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Fernando Betancourt Martínez

Historia y lenguaje.
El dispositivo analítico de Michel Foucault

México
Universidad Nacional Autónoma de México,
Instituto de Investigaciones Históricas/
Instituto Nacional de Antropología e Historia
2006
152 p.
ISBN 968-36-9919-7

Formato: PDF
Publicado en línea: 11 de diciembre 2014
Disponible en:
http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros
/lenguaje/foucault.html

DR © 2015, Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de


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HACIA UNA POSIBLE
ARQUEOLOGÍA DE LA HISTORIA

A partir del siglo XIX la historia se impuso como el campo que define
el lugar de las empiricidades, de tal suerte que es a partir de ella como
las cosas se presentan al conocimiento, pero también, y de ahí una si-
tuación que le es característica, la historia fue asumida como aspira-
ción de un saber determinado. Por el lado de las cosas la historia
permite un despliegue temporal que impregna el análisis de la pro-
ducción, el estudio de los seres vivos y de las lenguas. Esto quiere de-
cir que, más allá de las cronologías que definen una sucesión, esta
historia consiste en el “modo fundamental de ser de las empiricidades,
aquello a partir de lo cual son afirmadas, puestas, dispuestas y repar-
tidas en el espacio del saber para conocimientos eventuales y ciencias
posibles”.1
En la disposición del saber que adquirió la economía política a
partir de David Ricardo, las riquezas, en vez de distribuirse en un
cuadro, fueron organizadas a partir de una cadena temporal ligan-
do con ello la historia y la antropología. Así, la positividad de la eco-
nomía se hizo descansar en un hueco antropológico, es decir, en la
finitud misma del hombre, permitiendo con ello la introducción del
tema de su historicidad.2 En el siglo XIX la biología rompió con toda
noción de continuidad temporal al descubrir que la naturaleza mis-
ma es discontinua en tanto que es viviente. La historicidad en la bio-
logía se localizó en estas formas dispersas de la vida conforme a las
propias condiciones de existencia de lo vivo. En cuanto al lenguaje,
en el momento en que se le pensó ligado a un sujeto y del cual se
hizo depender su valor expresivo, se introdujo una temporalidad
propia en el seno de los lenguajes al ser considerados productos

1 Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 215.


2 “Elhomo oeconomicus no es aquel que se representa sus propias necesidades y los ob-
jetos capaces de satisfacerlas; es el que pasa, usa y pierde su vida tratando de escapar a la
inminencia de la muerte. Es un ser finito: y así como a partir de Kant la cuestión de la finitud
se hizo más fundamental que el análisis de las representaciones [...] a partir de Ricardo, la
economía del siglo XVIII estaba relacionada con una mathesis como ciencia general de todos
los órdenes posibles; la del siglo XIX se remite a una antropología como discurso sobre la
finitud natural del hombre.” Ibidem, p. 252.

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de una actividad incesante y progresiva. Es entonces cuando apare-


ció una heterogeneidad en la que fueron repartidos los sistemas gra-
maticales con sus propias leyes de transformación y con sus propios
caminos de evolución. Al dispersarse el lenguaje se abrió paso una
historia que sólo a él pertenece.
Es entonces cuando la historia, entendida como un saber particu-
lar, adquirió carta de ciudadanía bajo la forma de una ciencia empíri-
ca de los acontecimientos; se convirtió así en un dominio erudito de
la memoria que, como toda memoria, introduce una gran carga de
ambigüedad y un registro de tipo metafísico. Esta separación entre
una historicidad por el lado de las cosas y una historia como saber
específico se convierte en un equívoco del que, según Foucault, aún
no hemos podido salir; separación que alude a una distancia localiza-
da entre Historia e historia, entre origen y acontecimiento, y es en este
espacio producido donde se alojará la filosofía a partir del siglo XIX.
Metafísica como memoria en tanto que tiene como problema funda-
mental el dilucidar qué puede significar para el pensamiento tener ya
una historia. Filosofía consagrada a reflexionar el tiempo, sus conti-
nuidades, sus rupturas y sus retornos; filosofía que tiene como tarea
relacionar la historicidad de las empiricidades al fundamento trascen-
dental que delimita el conocimiento histórico. Es así que la historia
tiene también su propia historia y, por tanto, su propia arqueología.
Hasta el siglo XVII la labor fijada para el historiador consistía en
recopilar documentos y signos, trabajo que permitía captar e identifi-
car las marcas, trabajo en y sobre el lenguaje: el historiador “era el
encargado de devolver al lenguaje todas las palabras huidizas”. El sen-
tido de la historia giraba alrededor del comentario, de esa segunda
palabra que promovía sin cesar la repetición, de ahí su acercamiento
a la literatura. La historia en la modernidad adquiere una consisten-
cia muy diferente pues ahora se trata de “posar una mirada minucio-
sa sobre las cosas mismas y transcribir, en seguida, lo que recoge por
medio de palabras lisas, neutras y fieles”.3 Por eso es que este nuevo
reino de la escritura, reino subsidiario del fenómeno cultural de la bi-
blioteca, busca desesperadamente encontrar los caminos que le permi-
tan distanciarse de la literatura. En palabras de Michel de Certeau:

En un primer nivel de análisis, podemos decir que la producción da


nombre a una cuestión aparecida en Occidente con la práctica mítica
de la escritura. Hasta entonces, la historia se desarrollaba introducien-
do en todas partes una separación entre la materia (los hechos, la simple

3 Ibidem, p. 131.

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historia) y el ornamentum (la presentación, la escenografía, el comen-


tario). Trata [ahora] de encontrar una verdad de los hechos bajo la pro-
liferación de las “leyendas”, instaurando así un discurso conforme al
“orden natural” de las cosas, en el mismo sitio donde proliferaban las
mezclas de ilusión y de verdad.4

