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BIBLIOTECA DE BOLSILLO

VICTORIA CAMPS

Paradojas del individualismo


Crít
Paradojas del individualismo

BIBLIOTECA DE BOLSILLO
VICTORIA CAMPS

Paradojas del individualismo

CRÍTICA
B arcelon a
Primera edición en Biblioteca de. Bolsillo: octubre de 1999

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por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento
informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

Diseño de la colección: Joan Batallé


Ilustración de la cubierta: Magritte, Le fils de l ’homme (1964),
colección privada, Yorktown, Nueva York

© 1993 y 1999: Victoria Camps, Barcelona


© 1993 y 1999 de la presente edición para España y América:
Editorial C rítica S.L., Córsega, 270, 08008 Barcelona
ISBN: 84-7423-998-2
Depósito legal: B. 37.141 - 1999
Impreso en España
1999. - ROMANYÁ/VALLS, S.A., Capellades (Barcelona)
A Rosa Regás
P r ó lo g o

I 1 / individualismo es propio de las democracias», escribió hace


« t L dos siglos Tocqueville. En efecto, el individualismo es una con­
secuencia de la igualdad civil y política que producen los regímenes
democráticos. Pero, para ser más exactos, a la afirmación de Tocque­
ville habría que añadir esta otra: el individualismo puede ser el mayor
escollo para que la democracia sea satisfactoria. A medida que las li­
bertades aumentan, que la vida privada gana terreno y el mercado se
hace más competitivo, los individuos tienden a aislarse, a buscar el re­
fugio de grupos cerrados y antagónicos y a defender exclusivamente
sus intereses particulares. Las sociedades se atomizan y es imposible
agregar a los ciudadanos en torno a un supuesto interés común.
El individuo es un valor paradójico. En realidad, lo son todos los
valores: ninguno asegura por sí mismo un desarrollo exento de desvíos.
Los valores pueden torcerse al intentar realizarlos: ocurre con la li­
bertad, con la igualdad, con la solidaridad, todos, a poco que nos dis­
traigamos, pueden degenerar en algo no previsto e incluso contrario
al ideal anunciado. No descubro nada nuevo. Platón, en L a R e p ú b li­
ca, advierte ya del deterioro, no sólo posible sino casi inevitable, de
los mejores regímenes políticos.
El individualismo es paradójico, pues, aunque tendemos a carac­
terizarlo despectivamente, lo cierto es que la afirmación del individuo
ha significado un progreso para la humanidad. Im afirmación del in­
dividuo va de la mano del reconocimiento de las libertades y de los
primeros derechos humanos cuyo objetivo es defender al individuo del
poder abusivo del estado. El individualismo nace con el liberalismo y
10 Paradojas del individualismo

con las democracias modernas que, a diferencia de las antiguas, no se


construyen sobre la idea de una comunidad política en la que sólo ca­
ben los iguales, sino sobre el reconocimiento de la soberanía del indi­
viduo en una sociedad cada vez más diversa y plural.
Liberalismo, individualismo y democracia se enuncian como idea­
les abstractos que, de hecho y en la práctica, dejan mucho que desear.
La realidad nunca alcanza el listón que los conceptos pregonan. De
ahí que no se hagan esperar las críticas a todos los ideales que predi­
can mucho y dan muy poco porque se contentan con ser puras fórmu­
las incapaces de transformar las deficiencias de la organización polí­
tica. El marxismo, los socialismos, el feminismo y recientemente el
multiculturalismo han insistido en las mismas razones de rechazo: la
afirmación de la soberanía del individuo nunca ha valido para todos y
cada uno de los individuos, muchos han quedado fuera de las preben­
das proclamadas, sólo porque pertenecen a sectores, a países, a cul­
turas menospreciadas o ignoradas por los más ricos y poderosos.
A esa crítica, que no ha perdido vigencia, hay que añadirle otra. Es
la siguiente: la democracia —liberal o social: hoy casi da lo mismo—
precisa de individuos comprometidos con los principios que esa misma
democracia están defendiendo. No son suficientes el Parlamento, ni la
Constitución ni las leyes para que las democracias funcionen: tiene que
haber, al mismo tiempo, ciudadanos dispuestos a hacer suya la cultura
democrática. De no ser así, tendremos, por un lado, un ordenamiento
jurídico y unas instituciones dirigidas a unos fines, mientras, por el
otro, discurren formas de vida con objetivos y fines que nada tienen que
ver con los anteriores. Existirá la prescripción de proteger el medio
ambiente, de mantener unos servicios sociales que ayuden a los más
desfavorecidos, el estado proclamará su voluntad de avanzar en la
igualdad de oportunidades educativas, la Constitución recogerá dere­
chos fundamentales como el derecho de todos al trabajo. Pero los indi­
viduos, aislados o corporativamente, seguirán actuando como si nin­
guna de tales obligaciones fuera con ellos. Es el estado, la política,
quien debe asumirlas. El individuo es libre para hacer con su vida lo
que quiera y ocuparse sólo de sus negocios y de sus intereses.
De ese malentendido derivan las paradojas del individualismo. De
Prólogo 11

entender la soberanía del individuo como un absoluto, sin tener en


cuenta que la vida en común, la necesidad de vivir en sociedad y tener
en cuenta a los otros, excluye los absolutos. Todo valor tiene limitacio­
nes si, como el mismo valor proclama, tiene que serlo para todo el mun­
do, ha de hacerse extensivo a toda la humanidad. Si todos reclamamos
la condición de individuos, habrá que pactar hasta dónde puede llegar
el uso de la individualidad. Lo mismo hay que decir de la libertad. Los
derechos políticos y los derechos sociales engendran también obliga­
ciones en los ciudadanos. La democracia es un juego no sólo basado en
unas reglas de distribución del poder y de formas de representatividad;
es también un juego de responsabilidades compartidas. Por no querer­
lo aceptar, las sociedades liberales han visto crecer desmesuradamente
el poder de los jueces, únicos árbitros de una competición en la que lo
menos presumible es la buena voluntad de quienes entran en liza.
Lejos de renunciar al individualismo, que sería un síntoma de in­
madurez, lo que se impone es aprender a hacer compatible el respeto
por el individuo con las exigencias de la política o de la convivencia.
Creo que de tal imperativo deriva la atención actual hacia la ética: éti­
ca aplicada a la política, a la medicina, a la comunicación, a la em­
presa, y a tantas otras cosas, todas ellas expresión de la necesidad de
organizamos y consensuar opiniones. Exigir ética es pedirle al indivi­
duo un uso de la libertad compatible con los intereses de la comunidad.
Si en los albores de la modernidad, el progreso vino dado por el empe­
ño de reducir el poder del estado y dárselo al individuo, hoy el progre­
so consistirá en la capacidad de mantener la potencia del individuo sin
que, al mismo tiempo, éste reniegue de su condición de animal político.
Este libro se publicó por primera vez en ¡993 y sale ahora en la
nueva colección de bolsillo de la renovada editorial Crítica. Creo que
a ningún libro le cabe mayor fortuna que la de acabar formando par­
te de una colección de bolsillo. Significa que el libro sigue teniendo in­
terés, a pesar de los años transcurridos desde la primera edición, y
que ese interés, a juicio de la casa editorial, lo comparte un número
amplio de lectores. Agradezco, pues, la iniciativa y ta nueva oportuni­
dad que me brindan.
Sant Cugat, julio de 1999
1

A m b iv a le n c ia s d el in d iv id u a lism o

omos individualistas, nadie lo duda. Pero eso ¿es bueno o es malo?


S Durante siglos, el pensamiento se ha preocupado por demostrar
que el individuo es y debe ser soberano: sujeto de un conocimiento
que ha de saber aplicar correctamente, sujeto últimamente responsa­
ble y juez de sus acciones. La conciencia tal vez sea una construcción
social, pero tiene una entidad personal intransferible, capaz de dis­
tanciarse de lo social para criticarlo y valorarlo. La ética hace tiempo
que se desarrolla en torno a unos derechos fundamentales que son,
en definitiva, derechos individuales, y de los cuales el primero es la
libertad. No hay ética, por otra parte, sin autonomía, sin la concien­
cia del sujeto moral de su capacidad para crear o aceptar libremente
sus normas de conducta. De acuerdo con los principios éticos más
consolidados, no puede ser malo en absoluto pedirle al individuo que
lo sea de veras, que no deserte de su libertad ni renuncie al don, es­
trictamente humano, de hacer de su vida un proyecto creativo. No
sólo no es rechazable la concepción individualista de la persona: es
una condición y un deber del sujeto moral mantener su individuali­
dad a salvo de intromisiones ilegítimas; es una condición y un deber
del sujeto moral quererse a sí mismo: no despreciar la propia valía,
antes bien extraer de ella el máximo rendimiento.
Pero ese es el lenguaje de los filósofos. En el lenguaje de todos
los días hablamos de individualismo en términos muy distintos. El
individualismo es, para nosotros, la anti-ideología, el mayor obstáculo
para creer y apostar por empresas o ideales comunes. Son individua­
listas los miembros de las sociedades liberales avanzadas, porque se
14 Paradojas del individualismo

muestran insolidarios, insensibles hacia las desigualdades, sin interés


alguno por los asuntos públicos. Su egoísmo, su escasa ciudadanía,
su descuido del medio ambiente, su voluntaria ignorancia de la justi­
cia social se ponen de manifiesto ante cualquier propósito que exija
una preocupación comunitaria. No sólo son individualistas los me­
ros ciudadanos que van por libre: también el político lo es en la me­
dida en que su oficio ha dejado de ser un claro servicio público para
ser un servicio a los intereses de un partido o de una clase profesio­
nalizada. Y son individualistas sociedades enteras, precisamente las
más desarrolladas, que son, a su vez, las más indiferentes a las mise­
rias de los que viven peor: los países ricos ignoran a los pobres, quie­
nes tienen asegurado su bienestar se despreocupan fácilmente del
bienestar de los demás. No es tanto el individuo encerrado en sí y
autocomplaciente lo que preocupa, como los individualismos colec­
tivistas y tribales cuyo única expectativa es la perpetuación del gru­
po. Sea como sea, la mónada leibniziana, que no tiene ventanas para
asomarse al exterior, es el modelo que se adapta mejor a nuestros es­
cenarios.
El panorama es más bien desmoralizador y triste. La humanidad,
desde la perspectiva individualista, parece empeñada en su extinción
como tal, tan escasas son las manifestaciones de auténtica humani­
dad y dignidad. Existen, sin duda, mujeres y hombres que cumplen
satisfactoriamente el papel que les ha tocado vivir, no son malas per­
sonas, pero rara vez —quizá sólo ante situaciones límite, como la
muerte— hacen el esfuerzo de distanciarse de su escenario específico
y juzgarse en el seno de una circunstancia un poco más amplia. Más
allá del círculo familiar o profesional, más allá del círculo de amigos
y de los círculos lúdicos o culturales, hay otras realidades que debe­
rían, por lo menos, excitar la curiosidad de cualquier ser humano.
Un mundo tan comunicado como el nuestro debería tener intereses
más dispersos. Individualismo significa atomización, encierro en lo
privado y desafecto hacia lo público. Con lo cual, la democracia se
ve amenazada en sus mismos cimientos. No ignoramos que todo esto
es así, pero nos faltan ideas y, sin duda, voluntad para corregir esos
datos. En cuanto a los filósofos, mientras unos propugnan la vuelta
Ambivalencias del individualismo 15

a formas de vida comunitarias no del todo claras, ideales que preten­


den recuperar algo tan lejano a nosotros como la comunidad política
griega, otros siguen construyendo grandes teorías éticas como si nada
hubiera dejado de funcionar y hablar de la justicia sirviera para algo.
Existe un horizonte ético construido sobre la base de grandes ideas
de valor universal, pero el lenguaje que lo describe es confuso. La falsa
precisión de los conceptos valorativos encubre una realidad llena de
contradicciones. Así, el discurso ético es rechazado a menudo como
un discurso hipócrita, tejido con palabras cuyo sentido teórico queda
muy lejos del significado real. Pensemos en la expresión «democra­
cia liberal», atribuida a la mayoría de nuestros sistemas políticos. Nin­
guno de ambos términos es rechazable por sí mismo. Pero, de hecho,
la unión de «democracia» y «liberal» resulta contradictoria. Porque
«liberal» no ha venido a significar la defensa o la puesta en práctica
de los valores liberales —de las libertades individuales ratificadas por
las declaraciones de derechos o las constituciones—, sino que los va­
lores liberales han degenerado en «liberalismo». Y el liberalismo, fun­
damentalmente el económico —que es el que finalmente nos sirve de
modelo—, decimos que es «salvaje»: no le preocupa que unos sean
realmente más libres que otros, parece no darse cuenta de que el uso
de la libertad no puede ser el mismo para todos los individuos mien­
tras se den desigualdades radicales entre ellos. El mercado en sí tam­
poco es malo: simplemente, no distribuye bien, con justicia, los bienes
que produce. La defensa teórica de los valores liberales se asentaba,
precisamente, en la igualdad, esa «igualdad de todos los hombres»
predicada como ley natural y que, bien entendida y realizada, sería
la única base sólida de la democracia. ¿Qué significa, si no, la sobe­
ranía del pueblo? ¿Qué hay que entender por «representación demo­
crática» —algo mucho menos ambicioso que la «soberanía del pue­
blo»-—, si no asumimos que el sufragio universal debe realizarse en
condiciones de igualdad? ¿Existe realmente la igualdad política en
los países democráticos? ¿No hay, pues, marginados? Y si los hay
—gitanos, inmigrantes, parados, pensionistas, drogadictos, minusvá­
lidos—, ¿puede decirse que éstos votan, cuando lo hacen, en igual­
dad de condiciones que los seres «normales»? La expresión «demo-
16 Paradojas del individualismo

erada liberal» entraña una contradicción: mientras la igualdad sea


tan insuficiente no podrá hablarse de libertad generalizada.
Por supuesto, decimos, esta democracia contradictoria es preferi­
ble a la pura dictadura. Ya sabemos, además, que la democracia no
es perfecta, que es una utopía a la que, en el mejor de los casos, sólo
iremos acercándonos. Pero el acercamiento supone la conciencia de
los obstáculos que tiene la democracia para realizarse, la conciencia
de las contradicciones entre el discurso teórico y el práctico, la con­
ciencia de esa doble moral que chirría por su hipocresía. A cada paso
tropezamos con contrastes mal resueltos. Para que nuestros ideales
fueran más creíbles, todo debería ser de otra manera: la política, el
trabajo, los medios de comunicación, los nacionalismos, la cultura.
Los referentes reales de cada una de estas palabras no suelen dar la
talla que el concepto presagia. ¿A eso que hacen los políticos lo lla­
mamos política?, ¿realmente el trabajo nos humaniza?, ¿los medios
de comunicación han de servir para lo que están sirviendo?, ¿qué es
la cultura?, ¿hay que celebrar los nacionalismos?, ¿la racionalidad eco­
nómica nos permite ser razonablemente humanos? No es que con­
trastemos la realidad actual con otra realidad pretérita mejor. La rea­
lidad siempre fue insatisfactoria. Es el lenguaje el que nos engaña y
nos remite a armonías imposibles o alimenta esperanzas infundadas.
Son las palabras las que nos confunden, o es que la sociedad es real­
mente dual: lo que vale y es aceptable en unos casos, no lo es en otros.
No hay significados universales.
Empecemos por la política. Nadie cree en ella, salvo quienes la
hacen. Los políticos son los primeros en lamentar el descrédito en que
se encuentran. Descrédito inaceptable, nos aseguran, si reconoce­
mos, como debe ser, que es imposible prescindir de sus servicios. Ne­
cesitamos, desde luego, que lo público se organice y se administre,
que alguien gestione lo que debería ser de todos, que los bienes sean
protegidos y distribuidos de acuerdo con criterios justos y raciona­
les. Ocurre, sin embargo, que los desacuerdos son inmensos. Empe­
zamos por no estar de acuerdo sobre cuál debe ser el ámbito de la
política, qué es lo que debe ser administrado públicamente, hasta dónde
es lícita la injerencia del estado, qué debe ser considerado como cosa
Ambivalencias del individualismo 17

de todos, res publica: cuáles son los conflictos más urgentes, cuáles los
intereses generalizables, qué problemas debemos considerar como co­
munes. Como la acción política no puede esperar y las incertidumbres
constituyen un impedimento serio para la toma de decisiones, la políti­
ca ha hecho de la eficacia su primer objetivo y se ha privatizado, se ha
convertido en el asunto de unos pocos. Es natural que así sea en una
democracia donde los políticos tienen que ganarse a sus electores de­
mostrándoles que hacen cosas. La participación ciudadana sólo es
imprescindible porque hay que cumplir con el requisito formal del
voto y elegir a los gobernantes. En lo restante, la participación no hace
sino demorar las decisiones y restarles operatividad y eficiencia. Es
dudoso que contribuya al funcionamiento efectivo de la democracia.
La actividad que ocupa más tiempo y un tiempo más intenso en
la vida de un individuo es el trabajo profesional. El derecho al traba­
jo es uno de los derechos fundamentales. Sin trabajo ningún indivi­
duo puede aspirar a ser nadie; sin trabajo no hay reconocimiento so­
cial, el cual es, a su vez, la base del autorrespeto, uno de los bienes
básicos de la persona. El panorama perceptible en las sociedades de­
sarrolladas, sin embargo, contrasta sorprendentemente con las usua­
les declaraciones de principio. De un lado se encuentran los seres aven­
tajados, los que gozan de un trabajo digno y bien remunerado,
individuos hiperactivos que viven para su profesión, exclusivamente
dedicados a ella. De otro lado, los precarios, los parados, los subem­
pleados o los desposeídos de todo. ¿Qué significa, entonces, el dere­
cho de todos al trabajo? ¿Y quién es el culpable de su casi nulo signi­
ficado? ¿Las llamadas nuevas tecnologías? ¿Unos cambios demasiado
rápidos? ¿Una inexistente política distributiva? ¿No estaremos dán­
dole al trabajo un valor que no le corresponde? ¿Estamos aprovechan­
do bien la innovación técnica? ¿Valoramos en lo que vale el tiempo
de ocio? Son preguntas sin respuesta, porque rara vez se plantean en
serio, es decir, con el ánimo y la voluntad de actuar en consecuencia.
No sólo la política, también el trabajo se mantiene privatizado —in­
dividualizado— hasta el punto de que son los grupos, las corpora­
ciones profesionales, los que actúan a modo de mafias y deciden de
acuerdo con su conveniencia y a espaldas del interés común.
18 Paradojas del individualismo

El nacionalismo se está convirtiendo en el escenario más peculiar


de este fin de siglo. Tampoco es un fenómeno libre de contradiccio­
nes. La tendencia al separatismo, a la descentralización, corre parale­
la a otra tendencia a todas luces contraria: el superestatalismo, la in­
tegración de las naciones en entidades mayores, la idea de Europa.
Quizá sean dos fenómenos compatibles, como no cesan de repetir sus
promotores; en cualquier caso, uno y otro fenómeno son ambivalen­
tes y suscitan interpretaciones opuestas. ¿No es una regresión social,
un despilfarro de medios, la recuperación de etnias prácticamente
olvidadas? ¿Tienen alguna explicación comprensible los cruentos en­
frentamientos que algunos nacionalismos provocan? ¿Por qué esta nue­
va voluntad de comprensión hacia ciertos nacionalismos actuales no
se manifestó nunca con ocasión de los movimientos de liberación na­
cionales del Tercer Mundo? Todos los nacionalismos comparten una
nostalgia por la comunidad y una fe en una base comúnmente senti­
da y vivida muy poco clara. En cuanto al movimiento contrario, de
integración supranacional, no es inmune a perplejidades parecidas.
Ahí, la decidida y unánime voluntad de unos gobiernos no es secun­
dada más que a duras penas por ciudadanos que no entienden, que
recelan, que desconfían, que no les importa. Si los nacionalismos son
apelaciones al sentimiento, a las integraciones supranacionales les falta
el soporte del fervor visceral. Por un lado, pues, el sentimiento aparece
endeble y poco fiable como fundamento de una política o una ética
universalizable; por otro, es indudable que donde no hay sentimiento
la persuasión se hace difícil: Europa no entusiasma; nadie entiende
qué puede querer decir ser europeo.
Nuestra civilización se ha edificado sobre las facilidades de la co­
municación, las cuales son aún una sorpresa para muchos de noso­
tros. No hay fronteras: todo se sabe, aunque muy insuficientemente,
y todo puede ser visto en directo; los viajes han dejado de ser aventu­
ras extraordinarias para formar parte de lo habitual; hemos tenido
que acostumbrarnos al uso y manejo de los ordenadores, los faxes
y los vídeos. Sin embargo, añoramos la vida en común que ya no existe.
Los medios de comunicación, por extraño que parezca, no nos co­
munican, más bien contribuyen a aislarnos en nuestro propio mun­
Ambivalencias del individualismo 19

do. Nada ha hecho que el individuo se sienta más comprendido, más


atendido, más acompañado. La sociedad de la comunicación no es
más solidaria ni más afectiva. No ha sabido poner los medios y el
progreso técnico al servicio de la democracia y del entendimiento mu­
tuo. Mucho menos, al servicio del ser humano. La técnica vale por
sí misma y sólo se rinde ante el poder económico.
Los descubrimientos y los grandes viajes con que despunta la mo­
dernidad introdujeron el relativismo en el pensamiento. El individuo
dejó de tener un fin prefijado: fue concebido como un ser libre para
forjar y elegir su propia vida. Nació la idea de tolerancia junto a la
convicción de que nuestro mundo es plural y diverso. Desde entonces
sabemos que universalidad e individualismo tienen que ser compati­
bles. No sólo es aceptable la proyección en formas de vida diferentes,
sino que la diferencia es buena en sí misma, nos enriquece a todos.
Este es, sin embargo, un punto de vista que sólo estamos dispuestos
a defender en teoría y siempre y cuando no nos exija demasiados sa­
crificios. Hoy, en el mundo desarrollado, allí donde lo diferente po­
dría tener más oportunidades de expresión, las diferencias, vengan
de donde vengan, se disuelven rápidamente en el crisol de americani­
zación irreversible que engulle a todas las culturas. El mundo entero
es Disneylandia. Lejos de propiciar iniciativas, el liberalismo econó­
mico homogeneíza las culturas. La moda es cómoda, decía Ferrater
Mora, «ahorra pensar». Por eso, quizá, en los escasos momentos de
lucidez, nos resistimos a seguirla sin más y emitimos ciertas señales
de oposición a la mimesis generalizada, a la uniformidad del prét á
porter, al simplismo de lo cuantificable y reducible a números. Em­
pezamos a exigir más calidad. La calidad de un pasado que empieza
a parecer más confortable: con la vuelta a lo regional, a lo salido de
la tierra, a lo casero, a lo no adulterado. O la calidad de un presente
y un futuro menos serviles a los adelantos técnicos. La calidad, por
otra parte, que nos hará más competitivos cuando ya casi nada pue­
de ser inventado, pero todo es muy mejorable.
El mercado no ayuda. La inercia del mercado es el obstáculo más
claro para el desarrollo de eso que ha venido en llamarse libertad po­
sitiva. ¿Realmente somos autónomos, nos autogobernamos? Por su­
20 Paradojas del individualismo

puesto que la libertad no es un absoluto, que nuestras circunstancias


determinan muchas de nuestras preferencias y elecciones. Nunca se
elige desde la nada. Pero, aun así, elegir es una obligación, una «con­
dena», dijo el trágico Sartre. Y pocas veces se ve de esta manera, por­
que al mercado sólo le interesan elecciones muy determinadas. Lo malo
es que ese modelo, que sólo debiera valer para el consumo, vale ya
para todo, porque todo, incluso los bienes más espirituales, dejan de
ser apetecibles si no se muestran como bienes de consumo.
En suma, un montón de paradojas y ambivalencias que reflejan
las dos caras del individualismo: la afirmación de un individuo autó­
nomo e independiente que quiere ser expresión de la humanidad más
auténtica, y la afirmación de un individuo que se deja moldear por
las fuerzas, intereses o grupos más dominantes. Este último indivi­
duo tiene sus raíces teóricas en la hipótesis moderna, que culmina con
la Ilustración, de un individuo central y prepotente, sujeto del saber
verdadero y legislador de la conducta justa. Un individuo que sólo
entiende su aceptación de las normas sociales mediante la ficción teó­
rica de un «contrato social». Las teorías del contrato son, en efecto,
la única explicación posible de unas sociedades formadas por indivi­
duos aislados e iguales, sin intereses comunes, sin voluntad política
previa, sociables a su pesar, libres pero obligados a usar su autono­
mía a favor del desarrollo de la esencial dignidad humana. Los de­
seos, las pasiones, las singularidades, el egoísmo, que, en realidad,
definen a los individuos, valen poco, son impedimentos que deben
ser vencidos para lograr la armonía del todo y de todos. Para ello,
basta con que cada uno obedezca a la razón universal inscrita en el
propio ser. La moral es autónoma: la ley moral no depende de la reli­
gión, ni de la ley positiva, ni, mucho menos, de las costumbres. De­
pende, sin embargo, de la razón, ese enigma al que hemos querido
convertir en garantía de la unanimidad en materia de moral.
Todo es pura abstracción. Una abstracción que la filosofía ha con­
seguido corregir poco a poco: sin renegar del individuo como princi­
pio y razón del conocimiento teórico y práctico, la filosofía ya no lo
concibe como ese ser superdotado que tendría en sí mismo la clave
y el poder para transformarse y transformar el universo, si no le fa-
Ambivalencias del individualismo 21

liara la voluntad. El individuo es hoy, básicamente, un ser que habla,


tan ambivalente en sus manifestaciones como en su forma de expre­
sarlas. El lenguaje lo mediatiza todo: el conocimiento y la relación
con el mundo, el conocimiento y la relación con el otro, el autocono-
cimiento y la relación con uno mismo. La conciencia de nuestra reali­
dad lingüística ha acabado con el solipsismo —individualismo— me­
todológico que vertebró toda la filosofía moderna, desde Hobbes hasta
Hegel. Nietzsche, Freud, Marx, Wittgenstein, Heidegger, Sartre, Fou-
cault han puesto en cuestión, cada uno desde su especial perspectiva,
la validez teórica de la conciencia o del individuo como punto de par­
tida absoluto, hasta el extremo de proclamar sucesivas defunciones
del sujeto. La única objetividad reconocida hoy es la intersubjetivi-
dad. La verdad sólo reside en el acuerdo. Y dependemos absoluta­
mente del lenguaje: un lenguaje heredado de otros, sustrato de otras
culturas y otros tiempos. El individuo no ignora sus limitaciones, sabe
que su razón no es monológica, sino dialógica, que él solo no llegará
a ninguna parte. Todo eso lo han asumido las ciencias y lo ha asumi­
do la filosofía, pero parece ignorarlo una práctica obtusa y servidora
de otros dioses, que sigue manteniendo entronizado al individuo so­
berano y posesivo. Lo muestran los ejemplos recién mentados como
paradojas y contradicciones de nuestro tiempo. A la política demo­
crática le faltan la interacción y la participación que la definen; el tra­
bajo tiene como protagonista al homo economicus y el tiempo libre
no es emancipador; la comunicación es unilateral; las diferencias su­
cumben a la uniformización de las modas; las sociedades se cierran
para preservar lo propio y las propuestas de integración son acogidas
con desconfianza; el individuo se siente más seguro y cómodo en la
piel de burgués que en la de ciudadano. Las tendencias a la comuna-
lidad, a la cooperación, a la asociación con otros son igualmente egoís­
tas e interesadas: la tribu, el clan, la etnia, la empresa, el partido, el
sindicato, nada escapa —más bien, todo fomenta— al corporatismo.1
En teoría, tenemos todos los ingredientes necesarios para recono­

1. Para el uso de «corporatismo» y «corporativismo», véase Salvador Giner y Manuel Pé­


rez Yruela, eds., El corporatismo en España, Ariel, Barcelona, 1988, pp. 23-27.
22 Paradojas del individualismo

cer e ir corrigiendo el individualismo, para darnos cuenta del error


que encierra lo que he llamado «el prejuicio egoísta» instaurado por
la modernidad. Lo tenemos porque la filosofía sabe que la razón no la
tiene nadie ni la conducta racional está previamente determinada. Sin
solidaridad, no ya sólo moral, sino también científica, no avanzamos
ni es posible hacer real ningún propósito. En la práctica, sin embar­
go, seguimos actuando con prepotencia, como ignorantes de nues­
tras limitaciones. Han triunfado los valores liberales convenientes a
la economía de mercado. Hacemos proclamas de antimodernidad, pero
el derecho de propiedad sigue siendo la pieza fundamental del credo
liberal, tan intocable y prioritario como lo fuera para los liberales del
siglo XVII.
Sin embargo, no debe satisfacernos del todo el credo individualis­
ta cuando lo criticamos. Sólo la ceguera intelectual o el cinismo po­
drían hacer derivar los valores individualistas realmente existentes del
tronco de los derechos fundamentales. Es otra ideología en la que no
tenemos más remedio que confiar, la ideología del mercado, la que
ha convertido los valores individuales en un individualismo estrecho
y perverso. Hay que decirlo: la ética tiene que ser individualista, tiene
que preservar al individuo, pero esa preservación es, a la vez, un de­
recho y una exigencia: derecho del individuo a determinar lo que quiere
y debe ser, y exigencia al individuo de la responsabilidad ante los de­
más como ser humano. Sólo así, con esas exigencias, puede construirse
una ética, como propone Fernando Savater, sobre la base del «amor
propio».2 Sólo desde la responsabilidad de lo humano vale enarbo­
lar el principio moral de la «disidencia» que propone Javier Muguer-
za.3 Hay que dar la talla de lo humano, pero sabiendo, al mismo
tiempo, que no hay una sola forma de mostrarse humano, que la hu­
manidad «se dice de muchas maneras». Así, no pueden convencer­
nos los ideales comunitarios, que reniegan de los principios universa­
les para dispersarlos en un relativismo total y sin remedio. Si la

2. Fernando Savater, Ética como amor propio, Mondadori, Madrid, 1988, y Ética para
Amador, Ariel, Barcelona, 1991.
3. Javier Muguerza, Desde la perplejidad, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1990.
Ambivalencias del individualismo 23

comunidad es la única razón de la ética y su única medida, el indivi­


duo desaparece y se disuelve en lo colectivo. Es dudoso que la ética
se salve con ese modelo. Hay una noción moderna a la que ya no es
lícito renunciar: es la de autonomía. El sujeto ético ha de defender
su autonomía a cualquier precio, pues si renuncia a ella deserta tam­
bién de su responsabilidad moral. Es posible que si el individuo se
encuentra tan limitado y necesitado del otro, si hoy sabemos que el
individuo es una realidad relativizada por los otros e inevitablemente
relacionada con los otros, no podamos concebir la autonomía como
la concibió Kant. Pero debemos mantener a toda costa una gran ver­
dad kantiana: la ética no puede ser totalmente heterónoma. El sujeto
moral ha de aceptar voluntariamente la ley moral.
Las ambivalencias del individualismo actual confluyen en una sola:
el individuo deja de serlo cuando abdica de su autonomía. Ser indi­
vidualista, en el sentido que damos normalmente a este término, pensar
sólo en la propia supervivencia y en la del grupo a que uno pertenece,
ser egoísta, no es ser autónomo. El profesional que se deja absorber
por el trabajo porque sólo anhela dinero y éxito, el político que sólo
busca ganar las elecciones, el burgués que responde a todos los este­
reotipos de su condición, el nacionalista que se cierra al reconocimiento
de otras diferencias, no viven de acuerdo con normas libremente acep­
tadas: se adaptan ciegamente a las normas establecidas, para lo cual
tienen que evitar a toda costa la permeabilidad de otros comporta­
mientos y estilos de vida. El sujeto de la ética no son los colectivos
sino los individuos: son ellos y no los grupos los finalmente respon­
sables del bien y del mal que haya en el mundo. Una moral que se
fundamenta sólo en el consenso comunitario es una moral tan hete­
rónoma como la que descansa en el código religioso. No es la tribu
la base de una posible moral pública, sino la aceptación por parte
de cada individuo de su condición de ciudadano.
El esfuerzo que hay que hacer es el de darle a la autonomía el sen­
tido que puede tener hoy, desde una antropología que no es la del
siglo xvm ni la del siglo v a.C. Hoy ningún filósofo mínimamente
lúcido diría que la ley moral está inscrita en la razón o en el corazón
de cada uno, sino más bien que está inscrita en la tradición, en la his­
24 Paradojas del individualismo

toria, o en el lenguaje. Lo que no equivale a decir que en ética todo


vale o todo es relativo. No todo son desacuerdos en ética: hay unos
valores básicos, recogidos por las declaraciones de derechos huma­
nos, valores que son universales sólo porque son abstractos. O porque
son formales y carecen de contenidos muy precisos. La autonomía
pasa por aceptar el formalismo moral y consiste, exactamente, en la
voluntad de mantenerlo. Tratar de ser autónomo, desde tal perspecti­
va, no es rechazar el marco de valores absolutos: la igualdad, la liber­
tad, la solidaridad, la paz. Es aceptar esos valores —fuera de los cua­
les yo no sabría decir qué es la ética— y proponerse seriamente
realizarlos. ¿Cómo? Intentando ver, en la medida de las posibilida­
des y responsabilidades de cada uno, cómo hay que actuar, aquí y
ahora, para contribuir a que el mundo en que vivimos sea más hu­
mano. Realizar la humanidad —la dignidad humana como fin— es
la meta de la autonomía moral. Sabemos que las sociedades supues­
tamente democráticas no respetan la teórica igualdad de todos sus
miembros, que sus ciudadanos no son todos igualmente libres, que
hay intolerancia e insolidaridad, que los conflictos tienden a resol­
verse violentamente y no por el diálogo. Que todo esto no contribuye
a crear humanidad ni a hacer el mundo más agradable, más vivible.
La política debería estar dirigida a urdir estrategias, a averiguar qué
hay que hacer, cómo hay que actuar para que las inhumanidades se
suavicen. Una política éticamente orientada —orientada hacia la
justicia— debería hacer eso y hacerlo con la ayuda y la colaboración
de todos los ciudadanos. Contando, especialmente, con sus discrepan­
cias, puesto que la razón absoluta no la tiene nadie. Esa es nuestra
diferencia fundamental con los modernos: la convicción de que no
hay otra forma de realizar la autonomía que escuchando a los otros,
contrastando pareceres y opiniones diversos.
La autonomía, pues, no es incompatible con el diálogo y con la
necesidad del otro. Al contrario, una autonomía sin diálogo corre el
peligro de verse «socializada», como teme Isaiah Berlín. Dos amena­
zas distintas se ciernen hoy sobre el ejercicio de la autonomía. Por
una parte, la desidia del sujeto, la incapacidad de distanciarse de las
identidades impuestas desde fuera y que reducen radicalmente la ri­
Ambivalencias del individualismo 25

queza y la apertura del ser humano. Las modas, la publicidad, la pro-


fesionalización, los credos políticos suministran esas identificaciones
que pueden llegar a anular la creatividad del individuo. El otro peli­
gro que atenta contra la autonomía es el miedo a ser autónomo. Es
fácil que el individuo se crea autónomo sin serlo porque entienda la
libertad sólo como «libertad negativa», ausencia de normas, y no como
capacidad de gobernarse a sí mismo. Pero es fácil también que el in­
dividuo tema el autogobierno y trate de eludirlo. Engañándose a sí
mismo, excusándose en las escasas constricciones que le quedan. No
son únicamente —ni, tal vez, primordialmente— las grandes decisio­
nes de la vida individual las que indican la capacidad de autonomía
del individuo, sino más bien esa voluntad de respuesta a las situacio­
nes y conflictos de cada día que acaban marcando el estilo de vida
de una persona, como un estilo propio, más allá de los códigos y de
las leyes. Nunca recordaremos suficientemente la máxima aristotéli­
ca de la prudencia: la sabiduría moral que consiste no tanto en legis­
lar como en saber aplicar la ley justamente. La aplicación de la ley
tiene siempre márgenes de interpretaciones distintas, y es en esos már­
genes donde se escribe la moral realmente vivida. No se combate el
individualismo negando el valor último de la individualidad, sino
entendiendo que nadie puede ser auténtico individuo sin contar con
el otro.
También el liberalismo económico, en el que está anclado el indi­
vidualismo no ético, exige contar con el otro. Pero sólo con aquel otro
que comparte tácticamente nuestros intereses porque compite en el
mismo juego. La ética, en cambio, le pide al individuo que se olvide
de sus intereses particulares y se preste a defender los intereses de la
humanidad. Pero debe hacerlo desde su individualidad, no delegan­
do su responsabilidad y asumiendo sin más lo que este partido, aquel
sector, esta religión, aquel colectivo decide que deben ser los intere­
ses de la humanidad.
A diferencia de la tradición protestante, que consagró a la con­
ciencia individual —abonando de esta forma, y según Max Weber,
una tierra propicia para el triunfo y desarrollo del capitalismo—, nues­
tra tradición católica nos ha acostumbrado a juzgar las ínfulas indi­
26 Paradojas del individualismo

vidualistas como algo pecaminoso. La división de la política en dere­


chas e izquierdas, y la apropiación por la derecha de la ideología liberal,
consiguió que una izquierda ya irreconocible desertara incluso de los
valores liberales más imprescindibles. Debemos al conocimiento de
todos estos errores la convicción de que ni el mercado ni el dinero
ni la competencia son, en sí mismos, rechazables, si bien no son tam­
poco la patente de corso que resuelva todos nuestros problemas y con­
flictos. Por eso, porque toleran impunemente muchas injusticias, hay
que imaginar otros procedimientos. Y es ahí donde la ética tiene al­
go que decir. Pero a condición, para ser ética, de no ignorar al indivi­
duo, el único sujeto de la ética.
A lo largo de este libro he querido poner de manifiesto los obs­
táculos que encuentra el individuo para mantenerse en una sociedad
que amenaza con disolverlo en otras instancias. Preservar a todos y
cada uno de los individuos es el fin básico de una teoría de la justi­
cia. Opuesto a esa teoría se encuentra el individualismo falaz y des­
preciable, que no favorece sino que impide la formación de una vo­
luntad propia. La falta de credibilidad de las ideas, de la democracia,
de la política, el poco entusiasmo por los asuntos públicos, la inade­
cuación del trabajo a las exigencias de una vida plena, son defectos
corregibles, a largo plazo y desde distintas posiciones. Algunas medi­
das precisan la mediación política, institucional, la intervención del
estado es indispensable a ciertos propósitos. Pero la política no pue­
de resolverlo todo ni enfrentarse solventemente a cualquier conflicto
social o colectivo. Hay que recurrir al individuo, devolverle su prota­
gonismo, pero sin perder de vista que dicha medida tiene como obje­
tivo la justicia, el protagonismo de todos los individuos, no de unos
a costa de los otros. El cómo deba instrumentalizarse todo ello no
es algo determinable ni resumible en un discurso teórico. Es el resul­
tado de una reflexión y acción conjunta de sujetos que no quieren
abdicar de su autonomía.
2

E l e g o ís m o c o m o p reju icio te ó r ic o

ómo es posible el orden social?» Tal es la pregunta que ocu­


C pa, de una u otra forma, al pensamiento político moderno.
En este capítulo quiero hacer ver cómo la necesidad de explicar el or­
den social, la formulación de esta pregunta y no de cualquier otra,
procede de una concepción esencialmente negativa de la naturaleza
humana, de un prejuicio que llamo «el prejuicio egoísta». Según tal
concepción, el hombre es un ser egoísta por constitución, que sólo
se quiere y se busca a sí mismo y rechaza naturalmente cualquier or­
den impuesto desde fuera, aunque sea para el bien de la colectividad.
Un punto de vista desde el cual el altruismo es impensable como algo
propio de la humana naturaleza. De ahí que la filosofía se proponga,
como primera medida, la de fundamentar y legitimar la sumisión al
otro, sea ese «otro» el orden, la ley, el estado, el poder, la política
o la moral. Y explicar las razones de esta sumisión contestando, con
mayor o menor acierto y convicción, a preguntas como estas: ¿por
qué el individuo egoísta ha de acabar sometiéndose a unas obligacio­
nes?, ¿por qué ha de acatar la ley?, ¿cómo explicarle que debe ser
moral?
El paradigma epistémico —el prejuicio egoísta— desde el cual el
pensamiento moderno pretende explicar la moral y la política es, qué
duda cabe, la contrapartida del llamado por Kant «giro copernica-
no», expresión con la que, como es sabido, el artífice de la Ilustra­
ción alemana designa el «giro antropológico» dado por la filosofía
moderna. A diferencia de los antiguos que esperaban que la realidad
se les mostrara tal como era, los modernos, en virtud del método ex-
28 Paradojas del individualismo

perimental, se dan cuenta de que la realidad no es vista sino por quien


la mira, y que ese mirar condiciona el modo de ver. Del mismo modo
que Copérnico invierte el modelo recibido e imagina que es el Sol
el que está inmóvil en el centro del universo y no la Tierra, así el indi­
viduo que se dispone a conocer la realidad se pregunta si ese conoci­
miento no estará determinado por su especial manera de conocer. Los
descubrimientos de Galileo o de Torricelli —explica Kant— no hacen
sino confirmar hipótesis previamente pensadas, demuestran que el éxito
de la física se debe «a la ocurrencia de buscar en la naturaleza con­
formemente a lo que la razón misma ha puesto en ella».4 Kant pone
de manifiesto una convicción que ya existía desde Bacon o Descar­
tes: la convicción de que es el sujeto el que interroga a una realidad
la cual se le muestra ya determinada por la manera de interrogar.
En la terminología kantiana: la variedad y la dispersión intuidas se
convierten en conocimiento al ser ordenadas por el aparato concep­
tual que aporta el entendimiento humano. Dicho con el lenguaje de
los ordenadores, de los que el sistema kantiano es una sabia premo­
nición: el output carecería de unidad si no hubiera un input que lo
procesara y le diera forma. La observación de la realidad —social o
natural— jamás es pura: está mediatizada por la teoría.
Lo que me importa resaltar aquí del cambio de paradigma opera­
do por la filosofía moderna es el énfasis puesto en el individuo como
punto de partida de toda explicación. Descartes es el primero que dis­
curre sobre el «método», un método que consiste en partir del sujeto
puro y duro, del sujeto desnudo de todo saber, el cual, por sí solo,
ha de llegar a los axiomas del conocimiento, las ideas claras y distin­
tas que serán la garantía de las verdades científicas. Una suerte de
introspección constituye el método del conocimiento verdadero. El
sujeto Descartes se aísla de todo, bucea insistentemente en sí mismo,
hasta dar con un axioma irrefutable: cogito, ergo sum. Con lo cual,
el propio pensamiento, el acto más subjetivo y más interior, se erige
en la base del conocimiento objetivo. ¿Cómo? Esa será la pregunta
más turbadora para la filosofía: cómo explicar que la percepción de

4. I. Kant, Crítica de la razón pura, Prólogo a la segunda edición (1787).


El egoísmo como prejuicio teórico 29

un sujeto es, a la vez, objetiva, y vale para todos los sujetos de la mis­
ma especie. La clave de la respuesta ya la dio Bacon con esa máxima
que Kant reproduce como preámbulo de su primera Crítica: De no-
bis ipsis silemus, «no hablemos de nosotros mismos». Es decir, todo
aquello que el sujeto aporta al saber no es lo singular y específico
de un solo individuo, sino lo propio de cualquier sujeto racional, del
sujeto metafísico, un ente, en realidad, inexistente puesto que está hecho
de todo lo que somos desprovistos de nuestras peculiaridades: el su­
jeto que Kant llamará «trascendental», puente entre el sujeto y el
objeto empíricos, condición de posibilidad de todo conocimiento que
pretende ser objetivo y universalmente válido. Más allá de sus dife­
rencias, todo individuo comparte unas constantes universales que lo
clasifican como ser racional o como ser humano. Esas constantes ha­
cen posible la ciencia, esto es, que una serie de axiomas o teorías des­
cubiertas por un individuo pensante y comprobadas un número fini­
to de veces funcionen y sean aceptadas como verdaderas.
Toda esta explicación tiene como trasfondo una ciencia que no
es la de hoy, sino la de Galileo y Newton. Pero eso ahora no importa.
No me importa discutir si el sistema que Kant trata de consolidar si­
gue o no siendo válido, sino dejar claro que el paradigma epistémico
de los filósofos modernos es el individualismo metodológico. La filo­
sofía tiene que fundamentar el conocimiento científico —¿cómo es po­
sible la física?, ¿cómo es posible la matemática?— y, para hacerlo, bus­
ca la explicación en el propio individuo. Ese es el giro antropológico
cuya especial virtualidad será descubrir lo universal en el singular.
Como he dicho, el giro antropológico propio de la filosofía moder­
na se traduce, en la filosofía moral, en un punto de vista o «prejuicio
egoísta», puesto que pre-juzga —en el peor sentido— la concepción
de la moral. Se trata de un prejuicio teórico que Hobbes expresa con
la máxima crudeza, pero que está más o menos presente en todos los
filósofos de la época. Al igual que Descartes se pregunta por la obje­
tividad, la verdad, de la ciencia, Hobbes trata de dar una respuesta
que explique la objetividad, la verdad, de la moral, a saber: es racio­
nal que exista un estado que obligue a todos por igual. Una cuestión
que no hubiera sido problema —como no lo fue para los griegos—
30 Paradojas del individualismo

si no se hubiera partido del supuesto egoísta: de una visión del ser


humano como un ser contrario a cualquier sujeción que no sea autoim-
puesta, y poco dado a aceptar imposiciones vinieren de donde vinie­
ren. Contra el egoísmo y como solución a los conflictos que el
egoísmo necesariamente planteará, la ética de los siglos xvi y xvn
se ve forzada a identificarse con la imparcialidad, el desinterés o el
altruismo.5 El yo moral egoísta es, efectivamente, la contrapartida del
yo epistemológico solipsista. El individualismo metodológico, apli­
cado a la moral, se traduce en el «individualismo posesivo»: el punto
de vista de un individuo que sólo quiere lo que le beneficia a él solo.
Desde tal perspectiva, la ética tendrá que ocuparse, ante todo, de
la justificación del estado y sus leyes: presentarlos como un poder le­
gítimo que sirve para contrarrestar los peligros del egoísmo. Pero, al
mismo tiempo, la ética será el freno al poder absoluto del estado y
se convertirá en la defensora de los derechos individuales. De un lado,
pues, justifica la sumisión del individuo a la ley y trata de hacer ex­
plicable y lógica esa sumisión; de otro, protege al individuo de los
abusos del poder. La ética defiende al individuo al tiempo que se pro­
pone transformar su «errado individualismo», a fin de que la paz,
la seguridad y el orden social sean posibles. Hay que decir que no
todas las teorías filosóficas son igualmente radicales en la tesis del
egoísmo individual. El ser natural de Locke, por ejemplo, es más so­
ciable, y también el de Hume. Rousseau, en cambio, verá el estado
social como la perversión de una hipotética naturaleza inocente y pia­
dosa. En cuanto a Kant, es difícil encontrar en su obra ética y políti­
ca una visión de la naturaleza humana como algo no pecaminoso y
desviado, irredimible en este mundo. Sea como sea, ahí está la socie­
dad y sus normas, frente a unos individuos rebeldes a ellas. Y esas
normas, sin duda necesarias para la supervivencia social e individual,
deben servir tanto para controlar la ambición egoísta, como para exi­
mir al individuo de controles innecesarios, limitando, de esta forma,
al poder en su irresistible tendencia a ocupar un terreno que no es
suyo. Empieza a consolidarse la ética de los derechos individuales,

