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La próxima semana llega a librerías argentinas Lemebel oral: 20 años de entrevistas (1994-2004),

volumen prologado, compilado y anotado por el escritor Gonzalo León. Lo siguiente es un adelanto
exclusivo del prólogo del libro publicado por editorial Mansalva.

Estamos para quedarnos

Por Gonzalo León*

Cuando un escritor de la talla de Lemebel muere, resulta casi imprescindible contar sus comienzos, o
cuáles fueron sus opciones a medida que se iba convirtiendo en ese personaje que salía en la tele, era
comentado en suplementos especializados y en la academia, sin hacer nada por forzar estas acciones. A
mediados de los 80 publicó un libro-objeto compuesto por siete cuentos, del que nunca quiso hablar
mucho, sin embargo aquí se refiere explícitamente en una entrevista. La esquina es mi corazón o Buitres
sobre el sidario (como se iba a llamar en un principio), su primer libro de crónicas, lo publicó una
editorial que era conocida por ser un sello feminista: Cuarto Propio. Su directora editorial Marisol Vera
me contó en una ocasión que no tuvo dudas en publicar el texto, aunque claro en los 90, con la
dictadura terminada a la vuelta de la esquina y con la censura aún pesando en algunas decisiones
editoriales, el tema que se pensó fue “el momento y su difusión”. Según recuerda, “Pedro en ese
entonces ya estaba en la escena como un actor desafiante y extremadamente creativo; sus atrevidas
performances con Las Yeguas del Apocalipsis, desde las cuales desafiaba no sólo a la dictadura, sino al
canon cultural”. Es decir por un lado estaba la escena que todavía no se sacaba los ropajes dictatoriales
y por otro el hecho de que Pedro era conocido por desafiar esos ropajes. El libro entonces no tenía que
conceder nada a esa escena cultural. “La idea de portada que tenía Pedro”, recuerda la editora,
refiriéndose a la imagen registrada por Tevo Díaz en una performance, “tampoco era muy recatada:
Pedro con una corona de jeringas, en tiempos en que el SIDA era otro estigma. Pero la hicimos tal cual.
La idea era que si íbamos a publicar el libro, éste debía mostrar toda su apuesta rupturista. Hubo pocas
librerías dispuestas a aceptarlo, y estas pocas no lo exhibían en sus mesones. Pedro siempre dijo que
esta primera edición fue como su libro invisible”. Luego pensó que podía funcionar fuera de Chile: “En
Argentina el editor de La Marca me dijo que por qué le llevaba esa ‘basura’; en Frankfurt se lo ofrecí a la
agencia de Carmen Balcells, pero Carina Pons, en ese entonces a cargo de las evaluaciones, no se atrevió
con el libro”.
Pero a diferencia de otros escritores secretos, él no construyó un lector, sino que su mirada sobre las
cosas –el presente a través del pasado– interpelaron a muchos: a homosexuales (maricones o colizas,
como decía, en sintonía con la palabra puto que ocupaba Perlongher para evitar el uso del yanqui gay), a
ese imaginario de izquierda que había quedado trunco con Salvador Allende, pero también interpelaba a
ese país, y por extensión cualquier país, que aspiraba a algo diferente de lo que se ofrecía. Lemebel hizo
algo que muy pocos escritores y artistas: en democracia siguió siendo contracultural cuando las
circunstancias externas y las que vivía eran, en apariencia, distintas. Para él, el Chile de la dictadura era
prácticamente el mismo del Chile de esa joven democracia que pactaba acuerdos, amnistías y un
sistema económico que le daría una irritante estabilidad al país. Y todo eso estaba reflejado en sus
crónicas. Quizá por eso Bolaño lo escogió como interlocutor y lo elevó a una categoría casi canónica. La
operación de Bolaño consistió en intervenir la literatura chilena y qué mejor que escogiendo a un
homosexual feo, pobre y de izquierda, como el mismo Lemebel se caricaturizó. Más de una vez dejó eso
en claro a lo largo de estos veinte años de entrevistas: en 2002 lo explicita en el sur de Chile: “Yo hablo
desde mi reelaboración sexual y también desde mi lugar social popular, esos lugares territorializan mi
discurso. En ese sentido, el asunto de la literatura margina, como decía antes, es una chapa, una cruz
que se le pone a tus letras. Se reúne bajo ese nombre un poco para darle el gusto a cierta burguesía que
consume estos desechos”.