Tanto aquí como allá, el historiador erige su oficio en el seno de


un lenguaje, de tal manera que es posible decir que, si a partir del
siglo XIX se advierte una mutación en la historia de la historia, esto se
debe en mucho a la dispersión que adquirieron las palabras: de un
lenguaje liso, llano, anudado de cierta manera a las cosas, se pasa a
un lenguaje disperso y opaco. Nueva forma de hacer la historia a par-
tir de una nueva situación del lenguaje. Del comentario a un saber que
se presume positivo, objetivo; podría decirse que se va del habla,
del cuerpo parlante, a la escritura, espacio descarnado de produc-
ción. ¿Hacia qué situación condujo la dispersión del lenguaje? Este
cambio fue posible cuando el lenguaje se pensó a distancia de la re-
presentación.
Al independizarse de su función representativa, las palabras de-
jan de ser pensadas como el posible duplicado del pensamiento, de
tal manera que, por una parte, los signos mismos se convierten en ob-
jeto de conocimiento, es decir, se descubre en ellos una disposición
que les es propia, unas leyes y un funcionamiento que sólo al lengua-
je pertenecen. Por otro lado y como mecanismo compensador frente
al nivelamiento de las palabras al lado de los objetos por conocer, sur-
gen y se desarrollan otras experiencias propias del lenguaje. En primer
lugar, se reconoce que el lenguaje es ambiguo en sí mismo, comporta
una polisemia intrínseca, de ahí la necesidad de depurarlo analítica-
mente en un proyecto de lenguaje científico que “sólo dejará aparecer
las formas universalmente válidas del discurso”. Ligando la lógica al
lenguaje, se quería crear un discurso que “fuera transparente al pen-
samiento en el movimiento mismo que le permite conocer”, proyecto
que se desarrolla bajo el primado de la formalización. En segundo lu-
gar, se produce el reconocimiento de que las palabras se encuentran
depositadas en la historia misma de los pueblos, en sus creencias y en
sus expectativas, abriendo con ello la posibilidad de someter el len-
guaje a la interpretación o a las técnicas de exégesis. Trabajo que su-
pone remontar las palabras hasta aquello que las ha hecho posibles
(filología), pero también descubrimiento de un significado más pro-
fundo que el que se muestra explícitamente en la superficie de las pa-

4 Michel de Certeau, La escritura de la historia, p. 25.

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labras (hermenéutica). En tercer lugar se propicia la aparición de una


experiencia literaria, experiencia salvaje en la que se inscriben las pa-
labras y que no se deja apresar por ningún formalismo, pues la litera-
tura sólo se descubre referida al puro acto desnudo de escribir.5 Es
ésta la forma dividida que adquiere el lenguaje en el umbral mismo
de la modernidad. Historia, modernidad, lenguaje: ahí, en el juego de
estas tres instancias es donde se efectúan y condensan nuestras más
importantes coordenadas culturales. Al dispersarse el lenguaje, al divi-
dirse en espesuras particulares, desaparece el Discurso; al dispersarse
el lenguaje, aparecen los discursos. La historia encuentra su condición
de posibilidad en la experiencia de un lenguaje disperso, es decir, no
sólo emerge en la forma de esa separación equívoca ya mencionada,
sino que también aparece en la distancia misma que el lenguaje ad-
quiere respecto de sí mismo.
Ahora bien, Foucault afirma que la Historia y la historia no son
absolutamente contemporáneas, no surgieron a un mismo tiempo ni
fueron resultado de dos movimientos paralelos coordinados. Al con-
trario de lo que pudiera pensarse, fueron las cosas las que recibieron
una historicidad antes de que el hombre pudiera dotarse de una histo-
ria propia y esto se debe a que, en la disposición del saber moderno,
la realidad deja de ser pensada como sustancia propiamente ontológica
y pasa a ser considerada como fuerza histórica.6 El hombre surgió
como figura de la finitud despojada de historicidad, en tanto “que
habla, trabaja y vive, se encuentra, en su ser propio, enmarañado en
historias que no le están subordinadas ni le son homogéneas”.7 Frente
a este vacío de historia, el ser humano se dio a la tarea de construirse
una historicidad que le estuviera ligada de manera esencial. Pero, en
la medida que habla, que trabaja y que vive, esa operación se tornó
ambigua porque el sentido de esas experiencias le señalaba una tem-
poralidad desgajada, sin unidad previa y por lo tanto extraña, una
temporalidad que le venía por fuera de sí mismo. A pesar de esa ambi-
güedad, o más bien gracias a ella, construyó una historia propia sobre
la dispersión que le marcaban las historias de la producción, del len-
guaje y de la vida. Superposición que le dio, además, la posibilidad de
pensar su historia como aquella que fundamenta a todas las demás.
De ahí se desprende la necesidad urgente de encontrar leyes que
atendieran al desenvolvimiento de la historia humana, entendiendo a
ésta como la vinculación del hombre al campo de los acontecimien-

5 Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 290-293.


6 Michel de Certeau, op. cit., p. 93.
7
Michel Foucault, op. cit., p. 358.

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tos, es decir, definida a partir del hecho de que el hombre debe res-
ponder por esos semitrascendentales de los cuales no puede desligar-
se totalmente. Así, las interpretaciones de la historia que se sucedieron
a partir del siglo XIX tuvieron que establecerse “a partir del hombre
considerado como especie viviente, a partir de las leyes de la econo-
mía o a partir de los conjuntos culturales”.8 Esta situación hace que la
historia juegue un doble papel respecto a las ciencias humanas, papel
a la vez peligroso y privilegiado. La historia, por una parte, constitu-
ye el trasfondo que establece cada una de las ciencias del hombre y
con ello les señala su espacio de validez en tanto saber; por otra, les
marca una frontera que las limita y les niega su pretensión de validez
general, es decir, las desautoriza a tratar de ir más allá de sí mismas,
más allá del ámbito temporal que las define. La historia se encuentra
frente a la imposibilidad de establecerse en la determinación pura de
lo humano sin tener que recurrir a las experiencias desgajadas de lo que
el hombre es (hombre que vive, que trabaja y que habla), por eso de-
pende de la psicología, de la sociología y de las ciencias del lenguaje.
Éstas deben, a su vez, establecer su trabajo en el interior de una
historicidad que constituye y atraviesa sus objetos. Sin embargo, a dife-
rencia de las ciencias humanas que se ven sometidas a una oscilación
permanente entre la positividad del hombre y las condiciones de su ser
y que se manifiesta al tratar de pasar del plano de lo consciente al de lo
inconsciente, para la historia el problema que se le presenta tiene que
ver con la esfera de la universalidad y con el contenido positivo que la
historia quiere darse.9 Cuanto más se esfuerza la historia por superar
la relatividad para acceder con ello a la universalidad, más notifica
su origen ambiguo, y cuando no tiene otra opción que aceptar su re-
latividad, más se encuentra en una situación de pérdida de su conteni-
do positivo. En otras palabras, el problema que parece insalvable para
la historia moderna es aquel que se presenta cuando se quiere relacio-
nar la historicidad de las empiricidades en las que el hombre se disper-
sa, con los fundamentos del conocimiento histórico. De nueva cuenta,
la tensión con la que se inaugura la historia como saber le viene de su
adscripción al marco epistémico decimonónico, de esa disposición que
nunca puede superar la relación entre finitud y trascendencia.
Así, lo que se encuentra en entredicho es la capacidad de estable-
cer relevancias sobre el trasfondo de una relatividad que nunca pue-
de ser dominada, aspiración a la universalidad a partir de aquello que
es por definición perenne, efímero. Es por ello que la división entre

