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-Tabulario romano.
Dicen que lo mejor es enemigo de lo bueno, incluso de lo muy bueno. Esto resulta
especialmente cierto en el caso de la interesante obrita que el lector tiene entre sus
manos, donde una dedicación de más de veinte años plasmada en varias docenas de
estudios, artículos y otras colaboraciones sueltas diseminadas en numerosas revistas
tanto nacionales como extranjeras encuentra un reflejo quizá pobre, quizá demasiado
grueso –como proyectado en grano gordo-, pero en cualquier caso nunca inexacto ni
desafortunado. Al menos así lo vemos nosotros, las felices comadronas de la criatura;
su autor, en cambio, como un padre responsable mas no por ello entusiasta, se
reconoce pudorosamente genitor, pero regatea duramente su condición de pater. No
obstante, creemos que lo mejor –aquella obra articulística- debe aprender a coexistir
con lo bueno e incluso con lo muy bueno –este libro-, porque si no el mundo del
pensamiento, de las bellas letras, del arte, y de la expresión racional libre en general
sería como un vasto erial en cuya insípida extensión, de cuando en cuando, destaca
una torre aguijada, un castillo majestuoso o un templete flamante, radiantes sin duda,
pero de un esplendor vacío por cuanto que su fulgor no irradia sobre nada y atesora
celosamente su luz para sí mismo. A Dios gracias, ya no habitamos un remolón e
infatuado romanticismo ni un exquisito y escrupuloso clasicismo, sino precisamente un
avatar más del temperamento barroco, como se defiende en algún lugar de estas
páginas, y es privativo de la actitud barroca exhibir el talento y la aplicación allí donde
se manifiesten, sea en envolturas aparentemente exactas, intachables, que encubren
sin embargo una travesura de las proporciones, o sea en configuraciones
aparentemente ligeras, plásticas, que encierran no obstante una disposición rigurosa
de las formas -y si no es así y la reticencia asociada a la manía perfeccionista persisten,
confiemos en que siempre habrá un traidor Max Brod o un anónimo admirador del
andamiaje poético de la excelsa Eneida que, de grado o por fuerza, nos aseguren la
posesión eviterna de las obras de un Kafka o de un Virgilio, mutatis mutandi.
El lector descubrirá que el presente libro se cuenta entre la segunda de las categorías
mencionadas: se trata de la transcripción de una serie monográfica de conferencias de
libre acceso que para un público minoritario e informal ofreció el catedrático Quintín
Racionero en los meses de enero a mayo del año 1993. Lo que entonces fue alada
palabra, comentario ajustado y exposición directa hoy da lugar a un documento vivaz
del estado de los estudios acerca del siglo barroco que los años subsiguientes –puesto
que la investigación de su autor ha seguido mientras tanto su curso, como se puede
comprobar en la bibliografía que adjuntamos al término- no han hecho sino venir a
justificar con mayor fuerza. Poco ha sido lo que ha habido que retocar del discurso
original para hacer de él un texto fluido, ágil, accesible y útil para el estudiante tanto
como para el entendido, y en el que se contienen un buen número de tesis novedosas
y no escasamente significativas en lo que se refiere al análisis del entramado del
pensamiento barroco mismo así como de lo que desde aquellas controversias
históricas nos afecta en el presente. Y en lo que toca a la legitimidad más o menos
heurística del formato mismo de la transcripción en filosofía (sin el cual no hay que
olvidar que la historia habría perdido nada menos que la obra de Aristóteles), nos
remitimos a lo que acerca de ello escribiera Roland Barthes en 1981:
"Hablarnos, las palabras quedan registradas, secretarias diligentes las escuchan, las
depuran, las transcriben, les ponen signos de puntuación y sacan un primer escrito que
someten a nuestra consideración para que lo depuremos de nuevo antes de entregarlo
a la publicación, al libro, a la eternidad. ¿No es acaso "El maquillaje del muerto" lo que
acabamos de seguir? Nosotros embalsamamos nuestra palabra, como una momia,
para hacerla eterna. Pues es menester ciertamente durar un poco más que la propia
voz" (Prefacio a Le Grain de la Voix).
Bella -aunque ciertamente algo exagerada-, definición del Barroco, entenderemos aquí
por éste una crisis recurrente del espíritu humano que toma cuerpo en el hecho de
que se pierde la dirección de los fenómenos históricos, el hombre se siente perdido y,
en consecuencia, desea impulsivamente todo lo que esta a su mano. Justamente
cuando cae ese centro protector en que consiste la tendencia unidireccional del
pensamiento, cuando las instancias de la razón capaces de sobreponerse a cualquier
desconcierto flojean, cuando, por ejemplo, desaparecen las ideologías religiosas que
aseguran la tranquilidad de la conciencia o decaen aquellos criterios estimativos del
gusto que hacen que exista un modelo estético definido, cuando esta quiebra
generalizada se produce el resultado es una explosión de perspectivas, un deseo del
todo y de todo que constituye justamente la definición mas adecuada del Barroco. Ha
sucedido en periodos diversos de la historia europea, incluso de la cultura humana en
general, hasta puede llegar a decirse que es la pulsión estrictamente opuesta a la
clásica, de modo que hay generaciones clasicistas que ven en el orden y la armonía los
criterios necesarios para el desarrollo de su potencialidad histórica, y generaciones
que, en cambio, se sienten perdidas, carentes de este criterio orientador. Como regla
general, podemos decir que allí donde decae la energía clásica se crean, brotan
pensamientos, literaturas, artes específicas a las cuales podemos llamar propiamente
barrocas.
En este espíritu, un rápido repaso por los rasgos históricos generales del siglo Barroco
nos señala que si, olvidando tensiones internas, consideramos que en la Edad Media la
ortodoxia cristiana consiguió una cierta estabilidad normativa tanto teórica como
práctica, llamaremos entonces Renacimiento a la explosión multidireccional de los
elementos de este paradigma estable en el comienzo de una crisis que culmina y toma
conciencia de sí misma ya en el s. XVII. El Barroco se caracteriza porque prolonga los
elementos disolventes del renacimiento y además toma conciencia de éstos y de la
crisis misma. En el renacimiento, en efecto, hay muy poca conciencia de crisis: los
renacentistas son muy jóvenes (la curva demográfica se dispara en las primeras
generaciones), y mueren jóvenes, lo que hace del Renacimiento una típica cultura de
adolescentes. La reforma, por tanto, es el verdadero gozne que distingue una época de
otra, y, en realidad, la autoconciencia de la reforma tiene lugar más bien en aquellos
elementos que ya se pueden considerar propiamente barrocos. Por establecer algunas
fechas, digamos que esta crisis generalizada podría establecerse entre 1567 –donde se
cierra el Concilio de Trento y se inicia la modernidad católica-, y 1619/20 –años del
comienzo de la guerra de los 30 años-. Entre estos años se agota el renacimiento y se
produce una crisis de profundidades desconocidas hasta la fecha para la Europa del
momento –ya que los europeos de la época desconocen en gran medida las
circunstancias y el impacto del final del imperio romano, con que carecen enteramente
de punto de referencia alguno de comparación en tales escalas. La proporción,
intensidad y globalidad de la crisis se muestra mejor que de ninguna otra manera
anticipando unas cuantas calas históricas diferenciadas –en sucesivos capítulos se
analizaran algunas de ellas con mayor profundidad-, en las que nos topamos con las
siguientes crisis parciales:
-En el plano estético se suele especular mejor que en cualquier otro ámbito el tiempo
que la produce y las pulsiones conscientes o inconscientes que le subyacen. En el
Barroco los géneros creados en el renacimiento empiezan a no dar más de sí, en este
momento el arte se explora y trastorna a sí mismo desde el interior y surge el
manierismo. Ya Miguel Ángel es, de los clásicos, el menos clásico de todos ellos: es el
artista que había retorcido los cuerpos, violentado las perspectivas, puesto mayor
tortura y apasionamiento en las formas clásicas. El manierismo busca y violenta más
aun para liberarse de los cánones que determina la clasicidad. El transito, sin embargo,
no es abrupto: en arquitectura, por ejemplo, cuando Vignola en 1568 construye la
iglesia del Jesu para los jesuitas, provocando con ello el modelo Barroco por
excelencia, en el fondo no ha hecho más que, con respecto a las grandes iglesias
renacentistas de la generación precedente, una presentación distinta del espacio (de
manera que abunden los claroscuros, las sombras, las sugerencias de tortura
interior…), pero sin hacer la menor innovación técnica. Esto demuestra que se
investiga y rompe dentro de los propios modelos renacentistas pero sin proponer otros
nuevos. El Barroco, sobre todo en su primera mitad, la de la crisis crónica, es un siglo
fundamentalmente español e italiano. Es el siglo de ruptura final de la larga
decadencia del paradigma de la Edad Media, y dura hasta que se decantan las
soluciones deseadas a la crisis y se instaura el nuevo paradigma estable: la Ilustración -
con sus ramificaciones estéticas: rococó, neoclasicismo, etc.
Se puede fechar este nuevo comienzo en la paz de Utrecht de 1716, cuando la
Sociedad Real dictamina que el método científico es el de Isaac Newton, cuando
finaliza la guerra de sucesión española y cuando en términos generales vuelve a reinar
la bonanza económica. La agudización de la crisis, por su parte, podría situarse en la
guerra de los treinta años, sobre todo en la paz de Westfalia como vértice de la
inestabilidad. A partir de entonces, se da el lento ascenso de la generación de un
nuevo paradigma: la modernidad. La guerra de los treinta años nació de manera
imprevisible, y se convirtió en una guerra absurda que nadie gana ni pierde y donde se
entierran dinero y hombres en un sentimiento de infortunio y caos que caracteriza al
Barroco y hace de esta guerra la perfecta metáfora de este espíritu y sensibilidad
característicos. Cerramos esta presentación con dos datos anecdóticos mas
suficientemente significativos de las transformaciones a que da lugar el paso de este
siglo convulso:
2) Los campesinos franceses venían a España a inicios del s. XVII a trabajar en los
viñedos peninsulares, pues así obtenían mejores salarios que en su país. Ya en el s.
XVIII la situación es exactamente la inversa: son los españoles los que acuden a
emplearse en los viñedos franceses.
Europa no será la misma tras el Barroco y sus repercusiones alteraran para siempre
todos los ámbitos históricos. Veamos primero con mayor detenimiento cada uno de los
escenarios problemáticos del siglo a fin de abordar después la consideración de los
hitos principales de la filosofía barroca, pero no sin antes establecer una cautela
metodológica. Es mi convicción personal de historiador de la filosofía –justificada en
otros lugares-, que las historias de la filosofía al uso que seleccionan a los grandes
pensadores y nos cuentan lo que opinan sobre esto y lo otro, posicionándose acerca de
problemas presuntamente eternos tanto del universo como de la condición humana
en general, están radicalmente equivocadas, son mixtificaciones conscientes o
inconscientes de un pasado enormemente más complejo y variado y, sobre todo,
deudor en cada caso de un contexto histórico determinado en cuyo horizonte cobran
verdadero sentido las respuestas de los filósofos. El pensamiento, en efecto, nunca se
produce en una cámara ajena al universo y al mundo, como tampoco se produce
muchas veces por motivaciones políticas o abstractas despegadas de toda
circunstancia o condicionamiento histórico y material, sino todo lo contrario: se piensa
como decimos en el contexto de los horizontes que es dado pensar, y estos contextos
vienen dados por muchos motivos, algunos de largo vuelo y otros completamente
locales y ceñidos a las circunstancias de cada momento. El pensamiento del Barroco no
consiste en hablar de sus grandes pensadores solamente, sino que consiste en un
conjunto infinitamente más vasto de verdaderos hechos, acontecimientos del pensar
que comportan problemas a veces muy importantes y a veces no tanto, pero que, en
todo caso, configuran el horizonte de alcance concreto del pensar. Por tanto, si se
quiere entender la filosofía de los grandes pensadores al margen de los escenarios
donde se desarrolla, este propósito se convierte en una tarea inconcebible. Si se pierde
de vista la génesis del pensamiento entonces se tiende a creer que los pensadores son
una especie de alquimistas del cerebro o de las ideas al margen de una historia que es
irrelevante y que no existe para estas ideas. Asimismo, si se sostiene una teoría de la
necesidad de la historia, de la inexorabilidad de los hechos humanos, pues entonces se
cree poder reconstruir el pensamiento de un autor ateniéndose exclusivamente a
dicha alquimia de las ideas o a la historia de esos problemas substantivos como tales.
Nada parece tan falso: en realidad, cuando un Descartes discute, por ejemplo, sobre la
conexión alma-cuerpo, subyace detrás toda una serie de discusiones de carácter
teológico, empírico, político, etc., sin las cuales carece de sentido o parece gratuita
esta tesis de Descartes. Por lo tanto, para estudiar la filosofía y los filósofos del barroco
tenemos que adentrarnos primero en el conjunto de problemas que los filósofos
tuvieron delante como los problemas en los que vivían y a los cuales tuvieron que dar
respuestas y bajo los cuales cobra únicamente sentido su pensamiento. Esto obliga a
analizar uno a uno los escenarios ideológicos donde, en efecto, se generan, se
gestionan las ideas, las creencias, y las ideologías de un tiempo histórico.
De todos modos, antes hay que decir que el periodo del barroco se inicia justamente
con un periodo de recomposición de la crisis que la reforma ha producido en el
renacimiento. Los antecedentes, brevemente, han sido: tras el estallido de la reforma,
la separación de las provincias del norte que fundamentalmente ha tenido tres centros
característicos: el primero y más importante Alemania, que va a ser el epicentro de la
crisis a la vez que el gran laboratorio de ideas; segundo, el escenario plural calvinista,
es decir, la radicalización dogmática de la reforma que se ampara fundamentalmente
en la comunidad suiza de Ginebra y en los Países Bajos; tercero, el más relajado: el
mundo anglosajón. En efecto, la reforma en Inglaterra toma la forma peculiar del
anglicanismo, variante religiosa relajada del catolicismo con el mismo conjunto básico
de creencias que lo único que supone de distinto respecto de aquel es una ruptura con
la legalidad papal, ya que, por lo demás, a la hora de la verdad, los reyes ingleses que
asumen a partir de este momento la investidura de jefes de la Iglesia tienen mucho
cuidado en mantener intacto el espacio eclesiástico, en devolver las tierras a los
monasterios, en eliminar los efectos sociales más revolucionarios de la reforma y, en
definitiva, no cambiar demasiado la sustancia ideológica y litúrgica de las creencias –
por ejemplo, al contrario que los países alineados al protestantismo, se mantienen
íntegros todos los sacramentos.
El escenario inglés es, pues, hasta el puritanismo del s.XVII que traiga el calvinismo a
las islas, poco importante a los efectos teóricos de la reforma; los otros dos, en
cambio, son importantísimos. Traigamos a la memoria una breve historia de estos dos
grandes núcleos alemán y suizo: en 1548, Carlos V da arranque a la dieta de
Augsburgo, que es una solución imperial para detener el empuje de la reforma y
concederle, al mismo tiempo, un cierto statu jurídico. La intención de Carlos V es lograr
la unidad de la Iglesia y para ello se hacen concesiones –han sido muy
malinterpretadas posteriormente por los protestantes- a los reformistas para que
acudan al concilio de Trento. En la dieta de Augsburgo se propone una situación
provisional entretanto se reúne la iglesia universal; pero dado que en la dieta se
reconoce como un hecho la existencia de la reforma, queda establecido un principio
decisivo para lo que serán después las guerras del s.XVII, que es el principio de que los
súbditos pertenecen a la religión a la que esta adscrito el monarca. Y se impone
también un segundo criterio para evitar los problemas de conciencia: el criterio de la
tolerancia religiosa para los súbditos de un estado que no sean de aquella religión. Esta
solución da lugar a un primer intento por parte del protestantismo, que
repentinamente se ve una suerte de legalidad, para determinar un cuerpo dogmático
de la iglesia protestante. La confesión protestante se conoce como la confesión de
Augsburgo o como el interín de Leipzig de diciembre de 1548, y a partir de entonces se
puede hablar de una ya definida religión protestante. Esto en lo que concierne a
Alemania; por lo que toca al lado suizo la confesión calvinista es una manera
extremada entender el protestantismo y no acepta la solución de Augsburgo,
manteniendo una tendencia confesional susceptible a la conversión del pueblo en una
postura mucho más agresiva. No obstante, también para los calvinistas, en 1598, se
llega a una composición de su doctrina dogmática que toma como motivo fundamental
las Instituciones de la religión cristiana de Juan Calvino, y que adopta la forma de una
confesio –declaración dogmática y canónica- de lo que es y va a ser en adelante la fe
calvinista. El concilio de Trento había comenzado con un afán muy universalista que
pretendía acabar con la división –entendida como pasajera- de la cristiandad, pero el
cierre de los trabajos en 1567 se decanta ya claramente hacia una formula
intransigente para el protestantismo en forma de una definición de la fe católica que
aun en la actualidad sigue esencialmente vigente.
