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Presentación:

“De guerra y muerte. Temas de actualidad” Sigmund Freud. (1915)

Cuando hay guerra el sujeto cae en desorientación respecto del significado de las
impresiones que lo asedian y sobre el valor de los juicios que forman. En la primera parte
del texto, en 1) La desilusión provocada por la guerra. Se dice que la guerra no cesará
mientras los pueblos vivan de forma tan diversa, y por esto seguirá recurriendo a las guerras
entre los pueblos primitivos y civilizados.
Se esperaba de las naciones de raza blanca que se las ingeniarían para zanjar por otras
vías la desintegración y los conflictos de interés, ya que “Dentro de cada una de estas
naciones se habían establecido elevadas normas éticas para el individuo, quien debía
acomodarse a ellas si quería participar en la comunidad de cultura. Estos preceptos, a
menudo extremados, le exigían mucho, le imponían una extensa restricción de sí mismo,
una vasta renuncia a su satisfacción pulsional”1
El estado civilizado tenía normas éticas para la base de su subsistencia. Adoptaba serias
medidas para aquel que las infringiera o las sometiera a examen. Se suponía que él mismo
las respetaba porque había alcanzado un entendimiento suficiente acerca de su patrimonio,
y una tolerancia hacia sus diferencias, y un disfrute hacia su comunidad de cultura. Pero
fue turbado por voces que le advertían que por herencia de las diferencias del pasado,
serían inevitables las guerras. La guerra cayó y trajo consigo una cuota de horror y
sufrimiento, trajo consigo la desilusión. La guerra ha transgredido todas las restricciones
acordadas en tiempos de paz, lo que es el derecho internacional. Los pueblos están
representados por los Estados que ellos mismos forman.
El Estado prohíbe al individuo recurrir a la injusticia, no porque quiera eliminarla, sino porque
pretende monopolizarla. No sólo se vale de la astucia, sino de la mentira consciente y del
fraude deliberado contra el enemigo.
“El Estado exige de sus ciudadanos la obediencia y el sacrificio más extremos, pero los
priva de su mayoridad mediante un secreto desmesurado y una censura de las
comunicaciones y de la expresión de opiniones que los dejan inermes, sofocados
intelectualmente frente a cualquier situación desfavorable y a cualquier rumor antojadizo”2
El Estado no renuncia a las injusticias ya que se pondría en desventaja. Pero sí los
individuos deben renunciarla a ella por obediencia. El Estado rara vez indemniza el sacrificio
que le exige a los individuos.
El aflojamiento de las relaciones éticas entre los individuos repercute en la eticidad de estos,
pues nuestra conciencia moral no es juez insobornable. Es por esto que este ciudadano
queda desorientado y perplejo en este mundo que se le ha hecho ajeno.

1
S. Freud. Obras Completa. Volumen XIV (1914-1916) en “De guerra y de muerte. Temas de actualidad”.
Pág. 278.
2
Ibíd. Pág. 281.
Para Freud hay que apuntar a una crítica de la desilusión que no está justificada, pues
consiste en la destrucción de la ilusión. Las ilusiones nos ahorran sentimientos de displacer
y, en lugar de estos nos permiten gozar de satisfacciones. Por lo que debemos aceptar sin
queja que a veces choquen con un fragmento de la realidad y se hagan pedazos.
Esta desilusión es causada por:
-La mínima ética que los Estados presentan hacia el exterior, pero hacia el interior se
mostraban como los guardianes de las normas éticas.
-La brutalidad en la conducta de los individuos.
¿Cómo es imaginado, en verdad, el proceso por el cual un individuo humano alcanza un
nivel superior de eticidad?
Una primera respuesta es que el individuo es bueno y noble desde que nace. Respuesta
que no será considerada. Una segunda respuesta es que las malas inclinaciones del
hombre le son desarraigadas y bajo la influencia de la cultura y la educación son inclinados
a hacer el bien. Pero puede volver a aflorar esta violencia.
“En realidad, no hay desarraigo alguno de la maldad. La investigación psicológica - en
sentido más estricto, la psicoanalítica – muestra más bien que la esencia más profunda del
hombre consiste en mociones pulsionales; de naturaleza elemental, ellas son del mismo
tipo en todos los hombres y tienen por meta la satisfacción de ciertas necesidades
originarias. En sí, estas mociones pulsionales no son ni buenas ni malas. Las clasificamos
así, a ellas y a sus exteriorizaciones, de acuerdo con la relación que mantengan con las
necesidades y las exigencias de la comunidad humana. Ha de concederse que todas las
mociones que la sociedad proscribe por malas – escojamos como representativas las
mociones egoístas y las crueles - se cuentan entre estas primitivas”3
Las mociones primitivas son inhibidas, guiadas hacia otras metas; se vuelven en parte hacia
la persona propia. Las formaciones reactivas simulan la mudanza del contenido de éstas,
como del egoísmo al altruismo. Estas formaciones reactivas son favorecidas desde el
comienzo, porque estas mociones pulsionales se presentan en pares de opuestos llamado
“ambivalencia de sentimientos”.
Sólo superado estos “destinos de la pulsión” se puede clasificar el individuo de manera
defectuosa entre “bueno” o “malo”.
“Interesante es la experiencia de que la preexistencia de fuertes mociones malas en la
infancia deviene a menudo la condición directa para que se produzca un vuelco muy nítido
del adulto hacia el bien. La reforma de las pulsiones malas es obra de dos factores, uno
interno y el otro externo que operan en el mismo sentido. El factor interno consiste en la
influencia ejercida sobre las pulsiones malas –digamos: egoístas- por el erotismo, la
necesidad humana de amar en el sentido más lato. Por la injerencia de los componentes
eróticos, las pulsiones egoístas se trasmutan en pulsiones sociales. Se aprende a apreciar
el ser amado como una ventaja a cambio de la cual se puede renunciar a otras. El factor
externo es la compulsión ejercida por la educación, portadora de las exigencias del medio