8 Ibidem, p. 359.
9 Ibidem, p. 360.

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Historia e historia es un equívoco preñado de consecuencias. La sepa-


ración entre acontecimiento histórico y saber histórico responde a la
disposición kantiana sujeto-objeto, determinación a partir de la cual
se piensa la posibilidad, dentro del campo epistemológico moderno, de
todo saber. Sujeto de conocimiento y objeto de conocimiento revelan,
en su relación, un distanciamiento que permite postular la concreción
de la objetividad a partir de la labor enmarañada de una subjetivi-
dad, en este caso, fundadora. La historia, entonces, asume de manera
total las determinaciones ya vistas de la analítica de la finitud y del
juego de sus dobles. Tensión agudizada entre lo empírico y lo tras-
cendente, entre el retroceso y el retorno al origen, entre el cogito lúci-
do y la obscuridad de lo impensado, pues la historia presenta serios
problemas para delimitar con precisión el campo de sus acometidas.
Ya bien entrado el siglo XX, la historia revela sin pudor una de esas
consecuencias del equívoco originario cuando se convierte en territo-
rio de experimentación de modelos y métodos provenientes de otras
ciencias humanas.

La historia interviene en el modo de realizar una experimentación


crítica de modelos sociológicos, económicos, psicológicos y cultura-
les. Se dice que utiliza un “instrumental prestado” (P. Vilar), y es cier-
to. Pero precisamente la historia pone a prueba este instrumental al
transferirlo a terrenos diferentes, del mismo modo como se “prue-
ba” un automóvil de turismo obligándolo a trabajar en pistas de ca-
rreras a velocidades y en condiciones que exceden sus normas. La
historia se convierte en un lugar de “control”, donde se ejercita una
“función de falsificación”.10

¿La historia como falsificación? ¿No es ésta una palabra tan dura
e injusta para dirigirla a una ciencia tan “noble”? La historia que nace
en el siglo XIX, pues antes había otra cosa a pesar de utilizar la misma
denominación, es aquella que pretende alcanzar un conocimiento ob-
jetivo, puro, pero tal pretensión proviene de ese equívoco fundamen-
tal ya mencionado. Si la modernidad es la edad de la historia lo es
porque es también la edad del hombre, es decir, lo es en el sentido de
establecer como su territorio el campo de una duplicación incesante:
sujeto y objeto, lo empírico y lo trascendente, lo universal y lo relati-

10
Michel de Certeau, op. cit., p. 94. Más adelante, en la misma página, De Certeau
identifica dos implicaciones de este funcionamiento moderno de la historia: “el primero
señala la relación de lo real con el modo del hecho histórico; el segundo indica el uso de
‘modelos’ recibidos, y por lo tanto la relación de la historia con una razón contemporánea.
Se refieren, principalmente, el primero, a la organización interna de los procesos históricos;
el segundo, a su articulación en campos científicos diferentes”.

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HACIA UNA POSIBLE ARQUEOLOGÍA DE LA HISTORIA 123

vo, el acontecimiento histórico y el saber histórico. Entre cada uno de


los elementos de estos dobles lo que se instaura es una distancia, una
separación que permite postular la posibilidad misma del conocimien-
to histórico. El saber moderno es tal en tanto que existe esa distancia
neutra, vacía, entre un sujeto que conoce y un objeto más o menos
pasivo que se ofrece a la curiosidad de una mirada tenaz. La cuestión
es que ese vacío debe permanecer inalterable, en otras palabras, el sa-
ber nunca puede acceder al objeto en su concreción por dos motivos
que revela muy bien la historia.
Primero ¿cómo trabajar contra aquello que es la fuente de posibi-
lidad del conocimiento? Incertidumbre que se establece, en el caso de
la historia, por esos dos polos por los que debe transitar: universali-
dad o totalización y relatividad. Oscilación que marca definitivamen-
te a esa historia altanera que presume de lo que nunca puede llegar a
ser. Aquí, en el juego de esta oscilación, “el sujeto y el objeto están en
un recíproco poner en duda”, y esto se debe a que ambos están some-
tidos a una erosión que, de repente, anula toda positividad definitiva
a la cual recurrir;11 “al descubrir la ley del tiempo como límite exter-
no de las ciencias humanas, la Historia muestra que todo lo que se
ha pensado será pensado aún por un pensamiento que todavía no
ha salido a luz”.12 Finitud cuya figura labora sin cesar en el corazón
mismo de la historia. Oscilación que caracteriza al pensamiento mo-
derno y que encadena, en un enfrentamiento inevitable, al histo-
ricismo y a la analítica de la finitud. El historicismo, el tratar de
instalarse en el nivel de las positividades, pretende convertir en un
absoluto el relativismo propio en el que ellas se dan, tratando de sal-
var, por medio de este movimiento, los inconvenientes de la finitud.
En el marco de esta operación trata de acceder a lo que la finitud
impide: la concreción de un conocimiento aunque sea él mismo rela-
tivo y limitado. Así, las diferentes positividades de la historia pue-
den llegar a ser totalidades parciales sin que necesariamente lleguen
a convertirse, por la fuerza de una acumulación, en la totalidad ab-
soluta. Frente a este intento, “la analítica de la finitud quiere inte-
rrogar esta relación del ser humano con el ser que al designar su
finitud hace posibles las positividades en su modo concreto de ser”.13

11 “la historia parece tener un objetivo fluctuante cuya determinación se debe menos a

una decisión autónoma que a su interés y a su importancia para otras ciencias. Un interés
científico ‘exterior’ a la historia define los objetivos que ella misma se da y las regiones
adonde se dirige sucesivamente, según los campos que a su vez van siendo los más decisi-
vos […] y conforme a las problemáticas que los organizan”. Ibidem, p. 97.
12 Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 361.
13
Ibidem, p. 362.