La situación previa al Barroco es, por tanto, que a finales del s.XVI se ha establecido, no
una paz religiosa, pero si al menos una composición de los espacios de la religión
dominada por los principios de la religión del estado y la tolerancia religiosa. Los
intentos de llegar a soluciones definidas de confesiones que conviven entre sí
esconden diferencias muy substantivas de lo que significa el hombre, la naturaleza y la
política. Y esta es la cuestión crucial: bajo el respecto religioso subyace una lucha
ideológica de la que van a depender en grandísima medida las concepciones
modernas. Ser católico o ser protestante significa concebir el estado, la política, la
historia y la propia condición humana de maneras radicalmente distintas. Y es evidente
que resulta imposible en una civilización la coexistencia de dos entidades tan
completamente dispares. En consecuencia, lo que está en juego en el barroco ya no es
solamente la religión, sino también concepciones totalmente distintas de unos
constructos culturales y existenciales en que al hombre le va la vida. Tres son los
grandes índices problemáticos que se dirimen en esta pugna: la concepción que
vayamos a tener del hombre, de la historia y de la política o legitimidad del poder. De
hecho, si se estudian con cuidado los textos de Martín Lutero se descubre enseguida
que la génesis de la reforma ha estado vinculada a una concepción determinada: de lo
que se piensa del hombre depende incluso lo que se piensa de Dios. Así, cuando Lutero
inicia la exégesis a la epístola de los romanos se encuentra con una distinción de San
Pablo según la cual la ley es condenada y la gracia queda como la única fuente de
salvación. De ello, Lutero interpreta que las obras, de las que depende la moralidad en
el sentido medieval, son las que corresponden a la ley paulina, y de esta manera todo
lo que corresponde a una moral de las obras es fuente segura de perdición. Por el
contrario, la gracia no es más que un regalo divino que engendra una relación de amor
amistoso o agradecido, y es de ésta de donde procede la salvación. Esto ya lo había
dicho San Agustín en otros términos mediante la máxima “Ama y haz lo que quieras”,
pero el alcance antropológico que le aporta Lutero es lo verdaderamente importante
aquí. Pues, en efecto, si, según Lutero, al margen de la gracia no hay salvación, y si las
obras, que es lo que está en manos de los hombres hacer, de nada sirven en orden a
conseguir la salvación, entonces la consecuencia inevitable es que la criatura humana
poco esta irremisiblemente perdida. En estas coordenadas, el luteranismo nace con
una autodefinición profundamente pesimista: el hombre es un ser irremediablemente
bajo, envilecido, caído, que poco o nada vale por sí mismo desde la perspectiva divina.
Lutero, que es un monje agustino radicalizado, argumenta que esta caída procede del
pecado original e implica que la naturaleza humana ha quedado desde entonces
corrompida en un sentido intensamente ontológico, de modo que es la positividad del
mal el elemento que define más hondamente la naturaleza humana. La moral que
pretende que el hombre, esa criatura completamente corrompida, pueda salvarse por
sus obras, y, por tanto, de alguna manera por y desde sí mismo, es detestable y peca
de soberbia –esa moral es, claro está, la inherente a la visión católica ortodoxa. Porque
sólo Dios salva o condena a su voluntad, sin permitir que sobre esta voluntad soberana
influya el sentido de conducta alguna del creyente, de ahí que el hombre está
irremisiblemente en sus manos en una relación de extrema dependencia teológica
que, sin embargo no se traduce en asistencia ontológica por parte de Dios a su
criatura: la orfandad y soledad de ésta sobre la faz de la tierra es completa y definitiva.
El hombre es, en resumidas cuentas, para el luteranismo, un ser abandonado, y no
existe ni puede existir un magisterio que marque un camino que saque al ser humano
de su maldad constitutiva: el ser humano es en sí mismo despreciable y miserable. Y
como no hay magisterio las obras de los hombres ante los ojos de Dios no valen nada,
son actos erráticos en los que nada se juega ni se decide, y que no pueden alterar un
punto el designio de Dios. Como se sabe, las consecuencias morales de esta doctrina
son muchas: Lutero establece que la salvación es solo cuestión de predestinación
divina, que el hombre, por tanto, ni merece ni posee libertad teológica o liber arbitrio,
y que tan siquiera una fe firme garantiza demasiado en lo que se refiere al destino
escatológico del hombre. Algunos protestantes intentaron suavizar esta posición y
conceder algo de bondad a los actos humanos, y esto es lo que los va a distanciar
definitivamente del calvinismo, que se caracteriza por mantener intacta e inamovible
esta posición de la predestinación en un sentido fuerte. Lo único que, en último
término, le cabe esperar al hombre para los calvinistas es ofrecer signos de salvación:
mantener una vida conforme a los dictados divinos es un signo de estar entre los
elegidos, pero no una seguridad ni una garantía. La salvación no es consecuencia de
esa forma de vida –Dios no se obliga a nada-, sino que es ésta quizá solo un signo de
aquella. Así, entre el mundo de los hombres y Dios se abre un abismo insalvable,
debido al cual Dios no comunica sino excepcionalmente sus designios, y el mundo se
rige por sí solo. Los designios divinos no pertenecen a la inmanencia del mundo, en
éste todo se resuelve por su propia iniciativa -ahí todo le corresponde al hombre, nada
interesa desde el punto de vista teológico. Lo que puede llegar a ser las paradojas de la
historia se muestra en que, a pesar de la extrema humillación que alcanza la criatura
humana en la concepción antropológica luterana, es justamente a partir de este
cristianismo del rechazo desde donde nace el liberalismo, puesto que la radical
separación mundo/Dios otorga toda la iniciativa a los hombres en este mundo, y así,
todo lo que hacen no tiene efectivamente un correlato teológico, pero sí, en cambio,
uno civil y político. Cuando se ha negado la libertad teológica se ha encontrado lugar
para la libertad individual en este mundo, de suerte que al máximo pesimismo
antropológico corresponde la posibilidad de la construcción de un mundo
enteramente humano. Cada hombre es un individuo ruin, perdido, caído, pero por eso
mismo llamado a construir su propio mundo, y precisamente en la construcción recta y
prospera de ese mundo es donde están los signos de la bienaventuranza. En el
protestantismo está el origen del espíritu del liberalismo y del espíritu de la acción
productiva libre, o sea, del capitalismo.
Sea como fuere, lo que resulta de una evidencia abrumadora es que a partir de
principios del s. XVII se han acabado los paradigmas comunes (que hasta ese momento
eran constante en la historia), y han aparecido dos bloques cuyo choque explica la
guerra de los treinta años. Estos bloques enfrentados tiene una génesis religiosa y ésta
representa el contexto exacto donde los pensadores tendrán que pronunciarse. Tres
rápidas conclusiones se imponen a nuestra consideración: la primera señala que
aunque está estudiada desde Max Weber la conexión reforma-liberalismo-capitalismo,
no está estudiada suficientemente la vinculación modernidad católica-contextos
societarios absolutistas; la segunda, que de las muchas tendencias que surgen en el
Renacimiento, todas las que no se agrupan en estos dos contextos específicos
desaparecen irremediablemente del campo de la historia; y tercera y ya aludida: que
estas tradiciones no sólo son religiosas, sino que en ellas se gesta enteramente el
mundo moderno. La modernidad nace así escindida, partida entre dos instancias cuyas
luchas ideológicas conforman propiamente el proceso complejo –más complejo de lo
que comúnmente se estudia- de la modernidad.
Se establece así un paradigma que va a ser asimilado por todas las monarquías
absolutas, y cuya exposición es como sigue: teníamos que el estado, la soberanía y el
rey forman una correlación de identidades; pues bien, el estado tiene su correlato
ahora en el cuerpo social, y sobre éste actúan las leyes naturales. Éstas leyes naturales
son ahora el conjunto de derechos y obligaciones de los hombres en tanto que
integrados en el cuerpo social. El estado se traduce entonces en un corpus al que
Suarez llama mysticum politicum, es decir, un cuerpo político que se interpreta como
un vínculo de unión que avalan las leyes naturales: las leyes positivas deben ajustarse a
las naturales para ser expresión de ese vínculo ideal cuasi-religioso que une a las
comunidades entre sí. Mas si el estado es un cuerpo místico-político, entonces la
soberanía es ley -la revolución francesa comenzó una campaña de descrédito del
absolutismo y eso entonces era normal, pero no por ello hay que olvidar que el
absolutismo significa fundamentalmente ley en la configuración católica barroca del
problema. La soberanía ya no es sólo voluntad omnimoda del rey, sino voluntad
expresada mediante ley, que se objetiva en un cuerpo de derechos y de deberes por
mandamiento de una divinidad en la tierra que actúa con arreglo a las leyes naturales.
La ley es una instancia que va contra las tradiciones, usos, costumbres no racionales, y
sobre el punto de la soberanía puede proponerse todo el programa de la
racionalización y de la praxis científica como programa de gobierno ¿En qué debe
consistir la acción del rey del estado? En la creación de leyes justas, es decir, atenidas a
la razón, es decir, naturales. Y en este punto reside la legitimidad del absolutismo: el
rey absoluto puede hacerlo todo pero todo aquello que puede hacer lo hace en el
contexto de la ley, y la ley es sometible a crítica racional –no otro va a ser el programa
del iusnaturalismo teórico, que solo se comprende a partir del absolutismo.
Naturalmente que esto no funciona en el contexto protestante: el concepto de ley
protestante siempre figura en el sentido de pacto -es igual que sea justa o injusta la ley
mientras que ajuste los intereses de los particulares y propicie la paz civil. La ley
absolutista tiene un carácter sacral: se la purifica, sistematiza, metodiza hasta crear
con ella códigos perfectamente definidos y racionales como un tratado de geometría -
Spinoza secularizará esta idea en el terreno de la moral libre. Es por todo lo dicho que
aquí nace también –curiosa pero también lógicamente- el derecho al regicidio: en
determinadas circunstancias, matar al rey es legítimo puesto que éste es un
representante de la moral, por tanto si incumple su papel puede ser sustituido
legítimamente. La voluntad del rey es ley, pero su voluntad tiene limitaciones estrictas
conforme a la moral, el derecho y la razón. El absolutismo es seguramente el primer
ejemplo de una organización ilustrada del poder, que nace con la idea del beneficio de
la comunidad –que es un cuerpo místico-político-, de incumplir el cual beneficio o
servicio es legítimo deponer al monarca.
Estas ideas fueron adoptadas por los países católicos a excepción de Francia. El estado
francés se opuso a través de un teórico católico poco conocido, , que
estudió en Lovaina y fue un publicista a favor de la monarquía de Luis XIII –que inicia la
guerra contra España e impide la alianza católica contra el protestantismo para que
Francia no sucumba entre dos potentes monarquías: España y Alemania.
introdujo las variantes del absolutismo que convenían a Francia bajo el nombre de
galicismo: exportación al bando católico de lo que habían hecho los reyes en el lado
protestante, encarnación el monarca de la legitimidad religiosa y política –Papa de la
iglesia en Francia. El rey se convierte así en intocable –se niega el tiranicidio-, y su
determinación de la ley se ensancha, lo que se expresa diciendo que el monarca
impone la razón de estado. Esta es una idea maquiavélica en su origen que significa
que, junto a la ley natural –racionalidad del comportamiento humano-, existe otra
instancia generadora de legalidad: la conveniencia del estado. El galicismo ha tenido
mucha importancia porque la historia de Francia ha sido ella misma muy importante,
pero es muy endeble teóricamente, tan sólo aumenta el ámbito de la voluntad del rey.
El absolutismo, en fin, es una secularización de la teología católica y un proyecto de
racionalización del estado en el ámbito de unas convicciones básicas católico–
societarias; aunque también se ha podido pensar el absolutismo como el resultado de
una necesidad histórica que conduce el desajuste económico de Europa hacia un
estado duro que ponga en marcha políticas nacionales y unitarias.
En cualquier caso, los Estuardo estaban destinados a perder no por falta de recursos,
sino por que les faltaba el refrendo religioso: se quería imponer el absolutismo sobre
un país protestante, lo que daba lugar a un fuerte conflicto religioso pero también a
tratar de prevaler los derechos del estado frente a los derechos del individuo. La
consiguiente revolución de Crommwell duró poco y fue devastadora, por más que al
término la restauración de 1660 supuso un movimiento conservador inmediatamente
sucesivo a la obra revolucionaria de los resistentes. Restauración que duró hasta la
revolución de 1688 y que sentó las bases del poder monárquico en Inglaterra; el
sentido final de la restauración fue la franca aceptación de este conjunto de ideas
básicas que a partir de ahora van a tener ya teóricos serios. La monarquía se
manifiesta bajo estas ideas como una instancia protectora de los individuos, de modo
que la llamada a la monarquía, que a cambio de este reconocimiento garantizaba el
orden y la estabilidad social, propició un acontecimiento feliz para la historia de
Inglaterra que ha dado lugar a la estabilidad política inglesa y al predominio de
Inglaterra en el s.XVIII de una forma indiscutible. Asimismo, las bases sociales
protestantes encontraron en el instrumento monárquico la idea –confortable,
tranquilizadora sin perjuicio excesivo del principio individualista- de un estado
pequeño pero valedor y garante del uso de la fuerza, administrador del poder militar y
con unas difíciles pero equilibradas relaciones con el parlamento. La restauración
supuso, después de todo, la asimilación de la revolución y su generalización por parte
de la monarquía, que acepto el principio del individualismo.
Todo este conjunto de ideas adquiere en el último tercio del s. XVII un sistema
estabilizado que tiene como fundamentos de toda teoría política los siguientes
elementos: el poder como un contrato entre la sociedad civil –concebida como un
conglomerado de individuos- y sus gobernantes; un contrato que implica la soberanía
del pueblo y la suspensión voluntaria de cada individuo de parte de sus derechos; y la
seguridad de que la soberanía del pueblo que interviene en el contrato no interviene,
sin embargo, en el gobierno –eso ya es otra historia-, puesto que éste se ejerce en
nombre de la soberanía del pueblo por el parlamento –que hasta principios del s. XX se
ha movido por los intereses de la gran propiedad-, que es el instrumento donde se
representan –y, repetimos, no en el pueblo- los intereses económicos diversificados. El
secreto está en que se trata de dos instancias distintas: una es la de la legitimación y
otra la del estado. La legitimación se dice que lo es del estado, pero en la praxis el
estado actúa exclusivamente en función de la regulación de la propiedad y tiene como
organización al parlamento. Esto mismo es lo que Jacobo II acepta: suscribe la renuncia
a sus poderes absolutos y con ello afirma la existencia de un parlamento soberano. Por
tanto, dicho contrato lo es en su aspecto social, no en el aspecto político, en el sentido
de que funda originalmente la sociedad pero no funda ya el gobierno, de donde la
política se define como la organización del estado en la sociedad contratada, y, por lo
tanto, el gobierno se arroga la posición no de actuar en nombre de la soberanía del
pueblo, sino de actuar con el consentimiento del parlamento. Pues lo cierto es que la
apelación a la soberanía del pueblo es utilizada sólo en ese instante en que se tiene
que crear la condición básica de la legitimación del poder; después, las praxis de la
política se hacen con independencia total del pueblo. Ese pueblo que queda separado
del gobierno –aunque representado teóricamente por el parlamento-, queda, en todo
aquello que no es objeto de la vida política, libre para tomar sus propias decisiones.
Una libertad de acción civil que el pueblo obtiene a cambio de ceder en la libertad en
su proyección política, y que solo es posible imaginarla en el contexto de una gran
dosis de tolerancia.
Pero todavía se puede ser moderno en ciencia también de otra manera, que en este
caso conecta fundamentalmente con el pensamiento astronómico. En esta vertiente se
reivindica, de una manera más rupturista con la Edad Media, a las tradiciones
neoplatónicas o neopitagóricas. Ya en el primer renacimiento se comentan los libros
mistéricos de Hermes Trimegisto, que no se sabe siquiera si es un nombre histórico o
meramente simbólico. Lo que si se sabe con certeza es que estos libros pertenecen a la
gnosis cristiana y que no están escritos antes del s. III a.C., perteneciendo además, para
más señas, a la gnosis alejandrina, que mezcla tradiciones judías con neoplatónicas. El
renacimiento fue la toma de la cultura por los jóvenes nacidos después del estrago de
la peste, jóvenes de gran imaginación que vivieron una vida intensa y murieron pronto.
