasos largos y fáciles, calzado con un par de brillantes
botas negras hasta la rodilla; vestía pantalones de montar ajustados, negros también,
y una camisa de seda blanca, suelta y abierta en el cuello, de largas mangas que se
henchían ligeramente ante la brisa. Su pelo flotaba al viento, mientras los ojos pardos,
melancólicos, contemplaban visiones interiores que sólo yo podía adivinar.
Caminamos en silencio durante varios minutos, descendiendo por otra leve
pendiente. Al aproximarnos a las vertientes subterráneas, el césped comenzó a
perder su color azul grisáceo para tornarse poco a poco de un tono jade polvoriento.
El suelo se hizo más suave y esponjoso bajo nuestros pies; ahora había más cantos
rodados, enormes piedras de formas diversas. Empezaban a aparecer manchones de
flores silvestres, azules, purpúreas o blancas. Era un sitio extraño y misterioso, que
gozaba de un hechizo especial. Me parecía ver los espíritus de los druidas que en
otros tiempos habían habitado allí, como si nos miraran pasar, espectadores
invisibles que susurraban sus secretos.
Yo vestía de azul oscuro, con falda amplia que se henchía al viento, revelando
brevemente los volados blancos de mis enaguas; el pelo me caía sobre los hombros en
ondas sueltas. Me sentía llena de una embriagadora expectativa, pero también de
aprensión. ¿Y si lo desilusionaba cuando, por fin, me tomara en sus brazos para
besarme? ¿Y si me encontraba torpe y vulgar? A pesar de todas mis lecturas
mundanas, carecía de toda experiencia y sabía muy poco de esos asuntos. Me
hubiera gustado ser en verdad la seductora de la danza y no una muchachita
nerviosa, insegura de sí misma.
—Tu doncella parecía preocupada cuando fui a buscarte —comentó Brence.
—Sí. Mañana marchará a Devon y le cuesta dejarme sola.
—¿Sí?
—No pensaba reunirse con su hermana hasta… hasta que todo estuviera
solucionado, pero ha recibido otra carta. Su hermana va a hacer un corto viaje y
quiere que Fanny vaya antes para que se cuide de la casa. Fanny no quería ir, pero yo
le he insistido. No hay motivos para que se quede.
—De modo que estarás sola en la casa.
—Al menos otras tres semanas. Después Chapman ejecutará la hipoteca y todos
- 43 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
los muebles serán vendidos en pública subasta. No sé… no sé qué voy a hacer
entonces.
—No tienes por qué preocuparte, Mary Ellen.
Ya lo había dicho una vez, y era reconfortante. Brence se haría cargo de mí. Poco
importaba que se vendiera la casa, que los muebles fueran a manos extrañas. Nos
iríamos de Cornwall para compartir un futuro brillante. El pensamiento me llenaba
de regocijo; sentí esa gloriosa oleada de felicidad, que me resplandecía por dentro,
reverberando, aturdiéndome. Rodeada por rocas tan grandes como casas, abrí la
marcha por el sendero angosto que serpenteaba entre ellas, seguida por el paciente
Brence. El agua, al estrellarse contra el suelo, despertaba ecos entre las piedras; el
lugar olía a lodo y musgo. El arroyo era una cinta de planta centelleante que aparecía
para volver a desaparecer. Lo divisábamos de vez en cuando, en tanto seguíamos el
sendero que al fin desembocó en el pequeño claro, tan fresco en mi memoria. Una
angosta cascada bajaba serpenteando por la faz de una áspera roca gris, dividida en
tres pequeños arroyos que caían en un estanque de riberas musgosas. Un roble
extendía su sombra sobre el suelo, donde las flores silvestres purpúreas crecían en
profusión.
—Conque ésta es la famosa cascada —observó Brence.
—Te advertí que no era grande. Pero es encantadora.
—Es encantadora, sí —dijo, pero no estaba mirando la cascada.
—Yo solía venir cuando niña. Me sentaba en aquella roca, junto al estanque, y
me perdía en fantasías.
—¿Qué soñabas?
—Soñaba que era parte de algo. Soñaba que todo el mundo me apreciaba, que
era bonita y no fea, que tenía padres amorosos y respetables y un lugar definido en el
plan del mundo.
—Habrás sido una niña triste.
—Triste no, al menos no mucho. Desafiante, batalladora, orgullosa,
especialmente cuando los chicos me perseguían. Mi tía me tenía un extraordinario
afecto, y por eso no me reprimía demasiado. Me dejó vagar libremente, con mucha
independencia.
Avancé hasta la roca plana junto al agua y allí me senté, desplegando mi falda
azul. Brence se detuvo a mi espalda y yo me esforcé en no temblar; mi nuca quedaba
a la altura del su pecho. Él me apoyó las manos en los hombros, oprimiéndome
levemente la piel. Nuestras imágenes se reflejaban en el estanque, plateadas,
estremecidas, distorsionadas por las ondas. Pasaron varios segundos en silencio; al
fin Brence me alzó la cabellera para acariciar mi cuello.
—¿Y en qué piensas ahora? —murmuró.
—Yo… preferiría no decirlo.
—Estás temblando.
—No puedo evitarlo. Me gustaría ser mayor, no sentirme tan… tan nerviosa.
—No tienes por qué estar nerviosa, Mary Ellen.
—Lo sé.
- 44 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—Qué criatura tan adorable eres. Niña, mujer, una hechicera combinación de
las dos. En cuanto puse en ti los ojos comprendí que esto iba a ocurrir. Me he
esforzado mucho por no enamorarme de ti.
Seguía acariciándome la nuca. Una deliciosa languidez empezó a henchirse en
mi interior, esparciéndose por mi ser con una sensación de escozor, un glorioso
tormento que crecía cada vez más.
—No quería enamorarme de ti. De momento no hay lugar para el amor en mi
vida. Debo alcanzar muchas cosas, y todo compromiso sería sólo una distracción. Me
he resistido. He tratado de negarlo. Pero me tienes embrujado, Mary Ellen.
Contemplé los reflejos temblorosos en el agua, escuchando aquella voz
profunda y melodiosa que parecía acariciarme al igual que sus manos; me volví para
mirarlo a los ojos. Estaban sombríos, ardientes de deseo, de calor. Entreabrió los
labios, curvándolos en una adorable sonrisa, y me alzó para abrazarme. ¡Cuántas
veces había soñado yo ese momento!
—Debí haber abandonado Cornwall inmediatamente —dijo—. Debí
comprender lo que ocurriría. Te amo. Nunca he estado enamorado hasta ahora. He
tenido muchas mujeres y disfrutado de cada una, pero ninguna de ellas significó
nada para mí. Eran simples entretenimientos. Ojalá lo fueras tú también.
Sus brazos me rodearon la cintura, apretándome suavemente contra él; me miró
a los ojos, con la cabeza inclinada a un lado. Fue como si mi corazón dejara de latir, y
la languidez interior se convirtió en dolor, en un tormento insoportablemente dulce.
Apoyé las palmas en sus hombros y lo miré, conteniendo el aliento, temerosa de
respirar, por si la realidad se disolviera en un borrón difuso y yo, al despertar,
descubriera que también aquello era un sueño.
—Te amo, Mary Ellen. Nunca pensé que pudiera pronunciar estas palabras.
—Yo… las estaba esperando.
—Si no fueras tan joven, tan vulnerable… Nunca has estado con un hombre,
¿verdad?
Sacudí la cabeza.
—Por supuesto que no. Tal vez ni siquiera te han besado.
—En realidad, no. Los muchachos que iban a la academia de baile solían
llevarme a los jardines y… uno de ellos quiso besarme en cierta ocasión, pero no se lo
permití.
—¿A que le diste una bofetada?
—Violenta —dije.
Brence rió entre dientes y suspiró; en seguida sus brazos me estrecharon más y
se inclinó hasta que sus labios rozaron casi los míos.
—Me alegra ser el primero —murmuró.
Su boca abrió la mía, húmeda, firme, acariciante al principio; las pieles se
rozaban con una suave presión. Incliné la cabeza hacia atrás y él me sostuvo por la
cintura con un sola brazo. Sus labios apretaron los míos, investigadores, exigiendo
respuesta. Mientras el dolor se extendía hasta la médula de mis huesos, estallando en
sensaciones, deslizó los brazos por la espalda; mis manos frotaron la seda suave,
- 45 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
sintiendo la piel caliente bajo la seda, y descansaron en sus hombros, para aferrarse
desesperadamente cuando él me entreabrió los labios con los suyos. Creí ahogarme
en sensaciones, en tanto él prolongaba la espléndida tortura.
Retiró la cabeza. Me sentí mareada y sin duda hubiera caído si él no me hubiera
sujetado. Sonriente, ardientes los ojos pardos oscurecidos por el deseo, me besó en
los hombros, en la curva del cuello, mientras yo trataba de dominar la respiración,
con ganas de gritar ante las arrebatadoras sensaciones que me poseían. Brence cayó
de rodillas, arrastrándome consigo, recostándome sobre el musgo de la ribera. El
chapoteo de la cascada era como una música brillante, y la esencia de las flores
silvestres actuaba cómo un perfume embriagador; él deslizó las manos bajo mi
corpiño, haciéndole resbalar por mi cuerpo hasta descubrirme los pechos. Los
encerró entre sus dedos acariciándolos.
Me puse tensa. A pesar de mí misma, de mi deseo, me puse rígida, súbitamente
poseída por el temor ancestral nacido con toda mujer. Traté de incorporarme y grité,
pero él me sostuvo contra el suelo y ahogó mis gritos con sus labios, besándome con
una urgencia que pasó a mí, se hizo mía. Me abracé a él, temblando bajo su cuerpo en
tanto sus manos me levantaban las faldas. Se incorporó sobre un codo para
desabrocharse sus ropas; en seguida puso sus rodillas entre mis piernas y me las
apartó suavemente.
—Te dolerá, Mary Ellen. Sólo un poquito.
—Pero yo… yo no quería…
El impacto de su posesión me hizo reaccionar; luché salvajemente, pero en
vano. Él me sujetaba contra el suelo con el peso de su cuerpo, profundizando en mí
hasta hallar la membrana resistente; la atravesó con un empuje brutal que me arrancó
un grito. El dolor ardió por un momento tan sólo, para fundirse en seguida,
inexplicablemente, en un placer que yo nunca había imaginado. Mi carne era
terciopelo que se deshilaba suavemente ante ese duro calor que acariciaba y llenaba,
elevándome hasta un increíble reino de sensaciones. Me alcé en espiral hasta alturas
vertiginosas, cada nivel más regocijante que el anterior, y entonces, durante un
instante, pendí en suspenso, aferrada a él en loca desesperación. Nos balanceamos en
el espacio y al fin caímos en un vacío de éxtasis deslumbrador.
Brence se mostró silencioso y remoto durante el regreso por el camino solitario
hacia Graystone Manor. El carruaje rodaba velozmente al paso que le imprimía el
caballo. Yo también permanecía en silencio, con un ramo de flores purpúreas sobre el
regazo. Mi falda azul estaba manchada de musgo, al igual que las enaguas, y aún
sentía el resplandor que sobreviene al amor. Brence me había poseído por segunda
vez sin que sintiera dolor, sólo placer. Gentil, considerado y tierno, había besado mi
cuerpo todo. Tan sólo al cruzar caminando los páramos se había encerrado en sí
mismo.
Esas distracciones eran sólo parte de su temperamento, algo con lo que yo debía
aprender a vivir. En contraste con ellas, su encanto, su atractiva sonrisa y su ternura
resultaban más efectivas. Yo jugaba con las flores silvestres, pensando en lo ocurrido.
Al fin acababa de cruzar el último umbral hacia mi condición de mujer, y la niña
- 46 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
quedaba atrás para siempre. Sentía una nueva sabiduría, una nueva madurez; nunca
más volvería a ver las cosas del mismo modo. Mi amor por Brence era aún más
fuerte, parte integral de mí; la alegría interior, una centelleante belleza.
Un jinete apareció a lo lejos, cabalgando hacia nosotros. Al acercarse reconocí la
chaqueta de lana y el pelo rojo bronceado. John Chapman apartó su caballo a un lado
del camino y se detuvo para vernos llegar. Su rostro era una máscara brutal y sus
ojos verdes grisáceos relampaguearon a nuestro paso. Brence simuló no haberlo
visto.
En cuanto a mí, no tardé en apartarlo de mis pensamientos. No tenía
importancia. Yo iba a casarme con Brence Stephens. Aunque no me lo había pedido
esa tarde, como yo esperaba, aquello me parecía una simple formalidad después de
la intimidad que habíamos compartido.
- 47 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo IX
Los jardines estaban descuidados y llenos de maleza, pero aún había rosas en
profusión: grandes, aterciopeladas, cuyo color tenía un leve matiz dorado; otras
blancas, pálidas y encantadoras. Elegí las de tallos más largos y les quité todas las
espinas antes de colocarlas en el cesto ancho y poco profundo que colgaba de mi
brazo. Tenía la sensación de que ese día iba a ser muy especial, y deseaba que todo
fuera perfecto. Un florero con rosas daría más vida a la sala. Estaba segura de que esa
jornada sería inolvidable durante el resto de mi vida; la ocasión merecía un ambiente
apropiado.
Habían pasado quince días desde la tarde en los páramos sin que Brence
hablara una sola vez de casamiento; sin embargo, en los últimos días se mostraba
inquieto, desacostumbradamente hosco, cavilante. La noche anterior, antes de
marcharse, me había mirado un largo rato, como si estuviera tratando de tomar
alguna decisión; al fin, con un suspiro, dijo que vendría al día siguiente a primera
hora de la tarde. Yo sabía que faltaba muy poco para su partida de Cornwall; había
tiempo suficiente para casarnos y gozar de una breve luna de miel en Londres antes
de que él asumiera su puesto en Alemania para iniciar su carrera diplomática.
En mi corazón ya estábamos casados. Ausente Fanny, Brence venía a la casa
todos los días, trayendo comida y vino. Ya no vagábamos por el campo, explorando.
A excepción de algún paseo por la playa cercana, permanecíamos puertas adentro.
Yo preparaba la comida que él traía y comíamos, conversando. Después, al caer la
tarde, subíamos a mi habitación para hacer el amor hasta que la luna entraba por las
ventanas y el frío aire de la noche agitaba las cortinas. Yo atesoraba cada contacto,
cada caricia, y las devolvía con un fervor comparable al suyo.
No parecía posible que mi amor por él pudiera aumentar, pero así era. Cada día
era más fuerte, más intenso, hasta que sólo ese feliz sentimiento dominaba mis
momentos de vela, para convertirse en sueños gloriosos cuando dormía. Pertenecía a
él en cuerpo y alma, así como él me pertenecía. Era maravilloso mirarlo,
simplemente, mientras permanecía sentado en la sala, con la frente partida por una
arruga, y maravilloso borrarle el ceño con la punta de los dedos y acariciarle la
mejilla, deslizar el pulgar por la suave curva del labio inferior, para levantarle el
ánimo y alejar sus demonios con una habilidad que me era natural.
Y era maravilloso quedarme en sus brazos después de hacer el amor,
contemplar los rayos de la luna, que trazaban diseños plateados en el cielo raso, y
sentir que esos brazos fuertes me estrechaban; posar la mejilla en su pecho y oír el
latido de su corazón, y regodearme en su calor, en el olor de su piel, sudor y pelo.
Cuando la habitación se refrescaba, cuando las cortinas se henchían como velas de
- 48 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
seda, ¡qué delicia deslizar las uñas sobre sus costillas desnudas, suavemente, y sentir
que se agitaba, verlo sonreír perezosamente antes de volverse para poseerme una vez
más, conducirme al paraíso que los dos compartíamos y seguiríamos compartiendo
durante el resto de nuestra vida!
¡Qué perdida, qué sola quedaba cuando al fin él se deslizaba de la cama para
vestirse! El amor significaba todo para mí, pero en mi nueva sabiduría comprendía
que para los hombres era algo distinto. Los hombres se ocupaban de ganarse la vida,
de hacerse famosos, de lograr el éxito; para ellos el amor era una entidad aparte que
sólo se debía saborear cuando el tiempo lo permitiera. Comprendía que Brence
estaba preocupado por su nueva carrera, y que ella tendría siempre la prioridad. Lo
comprendía y lo aceptaba. Yo estaría allí para ayudarle, para darle aliento, y cuanto
necesitara la distracción del amor le abriría mis brazos y durante un rato le haría
olvidar todo lo demás.
Colmado el cesto de rosas, guardé las tijeras en el bolsillo de mi falda y entré en
la casa. El vestíbulo parecía triste y desnudo, despojado de todos sus adornos. Había
desaparecido la gran mesa Sheraton, así como la alfombra Aubusson azul y gris con
diseños florales rosados. Todos los objetos finos habían sido vendidos para costear
mis estudios y mis lecciones de ballet, además de parte del magnífico guardarropa
que haría morir de envidia a las otras chicas. El guardarropa, mis libros y unos pocos
efectos personales: eso sería todo lo que llevaría conmigo.
John Chapman subastaría el resto del mobiliario y vendería la casa. No
importaba. Yo había crecido allí, en Cornwall, y lo amaba, pero ya era parte del
pasado. Difícilmente volvería alguna vez. Brence y yo viajaríamos por toda Europa,
de un lugar exótico a otro. Habría tiempos duros también, como Inés lo había
predicho, pero los salvaríamos juntos.
Dejé las tijeras en el cuartito contiguo a la cocina, que siempre olía a cerrado,
cogí un florero azul y coloqué las rosas en él para llevarlas al recibidor. Las maderas
de las ventanas seguían abiertas, permitiendo la entrada de ondulantes rayos de sol.
La repisa de mármol blanco estaba bien pulida. Aunque la pana del sofá azul estaba
gastada y la mesita de caoba había perdido parte de su barniz, los sillones floreados
aún tenían buen aspecto y el espejo ovalado, con su marco de oro, añadía un toque
de elegancia. Coloqué el florero con las rosas en la mesita y volví a acomodarlas,
rozando apenas los pétalos aterciopelados.
Ya eran más de las doce y Brence llegaría muy pronto. ¿Cómo se expresaría?
¿Qué iba a decir? Tal vez se mostraría frío y práctico; tal vez me cogiera en sus brazos
para mirarme intensamente a los ojos y decirme que ya había hecho todos los
preparativos e indicarme que comenzara a preparar mis maletas. Perdida en
delicadas especulaciones permanecí junto a la mesita acariciando las rosas. De
pronto, al contemplarme en el espejo, noté que aún llevaba puesto el vestido de la
mañana.
Corrí a mi dormitorio y abrí el ropero para examinar la profusión de vestidos
que allí colgaban. ¿Cuál debía ponerme? Pasé varios minutos sin decidirme,
rechazando uno y otro; al fin, sonriendo, cogí el vestido de algodón color de fucsia
- 49 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
que llevaba cuando nos conocimos. No era demasiado elegante, pero a él le había
encantado… Parecía que hubiera pasado mucho tiempo desde entonces.
Extendí el vestido sobre la cama y me quité el que llevaba puesto; en enaguas
me senté ante el tocador para cepillarme el pelo hasta que brilló con reflejos azules.
Finalmente, satisfecha, apliqué un toque de perfume sutil tras el lóbulo de las orejas y
en el seno; en seguida me vestí. Una vez frente al espejo, me ajusté el corpiño, deslicé
las manos por la cintura ceñida y alisé la falda sobre mis enaguas preguntándome si
él recordaría ese vestido.
Al salir de la habitación oí que su carruaje se aproximaba a la casa y sonreí,
sintiendo el entusiasmo familiar. Comencé a descender las escaleras, pero de pronto,
a mitad de camino, fue como si las rodillas cedieran, tuve que agarrarme a la baranda
para no perder el equilibrio. Todo se estremeció ante mis ojos, borroso, girando, y
sentí un leve zumbido en la cabeza. No podía respirar bien; mi pulso saltaba. Eran los
nervios. Jamás en mi vida me había sentido tan nerviosa. Me asaltaban dudas
terribles y tuve un momento de verdadero pánico, aferrada a la baranda con tanta
fuerza que los nudillos se me pusieron blancos.
Cuando el carruaje se detuvo, oí sus pasos que subían por el sendero. El pánico
me tenía en sus garras, petrificada, incapaz de moverme, y Brence estaba llamando a
la puerta de entrada. Pasaron unos segundos. Al fin cesó el zumbido, desapareció el
mareo. Tomé aliento, solté la baranda y seguí bajando la escalera, ya compuesta,
dejando atrás ese momento terrible. Abrí la puerta y él entró. Llevaba su traje azul
marino y una larga capa de viaje, cuyo ruedo rozaba el suelo.
Lo cogí del brazo sonriendo; iba a ponerme de puntillas para besarlo, pero su
expresión me contuvo. Tenía la boca rígida en las comisuras, el ceño fruncido y los
ojos oscuros, decididos, como si tuviera una desagradable tarea que realizar.
—Llegas temprano —dije en tono ligero—. Acabo de vestirme.
Di un paso atrás y giré en redondo, exhibiendo el vestido. Si lo reconoció, no
dio muestras de ello. ¿Por qué llevaba puesta la capa? Nunca lo había visto con ella.
¿Por qué estaba tan ceñudo? Sentí un estremecimiento de alarma, una leve
conmoción, pero me negué a prestarle atención.
—Veo que no has traído comida —comenté—. No importa. En la alacena
tenemos bastante.
Me dirigí hacia el salón sintiéndome exaltada y tratando de acallar ese
estremecimiento interior.
Más tarde preparé una tortilla.
—No sé cocinar en realidad, porque en la academia no nos enseñaron, pero
Fanny me dijo cómo se preparan las tortillas. ¿Verdad que estas rosas son divinas?
Las he cortado esta mañana. Quería que todo estuviera bonito porque… porque sé
que hoy será un día especial y…
Me interrumpí en seco, incapaz de mantener la ficción… Él seguía en medio de
la habitación, con la capa echada hacia atrás y la boca convertida en una línea
cerrada. Le volví la espalda, rogando que no fuera eso, pidiéndolo con todo mi
fervor.
- 50 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 51 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 52 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—Usted…
—Al parecer te ha abandonado.
—¡Usted no tiene ningún derecho a venir!
—He venido a hacerme cargo de lo que es mío. He esperado, Mary Ellen. He
esperado demasiado. Te vi con él en el carruaje aquella tarde. Vi tu aspecto y adiviné
lo que había ocurrido. Era evidente en todo tu cuerpo.
—Salga de aquí.
—He visto su carruaje frente a esta casa todas las tardes, todas las noches.
Seguramente te mandó despedir a la doncella para así poder utilizar la casa para
vuestra lujuria. Mejor para él. Se habrá divertido, pero ahora me toca a mí el turno.
Retrocedí y Chapman rió entre dientes, disfrutando de mi miedo. Estalló un
trueno; toda la casa parecía temblar. El viento volvió a aullar, soplando furiosamente.
—La sangre tira —dijo—. Aunque te hayan dado una educación refinada,
aunque te des muchos aires, sigues siendo la hija de tu madre. Stephens lo percibió
inmediatamente, igual que yo.
—Salga de aquí —repetí.
—No, Mary Ellen. La que saldrá eres tú. Te vas mañana al mediodía. Enviaré a
un muchacho con un carro para llevarte a la estación con tus maletas. No sé adónde
irás o qué vas a hacer, pero supongo que sabrás arreglártelas. Siempre podrás
ofrecerte por las calles.
—Usted es un puerco.
—Tenía proyectos para ti, Mary Ellen, proyectos muy hermosos. Habría
solucionado todos tus problemas, pero has querido jugar conmigo, me has tenido
colgado y hecho pasar por tonto. Eso no me gusta.
Gruñó. Su pelo broncíneo mostraba un brillo oscuro; en sus ojos se leía el
apetito de lujuria. Se irguió con las piernas abiertas y los brazos en jarras.
—No me gusta que me utilicen como juguete, Mary Ellen.
Avanzó hacia mí; retrocedí hacia la sala.
—No… no se acerque —le advertí.
—Ya no pareces tan segura de ti misma. Te mostrabas tan altanera y orgullosa…
¿Qué ha ocurrido, Mary Ellen? ¿Tienes miedo?
—No se acerque.
Él se puso a reír. Cruzó la distancia que nos separaba de tres pasos largos y me
agarró por la cintura, apretándome contra su cuerpo. Yo me debatí frenéticamente,
clavándole las uñas en la cara hasta hacerle sangre. Chapman emitió un bramido y
me dio un cruel empujón. Di con las piernas contra el sofá, perdí el equilibrio y caí
sobre los almohadones. Las ventanas repiqueteaban ruidosamente castigadas por el
viento. Chapman se irguió ante mí, respirando agitadamente.
—Mañana te marcharás de aquí —gritó—, pero esta noche me perteneces.
- 53 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo X
El aire era fresco, claro y vigorizante; el cielo estaba azul brillante sin una sola
nube. El sol se volcaba radiante desde lo alto, convirtiéndose en rayos de plata sobre
el agua, centelleando sobre los acantilados, recortando todo con claridad. Yo
caminaba con cuidado, escogiendo el camino por el borde del barranco.
El muchacho del carro no llegaría hasta dentro de una hora al menos; yo ya
tenía mis maletas preparadas y listas en el vestíbulo. Contenían todas mis ropas, a
excepción del vestido color fucsia. Esa misma mañana, cuando Chapman se marchó,
me quité el vestido. Nunca más hubiera podido ponérmelo. Después de destruirlo
me bañé y froté fuerte mi cuerpo, esforzándome en apartar esa pesadilla de mi
mente. Ya había terminado, era parte del ayer. John Chapman pagaría por ello algún
día. Pero yo no podía perder tiempo pensando en él. Iba a comenzar una vida
totalmente nueva, y ya era otra persona.
Me sentaba bien andar. No podía soportar la casa un momento más. Una vez
listas las maletas, podía regresar con el tiempo justo para encontrarme con el
muchacho que iba a trasladarme a la estación. Esperaría junto al carro mientras él
cargaba las maletas. Jamás volvería a pisar esa casa. Ya no era el hogar donde yo
había crecido, bajo la amorosa vigilancia de tía Meg. Era la casa donde me habían
traicionado, abandonado y violado. Me alegraba partir, pues me habría sido
imposible permanecer en ella un día más.
Sólo mis ropas, mis libros, la acuarela de mi padre y otros pocos objetos
personales saldrían de Cornwall conmigo. Jamás volvería a esa zona de Inglaterra.
Brence Stephens me había proporcionado los medios para huir. No tenía intenciones
de alquilar una casita modesta, ni de buscar a un joven bueno, ni de casarme con él
para parir sus hijos y llevar la vida que se espera de las mujeres aburridas: huecas,
subordinadas, apartadas del mundo que las rodea. Yo había nacido para otras cosas.
Tenía un destino por delante y esperaba cumplirlo.
Land's End surgía del agua hacia delante. Había llegado hasta ese punto
deliberadamente. Tenía que contemplarlo una vez más antes de partir. Caminando
sobre la roca hasta el punto más alejado, me detuve allí, sola, frente al viento, a las
rocas melladas y a las olas tempestuosas. El viento ahuecaba mi falda, levantando
seda y enaguas, arremolinando mis cabellos.
Cedí un poco a mi debilidad. Consentí pensar en Brence, y la angustia, el dolor,
me barrieron como las olas barrían las rocas, amenazando demolerme. Lo amaba,
seguía amándolo. Me había utilizado, me había abandonado, pero el amor seguía
vivo en mí como un constante tormento. ¿Cómo podría seguir viviendo sin él?
¿Cómo enfrentar la vida sin la promesa de sus brazos estrechándome, de sus labios
- 54 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
uniéndose a los míos? Brence, Brence, ¿por qué? Jamás podría olvidarlo, jamás me
recuperaría.
Las lágrimas colmaron mis ojos y rodaron por mis mejillas; las dejé fluir
durante varios minutos antes de secarlas. Desde algún lugar recóndito llegó la
fuerza; me endurecí, aferrándome a ese centro duro, mientras obligaba al dolor a que
retrocediera hasta el rincón oscuro donde permanecería para siempre, tensamente
contenido. No pensaba ceder a él ni tampoco renunciar. Iba a sobrevivir, lograría
triunfar. Por Brence Stephens había estado dispuesta a perder mi libertad, a cambiar
mis sueños de gloria por el sueño de amor. Nunca más perdería mi libertad, jamás
dependería de otros para ser feliz. Allí, de pie en el extremo de Land's End, con el
viento agitándome los cabellos y las olas a mis pies, pronuncié esos juramentos.
Me dirigía a Londres para estudiar con Madame Olga. En el sobre había dinero
suficiente para pagar un año de estudios si no lo malgastaba; tendría que
hospedarme en alojamientos baratos y ahorrar todo lo posible. Un año con Madame
Olga sería suficiente. Trabajaría sin cesar, hasta caer agotada, y lograría así
convertirme en la bailarina más famosa de Europa. Sería una figura gloriosa,
encantadora, dotada de una luz especial, y Brence Stephens al verme me recordaría y
me rogaría que fuese suya. Algún día, juré, se invertirían los papeles.
Apreté mi puño, firmemente decidida. Convertiría en realidad ese sueño, y
nada en la tierra podría detenerme.
- 55 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
LONDRES
1845
- 56 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XI
Nos reunimos entre bastidores como un ramo de rosas nerviosas, flotantes las
faldas de tul rosado, blanco y rojo. Sarah comentó que aquello de ser una rosa le
parecía más tonto que el diablo, y agregó que, si no había más remedio, hubiera
preferido ser una rosa roja; el blanco no le sentaba en absoluto. Theresa, agachándose
para ajustar las cintas de sus zapatillas de ballet, se quejó de los excesivos tours jetés
que Madame esperaba de nosotros. No le extrañaría si se estrellaba contra la pared de
ladrillos, al otro lado del escenario, y quedaba inválida para toda su vida. Cuando
Jenny comentó que tal vez eso fuera una bendición, Theresa le clavó una mirada
asesina.
—¿Cuánto público tenemos? —preguntó Sarah.
—Lleno total —le informó Theresa—. Las producciones de Madame siempre son
a teatro lleno. Esa vieja bruja bien podría pagarnos una o dos libras.
—Lo hacemos para adquirir experiencia —dijo Jenny—. ¿Cuántas alumnas
tienen la oportunidad de bailar ante el público durante toda una semana de cada
mes?
—Ahí la tenéis —saltó Theresa—. Igual que Mary Ellen, tomándose la danza
tan en serio, con tanta dedicación. Las pantorrillas me están matando y ni siquiera
hemos comenzado todavía. ¡Estas malditas zapatillas no me quedan bien!
Sarah, echando una mirada a su alrededor para asegurarse de que Madame no la
observaba, cruzó rápidamente el escenario vacío y fue a espiar por el agujero del
polvoriento telón de terciopelo. Todas estábamos tensas. Las presentaciones
mensuales provocaban un gran desgaste nervioso, pero comprendíamos que eran
una invalorable experiencia. Madame Olga aceptaba sólo a veinte alumnas por curso,
todas muchachas que ya tenían años de estudios. Las clases se daban en el salón de
ensayos de un teatro, propiedad de Madame, donde todos los meses presentaba un
nuevo ballet, con coreografía propia, para presentar a sus alumnas. Todos los
productores importantes del mundo del ballet inglés asistían a esas representaciones
para buscar nuevos talentos. Así, muchas de las chicas habían firmado contratos para
aparecer con cuerpos importantes. En el Covent Garden, la mitad de cuerpo de baile
estaba compuesto por graduadas en la escuela de Madame Olga. Sarah espió por el
agujero y me hizo señas para que me acercara. Corrí hacia ella, con la falda de tul
rojo flotando como pétalos esmaltados. Ya sabía lo que iba a decirme.
—Allí está —susurró.
—¿Otra vez?
—Segunda fila, al centro, en la misma butaca que ocupaba anoche. No quiere
renunciar, ¿verdad?
- 57 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 58 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 59 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
dueños. Las muchachas de Madame Olga todavía no eran profesionales, pero sí muy
cotizadas, posiblemente porque ella nos vigilaba estrechamente y nos prohibía salir
con cualquiera de los hombres que asistieran a las funciones. Durante el año anterior
diez o doce hombres al menos me habían hecho proposiciones, pero yo los rechacé a
todos. Eso divertía a Sarah y a Theresa. Las rosas blancas habían empezado a bailar,
moviéndose en círculos junto con las rosadas y celebrando la blanca luz solar.
Era sólo un hombre más, ansioso por pavonearse ante sus amigos con una
bailarina. Yo no creía ni por un momento que tuviera conexiones en el ambiente del
teatro. Él se había presentado como agente relacionado con Fleet Street. Decía que
cuantos valían la pena eran conocidos suyos, que deseaba convertirme en estrella. Ni
una criatura de doce años se hubiera tragado esa patraña. Tenía todo el aspecto de un
mentiroso nato, de un vagabundo que vivía de su encanto, su ingenio y su aspecto
deslumbrante. Las rosas rosadas y blancas bailaron en círculos alrededor de las rojas,
instándonos a levantarnos para celebrar la mañana y saborear su belleza. Nos
balanceamos, elevando los pétalos rojos, flotantes, alargamos nuestros brazos al sol.
Me sentía sola. Nunca había experimentado tal soledad. Aunque era amiga de
las otras bailarinas, no mantenía una relación íntima con ninguna de ellas. No tenía
medios para tratar con ellas fuera del teatro, y el orgullo me impedía aceptar las
invitaciones que ofrecían con tanta facilidad. Mi única amiga era Millie, pero ella
tenía horarios tan extraños que rara vez nos veíamos. Hubiera sido agradable ir a un
restaurante con un hombre, acompañarlo al teatro en una de mis noches libres. Pero
no con un hombre como Anthony Duke, un vagabundo que deambulaba por los
teatros apartados persiguiendo a las mujeres que no se interesaban en él.
—¡Cielos! —siseó Sarah—. ¡Levántate, Mary Ellen!
La miré sorprendida. Todas las otras rosas rojas se habían desplegado y estaban
erguidas sobre sus largos tallos, balanceándose, en tanto las rosas blancas y rosadas
ondulaban hacia dentro y hacia afuera. Me levanté con unos buenos treinta segundos
de retraso y giré, fingiendo que todo era parte de la coreografía; aunque no perdí el
paso, estaba enervada. ¿Qué demonios me ocurría? Nunca hasta entonces había
hecho algo por el estilo. Siempre era parte de la música, parte de la magia y mi
propia identidad quedaba completamente sometida. Avancé por el escenario de
puntillas inclinándome y girando.
No volví a cometer errores, pero durante todo ese tiempo estuve pendiente de
las luces, del mar de caras, de cientos de ojos que me observaban; dos, en especial. La
danza debía ser un líquido fluir de expresión, pero esa noche yo tenía exacta noción
de cada paso y cada movimiento. Me sentía rígida y mecánica, como una entidad
aparte que ejecutara sus pasos con poco sentimiento.
Las rosas rojas y las rosadas salieron del escenario, dejando a las blancas para el
interludio especial. Yo esquivé un rollo, de soga y me detuve tras un montón de
decorados para observarlas. Mattie, la mujer del guardarropa, corrió para entregar
una toalla a cada una de nosotras, con la que nos secamos cuidadosamente el sudor.
El moño alto de Regina se estaba desarmando otra vez, y ella dejó escapar una risita
nerviosa, en tanto una irritada Theresa ponía las suaves ondas rubias en su lugar,
- 60 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
sujetándolas con horquillas. Yo estaba sin aliento y me dolían todos los músculos del
cuerpo. Por primera vez tenía miedo, miedo de no recordar los pasos cuando les
llegara el turno a las rosas rojas, miedo de fallar.
Los aplausos retumbaron en la sala mientras las bailarinas de blanco
desaparecían del escenario como arrebatadas por el viento. Las rosadas entraron
girando sobre las puntas de los pies, con las faldas abiertas en grandes círculos. Sarah
cogió una toalla de manos de Mattie y vino hacia mí, secándose la cara y los
hombros.
—¿Qué te ocurre hoy?
—No sé.
—Es por ese hombre, ¿verdad? Te tiene intranquila.
Yo sacudí la cabeza.
—No es eso, Sarah. Pasan muchas cosas. Parece que… soy incapaz de
concentrarme.
Me quedaban exactamente diez libras. Había vivido con extrema frugalidad,
pero en un año el dinero había desaparecido. Llevaba tres semanas sin pagarle a la
señora Fernwood y estaba segura de que ella no vacilaría en echarme de la habitación
si no le pagaba pronto. Durante el último mes había vivido sin desayunar ni cenar,
con sólo la comida, para economizar un poco más. Necesitaba zapatillas nuevas y
debería comprarme otra capa antes de que llegara el invierno. A fin de mes tendría
que volver a pagar a Madame y no tenía dinero. Eso era todo.
La soledad no era lo peor. Empezaban a asaltarme las dudas con respecto a la
danza. Madame Olga sólo aceptaba a las alumnas que prometían mucho. Aunque yo
había parecido muy prometedora, después de un año no bailaba mejor que al
comenzar las clases con ella. En el fondo, yo lo sabía. Me esforzaba más que las otras.
Más de una tarde, al terminar las lecciones, me quedaba a practicar en el salón
desierto, pero parecía no servir para nada. La capacidad estaba allí y también la
técnica, pero me faltaba esa cualidad especial que diferencia a una bailarina de las
demás y le permite brillar. ¿La adquiriría alguna vez? Sin proseguir con los
esfuerzos, no, y ¿cómo seguir estudiando con Madame Olga si…?
—Se te ve pálida —observó Sarah.
—Estoy bien.
Sus ojos azules estaban llenos de auténtica aflicción.
—Pero, Mary Ellen, tú no eres así. No estarás… Oh, no estás embarazada,
¿verdad?
—Claro que no.
—Ya me parecía. Tú y Jenny sois las únicas que no salís con ningún hombre.
Pero algo te preocupa, me doy cuenta. Oye, si puedo ayudarte, como sea…
Yo estreché su mano.
—Estoy bien —repetí—. He estado tratando de bajar de peso y me siento un
poco débil, nada más.
Sarah quedó completamente exasperada.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó—. ¿Cómo se te ocurre…? Esta noche vas a tu
- 61 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
casa y comes bien. Ahora ponte en tu lugar, que va a comenzar nuestro pas de six. Y
trata de no hacernos quedar mal.
Volví a sonreír, divertida. La amistosa dureza de Sarah era justamente lo que
necesitaba. Formé línea con las otras rosas rojas que, prestando atención a la música,
esperaban el pie. Yo detestaba la autoconmiseración, pero había estado muy cerca de
sentirla. Llevaba ya un año avanzando con determinación, pasando por alto la
soledad, el vacío interior, sin preocuparme por las privaciones; trataba de combatir la
amargura y el dolor que se abatían sobré mí cada vez que pensaba en Brence
Stephens. Aunque era fuerte, la tensión me estaba agotando. En el momento en que
las bailarinas de rosado salieron girando del escenario, sentí una nueva energía, una
nueva resolución.
Buscaría algún tipo de trabajo que me permitiera continuar con Madame Olga.
Podía servir en un restaurante e incluso barrer los pisos si era necesario. No admitiría
la derrota. A fuerza de trabajo y trabajo se materializaría esa cualidad, ese carisma, y
algún día me convertiría en una gran primera bailarina. Tenía que creerlo, pues ese
sueño era cuanto me quedaba para seguir viviendo. Sin él estaría perdida por
completo y la angustia que encerraba dentro de mí acabaría por destruirme.
Entré al escenario de puntillas, flotando en el aire. Ahora sí era parte de la
música, de la magia, una rosa acariciada por la blanca luz del sol. Un tour jeté, dos,
perfectamente ejecutados. Las rosas rosadas se unieron a nosotras, nos rodearon, y en
seguida las blancas, y todas giramos, llevadas en el aire por la brisa del jardín. La
música se hizo más suave, más lenta, y la luz se fundió en oro, oro oscuro, en plata,
plata azulada, hasta apagarse en la oscuridad en tanto caíamos al suelo, con los
pétalos plegados.
Cesó la música. El telón cayó sobre un cuadro idéntico al que el público había
visto al comenzar el espectáculo. Mantuvimos nuestras posiciones en tanto el telón se
elevaba y volvía a caer, y finalmente corrimos fuera del escenario bajo aplausos
entusiasmados. El escenario quedó inundado por una luz cegadora. La pesada
cortina de terciopelo volvió a levantarse; salimos a saludar tal como Madame Olga lo
había dispuesto. Estábamos relajadas y llenas de alegría, sonrientes, mientras el
público proseguía demostrando su apreciación con sincero entusiasmo. Por fin
Madame Olga avanzó regiamente y recibió el aplauso con una imperiosa inclinación
de la cabeza.
Al salir Madame Olga, el telón cayó por última vez y se encendieron las luces de
la sala. Nos reunimos en el vestuario. Aunque pequeño, atestado de cosas y mal
ventilado, prevalecía allí una atmósfera de alegre frivolidad. Así ocurría siempre
después de una función. Las bailarinas charlaban vivaces, riendo; iban y venían como
encantadoras aves exóticas mientras entregaban sus trajes a Mattie para ponerse las
ropas de calle; sentadas ante los espejos alineados ante el largo tocador,
intercambiaban chistes despreocupados. El aire olía a polvo, sudor y perfume. Dos
pequeñas ventanas se abrían al callejón de la parte trasera del teatro, permitiendo
sólo una ocasional sugerencia de aire fresco.
Me quité el traje y lo entregué a Mattie; en seguida cogí una toalla del montón
- 62 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
que ella había dejado en uno de los bancos y me sequé con ella; me puse la enagua y
me senté ante el tocador para soltarme el pelo, dejándolo caer como una cascada
sobre los hombros. Me quité el maquillaje y me sequé la cara. El cansancio me llegaba
ya a los huesos, pero me sentía de un humor mucho más animoso que antes, pues
una vez más estaba decidida a triunfar contra toda la adversidad. Ese era mi mundo,
mi vida toda, y no me dejaría derrotar por la mala suerte.
—Creo que ha salido muy bien —exclamó Theresa—. ¡Estuvimos maravillosas,
maravillosas de veras! Excepto Mary Ellen, por supuesto. Da ánimos pensar que
hasta ella se equivoca de vez en cuando, ¡y de qué modo!
—He estado espantosa —admití.
—No importa, querida. Esta noche por dos veces he estado punto de caer
sentada. Veamos, ¿quién ha cogido mi lápiz de labios? Primero me roban los polvos,
y ahora el lápiz de labios…
—Lo tienes ahí enfrente —le dijo Jenny—. Yo lo pensaría dos veces antes de
usarlo. Madame puede andar por ahí, y ya sabes lo que opina. Sólo las prostitutas
usan maquillajes fuera del escenario, dice, y sus chicas deben estar por encima de
todo reproche.
—Cualquiera diría que gobierna un convento —se quejó Sarah—. Esta tarde mi
hermano me ha acompañado al teatro. Mi hermano, fijaos bien. Madame nos ha visto
y he tenido que escuchar su sermón. Sus señoritas deben ahorrar todas las energías
para la danza.
—No sabía que tuvieras un hermano —comentó Theresa.
—Es que no lo tiene —aclaró Jenny.
—Lo tengo, por lo que a Madame concierne. Es un encanto. Ojos pardos
soñadores, pelo rojo oscuro, ¡y qué hombros! Además es rico. ¿Me prestas un poco de
colorete, Theresa? Esta noche tengo una cita con él.
—Yo debo ver a mi primo —informó Theresa—. Es conde. Al menos eso es lo
que dice. Tiene un apartamento precioso en Kensington, con criados y todo.
—¿Fue él quien te regaló la pulsera de diamantes?
—Ése fue mi tío, guapa. El hijo de puta volvió con su esposa hace dos semanas,
antes de que yo consiguiera el collar que hiciera juego.
Las otras estallaron en alegres carcajadas. Yo sonreí y continué cepillándome el
pelo.
—Hablando de parientes —dijo Theresa—, ese hombre estaba otra vez en la
platea, Mary Ellen. Ya sabes de quién hablo, de ese tipo estupendo que te ha estado
persiguiendo.
—Ya lo ha visto —le dijo Sarah—. No le interesa.
—Dios da pan al que no tiene dientes —suspiró Theresa—. Yo abandonaría a mi
primo inmediatamente. ¿Quién es, Mary Ellen?
—Se llama Anthony Duke.
—¿Duque? —gorjeó Regina—. ¿Quién dice que hay un duque entre bastidores?
Sarah, Theresa y Jenny rieron al unísono. Regina no era famosa por su claridad
intelectual, y las otras la trataban de una mezcla de paciencia y cansada resignación.
- 63 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 64 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 65 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 66 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XII
- 67 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 68 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 69 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 70 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 71 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
negras recosidas y el vestido gris desteñido; su pelo muy claro escapaba siempre del
alto moño. Millie y yo le dábamos todas las propinas que podíamos por sus patéticos
servicios, y la chica siempre parecía a punto de echarse a llorar. Me parecía cruel que
una niña de apenas trece años se viera obligada a lustrar pasamanos, sacar cántaros
de agua sucia y traer capachos de carbón; pero Millie aseguraba que Jessie era de las
afortunadas; ella, a los trece años, ya «hacía» la calle.
Me quedé en la bañera más de una hora; también me lavé la cabeza. Eran casi
las seis cuando volví a mi habitación. Tendría que salir hacia el teatro antes de una
hora. Vestida sólo con mis enaguas, me senté frente al tocador para cepillarme el
pelo. La luz del sol entraba en diagonal por las ventanas, plateada y clara, trazando
dibujos brillantes en la alfombra desteñida y dorando las superficies del viejo
mobiliario de caoba. La habitación, mal conservada, resultaba cómoda gracias a sus
cortinas floreadas, la silla olivácea demasiado rellena y los cubrecamas de satén
rosado gastados por el uso. Los libros que había llevado conmigo desde Cornwall,
junto con mis ropas, colaboraban para que la habitación pareciera más personal.
Aún estaba cepillándome cuando oí pasos en el pasillo y un suave golpe a la
puerta.
—¿Sí? —dije en voz alta.
Millie entró, luminosa en su vestido de muselina amarilla, bordada con
diminutas flores marrones y doradas. El corte era excesivamente aniñado: mangas
ampulosas, corpiño ceñido y falda amplia. Los largos rizos dorados de Millie, su
boca rosada y respingona y sus mejillas pecosas habrían podido parecer los de una
recatada jovencita recién llegada del campo, a no ser por los ojos, de un azul intenso.
Los ensombrecía la sabiduría del mundo; eran ojos que habían visto demasiado en
diecisiete años de vida. Fuerte, adaptable, escandalosamente descarada, Millie era
independiente hasta el salvajismo y tenía un invariable buen humor, decidida a sacar
el mejor partido en cualquier circunstancia.
—¿Qué tal? —exclamó, girando en redondo para mostrar el vestido.
—Es precioso, Millie.
—Lo he hecho yo. Esta tarde he acabado el ruedo. ¿Verdad que me sienta bien?
—Estás encantadora.
—Para mí nada de plumas ni de baratijas brillantes, querida. Ni polvo ni
colorete. A los hombres les gustan las chicas jóvenes y delicadas, y lo que yo quiero
es agradar. ¡Me ha costado semanas de práctica ruborizarme!
—Causarás sensación, no lo dudes.
—¡Oh, no busco eso! Me conformo con seguir llenando agujeros; no sé si me
entiendes.
Millie había quedado huérfana a los doce años; la enviaron a vivir a una granja,
con su tío viudo y sus dos primos fornidos. A los doce años y medio la violó el tío;
poco después se encontraba satisfaciendo también cada noche los instintos de sus
primos. Puesto que debía pasar tanto tiempo acostada de espaldas, llegó a la
conclusión de que era mejor cobrar por ello; entonces Millie robó a su tío una bolsa
de monedas y se dirigió directamente a Londres. La ciudad era un sitio traicionero
- 72 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
para una jovencita entregada a sus fuerzas; pero Millie había plantado cara a todas
las adversidades con fe en sí misma, sin perder el optimismo y la alegre disposición
que la hacían tan cautivadora.
—Se me ha ocurrido venir para ayudarte a vestirte —dijo—. Parece que
necesitas ayuda con el pelo también.
—En realidad no es necesario, Millie.
—Oh, es un trabajo que me encanta. ¿Qué te vas a poner?
—Todavía no lo he pensado.
Millie ya tenía el ropero abierto y estaba inspeccionando las ropas con mirada
crítica.
—A ver, a ver. La seda rosada no. Y este tafetán azul ya se está ajando. Voy a
tener que hacerle algo; a lo mejor le añado unos volantes o algo así. ¿Te gusta el
terciopelo? ¿Demasiado petulante? No tienes nada rojo; el rojo te quedaría
maravilloso, querida. Con ese pelo negro serías un sueño. ¡Tantas cosas fantásticas!
Para mí sería estupendo tener vestidos así. ¡Ah, esto! Este gris perla es precioso. Es
seda pura. Y tantos volantes de encaje color coral…
Millie sacó el vestido del ropero y lo tendió en la cama tocándolo con ternura.
Le encantaba ayudarme a cuidar mi ropa. Como tenía talento con el hilo y la aguja,
además de ser ingeniosa como costurera, había cuidado mis prendas
extraordinariamente bien. Además, Millie tenía habilidad para peinar y le gustaba
mucho intentar nuevos estilos con mi pelo. Detallista, original, dotada de ojo crítico y
buen gusto instintivo, habría sido estupenda como doncella de cualquier señora, y yo
se lo había dicho.
—Oh, eso me gustaría —respondió—, ¿pero quién va a contratar a una puta?
Ninguna de las señoras que veo pasear por Londres. ¡Dios me guarde! Se
horrorizarían.
—No debes menospreciarte, Millie.
—No lo hago —respondió ella—. Soy lo que soy porque no tengo otro remedio.
Otras elegirían morirse de hambre, pero yo… tengo otro carácter. Y no es tan feo, te
diré. Tengo mis clientes fijos; tipos agradables, casi todos me tienen afecto. Siempre
he sido exigente. Tengo suerte; podría estar vendiéndome en los barrios bajos todas
las noches como esas pobres pájaras.
Millie se acercó al tocador, cogió el cepillo y comenzó a arreglarme el pelo.
—Además tengo algo ahorrado, querida. Casi todas las chicas se gastan la
ganancia en ginebra o se la dan a algún tipo que, encima, les pega. Yo nunca; no
pruebo el vino ni permito que un hombre me domine.
—Eres muy astuta.
—No tengo otro remedio, querida. Estoy sola en el mundo, y te aseguro que el
mundo se las trae contra las mujeres solas.
—Ya me he dado cuenta.
—Tú también has pasado lo tuyo. Pero tienes educación, eres distinguida. Uno
de estos días serás rica y famosa. Me lo dicen los huesos. A ver, ya está.
Sujetó un último mechón con una horquilla, arrugó el ceño y dio un paso atrás
- 73 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
para admirar su obra. Las suaves ondas de ébano, recogidas hacia atrás, me caían en
una espesa cascada sobre los hombros. Millie estudió críticamente el peinado durante
unos momentos y, al fin, sonriente, hizo chasquear los dedos y comenzó a revolver la
caja de cintas. Sacó una larga, de suave terciopelo y color coral, y la sujetó sobre la
nuca en un moño grande. Con un último retoque a mis ondas se mostró satisfecha.
—Ha quedado muy bien —le dije—. Como siempre que tú me peinas.
—Reconozco que tengo facilidad para peinar —admitió—. Es hora de que te
vistas, querida, o llegarás tarde al teatro. Ojalá pudiera ir otra vez a verte bailar, pero
a las nueve tengo una cita. Un tipo estupendo. Siempre me da una buena propina.
El vestido era uno de los mejores que yo tenía, demasiado elegante para la
ocasión, pero Millie se había encaprichado con él y no era cuestión de desilusionarla.
Tenía mangas estrechas y un pequeño escote, que dejaba al descubierto buena parte
del seno. El corpiño y la cintura eran ceñidos y varios volantes de encajes en tono
coral adornaban la amplia falda gris perla. Millie me ayudó a vestirme, acomodando
la falda sobre mi voluminosa enagua.
—Pareces una duquesa —afirmó, mientras me abrochaba el corpiño a la espalda
—. Todos los tipos que anden rondando la entrada de artistas se caerán de espaldas.
—Hay sólo uno —repliqué—, y créeme: me gustaría verlo desaparecer.
—¿Ese tipo guapo, de pelo castaño y ojos azules medio perversos?
—¿Lo has visto?
—Hoy ha venido. Se estaba despidiendo de la vieja Ferny cuando yo bajaba la
escalera. Me echó una buena mirada. Los de su tipo siempre hacen lo mismo. No
porque tuviera mucho interés, te diré; es por observar un poco la mercancía. Le
estaba dando a Ferny unos cuantos billetes.
—Mi alquiler. Ha tenido la gentileza de pagarlo.
—¡Qué bárbaro! No pensarás devolvérselo, ¿verdad?
—Ni por casualidad.
—Me alegro, guapa —dijo, buscando los largos guantes de encaje coral que
hacían juego con mi vestido—. Toma, póntelos, ya que estamos. No te vendría mal
salir con él.
—¿A qué te refieres?
—Podría ayudarte a que te olvides del otro.
—¿Cómo sabes que…?
—Oh, nunca has hablado de él, querida; nunca has contado nada sobre tu
pasado. Pero en cuanto nos conocimos me di cuenta, en seguida. Se veía que estabas
tratando de olvidar a un hombre. Lo tenías escrito en la cara. Todavía está ahí, mira.
Pero nunca lo vas a olvidar si te quedas aquí haciéndote mala sangre. Ese tipo bien
puede ser el tónico que te hacía falta.
Me puse uno de los guantes, alisándolo sobre el antebrazo y el codo.
—Lo dudo —respondí en tono seco.
—Oh, no digo que te enamores de él. Dios no lo permita. Los de ese tipo te
parten el corazón, te roban la plata y se mueren de risa cuando se van. Sólo digo que
puedes salir un poco y divertirte con él.
- 74 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 75 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 76 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XIII
Su voz era agradable, hasta juguetona, pero de cualquier modo denotaba un filo
de acero. A la luz de los faroles de gas pude ver su rostro delgado y anguloso,
demasiado anchos los pómulos, ligeramente torcida la nariz, imperfecciones que lo
hacían aún más atractivo. La boca ancha se curvó en una sonrisa infantil; sus ojos
azules estaban llenos de alegre burla, de innegable determinación. Era tan alto que yo
debía levantar la barbilla para mirarlo a los ojos. Sus dedos me apretaron el brazo
haciéndome daño.
—¡Suélteme! —le ordené.
—¿Promete portarse bien?
—Prometo romperle la cara de una bofetada si no me suelta ahora mismo.
—¡Qué carácter! Me gustan las mujeres de carácter.
—¡Voy a llegar tarde al teatro!
—Oh, pero si hoy no va a ir al teatro. ¿No se lo he dicho? Vendrá a mi
apartamento. Vamos a disfrutar de una estupenda cena usted y yo solitos.
—¡Está usted loco!
—Todo está arreglado. Cuando hablé con Madame Olga le dije que ya no
seguiría estudiando con ella. En realidad le dije que nos escaparíamos juntos para
vivir un delicioso pecado. Se mostró bastante perturbada. Me aplicó varios epítetos
coloridos, todos con mucho acento ruso.
—¡Qué locura!
—Mi criado lo tiene todo dispuesto. Una cena magnífica, querida; champán en
cubeta de plata, faisán, hasta ostras. Todo nos está esperando. Le he concedido su
noche libre por simple discreción. Serviré yo mismo.
Traté de liberarme, pero sus dedos me apretaron con más fuerza, arrancándome
un leve grito. Él rió suavemente por lo bajo. Entonces le di un puntapié en el tobillo.
Al sentir el golpe gritó bastante más que yo y apareció una cara en una de las
ventanas. Tuvo que soltarme el brazo. Yo aproveché la oportunidad para intentar
huir, pero me rodeó la cintura con un brazo y me atrajo hacia él. Grité con todas mis
fuerzas, pero él me tapó la boca con su mano. Mientras tanto el cochero seguía
impasible en su pescante, jugando con las riendas y sin prestarnos la menor atención.
El rostro de la ventana desapareció.
—Seamos sensatos, querida —rogó Duke, pero yo seguí luchando.
Su mano me apretó la boca con más fuerza, como para advertirme que
abandonara la lucha. Logré abrir la boca lo suficiente como para morderle un dedo y
él soltó un aullido que resonó por la calle. Libre otra vez, giré en redondo para
golpearle la cara con mi bolso y eché a correr. Avanzó con rapidez para ponerme la
- 77 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 78 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
la sensación de que algún místico destino lo había traído hasta mí con un fin que aún
permanecía oculto. Me había arruinado ante Madame Olga; ella jamás me perdonaría.
Pero en el fondo de mi corazón yo sabía también que habría sido inútil continuar mis
estudios con ella. Me sentía de un humor extraño: atrevido, despreocupado, llena de
resignación.
—Como bailarina usted es mala —dijo, conversador—. Oh, lo tiene todo
estudiado; sabe los pasos, los movimientos. Pero es mecánica. No tiene espíritu, no
tiene ángel. En su danza no hay poesía ni…
—¡Muchísimas gracias! ¿Y quiere usted convertirme en estrella?
—Estrella de ballet no. Se daría un buen golpe en ese lindo trasero. La sacarían
del escenario a carcajada limpia. Oh, podría llegar a arreglárselas en la última fila del
cuerpo de baile, pero…
—Dígame, ¿qué autoridad tiene para…?