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124 HISTORIA Y LENGUAJE

Si bien es un enfrentamiento, éste se produce a partir de esa duali-


dad oscilatoria que va del fundamento a las positividades, de tal
manera que puede decirse que ambas posturas tienen un mismo tron-
co común. Fundamento y positividades, es decir, sujeto atrapado en
una finitud que lo constituye y que se presenta como límite insalva-
ble y objeto inaprensible sometido a una relatividad que lo difumina.
Aquí la paradoja consiste en que la historia, posibilitada por el sen-
tido de una temporalidad profana, se encuentra en una situación tal
que es esa temporalidad, asumida como finitud y relatividad, lo que
le impide salvar la distancia establecida por la disposición episte-
mológica que divide y opone el sujeto de conocimiento al objeto por
conocer. Y como la historia no puede detener el tiempo tiene que
asumir el juego de esa oscilación.
Segundo, la distancia entre Historia e historia, a pesar de lo ante-
riormente dicho, permite operativizar la dualidad objeto-sujeto pero
sólo en el marco de una ficción. Por un lado, la Historia se encuentra
referida al campo de los acontecimientos, es decir, a todo ese cúmulo
de hechos pasados que se localizan en la forma misma del devenir.
Por otro lado, la historia se piensa como el campo de un saber, campo
de investigación y estudio establecido desde un presente. Hasta aquí
pareciera claro que tal distinción transparenta legítimamente la ubi-
cación del objeto histórico frente al sujeto historiador. Sin embargo se
advierten de inmediato ciertos problemas. El corte entre pasado y pre-
sente es voluntarista, como señala Michel de Certeau, es expresión de
una voluntad que ve el pasado como tradición y que le señala al pre-
sente la posibilidad de organizarlo en un saber. Y esto es posible, como
voluntad, en tanto que se genera en la temporalidad un desgajamiento
tajante que en sí mismo es equívoco. La temporalidad es dividida en-
tre pasado, presente y futuro, pero a partir de fronteras que nunca
son claras; sin embargo, se le señala a esa temporalidad dividida la
urgencia de someterse a una continuidad como sucesión. Aquí la fic-
ción se localiza en la forma misma de la separación por la que el suje-
to de conocimiento, el historiador, aparece de alguna manera fuera de
la historia, es decir, del campo histórico que constituye su objeto. “Este
pensarse como separado de la ‘historia’ es lo que hará posible, por otro
lado, la emergencia de un sentido y la búsqueda de objetividad. La
de quien se mantiene al margen de las luchas del presente y busca
con las armas de la razón y de la ciencia la verdad de la historia en-
tendida como ‘el pasado’.”14

14 Alfonso Mendiola y Guillermo Zermeño, “De la historia a la historiografía. Las

transformaciones de una semántica”, p. 247.

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HACIA UNA POSIBLE ARQUEOLOGÍA DE LA HISTORIA 125

Entonces, por el lado del sujeto, la historia consiente en ubicar un


espacio de autonomía respecto de la Historia, es decir, establecer la po-
sibilidad de separación de la historia misma tomada como objeto. Ca-
mino que lleva a la deshistorización del sujeto, camino paradójico pero
que responde a esa necesidad ya mencionada de limitar la temporali-
dad y que se complementa con la forma en la que se piensa la situación
del objeto histórico. El campo histórico, objeto de la historia, se consti-
tuye como el campo de empiricidades sobre el que trabaja el historia-
dor y ya se vio cómo este campo no puede ser delimitado claramente si
no es acudiendo a una transferencia de objetos, temas y métodos pro-
pios de otras ciencias humanas. Podría pensarse que el objeto de la
historia es el hombre mismo y su acción ubicada en una secuencia tem-
poral, pero esto sólo es posible en tanto el hombre es un ser vivo, traba-
jador y parlante. De este modo, la historia duplica las ciencias humanas
que, a su vez, duplican las ciencias del lenguaje, del trabajo y de la vida.
Es entonces que se descubre una inestabilidad esencial en tanto que la
historia, como todas las ciencias humanas, hunde al hombre que toma
por objeto “al lado de la finitud, de la relatividad, de la perspectiva, al
lado de la erosión indefinida del tiempo”,15 pero al ubicarlo como suje-
to y objeto tiene que trabajar en el sentido de limitar tanto la finitud
como la relatividad; éste es un trabajo que no puede cumplir a cabalidad
pues significaría vulnerar sus propias condiciones de posibilidad.
En todo caso, las empiricidades históricas son presentadas como
lo real-pasado y constituyen el motivo de una reconstrucción en su
verdad. Tal realidad pasada es delimitada como objeto sólo si se esta-
blece como pasado muerto, como cosa ya dispuesta, como temporali-
dad detenida. Es entonces que lo que se produce es una doble ficción:
sujeto de conocimiento separado de la historia, objeto por conocer ubi-
cado en un pasado ya fijado, en una temporalidad detenida y eterna.
Doble inestabilidad que se deja ver en el suelo arqueológico a partir
del cual fue posible la aparición de la historia. Por supuesto, aquí la
palabra arqueología no pretende designar a lo más arcaico, aquello
que en su antigüedad devela los rostros de algo que se pierde en la
obscuridad de un pasado lejano; más bien pretende fijar y describir
las condiciones de posibilidad de la historia misma: pregunta por
aquello que hizo posible su emergencia. Y este suelo arqueológico re-
vela los inconvenientes de un dualismo en el que, tanto el estatuto del
sujeto como el del objeto terminan resultando inestables, razón por la
cual no pueden cumplir con la prescripción que les fue fijada en tér-
minos epistemológicos.

15 Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 344.