Estos jóvenes echaron mano de los textos de Hermes Trimegisto (“tres veces grande”)
e inventaron una leyenda esotérica sobre ellos: según ella, serían los textos secretos
de la tradición mosaica dictados por el mismo Dios. Entonces se pone de moda en
Europa la literatura secreta, al estilo de la tradición hermética. Sobre este punto aflora
el conocimiento de la cábala judía que da lugar al texto La cábala al desnudo, una
interpretación de un texto sagrado, hermético, mágico y oscuro. Las prácticas rituales
de estos herméticos enlazan con la alquimia bajo medieval –ejemplo de ello es
Paracelso. Este movimiento es realmente muy rupturista porque el neopitagorismo
produce una sensación enteramente nueva, al venir dotado su mecanismo de un
sistemátismo explicativo completamente insólito aunque aproveche las prácticas de la
alquimia medieval -prácticas en el sentido también más medieval. Todo un grupo de
pensadores practicaban estas mistéricas creencias: Copérnico, Kepler, los platónicos de
Cambrigde con Newton... Si se lee a Nicolás Copérnico se encuentra que su lenguaje es
fundamentalmente hermético. Kepler es un hermético, un alquimista además de un
astrónomo: entre el enunciado de la primera y la segunda leyes de la elíptica (que
Kepler enuncia siendo muy joven) y la de la tercera (y más importante para la historia
de la física) pasan 20 años, y todo por la resistencia de Kepler a admitir las
consecuencias antiplatónicas que sus dos primeras leyes y la irregularidad de la elíptica
implican. Newton dedicó más tiempo de trabajo a la alquimia que a la ciencia
matemática propiamente dicha, e incluso sus escritos públicos están colmados de
intuiciones y conceptos que provienen más de la magia que de la observación y el
cálculo matemático estricto. Este paradigma hermético, entre cuyas filas, como vemos,
se hallan grandes creadores de la ciencia moderna, tiene fundamentalmente tres
postulados:
Ni Newton ni Leibniz -los dos grandes científicos de finales del XVII-, quisieron
impugnar el cuadro general explicativo del mecanicismo, que se mostraba para ellos
sólido y eficaz y, sobre todo, máximamente penetrable por la razón. Lo que
pretendieron es retocar el interior del sistema; no querían cambiar de casa, sólo
aspiraron hacer reformas interiores, pero estas reformas terminaron manifestándose
como cambios de una gran magnitud. El secreto último de este mundo mecánico es
que es exclusivamente geométrico, y, por lo tanto, requiere una matemática
exclusivamente algebraica. Si se piensa todo en términos de planos y movimientos
uniformes acelerados o de planos y choques, entonces se puede efectivamente
encontrar, para cada uno de los movimientos, la imagen geométrica correspondiente -
en un mundo puramente geométrico y algebraico lo cierto es que no hay cabida alguna
a la dinámica. No obstante, en 1680 primero y en 1686 después, se produce una
rectificación profundísima del mecanicismo que constituye la verdadera conquista del
mundo moderno y que va a tener lugar en el interior mismo del mecanicismo desde la
consideración el siguiente elemento problemático: supuesto que el mundo no es finito
y, por consiguiente, no puede tener una imagen geométrica perfecta, entonces es que
el mundo contiene dentro de sí el infinito, y de ello se desprende que la ciencia física
tiene que dar lugar necesariamente y reingresar la noción de fuerza ¿Cual es, pues, la
diferencia entre un mundo geométrico y uno dinámico? Que el geométrico es siempre
finito, apelando siempre a extensiones cuya área puede calcularse bajo una
matemática finita. Las fuerzas, en cambio, entrañan el problema de introducir los
irracionales en la matemática. Cuando se piensa en estos términos, la proyección
geométrica del mundo es imposible y el universo se revela como lleno de fuerzas,
produciéndose el retorno a una posición que viene de Kepler y del pensamiento
hermético. Por eso Kepler solo es apreciado en la segunda mita del s.XVII por Newton,
recuperándose también en un mismo acto buena parte de los elementos del
organicismo renacentista, ya que si se piensa ahora en términos de fuerzas, éstas han
de ser procedentes del interior de los entes, de modo que los fenómenos recobran así
alguna personalidad independiente del conjunto natural –ya no es lo mismo, bajo este
punto de vista, considerar la luz que el movimiento de una bola de billar. Se siente la
necesidad de volver a recuperar la idea de los entes naturales, y Newton, que es un
platónico de Cambrigde que ha leído muy bien entre líneas del mecanicismo (impuesto
en la Royal Society sobre todo por Boyle), decide que aún conservando el gran cuadro
el mecanicismo hay que resituar en él la idea de fuerza y la idea también de función
procedentes de otros paradigmas. No es verdad, por consiguiente, que se diera un
triunfo neto del mecanicismo galileano: lo que hubo más bien es una recomposición
final de los paradigmas que vienen del renacimiento hasta la final creación de un
sistema mixto cuya cosmovisión es mayormente mecánica pero cuyo interior es
manifiestamente dinámico. Este es el contenido de la memoria que publica Newton en
1680, pero tanta o más importancia tiene la memoria que da a la luz Leibniz en 1686, y
que es toda una expresión del signo de los tiempos. Se titula Memoria sobre el error
memorable de Descartes, y fue publicada en los Acta Eruditorum de Leibniz –una
revista científica que él mismo ha creado en el mundo prusiano al ser imposible
publicar nada contra Descartes en las actas de la Real Academia de París. Pues bien: si
en Newton la recuperación de las nociones de “fuerza” y “función” proceden de
experimentos en la Óptica, en Leibniz, en cambio, procede de un análisis de las leyes
del movimiento cartesiano. Para Descartes era evidente que se puede calcular el
movimiento multiplicando la masa por la velocidad -el movimiento que es capaz de
producir un objeto-, y este es para Leibniz el "error memorable" del francés, porque si
se multiplica solo masa por velocidad se esta pensando en ese momento en un mundo
finito donde la masa y la velocidad están bien delimitadas. Pero toda vez que se calcula
la velocidad, se introduce inevitablemente el infinito (en el exponente al cuadrado de
m*v que corrige Leibniz se introduce el infinito). Esta nueva formula introduce, por
tanto, el infinito en una forma que ya no es geometrizable y que debe apelar a una
matemática nueva: es la emergencia de la matemática infinitesimal. Un infinitésimo
expresa justamente la idea de que un desplazamiento es decreciente al infinito y
creciente al infinito, de manera que si se piensa en un corpúsculo que va hasta la
piedra de imán se puede traducir físicamente -incluso en laboratorio- esta situación
siempre y cuando se piense que existe la posibilidad de una descripción en la que cada
uno de los pasos que puedan ser pensados serán mayor y menor que ninguno
pensable en cada momento concreto. Así que el infinitésimo es una realidad inestable,
que no es nunca enteramente lo que es, sino que es siempre mayor y menor que
cualquier otra cosa calculable. Y si es así no se le puede asignar un número, ya no le
cabe al álgebra sino asignarle el signo de una integral. Por consiguiente, la matemática
de los infinitésimos es una matemática inestable, no-geométrica, en la cual lo que
demuestra la formula es algo que no se puede detener nada más que analíticamente, y
esto exclusivamente con el pensamiento, no en la realidad ¿Por qué? Pues
sencillamente porque en ella están, moran los infinitésimos. Desde el punto de vista
empírico no se encuentra el mundo estable anterior de los corpúsculos y las leyes
(geométricamente ya no se puede dar razón de él), sino un mundo fenoménico dotado
de fuerza donde se cumplen inestablemente las leyes. De este modo, y gracias a estas
brillantes contribuciones, se instala la dinámica para siempre en los límites -antes
claros y esquemáticos, pero insuficientes- del mecanicismo barroco.
Deviene exacta, pues, la ciencia moderna al precio de depreciar los restos, que aparta
por irrelevantes, y de esta manera engaña bajo la apariencia de meridiana exactitud.
Una ciencia inspirada por la estrategia hipotético-deductiva es, de modo eminente,
una manera barroca de hacer ciencia. Mas lo importante es constatar como la
cosmovisión resultante hace aparecer como más real la ley y los cálculos de la
hipótesis que la realidad misma sometida a ellos. Toda desviación de los datos de la
realidad respecto de la ley se explica por la carencia eventual del hallazgo y cálculo de
las causas concomitantes: interferencia de nuevas leyes todavía desconocidas, alguna
clase de error en las medidas tomadas por falta de precisión de los instrumentos,
acumulación de los factores a tener en cuenta, etc., etc. Lo que una posible anomalía
jamás significa para la ciencia moderna es que, aún no teniéndola todavía en nuestras
manos, la explicación exacta del fenómeno no sea, en todo caso, perfectamente
posible en el futuro. Puesto que la exactitud se pone al principio como un a priori
incuestionable, todo lo que aparece en el curso de la investigación como excepcional o
chocante o bien es despreciable o bien es fruto de una causalidad aún no hallada.
Cuando Leibniz critica esta suposición de la exactitud inaplicable para una metafísica
de las fuerzas, lo que le responde el newtoniano Samuel Clarke manifiesta claramente
la teatralidad que ha hecho hegemónico al mecanicismo durante tres largos siglos:
Clarke replica, en efecto, que Dios corrige cada cierto tiempo los desajustes del
universo sosteniendo así la validez inmutable de las leyes. Sea como fuere, lo que
parece fuera de toda duda es que de la inestabilidad que supone la injerencia de la
dinámica en el mecanicismo nace la gran crisis de la ciencia contemporánea -
estrictamente paralela a la crisis de la matemática que trae consigo. Pues fue cuando
en 1880 se intentó cerrar la mecánica newtoniana demostrando de una vez por todas
la existencia de esa materia sutil y misteriosa que era el éter -entidad que se había
introducido precisamente para susbsanar las inexactitudes-, y este propósito no solo
no se consigue, sino que da lugar a un replanteamiento completamente distinto del
pensamiento físico, entonces el entero edifico del mecanicismo se derrumba
definitivamente. Y lo hace de una manera que sólo podrán recomponer ecuaciones
aún más inestables: teoría de la unificación de campos de Maxwell-Faraday, cuerpos
difusivos, teorías probabilísticas, relativas…(En definitiva, ecuaciones todas que se
saben a sí mismas inestables). Es 1880 entonces la fecha que puede señalarse como
certificado de defunción del mecanicismo.
"Yo os quiero confesar, Don Juan, que aquel blanco y color de Doña Elvira no tiene de
ella más, si bien se mira, que el haberle costado su dinero. Pero tras eso confesar os
quiero que es tanta la beldad de su mentira que en vano a competir con ella aspira
beldad igual en rostro verdadero. Más que mucho yo perdido ande por un engaño tal,
pues que sabemos que se nos engaña así ¿¿natura??????. Porque este cielo azul que
todos vemos ni es cielo, ni es azul ¡Lastima grande que no sea verdad tanta belleza!"
La actitud del barroco es la contraria y nace de la gran crisis religiosa de mediados del
s. XVI. No se podrán entender nunca los ideales estéticos del barroco mientras que no
se comprenda que es un arte de crisis que resulta de una situación de crisis que se
traduce en la incertidumbre de aquellos elementos susceptibles de asegurar la vida de
los hombres. La inmediata consecuencia de la reforma es la aparición de las guerras,
de la inestabilidad política en Europa; los grandes pleitos ya no lo son, como otrora,
puntuales y episódicos por cuestiones dinásticas o de fronteras, sino que concitan a la
totalidad de la convicción del hombre, de manera que los ejércitos, aún
componiéndose obviamente de mercenarios, también albergaban gentes que
luchaban realmente por la fe en la que creían. No cabe ninguna duda de que los
grandes conflictos del s.XVII contienen mucho de pasión auténtica de los hombres, por
tanto al grado de inseguridad ideológica se une también el grado de turbación de los
espíritus que tiene consecuencias inmediatamente prácticas. No es aventurado afirmar
que el hombre es arrancado por primera vez del suelo firme de sus convicciones, que
son las mismas en que habían vivido también sus antepasados. Por todo ello, la
sensibilidad que esta situación produce es la contraria a la que exige el clasicismo. De
hecho, lo que esta claro al principio de la guerra de los treinta años es que no existe un
geometral único donde los puntos de vista estén cada uno en su sitio. Ya no es posible
mantenerse en un mundo cerrado clasicista, y si fuera posible describirse en este
mundo que contiene un infinito de posibilidades abierto, sería en esa forma que
perturba más el modelo clasicista, donde los elementos del conjunto están en
discusión en cuanto a su propia existencia. Porque lo que aparece ya no es lo que es,
porque lo que es no posee muchas veces el grado de belleza o atracción de lo que
aparece. El hombre que lucha por una cuestión religiosa y que tiene como objetivo de
su lucha la salvación de sus convicciones, precisamente es un hombre al mismo tiempo
carcomido por la duda sobre la viabilidad de esa lucha y por la inseguridad misma a
que esta lucha lo somete. El protestante alemán que lucha contra el bando católico
también esta luchando contra su memoria misma; el católico que lucha contra el
bando protestante también tiene que cerrar su memoria a su inmediato pasado puesto
que las denuncias de los protestantes son, en la mayoría de los casos, ciertas. Esta
inseguridad en teoría del arte se manifiesta de una manera clara. El Barroco se inicia
justamente con los temas de la imposibilidad de la seguridad, de la duda respecto a lo
que nos rodea. El gran Shakespeare, donde todavía participan los ideales del
renacimiento, en una de sus últimas obras trata en una farsa lo que en siglo se
convertirá en una tragedia con consecuencias sociales y políticas en el interior de una
obra de Calderón de la Barca. El problema de “¿cuando estábamos soñando, ahora o
antes?”, tiene una traducción objetiva en esta situación histórica del barroco. De ahí
que ninguna obra artística pueda ya recoger en sí misma la totalidad de sus propios
elementos estructurales, los cuales la otorgan sentido pleno. El sentido ahora esta
fuera, en otro punto, hay que ponerlo y para ello hay que buscarlo.
Descartes es el primer pensador que expresa una convicción que puede ser calificada
de estrictamente barroca, es decir, perteneciente plenamente al tiempo nuevo que
inaugura el siglo. Descartes es un pensador refinado, simple, cuya escritura es casi
transparente (escribe un magnífico francés y latín; a su lado, Spinoza resulta
demasiado tortuoso y torpe en su latín y Newton y Leibniz, por su parte, demasiado
ampulosos). Descartes es, así, un hombre literariamente extraordinario desde el punto
de vista estilístico, pero también desde el punto de vista de la capacidad para adecuar
la forma al contenido; es un pensador de una gran claridad formal y de una gran
expresividad descriptiva, hasta el punto de que se tendría que dar la razón a
pensadores positivistas que han llegado a hablar de una conformación del espíritu
francés por Descartes. Éste es un hecho importante a tener en cuenta: en cierto modo
la Francia moderna ha sido educada en el espíritu cartesiano, que es un espíritu de
simplicidad, de claridad, de transparencia, de ajuste de la forma al contenido, de ajuste
así mismo del estilo de redacción al pensamiento. Y como nada es gratuito en la
historia, como las decisiones que alcanzan una forma de objetivación histórica tienen
consecuencias, pues si aceptamos que Descartes ha conformado en buena parte el
espíritu francés, ello informa toda una tradición de pensamiento que puede incluso
perseguirse aunque Descartes ya no esté cerca. De esta manera, aquél que se
identifica con el modo cartesiano de hacer filosofía encuentra en él a su padre,
descubre por fin en cierto modo la paternidad, mientras que, por el contrario, aquellos
que no se identifican con este espíritu encuentran siempre que hay algo de trucado en
esta modelización que se llama cartesianismo. Pero, además, esto influye en una
segunda razón de su importancia: cuando uno lee a Descartes primero se percibe un
modo nuevo de hacer filosofía, una forma antes que un contenido, de ahí que exista
completo acuerdo sobre lo que significa el cartesianismo (claridad, sistema deductivo,
cultivo racionalidad...), pero, sin embargo, tengan lugar controversias acerca de su
doctrina, dada a interpretaciones mucho más enigmáticas.
2°) En oposición a estos pensadores, otros han centrado su atención sobre todo en lo
que Descartes tiene de configuración o formulación nueva del problema del
conocimiento o gnoseología, con lo que ven en él al iniciador de la teoría científica
moderna. "Teoría científica" es realmente una expresión exagerada para aplicársela a
Descartes, quién no tanto interpretó que es lo que realmente se hace cuando se hace
ciencia sino que más bien busco esclarecer desde qué posibilidades de conocimiento
se accede a la ciencia dada, lo cual significa que un concepto acrítico de "ciencia"
precede a la reflexión de Descartes. Es cierto que Descartes construye más una
gnoseología -teoría del conocimiento- que una epistemología -teoría de la ciencia-.
Aparte de esto, para los defensores de esta interpretación lo central del legado
cartesiano ha sido la expresión clara de lo que ha sido la certeza y el orden de las
razones -desde este punto de vista, la hazaña propiamente cartesiana ha sido
establecer en qué formas se supera la duda, cómo se organiza una cadena deductiva o
en qué consiste una intuición de lo simple y etc, etc; en resumidas cuentas, poner las
bases de un conocimiento inconmovible y de sus razones. Pensadores como Villemin,
que tuvo una importancia considerable en la conformación de la science francesa de
finales del s. XIX, están por tanto virtualmente detrás de todo el concepto de episteme
que los franceses oponen al concepto más potente de "teoría de la ciencia" de cuño
anglosajón. Este conjunto de pensadores, que constituyó, por una parte, una corriente
importante de oposición, como se ha dicho, a la filosofía analítica británica, y, por otra
parte, de posibilitación de una concepción material de la teoría de la ciencia, todos
ellos herederos de la episteme, tienden a ver en Descartes fundamentalmente al
hombre que ha nucleado la teoría de la ciencia no en la descripción de las formas
inherentes al contexto de la justificación de un discurso científico cualesquiera (lo que
sería propio del modelo analítico), sino en el contexto de la gnoseología, es decir, de
las bases sistemáticas que configuran en el interior del pensamiento las razones y su
orden para construir un conocimiento cierto y riguroso. Esta interpretación tiene poco
que ver con el problema de la libertad y mucho más que ver con la conexión entre la
cogitatio y la extensio, con la presentación del orden gnoseológico y su correlato real o
físico (o, dicho de otra manera: para el que es importante el recubrimiento de la
escisión en el mecanicismo por acción del concepto de la física). Otro ejemplo
admirable además de Villemin es Geroult, que fijó en los años cincuenta de nuestro
siglo esta visión de Descartes en un libro titulado precisamente Descartes o el orden de
las razones.
3°) Los marxistas, por su parte, han tendido a ver un Descartes distinto y a su manera
totalmente respetable: consiste en constatar que si nos fijamos en la escisión esencial
y en la prioridad ontológica que Descartes confiere al cogito sobre la extensio, nos
damos cuenta de que no hay ningún motivo para hablar de tal prioridad salvo en un
caso. Es este: si el mundo se divide en dos, y las dos son substancias no
completamente independientes porque no son Dios, no siendo Dios ninguna de ellas
(como sí sostendrá Spinoza), entonces el único motivo para conceder prioridad de una
de ellas es que Descartes entiende -pero ésto no es inductivo, ni deductivo, ni nada
que se le parezca: es tan solo una decisión suya-, que el ordo cogitatíonis tiene un
poder de influir sobre el ordo extensionis que no se refleja en el camino inverso, es
decir, que el último no puede, sin embargo, ejercer modificación alguna en el primero.
Se postula de este modo que existe una capacidad de intervención del pensamiento
libre sobre el orden material que es muy difícil de justificar y que constituye por ello
una importante laguna en el pensamiento de Descartes desde el punto de vista
estructural. Vistas así las cosas, para la interpretación marxista lo que nace con
Descartes es el hombre burgués moderno con su discurso de la autosuficiencia, del
dominio tecnológico de la realidad, de la superación de las trabas y de la captura o
posesión del mundo (natural y humano). Aparece según este punto de vista el
pensamiento de Descartes como la primera exposición sistemática, reflexiva, dura y
compacta del pensamiento moderno, porque es la epifanía del hombre moderno que
establece un discurso de legitimación del sometimiento de lo real. Descartes sería
sobre todo un legitimador de esa mentalidad moderna que se inicia con la conexión
entre técnica y ciencia y que justifica la dominación de la tierra (de "lo extenso", pues,
en lenguaje propiamente cartesiano).