Lemebel era un estratega: sabía que, ya sea dedicándose a la novela –cosa que lo hubiera colocado en
igualdad de condiciones frente a la literatura falocéntrica, no sólo de Chile, sino de América Latina– o ya
sea ubicándose en un lugar absolutamente marginal –apenas audible y demasiado cómodo para el
establishment–, su apuesta artística no hubiera sido la misma ni tenido aquella repercusión. Tenía que
ser, como él mismo decía, un equilibrista, o en otras palabras, un funámbulo que cruzaba la delgada
cuerda en todas sus intervenciones: literarias, performáticas y políticas. Entrar y salir sin que el resto se
entarara cómo entró ni salió. Además, en el plano de las reivindicaciones, proponía la unidad de las
minorías.

En 1999 los invité a él y a la primera entrevistadora de este volumen al Teatro Municipal de Viña del Mar
a hablar ante un público compuesto por estudiantes secundarios. A los dos años fuimos vecinos en
Santiago. Recuerdo que por esa época le presenté a un autor joven que terminó siendo su amante por
muy poco tiempo; después siempre que me veía con alguien lo imaginaba como proyecto de novio. No
me molestaba eso, me daba risa, porque en quienes se fijaba no sólo sentían admiración por él, sino
también cierta atracción. Ojo de loca no se equivoca, decía, expresión que en el futuro iba a ser el
nombre de su tribuna en el diario La Nación de Chile. Pero este ojo también lo aplicaba a la situación
social o política, de la cual era capaz de sintonizar no sólo con lo que estaba pasando, sino con lo que
estaba por pasar. En 2003 le dice a Andi Nachón, muchos antes de que los gobiernos conservadores y de
ultraderecha llegaran al poder, que en el mundo “se huele una remoralización. Un regreso a ciertos
órdenes de tradicionalismo. Yo huelo eso. Como que conviven ambas cosas: por un lado los gritos del
destierro y por otro el sonido de la metralla”. Pensándolo mejor, este ojo de loca siempre estaba con
una mirada a lo político-social al tiempo que no perdía oportunidad para echar un vistazo a lo erótico, a
los placeres, a lo privado.

Con el tiempo el mundo de la literatura lo demandaba, pero no por eso lo ponía en una centralidad; al
contrario, seguía en una marginalidad, que en un punto le resultaba funcional. Una tarde nos sentamos
en una terraza y bebimos una cerveza tras otra con Antonio Becerro, un artista que hacía esculturas con
cadáveres de perros. Recuerdo que Pedro estaba preocupado porque tenía que ir a la Feria del Libro,
pero Antonio le decía y para qué vas a ir eso. Son cosas a las que una se compromete, ¡tonteras!,
respondió. Seguimos bebiendo rápido, como si las latas de cerveza de todo el mundo y el propio mundo
se fueran acabar ese día: charlamos de cuestiones que no recuerdo por razones obvias y terminamos en
su casa fumando. Hasta ese momento no conocía su casa y la encontré linda y modesta, no era –por
decirlo así– una casa de escritor, con bibliotecas y un sinfín de libros. De hecho hubo dos cosas que
llamaron la atención: la primera fue que apenas entramos puso música –pudo ser un bolero o un vals de
Lucha Reyes– y la segunda el altar de la Virgen de Montserrat, la virgen negra a la que le rendía un culto
pagano. Ya chicos, anunció de pronto, me tengo que ir a esa cosa, si quieren se quedan, pero no rompan
nada. Ese mismo año volví a su casa para su fiesta de cumpleaños, de la cual recuerdo muy pocas cosas,
como las charlas con Víctor Hugo Robles, más conocido como el Che de los Gays, Jaime Lepé y Héctor
Núñez, tres de sus mejores amigos.

Luego nos dejamos de ver y más tarde de saludar; cuando lo veía en una situación social sabía que no
nos saludaríamos. Era una situación bien pendeja ahora que lo pienso, porque escribíamos crónicas para
el mismo medio. Nunca supe qué pasó: por qué llegamos a eso. Después me vine a Buenos Aires y lo
seguía en Twitter. Dos semanas antes de morir de un cáncer a la laringe que lo había dejado sin voz,
tuiteaba: “Estamos para quedarnos…”. Las palabras estaban acompañadas por una foto en la que
aparecía en silla de ruedas, sonriendo, en un homenaje que se le brindó en el Centro Cultural Gabriela
Mistral. Eso fue muy triste para mí. No sé si en ese momento supe que iba a morir, no lo recuerdo.
Aunque sí fue como si repentinamente me diera cuenta de la importancia que había tenido para mí, no
sólo como escritor, sino como artista en mi propia vida.