—Soy toda una autoridad, querida. Ahora cállese y déjeme hablar. No tiene
condiciones para el ballet, pero tiene otra cosa, algo que es mucho más raro. Tiene
presencia. Tiene un increíble magnetismo, y yo lo detecté inmediatamente. Aunque
tropezara de aquí para allá como un ganso torpe…
—¡Ordene que se detenga este coche!
—… no había un hombre en el público que no deseara llevársela a la cama. A su
lado las otras chicas desaparecían. Se la veía allí, vibrante, llena de vida, emanando
una sensualidad que flotaba en oleadas por encima de las candilejas. A pesar de los
pasos rígidos, de la musiquita almibarada y los efectos, luminosos. Lo que usted
tiene, Mary Ellen, para decirlo crudamente, es la capacidad de hacer que todo
hombre sano y capaz quiera cometer un delicioso pecado con usted. Nunca he visto
nada semejante.
—¡Cómo se atreve a hablarme así!
—Usted no tiene conciencia de eso, y ahí está lo mejor. No es seductora porque
lo quiera; ni siquiera coquetea. Es elegante, refinada, altanera, y eso redobla el efecto.
Es lo más endiablado que he visto en mi vida. Lo único que tengo que hacer es
presentarla del mejor modo posible. El ballet está fuera de cuestión. ¿Sabe cantar?
—Yo…
—Seguro que no. Además, cantantes hay a montones. ¿Ha intentado actuar
alguna vez?
—Nunca —repliqué.
—No se preocupe, querida. Ya pensaremos algo. Será lo más sensacional que
haya visto esta ciudad. Conquistará Londres como si nada. Después Europa, y más
tarde…
—Usted está loco. Ya lo sabía.
—Con el número adecuado, la ropa y la presentación que corresponda, será un
éxito rotundo. Tendremos que empezar desde cero, creando una nueva personalidad.
Tenemos que buscarle una historia exótica.
—Señor Duke, creo que se está pasando usted. ¿Quiere ordenar de una vez que
se detenga este coche? No quiero seguir escuchando tonterías.
- 79 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 80 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 81 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 82 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
champán mojaba sus manos y caía al suelo, burbujeando. Murmuró algo entre
dientes y lo sirvió en dos elegantes copas de cristal. Después de entregarme una se
apartó el pelo de la frente y sonrió.
—No suelo ser tan torpe. Espero no haberla mojado.
—A estas alturas importaría poco.
—Oh, vamos, confiese que se está divirtiendo.
—En este momento debería estar en el escenario, bailando. Madame jamás me
perdonará.
—Ya no la necesita, querida; ahora me tiene a mí para cuidarla. Ya se lo he
dicho, la convertiré en una estrella. Tenemos tres meses antes de su presentación.
—¿Tres meses? —pregunté, decidida a seguirle la corriente.
—Dorrante presenta El barbero de Sevilla. Una nueva producción. Será un
desastre, y tengo que conseguir una atracción excepcional para entretener a los
espectadores en los entreactos. ¡Esa atracción será usted!
—¿Y les voy a deslumbrar?
—Créame. Olvídese de la ópera. Vendrán en torrentes al teatro, sólo por verla a
usted. Toneladas de publicidad previa; mis compañeros de Fleet Street me echarán
una mano. Usted será una personalidad exótica y colorida.
—No sé cantar. Usted me asegura que no sé bailar. Y no sé actuar, por cierto.
¿Qué se supone que debo hacer?
—No se preocupe por eso. Ya imaginaremos algo. Beba su champán.
—Usted es absurdo por completo, ¿sabe?
—¿De veras? Me parece que sería más correcto decir «fascinante».
—Un verdadero sinvergüenza.
—No se lo niego. A todo el mundo le gustan los sinvergüenzas.
—Es engreído, arrogante y…
—Más perverso que el demonio —me interrumpió—. Lo mismo puedo
contemplarla que darle una bofetada. Manténgase en esa actitud y tendré que
pegarle, con muchísimo placer. No soporto a las mujeres que insultan. Me sacan de
quicio.
Tomé otro sorbo de champán y me propuse contener la sonrisa.
—Usted no es tan fiero como pretende.
—¿Cree que es pura vanagloria?
—En su mayor parte.
Él sonrió.
—Puede ser, pero no me tiente demasiado. A ver, deje que le sirva otro poco de
champán, y después le hablaré de mí. Quedará fascinada.
Sirvió el champán y yo tomé otro sorbo. Comimos las ostras, el faisán y los
espárragos con salsa holandesa. Mientras comíamos Anthony me habló de él,
exudando ese infantil encanto que tan bien se complementaba con su robusta
virilidad. Aunque no llegó a hechizarme, al menos me sentí relajada y pude estudiar
a ese apabullante ejemplar masculino con fría objetividad.
—Pertenecíamos a la nobleza —dijo—. Ya me entiende: una casa grande,
- 83 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
criados, banco privado en la iglesia y toda esa fanfarria. Mi padre era jugador, pero
apostaba a acciones, bonos e inversiones, en vez de a las cartas. De cualquier modo
perdía casi siempre. Apenas lográbamos mantener la casa, los criados y el banco. Yo
era hijo único y desgraciadamente mal criado. Todas las mujeres se desvivían por mí.
Tuve una infancia grandiosa; vagabundeaba por el campo jugando a los piratas,
imaginando que era un piel roja, y lanzaba ataques por sorpresa contra cualquier
vecino infortunado que pasara por allí. Temo que me mostraba como si fuera un
matón.
—¿Ah, sí? —exclamé, arqueando una ceja en burlona señal de sorpresa.
—La desesperación de mis padres; siempre peleando. Los dos suspiraron de
alivio cuando llegó el momento de enviarme a la escuela secundaria. Atención, fue
Eton; mi padre tenía relaciones. Allí me metí en nuevos líos, hice sangrar más de una
nariz, torcí más de un brazo e inventé mil travesuras. ¿Fascinada?
—Fascinada —respondí muy seca.
—Ya lo suponía. Al fin llegué a Oxford convertido en un apuesto tunante, el
ideal de cualquier doncella. Me rompieron la nariz boxeando y dejé de ser apuesto;
pero eso me hizo más interesante. Me agregó personalidad esa nariz chata. En
Oxford boxeaba, practicaba lucha, remo y pasaba el menor tiempo posible en las
aulas. Detestaba el latín y la historia. Me incorporé a la sociedad dramática y
comencé a actuar en el teatro. ¡Qué pena que no me viera en el papel de Yago!
Haciendo centellear su encantadora sonrisa, llenó otra vez mi copa de champán
y fue a buscar otra botella. Se movía con flexible gracia masculina; su paso era largo,
suelto y elástico. Puso la segunda botella de champán en la cubeta del hielo y la hizo
girar. Yo había bebido demasiado, dada mi falta de experiencia con el alcohol, y
comenzaba a sentirlo. Me sentía gloriosamente libre y descansada; todas mis
preocupaciones habían desaparecido y no recordaba haberme divertido tanto en mi
vida.
Anthony volvió a su silla; en sus ojos había ahora una expresión pensativa y
cierta rigidez en los músculos de su cara.
—Mis padres murieron de gripe en el curso de pocos días. La casa estaba
hipotecada hasta los cimientos y los sirvientes no cobraban desde hacía meses. En
resumen, yo no tenía un centavo y tuve que abandonar la carrera. Supongo que fue
mejor así; ese lugar no me convenía en absoluto. Vine a Londres con intenciones de
hacerme actor. Con mi apostura, mi encanto y mi personalidad, suponía que tendría
a West End a mis pies en un momento.
—¿Y qué ocurrió?
—Fracasé rotundamente, querida. Soy el primero en admitirlo. Tuve dos años
de vacas muy flacas, con uno o dos papeles de escasa importancia. Hice de asesino en
la corte de César Borgia; estaba arrebatador: pantalones pardos y túnica de terciopelo
purpúreo con bordados negros y plateados. Mi papel tenía dos líneas: «¡Ajá, te he
cogido!» y «¡Muere, perro veneciano!». Tenía que soltar una risa diabólica al hundirle
la daga en el cuello. La risa era todo un éxito, muy diabólica. También hice de
petimetre en un drama estilo Regencia. No decía nada; estaba sentado junto a una
- 84 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 85 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—No eres guapa —dijo—, gracias a Dios. No tienes cutis blanco y rosado, ojos
celestes y bucles rubios. No pareces una niña aristocrática. No entras para nada en
los cánones de belleza generalmente aceptados. Eres original, exótica y, créeme, harás
que todos los hombres de esta ciudad se olviden de las niñas rubias.
—Quiero volver a mi casa —dije.
—¿No lo estás pasando bien?
—Estoy triste.
—Has bebido demasiado champán.
—Lo sé. Estoy triste. Usted me ha destrozado frente a Madame Olga y ha
arruinado mi carrera como bailarina de un solo golpe. Todo lo que ha dicho de mi
danza es cierto. Nunca lo he admitido ante mí misma. Lo odio. Me da vueltas la
cabeza. ¿Por qué ha hecho esto? ¿Por qué a mí? Yo me esforzaba tanto, trabajaba
tanto… No acostumbro beber.
—No te vas a poner a llorar, ¿verdad?
—Claro que no.
—Si hay algo que odio es una mujer llorona.
—No lo puedo evitar.
—Todo saldrá bien, Mary Ellen.
Su voz era suave y melodiosa. Se levantó de la mesa y se acercó a mi silla. De
pie a mis espaldas empezó a acariciar mis hombros, suavemente, aliviando la tensión
con sus dedos fuertes. Cerré los ojos; la cabeza me daba vueltas. Entonces me levantó
y me sostuvo contra él, con un brazo ceñido a mi cintura. Me sentí abrigada, segura y
a salvo. Tenía la cabeza apoyada en su hombro y él me estaba acariciando el pelo.
—Brence —susurré.
—Tranquila, querida. Cielos, estás deshecha.
—Es culpa tuya. Todo culpa tuya.
—Deshecha, y ni siquiera hemos empezado a analizar las cosas. Caramba, yo
me las busco todas. He dado con una inocente de verdad.
—No sé qué ha ocurrido.
—El champán. Se te ha subido de golpe a la cabeza.
Era como girar en la oscuridad, en una deliciosa oscuridad, y sus brazos eran
muy fuertes, y él muy alto, muy suave. Me sostenía, me acariciaba el pelo, tierno,
consolador, protector. Era maravilloso dejarme abrazar otra vez, después de tanto
tiempo. De pronto quedé yerta, caí, caí, y él me alzó en sus brazos. Abrí los ojos, pero
la habitación giraba a toda velocidad, en una confusión de formas y colores.
—¿Qué haces…?
—Te llevo a la cama, Mary Ellen.
—¡Socorro!
—¡Por Dios!
—Ya sé lo que quieres hacer.
—¡Pesas una tonelada! ¡Deja de patalear!
Tropezó y me dejó caer hacia delante, murmurando una maldición. Aterricé en
algo suave y elástico. Estábamos en otra habitación. Me había dejado caer sobre la
- 86 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
cama. Erguido ante mí con expresión de malhumor, juntas las cejas, murmuró otra
maldición.
Cerré los ojos y mi cabeza volvió a girar. Entonces retornó la oscuridad, la
deliciosa oscuridad, y yo le di la bienvenida. Alguien me estaba quitando los zapatos,
con mucho trabajo. Sonriente, me alejé flotando por la oscuridad.
- 87 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XIV
- 88 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—Se me desmayó.
—¿Y cómo llegué hasta aquí?
—Yo la traje y la dejé caer sobre la cama.
—¿Y después?
—Le quité los zapatos. Por mi parte, pasé la noche en el sofá. Horriblemente
incómodo, lleno de bultos. No quisiera tomarlo por costumbre. Una mujer borracha
despatarrada en mi cama, roncando como una bestia, y yo sin poder pegar los ojos en
toda la noche en ese sofá, que me quedaba medio metro corto.
—¡No ronco!
—Qué susceptible, ¿eh?
—Usted me encharcó en champán. Sabía lo que tenía pensado; no soy tan
ingenua. Sé lo que buscan los hombres como usted. ¿Quiere borrar esa asquerosa
sonrisa de la cara?
—Disculpe, querida —replicó él, poniendo de inmediato una cara más sobria.
Pero la sonrisa volvió como por cuenta propia. Los ojos azules centellearon. Se
acercó tranquilamente a la cama y alisó el acolchado oscuro. Yo dejé el cepillo en el
tocador; el ruido me arrancó una mueca.
—Me alegro de verla levantada —comentó el—. Quería venir a despertarla,
porque hoy es un día importante. No puedo dejarle dormir hasta cualquier hora.
—¿Qué hora es?
—Las dos. Cuando usted duerme lo hace de verdad.
—¡Las dos! No puedo creerlo.
—Le doy mi palabra. Por mi parte, me he levantado muy temprano. Ya estaba
en pie antes de que el primer gallo dejara de cantar. He hecho maravillas. Todas sus
cosas ya están empaquetadas y en el piso de arriba.
—¿Mis cosas?
—Esa vieja arpía de pelo colorado y aliento a ginebra se ha mostrado muy
amable; me ha dado la llave sin causar el menor problema. Quería ayudarme. Creí
que nunca me libraría de ella. Pero Cleeve y yo recogimos todo. Sin la ayuda de él no
habría podido hacer nada. ¡Qué cantidad de libros!
—¿Usted ha revuelto mis cosas?
—Las he traído aquí arriba. Se lo dije anoche: tiene su habitación propia, con
baño privado. Junto al estudio donde vamos a trabajar. Creía que lo había
comprendido.
—Quiero mantener la calma —dije, con firmeza—. No deseo enfadarme.
Hacerlo con usted es una pérdida de tiempo. Voy a bajar la escalera, buscaré al
policía más cercano y haré que lo arresten.
Él pareció dolorido.
—¿Por qué motivo?
—Me niego a creer nada de todo esto. Lo de anoche… lo de anoche fue como un
sueño. Apenas recuerdo lo que ocurrió. Debo haber estado loca para dejarme traer
aquí.
—Luchó como una leona —me recordó él.
- 89 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 90 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 91 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—Limpiaré la mesa.
—Soy la señorita Lawrence.
—Lo sé —observó él—. Usted lee mucho.
—Usted ayudó al señor Duke a colocar mis cosas.
Él volvió a asentir y avanzó hacia la mesa.
—Supongo… supongo que usted debe estar acostumbrado a trasladar las
pertenencias de una mujer al piso alto.
Cleeve negó con la cabeza; dejó la bandeja sobre la mesa y alargó la mano hacia
la cafetera vacía.
—El señor Duke ha recibido a muchas señoritas —dijo—, pero usted es la
primera que recibe alojamiento aquí.
«Eso es alentador», pensé. Cleeve colocó los platos en la bandeja, lento y
paciente. Debía tener bastante más de sesenta años, calculé, y tuve la sensación de
que llevaba mucho tiempo con Anthony Duke. Cuando se lo pregunté volvió a
asentir.
—Desde que nació —dijo—. Yo estaba con la familia desde antes de que naciera
el señor Anthony. Cuando sus padres murieron y la casa grande fue puesta en venta
lo acompañé a Londres. No porque me gustara la idea, sino porque alguien debía
cuidarlo. Él siempre ha necesitado que lo cuiden. El señor Anthony es desordenado.
Siempre lo fue.
—Usted ha de pensar mucho en él.
Cleeve me miró con ojos cautelosos. No era necesario que respondiera.
Comprendí que hubiera ido al cadalso por Duke sin vacilar un momento, y eso me
pareció tranquilizador. El hombre capaz de inspirar una devoción y una lealtad tales
no puede ser tan villano.
—Llevaré esto abajo —dijo Cleeve—. Mi cocina está en el sótano.
—¿Cocinero también?
—Siempre —replicó él—. Alguien tiene que hacerlo. El señor Anthony no
puede pagar el sueldo de un cocinero. En realidad tampoco puede pagar el mío, pero
nos arreglamos.
—Tiene suerte al contar con usted —dije con suavidad.
—Gracias, señorita. Ahora me retiro.
Cuando Cleeve se marchó permanecí varios minutos perdida en mis
pensamientos. Después, recogiendo mis guantes, salí al vestíbulo y ascendí el último
tramo de escaleras hasta el estudio. La puerta estaba abierta de par en par. Al entrar
me llamó la atención la amplitud de la habitación. El sol penetraba, brillante, por un
montante abierto diagonalmente en el techo que producía un efecto de luz tenue.
La habitación era enorme, tanto que parecía desnuda a pesar del mobiliario. Un
piano maltratado ocupaba un rincón, cubierto con un mantón español, de brillantes
colores y flecos enredados. Cerca había una mesita llena de periódicos, libros y
libretos de ópera. Junto a la pared un sofá apolillado, tapizado de terciopelo
anaranjado ya muy raído. Había lámparas, sillas de respaldo erguido y una mesita
llena de libros de diseño, dos espadas y dos caretas de esgrima; además, otro par de
- 92 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
guantes de boxeo. La puerta era una gran tabla de madera lustrada, brillante bajo el
sol. El estudio, que obviamente se utilizaba como salón de ensayos, olía a sudor,
humo y cuero; excesivamente masculino.
Imaginé a Duke ensayando sus números, dando órdenes, criticando, dictador y
autoritario. Probablemente había dado allí muchas fiestas para sus colegas del teatro;
fiestas donde habría risas y charlas vocingleras, mucho vino, boxeo improvisado y
exhibiciones de esgrima. Sin duda él y sus amigos se comportarían como escolares
vocingleros. Quedaba mucho del escolar en su temperamento, según comprobé al
observar los guantes.
Mis tacones resonaron en el piso al cruzar la habitación para pasar al dormitorio
contiguo. Era pequeño y cómodo; las paredes estaban pintadas de un color azul muy
claro y tenía una pequeña ventana que daba al río. Una colcha azul violácea cubría el
lecho. La cabecera y la mesita de noche estaban pintadas de blanco, así como el
tocador y el ropero. Éste era demasiado grande para tan pequeña habitación, al igual
que la banqueta, cubierta de un llamativo terciopelo purpúreo. Sobre la mesita de
noche había una lámpara. En el último estante de la pequeña biblioteca un florero
blanco lleno de violetas apresuradamente introducidas en él. Él debía haberlas
comprado esa mañana con la esperanza de complacerme.
Mis ropas estaban amontonadas sobre la cama, en un tremendo desbarajuste; el
resto de mis pertenencias había sido colocado en grandes cajas esparcidas por el
suelo. Dos cajones de libros habían caído de lado y los volúmenes invadían la
alfombra gris desteñida, donde el diseño de flores violáceas era apenas visible. Esa
habitación estaba situada exactamente sobre el dormitorio de él. Una puerta estrecha
conducía a un baño diminuto, pero bastante moderno, completamente instalado y
con una gran bañera de cinc. Me quité los guantes, preguntándome por dónde
comenzar. Tendría que planchar toda la ropa y colgarla en el ropero; colocar los
libros en la estantería y el resto de las cosas en los cajones del tocador. Pero antes me
lavaría y me pondría algo más sencillo.
Me quité el vestido de seda arrugado e hice mis abluciones en el baño,
lavándome a fondo. Después cogí un vestido de algodón color de rosa subido con
pequeñas nomeolvides estampadas. El vestido era antiguo y demasiado ajustado en
la cintura. El corpiño ceñido había sido muy discreto cuando la prenda era nueva y
yo tenía dieciséis años; pero Millie había remendado el escote, que quedaba ahora
cinco centímetros más bajo y dejaba al descubierto más de lo que habitualmente yo
solía exhibir. Sin embargo, esa tarde me agradó el efecto que provocaba.
Como Anthony Duke aseguraba que yo no era su tipo, mi inclinación,
puramente femenina, me inducía a demostrarle lo contrario, siquiera por gozar la
satisfacción de rechazarlo. Saqué mis cosméticos de una caja y me senté ante el
tocador para aplicar una leve sombra azul a mis párpados y resaltar el rosado natural
de mis labios con un lápiz más oscuro. El pelo suelto sobre los hombros me daba
cierto esplendor salvaje, que sugería páramos barridos por el viento y emociones
tormentosas. ¿Acaso era ésa la cualidad especial a la que él se había referido? Según
él, yo tenía la habilidad de hacer que todo hombre sano y capaz quisiera hacer el
- 93 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
amor conmigo. Bien, tal vez yo no fuera su tipo, pero por supuesto él era un hombre
sano y capaz.
Mientras sacudía mis vestidos para guardarlos en el ropero me pregunté a qué
se debía mi cambio. ¿Cambio? Tal vez no fuera la palabra adecuada. Anthony Duke
hacía que me sintiera mujer, y eso no había ocurrido hacía mucho tiempo. Durante
todo el año anterior me había comportado con seriedad y dedicación, limitándome a
mi danza; fuera del teatro llevaba una existencia opaca y monacal. Había rechazado
fríamente todas las proposiciones de los hombres que rondaban el teatro, había
negado las emociones e instintos que Brence Stephens liberara y alimentara en mí
con su virilidad. Esa parte de mi vida estaba clausurada. Pero otro hombre acababa
de aparecer, y me hacía sentir vibrante, atractiva, vital. Aunque no tenía intenciones
de acostarme con él, era agradable volver a experimentar el resplandor sutil que él
despertaba.
Al colgar el último vestido comencé a doblar las otras prendas para ponerlas en
los cajones. Hecho eso coloqué todos los libros en la biblioteca y me detuve para
arreglar las violetas en el florero blanco. Era un ramito barato, sin nada especial, pero
el hecho de que hubiera pensado en comprarlas resultaba conmovedor. Acaricié uno
de los suaves pétalos y me contuve, obligándome a domeñar el sentimiento cálido
que las flores despertaran. ¿Qué había dicho Millie? Los de su tipo te roban el dinero
y se mueren de risa cuando te abandonan. Millie tenía razón. Tendría que estar en
guardia.
Aún tenía que desembalar dos cajas. Cuando las cogí para dejarlas sobre la
cama se oyeron pasos en el piso del estudio. Un momento después Anthony Duke
me miraba desde la puerta. Reparó en el vestido y en el escote. No hizo comentarios,
pero los vio. Sus ojos azules brillaron de apreciación y entornó un poco los párpados,
con una mirada soñolienta y sensual. Una semisonrisa le curvó los labios. Sabía lo
que estaba pensando y me sentí complacida conmigo misma por el pequeño triunfo
logrado. Sin prestarle atención comencé a sacar mis cosas de las cajas.
Él me miró lleno de deseo; en seguida, con un suspiro, sacudió la cabeza y
volvió a mostrar su acostumbrada pose de arrogancia. Cruzó los brazos sobre el
pecho y recostó los hombros sobre el marco de la puerta, cual si fuera un perezoso
rufián.
—Veo que ha decidido quedarse —comentó.
—Eso parece.
—Bien. Pensaba que me obligaría a trabar otra batalla.
—En realidad no tengo muchas alternativas, señor Duke. Usted se ha encargado
de que así ocurriera.
—Ya lo creo. Una conducta detestable la mía. Pero le estoy haciendo un favor.
Ya lo descubrirá muy pronto.
—Veremos. Al menos tengo un techo bajo el que cobijarme.
—Por supuesto. ¿Ha visto las violetas?
—¿Qué violetas?
—Allí, sobre la estantería. Las he comprado esta mañana; me han costado un
- 94 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 95 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 96 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
mis amigos. Los recuerdos acudieron en tropel. Volvía a ser muy joven, alegre por
estar con ellos, libre, carente de inhibiciones, y bailé, bailé de veras. Clavé mis
tacones en el suelo, me balanceé, giré en redondo. Mis sentimientos ardían. Volaba
mi cabellera, giraban mis faldas y la música cobraba más volumen, eran más fuertes
mis risas, en tanto crecía en mi sangre el viejo entusiasmo. Bailé sin pensar en
Anthony Duke, atrapada en el salvaje ritmo que parecía formar parte de mí.
Bailé durante varios minutos, pero poco a poco la música se hizo más lenta y las
manos dejaron de palmear. Allí arribó otra vez la luz del sol y el estudio. Sin aliento,
con el pecho agitado, dejé de bailar y aparté el pelo de mi cara. Él seguía recostado
sobre el piano, con los brazos cruzados y la cabeza inclinada hacia un lado con
expresión divertida.
—¿Qué? —dije.
—Ahí tenemos algo, querida.
Mientras me dirigía al piano para dejar las castañuelas, Duke me estudió con
atención, examinándome con un intenso escrutinio que me desconcertó por
completo. Podía percibir el olor masculino de su cuerpo y sentía una perversa
ansiedad de levantar la mano y deslizar las yemas por esa mejilla delgada, de
acariciar la boca gruesa y rosada que se curvaba pensativa en una comisura.
—Todavía hay mucho que trabajar —me dijo—. Eres un diamante en bruto,
pero tienes fuego, tienes sentimiento. Lo que necesitas ahora es pasión.
—¿De veras?
—¿Eres virgen? —preguntó.
Me cogió muy de sorpresa para poder contestarle.
—No pongas esa cara de ofendida. Pregunto por motivos puramente
profesionales. Si hemos de crear una mujer apasionada y tempestuosa, que exhiba
sensualidad, será mucho más difícil si no sabes de qué se trata.
—Sé de qué se trata —respondí, muy seca.
—Pensé que debería darte algunas lecciones. Tienes ya mucho atractivo.
Después de verte bailar… —Vaciló, con los ojos chispeantes—. Si yo no fuera el
caballero que soy, ya estaríamos tumbados en aquel sofá.
—Eso es lo que usted cree.
—Lo sé. Puedo ser muy convincente. No te preocupes, no trataré de seducirte.
Lo prometo.
—Sería perder el tiempo, se lo aseguro.
—¿Me estás desafiando?
—Señor Duke…
Él, sonriente, introdujo las manos en sus bolsillos y se alejó del piano. Comenzó
a pasearse por la estancia con los hombros caídos y la cabeza gacha, pensativo su
rostro chupado.
—Tendremos que empezar a trabajar con el castellano de inmediato —dijo—.
Contrataré a un tipo que te enseñe. Todos los días lecciones. El idioma no es tan
importante, pero sí el acento. Música española… ya encontraré. Te acompañaré yo
mismo al piano. No hace falta preocuparse por guitarras a esta altura. Mañana
- 97 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
empezaremos.
Seguía paseándose, con el ceño fruncido, inmerso en pensamientos.
—Necesitamos un nombre. Algo llamativo, fácil de recordar, dramático. Lo de
Mary Ellen Lawrence queda descartado. Algo español, por supuesto. ¿María Elena?
Parece nombre de monja. Elena. Hummm, no me gusta Elena sólo. ¿Elena qué?
Elena… Elena… ¡Ya sé!
Se detuvo, puso los brazos en jarras y me miró con un resplandor triunfal en
sus ojos.
—¡Elena López! Eso es. Tiene la sonoridad adecuada. ¡Tiene atractivo! Desde
este momento, Mary Ellen Lawrence ha dejado de existir. Desde ahora eres una
criatura exótica que enloquece a los hombres. Fiera, tempestuosa, ardiente de pasión.
Serás sensacional. Elena López será el ser más excitante que haya visto esta ciudad.
—¿De veras? —pregunté, vacilante.
—Lo será, querida —exclamó—. Te doy mi palabra.
- 98 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XV
- 99 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 100 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 101 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 102 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
amigo David Rogers al estudio para planificar juntos la campaña. Trabajaron con
entusiasmo, ruidosamente, de corazón. Sin prestarme la menor atención, discutieron
entre sí para crear una personalidad ficticia, exótica y deslumbrante para la
fascinante Elena.
Rogers, un joven simpático, de constitución robusta, parecía pasar la mayor
parte del día en los campos de fútbol. Sus facciones eran acentuadas, sus ojos gris-
verdosos, vivaces y su espesa melena, castaña, que cepillaba severamente hacia un
lado. Más corpulento que Anthony y no tan alto, Rogers exudaba un aura de buena
salud y vitalidad sin límites. Los dos hombres habían entablado amistad en la época
en que Anthony trabajaba en la calle Fleet; desde entonces se mantenían en contacto.
Rogers escribía artículos de actualidad para uno de los periódicos importantes,
proporcionaba temas para varias de las columnas, hacía crítica teatral y, por
supuesto, estaba escribiendo una obra. Anthony lo había nombrado representante
oficial de prensa de Elena López, y debía encargarse de tratar con los caballeros de
Fleet Street. Además, era el único entre los colegas de Anthony que sabía la verdad
sobre la seductora española.
Dos semanas antes había aparecido un artículo «informativo» más o menos
breve comunicando a los lectores que la famosa bailarina Elena López había sido
expulsada de España debido a la inquietud política provocada por la relación con un
«príncipe de la corona», cuyo nombre no se daba. Al parecer, el príncipe había
gastado una fortuna en «la belleza morena y sensual» y hasta le había dado joyas que
pertenecían al Estado. El Estado había exigido la devolución de las joyas y, ante la
negativa de la bailarina, la policía entró en su apartamento para recobrarlas por la
fuerza. El príncipe de la corona recibió una amonestación oficial y la bailarina fue
expulsada como «influencia perniciosa». Al abandonar España llevaba consigo tres
alhajas de las que el príncipe le había dado: un brazalete de diamantes, un collar de
diamantes y rubíes y un exquisito prendedor de diamantes. Los tres habían sido
regalos de Fernando V a Isabel, al cumplirse el primer aniversario de su boda. Las
joyas habían sido hábilmente camufladas en los tacones de un par de zapatos antes
de que la policía irrumpiera en el departamento de la López.
Una semana después apareció un segundo artículo. Afirmaba que el señor
Anthony Duke acababa de regresar de París, tras largas negociaciones con Elena
López, la bailarina española, quien posiblemente hiciera su primera aparición en
público desde su exilio con los auspicios de la Compañía de Ópera Dorrance. La
bailarina era descrita como «difícil, exigente hasta lo irrazonable y tempestuosa». El
señor Duke no creía que pudieran llegar a un acuerdo, pues la bailarina no tenía
intención de seguir su carrera teatral. Había permitido que Duke examinara las
famosas alhajas, según el artículo, pero cuando él le preguntó algo sobre las mismas
se las arrebató de las manos, afirmando que se las había ganado, y que toda España
podía arder en llamas por lo que a ella concernía. Las joyas no serían devueltas.
El artículo provocó un considerable interés y causó un torrente de cartas
furiosas a la prensa; las cartas destilaban indignación moralista y protestaban con
vehemencia por la aparición de la bailarina en Inglaterra. Rogers y Anthony habían
- 103 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
pasado varias horas arreglándoselas en un mutuo desafío por quién escribía la más
expresiva. Pero las cartas enviadas por ellos instigaron a otros ciudadanos,
sinceramente indignados, a escribir a su vez para deleite de los dos. La campaña
funcionaba perfectamente. Elena López ya había creado una pequeña conmoción, y
Rogers, con la ayuda de Anthony, ya estaba trabajando en un largo artículo que
pronto daría que hablar a todo Londres sobre la notoria seductora española.
Cuando el coche cruzó un puente percibí el olor del río y comprendí que ya
estábamos cerca del estudio. Elena López ya había cobrado vida propia en las
páginas de los periódicos. Por entonces vivía en París, bebiendo champán, cubierta
con vestidos de terciopelo y entre el destello de sus joyas, mientras Mary Ellen
Lawrence daba tumbos en un carruaje viejo y polvoriento, vestida con un viejo traje
de algodón y sin suficientes monedas en el bolso para pagar el viaje. La fiera criatura
que ya era carne y hueso en el cerebro de tantos no tenía relación alguna conmigo.
Elena López era un fraude bien conocido, y yo me preguntaba si lograría representar
mi parte en él sin contratiempos.
Los caballos se detuvieron y el cochero descendió para abrirme la portezuela. Al
contar una a una mis monedas, descubrí que tenía la cantidad justa; no me quedaba
siquiera una para la propina. El cochero, con aspecto de malhumor, gruñía para sí al
subir de nuevo hasta el pescante para alejarse. Entré al oscuro vestíbulo y comencé a
ascender las escaleras, con el ferviente deseo de que el estudio estuviera en la planta
baja. No era de extrañar que Anthony fuese tan delgado. Con semejante cantidad de
escaleras cualquiera perdía las grasas suficientes para mantener la línea.
Pasé junto a la puerta de sus habitaciones privadas y seguí subiendo hasta el
estudio. La puerta estaba de par en par. Tuve la sorpresa de encontrar a Anthony
paseándose por la habitación con las manos en la espalda y la mandíbula adelantada
en un gesto de agresividad. Al verme se detuvo, fulminándome con los ojos. Se
hallaba extraordinariamente bien vestido: botas negras brillantes, pantalones de color
pardo oscuro, chaqueta del mismo color y un chaleco de satén crema, con hojas
bordadas en un tono más oscuro. Sus ojos parecían estallar en llamas azules y tenía
las mejillas rojas. Una pesada onda castaña le caía sobre la frente.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—¿Dónde has estado? —tronó él.
—He salido —repliqué, disgustada por su tono.
—¿Adónde has ido?
—Un momento…
—No estoy de humor para juegos, Mary Ellen. ¡Responde!
—He ido a comer con una amiga y después hemos dado un paseo por Hyde
Park.
—¡Has estado con un hombre!
¿Estaría celoso? La idea me gustó. Intenté pasar tranquilamente a mi
dormitorio, pero él me agarró del brazo, apretando brutalmente los dedos.
—¡Contéstame!
—No recuerdo que hayas hecho alguna pregunta que no haya contestado ya.
- 104 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 105 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—No sabía que fueras a regresar tan pronto —comenté, con tono indiferente.
Él giró en redondo para mirarme cara a cara con las cejas aún enarcadas.
—¡Ya se nota! ¿Cuánto tiempo llevas haciendo esto?
—¿Cuánto tiempo llevo haciendo qué?
—¡Escapándote para encontrarte con ese… ese hombre! Tenías que estar
estudiando castellano.
—Hoy no tenía ganas.
—No abuses de tu suerte, Mary Ellen. Ahora me estoy dominando, pero no
tienes idea de lo cerca que he estado de golpearte. Estoy tranquilo y dispuesto a
mostrarme razonable, pero no abuses. No volverás a verlo.
—Esa es una decisión que debo tomar yo.
—No vas a dar un paso fuera de este maldito edificio a menos que sea conmigo.
¡Es una orden! Si sabes lo que te conviene, será mejor que obedezcas. No sé quién es
ese tipo, pero ya puedes ir olvidándote de él. Hemos ido muy lejos y trabajado
demasiado. Una sola equivocación podría destrozarlo todo.
—Estás preocupado de veras, ¿eh?
—¡Y qué te parece! El artículo de David saldrá la semana que viene. Elena
López aparece en Londres una semana después. Desde ahora en adelante tendremos
que andar con mucho cuidado y trabajar muy duro.
—Ya sé las danzas —respondí—, y mi acento español es el mejor que jamás
podré conseguir. Estoy cansada.
—Estás nerviosa, querida —replicó, relajándose un poco—. Te sentirás mucho
mejor cuando haya pasado la entrevista con la prensa y hayas hecho tu presentación.
Estarás espléndida, espléndida.
—¡Gracias!
—¿Quieres que te saquen a pasear, que te lleven a restaurantes? Ya te cansarás
de todo eso cuando seas Elena. Todos los hombres de Londres se pelearán por
colmarte de atenciones.
—No veo la hora —repliqué, muy seca.
Él sonrió. Se apartó el grueso mechón de la frente y se acercó a mí, para
apretarme los brazos con afecto. Sentí un delicioso estremecimiento, pero también
rabia, como si me hubiera dado una palmadita en la cabeza. Me aparté. Sentí que los
ojos iban a llenárseme de lágrimas y me esforcé en reprimirlas, volviéndole la
espalda. No quería llorar. ¿Qué me estaba pasando? Me invadió la tristeza, una
tristeza inmensa, y me sentí sola; demasiado sola. Por dentro tenía un doloroso vacío.
Habitualmente me mostraba fuerte, capaz de dominarme, pero en los últimos
tiempos parecía que estuviera perdiendo el control de mis emociones. Era como si
viviese de mi energía nerviosa y las tensiones se fueran acumulando día a día. Cerré
los ojos y aspiré con fuerza, luchando contra las lágrimas.
—¿Te encuentras bien? —preguntó él.
Asentí. Oí sus pasos que se acercaban, lo sentí aproximarse. Se detuvo detrás y
pensé que mis nervios estallarían. No me atreví a volverme. Cercó mi cintura con sus
brazos y me atrajo hacia él.
- 106 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—¿Seguro?
—Estoy bien, Anthony.
—Oye, no quería comportarme así. No era mi intención. Es este carácter
endiablado que tengo. En realidad te quiero mucho. Sería incapaz de hacerte daño, y
podría matar a cualquiera que se atreviera a hacértelo.
Sus brazos me estrecharon la cintura, obligándome a apoyarme sobre él. Sentí el
calor de su cuerpo, y todas las fibras de mi ser parecieron estirarse, tensas. Traté de
no temblar.
—Uno de estos días te mostraré mi gratitud —dijo—. Uno de estos días te
alegrarás de haberte unido a mí. Es una promesa, Mary Ellen. Nunca te lamentarás
de todo esto.
Me apretó con fuerza antes de soltarme abruptamente. Avanzó hasta el piano y
cogió un par de guantes. Yo lo observé mientras se los ponía. Escogió su sombrero de
copa y se acercó al espejo para calárselo, inclinándolo un poquito. Después cogió la
capa gris que había dejado sobre el sofá y la hizo girar en el aire para echársela sobre
los hombros. No lo había visto de capa al despedirse, horas antes, y comprendí de
pronto que se había cambiado por completo.
Era obvio que se estaba preparando para volver a salir, aunque era demasiado
temprano para que fuera al teatro. Sacudió los hombros para que la capa se
acomodara y arregló los pesados pliegues.
—He venido temprano para cambiarme —dijo—. Había olvidado que esta
noche tenía una cita. No voy a ir al teatro. Por una vez, pueden pasar sin mí.
No hice comentarios.
—Prometí ir a una fiesta con… un amigo mío. Es en las afueras de Londres,
bastante lejos. Tenemos que salir temprano, y probablemente no vuelva hasta el
amanecer.
¿Por qué me daba tantas explicaciones? No tenía obligación de hacerlo. ¿Acaso
se sentía culpable?
—Cuando he visto que no estabas aquí me he preocupado mucho. Cleeve no
tenía la menor idea de dónde habías ido. Me he preocupado de veras, Mary Ellen.
—Ah, ¿sí?
—Creo que por eso me he enfadado tanto.
Seguía frente al espejo, admirándose como el hueco pavo real que despliega su
plumaje. Satisfecho por fin, suspiró y tendió la mano hacia el esbelto bastón negro
que solía utilizar.
—Estas pequeñas riñas te hacen bien. Sacan a relucir tu espíritu. Hay mucha
sangre gitana bajo ese aspecto recatado. Tendremos que trabajar un poco ese aspecto.
Eres borrascosa, temperamental. Necesitarás unas cuantas lecciones de arte escénico.
—¿De veras?
—No muchas. En realidad tienes carácter fuerte, querida. Tengo la sensación de
que si te enfadaras de verdad serías formidable. Como Mary Ellen eres fría dignidad
y muy afectada, pero en ti hay mucho de Elena, la gitana, más de lo que imaginas.
Sonrió. Me habría gustado abofetearle.
- 107 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—Tengo que darme prisa. Ya voy a llegar tarde. Esta noche descansa un poco y
olvídate del castellano. Cleeve te traerá una buena cena caliente. Mañana espero
verte fresca y totalmente animada.
Y cruzó la habitación, con la capa balanceándosele en los hombros. Al llegar a la
puerta se volvió, con el sombrero airosamente inclinado. Mientras lo veía retirarse
imaginé cómo era «el amigo» con quien iba a salir: una rubia fría y altanera, vestida
de terciopelo azul. Cogí el largo florero chino que adornaba la mesa cercana y lo
examiné con mucho interés. Oí cómo se cerraba la puerta de la calle y un carruaje se
puso en marcha frente al edificio. Contemplé el florero. Era precioso: blanco puro,
adornado con exquisitas flores en oro y naranja.
El carruaje se alejó. Estrellé el florero contra la pared opuesta. Se hizo añicos con
un gran estallido, y cien fragmentos mezclados cayeron ruidosamente al suelo.
- 108 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XVI
- 109 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
al negarse ella a brindarle sus favores. Como el suicida era un poeta del pueblo, su
muerte estuvo a punto de provocar una gran revolución. Siervos furiosos atacaron el
carruaje de Elena a pedradas, hiriendo a Alejandro en la frente. Al fin el zar Nicolás
en persona le entregó una gran cantidad de dinero para poder rescatar a su hijo de
sus garras, e hizo que Elena abandonara Rusia.
Según el artículo, a su regreso de Rusia, Elena había iniciado su aventura con el
príncipe de la corona española, aventura que terminó con su expulsión de España.
Una vez más se mencionaban las joyas de Isabel, describiéndolas detalladamente, y
se repetía la anécdota según la cual Elena las había ocultado en un zapato. Durante
su reciente estancia en París, Elena había caído bajo la hipnótica atracción de Franz
Liszt, concertista de piano y compositor, tan famoso por sus amoríos como por su
música. Había sido una aventura rimbombante, conocida por sus feroces riñas y por
su violencia física. En cierta oportunidad Liszt le cerró la puerta de la habitación del
hotel donde vivían. Elena entró por una ventana, armada de un cuchillo, e hizo
pedazos toda la ropa del compositor. Él intentó estrangularla y acabó huyendo hacia
Alemania. Elena, aún furiosa por su cobardía, clamó que no era ni remotamente el
soberbio amante que decían. Que el más manso de sus cosacos podía superar al gran
Franz Liszt llegado el momento de la pasión.
Mientras me vestía pensé en el artículo. En mi opinión era totalmente
descabellado, pero al público parecía fascinarle. Tanto David como Anthony estaban
encantados con los resultados: todo Londres hablaba de Elena López y quería
conocerla personalmente. Todas las entradas para el teatro estaban vendidas para
varias semanas, e incluso aquellos a quienes nada importaba la ópera seguían
pidiendo asientos. El hecho de que Elena fuese, supuestamente, hija de Lord Byron
explicaría mis ojos azules y mis facciones inglesas, según aseguraba Anthony. En
cuanto a la historia rusa, ¿quién se molestaría en desmentirla? En cuanto a mí, el
episodio de Franz Liszt me despertaba muchas dudas; Liszt aún vivía y seguía
presente en la opinión pública, pero Anthony se reía de mis preocupaciones. El
compositor era famoso por sus aventuras amorosas, decía, y si por casualidad llegaba
a leer el artículo probablemente se divertiría con él. No iba a negar, por cierto, haber
tenido relaciones amorosas con la famosa Elena López. Real o no, esa historia no
hacía más que aumentar su reputación.
Yo dudaba mucho que el pianista apreciara los comentarios de Elena sobre sus
habilidades en la cama. Todo el tono del artículo me perturbaba. Elena López era una
aventurera incansable, totalmente sin escrúpulos, y Mary Ellen Lawrence era su
espíritu, su temperamento, no hacía más que representar, e incluso tenía reservas
sobre mi capacidad de hacerlo con éxito. Anthony no las tenía, o al menos eso
afirmaba. Insistía en que yo lo haría extraordinariamente bien. Sin embargo, yo
sospechaba que tenía sus dudas secretas. En los últimos tiempos su tensión y su
irritabilidad iban en aumento; sus modales airosos habían sido reemplazados por
una sombría determinación que aumentaba mis aprensiones.
Mientras arreglaba la falda de terciopelo sobre mis enaguas y ajustaba el
corpiño, pensé en las luchas que habíamos mantenido referente al vestuario.
- 110 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 111 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 112 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
estudio con pasos firmes y decididos. Yo lo seguí con más lentitud. Echaría de menos
esa habitación con su enorme tragaluz, sus viejos muebles y su entorno bohemio.
Había sido el escenario de muchas discusiones, enormes frustraciones y enfados,
gran alegría. Al despedirme de él comprendí que me estaba despidiendo de toda una
parte de mi vida. Jamás volvería a ser la misma. En cuanto entrara al hotel en mi
papel de Elena López iniciaría una etapa totalmente nueva. Me sentía triste y
también asustada. Detestaba tener que partir para seguir adelante.
—¿Vienes? —preguntó impaciente.
Lo seguí por las escaleras, silenciosa y ofendida. El carruaje nos esperaba en el
patio. Él, siempre sombrío, muy sombrío, abrió la portezuela, me ayudó a subir y se
sentó a mi lado. El conductor hizo girar el carruaje y salió a la calle. Nos dirigíamos
hacia el hotel. La confianza que yo había sentido antes desapareció; era culpa de
Anthony. Con los brazos cruzados sobre el pecho, la barbilla agachada y las cejas
unidas en una línea solemne, Anthony Duke demostraba ser un hombre de humor
variable. El individuo encantador y caprichoso que me había llevado a su estudio
podría haber sido un hombre completamente distinto.
—Tenemos que representar un buen espectáculo —dijo—. No prestaremos
atención a los periodistas y nos negaremos a hablar con ellos, pero de todos modos
debemos representar una espectacular comedia.
—Por supuesto —respondí fría.
—Eres Elena López. Recuérdalo. Nunca lo olvides. Una mujer fatal, de belleza
deslumbrante y genio temperamental.
—Lo intentaré.
—Con eso no basta.
—No te preocupes, Anthony. Yo también he invertido mucho en este pequeño
juego: todo mi futuro.
—No hace falta que te muestres tan irónica —gruñó él.
—Tampoco hace falta que tú te muestres tan altanero.
—Algo te preocupa, querida; me doy cuenta. Has estado rara en las últimas dos
semanas. Tozuda, caprichosa y exigente. Parece que trataras de desquitarte por algo
que te hubiera hecho.
—Pura imaginación tuya.
—Tal vez, pero no me gusta. No me gusta en absoluto.
—Cuánto lo siento —repliqué.
Por fortuna volvió a caer en un pétreo silencio. Los dos estábamos buscando
guerra, y no convendría ventilar nuestras hostilidades en ese momento. El carruaje
corrió sobre un puente y atravesó un distrito sórdido. Yo apretaba las manos, cada
vez más nerviosa. Aún sentía deseos de llorar, pero no cedería. A Anthony le
impacientaban las lágrimas; en realidad, se impacientaba por cualquier cosa. Era
áspero, duro y carente de todo sentimiento.
Cuando dejamos atrás las barriadas bajas, atravesamos un parque de suave
césped verde, sombreado por los árboles, donde los amantes se paseaban de la mano
por entre los senderos floridos. Fuera del parque, el carruaje aminoró la marcha
- 113 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
debido al tráfico. Estábamos cerca del Strand. Los sonidos de la ciudad retumbaron
en mis oídos y por la ventanilla pude ver aceras atestadas, hombres y mujeres que
paseaban, comercios y restaurantes caros. Al cruzar por Covent Garden, un laberinto
de viejos edificios majestuosos, las calles angostas sembradas de flores marchitas y
hojas de repollo, eché una mirada al teatro, grandioso e imponente con sus altas
columnas blancas. Momentos después avanzábamos por el Strand a paso de tortuga.
Cuando el carruaje se detuvo mi corazón pareció detenerse con él. Anthony
bajó y se volvió para darme la mano. Nuestros ojos se encontraron; su expresión
seguía ceñuda; la preocupación aún le oscurecía los ojos. Se lo había jugado todo en
la aventura, según comprendí de pronto. Todo su futuro dependía de los momentos
siguientes. Si yo fracasaba, si les hacía sospechar siquiera que no era auténtica, él lo
perdería todo. Me ayudó a descender del carruaje, sosteniéndome la mano con
mucha fuerza, estrujándome materialmente los dedos. Parecía irradiar tensión
nerviosa. Había sido muy injusta. Anthony había trabajado mucho, invertido todo su
dinero y estaba endeudado, todo porque confiaba en mí. Yo no podía fallarle.
—Aquí estamos, querida —dijo.
Asentí y traté de vivir mi papel. Mary Ellen Lawrence acababa de morir; se
habían evaporado sus preocupaciones y su aprensión. Era una criatura morena,
exótica, resplandeciente en mi vestido purpúreo y mi sombrero emplumado. Era
caprichosa, estaba acostumbrada a los halagos y a concentrar en mí las miradas
masculinas. Acababa de sufrir un aburrido e incómodo cruce entre Calais y Dover,
un viaje más aburrido aún que si lo hubiera realizado en un tren atestado y me sentía
irritable, preocupada por mis baúles. Elena López se adueñó de mí por completo. Vi
con sus ojos, sentí con sus emociones. Observando con abierto desprecio la
encantadora fachada del hotel, hablé con fuerte acento español.
—Así que éste es el hotel. Elena López está acostumbrada a palacios. No me
gusta este lugar. ¡No tiene alfombra roja!
Le eché una mirada furiosa. Anthony, pasada la primera sorpresa, quedó
encantado; vi que cobraba ánimos. Me apretó otra vez la mano, pero yo,
liberándome, alcé la cabeza. Ese villano inglés ya se estaba tomando demasiada
familiaridad. Le permití que me cogiera del codo para conducirme hasta la entrada,
donde abrió la puerta. Pasé junto al portero sin mirarlo siquiera, altaneramente
erguida la barbilla, con los labios fruncidos en un mohín de desaprobación. Observé
el espacioso vestíbulo, todo oro, cristal y blanco resplandeciente. Un grupo de
hombres vestidos con trajes mal cortados se apiñaba ante el mostrador de recepción,
hablando en voz alta. Uno de ellos se volvió y nos vio llegar. Soltó una exclamación
de alegría, y todos corrieron hacia nosotros.
Hablaban al mismo tiempo, ansiosos, excitados; sus preguntas, disparadas a
toda velocidad, se mezclaban para crear un imponente rugido. Retrocedí
horrorizada, lanzando relámpagos con los ojos. Eran como una jauría de galgos
llorosos; hubiera querido fustigarlos. Anthony me agarró del codo y apartó a los
hombres con la mano libre. David se unió al grupo y ayudó a Anthony.
—¡Después! —gritó con su voz poderosa—. ¡Abran paso! ¡Abran paso!
- 114 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 115 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 116 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
hizo salir, cerrando la puerta tras él. En seguida recuperó el aliento y se recostó
contra la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho, para mirarme con cara
inexpresiva.
—Me gusta —dije.
—A este precio más vale que te guste.
—Nunca he visto habitaciones tan lujosas.
—Para Elena López, lo mejor.
Su rostro era inescrutable y seguía mirándome como si yo fuera una
desconocida. ¿Acaso no me había comportado bien? ¿Me habría excedido? Crucé la
gruesa alfombra tostada, me quité el sombrero y lo dejé en un sofá tapizado en azul
claro. Él seguía contemplándome con los ojos ligeramente entornados.
—¿Dónde está Millie? —pregunté.
—En su habitación probablemente. Está al final de este mismo pasillo.
—¿Mis baúles?
—Ya los traerán.
—No me importa lo que tú pienses —dije, ceñuda—. Yo creo que he estado
estupendamente.
—¿De veras?
—Absolutamente magnífica.
—Eres muy generosa con mi dinero. ¿Sabes lo que beben esos tipos? Parecen
esponjas. Ese pequeño gesto tuyo me va a costar una fortuna, ¿y quieres que te diga
una cosa?
—¿Qué?
—Me importa un bledo.
Lo miré, sorprendida. Sus ojos centellearon y su boca se estiró en una sonrisa.
Cruzó la habitación a grandes zancadas y me apretó en un abrazo de oso que estuvo
a punto de romperme las costillas. Me apretó con fuerzas, meciéndome, y después
me alzó en vilo para hacerme girar en redondo, tan exuberante y lujurioso como un
futbolista que acaba de marcar un gol decisivo. Por fin me dejó en pie, me sujetó las
manos y las apretó con fuerza, sin dejar de sonreír.
—¡Qué estilo, qué porte! No sé por qué me preocupé tanto. Debí intuir desde un
principio que estarías maravillosa. ¡Qué entrada! ¡Los tienes comiendo en tu mano!
¡Cristo, has estado fantástica, fantástica!
Y volvió a abrazarme.
—Por un momento llegué a creer que eras Elena López.
Me soltó y pude tomar aliento, pero en seguida volvió a apretarme las manos.
—No podía creerlo. ¡Me has dejado atónito! ¡El acento, esos ojos centelleantes!
¡Qué instinto! Sabías exactamente qué hacer y qué decir. Ya tienes a los periodistas de
tu parte, y el resto será coser y cantar. ¡Has estado maravillosa!
—Gracias a Dios —dije.
- 117 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XVII
- 118 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 119 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 120 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
llamó a la puerta. Arrugué el ceño adivinando quién era. Anthony nunca llamaba; se
limitaba a entrar. Millie también supuso quién sería. Intercambiamos una mirada
mientras ella iba a abrir. Dorrance entró a grandes pasos, sonriendo. El camerino, que
era muy amplio, quedó reducido por su corpulencia.
—¿Qué tal el ensayo? —preguntó.
—Muy bien —respondí con mi acento español.
—Veo que ha recibido mis rosas.
Asentí y él sonrió. Dorrance se acercaba a los cuarenta años; era un hombre alto
y corpulento, que manejaba con facilidad su enorme corpulencia. Era moreno, de
pelo ondulado y ojos pardos demasiado sinceros. Tanto los párpados caídos como los
labios gruesos delataban una naturaleza muy sensual. Era consciente de su apostura
y, a mi modo de ver, sus modales eran lentos y calculados. Dorrance se veía como un
gran conquistador, cosa que en realidad era. Su fácil éxito con las mujeres le había
hecho adquirir una confianza que me resultaba muy poco atrayente. Su interés por
mí, en lugar de halagarme o complacerme, me aburría. Era muy difícil ocultarlo.
—¿Encuentra todo a su gusto? —preguntó.
—Sí.
—¿Duke la trata bien?
Volví a asentir, deseando que se marchara.
—Es un gran honor tenerla con nosotros —prosiguió él—; para demostrarle mi
aprecio, me agradaría mucho invitarla esta noche a cenar.
—Estoy muy cansada —dije.
—Pero le haría bien, ¿sabe? Necesita descansar, tranquilizarse un poco antes del
gran acontecimiento. Yo podría brindarle un rato muy agradable, señorita López,
realmente agradable.
—Lo siento.
—No acepto su negativa —insistió él, sonriendo—. Esta noche a las ocho pasaré
por su hotel. Tengo la impresión de que cambiará de idea. Si no… bien, tendré que
cenar solo, para mi gran desilusión. Hasta la noche, Elena.
Me cogió la mano para besarla al estilo continental, con la palma hacia arriba y
los labios apretados contra las dos almohadillas de carne. La sostuvo un momento
más de lo debido y yo apenas pude contener el impulso de retirársela. Aún sin
soltarla, me dirigió una mirada seductora, con los ojos entornados, y la apretó con
fuerza. Supuestamente yo debía respirar muy profundo y derretirme en ansias, pero
no hice una cosa ni la otra. Él me saludó con una inclinación de cabeza y se marchó.
Millie sacudió la cabeza, riendo entre dientes.
—Cree tenerte en sus redes, querida.
—Lo sé, pero se equivoca.
—Es buen mozo y además encantador.
—Demasiado.
—¿Qué vas a hacer cuando vaya al hotel?
—Me encontraré indispuesta.
Me puse los guantes de encaje negro y me volví, en el preciso instante en que
- 121 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 122 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 123 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 124 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 125 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
admiradores, pero…
Un compromiso muy importante, me había dicho. Te llevaría yo mismo, pero
tengo un compromiso muy importante. Estoy siempre ocupado, tú ya lo sabes. Tenía
un compromiso muy importante con un témpano rubio, y yo me iba a enfrentar a mi
presentación a la noche siguiente. Lo necesitaba, pero ahí estaba él, divirtiéndose
como nunca, y yo tenía que tomarlo con calma y actuar como si nada ocurriera.
—¿Le ocurre algo? —inquirió Dorrance.
—Disculpe —respondí, olvidando el acento español.
Me levanté. Dorrance abandonó la silla de un brinco, sorprendido, con el
brazalete de diamantes aún en la mano. Todos los concurrentes al restaurante me
vieron dirigirme a la mesa de Anthony, con la falda de seda crujiendo audiblemente
en el súbito silencio. Anthony se levantó con una expresión preocupada y los ojos
alarmados.
—Eh, eh… —Miró a la rubia, volvió a mirarme a mí—. Te presento a Elena
López. Ella… eh… no sabe mucho inglés. Quisiera presentarle a Elizabeth Clark,
señorita López.
Elizabeth Clark y yo intercambiamos una venenosa inclinación de cabeza.
—No esperaba encontrarte aquí esta noche —tartamudeó Anthony.
Volvió a dejarse caer en su silla, aún preocupado. Sobre la mesa había una
fuente grande, blanca, con un ribete dorado. La levanté. Anthony, con una sonrisa
tonta, sacudió la cabeza, rogándome en silencio que no lo hiciera, pero le partí la
fuente en medio del cráneo. La fina porcelana cayó ruidosamente al suelo en diez o
doce fragmentos. Anthony gritó. La gente ahogó una exclamación. Un camarero
corrió hacia nosotros, horrorizado. Anthony se levantó tambaleándose, aturdido,
pero sin ninguna herida visible.
—¡El temperamento siempre resulta llamativo! —le espeté.
Me volví para dirigirme a paso rápido hacia la corta escalera. George Dorrance
me alcanzó y me cogió del brazo, pero yo me liberé inmediatamente y lo aparté de
un empujón. Subí los escalones y crucé la puerta. Ya en la calle, junto a la acera,
detuve a un carruaje. Di al cochero el nombre de mi hotel y subí, aún furiosa,
deseando haber roto el cráneo de Anthony en lugar de la fuente.