3
Ibíd. Pág. 282-283,
cultural y prosigue después con la intervención directa de éste. La cultura se adquiere por
renuncia a la satisfacción pulsional, y a cada recién venido le exige esa misma renuncia.”4
A lo largo de la vida individual se produce una transposición continua de compulsión externa
a compulsión interna. Es lícito suponer que lo seres humanos en el origen de su historia
sus compulsiones internas eran externas.
Los seres humanos que hoy nacen traen consigo cierto grado de inclinación heredado, a
transmutar pulsiones egoístas en pulsiones sociales. El individuo no recibe solo la influencia
de su medio cultural de presente: está sometido también a las influencias de la historia
cultural de sus antepasados.
La aptitud para la cultura, capacidad que tiene el individuo para reformar sus pulsiones
egoístas consta de dos partes: una innata y otra adquirida.
“Sólo bajo particulares condiciones se revelará que un individuo actúa siempre bien porque
sus inclinaciones pulsionales lo fuerzan a ello, mientras que otro solo es bueno en la medida
que esta conducta cultural le trae ventajas para sus propósitos egoístas.”5
Los individuos se han transformado en el sentido de la cultura. La sociedad de cultura, que
promueve la acción buena y no hace caso de su fundamento pulsional, ha conseguido
obediencia para la cultura un gran número de individuos que no obedecen a su naturaleza.
La presión de la cultura no hace madurar consecuencias patológicas, pero se exterioriza en
las deformaciones del carácter y en la propensión de las pulsiones inhibidas a irrumpir hasta
la satisfacción cuando se presenta la oportunidad adecuada. Estos individuos merecen el
calificativo de hipócritas porque no expresan sus inclinaciones pulsionales. “Es posible que
la aptitud para la cultura ya organizada en los hombres de hoy sea insuficiente para
conservar ésta, y por eso siga siendo indispensable cierto grado de hipocresía. Por otra
parte, la conservación de la cultura, aún sobre una base tan precaria ofrece la perspectiva
de propender en cada generación nueva, en cuanto portadora de una cultura mejor, a una
reforma más vasta de las pulsiones.”6
Todo estadio evolutivo anterior se conserva junto a los más tardíos, devenidos a partir de
él. Por más que el estado anímico no se haya exteriorizado sí subsiste y se puede convertir
en la forma de manifestación en las fuerzas del alma. Los estadios primitivos pueden
restablecerse siempre.
En las enfermedades mentales la vida mental y anímica ha sufrido una destrucción.
Regresa a estados anteriores de la vida afectiva. Hay una plasticidad de la vida anímica.
Por ejemplo, cuando dormimos arrojamos esa investidura de eticidad que hemos adquirido,
y al despertar nos la volvemos a poner. Nuestros sueños están gobernados por motivos
puramente egoístas.
Las reformas pulsionales pueden ser deshechas por las influencias de la vida. Los efectos
de la guerra producen una involución. Concebir al intelecto como poder autónomo es un
error como descuidar su dependencia de nuestra vida afectiva.