5. Cf. A. Maclntyre, Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 1987, cap. 16.


El egoísmo como prejuicio teórico 31

junto a la de una soberanía legitimada por el contrato implícito de


los súbditos.
En cualquier caso, la filosofía busca una síntesis de lo diverso y
lo contrario, muy fiel a esa tendencia hacia la unidad inaugurada
e inmediatamente consagrada, en los albores del pensar filosófico,
por Parménides. Tanto si se enfrenta a problemas de conocimiento
como a los problemas de la acción moral, la filosofía ha de explicar
cómo es posible encontrar lo universal, igual y único —fundamento
de la ciencia y de la ética— en los individuos que son singulares, plu­
rales y distintos. Si, además, se parte de una antropología que consi­
dera al individuo como un ser solitario atento exclusivamente a su
propio interés, la cosa se complica. ¿Cómo convertir la voluntad egoísta
en una voluntad universal, de fines compartidos? ¿Cómo hacer com­
patible el interés propio y el interés común? Sólo parece haber una
solución: abstraer a ese individuo de sus particularidades y convertir­
lo en portavoz de la razón universal. En lo que a la ética se refiere,
cada cual deberá desprenderse de su egoísmo y de sus intereses parti­
culares para someterse a las leyes del todo que ha de gobernarle, las
cuales, por otra parte, no serán ya las de un dios impositivo y ajeno
a lo humano, sino las leyes de su propia razón. El pensamiento mo­
derno pretende ser laico y hacer descansar a la ética en su propia auto­
nomía. «Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto: el cielo
estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí», reza el memorable
texto de Kant. Ambas cosas son explicables desde el individuo: la ca­
pacidad de conocer el mundo y de actuar por respeto a la ley moral.
Al propio tiempo, los derechos inalienables de la persona proclama­
rán su igualdad fundamental con respecto a cualquier otro ser de su
mismo género. «Todos los individuos nacen libres e iguales» es el pri­
mer principio de la ley natural. En la naturaleza no hay diferencias
graves. Éstas las produce la intervención humana, la .cultura, si bien
habrá que confiar en esa misma cultura para devolver las cosas a su
sitio y dotar a cada uno de la igualdad que le corresponde.
Que todos los hombres nacen libres e iguales es un inútil despro­
pósito mantenido desde hace siglos como principio indestructible pese
a que la experiencia se encarga de falsearlo inexorablemente. Es, en
32 Paradojas del individualismo

realidad, un axioma derivado asimismo del prejuicio egoísta, o de la


abstracción según la cual el individuo y la sociedad son realidades
separadas y antagónicas. Privado del contexto social, el individuo se
encuentra desnudo de sus diferencias, igual a cualquier otro en todo
aquello que le constituye por esencia. Así, la mayoría de las teorías
éticas de la época se ven obligadas a imaginar un ficticio «contrato
social». Un contrato —imaginario, nunca real— como hipótesis ex­
plicativa de la sumisión del individuo al estado. En el estado de natu­
raleza, pre-social, el individuo es amoral, no necesita normas. Lo cual
no quiere decir sino que la moralidad —como el orden social— no
es algo connatural al ser humano. La moral no es innata, sino adqui­
rida por la fuerza de los hechos, por la socialización inevitable. Sólo
la existencia del derecho consolida y da firmeza a una vaga pero ne­
cesaria tendencia hacia la organización y la convivencia. En cualquier
caso, está claro que el individuo, abandonado a sus incivilizados y
naturales impulsos, difícilmente logrará que la razón gobierne al mun­
do, que la exigencia organizativa y ordenadora no se materialice en
la dominación y el sometimiento. Deberá acostumbrarse a vivir de
otra forma, contra su propia individualidad, pero lo hará libremente,
en virtud de un pacto que su razón suscribe. Incluso Hume, que no
comparte la hipótesis del contrato como explicación teórica de la moral,
ni el supuesto de que el individuo es naturalmente egoísta, echará en
falta algo que regule los sentimientos más espontáneos y naturales,
y ese algo será, para él, la «virtud artificial» de la justicia.
La justicia o el orden social tienen su explicación lógica en que
el individuo, finalmente, ha de reconocer la utilidad y conveniencia
de la cooperación. Aunque de hecho no hay contrato que legitime el
poder del estado, ese poder es inevitable, y el individuo que piensa
y razona lo sabe. Que la moral no sea natural no significa, pues, que
sea irracional. El estado de naturaleza, sea bueno o malo en sí, es
un estado que no puede perpetuarse porque tiende al desvío y al des­
orden: cada individuo tiende al desvío y al desorden, porque es esen­
cialmente ambicioso y pretende apropiarse de lo que no es suyo. El
orden social, por su parte, es otro mal, puesto que restringe la liber­
tad, pero un mal menor imprescindible: dado que el individuo no puede
El egoísmo como prejuicio teórico 33

sobrevivir solo, ha de acabar convirtiéndose a la sociabilidad y do­


blegando sus impulsos hacia una convivencia nada fácil. Lo cual sig­
nifica, inevitablemente, represión y autodominio. La voluntad en es­
tado bruto —en estado natural— habrá de ir siendo domada por los
imperativos morales de la «voluntad buena» que no es sino la volun­
tad de adecuarse a lo que es conveniente para la voluntad racional
o la unión armónica de todas las voluntades.
Lina rápida comparación de la concepción moderna del individuo
egoísta por naturaleza con la concepción aristotélica ayudará a com­
prender el significado y alcance del giro realizado. También Aristóte­
les pensaba que el individuo no nacía virtuoso: debía llegar a serlo.
Pero esa especie de segunda naturaleza que era la virtud estaba po­
tencialmente inscrita en la propia naturaleza de cada hombre ya que
éste era, de entrada, un «animal político». La ética en Aristóteles está
desvinculada del peso de la ley: la virtud no es un imperativo categó­
rico, sino el camino que configura el telos, el fin de la vida humana.
De esta forma, a Aristóteles le preocupa poco el problema de la fun-
damentación de la moral, y no se encuentra tampoco ante la contra­
dicción, ahora inevitable, entre libertad y ley. La ética, en los griegos, es
una cuestión de hábitos, de costumbre, de formación del carácter. No
tiene que ver con el simple acatamiento de esta o aquella norma. Es
una empresa mucho más larga, de toda una vida, impensable como
el juicio laudatorio o condenatorio de un solo acto. Y es posible pen­
sar así la ética porque lo que sea el buen carácter está previamente
claro o definido. La genial idea de Pico della Mirándola según la cual
el ser humano puede llegar a serlo todo —esa idea clave del humanis­
mo renacentista— no cabe en la mente estrecha de Aristóteles, para
quien la excelencia de la persona tiene un carácter más instrumental
y se materializa en el buen ciudadano, el buen servidor de la polis.
El descubrimiento de un individuo capaz de hacerse a sí mismo, al
margen de fines prefijados, ha supuesto un largo esfuerzo del pensa­
miento por liberarse, primero, de la identificación exclusiva del indi­
viduo con la política, y segundo, de la religiosa filiación divina. Ese
individuo pluridimensional, sujeto de derechos, que emerge con la
modernidad, sin embargo, tiene que reconocer y aceptar otra cons-
34 Paradojas del individualismo

tricción, la de vivir en sociedad y sujeto a un poder que, al tiempo


que lo somete, dice proteger sus derechos básicos. El individuo apa­
rece como un nudo de contradicciones, un ser escindido entre su amor
de sí y su subordinación a los otros, entre lo que él quisiera ser y lo
que le dicen que debe ser. Lo que la razón le presenta como bueno
no suele coincidir con lo deseado: la felicidad y el deber se vuelven
irreconciliables.
De esta forma, la filosofía moderna da pasos de gigante a favor
de la separación radical entre el ser y el deber ser. La ética está en
el deber ser, pensable pero no real, una manera de ser que no sólo
no coincide con lo que es, sino que ni siquiera es deducible de ello.
Incluso llega a tener poco que ver con el «arte de lo posible» que fue,
para los griegos, la política. El deber ser absoluto queda tan lejos de
la mera humanidad que será irrealizable en este mundo. Los huma­
nos, como humanos, con todas sus escisiones y egoísmos, se mues­
tran incapaces de llegar a la perfección, aunque —y ahí está la mayor
contradicción e incluso el error— son muy capaces de conocerla a
través de la razón pura, esa razón que supuestamente todos compar­
ten, pero que, en realidad, nunca se hace visible, puesto que sucumbe
a la presión de los deseos y de lo irracional.
Por ese camino, el peligro de convertir al estado en el depositario
de la razón es casi inevitable. No estamos aún en Hegel, que lo pro­
clamará sin escrúpulos ni vergüenza. No hay todavía un reconocimiento
explícito de que lo real es ya lo racional, pero sí una aceptación abs­
tracta y una igualmente abstracta legitimación del estado y sus insti­
tuciones. Son necesarios, luego son racionales. Legitimación si cabe
más explícita en el caso de los filósofos prehegelianos —Spinoza,
Rousseau—, para quienes la realidad del estado es como un «mien­
tras tanto», una fase transitoria aceptable mientras los hombres no
lleguen a ser plenamente racionales. La salvación está en la política
aunque, de hecho, esa política no lleve trazas de seguir un sendero
muy recto hacia la meta más adecuada. Kant, que lo tiene todo pre­
visto, explica la paradoja: «objetivamente» —en el ámbito del nou-
menon— ética y política coinciden, aunque «subjetivamente» siem­
pre habrá conflicto entre ambas, es decir, los sujetos individuales nunca
El egoísmo como prejuicio teórico 35

llegarán a descubrir esa política ideal que no se contradice con la ética.


La naturaleza egoísta y asocial del individuo convierte a la ley moral
en un artificio. Vivir para los demás, y no para uno mismo, signifi­
ca, en Rousseau, aprender a fingir, consagrar la apariencia y el en­
gaño en las relaciones humanas. Hobbes considera que el bien y el
mal no existen en el estado de naturaleza: son ficciones derivadas de
la existencia de la ley. Y la identificación del individuo con la ley es,
en principio, impensable, ya que, por definición, la ley la han hecho
otros, es externa al individuo. La filosofía moral se encuentra ante el
mismo problema en que está encallada la teoría del conocimiento: ex­
plicar cómo la universalidad de la ley —en este caso, la ley moral— pue­
de surgir de la conciencia individual que no sólo es, por naturaleza,
libre de hacer lo que desee y de preferir según sus apetencias, sino que
debe seguir siendo libre si hay que imputarle responsabilidades morales.
La libertad se conjuga mal con el orden, la ley o lo universal. Pero
la ética exige ambas cosas: libertad individual y universalidad del pre­
cepto. Rousseau corta por lo sano y propone decididamente que nos
olvidemos del yo, que anulemos al individuo, aunque sea por un tiempo
—lo mismo que había dicho Spinoza en la parte IV de su Ética—.
Ya sabemos y hemos aceptado que si el salvaje podía vivir ensimis­
mado, el ciudadano ha de vivir para los demás. Kant no acepta una
solución tan totalitaria, pues entiende que la autonomía individual
ha de quedar a salvo si queremos seguir hablando de moral. Si el su­
jeto humano tiene una irreprimible tendencia a servir a sus propios
deseos, también tiene una voluntad capaz de autolegislarse. En efec­
to, la voluntad racional tiene la capacidad de ser autónoma, de dic­
tarse sus propias leyes y de fijar, al mismo tiempo, los criterios para
que esa ley no nazca desviada. En su propia individualidad, cada uno
dispone de lo suficiente para contribuir a la armonía universal que
necesitamos y debemos desear. El problema de que eso que existe po­
tencialmente no se haga realidad radica en que los intereses empíri­
cos son muchos y son parciales —egoístas—, y casi nunca coinciden
con el interés moral. «Una voluntad que es ella misma legisladora su­
prema, no puede ... depender de interés alguno, pues tal voluntad de­
pendiente necesitaría ella misma otra ley que limitase el interés y su
36 Paradojas del individualismo

egoísmo a la condición de valer como ley universal.»6 Si la voluntad


que ha de legislar no ha de depender de interés alguno, es eviden­
te que esa voluntad no puede ser de nadie en concreto. Rousseau ha­
bía ideado lo de la voluntad general: una voluntad ideal que no era
ni la suma de todas las voluntades ni una voluntad privilegiada. Kant
es aún más abstracto, menos preciso, y entiende que haya una volun­
tad supremamente legisladora que es, sin embargo, la de cada uno,
pero que no la ejemplifica nadie porque nadie es tan perfecto como
para personalizar a la voluntad santa. ¡Extraña entelequia, pues, la
de la voluntad buena que, supuestamente, está presente en todos, pero
que nadie exhibe en toda su pureza y santidad!
Teóricamente, el ente supremo que está por encima de individuos
e intereses parciales debería ser el estado. Pero no un estado manipu­
lado por un gobierno, por un partido, o por unos poderosos, tengan
éstos el nombre que tengan: un estado que tuviera como criterio y
referencia la idea reguladora del contrato, es decir, un estado que le­
gislara como si sus leyes procedieran de la voluntad legisladora de un
pueblo entero. Al estado, o a quienes lo administran, se les pide que
hagan lo que ya se sabe que los individuos, uno por uno, no van a
hacer: el esfuerzo de la imparcialidad, de actuar y decidir en nombre
de un supuesto interés común. Pero ese estado, al fin y al cabo com­
puesto por seres humanos, tampoco escapa al egoísmo constitutivo
y, así, la parcialidad resulta siempre vencedora. Kant le pide al estado
que actúe como si fuera la voluntad legisladora del todo. Y le pide
al individuo que se autolegisle como si su voluntad fuera la voluntad
universal, que no acepte como moralmente válida ninguna norma que
no pueda, al mismo tiempo, aceptar como universalmente válida. No
importa que, materialmente, ese punto de vista universal o imparcial
sea imposible. La moral lo exige y debe ser así. Retrocedamos: a un
individuo egoísta y asocial, a un estado no menos autointeresado —ya
que está formado de los mismos individuos egoístas—, se les pide que,
sin más esfuerzo que su facultad de pensar racionalmente, se vuelvan
altruistas, dejen de contemplarse a sí mismos para contemplar lo uni­

6. Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, cap. 2.


El egoísmo como prejuicio teórico 37

versal y ponerlo en práctica. Ya sería mucho pedirle al individuo que


no fuera egoísta, pero el imperativo no acaba aquí: además, debe ac­
tuar altruistamente, olvidarse de sus intereses, deseos, afecciones, y
pensar sólo en lo que la razón admitiría como universal.
No todos los filósofos modernos son tan exigentes con el sujeto
moral como lo es el pietista Kant. Hume, por ejemplo, le da más opor­
tunidades al sentimiento, reconociendo incluso que son los sentimien­
tos, y no la razón, los que proporcionan explicaciones más idóneas
de nuestras convicciones morales. No sería irracional preferir la des­
trucción del mundo a herirme en un dedo. No sería irracional prefe­
rir la injusticia que me favorece a la justicia que me perjudica. ¿Cómo
se explican ciertos preceptos o ciertas denuncias de situaciones que,
en el fondo, ni nos van ni nos vienen? ¿Sólo porque nos convence
la razón de que debe ser así? ¿Sólo porque reconocemos su utilidad
social? ¿No será que hay ya en nosotros algo de benevolencia, de sim­
patía con el placer y el dolor ajenos porque, en definitiva, no somos
tan insensibles a la común humanidad? Pero estas serían, a fin de cuen­
tas, explicaciones sentimentales, y las explicaciones sentimentales de­
bilitan una teoría moral que pretende establecer principios absolutos
y no dejarle márgenes al error. Para ello, no tiene más remedio que
abstraer y partir de la caricatura, del estereotipo, tanto del ser huma­
no como de su razón: aquél es egoísta e interesado; ésta es desintere­
sada, imparcial, universal.
Individuo egoísta y razón altruista acabarán cuadrando porque
los principios que los unen son principios formales, no prescriben nada
en concreto. Que la humanidad es un fin en sí, la dignidad absoluta
de cada ser humano, es un principio indiscutible, precisamente por­
que es formal; en realidad, no prescribe cómo hay que tratar a la hu­
manidad ni cómo se hace más explícita su dignidad. No hay nada que
reprocharle a tal formalismo. Lo bueno hubiera sido que la ética se
quedara en él y no intentara llevar más lejos la pretensión de encon­
trar lo universal, lo racional, ya, aquí y ahora, en cada individuo o
en el estado, como solución irrefutable a cada situación conflictiva.
La pretensión está fundamentada —lo repito— en la idea de un indi­
viduo que lo contiene todo: la maldad de su ser particular y la apti­
38 Paradojas del individualismo

tud para corregirla integrándose en lo universal, el egoísmo y la ca­


pacidad de pactar con los otros. Si no sigue la ley moral es,
sencillamente, porque no quiere, le falta voluntad para hacerlo. La
política podrá salvarlo si, igualmente, es capaz de encarnar la volun­
tad que legisla no según sus propios intereses, sino según intereses uni­
versales. No hay concesiones ni términos medios: una decisión, la so­
lución de un conflicto, una ley, deben estar o no estar de acuerdo con
la ley racional y universalizable. El «sí, pero no», el «depende» no
caben en una ética que es, esencialmente, deontológica, ética del de­
ber, una ética que juzga y se cree en posesión del conocimiento nece­
sario para distinguir, en cada caso, el bien del mal.
Afortunadamente, la filosofía ha ido perdiendo la prepotencia que
tuvo, esa prepotencia que la llevó a lo más paradójico: fundar la ver­
dad en la duda, en la fragilidad del individuo solitario. Si dudo, pien­
so, luego, existo. Hoy la duda es pura incerteza, inseguridad, ambi­
valencia. Quizá la concepción original de la persona —esa idea de
naturaleza, al parecer ineludible para hacer buena filosofía— no haya
variado mucho. Rawls, por ejemplo, postula también hoy una idea
«natural» de persona, según la cual ésta es originariamente racional
y razonable: egoísta, pero capaz de adquirir un sentido de la justi­
cia, capaz de cooperar con los otros o con la sociedad. Algo no muy
alejado de la «sociabilidad insociable» de Kant. Y es que si la ética
pretende definir previamente a la persona, sólo podrá hacerlo enten­
diéndola como un haz de contradicciones: egoísta pero capaz de al­
truismo, racional pero razonable. Son abstracciones que no se traslu­
cen luego en los conflictos reales. Éstos no son tan dicotómicos, no
es fácil distinguir en ellos el puro egoísmo de la voluntad del bien.
En la práctica, todo aparece más ambiguo y mezclado, porque, en
realidad, ni el individuo es tan egoísta ni su razón es capaz de cono­
cer el bien absoluto. Lo cual nos indica que el juicio ético es algo más
complicado que la aplicación sistemática de un imperativo categóri­
co que sentencia a la acción como buena o mala. La ética no es ni
será nunca una empresa acabada mientras sus sujetos sean seres hu­
manos. En los juicios éticos nada queda definitivamente «visto para
sentencia», ni las sentencias son inapelables. Debe haber opiniones,
El egoísmo como prejuicio teórico 39

por supuesto, es un deber que las haya, y es un deber defenderlas con


las armas de la ética, que son las del diálogo. Siempre, sin embargo,
desde el supuesto de que la verdad es una categoría raramente predi­
cable del juicio ético.
Los juicios éticos sólo son verdaderos a nivel formal. Los impera­
tivos kantianos son claramente verdaderos. «Trata a la humanidad siem­
pre como un fin y nunca únicamente como un medio» será siempre,
universalmente, un principio válido, el criterio de moralidad más
absoluto. Lo cual no significa que la realidad se gobierne por tal prin­
cipio. Y no lo hace, tanto por razones de debilidad humana, como
porque el modo en que deba entenderse la defensa de la igual digni­
dad de todos los humanos no está determinado a priori ni lo conoce­
mos de una vez por todas. ¿Cuándo empezó la humanidad a darse
cuenta de que la esclavitud, la desigualdad de la mujer, la discri­
minación de los pobres, eran incompatibles con el principio de la igual
dignidad? E incluso ahora que hemos caído en la cuenta de agravios
antes insospechados, ¿podemos decir que sabemos qué significa exac­
tamente no discriminar a la mujer, o no discriminar a los extranje­
ros? ¿Sabemos cómo hay que actuar para no violar tales principios?
Es obvio que estamos lejos de saberlo. Es una dificultad teórica y prác­
tica: nos resistimos, porque nos cuesta, a hacer lo que debemos ha­
cer, pero, a la vez, es complicado ver con claridad qué es lo que debe­
mos hacer. Es mucho más fácil la ética negativa que se limita a criticar
y denunciar lo que está mal.
Los vicios del individualismo consisten, precisamente y como se
irá viendo, en la incapacidad de reconocer las limitaciones del indivi­
duo concreto en el conocimiento teórico y práctico. Pocos filósofos
lo han dicho tan claramente como Stuart Mili. Él supo poner de re­
lieve la dificultad de la libertad. Sin caer en el desaliento sartriano
de considerar a la libertad como una condena o una pasión inútil,
Mili entiende que el individuo libre es aquel que sabe preservar su
individualidad de todo lo que amenaza con borrarla. Lo difícil es ser
libre, hacer uso de esa facultad de escoger y preferir cuando, por otra
parte, no se poseen la verdad ni el saber totales. El individualismo
que postuló al individuo como crisol de absolutos, el mal egoísta o
40 Paradojas del individualismo

el bien universal, tuvo que acabar legitimando lo dado para mante­


ner la esperanza en la posibilidad del bien. No supo contentarse con
un formalismo abierto a interpretaciones plurales. Después de Kant
tuvo que venir Hegel, quien ataca el formalismo ético por el procedi­
miento de reducirlo a la política más real. Hegel quiso demostrar que
el universal era concreto, que el concepto podía manifestarse en su
totalidad. Y eso es lo que no es cierto. La belleza —lo dijo Platón—
quizá sea sólo una muchacha bella. Pero esa muchacha bella no es
toda la belleza. Habrá otra y otra y otra muchachas que serán también
la belleza sin que el conjunto agote la idea de belleza. Con los con­
ceptos estéticos y éticos, con los valores, ocurre que son inagotables.
Nunca llegaremos a definir ni a identificar a la buena persona o a
la sociedad justa, aunque sí podemos reconocer buenas personas, y
sociedades o políticas más justas que otras. El formalismo es el gran
hallazgo del pensamiento moral moderno, porque es la condición de
la libertad individual: la libertad para interpretar, para descubrir nuevos
significados de lo universal.
La filosofía contemporánea es muy consciente de que somos len­
guaje y que, por lo tanto, como señaló sin ambigüedades Wittgenstein,
vivimos sujetos a reglas. Esas reglas tienen dos niveles: las constitutivas
de lo que somos y podemos llegar a ser y las que convencionalmente
pactamos sobre la marcha. Las primeras son reglas con mayúscula,
absolutas: el lenguaje que nos constituye y del que no podemos sepa­
rarnos. Las otras son reglas menores, variables, que estructuran este
o aquel lenguaje. Lo mismo ocurre con la ética. Hay normas absolu­
tas porque no todo es permisible ni tolerable. Hay que ser justo, de­
fender la libertad y la igualdad, querer la paz y no la guerra, hay que
ser solidario con el desposeído. Sin embargo, esos conceptos norma­
tivos de una realidad que se esfuerza en no representarlos carecen,
por ello mismo, de una ejemplificación homogénea o perfectamente
previsible. Lo universal no está ya plenamente configurado en el con­
cepto o el pensamiento, como las leyes científicas no están predichas
en las categorías del pensamiento, ni las variedades del lenguaje es­
tán prefiguradas en las ideas innatas chomskianas. El mismo lengua­
je es una muestra de la posibilidad y la dificultad de aprehender una
El egoísmo como prejuicio teórico 41

realidad que es de todos. De la misma forma que ese lenguaje común,


como tal lenguaje, puede dar infinitas variantes y siempre insuficien­
tes para decirlo todo, así también nuestra humanidad común puede
expresarse de muchas maneras. Y la ética no aspira a otra cosa que
a poner de manifiesto, cada vez más y mejor, esa común y diversa
humanidad. Una empresa que no puede llevar a cabo la razón indivi­
dual, sino una razón colectiva, no ya previamente descifrada sino pro­
ducida por el diálogo, cultivada en el uso del lenguaje. El individuo
solitario, como origen del conocimiento o del juicio moral, es una
ficción. En todo caso, el individuo será una meta a lograr: la meta
de llegar a ser uno mismo y no prostituirse, la meta de procurar que a
ningún individuo le sea negada la posibilidad de llegar a ser lo que
quiera ser. Ese es el principio fundamental de la ética que, con todo
derecho, puede ser llamada individualista: la ética que no parte del
individuo conocedor del bien y del mal, sino de un individuo im­
perfecto y limitado, que necesita a los otros, pero que debe defen­
der su individualidad. Cómo conseguir esa meta, sin embargo, es al­
go incierto que sólo se irá aclarando con la cooperación de todos
y con el diálogo. La humanidad que todos compartimos, y que pue­
de y debe decirse de muchas maneras, sólo es descubrible comunita­
riamente.
Partir, como lo hace la filosofía moderna, de una visión del indi­
viduo como escindido entre su propio ser individual y lo universal
lleva directamente a abogar por la represión de la individualidad y
el triunfo de la razón universal, se encuentre ésta donde se encuentre,
pues alguien tiene que encargarse de hablar en su nombre. El indivi­
duo solitario y egoísta es una abstracción explicable por la experien­
cia directa de que la síntesis de individuo y sociedad es difícil. Pero
es difícil no porque el individuo sea esencialmente asocial o insocia­
ble, sino porque los individuos están sometidos a pasiones e intereses
diversos, proceden de etnias distintas, tienen historias y tradiciones
plurales. Los modos y maneras de conseguir el orden y la justicia
sociales, sin ahogar las diferencias, no están previamente definidos
—como lo estaban, en cambio, en la República platónica y suelen es­
tarlo en las utopías o en los totalitarismos.
42 Paradojas del individualismo

El saber de unos principios básicos no es sabiduría práctica. Ésta


—ya lo dijo Aristóteles— se adquiere con la experiencia y con los años,
a fuerza de ensayar y equivocarse, a fuerza de confrontar opiniones
diferentes. La filosofía no debe olvidar que logos —eso que nos dis­
tingue de la naturaleza puramente animal— significa diálogo, que lo
racional es el encuentro pacífico y constructivo de lo diverso. Sólo
del diálogo irá saliendo lo universal. En consecuencia, la única uni­
versalidad aceptable es la que resulta de la puesta en común de pun­
tos de vista distintos. El pluralismo es un bien, lo único que puede
hacer progresar el conocimiento ético en este mundo sin dios, donde
nadie es omnisciente. Por otro lado, poco defenderá su individuali­
dad quien se identifique ya con lo universal, pues el universal concre­
to —la nación, la justicia, la sabiduría— será siempre la creación de
un poder totalitario dispuesto a uniformar lo diverso y a ahogar toda
individualidad que no sea la propia.
3

L a a u to n o m ía p le n a

a descalificación del individualismo, habitual desde los medios


L que se autoconsideran más progresistas, no debiera olvidar que
el individualismo es también una consecuencia de las reivindicacio­
nes de la modernidad auspiciadas por el giro antropológico que co­
loca al individuo en el centro del saber. He explicado en el capítulo
anterior cómo ese giro tiene un carácter epistemológico que prejuzga
el poder del individuo para alcanzar verdades universales por sí solo,
sean éstas de carácter científico o de carácter moral. Tal posibilidad
se funda en la falsa hipótesis de que el individuo está suficientemente
equipado, o preparado, para dominar la realidad cognoscitivamen­
te y dominarse a sí mismo moralmente. El egoísmo radical que le ca­
racteriza puede ser vencido por los ideales altruistas que es capaz de
producir si quiere ser bueno, y que garantizan la convivencia y el or­
den social. Si luego los buenos propósitos dejan de cumplirse, habrá
que achacar el fracaso a la debilidad de la voluntad individual, y no
a la capacidad del entendimiento para conocer el bien. Hoy sabemos,
gracias a la conciencia de nuestra realidad lingüística, que sólo desde
el lenguaje, esto es, desde la comunicación, somos capaces de avan­
zar en el conocimiento ético y aun científico. Este avance, sin embar­
go, no está exento de criterios, y son los mismos que designó para
la ética la filosofía moderna junto con la afirmación del valor funda­
mental del individuo. La libertad de todos los hombres y una igual­
dad básica que dé validez a esa libertad siguen siendo los dos grandes
ideales que vertebran una ética de derechos. Ambos están por con­
quistar en gran medida, y la reflexión teórica sobre lo que deben sig-
44 Paradojas del individualismo

nificar no se halla libre de contradicciones y problemas sin resolver,


dado que la mayor parte de los conflictos éticos se reduce al inagotable
conflicto entre la igualdad y la libertad. No parece que sea posible que
una gane terreno sin que lo pierda la otra. Me propongo ahora ahon­
dar en algunas de estas contradicciones, fundamentales para otorgarle
al individuo el valor que merece, tomando como punto de partida el
concepto de autonomía moral: esa especial condición del ser racio­
nal de darse a sí mismo normas de conducta, pero normas morales,
lo que, en la acepción kantiana, significa normas universales. Así en­
tendida, la idea de autonomía es una síntesis de los dos valores éticos
recién mencionados: la libertad y la igualdad, en la medida en que
la libertad —buena, moral— se entiende no como la libertad para ac­
tuar de cualquier manera, sino para hacer lo que se debe, esto es, lo
que todos deberían hacer. Puesto que el «prejuicio egoísta» sigue siendo
un prejuicio del sentido común aún hoy, no es fácil aceptar que uno
es libre no para hacer lo que quiere sino lo que debe. Esto es, sin em­
bargo, lo que postula el principio ético de la autonomía de la persona.
El punto de vista individualista y, a la postre, egoísta, analizado
en el capítulo anterior, concibe a las personas como libres e iguales.
Por naturaleza —se nos dice— todos somos iguales puesto que la na­
turaleza no establece diferencias; y somos también libres, gozamos
de toda la libertad no limitada por las leyes de la naturaleza. En el
estado social —no natural, civilizado—, por el contrario, la desigual­
dad y la falta de libertad son un hecho, pero es ahí donde ambos ideales
han de ser reconquistados. No devolviendo al individuo a la libertad
e igualdad naturales, sino viendo cómo son compaginables ambos de­
rechos en el seno de una vida en sociedad. La verdad ética indiscuti­
ble es que los individuos pueden y deben ser libres porque pueden
y deben ser, en algún sentido fundamental, iguales. Son las dos con­
diciones de la persona moral, garantizadas por el hipotético contrato
social, que no sólo protege la libertad del ciudadano, sino también
su propiedad. El derecho de propiedad es básico porque es la base
material de la igualdad. Una base que, huelga advertirlo, no todos
comparten. Aunque se diga, pues, que todos los individuos nacen li­
bres e iguales, la libertad y la igualdad lo son sólo de derecho. De
La autonomía plena 45

hecho, son libres e iguales únicamente los propietarios. Así, en prin­


cipio, erigir la propiedad a la categoría de derecho universal es, como
mínimo, sospechoso: lo que hace el derecho es simplemente legitimar
la situación de los propietarios. No obstante, esa sospecha se ve pa­
liada si entendemos que la proclamación del derecho de propiedad
significa también —por lo menos, en Locke— el reconocimiento de
una condición en ausencia de la cual no se puede predicar consen­
tido la libertad. Todos y cada uno de los individuos deberían ser
propietarios —iguales en ese derecho— para poder ser realmente
libres. Propietarios de su propio cuerpo y del fruto de su trabajo,
esto es, deberían tener la capacidad de disponer libremente de ambas
cosas.
¿Cómo hacer de ese individuo libre y, además, propietario, un in­
dividuo moral, preocupado no sólo de sí mismo, sino de los demás?
Las respuestas, en el pensamiento moderno, son variadas. Hobbes,
por ejemplo, piensa que el mismo egoísmo es la base de la racionalidad
y aun de la moralidad del individuo: éste persigue su interés propio,
pero basta que reflexione un poco, que haga uso de la razón, para
que se dé cuenta de que no puede sobrevivir en solitario. Necesita al
estado que le proteja, necesita leyes y obligaciones. Voluntariamente,
pues, el individuo egoísta abraza la ley moral o la obligación política.
Kant no se aleja demasiado de ese razonamiento. La voluntad, en prin­
cipio, no es buena, pero puede llegar a serlo. El individuo es capaz
de decidir por sí solo en qué consiste su dignidad como persona.
Es capaz de hacerlo porque, aunque esclavo de su propia sensibili­
dad, tiene también una razón. Y, puesto que la razón es una, la deci­
sión racional de un individuo —si es una decisión verdaderamente ra­
cional— ha de valer al mismo tiempo para todos. El individualismo
moderno no corre el peligro del pluralismo ni del relativismo. Es po­
sible que del individuo salga un imperativo categórico que diga que
es moral aquella acción que pasa la prueba de la universalidad, aque­
lla acción, dicho de otra forma, cuya conversión en norma universal
no sería irracional, sino que podría ser aceptada por todo ser racio­
nal. Y esa prueba de la universalidad puede hacerla cada uno en soli­
tario, desde su razón, porque la razón no es de nadie en particular,
46 Paradojas del individualismo

es universal, y llega siempre a las mismas soluciones sea quien sea


su portador.
La explicación de que la razón es «una» y no múltiple —tantas
razones como individuos— radica en que no es una categoría empíri­
ca, sino trascendental. Así, puede prescribirnos lo que debemos ser
sin que medie un modelo a imitar. La prescripción es casi tautológi­
ca: lo que hay que ser es buena persona, esto es, hay que proponerse
hacer el bien por encima de lo que los sentimientos o los deseos par­
ticulares prefieran. Y ese propósito de bondad tiene un solo criterio
o, si se quiere, un límite: la dignidad de todas y cada una de las perso­
nas. Que la persona es un fin en sí misma y no sólo un medio para
los demás es, desde Kant, el imperativo categórico indiscutible y uni­
versal. Bien es cierto que cuando Kant quiere hilar más fino y más
concreto y precisar cuáles son los deberes éticos del sujeto para con­
sigo mismo y para los demás —como hace en la Metafísica de las
costumbres— no recurre sólo a esa razón que, aun sabiéndolo todo,
no sabe de normas y deberes específicos, sino que recurre, más bien,
a la noción de persona propia de la moral cristiana: es un crimen qui­
tarse la vida, son vicios la lujuria, la gula, la mentira, la avaricia, la
falsa humildad.
Mayormente, pues, la filosofía moderna practica el individualis­
mo metodológico, pero no le cuesta deducir del individuo la moral
universal. No es contradictorio que la autolatría egoísta tenga conse­
cuencias morales. El individuo, por naturaleza, sólo se busca a sí mis­
mo. Pero tiene razón, la cual le obliga a tener en cuenta la realidad
del otro, aunque sólo sea para defenderse de él y de su ambición de
poder que amenaza a la propia. En la filosofía moderna, el paso del
egoísmo a la moralidad es explicable: la razón actúa de puente. O bien
el mismo egoísmo autoconvence de la necesidad de la ley, o bien uno
acaba viendo que la ley está inscrita en la propia razón y es ineludi­
ble. Parecida es la explicación de la filosofía contemporánea. Rawls
atribuye a la persona moral, pese a su egoísmo constitutivo, un cierto
sentido del deber y de la justicia: «cada cual es capaz de entender
la concepción pública de la justicia y colaborar con ella». Lo razona­
ble puede dominar a lo racional, aun cuando todo viene a demostrar
La autonomía plena 47

que lo real es la racionalidad egoísta, mientras la razonabilidad es sólo


una hipótesis posible y pocas veces verificable. Como mucho, el indi­
viduo llega a sentir su impotencia y debilidad ante unos ideales de
justicia que acepta como tales, pero que descuida luego llevado por mó­
viles más inmediatos y poderosos. En la práctica, todo indica que los se­
res humanos no pueden ser abandonados a su autonomía porque, de
hecho, no la ejercen racionalmente aunque se lo propongan. Simple­
mente, no hacen lo que deben. Pese a lo cual la teoría sigue defen­
diendo la autonomía como la condición indispensable de la vida moral.
Ser autónomo es ser libre, en un sentido positivo y no meramente
negativo. Recordemos la pionera distinción elaborada por Isaiah Berlin
en «Dos conceptos de libertad». Según Berlin, hay dos formas de en­
tender la libertad: negativa y positiva. En sentido negativo, la liber­
tad consiste en la facultad de no estar determinado por leyes físicas
o coaccionado por leyes jurídicas o normas de otro tipo. La libertad
negativa consiste en el espacio de acción que dejan las leyes. En cam­
bio, la libertad en sentido positivo consiste en la capacidad del indi­
viduo de autogobernarse. La libertad positiva es, propiamente, la auto­
nomía del individuo. Tiene que ver no sólo con sus posibilidades de
actuar, sino con el modelo de vida que adopte. Ahora bien, ese mo­
delo de vida, ¿debe ajustarse a algún criterio que marque el buen uso
de la autonomía? A juzgar por los filósofos, de Kant a Rawls, así es.
La autonomía es la idea de libertad contenida en la tercera fórmula
del imperativo kantiano: «la idea de la voluntad de todo ser racional
como voluntad legisladora universal». Esa libertad debería ser, valga
la redundancia, verdaderamente libre; pero, al mismo tiempo, debe­
ría producir leyes umversalmente válidas. Sólo así, sólo desde la creen­
cia de que la autonomía humana no es nefasta para la misma huma­
nidad, sino que, al contrario, produce seres mejores y sociedades más
vivibles, es posible defenderla como presupuesto y fin de la ética. Sin
embargo, la realidad no confirma tal aserto: la libertad no suele usarse
sólo para bien, mucho menos para el bien de todos. Entre otras co­
sas, porque identificamos sólo vagamente ese bien de todos. Y, ade­
más, porque pensamos que ese bien, en realidad, no nos concierne.
Es por eso que aparecen ideologías presuntamente salvadoras con la
48 Paradojas del individualismo

voluntad de remediar la escisión entre el individuo y la sociedad, que


consideran patológica, y conseguir una sociedad armónica donde cada
individuo, sin mediaciones religiosas o políticas, sin mediaciones ex­
trañas a sí mismo, se sienta identificado con el todo y quiera lo que
la totalidad quiere.
El temor a esa desvirtuación de la libertad positiva hace que Isaiah
Berlin no muestre por ella ningún entusiasmo. La historia le enseña
que la libertad positiva ha tendido siempre a verse «socializada», a
través de credos nacionalistas, comunistas, fundamentalistas o, sen­
cillamente, autoritarios. La raíz del problema —explica— se encuen­
tra en los filósofos racionalistas y en su idea de razón universal, se­
gún la cual mi voluntad racional tiene que ser igual a la de todos.
De esta forma, la libertad positiva se entiende como la coincidencia
con la ley, puesto que leyes tiene que haber si es nuestro deber ser
racionales. Encontramos, así, afirmaciones sorprendentes para el sen­
tido común y su idea de lo que sea la libertad, como la afirmación
de Locke según la cual «donde no hay ley no hay libertad», o la de
Montesquieu cuando dice que la libertad política consiste en «el po­
der de hacer lo que deberíamos querer». O la idea misma de Kant
de la voluntad libre como «voluntad legisladora universal». Un con­
cepto de libertad que no comparten filósofos más realistas, como Ben-
tham, quien no duda en afirmar que no sólo la libertad no coincide
con la ley, sino que «toda ley es una infracción de la libertad». Pero
en el pensamiento moríil no ha prevalecido la opinión de Bentham,
sino la otra, la única fiel a la idea de que el uso de la libertad no debe
contradecir al uso de la razón. Y como la contradicción ha de evitar­
se a toda costa, no es extraño llegar a propuestas como la de Comte
cuando dice: «Si no permitimos la libertad de pensamiento en la Quí­
mica o en la Biología, ¿por qué habríamos de hacerlo en la Moral
o en la Política?».
Volviendo a Berlin, esa idea de razón universal que amenaza se­
riamente la integridad de la libertad positiva se descompone en tres
premisas, todas ellas falsas:
1. El fin verdadero de todo hombre es dirigirse a sí mismo racio­
nalmente.
La autonomía plena 49

2. Los fines de todos los seres racionales tienen que encajar en


una ley universal armónica.
3. Todos los conflictos se deben al choque de la razón con lo irra­
cional.
De acuerdo con tales premisas, la libertad sería, ciertamente, un
valor, pero un valor que hay que utilizar para llegar al reino de la iden­
tidad y la armonía en lo racional. De lo contrario, parece ilógico
defender la autonomía individual. Si esa autonomía no ha de redun­
dar en el bien de todos los hombres y toda la sociedad, ¿a dónde
conduce?
La pregunta es: ¿por qué lo racional tiene que ser lo armónico,
la identidad de cada uno con el resto de la humanidad? Berlín no cree
en la armonía, ni cree que sea bueno esperarla. Sostiene, por el con­
trario, que las necesidades humanas son muy diversas, y que la auto-
rrealización perfecta —el equilibrio total— es impensable. No todos
los ideales —la justicia, la felicidad, el progreso, la eficacia, el poder—
son compatibles o armónicos. No todas las cosas buenas son recon­
ciliables entre sí. El conflicto permanecerá siempre, siempre habrá que
elegir y sacrificar valores. Siempre habrá que elegir con limitaciones.
Esa misma incompatibilidad exige que haya limitaciones a la libertad.
El problema es que no sabemos cuáles han de ser esas limitaciones:
¿cuáles son los valores que deberían anteponerse al uso indiscriminado
de la libertad individual?, ¿quién debe determinar esos valores?, ¿quién
debe decidir, y por qué, cuál es el bien de la sociedad y que la perse­
cución de ese bien ha de hacerse, si no hay más remedio, a costa de
esta o aquella libertad individual?, ¿es la seguridad tan prioritaria como
para justificar una represiva «ley de seguridad ciudadana»?, ¿tan prós­
pera y conveniente para todos es la economía capitalista que la liber­
tad de mercado ha de darse sin limitaciones, como están defendiendo
a viento y marea los políticos liberales?, ¿hasta dónde es permisible,
y en qué casos, la intervención estatal?, ¿y la intervención de organis­
mos internacionales en la defensa de valores supuestamente univer­
sales? En definitiva, el conflicto de valores siempre acaba siendo un
conficto entre las libertades individuales y las ideas que deberían dar
contenido a la igualdad: conflicto, pues, entre la libertad y el conte­
50 Paradojas del individualismo

nido de la no discriminación, o el contenido que debe tener la lucha


contra la delincuencia o la lucha contra la pobreza. Cualquiera de esas
determinaciones, a veces nada condenables, significa, sin embargo,
un recorte de las libertades.
Berlin no resuelve el problema ni pretende hacerlo. Cuando en­
tran en conflicto la libertad negativa y un valor irrenunciable, como
es la justicia, ¿qué hay que escoger? Para Berlin no hay una respues­
ta general. Más bien parece que delega la respuesta al científico de
turno más cercano al problema:

En cuanto a la cuestión de cuáles son en realidad los valores que


consideramos universales y «básicos» —presupuestos por las ideas mis­
mas de moralidad y humanidad en cuanto tales—, a mí me parece que
es una cuestión de tipo casi empírico; es decir, que para responderla
hemos de ir a los historiadores, antropólogos, filósofos de la cultura,
científicos de la sociedad de varios tipos y estudiosos en general, que
son los que investigan las ideas fundamentales y las formas esencia­
les de conducta de sociedades enteras, reveladas en monumentos, for­
mas de vida y actividades sociales, así como también en expresiones
más manifiestas que sus creencias, tales como las leyes, la fe, la Filo­
sofía y la Literatura.7

Por mi parte, dudo que a los antropólogos, a los historiadores o


a los sociólogos este asunto les quite el sueño. Que cada sociedad
o cultura histórica tiene sus valores y sus costumbres es una verdad
compatible con la de que hay o debe haber unos valores éticos funda­
mentales donde no caben relativismos: la justicia debe ser intracultu-
ral, la misma, en lo esencial, para todas las sociedades. Los derechos
humanos, el respeto a las necesidades y bienes primarios, son princi­
pios que marcan los criterios de lo que debe ser respetado en cual­
quier caso y en cualquier lugar o tiempo, de lo que, a estas alturas
del siglo xx, es indiscutible y no negociable. Es cierto que la dificul­
tad está en indicar qué es «lo básico», «necesario», «primario». Pero
algo sabemos al respecto: sabemos que la educación, la salud, la cali­

7. I. Berlin, Cuatro ensayos sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1988, p. 55.


La autonomía plena 51

dad de vida, el trabajo, el respeto mutuo, la autoestima, la tolerancia


son obligaciones sociales y derechos universales, sin los cuales el ejer­
cicio de la libertad es puro mito. Sabemos, como lo sabía Aristóteles
y lo ratificó con contundencia Bertolt Brecht, que a quien no come
no se le puede exigir que sea moral. Sin embargo, Berlín insiste en
que «la libertad sigue siendo una cosa, y las condiciones de la liber­
tad, otra». Con lo cual, con ese empeño en distinguir la libertad de
lo que él mismo reconoce como sus condiciones necesarias, sólo quiere
decir que hay que andarse con cuidado cuando las reformas a favor
de una mayor igualdad de las condiciones materiales significan una
disminución de la libertad. Ante la duda, Berlín opta por resolver el
problema «con libertad»: que sea la democracia liberal la que decida.
La respuesta —o inhibición— de Berlín es una actitud extendida
en estos tiempos predominantemente liberales. Es, por ello mismo,
la respuesta que hoy no necesitamos. Pues vamos cayendo en la cuenta
de que el problema de nuestros días no son los totalitarismos, sino
los liberalismos: la tendencia a pensar que las cuestiones de justicia
social se resuelven solas, o se resuelven mejor por la iniciativa priva­
da. Ante el fracaso del «proyecto ilustrado» —el fracaso del ser hu­
mano de guiarse por la razón—, ante el fracaso del socialismo que
quiso imponer colectivamente la razón universal, triunfa el laissez-
faire liberal que carece de normas y espera que la racionalidad sin
sujeto se imponga por sí misma. Ese predominio de la libertad ciega
es alarmante y obliga a recordar una de las pocas críticas marxistas
que no deberían perecer: la crítica de las libertades formales. En la
época del capitalismo avanzado se ha hecho más y más claro que
la libertad individual no sobrevive sin la intervención del estado, que el
poder de las organizaciones corporativas, sin freno ninguno, es una
amenaza para la libertad aún mayor que la del poder político. El in­
dividualismo es negativo cuando sólo ve derechos individuales y no
ve, en cambio, los deberes y obligaciones que han de sostener a esos
derechos. O cuando entiende que esos deberes y obligaciones deben
concretarse con criterios utilitaristas. Es el criterio empírico del bie­
nestar o utilidad social —dicen— el que ha de determinar cuáles son
las obligaciones que deben limitar las libertades individuales. Maclntyre
52 Paradojas del individualismo

ha visto claramente la contradicción que encierra tal postura, lo que


le hace mostrarse pesimista ante la posibilidad actual de la virtud.
Pues es su tesis que el individualismo liberal no puede sustentar va­
lores comunes. Piensa Maclntyre que los derechos humanos y el
criterio de utilidad, principios propios del «individualismo burocrá­
tico», son incompatibles entre sí. No hay ni puede haber común uti­
lidad, porque los deseos y preferencias de la gente son dispares y no
hay modo de agregarlos en un producto útil para todos. Por ello, la
«común utilidad» significa siempre una limitación de las libertades.
Lo cual deja sin fundamento la propuesta de unos derechos huma­
nos de validez universal. Pienso que el análisis de Maclntyre es co­
rrecto, pero no lo son sus conclusiones. Que los derechos humanos
carezcan de un fundamento filosófico unánimemente aceptado fue
un obstáculo que muy prudentemente obviaron los autores de la De­
claración Universal de Derechos Humanos de 1948. ¿Qué es una fun-
damentación filosófica y quién debe reconocerla como buena? Es evi­
dente que deben existir unos derechos básicos que defiendan a la
persona y obliguen a respetarla, y deben existir nos pongamos de acuer­
do o no sobre su fundamentación religiosa, natural, histórica o ra­
cional. Si hay acuerdo respecto a los derechos o respecto a las nor­
mas, ¿qué importa el desacuerdo sobre su fundamentación?
Soy consciente de que la pregunta que acabo de formular puede
ser vista como una aberración filosófica aceptable sólo por adictos
al emotivismo. Pese a lo cual insisto en que la fundamentación no
hace ninguna falta. Los valores éticos básicos son tan obvios que per­
tenecen a la semántica de la ética misma. Por otra parte, no veo con­
tradicción en afirmar el valor en sí del individuo y su libertad simul­
táneamente al reconocimiento de unos valores compartibles por todos
los individuos. Los individuos y sus intereses son distintos entre sí,
es cierto, pero si queremos que palabras como «democracia», «so­
ciedad del bienestar» o «justicia social» signifiquen algo para noso­
tros, individuos, habrá que creer en ciertos valores, aunque ello nos
obligue a limitar algunas libertades. El derecho fundamental y prio­
ritario es, en efecto, el derecho a las libertades, lo que, en principio,
significa la casi ausencia de normas respecto a lo que los individuos
La autonomía plena 53

deben creer, pensar o decir. Pero el derecho a la libertad no es el úni­


co. Existen otros derechos humanos paralelos, como los derechos
económico-sociales, los derechos de los extranjeros, los derechos de
las minorías, los derechos ecológicos o los derechos de los pueblos.
Si esos derechos no son pura ficción, deben tener como contraparti­
da unas obligaciones —sociales, políticas e individuales— que refuer­
cen y garanticen su defensa real.8 Si para ser coherentes con la idea
teórica de la libertad habría que abogar por la ausencia de normas,
cuando se trata de defender al débil o al desprotegido las normas son
imprescindibles, porque ni las desigualdades se corrijen solas ni es
justo que venza siempre el más fuerte o que sufra siempre el más débil.
Hoy abundan los filósofos y políticos liberales temerosos de que
los límites a la libertad acaben totalmente con ella. La idea de auto-
realización, implícita en la libertad positiva, es vista por ellos —como
lo fue por el pensamiento romántico— como una brumosa y amena­
zante entelequia. Piensan que la libertad positiva debería consistir en
la identificación de uno mismo con sus propios deseos o fines. Pero
¿no es también un engaño eso de los deseos y fines propios!, ¿pode­
mos estar seguros de que nuestros deseos o fines son realmente nues­
tros!, ¿no son casi siempre impuestos o influidos por algo o alguien
que no somos nosotros? Y, aun suponiendo que los hayamos elegido
conscientes de nuestra libertad al hacerlo, ¿es contradictorio pensar
que esos deseos o fines son susceptibles de valoración ética? Un solo
ejemplo: frente a las mujeres islámicas que comulgan con las ideas
fundamentalistas y son contrarias a los ideales occidentales de auto-
realización de la mujer, ¿hay que suspender el juicio aceptando su
concepción de la emancipación como buena y válida porque ellas así
lo creen?, ¿hay que decir que, en esto, se equivocan?, ¿hay formas
de autogobierno más racionales que otras?, ¿puede decirse que se auto-
realiza o autogobierna quien opta voluntariamente por la esclavitud?
En los varios procesos de cambio que la humanidad ha ido experi­
mentando a favor de nuevos valores, ¿se ha preservado la autonomía
de todos y cada uno de los individuos que han asumido el cambio?