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126 HISTORIA Y LENGUAJE

Foucault señala que la historia, a mediados del presente siglo, se


ve sometida a una mutación epistemológica notable. Por una parte,
advierte que el interés de los historiadores se ha ido desplazando de
los episodios muy bien delimitados, hacia los periodos largos que se
basan en equilibrios estables y constantes. Este desplazamiento per-
mite sustituir las visiones lineales por un análisis diversificado de los
estratos en profundidad, de tal manera que la atención de los histo-
riadores se ha ido centrando en la posibilidad de identificar y estu-
diar las diversas capas sedimentarias, cada una con una temporalidad
propia que ya no responde a las transformaciones políticas y a las cro-
nologías tradicionales. Así, las preguntas que guían a los historiado-
res dejan de ser aquellas que interrogaban por las relaciones causales,
por las continuidades que encadenaban a los fenómenos y por el sen-
tido de las totalidades que articulaban; ahora las preguntas giran alre-
dedor de las series mismas, de sus relaciones y de sus periodizaciones
diversas.16 Por otra parte, en la historia de las ideas, de las ciencias,
del pensamiento o de la literatura, el desplazamiento toma un senti-
do inverso: de los grandes periodos a las rupturas y discontinuidades.
El problema que se plantea en este desplazamiento parece ser dife-
rente al del primer caso, en tanto que lo que se deja ver es el estatuto
mismo de la discontinuidad. Entonces “el problema no es ya de la tra-
dición y del rastro, sino del recorte y del límite; no es ya el del funda-
mento que se perpetúa, sino el de las transformaciones que valen como
fundación y renovación de las fundaciones”.17
A lo que apuntan estos dos procesos es a una mutación más fun-
damental y que toca al corazón mismo de la historia en aquello que
permitía la distinción entre Historia e historia, entre objeto y sujeto,
es decir, el valor del documento.18 Para la historia tradicional, esa his-
toria que emerge y se desarrolla a partir del siglo XIX, el documento
era el rastro, la huella a partir de la cual se emprendía la reconstruc-
ción del pasado. El documento, la fuente, permitía tal reconstrucción
porque transparentaba la realidad pasada por medio de un trabajo de
desciframiento; al descifrar el lenguaje que en él se depositaba se le
hacía hablar, decir su verdad que era la verdad del pasado. El docu-
mento hablaba de realidades, por medio de él la realidad nos hablaba.
La crítica de fuentes tenía y sigue teniendo como objetivo el estable-
cer la autenticidad del documento; a partir de este trabajo es como se
torna posible su desciframiento pero ya encuadrado en un campo de

16 Michel Foucault, La arqueología del saber, p. 4.


17 Ibidem, p. 7.
18 Ibidem, p. 9.

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HACIA UNA POSIBLE ARQUEOLOGÍA DE LA HISTORIA 127

autoridad específico. El documento se leía de manera constatativa y


referencial, de tal suerte que esa lectura permitía identificar y encua-
drar datos cuya secuencia delineaba el hecho histórico. A partir de esta
ficción se podía sostener que el historiador era aquel que estudiaba
los hechos por medio de un intermediario fluido y veraz, por medio
de un fragmento de evidencia. Es en esta postura en donde se ubica-
ba una justificación antropológica para una historia pensada como re-
miniscencia, como despliegue

de una memoria milenaria y colectiva que se ayudaba con documen-


tos materiales para recobrar la lozanía de sus recuerdos; es el trabajo
y la realización de una materialidad documental (libros, textos, rela-
tos, registros, actas, edificios, instituciones, reglamentos, técnicas, ob-
jetos, costumbres, etc.) que presentan siempre y por doquier, a toda
sociedad, unas formas ya espontáneas, ya organizadas, de remanen-
cias. El documento no es el instrumento afortunado de una historia
que fuese en sí misma y con pleno derecho memoria; la historia es
cierta manera, para una sociedad, de dar estatuto y elaboración a una
masa de documentos de los que no se separa.19

Elaborar, recortar, trabajar desde el interior el documento, accio-


nes que señalan los contornos de esa mutación epistemológica y que
descubren en las fuentes la presencia del lenguaje. Es desde esta mu-
tación que se puede decir que el documento ya no es un simple trozo
de evidencia. Si la historia tradicional quería memorizar los “monumen-
tos del pasado” transformándolos en documentos, ahora la historia parte
de la necesidad de transformar los documentos en monumentos y ac-
ceder con ello a una descripción intrínseca del mismo.20 Descripción
que pasa por el análisis de la producción de la fuente histórica: pri-
mero, otorgarle un estatuto, es decir, apartar o separar escrituras para
dotarlas de un espacio institucional que defina los límites de su mani-
pulación; segundo, marcarla con la señal de una elaboración, es decir,
convertir una serie de textos en documentos históricos interpretables.
Es éste, sin duda, el gesto fundador de toda historia tal y como la en-
tendemos desde el siglo XIX: fabricación de representaciones sobre el
pasado con pretensiones de objetividad. Pero con ello se señala una
doble labor de carácter productivo. En un primer momento, produc-
ción de la fuente misma como materialidad sobre la que descansa la
empresa de conocimiento histórico. Serie de operaciones que tienen
como objetivo realizar un producto que, para el discurso histórico,

19 Ibidem, p. 10.
20 Ibidem, p. 11.

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128 HISTORIA Y LENGUAJE

pueda jugar el papel de referente externo. Después, producción de las


representaciones como lugar específico del saber. En este nivel, la na-
rración histórica justifica esas representaciones al recuperar la materia-
lidad previa que le sirve de soporte discursivo. Entonces, si la historia
tiene como atributo ser necesariamente referencial, lo es sólo en tanto
ese hablar del pasado depende de documentos signados ya por un
trabajo de significación anterior. En este caso la referencialidad del
conocimiento histórico, condición necesaria de toda justificación obje-
tivista, alude menos a la realidad del pasado histórico que al proceso
por el cual se genera un sentido particularizado por el tratamiento que
otorga a la fuente el carácter de “evidencia”.
Es, por tanto, una operación de significación compleja porque opo-
ne y relaciona una serie de enunciados a otros; no se trata, en este caso,
como lo pretendía el marco epistemológico que heredamos del siglo
pasado, de una situación de correspondencia directa entre enuncia-
dos y realidad externa. Aunado al “gesto de poner aparte”, de reunir
una masa de documentos bajo una “nueva repartición cultural”,21 se lle-
va a cabo un procedimiento de sustitución: la noción de “evidencia”,
puesta en juego en el discurso histórico mediante la cita recurrente,
toma el lugar de la realidad sobre la que se escribe o se habla. Sustitu-
ción que significa la construcción, en la dimensión de la palabra escri-
ta, de un lugar de autoridad que permite y justifica el discurso a partir
de lo “ya dicho”. Aunque, claro, la historia no se detiene en la repeti-
ción enunciativa (la cita); al contrario, redistribuye los enunciados al
redefinir unidades de significación, haciendo posible una historia di-
ferente a pesar del juego de la repetición.
Foucault señala cuatro consecuencias de esta mutación. Primera,
en la historia propiamente dicha se produce el realce de acontecimien-
tos constituidos en series y periodos largos, mientras que en la histo-
ria de las ideas y sus afines, se disocian las series largas constituidas
en teleologías, poniendo en duda todo intento de totalización al descom-
poner la Historia en historias; segunda, la discontinuidad se convier-
te en una noción central para el historiador, siendo a la vez instrumento
calculado y objeto de investigación; tercera, las posibilidades de una
historia global, entendiendo ésta como el intento por encontrar la
centralidad de todo proceso histórico, se difuminan, es decir, la histo-
ria adopta la forma de una descripción que “apiña todos los fenóme-
nos en torno a un centro único”. Al ir desapareciendo este tipo de
historia, se ven perfilarse los contornos de una historia general que des-
pliega, a diferencia de la anterior, “el espacio de una dispersión”; por
21 Michel de Certeau, op. cit., p. 86.