- 126 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XVIII
- 127 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 128 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Alisé la seda roja sobre mí cintura y me arreglé el corpiño, que se había deslizado
peligrosamente durante el forcejeo. Examiné mi imagen reflejada como si estuviera
sola en la habitación: a pesar del pelo revuelto, logré adquirir un aspecto frío y
reposado; mis ojos tenían un azul sereno.
—Ahora será mucho mejor que te vayas —dije, dirigiéndome a él.
Anthony ignoró mi comentario. Tomó el último sorbo de whisky, dejó el vaso y
me miró con una peculiar intensidad, los ojos medio velados. Sentí un leve escozor
de alarma; yo sabía lo que esa mirada significaba. Él nunca me había mirado así hasta
entonces, jamás se había dignado mirarme así. El ambiente, que momentos antes
vibraba de cólera se llenó súbitamente con otra aura, aún más palpable; su mensaje
era imposible de pasar por alto.
—Estás preciosa —dijo.
Su voz tenía un dejo enronquecido. En seguida me puse en guardia.
—El rojo es tu color, definitivamente.
—Estoy muy cansada, Anthony. Quiero que te marches.
—No es eso lo que quieres, querida.
Sus ojos ardían de deseo. Lo miré estremecida por dentro, porque comprendía
súbitamente cuánto lo deseaba, y sabía que iba a ser un error permitir que me hiciera
el amor. No me hacía ilusiones sobre él y su vínculo conmigo ya era demasiado
poderoso. Convoqué toda mi fuerza para hablarle con frialdad.
—Te sugiero que vuelvas con la señorita Clark.
—¿Con Elizabeth? Ella no significa nada para mí. La tenía a mano y la utilicé. Te
deseaba a ti, pero no quería poner en peligro nuestro proyecto al conseguirte.
—¿Cómo?
—¿No te has dado cuenta?
No dije una palabra. En mi interior había algo frío, duro, y me aferré a ese frío, a
esa dureza, sabiendo que era mi salvación, sabiendo que no debía ceder a las
emociones que se agitaban en mí pidiendo libertad. Qué atractivo estaba, con sus
ropas formales, alto, delgado y gallardo, con la nariz ligeramente torcida y esa
curiosa semisonrisa que le jugaba en las comisuras de los labios. Pero no tenía
escrúpulos, era un perfecto canalla; su encanto fácil y juvenil no lograba ocultar su
empuje implacable, la determinación de ascender aun a costa de cualquier cosa. Yo lo
sabía todo, pero también sabía que no era inmune a su encanto, que debía luchar con
todas mis fuerzas.
—Te he deseado desde el primer momento en que te vi —dijo—. Pero sabía que
toda mi energía y toda la tuya debían concentrarse para convertirte en Elena López.
Cruzó los brazos sobre el pecho, apoyó los hombros sobre la pared y me
observó con los ojos oscuros, centelleantes. Su rostro estaba configurado por planos y
ángulos, duro, con la piel estirada sobre los anchos pómulos. La luz de la lámpara
hacía que brillara su pelo, otorgándole mayor riqueza al color castaño; los rizos
rebeldes volvieron a caer sobre su frente.
Yo quería apartarlos. Deseaba posar la palma sobre su mejilla, acariciar aquellos
labios gruesos con las yemas de los dedos. Quería que sus brazos fuertes me atrajeran
- 129 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 130 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
miembros; sus brazos me estrecharon más y más hasta aprisionarme contra él; noté
que me fundía en él, arrebatada por su fuerza. Echó la cabeza atrás para mirarme, y a
la luz de la luna vi sus ojos oscuros, decididos. Yo temblaba. Sacudí la cabeza, pero él
apoyó los labios en la curva de mis hombros; quemaron mi carne mientras
descendían hacia mi cuello y mis pechos.
Intentando empujarle, apoyé las palmas contra su pecho, pero él me agarró la
muñeca y avanzó hacia la puerta del dormitorio, arrastrándome tras sí. Luché
desesperadamente sin que Anthony pareciera percatarse siquiera. Me aferré al marco
de la puerta, pero él tiró de mi brazo y me impulsó hacia el dormitorio. La luz de la
luna se filtraba por las ventanas, dorando los muebles, lustrosa sobre el acolchado de
satén.
Sus dedos eran como bandas de hierro alrededor de mi muñeca, apretando la
piel y los huesos. Me sentía aterrorizada, pues mi razón había desaparecido y todo
mi cuerpo estaba tenso. Anthony ignoró mis esfuerzos por liberarme, como si yo
fuera una niña caprichosa y él un adulto severo. Le di un puntapié en la espinilla. Me
soltó la muñeca y me respondió con una bofetada que me lanzó girando locamente
en la oscuridad; la realidad se disolvió ante el dolor, y caí en sus brazos, que estaban
esperándome. Tal vez pasaron varios minutos, o quizá fueron segundos; cuando abrí
los ojos los sentí húmedos por las lágrimas; la mejilla aún me ardía, pero el pánico
había desaparecido. Me abrazaba con ternura, pronunciando palabras muy dulces
con voz increíblemente dulce.
Volvió a besarme, acariciándome los labios con los suyos. Rocé su mejilla,
deslicé los dedos por ese pelo espeso y abundante, como recia seda. Apartó los labios
y me miró con tierno deseo, con ansias, abrazándome suavemente. Alcé la mano para
acariciar su boca, deslicé el índice por la curva suave y firme del labio inferior.
Ambos estábamos ya poseídos por la misma necesidad, pero la urgencia parecía
haber desaparecido, convirtiéndose en una deliciosa languidez que se extendía por
nuestros miembros con dolorosa lentitud, cálida, dulce como la miel. Anthony
sonreía. También traté de hacerlo yo, pero había demasiada tristeza en mi corazón.
Aunque cedía a la languidez, sabía que era una tontería de mi parte. De cualquier
modo, ya no me importaba.
Torpemente comenzó a desabrocharme el vestido, murmurando una leve
maldición al liberarme los brazos de las mangas y empujarlo por mi cadera. Cuando
salí del círculo de seda roja me quitó las prendas interiores una a una hasta que, por
fin, quedé desnuda a la luz de la luna, estremecida, resignada, pero también
exultante, llena de una salvaje alegría que parecía estallar en mis venas. Di un paso
atrás y él me miró; sus ojos se oscurecieron con algo que parecía reverencia. Por
primera vez en mi vida me sentí completamente hermosa, y fui feliz, muy feliz de
poder serlo para él.
Con las manos apoyadas en mis hombros me miró durante un largo rato; los
suyos transmitían un mensaje silencioso que hizo que aumentara la música interior.
Me acarició los hombros, la garganta, rozándome con suavidad, con reverencia,
deslizando lentamente los dedos sobre mi piel. Sus manos se curvaron sobre mis
- 131 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
pechos acariciándolos. Cerré los ojos; oleadas de sensaciones se abatían sobre mí,
transportándome a un vacío donde no había otra cosa que ese hombre, ese momento,
esos sentimientos henchidos que brotaban y amenazaban ahogarme. Con una mano
apoyada en mi cintura, él se inclinó para besarme los pezones con labios húmedos y
cálidos. Enredé los dedos en su pelo, casi desmayada por el deseo.
Hacía mucho, demasiado tiempo, que yo negaba esa parte mía. Ahora, mientras
me acariciaba, me besaba, me atraía hacia sí, no pude menos que temblar; Anthony,
pensando que era por frío, me estrechó contra su pecho, murmurando palabras
suaves. Apresó mis labios con los suyos; su boca trabajó lentamente, saboreando la
mía, obligándome a abrirla. Ese beso pareció durar una eternidad; era un auténtico
tormento; combinaba la agonía con el placer. Me aferré a él; su camisa de seda rozó
mis senos desnudos.
Al fin me alzó en sus brazos para conducirme a la cama; me dejó sobre el
acolchado de satén y se arrodilló junto a mí para besarme una y otra vez las sienes, el
cuello, los pechos, los muslos. El sentimiento interior era cada vez más doloroso.
Anthony se apartó de la cama y me sentí perdida, sola, incompleta; ansiaba su
contacto; ansiaba su cuerpo y su dolor, que era como un perfume embriagador. Se
hundió en la sombra, lejos de la ventana, desnudándose. El pañuelo que llevaba al
cuello flotó hasta el suelo como una sedosa mariposa.
Cerré los ojos y me abandoné sobre el acolchado suave y fresco. Sobre mí el
vacío, un espacio que debía llenarse de músculo, hueso, peso, calor, maravilla. La
necesidad se hizo tormento al abrir los ojos y verlo surgir a la luz de la luna, ya
desnudo, como una estatua magnífica súbitamente imbuida de vida. Por un
momento quedó bañado en plata. La luna iluminó su cuerpo perfecto. En seguida
esbozó una sonrisa perversa. Alcé los brazos mientras él cruzaba la habitación hasta
la cama.
El colchón se hundió con un chirriar de muelles al recibir su peso. Pareció tan
sorprendido por el ruido que tuve que reírme. Él rió también, atrayéndome hacia sí.
Su cuerpo me aplastó, pesado, hiriente, glorioso. Era hermoso, y me debatí bajo él;
por un momento nos comportamos como dos chiquillos que se entretuvieran con un
juego travieso, luchando juntos sobre el resbaloso acolchado, con los miembros
entrelazados. Pero entonces su rostro, a pocos centímetros del mío, tomó una
expresión severa, casi salvaje, y sus labios buscaron los míos con una fuerza
irresistible. Una furia tumultuosa nos poseyó a ambos.
Se mostró fiero, fuerte, carente de inhibiciones, y también yo olvidé las mías
para devolver cada caricia con igual ardor, aferrándome a él, mientras mis sentidos
se deshilaban como la seda al romperse. Juntos nos elevamos, raudos, hasta una
altura vertiginosa, para precipitarnos en un paraíso donde el éxtasis estalló una, y
otra, y otra vez.
- 132 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XIX
- 133 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 134 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—Hola, Anthony.
—No sabía que fuera tan tarde. He pasado el día corriendo. Ya es casi la hora,
¿verdad?
—Ya es casi la hora.
Se veía esplendoroso con su traje de gala; brillaban las solapas de satén oscuro,
y la corbata de seda blanca estaba perfectamente anudada. Sus modales eran tan
ligeros e indiferentes como de costumbre. No lo había visto durante todo el día; se
había vestido para salir mientras yo todavía estaba dormida, sin molestarse siquiera
en dejar una nota, como si la noche anterior nada hubiera ocurrido.
—Supongo que has visto los diarios de hoy —comentó, jugando con el
sombrero de copa.
—Los he visto.
—Ese incidente del restaurante ha servido para unos artículos sensacionales,
querida. Ha provocado un auténtico alboroto. Dorrance se ha mostrado encantado.
No te guarda rencor. Todos han subrayado su nombre.
No respondí.
—Oye, yo… eh… espero que no estés molesta porque te haya dejado así esta
mañana. Supongo que debí haberte despertado, pero… bien, dormías tan tranquila
que no he querido molestarte.
—No tienes por qué disculparte.
—Tenía cosas muy importantes que hacer. Había concertado una cita con unos
tipos que conozco. Vamos a hacer muchísimo dinero, querida, y el dinero requiere
responsabilidad. Hay que saber cómo manejarlo, cómo invertirlo para que con él se
obtengan buenas ganancias. Estos tipos están en el negocio de los ferrocarriles y
buscan inversores, unos cuantos hombres inteligentes que quieran duplicar o
triplicar sus inversiones en cuestión de meses. Me explicaron todo. Es una
oportunidad que no se da dos veces.
Al notar que no le prestaba atención, se interrumpió en seco y sacudió la
cabeza. Al fin me dedicó una sonrisa, como para pedir disculpas.
—Lo siento. Creo que me he equivocado. He debido darme cuenta de que no es
el momento ni el lugar para hablar de negocios. No querrás que te moleste con
detalles. De cualquier modo, soy tu representante. Te representaré, mientras tú te
concentras en causar sensación.
Cuando acabó de pronunciar estas palabras finalizó la música. Los tramoyistas
trabajaban frenéticamente, tirando de las cuerdas. Las pesadas cortinas de terciopelo
dorado bajaron lenta, suavemente, levantando finas nubes de polvo entre bastidores.
El público aplaudió, y los miembros del coro corrieron por la escalera hacia los
camerinos. Alguien apartó el telón para que las primeras figuras pudieran saludar al
público.
Anthony me cogió de la mano, apretándomela con fuerza.
—No voy a desearte suerte, querida. No la necesitas. En cuanto salgas los
deslumbrarás a todos. Lo supe desde el principio.
—¿De veras?
- 135 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 136 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 137 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
INTERLUDIO EN PARÍS
1847
- 138 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XX
- 139 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
No podía desechar mis vagas aprensiones, y Millie insistía en que algo se estaba
incubando. Ella nunca había confiado en Anthony; insistía en que yo era demasiado
blanda con él y que algún día acabaría lamentándome por ello. Aun comprendiendo
que tal vez tenía razón, yo se lo debía todo a Anthony. Lo aceptaba como era y le
estaba agradecida por cuanto había hecho, aun reconociendo que no podía confiar en
él, que era un ser quijotesco, que su encanto juvenil y sus modales despreocupados
ocultaban una naturaleza esencialmente implacable. A veces podía ser irritante,
podía exasperarme hasta hacerme estallar, pero no tenía más remedio que
perdonarlo. Ante todo, Anthony era un amante excepcional, magnífico en la cama, y
yo había llegado a depender de él de un modo enteramente distinto.
- 140 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
llamativas. Por otra parte, parecía que él estuviera disfrutando. Consciente de que
había conseguido mi atención, me saludó amistosamente con la cabeza; en sus ojos
oscuros bailaba una mirada divertida. Adopté mi actitud más altanera y le volví la
espalda, ignorándolo. Él, sonriendo, se acercó a grandes pasos hacia mí. Me dispuse
para mantener otra conversación desagradable: debido a mi escandalosa reputación,
ciertos hombres se sentían con derecho a hacerme proposiciones, y yo había
aprendido a tratarlos con un helado desdén que dejaba petrificados hasta a los más
ardientes.
—Creo que es hora de que nos presentemos —dijo.
—Creo que no —repliqué, confiando en que mi francés fuera suficiente. En los
últimos tiempos había estado repasando el idioma aprendido en la escuela con un
profesor.
—¿No sabe quién soy?
—No, ni me interesa saberlo.
Rió entre dientes, evidentemente encantado con mi rechazo.
—Me deja consternado, realmente consternado —dijo—. Y también algo herido
en mi orgullo. Creía que todo el mundo me conocía. ¿Está segura de que no me está
atormentando?
—Le aseguro que…
—¿No ha oído hablar de Los Tres Mosqueteros?
—Creo que es una novela.
—¡Una novela! ¡Es un fenómeno! Ha tenido un éxito mundial. Qué estilo, qué
brío, qué fibra. Una obra maestra, créame, una obra maestra. Vamos, confiese que la
ha leído.
Asentí con la cabeza, aunque me costaba mucho mantener la frialdad. Había
algo enormemente excitante en ese hombre corpulento y exuberante, de ojos
chispeantes y voz sonora. Sentía dentro de mí una carga de corpúsculos rojos y un
increíble empuje, fuerte excitación y un tremendo impulso hacia la vida. Parecía estar
ampliado: las ropas audaces habían sido cortadas a propósito para exhibir el físico
poderoso y musculado. Aunque hablaba francés a la perfección, no parecía el francés
típico: su piel oscura, labios llenos y rizos apretados eran ligeramente africanos.
—¿Usted sabe leer en francés?
—He leído todos los libros de Balzac.
—¡Balzac! —exclamó.
—Y también leo todo lo que publica George Sand.
—A ella le encantará saberlo —respondió él, gruñón—. Usted es uno de sus
ídolos actuales. George se vuelve loca por las mujeres independientes y
temperamentales, que desafían las convenciones para hacerse una carrera: almas
gemelas. Se la presentaré.
Su voz petulante era sólo simple ficción. Los ojos oscuros seguían centelleando
y una semisonrisa jugaba en sus labios sensuales. Era una presencia casi aplastante,
un gran león que combinaba el entusiasmo de un niño alegre con un aura de
poderoso magnetismo sexual que resultaba galvanizante en su efecto. Obviamente
- 141 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
las mujeres le eran tan indispensables como una buena comida y como un gran vaso
de fuerte vino tinto.
—¿Y El conde de Montecristo? —preguntó.
—¿Qué pasa con él?
—Supongo que ése si lo habrá leído.
—Me temo que no.
—Si no fuera tan guapa le rompería la cabeza —gruñó—. Lo hace a propósito.
Usted sabe muy bien quién soy yo. Todo el mundo lo sabe. Pregúntele a cualquiera
de los presentes y se lo dirán. ¿Ve esas estudiantes? ¿Ve como ríen y me señalan?
Ellas saben quién soy; conocen mi fama con las mujeres. Tienen la esperanza de que
las levante en vilo para llevarlas a mi camarote.
Sonreí a mi pesar, ablandada por ese encanto jovial. Sabía quién era él, por
supuesto, pero el juego me divertía demasiado como para ceder.
—Usted no es española —me acusó—. Tiene acento inglés.
—¿Lo cree así?
—Es grandiosa, fascinante, sin duda. Y seductora, es innegable. Pero española,
ni por casualidad. Los diarios dicen que usted afirma ser hija ilegítima de Lord
Byron, pero lo dudo.
—Admita que es divertido.
Él soltó una carcajada retumbante, atrayendo aún más la atención hacia
nosotros. Sin embargo, no me sentí incómoda. Monsieur Alejandro Dumas me
resultaba a la vez divertido y encantador.
—Creo que usted es un fraude tan enorme como yo, Elena.
—Puede dar su opinión, señor Dumas.
—¡Ajá! Sabe quién soy.
—He leído bastante sobre usted. Su reputación es casi tan pésima como la mía.
—Peor, chérie —me aseguró—. Ya hemos perdido bastante tiempo en charlas
ociosas. El barco tardará al menos media hora en anclar; eso nos deja tiempo
suficiente para pasar un buen rato en la cama.
—No sea ridículo.
—Tengo la energía de un carnero. Le va a gustar, créame. Las mujeres siempre
andan detrás de mí; no me dejan en paz. Las tengo siempre a mis pies. Literalmente,
tengo que arrojarlas a puntapiés de la casa para poder trabajar un poco.
—Eso dicen.
—Fíjese cómo me miran. Ya están hablando de nosotros, ma petite. Mañana por
la tarde todo París dirá que Dumas ha estado en Londres para ver a sus editores
ingleses y ha regresado con Elena López. Dirán que hemos tenido una aventura
endiablada y lujuriosa, que nos pasamos el viaje haciendo el amor a gritos en mi
camarote. Venga, demos visos de verdad a los rumores que ya están circulando.
—Paso, señor Dumas.
—¿Me rechaza?
Al verme asentir fingió consternación.
—¡Me niego a creerlo! ¿No le impresionan mis hazañas? ¿No le parezco
- 142 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Durante un rato me paseé por cubierta, pensando en ese encuentro; al fin bajé a
nuestro camarote. Millie estaba revisando nuestro equipaje de mano para asegurarse
de que no faltaba nada. Nuestros baúles habían sido enviados previamente al hotel
de París, pero aun así teníamos una molesta cantidad de maletas y sombrereras. Una
vez satisfecha, Millie dejó escapar un suspiro de cansancio y se palpó los rizos
dorados; sus ojos azules tenían una expresión de gran sufrimiento. Llevaba un
vestido rosado muy ceñido que acentuaba el busto voluptuoso y la cintura esbelta.
Después de trabajar casi un año como doncella y dama de compañía de la famosa
Elena López, Millie ya no se preocupaba tanto como al principio de la respetabilidad.
—Están todas —me informó—. Te diré que me sorprende. Estaba segura de que
ese hombre había perdido algo. De cualquier modo no sé por qué ha tenido que
acompañarnos hasta el barco.
El hombre era David Rogers, que nos había acompañado desde Londres hasta
Dover y traído a bordo todo nuestro equipaje, tratando sin cesar de llevarse a Millie
aparte para una corta charla. Millie lo trataba con frío desdén; lo fulminaba con la
- 143 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
mirada cada vez que tropezaba o dejaba caer una maleta, le respondía con
brusquedad. El robusto David, que generalmente parecía venir de un entusiasta
partido de fútbol, quedó en el muelle con una expresión patética y solitaria,
contemplando la partida del barco. Millie ni siquiera se había molestado en saludarlo
desde cubierta.
—Gracias a Dios no lo veré más —dijo—. Se estaba poniendo muy rebelde,
demasiado posesivo, y no hablaba más que de matrimonio. Como si fuera propiedad
suya. Una quiere divertirse un poco antes de sentar cabeza.
Sonreí para mis adentros, notando el énfasis con que hablaba. Millie, sin duda,
se había divertido bastante en los últimos meses, haciéndose perseguir alegremente
por el enamorado David y coqueteando escandalosamente con cualquier muchacho
que despertara su interés, con la intención de provocar en David ataques de celos.
Disfrutaba cada minuto de su nueva vida y gozaba con el entusiasmo que rodeaba a
Elena López. Aunque la gira había sido tediosa e incómoda, una interminable
procesión de vagones polvorientos, hoteles venidos a menos y tristes teatros de
provincia, ella lo había tomado con buen ánimo. A veces gruñía, se quejaba y actuaba
malhumorada, pero su espíritu nunca cedía ante las contrariedades.
—Pobre David —comenté—. Creía que te gustaba.
—Oh, tiene su lado bueno. Es rudo, robusto y poderoso, pero se había puesto
demasiado serio. Y malhumorado también. No te molestes en tenerle lástima, Elena.
—Has sido muy dura con él.
—Tenía mis motivos —replicó—. Él estaba en su perfecto derecho de hacerles
guiños a las actrices noveles o de llevárselas en cualquier momento; pero si me veía
hablar con uno de los estudiantes de Oxford le daba un ataque. Oxford era
maravilloso, ¿verdad?
—Fantástico —respondí.
—¡Cuántos edificios antiguos y preciosos!
—¡Qué jóvenes tan entusiastas! —agregué.
—Yo no hice nada malo —protestó Millie—. Querían enseñarme las tabernas y
hacerme pasar un buen rato. Eran muy alborotadores esos muchachos; bebían,
lanzaban bravatas y estaban en pie la mitad de la noche, pero me divertí como nunca.
El barco comenzó a frenar su marcha. Se oyó el crujir de los engranajes.
—A propósito —dijo Millie—. A bordo tenemos otro hombre famoso. Uno de
los camareros estaba hablando con él. Es Alejandro Dumas, el escritor francés.
—Lo sé. Nos hemos conocido.
—¿De veras?
—Hemos mantenido una larga conversación.
—Hum —gruñó—. Yo en tu lugar andaría con cuidado, querida; estoy bien
enterada por un periódico. Dicen que es un demonio con las mujeres, absolutamente
insaciable. Y también he leído su libro Los tres mosqueteros. No me ha gustado mucho.
Demasiados espadachines.
Al detenerse el barco se produjo un chirrido de madera contra madera. Un
minuto después se oyó un golpe agudo en la puerta de la cabina, y abrí para permitir
- 144 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 145 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
desoladas, junto a filas de esbeltos álamos bajo los cuales crecían las amapolas rojas.
Aunque no amara a Anthony, era bastante para mí; apenas comenzaba a comprender
hasta qué punto era importante. Se había convertido en parte integral de mi vida; me
exasperaba un momento para hacerse adorar al siguiente. No podía concebir su
ausencia. Mientras escuchaba el monótono traqueteo de las ruedas, intenté calmar mi
aprensión interior. Sin duda Anthony nos estaría esperando en la estación de París,
con toda una turba de periodistas y una excusa perfectamente válida por no haber
estado presente en Calais.
El tren se detuvo en una pequeña estación intermedia y partió de nuevo. Poco
después se abrió la puerta de nuestro compartimiento y entró tropezando un gigante,
con los hombros y la cara ocultos por un gran cesto. Millie gritó asustada y se levantó
de un brinco. Alejandro Dumas dejó caer el cesto, se acomodó las solapas marrones,
alisó la corbata de seda turquesa y nos dedicó una sonrisa luminosa. La sonrisa
desapareció ante el puntapié que Millie le asestó en la espinilla. En ese momento el
tren dio una sacudida y ambos cayeron en el asiento opuesto al mío. Millie cogió un
bolso y empezó a pegarle en la cabeza con él, mientras Dumas gritaba sus protestas,
con los brazos alzados para protegerse.
—¡Socorro! —gritó—. ¡Quítenmela de encima!
—¡Sinvergüenza, violador, bandido!
—¡Millie! Basta. Lo conozco.
Millie interrumpió su descarga de golpes y arrojó sobre Dumas una mirada
desagradable. Él bajó los ojos y la observó detenidamente, apreciando cada detalle,
para detenerse especialmente en el espléndido busto, encerrado en fino algodón
rosado. Millie se apartó de él, ajustándose la falda; aún estaba encrespada, pero
parecía intrigada. Dumas le sonrió, emitiendo el gruñido hambriento que había
empleado con las estudiantes. Por el gesto de su cara, parecía que ella quisiera
golpearlo otra vez.
—Mon Dieu, una gatita salvaje, hecha y derecha —comentó Dumas,
dirigiéndose a mí—. ¿Quién es?
—Millie es mi compañera.
—Pensé que era su guardaespaldas. Una muchachita apetitosa. Hace mucho
que no veo bocado tan sabroso.
—¿Qué ha dicho? —saltó Millie.
—Sólo estaba alabándote. Millie no habla francés, señor Dumas.
—¿No? En tal caso hablaremos su idioma —respondió él en inglés—. Acabo de
concluir mi capítulo. Es una obra maravillosa, cargada de vida. He escrito doce
páginas en el barco y diez más después de subir al tren. Por eso pensaba que se
imponía una celebración. He bajado del tren cuando se detuvo y comprado algunas
cosas para la merienda.
Metió la mano en el cesto y sacó una gran hogaza de pan, que depositó en el
regazo de Millie. Ella lo puso en el asiento, cautelosa, echándole otra mirada
perversa. Un gran trozo de queso, un racimo de uvas, media docena de manzanas y
tres botellas de vino surgieron tras el pan. Por fin Dumas sacó un pollo asado entero
- 146 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 147 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 148 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
suave resplandor azul espesaba el aire al acercarse la noche. Al doblar una esquina
pasamos frente a unos cafés al aire libre donde ya estaban encendiendo las luces. El
cielo era ya de color violáceo y el resplandor iba en aumento. Observé que los
castaños estaban en flor. La belleza de la ciudad era una parte del sueño, vaga, irreal,
como una ilusión luminosa. Millie abandonó sus esfuerzos por tranquilizarme.
Permanecía silenciosa, con aire de sombría decisión.
—Hemos llegado —dijo al detenerse el carruaje.
Bajó y me tendió la mano para ayudarme. Los caballos permanecían inquietos
junto a la acera. El cochero se bajó y comenzó a hablar tan rápido que no pude
comprender una palabra de lo que estaba diciendo. El portero vino en nuestra ayuda;
pagó al hombre, recogió nuestro equipaje y se lo entregó al muchacho de chaqueta
roja que le acompañaba. El hotel era suntuoso, blanco y elegante bajo el resplandor
crepuscular. El vestíbulo estaba decorado en tonos de azul y marfil, caoba oscura,
que brillaba espléndidamente, y bronce pulido con fulgores de oro opaco.
Al menos nuestros baúles habían llegado el día antes y nuestras habitaciones
estaban dispuestas. Anthony no se había inscrito en el hotel. El muchacho de la
chaqueta roja nos condujo por las amplias escalinatas y por un pasillo del segundo
piso; abrió una puerta que daba a una espaciosa habitación, cuyas lámparas ya
estaban encendidas. Nada más entrar vi una carta en la repisa. Millie también la vio.
El joven dejó los bultos y nos dijo que la habitación de Millie estaba al final del
pasillo.
—Me quedaré un rato contigo —dijo ella.
—No, Millie. Vete.
—¿Te encuentras bien?
—Perfectamente —le dije.
Ella y el muchacho se retiraron. Pasé varios minutos mirando el sobre color
crema, de grabado bien visible, retardando el dolor. Al fin, cuando lo abrí, fue con
mano temblorosa. Varios billetes de una libra volaron al suelo al retirar la carta.
Estaba escrita en el papel del hotel y era muy corta. Anthony iba directamente al
grano.
Elena:
El dinero que pongo en este sobre es todo cuanto queda. Hay casi ochenta
libras. Eso te servirá para cubrir tus necesidades más inmediatas. Las acciones del
ferrocarril eran fraudulentas. Supieron engañarme, como si fuera un campesino
recién llegado a la ciudad. Te he fallado. No sé qué decir, salvo que lo siento.
Llegué a París con la esperanza de arreglar la gira antes de que llegaras,
pero también eso ha fracasado. Tendrás que buscar a otro para que se encargue
de tus cosas. Ya no me necesitas, y sé que en estas circunstancias no querrás
tenerme cerca, complicándote las cosas aún más. Por eso me retiro. No sé qué
voy a hacer ni dónde iré, pero confío poder compensarte algún día por todo esto.
Anthony.
Leí la carta por segunda vez; después la doblé y volví a colocarla sobre la
- 149 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 150 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XXI
- 151 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
muy amplia. Me dejaba los hombros y buena parte del seno al descubierto. Mi
maquillaje era muy discreto: sólo un toque de rosado en los labios y una sugerencia
azul grisácea en los párpados. Me había dejado el pelo tirante hacia atrás, en un
moño oval, con una gran camelia rosada sobre la sien derecha por todo adorno. En
verdad tenía las mejillas muy pálidas y los ojos tristes, ensombrecidos.
—Está maravillosa —me informó Dumas—. Es una lástima que haya decidido
mantener conmigo una relación platónica. ¿Está segura de que no quiere cambiar de
idea?
—Muy segura.
Suspiró, encogiéndose de hombros.
—Mejor así, supongo. Las mujeres demasiado inteligentes no son mi tipo.
Demasiada charla y poco deporte. Por una vez la amistad será algo refrescante. ¿Ya
ha terminado de acicalarse?
Desde el otro lado del vestíbulo llegaban voces y risas. Dumas volvió a cerrar su
manaza alrededor de mi codo y me impulsó hacia aquel lugar. Un momento después
entramos a un salón que brillaba de color: tenía alfombras rojas y azules, paredes
claras, elegantes cortinajes de color oro. Había por lo menos treinta personas. Casi
todos los hombres llevaban trajes de gala oscuros; las mujeres elegantes vestidos.
Todos hablaban muy animados. Una mujer vestida de terciopelo negro se apresuró a
acercarse con una amplia sonrisa.
—¡Por fin la ha traído! —exclamó en francés.
—¿Le he fallado alguna vez?
—Demasiadas veces como para ponerme a recordarlas, grandísimo patán.
Ahora vaya a correr por ahí. Elena y yo tenemos mucho de qué hablar.
—¿Hay comida?
—Muchísima, el doble que de costumbre. Sabía que usted vendría. Vaya a
probar el paté, que está exquisito.
Dumas sonrió, agradecido, y se abrió paso por entre la multitud hasta las mesas
servidas, palmeando más de un trasero femenino en el trayecto. La mujer de
terciopelo negro me cogió ambas manos y las apretó con fuerza.
—Soy George Sand, querida mía. Tenía muchísimos deseos de conocerla.
Me encontré sin palabras. George Sand era ya una leyenda, una criatura famosa
de quien se decía que vestía trajes masculinos, fumaba en público y se liaba con
cualquier hombre que despertara su capricho. Su verdadero nombre era Aurore
Dudevant, pero había abandonado a su esposo y a sus hijos para vivir con el joven
Jules Sandeau en una buhardilla, a fin de escribir novelas junto con él. Aunque utilizó
parte de su apellido como seudónimo, acabó por abandonarlo para mantener una
breve aunque deslumbrante aventura con el arrogante y sensual Octavio Merimée.
Abandonó a éste por Alfredo de Musset, a quien, según los rumores, había
destrozado. Y llevaba varios años viviendo con Federico Chopin, el doliente
compositor sobre el cual, se decía, ejercía un poder demoníaco.
La mujer que me apretó las manos exudaba una gran calidez y parecía irradiar
calma. Era de mediana edad, ligeramente regordeta, de largos cabellos renegridos,
- 152 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
cutis suave y pálido y enormes ojos pardos, luminosos y encantadores. Parecía una
amistosa matrona de corazón tierno, imposible de asociar con la criatura áspera,
despiadada y masculina que, según mis lecturas, se cebaba en hombres más jóvenes
y desafiaba todas las convenciones con arrogante desdén.
—Parece atónita —dijo.
—Usted no es como yo esperaba.
—Ha leído sobre mí, por lo que veo.
Asentí, diciendo:
—Usted es muy famosa.
—Usted también, ma petite, y tampoco es lo que yo esperaba. Para empezar, es
mucho más joven, y hay en usted una cualidad vulnerable que no parece concordar
con la audaz, mercenaria Elena López.
—Elena López es una creación de la prensa.
—También George Sand —dijo ella, estrechándome otra vez las manos con una
risa suave, melodiosa—. Éste es un mundo de hombres, Elena, y la mujer que quiera
triunfar debe ser, por fuerza, una especie de fenómeno. ¿Qué otra cosa explica
nuestro éxito?
—He leído todos sus libros.
—¿Le han gustado?
—Parecen escritos especialmente para mí. Expresan ideas, emociones y
ansiedades que yo creía sólo míos. Podría decir que me han dado fuerzas. Siempre
fui diferente, ¿comprende? Siempre quise… algo más. Podía identificarme
completamente con sus heroínas.
—Querida mía, acaba de ganar mi corazón. Vamos a ser muy amigas. En el
fondo somos hermanas. Venga, le serviré un poco de champán. ¿Cómo diablos se las
ha arreglado para enredarse con el ruidoso Dumas?
—Nos conocimos al cruzar el canal.
—Y en seguida quiso llevársela a la cama —adivinó ella, mientras me conducía
a través del salón.
—A los cinco minutos de habernos conocido.
—¡Ese Dumas! —exclamó ella, riendo—. Lo adoro. Tiene un corazón de oro,
¿sabe? Y una reputación célebre. Generoso a más no poder nuestro Alejandro; un
pillo entusiasta que tiene una increíble facilidad para la ficción imaginativa.
Después de entregarme una copa de champán, tomó otra para ella y la sorbió
lentamente, con una mirada pensativa en los adorables ojos pardos. Percibí en ella
una gran reserva de fuerzas y también una gran tristeza. Se había hecho un sitio
eterno para ella en la literatura, pero sospeché que el precio había sido sumamente
alto en cuanto a felicidad personal. Decían que sus amores con Chopin habían
entrado en un mal período, que ambos estaban al borde de la ruptura definitiva. ¿Era
ésa la razón de la mirada pensativa, de la triste sonrisa?
Tomó otro sorbo de champán, dejó escapar un suave suspiro y abandonó la
copa. Volvió a sonreír con ganas, como si el breve instante de distracción hubiera
quedado atrás. Me alegré de ello, pues me había permitido conocerla mejor.
- 153 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—Mire toda esta gente —dijo, haciendo un gesto inútil—. Los adoro, a todos y a
cada uno, pero es imposible mantener una conversación con sentido en este gentío.
Quiero que hablemos mucho, Elena. Quiero que nos hagamos amigas.
—Estoy segura de que así será.
—En este momento debo desempeñar mi papel de anfitriona. Un aburrimiento,
créame. No sé para qué doy estas soirées. Ah, aquí viene Lamennais. Es un sacerdote
que ha colgado los hábitos y me ha estado contando cosas muy interesantes sobre las
autoridades eclesiásticas. Propugna las reformas más asombrosas. Tengo que ir a
saludarlo.
—Vaya, por favor.
En ese momento pasó un hombre delgado, impecablemente vestido, de pelo
corto y rizado y ojos bastante maliciosos. George lo cogió por el brazo.
—Aquí está Eugene que le hará compañía. Eugene, le presento a Elena López, la
famosa bailarina. Ya habrá leído sobre ella en los periódicos.
—Claro que sí —afirmó él—. También la vi bailar cuando estuve en Londres el
año pasado.
—Elena, le presento a Eugene Sue. Sus Misterios de París fue un enorme éxito, y
su nueva novela El Judío Errante está causando sensación. Conoce el submundo de
París tan íntimamente como el Faubourg Saint-Germain. Él se encargará de
entretenerla.
Sue ejecutó una profunda reverencia, con los labios finos curvados en una
sonrisa irónica.
—Lo intentaré —dijo.
—Es un chismoso incorregible —me advirtió George—, y ésa es una de las
razones por las que le tengo tanto cariño. No crea más de la mitad de lo que diga.
Voy a hablar con Lamennais. Pronto mantendremos una sabrosa charla, querida mía,
las dos a solas.
Y se retiró apresuradamente para saludar al sacerdote. Eugene Sue arqueó una
ceja, esbozando otra vez su sonrisa irónica mientras la miraba.
—Ese hombre será su ruina; le llena la cabeza con toda clase de tonterías
políticas. En cuanto nos descuidemos la tendrá haciendo manifestaciones en la calle.
George es muy susceptible, tiene corazón de revolucionaria; le gustaría reformar el
mundo entero.
Hizo una pausa y se volvió hacia mí.
—¿Hace mucho que está en París?
—Sólo unos días.
—Ha venido con Dumas, por lo que veo. Muy propio de él ser el primero en
descubrirla. Es un tipo sorprendente. No puedo decir que me gusten sus libros ni sus
novelas, ya que estamos, pero porque no comulgo con el melodrama rimbombante.
¿Conoce a su mujer?
—No sabía que estaba casado.
—Dumas no presta mucha atención a ese hecho. Ida Ferrier era actriz, dotada
con una asombrosa falta de talento y nada guapa, pero su padre era un corredor de
- 154 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
bolsa a quien Dumas debía bastante dinero. Para evitar ir a prisión como deudor se
casó con la muchacha. Tengo entendido que, poco después de la boda, llegó
inesperadamente a su casa y, al entrar al dormitorio, descubrió a uno de sus mejores
amigos haciendo apasionadamente el amor con la dama en cuestión. Los miró
fijamente durante un momento y después sacudió la cabeza, asombrado. «¡Caramba!
—exclamó—, ¡y él ni siquiera está obligado!»
Sue continuó en la misma vena durante varios minutos, señalando a algunos
huéspedes e identificándolos para relatar anécdotas. Era divertido, malicioso y estaba
sorprendentemente informado. Ya se había corrido la voz de que yo me encontraba
allí y la gente comenzaba a mirarme con atención; los hombres con notable interés;
las mujeres con una hostilidad apenas disimulada. Mi reputación me había
precedido: Elena López era casi tan famosa en Francia como en Inglaterra, e incluso
en esa reunión de celebridades literarias o artísticas recibía mucha más atención que
los demás. Fue un alivio que Dumas se acercara a nosotros con un vaso de vino en
cada mano.
—¡Ya la ha monopolizado demasiado tiempo, Sue! —anunció entregándome un
vaso—. Espero que no le haya estado contando un montón de mentiras. Venga,
Elena; quiero presentarle a alguien.
Saludé a Eugene Sue con una inclinación de cabeza y seguí a Dumas hacia las
mesas bajo la mirada de todo el mundo. Varios hombres me sonrieron. Uno de ellos
hizo una reverencia. Dumas lucía una amplia sonrisa, disfrutando a fondo.
—Está causando sensación —me informó—. No he visto nada así desde que
Rachel hizo enloquecer a todo París. No se habla más que de usted, ¿sabe? No hay un
hombre aquí que no se muera por conocerla.
—¿Ah, sí? ¡Qué pesado!
—Es el precio de la fama —dijo, alegremente—. A mí me preocupa que no me
miren. A propósito, ¿cómo está su compañerita?
—¿Millie? Bien.
—Apostaría a que ella no se queda encerrada. Ha de tener ya a cinco o seis
hombres siguiéndola. Es una muchachita sabrosa, muy bien constituida. Me gustaría
investigar, si usted no se opone.
—Yo no. En cuanto a Millie, no sé.
Dumas bufó, acabó su vino y dejó el vaso vacío sobre una mesa; después me
condujo hasta un hombre con aspecto de artista: pelo largo y castaño, ojos
melancólicos y una sonrisa sorprendentemente burlona. Llevaba un traje gris oscuro,
corbata de seda blanca y chaleco carmesí, demasiado colorido.
—Teófilo Gautier —dijo Dumas—, el hombre de quien le hablaba, querida. El
crítico teatral de La Presse. Teo es un esteta. Escribe poesía y cosas así, pero de
cualquier modo es una buena persona. Tiene el suficiente sentido común como para
comprender que necesita vivir en tanto adora el arte y la belleza, de modo que
trabaja para el periódico. Te presento a Elena López, Teo. ¿No es deslumbrante?
—Verdaderamente deslumbrante —respondió Gautier.
—Teo quiere escribir una obra sobre usted —me informó Dumas—. Sea
- 155 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 156 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
qué hacía. La tristeza volvió a invadirme por más que luché contra ella. Y luché
desesperadamente. ¿Por qué consumirme de nostalgias? Podía conseguir a cualquier
hombre que se me antojara. Al diablo con Anthony. No lo necesitaba para nada.
Presté atención a los cumplidos; reí, aunque de modo convincente; toqué la camelia
rosada de mi pelo, alisé los pliegues de mi falda y cumplí con el papel que había
representado tantas veces. Pero en el fondo deseaba huir.
Acepté otra copa de champán y me sumergí en el papel. Mientras Elena
encantaba a los hombres y coqueteaba con ligereza, otra parte de mí la observaba,
preguntándose por qué hacer ese esfuerzo cuando lo único que deseaba era estar
sola. De pronto hubo un estremecimiento de entusiasmo en la reunión y las
conversaciones cesaron abruptamente. Todo el mundo se volvió hacia la puerta. Casi
todos los hombres, mohínos y resentidos. Me pregunté qué les habría ocurrido. En el
vestíbulo sonaron pasos fuertes; una mujer de azul ahogó una exclamación y se llevó
la mano al pecho.
Un hombre muy alto, cubierto con una capa de terciopelo pardo, entró al salón
y se detuvo a la puerta. Examinó la reunión con ojos cínicos y soltó un suspiro
cansado, resignándose a la tediosa adulación que era su diaria cuota. La mujer de
azul volvió a ahogar un grito y varias otras empezaron a murmurar. Incluso mi
corazón pareció dar un salto. Aunque nunca lo había visto, lo reconocí en seguida. Se
suponía que yo había tenido una loca aventura amorosa con él; además, había visto
su retrato muchísimas veces. Esas facciones eran inconfundibles: mejillas delgadas,
labios finos y nariz aguileña. Tenía ojos oscuros; su pelo era una espesa melena
dorada, cepillada hacia atrás desde la frente, que le caía casi hasta los hombros.
—¡Franz! —gritó George Sand.
Corrió hacia él con una sonrisa. Él la saludó con una inclinación de cabeza, se
quitó la capa y la arrojó en el respaldo de una silla, un gesto dramático que aumentó
los murmullos entre las mujeres. Llevaba un traje tostado oscuro, corbata de seda
parda y chaleco de brocado, con el mismo color leonado de su melena. Con una
estatura que sobrepasaba bastante del metro ochenta y una constitución esbelta y ágil
que sugería la gracia y la fuerza de una pantera, Franz Liszt resultaba una figura
imponente. Su rostro era demasiado flaco para ser hermoso, y la nariz demasiado
afilada; pero eso no tenía la menor importancia. Su efecto sobre la gente era
positivamente hipnótico; irradiaba un sobrecogedor magnetismo que parecía crujir
en el aire a su alrededor.
Se decía que el pianista y compositor húngaro poseía una especie de poder
demoníaco sobre las mujeres. Cuando Liszt daba un concierto, las mujeres se
desmayaban en los palcos. Si dejaba caer un pañuelo, las admiradoras lo desgarraban
en hilachas para repartírselo. Llevaban su retrato en los guardapelos, robaban las
colillas de cigarros fumados por él y se arrojaban literalmente a sus pies cuando
aparecía en público. Su altanería, su desdén por la adoración de su público
provocaban un frenesí aún mayor. Al verlo pude dar crédito a todas aquellas
historias y también comprenderlas. Si había un hombre irresistible, ése era él. Su
presencia era la de un dios arrogante.
- 157 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
George Sand le cogió las manos y hablaron en voz baja durante un momento.
En seguida se produjo un ruido susurrante, como el de alas de mariposa, y cinco o
seis mujeres corrieron hacia él con un frufrú de sedas. Todas comenzaron a hablar al
mismo tiempo y Liszt volvió a suspirar, aceptando la atención como si le fuera
debida, ya aburrido de eso. La mujer de azul le cogió la mano para besársela. Una
joven actriz de vestido rosado se colgó de su brazo. Una lánguida morena se puso
pálida cuando él la miró a los ojos.
—¡Maldito sea! —gruñó uno de los hombres—. Siempre pasa lo mismo cuando
aparece.
—George no debería haberlo invitado —comentó otro—. Es injusto para
nosotros, los demás. Digo yo, Elena, al menos usted no se dirigirá a él para hacerle la
corte, ¿verdad?
—Claro que no —repliqué—. Me encantaría tomar otra copa de champán.
¿Alguno de ustedes quiere ser un ángel y traerme una?
La fiesta continuó, pero en el ambiente había una tensión distinta. Liszt estaba
rodeado de mujeres. Yo rodeada de hombres. Todo el mundo parecía esperar a ver
qué ocurría. Sin restar atención al húngaro alto y magnético, seguí charlando con los
otros hombres, pero sentía cómo me miraba fijamente por encima de las cabezas de
sus admiradoras. Me volví una vez. Nuestras miradas se encontraron. Él me saludó
con una inclinación de cabeza y una sonrisa curiosa en los labios finos. Yo bajé los
ojos y me volví para contestar a una pregunta, pero mi pulso pareció dejar de latir y
quedé tan débil, que parecía que las rodillas fueran a ceder en cualquier momento.
Jamás había sentido un pánico semejante.
Él había leído los artículos sin lugar a dudas. ¿Por qué había permitido yo que
Anthony y David los publicaran? Según los periódicos, Liszt y yo habíamos
mantenido un fiero y apasionado amorío, marcado por explosivas peleas y arranques
de violencia física. Él me había cerrado la puerta de nuestra habitación y yo, en
venganza, le había destrozado las ropas. Una vez había tratado de estrangularme en
un arrebato de locos celos y, en otra ocasión, yo le había asestado una bofetada en
pleno rostro. Los periódicos «citaban» mis palabras, según las cuales era un cobarde
y su reputación como amante enormemente exagerada. ¿Cuáles habían sido las
palabras exactas? «El más manso de mis cosacos podría superar al gran Franz Liszt
cuando de pasión se trata.»
Cuando me volví para mirarlo otra vez, Liszt venía cruzando el salón hacia mí,
apartando a un círculo de admiradoras como si fueran otros tantos insectos. Los
hombres que me rodeaban se pusieron rígidos; en seguida se alejaron, gruñendo, al
comprender que toda competencia era inútil. Por algún milagro logré mantener una
perfecta compostura interior sin dejar traslucir la menor emoción. El salón y la gente
parecieron fundirse en un remolino de colores, deslumbrante fondo para la silueta
alta y divina que se acercaba. Se detuvo ante mí levantando lentamente una ceja, con
los ojos llenos de sorna.
—Creo que es hora de que nos retiremos —dijo.
Se mostraba lacónico y en sus labios había una sonrisa, pero comprendí que no
- 158 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 159 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 160 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
delante y hacia atrás, con los hombros encorvados; alzaba las manos y las bajaba,
castigando las teclas. Sus ojos relampaguearon y penetraron mi alma. Me encontraba
sin aliento, hechizada por la música que se alzaba en un crescendo atronador.
El silencio fue abrupto, tan atronador, a su modo, como la música. Todo el
cuarto parecía latir en ecos silenciosos, pues la fiera pasión de la música seguía
vibrando. Liszt siguió sentado al piano, mirándome tranquilamente; la pasión
brotaba de él en oleadas invisibles. Temblé al ver que se levantaba. La bata de seda
roja, que cubría su cuerpo flojamente, se balanceó al avanzar hacia mí con un sonido
lleno de provocación. De pie ante mí, me miró con ojos sombríos que me valoraban
tranquilamente. Volvió a sonreír. Me cogió de las muñecas y me puso en pie. Quedé
inerme, atrapada en el hechizo que él había tejido con tan experta deliberación.
Me condujo hasta el hogar, donde había una gruesa alfombra. Con un brazo
rodeándome la cintura, me sostuvo contra él sin apretarme, para mirarme a los ojos.
Eché la cabeza atrás para aguantarle la mirada, y entonces él me acarició la barbilla
con la mano libre y se inclinó para besarme. Cerré mis brazos sobre su espalda,
deslizando las palmas por el suave brocado. A medida que sus labios se tornaban
exigentes, introduje los dedos en esos mechones largos y espesos. Sentí que entraba,
girando locamente, a un vacío de sensaciones dulces y precipitadas; cuando retiró
sus labios y alzó la cabeza, me sorprendió descubrir que yo aún estaba consciente.
Liszt me hizo girar para desabrochar la espalda de mi vestido, de modo que el
corpiño se aflojó hacia delante y mis pechos quedaron casi al desnudo. Plantó los
labios en la curva de mi hombro y en seguida me cubrió los pechos con las manos,
acariciando, apresando la carne hasta hacerme soltar una exclamación ahogada.
Arqueé la espalda sobre él y me atrapó el lóbulo de la oreja con los dientes,
mordiéndolo fuerte, pero sin que me doliera. Entonces volvió a hacerme girar y me
apretó contra su pecho. Pasaron varios segundos; cada uno una agonía, cada uno una
bendición. Soltó la camelia prendida a mi pelo y la arrojó a un lado. Después me
ayudó a desnudarme; el vestido cayó al suelo. Cuando quedé completamente
desnuda se quitó la bata de seda, la tendió sobre la alfombra y tiró de mí hacia ella.
Caí de espaldas, mirándolo. Se irguió ante mí con las piernas separadas y las
manos sobre los muslos. A la luz del fuego, su cuerpo alto y delgado era soberbio,
erecta su virilidad. Sentí la seda suave y fresca bajo las nalgas y la espalda. Noté el
calor de las llamas y otro calor interno que se iba expandiendo; cada fibra de mi ser
exigía ser satisfecha. Liszt se arrodilló por encima de mi cuerpo; una punta
aterciopelada y rígida me tocó el estómago al inclinarse para besarme las sienes, la
boca, el cuello; sus labios parecían quemar, pero eran frescos, firmes, flexibles. Me
besó en cada pezón, acarició mis muslos, el estómago, los pechos; por último deslizó
las rodillas hacia atrás y quedó sobre mí, pesado, duro y suave a un tiempo.
Entonces volvió a interpretar otra clase de música, un nuevo instrumento que
empleaba con la misma belleza, con la misma finura. Me poseyó con fuerza, con
autoridad y ternura, tocando con suavidad, acariciando con delicadeza, y yo corrí a
su encuentro, moviéndome al compás de la música que me llenaba. Cambió el tempo,
cada vez más rápido, furioso, atronador, arrancándome los sentidos. Era un maestro
- 161 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 162 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XXII
George Sand, con una sonrisa cálida, dejó su pluma y se levantó, lanzando una
mirada de desesperación al revuelto montón de papeles que cubría su mesa. En lugar
de vestido llevaba unos pantalones negros, muy bien cortados en terciopelo, y una
camisa de seda blanca con cuello suelto y flotante. Las zapatillas persas de bordados
brillantes completaban su inusual atuendo. Nunca hasta entonces había visto una
mujer con pantalones y sin duda eso debió notarse en mi expresión. Ella rió
suavemente, metiéndose la camisa bajo la cintura.
—Ya sé que es chocante —dijo—, pero los pantalones son muy cómodos. ¿Por
qué no he de ponerme cómoda cuando trabajo? No es nada práctico sentarse ante un
escritorio durante horas enteras con vestido de tafetán y enaguas de miriñaque.
—Le sientan muy bien.
—Pero usted se ha sorprendido. Me encanta. No sabía que me quedaban
posibilidades de sorprender a nadie. Hace quince años, cuando me puse ropas
masculinas por primera vez, la gente se sintió realmente afectada.
—¿Para eso las usaba usted?
—Bien, no voy a negar que disfrutaba con la sensación provocada, pero mis
verdaderos motivos eran puramente financieros. Todos mis amigos eran hombres, y
todos éramos muy pobres. Pero a las mujeres no se les permitía la entrada a los cafés
baratos que frecuentaban los hombres; tampoco podían ocupar asientos de gallinero
en el teatro, y ésos eran los únicos que podíamos pagar. Sólo por ser mujer pobre me
veía excluida de casi todas las actividades sociales, y eso me hería mucho.
Tiró de un cordón para llamar a su sirvienta y, cogiéndome de la mano, me
llevó hasta el sofá sobre cuyo respaldo había un chal negro y purpúreo, con flecos.
—Sentémonos. Mathilde nos traerá refrescos. Como le decía, me disgustaba
verme excluida; una vez, cuando todos mis amigos se preparaban para charlar
durante toda la noche en uno de sus cafés favoritos, yo no pude soportarlo más.
Sandeau me prestó uno de sus trajes, oculté el pelo bajo un sombrero de copa y fui a
reunirme con ellos en el café. A mis amigos les pareció una travesura fantástica; para
mí, en cambio, era la gran solución, y seguí vistiéndome de ese modo cada vez que
salía. Eso dio origen a los rumores más descabellados.
Sacó un cigarrillo de una caja, apoyada en la mesa que teníamos enfrente. Lo
encendió y exhaló una voluta de humo, recostándose sobre los almohadones. Noté
que tenía los dedos manchados de tinta y, a pesar de su alegría, la encontré
extremadamente fatigada. Sólo eran las diez de la mañana; por eso adiviné que había
pasado la noche trabajando.
—Tal vez he llegado en mal momento —dije.
- 163 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 164 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 165 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 166 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
de escribir una novela sobre su aventura con Liszt. Nélida había aparecido por
entregas en la Revue Indépendante y su publicación en forma de libro estaba causando
una gran sensación, pues se vendía por miles.
—Marie esperó demasiado —dijo George—, aun sabiendo que era una tontería.
Ahora trata de salvar su imagen; finge ser independiente, cerebral y audaz. Nélida fue
sólo un intento de exorcizar su amor por Franz, pero jamás logrará hacerlo por
completo. Él le rompió el corazón.
—Pero no romperá el mío. El mío es inmune.
—¿Sí?
—Me lo rompieron hace dos años, en Cornwall.
George no preguntó más y yo tampoco seguí hablando. Aún no estaba
dispuesta a hablar de Brence Stephens. Tomamos otro poco de café y conversamos de
otras cosas hasta que, al mirar el reloj, vi que eran casi las once y media. Con desgana
dije a George que debía retirarme. Ella me acompañó hasta la puerta y salió a la calle
conmigo. El día era maravilloso; bajo el cielo azul claro, los árboles brillaban de
verdes hojas delicadas. El sol bañaba las fachadas de las casas, lanzando sombras
bailarinas sobre las aceras. Un carruaje alquilado me esperaba; el cochero estaba
encaramado en el pescante, con el sombrero sobre las rodillas.
—El sol —dijo George—. Es glorioso. Necesito más. Me muero por volver a
Nohant para pasear por los campos.
—Franz parte hacia Alemania la semana que viene —comenté, en tono
indiferente.
—¿Sí?
—Tiene programados varios conciertos y quiere ir a Dresde para asistir a la
representación de una ópera de su amigo Wagner. Me ha pedido que lo acompañe.
—¿Lo harás?
Vacilé un segundo antes de responder.
—Todavía no estoy decidida. Le prometí que le contestaría esta noche.
George me estrechó la mano.
—La vida es muy breve. Por nuestro propio bien debemos ser cautas, pero
también debemos tener el valor de correr un riesgo. Haz lo que sea mejor para ti, ma
chérie.
Nos abrazamos, tocándonos apenas las mejillas, y subí al carruaje. Al alejarme
volví la cabeza para ver a George, que aún estaba de pie en los escalones de la
entrada, con las manos en los bolsillos del pantalón y una expresión serena en el
rostro. «Haz lo que sea mejor para ti», me aconsejaba. Yo sabía cuál debía ser mi
respuesta. Lo sabía, pero no estaba nada segura de que ésa fuera a ser la que iba a
dar.
- 167 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XXIII
Comí con Teófilo Gautier en uno de los encantadores cafés al aire libre, en una
mesa sombreada por castaños en flor. Mientras tomábamos vino, queso y fruta,
hablamos de las bellezas de París en un día de sol. Más tarde fuimos al Louvre y Teo
se puso elocuente; paseando por la Grande Gallerie me explicó algunos aspectos
delicados del arte que contemplábamos. Yo trataba de concentrarme, pero pensaba
constantemente en Franz y en la decisión que debía tomar. La gente nos miraba sin
cesar, susurrando, y algunos se acercaron para pedirme un autógrafo. Eso debería
haberme halagado, pero me costaba un gran esfuerzo mostrarme graciosa. Teo sonrió
con su sonrisa traviesa e irónica, recordándome que la fama tiene su precio.
Cuando más tarde regresé al hotel, descubrí al persistente señor Barnum
acechando en el vestíbulo, preparado para abordarme una vez más. Sus modales
eran aún más rimbombantes que su chaleco floreado: me hizo una gran reverencia y
me lanzó una perorata sobre la riqueza y gloria que me esperaban en Norteamérica.