4°) Un cuarto Descartes es propuesto por los pensadores que ven en él sobre todo -es
el caso de Martin Heidegger en La pregunta por 1a técnica- al hombre responsable de
la introducción de la filosofía de la subjetividad. El razonamiento, ahora, sigue esta
lógica: si Descartes -ya lo hemos dicho- ofrece un mundo dividido en dos y además
supone -puesto que hay que insistir en que no es demostrable- que el pensamiento
implica un orden de relevancia sobre la otra sustancia, la extensión -cuyos atributos
substanciales son tan validos como los del primero-, entonces lo que se ha hecho, 1a
operación por tanto propia de la modernidad, ha sido organizar al mundo en torno a
las categorías del sub-jectum y del ob-jectum. En este esquema, el cogito es el que
propone la posición del pensar, para el cual nace el conocimiento, y desde el cual se
organiza la exploración del resto de las substancias; por tanto, si el cogito es lo puesto
(esto significa sujeto: sub-jectum, lo que está puesto por debajo, un positum),
entonces es evidente que el resto, el mundo entero, pasará a la condición de lo ob-
jectum (en alemán estas palabras se dicen de una manera muy gráfica: para el cogito
todo lo que no sea pensamiento tendrá que aparecer como "gegenstand", es decir, lo
que esta enfrentado, opuesto, frente a lo puesto, que es el sujeto.)
5°) Y por último, hay que citar a otra serie de interpretes que, por el contrario,
encuentran solamente (pero eso es mucho) en Descartes al hombre que concilia
tendencias dispersas y diversas del periodo final del Renacimiento, y que es capaz de
acoplarlas a un sistema férreo que da acogida a las nuevas conquistas de la física
galileana: Descartes sería ahora el creador de la trabazón que esta variedad exigía. Esta
tendencia explicativa comenzó con Ernst Cassirer en 1925 y se ha convertido en una
formidable maquina de aportar razones en la obra de Eugenio Garin, que es antes que
nada un magnifico conocedor del Renacimiento. Según esto, Descartes no sería tanto
un pensador genial como un genial interprete o adaptador de lo que en ese momento
sucede en la historia del pensamiento. Y además, desde este punto de vista, Descartes
vendría a ser ante todo el arquitecto máximo del barroco en el plano de las ideas:
alguien que no ha creado nuevas estructuras pero que sí ha dispuesto los espacios de
una manera nueva y diferente tal que con ellos posteriormente tomase forma un
sistema. Descartes propone la cartografía ideal de un habitáculo humano para morar la
tierra, ficticio pero humano. La posición central de la subjetividad la habría aprendido,
conforme a esta interpretación, de Pierre de La Ramme (que criticó la lógica
aristotélica por pretender ser objetiva, cosa que choca con las potencialidades del
discurso, puesto que La Ramme sostiene que la lógica pertenece al sujeto, a la razón
del sujeto), y no menos de Rodolfo Agricola (que por su parte había estimado las
razones que cumplen a la dialéctica para criticar a la lógica aristotélica, la cual
convierte en un análisis del lenguaje; al fin y al cabo ésta es la única lógica que
Descartes inicialmente maneja). De hecho, el cartesianismo, por incitación del propio
Descartes, termina configurando un sistema de lógica nuevo adecuado a su propio
sistema, que es la lógica que finalmente se elaborara bajo el nombre de "Lógica de
Port Royal"' como una analítica del lenguaje. No se debe olvidar que, para uno y otro
autores renacentistas -La Ramme y Agricola-, desde el momento en que la lógica ya no
es formal/objetiva, hay una fundamentación, para ambos, psicológica de la lógica que
es la que Descartes hereda intacta. A la hora de la verdad, todo lo que es el meollo de
la argumentación cartesiana nace del actus cogitandi, no es una cogitatio en sentido
substantivo salvo cuando se dice que acto de pensar me conduce a la existencia del
“Yo”, tematizado ahora como res cogitans o "cosa pensante". Pienso luego existo: en
esta fórmula el "luego existo" significa que tengo que pensar una existencia
substantiva que sirva como soporte al acto del pensamiento, pero este planteamiento
no es radical y originario en Descartes. Lo originario es, antes bien, el actus cogitandi ,
o sea: el hecho de que pienso, el "me encuentro pensando", o el "pensando" a secas,
mejor expresado. Y, en consecuencia, ya desde esa constatación, en efecto, es
imposible concebir esa consideración originaria del actus cogitandi si no es sobre la
base de una psique, de la descripción específicamente psicológica de lo que el actus
cogítandi signifique. Descartes, pues, para esta interpretación, como sistematizador,
recopilador y simplificador de su rico pasado inmediato.
Aneja a esta duda, Descartes propone la hipótesis del “Genio Maligno”, es decir, la
hipótesis de una divinidad todopoderosa que se gozase en engañarnos.
Ontológicamente hablando, la duda escéptica es posible porque es concebible un
orden de lo real que no tenga nada que ver con el orden del pensamiento, o, dicho a la
manera cartesiana, porque es concebible el genio maligno. Allí donde la duda
cartesiana es duda en sentido fuerte, como decíamos, es solamente en lo que afecta al
orden de la racionalidad, y puesto que la estrategia para sostener esta duda es la
posibilidad de vivir en el engaño, esto quiere decir que el argumento cartesiano esta
puesto en esa zona de fundamentación de lo real. En la forma en que Descartes razona
la extensión de la duda, lo que pueda obtenerse después de ella no puede ser otra
cosa que una instancia liberadora de esta misma duda, así como una criba de lo que se
puede o no rescatar del paso por ella ¿Cual es esta extensión? La duda tiene dos
dimensiones fundamentales: su radicalidad –el “genio maligno” expresa este nivel-, y
su universalidad -sistematicidad y totalidad-, de manera que todo lo que no se
recupera de ella en forma de certeza habrá caído para siempre en el pozo del
oscurantismo y la superstición (pero como lo único que realmente se salva de la
trampa de la duda es el orden de las razones, todo lo demás que determina
positivamente nuestras vidas pero que no cabe en esta estrecha franja de la evidencia
inmediata queda tachado de apariencia, falsedad, error, etc; pasar todo lo real por
este tamiz único epistémico es lo que le parecía a Nietzsche el mito de todos los mitos:
al término de esta charla abundaremos sobre ello).
Así que como Descartes no puede prolongar la primera verdad prototípica ni un sólo
milímetro, porque, como sostenemos aquí, no hay nada que salga de ella, de ahí que
para poder avanzar tenga que introducir una noción nueva que es, ya no el acto de
pensar (actus cogitandi = Pienso, luego existo = posición absoluta = una presencia pura
sin definición), sino que sustituye a éste por otra cosa distinta: Descartes, en efecto,
dice ahora ego cogito cogitata –yo pienso pensamientos-. Con esta maniobra, como se
ve, cambia el acto de pensar por el contenido del pensamiento. Pero, claro está,
cuando hablamos del contenido del pensamiento y no del acto de pensar, hemos
alterado radicalmente la esencia de la verdad primera, puesto que el “sum” de cogito
ergo sum no se deduce en absoluto de “yo tengo pensamientos”, ya que entre mis
pensamientos no tiene porque estar ni dejar de estar la existencia (en todo caso la
existencia no es un cogitata ni un percepto, o sea, de ninguna manera puede ser un
contenido del pensamiento). No tiene sentido pensar que en el cogito ergo sum, el
sum fuese una especie de predicado del cogito, como la dureza es predicado del
hierro, algo así como decir “ego cogito ergo ego sum sum” –yo pienso luego yo soy
“soy”-; esto es absurdo, irrelevante, una mera tautología. Una posición absoluta no
implica una existencia en el orden de los predicados sino que la tiene ya, y por eso es
una posición. Pero cuando se dice “ego cogito cogitata” –yo pienso pensamientos-,
entonces sí que se está introduciendo un nivel nuevo, completamente rico y pleno,
que es el que va a permitir de verdad configurar el resto del sistema, y por tanto
prolongar por fin las consecuencias ¿Cómo lo hace Descartes?
Pues lo hace afirmando y explorando los cogitata, puesto que en los cogitata, en las
“ideas” -unas entidades que no son el acto del pensar pero que dependen de él-, en
este paso nuevo que no está en el cogito ergo sum, si que es posible realizar análisis y
distinciones. Existen, en efecto, según Descartes, ideas “adventicias” (parecen venir de
fuera, puede por tanto dudarse de ellas), ideas “facticias” (residen dentro de uno
mismo pero son imaginarias, con lo que caen también bajo la duda) y, por último,
ideas “innatas” (que no pueden proceder del exterior ni haber sido compuestas por el
cogito, no obstante se muestran invulnerables a la duda). Estas últimas constituyen el
verdadero principio del sistema cartesiano, y no el “Pienso, luego existo”, como hemos
tratado de razonar hasta aquí (no por azar es por las ideas innatas por donde
comienzan los Principios de Filosofía de 1630; Leibniz afirmaría posteriormente que
toda la elaboración del cogito propia de las Meditaciones ha sido introducida a última
hora por Descartes de una manera “teatral, melodramática y cosmética”) ¿Y que
sucede con esos cogitata innatos? Pues sucede según Descartes que algunos pueden
ser cogitata ajustados a la cogitatio misma, por tanto se explica perfectamente que la
cogitatio los genere en función de su propia actividad de actus cogitandi; no crean,
pues, en este sentido problemas de integración en el sistema puesto que son
coextensivos (es decir, coesenciales o de la misma proporción esencial) a la propia
noción de “pensamiento”. Pero resulta que hay un cogitatum y sólo uno al que le
ocurre la siguiente cosa extravagante: su naturaleza es tal que rompe la estructura de
los cogitata mismos, pues no es facticio, adventicio ni innato. Este es –en su nombre
provisional- la idea de Dios, que, siendo un cogitatum innato (por simple eliminación
de las demás posibilidades), no es, sin embargo, coextensivo con la cogitatio. ¿Porque?
Pues porque en “pienso luego existo” están completamente definidos los limites de
esta cogitatio, es decir, porque el ego cogito es un acto finito y resulta que Dios –
quitando ahora el nombre provisional- es la idea de un pensamiento de lo infinito. Por
lo tanto, resulta que es innato y no innato, ya que no es generado por la razón ni
coextensivo a la finitud de la razón. Y entonces Descartes promueve, en unas páginas
que son de una imprudencia antológica, estas dos decisiones:
1) Puesto que el concepto de Dios es más grande que el acto que lo podría producir,
entonces ese concepto no puede proceder de él, luego Dios existe.
Son páginas que no hubiesen resistido gran cosa a la crítica de un lógico muy anterior
como Guillermo de Ockham. El primero de estos argumentos es el argumento
ontológico que ya ha sido refutado claramente por la tradición tomista y nominalista:
de la idea de un ser con todas las perfecciones sólo se sigue esta misma idea, no se
sigue la existencia del mismo porque la existencia no es la idea de una perfección (Kant
repetirá este viejo argumento de la Summa Theológica de Santo Tomas de Aquino:
“cien taleros pensados no son menos perfectos que cien taleros reales”; Santo. Tomas
había dicho “A las islas afortunadas no les falta nada para ser afortunadas, aunque
mucho para existir”). Lo importante aquí es que Descartes se empeña en que la idea de
infinito no puede ser derivada de la de “finito”, sino que afirma que por el contrario la
idea de “finito” se deduce de la de “infinito”; en la tradición tomista y nominalista esta
claro que la idea de infinito nace por la negación de la de “finito”, del limite: “infinito”
no sería así una representación independiente, sino la mera interposición de la
cláusula negativa “no” a lo finito, en la forma “no-finito” ¿Porque dice entonces
Descartes esto? Pues porque como Dios es una idea innata, un ente de razón, mientras
que la finitud nace del actus cogendi (del yo, de la posición), entonces es evidente para
él que este cogitatum tiene que preceder a todo, ser una idea absoluta puesto que no
puede nacer de ninguna experiencia de este acto. Aquí Descartes esta incurriendo en
un error tan elemental como el que ya Guillermo de Ockham había señalado con toda
claridad al hilo también del problema del infinito, y que es lo que se denomina desde
Aristóteles una metabasis eis allo genos, es decir, un salto de un genero lógico a otro
distinto. Cuando, en efecto, se habla de “finito” se esta hablando en un plano
existencial, y cuando se habla de infinito, se esta en un caso perceptual, y no se puede
argumentar de un plano a otro saltando entre ellos. Por lo tanto, la idea de Dios no se
sostiene en Descartes, y, sin embargo, hay que insistir en que la idea de Dios es el
único fundamento del cartesianismo, no el “cogito ergo sum” u otra idea innata, sino
sólo “Dios existe”.
Pero aún hay más. Después que se ha aceptado “Dios existe” se da un nuevo paso, y se
dice: la idea de Dios es la idea de un ser omnipotente, bondadoso, etc, y que, sobre
todo, no puede engañarme (dicho lo cual Descartes da carta blanca a la legitimidad de
las operaciones de la razón como similares y reveladoras de los procesos de la
realidad). Habíamos visto que sólo bajo la hipótesis del genio maligno la duda se hacía
radical; ahora para superar esta duda Descartes propone la idea de Dios como opuesta
a esta hipótesis, pero...¿Porque así? ¿Del cogitatum de un ser infinito sale
necesariamente la idea de bondad, de veracidad para conmigo exclusivamente? ¿No
sale exactamente igual de la idea de un ser infinito la idea de infinito engaño? Ya
hemos visto que no se puede fundar en el cogito nada más que la posición absoluta, o
sea que “existo”, y ahora se nos pide que todo lo tenemos que fundar en el Genio
Maligno –es lo mismo. En realidad, escoger entre Dios y el Genio Maligno es producto
de una mera decisión arbitraria de Descartes. No hay un modo de salir de la duda
radicalmente si no partimos de la afirmación acrítica de un Dios benefactor del
conocimiento, y nada se saca de la posición absoluta del pensamiento.
Por estas razones, el destino del cartesianismo fue tan poco duradero como llamativo,
pues lo cierto es que el cartesianismo original no duró intacto ni una sola generación
¿En qué sentido decimos esto? Cuando Spinoza, por ejemplo, decidió aceptar las bases
sistemáticas del cartesianismo, no partió del “Pienso, luego existo” (más en concreto,
en la Reforma del Entendimiento, Spinoza escribe muy claramente que esto es una
necedad), sino que partió del único punto desde donde se puede partir: de Dios. Igual
ocurrió con Leibniz, la otra gran reacción al cartesianismo, y que comienza por Dios en
el momento en que acepta el cartesianismo y deja a un lado el “espíritu de la duda
melodramática y cosmética”, partiendo de lo que en realidad termina partiendo
Descartes a través de su rosario de tropiezos a partir del cogito, pero sin este lastre
intermedio. Escribe Leibniz en una carta del año 1661 (cita aproximada: buscar):
“¿Porque hay cosas? – porque podemos buscar sus causas - ¿Porque hay causas? -
porque podemos hablar en términos de racionalidad - ¿Porque “racionalidad”? –
porque el mundo esta ordenado en términos de armonía - ¿Y porque armonía? –
porque así lo dicta la inteligencia de Dios – ¿Pero porque un Dios? – por nada, nihil,
porque hay Dios (ser) en vez de nada –”
Ahora bien, para muchos católicos la Reforma había incidido en puntos muy
importantes, y para ellos la moral optimista jesuítica-aristotélica que nunca sospecha
culpabilidades profundas y siempre encuentra capacidad por parte del hombre para
“levantarse”, pareció como una insoportable invasión de una esfera reservada a lo
divino. Y aquí es donde incide la obra de Jansenio, un católico con mentalidad
protestante en el que ha hecho mella la idea de un hombre caído por el pecado y de
recuperación penosa cuya contribución para la salvación no puede ser tomada
realmente en serio. La decisión de mantenerse, pese a todo, dentro del seno de una
iglesia católica sosteniendo no obstante una consideración antropológica pesimista
propia del protestantismo, es una decisión que naturalmente iba a causar
inmediatamente problemas a la obra de Jansenio, pero de momento fue presentada
como una mera radicalización ortodoxa de posiciones católicas, es decir, como una
ultramoralización o llamada a la responsabilidad, hondura, seriedad, etc, en el propio
espíritu religioso católico. Pero ya en 1641 Port-Royal recibe la primera condena y en
1653 la segunda y definitiva por parte de Inocencio X; a partir de este último año se
sometió a los jansenistas a un formulario donde debían reconocer ciertos puntos
polémicos -entre otros, el liber arbitrio- de típica dogmática contrarreformista. Casi
todos firmaron, y como consecuencia de ello la congregación pronto se deshizo
definitivamente: Luis XIV finalmente decidió que la pervivencia de Port-Royal era un
peligro para la monarquía y arrasó las dos abadías. Hubo algunos jansenistas, sin
embargo, que no firmaron el formulario y consecuentemente fueron condenados por
la iglesia, entre ellos fundamentalmente: el padre Arnauld, el padre Martin Aburaou y
Blaise Pascal. En este contexto lindante con la reforma pero dentro de la ortodoxia
católica hay que entender la obra de Pascal.
¿Cuales son estos “intersticios” de las leyes de la naturaleza? Si se dice que no existe
ninguno, se habrá de reconocer que no se puede demostrar lo contrario, que quizás
todo este determinado: el “espíritu de finura” no puede demostrarse a si mismo, nadie
puede argumentar por razones ontológicas desde Descartes que se es efectivamente
libre (el mismo Kant renuncia a hacerlo en el plano teórico). Cuando el cogito piensa,
piensa la extensión, piensa exclusivamente la naturaleza, no al hombre. Pascal
reconoce así que no puede demostrar la libertad y por tanto la existencia de estos
intersticios, pero apuesta por ellos. En esta apuesta quedan concernidos nada menos
que la moralidad y la salvación, o sea, en último término la fe. Pascal ha sido
consciente de que en un mundo totalmente geométrico Dios esta ontológica y
epistemologicamente de más, y por eso apuesta por la división substancial que ofrece
la libertad y Dios –que sería el responsable de la presencia de estas fracturas de la
determinación-, frente a un pensamiento que solo sea epifenómeno y fantasma de la
geometría. Desde este último punto de vista, el pensamiento como tal no es más que
una función, deja de ser substancia puesto que es “pensamiento de” la materia
extensa, o, si no es así, el pensamiento es una substancia, pero entonces es sólo libre,
es esa pura acción libre del hombre que lo diferencia de la maquina, y en donde está
instalada la totalidad de su ser moral, el lugar donde Pascal pone la fe. Pascal evidencia
que con el pensamiento de Descartes en la mano la libertad no es una certeza sino una
esperanza. Son pensamientos, pues, los de Pascal, que sólo se pueden explicar desde
la posición misma donde Descartes ha dejado planteado el problema. De hecho, una
salida normal del cartesianismo fue la de la extensión indefinida de la posición
geométrica (materialistas, mecanicistas: Gassendi, por ejemplo); la otra fue, por el
contrario, la posición de una racionalidad sometida al riesgo, sometida al juego de las
ecuaciones de la probabilidad (aquí se cierra el circulo de la especulación pascaliana),
que es consciente de que se juega la posibilidad de la libertad para forjar un mundo
humano.