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HACIA UNA POSIBLE ARQUEOLOGÍA DE LA HISTORIA 129

último, cuarta consecuencia, la historia se enfrenta a nuevos problemas


metodológicos tales como definición del nivel de análisis, determinación
de la relación que permita caracterizar un conjunto, establecimiento de
un principio de elección, etcétera.22 En suma, puede decirse que esta
mutación se dirige a un problema central, aquel que plantea
la posibilidad de pensar la “diferencia” misma. Frente a una historia
planteada en términos de continuidad y que pretendía establecer el
devenir alrededor de un centro unitario, correlato de la labor fundado-
ra del sujeto y por tanto preñada de filosofía de la historia, se trata de
postular otra historia: una que, desde el terreno de las problematiza-
ciones, intenta trabajar a partir de dos nociones claves: práctica y acon-
tecimiento.
Foucault reconoce que han existido al menos tres tentativas por
pensar el estatuto del acontecimiento: el neopositivismo, la fenomeno-
logía y la filosofía de la historia. El neopositivismo terminó confun-
diéndolo con un estado de cosas previo; la fenomenología lo desplazó
en relación con el sentido; la filosofía de la historia lo encerró en el
ciclo dictatorial del tiempo:

su error es gramatical; convierte el presente en una figura encuadra-


da por el futuro y el pasado; el presente es el anterior futuro que ya
se dibujaba en su forma misma, y es el pasado por llegar que conser-
va la identidad de su contenido. Precisa, pues, por una parte, de una
lógica de la esencia (que la fundamente en memoria) y del concepto
(que la establezca como saber del futuro) y, por la otra parte, de una
metafísica del cosmos coherente y coronado, del mundo en jerar-
quía.23

Tres tentativas erradas que pierden la superficie del acontecimien-


to bajo la lógica del pretexto: la primera, con el pretexto de que no se
puede decir nada que esté fuera del mundo; la segunda, con el pre-
texto de que “sólo hay significación para la conciencia”; y la tercera,
con el pretexto de que sólo hay acontecimiento amarrado al tiempo, por
tanto a la identidad y a un “orden bien centrado”. Ante ello Foucault
nos propone la vía del acontecimiento incorporal, de una lógica del
sentido neutro y de un “pensamiento del presente infinitivo”.24 Tres
vías de acceso para las cuales el acontecimiento es pura superficie; y
si esto es aceptado, entonces el acontecimiento no puede tener el mis-
mo estatuto que el del hecho histórico, ni siquiera puede ser pensado

22
Michel Foucault, La arqueología del saber, p. 11-17.
23 Michel Foucault, Theatrum philosophicum, p. 20-21.
24 Ibidem, p. 21.

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130 HISTORIA Y LENGUAJE

como un estado de cosas o como un atributo; es, más bien, el efecto


de un cruce de procesos diversos. Es en ese sentido que responde al
problema de la diferencia en tanto que pertenece al orden de la rela-
ción.25 Entonces, el acontecimiento siempre está en relación con algo,
en convergencia con otros acontecimientos. Es así que sólo puede di-
bujarse teniendo como trasfondo el cruce de una serie de procesos
heterogéneos y es este cruce el que le da su condición de arbitrarie-
dad y de azar. Todo acontecimiento es raro y esto porque “los hechos
humanos son raros, no están instalados en la plenitud de la razón, hay
un vacío a su alrededor debido a otros hechos que nuestra sabiduría
no incluye, porque lo que es podría ser distinto”.26 Por tanto, el acon-
tecimiento escapa a la lógica de la necesidad y a la evidencia de un
desarrollo, que en sí mismo es claro y oportuno, al ligarse a una serie
de nociones que de entrada pueden resultar extrañas a los historiado-
res profesionales: regularidad, azar, discontinuidad, rareza.
Con ello se vuelve imposible ubicar la noción de acontecimiento al
mismo nivel que el hecho histórico, pues aquélla descansa en relacio-
nes siempre diferenciadas, mientras que el segundo encalla en una pre-
tendida identidad o unidad de principio. Es así que el acontecimiento
hace estallar la identidad de los eventos históricos produciendo con ello
un proceso de desfamilarización del tiempo mismo: el pasado se revela
como lejano y extraño, en tanto el presente, al aparecer en la arbitrarie-
dad de su irrupción, muestra que no puede ser tan evidente y soberano
como se pensaba. En la historia tradicional la separación tajante entre
pasado y presente es ubicada de tal manera que puede ser pensada bajo
el modo de la sucesión, permitiendo con ello que el tiempo sirva de
marco cronológico para ordenar y clasificar los eventos en un espacio
vacío. De este modo separación y continuidad son las dos fases de una
misma operación, aquella que convierte a la historia en memoria y que
somete al tiempo a los dictados de un dominio: dominio del pasado
con el fin de transformarlo en cosa familiar, es decir, en cosa propia para
el reconocimiento. Los temas que se ligan a esta postura son evidentes:
origen, identidad, progreso. Pero la desfamiliarización del pasado, al
restaurarlo en su ambigüedad, en su alteridad, permite que la historio-
grafía pueda volver a su antigua tarea, “tanto filosófica como técnica,
de decir el tiempo como ambivalencia misma que afecta el lugar donde
ella está, y en consecuencia pensar la equivocidad del lugar como el
trabajo del tiempo en el interior mismo del lugar de saber”.27

25
Rosario García del Pozo y Francisco Vázquez, Perspectivas de Foucault, p. 61.
26
Paul Veyne, Como se escribe la historia. Foucault revoluciona la historia, p. 200.
27
Michel de Certeau, Historia y psicoanálisis, p. 70.