8. Esta idea está desarrollada en mi libro Virtudes públicas, Espasa-Calpe, Madrid, 1990,
passim, ahora en la edición aumentada de la colección Austral.
54 Paradojas del individualismo

Al revés de lo que creía Kant al identificar voluntad autónoma con


voluntad universalmente legisladora, ahora los conceptos de razón y
autonomía se nos vuelven antagónicos. Si ha de haber un criterio uni­
versal —la razón o la ética— del uso positivo de la libertad, ¿no co­
rremos el peligro de limitar en exceso las libertades? Los filósofos
liberales no lo dudan: cualquier valoración de la autonomía o del auto­
gobierno no aceptada espontáneamente por el individuo —externa a
él, por tanto— debe ser rechazada. Los liberales aceptan sin excesi­
vos problemas que el autogobierno exija una cierta coherencia inter­
na de la persona, aceptan que es irracional, por ejemplo, fijarse fines
opuestos o incompatibles entre sí, como pueden serlo el prevenir el
infarto y no dejar de fumar y beber, pero no aceptan que el autogo­
bierno tenga nada que ver con una supuesta racionalidad de los fi­
nes. La idea kantiana de que uno no es autónomo para legislarse como
quiera, sino como deba hacerlo, la idea de que la verdadera liber­
tad no debe ser contraria a la razón, es una idea poco comprendida
en estos tiempos. El énfasis se pone en la libertad negativa, que es
la libertad que entienden los liberales. La libertad que consiste, precisa­
mente, en la no intervención de poderes o instancias ajenos a la per­
sona o al grupo. Lo otro es pura ilusión o simple engaño. El engaño
de ejercer la tiranía o el paternalismo en nombre de la libertad.
No obstante, si volvemos al ejemplo del fundamentalismo islámi­
co, la solución liberal no parece ni satisfactoria ni admisible. Pues lo
que ahí está en cuestión no son planes de vida distintos que afectan
sólo al individuo que los abraza, sino una noción de justicia que acep­
tamos como básica y se ve amenazada. La no discriminación de la
mujer es uno de los contenidos del derecho a la igualdad —universal
y básico— y no parece que esa no discriminación sea compatible con
ciertas concepciones abonadas por el islamismo. Tolerarlas, entonces,
significa asumir una noción de justicia incompatible con la que no­
sotros profesamos: lo que para unos es justo, para otros es injusto.
¿Es compatible con la ética un relativismo así? ¿No habrá que man­
tener, contra las opiniones liberales, que la libertad debe significar
la conformidad con normas generalmente aceptadas, normas íntima­
mente ligadas a la idea misma de ética?
La autonomía plena 55

La ausencia de justicia distributiva es un obstáculo serio para la


universalización de la libertad, y la discriminación de las personas de­
lata una falta de justicia distributiva. Se trata de defender la libertad
de todos, no de unos cuantos. Para lo cual hay que garantizar antes
las condiciones de esa libertad. Me inclino, pues, por la tesis de que
afirmar la superioridad de las libertades individuales sobre cualquier
otro valor es un engaño. ¿Para qué son libres, en estos momentos, los
ciudadanos de los empobrecidos países centroeuropeos? ¿Basta la li­
bertad política para ser de verdad libre? Si la libertad negativa es un
valor general para todo ciudadano de un estado de derecho, la liber­
tad positiva es sólo un valor para quien pueda plantearse qué hacer
con ella. Puede ocurrir —y ocurre— que alguien prefiera vivir esclavi­
zado por el mercado a conducirse autónomamente. Pero quien ni si­
quiera puede optar por vivir esclavizado por el mercado porque no
tiene posibilidades de comprar ni vender nada tampoco está en con­
diciones de ser autónomo. La autonomía es un valor universal si de ver­
dad es universal, si lo es para todos los seres humanos: si es cierto que
todos tienen la posibilidad de hacer elecciones similares, si todos tienen
la posibilidad de elegir la forma de vida que apetezcan. La autonomía,
así entendida, no es tanto el punto de partida como el punto de llegada.
No tenemos modelos de sociedad ni modelos de persona, pero sa­
bemos que hay unos bienes colectivos que deben ser procurados y res­
petados porque son la condición de posibilidad de la verdadera hu­
manidad. ¿De qué sirve enumerarlos si no es para que actúen como
ideas reguladoras de la práctica? Podemos mantener la idea de Mili
de que el único límite a la libertad es el daño al otro, pero, en tal caso,
urge precisar qué debe entenderse por «daño». Autonomía no signi­
fica soledad. Sin llegar al extremo de los racionalistas, para quienes
el fin del ejercicio de la autonomía era la ley universal, hay que decir
que la autonomía ética se distingue de la autonomía sin más en que
aquélla tiene un telos: que todos los individuos lleguen a gozar de
la libertad positiva o lleguen a ser auténticos individuos. ¿Equivale
ese telos a lo que Berlín denuncia como «ley universal armónica»?
Creo que no, porque ese objetivo no supone ni implica la armo­
nía o la identidad total. Sólo se pretende defender aquello que, por
56 Paradojas del individualismo

ser básico, debe ser común a todos. La salud, la educación, el traba­


jo, el ocio, son bienes universales sin los cuales es difícil alcanzar o
perseguir una mínima dignidad. Lo que esa dignidad sea para cada
uno es ya una cuestión personal, algo que cada cual debe decidir ha­
ciendo uso de su autonomía. Para ello, sin embargo, hay que garanti­
zarle lo otro, aquellos bienes cuya ausencia hace imposible la digni­
dad. Seguramente, en la discusión sobre los riesgos de la libertad
positiva previstos por Berlín, convendría fijarse más en lo que signi­
fica «autogobierno». Pues no se predica el autogobierno, como un
valor en sí, de los animales, ni de los niños, ni de nadie que carezca
de criterio para autoconducirse. Se predica de los humanos. ¿Por qué
y para qué? Para que realicen su humanidad. La autonomía es, sin
duda, condición de humanidad. El ser que vive sólo bajo constric­
ciones, esclavizado, no es un ser humano. Pero tampoco puede decir­
se que sea un ser humano, que dé la talla de lo humano, quien usa
su facultad de autogobierno sólo para ejercer la violencia o para do­
minar al otro. O quienes disfrutan de la abundancia a costa de la mi­
seria de otros. Esos individuos son libres, pero lo son únicamente para
mostrar su nula humanidad.
Décía al principio que los dos grandes valores que la ética ha de­
fendido siempre son la libertad y la igualdad. O la libertad y la vida,
como prefieren algunos. El reconocimiento de la igual dignidad hu­
mana pasa por el reconocimiento de que no hay seres humanos de
diversas categorías, y por el reconocimiento de que cada cual es libre
de hacer con su vida lo que quiera siempre que no sea a costa de la
vida o de la libertad de los demás. Ahora bien, tanto la igualdad como
la libertad han sido y siguen entendiéndose de muy diversa manera.
Son dos valores, por otra parte, que no siempre resultan perfectamente
compatibles. Las políticas que usaron inadecuadamente el atributo
de «socialistas» pergeñaron una idea de igualdad tan clara que qui­
sieron realizarla a costa de suprimir cualquier forma de libertad. Las
políticas ultraliberales, en cambio, por defender las libertades indivi­
duales, olvidan que sin una mínima igualdad el derecho a la libertad
es inutilizable. Aunque las etiquetas han perdido casi todo su senti­
do, la distinción aún posible entre el liberalismo y el socialismo ten­
dría que ver con esa disparidad de criterios entre el valor de la líber-
La autonomía plena 57

tad y el valor de la igualdad. Si, para el liberalismo, la justicia consis­


te en mantener una neutralidad absoluta respecto a la corrección de
las desigualdades, el socialismo, en cambio, sostiene —vagamente, todo
hay que decirlo— la necesidad de entender la justicia como la nivela­
ción de esas desigualdades. Frente al estado mínimo, mero defensor
del individuo y sus libertades, propio del liberalismo, el estado socia­
lista quiere ser un estado de servicios, protector de los menos favore­
cidos, a sabiendas de que las medidas que ello comporte signifiquen
una cierta reducción de las libertades. Si podemos llamar «moral pú­
blica» a todo aquello que tiene que ver con la justicia, el hecho de
que la concepción de la justicia sea distinta modificará los conteni­
dos de la moral pública. Teóricamente, pues, una moral pública so­
cialista debería tener más contenido que una moral pública liberal,
ya que esta última se limitaría a asumir como única obligación insti­
tucional y política la defensa de las libertades individuales.
La diferencia en la concepción de la justicia repercute, de hecho,
en concepciones distintas de lo que debe considerarse público o pri­
vado. Para las ideologías liberales, la «moralidad pública» consiste
en el conjunto de normas y costumbres, frecuentemente procedentes
de creencias religiosas, que regulan la vida privada —familia, rela­
ciones sexuales, aborto, etc.—. Para el socialismo, la moral privada no
debe ser pública, sino privada, libre. En cambio, la moral pública
se nutre de los valores derivados de una justicia social, de un ideal de
igualdad y de no discriminación. Las ideologías liberales carecen
de estrategias de justicia; no tenerlas es, para ellas, sinónimo de li­
bertad; en cambio, tienen e imponen estrategias de felicidad. Para las
ideologías socialistas, la única felicidad regulable es la felicidad co­
lectiva que equivale a la justicia. Las estrategias de justicia son impe­
rativos políticos, deben ser aceptados por la colectividad, e impuestos,
si es necesario, mediante leyes, instituciones o presiones de algún tipo
que obliguen a pagar impuestos, que impidan agresiones a las perso­
nas o a la naturaleza, que impongan el deber del respeto mutuo.9

9. Tomo estas ideas de Ronald Dworkin, A Matter o f Principie, Clarendon Press, Oxford,
1986. En el capítulo titulado «Liberalism» hace la distinción más lúcida que conozco entre una
política liberal —en el sentido anglosajón— y una política conservadora.
58 Paradojas del individualismo

Lo que ambas posturas —liberal y socialista— muestran es que


la frontera entre lo que ha de ser considerado privado o público no
ha estado siempre en el mismo sitio ni lo está para todo el mundo
ni es inmutable. Hasta el siglo xvn, la religión fue un asunto público,
político. La mayoría de las guerras lo fueron por causas religiosas.
Sin embargo, filósofos como Locke o Voltaire empezaron a pensar
seriamente en la aberración que ello suponía. Decidieron que la reli­
gión debía ser privada y que debían permanecer separados los asun­
tos del César de los de Dios. Aparece, entonces, el deber de la tole­
rancia hacia las creencias que no coinciden con las propias. Pues si
ningún poder político es suficiente para decidir cuál es la religión más
válida, sólo la tolerancia recíproca hará posible la convivencia de puntos
de vista diversos. Y lo que vale para la religión habrá de valer tam­
bién para todos aquellos juicios morales cuya única justificación es
la doctrina religiosa que los sustenta. En cambio, las cuestiones mo­
rales que apuntan a una idea de justicia no son cuestiones privadas,
sino públicas. Así, son las teorías del contrato social, las que se pro­
ponen delimitar el territorio de lo políticamente justificable y correc­
to, las que empiezan a plantear el problema ético de la distinción en­
tre lo público y lo privado, o entre la defensa de las libertades y la
defensa de otros valores que ponen límites a las libertades. Es cierto
que hay que aceptar un pluralismo moral, pero sólo hasta cierto pun­
to. Hay derechos o valores universales, porque es un deber de justicia
convertir determinados asuntos en cuestiones de interés público. Y
del mismo modo que no es lícito querer convertir en universal lo que
puede ser privado y debe respetarse como privado, tampoco es lícita
la privatización total de la moral, la negación de una moral pública,
que viene a ser lo mismo que afirmar la falta de unos objetivos y ho­
rizontes comunes para toda la humanidad, la falta de una idea de hu­
manismo global. Lo ideal sería la ausencia de leyes y de coacciones,
pero, puesto que la debilidad humana es un hecho, hace falta una moral
que le autoexija al individuo, y nos autoexija como sociedad, el cum­
plimiento de los mínimos necesarios para que se mantengan los dere­
chos fundamentales y sea respetada la dignidad de cada ser humano.
El individualismo radical y perverso se alinea junto a la política
La autonomía plena 59

liberal que pretende relegar todas las normas al ámbito de lo privado,


esto es, de lo no regulable. Por el contrario, la autonomía moral bien
entendida, la capacidad del individuo de darse normas a sí mismo
o de dar sentido a su vida, no puede ser incompatible ni contradicto­
ria con ciertas obligaciones públicas dirigidas a conseguir una mayor
justicia y bienestar, a procurar a los individuos todo aquello que les
haga sentirse dueños de sí mismos. Sólo seremos autónomos en la
medida en que seamos humanos. Y aunque ignoramos cuáles son a
ciencia cierta las notas de la auténtica humanidad, sí sabemos que
determinados comportamientos son universalmente inhumanos. Así
pues, los únicos límites legítimos a la autonomía o a la libertad indi­
vidual son el combate contra esa inhumanidad. Permitir que la vida,
nuestra o de otros, seres humanos al fin y al cabo, siga siendo inhu­
mana, ¿no es un modo de hacer daño al otro, esa única limitación
que, según Mili, debía tener la libertad?
La autonomía o libertad positiva sólo puede ser entendida como
el imperativo de que todos los individuos lleguen a serlo, lleguen a
tener una capacidad similar de elegir y decidir. Para lo cual es preciso
otro imperativo: que el individuo no renuncie a su condición de ciu­
dadano con todo lo que ello implique. Nadie puede llegar a ser autó­
nomo más que «siendo con» otros, puesto que, como Habermas no
ha dejado de decir, la norma ética sale del diálogo. Hace falta una
moral pública, obligaciones compartidas a favor de la justicia. No
se trata de mantener la propuesta de Rousseau: que el individuo se
convierta en ciudadano, sino que el individuo, sin dejar de serlo, sea
también ciudadano. En el último capítulo vuelvo sobre esta idea.
Todo ello sin olvidar lo que, a mi juicio, es una verdad ética indis­
cutible: los fines y los medios, en ética, son complementarios y no
deben ser incompatibles.10 Los occidentales vivimos con la convic­
ción —errónea— de que el mundo civilizado es el nuestro, y que los
otros son pseudociviüzaciones que tienen mucho que aprender de nues­
tros derechos y obligaciones. Desde tal supuesto denunciamos fuñ­

ió. Defendí esta idea en Ética, retórica, política, Alianza Universidad, Madrid, 1988,
pp. 69-90.
60 Paradojas del individualismo

damentalismos, dictaduras y esclavitudes o discriminaciones que cree­


mos erradicadas de nuestro mundo. Si es cierto lo que he venido di­
ciendo de que la autonomía plena es la libertad que crea la ley, pero
una ley ajustable a unos criterios universales de justicia, ¿cuál será
la obligación de aquellos que piensan que los otros se equivocan, que
son inmorales y no están utilizando bien su autonomía?
La respuesta, creo, debe tener más en cuenta el cómo —los me­
dios— que el qué —el fin—. Es obligación de todo sujeto moral de­
fender lo que para él son los principios constitutivos de la ética y
denunciar sus violaciones. No lo es, ni es moralmente permisible, de­
nunciar el mal ajeno o imponer el bien propio de mala manera, vio­
lentamente. La defensa de los ideales éticos debe hacerse desde la hu­
mildad de quien sabe que no tiene la verdad total, que puede
equivocarse; debe hacerse, por lo demás, utilizando procedimientos
que no contradigan la moralidad de los principios mismos que se es­
tán defendiendo. No todo es tolerable, sin duda, pero sólo adquiere
valor ético lo que se acepta voluntariamente. El diálogo, la palabra,
es el único medio lícito —por ineficaz que sea— para transmitir y
persuadir de lo que juzgamos que es universalizable.
4

¿E n q u é creem os?

ivimos en un mundo descreído. Faltan valores que relacionen y


V agreguen las voluntades humanas, que nos aglutinen en torno
a ideales. Se acabaron las religiones que daban sentido o respuesta
a las preguntas más inaplazables. Se acabaron también las ideologías
políticas que alimentaban la esperanza en mundos mejores. La histo­
ria de la humanidad, por su parte, no ofrece garantías de progreso;
al contrario, más bien apoya la tesis de que el ser humano no tiene
remedio, que nada es capaz de cambiarlo: ni un Dios bondadoso o
justiciero que promete recompensar a los buenos y amenaza con cas­
tigos a los perversos, ni la esperanza de alcanzar una convivencia más
lograda en este mundo. La vida individual es demasiado corta para
apostarla a empresas de carácter total, a revoluciones que auspician
la transformación del mundo o de la humanidad. Así, cada uno aca­
ba prefiriendo vivir para sí mismo, con proyectos a corto plazo y rea­
listas, sin complicaciones de inciertas consecuencias.
El único valor que sobrevive a una visión tan catastrófica como
difícil de combatir es el individualismo. El individualismo que se ma­
nifiesta, más que en el egoísmo puro y duro, en la extensa pero mo­
nótona serie de sectarismos, tribalismos, corporativismos que no nos
permiten mirar al otro. Ese individualismo denostado y criticado por
los teóricos de ambos lados: por la derecha nostálgica de valores su­
puestamente eternos, y por la progresía desconcertada y perpleja ante
la ausencia de horizontes comunes. No les falta razón para la crítica.
Individualismo, en la acepción más simple, pero más corriente, es si­
nónimo de falta de ética. No puede ser moral quien vive ignorando
62 Paradojas del individualismo

a los demás y sólo pendiente de sus deseos, intereses y apetencias. Quien


sólo atiende a la perpetuación de su propio y exclusivo ser, quien no
se fía sino de lo conocido y aprendido y se niega a cualquier apertu­
ra. Una perspectiva tan estrecha rehúye las preguntas sin respuesta
como si fueran problemas ajenos. Somos ya incapaces de entusiasmar­
nos colectivamente, de empeñarnos en empresas futuras o de unirnos
ante el reconocimiento de unos mismos conflictos. Las persistentes
llamadas a la unidad —unidad europea, nuevo orden internácional—
pueden ser el síntoma de una dispersión y un desconcierto generali­
zados y, al mismo tiempo, insostenibles.
¿Es cierto tal diagnóstico? ¿Es cierto que el único valor que nos
queda es el del individuo, y que este es un valor más bien dudoso puesto
que redunda en el desinterés por todo lo que tiene una dimensión pú­
blica, colectiva? Una reciente encuesta sobre los valores de los catala­
nes no hace, a mi juicio, sino confirmarlo. La encuesta sitúa como
valores prioritarios a la familia y el trabajo, mientras que la religión
y la política van en último lugar. (Curiosamente, el dinero no aparece
como valor real: ni siquiera se menciona.) Que la familia y el trabajo
se antepongan a otros valores significa que lo privado le ha ganado
terreno a lo público: no hay más vínculos que los particulares, como
predica la economía. Bien es cierto que las encuestas nunca son de­
masiado explícitas ni, mucho menos, satisfactorias desde un punto
de vista teórico. Eluden las interpretaciones, nos dan el dato desnu­
do, el cual, en sí mismo, dice bien poco. No hace falta ser muy lúcido
ni muy sabio, sin embargo, para suplir la interpretación y aventurar
ideas más aclaratorias. ¿Qué es lo que hoy se valora de la familia o
del trabajo? Ningún dato parece indicar que la familia se valore por
sí misma, como «célula básica» e insustituible de la sociedad. Ni que
el valor dado al trabajo por quienes dicen que es fundamental tenga
nada que ver con conocidas tesis de procedencia marxista o calvinis­
ta. Lo que se valora de la familia es que, pese a sus crisis y variantes,
sigue ofreciendo el reducto de afecto y seguridad que todo el mundo
intermitentemente necesita. Por vulnerable que sea, el núcleo fami­
liar otorga una calidez incompatible con la competitividad del mun­
do del trabajo. Lo que no obsta para que hayamos pasado —en pala­
¿En qué creemos? 63

bras del sociólogo Lluís Flaquer—11 de la «familia-comunidad» a la


«familia-asociación», donde los miembros de la pareja se han «indi­
vidualizado», viviendo cada uno en su mundo particular, atento a su
propia autorrealización, por encima de las obligaciones que impone
la vida en común. En cuanto al trabajo mismo, está cumpliendo una
función de integración social en la medida, sobre todo, en que pro­
porciona una seguridad económica. También el trabajo es un valor
transitivo y de cambio, no vale por sí mismo sino por sus consecuen­
cias. Porque, gracias al trabajo, disfrutamos el ocio. Así interpreta­
dos, pues, ambos valores abonan la tesis a favor del individualismo
de nuestro mundo en lugar de refutarla.
Ya he puesto suficientemente de manifiesto en los capítulos ante­
riores que ese individualismo tan ultrajado no es sólo condenable, sino
que tiene aspectos claramente positivos. Basta recordar que la afir­
mación y defensa del individuo nació junto a la proclamación de las
libertades y los derechos fundamentales. Afirmar el valor del indivi­
duo por encima de todo es reconocer el imperativo kantiano de ac­
tuar de forma que la humanidad, en cada uno de sus miembros, sea
tratada siempre como un fin y nunca únicamente como un medio.
Un imperativo que de ningún modo es despreciable. Al contrario, sig­
nifica la aceptación obligada de la dignidad de la persona por enci­
ma de cualquier otra consideración. Ser humano es algo que debería
contar mucho más que ser francés, catalán, magribí o peruano, estar
enfermo o sano, ser abogado o albañil, ser hombre o mujer. Las cir­
cunstancias de cada uno —muchas de ellas, fortuitas— no deben en­
sombrecer la valía del ser propio. Este reconocimiento de la dignidad
de cada cual, independientemente de lo que sea o haga en la vida,
el reconocimiento del individuo como ser autónomo, con capacidad de
decidir y de tener las mismas oportunidades que cualquier otro, es,
sin duda, un valor irrenunciable. Lo que ocurre, sin embargo, es que
cuando el culto al individuo se vuelve excluyente de otros valores, de-1

11. «¿Hogares sin familia o familias sin hogar? Un análisis sociológico de las familias de
hecho en España», Papers. Revista de Sociología, n.° 36 (Universitat Autónoma de Barcelo­
na, 1992), pp. 57-78.
64 Paradojas del individualismo

genera en «individualismo». Individualista no es, entonces, el que de­


fiende su ser libre, sino el que no reconoce al otro ni se preocupa de que
existan otros seres con los mismos derechos que él reclama, aquel
que lucha por sus intereses sin reparar en que éstos pueden ser in­
compatibles con los intereses de otros menos privilegiados. El que no
entiende que ciertas formas de usar la libertad impiden la libertad
de otros.
El mismo equívoco a que conduce la consideración del individua­
lismo, bueno y defendible en un sentido, pero reprobable en otro, lo
encontramos al analizar el sentido de la libertad. Nadie niega que la
libertad es un valor en sí, tal vez el valor que define más propiamente
al ser humano. No obstante, esa libertad, irreprochable desde un punto
de vista teórico, empieza a despertar sospechas cuando se materializa
en un liberalismo despiadado. Ser liberal hoy es mantener un estatus
moralmente poco claro. El liberalismo es sinónimo de una defensa
de las libertades tan absoluta, que no es capaz de ver que el uso de
las libertades nunca será igualmente posible para todos los que viven
en una sociedad desigual. Una cosa es ser libre en teoría, y otra bas­
tante distinta poder usar esa libertad en la práctica.
Tal es la razón por la que pensamos que el triunfo del liberalismo
salvaje, de esa libertad total que no repara en las condiciones y posi­
bilidades reales de la libertad del otro, significa, a la larga, el fin de
todas las creencias y de todos los valores. Creer sólo en la libertad,
al precio que sea, es lo mismo que no creer en nada. Es lo mismo
que abandonarse a un sentido de la historia imprevisible, ya que cual­
quier acción voluntaria a favor de un determinado curso histórico se­
ría interpretada como una coacción incompatible con la libertad in­
dividual. Los acontecimientos históricos más recientes, y el fracaso
del comunismo como síntesis de todos ellos, corroboran el peligro de
cualquier forma de intervención que pretenda anteponerse a esa li­
bertad indiscutiblemente prioritaria.
¿Sólo nos queda, pues, la libertad, una libertad sin otro norte ni
sentido que el «haz lo que quieras»? ¿Es posible construir una ética
desde tal supuesto? ¿Deseamos un mundo que venere tal principio?
Intentemós refutar el punto de vista inicial sobre nuestro descreimiento
¿En qué creemos? 65

generalizado. Cuestionémonos la tesis extendidísima de que el libera­


lismo o el individualismo son nuestros únicos valores, que vivimos
bajo una ausencia total de directrices y de credos, salvo que éstos se
reduzcan a unas opciones individuales o corporativas que no aspiran
a ser compartidas ni a recibir el reconocimiento de grupos más am­
plios. Poner en duda tal tesis significaría adoptar otra, a saber, que
no es cierto que no creamos en nada, que existen ciertos valores aglu­
tinadores de movimientos sociales y políticos en virtud de los cua­
les, por lo menos, criticamos situaciones reales vergonzosas e incó­
modas, como son los brotes de racismo y de intolerancia, el hambre
en el Tercer Mundo o el pretexto de la guerra como vía hacia un nue­
vo orden. Una de las formas de la libertad es, como nadie ignora,
la libertad de expresión, un buen uso de la cual es la denuncia y el
disenso ante lo establecido, las costumbres, lo que hay.
Si somos capaces de criticar situaciones innobles, las situaciones
derivadas precisamente de un individualismo sin freno y mal enten­
dido, egoísta, si la llamada opinión pública reacciona contra formas
de proceder incivilizadas e inhumanas, será porque existen también
creencias o ideas contrarias a tales realidades. Porque existe, por lo
menos, la creencia de que las cosas no deberían ser como son o suce­
der como suceden. No es posible rechazar la intolerancia sino desde
el reconocimiento de la tolerancia como valor, no tiene sentido negar
la guerra sino desde el valor de la paz, ni se explica que nos oponga­
mos a la degradación del medio ambiente si no creemos que su pre­
servación es positiva. La crítica presupone valores. Y los valores que
respaldan nuestras críticas tienen nombres concretos. Son el pacifis­
mo, la tolerancia, la ecología, el pluralismo, la vergüenza por las des­
igualdades y discriminaciones, la atención a los derechos de la mu­
jer, para citar los más evidentes y repetidos. Ninguno de tales valores
es privativo de un país, de una época, de una ideología o de una reli­
gión. Son valores, si no universales, universalizables: quien los pro­
clama o defiende quisiera verlos proclamados y defendidos umver­
salmente.
Aceptemos, pues, la existencia de una serie de ideas que, cuando
menos teóricamente, se esgrimen contra una realidad desprovista de
66 Paradojas del individualismo

valores. Inmediatamente, habrá que aceptar, sin embargo, que la de­


fensa de tales ideas sólo consigue fracasos o respuestas escépticas. Na­
die que reflexione mínimamente dejará de observar que los grandes
valores que hoy suelen declararse son sólo palabras, simples voces sin
incidencia ninguna en una práctica que camina en otra dirección. La
incongruencia de los valores éticos es evidente. ¿Por qué? Sólo se me
ocurre una respuesta: nuestra creencia es imperfecta puesto que cree­
mos en unos valores en los que no confiamos. No creemos que los
valores éticos sean capaces de movilizar las voluntades, o que la ac­
ción política pueda ajustarse a sus pautas. Hasta ahora, la buena vo­
luntad —y la ética empieza con ella— se ha mostrado ineficaz para
mejorar las cosas. Marx tuvo ideas inmejorables, y no todas discuti­
bles, pese al antimarxismo al que estamos lanzados. Sin embargo, ni
él ni nadie fue capaz de transformarlas en acción política sin que que­
daran rápidamente desvirtuadas. El cristianismo trajo un mensaje irre­
prochable, que ni la Iglesia ni los creyentes supieron mantener sin ma­
lograrlo. La razón humana —escribió Kant en un párrafo lapidario—
«tiene el destino singular de hallarse acosada por cuestiones que no
puede rechazar, pero a las que tampoco puede responder». Es decir,
la razón humana va más allá de sus posibilidades: sabe idear mundos
mejores, pero no puede hacerlos realidad. Y no fue Kant el único que
atribuyó esa paradoja a la escisión que sufre el ser humano, incapaz
de unificar su razón y su voluntad. Es, a fin de cuentas, la explica­
ción psicológica del pecado o de la impotencia: la realidad humana
es tan pecaminosa como razonable. Lo malo es que la impotencia ge­
nera desesperanza y falta de fe. La falta de fe que todos observamos
ante cualquier discurso que busque apoyatura en los derechos huma­
nos, en los ideales ilustrados o en la democracia. Desconfiamos de
que haya una acción política posible capaz de desarrollar y de legiti­
mar el sentido proclamado por esos valores teóricos.
Contemplamos nuestras creencias con escepticismo. Lo cual ha
de llevarnos a la pregunta de si son realmente creencias. ¿Puede ser
una creencia algo en lo que no se tiene fe ni confianza alguna? ¿Cuál
es el estatuto de la creencia y qué tiene la creencia moral que la hace
tan incoherente e inexplicable?
¿En qué creemos? 67

Uno de los ensayos más perdurables de Ortega es el que aborda,


precisamente, el tema de las creencias.12 Se propone Ortega analizar­
las y distinguirlas de las ideas. Así, observa que las creencias están
más profundamente enraizadas en nosotros que las ideas: las ideas
«se tienen», mientras en las creencias «se está». Las creencias consti­
tuyen aquello con lo que contamos para movernos en la vida (cree­
mos que la calle está ahí fuera, aunque, en este momento, no la esta­
mos viendo; creemos que la Tierra es firme y estable a pesar de algún
que otro terremoto que la estremece de vez en cuando; creemos que
nos quemaremos si metemos un dedo en el fuego). Nadie piensa en
las creencias, salvo que empiece a cuestionarlas y ponerlas en duda.
Históricamente, la creencia en un Dios omnipresente y benévolo lo
explicaba todo hasta que esa fe fue sustituida por la fe en la razón,
la cual, a su vez, empieza a tambalearse. Pero no es posible vivir sin
creencias. No es posible ponerlo todo en duda. El escéptico total y
coherente con su escepticismo moriría víctima de sus dudas, incapaz
de llevar nada a cabo. Como ha dicho también Wittgenstein, las cer­
tezas más básicas son creencias infundadas, ya que «la cadena de las
razones es limitada».13 Las ideas, en cambio, son construcciones
nuestras, construcciones conscientes «precisamente porque no cree­
mos en ellas». Lo que da origen a las ideas es la duda, un vacío de
creencia. Allí donde la creencia se ha roto o debilitado, allí donde es
preciso imaginar explicaciones porque no las hay o las que hay son
increíbles, es donde aparecen las ideas. Son la reacción humana ante
los enigmas del mundo: ideas científicas, religiosas, éticas, políticas,
poéticas. Si el objeto de la creencia está ahí fuera, en la realidad exte­
rior, inconmovible e invulnerable a las vicisitudes personales e inter­
nas, las ideas, por el contrario, forman eso que Ortega llama «mun­
dos interiores», mundos que cada cual adapta a su medida, o a la
medida de sus necesidades teóricas.
En épocas de «azoramiento» intelectual, cuando el hombre no sabe

12. J. Ortega y Gasset, «Ideas y creencias», O.C., V, Revista de Occidente, Madrid, 1946,
pp. 375 ss.
13. L. Wittgenstein, On Certainty/Über Gewissheit, Blackwell, Oxford, 1969.
68 Paradojas del individualismo

a qué atenerse ni sabe qué hacer con sus ideas, lo que conviene es
revisar nuestras ideas y creencias, sin confundirlas entre sí, descubrir
la procedencia de unas y otras, ver si están pidiendo una reforma.
Ese «azoramiento» que Ortega diagnosticaba en 1934 puede predi­
carse aún, o con más motivo, en nuestro final de siglo. Ante la crisis
de valores que presuntamente padecemos, y ante la sospecha simul­
tánea de que algo nos queda, de que no todo está perdido, conviene
preguntarse si creemos en la ética, en el sentido orteguiano, o si tene­
mos simplemente construcciones ideológicas, fruto de nuestra inven­
ción, para llenar el vacío de creencias que, en tiempos, fueron más
firmes. ¿Creemos o no creemos en los valores morales?
Una posible respuesta podría aludir al carácter peculiar de las su­
puestas «creencias» morales. Una creencia, para Ortega, sería aque­
llo que determina nuestro actuar en el sentido de la creencia. Creer
en algo implica una práctica consecuente. Creer que el vaso que voy
a beber contiene agua significa llevármelo a la boca sin pensar qué
es lo que contiene, si agua, como parece, o una pócima inesperada.
Creer en una determinada teoría científica significa esperar que los
hechos confirmen su validez. Creer en el Dios bíblico significa morir
esperando en la resurrección de los muertos. Ahora bien, creer en cier­
tos valores morales, como la tolerancia y el pluralismo, la igualdad
y la libertad, la paz y la defensa de la ecología, creer en esos valores
o imperativos ¿qué significa?
No puede significar verlos realizados en la práctica. Si así fuera,
dejarían de ser valores para ser realidades. Creer en unos valores mo­
rales debería significar, por el contrario, intentar vivir de acuerdo con
ellos. Pero tampoco eso es cierto. Los valores que teóricamente de­
fendemos todos —ahí está, sin ir más lejos, la «declaración univer­
sal» de derechos humanos— no resultan ser para nada, salvo conta­
das excepciones, el móvil de la práctica individual o colectiva. A ésta
la mueven otros ídolos más materiales e inmediatos. Los valores mo­
rales son, cuando son algo, las instancias desde las cuales es criticada
esa práctica que discurre por derroteros que poco o nada tienen que
ver con la ética.
Podría aceptarse, pues, que es peculiar de las creencias morales
¿En qué creemos? 69

creer en su validez teórica, pero esperar poco o nada de su incidencia


en la práctica. La práctica es siempre demasiado compleja para que
pueda atender exclusivamente a puros imperativos morales. Otros im­
perativos más potentes se imponen sin esfuerzo y anulan el juicio mo­
ral. Así, la verdad de las creencias morales nunca llega a probarse,
no ya desde el criterio clásico de verdad como adecuación entre el pen­
sar y la realidad, sino tampoco desde una definición más pragmática
—la de William James—, según la cual la verdad de una creencia con­
sistiría en las consecuencias o efectos derivados de ella. Creer en la
justicia, en la solidaridad, en el respeto mutuo, significa, de hecho,
desear más justicia, más solidaridad o más respeto. Desearlo, pese
a todo, desde la convicción de nuestra impotencia para convertir en
realidad los ideales.
Tal incoherencia es la razón por la que hablamos persistentemen­
te de crisis de valores. Tendemos a calificar de cínico ese discurso teó­
ricamente irreprochable que no deja de mostrarse inoperante en la
práctica. Mantenemos, en realidad, el mismo reproche que ya hicie­
ron Marx o Nietzsche: los valores pretendidamente universales son
un engaño, un truco de los fuertes o los débiles para dominar sobre
los otros. Desconfiamos de las prédicas irrelevantes para transformar
el estado de cosas existente. No ponemos en duda, quizá, la validez
abstracta de los valores morales, no dudamos que un mundo solida­
rio, tolerante, justo, sería más vivible que el nuestro, pero sabemos
que ese mundo es no sólo irreal, sino, al parecer, imposible. Es decir,
en la práctica descreemos de él. Es más, si por casualidad los hechos
producen consecuencias cercanas a la moral, si descubrimos mues­
tras de solidaridad, orden, civismo, tendemos a pensar que éstas no
provienen del amor a la virtud o al bien, sino de un oscuro e inconfe­
sable interés utilitarista o aprovechado. Se nos hace más verosímil la
tesis de Mandeville según la cual no importa que el comportamiento
privado sea vicioso porque, en cualquier caso, producirá virtudes pú­
blicas. Lo cual equivale a decir que, si tiene que haber progreso mo­
ral, éste ocurrirá espontáneamente, no como consecuencia de un con­
curso humano convencido y voluntario.
Pienso que ese escepticismo respecto a la moral que, por otro lado,
70 Paradojas del individualismo

nos asusta —la nuestra es aún una época «privada de fe, pero aterra­
da ante el escepticismo»—,14 se basa en la incapacidad para distin­
guir las creencias morales de otro tipo de creencias. Creer en la moral
tiene que ser algo muy distinto a creer en la ciencia, en la técnica o
en la religión. No hemos asimilado lo que es la moral porque segui­
mos pensando en ella en términos semirreligiosos, como algo que tiene
un fundamento trascendente que es, al mismo tiempo, la garantía de
su realización. Sin ir más lejos, Kant tuvo que postular ese funda­
mento para poder creer en lo que carecía de ejemplos: la fe en Dios
y en un reino de los fines plenamente moral fueron, para él, la prue­
ba de que las ideas morales no eran un puro absurdo en un mundo
que discurría al margen de ellas. En el siglo xx, sin embargo, resulta
más difícil descansar en el consuelo religioso. Hoy debemos aprender
que la moral es una creencia que nos constituye precisamente porque
somos limitados y estamos llenos de defectos. Es la humanidad mis­
ma con todas sus imperfecciones y con su afán de trascendencia lo
que produce ideales morales de autosuperación. Sartre lo dijo: «El
hombre cree que sería más moral si estuviese liberado de la condición
humana, si fuera Dios o ángel. No se da cuenta de que la moralidad
y sus problemas se desvanecerían al mismo tiempo que su humani­
dad». Como la paloma kantiana que pensaba que sin aire volaría me­
jor, tendemos a pensar que nuestras imperfecciones nos impiden ser
morales, cuando sería absurdo que a un ser perfectísimo se le ocu­
rriera fabricar una moral. ¿Para quién y para qué?
Sea como sea, esa fe en la ética, que pasa por la aceptación de
todas las limitaciones humanas, debería ser una fe viva. Stuart Mili
supo distinguir muy oportunamente las «creencias muertas» de aque­
llas otras que se mantienen vivas precisamente porque hay que defen­
derlas de opiniones adversas que quieren destruirlas. Si uno de los
problemas insolubles de la moral es que la práctica nunca estará to­
talmente a la altura de sus imperativos, que siempre nos dejará insa­
tisfechos si pretendemos juzgarla desde esos patrones, otro problema

14. Como lo era la de Stuart Mili, a quien se debe esta cita en Ort Liberty, Collins, 1962,
p. 148 (hay trad. cast.: Sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1981).
¿En qué creemos? 71

no menos grave con que tropieza la moral es su propia indefinición.