Por eso Pascal no firmó en 1661 el cuestionario, y respondió (cita de memoria: buscar):
“yo soy como la rama del olmo a la que los árboles pueden llevar en diferentes
direcciones: ahora quieren llevarme en una dirección, pero sé que las direcciones
cambian, y tal vez mañana juzguen oportuno que me tuerza en otra dirección; de mi se
sólo que estoy firmemente anclado en la tierra, y con esta seguridad no tiene objeto
firmar nada”. Esta imagen del hombre como un ser cimbreante, inseguro, que, sin
embargo, apuesta fuertemente por una libertad que nada le promete o asegura, pero
que, no obstante, sabe que en esta apuesta pone las condiciones probables de un
mundo humano, es seguramente algo que nunca más ha sido dicho en la historia de
occidente con tal rotundidad y sinceridad a como fue dicho en la segunda mitad del
siglo XII por Blaise Pascal. (La sinceridad, no se olvide, de una apuesta y no de una
certeza). El jansenismo murió con las condenas, y Pascal no tuvo discípulos, aunque el
jansenismo conoció buenas relaciones con la otra gran salida del cartesianismo que fue
la obra de Malebranche.
Para entender este fenomenal proceso es necesario, pues, preguntarse antes que nada
cuales eran los problemas que emanaban del pensamiento de Descartes o, con
independencia de éstos, cuales fueron exactamente los problemas que se
constituyeron como tales a partir de la lectura de Descartes en el curso del s. XVII. Y
hay que decir que fundamentalmente fueron tres los grandes interrogantes que,
directamente desprendidos de la problemática generada por la obra metafísica de
Decartes, orientaron el pensamiento rigurosamente barroco de finales del s. XVII; estas
tres grandes cuestiones son, a grandes rasgos:
Porque lo cierto es que bien se puede decir en un primer trazo que la diferencia alma-
cuerpo no es realmente substantiva, que Dios es la causa en el sentido de que es lo
único que hay; el alma y el cuerpo nunca fueron substancias según este razonamiento,
sino atributos de Dios, y con ello se encuentra una explicación solvente de la
causalidad e incluso de todo el sistema ontológico en general: Dios tendrá que ser la
naturaleza una-y-toda. Esta posición se encuentra formulada en Geulinex, precedente
de Spinoza y maestro suyo, y lo que resulta de ella es un necesitarismo sin recurso a
excepción posible: tiene que existir un estricto paralelo entre los fenómenos de
pensamiento y los fenómenos de extensión dentro de los atributos de Dios, y desde
aquí se explica fácilmente la causalidad -este paralelismo es llamado por Geulinex
"ocasionalismo", término que en Malebranche tiene otro significado bastante distinto,
como veremos enseguida. El "ocasionalismo" de Geulinex dice que todos los
fenómenos de la naturaleza -pensamientos o modificaciones de la extensión- son en
Dios, lo que es lo mismo que decir en la universalidad y necesidad de lo divino que es
la naturaleza, la totalidad. Esta visión hace justicia a Descartes aún a su pesar, y por
eso no sería injusto decir que alentaba ya implícitamente en él.
Ahora bien: la diferencia entre "atributo" e "idea" es crucial. Si se dice que las dos
instancias cartesianas son "atributos", entonces es que Dios es, él mismo, extenso y
pensante, y asimismo extensas y pensantes las dimensiones de la naturaleza entera
que son lo mismo que él. Pero si lo que se dice que son "ideas", lo que se quiere decir
en cambio es que aquello que sea Dios tiene entre las elaboraciones de su
entendimiento la idea de pensamiento y la idea de extensión, de las cuales no se
deriva en absoluto nada en la naturaleza, pues ésta es puesta como un objeto, al igual
que el pensar, del intelecto del Ser Supremo. En este último caso Dios acuña, fabrica,
concibe la totalidad del ser sin por ello identificarse con ella, y si esto se acepta se
puede pensar ahora en términos que no necesariamente son inexorables, ya que los
acontecimientos pueden ser producto de la voluntad arbitraria de Dios, que es el ser
que desde fuera de ellos los hace objetos. Y esta es la posición definitiva de
Malebranche, que va a ser, contrariamente al gran barroco, la posición también
definitiva de la modernidad. A despecho suyo, las opciones encabezadas por Spinoza,
Leibniz o Lessing quedarán aparcadas y el pensamiento occidental tomará la dirección
que le ha marcado inicialmente Malebranche. (Es decir: el occidente moderno
discurrirá derechamente y de un modo irreversible por aquella interpretación del
cartesianismo que hace al pensamiento y la extensión objetos del ser que los
constituye y hace posibles, sea este ser Dios, el Yo transcendental, el Espíritu Absoluto,
o la Voluntad de vivir Schopenaueriana).
Ahora bien, con la extensión sucede exactamente lo mismo: si se dice que la extensión
es una sustancia, a partir de aquí pueden decirse muy pocas cosas más. La extensión
tiene de ventaja sobre la cogitatio el que ya desde el principio es objeto (sólo hay
extensión para el pensamiento, esto es evidente, la extensión no tiene conciencia),
más no obstante es un objeto tal, que paradojicamente el pensamiento lo piensa como
sujeto, es decir, que constata que no se puede pensar ningún cuerpo sino es desde la
extensión, y, así, ella misma no puede ser de nuevo más que la condición de
posibilidad de pensar los cuerpos en general. Porque esto es lo que de facto ocurre:
que no puede aprehenderse directamente la extensión; la extensión figura como
objeto del pensamiento pero se tiene que pensar en ella de tal modo que resulte ser,
igual que el pensamiento, sujeto de los fenómenos. Por lo tanto, con la extensión uno
no se libera tampoco de esa posición refleja que impide poner aquí en el exterior del
pensamiento los fenómenos corporales como algo autónomo, substante por sí mismo:
cuando pienso, en efecto, los fenómenos corporales, entonces igual que sucede con el
pensamiento me doy cuenta reflejamente de que sólo los puedo pensar bajo la
condición de una actividad que lo es desde y para el pensamiento. La extensio es,
pues, no más que una condición de posibilidad también de los fenómenos corporales,
del mismo modo que el pensamiento lo es de sus propios fenómenos psicológicos o
ideativos. Ambos son ideas de Dios, y, dando un paso más, Malebranche afirma que se
conoce así siempre en Dios, puesto que Dios es el nombre del puente ontológico a la
vez que de el lugar donde residen esas ideas suyas -pensamiento y extensión- por
mediación de las cuales el hombre conoce (el ocasionalismo malebranchiano como
una teoría del conocimiento difiere enormemente de la doctrina ocasionalista de
Geulinex, que se perfila más estrictamente como una ontología).
De esta manera, es sencillo comprender ahora que en cuanto que Dios se instituye
como la mediación, se resuelven fácilmente las relaciones cuerpo-alma, pues los
distintos fenómenos de ambas instancias simplemente se piensan de modo distinto.
Por ejemplo: si es el caso de que se piensa un árbol desde el punto de vista de la
selección de condiciones de posibilidad del discurso químico -proyectado sobre el
plano extensivo-, resultará del todo indiferente hacer entrar en consideración el color
de las hojas -que es un fenómeno de percepción-, habida cuenta de que no es este el
nivel seleccionado en este momento para la comprensión del fenómeno arboreo -lo
cual no suprime el hecho de que aquella hojas tengan un cierto color que pueda ser
relevante a la hora de plantear un discurso pictórico, u óptico a la manera de Goethe,
etc. De ello se infiere que si establecemos que hay dos condiciones máximas de
posibilidad de comprensión de lo real, entonces lo que concierne a los fenómenos del
pensamiento son ideas, dolores, sensaciones diversas, reflexiones, etc; y lo que
concierne a los fenómenos de la extensión son, en cambio, movimientos, choques,
polígonos, etc ¿Y cual es el procedimiento para explicar cuando uno y otro
interferiesen entre sí? Pues es igualmente sencillo: estas interferencias se dan en la
mente de Dios, que es quién las compone, y en esto consiste en definitiva la célebre
teoría de las "causas ocasionales" en Malebranche. Las interferencias se explican
sencillamente porque entre los dos modos de explicación posible se entrecruzan dos
tipos de fenómenos, los que afectan al pensamiento y los que afectan a la extensión -
por ejemplo, un pinchazo puede explicarse en términos fisiológicos o emocionales-,
que se dan sincrónicamente en Dios. Con "ocasión", pues, de un dato cualquiera
procedente de una parte de la naturaleza, concerniran a él los fenómenos
correspondientes en el otro punto paralelo de la naturaleza, con lo cual Dios actúa
como el único substante real generador de todas estas actividades puestas en marcha
para la explicación del universo ¿Que quiere decir realmente, y en última
consecuencia, esta apelación a Dios? Pues quiere decir algo revolucionario para el
pensamiento de la modernidad: que en la naturaleza no hay, no operan causas, sino
que operan razones. Es decir: existen conexiones necesarias entre el mundo de los
fenómenos de la física y el mundo de los fenómenos de pensamiento, pero estas
conexiones no son reales o materiales (crítica a la causalidad material antes que
Hume), sino puestas por la razón supuesta su contigüidad en el tiempo -la "razón" del
dolor psíquico, tanto como del hematoma físico, es, como hemos visto, el pinchazo-.
De acuerdo con este programa, ya no hay que buscar más las causas en la naturaleza,
sino las leyes de las conexiones o "razones", y cuando hallemos éstas, sabremos por fin
con total certeza como funciona el universo según el pensar de Dios. La filosofía
moderna es, pues, en síntesis, aquella interpretación del cartesianismo que se inclina a
creer o aceptar estas dos cosas: primero la adopción irrenunciable del modelo de la
explicación racional (con Malebranche el cartesianismo adopta la posición de la
positividad del pensar, la posición del concepto ya no substantivo ni metafísico, sino
del concepto que hace posible las transformación del problema metafísico en un
problema crítico de teoría del conocimiento), y, segundo, la noción de legalidad en el
sentido moderno como las razones compuestas en, y por, el pensamiento, para la
explicación de los fenómenos, o sea: la idea tan familiar ahora para nosotros de que
explicar es enunciar como funcionan las cosas, cuales son las relaciones de
funcionamiento que las ligan, y no declarar su esencia, no tratar de manifestar,
aristotélicamente, como esencialemente son. Este es el enfoque o planteamiento que
se manejará cada vez más en la ilustración francesa -Voltaire, D´Holbach, etc-, que
acaba trasladándose a la Ilustración escocesa -Hume-, y del que culmina extrayendo
todas sus formidables consecuencias Kant sustituyendo a Dios por la idea secularizada
del "yo transcendental", la "actividad pura del pensar", la "ciencia positiva", etc -en
definitiva: la actividad categorial pura del hombre.
Primero de todo, hay que destacar en favor de Spinoza su honradez personal. Tuvo
una vida difícil: él se identificó con el programa político democrático frente a la
monarquía absolutista, y eso le arrastró a la desgracia política cuando sucumbió la
alternativa democrática de Jean de Witt en Holanda. Entonces, Spinoza se encerró en
su óptica y resistió toda tentación de promocionarse social o filosóficamente; le
expulsaron ignominiosamente de la Sinagoga y no respondió a los ataques que a su
pensamiento desde diversos frentes se le dirigieron. Pero es que incluso cuando le
ofrecieron una cátedra en Heildelberg, y tuvo al alcance de su mano el éxito social
asegurado, rechazo esa oferta exclusivamente por la razón de que provenía de un
Obispo de Heildelberg, y, por consiguiente, con la aceptación podía ponerse en duda
su independencia. Afrontó, como consecuencia, una vida de honradez en un trabajo –
el de pulidor de lentes- que no le reportaba beneficio ni seguramente entusiasmo.
2) No hay ni puede haber nada fuera de Dios. (La cláusula realmente importante es
claramente la segunda; la primera puede ser un mero nombre, el nombre que le
otorgamos de ese fenómeno de aceptar su realidad).
Dios es, pues, el nombre del todo, por tanto Dios o la Naturaleza o la Sustancia es lo
mismo. Este salto es el que se denominado en la historia del pensamiento
"panteísmo", pero este es un panteísmo nuevo, moderno, respecto al panteísmo
estoico, al que Spinoza estaba preparado ya por su preparación estoica y hebraica
neoplatónica. "Nada existe al margen de Dios" es un pensamiento que habría sido
aceptado por igual por Leon Hebreo o Plotino, e incluso por dichos estoicos -el Todo es
lo Divino-. ¿En qué y en donde está entonces aquí la novedad? En la identidad añadida
de sustancia a la identificación panteísta clásica Dios=Naturaleza, es decir, en su
substancialización. ¿Y por qué es el punto de vista fundamental? Porque es claro que a
partir de aquí ya no se trata de deducir la realidad a partir de Dios o a partir de la
Naturaleza, ni siquiera a partir de su identidad, sino a partir de la Substancia que
contiene a Dios y a la Naturaleza. Si se quiere hacer una deducción de la realidad desde
Dios o la Naturaleza, basta decir que ésta o aquel es causa en sentido físico, o sea, el
agente, el que hace algo (como el Dios creacionista, o el Demiurgo platónico, o la
natura naturans de la que todo brota), y este es el punto de partida tradicional de
todos los planteamientos panteístas. Pero ahora Spinoza piensa esta identificación
desde el punto de vista de la sustancia, o sea de la entidad independiente, y desde esta
perspectiva la causa física no dice nada, esta fuera de lugar, más aún: se comete una
metábasis eis allo genos si se habla al mismo tiempo de “independencia” y “agente”.
La manera, en cambio, como se puede hablar de causa fuera de todo fisicismo y
valiéndose del pensamiento de la sustancia es entendiendo la causa como la noción
matemática de principio, -y, así, los efectos se entenderán más bien como
consecuencias. De esta manera, se habrá logrado el sueño cartesiano -que Descartes
estuvo lejos de concebir coronado- de una exposición universal de la realidad por la
razón, porque con esta maniobra spinozista sí que se encuentra el mecanismo
adecuado para una estricta matematización y geometrización del mundo gracias a la
posesión del fundamento ontológico requerido, que es la noción de substancia -la cual
contiene a Dios y a la Naturaleza, pero esto es ya anterior al problema moderno. Lo
que con la operación spinozista se ha dicho, en definitiva, es: Dios es el todo y por
consiguiente Dios y la Naturaleza son la misma cosa, pero lo decisivo es que tanto uno
como otro se van a estudiar desde el punto de vista de la entidad independiente, y
como todo tiene que suceder en el interior de esa entidad independiente como un
proceso inmanente suyo, las causas ya no tienen por qué ser concebidas como
agentes, es decir, como elementos que requieran una manipulación o tecnificación a la
manera creacionista, sino que se pueden interpretar esos procesos en el interior de la
noción misma de sustancia como procesos estrictamente de lenguaje, y,
concretamente, como procesos rigurosamente matemáticos.
¿Como se aplica esto? Lo que quiere decirse en definitiva es que se puede definir, por
ejemplo, un triángulo construyéndolo en el entendimiento, y con ello se esta
proponiendo la génesis del triángulo: una línea doblada dos veces en la forma única
posible regular en que la suma de los ángulos miden 180º, o dividiendo un segmento
común en tres lados en la forma única posible lógicamente hablando en la que son
capaces de circunscribirse en un círculo. Y ahora viene la gran pregunta...¿En que
sentido se puede hablar aquí de “causa”? Es decir: estas operaciones antes descritas
podrían realizarse físicamente por un agente, pero no es en absoluto necesario para
concebir cual es la causa de la construcción siquiera mental o substantiva de un
triángulo, pues en realidad basta con proponer mentalmente la solución posible a los
enunciados de la génesis de un triángulo antes explicitados. Por lo tanto, aquí la noción
de causa es anterior a la causa física: consiste en proponer principios de los que se
derivan consecuencias. Si se piensa así el mundo -como consecuencias deducidas de
unos principios-, lo que sea valido en el nivel substantivo, como es idéntico a la
Naturaleza y a Dios, será valido también en el nivel físico, con lo que se cumplirá
estrictamente el programa cartesiano: el mundo puede ser pensado
matemáticamente, geométricamente. En este punto crucial es donde descansa todo el
brillo especulativo de la genialidad spinoziana: se ha podido discurrir –seguramente
con tal coherencia y plenitud por primera vez en la historia- la secuencia donde, en
efecto, se puede pensar sin acudir a otros elementos que aquellos que respondan a
principios y consecuencias en el interior de la sustancia, y se puede así tener
definitivamente certeza absoluta de que el ordo idearum es aquí estrictamente
equivalente al ordo rerum (cumplimiento absoluto del viejo programa parmenídeo de
la identidad pensar-ser). Pensar en los términos de la sustancia significa pensar ni física
ni espiritualmente, sino en los términos de un entramado lógico requerido por la
noción de esta sustancia: todo lo que se halle como necesario en el ordo idearum lo
será también en el ordo rerum, todo lo geométricamente concebible tendrá su
correlato físico. Esta es una idea de tal potencia epistemológica, que Hegel llega a decir
ciento cincuenta años después que todo filósofo tiene dos posibles filosofías, la suya
propia y la de Spinoza.