Los norteamericanos estaban sedientos de espectáculos. Me adorarían, hasta era
posible que me levantaran un monumento. La recepción que me habían hecho en esa
orilla del Atlántico no era nada comparada con la que me harían en la otra. En cuanto
al dinero… bien, me bañarían en oro.
Sacó pluma y contrato y fingió asombro cuando le dije que no estaba dispuesta
a firmar todavía. Después de explicarle nuevamente que no quería volver a trabajar
por el momento, y que de cualquier modo no tenía intenciones de cruzar el océano, le
sugerí que buscara otra novedad para llevar a su entusiasta público.
Barnum sonrió de buen humor, diciendo que todo el mundo tiene derecho a
tirarse un farol, y afirmó que yo cometía un grave error. En seguida me entregó una
tarjeta para que me comunicara con él en su dirección de Nueva York si cambiaba de
opinión. Con otra profunda reverencia, se retiró, sin mostrar el menor desaliento.
Yo, divertida, subí rápidamente a mis habitaciones, mientras me preguntaba,
ociosamente, cómo habría pasado Millie el día. Nos veíamos muy poco desde la
fiesta de George. Franz me había monopolizado y Millie no era de las que se quedan
mirando por la ventana. Yo sabía que estaba saliendo con Dumas y no dudaba que
los dos lo pasaban muy bien juntos. Ambos gozaban de un gran impulso vital, les
gustaba divertirse y disfrutar. Y Millie era muy digna compañera para el exuberante
Dumas.
Pasé un rato leyendo, mientras la luz del día se apagaba fuera. Después pedí un
baño y me regodeé en el agua caliente largo tiempo. La noche había caído y las luces
parpadeaban en el parque, al otro lado de la calle, mientras me vestía para la velada.
Elegí un vestido de tafetán con anchas bandas negras y blancas. Mi pelo estaba bien
- 168 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
tirante hacia atrás, recogido en el moño oval que se había convertido en mi peinado
favorito. El tafetán crujió cuando me acerqué al espejo para sujetar una sola rosa de
terciopelo rojo sobre la sien derecha. Mientras me ponía un par de largos guantes de
terciopelo negro, vi que se abría la puerta de la salita. Millie me llamó con alegría y
salí del dormitorio para reunirme con ella. Los ojos le brillaban, sus mejillas estaban
relucientes y llevaba el pelo dorado recogido en un peinado complejo. Me dedicó una
de sus sonrisas maliciosas y giró en redondo para exhibir su nuevo vestido, una
encantadora confección de satén color salmón, adornado con cascadas de encaje
beige.
—¿No es divino? —exclamó—. En mi habitación tengo otros siete que todavía
no he desempaquetado. Y las prendas interiores son increíbles. ¡Y sombreros,
también, todo! ¡Zapatos! Creí que íbamos a comprar todo el comercio.
—Es bonito, Millie. Precioso.
—Ésa es la palabra adecuada. Eso es lo que le dije. Le dije: «Es precioso,
Alejandro; pero también necesito accesorios que combinen.» Y él siguió sacando
dinero, sonriendo como un gran oso amigable.
—¿Fue Dumas quien te compró el vestido?
—¿Quién, si no? Me compró las ropas y buscamos un bonito apartamento con
jardín propio. Mañana firmará el contrato de alquiler. También fuimos al banco,
donde abrió una cuenta a mi nombre e hizo un buen depósito. Le dije que yo no era
barata. «Si quiere que sea su amante, señor —le dije—, aclaremos una cosa desde el
principio: quiero una pensión.» Y también voy a tener coche.
—No sé qué decir.
—Bien, querida, al menos podrías felicitarme.
Millie volvió a sonreír y se acercó al espejo para arreglar sus rizos dorados.
—Se me ha ocurrido que lo mejor era llegar a un arreglo, ya que tú te has
entusiasmado con Liszt y es probable que vayas a Alemania con él. No querrás
llevarme a rastras, supongo.
—Millie…
—Estoy loca de contento, querida. Nunca he conocido un hombre como Dumas
y jamás me he divertido tanto. Entre tú y yo las cosas no van a cambiar en absoluto.
Le dije bien claro que para mí tú eras lo primero, primero y último. Si adquieres un
compromiso, si decides hacer una gira, me tendrás a tu lado como siempre.
—No es necesario, Millie.
—¡Claro que sí! No podrías arreglártelas sin mí, y yo no me perdería la
aventura por nada del mundo. Pero mientras tanto… —Hizo una pausa, buscando
las palabras correctas—. Mientras tanto las dos podemos pasar un rato agradable.
—Pareces muy contenta con Dumas.
Asintió, con un brillo de felicidad en los ojos.
—Es realmente como un gran oso amigable, y me gusta muchísimo. No lo
creerás: ayer fuimos al campo. Salimos en su coche y comimos en una pradera
rodeados de flores silvestres. Y él estuvo tan divertido, tan delicioso… Después trató
de salirse con la suya allí mismo, frente a los pájaros. Puedes imaginar lo que le hice
- 169 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
pelear.
—Lo imagino.
—Le partí una botella en la cabeza. Rugió como un toro herido, y fue entonces
cuando le dije que no me vendía barata. Que yo sepa, tiene otras dos amantes; y
probablemente media docena más metidas aquí y allá. Pero a ésta la va a mantener
en buen estilo, con dinero en el banco todos los meses. Una nunca sabe cuándo va a
necesitar un poco en efectivo.
—Eres muy práctica —le dije, bromeando.
—David Rogers nunca me dio un centavo, y llegué a París con los bolsillos
vacíos. Tu precioso Anthony no me pagaba el sueldo desde hacía cuatro meses. Jamás
lo mencioné porque no quería preocuparte. Ya tenías bastantes problemas.
—Lo lamento mucho, Millie. Si al menos lo hubiera sabido, tal vez…
—Las cosas resultaron mejor así —me interrumpió—. Mira lo que ha ocurrido.
Tengo a un famoso escritor comiendo en mi mano y tú has hechizado al pianista más
famoso del mundo. ¡Hemos llegado lejos, desde que abandonamos a la señora
Fernwood!
—Parece que sí.
—Me estoy divirtiendo como nunca. Y es hora de que tú también te diviertas un
poco, querida. Sólo espero que…
Vaciló y yo la alenté.
—¿Sí?
—Que tengas cuidado —dijo con firmeza.
—Eso mismo pienso yo.
Millie me abrazó con fuerza y salió de la habitación con un susurro de encaje y
satén. Hubiera preferido que no mencionara el nombre de Anthony; me preocupaba
más de lo que deseaba admitir. Aún no estaba segura de qué le contestaría a Franz
cuando me pidiera una decisión. Ir a Alemania con él sería algo estimulante y lleno
de entusiasmo, pero también de conflictos. George me había dicho de él muy poco
que yo no hubiera descubierto.
Cuando llegué al vestíbulo, Franz entraba por la puerta, increíblemente apuesto
con su traje de gala oscuro, chaleco de satén blanco, una larga capa de terciopelo
negro sobre los hombros y un sombrero de copa de seda negra en la mano. Dos
mujeres que bajaban la escalera detrás de mí quedaron petrificadas ante su
imponente presencia. Las oí susurrar entre sí cuando Franz se detuvo ante mí y me
miró con sus ojos oscuros, hipnóticos, como aprobándome. Me sentí invadida por
una familiar debilidad, pero estaba decidida a ser fría y objetiva. Saludé a Franz con
la cabeza, me apoyé en su brazo y me volví para alzar una ceja ante las aturdidas
señoras.
Su coche nos esperaba frente al hotel. Fuimos a un elegante comedor, lleno de
gente encantadora, donde degustamos unos platos deliciosos. Fue una cena
silenciosa. Ya me había acostumbrado a su malhumor y a sus largos silencios, pues
Franz detestaba la charla gratuita. Parecía preocupado la mayor parte del tiempo, y
yo tenía la sensación de que, con frecuencia, escuchaba su música interior, notas y
- 170 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
armonías que al fin serían dadas al mundo. Si el hombre que creaba la música parecía
frío y altanero, si no era un ser socialmente encantador, eso podía justificarse, pues su
música era maravillosa.
Cuando salimos del restaurante, la noche era hermosa y el cielo un profundo
gris azulado lleno de estrellas. Franz indicó a su cochero que nos esperara y me cogió
de la mano para caminar; al fin cruzamos la calle y avanzamos por un parque, los
prados parecían bañándose en plata y salpicados con las sombras azules de los
árboles. Aquí y allá brillaba una luz, creando un suave resplandor dorado. Nos
detuvimos junto a una estatua de mármol blanco; Franz me cogió en sus brazos y me
besó largo rato, tierna, profundamente.
Cuando me soltó me estremecí; él, con un suspiro, se puso detrás de mí y,
quitándose la capa de terciopelo negro, me abrigó los hombros con ella, como había
hecho la noche en que nos conocimos. Me apretó contra su pecho, poniéndome los
brazos en torno de la cintura.
—Estoy escribiendo otra composición —me dijo—. La tengo en la mente desde
que te conocí. Para comenzar es controlada, como tú.
—¿Como yo?
—Como tú. Ese control se funde gradualmente en una melodía sutil, henchida,
encantadora, graciosa, vibrante como tú. La melodía asciende hasta un crescendo rico,
sensual, lleno de pasión, también como tú. La llamaré Canción de Elena.
Me sentí conmovida, demasiado conmovida para hablar. Mis sentimientos eran
tan frágiles que temí destruirlos con las palabras.
—Soy un hombre muy difícil, Elena. No es fácil vivir conmigo. No me gusta
sentirme atado.
Mirándome frente a frente, me puso las manos en los hombros y me miró con
ojos que parecían arder sin llamas.
—Quiero que vengas a Alemania conmigo, Elena. Habrá disputas, no lo dudo,
pero también esplendor. Habrá momentos de tal esplendor…
Recordé las últimas palabras que me dijera George. La vida es muy breve, me
había dicho. Debemos ser cautos, pero también debemos tener el coraje de correr
riesgos. Mientras Franz me miraba a los ojos y apretaba sus dedos en mis hombros,
pensé en aquellas palabras.
—Quiero que vengas conmigo —repitió—. ¿Lo harás?
Vacilé sólo un instante antes de darle mi respuesta.
- 171 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
ALEMANIA
1847-1848
- 172 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XXIV
Nos miraban fijamente, pero con adoración, con orgullo, como si tenernos en la
ciudad fuera un honor especial. El concierto de Franz la noche anterior había sido un
éxito rotundo. El viejo teatro, con su centelleante decorado rococó, estaba atestado
hasta la bandera de aristócratas, estudiantes, recios burgueses y sus esposas. Más
tarde recibimos en el Salón Verde, pero Franz estaba de un humor especialmente
fastidioso. Aún lo estaba cuando nos dirigíamos caminando hacia el hotel, después
de una soberbia comida en la soleada cervecería junto al río.
La ciudad de Bonn, dominada por la majestuosa catedral antigua y el enorme
palacio electoral que había sido convertido en una famosa universidad, favorita de la
realeza, se veía gloriosa bajo la luz vespertina, encendida en una madura belleza del
viejo mundo, verde y dorada, parda y gris. El Rin avanzaba plácidamente en su
lecho, verde-grisáceo, ardiendo en rayos de sol, y la luz bañaba sólidas paredes de
piedra y árboles frondosos que esparcían frescas sombras en el suelo. Franz y yo
pasamos juntos comercios y tenderetes; él seguía severo y silencioso, mientras yo
sonreía a los comerciantes y me detenía de vez en cuando a examinar sus mercancías.
Todo el mundo resplandecía, feliz por tenernos entre ellos.
—¡No te entretengas! —me espetó Franz.
—Sólo miraba esos intrincados bordados y esos prácticos chalecos de cuero.
¿Por qué caminas tan deprisa, Franz? Tenemos toda la tarde por delante.
—Tengo trabajo. Tú puedes haraganear todo lo que desees, encantando a los
buenos ciudadanos con tu belleza y tu ingenio; pero yo debo terminar una sonata.
—Una tarde libre te hará bien —le dije—. Has estado trabajando mucho.
—Por favor, Elena, no me digas cómo manejar mi tiempo —respondió
fríamente—. Tú podrás existir a base de frivolidad, pero yo tengo ciertas
responsabilidades.
No me molesté en responder. Conocía demasiado bien los motivos de su
malhumor. Era tan sorprendente como infantil, tan caprichoso como indigno de un
hombre importante. Franz estaba celoso. Estaba celoso de mí, de las atenciones que
me prodigaban. Los alemanes lo habían tratado siempre como a un ser dorado, como
a un joven dios, y a él le encantaba. Se regodeaba en la gloria, en la adoración
ferviente, y no le interesaba compartirla con nadie. Pero yo venía recibiendo casi
tantas atenciones como él desde nuestra llegada a Alemania hacía dos meses. La
primera ejecución en público de la Canción de Elena había provocado furor. Por
desgracia, los periódicos habían dedicado tanto o más espacio a la mujer que lo
inspirara que a la composición en sí, cosa que no sentaba nada bien a Franz.
Despechado, había comenzado negándose tozudamente a interpretar
- 173 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 174 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 175 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
de que partiéramos rumbo a Dresde. Quería tenerla dispuesta para que la escuchara
su amigo Richard Wagner.
Yo había prometido a Madame Schroeder, nuestra «anfitriona» oficial en Bonn,
que visitaría con ella la universidad esa misma tarde, y convinimos encontrarnos en
el vestíbulo a las tres. Tenía un par de horas libres y se me ocurrió escribir a Millie y a
George. Franz miró el piano y frunció el ceño. En seguida me miró a mí y, con el ceño
aún fruncido, me estrecho entre sus brazos. Me puse rígida, resistiendo, pero él
apretó el abrazo con un suspiro.
—Tengo que trabajar —dijo.
—Trabaja, entonces —repliqué—. Yo no te lo impido.
—Eres demasiado hermosa.
—Déjame, Franz. No estoy de humor.
—Tendremos que hacer algo al respecto.
—Necesito escribir algunas cartas y debo salir a las tres.
—Puedes escribir tus cartas otro día.
—Por favor, déjame.
—¿Piensas enfadarte? Me gustaría ver ese famoso temperamento López. Dicen
que tus ojos son como fuego azul. ¿Es cierto? ¿Es cierto que arañas, pataleas y arrojas
cosas? No lo puedo creer, mi gentil, paciente Elena.
—Mi paciencia se está agotando.
Rió suavemente, abrazándome, con los ojos llenos de sarcástica diversión.
—Te he provocado, ¿no?
—No lo dudes.
—Soy difícil, exigente, imposible, lo sé. ¿Y sabes por qué? Porque tú, mi amor,
eres una maldita distracción. En este momento debería estar trabajando. Tendría que
encerrarte fuera de la habitación y sentarme al piano, pero no lo haré. Todavía no,
hermosa distracción mía.
Intenté apartarme, pero él me sujetó con firmeza.
—¡Te he dicho que no estoy de humor, Franz!
—Entonces es cierto que estás enfadada conmigo. ¿Por qué me soportas?
—Eso es algo que me pregunto con frecuencia.
Él, sonriendo, me besó el hombro desnudo.
—Me soportas, amor mío, porque soy un vicio, un opio que no puedes
abandonar, así como yo no puedo abandonarte. Nos hacemos mucho mal, y ambos lo
supimos desde el principio. Estos dos meses han sido exasperantes.
—Exasperantes —estuve de acuerdo con él.
—Y espléndidos —murmuró él.
Buscó mi boca con la suya, me besó repetidamente, quebrando mi resistencia
con práctica habilidad. Podía ser tan tierno, tan suave y persuasivo… Y en ese
momento lo era, terriblemente; su boca acariciaba la mía, sus brazos me sujetaban
con fuerza, su cuerpo firme, poderoso, era un opio, tal como Franz había dicho; un
vicio en la sangre que yo me permitía tontamente, sin reunir la fuerza necesaria para
abandonarlo. Me levantó en sus brazos para llevarme al dormitorio, donde me
- 176 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 177 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 178 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
más interés del que sentía al mostrarme ella los detalles arquitectónicos. Pronto se
esparció entre los estudiantes la noticia de que Elena López estaba de visita en la
universidad y no tardé en verme rodeada por un público de robustos jóvenes que nos
seguían.
Dentro del antiguo palacio nos detuvimos en el gran salón, ante una enorme
pintura enmarcada en oro. Era un retrato de cuerpo entero y en tamaño natural de un
joven vestido con un llamativo uniforme militar blanco y dorado, que tenía el casco
emplumado bajo un brazo y se erguía sobre un espectacular fondo de montañas. Se
le veía algo excedido de peso, con manos largas y sensibles y expresión melancólica.
Su pelo, castaño claro, estaba bien recortado y sus profundos ojos azules parecían
reflejar una vida entera de tristezas. Sonreía con la expresión de un hombre castigado
a una perpetua soledad. Aunque no era apuesto en absoluto, tenía una cualidad
atractiva que resultaba inmediatamente conmovedora. Uno hubiera querido
consolarlo como a un niño perdido, cogerlo de la mano y decirle unas palabras
cariñosas. Rara vez me había sentido tan conmovida por una pintura.
—Es el rey Karl de Baviera —me informó Madame Schroeder—. Asistió a los
cursos de la universidad hace veinte años, y después volvió a Baviera para fundar
una universidad propia, que sólo es superada por la de Heidelberg.
—Qué ojos tan expresivos tiene —comenté.
—Ahora es mucho mayor. Ya está a mitad de la cuarentena. Es un hombre
gentil, dedicado a las artes y, desgraciadamente, atrapado en una delicada situación
política. Baviera es un reino diminuto, que tiene la poca fortuna de estar rodeado por
dos estados importantes, cada uno de los cuales desea anexionarse el país de Karl.
—Lo he oído nombrar —dije—. Se supone que Baviera es la Atenas de
Alemania.
—El rey Karl ha dedicado su vida a las artes y a la belleza. Ha gastado una
fortuna incalculable para convertir a Baviera en una tierra de maravillas, con
palacios, jardines, museos. Los estados vecinos están muy alarmados por sus gastos.
Es soltero, ¿sabe usted?
Contemplé aquellos melancólicos ojos azules, tan llenos de silenciosa nostalgia.
Madame Schroeder dirigió una mirada a los estudiantes, que guardaban una discreta
distancia y bajó la voz.
—Ha estado en Italia, comprando mármol —me confió—, y corre el rumor de
que se detendrá en Bonn el próximo viernes, camino a Baviera. Hasta es posible que
asista a nuestra función de beneficencia. Creo que nunca se perdería la oportunidad
de oír al celebrado Liszt.
Aún no habíamos tocado el tema, y yo temía el momento de darle la mala
noticia. Madame Schroeder me miró algo alarmada por mi silencio.
—¿Ha hablado con él? —me preguntó.
—Temo que Franz no podrá actuar —dije, vacilante.
Madame Schroeder pareció sucumbir, con los ojos llenos de incredulidad.
Parecía a punto de romper a llorar, y yo maldije a Franz por ponerme en esa
situación. Las comisuras de los labios le temblaron cuando sonrió, en un valiente
- 179 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
esfuerzo por ocultar su desilusión. Tal vez fuera una tonta llena de ricitos absurdos,
pero la función era algo de mucha importancia para ella, y comprendí que había
acariciado muchas esperanzas.
—Está muy ocupado, ¿comprende? —expliqué—. Está trabajando en una nueva
composición y necesita desesperadamente concluirla antes de partir hacia Dresde.
Ella logró esbozar una sonrisa trémula.
—Comprendo, por supuesto —dijo, con voz vacilante—. Fue una tontería de mi
parte pensar que podría conseguir la actuación de una figura tan importante. La
función es sólo un acontecimiento local, de poco relieve. Y claro, él está muy
ocupado. Pobre de mí, me adelanté a alquilar el teatro para el viernes a la noche,
pensando que tendríamos toda una multitud. Oh, bien, ya lo resolveremos. Creo que
puedo…
Pero cedió, incapaz de continuar, ya sin poder contener las lágrimas. Le cogí
una mano y se la estreché.
—Lo siento —dije en voz baja—. Ojalá hubiera algo que yo pudiera… —Me
interrumpí—. Madame Schroeder, ¿serviría de algo que actuara yo? Llevo tres meses
fuera de los escenarios y no tengo ropas adecuadas, pero… —Volví a hacer una
pausa—. Me gustaría poder ayudarle.
Madame Schroeder me miró como si no pudiera creer lo que oía.
—¿De veras? —preguntó.
—Sería un placer.
—Pero, ¡eso es maravilloso! Usted sería una atracción aún mayor. Medio Bonn
oyó a Liszt anoche, pero nadie la ha visto a usted en un escenario. ¡Venderíamos
todas las entradas inmediatamente! Oh, señorita López, usted es un ángel, ¡un ángel!
Éste será el mayor de mis triunfos. ¡Lo sé!
Varios de los estudiantes habían oído nuestro diálogo y empezaron a hablar con
entusiasmo en alemán. «¡Elena va a bailar!», oí, «¡Elena va a bailar!» Tres de los
jóvenes se precipitaron para interrogar a Madame Schroeder sobre la adquisición de
entradas, y ella en seguida adoptó una postura muy digna y eficiente. Pronto nos
vimos rodeadas por ellos; los jóvenes, antes reservados, nos acompañaron hasta el
carruaje entre risas y alegría. Charlaban ruidosamente mientras nos alejábamos, y yo
los saludé con la mano. Madame Schroeder me imitó, abandonando su dignidad en el
entusiasmo.
No dije nada a Franz sobre mi decisión de actuar. Estaba inmerso en su música
y, si vio el anuncio en los periódicos al día siguiente, no hizo mención del asunto. Yo
salía temprano del hotel, pues tenía mucho que hacer. Madame Schroeder estaba en
su elemento, disponiendo ensayos, buscando música y partituras. Se nos permitió
ensayar en el teatro y, aunque sólo pudo conseguir una copia de mi música española,
consiguió que varios jóvenes hicieran copias para cada uno de los músicos. Una vez
concertados los horarios de cada ensayo, me llevó apresuradamente a una modista
que conocía y yo bosquejé un vestido. La modista dijo que sería imposible tener
semejante traje terminado a tiempo, pero Madame Schroeder alzó las manos sobre su
cabeza, diciendo que todo era una tontería, que todos debíamos hacer milagros, que
- 180 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 181 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 182 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
disfrutar de los olores: pintura al óleo, polvo, humedad, todo lo que parece
impregnar cualquier camerino. Aunque nerviosa, me complacía volver al teatro y me
entusiasmaba la idea de bailar de nuevo. Abrí varios potes y frascos, saqué cepillos y
hebillas, sintiéndome en mi ambiente. Pasé casi media hora arreglándome el pelo,
intentando perfeccionar los rizos que se curvaban sobre cada una de mis sienes.
¡Cómo echaba de menos a Millie! Apliqué después el maquillaje, oscureciendo las
cejas y pestañas, sombreando los párpados con un azul grisáceo como el humo; pinté
los labios con el deseado tono escarlata, y así recreé a la exótica, seductora Elena que
el público deseaba ver.
Sin embargo, no me sentía en absoluto exótica ni seductora hasta que me puse
el traje. Era de brillante seda roja y estaba enteramente cubierto de lentejuelas rojas
centelleantes que relucían como un fuego carmesí cuando me movía.
El corpiño, muy escotado, estaba bordeado de plumas rojas de avestruz, que
también adornaban las mangas, las cuales dejaban los hombros al descubierto. Era
algo ajustado en la cintura, pero me gustaba el modo en que la sobrefalda se
desplegaba sobre las faldas de gasa roja. El vestido era atrevido y espectacular,
estudiado para deslumbrar. Si no bailaba como debía, al menos disfrutarían del
vestido, según pensé sombríamente mientras miraba el espejo por encima del
hombro para estudiar la parte de atrás. En ese momento alguien llamó a la puerta.
Madame Schroeder entró sin aliento. Su vestido de satén estaba algo arrugado y
tenía los rizos torcidos, pero lucía un aspecto de radiante triunfo.
—¡Al fin está todo arreglado! —me informó—. Todo va bien. El teatro está
totalmente abarrotado, querida, y hay gente de pie en la parte de atrás. No se podría
hacer entrar otra persona ni para salvar la vida. Y todos han pagado una fortuna por
venir.
—Me alegro mucho.
—Querida mía, todavía le falta saber lo más importante. ¡Él está aquí!
—¿Quién?
—¡El rey Karl! Se deslizó en el palco real justo cuando las luces comenzaban a
apagarse. No le gusta el alboroto y no quería que nadie lo supiera. Está sentado bien
atrás, medio oculto por las cortinas. ¡Piense, esta noche bailará para un rey!
Madame Schroeder se detuvo para recobrar el aliento, con las manos apretadas
sobre el pecho. Mientras yo sujetaba un rizo de pluma de avestruz roja en la sien
derecha, pensé en el hombre del retrato, recordando esos ojos tristes y expresivos.
Saber que estaría allí me desconcertaba extrañamente. De pronto deseé haber tenido
más tiempo para ensayar.
—¿Está dispuesta? —preguntó Madame Schroeder—. El espectáculo ha
comenzado, por supuesto, pero usted debe salir la última. ¿Quién podría seguir a
Elena López? En este momento Nedda está cantando su aria. El público se muestra
sumamente paciente. Pensé que le gustaría observar desde un lateral hasta que sea
hora de salir.
La idea no me entusiasmaba demasiado, pero de cualquier modo, sonriendo, la
seguí por el largo pasillo mal iluminado. Nedda, cuya voz era poco menos que
- 183 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 184 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 185 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XXV
- 186 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
mujeres; debía considerarlas como criaturas inferiores que se podían utilizar cuando
era necesario para descartarlas después brutalmente. Su matrimonio con la actriz
Minna Platte había sido tempestuoso, para utilizar un término no demasiado duro, y
eso era de dominio público. Ella lo había abandonado en dos o tres oportunidades: él
había iniciado el proceso de divorcio pocos meses después de la boda, aunque más
tarde lo dejó en suspenso. Finalmente derrotada, Minna Wagner se mantenía tan
poco a la vista que a casi todo el mundo le sorprendía descubrir que Wagner estaba
casado.
Wagner monopolizó a Franz durante la cena que siguió a la ópera y también
durante las semanas siguientes. Los dos pasaban el día juntos, inmersos en
profundas conversaciones sobre música, es decir, sobre la música de Wagner.
Comían juntos, bebían juntos y yo tenía la sensación de que, si eso hubiera
favorecido los propósitos de Wagner, también hubieran dormido juntos.
Me enteré de que Franz había conocido a Wagner en 1840 e inmediatamente
había tomado al compositor alemán bajo su protección, utilizando su poder y su
influencia en beneficio de Wagner, pues lo ayudaba en cuanto le era posible. Franz
era ya un gigante del mundo musical, mientras Wagner aún era relativamente
desconocido, pero éste era el único a quien Liszt hubiera cedido el primer puesto. Era
casi como si las posiciones se hubieran invertido. Franz quería complacer a Wagner,
impresionarlo y ganar su aprobación; el alemán, en cambio, lo trataba con una
superioridad protectora que resultaba irritante presenciar.
Wagner explotaba su amistad hasta el punto de imitar a Franz. Llevaba el pelo
broncíneo cepillado hacia atrás como melena de león, tal como Franz. Vestía como él
e imitaba sus modales lejanos y sarcásticos; pero mientras Franz estaba siempre
dispuesto a ayudar a sus colegas con absoluta generosidad, Wagner los consideraba a
todos como rivales y se resentía profundamente por el éxito que pudieran lograr.
Noté que también se resentía por el de Franz, aunque trataba de no demostrarlo,
pues éste le era muy útil. Wagner era excesivamente vanidoso, arrogante y estaba
muy convencido de su propia superioridad. Era evidente que muchas mujeres lo
consideraban irresistible, pero yo nunca sería una de ellas. Me parecía frío, duro,
insensible y falto de escrúpulos.
Wagner me tenía tan poco aprecio como yo a él. Conocía a Franz desde hacía
más tiempo que yo, por supuesto, y me consideraba como una intrusa, una amenaza
para su amistad con Franz. Cada vez que me miraba, yo tenía la impresión de que le
habría gustado estrangularme. Decía que Franz era un tonto por viajar con una
prostituta a sus expensas y había dicho a todos sus amigos de Dresde que yo estaba
arruinando la carrera de Franz.
Suspirando me aparté un mechón de pelo de la mejilla y salí del balcón para
regresar a mi habitación. Esa semana en Dresde había estado a punto de acabar
nuestra relación. En más de una ocasión sentí la tentación de hacer las maletas y
volver a París, dejando que prosiguieran los dos esas charlas sin la irritación de mi
presencia; pero no lo hice por no dar gusto a Wagner. Ahora me sentía contenta de no
haberme dejado vencer por el enfado y la frustración. Una semana en esa adorable
- 187 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 188 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 189 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 190 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 191 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 192 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 193 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 194 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Los jardines que rodeaban la posada estaban bañados por la luz de la luna; todo
era azul oscuro, gris ceniza y plata. Avancé lentamente por el sendero, disfrutando de
la noche y la fragancia de las flores. Podía oír el movimiento inquieto del los caballos
en el establo tras la posada, y un pájaro trinaba soñoliento en uno de los árboles. ¿Se
reuniría Franz conmigo? Permanecí en el jardín unos veinte minutos; comenzaba a
perder las esperanzas cuando lo vi descender los escalones de la galería.
—Es una noche hermosísima —dije cuando él se aproximó—. Nunca he visto
semejante claro de luna.
—Qué romántica eres, querida.
—No puedo evitarlo.
—Has sido muy dura con Richard esta noche.
—Lo encuentro insoportable.
—Dice que debería deshacerme de ti.
—¿De veras?
—Asegura que eres una mala influencia, que me impides hacer un trabajo
importante.
—¿Y qué?
—Me inclino a darle la razón.
Sonrió torcidamente, con los ojos oscuros llenos de picardía. Estaba de un
humor muy peculiar: burlón, irónico, desacostumbradamente sarcástico. Me volví
para contemplar el valle, un damero de luna y sombras. Pero sentía que me
observaba.
—Eres tan extraordinariamente bella, querida. Especialmente esta noche.
Supongo que no es por casualidad.
—En efecto, he elegido este vestido con mucho cuidado.
—¿Tenías algo pensado?
—Tal vez.
El pájaro volvió a gorjear y una suave brisa levantó un susurro entre las hojas.
Me volví con un suspiro. La sonrisa aún jugaba en sus labios, y tuve la sensación de
que estaba planeando alguna treta.
—El vestido, las sutilezas, ese suspiro… se diría que estás dispuesta para el
amor.
—Lo de anoche fue precioso, Franz.
—Conque es cierto, estás dispuesta para el amor. Tal vez también yo deba hacer
algo al respecto.
—Tal vez —respondí.
Lo miré un momento, con el desafío en los ojos, y al fin me marché caminando
hacia la galería. Franz no me siguió, pero confiaba en que subiría más tarde a mi
habitación.
Por pura cortesía tendría que pasar algo más de tiempo con Wagner, para
charlar y tomar un último coñac. Se haría tal vez la medianoche antes de que subiera.
Decidí escribir una carta a George, agradeciéndole el libro y diciéndole lo mucho que
me había gustado. Mientras cerraba el sobre escuché risas fuertes que venían desde la
- 195 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 196 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XXVI
- 197 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—Miente.
—Me temo que no es así, Elena. Franz se ha decidido finalmente a dejarte. Es
algo que sin duda debió haber hecho hace varias semanas.
—¡Suélteme la muñeca!
—¿Asustada? —preguntó—. Creo que deberías sentirte muy feliz. En la cama
soy mucho mejor de lo que pueda serlo Franz en toda su vida.
Era alto, esbelto, flexible, con la nervuda fuerza que suelen tener los hombres
delgados. Sus dedos, aferrados a mi muñeca, eran como el acero. No había modo de
liberarme. Comprendí que debía mantener la calma, pero la furia y el pánico iban en
aumento y empecé a estremecerme interiormente.
—Esto me va a gustar —dijo—. La primera noche que te vi ya te deseaba.
Hubiera querido sacarte a rastras del palco y gozarte en el suelo, como lo haría con
cualquier otra ramera.
—¡Usted es despreciable!
—Y te hubiera encantado. Habrías dejado a Franz al segundo siguiente a mi
primera señal. Se lo dije, pero él se rió. Si yo hubiera querido apartarte de él…
Le di un puntapié cruelmente en la espinilla. Entonces gritó, soltándome la
muñeca. Intenté escapar a toda velocidad, pero era demasiado rápido, demasiado
ágil. Me atrapó y me encerró entre sus brazos. Luché con violencia, pero sólo
conseguí excitarlo más. Su brazo me estrechó por la cintura; arqueándome hacia
atrás, apretó sus labios contra los míos. Me debatía, golpeándole la espalda con los
puños, pero me sentía cada vez más sujeta. Me obligó a abrir la boca y sentí su
lengua. Estremecida, seguí luchando.
Alcé las manos, lo agarré por el pelo y tiré de él con todas mis fuerzas. Me soltó
bruscamente y me pegó en la cara con tal fuerza que retrocedí tambaleándome hasta
caer sobre la cama. Mientras intentaba levantarme, Wagner se desabrochó los
pantalones, me arrojó hacia atrás y alzó mi camisón violentamente. Luché. Me
defendí durante unos minutos hasta que Wagner, riendo, volvió a abofetearme.
Entonces comprendí que era inútil resistirme, que sólo empeoraba las cosas. Era
demasiado fuerte para que yo pudiera evitar la violación.
—Así está mejor —gruñó, al notar que dejaba de retorcerme.
Me apretó brutalmente los pechos, con los dientes al descubierto y los ojos
relampagueando fuego. Me abrió las piernas y me poseyó, profundizando con un
poderoso impulso. Lo soporté sin pelea, intentando romper el ritmo, y eso lo
enfureció. Trató con todas sus ganas de conseguir una respuesta, utilizando su
virilidad como si fuera una espada, con pasión, aplastándome con el peso de su
cuerpo.
Con expresión decidida y ojos salvajes, siguió pujando. Lo imaginé en el acto de
dirigir una de sus oberturas; podía oír mentalmente el redoble de los tambores y el
tronar de los címbalos a medida que su música se tornaba más alta, más áspera, hasta
que al fin se puso tenso, rígido el cuerpo en ese instante de suspensión; se estremeció
al brotar de él la fuerza vital y cayó sobre mí, laxo, exhausto y pesado. Encogí el
cuerpo, tratando de soportarlo. Un momento después se retiró y se puso en pie,
- 198 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 199 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 200 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
pesada maceta con geranios rojos. La levanté, sonriendo al ver que la expresión de
Wagner abandonaba la burla sarcástica para pasar a un verdadero terror. Alzó los
brazos sobre su cabeza en el momento en que yo arrojaba el tiesto. Aterrizó
directamente sobre él, rompiéndose en innumerables fragmentos. De no haber sido
por la protección de sus brazos, probablemente le habría fracturado el cráneo. Los
caballos, asustados por el ruido, partieron al galope, y el cochero estuvo a punto de
caer del pescante. Mientras el carruaje salía dando botes por el camino, vi que
Wagner cepillaba frenéticamente los restos de tierra y las hojas de geranio que tenía
en la cabeza y los hombros.
Volví a entrar y pasé el resto de la mañana haciendo mis maletas. Era un trabajo
que llevaba mucho tiempo. ¿Por qué viajaba siempre con tantos vestidos? Hubiera
deseado que Millie estuviera allí para ayudarme y poder escucharme. Me moría por
lanzarme en una larga carrera contra Franz y Wagner, pues aún ardía de furia. Rogué
que el carruaje volcara en uno de los pasos montañeses, que adquirieran alguna
enfermedad espantosa, que fueran muy, pero muy felices juntos los dos. ¡Se merecían
mutuamente!
Al cerrar la última maleta se oyó un tímido golpe a la puerta y la regordeta
Hilde entró a la habitación, con los ojos azules dilatados de nerviosa curiosidad.
—¿Quiere-el-almuerzo? —preguntó en un inglés, con un tartamudeo.
—No, gracias, Hilde. No tengo hambre.
—¿Usted también-se-va?
Asentí.
—Hilde, le agradecería que comprobara si… si el señor Liszt ha abonado mi
cuenta. Y ¿podría hacer que alguien me condujera en coche hasta la estación de
ferrocarril más próxima?
—Ja —dijo.
Cuando Hilde se retiró solté un suspiro. De repente me asaltó una idea horrible:
no tenía casi dinero. Nunca había aceptado un centavo de Franz, pero él pagaba
todos nuestros gastos. El poco dinero con que contaba estaba en un banco de París, y
ni siquiera tendría bastante para alquilar un coche y pagar el pasaje hasta París.
Estaba perdida. Y después de mi demostración en la habitación de Franz no era
probable que el propietario me otorgara crédito. Con las mejillas del color de la
ceniza, me dejé caer en una silla; en seguida vi el lado humorístico de la situación y
reí para mis adentros.
«Bien, Elena, esta vez sí que te has metido en un lío gordo —pensé—, y tú eres
la única culpable. Ya verás cuando los periodistas se enteren… ¡Y no dejarán de
enterarse!»
Pasé largo rato así, experimentando un notable buen humor sobre todo el
problema. Al recordar la expresión horrorizada de Wagner volví a reír. De pronto me
descubrí pensando en Anthony; él hubiera apreciado la situación con algún
comentario ridículo, descabellado, e inmediatamente habría tomado aires de patrón.
Oh, los hombres. Qué joyas me había buscado yo. «Heme aquí —pensé—, la
seductora más celebrada de dos continentes, una aventurera tempestuosa y
- 201 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
mercenaria que, se supone, enloquece a los hombres, sin un centavo, perdida en una
solitaria posada alemana junto a la Selva Negra.» Y no había ningún salvador a la
vista. Me pregunté qué iba a ocurrir. No tuve que esperar demasiado.
- 202 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XVII
- 203 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 204 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 205 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 206 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
poco después el carruaje tomó una curva, permitiéndome ver por primera vez el
diminuto reino de Baviera, increíblemente hermoso a la distancia; su capital parecía
iridiscente a la luz del sol ya bajo. Suntuosos palacios lanzaban reflejos reverberantes
sobre los lagos y las lagunas, rodeados por un paisaje lujurioso de árboles y jardines.
La universidad era un vasto complejo de edificaciones casi tan ornamentadas como
los palacios. Un arroyo centelleante, salpicado de puentes, serpenteaba por las calles
de la ciudad.
—Es hermoso —dije.
—Mucho mayor de lo que parece desde aquí —me informó Phillipe—. Hay
aldeas apartadas y fértiles campos de cultivo en el valle. Baviera es muy rica y goza
de una posición estratégica.
—No veo los barracones —dije, mientras el carruaje tomaba otra curva que
ocultó a Baviera de nuestra vista.
—Están detrás de la ciudad, ocultos por arboledas. El rey se negó a permitir que
Sturnburg construyera cuarteles dentro de la ciudad. No son muy bonitos.
—Lo imagino.
Volvimos a quedar en silencio, en tanto el coche descendía hacia el valle,
pasando por ricos campos donde pastaba el ganado y por pequeñas aldeas
pintorescas; jóvenes saludables y robustos, mujeres fornidas y sonrosadas se detenían
para saludar al carruaje real, pensando tal vez que el rey iba dentro. Ya estábamos en
el valle; había granjas y sembrados a cada lado, y la ciudad estaba tres millas más
adelante. El camino se ensanchó, convirtiéndose en una amplia avenida bordeada de
altos y graciosos olmos; pronto estuvimos circulando por la capital, entre comercios y
cafés, sobre puentes de piedra.
Me sorprendió un ruido fuerte, atronador. Phillipe sonrió y, al asomarse a la
ventana, vi que una multitud de jóvenes abandonaban las mesas de una cervecería
para correr hacia el coche. Gritaban, saludaban con el brazo y seguían el carruaje
alegremente, en número cada vez mayor. De no haber sido por su obvio buen humor
me habrían aterrorizado.
—¿Qué… qué gritan? —pregunté.
—Elena —respondió Phillipe—. Bravo. Elena.
—¿Pero cómo sabían que yo…?
—Todo Baviera sabe que he ido a buscarla. Los estudiantes la esperaban y al ver
el carruaje adivinaron que usted venía dentro. Cuando se pongan a la venta las
entradas para su presentación probablemente echarán el teatro abajo para
conseguirlas.
—Son apasionados, sin duda.
—Los estudiantes necesitan un ídolo, y usted es el de ellos. Usted representa la
libertad, la liberación de las tontas convenciones. Ha tenido la osadía de desafiar al
mundo burgués, de vivir una existencia audaz y colorida, rompiendo todas las
normas, eligiendo a voluntad. Por eso la adoran.
Phillipe abrió la ventanilla para que pudiera asomarme. En cuanto lo hice, el
rugido fue atronador. Los estudiantes rodearon el carruaje como un enjambre de
- 207 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
abejas, corriendo a la par de los caballos, entre tumultuosos vítores. Me inspiraba una
gozosa alegría contemplar tantas caras jóvenes y brillantes que gritaban mi nombre.
Me hubiera gustado tener flores para arrojarles, pero a falta de ellas les envié besos, y
gritaron aún más. Al final el carruaje cruzó un puente angosto y los estudiantes
quedaron atrás, imposibilitados de mantener el paso. Phillipe sacudió la cabeza,
mientras me acomodaba sobre los almohadones.
—Baviera le va a encantar —me prometió.
—Nunca he recibido una bienvenida semejante. Junto a ellos, los estudiantes de
Oxford y Cambridge parecen decididamente recatados.
Mientras cruzábamos la ciudad reparé en la presencia de serios soldados,
vestidos con uniformes blancos y verdes, adornados los cascos con rígidas cimeras
rojas. Se paseaban arrogantes; algunos permanecían en los cafés al aire libre, mirando
el carruaje con ojos sombríos. Pasamos junto a parques y museos; circundamos uno
de los pequeños lagos azules y vimos un campo de maniobras donde otros soldados
cabalgaban en formación, montando espléndidos caballos castaños. Aún
entusiasmada por la recepción de los estudiantes, presté poca atención a esos
hombres corpulentos y uniformados. Entramos a unos suntuosos jardines próximos
al lago mayor, y tomamos un camino circular antes de detenernos frente a Chez
Elena.
Mientras Phillipe me ayudaba a bajar del carruaje, observé maravillada aquel
pequeño palacio. Era aún más hermoso de lo que había imaginado; sus mármoles
blancos despedían destellos a la luz del sol; había fuentes burbujeantes y abundancia
de rosas. El palacio se encontraba situado a la orilla del lago, y al otro lado, sobre el
agua, pude ver el castillo real, un edificio majestuoso e inmenso que desplegaba su
esplendor, blanco y oro, con elegantes escalinatas y graciosas galerías extendidas a
cada lado de la estructura principal.
—¿Qué le parece su nuevo hogar? —preguntó Phillipe.
—Estoy… anonadada.
—Hay sólo veinte habitaciones —se disculpó, conduciéndome hacia la magna
escalinata.
—¿Sólo veinte? —me burlé.
—La sala es enorme, perfecta para recepciones, y el salón de baile grandioso.
—Siempre he querido tener mi propio salón de baile.
El personal doméstico estaba reunido en el vestíbulo para saludarme; el
cocinero sonreía ampliamente, tocado con su gran gorro blanco; el mayordomo, muy
serio, de negro; había seis lacayos muy sobrios de librea azul oscura, y cinco
doncellas con vestidos negros y delantales blancos almidonados. La sexta, una joven
delgada de ojos azules soñadores y largo pelo cobrizo, estaba vestida de seda color
violeta. Phillipe me presentó a cada uno, y entonces supe que la muchacha de ojos
azules, Minne, hablaba perfectamente el francés y sería mi doncella.
El mayordomo despidió a los sirvientes y Phillipe me mostró la casa, tan
complacido como un niño que exhibiera su juguete nuevo. Cada habitación era más
espectacular que la anterior; los techos presentaban exquisitos artesonados, cuyos
- 208 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
diseños estaban laminados en oro; también las paredes tenían paneles de oro
laminado. Magníficas arañas lucían sus caireles de cristal centelleante, y los mismos
caireles adornaban los candelabros de pared dorados. Los ricos cortinajes de
terciopelo y los tapizados del elegante mobiliario francés se veían realzados por el
tono violáceo y el gris plateado que dominaban en todo el palacio. Una graciosa
escalera en espiral subía hasta la planta alta, con barandillas blancas y alfombrada en
azul intenso. Phillipe me condujo al piso alto, hasta la puerta de mi habitación.
—Supongo que estará cansada —dijo—, y debo presentarme al palacio para
informar a Su Majestad.
—¿Cuándo lo veré?
Phillipe vaciló un momento antes de responder.
—El rey es… muy tímido, especialmente ante las mujeres hermosas. No se
desilusione demasiado si no lo ve en seguida. Tal vez pasen varios días antes de que
la envíe a buscar. Yo regresaré esta tarde para analizar los arreglos de su actuación.
—¿Le gustaría cenar conmigo?
—Sería un honor.
Volvió a dedicarme esa adorable sonrisa y se marchó, con una reverencia cortés.
Pasé al dormitorio. En las ventanas había cortinajes azules y la alfombra, de un tono
celeste muy claro, era mullida y espesa. La graciosa cama blanca estaba cubierta por
un dosel de seda celeste y satén azul intenso; la colcha tenía el mismo tono azulado.
Altos ventanales abiertos conducían a un balcón semicircular con balaustrada de
mármol blanco. Salí a él para contemplar los jardines y el castillo real al otro lado del
río.
Me resultaba difícil creer que el día anterior estaba sentada en una silla de la
posada, preguntándome cómo pagar un pasaje en tren. Eso parecía estar ya a varias
semanas de distancia, y Franz y Wagner formaban parte del pasado. Habían ocurrido
muchas cosas, y con increíble prontitud. ¿Me encontraba de verdad en ese pequeño y
maravilloso reino, de pie en el balcón de mi propio palacio? Sentía una extraña
desorientación, como si estuviera sumida en medio de un sueño encantador y fuera a
despertar a la realidad en cualquier momento. Suspirando, volví al interior y recorrí
la habitación con la mirada como para decidir si era realidad o parte del sueño. Aún
estaba aturdida cuando Klaus, uno de los lacayos, entró con la primera de mis
maletas; Minne apareció minutos después para ayudarme a colocar las cosas. Minne,
de diecisiete años, tímida, recatada, era tan eficiente como guapa, una niña
encantadora de ojos soñadores, que se ruborizó y los bajó cuando el fuerte y atractivo
Klaus regresó con el resto de mi equipaje. Sospeché que había un romance en flor, y
esa sospecha quedó confirmada cuando, al salir Klaus, Minne lanzó un suspiro
melancólico.
- 209 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
intenso con un escote provocativamente amplio y mangas que dejaban los hombros
al descubierto. Minne demostró ser sumamente hábil para los peinados y recogió mis
rizos de ébano en un moño escultural, con una rosa blanca sobre la sien. Me levanté
para mirarme al espejo.
—Gracias, Minne —dije—. Has hecho un trabajo maravilloso; eres una joya. Y
tengo la sensación de que Klaus piensa lo mismo.
Se ruborizó y de nuevo bajó los ojos. Sonriendo, le dije que me pasearía por los
jardines y que no volvería a necesitarla esa noche. Se retiró con una reverencia, tal
vez para buscar a su atractivo lacayo, y yo bajé a los jardines. El sol poniente
salpicaba el lago con centelleantes destellos de plata y oro, y el cielo claro se iba
oscureciendo poco a poco. Bajé por los pulcros senderos, aspirando la fragancia de
las rosas, mientras las fuentes cantaban su suave melodía.
Era todo tan bello, tan sereno… Las sombras empezaban a estirarse como rollos
de terciopelo azul oscuro, y una dulce brisa vagaba sobre el agua, provocando suaves
ondulaciones. Al otro lado del lago el extenso palacio se vio bañado en oro oscuro
durante algunos segundos; en seguida el sol desapareció, dejándolo amortajado en
sombras que pasaban del gris al purpúreo. Me dirigí por otro sendero pensando en
los estudiantes que me habían otorgado tan calurosa bienvenida; y en Phillipe, tan
joven, tan cortés. Pero sobre todo pensaba en el tímido, enigmático rey que había
convertido a Baviera en tal maravilla de belleza y cultura.
El rey Karl tenía cuarenta y seis años y era un hombre muy reservado, que huía
de toda pompa y ceremonia; rara vez se mostraba en público. Dedicaba su vida al
arte, la arquitectura y la universidad. Aunque era bien conocido su amor por las
mujeres bellas, permanecía soltero, sin pensar siquiera dar al reino un heredero. Me
pregunté por qué, pero lo mismo se preguntaba toda Europa. Su celibato
representaba un misterio que llevaba a múltiples especulaciones. La gentileza y la
generosidad de Karl eran bien conocidas, pero el hombre en sí era una incógnita.
Al regresar hacia el palacio oí que un caballo venía galopando por el camino.
Me pregunté quién podía ser, pues aún era temprano para la visita de Phillipe, quien
de cualquier modo vendría en coche. El caballo se detuvo. Se oyó una orden breve y
seca, y ruido de botas en los escalones. Cuando entré al vestíbulo, Otto, el
mayordomo, estaba saliendo del pequeño recibidor. Parecía perturbado, pero al
verme irguió los hombros y tomó de nuevo su actitud impertérrita para informarme
que un tal capitán Heinrich Schroder deseaba verme y esperaba en el recibidor.
—Gracias, Otto. Espere un momento y hágale entrar al salón. Después puede
traer un poco de coñac.
Otto asintió y yo me dirigí al salón, suntuosamente decorado. El capitán
Heinrich Schroder. ¿Por qué venía a visitarme un militar? Tuve la sensación de que
no era sólo una visita amistosa para darme la bienvenida a Baviera. Me acerqué a
uno de los ventanales y recogí el pesado cortinaje gris, en una postura
deliberadamente casual; me volví lentamente cuando Otto anunció al capitán.
—Capitán Schroder —dije cortésmente, saludándolo con la cabeza.
Schroder hizo sonar los tacones y me dedicó una seca reverencia. Otto
- 210 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 211 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 212 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—No hay en el mundo dinero suficiente —le aseguré—. Y ahora le sugiero que
se marche, capitán, antes de que me vea obligada a llamar a los lacayos para que lo
arrojen a la calle.
—No hay necesidad. No me gustaría que resultaran heridos en el intento.
Schroder recogió su casco y lo sostuvo rígidamente bajo el brazo. Con eso
completaba la imagen del huno bestial.
—¿Está decidida a quedarse? —preguntó.
—Así es.
Schroder curvó una vez más la boca en su sonrisa de sádico; sus ojos se llenaron
de salvaje diversión, como si estuviera imaginando algo especialmente cruel.
—Lamentará su decisión, Elena López. Me encargaré personalmente de ello.
Señalé hacia la puerta. Él vaciló.
—Algo más: le aconsejaría no mencionar a nadie nuestra corta charla,
especialmente al joven Du Gard. Sólo haría las cosas más difíciles para usted.
—En otras palabras, no quiere que el rey se entere.
—Karl también es un tonto. Sturnburg tolerará a los tontos sólo hasta cierto
punto.
—Adiós, capitán Schroder.
Schroder chocó los talones, ejecutó otra rígida reverencia y salió del salón; los
flecos de sus charreteras lanzaban destellos trémulos. Oí el ruido de sus botas sobre
los mosaicos de mármol, y pocos minutos después su caballo se alejaba al galope por
el camino. Qué tipo tan desagradable. Si los otros guardias eran como Schroder, no
resultaba extraño que hubiese tanta inquietud en Baviera. Había venido para
amenazar, para asustarme y obligarme a partir; pero yo sabía muy bien que su poder
era limitado. Mientras Karl permaneciera en su trono, ni Schroder ni ninguno de sus
hombres se atrevería a hacerme daño. El sentido común me decía que todo había
sido una gran baladronada.
Sin embargo, me quedaba una sensación de intranquilidad. Aquella visita me
había perturbado mucho más de lo que estaba dispuesta a admitir.
- 213 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XXVIII
Siempre me sentía nerviosa antes de una función, pero esa noche la tensión era
mayor que nunca. Había creado una nueva danza en honor del rey Karl, un vals
gracioso, lleno de vitalidad, con un toque de fandango, y sólo había podido ensayar
durante una semana. Los músicos eran maravillosos, pero aún me sentía insegura de
mí misma. El telón se alzaría dentro de media hora, y cuando miré por el agujerito
noté que el suntuoso teatro estaba casi lleno… a excepción de dos filas cerca del
frente, reservadas, sin duda, para algún grupo que llegaría más tarde.
Volví a mi camerino y traté de calmarme. Sin duda todo iría bien. Una vez se
apagaran las luces de la sala y comenzara la música, empezaría a danzar, y la tensión
nerviosa se disolvería como siempre. Era la espera interminable lo que provocaba la
aprensión. Pero por mucho que lo intenté, no pude anular la sensación de que algo
desastroso ocurriría esa noche. La había tenido desde mi llegada al teatro. Cuánto
deseaba que Millie hubiera estado allí, para alentarme con su charla brillante.
De pie frente al espejo, me examiné con ojo crítico. Me había peinado con el
acostumbrado moño oval, sujetando una flor de terciopelo purpúreo sobre la sien. Mi
maquillaje de pálidas sombras malva en los párpados, un suave rosado en las
mejillas y el mismo tono en los labios era más sutil que el habitual maquillaje de
escenario. La costurera había hecho una labor de fantasía con mi traje, una titilante
creación de vívida seda purpúrea iluminada con lentejuelas negras. El escote amplio
estaba bordeado con plumas de avestruz al tono, al igual que las mangas y el ruedo
de la amplísima falda.
Recogí el precioso abanico de encaje negro que usaría en vez de castañuelas y
jugueteé nerviosamente con él. Llevaba diez días en Baviera, pero aún no conocía al
rey. No había enviado por mí, y Phillipe no estaba siquiera seguro de que asistiera a
la función. En todo caso se deslizaría discretamente en el palco real. El rey me había
enviado cálidos mensajes por medio de Phillipe, diciéndome lo mucho que le
complacía mi llegada a Baviera y confiando en que fuera feliz en Chez Elena. Pero
desde mi llegada había permanecido encerrado en su palacio, disponible sólo para
unos pocos íntimos. ¿Acaso andaba algo mal? ¿Se arrepentía de haberme hecho
venir? ¿O quizás estuviera preocupado porque mi presencia resultara en verdad una
«peligrosa agitación» para los estudiantes?
Los estudiantes. Sonreí para mis adentros. No había vuelto a ver al capitán
Schroder, y sólo veía a sus soldados cuando salía a pasear por las tardes, en el
magnífico carruaje que el rey me proporcionara. Pero los estudiantes estaban muy a
la vista. Casi todas las noches un grupo de ellos se reunía bajo mi balcón para
ofrecerme una serenata. Por supuesto, les hacía pasar para invitarlos con refrescos.
- 214 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Formaban un grupo vocinglero que llenaba el elegante salón con alegres risas; varios
de ellos se habían hecho amigos míos y me visitaban cuantas veces podían. Chez
Elena era ya más popular que cualquier cervecería, y de pronto me encontré
dirigiendo un salón para poetas, pintores y filósofos en ciernes.
Un golpe resonante en la puerta me sacó de mis sueños. Antes de que pudiera
recuperarme de mi extrañeza, la puerta se abrió de par en par y un grupo de jóvenes
se precipitó dentro del camerino. En realidad eran sólo tres, pero Eric, Hans y
Wilhelm en masa se las componían para parecer un grupo enorme. Wilhelm me
encerró en un poderoso abrazo. Eric me entregó un ramo de rosas. Hans, con una
amplia sonrisa, empezó a recitar un poema que había escrito sobre mi belleza, pero
Wilhelm emitió un gruñido y cerró la boca al exuberante poeta, interrumpiéndolo en
medio de un verso.
—¡Ella no quiere oír ahora esas tonterías! Se lo recitarás otro día.
Hans se había quitado la mano de Wilhelm de la boca y giró en redondo para
fulminarlo con la mirada.
—¡Hay gente que no sabe apreciar el arte! —dijo.
Wilhelm le dio un cariñoso empujón, mientras Eric sacudía la cabeza,
separándose de sus alborotados compañeros.
—Estas rosas son por los tres —me dijo.
—Hemos unido nuestros fondos —agregó Wilhelm—. Queríamos demostrarle
cuánto la apreciamos.
—Muchísimas gracias; son ustedes adorables —les dije, sospechando que
habían agotado sus fondos por completo.
—Adorables flores para una adorable dama —dijo Hans, galante.
Wilhelm hizo una mueca y Eric suspiró. Sonriendo, puse las rosas en un florero
mientras los muchachos me observaban, jóvenes, apuestos y llenos de vitalidad. Esos
tres hombres habían tomado sobre sí la responsabilidad de hacer que me sintiera
feliz en Baviera, como un trío de vitales galanes que me rodeara de atenciones.
Eric era alto, delgado, de pelo castaño oscuro y ojos pardos melancólicos.
Pintaba desnudos y se moría por ir a París, para contar con modelos de carne y
hueso. Hans era un joven regordete, de lacios cabellos rubios, ojos azules alegres y
carácter jovial, que en nada sugería las tragedias épicas que producía a un ritmo
alarmante. Le encantaba recitarlas y ¡ay! las sabía todas de memoria. Wilhelm era un
joven robusto y musculoso, pelirrojo, con algo de truhán en los ojos pardos; tenía la
nariz aguileña y sonreía de lado. Como era el campeón de lucha en la universidad,
vivía para debatirse en las colchonetas, con un adversario bufando bajo él.
—¿Tienen buenas localidades? —inquirí.