Creemos en unos derechos y valores básicos, pero esa es una creencia
«nebulosa», como llamó Dewey a los fines últimos. Justicia, igual­
dad, vida, libertad son conceptos nebulosos aun cuando la historia
los haya ido matizando al derogar la esclavitud, al penalizar discri­
minaciones o al proclamar el valor de la tolerancia. Siguen siendo con­
ceptos confusos y de aplicación incierta y conflictiva. Son los medios,
esto es, la práctica, las decisiones y acciones concretas, las que nos
dan a conocer el significado que tienen para nosotros los valores que
predicamos. Y es ahí, en ese intento de realizar los valores más altos,
donde todo se vuelve más ambivalente de lo que permitía suponer la
pura teoría. El anhelo de paz o el deseo de tolerancia, teóricamente
impecables, chocan en la realidad con otros anhelos, intereses, nece­
sidades, no desprovistos de valor —debe decirse—, que empañan el
concepto abstracto. Lo que viene a corroborar la impresión de que
creer en la ética no puede significar esperar un mundo sin conflictos.
La ética aparece porque hay conflicto y, lejos de dejarlo resuelto, des­
cubre otros, todo lo cuestiona, pone de manifiesto complejidades ig­
noradas tanto por la práctica ciega, como por el discurso teórico auto-
complaciente. Si toda creencia ha de implicar un modo de vida
coherente con ella, la práctica ética es, ante todo, insatisfacción y de­
nuncia de una existencia que nunca llega a ser ética.
Así entendidas, las creencias éticas no sólo son más aceptables
como tales creencias, sino que incluso pueden ayudarnos a entender
algo acerca del estatuto epistemológico de la ética misma. La filoso­
fía analítica, que tantas vueltas dio al lenguaje no descriptivo, dijo
cosas que aún pueden servirnos a propósito de un tema que, como
el de las creencias, le fue predilecto. La filosofía analítica queda lejos
del modo de hacer filosofía hoy, sus mismas preocupaciones se han
vuelto obsoletas, en parte porque obedecían a situaciones coyuntura-
les, y en parte porque fueron expuestas con un discurso monótono
y privado de garra. Pero algo de aquello se mantiene vivo. Funda­
mentalmente, ya no todo es lícito después de ese pensamiento esen­
cialmente demarcador de lo decible y lo indecible. Además, ciertos
análisis han resistido perfectamente el paso de los años. Un ejemplo
72 Paradojas del individualismo

de ello es el libro de Luis Villoro, Creer, saber, conocer, 15 un análi­


sis de la creencia para entenderla tanto en sí misma como en relación
a sus propias contradicciones. Algunas de las ideas expuestas por Vi-
lloro vienen muy a propósito para profundizar en el carácter singular
de las creencias éticas.
Según el estudio de Villoro, el carácter inseguro de la creencia con­
trasta con la firmeza del saber científico. La creencia es «un estado
disposicional adquirido que causa un conjunto coherente de respues­
tas y que está determinado por un objeto o situación objetiva apre­
hendidos». El saber, por el contrario, es «una disposición a actuar
que se orienta por la firme garantía de que las acciones del sujeto
están determinadas por la realidad; implica, por lo tanto, la seguri­
dad de que su práctica será acertada». El «firme y seguro camino de
la ciencia» en el que aún confía el pensamiento analítico se ve, así,
contrastado con el inseguro caminar de las creencias cuya base son
sólo aprehensiones más o menos justificadas y firmes.
El que las proposiciones que expresan creencias no puedan verifi­
carse, como ocurre con las proposiciones que expresan conocimien­
to, no significa que aquéllas estén desprovistas de razones. Al contra­
rio, la razón será —como advierte Villoro apoyándose en el Menón—
«lo que “ amarra” la proposición creída a la realidad». Sin embargo,
algo parece cuestionarse cuando las creencias de que tratamos son
creencias morales. Pues, «en la moral, ¿hasta qué punto las creencias
que guían nuestras acciones responden a patrones racionales o se do­
blegan, aun sin saberlo, a nuestros deseos y temores personales?».
Al problema del incumplimiento sistemático de las normas éticas
se añade ahora otro: el de la dudosa racionalidad de nuestras nor­
mas. ¿No nos lleva todo a la temida conclusión de que la creencia
en valores éticos es totalmente irracional? Puesto que los valores no
dan lugar a comportamientos coherentes con los valores mismos, ha­
brá que concluir que no creemos realmente en ellos. Puesto que, por
otra parte, la moral no parece ser una y la misma para todos, sino
distinta en cada caso, es complicado demostrar su racionalidad. La

15. Luis Villoro, Creer, saber, conocer, Siglo XXI, México, 1982, especialmente caps. 3 y 4.
¿En qué creemos? 73

respuesta al primer problema —la incoherencia entre la teoría y la


práctica— sólo es viable si atendemos al hecho de que la creencia no
es más que un «estado disposicional», teniendo en cuenta, además,
que «el paso de la disposición a la acción requiere de factores suple­
mentarios», como son la intención y las emociones, o, en suma, la
voluntad de hacer lo que se debe hacer, el problema eterno de la mo­
ral. En cuanto al segundo problema, habría que volver a la tesis de
Wittgenstein: entre las razones que suelen darse para justificar las
creencias debe haber unas «razones básicas» en las cuales se detiene
el proceso de buscar razones que, de lo contrario, sería interminable.
Tales razones básicas alimentan esa «credibilidad espontánea» que está
en la base de nuestro saber de sentido común —creemos en el dolor,
o en el color rojo, que nos permiten decir «tengo dolor de cabeza» o
«veo un objeto rojo»—. Son, asimismo, «razones básicas» aquellas
verdades, axiomas o definiciones que constituyen la razón última de
cualquier sistema formal. Pues bien, se me ocurre que las creencias
de la ética podrían ser otro ejemplo de tales razones básicas. Por
variados e incluso antagónicos que sean los sistemas de moralidad
que proceden de las distintas culturas, la ética consiste en la afirma­
ción de unas constantes, de unos universales, que no son ni deben
ser relativos a concepciones del mundo distintas. Ya en el Tractatus,
Wittgenstein equipara la lógica a la ética bajo el común denomina­
dor de que ambas son trascendentales. ¿Qué quiere decir? ¿Eñ qué
sentido?
La lógica, en Wittgenstein, es la condición de posibilidad de un
mundo que puede ser «hablado», descrito lingüísticamente. Por eso
la lógica es tanto condición de posibilidad del mundo mismo, como
del lenguaje que habla de lo que hay en el mundo. De la lógica no
es posible decir nada porque está, precisamente, en el límite. La lógica
no está en el mundo ni es una parte del lenguaje: es el supuesto de
la relación entre ambos, mundo y lenguaje. Podemos decir, pues, que la
lógica es esa «creencia» sin la cual todo se desvanece porque que­
da sin fundamento la relación entre lenguaje y realidad. Hace falta
creer en la lógica para explicar que el lenguaje nos habla del mundo
y nos lo describe. Del mismo modo que Kant nos pidió que creyése­
74 Paradojas del individualismo

mos en el espacio y el tiempo como las formas de la sensibilidad sin


las cuales no era posible explicar la universalidad de la ciencia.
La ética es igualmente un trascendental, pero distinto a la lógi­
ca. Por una sencilla razón. La ética es la condición de posibilidad
de un mundo ético, como la lógica es la condición de posibilidad de
un mundo lógico. Pero si el mundo es, de hecho, lógico —por lo me­
nos, Wittgenstein así lo pensaba, o a eso lo reducía, cuando escribió
el Tractatus—, y es lógico el lenguaje de la ciencia que describe el mun­
do y sus leyes, sin embargo, no puede afirmarse con la misma rotun­
didad que el mundo sea, de hecho, ético ni que se gobierne por las
normas de la ética. Ambas, la lógica y la ética, constituyen la gramá­
tica —las razones básicas y estructurales— de un mundo, real, en un
caso, e irreal, en el otro. La lógica es inefable, pero se muestra en el
mundo. La ética, igualmente inefable, en cambio, no se muestra en
él. Y no se muestra porque la realización de la ética depende de la
voluntad humana, mientras que «el mundo es independiente de mi
voluntad». Es decir, que, en todo caso, los juicios éticos podrán cam­
biar al sujeto, pero es demasiado pedirles que cambien el mundo. La
voluntad humana no tiene garantías de poder cambiar nada ajeno a
ella misma.
Wittgenstein hace alarde aquí de un exceso de pesimismo que, sin
embargo, no le lleva a descreer de la ética. Así, y una vez más, nos
proporciona la clave para entender ciertas pretensiones de la mente
humana incomprensibles si se las analiza con esquemas demasiado
homogéneos. La ética es un acto de fe, descansa en una serie de creen­
cias, «razones básicas» —en la terminología de Villoro—, sin las cuales
el mundo del deber ser moral no existe. Los juicios éticos, los valores
morales —la solidaridad, la tolerancia, el respeto al otro—, son pu­
ros desiderata, expresiones de la «voluntad buena», esto es, de la vo­
luntad de hacer el bien. No importa, como dijo Kant, que no haya
en el mundo un solo ejemplo de actuación moral: ésta —la moral—
seguirá teniendo su razón de ser. Su razón de ser como creencia y es­
peranza del ser humano en una realidad más acorde —aunque parez­
ca mentira— con su ser: más humana.
De lo dicho se sigue que el discurso teórico de la ética, el discurso
¿En qué creemos? 75

sobre unos supuestos valores universales y absolutos, no es un dis­


curso irracional porque deje sistemáticamente de cumplirse. Es la ex­
presión de una voluntad de cambio basada en la creencia de que no
es imposible avanzar hacia un mundo más justo, libre e igualitario
al que, por otra parte y pese a las resistencias de nuestra mismá'natu-
raleza, nos empuja algo constitutivo de nuestro ser. Que luego esa
fe no se vea reforzada por comportamientos coherentes con los valo­
res profesados se explica por la torpeza habitual en los humanos que
«no hacen el bien que quieren, sino el mal que no quieren». Se expli­
ca asimismo por la dificultad de ver claro cómo deben llevarse a la
práctica los valores más trascendentes. Y porque, como decía en un
capítulo anterior, la realización de la ética no tiene fin, no debe aca­
bar nunca, nunca llegaremos a ser tan perfectos que podamos afir­
mar con lucidez que no queda ya nada por hacer. No es la ética lo
que merece descreimiento, sino el ser humano, su voluntad de ser ra­
zonable y virtuoso. Más aún cuando la ética pretende ser aplicada
a la política o cuando la política se reclama de principios éticos. En­
tonces ya no es un solo individuo el que debe transformar su volun­
tad, sino una multitud de individuos, cada uno de ellos con intereses
y preferencias distintos, y con muy poca sensibilidad hacia los intere­
ses que deberían afectar a todos. Si es difícil ver cómo el deber ser
individual se convierte en ser, ver como la virtud se hace realidad,
más difícil aún es llevar a cabo una práctica coherente con el deber
ser de la justicia, el cual requiere la cooperación de muchos indivi­
duos y, en consecuencia, la renuncia a otros tantos intereses indi­
viduales o corporativos. Sin embargo, aun cuando los valores éticos
sean meras palabras, son palabras que están poniendo de manifiesto
una insatisfacción y una esperanza que, por lo menos, persiste como
tal, resistiendo las continuas crisis y descalabros de la historia. Espe­
rar en un progreso moral no equivale a tener la seguridad de que ese
progreso vaya a darse. Ni refuta esa fe y esa esperanza el hecho de
que la acción no la secunde satisfactoriamente. La fe en la ética es
puro voluntarismo, y, como bien sabemos, las voluntades humanas
son haces de deseos no siempre compatibles.
5

M iseria de la d e m o c r a cia

os limitaciones amenazan a la democracia: el desconocimiento


D y el tiempo. La democracia no es una doctrina; es un procedi­
miento para tomar decisiones justas sobre lo que debe ser hecho o
evitado en el seno de una comunidad. Puesto que la sabiduría del bien
y del mal nos está vedada como saber absoluto, puesto que nuestro
conocimiento de lo que se debe hacer es tan parcial y fragmentario
como parcial y fragmentario es el individuo, la democracia es nues­
tro único asidero: el método menos malo y más seguro para intentar
una política más justa. El sistema democrático no predetermina re­
sultados buenos, pero los hace más probables o, por lo menos, hace
más excusables los resultados mediocres o malos. La democracia es
un mecanismo formal sin otro contenido que el respeto mutuo debi­
do entre las personas, la adhesión de principio a la idea de que, en
cuanto humanos, todos somos iguales y libres. Cabe decir que el úni­
co fin de la democracia es convertir esos principios —la igualdad y
la libertad—, que son al mismo tiempo las condiciones de su buen
funcionamiento, en realidades cada vez más logradas.
La democracia nació ya con la conciencia de sus debilidades. Los
griegos la aceptaron porque hicieron de la necesidad virtud. Su ideal
estaba puesto en la república aristocrática, gobernada por los «mejo­
res» —los aristos—, los sabios conocedores de lo bueno y lo malo
para el pueblo. El problema, que no tardaron en constatar, era que
no había mejores. La república platónica, gobernada por filósofos,
era pura utopía, sin ninguna posibilidad. El realista Aristóteles advir­
tió pronto que el conocimiento de lo políticamente correcto y justo
Miseria de la democracia 77

era un saber arduo, que precisaba mucho aprendizaje, mucho ensayo


y error, mucha experiencia y mucho tiempo. La asamblea, el diálogo,
la libertad que permitían a los ciudadanos hablar en condiciones de
igualdad, constituían el único método, el más adecuado, para gober­
nar bien. La democracia nacía, pues, como un sistema en sí mismo
defectuoso, consciente de los riesgos e incluso peligros que entrañaba.
A esos peligros quiero referirme como las desviaciones que ponen de
manifiesto «la miseria» de un régimen que, paradójicamente, tene­
mos la obligación de conservar. La democracia perfecta coincidiría
con el autogobierno, con eso que los filósofos han llamado «autono­
mía plena», esto es, una autonomía coherente con el fin racional de
la convivencia y la gestión de la empresa humana. Pero lo que tene­
mos son democracias reales e imperfectas, ante las cuales no es lícito
sólo que nos lamentemos de nuestra pobre condición e incapacidad
para hacer cosas mejores. Sin la conciencia y el conocimiento de lo
que funciona mal, difícilmente se podrá mejorar aquello que provo­
ca más insatisfacción y disgusto que tranquila complacencia.
La democracia griega es el precedente más lejano de las moder­
nas democracias. Su modelo asambleario y participativo se hizo in­
viable en cuanto aumentaron la complejidad y el tamaño del estado
moderno. La economía de mercado, por su parte, fue decisiva para
el desarrollo de las democracias liberales, que son nuestro modelo.
En Europa, las teorías del contrato social y el pensamiento ilustrado
lucharon por sentar las bases teóricas de la democracia moderna, al
tiempo que, en la América del Norte, la incipiente experiencia demo­
crática suscitaba la curiosidad y admiración de muchos europeos. Y
es quizá esa democracia, la que cuenta con las condiciones y el sub­
suelo más propicios para su implantación exitosa, la primera que deja
traslucir sus defectos. En 1831, Tocqueville realiza un célebre viaje,
del que saldrá La democracia en América, punto de partida clásico
y obligado para la reflexión sobre los vicios y virtudes de la democra­
cia dondequiera que ésta se produzca.
Tocqueville denuncia con insistencia la que, a su juicio, es la pri­
mera miseria de la democracia: la tiranía de la mayoría. Algo que,
por las mismas fechas, está criticando, en términos semejantes, otro
78 Paradojas del individualismo

gran filósofo liberal, John Stuart Mili. Mili ve, en efecto, que la «vo­
luntad del pueblo» no es, en realidad, tal cosa, sino «la voluntad de
la parte más numerosa o activa del pueblo».16 Tocqueville, por su
parte, reconoce que el llamado por él mismo «imperio moral de la
mayoría» es útil y necesario, pues se basa en el supuesto de que «hay
más conocimiento y saber en muchos hombres reunidos que en uno
solo, más en el número de los legisladores que en la selección». Pero
esa «igualdad aplicada a las inteligencias» nos sumerge en una con­
tradicción insalvable: la de reprobar como «tiranía» lo que, por otra
parte, consideramos inevitable porque no es malo aunque es mejora-
ble. No cabe duda de que aceptar el criterio de la mayoría significa
ignorar a todos los que se muestran como anormales, extraños, incó­
modos, sólo porque tienen opiniones o intereses distintos a los de la
parte que congrega a mayor número de individuos. La mayoría
—son palabras de Tocqueville— no es sino «un individuo que tiene
opiniones y a menudo intereses contrarios a otro individuo llamado
minoría». Si la democracia se basa en la igualdad de inteligencias o
pensamiento es, desde luego, ilógico con la idea misma de democra­
cia desechar las opiniones de algunos porque son los menos. Ahí está
la contradicción que Tocqueville reconoce cuando exclama: «Consi­
dero impía y detestable la máxima de que en materia de gobierno la
mayoría de un pueblo tenga derecho a hacerlo todo y, sin embargo,
sitúo en la voluntad de la mayoría el origen de todos los poderes. ¿Estoy
en contradicción conmigo mismo?».17 Efectivamente, hay ahí una
contradicción: la aceptada validez del criterio de la mayoría signifi­
ca, de hecho, que la democracia no garantiza los intereses de todos
los ciudadanos, sino los de los más. La democracia es injusta para los
que son menos en número y representan, por tanto, intereses más fá­
cilmente ignorables o sofocables. No sólo quedan marginados aque­
llos cuyo poder de participación directa en la toma de decisiones es
menor, sino los «disidentes» con respecto al sentir y pensar mayori-
tario. Habida cuenta, además, que esa «disidencia» suele producirse

16. John Stuart Mili, Sobre la libertad, «Introducción», Alianza, Madrid, 1981.
17. A. Tocqueville, La democracia en América, Alianza, Madrid, 1980, pp. 236-242.
Miseria de la democracia 79

poco en las democracias liberales, donde los individuos siguen con


notable docilidad los imperativos dictados por la economía y las cos­
tumbres, los disidentes siempre estarán en minoría y difícilmente se­
rán escuchados. Su protesta se verá condenada a progresar con lenti­
tud desesperante. Por otra parte, no es fácil abandonar el principio
de la mayoría como la regla del funcionamiento democrático. ¿De qué
otra forma más justa podrían tomarse acuerdos? Pero es cierto que
también el mayor número puede equivocarse. Lo que Rousseau lla­
mó «voluntad general», esa voluntad que no es la de nadie en concre­
to ni la suma de todas las voluntades —que, por ser distintas, no son
sumables—-, debe planear siempre como idea reguladora de las deci­
siones acordadas por la mayoría. El objetivo de la democracia debie­
ra ser el descubrimiento de los intereses comunes de la sociedad, no
la satisfacción de este o aquel interés corporativo.18 Son éstos, sin
embargo, y no el interés común, los que suelen ganar la adhesión de
la mayoría.
¿Quién es la mayoría? ¿No es un apelativo falso, cómplice de la
sociedad de masas, que busca lo homogéneo y no lo diverso? Hemos
dicho que la democracia es necesaria porque no estamos de acuerdo
sobre lo que debería ser prioritario o de máxima importancia para
todos. No sólo no estamos de acuerdo, sino que no sabemos quién
tiene razón porque, muy posiblemente, la razón total no la tenga nunca
nadie. Así las cosas, sin embargo, hay que tomar decisiones y ejecu­
tarlas eficazmente. Para ello, hay gente dedicada expresamente a ma­
nejar los asuntos públicos. Los partidos políticos, las corporaciones
empresariales, los sindicatos, las organizaciones colectivas de carác­
ter profesional o social, se encargan de definir y clasificar los proble­
mas a su juicio más graves y que precisan planteamientos y solucio­
nes más inmediatos. ¿Quién es la mayoría entonces, sino la conjunción
de todos esos intereses realmente en juego? A la supuesta mayoría,
en cambio, la que suele estar ocupada en sus asuntos privados y no

18. Sobre la idea de «interés común», véase V. Camps y S. Giner, El interés común, Cen­
tro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1992. Sobre las contradicciones de la democracia,
véase también Salvador Giner, Ensayos civiles, Península, Barcelona, 1987, cap. 9.
80 Paradojas del individualismo

siente por la política especial afición, es fácil persuadirla de lo que


conviene hacer, pues sabe mucho menos y se presta a firmar cheques
en blanco si ve que el precio que se le exige no es muy alto. Para eso
están los medios de comunicación: para dar publicidad a los intere­
ses políticos, a lo que teóricamente debería interesar a todos. La im­
presión que tiene el ciudadano —parte potencial de la supuesta
mayoría— es la de ser un simple receptor: todo le viene dado, no tie­
ne más que disponerse a ver, escuchar y hacer lo que le pidan. En
el mundo actual, ni siquiera son previsibles los problemas que han
de convertirse en auténticos problemas. Lo que parecía importantísi­
mo se resuelve, luego, en unas horas. Lo que comienza como una no­
ticia insignificante acaba adquiriendo dimensiones y complejidades
desproporcionadas. Tampoco es fácil separar lo privado de lo públi­
co, lo político de lo que no tiene por qué mezclarse con la política.
Sin embargo, a pesar de la confusión, se forma una «opinión públi­
ca» a cualquier propósito. ¿A quién se debe tal unidad? Como bien
nota Maffesoli, «es posible que el individuo sea más actuado que ac­
tor, sea más sumiso que maestro y poseedor, de sí mismo, primero,
y, luego, de la naturaleza». Lo que fue pensado como un bien colec­
tivo ha acabado siendo el asunto de unos pocos: «¿Cómo lo político
se trivializa en la política? ¿Cómo la República deviene un asunto de
mafiosos?».19
La tiranía de la mayoría encubre, pues, un doble engaño: la mi­
noría no tiene nada que hacer en una democracia, y la mayoría no
es lo que parece, sino la capacidad manipuladora de quienes realmente
mueven los hilos de la política. Todo ello revierte en la segunda gran
miseria de la democracia: la indiferencia y el desinterés por la políti­
ca, el déficit de democracia. Si la democracia tiene que conservar algo
de su significado etimológico como «gobierno del pueblo», la impli­
cación de todos en ese gobierno debiera ser obligada. No obstante,
la participación democrática es un derecho de los ciudadanos, no un
deber. Nadie está obligado legalmente a votar en una democracia, nadie

19. Cf. Michel Maffesoli, La transfiguration du politique, Grasset, París, 1992, pp. 65 y
206. Y también, Le temps des tribus, Le Livre de Poche, París, 1988.
Miseria de la democracia 81

está obligado ni tan sólo a enterarse de lo que ocurre en la vida públi­


ca. La consecuencia de este derecho que no genera obligaciones ex­
plícitas es, en realidad, la desintegración de la vida pública, el desin­
terés por la política paralelo a la profesionalización de la misma. Pues
de ningún modo sería lícito concluir que la participación democráti­
ca debería ser una obligación. Sería una contradicción obligar a los
individuos a cooperar en el juego de ser autónomos o de autogober-
narse. Una de las libertades de que goza el ciudadano demócrata es,
precisamente, la libertad frente a la política. No deja de ser, de todos
modos, paradójico para la democracia que los ciudadanos usen la li­
bertad para inhibirse de ella. Alguna medida hay que tomar para vencer
la desidia y la indolencia o la insatisfacción y el descontento —de todo
hay— de los ciudadanos. Alguna medida para que la política llegue
a ellos como algo «interesante». En la sociedad bien ordenada —es­
cribe Rawls— crecerá automáticamente en los ciudadanos el sentido
de la justicia. Eso ocurrirá «en la sociedad bien ordenada», la socie­
dad ordenada de acuerdo con los principios de la justicia, uno de los
cuales exige distribuir los bienes de forma que quede favorecido el
que menos lo está. Tál vez si se cumpliera ese principio, el procedi­
miento democrático llegaría a superar sus propias miserias. Al fin y
al cabo, lo que la indiferencia y el desinterés ponen de manifiesto es
que la igualdad de los ciudadanos sigue siendo básica y exclusivamente
esa supuesta «igualdad en la libertad»: una libertad que no todos es­
tán en condiciones de usar por igual. ¿Por qué emplear esa libertad
para dar mayor apariencia de legitimidad a un sistema que no satis­
face ni convence? La indiferencia hacia la política se explica por ese
individualismo que, según vengo diciendo, no tiene ninguna justifi­
cación teórica o práctica. El individuo solo no llega muy lejos, ni en
el terreno del conocimiento ni en el terreno de la acción. La acción
conjunta es indispensable. Pero la política no llega a convencer de esa
necesidad: también a ella le conviene encerrarse en sí misma y pres­
cindir de las intromisiones de los ciudadanos que no hacen sino en­
torpecer su funcionamiento. Así, el que puede se las arregla para su­
plir por su cuenta las deficiencias de lo público, y el que no puede
proveerse esa suplencia vive insatisfecho o desesperado. Ni el uno ni
82 Paradojas del individualismo

el otro creen en las posibles ventajas del juego que se les ofrece. ¿Para
qué participar en un juego en el que ya se sabe de antemano quién
va a ganar?
Los griegos creían en la virtud porque la consideraban no sólo bue­
na, sino bella: el ser humano total era el que realizaba el ideal del
kaloskagathos, lo bello y lo bueno. Todo cuadraba: la vida política,
comunitaria, tenía como fin la felicidad de todos y cada uno de los
ciudadanos, y esa vida, virtuosa y buena, producía admiración y res­
peto. Por lo menos, eso decía la teoría. La modernidad, en cambio,
tras sacralizar al individuo como un bien absoluto, no pudo entender
que la virtud, que significa siempre sacrificio y autodominio, fuera,
al mismo tiempo, bella. En todo caso, podía ser útil, provechosa para
el bien de todos. La síntesis de interés particular e interés general nin­
gún filósofo moderno ha logrado explicarla. ¿Cómo es posible, se pre­
guntaba Kant, que la ley moral me obligue? ¿Por qué ha de interesar­
me lo que, de hecho, no me interesa? Mandeville optó por una salida
más atrevida: «Los vicios privados producen virtudes públicas», con
lo cual ni siquiera hacía falta luchar contra el egoísmo. Pero esa má­
xima no siempre se confirma. Los vicios privados, la satisfacción sis­
temática del interés privado, produce, en todo caso, el equilibrio de
los que pertenecen al sistema y están integrados en él; deja fuera al
resto, a los marginados y desposeídos que no cuentan para nadie por­
que su existencia molesta a los poderosos y satisfechos. Así, la demo­
cracia vale, en realidad, para los que pueden gozar en y de ella. Sus
virtudes y su belleza se mantienen mientras los favorecidos se miren
sólo a sí mismos y a sus iguales, sin asomarse al exterior. ¿Qué ocurre
cuando contemplamos a los niños africanos desnutridos, literalmen­
te muertos de hambre? ¿Es eso bello? ¿Puede ser bueno? ¿Se rompe
el equilibrio? De algún modo ha de ser posible verificar que la demo­
cracia es el mejor gobierno para todos y donde sea. Lo que procla­
mamos en teoría, ha de comprobarse en la práctica. Y han de poder
comprobarlo todos.
Tanto la tiranía de la mayoría, como la manipulación de esa ma­
yoría o la indiferencia hacia el juego político, son defectos de la de­
mocracia que pueden y deben ser atacados directamente, con políti­
Miseria de la democracia 83

cas y actuaciones dirigidas a escuchar a las minorías —a detectarlas,


primero—, y a interesar a la gente en los asuntos políticos. Pero hay
otra miseria, la última a la que voy a referirme, cuyo tratamiento es
mucho más difícil y amenaza, además, con convertirse en una razón
de peso a favor de la indiferencia: la democracia es el sistema de go­
bierno más justo, si bien no garantiza resultados justos.
En principio, sabemos que la democracia es sólo un procedimien­
to, el menos malo que ha concebido la humanidad, el más respetuo­
so con los individuos y el que con más probabilidad producirá deci­
siones justas. Pero sabemos también que las consultas y deliberaciones
democráticas no se dan en un espacio parecido a eso que Habermas
llama «comunidad ideal de diálogo», sino en unas comunidades rea­
les donde el diálogo no existe o es un diálogo de sordos o un diálogo
donde siempre hablan los mismos. Un diálogo, en definitiva, de seres
humanos, con sus pasiones, parcialidades e intereses, de seres cuya
«razonabilidad» queda oculta por una «racionalidad» que sólo vis­
lumbra sus fines particulares o corporativos y se empeña en no ver
los fines públicos. Si el criterio de las mayorías es tiránico es porque
es dominador y se escucha sólo a sí mismo. Aunque haya democra­
cia, la definición de lo justo —o de lo que pretende pasar por justo—
es patrimonio de los que tienen poder para turnarse el mando, y si­
gue dejando en la cuneta a los desposeídos.
Ahora bien, si reconocemos la imperfección de ese sistema que
se pretende dialógico, y le falta mucho para serlo, es porque creemos
que la buena democracia responde precisamente al esfuerzo por sa­
near el diálogo y hacerlo más simétrico. Pero aun cuando avancemos
en ese sentido, algo puede fallar. El procedimiento democrático con­
siste en eso que Rawls llama una «justicia procedimental imperfec­
ta». Es un procedimiento que intenta ser justo pero que, por sí solo,
no asegura la justicia de sus resultados. El mismo Rawls distingue la
«justicia procedimental pura» de la «justicia procedimental imper­
fecta». La primera sólo es posible en la «posición originaria», donde
los individuos se encuentran cubiertos por el «velo de la ignorancia»
que garantiza su imparcialidad. Desde tal situación —hipotética y
ficticia— sí pueden llegar a un acuerdo justo sobre los principios fun­
84 Paradojas del individualismo

damentales de la justicia. No se equivocan puesto que son todos igua­


les, no hay pasiones ni intereses que determinen la voluntad en uno
u otro sentido. El único determinante es el miedo al riesgo que todos
sienten por igual. Esa situación imaginaria que posibilita un procedi­
miento con resultados justos es deudora de las teorías clásicas del con­
trato social y de sus «estados de naturaleza». Es una hipótesis, a mi
juicio, prescindible, pues ¿qué valor tiene un acuerdo tan fácil: un
acuerdo desde la igualdad absoluta, donde no hay diferencias ni plu­
ralidad?20 Los acuerdos problemáticos son los que vienen después,
cuando ya no en la «posición original», sino en la realidad, hay que
decidir qué se entiende por «igualdad de oportunidades» o a quiénes
ha de aplicarse «el principio de la diferencia». Es el desarrollo de las
normas fundamentales, el desarrollo de una Constitución, la inter­
pretación y la aplicación de una ley, lo que plantea conflictos éticos
cuya solución hay que confiar a la puesta en marcha del procedimiento
democrático, protagonizado, de hecho, por seres desiguales, interesa­
dos, apasionados y parciales. Ahí son muchos los elementos impre­
vistos y perversos que pueden cruzarse en el proceso democrático y
torcerlo hacia resultados quizá en ningún modo pensados ni queri­
dos, resultados que pongan en peligro a la democracia misma. Baste
mencionar unas cuantas amenazas a democracias de nuestro tiempo:
el fundamentalismo islámico en Argelia, Le Pen en Francia o los neo-
nazis en Alemania podrían acabar resultando vencedores de un su­
fragio, con imperfecciones, ciertamente, pero democrático. Y el pro­
blema no es sólo que eso pueda ocurrir, que la democracia decida
destruirse a sí misma. El problema es que no está nada claro cómo
debe reaccionar la misma democracia ante un peligro como ese. ¿Ejer­
ciendo un despotismo ilustrado que ataje el peligro, violentamente si
hace falta? Ante tal amenaza, no hay más remedio que recordar que
el fin no justifica los medios, sino todo lo contrario: los medios pre­
figuran el fin. ¿Es lícito abortar un proceso democrático e impedir
violentamente que las fuerzas no democráticas accedan al poder? ¿Es

20. Michael J. Sandel desarrolla esta crítica a Rawls en Liberalism and the Limits o f Jus-
tice, Cambridge University Press, 1982, cap. 4.
Miseria de la democracia 85

lícito actuar antidemocráticamente para salvar la democracia? ¿Has­


ta dónde y, sobre todo, cómo hay que intervenir ante comportamien­
tos, internos y externos al propio país, contrarios a la democracia?
Sin duda, la respuesta ha de ser: nunca antidemocráticamente, nunca
de tal forma que el cómo pervierta al qué.
Por ello, no hay otra forma de combatir ese desvío que afinando
en la democracia del procedimiento, controlando el proceso de toma
de decisiones de forma que puedan preverse posibles desviaciones, mu­
chas de las cuales son, efectivamente, previsibles, puesto que, en defi­
nitiva, cuentan con fundadas razones para producirse. El fundamen-
talismo argelino, por ejemplo, ¿cómo se explica?, ¿no tiene raíces
profundas en irregularidades de la misma democracia occidental que
ahora se rasga las vestiduras? Afinar el procedimiento significa, creo,
dos cosas. En primer lugar, tener fijados los criterios fundamentales
de la justicia distributiva, ya que la clave del buen gobierno democrá­
tico consiste en la distribución de los bienes básicos —el poder entre
ellos— de forma que nadie se sienta excluido del reparto. A tal res­
pecto, una democracia liberal —frente a una democracia social— no
puede ser vista sino como una contradicción. Si no hay otra concep­
ción de la justicia que la que prioriza la libertad, ¿cómo quedará ga­
rantizada la justicia del procedimiento?, ¿cómo quedará garantizada
la igualdad? En segundo lugar, además de los criterios básicos de
justicia distributiva, debe haber políticas concretas que indiquen su
desarrollo, políticas dirigidas a igualar lo más desigual, a evitar dis­
criminaciones, a favorecer a los menos favorecidos.21 Una justicia
distributiva que se detenga en la declaración de principios y no trate
de resolver también las dificultades de la práctica no sirve de nada.
Todas las miserias de la democracia son imputables, como decía
al principio, «al desconocimiento y al tiempo», una expresión del gran
Borges para caracterizar a los humanos. No es mejorable la demo­
cracia sino desde la conciencia de ambas limitaciones: no todo es po­

21. Miguel A. Quintanilla y Ramón Vargas Machuca han insistido mucho en este aspecto
de la democratización del procedimiento para conseguir más igualdad, en La utopía racional,
Espasa Calpe, Madrid, 1989.
86 Paradojas del individualismo

sible, y equivocarse es de humanos. Para ser buen demócrata hay que


ser humilde y atreverse a rectificar; hay que ser paciente y aceptar
que otros recojan los frutos que uno empezó a sembrar. La democra­
cia consiste en aprender a vivir con las debilidades de la democracia,
que no son sino las de los individuos que la forman. Individuos que
se necesitan mutuamente para progresar material y espiritualmente.
Si nadie sabe a ciencia cierta qué es lo más conveniente, más razona­
ble o más justo hacer, si los distintos poderes del estado no pueden
hacer más que «experimentar», poner en marcha proyectos que sólo
tal vez se verifiquen más tarde como adecuados y justos, es indispen­
sable ensanchar al máximo la consulta y el diálogo, hacer lo imposi­
ble para desterrar esa impresión generalizada de que la política es cosa
de unos pocos y persuadir, en cambio, de lo contrario: la política es
necesaria para todos. Lo que no equivale a caer en el error más fre­
cuente: pensar que cualquier decisión es competencia de cualquiera.
Pero sí equivale al reconocimiento de que no todo debe convertirse
en un asunto a dirimir por la política, que hay que imaginar otros
canales de cooperación y participación, de forma que el ciudadano
se sienta implicado en el planteamiento y solución de lo que le con­
cierne más próximamente.
Esa cooperación diversificada y amplia precisa, ante todo, de un
contexto propicio. Un contexto, básicamente, de igualdad y colabo­
ración más efectivas. Es preciso que la sociedad civil y el estado, man­
teniéndose separados, se comuniquen y cooperen. Para lo cual hacen
falta dos cosas: reformar el poder del estado y reestructurar la socie­
dad civil. Actualmente, la endeble estructura de la sociedad civil hace
que la igualdad de voto sea una fórmula vacía e irreal: la participa­
ción no es orgánica, es exclusivamente «mecánica», no hay una com­
prensión adecuada de los conflictos políticos ni se ejerce el debido
control sobre las decisiones. En cuanto al estado democrático, debe
ser lo suficientemente fuerte y decidido para redistribuir justamente
los bienes básicos y acudir en ayuda de los más necesitados. Y debe
prestarse más a atender y apoyar las iniciativas, demandas y quejas
que emiten las organizaciones sociales, débiles y precarias, pero exis­
tentes. Hace falta una «doble democratización»: de la sociedad civil
Miseria de la democracia 87

pensando más en igualar las desigualdades más ofensivas, y del esta­


do repartiendo su poder de forma más equitativa.22
La democracia es frágil. Hay que cuidar de ella para que no se
haga pedazos. Extremo este complejo en una cultura de la comodi­
dad y el bienestar. Seguramente no es cierto lo que Locke supuso: que
la virtud política es natural al ser humano. Como mucho, sabemos
que nos necesitamos los unos a los otros y que debemos cooperar para
resolver los problemas comunes, aunque luego no actuemos conse­
cuentemente con tal convicción. La fragilidad de la democracia es,
de hecho, reflejo de nuestros conflictos interiores y privados. Nunca
lo bueno aparece con la nitidez deseada, ni tira de nosotros con fuer­
za suficiente para anular otras resistencias. ¿Descreemos de la políti­
ca, de los políticos, de la democracia, de nosotros mismos? Tal vez
la claridad venga de la capacidad de deslindar todos estos conceptos
y de ver hasta qué punto somos todos responsables de la confusión
existente. No le hace ningún bien a la democracia la simplificación
de las funciones de sus distintos actores. Los políticos simplifican la
democracia cuando, en lugar de pensar sus contenidos y elaborar pro­
gramas, se preocupan sólo de descalificarse entre sí. Los medios de
comunicación simplifican la política reduciéndola a espectáculo y es­
cándalo. La política es simplificada al ser monopolizada por los par­
tidos. Y el ciudadano tiene que sentirse ciudadano, es decir, tiene que
empezar a considerar y entender que no sólo es sujeto de derechos
sino también de algunos y fundamentales deberes.
La democracia es un procedimiento lento y vacilante. Necesita tiem­
po. Debe incluso resignarse a «perderlo». Todo va demasiado despa­
cio en una democracia, puesto que el principio es no dejar a nadie
fuera de juego y atender a los intereses de todos. Las miserias aludi­
das pueden combatirse. La tiranía de las mayorías se combate inte­
grando a las minorías en los órganos de poder, repartiendo el poder

22. La tesis es de David Held, Modelos de democracia, Alianza Universidad, Madrid, 1992,
especialmente en la conclusión del libro, de donde extraigo el siguiente párrafo: «Sin una socie­
dad civil segura e independiente, el principio de autonomía no puede realizarse, pero sin un
Estado democrático, comprometido en promover duras medidas redistributivas, entre otras co­
sas, es poco probable que la democratización de la sociedad civil tenga éxito».
88 Paradojas del individualismo

más justamente. La indiferencia se combate fomentando la coopera­


ción con un diálogo y una consulta más evidente y continuada. En
cuanto a las desviaciones antidemocráticas que la democracia puede
generar no son casi nunca imprevisibles: suelen ser la consecuencia
de un «voto de castigo», el cual, a su vez, procede del descontento
y del desánimo ante un proceder que no da suficientes señales demo­
cráticas. Conocer las propias miserias es condición necesaria aunque
no suficiente para superarlas. La otra condición radica en la volun­
tad de combatirlas en su propio terreno.
6

L os lím ite s d e la p a r tic ip a c ió n

a participación merece capítulo aparte, ya que la baja participa­


L ción es un índice indiscutible del descrédito de la política demo­
crática. El supuesto autogobierno o gobierno del pueblo es una false­
dad si sistemáticamente comprobamos que, en los gobiernos demo­
cráticos, sólo unos cuantos participan en la política. Pero ¿qué es
participar? La participación electoral es sólo un elemento de la parti­
cipación política sin más, eso lo sabemos, si bien un elemento inex­
cusable para valorar la participación política. Participación signifi­
ca, en general, implicación en las decisiones políticas, compromiso
con la organización de la sociedad, no inhibición frente a los proble­
mas comunes. ¿De qué forma? Seguramente de formas muy variadas
y no siempre necesariamente a través de una acción directa. La orga­
nización social es extraordinariamente compleja, los grupos son de­
masiado amplios y los problemas diversos para pretender recuperar
la utopía de la democracia directa. Reaccionar ante la escasa partici­
pación es, ante todo, dar algunas respuestas a la pregunta sobre si
una participación satisfactoria —en las elecciones, pero no sólo en
ellas— es aún posible y en qué términos puede serlo. Todo lo demás
es pensar en el vacío.
Suelen aducirse dos razones como explicación de la crisis de la
democracia y de sus instituciones: el exceso de liberalismo, y la ins­
tauración de una democracia representativa en lugar de una demo­
cracia más auténtica, la participativa. Es la tesis del filósofo Benja­
mín Barber, en Strong Democracy:23 «un exceso de liberalismo ha

23. Benjamin Barber, Strong Democracy, University of California Press, 1984.


90 Paradojas del individualismo

socavado las instituciones democráticas», y «la representación des­


truye la participación». Contra esas tendencias que ponen en peligro
la supervivencia de la democracia misma, Barber apuesta por una «de­
mocracia fuerte», participativa —en el sentido literal del término—,
«que alimente a la comunidad sin destruir la autonomía» y que «su­
pere la pasividad y el vacío del liberalismo». De nuevo topamos con
ideas propias de las teorías comunitaristas según las cuales recons­
truir la comunidad de base —en este caso, la democracia— y hacer
que el individuo se sienta parte de ella no sólo resolvería la crisis de
participación, sino que es la condición necesaria para que el sujeto
sea realmente autónomo. Así leemos:

La autonomía no es la condición de la democracia, ésta es la con­


dición de la autonomía. Sin participar en la vida en común que los
define y en la toma de decisiones que forma su hábitat social, las mu­
jeres y los hombres no pueden llegar a ser individuos. La libertad, la
justicia, la igualdad y la autonomía son el producto de un pensamien­
to común y de una vida en común; la democracia los crea.24

Estoy de acuerdo con el último punto de Barber. El individuo no


llega a serlo si permanece aislado, viviendo sólo para sí y para los
suyos más próximos: ni llega a ser él mismo, ni llegan a gestarse aque­
llos valores impensables desde el aislamiento o la privacidad exclusi­
va. En efecto, ninguno de los grandes valores que deberían ser los ejes
de la democracia —libertad, igualdad, justicia— son definibles, o com­
prensibles siquiera, desde la particularidad. La prioridad que damos
a lo privado va en detrimento de lo público, de la democracia, y de
la apropiación de los valores que la constituyen. El individualismo
—liberalismo, egoísmo— desaforado es, pues, un peligro real para
la democracia bien entendida, para esa democracia que aún no cono­
cemos, pero que intuimos, o que conocemos por lo que no es. Por
eso no vale decir, con Barber, que «la democracia es la condición de
la autonomía», ni que «la autonomía es la condición de la democra­

24. lbid., p. xv.