Cuando se llega a este punto decisivo, se desprende que las ilusiones de una vida
autónoma donde el mundo se pueda hacer por nuestra parte son sólo eso: ilusiones.
Es una ilusión la modificación o intervención en la naturaleza, todo es necesario y es
como es lógica y naturalmente. Al renunciar a esto negativamente se ha renunciado a
todo intento de dominación, de engaño, y entonces la única legitimidad posible del
poder es instrumental, coyuntural (más para eliminar obstáculos que otra cosa). La
positividad esta que más allá de esta negatividad crítica la ética spinozista asegura la
beatitud de comprender que el mundo entero es una representación de lo divino en
nosotros, que nosotros somos Dios aún en un modo finito justamente tal y como
somos. Así, la Ética de Spinoza borra de un plumazo todas las esperanzas de la
Ilustración en el mismo sentido en que la Ilustración camino ulteriormente. La única
libertad posible es la interior del que se sabe que representa un modo eterno, del que
se sabe no una parte de la naturaleza, sino él mismo la naturaleza, no una parte de
Dios, sino él mismo expresión de Dios. Y esta libertad se alcanza inmediatamente sin
necesidad de planes de racionalización del mundo -esto fue lo que empavoreció, no sin
razón, de Spinoza a la Ilustración triunfante.
Otra manera más de tratar la división cartesiana es negándola, bien por vía de
superación monista, bien escogiendo uno de sus dos elementos para negar
radicalmente la positividad del otro. Como hemos visto, para dar carácter substantivo
al alma se tendría que poder pensar en un ser independiente que consistiera
únicamente en eso, en pensar, y esto es difícil de concebir puesto que pensar es una
función, una actividad. Por esta razón, cuando Descartes dice "pienso, luego existo",
en realidad esta introduciendo dos verbos distintos: la acción de pensar propiamente
dicha, y un verbo de estado, "luego existo". Así las cosas, para pensar la cogitatio como
una sustancia autónoma hay que pensar una función independiente que exista por si
misma, y así se hace difícil concebir cómo podría haber un pensamiento que pudiera
funcionar como sujeto sin pertenencia a cuerpo alguno. Thomas Hobbes columbra la
consecuencia inmediata de esto: no hay, pues, división de substancias, sólo hay
extensio. En 1676, un discípulo suyo, Pierre Boyle, -ya muerto Hobbes desde 1671-,
denomina a esta nueva posición de la cuestión "materialismo". Conviene, por tanto,
subrayar que la tesis materialista en la modernidad sólo se comprende desde el punto
de vista de la situación creada por la división cartesiana. El materialismo en la
modernidad no dice "toda la realidad es reductible a aquellas substancias que son
susceptibles de ser descritas extensionalmente", sino que dice más bien esto otro: "si
el pensamiento es una actividad, una acción, mientras que la extensión es una
sustancia, entonces el pensamiento debe poder ser de alguna manera reducido, debe
tener un origen y poder ser explicado en el interior de la extensión". Esto no tiene
nada que ver con el materialismo del mundo antiguo, que lo es todo él (a nadie se le
ocurre pensar en el mundo antiguo que haya algo que no pertenezca a la physis, hasta
los mismos dioses tienen cuerpo; incluso en el pitagorismo o platonismo, si se habla de
almas incorpóreas, se dice que son físicas, y si se habla de ideas, se puede hablar de su
inmaterialismo precisamente porque están separadas de la physis, o al menos de la
materia, y en el mundo físico sólo se puede hablar de compuestos de la materia).
Primero habla Hobbes, pues, de cuerpos, de la extensio, y dice que esto es nada menos
que la filosofía primera, o sea, el equivalente a la ontología en la ordenación
típicamente cartesiana; después, cuando sean halladas las leyes generales de los
cuerpos será el momento de hablar del hombre, o sea, de aquellas cosas que
caracterizan al hombre desde la posición de un cuerpo: sus pasiones, sus afectos y el
pensamiento; y sólo entonces será el momento de hablar de lo que era el núcleo inicial
de su preocupación, es decir, de la política. El postulado primero que maneja Hobbes
recoge la influencia de Bacon: consideraremos real sólo aquello que es susceptible de
experiencia e interpretaremos por "experiencia" -esto es ya galileano- aquello que
puede ser manipulado, medido, comprobado y verificado, quiere decirse: tratado en
un laboratorio. En Hobbes la transformación galileana de la "experiencia" entendida
aristotélicamente, por la "experimentación" realizada según el método hipotético-
deductivo es ya completa. Si esto es así, es claro que no hay una experiencia directa -ni
manera de tratar experimentalmente, por ejemplo haciendo la anatomía de un
cerebro-, del pensamiento, y tendremos que decir que la realidad sólo corresponde
realmente al cuerpo -y esto es puro materialismo. Pierre Gassendi dirá más tarde que
en algún punto hay que terminar la división de la materia, y desde entonces
"materialismo" significa también "teoría corpuscular", es decir, "atomismo". Puesto
que la realidad son cuerpos, y estos se definen por la extensión, ellos deben de poder
explicarlo todo, y así la filosofía primera será una física del movimiento. Cuando se
establecen las leyes del movimiento de los cuerpos se tienen ya el fundamento básico
de toda teoría de la realidad. ¿Como se pasa ahora a una explicación del hombre a
partir de esto? El materialismo es una tesis pobre de la historia del pensamiento que
además tiene potentes pensadores en su contra (Leibniz, Kant, Hegel, etc), y si aún y
todo ha sido influyente lo que viene ahora es, sin embargo, decisivo puesto que ha
sido fundamental para nuestra cultura: si por culpa de la escisión no se quiere pensar
autónomamente el pensamiento, sino que hay que deducirlo de los cuerpos, entonces
habrá que entender el pensamiento como una función del cuerpo. Una función con
estas características: activa como una capacidad de ciertos cuerpos, que para entender
su tipología baste con entenderla como tal función del cuerpo y nada más -es decir,
sólo explicada desde el ámbito del cuerpo. Se introduce así una noción de
pensamiento que se agota exclusivamente en lo formal, y esto es lo verdaderamente
importante. Ya no intervendrán para nada la memoria, las tradiciones, ni, en general,
ningún contenido del pensamiento; estos contenidos posibles del pensamiento
tendrán que poder ser asimilados por el cuerpo, y como no se puede concebir el
pensamiento más que desde el cuerpo, que es una cosa concreta, habrá entonces que
pensar que se nace totalmente vacío de referencias, y que el pensamiento consiste en
actividades formales puras: establecer uniones o distinciones, semejanzas o
diferencias, y, en general, organizar toda suerte de materiales que vayan entrando
(estructura de input/ output).
Pensar no es más que este modo de actuar expresado bajo leyes del cuerpo análogas a
las leyes del movimiento. El sujeto es un cuerpo vacío de contenidos de pensamiento -
en principio- que, al igual que se mueve conforme a leyes físicas, "mueve" también su
pensamiento o razón conforme a leyes de movimiento que sólo pueden ser
interpretadas formalmente. A estas leyes formales del pensamiento se las llamará
"psicológicas", puesto que proceden de aquella función del cuerpo que en la tradición
ha sido denominada "psyché". Todo el hombre es reducido a leyes de movimiento
físico y leyes de movimiento psíquico. Se comprende ahora que el pensamiento de
Hobbes haya conectado con el cartesianismo, que también concluía en una
antropología del vacío. Lo influyente de este pensamiento esta en esto mismo: una
interpretación reductora, maquínica -la pysiche como una especie de maquina- del
pensamiento, mediante la cual se ha puesto en marcha toda la teoría de la Ilustración,
y el proceso por el que la secularización avanzará. Ya Locke en la generación siguiente
afirmará que la teoría del conocimiento consiste en las leyes psicológicas del
pensamiento. Hume hará lo mismo, y Kant coronará esta tendencia cuando afirme:
pensar es en definitiva aplicar a sensaciones caóticas y ciegas un mundo de
categorizaciones que no serán sólo psicológicas sino además transcendentales -
añadido hecho no más que para evitar subjetivismos individuales-, pero al fin y al cabo
igualmente formales. Pensar es ponerse a combinar según un mecanismo formal,
pensar es las "formas del" pensar.
Aunque ahora nos parezca inmediata, esta es una idea nueva en la historia del
pensamiento: un pensar que desatiende lo pensado por él, que no consiste en "pensar
en" esto o lo otro, que puede ser interpretado desde ninguna referencia o cuyas
referencias son recurrentes a sí mismas -la famosa tabula rasa. Desde ahí se abrirá
paso la posibilidad de un pensamiento secularizado en la Ilustración. En el s.XVII se
asiste a la necesidad de refundamentar la totalidad del pensamiento humano en un
punto incuestionable, y primeramente se recurre a un Dios que ya no es tanto el
religioso como el sujeto de las ideas; pero existe otra manera de lograrlo, y es
encontrar una fundamentación que sin ser substantiva como lo es Dios pudiera ser
asimismo fundante del conocimiento, y esto es lo que surge estructuralmente con
Hobbes. Él propone el modelo de una razón formal que, atravesando por los llamados
"empiristas" del s. XVIII, y llegando íntegramente a Kant, sin necesitar ya a Dios pero
legitimando un conocimiento humano, constituye el paradigma de la Ilustración, que
es hobbesiana incluso políticamente. Esta razón formal opera mediante lo que Hobbes
denomina la "reducción de las percepciones a símbolos". La razón asigna símbolos a las
percepciones materiales que entran por los sentidos del cuerpo, y estos símbolos son
puramente convencionales (nominalismo puro). La única manera de ponerse de
acuerdo sobre símbolos es reduciéndolos a definiciones, que serán también
convencionales pero al menos darán pábulo a la discusión y por tanto al acuerdo -la
metafísica, que trataba de construir "el discurso" capaz de reproducir la realidad tal y
como es, se convierte así en un absurdo, puesto que las palabras son sólo
convenciones. En un segundo momento funcional, pensar es, por tanto, reunir o
separar símbolos, realizar un cálculo formal con símbolos definidos
convencionalmente. Las pasiones o apetitos, que pueden ser la causa de errores,
Hobbes los define como leyes de los cuerpos, instintos para los cuales cualquier juicio
moral resulta absurdo (como lo sería decir que es "malevola" la ley de gravedad). Sin
embargo -dice Hobbes-, se debe convencionalmente por interés del hombre reprimir
unas pasiones y potenciar otras, calificadas por motivos de conveniencia de buenas o
malas. ¿A qué viene ahora esto y como encaja con el resto? ¿Como pueden decidirse
los beneficios y por lo tanto las virtudes desde una posición materialista? No hay que
olvidar que Hobbes es sobre todo un protestante que tiene una imagen pesimista de la
naturaleza, y que aunque razone sobre la naturalidad de las pasiones, en el fondo no
puede dejar de conceptuarlas como negativas precisamente por naturales (el caso de
Spinoza, que no era protestante, es semejante en la práctica, pero no idéntico en la
concepción). Como consecuencia de ello, piensa Hobbes que el hombre, totalmente
abandonado a las leyes de sus pasiones se convierte en un lobo para el hombre;
"homo homini lupus" es una descripción totalmente pesimista del hombre que nace de
las creencias protestantes –Aristóteles, y con él todo el pensamiento político de la
edad media, no la compartirían-, creencias convencidas de la corrupción esencial de la
naturaleza humana, de Hobbes.
Así, si el hombre dejado libre a su propia naturaleza no produce más que violencia,
entonces el juego de la convención, que reprime y potencia tendencias, nace
exclusivamente de estas leyes en las que el pensamiento es por primera vez mirado
desde una materialidad -pero sólo en este caso. Con lo que tenemos que Hobbes,
después de postular la formalidad y vaciedad del pensamiento, sorpresivamente dice
ahora que existe al menos un contenido natural del pensamiento, que es la pulsión de
autodefensa y procura de seguridad, lo cual parece una contradicción. Esta ley natural
a priori de la psique humana hace que el hombre intente por todos los medios a su
alcance limitar sus propios instintos agresivos en pro de la defensa de su propia vida y
bienes, y no, desde luego, por ninguna valoración moral. Valiéndose de este
razonamiento, Hobbes pone en marcha el decisionismo, que es una de las grandes
conquistas de la modernidad, porque en virtud de la decisión pueden resolverse
muchos problemas que son irresolubles apoyándose exclusivamente en la discusión
(por ejemplo: ¿porque habría el Estado de aceptar la libertad de opinión, que motivos
racionales puede aducir para ello?, pues porque sí, por decisión a falta de una razón).
Sustituir el orden teocrático de Dios por la decisión humana no es ni mucho menos una
operación de sentido común o irrelevante: en este instante preciso la antropología se
convierte en ontología política. Lo que caracteriza por encima de todo a la modernidad
es un carácter antropológico de la política como aquel punto donde se resuelven los
problemas y encuentran solución teórica y práctica las cuestiones y dificultades de
orden epistémico que han surgido en el curso de la explicación teórica. Las aporías
antropológicas encuentran un locus ontológico donde resolverse en su dimensión
práctica y teórica, y este es -y esta es la definición moderna de- la política. No se puede
exagerar la importancia de este punto, que conviene comprender en sus justos
términos. la política en la modernidad no es simplemente el origen o la legitimidad del
poder, o la explanación positiva de la sociedad, sino un concepto ontológico que une
indisolublemente la resolución de los problemas antropológicos -aquellos generados
precisamente por su vaciamiento- a su expresión bajo la forma de la sociabilidad, y por
eso la metafísica de la modernidad es una antropología política. Estamos tan
familiarizados hoy con este concreto planteamiento de las cosas -que actúa como
transfondo acrítico de nuestras convicciones actuales, estableciendo el ser mismo
vigente de "lo moderno"-, que hemos olvidado su antiguo carácter de propuesta
nacida en los debates filosóficos y político-religiosos del s. XVII, y somos incapaces en
consecuencia de concebir alternativa alguna a este modelo. Según este, el origen
estructural -que no cronológico- de la sociedad esta en el hombre que toma la
decisión, por razones materiales y morales -sobre todo porque su pensamiento esta
vacío-, de crear un mundo habitable que suspenda la guerra de destrucción del
hombre por el hombre que es el estado de naturaleza. Un mundo a escala humana
concebido como a partir de un determinado locus ontológico que es el de la política y
cuya expresión física es el Estado, es decir, un espacio donde rigen normas
convencionales que recogen elementos cedidos de la decisión -el mítico pacto social-
para lograr la autodefensa individual en un marco común. Al Estado sólo le
corresponde la legitimidad de su origen contractual entre individuos corporales, y su
resultado es el imperio de la ley -un imperio sobrepuesto al imperio de la naturaleza
que lo abole y suspende en pro de la seguridad. Las leyes del Estado son -como las
físicas- el elemento de regularidad sobrepuesto a la naturaleza que puede ser
convencionalmente puesto y que tiene la capacidad de determinar los ámbitos de lo
licito y de lo ilícito. El estado pasa a ser como un nuevo cuerpo -cuerpo de reunión-
que se rige por nuevas leyes -jurídicas-, y que en su función alegórica de super-
organismo social dirigido desde arriba recibe el nombre de una figura bíblica
horripilante: Leviathan.
Los libertinos son aquellos cartesianos que, leyendo a Hobbes, comparten la idea de
que, de la distinción dualista, sólo hay que quedarse con la extensión. Es cosa
establecida que no se puede ignorar, pues, que sin materialismo (y por tanto sin una
determinada polarización del cartesianismo), no se es posible comprender el carácter y
naturaleza del libertinismo. Pero los libertinos van más allá de Hobbes al decidir no
transformar el pensamiento en una operación formal y optar por considerarlo como
una función sí, del cuerpo, pero no del cuerpo en abstracto estudiado desde las leyes
de la física, sino del cuerpo propio. El libertinismo es un movimiento
fundamentalmente francés, y parcialmente inglés, de aquellos que llegan a una
solución infinitamente más directa del postulado hobbesiano que dice "yo sólo soy mi
cuerpo". De esta solución directa, basada en la naturalización de las pasiones
singulares y diferenciadas que impone la presencia efectiva del cuerpo individual, salen
inmediatamente 2 consecuencias: la primera dicta que se puede hacer una física
teórica corpuscular pero no en absoluto una teoría general del conocimiento, puesto
que no se pueden establecer las regularidades del pensamiento dado que el
pensamiento le pertenece a cada uno como le pertenece su propio cuerpo. Así, frente
a toda concepción de un contenido positivo y general para el pensamiento, el
libertinismo se hace escéptico: al no existir un discurso común, nada hace pensar que
vayamos a llegar al establecimiento de convención alguna a no ser que sea mediante
imposición política (precisamente el Leviathan estatal), y, como segunda consecuencia
de su actitud teórica, el libertino se niega terminantemente a aceptar esta imposición -
entendiendo que no existe necesidad natural alguna de ella, sino sólo una necesidad
artificial fruto de una decisión de conveniencia, es decir, que el libertino ejerce su
decisión no cediendo sus derechos naturales a cambio de la paz social. Ahora se
comprenderá bien todo: suspendiendo el momento de la convención, al libertino le
queda la explosión de la libertad individual. El libertino, es por tanto, aquel
materialista que no esta dispuesto a una recuperación meramente formal -por saberla
precisamente formal- de la ética y de la teoría política, y así lo que le queda es un
cuerpo con sus impulsos, pasiones, etc, que se mantiene completamente libre. (Para
nosotros, la emergencia histórica del libertinismo es una prueba más de la admisión
del vaciamiento esencial del hombre moderno por la vía negativa del rechazo de las
soluciones antropológicas orquestadas para poner remedio político a los conflictos
teóricos y prácticos generados en esta operación. El libertino es un hombre
plenamente moderno pero anti-ilustrado, bien por querer llevar la libertad ilustrada
más allá del marco político en que se inscribe, o bien por una nostalgia aristocratizante
de los derechos intransferibles de la potestad individual del señor feudal).
