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Historia y lenguaje.
El dispositivo analítico de Michel Foucault
México
Universidad Nacional Autónoma de México,
Instituto de Investigaciones Históricas/
Instituto Nacional de Antropología e Historia
2006
152 p.
ISBN 968-36-9919-7
Formato: PDF
Publicado en línea: 11 de diciembre 2014
Disponible en:
http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros
/lenguaje/foucault.html
A partir del siglo XIX la historia se impuso como el campo que define
el lugar de las empiricidades, de tal suerte que es a partir de ella como
las cosas se presentan al conocimiento, pero también, y de ahí una si-
tuación que le es característica, la historia fue asumida como aspira-
ción de un saber determinado. Por el lado de las cosas la historia
permite un despliegue temporal que impregna el análisis de la pro-
ducción, el estudio de los seres vivos y de las lenguas. Esto quiere de-
cir que, más allá de las cronologías que definen una sucesión, esta
historia consiste en el “modo fundamental de ser de las empiricidades,
aquello a partir de lo cual son afirmadas, puestas, dispuestas y repar-
tidas en el espacio del saber para conocimientos eventuales y ciencias
posibles”.1
En la disposición del saber que adquirió la economía política a
partir de David Ricardo, las riquezas, en vez de distribuirse en un
cuadro, fueron organizadas a partir de una cadena temporal ligan-
do con ello la historia y la antropología. Así, la positividad de la eco-
nomía se hizo descansar en un hueco antropológico, es decir, en la
finitud misma del hombre, permitiendo con ello la introducción del
tema de su historicidad.2 En el siglo XIX la biología rompió con toda
noción de continuidad temporal al descubrir que la naturaleza mis-
ma es discontinua en tanto que es viviente. La historicidad en la bio-
logía se localizó en estas formas dispersas de la vida conforme a las
propias condiciones de existencia de lo vivo. En cuanto al lenguaje,
en el momento en que se le pensó ligado a un sujeto y del cual se
hizo depender su valor expresivo, se introdujo una temporalidad
propia en el seno de los lenguajes al ser considerados productos
3 Ibidem, p. 131.
tos, es decir, definida a partir del hecho de que el hombre debe res-
ponder por esos semitrascendentales de los cuales no puede desligar-
se totalmente. Así, las interpretaciones de la historia que se sucedieron
a partir del siglo XIX tuvieron que establecerse “a partir del hombre
considerado como especie viviente, a partir de las leyes de la econo-
mía o a partir de los conjuntos culturales”.8 Esta situación hace que la
historia juegue un doble papel respecto a las ciencias humanas, papel
a la vez peligroso y privilegiado. La historia, por una parte, constitu-
ye el trasfondo que establece cada una de las ciencias del hombre y
con ello les señala su espacio de validez en tanto saber; por otra, les
marca una frontera que las limita y les niega su pretensión de validez
general, es decir, las desautoriza a tratar de ir más allá de sí mismas,
más allá del ámbito temporal que las define. La historia se encuentra
frente a la imposibilidad de establecerse en la determinación pura de
lo humano sin tener que recurrir a las experiencias desgajadas de lo que
el hombre es (hombre que vive, que trabaja y que habla), por eso de-
pende de la psicología, de la sociología y de las ciencias del lenguaje.
Éstas deben, a su vez, establecer su trabajo en el interior de una
historicidad que constituye y atraviesa sus objetos. Sin embargo, a dife-
rencia de las ciencias humanas que se ven sometidas a una oscilación
permanente entre la positividad del hombre y las condiciones de su ser
y que se manifiesta al tratar de pasar del plano de lo consciente al de lo
inconsciente, para la historia el problema que se le presenta tiene que
ver con la esfera de la universalidad y con el contenido positivo que la
historia quiere darse.9 Cuanto más se esfuerza la historia por superar
la relatividad para acceder con ello a la universalidad, más notifica
su origen ambiguo, y cuando no tiene otra opción que aceptar su re-
latividad, más se encuentra en una situación de pérdida de su conteni-
do positivo. En otras palabras, el problema que parece insalvable para
la historia moderna es aquel que se presenta cuando se quiere relacio-
nar la historicidad de las empiricidades en las que el hombre se disper-
sa, con los fundamentos del conocimiento histórico. De nueva cuenta,
la tensión con la que se inaugura la historia como saber le viene de su
adscripción al marco epistémico decimonónico, de esa disposición que
nunca puede superar la relación entre finitud y trascendencia.