—En la fila diez —dijo Eric—. Tuvimos que pelear para conseguirlas. Wilhelm
nos abrió paso, apartando a la muchedumbre. Alguien saltó por encima de Hans
justo cuando llegábamos a la taquilla, pero yo logré plantar nuestro dinero y
conseguí las entradas antes de que alguien me apartara.
—Espero no desilusionarles.
—Eso es algo que está fuera de lugar —me aseguró Wilhelm—. ¡Estará
- 215 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
sensacional!
—Toda Baviera espera esta noche —dijo Hans—. Confío en que no haya…
Se cortó en seco, echando una mirada nerviosa a sus compañeros. Eric y
Wilhelm lo fulminaron con los ojos; Hans, con un suspiro, se miró los pies,
dolorosamente consciente de haber dado un paso en falso.
—¿Creen que habrá problemas? —pregunté.
—¡Claro que no! —exclamó Wilhelm.
—¡Nada de eso! —agregó Eric.
—Se está preparando algo —insistí—. Será mejor que me lo digan. Estoy
acostumbrada a los problemas, ¿saben? No me voy a derrumbar por ello.
—Bien, en realidad hay un grupo de soldados frente al teatro —dijo Hans—. No
muy numeroso: serían treinta como máximo. Nos han mirado con furia cuando
entramos, como si estuvieran planeando alguna demostración. No hay por qué
preocuparse. Hay más de quinientos estudiantes en la sala y no dejaremos que
ningún soldado de pacotilla estropee la función.
—Sí, comprendo.
Wilhelm, con un gruñido, dio unos suaves golpecitos en la cabeza de Hans.
—¡Ahora la has asustado! —bramó.
—En cierto modo esperaba algo así —dije tranquilamente—. He tenido una
sensación extraña desde que llegué al teatro. Ya les conté que el capitán Schroder está
muy disgustado por mi estancia en Baviera.
Hans se debatió como si quisiera decir algo más, pero Eric se le adelantó.
—Schroder no hace más que alborotar. Le gusta hacer ruido y mostrarse cruel,
pero no tiene tanta autoridad como cree. Sturnburg es muy cauto, y no van a
perturbar el statu quo.
—No comprendo qué es el statu quo.
—Fácil —dijo Wilhelm—. Sturnburg tiene echado el lazo al cuello de Baviera —
y rodeó el cuello de Hans con su brazo musculoso, a manera de demostración—.
Podrían apretar y quitarle la vida.
Echó el brazo hacia atrás, obligando a que Hans se pusiera de puntillas; el pobre
emitió una serie de sonidos ahogados, con los ojos dilatados de alarma, mientras
boqueaba como un pez en busca de respiración. Wilhelm, riendo entre dientes, aflojó
un poco la presión.
—Pero en realidad aprietan poco —prosiguió—, dejando al rey de Baviera
espacio suficiente para respirar, pues saben muy bien que habría repercusiones
terribles si les diera por apretar demasiado.
Flexionó los músculos del brazo, con lo que casi ahoga a Hans, y por fin lo soltó,
dando a su víctima un cariñoso empujón. Hans quedó tosiendo y jadeante, con las
mejillas regordetas aún brillantes por la demostración de Wilhelm.
—¡Has estado a punto de asfixiarme! —protestó ruidosamente.
—Debí haberte roto el cuello ya que te tenía a mano —le dijo Wilhelm—. La
situación es vergonzosa e incómoda, Elena, pero no hay peligro. Cinco o seis estados
invadirían a Sturnburg si intentara algún movimiento contra Baviera.
- 216 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—No te preocupes por los soldados —dijo Eric—. Difícilmente intentarán nada
hoy. Wilhelm asintió.
—Si lo hacen, nosotros nos encargaremos de solucionarlo.
—Será mejor que ocupemos nuestras butacas —observó Hans, ajustándose la
corbata—. Buena suerte, Elena. Todos le estaremos dando ánimos.
—Gracias por venir al camerino. Los veré más tarde.
—¡No lo ponga en duda! —exclamó Wilhelm—. Vámonos.
—Ya es casi la hora de que Elena salga.
La salida fue tan ruidosa y alborotada como la llegada.
Poco después de que salieran, el director de escena vino a comunicarme que el
telón se alzaría dentro de cinco minutos. Hice otra rápida inspección en el espejo,
tocándome las sienes, ajustando una de las mangas emplumadas. Al salir del
camerino mientras me dirigía por el pasillo hacia la espaciosa zona entre bastidores,
sentí el olor de la pintura y el barniz frescos. Allí faltaban los olores tradicionales a
polvo y revoque desconchado, así como la aglomeración de bastidores, sogas y cajas.
El telón de fondo, de tela plateada, relucía en brillos; un utilero estaba allí,
dispuesto a tirar de los cordeles que levantarían el telón delantero, de pesado
terciopelo purpúreo. Crucé silenciosamente el escenario para espiar por el agujerito
una vez más. El teatro era como un joyero brillante, en blanco, dorado y rojo, con
arañas de caireles resplandecientes. Los músicos se encontraban ya en el foso, con los
instrumentos preparados, y las luces de la sala empezaban a amortiguarse. Los
estudiantes sacudían sus programas, entre charlas excitadas, brillantes y ansiosos los
rostros jóvenes. Las dos filas de asientos seguían vacías. Tenía una idea bastante
aproximada de quiénes las ocuparían, y estaba preparada. Ocupé mi lugar a un lado,
ya tranquila, agradecida porque el parlanchín de Hans me hubiera dado tiempo de
prepararme para lo que, sin duda, iba a ser una prueba de fuego.
Las luces de la sala se apagaron por completo. Un silencio total cayó sobre el
público. La música comenzó, suavemente al principio, para henchirse gradualmente
hasta un vals melódico; entonces el utilero tiró del cordón y la cortina purpúrea se
abrió, alzándose en pliegues para revelar el fondo de plato reverberante, donde las
sombras bailaban al titilar las candilejas. Tomé aliento y comencé a balancearme al
compás de la música, dejando que se apoderara de mí. Al fin, a medida que los
compases del vals se confundían en su suntuosa melodía, esbocé una sonrisa
radiante y salí al escenario, agitando mi abanico de encaje negro, mientras las
lentejuelas de mi falda se encendían al girar. El aplauso fue atronador y hubo cientos
de vítores. Aún sonriendo, agradecí la recepción con una ligera inclinación de cabeza
y seguí bailando el vals, girando, con un hábil uso del abanico.
La música era rica y romántica. Volví a ser una joven vibrante, encendida con la
alegría del primer amor, bailando entusiasmada en un salón vacío para celebrar el
amor que me llenaba como una espléndida bendición. El baile era una
dramatización, como todas mis danzas, pero yo ya no era Elena. Volvía a ser la
jovencita de Cornwall, recordando convocando lo que había sentido al abrirse por
primera los capullos de la emoción. Pensé en Brence, bailé para él, recordando sólo la
- 217 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
alegría, olvidando el dolor. Volé con las alas del amor, y el tiempo desapareció
mientras danzaba.
En el público hubo una agitación. Al volverme, en un alzar de faldas, noté que
las dos filas frontales seguían vacías. El palco real estaba en sombras, con las cortinas
medio cerradas. ¿Acaso había un rostro pálido mirándome, o era sólo mi
imaginación? El vals fluía y me abandoné a él, sonriente. Una corriente oculta se filtró
en la melodía, provocando un cambio sutil, mientras la melodía española se elevaba
para reemplazar al vals. Adapté mis movimientos, convirtiéndolos en el fandango.
Me balanceé, hice sonar los tacones, convertida en una hembra española, enamorada
como antes, pero mucho más sensual, que bailaba al sol ardiente ante mi sombrío
caballero de ojos negros.
Se oyeron voces fuertes, murmullos de alarma. Unos soldados venían por el
pasillo, hablando en voz alta, haciendo tanto ruido como les era posible. Ya había
comenzado. Sin prestarles atención seguí bailando para mi invisible joven español
mientras ellos ocupaban las dos filas delanteras y empezaban a intercambiar crudos
comentarios sobre mí, con voces ásperas y estridentes. Los estudiantes que se
sentaban detrás intentaron hacerles callar, pero sólo consiguieron azuzarlos. Los
músicos tocaban nerviosos, perdida la concentración, y algunas notas discordantes se
filtraron en la música. Fingí no reparar en nada, pero entonces el primer tomate
podrido voló a través del escenario, reventándose contra el telón de fondo.
—¡Puta! ¡Y a eso le llamas bailar!
—¡Vete a correr las calles!
—¡Perdida! ¡Venir a corromper a nuestros jóvenes!
—¡Fuera de Baviera!
—¿Habéis oído lo que le han dicho? —reconocí la voz de Wilhelm por encima el
barullo—. ¡Mirad, han arrojado otro tomate! ¿Vamos a tolerar este atropello?
—¡No! —rugieron los estudiantes.
—¡Vamos! ¡Contra ellos!
La música se interrumpió. Los ejecutantes bajaron los instrumentos y se
agazaparon en el foso para esquivar los tomates que volaban sobre sus cabezas. Todo
el público estaba ya de pie, en un solo grito. Uno de los soldados corrió por el pasillo,
con la intención de subir al escenario, pero un fornido estudiante saltó en el aire tras
él y lo arrojó al suelo rudamente. Los otros estudiantes lo vitorearon. Esquivé otro
tomate que acababa de cruzar el escenario, a muy poca distancia de mi hombro.
Schroder lo observaba todo desde el pasillo, con una sonrisa perversa. Cuando llegó
el tomate siguiente, en lugar de esquivarlo, lo atrapé en el aire con la mano. Saltaron
las semillas pulposas, pero la mayor parte de la fruta quedó intacta. Entonces apunté
y lo arroje. El tomate reventó contra la mandíbula de Schroder. Los estudiantes
bramaron, aplaudieron, y por lo menos cien de ellos saltaron por encima de las
butacas para lanzar su ataque contra los soldados, gritando con ganas al caer contra
los alborotadores.
La pelea se inició en serio a partir de ese momento; fue algo espectacular, pues
llegaba hasta el vestíbulo. Los soldados luchaban con crueldad, pero sus adversarios
- 218 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
los sobrepasaban con mucho en número. Cada vez eran más los estudiantes que se
lanzaban a la refriega alzando los puños. Uno tras otro, los militares fueron cayendo,
cada uno con tres o cuatro estudiantes encima. Hans y Eric tenían a uno en el pasillo;
Hans estaba sentado a horcajadas sobre él, mientras que Eric lo sujetaba por el pelo y
le golpeaba la cabeza contra el suelo; Wilhelm hacía lo posible por estrangular a otro.
Me aparté a un lado del escenario y desde allí observé, con salvaje satisfacción, que
Schroder caía de rodillas y desaparecía bajo una maraña de cuerpos.
—¡Fuera con ellos! —gritó Wilhelm—. ¡Arrojémoslos a la calle!
Con el brazo aún curvado sobre el cuello de su soldado, retorció el brazo del
hombre y se lo alzó brutalmente entre los omóplatos, llevándolo por el pasillo a paso
de ganso, mientras sus compañeros lo vitoreaban. Con los uniformes rasgados y las
caras contusas, otros militares fueron obligados a salir por el pasillo, debatiéndose
aún violentamente. Los rugidos de placer eran tan potentes que hicieron temblar las
arañas. Cuando hasta el último de los soldados fue expulsado, los jóvenes
combatientes volvieron a entrar para ocupar sus butacas. Wilhelm se cogió las manos
sobre la cabeza y las sacudió en ademán de victoria. Después se sentó ante un
ensordecedor aplauso; pocos minutos después el público estaba en silencio,
esperando que yo dijera algo.
Sonreí, y todos me devolvieron la sonrisa. Abrí mis faldas en abanico y les hice
una reverencia.
—Me complace ver que la caballerosidad no ha muerto —dije—. Gracias,
amigos míos.
Volvieron a lanzar gritos de aliento. Me dirigí a los músicos con una inclinación
de cabeza, mientras los vítores se acallaban.
—Caballeros, ¿comenzamos de nuevo?
Los músicos, aún asustados, prepararon las partituras mientras los utileros se
apresuraban a limpiar de tomates el escenario. En una fría actitud que ocultaba mi
regocijo interior, me retiré hacia un lado del escenario. Me sentía gloriosamente
vengada, y cuando comenzó de nuevo la música, bailé como jamás hasta entonces lo
había hecho, deslizándome a través del vals, ejecutando el fandango con nueva
fuerza. Al terminar la danza hube de repetir una, dos, hasta tres veces más. Al fin,
exhausta, pero aún brillante, me adelanté hasta las candilejas para saludar. El público
se levantó unánime entre gritos, aplausos y golpes de pies contra el suelo para
ovacionarme largamente puesto en pie. Los porteros empezaron a desfilar por los
pasillos con ramos de flores rojas, anaranjadas, amarillas y azules, en un arcoíris de
ramos enviados por mis admiradores estudiantes.
Saludé una y otra vez. Agité los brazos, envié besos. Al fin hice una señal a uno
de los utileros y retrocedí con un ramo de flores mientras descendía el telón. Los
vítores continuaban. Detrás del escenario me vi rodeada por una multitud jubilosa
que me felicitaba calurosamente, ensanchadas las caras en amplias sonrisas. Al fin
pude regresar a mi camerino mientras el teatro seguía vibrando de alegría. Dejé los
ramos y me miré en el espejo, con una sonrisa en los labios. Esa noche había sido un
triunfo, mi mayor triunfo tal vez. Pensé en lo que dirían de él los periódicos. Sin
- 219 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 220 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 221 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XXIX
- 222 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 223 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 224 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 225 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 226 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 227 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Asentí, y Karl me cogió de la mano una vez más para conducirme por un
pasillo más, hasta salir a un pasaje abierto, cuyo techo estaba sostenido por esbeltas
columnas de mármol blanco. Bajamos un tramo de escalones y nos hallamos en los
espaciosos jardines, donde los arbustos susurraban quedamente. La brisa levantó mi
sobrefalda de encaje negro, jugando con la falda de satén gris. Brillaba la luz de la
luna y el cielo tenía el color de las cenizas pálidas; leves manchas rosadas
comenzaban a extenderse por el este.
Caminamos lentamente hacia la balaustrada de mármol blanco que se extendía
por el borde del lago. Más allá del agua agrisada se veían los majestuosos edificios de
la ciudad, que bajo esa luz tomaban un tono violáceo según los tejados comenzaban a
recibir las primeras luces rosadas. Me pregunté con cuánta frecuencia atacarían al rey
esos períodos de aguda melancolía. Tal vez por eso no había hecho intentos de verme
antes, pero ahora parecía mucho más tranquilo, mientras la brisa rizaba el agua y el
cielo se iba aclarando.
En tanto contemplábamos el panorama, el lago se tiñó de rosa, reverberando
como si estuviera cubierto de lentejuelas rosadas. Esos reflejos adquirieron el color
del oro, cada vez más brillantes, a medida los primeros rayos del sol iban tocando el
agua. Más allá, los edificios perdieron el tono violáceo y se revelaron blancos y
dorados, brillantes bajo el sol cada vez más fuerte, mientras las sombras se fundían
ante la luz matinal. El rey guardaba silencio, contemplando la ciudad que él había
creado, la visión que transformara en realidad tangible. No dejaría herederos, pero sí
un legado de belleza y cultura mucho más permanente que la carne. Pocos hombres
habían logrado tanto.
—Le agradezco esta velada —me dijo—. Ha dado muestras de una gran
bondad, querida, mucho mayor de la que supuse.
—Para mí ha sido un placer —respondí.
—¿Tiene planes inmediatos?
—En realidad no. Pensaba regresar a París, pero no tengo compromisos. Tarde o
temprano tendré que iniciar otra gira. Soy bailarina y debo trabajar para vivir.
—¿No consentiría en ser mi huésped durante un tiempo? Stieler tardará algo en
pintar su retrato. Además, parece complacida con Chez Elena, y sé que ha hecho
amigos entre los estudiantes. Yo le exigiría muy poco, querida. Sólo un poco de
compañía ocasional.
Me miró con esos ojos tristes, llenos de silenciosos ruegos, y me sentí
profundamente conmovida. Karl de Baviera me necesitaba como ningún hombre me
había necesitado hasta entonces, y sólo cabía una respuesta.
- 228 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XXX
- 229 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 230 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
lo que les convenía. Y cierto día, al estallar una refriega particularmente violenta
entre estudiantes y soldados provocada por demasiada cerveza y demasiadas frases
acaloradas, fue a mí a quien culparon los diarios.
Los artículos no me preocupaban en absoluto. Era, desde hacía tiempo, inmune
al periodismo sensacionalista. La situación política, más grave cada día, eso era lo
que me afligía. Sabía que mi presencia en Baviera había agregado una nueva tensión
a la situación, ya difícil de por sí; pero también sabía lo mucho que el rey Karl
necesitaba una compañía amable durante sus oscuros períodos de melancolía. No
habría servido de nada que yo me marchara; en cambio, mi presencia proporcionaba
consuelo y apoyo a un hombre que los necesitaba desesperadamente. Recibía cartas
anónimas llenas de amenazas y una vez, avanzada la noche, mi carruaje había sido
apedreado por un grupo de hombres uniformados. Pero no estaba dispuesta a
permitir que esas cosas me alejaran de Baviera.
Suspiré, ya cansada y entumecida por estar tanto tiempo en la misma posición.
Stieler dio un paso atrás y, con el ceño fruncido, se acercó a la tarima para retocar un
pliegue de mi falda. Al regresar al caballete cogió su pincel, me miró fijamente y
reanudó su trabajo. Tratando de relajar los músculos del cuello, toqué los claveles
rojos y pensé en mi relación con Karl, tan diferente de la que había mantenido con
Brence, Anthony o Franz y, en cierto modo, tanto más satisfactoria.
Necesitaba darme, y con Karl podía hacerlo sin reservas, sin temores ni
rechazos. Daba calor, comprensión, interés sincero, y él los recibía libremente, sabía
apreciarlos. Escuchaba mis opiniones con respeto y nuestras conversaciones eran
muy espirituales. El vínculo entre nosotros no tenía nada de físico, y por esa razón no
había tensiones ni fricción, no existían la contención ni la sutil rivalidad que había
marcado mis relaciones con otros hombres. Cuando me encontraba con Karl no había
necesidad de astucias ni tenía por qué ponerme en guardia.
Sabía muy bien que estaba viviendo en un paraíso ficticio, que muy pronto
debería terminar, pero después de tanto sufrir me bastaba con vivir el presente,
negando esas otras necesidades que habían causado la desastrosa relación con Franz.
Mi devoción a Karl y, en menor grado, mi amistad con los estudiantes me ayudaban
a olvidar. Si ocasionalmente había noches de inquietud, en las que los recuerdos me
asediaban y sentía un terrible dolor interior, eso pasaba siempre.
—Listo —dijo Stieler, dando su última pincelada—. Ahora puede descansar,
condesa. Está acabado; sólo falta el fondo.
Me levanté, desperezándome, y los pliegues de mi falda susurraron
suavemente. Stieler se limpió las manos con un paño y abrió una botella de champán
que se estaba enfriando en una cubeta con hielo. El corcho saltó ruidosamente entre
el siseo del champán. Stieler llenó dos vasos y me entregó uno al bajar de la tarima.
—Creo que debemos celebrarlo —dijo—. ¿Quiere ver mi obra maestra?
Y con su cautivadora sonrisa me condujo hasta el lienzo que hasta entonces me
había impedido ver. Al mirarlo sentí una extraña sensación: Stieler se había
superado. La mujer del retrato era la esencia del atractivo femenino; me costó
asociarla conmigo. El pelo de ébano brillaba con destellos azulados, bien destacados
- 231 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
los claveles rojos; la mantilla de encaje era una frágil caída de negro agrisado. La piel
relucía, con las mejillas delicadamente ruborizadas, y los ojos de zafiro se veían
tristes, sabios y repletos de deseos insatisfechos.
—Es fantástico —dije—. Apenas puedo creer que yo haya sido la modelo.
—Me gusta cómo he tratado la textura del terciopelo —comentó Stieler—. Esa
pana negra parece brillar con un resplandor plateado, y el brocado castaño de la silla
proporciona el contraste justo, muy sutil y tranquilo.
Acabado su champán estudió el lienzo con gran satisfacción.
—Completaré el fondo en un gris claro con reflejos rosados y dorados; mañana
se lo llevaré al rey. Creo que quedará complacido.
—No lo dude. Ha hecho una obra magnífica.
—También he tenido una magnífica modelo.
Un fuerte jaleo en la habitación contigua le impidió seguir elogiándome. Me
sentí aliviada cuando la puerta se abrió de par en par y mi escolta entró con ruidoso
abandono. Desde el incidente en que habían apedreado mi carruaje, Eric, Hans y
Wilhelm insistían en acompañarme hasta el estudio y de regreso a mi casa todos los
días, precaución totalmente innecesaria, que era en realidad una excusa para pasar
algún tiempo más conmigo. Llenaron el estudio de ruido y juventud, ponderando el
retrato, felicitando al desconcertado Stieler, y al fin me arrastraron fuera del estudio
hasta el coche que esperaba.
Hans se dejó caer a mi lado; Eric y Wilhelm, en el asiento opuesto, y el carruaje
inició la marcha. Cuando nos acomodamos noté un feo cardenal azulado en el
pómulo derecho de Wilhelm, que no tenía el día anterior; tampoco los cortes que
tenía en los nudillos. Cuando le pregunté al respecto, Wilhelm gruñó, sacudiéndose
un mechón pelirrojo de la frente.
—¡Esos malditos soldados! —bramó.
—¿Otro incidente?
—¡Cómo! ¿No se ha enterado? —exclamó Hans—. ¡Ha sido una verdadera
revuelta, la mayor de todas! Hay varios heridos, casi todos militares. Ocurrió en la
universidad, precisamente delante de los alojamientos.
—¡Todo por el toque de queda! —agregó Eric.
—¿Toque de queda?
—Idea de Schroder —dijo Wilhelm—. Decretó que todos los estudiantes deben
estar bajo techo a las nueve en punto de la noche. Lo decretó él, como si tuviera
autoridad para eso. Cuando se publicó el anuncio enloquecimos todos, se lo aseguro.
Schroder tuvo que llamar a todo un ejército.
—¡Pero les hicimos correr! —se vanaglorió Hans—. La pelea duró al menos una
hora antes de que los soldados tuvieran el sentido común de retirarse, llevándose a
sus heridos.
—Hubo varios estudiantes heridos también —dijo Eric, en voz baja—. Nadie
tiene la vida comprada. No fue sólo un choque más, Elena, sino un acto de agresión
directa.
—¡Pero no lo vamos a soportar callados! —juró Wilhelm, acaloradamente—.
- 232 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 233 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 234 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
tan tristes? ¿Por qué yo seguía pensando en la niña que vagaba por los páramos de
Cornwall, salvaje, libre, llena de sueños? Era una condesa, disponía de un pequeño
palacio; llevaba un vestido de plata y un collar que habría sido la envidia de María
Antonieta. Había progresado mucho en la vida, pero mi corazón estaba lleno de
nostalgias por una sola cosa que me había sido negada.
—Parece una aparición —dijo Minne—. Nunca la he visto tan hermosa.
—Gracias, Minne. ¿Me equivoco, o viene un carruaje por el camino?
—Parece que sí. Sí, se ha detenido. Alguien desciende de él.
—¿Quién puede ser? Los estudiantes saben que esta noche debo ir al palacio.
—¿Quiere que vaya a ver? —preguntó Minne.
—Te lo agradecería, Minne.
Salió de prisa. Volvía a mirarme en el espejo y a preguntarme por qué, bajo
tanto esplendor, podía sentir tal tristeza. Era una tontería, era permitirse la piedad
por una misma. ¿Qué derecho tenía a desear la felicidad? La felicidad era una ilusión
brillante que reverberaba en el aire, siempre fuera del alcance. La muchacha de
Cornwall había creído en ella, tratado de alcanzarla, pero yo no era tan ingenua. Era
mayor, más sabia, y ese deseo insatisfecho que llevaba en mí tendría que encarnarse
en mí. ¿Felicidad? Tenía fama y riquezas, todo lo que el mundo valoraba. Eso debía
bastar para cualquier mujer.
Ese malhumor pasará pronto, me dije, alisando un pliegue de mi falda. Suspiré
y me alejé del espejo, mientras Minne regresaba a la habitación.
—Un caballero de Sturnburg —dijo con expresión preocupada—. Otto le ha
comunicado que usted debía salir y que no podía verlo, pero el caballero ha insistido,
diciendo que era urgente.
—Comprendo.
—Es inglés —agregó—. Ha dicho a Otto que pertenecía a la embajada inglesa en
Sturnburg y que no se marcharía, Otto le ha hecho pasar al recibidor.
—Gracias, Minne.
—Espero que no haya problemas —dijo ella, nerviosa.
—Nada que no pueda solucionar —le aseguré.
Mi falda acompañó el descenso por la graciosa escalinata con un seco ruido de
hojas marchitas. Las arañas de cristal lanzaban una brillante luz sobre el vestíbulo.
Dado mi estado de ánimo, casi me complacía la confrontación que me esperaba.
Puesto que yo era inglesa, la embajada de Sturnburg debía estar preocupada por mi
presencia en Baviera y trataría de convencerme para que partiera. Me sorprendía que
no hubieran enviado a alguna persona mucho antes. Pero no tenía intenciones de
ceder ante ninguna presión, y al entrar al recibidor me preparé para comportarme
tan inflexible como el acero.
El inglés estaba de espaldas a mí, examinando uno de los pequeños bronces que
adornaban la repisa. Era muy alto y obviamente joven, de pelo negro. Al menos no
me habían enviado un diplomático viejo y achacoso. Aún llevaba su capa de viaje,
que flameó sobre sus hombros cuando él se volvió. Me observó con los ojos oscuros
llenos de frío auto dominio.
- 235 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 236 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—¿De veras?
—Son instrucciones del embajador, que a su vez las ha recibido de Londres. Su
presencia aquí es irritante y peligrosa, como usted no dejará de comprender. Es
ciudadana inglesa, e Inglaterra quiere tenerla fuera de Baviera antes de que la
situación empeore.
Al notar que yo no contestaba arrugó el ceño más aún.
—¿Cuánto tardará en preparar sus cosas? —preguntó.
—No tengo intenciones de prepararlas, señor Stephens. No tengo intenciones
de marcharme. Ahora soy ciudadana de Baviera, así proclamada por el rey en
persona. Temo que ha hecho el viaje en balde.
—Veo que no comprende la gravedad de la situación, mi querida condesa. Es
imperativo que usted parta inmediatamente.
—Imperativo para Sturnburg —repliqué.
—No represento a Sturnburg, sino a Inglaterra. La embajada no está nada
complacida con los últimos sucesos de aquel país ni condena su política militar.
Ciudadana o no usted es inglesa y está bajo nuestra jurisdicción.
—No pienso lo mismo.
—No he venido para discutir con usted, condesa. He venido a sacarla del país
antes de que se vea envuelta en un levantamiento militar.
—¿Levantamiento militar? Sturnburg no se atrevería a intentar semejante golpe.
No piense que me asusta con esas declaraciones, señor Stephens; tengo plena
conciencia de la situación política.
—Usted no sabe una palabra de lo que está ocurriendo —me informó—. Nadie
lo sabe en Baviera, Yo vivo en Sturnburg y sé lo que ocurre, lo que va a pasar. Por eso
he venido!
—¿Para rescatarme?
—Puede expresarlo así.
—Temo que me veré obligada a rechazar su ofrecimiento.
—Es usted una mujer testaruda, condesa.
—Está en lo cierto —repliqué.
Y me acerqué a la ventana para tirar del largo cordón de seda con que llamaba a
Otto. Brence me miró fijamente cuando me volví, fría como el hielo, disimulando mi
torbellino interior. Iba a decir algo más, pero los ojos se le ensombrecieron como tras
una incógnita. Se acercó un poco, frunciendo intensamente el ceño. Permanecí muy
quieta. Él seguía mirándome fijamente; poco a poco empezaba a reconocerme. Al fin
sacudió la cabeza, como si se negara a creer lo que veían sus ojos.
—No —dijo—. No, es mi imaginación. No puede ser.
Pero sus mejillas se habían puesto pálidas. Se pasó una mano por la frente,
completamente avergonzado.
—Usted… tú bailabas. Una noche, en el campamento gitano, bailaste. Elena
López es… baila danzas españolas como las que… bailaste con aquel muchacho
gitano. ¿Mary Ellen?
—Mary Ellen ya no existe —dije, fríamente—. La muchacha a la que sedujiste y
- 237 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 238 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XXXI
Era una noche maravillosa, fresca y serena. Habían transcurrido tres días desde
que Brence llegara a Baviera, tres largos días con sus tres largas noches. Apenas
pasada la medianoche, regresaba en mi carruaje a Chez Elena, tras una visita a Karl.
Lo había visto de muy buen humor, entusiasmado por la nueva Galería Griega. El
material ya estaba encargado y la construcción se iniciaría en cuanto llegara, con Von
Klenze allí para supervisar cada paso. Karl, viendo que parecía algo cansada, sugirió
con una sonrisa que volviera temprano a Chez Elena. Sus demonios oscuros estaban
lejos esa noche; no lo molestaban desde hacía más de una semana.
Me sentí agradecida por ello, pues tenía mis propios demonios contra los que
luchar.
Por la ventanilla del carruaje se divisaban las luces de la dudad a lo lejos y
mientras avanzábamos por la curva del lago vi los trémulos capullos de luz
anaranjada allí donde los soldados recién llegados encendían sus hogueras en el
campo de maniobras. A Karl no lo hacía feliz su presencia y había presentado ante
Sturnburg una protesta formal, pero no se preocupaba más de lo debido. Había
reprendido severamente a Schroder por tratar de imponer el toque de queda a los
estudiantes, después de lo cual no hubo más dificultades. El statu quo seguía en
vigencia. Los estudiantes estaban muy ocupados en preparar sus exámenes, y los
soldados parecían pasar la mayor parte del día ejecutando ejercicios tácticos fuera de
la ciudad. Sturnburg quería que yo saliera de Baviera, y habían enviado a Brence
porque pensaban que un inglés tenía más oportunidades de convencerme sobre el
«inminente peligro». La embajada inglesa, sin duda, trabajaba de acuerdo con
Stunburg. Schroder había tratado de intimidarme el día de mi llegada, pero yo, tanto
en ese momento como ahora, estaba dispuesta a no dejarme intimidar. La misión de
Brence Stephens consistía en hacerme abandonar Baviera, y emplearía cualquier
medio con tal de lograr su meta. Toda su charla acerca de un golpe de estado era sólo
parte de esa táctica.
El carruaje avanzaba lentamente alrededor del lago. Las hogueras parpadeantes
del campamento ya no estaban a la vista. Me sentía cansada, pero sabía que no iba a
poder dormir. No había podido dormir bien en las tres últimas noches. En cuanto me
acostaba me asaltaban los recuerdos, vibrantes recuerdos de increíble alegría y pena
insoportable. Nunca había dejado de amar a Brence Stephens, jamás. Había enterrado
ese amor muy dentro de mí, encerrándolo en la oscuridad, negando su existencia,
pero seguía formando parte de mi ser. En cuanto volví a verlo se liberó de su prisión,
tan fuerte, tan vital como al principio.
Al llegar a Chez Elena no quise entrar inmediatamente. Mientras el carruaje se
- 239 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
alejaba, me detuve en los escalones, temiendo las horas próximas, con miedo a los
recuerdos. Ahora deseaba haber permanecido en el palacio, aunque Karl no me
necesitara. Decidí pasear un rato por los jardines para retrasar el momento de
meterme en la cama y cerrar los ojos; era entonces cuando el pasado volvía a la vida
con tan vívidos detalles. Descendí por la escalinata y me dirigí hacia los jardines, con
las faldas henchidas por la suave brisa.
Mi vestido de seda rosada tenía mangas angostas que dejaban los hombros al
descubierto; la falda estaba sembrada por cientos de lentejuelas transparentes, finas y
diminutas como astillas de cristal. Llevaba en el pelo una gran camelia blanca. Elena
López, en toda su belleza, paseaba por los jardines pasada la medianoche, sola.
Aquello representaba una triste ironía, pero yo no podía apreciarla totalmente.
El aire fresco de la noche me acarició los hombros desnudos cuando bajé por el
sendero, entre surcos de flores. Largas sombras azules se movían rápidamente a mis
pies, formando diseños sobre el sendero plateado. Los arbustos susurraban, y las
fuentes dejaban oír las suaves caricias del agua sobre los bordes de mármol. La luz de
la luna creaba un mundo de plata y negro, azul y gris peltre, adorable y tranquilo.
Caminé lentamente, aspirando la fragancia de las flores y percibiendo la soledad
sonora de la noche. Un pájaro gorjeó soñoliento. Un ruido seco, como de pasos, hizo
que me detuviera, vivamente alarmada; pronto decidí que había sido un eco de mis
propios pasos.
Brence estaba aún en Baviera, alojado en el hotel. Había intentado verme dos
veces más, pero en ambas ocasiones lo habían rechazado. Sabía que no podía
arriesgarme a verlo de nuevo. Aún estaba enamorada de él, y ese amor debía volver a
su prisión, contenido, dominado, ignorado. Una vez había estado a punto de
destruirme y no podía correr el riesgo de que volviera a ocurrir. Debía ser fuerte,
muy fuerte; volver a verlo sería un error desastroso. Tarde o temprano admitiría su
derrota y volvería a Sturnburg, y entonces yo podría descansar tranquila.
Me detuve junto a una de las fuentes, pero una sensación de intranquilidad me
iba invadiendo poco a poco. Estaba incómoda sin saber por qué. Presentía que algo
andaba mal. La luz de la luna se volcaba sobre los mosaicos de mármol blanco,
tiñéndolos de plata, y los altos arbustos cercanos al borde del lago se balanceaban
suavemente, como una masa de sombras oscuras. Sentía que alguien me observaba:
eso, eso era lo que me provocaba tal intranquilidad. La sensación era tan fuerte que
llegaba a ser física.
—¿Quién… quién anda ahí? —pregunté.
Recordé el odio con que Schroder me había mirado cuando lo desafié el día de
mi llegada. Prometió que lo lamentaría. ¿Y si hubiera venido a vengarse? ¿Y si
hubiera enviado a alguno de sus hombres para deshacerse de Elena López de una
vez para siempre? Era muy improbable, pero mi imaginación conjuraba toda clase de
imágenes terroríficas. Entre los arbustos, al mirar con atención, me pareció distinguir
una forma más oscura, una silueta negra y alta, recortada sobre el fondo gris. Traté
de convencerme de que estaba imaginando cosas, pero la forma se movió,
separándose de las sombras. Por un momento sentí un crudo terror. Estaba al pie de
- 240 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
los jardines, lejos de la casa. Aunque pidiera socorro, sería muy difícil que alguien me
oyera desde dentro. Petrificada por el miedo, vi que el hombre avanzaba cruzando el
césped oscuro y salía a la luz de la luna. Vi sus facciones claramente cuando se acercó
a mí, y entonces el terror se tornó en una alarma distinta, rápidamente seguida por la
ira. Lo miré fríamente, con el puño apretado. Se detuvo a pocos metros de distancia;
cuando vio mi puño cerrado, una sonrisa divertida asomó a su cara.
—¿Vas a pegarme?
—¡Debería hacerlo!
—Dicen que tienes mal carácter.
—¿Cómo te atreves a asustarme así?
—Imagino lo que has pensado. Tienes muchos enemigos en Baviera y ha sido
una imprudencia venir sola hasta aquí, a estas horas. ¿Y si hubiera sido otra persona
y no yo?
—¿Qué haces aquí?
—Esperaba tu regreso. Llevo al menos tres horas aquí, en los jardines, y estaba
dispuesto a seguir toda la noche si fuera necesario. Cuando el carruaje llegó quería
hablar contigo antes de que entraras, pero te detuviste en los escalones y te dirigiste
hacia el jardín.
—Y me has estado observando.
Él asintió, lentamente.
—Observándote —dijo—, y tratando de convencerme do que no era un truco de
la luna, que belleza tan abrumadora no era una ilusión.
Su voz era como música, una ronca y grave caricia de sonido. Me endurecí para
resistirme a él, agradecida porque el enfado mantuviera las otras emociones en su
sitio. Lo miraba con expresión dura y pétrea.
—De jovencita eras hermosa —continuó—. Pero como mujer te has superado a
ti misma.
—Voy a entrar, Brence.
—No, nada de eso. Vas a escucharme.
—No podrás detenerme. Llamaré a los lacayos.
—Llámalos —dijo.
—No tenemos nada de qué hablar, Brence. La otra noche te dije que no tenía
intenciones de abandonar Baviera. Después de haber recibido por dos veces un
portazo en las narices, bien podrás comprender que tu misión ha fracasado.
—No renuncio con facilidad, Mary Ellen.
—No me llames así. Hace años que nadie me llama con ese nombre.
—Para mí serás siempre Mary Ellen. Serás siempre esa muchacha encantadora y
vulnerable, con el pelo revuelto por el viento, las mejillas ruborizadas y los ojos
llenos de deseos secretos.
—La niña que abandonaste —dije, fríamente.
Él volvió a asentir.
—Nunca he podido perdonármelo. Traté de olvidarte, lo intenté
desesperadamente. Sabía que era una estupidez dejarme atormentar por tu recuerdo,
- 241 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 242 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 243 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 244 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
si supiera que me encontraba cara a cara con mi destino y que debía huir. En ese
momento sentí la misma premonición, pero no le presté la menor atención. Mis otros
sentimientos eran mucho más fuertes. Me adelanté para apagar la lámpara. Los
postigos del balcón estaban abiertos. Difusos rayos de luna entraban a la habitación,
cada vez más potentes, penetrando la oscuridad.
—He esperado tanto este momento —dijo, con voz ronca—. Ahora que te he
hallado jamás dejaré que te apartes de mí.
Y me atrajo hacia sí para besarme la frente, la nariz, la mejilla; sus labios se
deslizaron por mi cuello. Parecían quemarme la piel. Besó la curva de mi pecho y yo
enredé los dedos en su pelo, estremecida. Pasaron algunos minutos; al fin se
enderezó y me sujetó los brazos con una sonrisa, con los ojos oscurecidos de deseo.
No tenía prisa; deliberadamente postergaba el éxtasis definitivo. Me apretó los
brazos para estrecharme contra sí y me besó el lóbulo de la oreja, atrapándolo entre
los dientes. La luna, sobre el suelo, lanzaba sombras bailarinas contra la pared.
—Me parece imposible tenerte entre mis brazos —dijo.
—También a mí. Es… es como un sueño.
—Es la realidad, Mary Ellen.
Me quitó la camelia de la sien y la dejó a un lado. Sus dedos juguetearon con mi
pelo, deshaciendo el moño oval; los rizos invisibles se esparcieron y las ondas de
ébano me cayeron sobre los hombros. Entonces me hizo girar en redondo para alzar
mi cabellera y besar el dorso de mi cuello. El frío aire de la noche llenaba la
habitación; lo sentí sobre la piel.
—Eres hermosa —murmuró, estrechándome.
—Ahora me siento hermosa.
—¿Cómo pude abandonarte?
—Basta —susurré—. Ya hemos hablado bastante.
—De acuerdo.
—Ahora es tiempo de sentir.
Me soltó y cruzó la habitación para despojarse de la chaqueta y el chaleco, que
dejó sobre una silla. Se quitó la corbata y la dejó caer sobre las otras prendas, y por
fin se sentó sobre la cama para quitarse las botas. Recordé aquellas tardes, hacía ya
tanto tiempo, cuando llegábamos a la casa después de caminar por la playa. Parecía
haber ocurrido apenas el día anterior. Las botas cayeron al suelo con estruendo y él
se levantó para quitarse la camisa. Yo lo contemplaba sintiendo un amor nuevo,
vibrante y glorioso, tan embriagador Como el fino champán, igualmente regocijante;
el aturdimiento delicioso con que me llenaba despertaba en mí deseos de sollozar de
pura alegría. Me permití experimentarlo, hacer que no era sólo parte del sueño.
Se quitó los pantalones y quedó desnudo a la luz de la luna, como una soberbia
estatua transformada en carne y hueso. Su virilidad latía, erecta, ansiosa. Me cogió
por los hombros y me hizo girar para desabrocharme el vestido. Sentí que sus manos
me deslizaban el corpiño hacia abajo y retiré los brazos de las mangas. La seda
rosada susurró, entre un centellear de lentejuelas. Sus manos se movieron sobre mis
caderas y el vestido cayó. Salí del círculo rosado, me quité los zapatos y me despojé
- 245 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 246 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—Hay agua en la jofaina de porcelana blanca —le dije—, y una toalla limpia al
lado.
—¿Qué hora es?
—No estoy segura. Temprano.
Recogí mis ropas para ir al lavabo y cerré silenciosamente la puerta. Me lavé,
me puse una enagua blanca y limpia y me senté ante el tocador para cepillarme el
pelo. La noche había terminado; el sueño llegaba a su fin. El sentido común había
regresado con la aurora. Pero aún no sabía lo que iba a hacer. Una gran parte
dependería de Brence.
Oía sus movimientos en el dormitorio, el ruido de la jofaina. Bajé el cepillo para
arreglarme el pelo en un moño flojo. En el espejo mis ojos lucían muy tranquilos al
recordar qué lo había traído a Baviera. La noche anterior había sido mágica, una
encantadora ausencia de la realidad creada por el clima y el claro de luna, los
recuerdos y la necesidad física, todo reunido para aplastar la voz de la razón. Esa
parte de mí que permaneciera fría y objetiva durante la noche anterior estaba ahora
dominando completamente mis actos.
Cuando salí del tocador, ataviada con un rico traje azul, Brence estaba
terminando de vestirse. Lo vi de pie ante el espejo, poniéndose la corbata de seda
negra. En la planta baja se oía ya el trajín de los sirvientes. Brence había alisado la
colcha y la habitación estaba limpia. Sólo la camelia, marchita en el suelo, permanecía
como señal del apasionado encuentro de la noche anterior.
Brence se volvió. Él también estaba arreglado y desplegaba modales algo fríos,
un tanto oficiales.
—Buenos días —dije.
Me dedicó un seco saludo con la cabeza; sus labios estaban apretados en una
línea fina. ¿Eran ésos los labios que habían dicho tantas palabras de afecto? ¿Eran
esos ojos, sombríos y decididos, los que habían mirado los míos con tanto amor?
—¿Quieres desayunar? —pregunté.
—Comeré en el hotel. Tengo que hacer las maletas. Y tú también debes empezar
a preparar las tuyas —recogió su capa y se la ajustó a los hombros—. Nos
marcharemos lo antes posible —me informó—. A eso de las once. ¿Podrás estar
preparada para entonces?
—Parece que estás muy preocupado.
Brence frunció el ceño.
—Ya he perdido demasiado tiempo en Baviera. Y no podemos perder un
minuto más, Mary Ellen. En cualquier momento estallará la revuelta en este país.
—Supongo que hablas del golpe militar.
Él volvió a asentir.
—Los hombres de Schroder han estado practicando maniobras tácticas durante
toda la semana. Eso no presagia nada bueno. Quiero sacarte inmediatamente del
país. Quizá tu partida demore un poco las cosas, al menos unos días, pero el golpe es
inevitable.
—Comprendo. ¿Y cuando me hayas sacado del país?
- 247 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 248 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—Una vez, hace mucho tiempo, me dije que debía tener la osadía de amar.
Desobedecí a todos mis instintos. Amé sin reservas, y tú me abandonaste. Eso estuvo
a punto de acabar conmigo. Y no voy a permitir que vuelva a ocurrirme algo así
nunca más.
—¡No digas tonterías!
—Sé que no vas a comprenderlo.
—¡No puedes hacerme esto!
—Me temo que sí puedo.
—¡Mary Ellen!
—Vuelve a Sturnburg. Diles que Elena López se niega a humillar la cabeza ante
su autoridad. Diles que nada dio resultado, ni siquiera la seducción. Diles…
Me interrumpí en seco.
—Adiós, Brence —dije, y entré apresuradamente.
Cerré la puerta con llave. Él la atacó a golpes, gritando aun mi nombre. Klaus
me miraba, siempre inexpresivo.
Subí la escalera, luchando contra las lágrimas, luchando contra el dolor. Pasó
largo tiempo antes de que el carruaje se alejara por fin.
- 249 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XXXII
El cielo gris perla adquirió un suave tono violáceo cuando los últimos rayos del
sol comenzaron a manchar el horizonte. Había estado nublado durante todo el día y
se oía un retumbar de truenos a lo lejos. De pie en el balcón, miraba los jardines y el
lago, donde el agua reverberaba con reflejos del crepúsculo, con luces anaranjadas y
escarlatas, bailando en la superficie. El gran palacio, al otro lado del lago, se iba
envolviendo poco a poco en la penumbra. Pronto sería hora de acudir a él, pues Karl
me esperaba a las ocho.
Estaba ansiosa de verlo. Aunque no había hecho preguntas ni se esforzaba por
descubrir lo ocurrido, Karl sabía que yo había estado preocupada durante toda la
semana. Verlo cada noche había sido un consuelo; él hacía todo lo posible por
distraerme, con su carácter amable, sutil, cálidamente atento. Habían pasado siete
días desde la partida de Brence, los siete días más largos de mi vida. Aun cuando mi
decisión había sido torturante, estaba segura de que no cabía otra. Si una vez en mi
vida había logrado dejar atrás a Brence, volvería a hacerlo.
Parecía notarse mucho trajín al otro lado del lago. Varios soldados a caballo
desmontaron frente al palacio y subieron apresuradamente la escalinata de la
entrada. Casi simultáneamente apareció un carruaje por el lado de atrás, que
avanzaba rápidamente por el camino que salía de Baviera. ¿Acaso era el carruaje
particular del rey? Los caballos eran blancos, y me pareció divisar la cimera real, pero
a tal distancia no había modo de estar segura. Pero ¿por qué tenía Karl que
abandonar el palacio? Sin duda estaba equivocada. Llegaron otros veinte soldados al
menos, que también entraron muy da prisa. Tal vez la Guardia Real regresaba de
alguna maniobra, pensé, mientras volvía a mi dormitorio.
Sonó otro retumbar de truenos, un ruido distante, extraño, distinto a los
anteriores. Amenazaba tormenta. En mi estado actual de ánimo disfrutaría de los
truenos, los relámpagos y las sábanas de lluvia penetrante. Los cielos azules y el sol
radiante de la semana anterior no habían hecho sino luchar contra mi humor. En
lugar de lamentarme, en vez de dejarme caer en un estado de autocompasión
abyecta, me ponía irritable. Hubiera querido arrojar algo, permitirme uno de esos
fieros ataques que habían hecho famosa a Elena López. Tal vez eso me hubiera
ayudado.
En el lavabo me quité la bata y, vestida sólo con las enaguas, me senté a
maquillarme. Un rato antes había permanecido largo tiempo en agua caliente y
perfumada, además de lavarme la cabeza. El pelo, brillante, me caía en hondas
negro-azuladas sobre los hombros. Puse un toque de sombra a mis párpados. Minne
no estaba allí para ayudarme con el peinado. Le había dado el día libre, y también a
- 250 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Klaus; sin duda estaban paseando de la mano por alguno de los parques o buscando
un juego de alianzas. Porque Klaus la había pedido finalmente en matrimonio. Esa
mañana la chica me había dado la noticia, con los ojos encendidos de entusiasmo.
Me aparté el pelo de la cara y lo dejé caer sobre los hombros, sujeto hacia atrás
con el hermoso broche que Karl me había regalado: una barra de plata afiligranada
con más de veinte diamantes. Por último me puse el vestido que había elegido un
rato antes. Era una creación de satén rosa pastel. Al vestirme me encontré pensando
en Anthony Duke. ¿Qué estaría haciendo y dónde? Acaso lo recordaba porque estaba
asociado con los arranques temperamentales que hubiera deseado permitirme. Pero
¿de qué serviría un ataque de furia si no estaba él para disfrutarlo?
Anthony me había ayudado a superar lo de Brence la primera vez. Era un
sinvergüenza redomado, pero había sido divertido luchar con él. Me hubiera gustado
tenerlo aquí en estos momentos. Él habría sabido sacudirme, ordenarme, y yo le
habría gritado y habría respondido a sus comentarios maliciosos arrojándole algún
objeto rompible. Qué bienvenido alivio. Acaso habría hallado alguna nueva
protegida a la que agraviar, intimidar y convertir en un éxito deslumbrante. Tal vez
andará por ahí, sin dinero, viviendo a fuerza de ingenio. Yo le tenía mucho afecto, a
pesar de que el infame había perdido todo mí dinero, a pesar de que me había dejado
sola e indefensa en París. Me pregunté si volvería a verlo alguna vez.
Con un susurro de faldas entré al dormitorio. Ya había caído la noche y las luces
ardían dentro, brillantes. Al echar mi vistazo al reloj vi que era casi la hora de llamar
el carruaje.
Cenaría con Karl, que se mostraría encantador y atento, y lo olvidaría todo
durante unas cuantas horas. Inmerso como estaba en los planes para la nueva Galería
Griega, pasaba horas y horas en alegres conferencias con Von Klenze. En los últimos
tiempos Karl parecía una persona diferente; sus períodos de melancolía estaban
momentáneamente ausentes y, aunque cenábamos juntos casi todas las noches, yo
solía retirarme poco después de las doce. Hacía mucho que no pasábamos la velada
juntos hasta la aurora.
El extraño trueno seco se repitió a lo lejos, más audible esa vez, más próximo y
acompañado por un eco que sonaba como… como gritos lejanos. Empezaba a
sentirme algo alarmada y ya iba a salir cuando oí ruido de pasos en la escalera.
Minne irrumpió en el cuarto, con el largo pelo cobrizo totalmente despeinado, las
mejillas enrojecidas y los ojos llenos de agitación. Tenía el vestido desgarrado por un
hombro, donde la manga colgaba lacia, y en su barbilla había una mancha oscura.
—¡Minne! ¿Qué diablos…?
—¡Ha ocurrido! —gritó—. ¡Los militares están dando el golpe!
—¿Qué…?
—Se han estado acuartelando durante todo el día. Klaus y yo no prestamos
mucha atención al principio. Los vimos reunirse, pero no nos dimos cuenta de sus
intenciones hasta que… ¡Están peleando con la gente de la ciudad y los estudiantes!
Todo comenzó hace una hora. Tienen cañones. ¡Disparan! Klaus y yo tuvimos que
hacer un esfuerzo terrible para volver; están luchando en las calles. Apenas hemos
- 251 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
podido pasar.
—¿Y Karl?
Klaus entró a la habitación; una fea herida le cruzaba la mejilla; vestía ropas de
calle, pero tenía la chaqueta desgarrada y manchas negras en la pernera derecha del
pantalón, como hechas por pólvora.
—Los soldados fueron en primer lugar al palacio —me dijo—. Algunos dicen
que el rey ha huido en su carruaje particular. Pronto estarán aquí. Me sorprende que
todavía no hayan llegado.
—¡Han disparado contra nosotros! —exclamó Minne—. ¡Disparan contra todo
el mundo! ¡Estaban entrando a los comercios y se llevaban a toda la gente! Los
hombres corren en todas direcciones, y en la universidad… los estudiantes…
Minne se interrumpió en seco, retorciéndose las manos.
Klaus le tocó el hombro y le dirigió una mirada severa que pareció
tranquilizarla, aunque las lágrimas le corrían por las mejillas. Karl había logrado
huir; el carruaje que yo vi abandonar el palacio era suyo, después de todo, y rogué
que pudiera llegar a lugar seguro. Los soldados no tardarían en llegar a Chez Elena, y
Schroder estaría entre ellos. Me arrestarían… Si es que no me asesinaban antes. De
pronto oí un galope de caballos, de muchos caballos. Klaus me miró aguardando
instrucciones.
—Que cierren todas las puertas —le dije—. Tú, Otto y los otros lacayos tratad
de mantenerlos fuera todo el tiempo posible, pero… cuando entren no quiero luchas.
No intentéis resistir.
—¿Piensa entregarse?
—No tengo alternativa.
—Yo no se lo aconsejaría —dijo Klaus, severamente—. Tenemos armas.
Podemos mantenerlos a raya hasta que usted huya. Haré preparar un carruaje ahora
mismo. Si nos damos prisa…
Los caballos se detuvieron frente a Chez Elena. Fuertes voces se alzaron a gritos,
mientras los soldados golpeaban furiosamente las puertas. Era obvio que Otto ya
había cerrado las puertas, pero los soldados no tardarían en abrir.
—Nada de armas. Vaya abajo y asegúrese de que el resto de las puertas y
ventanas estén bien cerradas. Minne, tú reúne a las otras doncellas y llévalas a la
bodega. Cerrad la puerta y no abráis bajo ninguna circunstancia.
—Pero…
—¡Haz lo que digo! —grité.
Minne, sollozando, salió de la habitación. Klaus la siguió. Yo entré al
dormitorio, cogí dos de mis maletas y empecé a meter mis cosas, sorda a los gritos y
a los golpes furiosos. Cogí varios vestidos, los doblé y los fui poniendo en una de las
maletas; cuando estuvo llena eché el cierre. No tenía idea de por qué estaba haciendo
aquello. No iba a huir. Era sólo un modo de mantenerme ocupada. En cualquier
momento irrumpirían en la casa, subirían corriendo las escaleras y… Doblé otro
vestido, pulcramente, cogí otro… Se oyó un fuerte ruido de cristales y madera
quebrada; estaban usando las culatas de las armas para golpear la puerta. Estaban
- 252 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 253 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 254 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—No se me acerque.
Se detuvo en la escalera y soltó una carcajada. Era un sonido horrible,
escalofriante. Retrocedí, temblando en mi interior. Él, con una sonrisa demoníaca,
prosiguió subiendo los peldaños. Yo retrocedía, con el corazón latiendo con fuerza.
Me encontré contra la pared, sin poder dar un paso más. Entonces él se detuvo,
jugando conmigo, saboreando a fondo ese juego del gato y el ratón. Junto a mí había
una mesa con un pesado candelabro de plata; alargué la mano y me apoderé de él,
pero Schroder se adelantó de un salto y sujetándome la muñeca, me la retorció
salvajemente hasta que el candelero se estrelló contra el suelo. Él rió entre dientes, me
retorció la muñeca una vez más y me hizo girar en redondo, levantándome el brazo
entre los omóplatos.
—Esto será un placer —graznó.
Y tiró de mi brazo un poco más. El dolor era insoportable, agudo, como el
aguijoneo de punzones al rojo vivo. Él reía. Pasó el brazo libre alrededor de mi cuello
y me lo apretó cruelmente. Frente a mis ojos bailaron luces anaranjadas y azules
junto con la oscuridad; estaba sin aliento y su brazo apretaba como para quitarme la
vida. La cabeza me daba vueltas cada vez a mayor velocidad. Ese dolor cegador era
la única realidad, acoplada a su sádica risa. Recé porque me desmayara pronto.
Schroder aflojó su presión sobre mi garganta, apenas lo suficiente para dejarme
respirar. Las luces anaranjadas y azules desaparecieron, pero seguía viendo borroso
mientras él me arrastraba hacia la puerta de mi dormitorio. Me soltó el cuello, abrió
la puerta de par en par y me empujó hacia el interior de él con un poderoso impulso
aplicado a mi cintura. Caí hacía delante, hecha un revuelo de satén rosado, con el
pelo sobre los ojos. Un dolor agudo me recorría el cuerpo. Schroder entró y cerró la
puerta a sus espaldas. Se detuvo ante mí, con las piernas bien abiertas y los brazos en
jarras. Sentía el brazo entumecido y aún tenía agujas calientes clavadas en la
garganta, que dolían más cuanto más me esforzaba por respirar. Mi corazón latía con
fuerza… pero en otro lado. ¿Acaso eran alucinaciones? El ruido fue en aumento hasta
que toda la casa pareció reverberar con él. Se oyeron ásperos gritos, pasos violentos,
terribles explosiones, como la que había sonado antes de que el lacayo volara por los
aires. Fuego de armas. Gritos, más gritos. Alguien gritaba mi nombre. Golpes fuertes,
cada vez más fuertes, hasta estremecer las paredes.
Aún aturdida, alcé los ojos y vi las botas brillantes, los pantalones blancos y
ceñidos, la túnica verde. Vi el rollo de carne bajo la mandíbula, vi sus labios, su nariz
grande, sus ojos, medio cubiertos ahora por los párpados gruesos; vi su frente y la
pelusa que le cubría el cráneo. Todo desde un ángulo descabellado, cerniéndose
sobre mí. Parecía mecerse hacia atrás y hacia delante, parecía a punto de caer, pero
yo sabía que era mi propia vista nublada la que causaba ese efecto. La habitación
comenzó a girar con lentitud; el aire se llenó de un resplandor brillante, ardoroso,
que reverberaba. Traté de incorporarme, pero no tenía fuerzas para ello.
—Tiene balcón, por lo que veo —comentó él—. Eso es muy conveniente,
perfecto.
—¿Qué…?
- 255 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 256 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—Ya habrá tiempo después para charlar —dijo, severamente—. Ahora tenemos
que salir de este maldito país sanos y salvos.
Me llevó hasta la puerta, medio a rastras. Yo vacilaba, aún aturdida, con la
mandíbula dolorida. Recorrimos el pasillo hasta las escaleras, pero entonces Brence
vio que no podría bajar por mis propios medios. Fulminándome con ojos
ensombrecidos, me cogió en brazos y me llevó por entre los cuerpos que se debatían
en el suelo. Los estudiantes estaban venciendo a los soldados, pero la lucha era
todavía intensa. Había sangre por doquier, y tres estudiantes yacían en un montón,
cubiertos por estandartes escarlatas que brotaban en torrentes y manchaban el suelo.