4
Ibíd. Pág. 283-284
5
Ibíd. Pág. 285.
6
Ibíd. Pág. 286.
Los pueblos se sirven a lo sumo de los intereses para racionalizar las pasiones. Obedecen
más a sus pasiones que a sus intereses. Es como si todas las adquisiciones éticas se
esfumasen y no restasen sino las actitudes anímicas más primitivas, arcaicas y brutales.
2) Nuestra actitud hacia la muerte.
Se dice que los seres humanos creíamos que la muerte era el desenlace de toda vida. La
muerte era algo incontrastable e inevitable. Tendemos a hacer a un lado la muerte, a
eliminarla de la vida. Y así la muerte propia no la podemos concebir.
La tesis de la escuela psicoanalítica dice que: “En el fondo nadie cree en su propia
muerte, o, lo que viene a ser lo mismo, en el sentido inconsciente cada uno de
nosotros está convencido de su inmortalidad.”7
Hasta para hablar de la muerte de otro el sujeto es cuidadoso. No como los niños que se
amenazan despreocupadamente unos a otros. El adulto no imaginará ni en el pensamiento
la muerte de un otro. Dejamos traslucir nuestro afán de rebajar la muerte de necesidad a
contingencia. Esta actitud cultural-convencional hacia la muerte se complementa con
nuestro total descalabro cuando muere una de las personas que nos son próximas. Y tiene
un fuerte efecto sobre nuestra vida. Nuestros vínculos afectivos, la insoportable intensidad
de nuestro duelo hace que nos abstengamos de buscar peligros para nosotros y para los
nuestros. Es en el mundo de la ficción, donde el individuo tiende a buscar el sustituto que
le falta a la vida, ya que hallamos esa multitud de vidas que necesitamos. Morimos
identificados con un personaje y luego con otro.
Es evidente que la guerra barre con ese tratamiento convencional de la muerte. Ya no es
una contingencia. La vida se ha vuelto interesante, ha recuperado su contenido pleno.
Sin embargo hay una separación de la muerte en dos grupos:
- los que arriesgan su vida en la batalla, punto en el cual Freud no se detiene.
- Y los que esperan que la muerte les arrebate a sus seres queridos por herida,
enfermedad o infección.
Sobre este segundo punto hay que detenernos, pues quizás nos auxilie a dirigir nuestra
indagación psicológica a otras dos relaciones con la muerte: la que podemos atribuir al
hombre primordial, al hombre prehistórico, y, que todavía se conserva en cada uno de
nosotros pero permanece oculta en los estratos más profundos, invisible para nuestra
conciencia.
El hombre primordial adopta una actitud muy extraña hacia la muerte, por una parte la
reconoció como supresión de la vida y, por otra, la redujo a nada. La muerte del otro era
para él justa, la entendía como aniquilamiento del que odiaba.
La historia primordial de la humanidad está llena de asesinatos. El oscuro sentimiento de
culpa que asedia a la humanidad desde tiempos primordiales, y que en muchas religiones
se ha condensado en la aceptación de una culpa primordial, un pecado original.
La muerte propia fue para el hombre primordial tan inimaginable e irreal como lo es hoy
para cada uno de nosotros. Ocurría cuando el hombre primordial veía morir a uno de sus

7
Ibíd. Pág. 290.
deudos a quienes ciertamente él amaba como nosotros a los nuestros, entonces debía ser
en su dolor la experiencia de que también uno mismo puede fenecer; es que cada uno de
estos seres queridos era un fragmento de su propio yo, de su yo amado, pero por otra parte
a esa muerte la consideraba merecida pues cada una de las personas amadas llevaba
adherido también un fragmento de ajenidad. Es por esto que hay un conflicto en la
concepción de muerte del hombre primordial.
El propósito de arrebatar a la muerte su significado de canceladora de la vida, que hemos
llamado cultural-convencional comenzó en las épocas tempranas.
Frente al cadáver de la persona amada no sólo nacieron la doctrina del alma, la creencia
en la inmortalidad y una potente raíz de la humana conciencia de culpa, sino los primeros
preceptos éticos, el primer mandamiento: “no matarás”. Se lo adquirió frente al muerto
amado, como reacción frente a la satisfacción del odio que se escondía tras el duelo, y poco
a poco se lo extendió al extraño, a quien no se amaba y, por fin, también al enemigo. En
este último caso ya no siente esa reacción por estar en guerra. El salvaje es un matador sin
remordimiento.
¿Cómo se comporta nuestro inconsciente frente al problema de la muerte? La
respuesta sería casi de igual modo que el hombre primordial.
Lo que llamamos como inconsciente (los estratos más profundos de nuestra alma,
compuestos por mociones pulsionales) no conoce absolutamente nada negativo, ninguna
negación, por consiguiente no conoce la muerte propia. Entonces, nada pulsional en
nosotros solicita a la creencia en la muerte. Es por eso que la angustia de la muerte que
hay en nosotros suscita de algo secundario, y casi siempre proviene de la conciencia de
culpa.
Como le sucedía al hombre primordial, también para nuestro inconsciente en que las dos
actitudes contrapuestas hacia la muerte, una la que admite la aniquilación de la vida, y la
otra que la desmiente como irreal, chocan y entran en conflicto, los seres queridos son por
un lado una propiedad interior, y por otro son extraños y enemigos. Pero este conflicto de
ambivalencia nos permite penetrar hondamente incluso en la vida anímica normal.
Freud dice que, nuestro inconsciente es tan inaccesible a la representación de la muerte
propia, tan ganoso de muerte contra el extraño, tan dividido (ambivalente) hacia la persona
amada como en el hombre de los tiempo primordiales. Con la actitud cultural-convencional
nos hemos distanciado de la muerte.
Es por esto que la guerra no puede aniquilarse, mientras las condiciones de los pueblos
sean tan diversas y tan violentas las malquerencias, la guerra será inevitable.

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