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HACIA UNA POSIBLE ARQUEOLOGÍA DE LA HISTORIA 131

Ver la historia como acontecimiento significa someterse a una ló-


gica de la diferencia; esto es historización radical. Lo contrario con-
siste en anhelar una conciliación (las interpretaciones como copia
legible del pasado) y tal cosa sólo se logra al precio de una totaliza-
ción construida por fuera de la historia, es decir, de una negación de
la diferencia.28 Pero ello no es más que una paradoja de la ilusión:
quiere hallar, a fuerza de voluntad metódica, lo real del pasado, algo
que está más allá de sí mismo y que es nombrado en la escritura,
pero lo que reencuentra es su límite propio, una realidad que le vie-
ne de abajo y que lo determina. Realidad que la traspasa vertical-
mente y que no consiste en la materialidad de su objeto sino en la
condición de su postulado. Si es ciencia histórica esto no se debe a
las bondades y excelencias de los conocimientos que produce; antes
bien, es histórica porque señala los funcionamientos y operaciones
sociales y culturales que lleva a cabo en tal tarea. Atender el régi-
men de prácticas que pone en juego el trabajo de la historia supone
no desatender los contenidos y representaciones que fabrica sobre el
pasado; lo que cambia es el valor con el que éstos se presentan: más
que el mundo traducido por los enunciados, se trata de valorar los
enunciados a partir de las operaciones que los producen. Es ésta una
labor de articulación entre un contenido particular, es decir, un dis-
curso, y una operación sostenida por “procedimientos científicos” y
funciones sociales. Como señala De Certeau:

Por lo demás, esta perspectiva caracteriza hoy en día los procesos cien-
tíficos, aquél, por ejemplo, que en función de “modelos” o en términos
de “regularidades” explica fenómenos o documentos, manifestando
reglas de producción y posibilidades de transformación. Más senci-
llamente, se trata de tomar en serio expresiones cargadas de sentido
—“hacer historia”, “hacer teología”— en una época en que nos vemos
llevados a minimizar el verbo (el acto producido) para privilegiar el
complemento (el objeto producido).29

28
Ya nos lo hacía ver Foucault por medio de su lectura de Nietzsche: “De hecho, lo
que Nietzsche no ha cesado de criticar desde la segunda de las Intempestivas es esa forma
de historia que reintroduce (y supone siempre) el punto de vista suprahistórico: una histo-
ria que tendría por función recoger, en una totalidad bien cerrada sobre sí misma, la diver-
sidad al fin reducida del tiempo; una historia que nos permitiría reconocernos en todo y
dar a todos los desplazamientos pasados la forma de la reconciliación; una historia que
lanzaría sobre lo que está detrás de ella una mirada de fin del mundo. Esta historia de los
historiadores será un punto de apoyo fuera del tiempo; pretende juzgarlo todo según una
objetividad apocalíptica; y es que ha supuesto una verdad eterna, un alma que no muere,
una conciencia siempre idéntica a sí misma.” Michel Foucault, Nietzsche, la genealogía, la
historia, p. 43-44.
29 Michel de Certeau, La escritura de la historia, p. 34.

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132 HISTORIA Y LENGUAJE

Ahora bien, el acontecimiento es pensado como un efecto en el


ámbito de una temporalidad particular frente a otras temporalidades
de suyo heterogéneas; es aquí donde aparece la figura de la disconti-
nuidad. Ésta es vista no como un vacío establecido entre los sucesos,
alude a un juego de transformaciones específicas, “diferentes unas de
otras (cada una con sus condiciones, sus reglas, su nivel) y ligadas en-
tre sí según esquemas de dependencia. La historia es el análisis des-
criptivo y la teoría de estas transformaciones”.30
El acontecimiento involucra otra dimensión que ha resultado es-
tratégica para la historia tradicional: el sujeto de la historia. El campo
de los eventos históricos es presentado como el escenario donde un
protagonismo esencial despliega el juego de su acción. Ésta es la ins-
tancia determinante sobre la que hace descansar la explicación histó-
rica misma y aquí la historia de las ideas resulta ejemplar. Puede muy
bien tomar distintos nombres o denominaciones, un personaje genial,
un autor, una sociedad y hasta una cultura, pero el mecanismo fun-
ciona en tanto hay siempre la presencia de un sujeto atemporal que
atraviesa con su acción el devenir histórico. La arqueología, al contra-
rio, pretende restituir a la práctica su carácter de acontecimiento por
medio de un análisis que, en ningún caso, intenta situar en ella la pre-
sencia de una interioridad que se manifiesta.
El sujeto, como se ha visto, no es presentado como interioridad
subyacente a los acontecimientos, de tal manera que la práctica a la
que se alude no constituye la expresión de su actividad fundadora.
Por el contrario, el sujeto es un efecto producido en un campo especí-
fico de prácticas anónimas, de tal suerte que el acontecimiento, en su
rareza y regularidad, se localiza en la superficie de este campo, no en
esa suerte de profundidad esencial en la que se cree descubrir el cen-
tro que lo explica todo; así pues, en la historia no hay, no puede ya
haber, secreto alguno. Historia sin secreto es historia sin sujeto; signi-
fica, por tanto, alejarse de esas posturas que quieren ver en la historia
el trabajo incesante de una conciencia en busca de su libertad, la labor
sin descanso de un sujeto que preña el devenir con la marca imborra-
ble de su acción, en definitiva, progreso acendrado de la razón que se
eleva en la historia y por la historia, disfrazando con ello los ecos de
una crisis en la que se ve envuelto el tipo de subjetividad al que fui-
mos ligados, crisis que es la nuestra:

crisis en la que interviene esa reflexión trascendental a la que se ha


identificado la filosofía desde Kant; en la que interviene esa temática

30 Michel Foucault, “La función política del intelectual. Respuesta a una cuestión”, en

Saber y verdad, p. 56.