En el momento en que Brence me bajó uno de los soldados se liberó de quienes
lo sujetaban y corrió hacia nosotros con la bayoneta en ristre. Eric le puso una
zancadilla y el hombre cayó. Cuatro estudiantes saltaron sobre él. Wilhelm arrojó a
otro soldado contra la pared, le quitó el rifle y le partió la cabeza con la culata. Hans
pateaba alegremente a un soldado que ya se estaba retorciendo en el suelo. Mientras
Brence me llevaba hacia la puerta, mis tres campeones formaron una guardia a
nuestro alrededor, los tres sonrojados y llenos de regocijo, divirtiéndose como nunca.
Un coche cerrado nos estaba esperando; en el pescante aguardaba un cochero
desconocido para mí, con las riendas en la mano. Klaus ya había colocado mis
maletas en el interior y sujetaba la puerta abierta. Brence me arrojó dentro y subió
detrás de mí. Me asomé por la ventanilla para mirar al trío que había dirigido la
carga contra Chez Elena, audaces mosqueteros sin plumas ni sables, que sonreían
ampliamente, ansiosos por volver a la refriega.
—¿No… no os ocurrirá nada? —les pregunté, estremecida.
—¡No se preocupe por nosotros! —exclamó Wilhelm—. Pensamos abandonar
Baviera también en cuanto acabemos aquí.
—¡Iremos a París! —gritó Hans—. Vamos a alquilar una buhardilla y Eric
llegará a ser un gran pintor y yo escribiré grandes poemas épicos y Wilhelm pedirá
limosna en las calles o hará de carterista para sobrevivir o…
Wilhelm, con un gruñido, dio a su amigo un amistoso empujón. Yo les indiqué
por señas que se acercaran a la ventanilla y les di un beso a cada uno. El cochero hizo
restallar las riendas. Los estudiantes lanzaron gritos de júbilo mientras el carruaje
partía por el camino. Miré a Brence. Iba a decir algo, pero no pude hablar. Me
cubrieron capas de oscuridad, gris oscuro, gris negro, negro total… y un fuerte brazo
se curvó a mi alrededor al envolverme la inconsciencia.
El carruaje andaba a brincos, se oían gritos. Abrí los ojos y vi que estábamos en
el centro de la ciudad. Los soldados asediaban el carruaje, pero aún avanzábamos.
Uno saltó y se agarró de la ventanilla. Brence sacó la pistola e hizo fuego; el soldado
cayó y yo volví a hundirme en la inconsciencia.
Desperté nuevamente, más tarde, cuando ascendíamos por un camino de
montaña; no se oía más que el golpeteo de los cascos, el susurro de las ruedas, el
crujir de las ballestas. Por la ventanilla pude ver Baviera a lo lejos a la luz de la luna.
Varios fuegos ardían con llamas anaranjadas lamiendo el cielo.
—Lo… lo hemos conseguido —murmuré.
- 257 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—Todavía no. Aún corremos peligro de que nos persigan. Deberemos cubrir un
largo trayecto antes de que me sienta seguro.
—Has vuelto por mí.
—Sí, Mary Ellen. He vuelto.
—Me amas —dije, aturdida.
—Sí, te amo.
—Yo también te amo, Brence.
Sonreí, recostándome sobre los suaves almohadones. Gloriosas oleadas de
felicidad se abatieron sobre mí, haciendo retroceder el dolor. Lo amaba, él me amaba;
la pesadilla había terminado y al fin seríamos felices juntos. Me amaba, me amaba de
verdad. Yo me había portado muy mal con él, llena de dudas. Lo había echado, pero
él supo volver, porque me amaba, porque no podía vivir sin mí, así como yo no
podía vivir sin él. Me había salvado la vida, y por el resto de mi existencia sería suya,
así como él sería mío, y nada se interpondría entre los dos. El carruaje se mecía,
dando saltos; pero yo vagaba en una encantadora nube, sonriendo a través de mi
extenuación, para hundirme en un profundo y bello sopor.
- 258 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XXXIII
- 259 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
haciendo las maletas, uno de los ayudantes jóvenes entró por casualidad y dijo que se
había iniciado la revuelta. Otro ayudante había partido para advertir a Karl y tratar
de ayudarle a huir. Arrojé el resto de mis cosas en las maletas y alquilé este carruaje.
Cuando expliqué al cochero lo que pretendía de él quiso cobrar más y por
adelantado.
—Tú…
—Sabía lo que Schroder pensaba hacer: que te buscaría personalmente. Llegué a
tiempo, gracias a Dios. Había pensado abrirme paso a tiros pero los estudiantes
llegaron al mismo tiempo y entré con ellos.
—Estabas… estabas dispuesto a correr el riesgo.
—Era algo que debía hacer.
—Me amas de verdad.
—Te lo dije esa noche en los jardines. Aquella noche dije muchas cosas, y todas
eran la verdad.
—Creí…
—No quiero hablar de eso, Mary Ellen.
Una vez más se volvió hacia la ventanilla. Estaba furioso y con razón; además,
aún le duraba la tensión de los malos momentos vividos la noche anterior. Pero yo
estaba segura de que todo iba a salir bien. Brence me amaba; había estado dispuesto
a arriesgar la vida para rescatarme. Por mi culpa había perdido el puesto, pero yo lo
compensaría de algún modo. Abandonaría mi carrera; permanecería junto a él,
ayudándole, dándole aliento. A su debido tiempo me perdonaría y podríamos
comenzar de nuevo, juntos.
- 260 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Brence asintió secamente y dejó las maletas. El patrón le entregó la llave, sonrió
alegremente y un corrió por el pasillo. Oímos sus pasos atronando por las escaleras.
Brence echó una mirada por la pequeña y acogedora habitación. Una colcha hecha
con retazos de distintos colores cubría la cama de roble dorado, con cuatro pilares.
Sobre el tocador pendía un amplio espejo, y frescas cortinas blancas flameaban ante
la brisa que entraba por las ventanas abiertas, por donde se veía el patio de
adoquines frente a los enlabios. Oí el parpar de los gansos, la charla de nuestro
cochero con uno de los caballerizos que alimentaba a los caballos.
—Esto parece acogedor —dijo Brence—. Voy a bajar. La comida estará
dispuesta pronto, sin duda.
—Debe ser algo con cebolla.
Brence me miró un momento, vacilante. Tuve la impresión de que iba a agregar
algo importante, algo que le costaba decir. Arrugó el ceño, con los ojos
ensombrecidos y distantes y un mechón caído sobre la frente. Lo miré cara a cara,
esperando que hablara. Su ceño se acentuó más aún y de pronto, bruscamente, se
volvió para abandonar la habitación. Me encogí de hombros. Ya habría tiempo
suficiente para arreglar las cosas.
Al verme en el espejo tuve una desagradable sorpresa. La falda de mi vestido
estaba desgarrada, las mangas caían lacias y el corpiño había resbalado
peligrosamente hacia abajo. Tenía el pelo enredado, la cara muy pálida y un cardenal
en la mandíbula. Abrí mi maleta, saqué un cepillo y un estuche de maquillaje para
teatro y puse todo sobre el tocador, junto a la jarra de agua. Me restregué la cara,
quité el broche diamantes que me sujetaba los cabellos y después de sentarme,
empecé a restaurar mi aspecto. Veinte minutos más tarde tenía el pelo brillante y
había logrado cubrir el cardenal con maquillaje. Para mejor efecto agregué un toque
rosado a mis labios.
Ajusté el corpiño de mi traje, arreglé los pliegues de las mangas y logré alisar
casi todas las arrugas de la falda. Mientras lo hacía pensé en Karl, rogando que
hubiera podido llegar a sitio seguro. Había salido con una buena ventaja, sin que
nadie persiguiera su carruaje. Hans, Eric y Wilhelm ya debían estar camino de la
frontera; también Klaus se marcharía probablemente, llevando a Minne a la pequeña
comunidad de granjeros donde aún habitaban sus padres. Mi aventura alemana
estaba casi concluida, pero para Brence y para mí habría un nuevo comienzo.
Al salir de la habitación oí rodar un coche por el patio empedrado. Bajé
lentamente las escaleras, entre un susurro de satén rosado, ansiosa por encontrarme
con Brence para quitarle el malhumor. El propietario seguía tras el mostrador con
expresión confundida; me miró como si no pudiera comprender si yo era la misma
que había entrado u otra distinta.
Le pregunté dónde estaba Brence y él murmuró algo que no pude entender.
Traté de explicarle que íbamos a comer juntos y quise saber si Brence se encontraba
ya en el comedor. El hombre volvió a hablar en alemán, levantando los brazos con
cara de perturbado. Cuando empezaba ya a impacientarme, cogió un sobre que
estaba en el estante, a sus espaldas, y me lo entregó. Mi corazón dejó de latir. Lo abrí
- 261 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 262 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
INTERLUDIO EN PARÍS
1850
- 263 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XXXIV
- 264 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
con los editores y los colaboradores, y Alejandro improvisará otro par de libros, hasta
que podamos bajar al castillo para pasar un tiempo tranquilos, y entonces será
doblemente peor.
—¿Es el castillo de Montecristo tan fabuloso como dicen?
—Es increíble; parece salido de las Mil y Una Noches: vistoso, muy
ornamentado, tres pisos coronados con buhardillas; también tiene un minarete
oriental que se eleva desde la fachada. Alrededor del primer piso corre un friso
adornado con los bustos de todos los grandes dramaturgos, incluido Alejandro, en
un puesto prominente. Hay un salón Luis XV y otro árabe decorado con arabescos de
estuco y versos del Corán, pintados en oro y colores brillantes, y…
Millie sacudió la cabeza al continuar:
—Hay que verlo para creerlo. Es un manicomio, lleno de perros que ladran,
secretarias a las que nadie paga y huéspedes inesperados cada vez que te das la
vuelta. Alejandro va y viene, con un enorme bizcocho en una mano y un vaso de vino
en la otra, dictando a uno u otro de los pobres secretarios, que andan a tropezones
detrás de él, y se supone que yo debo mantener entretenidos a los huéspedes y
alejados a los cobradores. Es una locura.
—Al parecer te va bien.
—Alejandro ha sido muy bueno conmigo —confesó Millie—. Nunca creí que
seguiríamos juntos tanto tiempo. Es bullanguero y fanfarrón, además de
espantosamente infiel; pero también amable, cariñoso y lleno de generosidad.
—Me alegro por ti, Millie.
—Para decirte la verdad, Elena, temo que en cualquier momento nos vamos a
separar. Le ha echado el ojo a una morenita de la Comédie Française y creo que le
gustaría trasladarla a su casa. Yo estoy dispuesta a compartirlo con su esposa, pero
que me cuelguen si lo comparto con Mademoiselle Arlette.
Sonreí, y Millie también sonrió, chispeantes sus ojos azules.
—Pero no lo lamento. En realidad ya estoy cansada de lodos esos literatos que
parlotean sobre novelas, periódicos, derechos y ventas. Tengo ganas de tratar con
alguien rudo, curtido, que me lleve debajo del brazo sin perder tiempo en charlas.
Pero dudo que lo encuentre en París.
—También yo.
Estábamos sentadas en un sofá de satén color marfil. Las cortinas celestes
estaban descorridas y la luz del sol entraba al cuarto, formando pecas plateadas sobre
la alfombra marfil y azul, con grandes rosas rosadas. Serví el té para las dos y
entregué a Millie su taza. Era la primera vez que nos veíamos desde mi regreso a
París desde Baviera, hacía ya un año y medio. Yo había permanecido en la ciudad el
tiempo suficiente para disponer una gira que me mantuvo en movimiento durante
dieciocho meses.
—Me alegro de verte otra vez, Millie —comenté—. Te he echado muchísimo de
menos.
—También yo a ti. ¡Has estado tanto tiempo fuera! La gira debe haber sido
agotadora: Inglaterra otra vez, media Europa. ¡Y hasta Rusia! ¿Era realmente tan
- 265 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 266 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 267 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
partir me saludó con la mano; respondí a su gesto y subí las escaleras para bañarme y
vestirme. Phillipe pasaría a buscarme a las ocho para ir al teatro y a cenar.
Intercambiábamos cartas desde hacía dos años, y en cuanto regresé a París, Phillipe
llegó desde Turena. Desde entonces nos veíamos casi todas las noches. Él estaba muy
desilusionado con su destino de caballero terrateniente, y muy solitario además; por
eso no tuve valor de negarle mi compañía.
Para esa velada elegí un encantador vestido de terciopelo azul intenso y me dejé
el pelo suelto, cayendo en largas ondas brillantes y sujeto hacia atrás por hebillas de
diamantes.
Phillipe, que llegó al dar las ocho, estaba resplandeciente con su traje de color
ciruela oscuro y un chaleco de satén blanco bordado con flores de color negro y
castaño; su corbata de seda blanca lucía muy compuesta. Estaba más delgado que en
Baviera, lo cual le hacía parecer más alto, y en sus claros ojos azules había una
mirada nostálgica. Con su barbilla hendida, sus facciones viriles y aristocráticas y su
espeso pelo castaño-plateado, resultaba una escolta de sorprendente belleza.
—Puntual, como de costumbre —comenté.
—Temo que es uno de mis defectos.
—¿Defectos?
—Siempre soy puntual, cortés y considerado. En una palabra, horrorosamente
aburrido.
—Tonterías.
—Me gustaría ser vocinglero y audaz, llegar dos horas tarde, bramando y
haciéndome el dueño. Me gustaría ser misterioso, variable y fascinante.
—Estoy algo cansada de los hombres fascinantes —le respondí.
—Por eso te contentas con pasear con un joven de Turena que se pasa la vida
supervisando granjeros, llevando la cuenta del ganado e investigando fertilizantes
para determinar cuál da mejores resultados.
—Tonterías. Me considero afortunada por contar con una escolta tan atenta,
encantadora y… Eres el hombre más bueno que conozco, Phillipe.
—Bien —comentó él—. Es casi lo mismo que decir aburrido.
—Phillipe…
—Disculpa. Hablaba en broma.
Desplegó su cálida y encantadora sonrisa, la que yo había considerado tan
conquistadora desde el primer momento, y me cogió del brazo para llevarme hasta el
carruaje.
El cálido aire nocturno estaba perfumado por el aroma de los capullos de
castaño. Cruzamos las calles de París, charlando despreocupadamente de cosas sin
importancia, pero era evidente que Phillipe estaba preocupado, aunque luchaba por
ocultarlo. Comprendí que su descontento era mucho más profundo de lo que yo
sospechaba, y que había ido en mi aumento desde que su padre insistiera en hacerle
regresar a Turena para cuidar la propiedad familiar.
El teatro estaba lleno de luces y de parejas elegantemente ataviadas. Tras
ayudarme a descender del carruaje, Phillipe pagó al cochero y volvió a cogerme del
- 268 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
brazo. La gente nos miraba con atención mientras pasábamos bajo la marquesina y
atravesábamos el lujoso vestíbulo azul y dorado. Desde el episodio de Baviera,
sumado a la gira siguiente, Elena López era aún más famosa que antes. Según los
periódicos, Phillipe Du Gard, joven y adinerado aristócrata, era sólo el último de una
larga lista de amantes. Phillipe al principio se había mostrado bastante incómodo por
las miradas y los artículos de los periódicos, pero después de unos cuantos días dejó
de prestarles atención.
Cien pares de prismáticos se volvieron hacia nosotros cuando ocupamos
nuestros asientos en el palco. Fue un alivio que las luces se apagaran y se alzara el
telón de terciopelo, con un suave murmullo. La obra era una reposición de Hernani
de Hugo, el imponente melodrama que se había hecho célebre dos décadas antes, en
su estreno, revolucionando el teatro francés. Esa producción estaba realizada a
conciencia, fantástica de color y palabras en exceso. Tanto histrionismo me resultó
algo pesado; Phillipe, con los codos sobre la barandilla y el mentón apoyado en la
mano, inmerso en sus pensamientos, no prestaba la menor atención al tumultuoso
drama que se llevaba a cabo tras las candilejas.
Mientras descendíamos la escalinata, tras la caída del telón, oí grandes gritos:
—¡Elena, Elena! ¡Espere!
La escalinata estaba atestada y las arañas deslumbraban; al principio no pude
descubrir de dónde provenían los gritos. Por fin vi a los tres jóvenes que se abrían
camino desde la galería. Apenas pude creer lo que veía. Hans me saludaba con la
mano. Eric tenía una sonrisa de oreja a oreja. Wilhelm lanzaba gritos de júbilo,
empujando al pasar a un grupo de jóvenes humildemente vestidos que le cerraban el
paso. Con una oleada de regocijo, los vi correr hacia nosotros como una tribu de
indios americanos.
Phillipe y yo seguimos bajando por la escalinata hasta el vestíbulo, y los
muchachos se reunieron con nosotros momento después, tras haber poco menos que
hecho caer a una madura matrona vestida de satén blanco. Hans me echó los brazos
al cuello y yo lo besé en la mejilla. También besé a Eric y a Wilhelm, ignorando las
fijas miradas de quienes pasaban a nuestro lado. Pobres, pero pulcramente vestidos
con trajes oscuros, cuellos blancos y coloridas bufandas, con el pelo mucho más largo
de lo que se usaba en Baviera, parecían bohemios hechos y derechos. Hans tenía los
dedos manchados de tinta; en la manga de Eric había marcas de tiza de color y
Wilhelm parecía sofocado por el traje, excesivamente ceñido.
—Hemos estado leyendo todo lo que dicen los periódicos sobre usted —
exclamó Hans—. Les dije a estos dos que debíamos buscarla, descubrir dónde se
alojaba y hacerle una visita, pero Eric dijo que no se acordaría de nosotros.
—Qué vergüenza, Eric —le regañé—. Los tres conocéis a Phillipe Du Gard,
¿verdad?
—También los periódicos hablan de él —dijo Wilhelm, gruñón, mientras
saludaban a Phillipe.
—La hemos visto en el palco —continuó Hans—. He dado un codazo a estos
dos y les he dicho: «La del pelo largo es ella». Eric dijo que no, pero es que estábamos
- 269 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
muy arriba, casi pegando al techo, y de cualquier modo éste es medio ciego.
—Es maravilloso volver a veros. ¿Habéis encontrado vuestra buhardilla?
—Sí —dijo Eric—. Es helada en invierno y un infierno el verano, y compartirla
con este par no es nada grato, créame. Si no tropiezo con las pesas de Wilhelm, me
caigo sobre los montones de periódicos de Hans. Cada vez que aparece uno de sus
artículos compra cinco ejemplares del periódico.
—¿Has renunciado a la poesía? —pregunté a Hans.
Él sonrió.
—Ahora escribo para los periódicos: artículos breves y chismes acerca de la
gente de teatro y artículos algo más largos sobre asuntos locales; «de interés
humano» les llaman. Eso ayuda a pagar el alquiler mientras sigo con mi novela.
—Esa maldita novela —gruñó Wilhelm—. Nos lee cada capítulo en voz alta en
cuanto lo termina. Yo creía que sus epopeyas eran malas, pero esta novela…
¡Seiscientas páginas, y todavía no ha presentado a todos los personajes principales! El
tipo cree que es un genio.
—Y él trabaja en un gimnasio —me informó Hans—, empujando y estimulando
a los aristócratas fofos para que se pongan en forma y aprendan a luchar. Gana una
fortuna con las propinas. Los clientes piensan que si no le dan propina les arrancará
un brazo cuando de nuevo se encuentren en la colchoneta.
—¿Y tú, Eric? —inquirí.
—Descubrí muy pronto que nunca sería otro Rembrandt —me explicó—. Ahora
hago ilustraciones para los periódicos: dibujos a lápiz y tinta, pasteles. No pagan
mucho, pero les gusta lo que hago y yo disfruto muchísimo.
Charlamos durante algunos minutos en el atestado vestíbulo, atrayendo
considerablemente la atención. A pesar de los rizos largos y los modales bohemios,
los tres seguían siendo los mismos jóvenes pletóricos que conociera en Baviera:
alegres, vivaces, encantados con la vida y viviéndola con placer. Les di mi dirección,
insistiendo en que me hicieran una visita, y abracé a cada uno antes de que salieran
del teatro, los tres del brazo, como tres alegres mosqueteros para quienes París fuera
un encantador campo de juegos.
- 270 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
las paredes. Desde un café lejano, una hebra de música vagaba a través de la noche, y
un caballo se movía inquieto sobre los adoquines, despertando un tamborileo con los
cascos. Phillipe se detuvo en los escalones, con las manos dentro de los bolsillos de
sus pantalones y la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado. Una sonrisa tierna le
jugueteaba en los labios.
—Hoy no he sido muy grata compañía —comentó.
—Has sido delicioso, como siempre.
—Cortés, sin exigencias…
—No vuelvas a empezar, Phillipe. No debes despreciarte así. Eres el ideal de
cualquier mujer.
—¿De veras?
—De veras —dije.
Parecía muy joven, muy hermoso, muy vulnerable. Me sentí conmovida. En mi
interior se agitaban tiernos sentimientos, y recordé a los gentiles caballeros que
penaban silenciosamente por su rubia dama durante la Edad Media. Con una
sonrisa, le aparté el pelo de la frente y apoyé los dedos sobre su mejilla. Phillipe me
cogió la mano y la sostuvo con fuerza, ya nervioso; una desacostumbrada arruga le
partía la frente.
—¿Lo dices en serio, Elena?
—Por supuesto. Estas dos últimas semanas han sido maravillosas. Te tengo
mucho afecto, Phillipe.
—Ojalá hubieras usado una palabra más fuerte.
—Yo…
—Te amo, Elena —dijo—. Te amo desde el primer día en que fui a Alemania
para raptarte. Me enamoré de ti inmediatamente. Jamás podré amar a otra.
—No… no lo dices en serio.
—Sí. Lo sé. No me he declarado antes porque… bien, supongo que tenía miedo.
Temía que cualquier tipo de declaración te alejara de mí, y tenerte cerca representaba
demasiado para arriesgarme. Sé que no me amas, no como yo a ti, pero…
Hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas. La arruga se acentuó. Yo
guardaba silencio, triste por dentro, temiendo lo que vendría.
—Tengo la esperanza de que algún día llegues a amarme —continuó en voz
baja, llena de emoción—. Quiero casarme contigo, Elena. Creo que… probablemente
te parezca inconcebible al principio. Pero quiero que lo pienses.
La luz de la luna reverberaba a nuestros pies y las sombras seguían rozando las
paredes. Como no respondí, Phillipe me soltó la mano; me la había apretado tanto
que sentí los dedos entumecidos.
—Mi padre ya me ha cedido la administración de la propiedad y algún día la
recibiré en herencia. Seré un hombre rico, Elena. Podríamos vivir en Turena parte del
año y alquilar una casa en París para el resto del tiempo. Podríamos viajar, hacer
cualquier cosa que quisieras. Podrías seguir bailando si lo desearas. Yo no me
interpondría en tu camino.
—Phillipe… no sé qué decir.
- 271 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—No quiero que contestes nada ahora. Quiero que lo pienses. Mañana debo
regresar a Turena y estaré allí una semana. Cuando vuelva a París, tal vez… tal vez
me des una respuesta.
Asentí. Phillipe sonrió, con la sonrisa más bella que yo jamás hubiera visto. Me
entró hasta el corazón y tuve que contener las lágrimas.
—Sé… sé que no soy como los otros hombres que has conocido —dijo—, pero
podría hacerte feliz, Elena. Me gustaría que me dieras la oportunidad. Quiero
dedicarte el resto de mi vida.
Se inclinó para rozar mis labios con los suyos, suavemente, muy suavemente, y
en seguida dio un paso atrás. Volvió a sonreír. Era joven, hermoso, un pretendiente
que cualquier mujer en sus cabales no dejaría escapar. Estremecida, lo vi desandar el
camino y cruzar el portón. Mientras su coche se alejaba, permanecí de pie ante la
puerta, sintiendo la caricia del frío aire nocturno sobre los hombros. Estaba
conmovida, destrozada, y esperaba con todo mi corazón tener la valentía de tomar la
decisión adecuada.
- 272 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XXXV
Aunque habíamos mantenido el contacto epistolar, hacía más de dos años que
no veía a George Sand. Como no sabía que estaba en París, su invitación me
sorprendió. Después de su ruptura con Chopin, pasó por un período de gran
actividad política, pero en los últimos tiempos se recluía cada vez más en Nohant, su
encantadora propiedad en el campo. La rimbombante George de los primeros
tiempos se había convertido en una especie de reclusa, que veía a pocos de sus
amigos y evitaba completamente las luces de la fama para pasar la mayor parte de su
tiempo escribiendo.
Mientras viajaba en el carruaje por las calles inundadas de sol me pregunté
cómo la encontraría. Aún lloraba por Chopin, y yo lo sabía, su muerte, en octubre, la
había afectado profundamente. Había sido el gran amor de su vida, y muchos
aseguraban que la separación definitiva le había destrozado tanto el ánimo como el
corazón. ¿Acaso me encontraría con una criatura triste y lamentable, la sombra de su
personalidad anterior? Me parecía dudoso. Aunque los antiguos fuegos se hubieran
consumido, la George que yo conocía brillaba con una serena llama de compasión,
eternamente encendida.
El carruaje se estremeció al cruzar uno de los grandes puentes de piedra que
franqueaban el Sena. El río tenía tono gris verdoso y centelleaba con reflejos
reverberantes, pequeños barcos se balanceaban activamente y una gran balsa
avanzaba con lentitud corriente abajo. A lo lejos se veía la catedral de Nôtre Dame,
erguida majestuosamente por sobre los plumosos follajes. Pasamos junto a librerías y
coloridos cafés, y eventualmente me dirigí por una calle bordeada de plátanos.
Recordé haber caminado por esa calle a la luz de la luna, con la pesada capa marrón
de Franz tapándome los hombros. Eso parecía haber ocurrido en una vida anterior.
Al pagar al cochero lo saludé con una sonrisa cautivadora y le pregunté si le
sería posible volver por mí en un plazo de dos horas. La sonrisa dio un resultado
magnífico. Aceptó y, guardando su ganancia en el bolsillo, se alejó por la calle.
Permanecí un momento frente a la casa. De igual modo había permanecido allí al
abandonar la fiesta en compañía de Franz. Esa noche había debido tomar una
decisión muy difícil, pero la de ahora lo era aún más.
Phillipe regresaría a París esa misma tarde. Nos veríamos por la noche. Yo había
sopesado cuidadosamente su proposición, casi sin pensar en otra cosa, sin haber
llegado todavía a una respuesta.
Subí los peldaños, suspirando, y tiré de la campanilla.
George en persona abrió la puerta, con una suave sonrisa en los labios; sus ojos
grandes y luminosos estaban llenos de, calidez. Llevaba un encantador vestido de
- 273 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
tarde, color borgoña, y el pelo azabache arreglado en un largo peinado paje; varias
hebras grises se veían ya entre los cabellos oscuros. Cogió mis manos en las suyas
para estrechármelas. En verdad, había envejecido durante los dos años y medio
pasados; estaba algo regordeta, con un aspecto más de matrona; pero aún estaba allí
el resplandor, inundándola de una belleza completamente ajena a la apariencia física.
—Elena, querida mía —dijo—. Ha pasado demasiado tiempo.
—Demasiado —respondí.
Permanecimos abrazadas un instante. Luego me condujo hasta la sala. Era tan
cómoda y acogedora como yo la recordaba, con un aura de elegancia levemente
desgastada. El sofá azul estaba cubierto por el chal de flecos negros y purpúreos; la
mesa seguía atestada de libros y papeles; los misinos rollos de papel desechado
sembraban el suelo a su alrededor. El único toque diferente eran las plantas; las había
en profusión, en varios tonos de verde; algunas, con delicados capullos, estaban en
macetas por toda la habitación. En la mesa, sobre un montón de libros, había una
regadera de bronce.
—Hay polvo por todos lados —se disculpó—. Queda la casa cerrada cuando
estoy en Nohant y no pude avisar a Mathilde con mucha anticipación.
—Qué hermosas plantas.
—Las estaba regando cuando has llamado. ¿Te molesta que termine? Son muy
exigentes. Las he traído conmigo desde Nohant, porque de otro modo se hubieran
secado. No se puede depender de los sirvientes para que las cuiden como es debido.
—No sabía que te gustaban tanto las plantas.
—Las plantas, las flores, todo lo que crezca y sea verde. Los jardines de Nohant
están espléndidos. No hay nada que me guste tanto como andar por ahí, con un
vestido viejo y un par de guantes gruesos, cavando en los parterres.
George sonrió, recogiendo la regadera. Me senté en el sofá y la vi regar un
delicado helecho. La sonrisa se perdía en sus labios, suave, tierna, y comprendí en
seguida que no había nada de cierto en lo que había oído decir. George Sand no era
una mujer deshecha. Había tristeza en sus ojos, pero su forma de actuar era
maravillosamente serena. Era evidente que había encontrado la paz interior, algo que
los chismosos jamás podrían comprender.
—Hace meses que no vengo a París —dijo—. El ruido, los olores, el ritmo de
vida… Me pregunto cómo me las arreglaba para vivir aquí. Después de estar al aire
libre, en espacios abiertos, con los olores paradisiacos del campo, la ciudad parece
inhabitable.
—¿Te quedarás mucho tiempo?
—Al menos una semana más. Mi obra Claudie va a ser puesta en escena y debo
discutir los arreglos. Es agotador, pero absolutamente necesario si no quiero que me
roben a manos llenas. ¡Contratos! Y los productores teatrales no son la gente en quien
más se pueda confiar.
—Demasiado bien lo sé.
George tocó ligeramente el helecho y se acercó a una violeta africana.
—He traído mi trabajo conmigo, como ves. Es mi único consuelo. Después de
- 274 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 275 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 276 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
oírlo de sus labios. Casarme con Phillipe sería aceptar un término medio, sería una
retirada, una salida fácil en cierto momento de la vida. Pero en último término
resultaría un desastre. Durante toda la semana había jugado con la idea de casarme
con él y la encontraba muy atractiva. Pero ahora comprendía que nunca la había
considerado en serio. Sentía demasiado cariño por Phillipe como para utilizarlo, eso
haría si aceptaba su proposición.
George y yo continuamos charlando de otras cosas en esa habitación cálida y
cómoda, llena de plantas. Me contó algo más de la vida en Nohant y de Alexandre
Manceau, el joven grabador, un amigo de su hijo que había ido a hospedarse con
ellos. Manceau era muy atento, me confesó, y también muy eficiente. Ayudaba de
muchas maneras. Era para ella como un segundo hijo, según decía, pero al hablar de
él le subía a los labios una sonrisa tierna, y el brillo de sus ojos se hacía más cálido.
Sospeché que su relación con Manceau formaba parte de la satisfacción de que
hablaba con tanta elocuencia. Los fuegos apasionados habían muerto, quizá; tal vez
estaba regordeta y tenía mechones grises en el pelo, pero George era una mujer
demasiado femenina como para existir sin algún tipo de amor. Manceau le servía de
consuelo, y me alegré de conocer su existencia.
—Creo que ahí llega mi coche —dije un rato después—. Ahora tengo que
marcharme y dejarte trabajar.
—¡Revisiones, revisiones! —protestó—. El acto primero es adecuado. El
segundo necesita muchos arreglos y me dicen que el tercero es totalmente imposible.
¡Por qué habré aceptado este proyecto!
Mientras George me acompañaba hasta la puerta, la falda de su vestido
levantaba un suave susurro. Me cogió ambas manos entre las suyas y las retuvo un
instante, con los ojos llenos de afecto.
—Ha sido maravilloso volver a verte, querida. Debes venir algún día a
visitarme, cuando esté en Nohant.
—Me gustaría.
Parecía reacia a dejarme marchar, y comprendí que deseaba decirme algo más.
Al fin me dio un rápido abrazo y un beso suave en la mejilla.
—Cuídate, querida —dijo, gentil— y no renuncies todavía a la felicidad.
Aférrate al sueño durante un tiempo aún. Tal vez… tal vez tú seas de las afortunadas.
- 277 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XXXVI
Phillipe llegó a la casa de los Campos Elíseos poco después de las seis. Había
llegado directamente desde el hotel, donde se detuvo sólo el tiempo necesario para
cambiarse de ropa. Su pelo brillaba, infantilmente revuelto, como de costumbre, y
tenía los ojos expectantes. Joven, espléndido, maravillosamente apuesto, estaba de un
excelente humor. Me atrajo hacia sí para besarme, amoroso, confiado en que mi
respuesta seria la que él deseaba oír.
—Siento haber llegado tan temprano —exclamó—. Ese peinado te sienta muy
bien, y ese vestido celeste… ¡Qué deseos tenía de verte! Te he echado muchísimo de
menos.
—También yo a ti, Phillipe.
—Supongo que querrás cambiarte antes de ir a cenar. Iremos al restaurante más
lujoso de París.
—Preferiría… preferiría que no lo hiciéramos.
—¿Cómo?
—Pensaba pedirte que fuéramos a un café cualquiera, a tomar… un vaso de
vino.
—Muy bien. ¿Vamos ahora?
—Sí —dije.
Phillipe mantuvo una charla alegre y encantadora mientras nos dirigíamos a un
café al aire libre, donde las mesas estabas protegidas por vistosas sombrillas a rayas
rojas y blancas. Humildes empleados, con los trajes bien cepillados, cenaban allí a
primera hora con sus novias, vivaces vendedoras cuyo guantes y sombreros
emplumados eran un triste intento de elegancia. Pasaban los carruajes; las parejas
paseaban en el parque, al otro lado de la calle. Las sombras fueron extendiéndose en
las aceras, al disminuir la luz del día. Una anciana de chal raído atendía un carrito de
mano, lleno de flores de vivos colores.
—Esto es muy bonito —dijo Phillipe—. Me alegro de tu sugerencia. ¿Para qué el
terciopelo rojo y las arañas lujosas, si podemos disponer del alma de París? ¿Seguro
que no quieres comer nada?
—Sólo un vaso de vino. En realidad no tengo hambre.
—Que sea vino. Del mejor.
Llamó a un camarero y pidió el más caro de los vinos con un ademán
encantador; en seguida apoyó la barbilla en la mano y me miró con esa maravillosa
semisonrisa jugueteándole en los labios. Estaba tan feliz, tan lleno de esperanzas, tan
seguro de la futura felicidad… Era una de las personas realmente buenas que existen
en este mundo, y merecía una mujer que lo amara sin reservas. Yo hubiera deseado
- 278 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 279 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 280 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 281 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XXXVII
- 282 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 283 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 284 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
vívido rojo en los labios. Después descolgué el más audaz de mis vestidos, uno de
brocado carmesí violento. Sólo hubiera deseado tener un látigo para llevar conmigo.
—¡Elena! —exclamó Millie cuando bajé—. ¿No pensarás salir así? ¡Todavía no
es mediodía siquiera!
—No sé cuándo volveré —le dije—. Quizá ni siquiera vuelva. Antes de que
termine el día tal vez esté entre rejas, aguardando el juicio por asesinato a sangre fría.
Millie pareció horrorizada, pero también había una chispa de alegría en sus
ojos.
—Cuídate, por favor —advirtió, optimista.
Salí apresuradamente, detuve un coche de alquiler y di al cochero la dirección
de la editorial, que había anotado un rato antes. No recordaba haber estado tan
furiosa en mi vida. La furia que me consumía iba en aumento mientras el coche
cruzaba la ciudad, hasta llegar a un distrito ruinoso, de edificios de ladrillos grises. El
cochero se detuvo frente a una casa alta y angosta, cuyos adornos de yeso se
desprendían tristemente bajo el moho. La puerta estaba pintada de azul. Pedí al
conductor que me esperara.
La oficina que yo buscaba estaba en el tercer piso. Mis tacones sonaban con
fuerza al subir las escaleras. La puerta estaba cerrada, pero no me molesté en llamar.
Monsieur Hulot se hallaba sentado tras su escritorio, comiendo el bocadillo que había
llevado en una bolsa de papel de celulosa. Había cajas de libros por todo el suelo,
montones de manuscritos sobre el maltratado escritorio. Al verme entrar alzó los ojos
consternado y se puso rápidamente de pie, revolviendo un montón de papeles al
hacerlo.
—¡Señorita López! —exclamó—. ¡Qué… qué sorpresa!
—¿Quién ha sido? —exigí, mostrándole el libro.
—Eh… no sé qué… Señorita López, yo… he… Creo que hay algún
malentendido. Él dijo que había escrito el libro con su total aprobación. Dijo…
—Quiero el nombre. La dirección. ¡Y ahora mismo!
Hulot me los proporcionó apresuradamente, y veinte minutos después me
encontraba en un distrito aún más ruinoso, al otro lado del Sena. Ése era el París de
los pintores y los escritores en ciernes, la verdadera bohemia, un laberinto de calles
angostas y retorcidas, con edificios altos y atestados y cafés baratos. Ningún árbol ni
una sola flor aliviaban la atmósfera sombría. Las ventanas estaban sucias y muy poca
luz conseguía abrirse paso hasta allí. Sin embargo, prevalecía una sensación de
esperanza. La gente joven que se veía por las calles parecía desacostumbradamente
libre de cuidados, inmersa en sueños de gloria futura.
Despedí al conductor y busqué el edificio. No era, por cierto, lo que él estaba
acostumbrado a disfrutar. Fruncí el ceño, tratando de aferrarme a mi rabia, pero se
estaba desgastando con demasiada celeridad. No había concierge en el vestíbulo,
donde, a pesar de la piadosa penumbra, divisé restos de un empapelado horrible y
de plantas polvorientas en macetas. Subí más escaleras, seis empinados tramos esta
vez, los dos últimos carentes de alfombrado. Se olía a polvo, a yeso húmedo, a vino
barato en el último piso, donde golpeé violentamente la puerta de madera desnuda.
- 285 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 286 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
que se me acabaron las botellas. Mientras buscaba otro objeto que arrojarle, él se
precipitó para agarrarme.
—¡Quítame las manos de encima!
—Tranquila, Elena, tranquila. ¡Au! ¡Suéltame!
—Sigues siendo un gato montés, por lo que veo. Toda temperamento.
—¡He dicho que me sueltes!
—No puedo, querida. Me da miedo.
Le di un puntapié en la espinilla, le golpeé el pecho con puños. Él trataba de
contenerme, con una sonrisa cada vez más amplia, y noté que se estaba divirtiendo
de lo lindo. Eso me enfureció más todavía. Me debatí cruelmente, entre las risas
sofocadas de Anthony, hasta que logró echarme los brazos a la cintura y me sostuvo
con fuerza contra sí, con los brazos sujetos a los lados. Forcejeé durante varios
minutos más, pero al fin, ya agotadas mis energías, dejé de resistirme. Él fue
aflojando los brazos poco a poco, temeroso de soltarme por completo.
—¿Te sientes mejor ahora?
—Te detesto, Anthony.
—Lo dudo de veras, querida.
Sus brazos me sujetaban sin apretarme, listos para hacerlo otra vez al menor
signo de lucha. Sentí la fuerza, la energía su cuerpo alto y duro. Olí la piel, el pelo, la
penetrante loción que aún usaba para afeitarse. Recordé otros tiempos, otras peleas, y
las ruidosas, apasionadas reconciliaciones que seguían invariablemente. Traté de
apartar esos recuerdos, pero eran demasiado poderosos. Anthony Duke era un
perfecto truhán, pero también había sido un amante magnífico.
Pareció leerme los pensamientos.
—¿Me has echado de menos? —preguntó.
—El día en que me abandonaste fue el más feliz de mi vida.
—Y el más triste de la mía, querida. No quería hacerlo, ¿sabes? Me odié por
haber perdido todo tu dinero con esos estafadores de los bonos. No podía mirarte a
la cara, no soportaba la idea de decirte lo ocurrido.
—Así que decidiste huir.
—Dejé una carta —protestó—. La recibiste, ¿no?
—La recibí.
—Fue la carta más difícil que he escrito en mi vida.
—No lo dudo.
—Pero te las has arreglado muy bien sola.
—Ya lo creo. Me demostré a mí misma que no te necesitaba.
—Me necesitas, Elena. Todavía me necesitas. Tengo planes.
—Suéltame, Anthony.
—Tengo grandes planes. Vamos a…
Sonó un golpe en la puerta. Anthony vaciló un momento antes de soltarme. Con
el ceño fruncido, echó una mirada a la puerta. Se oyó otro golpe y un tercero mucho
más fuerte. Él, suspirando, me observó indeciso, aún reacio a abrir. Yo seguía
mirándolo fríamente. Al fin se encogió de hombros y fue a abrir. La muchacha era
- 287 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 288 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 289 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 290 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 291 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XXXVIII
- 292 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
convirtió en un neblinoso borrón verde jade. No quería llorar, pero las lágrimas
surgieron por voluntad propia, volcándose por mis mejillas en pequeños surcos. Las
dejé fluir, dando rienda suelta a mi pena por última vez. Me permití pensar en él, tal
como era el día en que lo conocí, y durante varios minutos el dolor fue casi
insoportable. Me asaltaba en oleadas, pero a medida que transcurrían los minutos
pude dominarme, secar las lágrimas y recobrar el autodominio.
Tenía que hacer planes para mi propio futuro. Siempre podía aceptar otro
compromiso. Los agentes teatrales se habían mostrado casi tan insistentes como los
periodistas durante esas semanas vacías. El nuevo «escándalo» convertía a Elena
López en una atracción aún mayor que antes, y yo sabía que podía poner cualquier
precio a mis contratos. Pero no me gustaba la idea. Estaba harta de ambientes lujosos,
amigos sofisticados, titulares periodísticos y todo lo demás. Quería algo nuevo y
distinto, fresco, lleno de incitación, algo que presentara un desafío. Y eso no existía
en París. Era dudoso que lo hallara en parte alguna de Europa.
Quería olvidar, y para olvidar necesitaba un cambio completo. La respuesta era
América, por supuesto. Hacía tiempo que lo venía pensando. Tal vez era una locura
pensar, siquiera, en la proposición de Anthony, pero de cualquier modo la tenía en
cuenta, y bajo tales circunstancias parecía la solución perfecta. Sin duda era un
desafío. Nunca habría soñado iniciar tal aventura con Anthony Duke, pero dado el
caso… Millie brincaría ante la posibilidad de viajar, estaba segura de eso.
Probablemente acabáramos varadas en alguna maldita ciudad de frontera, hirviente
de pistoleros, pero sería una gran aventura.
Seguí caminando por el sendero, perdida en mis pensamientos, y cuando alcé
los ojos lo vi cruzar el prado dirigiéndose hacia donde yo me encontraba. Al
principio no pude dar crédito a mis ojos. Pensé que era producto de mi imaginación,
pero incluso a lo lejos esa figura alta y delgada, ese caminar jovial, eran
inconfundibles. Llevaba un traje nuevo de color tabaco y un fantástico chaleco de
satén a rayas color castaño y crema, con corbata de color anaranjado oscuro. Estaba
limpio y reluciente, como la imagen del éxito. Era obvio que el primer cheque de
Monsieur Hulot ya había llegado. Al verlo aproximarse adopté una compostura fría y
altanera que ocultaba mi alegría interior.
—Conque estabas aquí —dijo—. Te he buscado por todas partes. ¿Te das cuenta
de lo enorme que es este parque?
Sus modales eran muy casuales, como si nuestro encuentro estuviera arreglado
de antemano. Por tanto, también yo mantuve cierta distancia, negándome a ceder a
su encanto.
—¿Te sorprende verme? —preguntó.
—¿Cómo supiste dónde buscarme?
Sonrió, con esa mueca familiar que me irritaba y encantaba al mismo tiempo.
—Me lo ha dicho Millie. He tenido que cogerla del cuello para arrancarle la
información. Me he divertido muchísimo. Cuando la cara empezaba a ponérsele
violácea tosió, jadeó y confesó que habías venido a pasear por el parque.
Todo era una ridícula exageración, pero así era Anthony.
- 293 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—Hace dos semanas y media que esa granuja me impide verte, y ya estaba
harto.
—¿Has estado… tratando de verme?
—He ido a tu casa al menos doce veces. Y esa pequeña entrometida no me ha
permitido entrar.
—No me lo ha dicho.
—Debí terminar la obra mientras la tenía entre las manos murmuró—. No sé
por qué quieres tenerla contigo, querida. ¡Actúa como si fuera tu madre!
—Millie también te ama.
Anthony sonrió y en seguida puso cara seria.
—Oye… eh…
Hizo una pausa, evidentemente azorado.
—He sentido mucho lo del joven Du Gard, Elena. Es horroroso que ocurran
cosas así. Sé lo mucho que debe haberte dolido. Esos artículos horribles de los
periódicos y todo eso. De veras lo siento.
En su voz se notaba sinceridad, y comprendí que hablaba en serio.
—Ha sido… bastante espantoso —confesé.
—Me gustaría asesinar a algunos de esos tipos —dijo, oscuramente—. No han
tenido el menor respeto por tus sentimientos. Te voy a sacar de todo esto, querida.
Nos iremos de París lo antes posible.
—¿Cómo?
—Nos vamos a América. Ya tengo hechos todos los preparativos. El libro es un
éxito rotundo, y cuando lleguemos a Nueva York ya habrá salido también allí. Toda
Norteamérica estará pidiendo verte.
—Te dije que no estaba…
—Recorreremos la costa este —continuó—, y después cruzaremos el Cabo de
Hornos para ir a California. ¡Será fantástico! Como en los viejos tiempos.
—Como en los viejos tiempos —repetí, muy seca.
—No fueron tan malos, pienso.
—Ya lo veo. Jugarás a ser el tirano, darás órdenes a todo el mundo, te
encargarás de manejar el dinero y lo perderás en cualquier inversión imposible: una
mina de oro sin oro o un rancho de ganado sin ganado.
—No tienes mucha confianza en mí, ¿verdad?
—Ninguna en absoluto.
—Me ofendes —dijo—, me ofendes terriblemente; pero lo pasaremos por alto.
Ven, regresemos a tu casa; tenemos mucho de qué hablar. Ya sé que vas a discutir,
pero será mejor que ahorres el aliento. Llevo semanas trabajando en esto.
—¿De veras? ¡Qué pena! No tengo intenciones de ir a América contigo. Ni a
ninguna otra parte, dado el caso.
—No lo dices en serio, querida.
En realidad, él tenía razón, pero le haría pelear antes de decírselo. Me cogió por
el codo para llevarme hacia el bulevar, confiando en su capacidad de conseguir que
yo actuara a su antojo. Sentí ese estímulo maravilloso que él siempre me inspiraba,
- 294 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 295 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
CALIFORNIA
1853
- 296 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XIL
- 297 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
del sur, había en ellas un encanto especial que se apoderó en seguida de mí. Pero
California no se parecía a nada de cuanto hubiera visto. Había en ella una increíble
vitalidad, una sensación de algo nuevo en el aire, de que todo era allí posible.
Después de cerrar la maleta y sujetar las correas, eché una mirada por la
habitación para ver si había olvidado algo. El hotel, apresuradamente construido
cuatro años antes, ya estaba decrépito. Mi «suite» consistía en una sala, con un
desnudo piso de madera y un sofá desvencijado, y un dormitorio cuya cama de
bronce estaba muy opaca, un ropero destrozado y una inestable mesa de tocador,
más un espejo manchado. En Europa semejante hotel habría sido considerado de
ínfima categoría. Allí era un lujo supremo, y sus tarifas superaban a las que cobraban
los mejores hoteles de París. Sin embargo, era mejor que dormir en una carpa, y eso
habíamos hecho en más de una ocasión durante esa gira.
Bajé la maleta al suelo y saqué un pequeño joyero de cuero negro de bajo la
cama, para ponerlo sobre el tocador. Aunque habíamos dejado casi todos nuestros
baúles consignados en San Francisco, me negaba a viajar sin mis joyas, no porque las
usara sobre todo en esas ciudades mineras sin ley, pero deseaba tenerlas conmigo
por las dudas. Aunque los últimos dos años y medio, pasados en gira, habían
supuesto un gran éxito financiero, gran parte del dinero se consumía en gastos.
Había logrado depositar algo en los bancos de Nueva York y Nueva Orleans, por
cierto, pero las cantidades no eran muy elevadas, y las joyas que Karl me regalara
seguían siendo una especie de seguro que no estaba dispuesta a abandonar en
cualquier compañía de depósitos.
Afuera se oyeron nuevos tiros, más gritos y un galope de caballos por el lodo.
Ni siquiera me molesté en acercarme a la ventana; en cambio me contemplé en el
opaco espejo, manchado de gris azulado. Me había recogido el pelo hacia atrás, en un
moño oval, dejando un gran rulo en forma de anzuelo sobre cada sien. Llevaba un
vestido de satén castaño intenso, nada adecuado para viajar en coche treinta millas
de freno desigual, pero Anthony me había advertido que debía lucir maravillosa
cuando llegáramos a San Francisco. Estaba ansiosa por volver a la ciudad de las
colinas, pues no era gran cosa lo que de ella había visto durante mi primera estancia.
Nuestro barco, el Northener, había entrado a puerto el veintiuno de mayo;
Anthony logró llevarnos secretamente al hotel, a Millie y a mí, pues mi presencia en
la ciudad debía permanecer en secreto hasta que él dispusiera un futuro contrato con
el American Theater, arreglara la gira por las ciudades mineras y efectuara sus
valiosos contactos con la prensa. La gira proporcionaría «el clima adecuado» para mi
presentación en San Francisco, según me informó. Gracias a su habilidad para
manejar un espectáculo y para lograr efectos publicitarios, yo había creado sensación
en cada una de las ciudades en que actué. Los periodistas me seguían de aldea en
aldea para proporcionar a los periódicos de San Francisco docenas de artículos
sensacionalistas sobre la celebrada Elena López. Anthony aseguraba que cuando
estuviera dispuesta a actuar en San Francisco toda la ciudad clamaría por verme. Lo
tenía todo cuidadosamente estudiado y trabajaba mano a mano con los caballeros de
la prensa. Por eso él había partido rumbo a San Francisco apenas concluida la última
- 298 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 299 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 300 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 301 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 302 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 303 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 304 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
que apareciera también el gobernador de California. Era una suerte contar con un
agente tan capaz, pensé. Cuan acertada había estado al permitir que me trajera a
Norteamérica. En muchos sentidos, los últimos dos años y medio habían sido los más
excitantes de mi vida, al menos profesionalmente. En Europa yo era una celebridad,
cierto, pero en América me trataban como a una reina, y por doquier me daban la
bienvenida con exuberante placer. Los norteamericanos, alegres y despreocupados,
estaban dispuestos a amarme, y mi notoriedad parecía deleitarlos.
Transcurrió una hora, una hora y media, sin que Bradford abriera los ojos. El
coche traqueteó sobre un puente que flanqueaba un arroyo angosto y llano, para
ascender luego una cuesta. Millie me echó una mirada y desvió los ojos hacia la
ventanilla. De pronto se puso una mano en el pecho y dejó escapar un grito muy
efectista. Bradford dio un brinco y se golpeó la cabeza contra el techo.
—¡Oh! —exclamó ella—. ¡Oh, caramba! Me ha parecido ver que algunos
enmascarados a caballo venían hacia nosotros.
Y agregó con dulzura:
—Pero ya veo que era sólo un grupo de árboles.
Bradford, que había sacado el revólver de su funda, volvió a enfundarlo y se
recostó otra vez, con una cara excesivamente ceñuda. Millie gozaba al verlo frotarse
la coronilla. Sonrió como para que alguien le diera una sonora bofetada en la boca, y
Bradford hizo un gesto, como si estuviera estudiando la posibilidad de hacerlo.
—De veras he creído ver a algunos hombres —ronroneó ella.
—No me hace gracia.
—Espero que no se haya herido. Pero me alegra comprobar que tiene buenos
reflejos.
Y continuó:
—Creo que estoy un poco nerviosa. He oído hablar tanto de la banda de
Capucha Negra que estoy completamente aterrorizada.
Bradford se alisó el pelo, mirándola con bastante disgusto.
—Éste su territorio, ¿verdad?
—Se supone que su escondite está por aquí, en efecto —dijo él—, pero no creo
que haya motivos para preocuparse al menos por ellos. Capucha Negra y los suyos
sólo roban a los explotadores.
—Se diría que usted lo admira.
—Reconozco que sí, en cierto modo. Para mucha gente es una especie de héroe.
Él devuelve los golpes, ¿comprende? Les pega a los explotadores donde más les
duele.
—¿Qué significa eso? —inquirí.
Bradford me miró frunciendo el ceño mientras intentaba hallar las palabras
justas para expresarse.
—Hubo pobres tipos, soñadores, esforzados, que vinieron a California en busca
de oro. La mayoría no encontró nada, por supuesto. Sacaron las raíces, cavaron y se
instalaron aquí comprando tierras casi por nada, y entonces vinieron los
explotadores. Empezaron a robarles la tierra con artimaña legales, y también las
- 305 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
minas de oro.
Hizo una pausa y se apartó una onda de la frente, buscando todavía las
palabras adecuadas.
—Casi todos los descubrimientos de oro corrieron por cuenta de buscadores
independientes, pobres hombres sin instrucción que sólo contaban con la decisión y
la fuerza de sus espaldas. Hallaron oro y presentaron sus reclamaciones, y entonces
vinieron los poderosos con sus abogados para engañar a los mineros, que eran
demasiado ignorantes para saber protegerse. En California hay mucho dinero. Casi
todo pertenece a unos veinte tipos que nunca han tocado con un pico y un arado un
metro de tierra en toda la vida. A ésos roba Capucha Negra.
—Ahora va a decirnos que roba a los ricos para dar a los pobres —declaró
Millie.
—Ha ayudado a mucha gente —admitió Bradford—. Ha dado dinero a familias
que estaban a punto de ser desalojadas por los explotadores. No es ningún santo. Es
un pillo que cualquier día será atrapado y ahorcado, pero mucha gente lo aplaude.
—Todavía tengo miedo —aseguró Millie—. Preferiría hablar de otra cosa.
Pero Bradford había dicho cuanto tenía que decir y no iba a seguir hablando.
Volvió a cruzar los brazos sobre el pecho, hundió los hombros en el tapizado y dejó
caer los párpados. Sospeché que Bradford estaba llevando el juego a su modo; trataba
deliberadamente de provocar a Millie, y ella se dio cuenta por fin. Sonriendo para sus
adentros, se acomodó en el asiento, dispuesta a tomarse su tiempo. Cuando al fin nos
detuvimos a comer, una hora después, se guardó muy bien de prestarle atención.
La estación de posta era un edificio pequeño y primitivo, que parecía
construido para resistir los ataques de los indios muchos años antes. Una mejicana
regordeta, con blusa blanca de paisana y falda roja bastante sucia, servía comida ante
dos mesas de madera maltratada. Millie y yo ocupamos una, mientras Bradford se
reunía con el cochero y el guardián en la otra. Los tres hablaban en voz baja,
comiendo las judías y las tortillas, mientras un muchacho mejicano de ojos oscuros se
encargaba de los caballos. Cuando terminamos de comer, Millie y yo paseamos bajo
los árboles que rodeaban el edificio, agradecidas por vernos libres de las sacudidas
del carruaje siquiera durante un rato.
Millie estaba excepcionalmente optimista cuando reanudamos el viaje. Al
parecer había perdido todo interés por James Bradford y dirigía todos sus
comentarios a mí. Rato después cayó en un silencio pensativo muy tentador, aunque
nada habitual en ella. Bradford la estudiaba con los ojos entrecerrados, muy
intrigado, pero decidido a no demostrarlo. Millie le daría trabajo en San Francisco,
pensé, pues no había duda de que ambos iban a verse con frecuencia en las semanas
siguientes. Bradford tenía todo el aspecto de quien es capaz de descartar fácilmente a
cualquier competidor.
Pasaron otras dos horas, mientras los caballos avanzaban sin prisa. El coche se
balanceaba con monótonos gruñidos y chirridos. El camino cruzaba una zona
salpicada por enormes rocas de color castaño-dorado, algunas tan grandes como
casas; bajo ellas crecían flores silvestres de un vívido color rojo. Finos árboles de
- 306 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
follaje escaso lanzaban sombras débiles sobre las rocas. El sol estaba alto; parecía un
brillante globo de plata en el cielo pálido. Hacía calor, el polvo era abundante. Mi
vestido de satén castaño con volantes de frágil encaje negro estaría en una triste
condición al llegar a San Francisco.
Bradford hacía lo más acertado: parecía dormir profundamente. Millie miraba
pensativamente por la ventana. Mientras el coche cruzaba un rocoso lecho de río
seco, me recosté sobre los almohadones y cerré los ojos. Debí de quedarme dormida,
pues cuando el coche se detuvo de repente me incorporé sobresaltada. Bradford se
levantó de un salto, con el revólver en la mano. Millie, ahogando un grito, me cogió
del brazo, Bradford iba a abrir la puerta, pero el cañón largo y delgado de un rifle
entró salvajemente por la ventanilla abierta y se le clavó en el estómago.
—Yo no me movería —dijo una voz ruda—. En su lugar dejaría caer ese
revólver y saldría del coche. Ustedes, las mujeres, también. ¡Fuera todo el mundo!
Pronto.
- 307 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XL
Bradford arrojó su revólver por la ventanilla. Poco más podía hacer, con el
cañón de un rifle clavado en el estómago. El hombre que sostenía el rifle lo retiró
poco a poco y abrió la puerta del coche. Bradford salió, con las manos sobre la
cabeza. Millie me miraba, muy pálida; al fin apretó los labios y siguió a Bradford, con
un relampagueo desafiante en los ojos. El del rifle la cogió por el codo, pera ella se
zafó. Yo empujé el joyero debajo del asiento con un pie; recogiéndome las faldas,
descendí con una compostura que ocultaba los nerviosos estremecimientos interiores.