De hecho, el círculo de los libertinos más famoso del siglo XVII fue el creado en torno a
los secretarios del Cardenal Richelieu, -la monarquía de Luís XIII fue el momento de
mayor florecimiento del libertinaje. Estos pensaban que no era reconstruible por vía
convencional lo que había sido roto en la ontología, pues eso podía estar en contra de
la libertad como dato primario natural. Naturalmente, el librepensamiento no podía
tener éxito bajo ningún concepto, puesto que no hay Estado que resista la idea de
ciudadanos completamente libres y además deliberadamente ajenos la política (al
negarle toda efectiva dimensión ontológica), así que el librepensamiento fue
convirtiéndose gradualmente en un movimiento de libertad de conciencia, libertad
interior y privacidad, asentado en la convicción de que, como el Estado es un mal
necesario, hay que reducirlo a lo más urgente para poder ampliar máximamente la
zona de lo privado, donde la libertad no conoce freno. Del interior de este movimiento
han surgido las críticas más feroces a todas aquellas pretensiones ontológicas de
mantener o recuperar el orden, de manera que el libertinaje se convirtió en ateo,
inmoralista teórico y defensor de lo privado como máximamente real frente a la ilusión
colectiva de lo público. No obstante, el movimiento libertino vivió en círculos muy
pequeños sin resonancia social y prácticamente sin voz, y donde encontró su heredero
cabal no fue en ningún ideario concreto, sino precisamente en la crítica a la
antropología política. Cuando el antiguo régimen empezó a tambalearse se dio una
Ilustración efímera que podía haber tenido importancia si la historia hubiese seguido
por ese camino -cosa que, como sabemos, no sucedió-; en ella se hace un análisis de
aquellos elementos de la naturaleza individual que muestran patentemente la
incapacidad de la socialización para configurar un orden ontológico capaz de
integrarlos e incluso de darles meramente salida -el ejemplo más célebre lo suministra
el Marques de Sade. En la medida en que Sade inicia un viaje de experimentación por
los infiernos del sexo, lo que esta manifestando justamente es esa pulsión, esa
contradicción entre los mundos socializados, hipócritas, regularizados, convencionales
y etc, etc, y los mundos interiores ocultos, crípticos, absolutamente personales -pero
en todo caso completamente reales-, que no son ni pueden ser susceptibles de
ninguna de estas reconciliaciones en que ha consistido la modernidad.
John Locke
Gracias a John Locke las tendencias más sistematizadoras del siglo barroco llegan a su
culminación, y se inicia la modernidad de una manera que Kant redondeará más tarde
y luego se elaborará en forma de positivismo jurídico y científico. Hay que poner muy
especial cuidado, hoy particularmente, en asignar los tipos de argumentaciones
generales o globales que permiten afirmar lo dicho anteriormente, es decir, la
importancia fundamental de Locke en el desarrollo y configuración de la Ilustración
europea. Locke vive muy pegado a los acontecimientos de su época en Inglaterra, o
sea, a aquellos acontecimientos precisamente que llevaran al triunfo histórico de
Inglaterra. No es azaroso que Locke configure el talante que la Ilustración europea va
tener justamente en estricta coincidencia con el momento en que Inglaterra despega
como primera potencia occidental, puesto hegemónico que ya no le va a quitar nadie
en el siguiente par de siglos. En cierto modo, hay que decir que la Ilustración es
también, desde este punto de vista, el correlato al triunfo histórico de Inglaterra, y ello
permitirá ver una vez más que las distinciones entre "empirismo", "racionalismo",
"sensismo", etc, son distinciones escolares introducidas por los positivistas alemanes
del s. XIX, pero escasamente relevantes cuando se lee de verdad a los autores. Locke
va a prolongar y acondicionar definitivamente la tradición cartesiana, que es francesa,
y va a configurar los rasgos principales de la Ilustración europea tal como ésta, por
ejemplo, va a ser heredada por un prusiano como lo es Inmanuel Kant.
Dicha obra pone las bases antropológicas y epistemológicas de una teoría política. Los
Ensayos tienen un inmenso éxito editorial, tanto que Leibniz se ve en la necesidad de
contestarlos página por página. Es una obra eminentemente pedagógica y
profundamente didáctica, cuya estrategia es nunca acudir directamente a los
problemas que conciernen a cada una de las materias, sino utilizar un sistema
polémico de discusión con respecto a aquellas tesis elaboradas en el barroco que ya en
la época de Locke constituyen una especie de enmarañada selva. Respecto de Hobbes,
Locke propone una eliminación de las bases metafísicas del problema del
conocimiento, y no se puede exagerar la importancia que esto tiene para la final
constitución de la filosofía moderna. Hobbes derivaba su teoría política de un
fundamento metafísico de orden cartesiano, que es la división en dos del mundo
reducida a una sola de las partes (la cogitatio no es más que un modo de los cuerpos).
Si se opera así, se dejan intactas las nociones básicas de sustancia y de acceso a la
realidad, de tal manera que desde ahí puede señalarse que la realidad consiste en
cuerpos, cuerpos que llegado un punto en la escala de las especies tienen entre sus
modos de comportamiento el pensar. Lo que Locke señala a este respecto es que no
hay necesidad de partir en modo alguno de unas bases ontológicas ni como éstas
esgrimidas por Hobbes, ni como otras cualesquiera: el dato primario para Locke es
que no puede decirse lo que hay o no hay en la realidad, y esto es así por una razón en
la que queda incorporada una vez más la tradición cartesiana. Locke, al igual que los
pensadores precedentes, tiene claro de entrada que el cogito no sirve para nada, y que
allí donde hay un verdadero principio en el pensamiento cartesiano es en los cogitata:
lo que pienso no es el propio pensamiento ni el hecho de su facticidad, sino que pienso
pensamientos, percepciones, y a partir de ellos debe funcionar la reflexión. Se destaca
una prioridad del subjetivismo: lo que tenemos son ideas, percepciones diversas,
materiales heterogéneos de la percepción que pertenecen meramente al sujeto.
Contra Hobbes, pues, no se puede decir según Locke que en la realidad "hay cuerpos",
sino sólo que hay percepciones de cuerpos y de fenómenos como contenido de
conocimiento subjetivo, pero contra Descartes hay que decir también que permanecer
en el contenido de la percepción no nos da nunca permiso para dar el salto hacia una
sustancia de ningún tipo. Ni cuerpos, ni espíritus, sino solamente "ideas", y con ello el
problema de la fundamentación ontológica queda reducido a un hecho crucial: todos
los fenómenos son percepciones del sujeto o ideas. El pensamiento tendrá que
producir cuantos conocimientos pueda acreditar a partir exclusivamente del análisis de
las percepciones y la subjetividad. Si decimos que tenemos ideas...¿Se podrá decir que
algunas de ellas son innatas? No, puesto que así lo indica un análisis de las
percepciones: todas proceden de la experiencia, y además -esto es lo importante- si
sólo tenemos subjetividad e ideas....¿De donde iban a venir estos contenidos si no
fuera de la experiencia que se impone a esa subjetividad? -cuando esta subjetividad es
sólo un receptáculo vacío de ideas recibidas, una tabula rasa receptora y abierta a la
experiencia y el aprendizaje de aquello que le adviene del exterior a ella. La
subjetividad contiene ideas que le vienen de la experiencia, o sea, de una información
exterior cuya naturaleza fuera de esta subjetividad es totalmente desconocida e
inaccesible. El exterior se manifiesta como incognoscible en sí, y entre él y la
subjetividad -o conciencia- debe interponerse una zona de influencia sólo reconocible
en términos de ideas todas ellas subjetivas, lo que aboca al solipsismo como resultado
inevitable de esta argumentación. Este es ya el planteamiento kantiano: el "noúmeno"
es lo en sí, debo suponer que influye bajo la forma de experiencia pero en cualquier
caso todo nuestro conocimiento es subjetivo y por tanto elaborado por la subjetividad
-sólo de este podemos estar seguros-, y la apelación al exterior no es más que un
punto de partida aporético pero no explicativo ni justificatorio.
Si Locke puede decir que la única información que se tiene son "ideas" es porque esta
partiendo de dos supuestos que lo son fundamentalmente de la Ilustración. El primero
dice que la noción de subjetividad le corresponde solamente un carácter formal; esto
ya lo había dicho Hobbes, como hemos visto, y es así enunciado por Locke de una
manera más sistemática y coherente. Si las ideas son elaboraciones subjetivas, en lo
que tiene de información, de materialidad, proceden del confuso exterior, y en lo que
tienen de ideas, tendrán que ser elaboraciones formales. En el interior de la
subjetividad no puede nacer ningún contenido, entonces lo que pone este interior es
un modo de organizar las ideas. El primer supuesto de la Ilustración es, pues, entender
siempre que la teoría del conocimiento arraiga en el sujeto, que todo se genera en el
interior de un solipsismo metódico. El segundo es aún más decisivo para comprender
la Ilustración, y es este: toda idea, puesto que es una elaboración de la subjetividad, es
necesariamente consciente, dado que es producto de la razón que la elabora, y así
toda idea recibida es susceptible de crítica racional. Uniendo los dos supuestos se
comprende bien cómo la crítica racional no consiste más que en operar formalmente
sobre los contenidos de la conciencia para decidir cuales están justificados y cuales no,
cuales se atienen a la formalidad con que opera la razón y cuales llevan el cuño de
unos intereses espureos. La filosofía tiene así un carácter terapéutico que permite
eliminar los engaños y progresar en aquellos contenidos bien conformados por la
razón, lo cual constituye una proyecto viable de crítica racional y de progreso de la
razón (si bien, no se olvide nunca, de la razón puramente formal).
<Inciso: Pero ambos no son más que supuestos históricos -que quieren ser anti-
metáfisicos y concernir solamente a la descripción, pero que se engañan en esto-, pues
no es ni mucho menos evidente de suyo que el material de que dispone la razón sea
siempre consciente. Mucho tiempo más tarde se dirá que existen materiales
inconscientes en las percepciones, con lo que la garantía de la capacidad de una crítica
racional que opere sólo con criterios formales es una garantía imposible. La dirección
que con Locke toma el pensamiento no era en modo alguno obligada ni esta exenta de
posibilidad de crítica. Marx, Nietzsche y Freud son considerados los tres pensadores de
la sospecha, pero ya la Ilustración había propuesto otro modelo en el cual la
racionalidad estaba hecha de inconsciencia (donde la consciencia era la punta del
iceberg de una enorme masa confusa de percepciones), y este era el modelo de
Leibniz, como veremos más adelante.>
Teniendo sólo subjetividad e ideas, Locke puede ponerse ahora a analizar la morfología
de estas. Las ideas, en efecto, pueden ser simples o compuestas. Las simples son
aquellas que, por análisis formal, se representen como últimas, como contenidos
primarios de experiencia, y las compuestas las que se presentan como elaboraciones
complejas a partir de las simples. Una intuición es la certeza que nos proporciona un
contenido de conciencia que es aprehendido directamente. Las seguridades lo son
subjetivas, de la subjetividad. Las ideas se ponen en relación mediante leyes
psicológicas de semejanza, contigüidad, cercanía y relación. Mediante estos procesos
lo que hallamos son conformaciones de la subjetividad, por lo tanto parece que no
podemos salir del solipsismo. Además, existen ideas complejas que son falaces, como
la de sustancia, finalidad, etc, etc.
1) Las ciertas, incommovibles, sin excepción alguna, que son las de la matemática -
leyes de la razón, sin más-, y las de la moralidad -de razón sólo, también-. Cuando al
conocimiento del mundo confuso se aplican las leyes de la matemática, se obtiene un
conjunto de teoremas sobre el mundo que lo organizan, y, en ese sentido, nos lo dan a
conocer. De tal modo que todo aquello que no quede en el ámbito de esa organización
permanecerá como un resto despreciable. Se sale del solipsismo comprobando que
todos los sujetos coinciden en las leyes de la matemática, y a partir de esta
coincidencia organizar simultáneamente a conocer la naturaleza. O mediante la
coincidencia racional en las leyes de la moralidad que organizan el mundo. Lo que está
fuera de esta capacidad del hombre de racionalización es incognoscible, por eso
mismo despreciable. Así, este sujeto autónomo es capaz de legislar la naturaleza y a
los otros hombres, y además universalmente legislador. El consenso de los individuos
en materia de reconocimiento de la legalidad matemática o moral es el signo infalible
de la capacidad legisladora de la razón humana, y en este sentido la fuente de todo
conocimiento posible. Son tres las leyes de la moral intersubjetivas, inconmovibles y
sin excepción posible: el derecho a la vida, el derecho a la defensa de la vida o la
libertad, y el derecho a la propiedad. Son derechos universales, por encima de todo
solipsismo.
Leibniz, con todo, no es tan sólo el problema ya de por sí jeroglífico de la forma y los
motivos de su escritura, sino que es también el problema de su puesto histórico en la
filosofía, que es mucho más oscuro y equívoco que el de los demás pensadores del
XVII. Es difícil su ubicación, no se puede señalar con facilidad a que responde Leibniz
con su filosofía: esta se deshilacha continuamente...Existen, cuando menos,
referencias suficientes para situar la obra de Leibniz como anti-cartesiana en un
movimiento que radicalmente con él se inicia, y que aunque al principio tiene poca
relevancia, pone en marcha todo un mecanismo de Ilustración característico que se
prolonga con Wolff y Lessing en Alemania, Shaftesbury y Hutcheson en Inglaterra, y un
no demasiado largo etcétera. Pero no sólo es un anticartesiano paradigmático o
precursor, sino que también se puede decir con igual razón que se pronuncia en contra
de los arminianos, aunque sólo Dios sabe por que ha concedido tanta importancia a
este movimiento religioso poco relevante teológicamente, y lo que es más llamativo
todavía: los sitúa –cartesianismo y herejía arminiana- axiológicamente en el mismo
plano, es decir: tan importante parece ser para Leibniz refutar la filosofía entonces en
boga de Descartes, como introducirse en esos vericuetos diminutos de la teología del
XVII, como si necesitase simultáneamente -en un esfuerzo gigantesco- obturar no un
punto sino muchos e indiscriminados de entre los que configuran el enjambre de ideas
y visiones surgidas en el barroco. Por otra parte y en fin, esta complejidad de la
escritura y este carácter confuso de su posición en el desarrollo del pensamiento del
XVII se ha prolongado, lamentablemente, en la propia historia de la hermenéutica
leibniciana. Leibniz escribió en una ocasión a Christian Wolff "quien me conoce sólo
por lo editado, no me conoce", y, en efecto: a su muerte había dejado publicados tan
sólo ocho artículos en las Acta Eruditorum -y algunas reseñas bibliográficas-, la
Teodicea, y había dejado sin publicar, por la muerte de Locke, los Nuevos Ensayos
sobre el entendimiento humano –y esto era prácticamente todo lo que de él se
conocía por aquel entonces. Así las cosas, no resulta extraño el juicio ridículo y
ridiculizante de Voltaire acerca de la filosofía de Leibniz en el “Candido”, pues de
Leibniz sólo se conocían a principios del s.XVIII grandes y distorsionados tópicos como
“la armonía preestablecida”, “el mejor de los mundos posibles”, etc, sin existir
posibilidad de acceder a una información más detallada de sus profundos desarrollos.
Incluso sus discípulos directos le malinterpretaron inevitablemente. La publicación de
las obras de Leibniz pertenece a la historia misma de su intrincada recepción, porque
además esta publicación ha sido una auténtica pesadilla: hasta 1764, por ejemplo, no
se publican los Nuevos Ensayos, -pero se tiene certeza casi total de que Kant los leyó
aunque él nunca se refiera expresamente a ello. Los edito Dütens, un ilustrado, que en
una gran edición se había guiado por tendencias al pensamiento de filosofía jurídica y
política de Leibniz, y no por un criterio de dar a conocer la integridad de la obra
leibniciana ni de lejos. Diversos azares y ediciones posteriores que sería prolijo relatar
aquí han llevado a la situación actual, que se describe suficientemente con decir ni
siquiera hoy se tienen las obras completas de Leibniz, las cuales que se espera, no
obstante, que ocupen más de 200 gruesos volúmenes. Y toda esta disparatada
desproporción es debida sobre todo a que Leibniz ha sido un hombre que ha escrito
muy pocas obras cerradas y terminadas, pues cuando se escribe un libro no se deja
archivo, y en el caso de Leibniz este archivo es un auténtico caos. No es extraño que
esta situación haya desconcertado mucho a los interpretes, sobre todo porque ellos
mismos han vivido en épocas diversas y su grado de conocimiento respecto de los
papeles leibnicianos ha dependido de las disponibilidades coyunturales de material de
Leibniz. No es lo malo que Leibniz haya dejado su obra prácticamente íntegra en forma
de archivo, lo peor es que en ese archivo sin publicar -al menos a principios del siglo
XX-, estaban seguramente algunos de los papeles más importantes de la producción
filosófica de Leibniz. Un ejemplo ilustre: las Generales Inquisiciones, esa obra maestra
que revoluciona el campo de la lógica y, en general, de toda la epistemología, pues
resulta que estaba inédita todavía en 1900, y eso que Leibniz había escrito de su propia
mano en el primer pliego de esta obra "aquí he progresado de manera magnífica". La
desafortunada confluencia de todos estos factores, en fin, ha dado lugar a que
tengamos varias perspectivas hermenéuticas contrapuestas de Leibniz, que pueden ser
resumidas en los siguientes bloques:
Ahora bien: antes que nada hay que comprender que el problema fundamental para
enfrentarse a Leibniz es que es un pensador realmente atípico en la historia del
barroco –siempre que entendamos por este concepto, “Barroco”, sobre todo el nexo
de unión retrospectivo de los problemas que conducen a la Ilustración. En este exacto
contexto, Leibniz representa positivamente una anomalía en el sentido de que no
puede ser estudiado claramente –ya que los rebasa al tiempo que los atraviesa-,
conforme a los parámetros habituales de pensamiento generados en la centuria del
XVII. Por esta razón inicialmente, no hay porque pensar en la necesidad de encontrar
un único núcleo característico de su filosofía, porque lo primero que reclama Leibniz es
que le dediquemos una atención particular y que olvidemos en cierto modo el curso
del pensamiento del siglo XVII para centrarnos con luz propia en el diferencial histórico
que él supone. Si se hace esto, entonces podremos señalar con toda exactitud que
estas interpretaciones monológicas no resisten la confrontación con los textos
leibnicianos. Es sumamente interesante fijarse aquí en la interpretación logicista -
aunque podría escogerse otra-, porque esta ha sido la más potente y prolongada ¿Qué
es lo que dice esta interpretación y cuales apoyos encuentra en la obra misma de
Leibniz? Comencemos recordando que Leibniz dividió las proposiciones sobre el
mundo en dos clases:
Teniendo bien a la vista estos datos...¿Es verdad entonces que, como sostiene la
interpretación logicista, las verdades contingentes pueden ser igualmente analíticas
que las necesarias? Si fuera así, resulta evidente que entonces no serían contingentes
en absoluto, sino que sólo nos lo parecería así a nosotros, y Dios -si existe y las piensa,
y al pensarlas puede llegar hasta el final del análisis-, descubriría esta necesidad
analítica en "Pedro es moreno". Siguiendo este razonamiento, la interpretación
logicista no es que diga meramente que existe un paralelismo, entre ambas clases de
verdades, sino que afirma tajantemente que para Leibniz todas las verdades son
necesarias en el plano propuesto por la mente de Dios -que no es otro que el plano
lógico tomado en absoluto-, todas lógicas y reductibles a identidad cualquiera que sea
la división epistemológica que los hombres -mentes finitas-, acierten a imponerlas.