Los límites de la participación 91

cia». Ambas cosas, individuo y vida democrática, deben construirse


simultáneamente, en una especie de dialéctica o tira y afloja de uno
y otra. A fin de cuentas, son los individuos los que hacen la demo­
cracia. La hacen, eso sí, con una idea de lo que es ser individuo dis­
tinta de la que mantendría —si tuviera alguna idea sobre ello— el in­
dividualista liberal.
Más discusión merece la tesis según la cual «la representación des­
truye la participación». La democracia representativa es un modelo
de democracia y, sin ninguna duda, el único posible en nuestro tiem­
po. Que la democracia sea representativa no implica necesariamente
que no pueda haber participación. Puede haberla, aunque por otros
medios que los asamblearios, la consulta directa o el referéndum a
cualquier propósito. No olvidemos que la democracia es un procedi­
miento político, una forma de gobierno que no se agota en sí misma
ni se justifica sólo como procedimiento: se justifica también si hace
cosas y las hace bien, si es eficaz, capaz de tomar decisiones y ejecu­
tarlas. Todo ello es inviable desde esa ingenua concepción del auto­
gobierno que descalifica sin más a la democracia representativa. Otra
cosa es preguntarse por qué los mecanismos actuales de representa­
ción han degenerado o se han devaluado o han perdido el crédito que
tuvieron. Que la representación no lo sea, que nadie o sólo una mi­
noría insignificante se sienta representada por sus supuestos represen­
tantes, no es argumento suficiente para negar la validez de la repre­
sentación, sino para transformarla en representación más auténtica.
Para combatir las tesis comunitaristas que pretenden devolvernos a
una situación de «paraíso perdido» —paraíso, además, quizá nunca
existente y, en cualquier caso, irrecuperable—, conviene tener claro
que hay que aceptar la tesis liberal según la cual el individuo es algo
externo al estado, frente a la tesis comunitarista —que tendría a su
antecedente más remoto en Aristóteles y, luego, en Rousseau— que
quiere entender al individuo exclusivamente como parte del todo po­
lítico. Si es bueno y deseable que el individuo se quiera a sí mismo
sin ignorar la existencia de los otros, si es buena y necesaria para el
bien de la humanidad que exista una cierta fraternidad, no es cierto
en absoluto que «todos seamos hermanos» ni que existan lazos natu­
92 Paradojas del individualismo

rales que nos unan. Más bien, todo tiende a desunirnos. Es por eso
que tenemos que hablar de justicia.
Volveré sobre todos estos puntos. Antes quiero detenerme en el
análisis de las ventajas de la participación misma. Desde un punto
de vista ético —no empírico—, la participación es buena y es parte
esencial de la democracia, que también es buena porque supone igual­
dad e implica obligación, dos elementos sin los cuales la democracia
es un mito. Si la política democrática exige teóricamente que los ciu­
dadanos participen en la vida pública, en la medida y posibilidades
de cada uno de ellos, hay que suponer que, en un cierto sentido, to­
dos los ciudadanos son iguales. Si a todos les debe ser dado partici­
par es porque todos deben poder hacerlo, y en ese aspecto, por lo me­
nos, puede decirse que son iguales. Que esto es así está claro a partir
de ciertos estudios, como los de Carole Pateman,25 donde se mues­
tra cómo la desigualdad social y sexual incide en la baja participa­
ción. Las mujeres y los ciudadanos de extracción social baja, es de­
cir, todos aquellos que se saben incompetentes profesionalmente, se
inhiben de la participación política. Es falsa, pues, dice Pateman, esa
supuesta «igualdad natural» de todos los individuos proclamada por
los teóricos liberales: no hace falta ser un lince para descubrir desigual­
dades sociales y económicas, las cuales inciden muy directamente en
la menor participación. Si la desigualdad explica la falta de participa­
ción, reclamar mayor participación equivaldrá a reclamar mayor igual­
dad. Igualdad y participación son, pues, dos reivindicaciones paralelas.
Pateman, desde su óptica feminista, explica muy bien cómo ese
problema fundamental tiende a ser obviado o simplemente no es vis­
to por la ceguera de los teóricos liberales —varones, por supuesto—
que se limitan a constatar la apatía política sin que, al parecer, se les
ocurra que puede haber razones para ella. En opinión de la filósofa, eso
es lo que les pasa a Almond y Verba en su célebre La cultura cívica.26

25. Cf. Carole Pateman, The Disorder o f Women, Polity Press, Cambridge, 1989, y tam­
bién The Problem o f Political Obligation: A Critical Analysis o f Liberal Theory, Polity Press,
Cambridge, 1985.
26. G. A. Almond y S. Verba, The Civic Culture, Princeton University Press, Princeton,
1963 (hay trad. cast.: La cultura cívica, Euramérica, Madrid, 1970).
Los límites de la participación 93

Como es sabido, ambos autores sostienen que es perfectamente ra­


cional no participar cuando se sabe que existen unos expertos que se
ocupan, en nombre de todos, y profesionalmente, de la vida política.
El porqué tiene que haber unos expertos, y se haya renunciado con
ellos a la vieja idea de democracia, es algo que el citado estudio no
llega a explicar:

Según la vieja y radical idea de democracia, en ella todos los ciu­


dadanos son expertos en su propia vida política, al margen de su co­
nocimiento y habilidades en otras áreas. Pero esta idea ha sido aban­
donada. Ahora «democracia» significa un sistema en el que los
ciudadanos alienan su derecho a decidir sobre sus vidas políticas en
expertos no políticos (por lo general, y hoy, juristas u otros profesio­
nalmente cualificados). Según tal concepción de lo político y la ciu­
dadanía, difícilmente sorprende que la clase trabajadora y las mujeres
sientan que no vale la pena estar activo; sus capacidades y conocimiento
no se consideran políticamente relevantes, ni en la política del estado
ni en la del lugar de trabajo.27

La visión individualista liberal impide ver que es la estructura social


la culpable de que tenga que haber unos expertos y se vea abandona­
da la idea de democracia donde todos son igualmente competentes
y autónomos. Idea a todas luces inviable. Si, por el contrario, lo ve­
mos de otra forma, si en lugar de entender la sociedad como agrega­
dos de individuos la entendemos como una estructura socialmente de­
sigual, el problema adquiere otra dimensión y los intentos de solución
han de ser otros. Es cierto que Pateman se inclina por donde lo hace
también Barber: tiende a descalificar el modelo liberal para recupe­
rar el rousseauniano comunitario —donde los representantes no son
«expertos», sino «servidores» del pueblo—. No obstante, y dejando
ahora esa inclinación hacia lo utópico, nostalgia de una democracia,
a mi juicio, no pretérita sino desfasada y anacrónica, su apreciación
del problema es correcta. No hay participación, entre otras razones,
porque no hay igualdad. Y el esquema teórico individualista y liberal

27. Carole Pateman, The Disorder o f Women, p. 170.


94 Paradojas del individualismo

impide ver el problema desde sus causas. De esta forma, Pateman va


más lejos que Barber: si éste achacaba los defectos de la participa­
ción democrática a una realidad complaciente con el individualismo,
a unos individuos sin sentido de comunidad, Pateman cree que, de
no resolverse las desigualdades existentes y evidentes, la democracia
participativa, con base comunitaria o sin ella, no dejará de ser un in­
tento fallido. En resumen, pues, más participación supone más igual­
dad: la igualdad política no es cierta si se mantiene la desigualdad
social y económica.
El segundo punto a analizar era la obligación implicada por la
participación política. Obligación en sentido moral, no simple obe­
diencia a un mandato externo que, por definición, es un mandato in­
comprensible o no compartido. Obligación, pues, derivada de la auto­
nomía moral del individuo, el cual acata las leyes porque él mismo
se las ha dado o las acepta como buenas. Es evidente que si uno par­
ticipa en las decisiones de un grupo o de una organización, se com­
promete a respetar el contenido de esas decisiones. Es una regla ele­
mental de la democracia si entendemos, otra vez, que ésta significa
gobierno compartido, esto es, gobierno participado. Si, por el con­
trario, no hay participación, no habrá tampoco compromiso en aca­
tar las decisiones tomadas. Antes veíamos cómo la igualdad era una
condición necesaria para la participación, y ésta una prueba de la igual­
dad; ahora vemos cómo la participación es condición necesaria de
la obligación.
Es un hecho, sin embargo, que los ciudadanos no se sienten obli­
gados, en el sentido moral del término, con la mayoría de las leyes
que emanan de los gobiernos democráticos. No sólo por comodidad
o por desidia, sino porque no se consideran en absoluto coautores
de esas leyes. ¿Qué joven se siente obligado —éticamente obligado—
a cumplir la ley del servicio militar, o a cumplir con la prestación social
sustitutoria si es objetor de conciencia? Entienden, en todo caso, que
deban acatarse las leyes salidas de una democracia, pero ¡si es una
democracia auténtica! Es decir: si los más afectados —en este caso,
ellos— son consultados antes de legislar, si algo muestra que se tie­
nen en cuenta sus intereses y dificultades. A este propósito y a cual­
Los límites de la participación 95

quier otro, está claro que se sigue pensando en la participación como


participación directa en la toma de decisiones. Y como ésta se aparta
mucho del funcionamiento de la democracia representativa, los ciu­
dadanos no se consideran obligados por las leyes de esa democracia.
No obstante, la obligación política es unánimemente concebida
«como un elemento constitutivo de la ideología democrática».28 Se
da por supuesto que la democracia implica consentimiento, aunque
la evidencia tienda a desmentirlo sistemáticamente. Carole Pateman,
que ha estudiado también a fondo el problema, relaciona el malen­
tendido con las teorías del contrato social. En ellas se trata de legiti­
mar el poder político sobre la base de un contrato hipotético entre
los miembros de una sociedad y el estado, del cual se deduciría el con­
sentimiento de los individuos a someterse al poder y a sus institucio­
nes. Por el contrato se acepta — todos aceptan— que unos pocos de­
cidan por todos. El problema de tal contrato es que nunca es una
promesa explícita, la cual sí implicaría obligación de cumplirla. Ni
siquiera el voto puede considerarse una promesa, ya que uno prome­
te conociendo cuáles serán las consecuencias de su promesa, mien­
tras que el elector desconoce las consecuencias de su voto. No sabe,
en realidad, a qué se compromete votando. Así, es difícil explicar de
dónde se deduce la supuesta obligación moral de acatar las leyes, si
nunca hubo promesa de hacerlo ni el voto es equiparable a una pro­
mesa. Los filósofos neocontractualistas, es decir, los contractualistas
de nuestro siglo, parecen haber advertido el error y lo plantean de
otra forma, como observa la misma Carole Pateman. John Rawls con­
sidera que no todos los ciudadanos tienen las mismas obligaciones
políticas —las cuales, por otra parte, no consisten sólo en votar—.
Son los «mejor situados», los políticos propiamente dichos, los más
obligados. El resto tiene sólo la «obligación natural» de obedecer.29
El ciudadano no asume obligaciones voluntariamente —eso sólo ocu­
rre, y aun con dificultades, en la vida privada—. Tál cúmulo de con­

28. Cf. P. H. Partridge, Consent and Consensus, Macmiilan, Londres, 1971.


29. John Rawls, A Theory o f Justice, Oxford University Press, 1971, §§ 14, 116, 334 (hay
trad. cast.: Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, México, 1979).
96 Paradojas del individualismo

fusiones y problemas sirven a Pateman para incidir en su tesis ante­


rior: la democracia liberal no llega al fondo de los problemas ni los
ve en su dimensión exacta. No es cierto —dice— que con la democra­
cia liberal —y el hipotético contrato— lo que antes fue obediencia
se haya convertido en obligación. Al contrario, «los teóricos de la de­
mocracia liberal deberían decir que si ese es el mejor régimen, hay
buenas razones —no voluntaristas— para la obediencia política». Lo
demás es ideología en el viejo sentido marxista de la palabra.
Estoy de acuerdo. Cuando consigamos abandonar el paradigma
moderno, según el cual era posible pactar sin pactar de hecho, y sen­
tirse obligado a acatar lo que otros ordenaban porque se suponía
que, en el fuero interno de la razón, el individuo y el todo social cons­
tituían una misma voluntad, cuando consigamos abandonar esos pre­
juicios, comprenderemos la realidad y las limitaciones de la demo­
cracia. Comprenderemos que no basta con dar por supuesta esa
igualdad ficticia derivada de la idea de que compartimos una razón
universal. Esa razón no está clara en la mente de nadie; sin embargo,
es preciso irla conquistando para ganar con ella una igualdad que nun­
ca existió. Es por ello, para ser más racionales, para lo que recaba­
mos la participación y el acatamiento de las decisiones. Pero ni la par­
ticipación debe ser un obstáculo sistemático para la gobernabilidad
y la toma de decisiones, ni ésta o la obligación que implica han de
significar exactamente lo mismo —comportamientos idénticos— para
todos los ciudadanos. Participación tiene que haber, es una condi­
ción sine qua non de la democracia, pero de la participación hay que
afirmar también que «se dice de muchas maneras». Cada cual debe
participar y considerarse obligado de acuerdo con sus posibilidades,
con sus necesidades y con sus funciones en el sistema. Es erróneo
entender la participación en la toma de decisiones colectivas como
participación directa de todos los ciudadanos en cada decisión de go­
bierno. Thmpoco hay que concebirla como una mítica adhesión a la
«voluntad general» rousseauniana. El problema de la falta de parti­
cipación en las democracias de hoy no podrá resolverse ni plantearse
adecuadamente mientras no esté más claro cómo puede y debe ins­
trumentarse hoy la participación política para que todos, del modo
Los límites de la participación 97

que sea, se vean concernidos en las decisiones. Esta es la pregunta


que hay que abordar inmediatamente.
La participación es, ella misma, un deber. Produzca o no obliga­
ción política —y no la producirá mientras sea insatisfactoria—, ella
misma es una obligación para todo aquel que acepta que la democra­
cia es una forma de gobierno bajo la que es bueno vivir. La demo­
cracia no se entiende sin la colaboración de los ciudadanos, sea ésta
del tipo que sea. Antes de nada, pues, debe ser aceptada la democra­
cia real, con sus imperfecciones. Es esta una condición obvia, pero
contra la que se ceban los elementos más discrepantes e insatisfechos:
aquellos que no aceptan, de entrada, nada que no sea perfecto, aque­
llos que descalifican a la democracia porque, según dicen, nada de
lo que conocen es auténtica democracia. Rebatir a estos utópicos tras­
nochados es literalmente imposible porque los discursos de uno y otro
bando siempre serán divergentes. Son teóricos del todo o nada, que
no entienden que la realidad es transformable no desde la nada, sino
desde un «algo». Aceptado, pues, ese «algo» de democracia que te­
nemos, hay que tener en cuenta otras dos condiciones importantes
para poder matizar el tipo de participación que necesitamos y nos
conviene. La primera, que la democracia, en tanto sistema de gobier­
no, tiene que ser eficaz, tomar decisiones y hacer que se ejecuten. Aun­
que la eficacia no sea un valor básico ni prioritario, es, sin duda, ín­
dice de un buen gobierno o de un buen sistema. Eficacia no significa
hacer leyes a destajo; la eficacia es compatible con el aplazamiento
de los acuerdos dudosos hasta llegar a un mejor conocimiento de la
cuestión, la eficacia también requiere tiempo. Estoy de acuerdo con
Rosa Virós cuando afirma que la eficacia no es el arte de resolver rá­
pidamente un problema; más bien, es eficaz la decisión que resuelve
un conflicto aun cuando haya que invertir más tiempo en ella.30 La
segunda condición es que no deben ignorarse o despreciarse las capa­
cidades psicológicas del individuo, de las cuales nos habla, si no la
psicología misma, por lo menos la experiencia. No es cierto, como
creyó a pies juntillas Kant, que el deber implique poder. Es posible

30. «Participado política», Papers de la Fundació Rafael Campalans, Barcelona, 1992.


98 Paradojas del individualismo

concebir deberes que resulten luego atrocidades imperdonables desde


el punto de vista de la psicología humana. Freud contribuyó sobra­
damente a ponerlo de manifiesto. Pues bien, algo de eso podría ocu­
rrir con la idea utópica de participación según la cual todos los ciu­
dadanos deberían intervenir en el acuerdo sobre las decisiones que
les conciernen. La idea de la consulta a todo propósito ni es viable ni
es conveniente ni el individuo podría cumplirla en el caso de que se le
impusiera como un deber. La tendencia a que un referéndum se trans­
forme en plebiscito o en voto de castigo no hace sino confirmarlo.
La coincidencia entre los teóricos de la política —excluidos, tal vez,
los comunitaristas— en que la participación así entendida no es bue­
na para la gobernabilidad es casi unánime. Incluso pensadores como
Macpherson que abogan por una «democracia participativa» tienen
que proponer modelos que adapten a la complejidad de nuestras socie­
dades la exigencia de una participación sin exclusiones. Y esos modelos
son, en realidad, una síntesis del sistema representativo y del partici-
pativo. Si es cierto que alguien debe ser el responsable último de la
toma de decisiones, algún mecanismo tendrá que ser posible para que
exista una mediación —la que teóricamente debieran realizar los parti­
dos— entre los ciudadanos y la apreciación de los grandes problemas.
Los desafíos de la realidad política, una realidad que desborda el ám­
bito de un solo país y que no siempre es previsible, exigen decisiones
continuas y rápidas. La decisión democrática requiere tiempo, pero
no ese tiempo consumido en debates asamblearios y estériles, que son
puro despilfarro porque ni conducen ni ayudan a clarificar nada.
Por un lado, pues, la participación ha de ser compatible con la
eficacia. Por otro, hay que contar con los límites de la disponibilidad
individual, saber qué es posible y conveniente exigirle al ciudadano
en orden a no malgastar demasiados esfuerzos. Mancur Olson, en The
Logic o f Collective Action,31 explica muy bien cómo el individuo ra­
cional no actúa a favor de un interés común, aun cuando esté de acuer­
do con ese interés, salvo en el seno de organizaciones muy pequeñas.

31. Mancur Olson, The Logic o f Collective Action. Public Goods and the Theory o f Groups,
Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1965.
Los límites de la participación 99

De esta forma, Olson rectifica la teoría clásica según la cual el indivi­


duo tiende a agruparse para conseguir sus fines, observando que el
individuo «normal» no pertenece a asociaciones grandes y que exis­
te, además, una coherencia entre la capacidad de convocatoria de una
asociación y su tamaño reducido. Cuanto más amplio sea el grupo,
menos beneficios tendrá cada miembro del mismo, menos probabili­
dades habrá de que cada miembro se preocupe por los fines comu­
nes, más costosa y burocrática será la organización y menos posibili­
dades habrá de conseguir una optimalidad en la obtención del bien
colectivo. Esta teoría, obvia por otra parte puesto que la experiencia
la confirma cada día, obliga a ser cautelosos con el sentido que que­
ramos dar a la participación política. Cuanto mayor sea el estado o
el colectivo político, menos se podrá exigir a los ciudadanos una im­
plicación en todos los asuntos políticos. Pero, puesto que hemos di­
cho que no hay democracia sin participación, de alguna forma habrá
que entenderla para que no obstaculice el buen gobierno ni sea un
deber de imposible realización.
Representación y participación no siempre son antagónicas. La
participación ha de ser vista en el marco de una democracia represen­
tativa. ¿Cómo? Más como un proceso de corrección de lo que hay,
que como la construcción de un modelo alternativo. Corrección de
todo lo que huela a la llamada «teoría elitista», según la cual el pue­
blo eligiría a los expertos para que le gobernara y se desentendería
inmediatamente de las tareas políticas. Esta teoría, que se acerca a
la realidad pese a ser criticada por muchos, prescinde realmente de la
autonomía de la persona o del punto de vista según el cual la autono­
mía plena no es la que se consigue con el ejercicio de la libertad nega­
tiva, sino con el de la libertad positiva. Al individuo hay que dejarle,
por supuesto, la libertad de diseñar su vida privada a su gusto y sin
más restricciones que las necesarias, pero también hay que pedirle y
darle ocasiones para que coopere libremente en la construcción de
una vida pública a cuyas leyes deberá someterse. ¿Por qué hay que
pedírselo si no quiere hacerlo? Porque, como bien dice Benjamín Bar-
ber, los grandes ideales colectivos son palabras vacías que requieren
muchas precisiones y muchos acuerdos. No hay principios morales
100 Paradojas del individualismo

concretos —no los abstractos derechos humanos— compartidos por


toda la humanidad. Esos principios, sin embargo, son imprescindi­
bles para la supervivencia de la democracia. Y su concreción no cabe
dejarla sólo en manos de unos expertos políticos. Entre otras cosas,
porque no hay expertos en tales cuestiones.
Ahora bien, llevar a cabo esa corrección significa luchar contra
el egoísmo del individuo y, más aún, contra el «individualismo colec­
tivista»?1 Ambas formas de individualismo tienden a no acordarse
de los demás hasta que los necesitan para sus fines. A nadie le cuesta
ejercer la libertad negativa, esa libertad que es simple dejar hacer, sin
imponer normas. Hacer uso de la libertad positiva, en cambio, es mu­
cho más costoso, exige imaginación, esfuerzo y valor para responder
de uno mismo ante los demás. Ese ejercicio de la libertad debe tener
como fin la construcción de una sociedad de seres más iguales y li­
bres que la existente, donde las incompetencias que inhiben de la co­
laboración no se den, donde haya, pues, más igualdad de oportuni­
dades, y donde todos y cada uno de los individuos tengan la posibilidad
de escoger la forma de vida que quieran y no haya gente marginada
porque está desposeída de casi todo. Las vías para colaborar en esa
nueva convivencia pueden ser muchas y no desligadas de la realiza­
ción profesional de cada uno. Puesto que, en estos tiempos, el sector
de servicios es el que más crece y en el que, de algún modo, estamos
todos, lo que será difícil es no encontrar, en las habilidades, compe­
tencias y apetencias de cada cual, formas de colaborar en el descubri­
miento y la satisfacción de los intereses comunes o de la justicia. Y
si la colaboración «constructiva» es complicada, sobre todo cuando
las ideas claras sobre qué hay que hacer no abundan, lo que nunca
deja de estar al alcance del ciudadano es la crítica, el control, la disi­
dencia. No la disidencia indiscriminada, por sistema, que es una di­
sidencia inmadura, sino aquella capaz de distinguir lo que debe ser
reprobado de lo que merece aprobación. En una democracia, en prin­
cipio, todos los desvíos son posibles, sobre todo si la libertad es real,32

32. Véase Salvador Giner y Manuel Pérez Yruela, La sociedad corporativa, Centro de In­
vestigaciones Sociológicas, Madrid, 1979.
Los límites de la participación 101

con la diferencia, sin embargo, de que, en una democracia, esos des­


víos son controlables y punibles. El control es el modo más elemen­
tal de participación.
El problema no es que no existan cauces, el problema es más hon­
do: no se cree en la democracia, se desconfía de los políticos, se des­
aprovecha la libertad y no se buscan canales de participación porque
se consideran superfluos. Eso ocurre porque la democracia es «mal­
gastada» y desaprovechada, circunstancia que acaba por desalentar
al más voluntarioso. La democracia debería exhibir permanentemen­
te su objetivo, que no es otro que el empeño en la concreción de los
valores fundamentales: no permitir que se sigan cometiendo injusti­
cias y que se siga ultrajando a las personas bajo la apariencia de otra
cosa. Ese empeño se basa en la convicción antiindividualista de que
sólo contando con los otros será posible llegar a mejorar algo. Sabe­
mos que el individuo solo no sobrevive ni llega a construir nada, que
los problemas más vivos tienen dimensiones y soluciones transnacio­
nales, y que la idea de justicia es, en definitiva, una creación históri­
ca nuestra a la que hay que dar contenido realizándola. La democra­
cia está llena de imperfecciones, evidentemente. Por eso hay que
participar, para tratar de corregirlas. Si la democracia fuera perfecta,
¿qué necesidad habría de que nadie opinara sobre nada?
Finalmente, cuando hablamos de participación o de abstención,
solemos mirar fijamente al ciudadano que no vive de la política. A
él le exigimos que viva para ella porque se supone que los políticos
ya lo hacen. Pues bien, no hay deberes unilaterales, y mucho menos
los que tienen que ver con la acción pública. La participación ciuda­
dana en la política ha de venir impulsada y motivada por aquellos
que no hacen de la participación un problema porque están ya en la
política, son políticos. Los llamados a corregir directamente los de­
fectos de la democracia elitista no son los ciudadanos que no han he­
cho de la política su profesión, sino los políticos profesionales, abrién­
dose a las opiniones de los ciudadanos, asumiendo sus críticas, no
recibiéndolas con la prepotencia de quien se basta a sí mismo y es
autosuficiente para actuar a su aire. En materia de política no hay
verdades, todo es opinable, más aún cuanto más importante sea la
102 Paradojas del individualismo

decisión a tomar. Si es cierto que la eficacia en el gobierno y cierta


forma de entender la participación son incompatibles, también lo es
que la eficacia no puede equivaler a un cheque en blanco otorgado
a los gobernantes. De esta forma reincidiríamos en la teoría elitista
de la democracia. La eficacia que hay que defender es, repito, la que
resuelve conflictos y no problemas, pues un conflicto se resuelve sólo
con la aquiescencia de todas las partes implicadas en él, y, en una
democracia, no es lícito resolver ningún conflicto a espaldas de las
partes concernidas. El buen político, así, no tiene más remedio que
aceptar e incluso exigir la participación, hacer que el conflicto apa­
rezca en el momento de tomar decisiones y no una vez tomadas. Al
buen político ha de interesarle que los ciudadanos opinen.
Desde esta perspectiva, la participación electoral no es más que
una consecuencia de otra participación más completa, vivida e inte­
resante. La abstención, por el contrario, es síntoma de desinterés y
desafección por la política. Un síntoma, puesto que la baja partici­
pación electoral indica que la participación propiamente dicha es in­
existente. Indica, asimismo, que la política carece de credibilidad. El
ciudadano no deja de participar sólo por comodidad, sino porque
no se siente escuchado ni se le da oportunidad para que hable, ni re­
conoce los intereses a debate como los suyos. Y si la política no se
merece el desprecio que recibe —como no dejan de repetir los
políticos—, habrá que estudiar, para corregirlas, las razones de ese
desprecio, las razones de ese extrañamiento o alienación que tal vez
sea la más grave de nuestro tiempo.
Ocurre con la democracia representativa lo mismo que con el ca­
pitalismo. Hemos llegado al acuerdo, expreso o tácito, de que la eco­
nomía capitalista es la única que funciona medianamente bien, me­
jor que ninguna otra imaginable, que no debe ser rechazada, sino
corregidos sus excesos y su actuación salvaje. Asimismo, hay que re­
conocer que está bien que se mantenga la democracia representativa,
pero con múltiples correcciones, correcciones que precisan de muchas
cosas: de la fe de los ciudadanos en la bondad del sistema, de la edu­
cación en hábitos participativos, de la voluntad política de admitir
más participación, de la imaginación para idear nuevas formas de com­
Los límites de la participación 103

promiso, de la humildad del gobernante para reconocer sus equivo­


caciones y de su paciencia para aplazar las decisiones. Es un error
pensar que la democratización de la vida política vendrá sola, sin de­
mocratizar antes otras cosas. Y sin entender que esa democratización,
en la familia, en la escuela, en la universidad, en los partidos, en las
instituciones, en el trabajo, ha de revisar también su idea de partici­
pación. En este país, más que en ninguno de los que tenemos más
cerca, la confusión sobre el tema es aún grande. La salida del autori­
tarismo nos lanzó al extremo contrario: al de la asamblea permanen­
te. De la misma forma que la crítica indiferenciada y a cualquier pro­
pósito resulta ineficaz porque nadie la toma en cuenta, de la misma
forma que la madurez democrática se muestra por el saber distinguir
lo que debe ser criticado de lo que no merece la pena criticar, tam­
bién la buena participación democrática ha de saber discernir la me­
dida de la participación. Encontrarla es acceder a esa sabiduría que
no dan ni las teorías ni los libros, sino la experiencia y el buen sentido.
Así, pues, participar es hoy contribuir a la corrección de los vi­
cios y miserias de la representación. Vicios derivados de una volun­
tad de eficacia mal concebida o de la desviación hacia los intereses
corporativos de los propios partidos. Esa participación «correctiva»
puede ejercerla el ciudadano, sobre todo, con la crítica, pero también
con una colaboración más activa en asociaciones y organizaciones que
atiendan a fines públicos. Todo eso representa un esfuerzo para el in­
dividuo que no encuentra alicientes fuera de la inmediatez de su vida
privada. Facilitar ese esfuerzo es demostrarle que la colaboración vale
la pena, que la política es necesaria también para él, que no merece el
descrédito que tiene. Esa idea de participación tiene que ver con la
concepción del individuo defendida a lo largo de todo este libro:
el individuo que se quiere a sí mismo a través de los otros, pues no
hay otro modo de quererse ni de reconocerse uno mismo.33 Tenien­
do en cuenta, además, que esos «otros» no son limitables a los otros
más cercanos hacia los que la simpatía y la benevolencia es relativa­

33. Esta idea es la que lleva a Fernando Savater a defender la ética como «amor propio».
Véase la nota 2.
104 Paradojas del individualismo

mente fácil. Hay que tener siempre presente la sabia observación de


Terencio: el individuo realmente humano es el que considera que nada
humano le es ajeno, el que se siente obligado hacia los otros por de­
beres de justicia.
Queda aún una cuestión ineludible referida a la participación por­
que forma ya parte de los problemas que ésta lleva consigo. La parti­
cipación es una condición de la buena democracia, por definición,
pero ¿por qué es deseable? ¿Basta decir que está implícita en el con­
cepto de democracia para justificar su bondad? William Nelson, que
se ha hecho esta pregunta, da la siguiente respuesta: la participación
no es deseable porque estabilice el gobierno ni porque produzca obli­
gación política, sino sólo si produce leyes más justas.34 ¿Hay razo­
nes para decir que la participación producirá más justicia?
En principio, no. Una de las miserias de la democracia es su inca­
pacidad para garantizar la justicia de los resultados.35 Ya dijo Aris­
tóteles que «los partidarios de la democracia llaman justa a la opi­
nión de la mayoría sea cual sea».36 «Llaman justa», pero no es
seguro que esa opinión, aun cuando proceda de la mayoría, tenga que
ser necesariamente justa. Teóricamente, un buen procedimiento —el
procedimiento participativo— no debería producir resultados malos.
Pero, en la práctica, los ha producido y sigue produciéndolos. Resul­
tados contrarios a la justicia misma, resultados contrarios a la Cons­
titución de un país que es el marco último de sus leyes. Un criterio
basta para detectar un mal resultado: es aquel que acaba con la de­
mocracia misma, un resultado dictatorial. Ocurrió con el nazismo,
que es el ejemplo paradigmático. Pero no hace falta ir tan lejos: el
procedimiento democrático puede dar lugar —y lo hace— a leyes que
recortan excesivamente las libertades, que penalizan lo que no debe­
ría penalizarse, que priorizan lo que no necesita ser priorizado y rele­
gan asuntos que merecerían más atención. La justicia no es, pues, una
consecuencia lógica del procedimiento democrático y participativo.

34. William N. Nelson, On Justifying Democracy, Routledge, Londres, 1980 (hay trad.
cast.: La justificación de la democracia, Ariel, Barcelona, 1986).
35. Veáse el capítulo anterior, donde desarrollo más por extenso esta idea.
36. Aristóteles, Política, 1318a 20.
Los límites de la participación 105

Lo cual, a fin de cuentas, no hace sino corroborar que la participa­


ción «destructiva», esa participación consistente en el control y la crí­
tica, es absolutamente imprescindible, pues no siempre la mayoría está
más cerca de lo justo. Las insuficiencias de la justicia las ve con más
lucidez la minoría, que es la que las sufre más profundamente.
Hay, sin embargo, un resultado positivo que la democracia parti-
cipativa asegura porque ya está implícito en ella: la actitud favorable
a la política. La actitud que no logra, en cambio, la política elitista,
mercantilizada, profesionalizada, que sólo obtiene respuestas apáti­
cas y desmoralizadas, porque es una política que no muestra su co­
nexión con lo que es de todos. Esa es la política liberal, sin ideas so­
bre lo público, sin asuntos de interés común, donde la clase política
actúa por libre y sin control ideológico, la política aquejada de «par-
titocracia», con partidos poco transparentes y de afiliación disminu-
yente, sin aliciente ninguno para los más jóvenes.
Si entendemos la participación como «corrección», será difícil que
una sociedad de individuos participativos produzca resultados más
injustos que una sociedad gobernada por elites. Por otra parte, si la
falta de participación es signo de apatía política y contribuye a acre­
centarla, la participación, por el contrario, es síntoma y motivo de
interés político. Pero el convencimiento en la positividad de la parti­
cipación no conseguirá nada por sí solo, como no consigue tampoco
nada la convicción de que la democracia es mejor que cualquier otro
régimen pensable. El problema es mover a las voluntades y moverlas
a todas. El free rider —el gorrón— existe, especialmente en los gru­
pos amplios, donde personas pasivas o ajenas a los movimientos del
grupo se benefician, sin embargo, de la acción colectiva. Reducir los
grupos, dividirlos, para incitar a la participación, es el único remedio
que, hasta ahora, se nos ha ocurrido. Un remedio de doble filo, como
veremos en el próximo capítulo.
7

L a fieb re d e lo s sep a ra tism o s

l afán reciente por señalar y reivindicar el propio territorio es una


E expresión más del credo tribalista que pone a la autonomía del
grupo —y no a la de la persona— en el pedestal más alto. Puede que
sea una respuesta a la necesidad de cohesión que la democracia sola
no resuelve ni facilita. Puede que sea una merecida revancha a repre­
siones sufridas durante años. Y puede que encuentre tierra abonada
en el individuo que, falto de seguridad y de ideas, busca cobijo en
la tribu. No son razones despreciables. El empeño autonómico, la vo­
luntad de ser uno mismo, son reacciones justas contra la coloniza­
ción, reconocidas como derecho fundamental de los pueblos, y en ab­
soluto condenables. Pero la palabra «colonización» es de las que
carecen de un referente unívoco. Cualquiera se siente colonizado por
quien le impide hacer lo que quisiera: hablar su lengua, controlar su
presupuesto, organizar su territorio, malgastar sus ganancias. Es un
terreno en el que la barrera de lo «objetivo» es indeterminable. Para
empezar, cada caso es único y distinto, y lo- es también el modo de
llevar a cabo las propias reivindicaciones. Una vez más, hay que re­
cordar a este propósito que el fin no es juzgable separado de los me­
dios. Porque la independencia o la autonomía, por sí solas, valen muy
poco, como vale muy poco la libertad negativa no secundada por la
libertad positiva. Puesto que los grandes valores sólo adquieren legi­
timación plena si la práctica los ratifica como tales, un bien que sólo
es realizable por medios reprobables deja de ser un bien. La autono­
mía es buena si se utiliza para bien, y no lo es si destruye en lugar
de construir. Cualquier intento de autodeterminación que pretenda
La fiebre de los separatismos 107

ser legitimado desde un punto de vista ético habrá de cuidar, en con­


secuencia, el cómo y el para qué: cómo, con qué costos, se ha realiza­
do el proceso de autodeterminación, y para qué, qué ventajas, qué
mejoras, en el ámbito individual, político, administrativo, social, éti­
co, ha supuesto el cambio. Es fácil encontrar razones que justifiquen
la bondad y la justicia de las buenas intenciones, pero el infierno, como
sabemos, está empedrado de ellas. Los principios no bastan para le­
gitimar la práctica. Reflexionar sobre el valor de los nacionalismos,
sobre el valor de la autonomía aplicada a un pueblo o una comuni­
dad, habrá de consistir en ver hasta qué punto el principio resiste su
puesta en práctica, hasta qué punto es capaz de enfrentarse con las
consecuencias de su aplicación sin malograrse en el intento.
El sentido de los nacionalismos varía en cada uno de ellos, cada
uno presenta singularidades irrepetibles. No podría ser de otro modo
cuando el nacionalismo trata de recuperar o preservar una manera
de ser cuyas raíces están en la tradición y en los orígenes de un pue­
blo. Raíces, pues, caracterizables por su identidad peculiar, por lo que
distingue a unos de los otros, y, en especial, de los otros más próxi­
mos: suelen ser ellos —los que están más cerca— los que amenazan
o perturban el mantenimiento de lo propio. Ese asidero nacionalista
al que, en estos momentos, se está agarrando todo el que puede o en­
cuentra motivos para hacerlo —y encontrar diferencias no es difícil—
tiene una explicación emotiva obvia. Es lógico —oímos— que en es­
tos tiempos de desintegración ideológica y de debilidad política se acu­
da a las raíces y a la fuerza del sentimiento como único medio de unir
voluntades. Puesto que las identidades políticas se difuminan —ya
no hay rojos ni blancos ni azules, sólo tonos grisáceos o incoloros—,
y puesto que estamos convencidos de que la política no puede redu­
cirse sólo a política económica, el territorio, la cultura, las tradiciones,
la lengua se ofrecen como fines a preservar y cuidar nada desdeñables
en la medida en que consiguen entusiasmar al pueblo. La gente siente
que lo suyo es suyo y no le cuesta movilizarse para defenderlo. Los
nacionalismos son motivo fácil de agregación y entusiasmo, dos ras­
gos imprescindibles para una política no autoritaria y participativa.
El proyecto nacionalista actual, si así puede llamársele, es muy equí­
108 Paradojas del individualismo

voco, puesto que está lejos del proyecto político que configuró el naci­
miento de los estados-nación a finales del siglo xix y principios del xx.
Lo de ahora son, desde aquella perspectiva, mini-nacionalismos, de
carácter étnico-lingüístico, aunque también político, en los que el «de­
recho de territorio» está más cerca que antes del «derecho de sangre»,
y donde no siempre juega un papel determinante y obligado la crea­
ción de un estado nuevo e independiente. Puesto que su surgimiento
depende de coyunturas diversas, cada nuevo nacionalismo parece dis­
tinto de los anteriores, dependiendo la diferencia tanto de los antece­
dentes históricos como del contexto y circunstancias en que aparece
la identidad nacionalista. Sea como sea, se trata siempre de defender
algo propio, una identidad preterida, olvidada o, sobre todo, repri­
mida durante años por otra identidad más poderosa y dominante.
Es difícil, sin embargo, determinar hasta qué punto los movimientos
nacionalistas tienen una razón de ser verdaderamente populista o, por
el contrario, exclusivamente política, en el peor sentido de la palabra
«política»: como voluntad de poder y de dominación. En el proyecto
nacionalista hay siempre una voluntad de autoafirmación y una lu­
cha por el reconocimiento, que no se muestran como la decisión auto­
ritaria de unos pocos. No se muestran así porque no pueden: la expli­
cación del nacionalismo reside en la memoria, y en la memoria de
todo un pueblo. Es, ciertamente, una apelación al sentimiento y sería
paradójico hablar de unos sentimientos no subjetivos. No obstante,
lo que, en principio, cuenta con una base de valores comunes y com­
partidos, puede evolucionar, y lo hace con demasiada facilidad, en
acciones y comportamientos dominadores. Quiero ocuparme de am­
bos aspectos: el surgimiento de los nacionalismos como expresión de
la ambigüedad y el desconcierto de nuestro tiempo, y las paradojas
y contradicciones éticas implícitas en su implantación.
No es casual que la realidad política de los nacionalismos tenga
una clara contrapartida teórica en el movimiento ético comunitarista
tan en auge en Estados Unidos. Dentro del comunitarismo se sitúan
teorías bastante distintas, pero con un denominador común. Las más
conocidas son las desarrolladas por A. Maclntyre en Tras la virtud,
por Michael Walzer en Spheres o f Justice o por Charles Taylor en
La fiebre de los separatismos 109

Sources o f the Self.37 Les une el empeño por superar ciertos males
teóricos y abstractos del liberalismo individualista, como el hecho in­
negable de que una teoría liberal se muestra incapaz de hallar una
fuente única y común para los valores éticos. No suelen buscar res­
puestas a los males empíricos derivados del liberalismo económico,
como la desigualdad social. Ello hace que sus propuestas suenen muy
conservadoras, más nostálgicas de un pasado que fue, que construc­
toras de un presente que debe responder a situaciones de injusticia.
También los nacionalismos son, por definición, conservadores. La tesis
más difundida es la de Maclntyre, pionero del movimiento comuni-
tarista, según la cual un mundo plural como el nuestro, que ya no
comparte una concepción unitaria de naturaleza humana, no tiene
fundamento posible para una ética universal. Sólo reconstruyendo «co­
munidades» capaces de estructurarse en torno a unos valores comu­
nes será posible reconstruir también la ética, pero no una ética con
pretensión de universalidad, sino relativa a los fines y objetivos de
cada comunidad concreta.
No está claro, ni en Maclntyre ni en ninguno de ellos, en qué tipo
de comunidades están pensando cuando las defienden a cualquier pre­
cio. No es difícil ni parece absurda, sin embargo, la extrapolación
de sus tesis a las ideas nacionalistas que, tal y como hoy se ofrecen,
parecen querer ser una recuperación de la soñada Gemeinschaft en
contra de la fría y dura Gesellschaft. Los comunitaristas, por otro lado,
son, cada cual a su manera, aristotélicos y hegelianos, y nada kan­
tianos. Huyen del formalismo de las normas e imperativos abstrac­
tos, y pretenden ceñirse a lo particular y concreto. La ética, vienen
a decir, no puede hacerse de espaldas a la sociología. Lina pragmáti­
ca real, y no trascendental como la que propugna Habermas, debe
ser su contexto. Así, la phronesis, la «prudencia», o el saber encon­
trar la medida de la acción para cada caso, reaparece como único prin­
cipio. De igual modo, la Sittlichkeit, la moralidad concreta de Hegel,
destituye a la Moralitát formal y abstracta de Kant. Los comunitaristas37

37. Sobre las filosofías comunitaristas, véase la excelente exposición de Carlos Thiebaut,
Los límites de la comunidad, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993.
110 Paradojas del individualismo

dudan de la posibilidad de alcanzar unos principios de la justicia uni­


versales, mientras que, por otra parte, no desprecian en absoluto las
concepciones particulares del bien —cuya fuente es la familia, el tra­
bajo, la religión, la patria—, que consideran la base para definir y
fundamentar la justicia. En cualquier caso, insisto, todo es teórico:
el movimiento de los comunitaristas hacia lo real y concreto no tiene
nada que ver con la llamada «ética aplicada» que sí está dispuesta
a plantear y analizar los problemas éticos reales —aborto, eutanasia,
racismo, pena de muerte— que aparecen y reaparecen no resueltos
en las sociedades actuales.
El debate en torno a la diferencia entre lo justo y lo bueno y su
lugar dentro de una teoría ética es central en las teorías éticas con­
temporáneas, y señala la distancia entre la herencia deontológica kan­
tiana y la ética teleológica utilitarista. Quienes abogan por la separa­
ción de lo justo y lo bueno —como es el caso de John Rawls—
mantienen una postura decididamente antiutilitarista: la justicia no
puede venir definida a partir de las concepciones del bien —es decir,
de las preferencias y deseos— de los individuos que integran una so­
ciedad. Eso haría a la justicia contingente. Por encima de las apeten­
cias y opiniones particulares, deben ser preservados unos principios
de la justicia que no deben ser ni discutibles ni negociables. La igual­
dad, entendida como no discriminación de los más débiles, es un prin­
cipio irrevocable sea lo que sea lo que piensen o juzguen los indivi­
duos de una determinada sociedad. Dicho con más precisión: no es
justo acabar con los débiles —ancianos, niños, disminuidos físicos
o mentales— por muy conveniente que ello sea para la economía, o
por muy consensuada que apareciera en una determinada comuni­
dad una de tales medidas. Es justo preservar la naturaleza, por anti­
económico que resulte. Quienes defienden esa prioridad y universalidad
de la justicia suelen pensar, al mismo tiempo, que «lo bueno» —es
decir, lo querido o preferido por cada uno— pertenece, en todo caso,
a lo que podemos llamar la «moral privada», pero no a la moral pú­
blicamente regulable. Cada cual debe decidir qué es bueno para él o
para ella, y si ese bien no interfiere, no estorba, a la realización de
la justicia, la libertad para perseguirlo carece de límites.
La fiebre de los separatismos 111

Junto a esos teóricos de la justicia, los comunitaristas sostienen


que es imposible llegar a definir con fundamento unos criterios gene­
rales de justicia, con lo que la pretendida moral universal es una pura
ilusión. En cambio, es cierto que los seres humanos tienen nociones
diversas de lo que es el bien para ellos, nociones que, porque son dis­
pares y variadas, son irreducibles a un «hiperbien», a una idea de jus­
ticia que pretenda abarcar lo más esencial e irrenunciable de todas
ellas. Son esos bienes, que nacen de lo concreto, de comunidades par­
ciales, la única fuente de nuestras ideas morales. No hay, para los co­
munitaristas, una teoría racional que dé cuenta de todas las dimen­
siones de la vida moral. Ésta se genera en los relatos e historias
concretas, es indisociable de las culturas. Otra vez, la idea aristotéli­
ca de la phronesis, según la cual no hay un término medio de la va­
lentía o de la templanza que sea objetivo e igual para todos, sino que
cada cual debe encontrar su término medio, tiene aquí perfecta apli­
cación. No sólo las tradiciones y comunidades concretas ofrecen la
única base racional y real de la moral, sino que sólo esa moral enrai­
zada de veras en la historia de las gentes es capaz de vencer y superar
la anomia de nuestra época.
La asociación del comunitarismo con los nacionalismos de hoy
—recuperación de comunidades de dimensiones más reducidas, con
sus ideales y concepciones del bien propios— parece obvia. También
es explicable que la confusión ideológica dé lugar a un fenómeno que,
siendo perfectamente comprensible —la vuelta a los orígenes y su con­
servación es lo único que se mantiene cuando todas las ideas se
tambalean—, es, a la vez, visto como inagotable fuente de problemas,
de conflictos y desórdenes, en muchos casos violentos. Por otra par­
te, el hecho de que esas comunidades sean o deban ser el subsuelo
de un «rearme moral» las hace altamente sospechosas. Sospechosas de
intolerancia con respecto a otras «morales» de otras comunidades,
e igualmente sospechosas de radicalizaciones fundamentalistas. Es pre­
ciso, pues, ver, en primer lugar, cuál es la explicación y cuáles los ar­
gumentos que nos llevan a celebrar los nacionalismos o la recupera­
ción de comunidades como un valor apreciable, sin dejar de considerar,
al mismo tiempo, las desventajas y amenazas inherentes a ese fenó­
112 Paradojas del individualismo

meno que subordina la identidad política, no a una idea de alcance


universal, sino a la pertenencia a un territorio y a la recuperación de
una cultura.
Uno de los argumentos que han utilizado los filósofos a favor de
los sentimientos patrióticos es que, sin ellos, la cohesión política es
puro mito. ¿Por qué individuos con intereses individuales y distintos
han de sentirse obligados a mantener una política común? Hobbes
y compañía tuvieron que inventarse la ficción de un pacto, un «con­
trato social», para explicar algo a primera vista tan incomprensible
como la racionalidad del estado. Si el ser humano es egoísta, sólo mo­
tivos egoístas —como su propia defensa— le mueven a acatar unas
leyes que él no ha ideado. A Hobbes se le escapó que el sentimiento
pudiera estar apegado a la tierra hasta el punto de amar las leyes que
ésta le impusiera. De haberlo considerado, quizá su explicación hu­
biera sido otra. Sea como sea, lo que ni Hobbes ni ningún filósofo
de la política discute es que debe haber una obligación política, unos
intereses comunes que, en ocasiones, pasen por encima de los priva­
dos, que la convivencia exige ciertas ataduras. El filósofo inglés Henry
Sidgwick, tras poner de manifiesto que, tal vez, lo ideal sería un mundo
sin comunidades políticas, sin visados ni fronteras ni licencias de ad­
misión, un estado global de la humanidad o un mundo en el que sólo
hubiera «barrios», reconoce al punto lo inviable de tal ideal. Por tres
razones básicas: 1) porque ese mundo carecería de «sentimientos pa­
trióticos» y, por lo tanto, carecería también de cohesión interna entre
sus individuos; 2) porque el libre movimiento de personas podría ser
obstáculo a los esfuerzos por subir el nivel de vida de las clases más
oprimidas de un determinado país; 3) porque la promoción cultural
y el funcionamiento efectivo de las instituciones políticas se verían
mermados por la entrada continua de otras poblaciones heterógenas.
Es decir, lo que hace realista a Sidgwick es la triple convicción de que
el individuo tiene que tener una patria, que la patria debe asegurarle
el bienestar en ella, y que debe ser preservada la pureza cultural de
un país. Sidgwick era utilitarista y, de esta forma, oponía una serie
de argumentos utilitaristas a la libertad de movimiento de los ciuda­
danos. Uno de los teóricos del comunitarismo ético, Michael Walzer,
La fiebre de los separatismos 113

recuerda estas opiniones de Sidgwick para disentir de ellas, pues en­


tiende que sólo serán válidas si el primer argumento, de donde deri­
van su fuerza los otros dos, se mantiene por sí mismo, y no por razo­
nes utilitarias. Dice así:

Sólo si el sentimiento patriótico tiene una base moral, sólo si la


cohesión comunal favorece que haya obligaciones y sentidos compar­
tidos, sólo si hay también extranjeros y no sólo miembros en la comu­
nidad en cuestión, sólo entonces habría razones para que la adminis­
tración se ocupara especialmente del bienestar de sus miembros (y de
toda su gente) y del éxito de su propia cultura y de su propia política.
Pues es por lo menos dudoso que el nivel de vida normal de las clases
menos favorecidas de todo el mundo disminuyera bajo condiciones de
total movilidad de trabajo. Tampoco hay pruebas contundentes de que
la cultura no pueda desarrollarse en un ambiente cosmopolita, ni
que sea imposible gobernar a gente que se encuentra unida por casua­
lidad. En cuanto a este último punto, hace tiempo que los teóricos
de la política descubrieron que cierto tipo de regímenes —a saber, los
más autoritarios— funcionan en ausencia de cohesiones comunitarias.
Que la total movilidad favorece al autoritarismo podría ser un argu­
mento utilitarista contra la movilidad; pero tal argumento sólo val­
dría si los individuos, libres para ir y venir, desearan expresamente otra
forma de gobierno. Extremo que puede no darse.38

Walzer parece estar sosteniendo una perogrullada: el sentimiento


patriótico sólo es bueno si es bueno. No es bueno como base para
asegurar el trabajo de quienes pertenecen a una misma patria, ni pa­
ra preservar la cultura de esa patria. Por otro lado, tampoco la cultura
propia de un territorio ni la política para mantener agregados a sus
miembros valen por sí mismas: lo único que vale —si es que v a le -
es la cohesión comunitaria si desde ella es posible compartir un sen­
tido y unos deberes estrictamente morales. La teoría de Walzer, como
la de cualquier comunitarista, choca con la de Rawls, que no opina lo
mismo. Rawls, en efecto, no cree que los lazos comunitarios sean
la condición sirte qua non de los sentimientos comunitarios. Al con­