Bradford estaba de pie a un lado, con el cochero y el guardián. Millie, con los
brazos en jarras y sin prestar atención al hombre del rifle, fulminó con la mirada a los
tres jinetes. Uno de ellos vestía enteramente de negro: botas, pantalones ajustados,
camisa y guantes. Una capucha de seda le cubría la cabeza, dejando solamente los
ojos visibles por dos agujeros redondos. Los otros dos hombres llevaban camisas de
algodón y pantalones desteñidos; un pañuelo rojo les cubría la parte inferior de la
cara; el sombrero de ala ancha disimulaba el resto.
El hombre del rifle estaba vestido al estilo español, con pantalones ceñidos que
se ensanchaban en la parte inferior. En el ruedo y las solapas de la chaqueta corta se
veían bandas de bordados en negro y verde. Tanto la chaqueta como los pantalones
habían conocido tiempos mejores. Llevaba el sombrero marrón, ancho y de copa baja,
sujeto bajo la barbilla con delgadas tiras de cuero, y se había subido el pañuelo del
cuello hasta la nariz. Sus ojos negros como el carbón brillaban bélicamente mientras
nos estudiaba. Tuve la seguridad de que su boca se había curvado en una mueca
sardónica.
El español se acercó a su caballo y metió el rifle en una funda larga y estrecha
que pendía de la silla. Se movía con arrogancia, moviendo los hombros y haciendo
tintinear las espuelas. Exudaba un aire de fiereza. Los otros hombres, aunque nos
apuntaban con sus revólveres, no inspiraban tanto miedo, ni siquiera el hombre de
negro. Presentí instintivamente que el del traje marrón era al mismo tiempo cruel y
peligroso. Echó una mirada salvaje a Bradford y a los dos hombres que lo
acompañaban; los tres tenían los brazos en alto. Bradford permanecía inexpresivo. El
guardián parecía a punto de bostezar. El cochero, en cambio, estaba aterrorizado.
—¿Dónde está el otro hombre? —preguntó el español, con fuerte acento.
—¿Qué otro? —preguntó Bradford—. ¿Usted creía que habría algún otro
hombre con nosotros?
—El inglés que viste con lujo y maneja el dinero. Tenía que venir con ustedes.
—Temo que no ha venido, compañero.
—Creen que llevamos todo el dinero de las funciones —exclamó Millie.
- 308 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 309 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 310 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 311 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—No podemos hacer gran cosa —dijo—. Pero esto no lo va a hacer muy
popular entre la gente, Capucha. Una cosa es asaltar a los ricachones y otra
secuestrar a una mujer.
—La señorita López no sufrirá daño.
—¿Puedo contar con su palabra?
Presentí la sonrisa del bandido. Los ojos pardos brillaban divertidos al
contestar:
—Tiene mi palabra.
Bradford asintió, aparentemente satisfecho, y en seguida pareció volar hacia
delante, lanzándose al espacio con la mano extendida hacia el revólver. Pero el brazo
de Capucha Negra se movió a mayor velocidad; sacó su revólver y disparó. Hubo
una bocanada de humo y un cegador rayo anaranjado. Millie lanzó un chillido y
Bradford cayó al suelo, mientras su revólver volaba de entre sus dedos para
estrellarse contra la roca. Alzó los ojos sorprendido. Tenía un feo rasguño en el
pómulo, pero por lo demás parecía no haber sufrido daño alguno. Todo había
durado apenas cinco segundos.
Capucha Negra mantuvo el revólver apuntado hacia el hombre tendido en el
suelo.
—Bien, tenía que hacer el intento —observó éste.
—Pude haberlo matado.
—Me alegro de que no lo haya hecho.
—Levántese.
Bradford se puse en pie, sacudiéndose el polvo de los pantalones. Los faldones
de la camisa se le habían salido del cinturón. Se los metió tranquilamente, sacudió
una mancha de polvo de la manga y se deslizó los dedos por la masa de pelo
descolorido, por lo que Millie lo miró con renovada apreciación. El incidente la había
conmovido mucho, pero se recobró con rapidez y corrió a examinarle el rasguño.
—Está herido —dijo—. Eso hay que lavarlo y atenderlo. En el coche hay una
cantimplora con agua, y en el bolso de viaje tengo un poco de pomada.
—Váyase —ordenó él, con voz severa.
—Basta de disparos —indicó ella—. Basta de heroicidades estúpidas. Venga al
coche. Yo buscaré la cantimplora.
—¡He dicho que se vaya!
—Vuelva al coche con ella —ordenó Capucha Negra—. Suban los dos.
Y en seguida, apuntando con el revólver al guardián y cochero, agregó:
—Ustedes dos, suban al pescante.
El aterrorizado cochero no perdió tiempo. Volvió al coche, trepó al asiento y
sujetó las riendas con manos temblorosas, como si lo persiguieran los demonios. Uno
de los caballos alzó la cabeza irritado. El guardián bajó los brazos, se alisó el ruedo de
su chaqueta de cuero, completamente imperturbable.
—¿Y qué ocurrirá con nuestras armas? —inquirió—. Tengo ese rifle desde hace
veinte años.
—Vacía el rifle, Rico —ordenó Capucha Negra—. Vacía también el revólver y
- 312 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 313 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capucha Negra volvió a reír entre dientes; en seguida me cogió del brazo para
llevarme hasta su caballo, un hermoso castaño. Rico ya estaba montado y nos
observaba con negros ojos hostiles. Los otros dos hombres habían enfundado sus
revólveres y aguardaban con paciencia. Ninguno de los dos había hablado una
palabra, a diferencia del voluble Rico, Capucha Negra me soltó el brazo, metió el pie
en el estribo y subió ágilmente a la silla. En seguida se inclinó para rodearme la
cintura con las manos y me levantó, para sentarme frente a él.
—¿Cómoda? —inquirió.
—No demasiado.
—Lo estará menos. Lo lamento, pero es necesario.
Sacó un pañuelo de seda negro, lo dobló pulcramente y, antes de que yo
pudiera protestar, me tapó con él los ojos, eso me desorientó por completo. Traté de
volverme, pero me sentí caer. Un brazo fuerte y musculoso me sujetó por la cintura y
me atrajo contra su cuerpo. Mi mareo fue en aumento al echar el caballo a andar. El
brazo me sujetó con más fuerza.
—Es largo es trayecto —murmuró—. Dentro de una hora nos detendremos para
descansar.
—Qué amable de su parte.
—No quiero que se canse demasiado. Pienso cuidarla muy bien.
Traté de relajarme. El mundo era un vacío negro, lleno movimientos, ruidos y
sensaciones. El mareo desapareció cuanto me acostumbré al movimiento, pero no
sabía si íbamos hacia el este o el oeste. Tal vez hacia el sur. Sí, íbamos hacia el sur. En
aquel momento el caballo tomó otra dirección. ¿Norte? Me senté rígidamente, con la
espalda erguida negándome a recostarme contra él, pero fue una tontería. Me dolía
mucho la espalda. Olvidé el orgullo y me recosté contra su pecho. Él aflojó el brazo y
volvió a ajustarlo en cuanto me hube acomodado.
—¿Está mejor así? —preguntó.
No me digné replicar, y él no insistió, satisfecho con mantener el silencio. Ahora
avanzábamos deprisa; el caballo corría sobre sus enérgicas patas, sin dejarse amilanar
por la doble carga. El viento me sacudía el pelo y me escocía en las mejillas; mis
faldas flameaban, henchidas sobre las pantorrillas. Plegué los brazos sobre el de él y
me recosté contra su pecho, casi cómoda. El movimiento agitado empezaba a
adormecerme, y la venda era suave contra mis párpados. El hombre que me sostenía
tan cerca olía a seda, cuero, sudor, piel, y yo sentía el calor de su cuerpo, la fuerza de
su brazo en torno de mi cintura.
Me pregunté qué clase de hombre era, por qué se había decidido por una vida
fuera de la ley. Su buena educación no podía ser simulada. También era implacable,
se notaba, y se había mostrado completamente frío cuando Rico intentó desafiarlo
con la cuestión de las joyas. Me las había devuelto.
¿Por qué, cuando tenía una fortuna en las manos? Eso me intrigó, debía
admitirlo. El hombre era un enigma fascinante.
Pasó mucho tiempo, tal vez una hora, tal vez dos, antes de que Capucha Negra
tirara de las riendas, deteniendo bruscamente a su caballo. La abrupta detención del
- 314 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 315 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
sobre la cara estaban sentados bajo un árbol. Uno de ellos había sacado un cuchillo y
tallaba un palo. Rico estaba recostado sobre un tronco de árbol, observándome con
esos ojos ardientes. Murmuró algo en castellano, lleno de hostilidad. Sospeché que
me echaba la culpa de que Capucha Negra hubiera devuelto las joyas. Era evidente
que aquello no le gustaba. Lo pasé por alto y seguí caminando sobre la hierba corta y
dura, frente a las rocas.
Me sentía acalorada, exhausta y cubierta de una capa de polvo. Mi falda marrón
se henchía ante la brisa, con un flameo de encaje negro. El vestido debía estar
arrugado y los guantes de encaje parecían pegajosos. Mi pelo se había soltado
bastante, y el moño se desharía en cualquier momento. Me pregunté a qué se debía
mi falta de miedo. Se habría justificado que estuviera al borde de la histeria; era
perfectamente natural, dadas las circunstancias. Pero me dije que todo pasaría en
menos de veinticuatro horas. Millie buscaría a Anthony y él traería el dinero;
entonces yo quedaría en libertad. No me quedaba otra cosa que hacer sino esperar
con tanta tranquilidad como me fuera posible.
Al descubrir un angosto espacio abierto entre dos de las rocas, me deslicé entre
ellas y me encontré en la ribera del río. El arroyo era tranquilo, de pocos centímetros
de profundidad; el agua clara se deslizaba apaciblemente sobre un lecho de finos
guijarros. La ribera opuesta estaba cubierta de hierba y unos pocos árboles crecían
junto al agua. Se olía a musgo, lodo y raíces. Me quité los guantes, descendí hasta el
agua y me arrodillé en la arena, sin prestar la menor atención al daño que eso podía
provocar a mis faldas. Mojé los guantes en el agua, los escurrí y me lavé con ellos la
cara y los brazos.
El agua estaba maravillosamente fresca; hubiera querido bañarme en ella. Al
sumergir los guantes otra vez, el pelo se me soltó por completo, y las espesas ondas
de ébano me cayeron sobre las mejillas. Mientras me lo echaba hacia atrás y me
erguía para mojar los hombros y el pecho con los guantes, oí que alguien se acercaba.
No me volví, porque estaba segura de que me seguiría. Se había arriesgado al arresto
para verme bailar, y anteriormente sus modales habían sido muy seductores. Ahora
que no había nadie alrededor trataría de seducirme. Seguí mojándome los hombros,
fingiendo que no había oído aquellos pasos cautelosos; sabía desde el principio que
él deseaba hacerme el amor.
Pero cuando oí el tintineo de las espuelas giré en redondo y me encontré ante
Rico, a pocos metros de distancia, que me miraba con fiera intensidad. Dejé caer los
guantes y la sangre se me heló en las venas al ver lo que reflejaban los ojos, al
comprender sus intenciones.
—Él… él lo va a matar —dije.
—¿Y usted cree que Rico le tiene miedo?
—Lo va a matar —repetí.
La voz me temblaba. El corazón me latía con tanta fuerza que temí que fuera a
estallar. Sabía que no debía dejarle ver mi temor, pero me era imposible ocultarlo. Di
un paso hacia atrás y tropecé con las piedras. Rico se echó a reír, de pie, con una
mano apoyada en la culata del arma y el ala del sombrero inclinada hacia un lado.
- 316 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Aún tenía el pañuelo de seda verde sobre la boca, pero comprendí que sonreía
salvajemente al dar otro paso hacia mí.
—No nos quedamos con las joyas —dijo—. No tenemos el oro. Es una pérdida
de tiempo. A Rico no le gusta perder tiempo. He decidido cobrármelo.
—No, no se acerque.
—¿Va a gritar?
Asentí. Los músculos de la garganta parecían habérseme paralizado.
—No gritará —me dijo en voz baja y profunda—. Si lo hace le meteré una bala
en el corazón y diré que quiso escapar.
—Usted…
—Desnúdese —ordenó.
Sacudí la cabeza. Rico sacó el revólver y me apuntó con él.
—Si no se desnuda disparo.
Sus ojos negros ardían con fiereza. Comprendí que lo decía en serio: me
dispararía si no obedecía. El terror me dejó paralizada; entonces cobré horrible
conciencia de la fragilidad de la carne, la sangre y el músculo, tan vulnerables, tan
fáciles de destruir. Una bala podía hacerlo en un segundo. Sentía las rodillas tan
débiles que podían fallarme en cualquier momento.
El seguro de la pistola soltó un chasquido.
—Contaré hasta diez —dijo—. Uno, dos, tres…
De un modo u otro logré llevar las manos atrás y alcanzar los diminutos
corchetes que me sujetaban el vestido. La vista se me nubló y sentí un leve zumbido
en los oídos; sin embargo, seguía oyendo su respiración. Respiraba lenta,
pesadamente, y había dejado de contar. Luché con los corchetes. Eran muchos, y las
manos me temblaban terriblemente. Tiré, sacudí y al fin logré desatar los dos o tres
primeros. Los demás soltaron con facilidad. El corpiño de mi vestido cayó hacia
delante. Lo deslicé hacia abajo, quitándome las mangas, levanté los brazos.
—¡Dese prisa! —gruñó él.
Me resultaba imposible dominar las manos, que temblaban como pájaros
nerviosos, y el zumbido en los oídos era cada vez más fuerte. El hombre del traje
marrón, los ojos centelleantes y el revólver apuntando a mi pecho eran parte de un
sueño espantoso. Los ásperos cantos rodados, la ribera arenosa, el arroyo claro,
formaban un paisaje de pesadilla, emborronado por la neblina cada vez más y más
espesa.
—¡Quíteselo! —gritó él.
Deslicé el corpiño sobre la cintura y las caderas, inclinándome para bajarlo por
la curva de las enaguas. El satén castaño susurraba suavemente. El vestido cayó a mis
pies y me aparté, vestida sólo con mi enagua de encaje negro sobre la camisa. El
encaje, finamente tejido, dejaba ver los pechos bajo el delicado diseño floral. La
media docena de volantes flotaba a impulsos de la brisa.
—¡El resto! —ordenó.
Sacudí la cabeza. No podía hacerlo. No tenía voluntad ni fuerza física para ello.
La neblina interior reverberó, y suelo onduló bajo mis pies. El pecho se me henchía,
- 317 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 318 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XLI
Había hacia delante una rama especialmente baja, Capucha Negra me sujetó
con fuerza por la cintura y agachó el cuerpo, obligándome a hacer lo mismo para
pasar bajo ella. Su mejilla se apoyó brevemente sobre la mía y pude sentir la seda
negra de su capucha contra la cara. Su cuerpo parecía envolverme en fuerza y calor.
Se enderezó en la montura, irguiéndome con él, y yo volví a apoyar la cabeza en su
hombro; me sentía maravillosamente segura y relajada. De algún modo era como sí
lo conociera desde hacía mucho tiempo. Me parecía natural estar con él.
—¿Dónde están sus hombres? —pregunté.
—Se adelantaron para dar instrucciones a Juanita. A estas alturas ya estarán en
la hacienda. Llegaremos en seguida.
—¿Quién es Juanita?
—Mi ama de llaves. Ella preparará todo para usted.
—Me gustaría darme un baño caliente.
—Se lo dará —prometió él.
—Tengo el vestido arrugado y manchado.
—Ya le buscaremos algo.
Su voz era suave, gentil, como un arrullo áspero que sonaba a caricia. Me había
secuestrado un bandido que pensaba pedir rescate por mí; sin embargo, nunca me
había sentido tan cómoda con un hombre. Sus modales eran tiernos y protectores,
como si yo fuera algo muy precioso puesto bajo su cuidado. Había matado a un
hombre por mí hacía menos de dos horas. Aunque todavía me estremecía al pensarlo,
todo temor había desaparecido. Ya no estaba a la defensiva. Mi conducta gélida y mis
comentarios agrios habrían estado ahora tan fuera de lugar, tan poco naturales como
el temor ¿Por qué? ¿Qué clase de hechizo arrojaba ese hombre sobre mí?
Habíamos salido de la zona boscosa y cabalgábamos sobre una extensión de
tierra llana y cubierta de pastos, que parecía descender gradualmente; a lo lejos
divisé una cadena de montañas bajas y comprendí que estábamos llegando a un
valle; pocos minutos después lo vi extendido ante nosotros, grande y bello, bañado
hasta la mitad en la poniente luz del sol, mientras que la parte más cercana a las
colinas quedaba cubierta por sombras profundas. El cielo era pálida plata hacia
arriba; bandas de oro suave y color damasco teñían el horizonte. Vi la cinta
centelleante de un río, árboles y anchas pasturas, y un pequeño valle aislado.
Capucha Negra tiró de las riendas, haciendo que el caballo se detuviera para que yo
pudiese apreciar la vista.
—Es… hermoso —dije.
—No hay otro lugar en el mundo como éste —respondió—. He viajado por toda
- 319 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 320 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
cestos de plantas.
—Hasta ahora nunca había traído una invitada —comentó Juanita—. Nos hace
muy feliz tenerla con nosotros.
—No se puede decir que yo sea precisamente una invitada —le respondí.
—Quiere que usted esté muy cómoda —continuó ella pasando por alto mi
comentario—. Steve me dijo que usted era hermosa.
—¿Steve?
—Mi novio. Él va con Capucha Negra. Tiene ojos azules y pelo rubio dorado. Es
tan apuesto como un joven dios. Pero usted no ha podido verlo, por supuesto. Usa
sombrero y un pañuelo que le cubre la cara.
Juanita volvió a sonreír, suave, gentilmente. En ella había un aire de inocencia,
una infantil aceptación de las cosas tal como ocurrían. Aunque sabía a qué se
dedicaban Capucha Negra y su novio, parecía considerarlo como un modo de vida
perfectamente natural. Yo no dije nada más. Mientras recorríamos la galería vi ristras
de pimientos rojos y de cebollas colgadas en las paredes, así como algún calabacín
seco aquí y allá, y plantas en brillantes macetas mejicanas sobre la baranda de estuco.
Juanita se detuvo por fin frente a una puerta de preciosos tallados y la abrió, para
hacerme descender dos escalones que conducían a una habitación larga y espaciosa,
de techo bajo, con vigas. Las paredes, blanqueadas a la cal, estaban cubiertas por
profundas sombras; se olía a madera antigua y a cera de abejas, mezclado todo con la
esencia del limón.
—Encenderé las velas —dijo.
Junto al hogar, cogió un largo fósforo del frasco que coronaba la repisa y lo
encendió, tocando con la llama la mecha de una vela sostenida por un candelero de
bronce. Llevando la vela de un lado a otro, la utilizó para encender otras, sujetas en
pesados candelabros de bronce, que decoraban urinarios de intrincados tallados. La
habitación pronto resplandeció con una suave luz dorada; entonces pude ver el piso
de baldosas rojas, las alfombras de brillantes colores que pendían de las paredes
blancas, un largo sofá tostado con un encantador tapiz blanco y negro sobre el
respaldo. Una pequeña mesa de comedor ocupaba el otro extremo, con sillas de
respaldos tallados. Las ventanas daban a los jardines, y en el otro extremo una arcada
conducía al dormitorio.
—Querrá bañarse en seguida —dijo Juanita—. El baño la está esperando. Traje
el agua caliente hace pocos minutos.
Siempre con la vela en la mano, me condujo hacia el baño. Mientras encendía
las velas de ese ambiente noté que una enorme cama de bronce ocupaba la mayor
parte del cuarto, cubierta por una hermosa manta tejida, de color azul. En un rincón
había una gran bañera de hojalata, llena de agua humeante, junto a un tocador de
roble oscuro, toallas, paños y un trozo de jabón perfumado sobre el banquillo. Juanita
desplegó un biombo y lo puso alrededor de la bañera.
—Deje sus ropas en la cama —me indicó—. Yo me encargaré de ellas mientras
usted se baña.
Volvió a sonreír y abandonó la habitación. Me desnudé, pasé detrás del biombo
- 321 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
y entré en la bañera. Allí permanecí largo rato, regodeándome en el lujo del calor y el
perfume; al fin salí de la bañera con muy pocas ganas.
Me sequé el cuerpo y, al salir de detrás del biombo, descubrí una bata de color
azul claro sobre la cama. Me la puse y até firmemente el lazo, admirando las mangas
con volantes en las muñecas y la falda larga, también con volantes. Al sentarme ante
el tocador, me complació observar que Juanita había puesto allí un cepillo, un peine y
una pequeña bandeja con horquillas. Había comenzado a cepillarme el pelo cuando
ella volvió a entrar, acompañada de un agradable joven mejicano.
—Mí hermano Pedro —dijo Juanita—. No la molestaremos.
El muchacho sonrió, evidentemente azorado. Juanita plegó el biombo y entregó
a Pedro el jabón y las toallas; en seguida los dos llevaron la bañera fuera. En el otro
cuarto se oyó un chapoteo; Pedro rió y Juanita soltó una maldición. Se abrió la puerta
que daba a la galería y volvió a cerrarse. Seguí cepillándome el pelo hasta que quedó
seco, brillante con resplandores azulados. Después lo recogí hacia atrás en un
elegante moño oval, girando la cabeza hacia un lado para inspeccionarla en el espejo.
Satisfecha, examiné pensativamente mi imagen. Esa noche no necesitaría
maquillaje; me preguntaba qué lograría hacer Juanita con mi vestido. Difícilmente
podría salvarlo: el satén estaba desgarrado y sucio, los volantes de encaje rotos y
cubiertos de polvo. Cuando volvió a entrar en la habitación me levanté. Venía
cargada de cajas y lucía una sonrisa maliciosa en los labios.
—Para usted —dijo.
Dejando las cajas sobre la cama, abrió una y retiró una enagua de seda blanca,
cuyas faldas se abrían como los pétalos de una rosa. Lo dejó y sacó un vestido de
satén blanco cremoso, completamente cubierto con un exquisito encaje de diseño
floral en rosado claro sobre la falda. Era una creación suntuosa que debía de haber
costado una fortuna. Lo sostuve contra el cuerpo; me quedaría perfectamente.
—También hay ropa interior y zapatos —me dijo.
—¿Estaban aquí por casualidad? —pregunté.
—Él lo trajo todo de San Francisco. Dijo que una señora le había ayudado a
elegirlo en uno de los comercios. Le dijo que era para su hermana.
—Ella le habrá creído, sin duda —dije, irónica—. ¿Y cuándo hizo todas estas
compras?
—Hace más de una semana.
—Ajá.
Eso sugería una interpretación completamente distinta de las aventuras vividas
en esa tarde. Comprendí que él planeaba secuestrarme desde hacía tiempo, puesto
que había comprado aquellas cosas con tanta anticipación. Juanita recogió las cajas
vacías y abandonó el cuarto. El humor suave y agradable que yo sintiera un rato
antes había desaparecido por completo: Capucha Negra se había metido en grandes
molestias para pasar una velada a solas conmigo. Había trazado planes muy
cuidadosos y pensado en todo. Pero se iba a llevar una desilusión.
Me vestí lentamente y adopté una fría resolución. El vestido era uno de los más
hermosos que jamás usara. Al contemplarme en el espejo noté que pocas veces me
- 322 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
había visto más atractiva. Y esa noche deseaba estar atractiva, aunque sólo fuera para
aumentar su desilusión.
Pasé al salón entre un leve susurro de faldas. Juanita había estado trajinando
también allí; la mesa estaba preparada para dos, con porcelana y cristal brillante y
una botella de vino puesto a enfriar en una cubeta de plata. Por lo menos la mitad de
las velas estaban apagadas, y sólo el comedor quedaba iluminado. «Muy romántico»,
pensé. «Sólo falta música de fondo.» Apenas había cruzado el umbral cuando se oyó
pulsar una guitarra en los jardines. Estuve a punto de echarme a reír.
—La estaba esperando —dijo él.
Su voz me sorprendió. No lo había visto allí, sentado en el sofá. Se levantó
lentamente para acercarse a mí. Llevaba un traje limpio, idéntico al que le había visto
por la tarde, y traía una sola rosa rosada cuyos pétalos aterciopelados apenas
amenazaban a abrirse.
—Para que se la ponga en el pelo —me dijo al entregármela.
Acepté la rosa y la sujeté sobre la sien derecha; luego miré fijamente esos ojos
oscuros que me observaban a través de la máscara. Comprendía que quisiera
mantener oculto el rostro, pero no que se empeñara en disfrazar la voz con ese
susurro. De pronto se me ocurrió que quizás yo lo conociera de antes; tal vez lo había
visto en algún hotel, en el teatro. Me habían presentado a muchos hombres desde mi
llegada a California, pues muchos de los personajes importantes se sentían obligados
a presentarme sus respetos en el camerino. Capucha Negra bien podía haber estado
entre ellos.
—El vestido me sienta perfectamente —le dije—. Fue muy inteligente de su
parte habérmelo comprado. ¿Cómo sabía mi talla?
—Tengo medios para obtener la información que necesito.
—No lo dudo —repliqué—. También me extraña que lo haya comprado hace
más de una semana.
—Veo que ya lo ha averiguado.
—Planeaba secuestrarme desde un principio.
—Sí —admitió él.
—El dinero…
—Sabía que su agente había partido la noche anterior. Bien pude haberlo
esperado en el camino.
—Pero no lo hizo. Me quería a mí.
—No puede culparme por ello —dijo, y sus ojos oscuros parecieron sonreír—.
¿Qué hombre no desearía pasar una noche a solas con Elena López?
—Pero cuando Anthony traiga el dinero, mañana, usted lo tomará, ¿verdad?
Él asintió.
—No me gusta hacerlo, pero lo necesito. En San Francisco usted podrá ganar
cinco veces esa cantidad. No lo echará de menos.
—Bradford dijo que usted sólo robaba a los explotadores, a los que engañaban y
despojaban a los indefensos para obtener poder. Veo que estaba equivocado, o tal vez
usted me considera una explotadora a mí también.
- 323 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—En su caso estoy haciendo una excepción. Espero que no piense demasiado
mal de mí.
—Podría haber cogido las joyas —dije, realmente confundida—. Pero no lo hizo.
Supongo que debo estarle agradecida.
—Por cierto que sí.
—Quería pasar una velada a solas conmigo. Bien, aquí estoy. Pero le diré que la
luz de las velas, las guitarras y… y la atmósfera romántica me dejan indiferente. Si
quiere dormir conmigo tendrá que usar la fuerza, y le aseguro que lucharé como una
tigresa.
Rió suavemente entre dientes, divertido.
—Hasta ahora nunca he tenido que recurrir a la violación.
Alcé altaneramente la barbilla y me acerqué a la ventana para contemplar los
jardines. Estaban oscuros y sombreados, Los músicos permanecían invisibles, y la
melodía parecía materializarse por su cuenta, llenando el aire con una canción
española suave y encantadora. Había al menos tres guitarristas, y uno de ellos
cantaba con una voz grave y potente, en palabras apenas audibles. Oí que Capucha
Negra descorchaba el vino. Pocos momentos después lo sentí detenerse a mí espalda
y me volví. Él me ofreció un vaso de vino.
—Tranquilícese, Elena. No ocurrirá nada que usted no quiera.
—¿Cree que tengo miedo?
—Creo que usted es muy valiente. También creo que es la mujer más adorable
de cuantas conozco.
Sorbí el vino, sin dejarme conmover por el cumplido ni por la voz acariciante,
que era como un susurro seductor. El vino era rico, maduro; su sabor hacía pensar en
el sol. Vacié mi copa. Él seguía muy cerca, observándome con esos ojos luminosos,
los más atractivos que yo hubiera visto en mi vida. Una vez más me pregunté cómo
sería el resto de su cara; hubiera querido alargar la mano y quitarle la capucha.
—¿Es forzoso que use eso? —le pregunté.
Él asintió y la seda negra se onduló con el movimiento.
—Tiene miedo de que yo lo identifique más adelante. O tal vez ya nos
conocemos.
—Tal vez.
—Muchos hombres han venido a saludarme entre bastidores. Hombres ricos,
poderosos, importantes. Dicen… dicen que usted también es un hombre importante,
un ciudadano muy respetable cuando no asalta en los caminos.
—Así me gusta pensarlo. Pero no poseo minas de oro. Sí, en cambio, este valle.
Será mío en cuanto pague el último plazo.
Cogió mi copa vacía y me llevó hasta el sofá. Me senté y acomodé mis faldas,
mientras él iba a llenar otra vez el vaso. Sonreí para mis adentros. Al parecer él
pensaba embriagarme, creyendo que eso me haría más susceptible a su atractivo
masculino. Debo admitir que era atractivo; sus modales suaves y su voz acariciante
resultaban sumamente agradables, y la capucha negra sobre la cara agregaba un
extraño titilar. Pero atractivo o no, era un bandido y me costaría veinte mil dólares.
- 324 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Acepté el vaso de vino. Capucha Negra se sentó sobre uno de los brazos del
sofá, mirándome con ojos tiernos.
—Y usted, ¿no va a beber? —pregunté.
—He cenado antes, mientras usted se bañaba y se vestía. Sólo he venido a
hacerle compañía.
—La mesa está puesta para dos.
—Sólo por guardar la simetría.
—Comprendo. Claro, no podría comer sin quitarse la capucha.
—Beba su vino, Elena.
Obedecí, sorbiendo lentamente. Me sentía muy en paz y tranquila con él. Sabía
que era un villano; lo había visto matar a un hombre ante mis ojos. Pero eso no
importaba en cierto modo.
—¿Por qué se puso fuera de la ley? —pregunté.
—Por rabia y frustración; también por necesidad. Llegué a California pocos
meses después del primer descubrimiento de oro. Como todo el mundo, me atacó la
fiebre del oro y, aunque no sabía nada de minas, me asocié con un ex combatiente
que conocía bien el asunto. Compramos provisiones y salimos en busca de fortuna.
Tardamos seis meses, seis meses de trabajo agotador e increíbles privaciones, pero al
fin dimos con una veta.
—Entonces, ¿por qué…?
—Presentamos la solicitud de propiedad. Vendimos algunas pepitas para
comprar equipo y contratamos a algunos hombres. No había mucho oro al principio;
era sólo una veta pequeña, lo suficiente como para conseguir alguna ganancia. Hasta
que un día Jake entró en el cobertizo como si alguien lo persiguiera, tan
entusiasmado que no podía hablar. Me llevó a la mina. Tenía las manos temblorosas.
Llevábamos días trabajando en ella y todo el mundo estaba convencido de que la
veta estaba agotada.
Hizo una pausa y movió la cabeza, recordando.
—Jake me entregó la vela y recogió el pico que uno de los hombres había dejado
allí. Comenzó a picar la roca llena de barro, que cayó en fragmentos, y en menos de
diez minutos me encontré ante un muro de oro. Jake no podía dominar su excitación.
Esa noche fue al salón e invitó a beber a todos; se embriagó y comenzó a
vanagloriarse por el filón de oro. Aseguraba que íbamos a ser millonarios, pues
nuestra mina sería una de las mayores de California.
Volvió a hacer una pausa y yo dejé la copa vacía, presintiendo lo que le faltaba
decir. Cuando siguió hablando lo hizo serenamente, sin emoción.
—Entonces vinieron los «importantes». De algún modo descubrieron que
nuestro título de propiedad era nulo, porque no había sido rellenado correctamente o
estaba mal archivado. Alguien se había encargado de sustituir el documento original
por uno falso. Nos defendimos, por supuesto, pero los otros tenían demasiado dinero
y demasiado poder. Los funcionarios fueron sobornados y acabamos perdiendo la
mina. A la noche siguiente Jake bajó su rifle, entró a la mina y se voló la cabeza.
Guardó silencio durante un largo rato, con la vista perdida. Al fin suspiró.
- 325 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—Lo que nos ocurrió a Jake y a mí era ya una vieja historia. Un mes antes estuve
a punto de hacerme millonario. De pronto me encontraba sin un céntimo y al margen
de todo. Literalmente juré que me vengaría de algún modo. Se podría decir que
Capucha Negra nació la noche en que murió Jake.
—Me… me alegro de que me haya contado todo esto —dije.
—Quería que lo supiera, Elena.
Se oyó un golpe suave en la puerta. Capucha Negra abrió y Juanita entró con
una bandeja. Puso las fuentes en la mesa, retiró las tapas y se marchó tranquilamente.
Capucha Negra me cogió la mano y me condujo hasta la mesa. Se sentó frente a mí
para verme jugar con la comida. Por algún motivo ya no tenía hambre. Las velas
parpadeaban y la música seguía llegando por las ventanas. Cuando volvió a llenarme
el vaso lo acepté sin protestar.
—¿Y a qué se debe que nunca lo hayan atrapado? —pregunté.
—Capucha Negra tiene muchos amigos. Ninguno de ellos conoce mi verdadera
identidad. Ninguno de ellos sabe que trabajo desde esta hacienda.
—¿Y sus hombres?
—Son de una lealtad incuestionable. Cada uno fue víctima de los explotadores,
de un modo u otro. Hasta Rico. Por eso lo acepté. No hay en este valle una persona
que no tenga poderosas razones para odiar a la gente que yo asalto. Eso incluye al
personal de la casa y a todos los que trabajan en la hacienda.
—¿También a Juanita y a su hermano?
—También. Su padre era un aristócrata español, un viudo que poseía una
hacienda modesta y doscientos acres de tierra. Un político en alza se encaprichó de la
propiedad, pero el padre, el señor Hernández, se negó a vender. Una semana más
tarde sufría un accidente infortunado y la propiedad fue confiscada. Pedro y Juanita
se encontraron súbitamente sin hogar.
—Y usted los protegió.
Él asintió. Entonces comprendí la actitud de Juanita y la causa de la lealtad y
devoción que inspiraba ese hombre, por qué tantos lo consideraban una especie de
caballero andante. Sentí que en mi interior se agitaban confusas emociones y dejé el
tenedor; era inútil fingir que comía. Hubiera deseado que la música no fuera tan
triste y encantadora, que la luz de las velas no tuviera ese suave brillo dorado.
Hubiera querido que él no me mirara con esos ojos luminosos que parecían brillar.
—¿Y usted, Elena? —preguntó él, serenamente—. ¿Es feliz?
—¿Feliz? Yo… supongo que sí. Tengo fama, éxito y estoy haciendo dinero y…
Vacilé, frunciendo el ceño. En realidad no sabía cómo responder a esa pregunta,
quizá porque yo misma no conocía la respuesta. ¿Era feliz? Me gustaba lo que hacía y
no era desdichada, pero aún así… A veces experimentaba un sentimiento de
vacuidad, la vieja sensación que tanta angustia me causara en el pasado. Tomé otro
sorbo de vino, recordando. Recordar no me hacía bien. De pronto me pareció que los
cinco últimos años habían consistido únicamente en un frenesí de actividad,
deliberadamente planeados para hacerme olvidar una posada en Alemania y un
hombre joven de expresión sombría, que se marchaban dejándome sola.
- 326 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 327 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 328 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 329 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XLII
- 330 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—Sí.
—Muy bien. Está encantadora, Elena.
Pasé por alto el comentario y él decidió pasar por alto mi actitud fría. Pedro
trajo dos caballos por el camino: el castaño de Capucha Negra y una yegua
encantadora de pelo gris y silla inglesa sobre el lomo. Capucha Negra me ayudó
montar.
—¿No me va a vendar los ojos? —pregunté, mientras arreglaba los pliegues de
la falda.
—No creo que sea necesario.
—¿No teme que conduzca a la policía hasta la hacienda?
—No lo hará —contestó él.
Y subió a su caballo. Un momento después cabalgábamos hacia la cuesta
distante. Mi yegua era suave, pero fuerte, y me resultó muy fácil seguir el paso de
aquel hombre. Trepamos la cuesta y cruzamos la pradera hasta salir a la zona
boscosa. Al dejar los bosques cruzamos terreno abierto, amplio, hermoso, bañado por
el sol. Un halcón solitario volaba perezosamente en círculos, como una mota marrón
sobre el cielo azul.
Traté de no pensar en la noche anterior, pero no podía dejar de recordar
aquellos momentos de apasionado esplendor, los más sorprendentes y magníficos de
toda mi experiencia. Y después me había abrazado con tanta ternura acariciándome
la piel, murmurando mi nombre con esa voz suave y áspera, como si estuviera
profunda e irrevocablemente enamorado. ¿O tal vez era pura imaginación? Quizá el
vino había intensificado y distorsionado todo.
Pasó una hora, dos, y empecé a sentirme cansada. Habíamos pasado el claro
hacía algún tiempo; en ese momento aparté los ojos de las rocas grises, tratando de
no pensar en la escena de horror que presenciara junto al río. ¿Era posible que
hubiera pasado sólo un día?
Llegamos a otra zona boscosa, y entre los árboles pude ver las grandes rocas
doradas que tan bien recordaba. Capucha Negra detuvo su caballo y se inclinó para
tomar mis riendas mirándome con ojos inescrutables.
—Espere aquí —dijo—. Volveré en seguida.
Desmonté, mientras Capucha Negra dejaba caer las riendas. La yegua se quedó
pastando tranquilamente entre los árboles. Capucha Negra sacó su revólver y se
adelantó a paso cauteloso, para desaparecer muy pronto tras las rocas. Quedé tensa y
nerviosa, temiendo lo que pudiera ocurrir. ¿Y si Anthony había traído a la policía
consigo? ¿Y si Capucha Negra caía en una emboscada? Tal vez lo mataran. Pasaron
varios minutos, cinco, diez, quince, y yo no me sentí capaz de aguantar mucho más.
Seguía con la vista fija en las rocas. Al fin, con una oleada de alivio, lo vi
aparecer tras la roca mayor cabalgando hacia mí. Cuando se acercó noté que llevaba
una gran bolsa colgada de la montura. No se habían producido disparos. Anthony
había entregado el dinero sin que nadie resultara herido. Capucha Negra se detuvo
junto a la yegua y se recostó para tomar las riendas sueltas. Se detuvo a unos pocos
pasos de mí, y yo lo miré con emociones confusas.
- 331 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—Sus amigos la están esperando —me dijo—. Es una breve caminata. Hallará el
coche tras aquellas rocas.
—Veo que tiene el dinero. Espero que esté satisfecho.
Él pasó por alto mi comentario. Pasó un largo segundo. Al fin apretó con fuerza
las riendas.
—Adiós, Elena —dijo con suavidad—. Volveremos a encontrarnos pronto. Tal
vez mucho antes de lo que usted imagina.
Azuzó al castaño con los talones y se alejó al galope, con la yegua detrás. Al
verlo alejarse volví a sentir aquellas perturbaciones anteriores. Era una sensación de
vacío, de pérdida, que me resultaban incomprensibles. Al fin desapareció. Permanecí
inmóvil bajo los árboles varios minutos, profundamente preocupada, hasta que al fin
me volví para caminar hacia las rocas.
- 332 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XLIII
- 333 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 334 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
llena de color y excitación, pero todo eso no significaba nada; cada día me daba
cuenta más y más de ello. Algunos artistas medran con la gloria y se regodean en la
fama. Mientras el ego se vea debidamente alimentado, eso basta. Pero yo me sentía
como si participara en alguna carrera alocada. Aunque llevara la delantera y las
multitudes me vitorearan, no veía la línea de meta. Porque no la había. Desde hacía
cinco años no hacía más que correr. ¿Para qué? Había logrado un éxito increíble, pero
en el fondo sabía reconocer que era un éxito vacío.
Por alguna razón, el encuentro con Capucha Negra había hecho aflorar todas
esas cosas. La insatisfacción, la melancolía que me negaba a reconocer anteriormente,
estaban ahora a la vista. De un modo u otro, Capucha Negra había tocado alguna
cuerda interior, obligándome a ser consciente de sentimientos que ya no podía
ignorar.
Con un hondo suspiro me aparté del tocador para ponerme un sombrero que
hacía juego con el vestido; era un suntuoso modelo de tafetán rígido con plumas
negras. Elena López debía mantener su aire despampanante. La publicidad que se
había hecho en San Francisco era increíble. Mi secuestro a manos del bandido había
causado furor, como si la ciudad no pudiera pensar en otra cosa. Los periódicos
estaban llenos de artículos sensacionalistas, y mi negativa a revelar informaciones
con respecto a mi raptor había provocado descabelladas románticas especulaciones.
Yo era la heroína del momento y no podía salir del hotel sin atraer hacia mí una
enorme multitud de admiradores.
En todas las esquinas había carteles que anunciaban la noche de mi
presentación. Pero eso no era todo. Varias noches antes, un teatro de la costa había
estrenado Elena y el bandido, un ridículo melodrama escrito de la noche a la mañana y
presentado en tiempo récord. Todas las noches se presentaba a teatro lleno. Anthony,
fastidiado al principio, había amenazado con entablar un juicio, pero decidió que, al
cabo, era más publicidad para nosotros. Mi propia presentación fue retrasada para
montar una producción más compleja. Se contrataron bailarines y se construyeron
nuevos decorados, además de vestuarios diferentes. Anthony tuvo la idea de hacer
vestir a todos los hombres de negro con capuchas de seda, pero veté inmediatamente
la ocurrencia.
Me volví al oír que se abría la puerta del camerino. A Anthony nunca se le
ocurría llamar antes de entrar. Ataviado con chaqué azul, con el sombrero de copa en
la mano, era la imagen del perfecto dandi, apuesto, alegre y vano. Se acercó al tocador
para enderezarse la corbata gris, preguntando:
—¿Lista?
—Supongo que sí.
—Será mejor que salgamos por la puerta principal —me informó Anthony—.
He mirado por la puerta trasera y hay una multitud esperándote. Deben de haberse
enterado de los ensayos.
—Siempre hay una multitud —me quejé.
—Es tu público. Te aman.
—Me siento como una manía colectiva.
- 335 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—Atraerías a las multitudes aunque no fueras Elena López. Eres la mujer más
hermosa de la tierra, y en San Francisco están desesperados por ver bellezas
femeninas. La mayoría de estas mujeres vinieron con las carretas y casi todas parecen
haber estado tirando de ellas.
—Eres exasperante.
Sonrió con ganas y se puso los guantes de cabritilla. En seguida, acomodándose
el sombrero en un ángulo audaz, me cogió del brazo para llevarme por el escenario.
El teatro relucía de tan nuevo, con mucho rojo en las paredes, en los asientos, en los
palcos. Del techo pendían complicadas arañas. En esa época era muy popular el
estilo burdel.
—Espero que te sientas mejor —comentó Anthony, mientras bajábamos por el
pasillo.
—Estoy de un humor horrible.
—Ya nos encargaremos de eso —prometió él.
—De veras no quiero salir esta noche, Anthony.
—Peor para ti. Vas a salir, quieras o no.
Esperé con paciencia que Anthony sacara su llave y abriera una de las puertas
del vestíbulo. Nos detuvimos bajo la marquesina. Anthony volvió a cerrar y me cogió
nuevamente del brazo. Mientras echábamos a andar por la acera de madera hacia el
hotel, la gente se detuvo a mirarnos y pronto se reunió una multitud que nos seguía a
discreta distancia, intercambiando comentarios sobre mi vestido, mi sombrero y mi
cutis. Fingí que no había nadie allí.
—Bonito día para caminar —observó Anthony—. Sería ridículo llamar un coche
para tan corta distancia.
—Siete manzanas —observé—, todas cuesta arriba.
—El ejercicio te hará bien, querida.
—Siempre me dices lo mismo.
Aunque me parecía necesario quejarme, por principio, en secreto me alegré de
que la avaricia de Anthony le impidiera llamar un carruaje. Las caminatas de ida y
vuelta al teatro eran mi única oportunidad de observar el fenómeno de San Francisco,
un lugar increíble, en plena expansión.
Toda la ciudad latía de vitalidad. No se podía doblar una esquina sin ver un
edificio en construcción. Las mansiones majestuosas comenzaban a florecer en las
colinas, y los cobertizos de madera iban cediendo paso a manzanas enteras de
magníficos comercios. Había salas de juego, salones, iglesias, hoteles vistosos y un
desacostumbrado número de cuarteles de bomberos, pues el fuego era un peligro
constante.
El ruido era ensordecedor. Relinchar de caballos, rodar de carros, martilleos y
campanazos. Los hombres gritaban con ganas al levantar montones de tablones con
poleas, y los trabajadores chinos parloteaban sin cesar mientras empujaban las
carretillas cargadas. La atmósfera en sí parecía llena de entusiasmo. Me hubiera
encantado disponer de libertad para explorar y saborear ese clima, pero mi
celebridad lo hacía imposible. Al llegar a la cima de la colina vi un espeso bosque de
- 336 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
mástiles en el puerto. Millie me había dicho que la costa era fascinante: salvaje,
perversa y colorida, pero todavía no la había visitado.
—¿Ese tipo sigue enviándote regalos? —preguntó Anthony, al llegar al hotel.
—¿Qué tipo?
—Sabes muy bien de quién hablo. De Wayne. Nicholas Wayne. ¿Sigue
enviándote cosas?
—Un ramo de flores todos los días —contesté—, y de vez en cuando algún
diamante.
Anthony me cogió del codo para ayudarme a subir los escalones del hotel. Su
expresión era mohína cuando atravesamos la galería.
—Supongo que no te los quedas —dijo.
—¿Y a ti qué te importa?
El vestíbulo al que entramos era muy grande y vistoso; tallados rococó en
madera y lujosas alfombras persas, además de plantas en abundancia. Anthony me
llevó hasta la escalinata, se quitó el sombrero y frunció el ceño, echando una mirada a
su alrededor como para asegurarse de que nadie escuchaba.
—No me gusta lo que dicen de ese tipo, Elena. Es demasiado rico y poderoso.
Es dueño de casi todos los garitos de la ciudad. Tiene hipotecas sobre los que no son
realmente suyos. Pasa por un ciudadano respetable, muy lleno de interés cívico, y
está en todas las comisiones. Contribuye en todas las colectas y hasta donó otro
cuartel de bomberos.
—Me parece admirable.
—A mucha gente le parece así, pero hay otros que no se dejan engañar por las
apariencias. No te metas con él, querida.
Seguí subiendo hasta mis habitaciones, intrigada por lo que Anthony me había
dicho. ¿Por qué le preocupaba tanto Nicholas Wayne, un hombre al que, según toda
evidencia, no conocía? Me hubiera gustado pensar que era por celos, pero no era
cuestión de engañarme. Anthony nunca había mostrado la menor señal de celos
cuando yo salía con otros hombres; al contrario, me alentaba a hacerlo cuando eran
importantes y eso podía atraer la publicidad. Nick Wayne era importante en San
Francisco, sin duda. Se decía que tenía aspiraciones políticas. Me pregunté a qué se
debía la fuerte animadversión de Anthony por él.
Nicholas Wayne me había enviado un ramo de flores al hotel la noche de mi
llegada, junto con una invitación a cenar. Aunque rechacé la invitación, siguió
enviando flores, me invitó otra vez y quiso regalarme unos pendientes de diamantes.
Rechacé la invitación y devolví los pendientes. Siguieron una tercera invitación, otro
ramo y un maravilloso broche de zafiros y diamantes. El mensajero esperó
pacientemente mientras yo leía la nota y preguntó si había respuesta. Sacudí la
cabeza y le devolví la caja de terciopelo con el broche. El muchacho, con un suspiro
de exasperación, se marchó, sólo para volver a la noche siguiente con otra nota y una
caja de terciopelo aún mayor.
Nick Wayne era persistente, para no exagerar, pero yo no tenía ganas de
conocerlo; ni a él ni a ningún otro hombre. Había recibido invitaciones a decenas.
- 337 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Todo San Francisco deseaba conocerme, al parecer, pero yo no estaba de ánimo para
actividades sociales. Los ensayos eran agotadores; cuando acababan sólo quería
descansar. Ni siquiera había acudido al comedor del hotel, pues me hacía enviar las
comidas a la habitación para compartirlas con Millie, a menos que ella saliera con
James Bradford. Eso ocurría con frecuencia. Bradford la estaba monopolizando, cosa
que a ella le encantaba.
Desde la ventana se veía un panorama de tejados, una fila de grandes depósitos
pardos y, más allá, el ajetreado puerto. El sol, que parecía una enorme bola
anaranjada, pintaba rayas doradas y ondulantes en el agua, tendiendo sombras sobre
los tejados. Por alguna razón me descubrí pensando en el hombre de negro y eso me
irritó. Quizás Anthony tenía razón. Quizá salir me sentara bien. Eso de cavilar todo el
día sobre lo mismo no me ayudaría en nada.
Cuando acababa de bañarme y estaba atando el lazo de bata oí que se abría la
puerta de la salita. Millie entró cargada de cajas blancas, llena de vitalidad, con los
rizos revueltos. Dejó caer las cajas en el sofá, sonrió con su carita de pícara y ejecutó
un paso de danza.
—Parece que te has divertido —comenté.
—¡Ha sido un día maravilloso! —declaró ella—. El mejor de mi vida. Lo tengo
atrapado, Elena. Atado de pies y manos. Al fin me ha pedido que me case con él.
—Supongo que estás hablando de Bradford.
—Creí que no lo haría nunca.
—Y ya hace diez días que lo conoces.
—No te pongas sarcástica. Estoy de muy buen humor. Me ha hablado muy
serio. Me ha cogido la mano, allá en la playa, hoy hemos estado en la playa, que está
a dos o tres millas, un lugar precioso y me ha mirado a los ojos diciéndome que
quería formalizar nuestras relaciones.
—¿Qué le has respondido?
—Nada. He puesto cara de niña recatada y expectante. Me ha dicho que había
estado ahorrando dinero para comprarse un pequeño rancho y que quería llevarme
allí en cuanto nos casáramos. Dijo que se había enamorado, que yo era la primera
mujer que amaba.
Se acercó al espejo para apartarse un mechón de la sien, cuando se volvió estaba
pensativa.
—Me he sentido conmovida. Lo decía de veras; es cierto que me ama. No es
sólo sexo, aunque en ese aspecto es insaciable. Y muy capaz, también, debo agregar.
Me tenía de la mano, me miraba a los ojos y yo sentía ganas de llorar. No creo que
nadie me haya amado hasta ahora como James.
—Es una suerte que lo hayas encontrado, Millie.
—Creo que sí. No es ni con mucho lo que yo buscaba pero… De cualquier
modo lo voy a pensar mucho. Desde que tengo memoria he debido cuidarme sola. A
los trece años me hubiera muerto de hambre de no haber estado firmemente decidida
a sobrevivir.
Hizo una pausa para recordar. El silencio se prolongó hasta que ella sacudió la
- 338 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
cabeza, suspirando.
—Será estupendo contar con alguien que se ocupe de mí durante algún tiempo.
Tal vez me case con él.
—¿Se lo has dicho?
Entonces reapareció la pícara.
—¡Por supuesto que no! —exclamó—. Quiero mantenerle en suspenso por un
tiempo. No es cosa de que se sienta demasiado seguro de sí mismo. Ya es bastante
autoritario tal como están las cosas.
Con una sonrisa, le pregunté qué había en las cajas.
—Bien, eso de ir a la playa y a contemplar paisajes es muy bonito, pero acaba
por cansar. James me había prometido llevarme a la calle Montgomery para que
pudiera hacer algunas compras, y yo sugerí que fuéramos con el cochecito. La calle
Montgomery es fabulosa. Las aceras están atestadas de cajas con mercancías. Hay
que bajar a la calzada para poder entrar a los comercios.
Abrió una caja tras otra para mostrarme los tesoros que había descubierto,
describiendo con entusiasmo las maravillas de San Francisco y su zona comercial. Se
podían comprar cosas del mundo entero, dijo, y cada comercio era como la cueva de
Aladino.
—James tuvo paciencia durante un par de horas —confesó—, pero después se
puso cada vez más inquieto y al fin me sacó a rastras de allí. Tenemos que ir juntas,
Elena. ¡Ya verás qué sedas del Japón, qué pieles rusas!
Mientras guardaba las cosas en sus cajas, con mucho crujir de papel de seda,
eché un vistazo al reloj y descubrí que era hora de comenzar a vestirme. Ella pareció
sorprendida.
—¿Al fin has aceptado alguna invitación?
—Bien, no. Salgo a cenar con Anthony.
—Eso sí que es una novedad. Te ayudaré. Tengo tiempo de sobra. James me
llevará a cenar a la costa, pero no saldremos hasta las nueve. Conque Anthony ya se
ha cansado de los garitos.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, mientras salíamos de la salita.
—Ha estado yendo a los garitos todas las noches desde que llegamos.
—¿De veras?
Me senté ante el tocador. Millie recogió un cepillo y un peine y empezó a
trabajar con mi pelo.
—Ha perdido muchísimo. James y yo lo vimos en The Golden Nugget hace un
par de noches. Estaba muy elegante y muy compuesto, pero había perdido hasta la
última moneda de oro. Apostaba a negro y salía rojo. Fingía que no le importaba,
pero me di cuenta de que estaba preocupado.
Me encogí de hombros. Si a Anthony le gustaba tirar su dinero era cosa suya.
Millie acabó de peinarme y dio un paso atrás para examinar su obra. Me había
recogido el pelo en suaves ondas, acomodándolo en un moño escultural.
—¿Qué te vas a poner? —preguntó.
—No sé. Algo muy elegante. Prometió llevarme al mejor restaurante de la
- 339 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
ciudad.
Millie revolvió el guardarropa con una mirada pensativa.
—¿Qué te parece el de terciopelo negro?
—Ese servirá. Es elegante, sin duda.
Elegí un lápiz labial oscuro y me maquillé. Cuando iba a ponerme el vestido se
oyó un golpe en la puerta. Millie apresuró a abrir.
—¡Usted otra vez! —dijo Millie.
La voz familiar del mensajero dijo algo que no pude entender, pero cuando
Millie volvió al dormitorio traía un sobre y una larga caja de cuero negro.
—Nick Wayne —anunció—. No se da por vencido, ¿eh? El muchacho dice que
el señor espera una respuesta.
Leí la nota en voz alta:
—«¿Será ésta la noche que tendré el placer de su compañía? Espero que
finalmente me diga sí. Nick Wayne. »
—Pobre, se ve que sufre —observó Millie—. Abre la caja. Echemos una mirada
antes de devolverla.
Retiré la tapa y saqué el brazalete de diamantes de su lecho satinado. Más de
cien diamantes centelleaban con fuegos irisados.
—¡Dios! —exclamó Millie—. ¿De veras tienes que devolverlo?
Dejé caer el brazalete en la caja, la cerré y le entregué el estuche.
—Di al muchacho que no hay respuesta.
Me puse el vestido y acomodé la falda sobre las enaguas seda roja; Millie volvió
para ayudarme a abrocharlo, con expresión melancólica.
—A mí nadie me envía diamantes —se quejó—. Puedo darme por contenta si
me dan una palmadita en la mejilla. Dicen que Nick Wayne es muy buen mozo; tiene
treinta y ocho años y se le considera el mejor partido de toda California.
—No dudo de que hará muy feliz a alguna mujer.
—¿Ni siquiera despierta en ti curiosidad?
—En absoluto —repliqué, ajustándome una pluma roja al peinado, mientras
cogía los guantes de satén rojo que Millie me tendía.
—Vas a causar sensación —anunció—. La gente dejará caer los cubiertos cuando
entres al restaurante.
Estudié intrigada mi reflejo en el cristal. Elena López era el epítome del
atractivo sofisticado, pero los ojos azules estaban melancólicos y los rojos labios
lucían descontentos. Llevaba mucho tiempo representando un papel que, en su
mayor parte, había resultado divertido; pero la mujer interior se estaba cansando de
ello. Me pregunté cuánto tiempo más podría continuar así.
Millie me dio un abrazo y juntó sus cajas. Deseándome que me divirtiera
mucho, se retiró. Anthony había vuelto al teatro para hablar con el gerente, sin
aclarar a qué hora vendría.
Decidí bajar al vestíbulo y aguardarlo allí. No quería estar sola. Ya había pasado
demasiado tiempo sola en los últimos días: inquieta, preocupada, pensando en la
noche pasada en la hacienda y en el hombre que me cortejara con tanta facilidad.
- 340 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 341 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XLIV
- 342 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
sentaba perfectamente.
—¿Ha traído diamantes? —pregunté.
—Temo que no.
—Ni siquiera un ramo de flores, por lo que veo. ¿De qué quiere hablar, señor
Wayne? En realidad tengo prisa. Debo ir al teatro y…
—¿Puedo pasar?
—Oh, supongo que sí —acepté.
Me hice a un lado para dejarle pasar, cerré la puerta y fui a sentarme en el sofá.
Deliberadamente omití la cortesía de invitarle a hacer lo mismo. El sol que entraba
por las ventanas le lustraba el pelo con un brillo broncíneo. Hasta entonces no me
había dado cuenta de lo alto y fornido que era. Nick Wayne parecía exudar poderío,
y tenía ese tipo de presencia que lleva muy lejos en el terreno de la política.
—¿Qué desea? —pregunté.
—Llevarla a cenar.
—Es muy insistente.
—Mucho —respondió—. Por lo general consigo lo que quiero.
—En este caso no —prometí.
Sonrió con calidez, lleno de humor, muy persuasivo. Metió las manos en los
bolsillos del pantalón y la chaqueta se abrió, descubriendo un poco más el
espléndido chaleco.