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HACIA UNA POSIBLE ARQUEOLOGÍA DE LA HISTORIA 133

del origen, esa promesa del retorno por el que esquivamos la diferen-
cia de nuestro presente; en la que interviene un pensamiento antro-
pológico que ordena todas esas interrogaciones a la cuestión del ser
del hombre y permite evitar el análisis de la práctica; en la que inter-
vienen todas las ideologías humanistas; en la que interviene —en fin
y sobre todo— el estatuto del sujeto.31

Si la práctica hace desaparecer todo rastro de un sujeto constitu-


yente, ¿en qué situación se encuentra el objeto, es decir, el otro ele-
mento de esa dualidad privilegiada? Para la arqueología, las prácticas
discursivas, como soporte material del saber, no constituyen un obje-
to preexistente a la labor del arqueólogo; son productos cuya emer-
gencia y funcionamiento sólo pueden estudiarse en una trama histórica
y ligadas a otras prácticas adyacentes. De la misma manera que la
práctica produce emplazamientos específicos para el sujeto, genera ti-
pos de objetos diversos sobre un estatuto discontinuo. No hay, no pue-
de haber, si de historia se trata, un objeto natural que de repente sea
descubierto en su verdad por nuestra conciencia, objeto retenido y
negado hasta que alguien lo descubre.
La locura no define un mismo objeto siempre y en todo lugar; la
proliferación de discursos sobre la locura señala que no se trata de
la misma cosa, sino que constituyen series de objetos diferentes, de
tal manera que el trabajo del arqueólogo consiste en individualizar
un conjunto de enunciados, en “descubrir las reglas que rigen la iden-
tidad y la diferencia de los objetos sobre la locura, en ámbitos enun-
ciativos distintos, dentro de un mismo periodo temporal”. Reglas que
no definen la constitución interna del objeto locura sino aquello que le
permite aparecer (su a priori histórico) y “situarse heterogéneo y dife-
rente en relación diferencial con otros acontecimientos”.32 El obje-
to, entonces, es un producto y es en ese sentido que tampoco responde
a un estado de cosas que se mantenga estable a lo largo de la historia.
La formación de los objetos discursivos se produce en un conjunto de
relaciones, en una red con múltiples puntos; de tal suerte que la ar-
queología subraya la complejidad de las relaciones que establecen la
aparición de un objeto. Es esta recurrencia a la práctica lo que hace
decir a Paul Veyne que Foucault revoluciona la historia, en tanto que
esta noción permite ver el objeto como una objetivación de prácticas
determinadas, vulnerando con ello el suelo en donde encontraban aco-
modo las ilusiones dualistas.

31 Michel Foucault, La arqueología del saber, p. 343.


32
Rosario García del Pozo, Michel Foucault: un arqueólogo del humanismo, p. 44.

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134 HISTORIA Y LENGUAJE

Lejos de invitarnos a juzgar las cosas a partir de las palabras, Foucault


muestra, por el contrario, que nos hacen creer en la existencia de co-
sas, de objetos naturales, gobernadores o estados, cuando esas cosas
no son sino consecuencias de las prácticas correspondientes, pues la
semántica es la encarnación de la ilusión dualista.33

El suponer que existe una materialidad difusa como objeto pre-


vio, siempre el mismo aunque cambien las reacciones o las actitudes
de los individuos ante él, implica deshistorizar el objeto mismo. Aquí
y allá, ya sean las sociedades, las mentalidades o una época determi-
nada, el objeto descansa, al igual que el sujeto, en una identidad, en
un sustrato transhistórico que sólo puede ser revelado por la razón.
Toda historia que repose en el dualismo objeto-sujeto, que parta de la
distinción Historia e historia, es una historia del logos, pues en esta
posibilidad transhistórica es donde descansan todas las teleologías,
todas las historias construidas como progreso o evolución y todas las
justificaciones.
Entonces, ¿dónde queda lo empírico sobre el cual trabaja el histo-
riador? Foucault utiliza con frecuencia la noción de “empiricidades”
en un sentido preciso: las empiricidades constituyen el conjunto de
condiciones según las cuales se ejerce una práctica, según las cuales
esa práctica da lugar a unos enunciados parcial o totalmente nuevos.
Es, de nueva cuenta, un campo producido por un entrecruzamiento
que regula la aparición de los objetos discursivos, las posiciones de
los sujetos, las elecciones teóricas, los movimientos conceptuales, et-
cétera.34 Lo empírico, por tanto, no se encuentra referido como una
realidad extradiscursiva, no es la realidad sino la condición que per-
mite que se hable de ella y sobre ella. No se niega con ello la existen-
cia de cosas materiales, sino que se afirma que es con el lenguaje como
se constituye un saber sobre las cosas y que, fuera de toda ilusión, en
este lenguaje opaco y disperso no podemos buscar las cosas mismas
como si estuvieran depositadas ahí, en su concreción y en su espesor.
Historia sin sujeto constituyente, historia sin objeto previo; histo-
ria de las prácticas en las que los acontecimientos se juegan, prácticas
de subjetivación y prácticas de objetivación. Es ésta una historia que
no alude a referente alguno, por ello no es una historia de las cosas; se
trata de una historia en la que el sujeto es un producto más, no el cen-
tro antropológico a partir del cual ordenar los eventos; ni sujeto ni
cosas, ausencias que permiten que esta historia no tenga ya que recu-

33 Paul Veyne, op. cit., p. 211.


34 Michel Foucault, La arqueología del saber, p. 351.

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HACIA UNA POSIBLE ARQUEOLOGÍA DE LA HISTORIA 135

rrir a la ingenuidad de un empirismo para el que todo puede ser re-


ducido a los términos de un dualismo. Es entonces que se puede decir
que en los trabajos de Foucault se localiza una “historización” radical,
pues nada es eterno, nada, ni siquiera en el hombre mismo, menos
aun su propio conocimiento. Historización radical por medio de la cual
se pretende evadir los temas propios de ese callejón sin salida en el
que el pensamiento antropológico y sus dobles se ven atrapados. Se
trata de rendir, por fin, el dualismo en el que nos hemos perdido para
poder pensar de nuevo. Historización en la que la filosofía tiene un
papel asignado y en la que el problema del lenguaje no puede pasar
desapercibido. Y si la historia de los sistemas de pensamiento adopta
la forma de una historia de la verdad, de nuestras verdades, es por-
que la “historia se convierte en historia de lo que los hombres han lla-
mado verdades y de sus luchas en torno a esas verdades”.35

35 Paul Veyne, op. cit., p. 226.

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