38. Michael Walzer, Spheres o f Justice, Blackwell, Oxford, 1983, pp. 37-38.
114 Paradojas del individualismo

trario, según Rawls, una sociedad bien ordenada, una sociedad que
se guía por los principios de la justicia, promoverá de suyo valores
no individualistas, promoverá de suyo el sentido de la justicia en los
individuos y, por tanto, fines más comunes. Opinión que es recogi­
da, a su vez, por el comunitarista Sandel, para objetar que una justi­
cia como la de Rawls, la «justicia como equidad», no se toma en se­
rio nuestra «comunalidad», un aspecto del bien de cada cual, que es
el único fundamento —mejor, el único motivo— del deber de justi­
cia.39 Charles Taylor, por su parte, abona tales principios al insistir
en la necesidad que tienen los ciudadanos de una sociedad democrá­
tica de reconocerse como partícipes de un mismo grupo. Las unida­
des nacionales proporcionan el suelo adecuado, en su opinión, para
lo que Hegel llama la «lucha por el reconocimiento». Las etnias mi­
noritarias no se sienten reconocidas por las mayoritarias, como los
colectivos oprimidos no son reconocidos por los liberados y domi­
nantes. La falta de reconocimiento sumerge al individuo o al gru­
po en proyectos que no entiende. Una identidad étnica supera a la
identidad metafísica porque es más significativa para quienen están
en ella.40
Todo parece indicar que la tesis comunitarista fuerte consiste en
el reconocimiento de algo así como una base antropológica comuni­
taria como única fuente, fundamento y explicación de la existencia
de valores éticos. Lo cual quizá sea una forma de superar el paradig­
ma individualista y egoísta propio del liberalismo moderno. No es,
sin embargo y a mi juicio, la manera más adecuada de hacerlo. En­
tiendo que el comunitarismo que hay que defender como base de la
ética es el comunitarismo humano, los lazos que unen ortológicamente,
por necesidad y por simpatía —como dice Hume— a los humanos.
Lo cual es radicalmente distinto del credo comunitarista o de esa es­
pecie de «comunidades de base» que no necesariamente unirían a toda
la humanidad, sino que tenderían a separarla sobre la base de acep­

39. Michael J. Sandel, Liberalism and the Limits o f Justice, Cambridge University Press,
1982, cap. 4.
40. Charles Taylor, «Quel principe d’identité collective?», en Jacques Lenoble y Nicole
Dewandre, L’Europe au soir du siécle. Identité et démocratie, Éditions Esprit, París, 1992.
La fiebre de los separatismos 115

tar concepciones del bien y de la justicia discrepantes. En cierto modo,


los comunitaristas están colocando el carro delante de los bueyes: a
falta de valores comunes, dicen, constituyámonos en una comunidad
para que los valores compartidos nazcan de ella. Pero es altamente
dudoso que la reconstrucción de identidades sea, por sí sola, fuente
de valores propiamente éticos, los cuales han de tener una cierta exi­
gencia de universalidad.
Rawls es kantiano y los comunitaristas son aristotélicos. Y uno
de los reproches que Kant se merece es que le tiene sin cuidado el pro­
blema —importantísimo— de la motivación moral. Ni siquiera lo con­
sidera un problema desde el momento en que concibe la moral como
el actuar por deber —¿qué es eso de hacer el deber apetecible o agra­
dable?: ¡dejaría de ser un deber!—. No sólo el sentimiento no es un
ingrediente necesario de la moral, sino que incluso estorba a la pure­
za de la moral misma. Actuar conforme al deber, pero no por deber,
carece de mérito moral. El imperativo moral es, para Kant, un impe­
rativo racional, y debe bastar que sea la razón la que lo mande para
que la voluntad acate el mandato sin rechistar. Rawls, que va a la zaga
de Kant en muchas cosas, también adolece de esa falta de considera­
ción hacia los motivos del actuar moralmente. Falta que queda en bue­
na parte paliada por el hecho de que Rawls parte de una concepción
de la persona menos «escindida» que la kantiana: la persona no vive
esa lucha a muerte entre la voluntad que quiere el bien y el deseo ha­
cia el mal, sino que es, ya de entrada, egoísta pero capaz de cooperar
—racional y razonable—. Esa doble personalidad, perfectamente co­
herente del ser humano, explicaría la capacidad de la persona para
acatar y también desear que se cumplan los principios de la justicia.
Pero lo que los filósofos comunitaristas hacen es insistir más en
la base ontológica necesaria para que emerja una antropología favo­
rable de suyo a la ética. Ya lo dice Maclntyre: en la polis griega, el
individuo se siente, sobre todo, ciudadano, su fin propio es el fin de
la ciudad, su felicidad es la felicidad colectiva, esto es, la justicia. Existe
un subsuelo del que manan casi espontáneamente unas normas com­
partidas. El individuo moderno, en cambio, al no poder concebirse
más que como individuo —al pretender construir una moral desde
116 Paradojas del individualismo

el egoísmo—, tiene que explicarse a sí mismo el porqué de la obliga­


ción moral. Porqué que queda sin respuesta por la ausencia de una
base comunitaria. Sólo a partir de una comunidad —de sentido y de
valores— será posible recuperar una definición de persona convin­
cente —como fue convincente para los griegos su autocomprensión
como ciudadanos—. La comunidad —escribe Sandel— constituye «el
marco de la autocomprensión». Lo que equivale a afirmar que, des­
de la definición comunitaria, el individuo se conoce mejor a sí mis­
mo: sabe que es un catalán, un escocés o un serbio, y sabe qué signi­
fica ser cada una de estas cosas. Las realidades pequeñas y amenazadas
saben ser más precisas sobre su ser. La comunidad provee de una iden­
tidad a sus miembros, la cual permite volver a la definición instru­
mental de persona que hacía posible hablar de virtudes. La virtud,
como es sabido, significaba, en su acepción originaria, la excelencia
de una cosa. Si era fácil definir la virtud de un artefacto que había
sido fabricado para un fin específico, era, sin embargo, difícil definir
o concretar las virtudes de una persona, puesto que previamente ha­
bía que saber cuál era su fin, para qué había sido hecha. Por eso, la
pregunta que encabezaba el catecismo cristiano rezaba: «¿Para qué
nos ha creado Dios?». Contestar a esa pregunta era fundamental para
poder hablar de las virtudes que el cristiano, creado por Dios con un
fin específico, estaba obligado a poseer o adquirir. Pues bien, si esa
respuesta la tuvieron los griegos y la tuvo la moral cristiana, no la
tiene una moral moderna y laica que afirma, por encima de todo, que
el individuo es libre para ser lo que quiera ser. Frente a tal realidad,
que deja al individuo sin amparo y sin norte, la pertenencia a una
comunidad le proporciona una normativa y un fin —un telos—, di­
buja un cierto carácter —un ethos— que hay que ir modelando, le
da una identidad de la que otros individuos carecen.41 De la misma
forma que pertenecer a un partido político o a una orden religiosa
imprime ciertos rasgos de carácter, obliga a una disciplina, por el he­

41. Som 6 milions y La geni és la forqa de Catalunya («somos 6 millones» y «la gente
es la fuerza de Cataluña») son dos máximas con las que la Administración catalana ha preten­
dido crear el clima de pertenencia a una realidad privilegiada y especial.
La fiebre de los separatismos 117

cho de compartir unos fines comunes. Es la vivencia de esa identi­


dad, la voluntad de tenerla y no perderla, el motivo básico de la co­
hesión de los seres privilegiados que pueden aspirar a ella. Así, el sen­
timiento de pertenencia a una comunidad tiene un fundamento
antropológico positivo para ciertos efectos: la «caracterización» de
la persona, la autocomprensión de sí misma dentro de la comunidad
a la que pertenece, es la razón de su adhesión al proyecto político y
social de la comunidad. La pertenencia a un colectivo claro, definido
y no muy amplio implica otras cosas: el derecho a una serie de bienes
sociales, materiales y espirituales —la seguridad, el trabajo, el reco­
nocimiento— que no se les garantizan a los que viven al margen de
cualquier comunidad. Si es cierto que es en el seno de los grandes
estados donde ha surgido el estado del bienestar, también lo es que
el bienestar que tal estado ha sabido dar no ha sido el esperado. Una
razón más a favor del regreso a comunidades de dimensiones más re­
ducidas, donde el reparto de los bienes sea, por lo menos, más fluido
y más controlable.
Todas las razones dadas a favor de las tesis comunitaristas o en
apoyo de los nacionalismos son, en principio, aceptables. Ahora bien,
a medida que intentamos bucear en los fundamentos del comunita-
rismo para poder afirmar que las comunidades valen por sí mismas,
que poseen un valor moral evidente, aparecen contradicciones, para­
dojas y problemas que no sería serio ni prudente dejar de considerar.
1. La primera paradoja o la primera contradicción radica en que
la identidad recuperable a través de las comunidades es una identi­
dad colectiva, política, y ningún fin político se consigue sin una vo­
luntad de poder que fácilmente degenera en voluntad de dominio. El
peligro de manipulación de la libertad positiva del individuo, tan te­
mido por Berlín, encuentra en los nacionalismos y su definición del
bien común una «positivación» de la libertad muy evidente. Decía­
mos que la comunidad brinda una autoconcepción de la persona por
la que ésta se distingue de la autoconcepción general o universal pro­
pia del sujeto moral moderno: el ser humano como sujeto de unos
derechos y, tal vez, de unas obligaciones, igual en la libertad a cual­
quier otro ser humano, sin rasgos distintivos que subrayen su supe­
118 Paradojas del individualismo

rioridad o inferioridad con respecto a los otros. Las identidades na­


cionalistas, en cambio, insisten en subrayar lo diferente: la lengua, las
tradiciones, la bandera, los himnos, el folklore son las piezas más im­
portantes e intocables de su cultura que deja de ser, porque es sólo
suya, la cultura de todos. El individuo que pertenece a una comuni­
dad más «distinguida» —más diferenciada— posee una base para la
autocomprensión de la que otros, habitantes de territorios más amor­
fos, carecen. Y si la autocomprensión es, a su vez, una condición im­
portante del autorrespeto, no es lícito separarla demasiado de esa otra
autocomprensión que nos identifica a todos como elementos respon­
sables de la especie humana. Es imprescindible una política del bien
común para promover la justicia y el interés público. Pero esa políti­
ca nos lleva fácilmente a la paradoja. En efecto,

el ser humano es esencialmente incompleto sin una forma social, y sin


un lenguaje común, una estructura institucional, unas tradiciones y un
foro político que le permita enunciar objetivos públicos, dados los me­
dios indispensables por los que los seres humanos adquieren la identi­
dad y la comunalidad esenciales para la vida. Pero cualquier forma
de completitud y capacitación social contiene en sí misma subyuga­
ciones y crueldades. La política es, así, el medio de hacer frente y de
asumir tales ambigüedades, de transformarlas o ampliarlas. Es, a la
vez, un medio por el que cristalizan los fines comunes y el medio pro­
picio desde donde exponer, criticar, discutir y poner en duda su trans­
cripción a una armonía musical. Una sociedad que permite que la
política sea un medio así de ambiguo es una buena sociedad por­
que permite que la paradoja de la diferencia se explique en la vida
pública.42

2. La segunda contradicción a tener en cuenta es la de que no


existe nacionalismo que no se proponga la «normalización» de sus
miembros. Con lo cual, lo que, en un primer momento, fue la procla­
mación del rasgo más diferencial, se vuelve inmediatamente en moti­

42. William E. Connolly, «Identity and Difference in Liberalism», en E. Bruce et al., Li-
beralism and the Good, Routledge, Nueva York, 1990, p. 82.
La fiebre de los separatismos 119

vo de homogeneización. La comunidad pretende que sus miembros


sean iguales, no en la libertad, sino iguales en la asunción de esa dife­
rencia que les constituye. La suerte de los nacionalismos puede ser
similar a la del individualismo. Pues si bien la afirmación del indivi­
duo es una reivindicación altamente positiva, un progreso en la his­
toria moral de la humanidad, en cuanto esa afirmación del individuo
se convierte en una «teoría del individuo normal», lo que era simple
«individuación», reconocimiento de la categoría y dignidad igual de
cada individuo, pasa a ser «individualismo». Lo mismo hay que re­
procharles a los nacionalismos. Lo que en principio surge como afir­
mación de algo distinto y digno de ser recuperado, conservado y trans­
mitido, se vuelve en «la norma» para todos los que están llamados
a compartir tal distinción. Así, la distinción pasa de ser algo gratui­
to, un don, a ser una obligación, un imperativo. Y lo que empezó con
el propósito de marcar algo diferente, acaba siendo más homogéneo
y poco creativo que la antigua agrupación de individuos desunidos.
Sólo ahí se muestra el aspecto retrógrado y conservador tanto de
los comunitarismos como de los nacionalismos: las comunidades tien­
den a encerrarse en sí mismas, no a abrirse. Es casi una necesidad
que así sea, puesto que tienen que preservar algo minoritario que nunca
llegó a ser poderoso, y a implorar el reconocimiento fuera de su pe­
queño dominio. No hay modo de preservar algo pequeño y poco ex­
tendido si no existe una férrea y expresa voluntad de conservación por
parte de quienes lo poseen o comparten. Si esa voluntad no existe de
hecho, hay que crearla. Los ambientes cosmopolitas pueden ayudar
al mantenimiento de algunos rasgos propios de una cultura minorita­
ria, pero son devastadores de otros —la lengua, por ejemplo—. El
cosmopolitismo sólo salva lo que considera que tiene un valor gene-
ralizable, y algo tan instrumental como es la lengua no puede tener
un valor muy generalizable si no sirve para la comunicación de una
amplia mayoría. Así, el imperialismo de corto alcance y edulcorado,
pero imperialismo al fin, es casi una condición necesaria para mante­
ner ciertos elementos inherentes a los patriotismos.
3. La última contradicción y el mayor peligro de los nacionalis­
mos es el desprecio del otro. Si la comunidad tiende a cerrarse sobre
120 Paradojas del individualismo

sí para conservarse, no dejará entrar otros aires. Hay algo irremedia­


blemente chauvinista en el sentimiento patriótico. Porque las patrias
son mutuamente excluyentes, tanto más cuanto más profundas sien­
ta uno sus raíces. La base objetiva no está necesariamente en relación
proporcional con la fortaleza del sentimiento. Unos se sienten apega­
dos a la tierra donde han vivido la mayor parte de su vida, aunque
no hayan nacido en ella, otros se resisten a olvidar el lugar donde na­
cieron aunque apenas lo conocen y nunca vivieron allí, otros se sien­
ten ciudadanos del mundo aun cuando podrían presumir de raíces
profundísimas.
Insistamos, pese a todo, en que la agrupación es necesaria como
base de una moral pública, es decir, de una justicia, y que la autode­
terminación de los pueblos es un derecho fundamental. Así, nada nos
permite descalificar a los nacionalismos como intrínsecamente per­
versos, pese a encontrar en ellos más de un motivo de sospecha o in­
clinaciones al desvío. Tampoco hay razones evidentes, por otra parte,
que nos lleven a celebrarlos como auténticas «comunidades» donde
los lazos y la cohesión son más estrechos y, por tanto, la acción polí­
tica más espontánea. Si repasamos datos tan elementales como el ín­
dice de abstención en las elecciones autonómicas catalanas, y lo com­
paramos con el de las elecciones generales del estado, la diferencia
de participación entre unas y otras es insignificante. Más bien hay que
decir que la abstención crece con los años, en cualquier caso y por
igual, se trate de unas elecciones generales o parciales. No sabemos
qué tipo de comunidad tienen en la cabeza los comunitaristas cuan­
do las defienden como única base de una moral pública. Sólo nos
dicen que algo en común deben tener quienes pretenden hacer una
política con sentido ético, es decir, una política no sólo al servicio
de intereses particulares. Y, sin duda, ahí no se equivocan. En cierto
modo, no hacen sino repetir y formular de nuevo el mayor problema
que siempre ha tenido la ética: cómo agregar voluntades, cómo ha­
cer que el interés común convoque a los individuos por encima de
sus intereses propios. Puesto que la ética no es sino el descubrimiento
del interés común, la pregunta, entonces, es: ¿son los nacionalismos,
la tendencia a formar colectividades o comunidades más reducidas, la
La fiebre de los separatismos 121

mejor manera de conseguir superar el egoísmo individualista? ¿Es la vía


comunitaria, o la vía de los nacionalismos, la más adecuada para des­
cubrir el interés común de la humanidad?
La respuesta, a mi juicio, es bastante sencilla y la anuncié al prin­
cipio de este capítulo. La autonomía comunitaria será buena si es una
vía para mejorar aquello que de común hay en lo humano, si repre­
senta un paso a favor de la humanidad de la vida en común, social
y política. No lo será, por el contrario, si sólo es capaz de reconocer
su propia bondad y su propio interés. Los nacionalismos persiguen
una mayor autonomía de los colectivos sociales, y la autonomía es,
por definición, mejor que la dependencia o la subordinación. De la
autonomía de los pueblos hay que decir lo mismo que se dijo a pro­
pósito de la autonomía de las personas. A nivel individual, la auto­
nomía es la condición de la moralidad, pero la moralidad no consiste
sólo en el libre ejercicio de la autonomía. La moralidad —dijo Kant—
consiste en considerar a la persona como fin en sí, lo que quiere decir
considerarla como libre pero para realizarse como persona, y no, en
cambio, para desacreditar la dignidad de su condición. Moralmente
hablando, pues, la autonomía es un valor porque permite a las perso­
nas elegir una forma de vida valiosa e imputarles esa elección. Si se
nos pide que demos nuestro juicio sobre la moralidad de una perso­
na, no juzgaremos esa moralidad únicamente por su condición de ser
libre, sino por lo que esa persona haga desde su condición de liber­
tad. La libertad es el presupuesto de la conducta moral, la razón des­
de la cual es posible imputarle al sujeto una falta de moral. Calificar
a alguien de ladrón o de asesino —descalificarlo, pues, moralmente—
es reconocerlo como ser libre y rechazar, al mismo tiempo, el com­
portamiento derivado de esa libertad. Así, pues, habrá que concluir
que la autodeterminación postulada por los nacionalismos no es un
valor en sí, sino un valor subsidiario, dependiente de la bondad de
lo que se persiga y se haga con ella.
La pregunta: autodeterminación ¿para qué?, o soberanía ¿para qué?
tiene sentido no sólo para evaluar los contenidos de un principio for­
mal, sino porque el ejercicio de la soberanía puede ser fuente de con­
flictos y daños a otros. Todos los conflictos éticos acaban siendo una
122 Paradojas del individualismo

versión del conflicto general entre la igualdad y la libertad. Buscar


a toda costa la primera, sacrificando las libertades individuales, es
propio de los totalitarismos. Lo que, en principio y en abstracto, es
un valor, dejará de serlo si sólo sirve para producir infelicidad o in­
justicia. Y eso es lo que suele ocurrir en los conflictos: que la felici­
dad de unos produce la infelicidad de los otros, o que lo que para
unos es justicia, es para otros puro autointerés. ¿Cómo crear, enton­
ces, comunidades justas, si nadie ve las cosas de la misma manera?
Ese conflicto producido por la discrepancia en la apreciación de
los valores, se da con agudeza en el seno de los nacionalismos, donde
no es difícil que un valor se convierta en su contrario. En abstracto
todo es sencillo: los valores de la identidad, de la autonomía, de la
recuperación de lo propio, son irreprochables. Pero los valores en abs­
tracto engañan y encubren realidades menos nítidas de lo que apa­
rentan. Todos estamos de acuerdo en cuáles son los valores éticos fun­
damentales, pero es preciso que la práctica los ratifique, una práctica
coherente con ellos mismos. Es preciso que las consecuencias de la
defensa de tales valores muestren su sentido y corroboren su validez.
La bondad indiscutible de los principios deja de serlo si esa bondad
no se traduce en un comportamiento que siga siendo correcto y no
contradictorio con la supuesta validez inicial. Precisamente, la defensa
de la identidad, o de la diferencia, puede significar una resistencia
a la uniformización que impone un mundo igualado por la técnica,
por el consumo, por los medios de comunicación y por la evidente
tendencia humana a la mimesis y a seguir las modas. Es posible que
la consolidación de una identidad nacional sea un estímulo para mo­
vilizar a las voluntades, para crear solidaridad, comunidad en torno
a una misma empresa, y todo ello podría contribuir a la reconstruc­
ción de la vida pública y de una conciencia cívica muy deteriorada,
al fortalecimiento de la depauperada sociedad civil, así como a la su­
peración de las contradicciones culturales del capitalismo en nombre
de unos valores menos materiales. La descentralización organizativa
que pretenden los nacionalismos tiende a producir una mejor admi­
nistración, incluso puede que repercuta en una cooperación más es­
trecha entre los miembros de la sociedad. Es lamentable, pues, que
La fiebre de los separatismos 123

todos estos buenos propósitos y tendencias encomiables inherentes a


los nacionalismos queden ahogados por una instrumentalización vio­
lenta y represiva de los fines o porque se acabe sucumbiendo a los
mismos vicios que se pretendían evitar.
Los nacionalismos de la última hornada —la incontrolable ex Yu­
goslavia—, muestra de agresividad, totalitarismo y odio donde los haya,
fuerzan a enfocar el problema con una serie de reservas que, en otros
casos más próximos a nosotros, parecen superfluas. Cuando la vo­
luntad de poder político se hace tan manifiesta, las diferencias pier­
den todo su valor. La frecuencia de guerras por causa de discrepan­
cias religiosas o étnicas —que han sido las razones fundamentales de
los conflictos bélicos— nos ha enseñado, por lo menos, a desconfiar
de la aparente bondad de muchos ideales. A los nacionalismos hay
que tratarlos de uno en uno, no asumiendo, de entrada, otro juicio
de valor que el que afirma que la autodeterminación es buena y justa
siempre y cuando se utilice para bien y para hacer más justicia. Una
tautología, en suma. Quienes se han ocupado en estudiar el fenóme­
no nacionalista no se muestran menos reticentes. Así tachan a los na­
cionalismos de movimientos semirreligiosos —«religión civil», según
Salvador Giner— que canalizan ciertas aspiraciones de gentes poco
formadas. Los entienden como una muestra del egoísmo y la insoli­
daridad humanos: ya que «las personas no pueden o no quieren so­
portar la vida en comunidades heterogéneas: buscan a sus semejan­
tes y a ser posible sólo a éstos» (Dahrendorf). Se dice de ellos que
son la expresión fehaciente de la animalidad humana: «El animal se
venga. A eso se le llama nacionalismo» (Regis Débray). O se conside­
ra que el nacionalismo es una creencia de comprensión simple, que
sustituye a los complicados programas políticos: «la única certeza po­
sible en una sociedad que se desintegra y donde las antiguas relacio­
nes se vuelven inestables» (Hobsbawm).43 Así, pues, el nacionalismo
vendría a ser la respuesta inmediata a una inseguridad producida por
el desmoronamiento de todas las grandes creencias. Una respuesta vis­
ceral y, por ende, inmadura y poco fiable. Quizá también irrespon­

43. Cf. «Temas de nuestra época: Nostalgia de la tribu», El País, 10 de octubre de 1992.
124 Paradojas del individualismo

sable, puesto que la visceralidad incapacita para la reflexión sobre las


posibles consecuencias. Si, además, tenemos en cuenta que el dere­
cho a la autodeterminación suele confundirse con reivindicaciones ét­
nicas y, finalmente, racistas, no es difícil reconocer la ambivalencia
a que se ve expuesto ese derecho fundamental.
Todo lo cual no impide que quepa pensar en un nacionalismo ci­
vilizado, dispuesto a corregir los defectos de las burocracias estata­
les, de crear una cohesión entre sus miembros que hoy se echa en fal­
ta, y de ejemplificar un proyecto social o un programa político que
sea signo de progreso y no de anacronía. No sería imposible pensar
en un nacionalismo que mire al futuro y no se encastille en un pre­
sente que se limita a ser el mero recipiente del pasado. No sería impo­
sible, aunque, hoy por hoy, esa idea rebasa escasamente las buenas
intenciones. De ahí que adquiera fuerza el reproche del historiador
Hobsbawm a los nacionalismos más recientes: que no hayan sido ca­
paces de aportar ninguna solución a los problemas del siglo xx.
Hoy por hoy, y a la vista de las experiencias más recientes, hay
que concluir que la autodeterminación, la recuperación o construc­
ción de una identidad, la defensa incluso de una tradición y una len­
gua no son valores éticos, valores por sí mismos. Como no lo es, en
definitiva, ningún otro valor de los que constituyen el acervo de los
derechos fundamentales. Los valores se demuestran o se verifican prac­
ticándolos. Ahí se muestra lo que son capaces de dar, lo que, en reali­
dad, significan. Pero aún hay más: precisamente porque los valores
nacionalistas son comunitarios, valores colectivos, hay que estar más
alerta del peligro que pueden representar para el individuo. La auto­
determinación o la identidad colectivas deberían ser condición de la
autonomía individual. Si no lo consiguen, carecen de justificación y
su única legitimidad es la fáctica: la voluntad de dominio de unos
pocos.
8

U n a s o c ie d a d d e in c o m u n ic a d o s

a comunicación es el paradigma cultural del siglo xx. Gracias


L a la técnica, comunicarse es sencillísimo: el teléfono, el telefax,
la radio, la televisión, la prensa, el transporte aéreo, todo nos lleva
lejos con una rapidez que aún nos sorprende. Los medios de comuni­
cación, desarrollados hasta lo increíble, constituyen el «cuarto poder»,
un poder indiscutible del que da fe la irrefutable expresión —mal que
nos pese— de que sólo es real lo que aparece en los medios de comu­
nicación. No ha tardado en aparecer una profesión, insólita hace po­
cos años: la de los comunicólogos, destinada a investigar y teorizar
sobre el alcance y los límites de la comunicación. La posibilidad de
comunicarnos es un valor de nuestro siglo, un valor que muy proba­
blemente ha tomado el relevo de los valores ilustrados del progreso
y la razón. Pues el hecho de que la comunicación se haya convertido
en el paradigma de nuestra cultura se debe, por supuesto, a la inno­
vación técnica, pero también a una serie de descubrimientos teóricos
de las ciencias humanas y sociales. La importancia concedida al len­
guaje en la filosofía contemporánea, la tesis propia de la sociología
del conocimiento según la cual «la realidad es una construcción so­
cial», guardan una relación directa con la puesta en cuestión de la
verdad como anhelo de las ciencias, y con la aceptación sin ascos del
relativismo. Hoy todo el mundo sabe y acepta que no hay una visión
del mundo única ni privilegiada, que cualquier saber es relativo al
punto de vista del investigador o estudioso —al punto de vista de su
cultura, por lo menos—, que la objetividad pura es un mito incluso
en las ciencias más empíricas, que los absolutos son incomprensibles,
126 Paradojas del individualismo

y que todo lo interesante es opinable. El positivismo y el cientificis­


mo, tan asentados hace no muchos años, han pasado a ser considera­
dos anacronismos decimonónicos. Las epistemologías no confían en
la capacidad del sujeto para alcanzar la verdad: hablan de nuestra
realidad intersubjetiva, de la inevitabilidad del diálogo. No hay más
objetividad que la intersubjetiva, el consenso es lo más aproximado
a la verdad, la validez de las teorías científicas descansa, en último
término, en las decisiones de las comunidades de científicos y no en
unos referentes empíricos indiscutibles. No hay más episteme que la
surgida de la confrontación de doxas. En suma, la comunicación es
un logro de nuestro tiempo, pero es asimismo la constatación de una
necesidad de nuestra limitada naturaleza.
¿Significa algo más que esas elucubraciones teóricas la afirma­
ción de que la comunicación es el paradigma de nuestra cultura? ¿Es
real la comunicación? ¿No es más bien un simulacro, un mito, un ídolo
propio de un mundo sin dioses? Es cierto que ya no hay fronteras
ni distancias, que habitamos una «aldea global», como la llamó el
olvidado MacLuhan. También es cierto que todos nos hemos vuelto
más modestos por lo que respecta a las posibilidades del conocimien­
to o de las ciencias. Cualquier científico o investigador es consciente
de las limitaciones de su disciplina, de la obligada interdependencia
entre los distintos saberes. La especialización es cada vez mayor, pero,
al mismo tiempo, el saber del especialista es minúsculo y ridículo com­
parado con el saber total. Se acabaron, por fortuna, las grandes teorías
explicativas del todo —la sociedad, el futuro, la historia—: el mar­
xismo fue la última. Ya no hay metafísicas porque ya no son creíbles.
Sabemos demasiado para poder abarcarlo todo.
En cierto sentido hay que admitir, sin duda, que cada día nos co­
municamos más y mejor, que vivimos en la sociedad de la comunica­
ción. Pero sólo en cierto sentido. Porque simultáneamente a todos los
fenómenos mentados, lo que los hombres y mujeres de nuestras so­
ciedades muestran son claros síntomas de incomunicación. El indivi­
dualismo —decimos— es feroz, la competitividad inevitable, no hay
tiempo para estrechar los lazos afectivos; la sordera, el ruido, la in­
comprensión se hacen insoportables en los núcleos urbanos, asisti­
Una sociedad de incomunicados 127

mos impotentes —si no indiferentes— a las frecuentes expresiones de


insolidaridad, racismo e intolerancia. Nada nos asegura que la co­
municación entre las personas, es decir, la capacidad de convivir, de
acompañarse unos a otros, de llegar a grados de comprensión satisfac­
torios, la capacidad de establecer diálogos que diriman pacientemente
nuestras disputas, nada nos asegura que todo ello haya progresado
mucho desde que Sartre o Ionesco denunciaran la incomunicación
existente. Tanto en lo personal y afectivo, como en lo profesional, el
interés por lo otro o por el otro, primer paso para que se establezca
comunicación, no es en absoluto generalizable. Los vecinos de un mis­
mo inmueble ni se conocen; el historiador y el matemático no se en­
tienden, en el supuesto de que sientan una mínima curiosidad mu­
tua. Por no hablar de lo que ocurre en la política: ahí es la guerra,
la fuerza, o el poder de la mayoría, lo que acaba con los conflictos
más graves, y las rencillas de poca monta sustituyen a las polémicas
constructivas. Los parlamentos democráticos son un simulacro de co­
municación: escenarios de insultos y descalificaciones, más que lu­
gares de debate interesante y productivo. A los medios de comunica­
ción se les presta cierta atención —los altos jefes y cargos se desayunan
con los recortes de prensa—, pero porque se les teme, o porque se busca
en ellos la corroboración de la particular visión de los asuntos. Todo
lector de periódico lo es especialmente de uno de ellos, aquel que mues­
tra mayor afinidad con las propias ideas.
Así, la comunicación, paradigma de nuestra cultura, es un con­
cepto equívoco. Designa la facilidad informativa por la que sabemos
muchas más cosas que antes y somos también más conscientes de las
limitaciones de cada punto de vista y de las necesidades mutuas. Pero
comunicación debería designar también la existencia de una relación
interpersonal plena y satisfactoria, la realidad de una convivencia más
lograda. Si el primer sentido es, efectivamente, una constante de nuestro
tiempo, y una constante positiva, el segundo es sólo una idea y un
deseo que, por mucho que la técnica acuda en su auxilio, no se logra.
La comunicación y la comprensión entre los humanos no ha mejora­
do por el hecho de que las comunicaciones sean más rápidas y fáci­
les. Al contrario, los protagonistas de las sociedades de la comunica­
128 Paradojas del individualismo

ción se muestran incapaces de comunicarse en el segundo sentido. Las


intolerancias no cesan. Crece la desconfianza mutua. Aumentan los
suicidios de adolescentes. Durkheim atribuyó precisamente el suicidio
a la desintegración social, a la disgregación individual que convertía
a cada persona en un ser anónimo y perdido en medio de la sociedad.
¿Ha variado mucho la situación, a pesar de que la comunicación téc­
nicamente ha avanzado leguas, desde que Durkheim notara su falta?
Debemos preguntarnos si no es precisamente el tipo de comuni­
cación propiciado por la innovación técnica —el audiovisual— lo que
perjudica la otra comunicación, esa comunión humana que tendría
que hacer posible el lenguaje. Todos, de hecho, estamos unidos por
el lenguaje, pero es también un hecho que la «cultura de la comuni­
cación» no ayuda ni a la escritura ni a la lectura —no ayuda al
lenguaje—: es una cultura de la imagen. Lo que priva es ver, o hacer­
se ver, no escuchar. Para ver no hace falta la presencia material del
otro, que es, en cambio, imprescindible para hablar. Todo ello tiene
sus repercusiones en el funcionamiento de la vida en común. ¿Qué
hacíamos todos cuando no había televisión? En algo había que em­
plear todo ese tiempo que ahora nos ocupan los programas televisi­
vos. El medio —la televisión, el periódico, el fax— no es el mensaje
—como sentenció MacLuhan—, pero lo determina simplificándolo,
a veces bárbaramente. Todo debe convertirse en «noticia», por lo tanto,
en algo breve, actual, «puntual» —palabra inevitable—. No hace fal­
ta escribir cartas ni leer libros, basta una llamada telefónica o echar
un vistazo a los titulares de los periódicos. Porque el titular es lo im­
portante: no la información misma. Un titular y una foto que perso­
nalice el tema. El valor de la imagen ha resucitado el caudillismo: uno
no se siente atraído por un partido ni por unas ideas o un programa,
sino por la persona que lo representa. Los líderes de opinión —políti­
cos, sindicalistas, líderes de asociaciones, intelectuales— se ven me­
diatizados por los gestores de la opinión, que deciden de qué hay que
hablar y quién debe hacerlo. El ligero y disperso debate radiofónico
o televisado es la reflexión más profunda que los medios toleran.
Ha dicho Baudrillard que «la esencia de la comunicación es la no
comunicación». Parece una perogrullada, pero tiene su sentido. ¿Por
Una sociedad de incomunicados 129

qué hemos empezado a hablar de comunicación —se pregunta el co-


municólogo francés—, por qué tenemos que «comunicarnos» cuan­
do es tan fácil hablar? Y responde: «Cuando se habla de comunica­
ción es que ya no se comunica nada, es que la comunión de sentido
se ha perdido».44 Entonces aparecen las técnicas de la comunicación,
los profesionales de la comunicación, las ciencias de la comunica­
ción, y toda la serie de términos: emisor, receptor, código, mensaje,
contexto. Tiene razón: debemos preguntarnos qué queremos decir
cuando decimos «comunicación». ¿Qué es comunicarse? ¿Hablar por
teléfono? ¿Intercambiar faxes? ¿Nada más?
Quizá haya que decir que emplear el término «comunicación» para
designar la realidad masmediática es excesivo. Lo, que hacen los me­
dios, en realidad, es informar. Informar es un acto menos ambicioso,
unilateral. «Comunicar», en cambio, tiene un parentesco con «comu­
nión» y «comunidad». La comunicación implica reciprocidad, o, por
lo menos, un comercio bilateral, un intercambio activo de ideas o in­
tereses a dos bandos, entre un emisor y un receptor. En la informa­
ción, por el contrario, la parte activa la tiene exclusivamente el emi­
sor, mientras el receptor se limita a recibir pasivamente la información
que le dan. Los «medios de comunicación» son mass media, medios
de «comunicación de masas», emisores de mensajes destinados a gran­
des multitudes de gente diversa —«masa pastelera», la llamó Escarpit,
susceptible de adquirir la forma que quiera dársele—. Los medios de
comunicación, así, malogran en lugar de promover eso que, según Ha-
bermas, nos constituye como seres humanos: la acción comunicativa.
Ahora bien, también la información, aunque sea más limitada,
es una manifestación de la acción comunicativa. Informar es dar cuenta
de los hechos, de lo ocurrido, la información buena es la informa­
ción veraz, la información pura, objetiva. Puesto que hemos hablado
de los medios de comunicación como «cuarto poder», de la al pare­
cer inevitable simplificación de cualquier contenido en manos de los
medios, puesto que continuamente se alude a la manipulación y a

44. Véase J. Baudrillard, «La paradoja de la comunicación», Cuadernos de Comunica­


ción, Comunicología Aplicada de México, n.° 101 (México, 1991), pp. 73-82.
130 Paradojas del individualismo

los abusos de la información, esa especie de examen al que queremos


someter a la comunicación propiciada por los medios, ha de pasar
por un examen del acto más destacado y primordial de los medios
de comunicación, que es el de informar.
Informar es un acto lingüístico, un «ilocutivo» —según la teoría
del genial John L. Austin—, cuyo significado es, sin embargo, inse­
parable de eso que el mismo autor llamó «perlocutivo». Informamos
con distintas intenciones, y esas intenciones o finalidades afectan al
significado de la información. Informamos con el fin de persuadir,
de vender, de impresionar, de llamar la atención, de acusar, de escanda­
lizar, de quedar bien. Casi nunca la información se da con el simple
objetivo de informar. Detrás de la información hay siempre una inten­
ción más o menos manifiesta, o más o menos consciente: hay que
aumentar las ventas del periódico, subir el índice de audiencia, crear
opinión, contagiar una actitud, apuntarse puntos de buen periodista
o competir con otra publicación. La información nunca es sólo in­
formación. Lo que no significa que sea siempre un engaño. Precisa­
mente, el receptor está inmunizado contra el engaño informativo: co­
noce el juego y entra en él; sabe que la información nunca es toda
la verdad, que entenderla es captar lo explícito y lo implícito, lo que
se dice y la intención con que se dice: por qué se dice lo que se dice
en ese momento y en ese periódico y de esa manera. Las circunstan­
cias, el contexto, son fundamentales: no es lo mismo la información
de un periódico prestigioso y serio, que la información de un tabloi­
de amarillo o de una revista del corazón. No es lo mismo publicar
un sondeo de opinión la víspera de unas elecciones que un año antes
de que ocúrran. No es lo mismo la información política que la infor­
mación publicitaria. No debería ser lo mismo.
La información que conoce esas reglas del lenguaje informativo
y se atiene a ellas cumple una primera condición de calidad. La cali­
dad, sin embargo, está en peligro constante de perecer bajo diversas
presiones. Una, obvia, es la presión del mercado: el periódico debe
venderse, el programa televisado debe tener audiencia. De lo contra­
rio, ambos pierden su principal razón de ser, que es, evidentemente,
la de ser leído o visto. Además, la información de los medios tiene
Una sociedad de incomunicados 131

que ser rápida, otra amenaza para la calidad. Pasan muchas cosas
y hay que informar de todo lo que merece ser noticia. Así, no hay
tiempo de investigar demasiado ni de atender al detalle. El rigor y
la exactitud se sacrifican a la eficacia. La información resulta siem­
pre general e insatisfactoria. Nos invita a interesarnos por muchas co­
sas, pero no nos da la oportunidad de colmar ese interés. Ningún tema
se agota nunca. Incluso el periodismo de mayor altura, el periodismo
llamado «de investigación», es necesariamente superficial porque la
investigación debe caber en las páginas reducidas que le puede desti­
nar un periódico. Es una información que sugiere, da ideas, provoca
la curiosidad, pero no profundiza. La cantidad de información que
se produce cada día amenaza de continuo la calidad de la misma.
Notemos, finalmente, que existen esos raros especímenes llama­
dos «profesionales de la información». Su profesión consiste en in­
formar, han estudiado para hacerlo, y saben cómo hacerlo para lla­
mar la atención, para que se les lea, dominan la técnica, pero no
siempre son expertos en los contenidos sobre los que informan. Hay
excepciones, por supuesto, honrosas para los medios. Hay periodis­
tas que saben de qué hablan cuando hablan de economía, de física,
de medicina o de arte. En principio, sin embargo, a los periodistas
habría que extender la despectiva frase que Manuel Sacristán dedica­
ba a los filósofos: «son especialistas en el ser y la nada», hablan de
cualquier cosa sin saber nada en concreto.
Informar tiene algo que ver con «formar». Esa masa «informe»
a la que va dirigida la información se deja moldear, para bien o para
mal, por lo que recibe. Los medios de comunicación realizan, a su
pesar, una función formativa —o deformativa—, educan o maledu-
can, pero algo hacen con su público al crear preferencias, difundir
opiniones, reforzar ciertos sentimientos, exhibir modelos de compor­
tamiento. En especial, la televisión es el punto de referencia obligado
de la cultura contemporánea. Una base común que, a su manera, co­
munica a los habitantes de un mismo planeta. Al poner en contacto
y dar a conocer mundos distintos en una misma pantalla, minimiza
las diferencias, simplifica las culturas al acercarlas.
La información sería una base propiciativa de la comunicación
132 Paradojas del individualismo

si fuera buena información, información de calidad. No si es infor­


mación pura, objetiva, que, como he dicho, no existe o es trivial. La
información buena es la que sabe ser autónoma, la que no busca con­
secuencias exclusivamente comerciales, la información no mercanti-
lizada, la que se propone conectar con los intereses reales de la socie­
dad. Si la información procurara sensibilizar las opiniones hacia
aquello que merece ser visto con una sensibilidad especial —si la in­
formación estuviera dirigida a crear una opinión digna y merecedora
de ser escuchada—, entonces la información no sólo sería buena, sino
un factor esencial para la construcción de la sociedad de la comuni­
cación. Cuando los filósofos llamados «comunitaristas» denuncian
la atomización individualista en las sociedades actuales, y propug­
nan la formación de «comunidades» que compartan valores, objeti­
vos y puntos de vista, están queriendo reconstruir la comunidad por
la vía de la homogeneidad. No es esto, sin embargo, lo que hay que
intentar. La pluralidad de ideas, creencias, opiniones, la laicidad, es
un valor fundamental de este final de siglo. Corregirlo sería retroce­
der. La comunicación entre pensamientos desiguales no es imposible
y, a no dudarlo, tiene que ser más creativa. Basta sólo compartir esa
base común y unificadora que es el lenguaje. El lenguaje, es decir,
la capacidad de hablar, de expresar las propias ideas, en condiciones
de igualdad. La única igualdad reivindicable es esa: la igualdad en
el uso de la palabra. Y esa igualdad la facilitan los medios que hoy
informan sobre el mundo, lo interpretan y ofrecen una palestra de
exhibición de opiniones. En dicho sentido son medios de comunica­
ción. Lo son siempre y cuando sean celosos de su autonomía para
crear la base de comunidad que hoy necesitamos.
Generalmente, el criterio que utilizamos para juzgar y valorar la
autonomía de los medios de comunicación es el de los derechos hu­
manos. Concretamente, el derecho a la libertad de expresión y el de­
recho a la libertad de información: el periodista tiene derecho a decir
lo que quiere o piensa; el público tiene derecho a ser informado. Ade­
más de estos derechos, están los otros, los primeros y fundamentales:
el derecho de toda persona a ser tratada como tal, a ser respetada en
su libertad e igualdad. Y el problema ético aparece no sólo cuando
Una sociedad de incomunicados 133

un determinado derecho deja de respetarse, sino, mayormente, cuan­


do la aplicación de un derecho viola otro. Es el conflicto entre dere­
chos lo que hay que saber dirimir con eso que Aristóteles llamó «pru­
dencia»: la justa medida entre dos extremos. La información ha de
ser libre, efectivamente, pero mesurada: ni el informador tiene dere­
cho a decirlo todo, ni el público tiene derecho a ser informado de cual­
quier estupidez o trivialidad. En los países liberales, la ética de la in­
formación no está centrada ya en el problema, superado, de la libre
información, sino en el problema del «derecho a la intimidad» de las
personas. Si hay que violar derechos fundamentales, como el de la
intimidad de las personas, y dar vía libre, por ejemplo, a una inter­
vención de los teléfonos, tiene que haber razones válidas para hacer­
lo, razones que han de ser públicamente expresadas, argumentadas
y, finalmente, reconocidas y aceptadas.
Conseguida la libertad de expresión, la preocupación primera de
la ética de la información, precisamente como reacción al liberalis­
mo extremo, es la responsabilidad de los medios. La responsabilidad
en el uso de la libertad de que disponen. La información posible es
abundante y, evidentemente, una de las funciones del informador es se­
leccionarla y responder ante el público receptor de esa información.
No puede haber otro criterio de la responsabilidad que el de la justi­
cia: es buena, está bien seleccionada la información que hay que dar
por justicia. Dicho de otra forma, no aquella que vale porque satis­
face intereses comerciales —porque vende, permite ampliar la tirada
del periódico, subir la audiencia televisiva—, sino la que sirve al inte­
rés común de la sociedad.45 El interés común no es el interés real de
todos y cada uno de los ciudadanos. Porque tales intereses no son
sumables, son distintos. Pero, sobre todo, porque también los intere­
ses de los ciudadanos se conforman a fines que no tienen nada que
ver con la justicia. El escándalo vende mucho mejor que una ponde­
rada noticia sobre la desesperada situación de los croatas o el hambre
de los somalíes. El interés común no coincide con los intereses reales:
es, más bien, un wishful thinking, apunta a aquello que merece —o