—¿Es mucho pedir que me acompañe a cenar?
—Yo no lo conozco, señor Wayne.
—Ése es el problema. Quiero que me conozca. Quiero conocerla. Por eso le he
estado enviando regalos.
—Pensé que al devolvérselos le estaba diciendo algo.
—Me estaba diciendo que no es la aventurera mercenaria que pintan los
periódicos. La Elena López que describen se habría quedado con todo y habría
buscado más.
—La Elena López que describen no existe, señor Wayne. Ahora será mejor que
se marche.
—Entiendo que usted tiene mucho cariño a su agente.
—En realidad, sí. Anthony y yo llevamos muchos años juntos.
—¿Lo ama?
—Ése no es asunto suyo, señor Wayne.
Mi voz sonaba a hielo, pero eso no parecía preocuparle, yo comenzaba a perder
la paciencia. Nick Wayne me miraba, con sus tranquilos ojos pardos; al fin sacudió la
cabeza, frunciendo levemente el ceño, y metió la mano en el bolsillo interior de la
chaqueta. Si tenía intenciones de hacerme un regalo había elegido muy mal
momento. Estaba a punto de hacerlo expulsar de mis habitaciones cuando sacó un
manojo de papeles y les echó una mirada, con el ceño cada vez más fruncido.
—Si no acepta mis diamantes, señorita López, tal vez acepte esto a cambio.
Y me entregó las notas. Las examiné, mientras el hombre observaba
atentamente mis reacciones. Sentí que el color abandonaba mis mejillas. La primera
- 343 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
nota era un crédito de cinco mil dólares en The Golden Nugget, a la orden de
Anthony Duke y firmada por el gerente. La segunda, por dos mil; la tercera, por tres
mil. Había once en total, y la suma ascendía a más de cincuenta mil dólares. Anthony
debía a The Golden Nugget una pequeña fortuna, y no habría forma de pagarle
aunque empleara hasta el último centavo de lo que obtendríamos en San Francisco; el
pago debía ser efectuado en un plazo de cuatro días.
—Yo nunca lo hubiera permitido de haberme enterado antes —me dijo Wayne
—. Me las han entregado esta mañana, pues el hombre que dirige The Golden
Nugget supuso que Duke tenía fondos ilimitados; creyó que no había problemas en
darle crédito.
—¿Y él siguió apostando? —pregunté, con voz hueca.
—Me temo que sí.
—No lo puedo creer. No puedo creer que haya sido tan imbécil. No hay excusas
para…
—Lo siento muchísimo —dijo Wayne—. A los hombres les gusta apostar. Yo les
proporciono la oportunidad, pero trato de mantener las riendas tirantes; no me gusta
que nadie vaya a la bancarrota. Cuando alguien está de malas e insiste en apostar, le
corto el crédito. Su agente se portó como un idiota, y mi gerente también. No debió
haber permitido que ocurriera esto.
Contemplé las notas que tenía en la mano, con una terrible sensación de vacío.
Me enfurecía que Anthony hubiera hecho una cosa así, pero también estaba triste.
Sabía que esa vez sería imposible perdonarlo y sentía ganas de llorar. Contener las
lágrimas ya era bastante esfuerzo.
—Las notas son suyas, señorita López —dijo Wayne—. Considere la deuda
cancelada.
Las plegué, conteniendo el llanto. Nick guardó silencio. Cuando alcé los ojos
seguía con el ceño fruncido, pero sus ojos estaban llenos de comprensión. Al fin
entendía la razón de que Anthony le tuviera tanto odio; culpaba a Wayne por lo
ocurrido, naturalmente, pues no tenía el suficiente valor para aceptar su propia
culpa.
—Lo siento —repitió Wayne—. Ahora me voy a retirar. Supongo que usted
querrá estar sola.
Y se marchó en silencio, pero yo apenas lo noté. Seguía con los papeles
apretados en la mano, tratando de decidir lo que haría. La tristeza era casi aplastante
y comprendí que debía dominarla. Por las ventanas pude ver que el cielo azul se iba
tornando gris, pues se formaban grandes nubes. Transcurrieron diez minutos antes
de que se oyeran los pasos en el corredor. Millie abrió la puerta con expresión de
alarma.
—¡Cielos, Elena! —exclamó—. Pensé que había ocurrido algo. James y yo te
estábamos esperando en el coche. Vas a llegar tarde al teatro.
Se interrumpió para observarme con más atención.
—¿Pasa algo? —preguntó.
No respondí. Ya sabía lo que debía hacer, y me incorporé, tomada la decisión.
- 344 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
—No iré al teatro —le dije—. Haz que Bradford te lleve e infórmales de que el
ensayo general queda cancelado.
—Pero…
—Haz lo que te digo, Millie. Cuando termines, di a Bradford que venga a
buscarme. Lo esperaré en la galería. Voy a necesitarlo esta tarde. Espero que no te
moleste.
Millie vaciló un momento, perturbada y ansiosa por interrogarme, pero
comprendió que no estaba de humor para explicaciones. Asintió brevemente y se
marchó. Regresé al dormitorio, recogí mi bolsito y metí las notas en él. En seguida
bajé al vestíbulo en busca del gerente. Él corrió hacia mí, todo sonrisas, deseoso de
agradarme.
—Necesito mi joyero —dije—. Lo dejé en la caja fuerte del hotel la noche de mi
llegada.
—Por supuesto, señorita López. Me alegrará ayudarla.
Ya en su lujosa oficina, golpeé impaciente el suelo con el pie mientras él,
arrodillado frente a la enorme caja de hierro, hacía girar las ruedas hasta abrir la
puerta. Se irguió, con el joyero en la mano. Le di las gracias cortésmente y salí a la
galería para esperar a Bradford. El cielo había adquirido un color gris amenazador y
la luz solar era leve, pálida. Un suave viento me agitaba las faldas. Había lluvia en el
aire.
Bradford se detuvo frente al hotel pocos minutos después, con su cochecito
negro de dos asientos y capota plegable. Un fuerte rucio hacía sonar sus cascos,
impaciente. Bradford descendió para informarme de que había dejado a Millie en el
teatro.
—Me pareció que usted preferiría no tenerla al lado —dijo—. Así que necesita
mi ayuda.
—Sí. Tengo que vender mis joyas. Esta misma tarde. Como usted ha pasado
mucho tiempo en San Francisco y conoce bien la ciudad, tal vez sepa decirme
dónde…
—¿Quiere efectivo? —preguntó él.
—Forzosamente.
—Pues sí, conozco un lugar, pero no está en el mejor de los vecindarios.
—Eso no importa —le dije.
Cuando Bradford me hubo ayudado a subir, desplegó la capota y la sujetó,
mientras el caballo pataleaba, impaciente. Bradford subió a mi lado y tomó las
riendas para azuzar al caballo; vestía tan descuidadamente como de costumbre: botas
negras, pantalones desteñidos y camisa de algodón descolorida. El pelo veteado por
el sol le caía sobre la frente. Su expresión se mantenía impasible mientras el carruaje
bajaba por la calle, entre crujidos y tumbos.
Debido a la cantidad de vehículos que atestaban la calle nos era forzoso avanzar
con lentitud. Había borrachos que se cruzaban en el camino, sin prestar atención a la
lluvia. Un gigante con barba se tambaleó junto al buggy y se aferró a los arneses para
no caer. Me vio al levantar los ojos y lanzó una exclamación, alargando la mano hacia
- 345 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 346 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
pero el rucio proseguía su marcha, sin dejarse perturbar por el agua y el barro,
mientras Bradford lo guiaba tranquilamente entre los obstáculos. Tardamos una hora
en llegar hasta el edificio donde Wayne tenía sus oficinas. Por entonces la lluvia se
había reducido a una ligera llovizna.
—¿Quiere que entre con usted? —preguntó Bradford.
—No creo que sea necesario —le dije—. Volveré dentro de pocos minutos.
El edificio era nuevo, pues casi toda la zona había sido destruida por el incendio
de 1851; por todas partes se elevaban estructuras flamantes y más fuertes. En la
planta se había establecido un banco. Un empleado de aspecto aburrido, que
ocupaba un escritorio de caoba, señaló las escaleras y me dijo que hallaría las oficinas
de Wayne en el segundo piso. Mi falda estaba salpicada por la lluvia; tenía el pelo
húmedo y mal peinado. Me lo aparté de los ojos antes de llamar a la imponente
puerta donde se leía su nombre, impreso en pulcras letras de oro.
Un secretario me abrió la puerta y me hizo pasar. La oficina era enorme, con
paneles de roble oscuro y una alfombra de color castaño dorado. En las paredes se
veían grabados de barcos de vela; había también un sofá de cuero, un bar portátil
lleno de botellones de cristal y lámparas altas con pantalla de cristal verde. Wayne
ocupaba un hermoso escritorio Sheraton, atestado de papeles. Al verme se levantó
rápido, alisándose la chaqueta, que colgaba del respaldo de la silla.
—Señorita López —dijo, completamente sorprendido.
Echó un vistazo al secretario y le indicó la puerta con una rápida inclinación de
cabeza. El hombre, al retirarse, cerró tras de sí.
—Qué placer tan inesperado —dijo Wayne.
—He venido por cuestiones de negocios, señor Wayne.
Abrí mi bolsito y saqué el dinero. Él me observó mientras yo lo contaba, con la
ceja derecha en alto y una expresión de malestar en los ojos. Cuando tuve la cantidad
exacta que Anthony le debía, plegué los billetes y se los tendí. Wayne sacudió la
cabeza.
—No le aceptaré ese dinero —me dijo—. Ya le di las notas de crédito. Las
deudas ya han sido saldadas en los libros.
—Insisto, señor Wayne.
Por el tono de mi voz se dio cuenta de que yo hablaba en serio. Con el ceño
fruncido, cogió los billetes y los dejó caer sobre la mesa.
—Usted es una mujer nada común —comentó, intrigado.
—Creo que ahí tiene todo el dinero. Puede contarlo.
—El dinero no me importa.
—Lo creía hombre de negocios. Acaba de obtener una gran ganancia.
—¿Puedo preguntarle cómo lo obtuvo?
—Lo conseguí de un tal señor Sykes —repliqué.
—¡Sykes! ¿Se ha metido en tratos con un hombre como él?
—Necesitaba el dinero con urgencia.
—¿Qué le ha vendido? ¿Sus joyas? Las ha vendido, ¿verdad?
—Eso no es asunto suyo, señor Wayne. A usted sólo le importa que el dinero
- 347 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
esté en su poder. Las deudas de juego de Anthony han sido pagadas. Quisiera un
recibo, si no le molesta.
Wayne volvió a fruncir el ceño y se sentó ante el escritorio para extenderme el
recibo. Lo arrancó del talonario y me lo entregó.
—Ha de amarlo mucho para hacer algo así —dijo tranquilamente.
—Lo amo, señor Wayne. Por eso he tenido que hacerlo. Pero usted no lo
comprenderá.
—Sus joyas eran famosas en todo el mundo.
—No me servían de nada. Eran un simple símbolo. Símbolo de un pasado que
trato con todas mis fuerzas de olvidar.
Mi voz era como el acero y reflejaba mi fría tensión interior. Me aferré a ella. Si
cedía en ese momento no podría soportar la velada. Nick Wayne pareció
comprender, pues me trató con calor y simpatía.
—Me siento responsable de esto —dijo.
—No es culpa suya —respondí, cediendo un poco—. Como usted mismo dijo
antes, no hace más que proporcionarle una oportunidad. Ahora debo irme, señor
Wayne.
—Permítame llevarla al hotel.
—Me están esperando en la puerta.
—Comprendo. Al menos la acompañaré hasta la salida.
—Como quiera.
Bajamos las escaleras en silencio. Aunque el empleado no me había reconocido
la primera vez, debía haberse corrido la voz de que yo estaba en el edificio, pues
todas las miradas nos siguieron hasta la puerta. La lluvia había cesado y el cielo se
estaba despejando; unos débiles rayos de sol atravesaban el cielo gris. Él salió
conmigo.
—¿Nos volveremos a ver? —preguntó.
—En realidad, no lo sé.
—Me gustaría. Me gustaría mucho.
—Ya veremos —dije, y me reuní con Bradford en el buggy para regresar al hotel.
El teatro estaba deslumbrante de luces. Enfrente, la calle se veía congestionada
por la cantidad de carruajes. Hombres y mujeres suntuosamente ataviados se
amontonaban bajo la marquesina, entrando poco a poco al vestíbulo como ovejas
privilegiadas; todos llegaban temprano para contar con tiempo, a fin de intercambiar
chismes y tomar champán. Mi espectáculo era la función teatral más importante del
año, y todos habían pagado mucho para estar presentes. El cochero contratado por
Anthony tardó más de diez minutos en abrirse paso por la multitud de carruajes
hasta la entrada para artistas.
El portero pareció muy aliviado al verme llegar. Apenas acababa de pasar junto
a él, Anthony apareció corriendo.
—¡Dónde diablos te habías metido! —gritó.
Yo, sin prestarle la menor atención, continué hacia camerino. Él me siguió, tan
agitado que se le quebraba la voz.
- 348 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 349 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
los bailarines iniciaron el primer número: una danza viril, en la que expresaban su
rivalidad por la mujer que aún no había aparecido. Aunque lo habían hecho bien
durante los ensayos esa noche estuvieron maravillosos; se miraban de pies a cabeza,
gruñían, plantaban los pies al suelo y se empujaban con una ferocidad
cuidadosamente coreografiada. La música cobró nuevos bríos y se inició un batir de
castañuelas, docenas de castañuelas. Los hombres se volvieron hacia bastidores con
una mirada ansiosa, y yo esperé algunos instantes, dejando deliberadamente que
creciera el suspenso.
Me olvidé de Anthony. Me olvidé de Nick Wayne. Olvidé cuanto había
ocurrido y me convertí en una seductora bailarina española que se encaminaba al
encuentro de sus pretendientes en una calurosa llanura española. Dejé que la música
formara parte de mí y avancé lentamente hacia el escenario, balanceando la falda. El
teatro se llenó con un aplauso atronador, pero no presté la más leve atención,
desdeñando al público tal como desdeñaba a los hombres. Los bailarines me
rodearon para cortejarme; yo condescendí a bailar primero con uno, después con otro
y al fin con los cuatro, balanceándome y dejándome caer entre los brazos
musculosos.
Los hombres retrocedieron hacia la parte trasera del escenario, agrupados e
infelices, mientras yo les expresaba, por medio de mi danza, la existencia de otro
amante que les aventajaba a todos. Las lentejuelas doradas centellearon mientras yo
giraba, describiéndoles la noche de esplendores que habíamos compartido. Cada uno
de ellos, por turno, trató de convencerme de su superioridad. Uno me cortejó con
gentileza, demostrando su dominio con golpes de tacón; el tercero me imploró
piedad, mientras las guitarras sonaban quejumbrosas. El cuarto bailarín fue sensual y
seductor; me acarició los brazos y me condujo en un erótico pas de deux.
Al fin los cuatro caballeros se retiraron, dejándome sola en el escenario. Las
candilejas disminuyeron su intensidad, permitiendo que el telón de fondo brillara
con crepusculares luces anaranjadas, gracias a los efectos especiales de iluminación.
Entonces bailé mi segundo solo, describiendo una vez más a mi amante, mi nostalgia
por él. El crepúsculo se apagó poco a poco; cuando ejecuté los últimos pasos de la
danza no quedaban tras de mí sino unas pocas manchas anaranjadas. La música se
detuvo y el escenario quedó a oscuras. Al caer el telón corrí a mi camerino, ignorando
el aplauso que parecía estremecer el edificio entero. En lugar de saludar al terminar
la primera parte, lo haría al acabar la función.
Había dado órdenes de que nadie fuera a mi camerino durante el intervalo; ni
siquiera deseaba que Millie me ayudara a vestirme. Retoqué apresuradamente el
maquillaje y descolgué el segundo traje. Era de corte idéntico al primero, pero estaba
hecho de rica seda negra. La falda, iluminada con lentejuelas negras, tenía por debajo
seis enaguas escarlatas. Sujeté una rosa de terciopelo rojo a mi pelo. El público volvía
a ocupar sus asientos, entre charlas ruidosas, pero yo no abandoné el camerino hasta
que no hubo comenzado la segunda mitad de la obertura.
Las primeras danzas habían sido buenas y yo lo sabía, pero deliberadamente
me había reservado un poco para la segunda parte. Los bailarines pasaron a mi lado
- 350 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
con sus disfraces de gitanos. Les sonreí y les dije que habían estado soberbios, con lo
cual salieron al escenario renovados en su confianza. El telón de fondo representaba
la misma llanura española por la noche; la tierra negra, el cielo de color gris
ceniciento, Con parpadeantes estrellas de plata. Un alegre carromato de gitanos
ocupaba el lado izquierdo del escenario, donde ardían tres hogueras auténticas. Eran
leños especialmente tratados, dispuestos en grandes calderos de hierro negro que
resultaban invisibles al público. Dos de los bailarines estaban en cuclillas ante una de
las fogatas. El tercero permanecía recostado sobre los peldaños del carromato, y el
cuarto se apoyaba en él con arrogante postura.
Al alzarse el telón el público rompió en un aplauso espontáneo, pasmado por
los efectos de escenografía. Los dos bailarines acuclillados frente al fuego se
levantaron para iniciar una fiera danza de combate; sus rostros lucían una expresión
asesina mientras los cuerpos ágiles se movían al compás de la música estruendosa. El
bailarín del carromato se unió a ellos para separarlos y poner fin a la lucha. Entonces
los tres se volvieron amenazadoramente hacia los bastidores, en el comienzo de otra
melodía. Entré al escenario girando, con las faldas en vuelo y las lentejuelas negras
resplandecientes a la luz de las llamas. El aplauso fue aún más fuerte. Lo ignoré,
como antes, y proseguí con mi provocativa danza, para tentar a los tres apuestos
gitanos que me miraban con ojos relampagueantes.
Hice un pas de deux con cada uno de ellos y después volví a bailar sola.
Uno de los gitanos se aproximó y me entregó un par de castañuelas. Fingí
hablar con él en tono conspiratorio mientras me las sujetaba a los dedos.
Comenzamos a bailar. El gitano de la camisa roja abandonó su sitio junto al
carromato, atrapó a mi compañero por el hombro y lo apartó de un empellón
violento. Con los brazos en jarras, me miró de arriba a abajo, centelleantes los ojos.
Sonreí, haciendo sonar provocativamente las castañuelas ante él. Me volvió la
espalda con los brazos cruzados sobre el pecho. Bailé en círculos a su alrededor,
tentándolo. Seductora, plenamente consciente de mi atractivo, movía el cuerpo al
compás de la música lenta y sensual, que iba cobrando impulso. Él me observaba con
furia, dilatando la nariz; el deseo empezaba a agitarse en él y a arderle en los ojos
mientras me veía girar y balancearme.
Era la danza de amor, la que había bailado hacía ya tantos años en un
campamento gitano en la feria de Cornwall. Entonces mi compañero había sido un
joven llamado Juan, y Brence estaba entre la multitud, contemplándome. Yo tenía
dieciocho años y estaba llena de amor, transformada por su magia. Ahora, al bailar
en el escenario de San Franciscos viejos recuerdos se abatieron sobre mí, y el telón de
fondo con sus parpadeantes estrellas de plata, se convirtió en el cielo de Cornwall; el
fuego fue el de las hogueras gitanas, y mi compañero el joven de entonces.
Mi cuerpo se transformó en un instrumento de pasión, pues bailaba para
Brence, enamorada de él entonces y ahora. Por él me había hecho bailarina, porque
deseaba recobrarlo, deseaba que me viera y que me amara. Jamás había dejado de
amarlo, jamás. El dolor era tan fuerte en ese instante como en el día en que me había
abandonado.
- 351 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 352 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XLV
- 353 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 354 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 355 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 356 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
entrada de artistas, por las dudas. Pensé que a lo mejor esta noche no quería tanto
ruido.
—Gracias a Dios.
—¡Nunca he visto nada semejante! —juró Millie—. Toda la ciudad ha
enloquecido por ti, Elena, y no me extraña. ¡Has estado electrizante! ¡Maravillosa! Ese
número final… todavía no puedo reponerme.
Sacudió la cabeza y echó una mirada por el camerino.
—¿Dónde está Anthony? —preguntó.
—Se… se fue.
—¡No me extraña! Muy digno de él. Una de las mejores noches de tu vida y él
desaparece así sin más. ¡Por lo menos podría haberte llevado a cenar! Pero Anthony,
oh, él no. Cómo va a gastar un dólar en…
Entonces vio mi expresión y se detuvo en seco, cambiando bruscamente de
actitud.
—¿Ocurre… algo malo?
—Estoy bien.
Millie no me creyó.
—Estás exhausta —dijo, tratando de ocultar su preocupación—. Por supuesto,
después de tantas tensiones… James y yo te llevaremos al hotel.
—Gracias.
Me cogió la mano y la oprimió, diciendo:
—¡James, no te quedes ahí! Abre la puerta. Gradas a Dios el buggy está en la
puerta trasera. No estás en condiciones de enfrentarte a esa multitud.
Abandonamos el camerino, con Bradford abriendo la marcha y Millie
sujetándome la mano con firmeza. Seguía echándome miraditas preocupadas
mientras recorríamos el pasillo; hacia la puerta de artistas. ¿Tan mal se me veía? ¿Era
tan obvio? El portero nos vio llegar y se precipitó a abrirnos. Cuando salimos, el aire
de la noche era frío y húmedo. Vacilé sobre el escalón de metal, súbitamente incapaz
de moverme, y apreté la mano de Millie con tanta fuerza que le arranqué una mueca
de dolor.
—Millie.
—¡Elena, por Dios!
Una premonición descendió sobre mí como una nube oscura, tragándome. Por
un momento creí que me iba a desmayar. Algo iba a ocurrir; lo sentía en los huesos,
en la sangre. Por entre un torbellino de sombras vi algo espantoso, algo brillante,
confuso y terrible. La sensación fue como un golpe físico que me dejó aturdida.
Empecé a temblar, y Millie me cogió en sus brazos, aterrorizada.
—¡James! —gritó.
Y él estuvo súbitamente a mi lado, rodeándome la cintura con los brazos.
—Ya estoy bien —dije.
—¿Seguro?
—Me he sentido… un poquito débil.
—¡Por Dios, me has dado un susto! —exclamó Millie—. He creído que te ibas a
- 357 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
desmayar. Estabas blanca como el papel, y tus ojos… la expresión de tus ojos era
espantosa.
—Calla —dijo Bradford, secamente.
Le tendió la mano para ayudarla a subir al cochecito y en seguida hizo lo
mismo conmigo. Millie se apartó un poco para dejarme espacio, mientras Bradford
daba la vuelta para subir por el otro lado. Desde el frente del teatro nos llegaba el
bullicio de la multitud que aclamaba mi nombre.
—Será mejor que bajemos por el callejón y cojamos la calle lateral —dijo
Bradford.
El buggy se meció de uno a otro lado, crujiendo con cada giro de las ruedas, al
partir el rucio por el callejón. De pronto comprendí lo que debía hacer y me incliné
para hablar con Bradford.
—¿Sabe ir al The Golden Nugget?
—Creo que sí —dijo él.
—¡The Golden Nugget! —chilló Millie—. ¿Estás loca? ¡Tienes que volver
directamente al hotel!
—¿Quiere llevarme? —pregunté a Bradford, sin prestar atención a mi amiga.
—Como quiera.
Millie abrió la boca para protestar pero Bradford la hizo callar con una mirada
severa. Cuando tomamos la calle se agachó para sacar su revólver del escondite y lo
puso en el asiento, junto a su pierna. Millie retrocedió. Aunque estaba muy
perturbada, guardó silencio. Me cogió de la mano y se recostó con un susurro de
faldas.
Todo saldría bien si lo encontraba. Le pediría que me perdonara. Él se mostraría
algo mohíno, pero al fin aceptaría mis disculpas y me abrazaría con una sonrisa,
diciendo: «Qué equipo formamos, querida». Y todo saldría bien. Después, en el hotel,
haríamos el amor y yo me agarraría a él con fuerza. Era cuanto tenía. Millie iba a
casarse con Bradford y se marcharía. Yo no tenía más que a Anthony.
Lo amaba. No lo amaba como a Brence, porque jamás podría amar a nadie de
ese modo; pero mis sentimientos por Anthony eran igualmente auténticos. Aunque
fuera un verdadero sinvergüenza, exasperante, variable e imposible de soportar, lo
amaba igual. Al recordar la premonición apreté la mano de Millie, consumida por el
miedo.
—Por favor, más de prisa —rogué.
—No puedo, con estas calles enlodadas —dijo Bradford.
—¿Falta mucho?
—No, no mucho.
Las aceras estaban atestadas. Dejamos atrás restaurantes y salones, más
respetables de lo que me habían parecido por la tarde. Varios carruajes avanzaban
por la calle, y también jinetes. El lodo espeso y traicionero dificultaba terriblemente
nuestro paso. Me pareció que tardábamos una eternidad en llegar a la zona donde
estaban los lujosos casinos. Frente a cada establecimiento ardía una antorcha,
iluminando las vistosas fachadas.
- 358 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 359 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 360 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XLVI
- 361 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 362 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
fornido, olvidar mis preocupaciones y dejar que él se hiciera cargo de todo. Eso era lo
que él deseaba, y habría sido muy fácil permitírselo. Habría sido maravilloso dejar
que alguien me cuidara. Pero permanecí inmóvil, negándome a apoyarme en él;
todavía no estaba dispuesta a tomar esa decisión. Sus dedos me apretaron levemente
el brazo y su voz sonó profunda, bellamente modulada, junto a mi oído.
—Sabes que te quiero, Elena.
—Lo sé, Nick.
—He tenido mucha paciencia.
—Lo sé y te lo agradezco.
—Quería darte tiempo. Sé que la muerte de Duke fue un golpe terrible y…
—No quiero hablar de eso, Nick.
—No has hecho ningún intento de abandonar San Francisco. Tampoco has
hecho planes, por lo que sé. Se me ha ocurrido que tal vez te quedabas por mí. Me
gustaría creerlo.
—Has sido… muy bueno conmigo, Nick. Te portaste maravillosamente al
arreglar las cosas con Clark. Sé que él quería hacerme cumplir el contrato, pero yo…
no hubiera podido. Después de lo que ocurrió aquella noche…
Vacilé; la voz me temblaba al proseguir:
—Sé que pagaste una gran cantidad a Clark para anular mi contrato.
—Lo hice con placer.
—Has sido amable, atento y… creo que no hubiera podido soportar todo esto
sin ti. Te estoy agradecida, Nick, pero no estoy enamorada de ti.
—Todavía no —dijo él.
Sus fuertes brazos me rodearon poco a poco la cintura, atrayéndome hacia él, y
no intenté resistir. Al apoyar la cabeza sobre su hombro sentí su calor y el olor
masculino de su cuerpo. Me sentí frágil y débil; sabía que él podía aplastarme entre
sus brazos, pero experimentaba una gran seguridad al saber que él deseaba
protegerme como a un tesoro.
—Pensé que te irías —dijo—. Todos los días temía oírte decir que habías hecho
las maletas y que te ibas a tu patria.
—Ya no tengo patria. No tengo hogar al que regresar.
—Haz tu hogar aquí, Elena. Conmigo.
—Nick…
—Ya sé por qué me devolviste los regalos —prosiguió—. Pensabas que mis
intenciones no eran honorables. Admito que estabas en lo cierto. Quería acostarme
contigo y pensé que podía ganarte con joyas, tener a la famosa Elena López como
amante. Hubiera sido un gran golpe de efecto, me habría convertido en la envidia de
todos los hombres de California. Todavía sigo queriendo acostarme contigo, Elena,
pero ahora quiero hacerlo dentro de la legalidad. Quiero casarme contigo.
Y estrechó los brazos en torno de mi cintura, abrazándome con fuerza. Yo cerré
los ojos y cedí, demasiado cansada para discutir, para protestar. La mejilla de Nick se
apoyó sobre la mía.
—Ya soy un hombre muy rico, pero llegaré a ser muy importante. Voy a vender
- 363 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
los garitos. Pienso entrar en la política, y es probable que dentro de algunos años
llegue a gobernador. Entonces quiero tenerte a mi lado, Elena. Serás la Primera Dama
de California.
Me hizo girar en redondo para mirarme de frente, y yo incliné la cabeza hacia
atrás para observar aquellos sobrios ojos pardos. Su expresión era grave. Aunque
sentía el poder que exudaba, sentía también su inexorabilidad; era algo de lo cual
tenía conciencia desde un principio. Todo hombre debía ser inexorable para llegar
adonde había llegado él, para alcanzar las metas que él se proponía.
—Te amo, Elena —me dijo—. Sé que amabas a Duke y sé que aún no te has
repuesto de su muerte, pero creo que puedo ganarme tu cariño y hacerte feliz.
Sus labios cubrieron los míos y me besó largo rato, tierna, cautamente,
conteniendo a conciencia la urgente pasión que lo poseía. Fue un beso casto, pero
sólo porque él ejercía el mayor dominio sobre sí. Mientras su boca seguía acariciando
y saboreando la mía, presentí que Nick Wayne podía ser un amante vigoroso y
autoritario. No era inmune a sus atractivos físicos, pero aún no estaba dispuesta a
sucumbir a ellos.
Al fin me dejó libre, pero me miró a los ojos en espera de la respuesta. Como no
la encontró dejó escapar un profundo suspiro.
—No quiero presionarte, Elena. Sé que necesitas tiempo. Sólo quiero tu
promesa de que lo pensarás.
—Lo pensaré, Nick.
—Eso basta… por ahora —dijo, y sonrió—. Pienso ser muy convincente en los
próximos días.
—Nada de diamantes —dije levemente.
—Nada de diamantes —prometió—, pero cuando nos casemos te cubriré de
joyas, y será mejor que te gusten.
Una sonrisa le jugaba en los labios; sus ojos estaban llenos de afecto y buen
humor; en seguida me atrajo hacia él y volvió a besarme. Fue un beso breve, fugaz,
afectuoso, y lo disfruté totalmente. Nick Wayne me gustaba mucho. Tal vez a su
debido tiempo llegara a amarlo.
—Creo que será mejor llevarte al hotel —dijo—. A las tres tengo una reunión.
Vamos a analizar el nuevo sistema de cloacas.
—Fascinante.
—Necesario —replicó él.
—Yo también debo regresar. Prometí a Millie que iría de compras con ella. Debe
estar esperándome.
Me cogió de la mano con fuerza y me condujo por la empinada cuesta hasta el
carruaje; sólo tropecé una vez, al engancharse mi falda en un arbusto espinoso. Nick
la liberó con una amplia sonrisa, muy satisfecho, al parecer, por el modo en que le
habían salido las cosas. También yo me sentía muy bien al regresar al hotel; al menos
durante un rato había logrado apartar por completo mi pesar. Gracias a Nick
empezaba a sentirme mejor, a reconocer que la vida seguía.
Cuando llegamos al hotel le apoyé una mano en el brazo y sentí el duro
- 364 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 365 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
los restaurantes más baratos. Yo creía que era un pobre vagabundo, que no servía
sino para manejar el revólver. Me imaginaba el futuro como una dura lucha, a base
de comer frijoles cinco días a la semana, criando pollos y vendiendo huevos para…
¿Sabes qué me dijo cuando le pregunté por qué no me lo había dicho antes? Que
deseaba asegurarse de que yo estuviera interesada en él y no sólo en su dinero.
—Supongo que le cantaste las cuarenta.
—Estuve a punto de romper el compromiso allí mismo. Nos peleamos a muerte,
frente a los establos. Pero la reconciliación fue maravillosa. Me besó y siguió
besándome hasta dejarme demasiado confundida como para seguir peleando; sólo
me quedaron ganas de ronronear. Por Dios, Elena, a veces pienso que soy la mujer
más afortunada del mundo.
En ese momento apareció nuestro coche por la calle, chapoteando las ruedas en
el lodo. Subimos rápidamente y un minuto después íbamos ya trepando la colina.
—¿Y tú? —preguntó ella—. ¿Qué vas a hacer?
—No estoy segura, Millie.
—No puedes quedarte en el hotel. Podrías aceptar otro contrato…
—Juré que no volvería a bailar, y lo dije de corazón. Sin Anthony ya… no
podría. Esa parte de mi vida ha quedado atrás.
—¿Y el futuro?
Vacilé un momento, mientras contemplaba las fachadas de los comercios por la
ventanilla, aunque en realidad nada veía.
—Nick Wayne me ha pedido hoy que me casara con él.
—Sabía que lo iba a hacer tarde o temprano. ¿Lo vas a aceptar?
—Podría. Es rico, importante y… me cuidaría bien. Piensa construir una gran
mansión en Fern Hill. Quiere ser gobernador y convertirme en la Primera Dama de
California.
—Y no dudo que lo haría. Nick Wayne suele conseguir todo lo que desea.
—No te gusta, ¿verdad?
—No mucho —dijo, cautelosa—. Es demasiado pulido para mi gusto,
demasiado calculador. Pero contigo se ha portado muy bien, no puedo negarlo. Y es
el mejor partido de California, además de ser terriblemente atractivo.
—Ojalá lo amara.
—Tal vez con el tiempo…
—Tal vez —dije—. Tú… tú has tenido mucha suerte, Millie, y me alegro mucho.
Tu sueño se ha hecho realidad, pero el mío… Bien, el mío quedó destruido hace ya
mucho tiempo. Durante años he tratado de negármelo, aferrándome a sus restos con
la confianza de que volviera a materializarse.
Millie me cogió la mano.
—Lo sé —dijo en voz baja.
Se hizo el silencio. Cuando volví a hablar mi voz tenía un férreo tono de
resolución.
—Los últimos hilos se han perdido —dije—, y no me queda a qué aferrarme. El
sueño ha desaparecido, y supongo que ahora debo enfrentarme a la realidad. Si la
- 366 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
realidad es Nick Wayne, una casa lujosa y un futuro estable, tendré que aprovechar la
ocasión.
—Tal vez si esperaras acabarías por encontrar a un hombre que… —comenzó
Millie.
—No puedo correr el riesgo —le dije—. Nick me ama. Yo no estoy enamorada
de él, pero él lo sabe, de modo que no hay engaño. Seré una esposa magnífica para él
y no tendrá que lamentarlo. Me encargaré de eso.
Millie no dijo nada, pero comprendí que el tono de mi voz la afligía. Ya en el
hotel me acompañó hasta la puerta de mi habitación.
—Será mejor que me dé prisa. James vendrá por mí temprano. Vamos a
celebrar… en otro restaurante barato, sin duda. ¡Al diablo con él! Voy a pedir el plato
más caro del menú e insistiré en que tomemos champán.
—Nick me llevará a Chinatown.
—Te gustará. Es muy colorido. Que te diviertas, Elena, y…
Por un instante vaciló antes de agregar:
—Sea cual fuere tu decisión, estoy segura de que tomarás la correcta. Nos
veremos por la mañana.
Permanecí un momento en la sala, tratando de combatir la pena que me invadía
en cuanto me quedaba sola. Era algo casi tangible que me sorprendía desprevenida y
me atormentaba. Tras varios minutos de malestar logré recobrar el cordón y tiré de la
campanilla. Al aparecer la camarera pedí un baño.
El agua caliente me ayudó bastante. Más tarde, mientras me arreglaba el
peinado y el maquillaje, comprendí que todo pasaría. Jamás podría olvidar a
Anthony y sobreponerme a si muerte, pero seguiría adelante. Ya había pasado
demasiado tiempo en ese limbo horrible de soledad e indecisión.
Me iba a casar con Nicholas Wayne.
Nick era atractivo y tenía fortuna; tenía fe en sí mismo, me amaba. Todo eso era
cosa cierta. Me protegería y me proporcionaría una vida cómoda. No había mujer
casadera en California que no hubiera saltado ante la oportunidad de casarse con él.
Y sin embargo, ¿por qué esa ambivalencia mía al respecto? ¿Por qué seguía pensando
en la hacienda encantada, en la música de guitarras y en el hombre de negro?
Con un suspiro me levanté para vestirme; había elegido un vestido de rico
tafetán borravino. Al franquear la puerta de la sala me pareció oír algo en la que daba
al pasillo, pero como había cerrado con llave al entrar decidí que debía ser mi
imaginación y no pensé más en el asunto. Una vez casada con Nicholas Wayne
tendría que vestir de otro modo; el guardarropa de Elena López sería reemplazado
por otro igualmente lujoso, pero mucho más recatado. La futura Primera Dama de
California no debía exhibir tanto el pecho y los hombros.
Cuando acabé de vestirme me acerqué a la ventana. A lo lejos se veía un extraño
resplandor anaranjado, suave y neblinoso en la oscuridad. Sin duda era una fogata
en alguna de las construcciones que se estaban levantando al pie de la colina. De
algún modo había que eliminar las basuras acumuladas. Además parecía oírse más
ruido que de costumbre allá lejos, pero San Francisco era siempre ruidosa.
- 367 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Entré a la salita, donde sólo había una lámpara encendida; el círculo de luz
dejaba en sombras el resto de la habitación. Encendí otra lámpara y me volví para
mirar el reloj. Entonces lo vi. El corazón se me detuvo.
—No quería sobresaltarla —dijo.
—Usted… —susurré.
—Le dije que nos volveríamos a ver, Elena.
Hablaba con esa voz baja y ronca, a medias susurro, a medias caricia seductora.
Llevaba la cabeza cubierta por la capucha de seda negra, pero no el atuendo negro
que yo recordaba tan bien. En cambio lucía un traje azul oscuro y chaleco de brocado
celeste. Comprendí que no hubiera podido entrar al hotel con su vestimenta habitual;
debía haberse puesto la capucha después de forzar la cerradura para entrar a mi
habitación.
—No se asuste —dijo.
—No estoy asustada.
—Tenemos que hablar, Elena.
—¿De qué… quiere que hablemos?
—De su futuro.
Mientras lo miraba con fijeza, todas las emociones que debería haber sentido
estaban ausentes de mí. A fuerza de pensar en él con tanta frecuencia había estado
pensando en él apenas minutos antes, mientras él esperaba entre las sombras a que
yo entrara en la habitación experimentaba una sensación de irrealidad al verlo frente
a frente. Era como si una parte de mí estuviera a cierta distancia y nos observara con
atención. Detrás de él, por la ventana, vi nuevamente aquel resplandor anaranjado.
Parecía mucho más luminoso que antes, pero eso tampoco era real.
—No debería haber venido —dije—. Alguien podría… mi prometido debe
llegar en cualquier momento.
—¿Su prometido?
—Que no lo encuentre aquí. Debe irse inmediatamente.
—No puede casarse con Nick Wayne, Elena.
—¿Cómo… cómo ha averiguado su nombre?
—Sé que ha estado saliendo con usted casi todos los días desde la muerte de
Duke, pero no tenía idea de que hubiera llegado tan lejos. La hemos mantenido bajo
estricta vigilancia, Elena.
—¿De veras?
—Nunca he estado demasiado lejos de usted. Debí haber venido antes, después
de que su agente fuera asesinado, pero hasta esta tarde no lo había descubierto. Es
decir, sabía que habían disparado contra él, pero no que fuera deliberadamente.
Sus palabras parecieron no tener sentido para mí. Lo miré fijamente. Sus ojos
oscuros estaban sombríos.
—No fue un accidente, Elena, sino un meticuloso asesinato. Esos jinetes
llevaban más de una hora esperando calle abajo a que apareciera Duke. Tenían
instrucciones detalladas. Debían hacer mucho ruido, disparar contra algunas
ventanas, causar mucha conmoción y matar a Anthony Duke.
- 368 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Entonces recordé que los jinetes habían salido como de la nada, disparando
locamente y sacudí la cabeza. Me negaba a creerlo. La sensación de irrealidad se
tornó más poderosa. Capucha Negra seguía muy quieto frente a la ventana,
observándome, y detrás de él se veía el resplandor anaranjado, luminoso, que se iba
extendiendo, tiñendo el cielo. A lo lejos se oían gritos; en el hotel, el estruendo era
grande. Pero nada de todo eso tenía sentido.
—Él lo planeó, Elena. La quería, y pensó que debía deshacerse de Duke para
conseguirla.
—No. No. Por favor.
—Es cierto. Uno de los jinetes se emborrachó hace un par de noches y habló
más de la cuenta. Al principio nadie lo creyó, pero de cualquier modo me llevaron la
noticia, por eso he venido inmediatamente a San Francisco para comprobarlo.
Entonces recordé lo que él había dicho aquella tarde en la oficina, cuando le dije
que había vendido mis joyas para pagarle las deudas de Anthony: «Ha de amarlo
mucho para hacer algo así.» Y yo había dicho que lo amaba. Pero Nick me había
comprendido mal; sólo comprendió que Anthony era un competidor fatal y debía ser
eliminado. Por eso Anthony había caído bajo las balas frente a uno de sus casinos.
Capucha Negra continuó:
—Una vez le hablé del hombre que me robó la mina e hizo que mi socio se
suicidara. Ese hombre era Nick Wayne, Elena.
—Y yo iba a casarme con él —susurré.
—Yo jamás lo hubiera permitido, Mary Ellen.
El susurro y la ronquera desaparecieron. Había hablado con su voz normal. Lo
miré fijamente, incapaz de dar crédito a mis oídos. Mary Ellen, me había llamado
Mary Ellen. Entonces comprendí. Creo que lo sabía desde un principio. Aunque no
tuviera conciencia de ello, mis sentidos y mi alma me habían dicho lo que la mente se
negaba a admitir. En el fondo del corazón, yo lo sabía, y en ese momento cada cosa
encajó en su lugar. Había sido tan maravilloso, tan natural, como aquella primera vez
en los páramos. Ahora comprendía aquellos sentimientos perturbadores que me
perseguían desde hacía varias semanas.
—No… no puede ser.
—Sí, Mary Ellen.
Levantó una mano y se quitó la capucha negra. Por un momento se quedó
mirando la tela que pendía lacia de su mano, con los ojos graves y pensativos; al fin
la arrojó sobre la alfombra. Aún estaba en el otro extremo de la habitación, frente a la
ventana. Me miró y yo examiné esa cara hermosa que tan bien conocía; la mandíbula
severa, la boca plena, los pómulos tensos, las mejillas levemente ahuecadas y el pelo
renegrido, tan espeso y rebelde.
Lo miraba fijo, incapaz de hablar. Brence, silencioso también, me miraba con
frío autodominio, y en ese momento de silencio los dos adquirimos conciencia de la
conmoción que reinaba en el hotel. Era más audible que nunca, y nos pareció
imposible haber estado tan distraídos como para no prestarle atención. Por el pasillo
resonaban gritos excitados y ruido de pasos. Brence frunció el ceño, intrigado, y de
- 369 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
pronto noté que el resplandor anaranjado había cubierto el cielo por completo. Por la
ventana se veían llamas y nubes de humo.
—¡Brence! ¡Fuego! ¡Allí, allí fuera!
Él giró en redondo. Lo que antes fuera un neblinoso fulgor al pie de la colina
era ahora una furia, terrible, crepitante conflagración que lo devoraba todo a su paso.
Toda la manzana estaba ardiendo; las llamas lamían las paredes, bailando locamente
en el viento, casi sobre nosotros. Vi que el edificio de la esquina se había incendiado;
el vecino al hotel sería el próximo. El humo se elevaba en el aire formando nubes
negras, y, aún bajo nuestra mirada, el tejado de la casa vecina comenzó a arder; ríos
de llamas corrieron sobre las vigas, extendiéndose. No habían pasado más de treinta
segundos desde que yo diera el primer grito de alarma.
Brence se volvió hacia mí, pero antes de que pudiera decir nada la puerta se
abrió de par en par y Nick entró precipitadamente. Su cara tenía el color de las
cenizas y había una mancha en una de sus mejillas. Recorrió la habitación con los
ojos dilatados por la aflicción, pero al verme junto a la mesa soltó un grito de alivio.
—¡Gracias a Dios! ¡He tenido que pelear para subir la escalera! No imaginas la
confusión que hay abajo. ¡La calle es un manicomio! El fuego se extiende, y el hotel se
incendiará en cualquier momento.
Dio un paso hacia mí, pero entonces vio a Brence y se detuvo en seco. Yo sentía
la terrible necesidad de decir algo, pero las palabras no me subían a los labios.
Cuando Nick vio a Brence pareció olvidarse del incendio: sus cinceladas facciones se
endurecieron y apretó los puños. Brence conservaba una calma alarmante, como si
hubiera estado en algún salón lleno de gente aburrida. Nick vio la capucha en el
suelo y fue a recogerla; la examinó con cuidado, frotó la seda negra entre los dedos y
volvió a dejarla caer. Al alzar la vista hacia Brence, su cara era como el granito.
—Brence Stephens —dijo.
—Ha pasado mucho tiempo, Wayne.
—¡Usted! Era usted el que se ocultaba tras esa capucha. Debí haberlo
imaginado.
—En efecto, pero había demasiados sospechosos, ¿verdad? Se contaban por
docenas los hombres que usted y los de su calaña habían arruinado. No es muy
bonito recibir el pago en la misma moneda, ¿no es así, Wayne?
Nick no respondió. Miró fijamente a Brence un instante, llenos de odio los ojos
pardos. Inmediatamente, con un solo movimiento, introdujo la mano bajo el faldón
de su chaqueta y sacó una pequeña pistola. Solté un grito, pero Brence ni siquiera
parpadeó. Durante un interminable momento los tres quedamos petrificados en un
cuadro increíble: Brence, frío e impertérrito; yo, retorciéndome las manos de terror;
Nick de pie, con las piernas separadas y la pistola apuntando a la cabeza de Brence.
Hasta que el humo empezó a filtrarse dentro de la habitación.
Los labios de Nick se alzaron en una terrible sonrisa que me heló la sangre.
Cebó la pistola y apuntó con cuidado. Yo volví a gritar, me arrojé contra él y sujeté el
arma. Mientras la pistola caía al suelo y rebotaba en la alfombra, él me dio un
empellón brutal que me envió tropezando hacia atrás. Caí y me golpeé la cabeza
- 370 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 371 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 372 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 373 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Capítulo XLVII
- 374 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
Orleáns y Nueva York, pero ni un centavo en San Francisco. James había insistido en
prestarme un poco y tal vez aceptara. Había pedido prestado lo suficiente como para
comprar un par de vestidos nuevos al menos. Millie y yo fuimos otra vez a la calle
Montgomery el día después del incendio, pero todo había desaparecido. Las dos
habíamos perdido cuanto teníamos. Millie, alegremente, compró un nuevo
guardarropa con el dinero de su futuro esposo, incluyendo un vestido de seda
amarilla idéntico al que había adquirido para la boda; pero yo había limitado mis
compras a lo indispensable: zapatos, ropa interior, una enagua nueva y dos simples
vestidos de algodón: el rosado intenso que llevaba puesto, y otro de color azul
marino. El vestido de tafetán borravino, lavado y zurcido por los tintoreros chinos de
la manzana, serviría para la boda del martes.
Tal vez permitiera que James me prestara lo suficiente para llegar hasta Nueva
Orleáns. Desde allí podría viajar hasta Nueva York y tomar un buque hacia
Inglaterra. No podía permanecer en San Francisco, tan cerca de Brence, que
obviamente no tenía intenciones de volver a verme. Él sabía dónde me hospedaba;
James le había dado la dirección. Los dos trabajaron juntos durante toda la noche del
incendio, ayudando con la pólvora y los detonantes. El incendio quedó apagado poco
después del alba, y a las diez de esa mañana James pudo regresar. Había subido
pesadamente los escalones de la pensión, con el pelo cubierto de hollín, desgarrados
la camisa y los pantalones.
Pero de Brence no se sabía una palabra desde que se separara de James, cuatro
días antes.
Me acerqué a la ventana para contemplar la ciudad. Era una hermosa mañana
de cielo claro y deslumbrante, apenas manchado de azul; la luz del sol bajaba en
rayos radiantes. James y Millie habían ido a comprar provisiones para el rancho y no
llegarían hasta entrada la tarde. Me pregunté qué haría para pasar el tiempo. Stella
no quería que hiciera trabajos domésticos, pero no era cuestión de permanecer
encerrada en mi habitación.
Apoyé las manos en el antepecho de la ventana. Una suave brisa henchía las
cortinas blancas a cada lado. Me descubrí pensando en aquella noche de horror como
sí volviera a vivirla. Vi el humo arremolinado, las llamas en la ventana, el hombre
robusto de traje gris, con la pistola apuntando a la cabeza de Brence. Recordé la lucha
por el revólver, mi inseguridad sobre quién había recibido el disparo cuando sonó el
tiro. Nick que se levantaba, tambaleante, para caerme a mis pies. Me estremecí y
aparté esa imagen de mi mente. Según el Herald de San Francisco, Nick Wayne había
muerto heroicamente al ayudar en la evacuación del hotel. Brence y yo éramos los
únicos que conocíamos la verdad.
La pensión de Stella estaba situada en una de las calles más altas de la ciudad;
desde la ventana se veían las seis manzanas destruidas por el incendio. Nadie habría
podido adivinar que el fuego las había destruido: por increíble que resultara, casi
todos los escombros habían sido retirados y ya estaban surgiendo edificios nuevos;
en todos los espacios vacíos se levantaban carpas, y la zona hervía de actividad,
mientras los equipos de construcción se encargaban de sus tareas. San Francisco era
- 375 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
- 376 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
ánimos y me indicó por señas que lo siguiera y lo atrapara, sin dejar pasar la
oportunidad.
Brence condujo su carruaje por la calle sin que ninguno de los dos hablara. A los
quince minutos noté que habíamos tomado uno de los caminos de salida, y poco
después San Francisco había quedado atrás. Íbamos a lo largo de la costa, con
escarpadas rocas a la izquierda y las rompientes hacia abajo.
—Supongo que tienes tiempo de sobra —dijo.
—En efecto. Bastará con que vuelva a la pensión a tiempo para cenar.
Seguimos el camino de la costa durante treinta minutos, poco más o menos, y
después nos dirigimos tierra adentro. El cielo formaba un arco sobre nosotros, claro y
maravilloso; y el aire tenía un regusto de sal. Las colinas rojizas se extendían a cada
lado, ásperas y encantadoras. El caballo trotaba con el pelaje brillante de sol. Por un
momento deseé con fervor no haber aceptado ese paseo. Era un tormento estar tan
cerca de él y tan lejos, al mismo tiempo.
Luché contra las emociones que se elevaban desde mí. No iba a llorar, claro que
no. Me odiaría toda la vida si le dejaba ver lo que sentía por él. No iba a darle esa
satisfacción.
Pasó otro cuarto de hora, siempre en silencio. El panorama iba cambiando de
manera gradual. Apareció un árbol aquí, otro allá, y algunas cuestas cubiertas de
hierba fueron reemplazando las colinas rojizas. Aunque no había camino abierto, el
caballo avanzaba confiado, como si hubiera cubierto ese trayecto muchas veces.
—¿Qué has estado haciendo desde el incendio? —me forcé a preguntar.
—He estado ocupado. Necesitaban ayuda para retirar escombros, levantar
tiendas y acarrear maderos. Me pareció que era mi deber echar una mano.
—Me parece admirable.
—¿Y tú? ¿Qué has estado haciendo?
—Planes. Pienso… pienso ir a Nueva Orleáns y a Nueva York. Después quizá
vaya a Londres o a París, no estoy segura. Quiero llevar una vida muy tranquila.
—Comprendo.
No le importaba un bledo. Era evidente. ¿Para qué había aceptado su
invitación? Me sentía completamente miserable, mientras los diez minutos se
convertían en veinte, los veinte en cuarenta, y el horrible silencio se prolongaba.
Hacía al menos dos horas que habíamos salido de San Francisco, y llevábamos unos
treinta minutos cruzando llanuras cubiertas de hierba. Entonces reparé en una zona
algo boscosa que me pareció familiar, pero estaba demasiado perturbada como para
prestarle mucha atención. Al fin me sentí obligada a romper el silencio.
—Supongo que tú, por tu parte, planeas otro secuestro —dije—. A lo mejor
tienes la capucha negra escondida por alguna parte.
—En realidad, sí. La guardaré como recuerdo. Pero Capucha Negra se ha
retirado para siempre, Mary Ellen.
—¿De veras?
—Nunca tuve intenciones de convertirme en bandido. Vine a California desde
Alemania, cuando mi carrera diplomática quedó destrozada. Quería empezar de
- 377 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
nuevo, y California parecía el mejor lugar para ello. Tenía algún dinero y me asocié
con Jake para explorar minas. Ya conoces el resto.
Guardé silencio, contemplando los pastizales que se extendían ante nosotros.
Brence detuvo el carruaje. Yo, con un estremecimiento interior, reconocí el lugar en
que estábamos. Él dejó las riendas y se volvió hacia mí, con una expresión muy seria.
—Me convertí en Capucha Negra porque no tenía otro remedio. Creo en la
justicia, Mary Ellen. La ley no la otorgaba, ni a mí ni a ninguno de los hombres que
habían sido despojados de sus minas o de sus tierras.
—Por eso te dedicas a administrar la justicia por tu mano.
Brence bajó del carruaje y dio la vuelta para ayudarme a descender. Una ráfaga
de viento hizo flamear mis faldas. Él, sin soltarme la mano, me condujo a través del
césped.
—Robaba sólo a hombres como Nick Wayne —explicó con voz profunda—,
hombres que habían hecho su fortuna por medios sucios. La devolvía a la gente que
había trabajado para ganarla, y me guardé sólo lo que me correspondía.
—Me secuestraste para pedir rescate. Veinte mil dólares de rescate. ¿Eso
también es justicia? ¿Porque te había arruinado la carrera? ¿Porque deseabas
venganza?
Él tardó en contestar. Habíamos llegado al fin de la cuesta, y el valle era tan
encantador como yo lo recordaba: apacible, sereno, tocado por la magia. Contemplé
la hierba mecida por la brisa, plateada por el sol; los árboles frondosos, el río como
una cinta centelleante y, al pie de la colina, las claras paredes y el techo de tejas rojas
de la hacienda, medio sombreada. Al ver los jardines con sus plantas exóticas y la
fuente que manaba frente al camino, volví a recordar la noche que pasáramos juntos
y tuve que contener las lágrimas.
—Quería venganza, sí —dijo al fin—. Y te culpaba por todo lo que me había
ocurrido. Creo que te odiaba, Mary Ellen.
Me cogió por los hombros y me hizo girar para mirarme de frente.
—Pero cuando volví a verte comprendí que no te odiaba en absoluto. Al
contrario, lo que había sentido por ti durante todo ese período… era exactamente lo
contrario. Fue mi último acto oficial como Capucha Negra. Tomé el dinero y pagué la
última parte por la tierra. Ahora el valle y la hacienda son míos… y tuyos.
—Brence…
—Te amo, Mary Ellen. Te he amado desde la primera vez que te vi. Llevabas un
vestido muy similar al que tienes puesto ahora, y el pelo suelto al viento, como ahora.
Quisiera que éste fuera un nuevo comienzo.
No dije nada. Tenía miedo de hablar.
—He aprendido mucho sobre mí mismo, y quiero pensar que al fin he llegado a
ser el hombre que debía ser. ¿Puedes perdonarme, Mary Ellen? ¿Podemos empezar
de nuevo? ¿Puedes amarme tú también?
—Nunca he dejado de amarte —susurré.
Me estrechó entre sus brazos y fijó sus ojos en los míos un momento. Luego,
sonriendo, me besó con increíble ternura, murmurando mi nombre al tocarme los
- 378 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
labios. Así debía ser. Ése era el destino que Inés me había predicho hacía ya tantos
años, en el campamento gitano. Y al rodearlo con mis brazos comprendí al fin que los
sueños pueden hacerse realidad.
- 379 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
Jennifer Wilde
Tom Elmer Huff (1938-1990) fue un autor americano de best-
sellers y escritor de novelas románticas bajo los seudónimos de
Jennifer Wilde, Edwina Marlow, Beatrice Parker, Tom E. Huff, T. E
Huff, y Katherine St. Clair.
Huff pasó varios años como profesor de inglés en una escuela
de secundaria antes de convertirse en novelista. Obtuvo el premio
Career Achievement en 1987-1988 de Romantic Times.
El riesgo de amar
Elena López comenzó con una mentira y se convirtió en una leyenda.
Mary Ellen Lawrence tenía posibilidades. Anthony Duke, representante de
artistas, promotor y farsante, supo verlas desde un principio. Ella jamás se haría
famosa como bailarina de ballet, pero si tomaba otro nombre y asumía una nueva
identidad, llena de encanto, se convertiría en la mujer más famosa de la época; así se
lo prometió. De ese modo surgió a la vida Elena López. Anthony Duke hizo circular
su historia y no tardó en creerla todo Londres. Aquella belleza de pelo de color
cárdeno oscuro y ojos de zafiro se convirtió así en una afamada bailarina española
que había debido huir de su país natal por la peligrosa intimidad con un heredero de
la corona. Los amigos de Duke llenaron los periódicos con relatos sobre ella a fin de
promocionar su presentación en Londres. Esa presentación causó sensación y Elena
(hasta entonces Mary Ellen) se transformó en la niña mimada de la ciudad. Y aquel
ficticio pasado fue sólo un prefacio a su escandalosa gira por el mundo, sus amores
con monarcas, sus romances con escritores y compositores, su lucha por la fama y su
búsqueda de amor.
- 380 -
JENNIFER WILDE El Riesgo de Amar
***
Título original: Dare To Love
© Jennifer Wilde 1978
© Círculo de Lectores 1982
Traducido por: Edith Zilly
Editor original: Warner Books
ISBN: 8473862872
- 381 -