Así, lo que se encuentra en entredicho es la capacidad de estable-
cer relevancias sobre el trasfondo de una relatividad que nunca pue-
de ser dominada, aspiración a la universalidad a partir de aquello que
es por definición perenne, efímero. Es por ello que la división entre
8 Ibidem, p. 359.
9 Ibidem, p. 360.
¿La historia como falsificación? ¿No es ésta una palabra tan dura
e injusta para dirigirla a una ciencia tan “noble”? La historia que nace
en el siglo XIX, pues antes había otra cosa a pesar de utilizar la misma
denominación, es aquella que pretende alcanzar un conocimiento ob-
jetivo, puro, pero tal pretensión proviene de ese equívoco fundamen-
tal ya mencionado. Si la modernidad es la edad de la historia lo es
porque es también la edad del hombre, es decir, lo es en el sentido de
establecer como su territorio el campo de una duplicación incesante:
sujeto y objeto, lo empírico y lo trascendente, lo universal y lo relati-
10
Michel de Certeau, op. cit., p. 94. Más adelante, en la misma página, De Certeau
identifica dos implicaciones de este funcionamiento moderno de la historia: “el primero
señala la relación de lo real con el modo del hecho histórico; el segundo indica el uso de
‘modelos’ recibidos, y por lo tanto la relación de la historia con una razón contemporánea.
Se refieren, principalmente, el primero, a la organización interna de los procesos históricos;
el segundo, a su articulación en campos científicos diferentes”.
11 “la historia parece tener un objetivo fluctuante cuya determinación se debe menos a
una decisión autónoma que a su interés y a su importancia para otras ciencias. Un interés
científico ‘exterior’ a la historia define los objetivos que ella misma se da y las regiones
adonde se dirige sucesivamente, según los campos que a su vez van siendo los más decisi-
vos […] y conforme a las problemáticas que los organizan”. Ibidem, p. 97.
12 Michel Foucault, Las palabras y las cosas, p. 361.
13
Ibidem, p. 362.
19 Ibidem, p. 10.
20 Ibidem, p. 11.
22
Michel Foucault, La arqueología del saber, p. 11-17.
23 Michel Foucault, Theatrum philosophicum, p. 20-21.
24 Ibidem, p. 21.
25
Rosario García del Pozo y Francisco Vázquez, Perspectivas de Foucault, p. 61.
26
Paul Veyne, Como se escribe la historia. Foucault revoluciona la historia, p. 200.
27
Michel de Certeau, Historia y psicoanálisis, p. 70.
Por lo demás, esta perspectiva caracteriza hoy en día los procesos cien-
tíficos, aquél, por ejemplo, que en función de “modelos” o en términos
de “regularidades” explica fenómenos o documentos, manifestando
reglas de producción y posibilidades de transformación. Más senci-
llamente, se trata de tomar en serio expresiones cargadas de sentido
—“hacer historia”, “hacer teología”— en una época en que nos vemos
llevados a minimizar el verbo (el acto producido) para privilegiar el
complemento (el objeto producido).29
28
Ya nos lo hacía ver Foucault por medio de su lectura de Nietzsche: “De hecho, lo
que Nietzsche no ha cesado de criticar desde la segunda de las Intempestivas es esa forma
de historia que reintroduce (y supone siempre) el punto de vista suprahistórico: una histo-
ria que tendría por función recoger, en una totalidad bien cerrada sobre sí misma, la diver-
sidad al fin reducida del tiempo; una historia que nos permitiría reconocernos en todo y
dar a todos los desplazamientos pasados la forma de la reconciliación; una historia que
lanzaría sobre lo que está detrás de ella una mirada de fin del mundo. Esta historia de los
historiadores será un punto de apoyo fuera del tiempo; pretende juzgarlo todo según una
objetividad apocalíptica; y es que ha supuesto una verdad eterna, un alma que no muere,
una conciencia siempre idéntica a sí misma.” Michel Foucault, Nietzsche, la genealogía, la
historia, p. 43-44.
29 Michel de Certeau, La escritura de la historia, p. 34.
30 Michel Foucault, “La función política del intelectual. Respuesta a una cuestión”, en
del origen, esa promesa del retorno por el que esquivamos la diferen-
cia de nuestro presente; en la que interviene un pensamiento antro-
pológico que ordena todas esas interrogaciones a la cuestión del ser
del hombre y permite evitar el análisis de la práctica; en la que inter-
vienen todas las ideologías humanistas; en la que interviene —en fin
y sobre todo— el estatuto del sujeto.31