Estamos para quedarnos, reverberó mientras hacía la selección de estas entrevistas, conseguía las
autorizaciones e iba escribiendo las notas al pie de página, hasta que un día encontré la última
entrevista que incluí, que es la primera. Allí Pedro decía algo muy similar: “Yo nunca nací, siempre he
estado”. Y pensé que tal vez a eso se refería.

Para los curiosos, la idea de este libro surgió en Chile camino a unas canchas de fútbol en la comuna de
Macul en Santiago. Jugaba La Internacional Garamona contra otro equipo y, como Francisco Garamona
estaba en Santiago y también yo, fuimos a ver a su equipo. Fue él quien me contó que le había
preguntado a un par de editores chilenos por qué no hacían un libro de entrevistas a Lemebel. Como las
respuestas habían sido poco satisfactorias, esa noche, en un bar de Santiago al que solía ir Pedro y cuyo
barman se llamaba Santiago, me propuso: “¿Por qué no hacés vos este libro? Mejor dicho, ¿por qué no
lo hacemos nosotros?”. No hubo mucho que discutir: brindamos con whisky y sellamos el acuerdo.

De la selección de estas cuarenta entrevistas –que en su mayoría fueron publicadas en medios chilenos
y argentinos, aunque también hay algunas de medios de Perú, Bolivia y Uruguay– los lectores se podrán
dar cuenta de varias cosas. La primera y más llamativa es que la mayoría de las entrevistas chilenas la
hacían mujeres, con admiración, cariño y complicidad, lo conocieran o no, mientras que los varones
insistían en burlarse de él o tomarlo a la ligera, como si fuera un caso exótico dentro del campo literario
Lemebel siempre contestaba con altura, salvo raras excepciones. En este sentido, estas entrevistas,
como me sugirió una amiga al contarle más o menos de qué iban las preguntas de un lado y otro,
también hablan de cómo a lo largo de veinte años se percibía a una loca como Pedro en un país
sudamericano. No es necesaria una historia ni una investigación demasiado exhaustiva, basta con leer
las preguntas. A las faltas de respeto hay además varias inexactitudes en los títulos y en los años de
publicación de sus libros, las cuales quedan debidamente consignadas en las notas al pie. Otra cosa
importante es que no sólo hay de medios importantes o de circulación masiva, sino varios de circulación
bastante escasa o derechamente nula; él se daba tiempo por igual a esos medios y a sus
entrevistadores, e incluso decía cosas que no quería compartir en los de circulación masiva.

El papel del Estado chileno, o de su institucionalidad cultural, resulta esclarecedor cuando cuenta que la
primera vez que viajó a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, siendo ya un autor reconocido,
fue porque le dijeron, a última hora, que sobraba un pasaje. Lemebel siempre respondía atacando en el
momento justo, ya sea desde su tribuna o aprovechando una situación pública ventajosa. De más está
decir que nunca fue la insignia de este Estado, viajaba en una delegación oficial porque su escritura se
había impuesto en toda Latinoamérica. Finalmente, Lemebel oral: veinte años de entrevistas (1994-
2014) puede leerse como una biografía en primera persona desde la primera entrevista, en la que recién
anunciaba la publicación de su primer libro de crónicas, hasta la última, donde virtualmente es un
escritor consagrado pero enfermo. Se pueden rastrear además distintos estados de ánimo y
circunstancias que influyeron en la publicación de algunos de sus títulos: La esquina es mi corazón
(1995) bajo el entusiasmo por el descubrimiento del género crónica, El Zanjón de la Aguada (2003) bajo
el fresco recuerdo de la muerte de su madre, Adiós mariquita linda (2005) con un alto consumo de
alcohol y las muertes de su padre y gran amiga Gladys Marín, Háblame de amores (2012) con la
detección del cáncer. En una de las entrevistas dijo que su peor libro fue Serenata cafiola (2008), pero el
entrevistador no se detuvo mucho en por qué pensaba eso. A fines del 2013 le preguntaron en una
entrevista que no está en este volumen qué era peor el cáncer o las secuelas de la dictadura. “Prefiero el
cáncer”, respondió, “quizás se puede revertir. La dictadura queda para siempre en la impune ausencia
de nuestros muertos”.

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