Suponiendo que esto fuese realmente así, el mundo estaría gobernado por una férrea
necesidad racional hasta el extremo de ser Leibniz el hombre que ha llevado más lejos
el programa del racionalismo platónico en la historia del pensamiento. Todo sería
necesario, fruto de un cálculo racional lógico, todo derivaría de la simple consideración
abstracta de las formas fundamentales de la lógica de predicados "S es P" ¿Ha pensado
esto realmente Leibniz? ¿Tenemos pruebas documentales de ello? (Leibniz había leído
atentamente la Ética spinozista incluso antes de publicarse ésta, y hasta trató de tener
contacto con Spinoza personalmente: conocía a fondo, pues, e incluso admiraba
intelectualmente, la concepción perfectamente trabada de un sistema determinista
férreo y sin fisuras como es el spinozista; con todo, puso serias objeciones lógicas a la
validez de la noción de sustancia manejada en la Ética, así como a las consecuencias de
orden estoicista que se derivaban de ella. Este episodio nos permite inferir la escasa
predisposición de Leibniz a asimilar esquemas deterministas duros). Cuanto Leibniz
tiene que escribir un texto en el año 1686 que llama De Libertate, se plantea una
cuestión que Couturat no había leído, y en la que se juega el destino de la
interpretación logicista. La pregunta es, naturalmente, esta: ¿Puede conocer Dios el fin
del análisis en una proposición contingente? "NO", contesta rotundamente Leibniz,
acabando con ello sin saberlo con medio siglo de exégesis moderna de su
pensamiento. Y no, razona Leibniz, porque un infinito de predicados no puede ser de
suyo terminado de analizar, y es obvio que aquel que lo terminase anularía en ese
mismo instante su condición de infinitud. Unos años después, en 1694, un embajador
polaco que tenía pretensiones de filósofo (cartesiano el pobrecito de él: Descartes
pensaba en el infinito cuantitativo todavía) vino a visitar a Leibniz a Hannover, y
asombrado ante las razones de filósofo preguntó: "Pero, entonces...¿Dios no conoce el
fin del análisis?" -a lo que Leibniz contestó de buen talante "¡No pida de Dios cosas
absurdas, señor! ¡Pedir que Dios conozca el fin del análisis es tanto como pedir que el
número 3 tenga una división y ésta ofrezca un coeficiente exacto!".
Sigamos, pues, adelante: podríamos pensar que Dios, en cualquier caso, conoce algo,
puesto que ha sido capaz de combinar todos los posibles y escoger entre todos los
mundos posibles uno de ellos –precisamente el mejor-, luego parece obvio que tiene
que conocerlos con alguna profundidad a todos. Y como todos estos mundos
contienen verdades contingentes, Dios tiene que haber conocido el despliegue general
de todos estos mundos para hacer uso del infinito cualitativo. En la Demostración
breve de un error memorable de Descartes, propone la siguiente ecuación: se
entiende por infinito el mayor número pensable, y esto es contradictorio; el infinito
cuantitativo, único infinito contemplado en la Geometría euclidea, siempre implica un
fondo de irracionalidad, por esa razón a los cocientes exactos los denominó la
matemática griega no "inconmensurables" sino "irracionales" o "sordos".
Naturalmente, un número es irracional cuando provoca una contradicción, y el infinito
cuantitativo la provoca siempre, pues es el número mayor pensable que
incesantemente es menos, sin embargo, que él mismo más uno. Todo número que
pretenda ser concreto y a la vez infinito suscita contradicciones, sin ir más lejos la
secuencia o serie de los números primos llevada hasta el infinito es siempre menor que
la serie de los números naturales llevada hasta el infinito; la contradicción, pues, esta
en pensar un infinito o número mayor pensable menor que otro número o infinito
igualmente pensable. Para evitar el perpetuo callejón sin salida de esta contradicción
Leibniz diseña una estrategia genial, que cambiará para siempre el panorama de las
matemáticas (y, de haberse conocido antes, el de la física misma con doscientos años
de antelación respecto de Einstein). Se trata de aceptar simplemente esto: a partir de
ahora, por el concepto de infinito entenderemos ahora una cosa muy distinta a la que
todavía manejan Descartes o Pascal: no una cantidad inconmensurable sino una ley de
la razón ¿Que es el infinito en tanto proceso de la razón? El infinito es ni más ni menos
que la recurrencia asociativa de la razón por cuanto que se forma estableciendo una
serie progrediente de conexiones cualesquiera que puede poner la razón –pongamos,
por ejemplo, la serie de los números primos, cuya conexión esta dada por la búsqueda
por parte de la razón de la sucesión de números enteros que no son divisibles excepto
por el factor uno y por sí mismos. Cuando se analizan estas secuencialidades -por
ejemplo, el cociente del número P-, lo que se obtiene es la operación lógica o mental
que se ha decidido efectuar, y a esto lo denominamos la proporción o “función” que
rige la serie. Por lo tanto, no hay que pensar que substantivamente hablando el
número Pi tenga un cociente exacto pero infinito –lo cual es un contrasentido
matemático y un nonsense ontológico-, sino que se debe pensar que lo que introduce
el cociente de P es más bien una operación de la mente que por si misma no tiene fin
(se puede repetir cuantas veces se desee, el fin es siempre convencional, así como lo
es la decisión misma de poner en marcha la operación). El infinito, pues –no hay que
atormentarse más la cabeza, según Leibniz-, no es un número o una cantidad
inconcebible pero básica para sustentar la matemática y la geometría, sino
sencillamente –pero en esta “sencillez” yace un filón de riquezas para el futuro del
cálculo-, el signo que representa este tipo de operación que retorna sobre sí misma
conforme a determinadas pautas que ella misma introduce. Incluir signo de infinito =
matemáticamente este signo querrá decir lo siguiente: dada una determinada
operación de la mente, una específica función del entendimiento, entonces se
introduce una serie progrediente en virtud de la cual el paso siguiente responde a la
misma ley que los sucesivos, y como esta ley esta en función de la operación mental en
cuestión, se puede utilizar un número infinito de veces (que no es más que un signo
que sustituye a una operación de la mente), a sabiendas de que en esas operaciones
ninguno de los pasos sucesivos introducirá contradicción alguna: signo -derivada de la
función.
Una vez llegados a este punto, las cosas se nos complican aún más por este motivo: de
las verdades de razón se puede afirmar que despliegan sus predicados bajo la
impronta de la ley conmutativa, pues su orden no interviene en absoluto en la esencia
de su definición (las propiedades de un triángulo se refieren siempre al triángulo sea
cual sea el orden en el que yo las descubra o enumere); pero, sin embargo, en las
verdades contingentes eso no puede hacerse: bien al contrario, lo que para estas
proposiciones no rige por esencia es la ley conmutativa (debemos a Fraga este
espléndido ejemplo: no es lo mismo tener un hijo, labrarse una situación, y finalmente
casarse, que labrarse una situación, casarse y entonces tener un hijo). Las verdades
contingentes se caracterizan justamente por estar atenidas esencialmente a un orden
de sucesión. Si todas estas cosas son así como las hemos razonado aquí -llegamos al
punto cardinal-, entonces se demuestra terminantemente con textos de Leibniz en la
mano que jamás el filósofo ha dicho que las verdades de razón se parezcan en
absoluto, ni por paralelismo, ni en la mente de Dios, a las verdades de hecho. Dado
que las verdades de hecho no son reducibles en modo alguno a las verdades de razón -
primer elemento-, y dado que, como hemos dicho antes, las verdades de razón nunca
hablan del mundo, sino sólo y estrictamente de la estructura de la razón misma,
entonces resulta que todo lo más que podemos decir es que en el mundo las cosas que
son verdaderas lo son more contingens, con lo cual se invierte la tesis del extremo
racionalismo de Liebniz que promovían autores como Russell o Couturat. Antes al
contrario, Leibniz es el hombre que por primera vez en la tradición europea ha
sostenido una cosa tan sencilla pero audaz como esta: no hay modo de garantizar el
puente ontológico entre la razón y la realidad, de la cual –esta última- sólo sabemos
que es contingente. Esta tesis tan radical parte por su mitad el corazón del
pensamiento cartesiano, puesto que afirma que aquello que puede ser deducido
racionalmente nunca es nada que pueda ser predicado sin más de la realidad. Lo
radical de este pensamiento es constatar que, pese a los subterfugios de siglos de
filosofía, y a los ideales mismos que presiden la gestación de la modernidad tal y como
la hemos ido estudiando hasta aquí, este mundo es todo él e irremisiblemente
contingente. ¿Como reconstruir a partir de esta constatación el pensamiento? Porque
si no lo hacemos, todo el programa que ha ido gestándose en el XVII de someter al
mundo a un proceso de racionalización, de crítica, que finalmente nos descubra la
verdad, de selección sólo de aquello que pueda ser salvado deductivamente por vía de
la razón, -todo ese programa que lentamente ha ido creando su perfil concreto:
solipsismo metódico, reconstrucción desde la subjetividad consenso racional entre los
hombres (Locke), etc, todo él será un programa invalido, inútil, insulso, falaz -y esta es
la posición radical de Leibniz, que se opone con ello firmemente a los vientos pujantes
que empujan hacia la Ilustración. El mismo Leibniz es el primero que ha utilizado la
palabra Ilustración –Aufklärung, en alemán- en su sentido estricto al menos dos veces
en diferentes contextos:
2) "Con estos instrumentos, señor, nadie detendrá la revolución que amenaza Europa",
escribió Leibniz en los Nuevos Ensayos, en 1716; setenta años después, ya en 1788
empezó el terror en Francia. También en este mismo libro Leibniz utiliza la palabra
“Aufklärung” al exponer el representante lockeano su programa. Y esto es con toda
probabilidad lo decisivo, aquello que da razón de la polidireccional escritura de Leibniz
y de la imposibilidad de hallar en él un núcleo temático único que otorgue una forma
maciza, compacta, cerrada, al conjunto de su obra: lo que se esta jugando realmente
en el pensamiento de Leibniz es toda una oposición radical al programa de la
Ilustración antropológica, y, por consiguiente, un enfrentamiento a gran escala que
precisamente porque se ve compelido a acudir a todos los frentes en los que este
programa de la racionalidad formal esta operando, tiene que dispersarse
continuamente ora a la física, ora a cuestiones de metafísica, ora a la geometría, ora
política o filosofía jurídica, y etc, etc. Con Leibniz, en fin, da comienzo una tentativa
firme y consciente de contrailustración, que lleva dentro de sí el germen de una
Ilustración distinta. Dos hombres hacen balance del siglo barroco: Locke acumulando
las fuerza positivas del barroco y fundando el modelo teórico, epistémico y político de
la Ilustración; Leibniz haciendo también balance del barroco para concluir de modo
antagónico en la necesidad de dar la voz de alarma respecto de este mismo modelo.
Pero Leibniz no sólo representa un valor puramente reactivo, antagonista, sino que su
crítica nace de una posición alternativa, constructiva, sumamente activa. Veamos,
entonces, cómo, en opinión de Leibniz, se reconstruye el pensamiento cuando lo que
ya es claro es que deductivamente no tiene aplicación en el mundo -es decir, que no
existe un camino directo que conduzca de la teoría a la práctica, o, por lo menos, no
tenemos porqué creerlo o aceptarlo así.
y2) Como hemos tratado de mostrar hasta aquí, de la condición del mundo de lo pleno
no se puede decir con Leibniz más que este es enteramente contingente. Y, por ello, la
hipótesis en cuestión, curiosamente, es la de la necesidad, que añade Leibniz que es
una hipótesis moral. El dato radical es que el mundo es contingente, de acuerdo, pero
vamos a hacer una hipótesis sabiendo y nunca olvidando que lo es; la hipótesis podría
formularse así: “¿Y si toda esta contingencia del mundo confuso y complejo
respondiera después de todo a un intrincado –puesto que lo incluye todo- orden
racional? ¿Y si pudiera pensarse por hipótesis que todo cuanto sucede es armónico,
necesario?” Los términos de esta hipótesis tienen una intensión y una extensión. Para
que se pueda pensar extensionalmente que todo lo que sucede en el mundo es
racional, habría que presumir, por hipótesis, que es el producto de una mente que sea
al menos coextensa con la totalidad del mundo. Entonces la necesidad hipotética
también se describe de este modo: si Dios existe, entonces el mundo es racional,
puesto que su producto puede –ya que Dios lo ha hecho objeto de una elección moral-
ser tan racional como él. Esta hipótesis sólo la puede formular el hombre, puesto que
es a la finitud del hombre a la que le falta la extensión suficiente para convertirla en
certidumbre. Pero es que además esta hipótesis ha de tener un cierto contenido
intensional: ese Dios que ha hecho el mundo se ha tenido que comprometer con él
racionalmente haciéndolo el más racional, el más rico y –pero decir esto último no es
más que resumir lo anterior- el mejor. Juntos ambos aspectos, la hipótesis general es
la siguiente: La racionalidad es un imperativo práctico-moral; Dios bien podría no
haber creado, pero como lo ha hecho, la hipótesis de su existencia exige pensar que se
ha obligado moralmente a crear un mundo racional. La racionalidad es, pues, para
Leibniz, una decisión moral, no un dato inmanente del mundo. El corolario decisivo de
este pensamiento es que si el hombre lleva a la práctica esta necesidad hipotética,
intentará pensarlo todo -¡todo!- racionalmente, y además se obligará a hacerlo así
porque eso es lo único que puede entender por un principio moral (un principio que
lleva también el nombre de principio de lo mejor o de optimización –apenas habrá que
señalar lo ingenuo que resultó para la modernidad triunfante este principio,
incapacitada como estaba para adivinar la gigantesca tarea que se encubría bajo su
mera lectura superficial consagrada por el Candido de Voltaire).
Y esta es, además, la obligación del sabio según Leibniz: pensar que el mundo es
racional por caridad, por amor al mundo. Mientras las descripciones racionales
prevean fenómenos o provean de anticipaciones afectivamente verdaderas, la
hipótesis de necesidad parecerá consistente (Leibniz ha expresado mucho antes que
Popper, y con mucho menos aparato, el principio de falsabilidad). ¿Como aplicar la
racionalidad? Pues buscando las series, los progresos, los ordenes, las interrelaciones
entre las distintas áreas de lo real. En los Preceptos para el progreso de las ciencias,
escribe Leibniz que se debe investigar constantemente hasta encontrar alguna serie
que produzca demostración ¿Que son sino las ciencias? Leibniz dice que las ciencias
son ejercicios pragmáticos de la racionalidad, tentativas metódicas de traducción
racional de los fenómenos ¿Que interés, por ejemplo, podemos conceder a la ley
general de la dinámica? El interés de una secuencia de acontecimientos que genera
proposiciones verdaderas: no es el caso de ningún ser vivo que se mueva en términos
de m*v2 ¿Es “verdad” al modo cartesiano absoluto, entonces, la formula o enunciado
“m*v2”? Leibniz respondería que nunca nadie ha visto un “m*v2” a galope tendido, lo
cual quiere decir que es sólo una traducción pragmática racional en virtud de una
hipótesis -que el mundo es racional-, a la vista de un suceso, de un hecho, por ejemplo
un animal corriendo. Él que busca las secuencias racionales, se obliga con ello
escudriñar en lo confuso y lo complejo y organizarlo. Pero el todo de un suceso, de un
hecho, no sólo la propiedad, y eso por amor al mundo, por qué es mejor para el
mundo suponerlo racional y obrar con esta guía que abandonarlo en sus tres cuartas
partes al olvido por encontrarlo incognoscible o simplemente irrelevante para los
intereses autodefensivos del hombre. Al final de la Confesio filosofii, Leibniz escribe
unas palabras que presuponen todo un programa político antagónico del ideado por
Locke (cita aproximada: buscar): “Lo que ocurrió en el pasado, fue así porque Dios lo
quiso y no hay que preocuparse más por ello, mientras tanto, el sabio se
comprometerá con el presente y el futuro porque sabe que ha que intervenir en ello”.
La idea de intervención es la más contraria que pueda pensarse a la de regulación
estática de lo que hay propia del pensamiento moderno. Por eso el programa político
de Leibniz no tuvo descendencia en la Ilustración por más que después aflorara en
Lessing o Shaftesbury: un mundo racional por obligación moral, pero que respete el
mundo tal como se manifiesta, pleno de tradiciones, particularidades, formas de vida,
etc. No trata este programa de regular sólo lo que hay, sino de llegar a la totalidad de
los espacios existentes.