45. Cf. V. Camps y S. Giner, El interés común, ya citado en la nota 18.


134 Paradojas del individualismo

debería merecer— la atención tanto de los ciudadanos como de las


instituciones públicas. El interés común nos habla de los problemas
comunes de la sociedad. No de los problemas que tiene un sector —o
de aquello que un sector quiere elevar a la categoría de problema—,
y que son, por otra parte, los problemas más manifiestos puesto que
los grupos de presión que los ponen de relieve son los que tienen po­
der y medios para expresarse y hacerse oír. El interés común nos ha­
bla de los problemas de los menos aventajados, del hambre, de las
disputas étnicas, de la inmigración, de la vejez, del paro, de las gran­
des enfermedades, de los desastres ecológicos. Si es cierto, como creo,
que la información de los medios sensibiliza y crea actitudes y opi­
niones, polarizar los intereses hacia el interés común no es sino tratar
de sensibilizar a toda la sociedad hacia determinados temas y situa­
ciones que, aunque de hecho no nos afecten, deberían afectarnos y
deberían movilizarnos. Esa es la única «comunidad» de intereses real­
mente necesaria para combatir el liberalismo y el individualismo ex­
tremos. Una sensibilización que produciría valores y actitudes comunes
que podrían significar un freno al consumo como único objetivo, una
de las causas obvias de la incomunicación y la indiferencia mutuas.
La comunidad así creada integraría a la sociedad al cambiar la im­
portancia dada a cada cosa y al cambiar el tiempo dedicado a satis­
facer las distintas necesidades.
¿Qué hacemos cuando informamos? ¿Cuál es el perlocutivo, cuá­
les son las consecuencias de la buena información? La buena infor­
mación debería formar a las personas, debería tener una finalidad edu­
cadora consciente, puesto que toda información, en cualquier caso,
se lo proponga o no, está influyendo en sus receptores. No hay que
dudar en absoluto del hecho de que los medios de comunicación son
uno de los medios educadores de nuestro tiempo. La información no
es pura, luego no es neutra: interpreta y opina porque es necesaria­
mente selectiva. El informador escoge las noticias y los temas, los prio-
riza, establece la jerarquía y el valor de cada uno, los valora, en suma.
Muy pocas veces podemos decir que nuestro lenguaje, sirva para lo
que sirva, es estrictamente descriptivo. Pensar que podía llegar a ser­
lo, y que desde ese paradigma de la descripción había que juzgarlo,
Una sociedad de incomunicados 135

fue el error de los neopositivistas, filosofía totalmente caduca. El po­


der de los medios de comunicación radica en su capacidad de llegar
a todos, por la competencia que exhiben y que les ha dado acceso a
«lo que hay que saber». Leemos el periódico para que nos diga de
qué hay que estar enterado. Nos sentamos ante el televisor para di­
vertirnos con aquello que vale como diversión. Lo que transmiten los
medios fija los criterios de muchas actividades que llenan nuestro tiem­
po. De ahí que no deba estar ausente el criterio del interés común.
La especialización, por una parte, y las reglas del mercado, por
otra, contribuyen a la inhibición de las responsabilidades, de los de­
beres que deberían derivarse de los sucesivos derechos que reivindi­
camos. Es muy fácil evadirse de la responsabilidad cargándosela al
otro. En el caso de los medios, el otro es el que recibe. Una justifica­
ción frecuente ante la noticia incorrecta es la que remite a «lo que
la sociedad pide». Es la sociedad la culpable de divertirse con estupi­
deces o de dar una importancia que no tiene al chismorreo. Una ab­
dicación de la responsabilidad que se esconde sin reparos en la advo­
cación de los derechos fundamentales. Cuando una información es
trivial, poco seria, escandalosa, agraviante, sus responsables se excu­
san diciendo que ellos no hacen sino responder a los intereses reales
del público. Están dándole al público lo que quiere y recibe con gus­
to. Informan de lo que la mayoría quiere saber. En tal razonamiento
hay una falacia indiscutible. Primero, hay que dudar de que realmen­
te el informador quiera satisfacer los intereses reales del público. En
segundo lugar, insisto en lo ya dicho: no es el interés real, sino el inte­
rés común el que debería guiar y servir de criterio de la información
justa y buena. Sólo desde tal punto de vista podemos hablar de res­
ponsabilidad de los medios. La información no ha de ser veraz, sino
«interesada», pero de acuerdo con el interés común y no con intere­
ses corporativos o comerciales.
Sin embargo, es la comunicación comercial la que lo invade y lo
conforma todo. Como ha dicho Mattelart, la crisis de la cultura pú­
blica, que indudablemente padecemos, quiere resolverse por las téc­
nicas de la comunicación comercial: el «paradigma publicitario»
impregna totalmente las maneras de comunicar. Cualquier cosa es
136 Paradojas del individualismo

aceptada sin debate público, no hay ningún control social sobre la


absorción que ejercen los mecanismos del mercado. El ciudadano-
consumidor ha de aprender a poner límites a su tolerancia. Contra
la máxima liberal: «menos estado y más mercado», Mattelart propo­
ne la máxima: «menos estado, menos mercado y más sociedad civil».
Ya que «la organización colectiva, las redes de la comunicación soli­
daria, son más necesarias que nunca para enfrentarnos a las redes de
la regulación social que anuncia la llamada “ sociedad de la comuni­
cación” ».46 Es hora de que los contenidos empiecen a prevalecer so­
bre la imagen.
Todo ello hay que hacerlo sin confiar demasiado en códigos éti­
cos que resuelvan a priori los problemas posibles. La llamada a la
responsabilidad compartida es una llamada a la autonomía. Delegar
esa responsabilidad a las soluciones previstas por un posible código
deontológico es tan lamentable como ampararse en los vaivenes del
mercado o en el interés profesional. El interés común tiene la dificul­
tad de que no está ahí esperando guiar nuestras conductas. Hay que
descubrirlo, y hacerlo es responsabilidad de cada uno, principalmen­
te de quienes tienen ese poder especial sobre los demás que hoy atri­
buimos, justamente, a los medios. A fin de cuentas, son los medios
los que sirven de expresión a lo que llamamos «opinión pública» y
que no debería ser sino la pluralidad de opiniones que expresan el
sentir de una sociedad, sin excluir a nadie.
He empezado distinguiendo dos significados distintos de «comu­
nicación»: la que realizan los medios, y la comunicación interperso­
nal. El primero podría ser un vehículo, un medio, para el segundo,
si propiciara efectivamente la comunicación entre los pueblos, entre
los grupos, entre los poderosos y los más «incomunicados». También
los medios podrían tener una función realmente «educadora» de la
sociedad, para contrarrestar la profesionalización exclusiva y exclu­
yeme de los profesionales de cualquier cosa, el consumismo, la mer-
cantilización de todo, dando a conocer, haciendo publicidad —buena

46. A. Mattelart, «Lo que ha cambiado en la comunicación», Cuadernos de Comunica­


ción, cit., n.° 101, pp. 135-142.
Una sociedad de incomunicados 137

publicidad, no simple espectáculo— de lo que nadie sabe ni quiere


saber, de los aspectos más vergonzosos de nuestro mundo. Estos cri­
terios deberían ser los que midieran la información buena y justa, que
es la condición para que se establezca una comunicación real. La buena
información no es la que proporciona una descripción exacta —impo­
sible— de los hechos, sino la que no está al servicio de poderes hete-
rónomos, como los intereses del dinero o los intereses corporatistas.
Es realmente difícil —y peligroso— indicar estrategias que ayuden a
mejorar o intensificar la comunicación entre las personas, las rela­
ciones interpersonales. Sin embargo, no es imposible detectar qué ti­
pos de información, qué maneras de informar contribuyen a distan­
ciar más a las personas, a fomentar la indiferencia, a potenciar las
relaciones no de comprensión sino de competencia. En una palabra,
qué maneras de informar contribuyen a deshumanizar a las personas
y a desintegrar la sociedad. Si la comunicación es realmente el para­
digma de nuestra cultura es porque sabemos que la necesitamos. La
cuestión es ver cómo se utiliza: si sabemos utilizarla como factor de
progreso o si, por el contrario, son sus medios los que nos utilizan
a nosotros como si fuésemos piezas de un juego que no controlamos.
9

E l se n tid o d el tra b a jo

e dónde sale la idea de que el trabajo es la fuente de la identi­


D dad y de la autorrealización humanas? La tradición judeocris-
tiana, de la que venimos, lo consideraba como un castigo divino: Adán
y Eva son expulsados del paraíso terrenal y condenados a trabajar y
sufrir para ganarse el pan. Los primeros filósofos estaban lejos de
poder pensar que el trabajo fuera un tema de reflexión filosófica dig­
no. Se lo impedía la división de la sociedad en la que vivían en dos
grandes clases: la de los siervos que trabajaban para atender a las ne­
cesidades de la vida, y la de los libres a quienes estaba permitido de­
dicarse a actividades más gratificantes, como la política o la filoso­
fía. Es la industrialización la que introduce el trabajo asalariado, el
cual ya no es una forma de atender a las necesidades más inmediatas,
sino de entrar a formar parte de un proceso anónimo de producción
de cosas. Este proceso convierte al individuo en simple pieza de un
engranaje, le despoja del poder y de la voluntad para intervenir en
el proceso productivo. El trabajador es parte de una organización re­
gulada desde fuera, sin sentido para él. El trabajo no vale en absolu­
to por sí mismo: vale sólo el salario que se obtiene a cambio. Es alie­
nante e inhumano: los trabajadores dejan de pertenecerse a sí mismos
porque se ven forzados a venderse para subsistir. Cierto que esa acti­
vidad productiva creciente, aunque extraña a la vida misma, crea po­
sibilidades de consumo, el cual produce a su vez una cierta satisfac­
ción y alivio. Pero no puede decirse que, si el trabajo asalariado no
es liberador, lo es en cambio el consumo que aquél posibilita, puesto
que sabemos que el consumo no sólo satisface necesidades existen­
El sentido del trabajo 139

tes, sino que es una fuente imparable de creación de necesidades nue­


vas. El individuo se vuelve insaciable, pierde la noción de la medida,
no consigue comprar todo lo que se le ofrece, con lo que sólo añade
frustraciones a su libertad.47
Todo esto fue ya analizado y denunciado por Marx, quien pensó
que el fin de las alienaciones por el trabajo no sólo era posible, si­
no que estaba implícito en el curso de la historia y en las propias con­
tradicciones del sistema económico, las cuales iban a conseguir que
el «trabajo abstracto», sujeto a una racionalidad capitalista, pero irra­
cional desde el punto de vista de lo humano, evolucionara —no pací­
ficamente, por cierto— hacia una sociedad totalmente cooperante don­
de la división en clases sería sustituida por la «unión voluntaria» de
los trabajadores. Ahora sabemos que ese voluntarismo histórico pre­
dicho por Marx, además de inimaginable, era inviable y sólo ha con­
seguido retrocesos tanto en el desarrollo económico como en el hu­
mano. No sólo el individuo que ha pasado por la experiencia del
socialismo real no ha llegado nunca a la identificación con la totali­
dad preconizada por la teoría —«mito de la autoidentidad» lo llamó
hace años Kolakowski—, sino que a ese individuo le suena mucho más
raro que a sus coetáneos, habitantes de sociedades con larga tradi­
ción capitalista, el que el trabajo pueda tener eso que llamamos «sen­
tido». Y, sin embargo, es fundamental que el trabajador crea en lo
que hace. Es fundamental para el crecimiento de un país y para la
autosatisfacción de la persona que algo tan central para su vida sig­
nifique algo más que una condena.
No es que la economía liberal capitalista haya conseguido dotar
al trabajo de ese sentido tan necesario. Al contrario, Marx no se equi­
vocaba al detectar la profunda insatisfacción de unos hombres forza­
dos a obedecer a un proceso sin otra motivación o interés para ellos
que el de la exigua retribución recibida a cambio. Y Max Weber, que
quiso dar una explicación diferente al triunfo del capitalismo, tuvo
que buscarla en las ideas religiosas: fue la ética protestante la que fo­

47. Sobre «la explosión de las necesidades», véase el libro de Joaquim Sempere, L’explo-
sió de les necessitats, Edicions 62, Barcelona, 1992.
140 Paradojas del individualismo

mentó el espíritu austero y ahorrador que exigía el desarrollo capita­


lista. Acertada o no, la explicación de Weber era necesaria. Había que
aclarar, en primer término, las razones del triunfo de un sistema eco­
nómico que no contribuía a humanizar a las personas, sino más bien
a embrutecerlas. Una inmensa mayoría de los trabajadores de la era
industrial seguía siendo esclava de las máquinas o de sus patronos.
Por otra parte, el trabajo había adquirido una importancia fundamen­
tal para la vida de cada uno. Había que trabajar en algo para llegar
a ser alguien. El trabajo era la fuente del dinero, la seguridad, el re­
conocimiento social, incluso el prestigio y el poder. Pero era también
la fuente de profundas desigualdades.
Y sigue siéndolo. A pesar de que ya vivimos en una sociedad dis­
tinta, no industrial, sino postindustrial, en la que el trabajo ha dismi­
nuido o se ha modificado sustancialmente. La técnica y la automati­
zación han obligado a reconvertir la industria y a una distribución
distinta del trabajo. En la sociedad postindustrial, la organización ad­
quiere una importancia básica. No es el propietario o los accionistas
de una empresa quienes mandan, sino el director. En cuanto al an­
tiguo obrero, o bien se mantiene relegado a trabajos de supervisión
mecánica, cadenas de montaje y parecidos, o viene a engrosar las es­
feras menos autónomas del cada vez más amplio sector de servicios.
Consecuencias negativas de lo anterior han sido el incremento del paro,
el aumento de trabajos precarios y de tiempo parcial, la economía
sumergida. Todo ello al lado de la valorización creciente del trabajo
profesional cualificado. Sea de uno u otro tipo, el trabajo sigue con­
siderándose tan esencial para la vida como empezó a serlo con la mo­
dernidad. Con lo cual, y dado que no todos los trabajos son iguales
en cuanto a retribución económica y en cuanto a posibilidades de dig­
nificación de la persona, nos encontramos con el hecho paradójico
de que el trabajo es, al mismo tiempo, la ocasión teórica de la iguala­
ción social y la consolidación y constatación real de las desigualda­
des más lacerantes. Es así porque el valor del trabajo sigue siendo el
dinero que se obtiene por él. De acuerdo con ese criterio, sólo ad­
quiere sentido el trabajo bien remunerado, el trabajo que compensa,
no por él mismo, sino por el poder adquisitivo que supone e implica.
El sentido del trabajo 141

Vale más aquel trabajo que proporciona más dinero. El valor dejó
de ser «de uso», de utilidad inmediata, para asentarse definitivamen­
te el valor «de cambio»: valor cuantificado. Y, curiosamente, es esa
cuantificación la que proporciona lo que hoy tiende a llamarse «cali­
dad de vida»: a más dinero, mayor calidad —dos casas, dos coches,
un yate, viajes y todos los caprichos que el dinero puede comprar—.
El trabajo, como casi todo, se ha mercantilizado; por sí mismo ya no
hay un trabajo que valga más que otro: vale más el que mejor se paga.
Ya no hay, por tanto, profesiones de mayor prestigio, sino profesio­
nes que abren las puertas al dinero y al éxito. Tampoco vale ya dema­
siado la vieja distinción entre el trabajo manual y el trabajo intelec­
tual, y empieza a no significar nada la diferencia entre los trabajadores
blue o white collar. La diferencia fundamental está entre el salario
(wage) y el sueldo (salary), o entre la «clase trabajadora» sometida
al trabajo productivo o a los servicios de mayor dependencia —cama­
reros, conserjes, porteros, dependientes—, y la «clase dominante» de­
dicada a las profesiones liberales y al trabajo organizativo, gestor, po­
lítico, ejecutivo. La medida del trabajo con sentido la da toda la gama
de profesiones, las cuales, además de proporcionar una seguridad y
estabilidad económicas a quienes las ejercen, se constituyen en cor­
poraciones que ejercen un monopolio sobre una determinada esfera
de trabajo y exigen credenciales, a veces durísimas, a quienes preten­
den integrarse en ella. Desde tal punto de vista, desde la categoría
del profesional, el trabajador propiamente dicho es hoy el otro, aquel
que no llega a tener un trabajo cualificado y debe refugiarse para so­
brevivir en esa subclase que comprende a los empleados en servicios
múltiples, trabajadores precarios que se ocupan en las tareas y me­
nesteres menos autónomos y más despreciados.
Dividámoslos, para entendernos, en dos grandes tipos: el de los
profesionales, y el de la subclase de los marginados. La clase de
los profesionales se autolegitima por ser la depositaría de los saberes
más específicos transmitidos por la educación superior (que educa
a profesionales, no a personas). Supuestamente, además, el ejercicio
de la profesión se ofrece, por un lado, como el espacio adecuado para
la autorrealización de la persona que puede llegar a ser excelente en
142 Paradojas del individualismo

el desempeño de la profesión elegida; por otra parte, se supone que


las profesiones poseen una dimensión de servicio a la sociedad: el po­
lítico, el médico, el arquitecto, el químico, el juez o el futbolista con­
tribuyen a desarrollar la riqueza, la ciencia, la cultura y, en definiti­
va, el poder de la sociedad con la aplicación de su saber o su destreza.
Ambos supuestos, sin embargo, son más que discutibles. Es discuti­
ble que el individuo se encuentre y se pertenezca a sí mismo sólo por
el ejercicio de la profesión que ha escogido, y es sobradamente dudo­
so que el fin real de esa profesión sea prestar un servicio a la socie­
dad. (Ni siquiera podemos esperar tal cosa de los gerentes de empre­
sa —señalan los economistas—: rara vez puede afirmarse que éstos
persigan el beneficio e interés de la empresa por encima del propio,
como lo demuestran, entre otras cosas, los sueldos que ellos mismos
alegremente se adjudican.) Volveré sobre este punto que tiene mucho
que ver con el sentido del trabajo. Quedémonos, por el momento, con
la sabia y oportuna observación de Talcott Parsons: las profesiones
son el término medio entre el individualismo capitalista y la colecti­
vización represiva del socialismo. En definitiva, el trabajo profesio­
nal y su rango social es una muestra más del individualismo perverso
de nuestro mundo, ese individualismo renuente a la cooperación y al
sentimiento solidario. El individualismo que permea lo que Galbraith
ha llamado «la cultura de la satisfacción».48
Galbraith —de quien tomo la idea de la división de la sociedad
en dos grandes clases: la de los profesionales satisfechos y la subclase—
opina que la subclase de los menos afortunados —los pobres, en
suma— existe y se reproduce escandalosamente en las sociedades más
desarrolladas porque es funcional con el propio sistema. La clase de
los «satisfechos» necesita de una subclase en la que descargar los tra­
bajos que nadie quiere. Es la subclase compuesta por todos los con­
denados a realizar trabajos tediosos, repetitivos, agotadores y degra­
dantes socialmente: los servicios domésticos, servicios al consumidor,
las cadenas de montaje en las industrias, las ocupaciones que hacen
del individuo exclusivamente un «mandado», como es el caso de los

48. Cf. John K. Galbraith, La cultura de la satisfacción, Ariel, Barcelona, 1992, cap. 3.
El sentido del trabajo 143

porteros, las criadas, los basureros, los ascensoristas. «No hay mayor
espejismo en la actualidad, mayor fraude incluso, que el uso del mis­
mo término trabajo para designar lo que para algunos es monótono,
doloroso y socialmente degradante y para otros placentero, socialmente
prestigioso y económicamente provechoso.» Pero ello ocurre porque
«son necesarios los pobres en nuestra economía para hacer los traba­
jos que los más afortunados no hacen y que les resultarían manifies­
tamente desagradables e incluso dolorosos». Bienvenidos sean, pues,
los magribíes, los turcos, los peruanos que nos liberan de faenas que
nadie quiere pero que alguien tiene que hacer. Los países más avan­
zados de la Europa occidental han contado con la mano de obra ex­
tranjera para las tareas más indignas durante los últimos cincuenta
años: no sólo las industrias, también los servicios de restaurantes, ho­
teles, hospitales, los servicios más bajos y menos elegantes se abaste­
cen de esa mano de obra barata y, por otra parte, cómoda para quie­
nes administran, puesto que el trabajo que se ofrece es precario y es
fácil prescindir de los que se prestan a hacerlo echándoles del país
cuando dejan de ser necesarios. La razón por la que hasta ahora es­
tos trabajadores han aguantado tales condiciones de trabajo es que,
a pesar de todo, algo ganan: a pesar de las condiciones de ofensiva
desventaja en que se encuentran, su situación en un país desarrollado
supera siempre en bienestar a la que tenían en su país de origen. Sus
hijos recibirán ya otra educación y, con ella, la posibilidad de acabar
integrados en la clase superior del trabajo cualificado.
Una tercera clase que habría que añadir a los dos tipos de trabajo
señalados es la del trabajo no remunerado, el trabajo que se realiza
gratuitamente. Gran parte de ese trabajo ha sido asumido, bien por
la extensa subclase que forma la economía sumergida, bien por orga­
nizaciones empresariales que crean servicios hasta no hace mucho in­
sólitos —servicios de limpieza, guarderías de niños, jardinería, aten­
ción a enfermos, asistencia a ancianos—. Así, el trabajo gratuito
también ha sido «reconvertido» o «capitalizado» pasando, mayor­
mente, a dar empleo a los trabajadores de la segunda categoría. Sea
como sea, no todo el trabajo de este tipo puede ser transferido, ni
todo el mundo está en condiciones de recibir —y pagar— servicios
144 Paradojas del individualismo

ajenos. Los pobres y, entre ellos, más que nadie, las mujeres, deben
cargar con ese trabajo imprescindible y no remunerado, en muchos
casos alargando su jornada laboral por cuenta ajena. El trabajo gra­
tuito hace dos días ni siquiera era considerado trabajo. Tanto la cau­
sa de la discriminación de la mujer como la del paro han llevado a
cuestionarse la oportunidad de convertir esos trabajos en trabajos re­
munerados.
El panorama no es, desde luego, alentador, sino bastante demen-
cial. Una división del trabajo que, según todos los indicios, procede
directamente de un solo impulso: el crecimiento económico global.
De ningún modo puede decirse que sea una división racional, si por
tal entendemos el poner los avances técnicos al servicio de las perso­
nas para conseguir que el individuo —que, en definitiva, es el que
trabaja— se encuentre mejor en su trabajo, mejor consigo mismo, y
más encajado en la sociedad que le ha tocado vivir. Eso sería lo ra­
cional: que el progreso tecnológico nos ayudara a vivir menos escla­
vizados por trabajos que ocupan todo nuestro tiempo impidiéndonos
gozar de otras cosas, o que, en el peor de los casos, siguen reducién­
donos a una servidumbre poco compatible con el desarrollo y la mo­
dernización. No es eso lo que ocurre. Uno y otro de los dos grandes
grupos mencionados —el de los profesionales y el de la subclase—
viven, de hecho, desigualmente esclavizados, pero esclavizados al fin.
El profesional vive felizmente esclavizado: se debe íntegramente a su
profesión, es víctima de ella; el trabajador «mandado», por su lado,
vive desesperadamente esclavizado, puesto que se limita a obedecer
órdenes. Y las desigualdades no cesan, sólo cambia su geografía. Si
en el trabajo está en juego la dignidad de las personas, no parece que
vayamos por muy buen camino para encontrarla.
Lo*que muestra el estado de la actual división del trabajo es que
la racionalidad de la vida y la de la economía no coinciden. Las gran­
des organizaciones, las grandes empresas, que monopolizan los tra­
bajos de nuestro tiempo, tienen una lógica y unos fines propios, ale­
jados, por tanto, de los fines e intereses de cada individuo, y también
de los fines e intereses emancipadores que debería hacer suyos la so­
ciedad que aspira a la justicia. El modelo actual no hace posible la
El sentido del trabajo 145

unificación de las razones de la vida individual y las de la vida profe­


sional. No lo hace posible para nadie: ni para la clase de los profesio­
nales —indebidamente satisfechos con su trabajo más alienante de
lo que quieren creer—, ni, por supuesto, para la clase de los trabaja­
dores propiamente dichos. La racionalidad económica —y no la ra­
cionalidad sin más— ha sido el precio que ha habido que pagar por
la industrialización. El hombre ha sido víctima del proceso de pro­
ducción, y la división de los saberes no ha ayudado nada a la recupe­
ración de la unidad añorada. El trabajador moderno típico descono­
ce el sentido total de lo que hace, lo desconoce porque ese sentido
no importa en absoluto para la lógica del proceso productivo mismo
o para el buen funcionamiento de la organización.
Tal vez el fracaso en convertir al trabajo en fuente de realización
y de identidad carece de importancia en sociedades como las asiáti­
cas donde, al parecer, no se ha creado ese culto al individuo propio
del mundo occidental. Pero aquí, en el mundo occidental, resulta al­
tamente contradictorio el divorcio entre la racionalidad individual y
la de la gran organización, contradictorio para una cultura que ha
entronizado al individuo, que ha sacralizado los derechos individua­
les y dice defender la privacidad, que tras proclamar que todo eso
es prioritario e intocable condena, sin embargo, al individuo a dedi­
car el tiempo más importante de su vida a algo que no logra perder
del todo el carácter de condena y alienación.
Lo más destacable de esa escisión es lo que señala André Gorz
en su Metamorfosis del trabajo:49

La divergencia entre los «tiempos». En la sociedad industrial y post­


industrial, el trabajo no pertenece ya a la vida privada; está, más bien,
entre lo privado y lo público, constituye aquella actividad por la cual
el individuo adquiere una identidad social —una profesión, un oficio—,
una independencia y seguridad económicas, una capacidad, en suma,
para hacerse una vida propia. Al empezar a trabajar, el joven sale al

49. André Gorz, Metamorphoses du travail, Ed. Galilée, París, 1988. Las citas están to­
madas de la traducción italiana, Metamorfosi del lavoro, Bollad Boringhieri, Turín, 1992.
146 Paradojas del individualismo

exterior, deja a su familia, accede a la esfera económica pública, em­


pieza a ser de verdad autónomo, a estar en condiciones de escoger la
forma de vida que le apetece. De ahí que el trabajo sea un derecho
fundamental de la persona. Pero ocurre que esa supuesta libertad de
acción no es tal. Más allá de condicionantes anteriores que limitan la
elección del trabajo que uno quisiera, el trabajo, sea el que sea, intro­
duce en la vida de las personas una medida, un cálculo «artificial».
Sólo el trabajo preindustrial correspondía a una satisfacción de las «ne­
cesidades sentidas», es decir, tema un valor de uso. Uno trabajaba para
procurarse lo que directamente necesitaba: comida, vivienda, vestido.
Ahora, el trabajo se mide por el salario o por la ganancia económica
que representa. Y ganar dinero cuesta un tiempo, un tiempo «cal­
culable».

Time is money, sentenció Benjamín Franklin, y la idea sigue vigente.


La inactividad equivale a la falta de rentabilidad económica. Obser­
vamos, por otra parte, que, a diferencia de los criterios por los que
se mide el ámbito público del trabajo, el ámbito de la vida privada
carece de tiempo calculable. El tiempo libre, dedicado a lo privado,
es, como dice Gorz, «tiempo de vida» o, si se quiere, tiempo para
vivir y no para trabajar. Signo inequívoco de que el trabajo, sea cua­
lificado o no, no consigue integrarse en la vida.
El diagnóstico de la contradicción entre la racionalidad económi­
ca y la racionalidad vital lleva a la conclusión evidente de que nuestra
civilización ha degradado la vida misma. Como dice Gorz, «una ci­
vilización en la que la invención técnica equivale a la degradación del
arte de vivir, de la comunicatividad, de la espontaneidad».50 Falta
tiempo suficiente para hacer todo aquello que nos gustaría hacer y,
sin embargo, hay que dedicar el mejor tiempo a actividades que no
nos interesan. Tal es la contradicción que vuelve a dar expresión a la
tesis marxiana de los «dos reinos»: el de la necesidad y el de la liber­
tad. Dicho en lenguaje aristotélico: el reino de la poiesis, del trabajo
productivo, cuyo fin está fuera de la actividad misma, y el de la pra­
xis, cuyo fin y justificación están en la actividad misma. Por gratifi-

50. Ibid., p. 140.


El sentido del trabajo 147

cante y creativa que sea la actividad laboral, por gratificante que le


sea al escritor escribir, al físico investigar o al médico atender al pa­
ciente, el mero hecho de que el tiempo dedicado al trabajo deba cuan-
tificarse y medirse económicamente convierte a esa actividad en algo
que no se hace libremente sino por necesidad, sometido a un horario
y a unas reglas. Y ya sabemos que la obligación y la devoción pueden
coincidir, pero no suelen hacerlo. La prueba es que cualquier profe­
sión agradece el tiempo de vacaciones. La contradicción habrá que
resolverla, pues, consiguiendo que el reino de la necesidad se reduzca
al mínimo a fin de que el otro reino —el del tiempo libre— ocupe
realmente el tiempo mayor de nuestras vidas, ya que, si algún sentido
ha de tener el trabajo, éste le vendrá dado por el tiempo libre, no por
el trabajo mismo. La vida de «calidad» no debería ser la de mayor
poder adquisitivo, sino aquella que ofrece la posibilidad de «vivir»
más, de poder dedicarle más tiempo a la vida.
No es en esa dirección, sin embargo, por donde vamos: la lógica
y la racionalidad capitalista lo impiden. El fin del trabajo —el senti­
do del trabajo— que va a llenar el tiempo de vivir, el tiempo libre,
es el consumo, precisamente porque éste ya no viene a satisfacer ne­
cesidades básicas, sino superfluas. El consumo compensa de la dureza
del trabajo porque es lujoso e inútil. Apela, además, directamente al
individuo y a su vida privada, por eso persuade: la publicidad que
nos arrastra es la que nos induce a comprar algo exclusivamente para
nosotros. No consigue persuadir, en cambio, la publicidad que habla
en nombre de los intereses generales del estado —«no fumes», «no
bebas», «no corras»—. Todo lo que pretende servir a una razón su­
perior, que no es la mía, la que siento como propia, no convence. El
consumo y el individualismo se desarrollan, pues, simultáneamente.
Es otra de las contradicciones de la racionalidad económica, puesto
que a nadie que piense un poco se le oculta que el consumo homoge-
neiza a los individuos, les obliga a todos a comprar las mismas cosas,
por mucho que el individuo pretenda «ser él mismo» a través del con­
sumo. El consumo no consigue cohesionar a la sociedad, sino la consa­
gración de la sociedad individualista: todos comparten lo que, en rea­
lidad, sólo es para cada uno. Que la única socialización sea la del con­
148 Paradojas del individualismo

sumo muestra el alto grado de desintegración de la sociedad. La «so­


ciedad de mercado» es una contradicción.
Sociedad desintegrada y degradación del arte de vivir son las dos
primeras consecuencias de la organización económica y de la conse­
cuente organización —o desorganización— del trabajo. La tercera es
la profunda desigualdad e insolidaridad en el seno de las sociedades
avanzadas, y de éstas con respecto a las otras, a las que están peor.
En primer lugar, la forma de trabajar ha cambiado: para que la gran
organización funcione hace falta especialización, trabajo cualificado,
profesionalización. Para conseguirlo se ha inventado lo que Gorz lla­
ma la «ideología de los recursos humanos». Si lo que hacía falta era
motivar a los trabajadores, crear conciencia profesional, el truco de
los recursos humanos ha hecho recuperable al máximo el valor del
oficio. Es una pseudohumanización del trabajo que consiste en pre­
sentar a la empresa como «el núcleo de la realización personal», donde
el trabajador recibe la formación y la atención necesarias para llegar
a amar realmente lo que hace. Se crea, así, la clase de los trabajado­
res cualificados, los profesionales propiamente dichos, una auténtica
elite que se contrapone al trabajador inestable o al desocupado o al
infraocupado. Entre otras cosas, la crisis de los sindicatos se debe a
ese cambio de paradigma que obliga a plantear reivindicaciones y
a defender intereses muy distintos a los de otro tiempo. No es difícil
entender que esa nueva estratificación, ese profesional fier de soi-méme
—el único trabajador que se considera autorrealizado, pero no siem­
pre porque disfrute con lo que hace, sino porque gana lo que quiere—,
revierta en una insuperable desigualdad. La competencia y la lucha
por ser el primero y el mejor es inevitable en un mundo «que no es
América» —para usar la vieja expresión de Hobbes—, un mundo de
recursos escasos y finitos, donde el reparto y la distribución son
de justicia. No se trata ya sólo de resolver la contradicción interna
del individuo entre dos racionalidades antagónicas. Se trata de que
esta solución —que sin duda satisface a los privilegiados que consi­
guen «creerse» lo de la profesión— sigue manteniendo a la sociedad
dividida; luego, ni es humanista ni es justa. Es una solución que agu­
diza los peligros del individualismo. Pues si es cierto que la indivi-
El sentido del trabajo 149

dualización puede liberar al individuo, también puede encadenarlo


y convertirlo en víctima de su propio aislamiento. Es obvio que el mer­
cado no crea sociedad, sino todo lo contrario.
No hay abundancia ni la habrá, pero sí hay un grupo de indivi­
duos mucho más afortunado que el resto: lo que antes he llamado
la clase de los bien asentados en sus respectivas profesiones, y la sub­
clase de los trabajadores precarios, serviles y marginados. La existen­
cia de una clase profesional superactiva hace crecer desorbitada y ab­
surdamente el sector dedicado a los servicios. A juicio de Gorz, esa
aparente creación de trabajo por la proliferación de servicios de todo
tipo es, en realidad, producción de un trabajo ficticio e inútil: «la ocu­
pación por la ocupación». Se trata, en su mayor parte, de los servi­
cios ofrecidos a quienes ven cada vez más reducido el tiempo de su
vida privada y no pueden ocuparse ni de sus hijos, ni de la compra, ni
de comer, ni de nada. Es una transferencia a la organización colectiva
del máximo de ocupaciones que antes pertenecían a la vida privada.
Servicios cuya función no es social, puesto que no todos se benefi­
cian de ellos; su función sigue siendo privada: el lujo y la comodidad
de que me traigan el periódico y la leche por la mañana, me guarden
a los niños los fines de semana, me sirvan una cena de amigos, me
limpien la casa, me traigan las pizzas a domicilio, me entreguen la
carta urgente a su destinatario, y un largo e imaginativo etcétera. Son
servicios personales, privados, que sólo tienen razón de ser en una
sociedad de desiguales. Profesionalizan el trabajo más doméstico, que
libera de ese trabajo a los «servidos», pero no a los siervos. Sólo el
que consigue una cierta dignidad laboral, medible por la ganancia que
le supone, puede permitirse el lujo de utilizar esos servicios. «La eco­
nomía (en realidad la antieconomía) basada en la proliferación de ser­
vicios a las personas, organiza así la dependencia y la heteronomía
universales, y define como ‘pobres’ a los que ‘no tienen más reme­
dio’ que hacerse cargo, al menos parcialmente, de sí mismos.»51 La
división social que así se crea es, siempre en opinión de Gorz, total­
mente absurda, pues «si todos trabajaran menos, todos podrían asu­

51. Ibid., p. 174.


150 Paradojas del individualismo

mir sus trabajos domésticos y ganarse la vida trabajando».52 Todos


conseguirían, tal vez, un trabajo más igual, y cesaría la proliferación
de servicios absurdos.
Dejemos, de momento, este último punto, que considero discuti­
ble, para más adelante. Recapitulando, del análisis de Gorz deduzco
tres conclusiones básicas: la racionalización económica que nos lle­
va a trabajar como lo hacemos no es, de ningún modo, racional en
sentido pleno, esto es, liberadora o emancipadora. Todo lo contrario,
produce desintegración social, degradación de la vida individual y des­
igualdad. Las tres cosas pueden ser combatidas con una política con­
creta, que Gorz califica de «proyecto político de izquierdas», lo que
el socialismo está necesitando desesperadamente. Dicho proyecto de­
bería tener, a mi juicio, tres direcciones que se complementan y con­
vergen: 1) una distribución del trabajo solidaria, que «cree sociedad»;
2) una desmitificación del trabajo, el cual, gracias a la tecnología, ya
no tendría por qué ser la principal ocupación de la vida; 3) lo que
Marx llamó «el libre desarrollo de la individualidad» por el aprove­
chamiento del tiempo liberado de trabajo.
1. Crear sociedad. El trabajo se ha vuelto tan importante en la
vida de los individuos, que programarlo globalmente equivale a pro­
gramar una forma de entender la sociedad y de vivir en ella. Decía­
mos que la racionalidad económica capitalista ha creado más rique­
za, en un sentido cuantitativo y general, pero no ha conseguido corregir
la desigualdad e insolidaridad entre los individuos, ni ha hecho que
crezca adecuadamente la calidad de la vida individual. Un modo de
producción que favorece y acentúa el individualismo, por cuanto le
obliga a ganar más dinero para consumir más, no contribuye en ab­
soluto a dignificar la vida de ese individuo. Unos cuantos son, desde
luego, más libres de escoger cómo vivir, puesto que tienen más dine­
ro para hacerlo, pero, en esa elección, se buscan mayormente a sí mis­
mos, ayudan poco a humanizar el mundo: el desinterés, la despreo­
cupación, la desidia hacia todo aquello que no afecte directamente
a la propia persona, es moneda corriente en una sociedad que cada

52. Ibid., p. 173.


El sentido del trabajo 151

vez se muestra más desintegrada, falta de ideas y de motivos capaces


de cohesionarla.
Comparto totalmente la tesis de Gorz de que ese es un problema
que el socialismo aún no ha resuelto y que es su obligación tratar de
resolver. Es función de una política socialista «crear sociedad», sub­
ordinar la racionalidad económica a fines sociales —no económicos,
sino éticos o políticos—, combatir el déficit de sociedad que trae con­
sigo el capitalismo. Para conseguirlo es preciso ponerse a pensar qué
ha de significar el trabajo en la vida humana, llegar a una concep­
ción del trabajo buena y adecuada para que la sociedad se cohesione
y la vida personal no se degrade. No es imposible avanzar en tal sen­
tido en la era de la innovación tecnológica. Pues la técnica hace que
el trabajo disminuya, que se reduzca globalmente el tiempo de traba­
jo y éste se vuelva más cualificado. Lo incorrecto e injusto es que esa
reducción afecte negativamente a unos y favorezca a otros. Si hay que
reducir la jornada de trabajo, la reducción deberá hacerse no con cri­
terios de racionalidad económica, que no tienen en cuenta a la totali­
dad de las personas, sino con criterios de justicia distributiva. Gorz
propone que se planifique el trabajo, se establezcan programas plu-
rianuales macroeconómicos —en la industria, en la administración—
que tengan en cuenta la formación del trabajador, la flexibilidad de
los horarios para adecuarlos a las diversas necesidades humanas, la
aceptación de un trabajo más intermitente y fragmentado. Hay que
combatir la idea de que trabajar menos significa perder poder adqui­
sitivo, pues «trabajar menos (en número de horas dedicadas al traba­
jo profesional directo) significa trabajar mejor, especialmente en los
oficios innovadores o en continua evolución».53 TYabajar mejor y en­
tender el trabajo de otra forma, ya que, en las actuales sociedades,
«los valores de solidaridad, de equidad y de fraternidad, de los que
ha sido portador el movimiento obrero, no implican más el trabajo
por amor al trabajo, sino la igual distribución de puestos de trabajo
y de la riqueza producida: es decir, una política de reducción metó­

53. Ibid., p. 212.


152 Paradojas del individualismo

dica, programada, sólida de la duración del trabajo (sin disminución


del rédito)».54
Sea cual sea la política de trabajo que se suscriba y defienda, lo
que está claro es que hace falta que haya una política, que exista un
proyecto político. Uno o varios —ya es hora de que la oposición aña­
da a sus rutinarias y monótonas críticas proyectos alternativos— que
demuestren la voluntad de acabar con las disfunciones existentes,
que son abundantes. Disfunciones como la coexistencia de una masa
de trabajadores en paro junto a otra masa de empresarios que no en­
cuentra el personal que necesita. Expertos en poh'ticas de empleo opi­
nan que no todo debe ser resuelto centralmente ni a nivel macroeco-
nómico: el papel de la política local, la ayuda a la pequeña empresa
o a las iniciativas locales están siendo considerados como beneficio­
sos para la creación de empleo.
2. Desmitificar el trabajo. No se trata sólo de emprender un pro­
yecto político concreto, más justo; se trata, además, de que los indi­
viduos vean el trabajo de otra manera, como algo que da sentido a
sus vidas, pero porque les permite gozar de un tiempo libre que les
corresponde más enteramente. Es un absurdo seguir dándole al tra­
bajo el mejor «tiempo» de nuestras vidas, cuándo, precisamente, las
nuevas tecnologías vienen a reducir el tiempo de trabajo y aumentar
el tiempo de ocio, el tiempo para vivir. Si somos capaces de distribuir
equitativamente ese trabajo, que ya necesita menos mano de obra hu­
mana porque ha sido reemplazada por la técnica, el tiempo de des­
canso y de libertad crecerá también para todos.
Esa visión distinta de los «tiempos», que me parece fundamen­
tal, no es una reivindicación exclusiva de Gorz. Un grupo de feminis­
tas italianas lo ha defendido también en un sentido que converge con
el que aquí se analiza. En un proyecto de ley presentado al Parlamen­
to italiano con el título Le donne cambiano i tempi,55 las mujeres co­
munistas expresaban la necesidad de transformar los criterios de im-

54. Ibid., p. 84.


55. El texto ha sido publicado en la revista Mientras Tanto, n.° 42 (Barcelona, 1990),
pp. 45-51.
El sentido del trabajo 153

portancia y prioridad dados a los distintos trabajos vigentes en nues­


tras sociedades, hechos a la medida del varón y perjudiciales, en ge­
neral, para las mujeres. ¿Por qué el tiempo dedicado a los hijos, al
hogar, a los enfermos, a los ancianos, es un tiempo secundario con
respecto al tiempo principal y central en la vida, que es el del trabajo
exterior, profesional? ¿Por qué ese tiempo es el de las mujeres, de los
pobres, de los marginados, y no el de todo el mundo? ¿No es el tiem­
po dedicado a tales «servicios» un servicio social fundamental, de in­
terés general y no privado? Son preguntas que o no tienen respuesta
en la actual organización de la vida individual y colectiva, o tienen
esa respuesta que Gorz, por su parte, critica: los servicios mayormen­
te adjudicados a las mujeres están hoy creando trabajo para la sub­
clase de los parados.
Aquí conviene separar dos cosas, y con ello retomo la crítica de
Gorz que antes dejé en suspenso. Suscribo la propuesta a favor de una
mayor relevancia social del tiempo hasta ahora dedicado a quehace­
res privados. No me parece, en cambio, tan negativo como a Gorz
que esos quehaceres se conviertan en trabajo público en la medida
en que puedan ser transferidos a otras personas. Son servicios per­
fectamente realizables por jóvenes o jubilados, según los casos, es decir,
trabajos no tan degradantes si se contemplan desde el punto de vista
de su fragmentariedad y provisionalidad. Ningún joven piensa que
va a dedicar toda su vida a ser mensajero o a repartir pizzas. Todos
sabemos que cuidar a niños o enfermos ajenos, y por dinero, acaba
siendo más llevadero que cuidar gratis a los propios. Los jubilados
necesitan llenar su vida con alguna forma de servicio, y mejor si es
remunerado dada la exigüidad de las pensiones. Lo que sí debe seña­
larse es que, por muchos que sean los servicios a nuestra disposición,
seguirán quedando trabajos que alguien deberá realizar gratuitamen­
te. Los servicios externos siempre dejan muchos huecos que, hasta aho­
ra, nadie se ha sentido tan obligado a llenar como las mujeres. Es
ahí donde hay que recoger la propuesta de las diputadas italianas:
«cambiar los tiempos» significa dar otra prioridad al tiempo de tra­
bajo fuera de casa, porque el trabajo realizado dentro es socialmente
fundamental. Lo que no implica que ese trabajo deba ser remunera-
154 Paradojas del individualismo

do. Significa, más bien, que es una responsabilidad de todos el asu­


mirlo. Todo lo cual tiene que ver con el modelo de sociedad que que­
remos. Si queremos una sociedad donde ya no nazcan niños, donde
los ancianos mueran solos y abandonados, sigamos como hasta aho­
ra. Porque lo que parece claro es que las mujeres no están dispuestas
a retroceder y desandar el proceso de su, pese a todo, insatisfactoria
liberación.
3. El «libre desarrollo de la individualidad». La concepción del
trabajo como fuente de identidad y de satisfacción o realización per­
sonal ha de ser matizada. Seguramente lo ideal sería la continuidad
perfecta entre el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio: que el trabajo
fuera diversión al mismo tiempo. Pero eso, que es posible para cier­
tas personas y ciertas formas de trabajo —intelectual, artístico, ar­
tesano—, no puede valer para todo el mundo ni para cualquier tipo
de trabajo. De ahí que sea absurdo empeñarse en conseguir la auto-
realización con algo que, por definición, es «negocio» —no «ocio»—,
y obliga a uno a perderse en algo en lo que no le va la vida «cualita­
tivamente». Pensemos, con Gorz, que «la satisfacción existencial
depende de la actividad fuera del trabajo más que de cualquier otro
factor». El trabajo ha de dejar de ser lo más central, para convertirse
en una actividad más entre otras. Hay que dar paso a una nueva uto­
pía: la de la «sociedad del tiempo libre». Utopía realizable, ya que
«un trabajo que tiene como fin economizar el trabajo no puede, al
mismo tiempo, glorificar al trabajo como fuente esencial de la iden­
tidad y la realización personal».56
Ahora bien, esa nueva visión del tiempo de trabajo y del tiempo
de la vida dependerá tanto de una voluntad política más socialista
y más justa, como de la educación individual. Una educación que
fomente, primero, la buena disposición de los individuos. Buena dis­
posición hacia todas aquellas actividades que requieren una cierta en­
trega al otro, actividades de las que está llena la vida cotidiana y que
son intransferibles en su totalidad. Una aceptación más generalizada
de las obligaciones ineludibles, una mayor corresponsabilidad en el

56. A . G o rz, op. cit., p. 102.


El sentido del trabajo 155

día a día, no sólo tiene que vencer el estereotipo de la identidad pro­


fesional, sino todos los estereotipos propios de una sociedad mascu­
lina que ha distribuido el trabajo a su antojo y comodidad. En se­
gundo lugar, hay que ir venciendo la inercia de la lógica capitalista
fiel al lema «producir para consumir». Mientras se acepte esa lógica,
el consumo será el único sentido del trabajo. Seguiremos sintiendo
la compulsión de trabajar más para ganar más dinero, de reciclarnos
y especializarnos para poder comprar más cosas y satisfacer más ne­
cesidades. La oferta actual de cursos de promoción y especialización
es imparable, y la máxima tentación para el ejecutivo con posibles.
La clase de los profesionales está sufriendo, desde hace algún tiempo
—desde que empezó a perderse la austeridad calvinista—, la «adic­
ción» al trabajo: los workaholic, individuos hiperactivos, que viven
para trabajar y acaban no teniendo tiempo para ningún otro interés
que no sea el estrictamente profesional. Esta tendencia evidente, ade­
más de contribuir a que sea más honda la brecha de la desigualdad,
priva al individuo supuestamente satisfecho de una vida más «con­
templativa». No sucumbir a la fiebre consumista y a las esclavitudes
que impone es, pues, el segundo aspecto de la educación necesaria
para situar al trabajo en su lugar justo.
Estas tres ideas conforman un proyecto racional y humano. Hu­
manizar el trabajo pasa por distribuirlo mejor a fin de que el máxi­
mo número de personas pueda trabajar para tener luego la libertad
y la posibilidad de hacer otras cosas y ocuparse en aquello que más
llena su vida. Esa distribución del trabajo, además de atender a los
intereses comunes de la sociedad —tener en cuenta que hay jóvenes
y viejos que pueden y deben estar ocupados haciendo algo que les
permita ser más libres—, podría liberar a las personas del agobio de
un tiempo de trabajo excesivo, tan inhumano a veces como lo es el
no poder trabajar en absoluto. La dedicación exclusiva a una sola cosa
esclaviza y empobrece la vida individual y no favorece para nada la
solidaridad social. El individuo total y plenamente entregado a su pro­
fesión carece, primero, de sensibilidad hacia lo que queda fuera de
ella y, segundo, de capacidad para cualquier clase de crítica. Como
dice Galbraith,
156 Paradojas del individualismo

nada hay que fomente más la aceptación o indiferencia hacia las defi­
ciencias sociales o el peligro social que hallarse expuesto a los juicios
erróneos, las excentricidades y los absurdos de la organización priva­
da. Con la ascensión de la gran empresa se produce una acomodación
complaciente a los grandes fallos de la vida pública y, sobre todo, a
los que no tienen consecuencias inmediatas para quien los observa.57

A la gran empresa y la gran organización les interesa fomentar esa


dedicación total. Quieren trabajadores que compartan unos mismos
fines, se solidaricen con ellos y se sientan satisfechos de actuar tan
cooperativamente. Si la cooperación social en general brilla por su
ausencia, la cooperación en la gran organización es ineludible. Los
individuos que se identifican así con su trabajo se ven libres del incó­
modo esfuerzo de pensar y son felices en su limitada esfera, pues, como
comentaba Tolstoi, «pocas cosas son tan agradables como someter
la propia individualidad al regimiento».
Ignoro si el proyecto, aquí muy vagamente diseñado, es posible.
Me temo que nadie lo sabe porque nadie, salvo algún teórico, como
André Gorz, se lo plantea. Las clientelas electorales que guían la ac­
tividad política complican y hacen difícil la reflexión serena y pausa­
da sobre cuestiones como esta. Sin embargo, debe ser la política la
que lleve la delantera en esa reflexión y programación del trabajo a
partir de ahora. Dentro de esa política se inserta una labor educativa
esencial para que el cambio sea posible: hace falta que el individuo
—todos los individuos, hombres y mujeres, jóvenes, adultos y viejos,
en la medida de las posibilidades de cada uno— asuma la responsa­
bilidad de una serie de actividades y ocupaciones que llenan la vida
privada y son un servicio a los otros y, por lo tanto, a la sociedad
en general.
El trabajo, la mayoría de los trabajos, alienan, porque pertenecen
al «reino de la necesidad». Emanciparse, humanizarse, a pesar del
trabajo, significa ser autónomo, ser capaz de elegir. Pero la autono­
mía no es plena, la libertad no es plenamente humana, si no tiene

57. Galbraith, La cultura de la satisfacción, p. 79.


El sentido del trabajo 157

en cuenta al otro. Hemos creído encontrar el sentido del trabajo en


la profesionalización, en la identidad personal en y por la profesión.
Sin duda, esa es una identidad muy estrecha. Estrecha y precaria, pues­
to que el tiempo de la vida profesional lograda no dura más de veinte
años en la vida de una persona. ¿Es coherente reducir el sentido de
la vida a lo conseguido en esos veinte años? Sigue siendo una con­
cepción «unidimensional» del individuo, unidimensional y materia­
lista, en la que el éxito profesional es inseparable de la ganancia eco­
nómica y la calidad de la vida se mide por la cantidad de dinero que
uno consigue tener.58
Sería absurdo e imperdonable que no supiéramos poner la técni­
ca a nuestro servicio, usarla correctamente y con justicia, ya que nin­
gún avance es realmente un progreso para la humanidad si no contri­
buye a conseguir dos cosas: la cohesión y concordia entre las personas,
y una mínima coherencia interna que haga de cada uno el dueño de
su vida.

58. He desarrollado más este punto en Virtudes públicas, cap. V.


10

E l d isc u r so d e la c a lid a d

hora que la cantidad no nos preocupa, porque ya tenemos de


A casi todo, está en auge el discurso de la calidad. Es lo propio
de las sociedades opulentas, donde no hay niños sin escolarizar, la
universidad está masificada, las técnicas sanitarias son abundantes
y buenas, si sobra comida se tira a la basura, han desaparecido las
chabolas, y no es un lujo tener coche, frigorífico, lavadora y televi­
sión. En tal situación, lo que preocupa no es tener más, sino tenerlo
mejor: más calidad. No preocupa tanto que haya más escuelas o más
universidades, sino que la docencia en ellas sea excelente. No se tole­
ra la deficiencia en los servicios públicos o en la gestión, se exige el
control de la calidad de los alimentos, se protesta por la ínfima cali­
dad de la vida urbana. En las sociedades satisfechas y autocompla-
cientes donde todo está al alcance de la mano, el problema es que
lo que hay funcione, que las cosas estén bien hechas, que respondan a
su precio, que no sean pura estafa. Queremos calidad tanto en los bie­
nes espirituales —la enseñanza o la cultura—, como en los materiales
—los alimentos o la vivienda—. Queremos un estado de servicios,
pero de servicios buenos. Nos gusta consumir, pero no ser engaña­
dos. El discurso de la calidad es propio de las sociedades desarrolla­
das que no tienen que preocuparse por tener lo básico e imprescindi­
ble, sino porque lo necesario sea inmejorable. Cuando lo que fue
superfluo empieza a ser una necesidad, los detalles, antes impercep­
tibles, adquieren gran importancia: no queremos tantos alumnos por
aula, nos negamos a comprar productos alimenticios caducados y sin
garantías, exigimos que en nuestras ciudades sea posible pasear y
El discurso de la calidad 159

circular con comodidad, que el aire sea puro, los bosques limpios,
las aguas salubres, y tantas otras cosas que aún no hemos reivindica­
do pero se nos irán ocurriendo si nos queda algo de tiempo para pen­
sar, para criticar y para organizamos en el intento de una vida de mayor
calidad.
La reivindicación de la excelencia comenzó cuando se encendió
la luz roja de eso que ha venido en llamarse «calidad de vida». Igno­
ro si fue la ecología o la tecnificación de la medicina el detonante.
Sea como sea, todo empezó con la sospecha de que los avances de
la tecnología podían convertirse en amenazas serias para la vida hu­
mana. La exigencia de una vida de calidad tiene algo de control an­
timoderno, quiere advertirnos de que el puro avance técnico no va
automáticamente unido a un progreso general y completo. Lo que apa­
rentemente resuelve problemas antes insolubles o pone al alcance de
muchos lo que sólo era accesible a una minoría —la técnica, en suma—
tiene más de un efecto y no todos igualmente buenos. La superabun­
dancia y el confort, allí donde empiezan a ser patrimonio de la mayo­
ría, nacen junto a fenómenos de claro deterioro. Lo más sobresaliente
de los últimos años ha sido, sin duda, la toma de conciencia de la
degradación de la naturaleza, pero también sabemos que se degrada
la política, la administración pública, la urbanización, los alimentos,
la cultura, la enseñanza, la medicina. Se degradan en el sentido de
que no contribuyen a dignificar la vida humana. Pocas cosas están
hechas a la medida del hombre, a la medida de la auténtica humani­
dad. Demasiado a menudo, tenemos razones para sentirnos estafa­
dos, maltratados, desatendidos.
La calidad no tiene una medida fácil, menos aún la calidad de
los bienes no materiales. Un producto manufacturado se somete a un
control de calidad comparándolo con un patrón. Lo fabricado por
el hombre admite una definición instrumental de excelencia. El cu­
chillo ha de cortar, el coche ha de correr y la guitarra ha de dar un
buen sonido. El café ha de ser café y el jamón, jamón, o uno y otro
deben poner de manifiesto la adulteración sufrida. Más complicado
es decidir qué es una buena vivienda o una buena escuela. Y más aún
identificar la buena educación o la buena política. Cuanto más abs­
160 Paradojas del individualismo

tracta es la idea, más confusos son los criterios y más dependientes


de apreciaciones subjetivas o coyunturales. Porque resulta que las ideas
platónicas no existen ni siquiera en la mente de los hombres. Es bue­
no, tiene calidad, lo que sirve a su fin propio, sin duda, pero ¿cuál
es el fin propio de cualquier cosa que tenga que ver con la vida hu­
mana y con sus actores? El fin propio de un político es hacer buena
política, pero ¿cómo se mide la buena política?: ¿cuantitativamente,
por el número de votos obtenidos? El fin propio de un buen profesor
es enseñar bien, pero ¿en qué consiste enseñar bien?: ¿en suspender
poco o en suspender mucho?, ¿en hacer las clases entretenidas o sa­
bias? ¿Qué es una medicina de calidad?: ¿un servicio más individua­
lizado, más humanizado, más accesible o técnicamente más perfec­
to? ¿Cuál es, finalmente, la vida de calidad?: ¿la vida del hombre de
éxito?, ¿la vida del rico?, ¿la vida del pobre feliz?, ¿la vida del sabio?
Porque la empresa es ardua, nos resulta mucho más sencillo de­
nunciar faltas y defectos de calidad que determinar criterios de exce­
lencia. Si hay fracaso escolar, es que la enseñanza falla cualitativa­
mente: porque está mal concebida o porque los profesores son
mediocres y sus sueldos bajos, pero falla. Si la ciudad resulta invivi-
ble es porque aumentan la contaminación y el tráfico, los ruidos y
la suciedad; si los servicios públicos son lentos, poco ágiles e inefica­
ces, si sólo acude a ellos el que no tiene más remedio, si cada día apa­
recen nuevos escándalos financieros y más casos de corrupción, todo
significa que ni la vida urbana ni la administración ni la política tie­
nen calidad. Esa pura negatividad es un comienzo, pero resulta esté­
ril quedarse en ella: además de crear el vicio de la crítica indiscrimi­
nada y por sistema, no ayuda por sí sola a procurar más calidad, salvo
para el que realmente necesita vender su producto y, ante la queja,
se esmera en mejorarlo. Los otros productos, los que no están en el
mercado —los bienes culturales, la política, la administración, la en­
señanza—, tienen unas medidas de calidad mucho más ambiguas y
vaporosas que aquellos cuya existencia pende exclusivamente del hilo
de la demanda. Añadamos que los españoles somos, en general, se­
res descontentos e impacientes: descontentos por el coste de la vida,
el despilfarro del dinero público, el mal funcionamiento de los serví-
El discurso de la calidad 161

cios, la presión fiscal, la imagen que dan de sí los políticos. No abun­


dan entre nosotros el entusiasmo ni el optimismo. Y la insatisfacción
tiende a desembocar en respuestas más bien irracionales y poco cons­
tructivas: respuestas de tendencia ultraderechista o ultraizquierdosa,
o la mera abstención como respuesta.
Todo esto encaja mal con una exigencia de calidad que debería
conducir a un debate fecundo y positivo, un debate sobre ideas. Mien­
tras sigamos generalizando el «no» o culpabilizándonos unos a otros
del mal estado de lo que entre todos hacemos, el discurso de la cali­
dad será un discurso vacío y engañoso. Obviamente, hay que empe­
zar por señalar defectos y errores, pero no deteniéndose en la denun­
cia con inequívocos signos de no incumbencia. Hacemos incontables
encuestas, auditorías, recabamos informes, pedimos evaluaciones, para,
finalmente, llegar a la conclusión de que nada es como debería ser.
Y aquí acaba la historia. Lo cierto es que no siempre se ignora por
dónde deberían ir las soluciones de las crisis que se van sucediendo
unas a otras en este fin de siglo. Pero conocer las soluciones no es
toda la cuestión. Hay que valorar al mismo tiempo los costos políti­
cos de ciertas decisiones. Y ¿cuál es la mejor política? ¿La que se pro­
pone maximizar el beneficio público con mano firme y decidida sea
lo que sea lo que haya que pagar por ello? ¿O la que va templando
gaitas y contemporizando con este o aquel poder fáctico? Más bien
parece que nos inclinamos por lo último, que coincide con la política
más real y escueta, y está lejos de dar la imagen de una política de
calidad. Sea como sea, la falta de propuestas e ideas, por un lado,
y el miedo a ponerlas en práctica, por otro, no son el camino idóneo
para emprender la búsqueda de más calidad.
El tema merece un debate amplio y largo, una reflexión sobre cues­
tiones más concretas que las que estoy en condiciones de abordar aquí.
Me propongo sólo dar un primer paso en tal sentido, poniendo de
manifiesto hasta qué punto la calidad y la individuación de la perso­
na, la dignificación del individuo, están emparentadas. Nietzsche, el
gran luchador por la recuperación de un individuo aniquilado por
el poder igualador de la civilización, señaló la dificultad de comprender
lo cualitativo porque no es calculable: sólo se comprende —dijo—
162 Paradojas del individualismo

lo que puede ser objeto de cálculo, la cantidad, que es lo que se inter­


cambia. De un modo similar, Stuart Mili antes y Ortega después se
expresaron contra una sociedad de masas, numérica e indiferencia­
da, donde la calidad estaba ausente. Marx, por su parte, veía en el
comunismo la única forma de alcanzar una sociedad de «auténticos
individuos», sin clases ni antagonismos, sin leyes o estados que es­
torbaran el libre desenvolvimiento de la personalidad de cada uno.
En efecto, sólo individuos de ese estilo, capaces de diferenciarse en
lo que les es más propio, con el valor suficiente para no sucumbir por
sistema a los imperativos de las modas, costumbres y normas genera­
lizadas, individuos con fuerza para no perderse en el anonimato de
lo común, e individuos que al propio tiempo se propongan conquis­
tar el máximo de humanidad para sí mismos y para los demás, sólo
esos individuos llegarán a escribir el discurso de la calidad.
Insisto en que no es fácil. Hace más de un siglo que estamos la­
mentando que nuestra única medida es la contable porque la racio­
nalidad económica lo ha invadido todo. Max Weber se refiere desde­
ñosamente a la civilización resultante del individualismo puritano
—«especialistas sin espíritu, sibaritas sin corazón»—: la de unos se­
res obligados a la especialización y a renunciar, por tanto, a la uni­
versalidad fáustica de lo humano. Para Weber, como para Goethe, a
quien el sociólogo alemán recuerda explícitamente, el estilo de vida
burgués no es sino «el adiós dolido a un tiempo de humanidad plena
y bella que no volverá a repetirse». El hombre de cultura ha sido sus­
tituido por el especialista. Muy de acuerdo con la estandarización ca­
pitalista de la producción, el puritanismo es hostil a los bienes cultu­
rales no valorables con criterios de utilidad y conveniencia, hostil, por
tanto, a todo aquello que ponga en peligro la uniformización de los
estilos de vida y que abogue por la individuación del individuo.
Otro gran crítico de la racionalidad calculable impuesta por el
modo de producción capitalista es George Simmel:

El espíritu moderno se ha convertido cada vez más en un espíritu


calculador. Al ideal de la ciencia natural de transformar el mundo en
un ejemplo aritmético, de fijar cada una de sus partes en fórmulas
El discurso de la calidad 163

matemáticas, corresponde la exactitud calculante a la que la econo­


mía monetaria ha llevado a la vida práctica; la economía monetaria
ha llenado el día de tantos hombres con el sopesar, el calcular, el de­
terminar conforme a números y el reducir valores cualitativos a cuan­
titativos. En virtud de la esencia calculante del dinero ha llegado a la
relación de los elementos de la vida una precisión, una seguridad en
la determinación de igualdades y desigualdades, un carácter inequívo­
co en los acuerdos y convenios, al igual que desde un punto de vista
externo todo esto se ha producido por la difusión generalizada de los
relojes de bolsillo.59

¡La obsesión por el tiempo, también de raíz puritana: time is moneyl


Todo lo que es calculable es objetivo, riguroso, científico, y repercute
en un progresivo abandono de lo humano y, en definitiva, de la vida,
porque a la fuerza reduce y simplifica algo que, por naturaleza, es
inagotable. Con la vida moderna, observa el mismo Simmel, todo se
vuelve más cultivado, la cultura se objetiva en unas instituciones, co­
nocimientos, comportamientos —museos, bibliotecas, casas de cul­
tura, exposiciones: el «mundo 3» de Popper—, pero esa cultura obje­
tivada entra con dificultad en la subjetividad humana, y «los hombres
sólo en una medida mínima están en condiciones de alcanzar, a par­
tir de la perfección del objeto, la perfección de la vida subjetiva».60
La cultura efectivamente está ahí, pero es un producto más, que se
compra y vende, pero no se asimila. Piensa Simmel que el individua­
lismo, iniciado con el Renacimiento, ha sufrido procesos distintos y
no siempre positivos. El individualismo renacentista abogó por la dis­
tinción, fue un individualismo que acentuaba el «llamar la atención»
y el «ser único». El siglo xvin, en cambio, predica una libertad basa­
da en la igualdad natural de los individuos. Lo que les hace indivi­
duos plenos es la humanidad que comparten todos, una individualidad
que está basada en una igualdad fundamental y que, en consecuen­
cia, unifica en lugar de distinguir o singularizar. Tendrá que llegar
el romanticismo para devolverle a la libertad el ideal renacentista.

59. G. Simmel, «Las grandes urbes y la vida del espíritu», en E¡ individuo y la libertad,
Península, Barcelona, 1986, p. 250.
60. G. Simmel, «De la esencia de la cultura», en ibid., p. 127.
164 Paradojas del individualismo

Sin duda es esa vida distinta, singular y propia la que llama la


atención por su calidad. La vida de múltiples dimensiones, que rehúye
lo que puede hacerla uniforme y homogénea con cualquier otra. La
vida plenamente humana, que sabe marcar la distancia con el mundo
animal no desdeñando la facultad de escoger y preferir, reconocien­
do su esencial «estructura moral» —como la llama Aranguren—. Sin
el reconocimiento de que la vida propia de cada uno es un «queha­
cer», una «tarea», un «proyecto vital», sin la conciencia de que la
vida tiene que hacérsela uno mismo y nadie la hace por uno, huelgan
los contenidos morales. Para poder ajustarse a una moral, la vida ha
de «tener moral», no estar «desmoralizada», hay que creer en la vida
para vivirla bien o mal.
Tal vez ese dominio sobre la propia vida sea el único criterio al
que podemos agarrarnos para determinar lo que tan alegremente hoy
está en boca de todos como «calidad de vida». Exigir que algo tenga
calidad es exigir que sea lo que es realmente. Y, repito, es fácil exigir­
lo cuando se trata de un producto creado por el hombre, cuyo senti­
do y finalidad están claros o pueden estarlo. La excelencia del ser
humano o de sus actos, en cambio, carece de medida objetiva. Bási­
camente, porque debería ser cierto aquello que enunció Protágoras
de que «el hombre es la medida de todas las cosas». Es él quien debe
medir y no ser medido. Es él quien debe disponer de las cosas, de
sí mismo y de los demás, de forma que no llegue a abdicar jamás
de su facultad de ser la medida de todo. Habida cuenta que el «hom­
bre» al que Protágoras atribuye el dominio absoluto sobre la reali­
dad dominable no es el individuo empírico, singular y concreto, que
decide a su gusto y manera lo que debe valer y lo que no. Protágoras
no cae en un subjetivismo así. «El hombre» es el individuo que en­
carna a la humanidad y que mide las cosas de acuerdo con tal pa­
trón. Lo que no significa que el patrón indicador de lo que sea la hu­
manidad esté determinado, inscrito o fijado en alguna parte, de forma
que baste acudir a ese registro y descifrar el modelo —esa es la fun­
ción que los modernos quisieron asignar a la razón universal—. Más
bien significa que lo que cada uno decide y hace contribuye a enri­
quecer o empobrecer lo que la humanidad es. Ni la vida contemplati­
El discurso de la calidad 165

va es más excelente que la vida activa ni viceversa; no es posible decir


qué forma de vida es la mejor, porque no hay un mejor o un peor
en términos absolutos. Simplemente, hay maneras distintas de mejo­
rar o empeorar la experiencia humana. Cualquier acción plenamente
humana —libre— puede dar o dejar de dar la medida de lo humano.
Muy pocas actuaciones son intrínsecamente buenas o malas: la ma­
yoría son susceptibles de ser mejores o peores, esto es, de mostrar mejor
o peor que el sujeto de las mismas es, verdaderamente, un sujeto
humano.
La palabra «ecología» es reciente. Las ciencias del medio ambien­
te son ciencias nuevas, de nuestro siglo. Los derechos ecologistas son
los derechos humanos de la última hora. Son derechos humanos por­
que son las mujeres y los hombres quienes descubren que la degrada­
ción del medio ambiente degrada su propia vida. Ese descubrimiento
les obliga a tener más cuidado, a rectificar comportamientos agresi­
vos y unilaterales que no tuvieron en cuenta su efecto contraprodu­
cente. El avance tecnológico siempre fue visto como una amenaza y
un peligro. La invención del ferrocarril fue causa de temores y malos
presagios, hoy atribuibles sólo a la ignorancia o a la indefensión. Pero
hoy, que sabemos muchas más cosas, tampoco tenemos claro que el
trazado de nuevas autopistas o el tren de alta velocidad sean propues­
tas defendibles a cualquier precio. Lo nuevo despierta recelo en las
mentes conservadoras simplemente porque es nuevo y fuerza al cam­
bio. Algunos recelos, sin embargo, cuentan con razones bien funda­
das, ya que casi nada es absolutamente bueno o malo: todas las inno­
vaciones tienen dobles o triples efectos, y es preciso sopesar y calcular
cuál de ellos merece más atención y cuidado. En ese cálculo es donde
se muestra el ingenio humano, porque es un cálculo que sobrepasa
las medidas numéricas y objetivas, un cálculo más propicio al error
que los que giran en torno a variables más simples. Cuando junto al
valor indiscutible del crecimiento económico hay que ponderar asi­
mismo el valor igualmente indiscutible de un aire impoluto, de unos
bosques intactos y de unas aguas salubres, porque todo ello repercute
en la mayor calidad de la vida de los hombres que habitan en tal en­
torno, el cálculo de prioridades, que ha de pelear con los poderes e
166 Paradojas del individualismo

intereses en juego, se vuelve complejísimo. Estamos acostumbrados


a que la innovación siga sus propias leyes, leyes del desarrollo tecno­
lógico o del crecimiento económico, leyes de mayor productividad y
consumo, sin que la valoración integral humana intervenga salvo cuan­
do las situaciones son ya alarmantes. Es entonces cuando aparece la
idea de la calidad de la vida como criterio desde el que determinar
si se ha ido demasiado lejos. Así ha ocurrido con las distintas reivin­
dicaciones ecologistas, y así está ocurriendo con la biotecnología.
Sabemos que la técnica aplicada a la vida humana tiene, en princi­
pio, una función terapéutica, por lo tanto, buena. Buena —hay que
añadir, sin embargo— siempre que la terapéutica lo sea en el caso par­
ticular de que se trate. Ante una enfermedad tan temiblemente des­
tructiva como es la enfermedad de Alzheimer, se justifica poco cual­
quier terapia que no vaya destinada simplemente a paliar el dolor o
a procurar la reversibilidad de un proceso que hasta hoy no lo es. Una
vida sin conciencia es una vida indigna de un ser humano. Lo cual
no significa abogar por una práctica sistemática de la eutanasia acti­
va, pues incluso esa situación extrema de falta de identidad y de con­
ciencia podría llegar a tener sentido para alguien, para alguno o al­
gunos de los seres cercanos al enfermo, capaces de extraer una lección
de afecto del triste espectáculo que muestra el deterioro inexorable
de la vida. No puede ni debe haber, para tales situaciones, una ca­
suística moral ni leyes rígidamente aplicables. Se trata de situaciones
frente a las cuales la actitud y la decisión moral deben ser personales
e intransferibles, donde dos respuestas distintas pueden acabar sien­
do igualmente buenas o virtuosas. Como dijo Aristóteles, el virtuoso
es el prudente, aquel que escoge bien porque escoge de acuerdo con
la sabiduría moral adquirida. Como la interpretación de la ley, o como
la aplicación de una terapia, las normas morales son indeterminadas
y abiertas a diferentes aplicaciones, rasgo que, sin duda, constituye
la mejor muestra de la singularidad de cada vida. ¿Cómo puede ha­
ber una respuesta universal y aplicable a todos lo casos, una única
respuesta que determine la calidad de vida, en general, de un para-
pléjico, del paciente que sobrevive enchufado a un respirador, de aquel
cuya vida pende de una diálisis o de una quimioterapia? Pretender
El discurso de la calidad 167

una única respuesta no es más que buscar la seguridad y el confort


de la norma inflexible y sin excepciones: hasta aquí, vale; más allá¿
es un crimen intentarlo. Esa, y no otra, es la respuesta inhumana: por­
que habrá personas —quizá más de las que imaginamos en reflexio­
nes rápidas sobre estas cuestiones— capaces de convivir con su en­
fermedad, incluso traspasado ese umbral más allá del cual la vida
parece inaguantable e indigna. No hay criterios que indiquen dónde
empieza y dónde acaba la calidad de vida de un enfermo, ni es bueno
que los haya. Los momentos más determinantes de cada vida son úni­
cos e incomparables. También lo son las reacciones y las respuestas
que suscitarán en cada cual. Además, el individuo no vive nunca solo
su patología, su anormalidad o sus crisis: los otros le ayudan a vivir­
la o a malviviría, predisponen a la autosuperación o a la desesperan­
za. Tánto eso que llamamos «sociedad», como cada uno de sus miem­
bros, dan respuestas a las patologías que aparecen en su seno o a su
alrededor, respuestas que significan, en cualquier caso, un progre­
so o un retroceso en la conquista de la dignidad humana. ¿Está sien­
do digna de la humanidad, de seres humanos, la respuesta que esta­
mos dando al sida? ¿Es digna de la humanidad y de quienes la repre­
sentan el tratamiento que da nuestro mundo a los ancianos? ¿O a la
drogadicción? Ninguno de tales comportamientos es valorable sólo
desde la óptica del progreso médico o del progreso de la técnica. Thm-
poco lo es desde la peligrosa óptica de una supuesta utilidad social.
Los criterios de utilidad social no sirven, como no sirven los princi­
pios trascendentes y absolutos que suelen proclamar la sacralidad de
la vida humana sean cuales sean las condiciones en que haya que vi­
virla. Precisamente es contra esta idea de medir lo que vale una vida
objetivamente contra la que surje el valor de la «calidad de vida».
Porque, tratándose de vidas humanas individuales, «objetivamente»
sólo puede significar «de acuerdo con los intereses de algunos», inte­
reses que no son necesariamente los de la persona cuya calidad de
vida está en cuestión, o de acuerdo con unas creencias o ideologías
que no tienen por qué ser universalmente asumidas. Lo importante
de esa llamada de atención hacia la calidad de la vida es que obliga
a reconocer, a ponderar y a actuar en consecuencia con la diversidad
168 Paradojas del individualismo

de intereses que confluyen en las decisiones más difíciles, importan­


tes y singulares de la vida humana.
En el capítulo anterior me refería al sentido del trabajo humano,
para llegar a la conclusión de que sólo tiene sentido el trabajo que
potencia la autoestima y el autorrespeto. Para lo cual, el trabajo no
debe ser esclavizante, debe permitir, como sea, el libre desenvolvimiento
de la persona. Todo ello es difícil dada la superespecialización de que
hablaba Weber, más acentuada aún transcurrido un siglo desde que lo
advirtiera. En esas condiciones, no va de suyo que trabajo y diver­
sión puedan identificarse. De ahí que, en una gran mayoría de casos,
el trabajo sólo pueda ser visto como un medio para el disfrute de la
vida, para ese tiempo de ocio en el que puede desplegarse la libertad
positiva y uno elige hacer lo que quiere hacer. La vida de calidad es,
sin duda alguna, la que goza de esa ventaja, la que puede preferir
y optar entre distintas formas de ocupación. Carece de calidad, en
cambio, la vida que se ve privada del tiempo de descanso y que trans­
curre sujeta a un trabajo obligado y no elegido. O la que se ve priva­
da de trabajo y condenada a una angustiosa y esterilizante situación
de paro. La vida de calidad es la que propugna Stuart Mili en la me­
jor descripción de la libertad que se ha. hecho en toda la historia de
la filosofía. Para Mili, llegar a tener una voluntad propia es la única
meta de una vida libre, en contra de la idea calvinista según la cual
el primer precepto de la humanidad es el de la obediencia y el someti­
miento a la voluntad de Dios o a cualquier otra voluntad que no sea
exclusivamente la propia. De este modo, Mili instaba a distanciarse
de la mediocridad colectiva, a evitar la tiranía de la opinión y el des­
potismo de la costumbre, pues —decía— lo que hace progresiva a una
nación o a un pueblo es «la diversidad de carácter y de cultura».61
Desde que Mili escribiera estas cosas ha pasado más de un siglo sin
que la humanidad haya avanzado gran cosa en la individualización.
Más bien ha ocurrido lo contrario, pese a los afanes nacionalistas e
independentistas de última hora. Ningún país escapa a la «america­
nización»: hamburguers, jeans, rock, pizzas, teashirts, y tantos otros

61. John Stuart Mili, Sobre la libertad, Alianza Editorial, Madrid, 19907, cap. III.
El discurso de la calidad 169

inventos norteamericanos intraducibies a los que la humanidad se ha


mostrado fatalmente vulnerable por virtud y gracia de la publicidad
televisiva. Todo eso produce sociedades homogéneas e individualis­
tas a la vez, porque iguala a los individuos precisamente en aquello
en lo que no deberían ser iguales, los iguala allí donde deberían dar
alguna muestra de creatividad e inventiva. La homogeneización de
las formas de vida amenaza los tiempos de ocio como tiempos de con­
sumo desenfrenado, de mera adquisición de la oferta cultural o festi­
va existente. Conducen, así, al individualismo más perverso, al desin­
terés por el otro. Si el individuo que se busca exclusivamente a sí mismo
en el trabajo, no sabe salir de sí, de sus intereses y de sus estrechos
círculos tampoco en el tiempo de ocio, si ese tiempo de ocio no se sa­
be aprovechar como ocasión de que progrese la cultura de la humani­
dad, poco contribuirá una mejor distribución del tiempo a mejorar su
calidad de vida. Una ojeada a la publicidad en periódicos, semana­
rios y televisión nos da motivos sobrados para el escepticismo: la ca­
lidad de vida aparece allí identificada con los signos consagrados del
alto standing: viviendas caras, zonas residenciales, clubs de recreo,
viajes exóticos. Nada despreciable en sí mismo, por supuesto, pero
poca cosa para reducir a ello la calidad de toda una vida.
Si la calidad de la vida individual depende del sentido y valor del
trabajo, del empleo del dinero por el que, en definitiva, uno trabaja,
y, a fin de cuentas, de la forma de vida que uno escoge para sí, la
calidad de la vida pública, de la política, tiene también mucho que
ver con la capacidad que ésta muestre para organizar la convivencia
de individuos auténticos. Las políticas totalitarias, fascistas, comu­
nistas se caracterizan porque sus criterios son simplificadores y re­
presivos de la complejidad de motivos que pueden dar satisfacción
a la vida humana. Por definición, el autoritarismo es contrario a al­
bergar estilos de vida de calidad, si la condición indispensable de és­
tos es la libertad de ideas y dé acción. El dictador no tiene escrúpulos
en poner límites a todo lo que estorba sus planes: una sociedad tota­
litaria no puede ser pluralista. Pero tampoco la democracia lleva im­
plícita la garantía de la calidad política. Precisamente porque, en abs­
tracto, la democracia es irreprochable como forma de gobierno, su
170 Paradojas del individualismo

problema está en el cómo. Y en ese cómo tienen un papel fundamen­


tal los políticos que son los principales actores del procedimiento de­
mocrático. Las políticas democráticas pueden configurarse de acuer­
do con ideologías distintas, pero, en cualquier caso, la gestión de un
gobierno democrático debería aspirar a ser impecable. Y ser impeca­
ble, en este caso, no es sinónimo de éxito —el cual depende, sin duda,
de una buena gestión, pero no sólo de ella—, sino de transparencia
y pluralidad de ideas. Una democracia carente de calidad es una de­
mocracia corrupta, que engaña al ciudadano, es decir, no lo conside­
ra como ciudadano, sino como un súbdito cuya obligación es acatar
las leyes y ocuparse de sus asuntos que no son los de la política. Por
otra parte, si la democracia no es el escenario más apto para que se
formen individuos con «voluntad propia», como pedía Mili, la de­
mocracia es una empresa fallida.
El discurso de la calidad es indisociable de la cultura, puesto que
uno y otra tienen que ver directamente con la definición y concreción
de lo más específicamente humano. Quizá el haber reparado en esa
conexión sea lo que nos ha llevado a hablar insistentemente de la ca­
lidad de la educación o de la enseñanza. Uno de los problemas de
nuestro tiempo es el fracaso escolar. Problema que ha venido de la
mano de la masificación de la enseñanza, de la escolarización y alfa­
betización masivas. Seguramente no existe una sola razón de tal fra­
caso, entre otras cosas, porque ningún fracaso es idéntico a otro. Desde
las condiciones familiares hasta las condiciones de la escuela, pasando
por la personalidad y psicología del niño, hay un largo recorrido de va­
riables complejas y distantes entre sí: el nivel cultural de los padres,
el éxito de su matrimonio, su capacidad de educar, la inteligencia del
niño, su predisposición a la disciplina, la personalidad de los maes­
tros, la naturaleza de los planes de estudio, para recordar sólo lo más
evidente. De todas formas, y sin ánimo de simplificar, puesto que lo
que voy a decir es bastante obvio, creo que una de las causas funda­
mentales del fracaso en la enseñanza radica precisamente en la difi­
cultad de adaptar lo general —un tipo de escuela, unos planes de es­
tudio, un tipo de profesorado— a lo singular e individual. Es inevitable
un grado de homogeneidad. Tiene que haber una ley de educación
El discurso de la calidad 171

que establezca el marco básico de la enseñanza en un país, igual que


tiene que haber una ley de universidades que fije el marco de la ense­
ñanza universitaria, y es inevitable, en consecuencia, que los menos
fracasados sean los más aptos para adaptarse a esas normas, tanto
a las normas de la enseñanza, como a las que tipifican la convivencia
familiar o social. Pero es esa misma unificación la que no permite
individualizar ni atender a diversidades particulares. Decimos que una
enseñanza de calidad es una enseñanza más individualizada, lo que
quiere decir menos alumnos por aula, por supuesto, pero también algo
más que ese simple aunque importante cambio numérico: menos alum­
nos por profesor debería ser sólo el pretexto para que éste transforme
y adapte sus métodos, individualice a sus alumnos y acceda a las di­
ficultades de cada uno de ellos. Una mayor diversidad como medida
de calidad debería valer asimismo para niveles de enseñanza superio­
res, como el universitario. Nuestro país adolece, seguramente más que
ningún otro de los países avanzados que tenemos cerca, de unas uni­
versidades sin diferencias sustanciales entre ellas. Si la calidad de la
docencia es baja, lo es en todas las universidades españolas, porque
todas hacen más o menos lo mismo y tienen los mismos vicios. La
calidad de la docencia no se mide sólo ni básicamente por sus resulta­
dos: el mejor profesor no es el que aprueba más. Tampoco se mide
exclusivamente por las opiniones de quienes reciben esa docencia. Algo,
sin embargo, es evidente: carece de calidad aquella docencia que no es
imaginativa ni creativa, que permanece encallada en su historia inter­
na y se muestra poco despierta a los retos de otros saberes, a las de­
mandas de la sociedad o a las inquietudes de sus miembros, si es que
tienen inquietudes. Si en algún lugar es imperativa la formación con­
tinua y la puesta al día es en el ámbito universitario que, teóricamente,
contiene el máximo saber de una sociedad o de una cultura. El hecho
de que la universidad actual se parezca demasiado a la universidad
decimonónica, o el hecho de que todas las universidades de un mismo
país sean una y la misma, es índice de baja calidad, de la tímida auto­
nomía ejercida por sus gestores y sus protagonistas. Tímida autonomía
que no siempre es achacable a unas leyes demasiado restrictivas, sino
a la poca voluntad de cambio por parte de quienes deben aplicarlas.
172 Paradojas del individualismo

Individualidad, autonomía, humanidad, pluralidad: no sabría en­


contrar otros criterios para definir la calidad de todo aquello que tie­
ne que ver con la vida humana. Hasta ahora la historia no ha sido
pródiga en individuos realmente ejemplares. Más vale, pues, no co­
piar demasiado y dedicarse a innovar. A la exigencia de cambio sole­
mos replicar que lo que hoy nos falta son ideologías que dirijan el
pensamiento. Por eso, el único terreno que no pisamos con temor es
el de la crítica porque, aun sin ideologías, somos capaces de recono­
cer lo que no funciona o está mal. Pero hemos quedado en que la
crítica si no es constructiva y aporta una cierta visión de futuro es
bastante estéril, sobre todo, en el terreno de las ideas. Pienso, por otra
parte, que la falta de ideologías no es negativa, sino positiva para la
búsqueda de una mayor calidad de vida, sea esta pública o privada,
pues la ideología, si no adolece de ambigüedades, encorseta el pensa­
miento y le impide imaginar libremente formas de vida plurales. Es,
desde luego, mucho más confortable tener una teoría que no sólo
explique los problemas y los conflictos, sino que, además, proponga
soluciones para ellos. Pero, como oportunamente intuyó Popper, las
teorías aptas para explicarlo todo son metafísica de la menos fiable.
O, como ha dicho luego Rorty, hay que acostumbrarse a pensar sin
la base del confort metafísico. El discurso de la calidad ha de ser un
discurso de la diferencia y la distancia: diferencia y distancia respecto
de aquello que las modas y las costumbres dan por supuesto y por
válido sin más.62 Ese distanciamiento empieza con la crítica, pero
para emprender un camino propio. Sólo así volveremos al «indivi­
dualismo de la distinción» que Simmel atribuyó al hombre renacen­
tista, puesto que fue en el Renacimiento cuando el hombre empezó
a ocupar el centro del conocimiento, el cual, por otra parte, no era
valonado por lo que representaba de acumulación de datos, sino por
su capacidad de enseñar a vivir. La formación humanista del Renaci­
miento es el reverso de la formación especializada actual, porque el
ideal humanista consiste en la capacidad de ser libre, en el poder para

62. Sobre el poder de la moda en nuestro tiempo, véase el completo trabajo de Margarita
Riviére, La moda y el poder de lo cursi, Espasa-Calpe, Madrid, 1992.
El discurso de la calidad 173

realizar una pluralidad de posibilidades. En la capacidad y la volun­


tad de diversificación y distinción está la medida de la dignidad y de
la calidad humanas.
El poder de los números es tan fuerte en esta época de encuestas,
estadísticas, datos e información en general, que la batalla mayor que
debe vencer el discurso de la calidad es la batalla contra lo cuantitati­
vo. De la misma forma que la venta masiva de un producto no es una
señal automática de su calidad, tampoco el éxito o la masificación
son signos de calidad indiscutible. El sufragio universal sirve para to­
mar decisiones colectivas, pero no es un índice inequívoco de que lo
votado por la mayoría sea lo mejor. Hemos conectado «calidad» con
individuación, distinción, distancia, con lo único. La exigencia de ca­
lidad es enemiga de la autocomplacencia y de la autosatisfacción, es
el intento constante de superar lo ya alcanzado. Repito que la realiza­
ción de la calidad tiene mucho que ver con el valor, el papel y el con­
tenido que nuestras sociedades den a la cultura, un término ya de sig­
nificado opaco. Es curioso comprobar cómo la palabra «cultura», sin
adjetivar, está desapareciendo de nuestro lenguaje a favor de otro uso
mucho más modesto de «cultura». Hablamos de la cultura del de­
porte, de la cultura del consumo, de la cultura empresarial, de la cul­
tura sindical, de la cultura de la celebridad, de la cultura del pacto.
Hay culturas diversas de todo tipo y para cualquier propósito, pero
cada vez es menos visible e identificable la cultura propiamente di­
cha. Esa variedad de «culturas» —¿herencia de la antropología «cul­
tural»?— tiene más que ver con costumbres y formas de vida que con
la creatividad humana. Consiste, de hecho, en haces de creencias y
valores, tácitamente aceptados y asumidos, que conforman el código
de conducta real de un colectivo o de un comportamiento. Frente a
esas culturas, la otra cultura, la paradigmática, debería ser el produc­
to más genuino de la autonomía y de la libertad, de la transgresión
de la norma que no tiene otra explicación que el orden y la uniformi­
dad. La pobreza cultural consiste tanto en la ausencia de cultura, como
en la cultura monotemática, incapaz de ir más allá de los imperativos
publicitarios o de las modas. Si es fundamental, para que el indivi­
duo lo sea de veras, que sepa distanciarse de lo que le dan hecho y
174 Paradojas del individualismo

que sepa utilizar la facultad de elegir y preferir, será igualmente fun­


damental para ese individuo que sepa pensar, que no le sea ajena la
lectura ni la escritura, que trascienda los vicios de la especialización,
que contribuya a enriquecer y dignificar la cultura en todas sus di­
mensiones, priorizando lo que merece estar en primer lugar, no por
su rentabilidad económica —cuantificable, otra vez—, sino por su ren­
tabilidad espiritual, si eso aún significa algo para nosotros.
11

B u rgu és y c iu d a d a n o

a filosofía política liberal de los siglos x v ii y xvm no presupone


L un ser humano naturalmente generoso y solidario. Thmpoco con­
tribuye a formarlo. No lo necesita para sus fines, que van en la direc­
ción opuesta: la de poner límites al poder abusivo y arbitrario del es­
tado. Los individuos que han de soportar la opresión estatal no son
tanto súbditos cuanto sujetos de derechos que, como contrapartida
a su sumisión, merecen ser defendidos y protegidos. Nace, así, el bur­
gués, interesado sólo por su autoconservación y su bienestar mate­
rial, consciente de sus derechos y sin lazos especiales que lo unan a
la sociedad o a la vida pública. El burgués es el corolario del indivi­
dualismo posesivo y egoísta supuesto y descrito por Hobbes: un indi­
viduo que «naturalmente» carece de sociabilidad y que no adquiere
más sociabilidad de la necesaria para mantener y preservar su propia
persona y sus propiedades. Al burgués le mueven los deseos de po­
seer y de supervivencia, y está dotado de una razón dispuesta a ins-
trumentalizar sus deseos. Esta misma razón le indica que es bueno
que se doblegue ante las leyes, puesto que son ellas la garantía del
respeto y la protección de su persona. Pero aparte de ese vínculo obli­
gado, ningún interés público y común une a un burgués con otro bur­
gués, salvo los intereses comerciales o profesionales o relaciones es­
trictamente privadas como son las familiares o las relaciones de
amistad. El ser humano ha dejado de ser el animal político que defi­
nieron los griegos. La sociedad política es ahora una creación con­
tractual, necesaria sólo por la complejidad que ha ido adquiriendo
la agrupación de individuos, pero nada permite esperar de cada uno
176 Paradojas del individualismo

de ellos la voluntad de servicio que, en principio, entraña la dedica­


ción a la cosa pública. Kant llega a decir que una sociedad liberal po­
dría estar compuesta por diablos: bastaría que fueran racionales. No
existe aún eso que Hegel llamará sociedad civil, un reducto de uni­
dad, afectividad e independencia, en contraste, precisamente, con una
sociedad política distante e insatisfactoria. Esa sociedad civil que, en
realidad, no ha dejado de ser un desiderátum escasamente logrado.
Pues, efectivamente, la sociedad burguesa no tiene de sociedad más
que el nombre; es una sociedad atomizada en los círculos pequeños
y privados de la familia y la profesión. El individuo es un aburguesa­
do, privado de ideales y ambiciones de altura, sujeto al pragmatismo
de lo inmediato, lo económico y lo cotidiano.
Que la protección de la vida privada y la pura ambición material
no bastan para crear una sociedad política auténticamente democrá­
tica es algo que si no es bien percibido ni por Hobbes ni por Locke,
obsesionados como están ambos por reducir el poder del estado, sí
lo entiende claramente Rousseau. La sociedad democrática, dirá, ne­
cesita ciudadanos y no simples burgueses incapaces de concebir otros
intereses y afectos que los materialmente más próximos. Necesita in­
dividuos con un ethos participativo y cooperante. Tán esencial es para
Rousseau esa transformación del individuo en ciudadano, que no duda
en propugnar algo así como la creación artificial de ciertos lazos —la
«religión civil»— que religuen a los ciudadanos entre sí y les hagan
sentir su pertenencia a una misma sociedad y a una empresa común.
La sociedad de diablos que le bastaba a Kant para cumplir unos fines
estrictamente políticos —de Realpolitik— se le hace insuficiente a
Rousseau, precisamente porque Kant sólo le pide a la política real lo
que se merece: nada que tenga que ver con ideales éticos como la so­
beranía popular. Rousseau, en cambio, confía en la soberanía del pue­
blo, y le exige a la política que la realice, superando parcialidades e
intentando agregar las voluntades en una sola voluntad general.
El objetivo de Rousseau sigue siendo una idea de realización no
sólo difícil, sino peligrosa. Las democracias liberales de nuestro tiempo
siguen estando pobladas por burgueses con voluntades propias y sin
ningún gesto que permita prever el posible advenimiento de una vo­
Burgués y ciudadano 177

luntad general que una a los ciudadanos en torno a intereses comu­


nes. La voluntad general es un ideal difícil, porque el individuo es
inseparable de su condición particular y no presta atención a urgen­
cias que, de hecho, le son ajenas; y es peligroso porque, como obser­
va Berlin, los intereses comunes y las voluntades generales suelen ma­
nipularlos quienes tienen poder y fuerza para hacerlo, nunca reflejan
realmente el interés de los desheredados o de los menos aventajados,
que es por donde debería empezar a determinarse el interés común.
Sin embargo, lo cierto es que notamos que si no hay voluntad de agre­
gación, si no hay intereses comunes ni objetivos de justicia social, a
la democracia le falta lo esencial. Nos damos cuenta de que existe una
contradicción entre la aceptación del valor universal de la democra­
cia liberal y la simultánea autocomplacencia con una manera de ser
y de actuar que dista mucho de coincidir con un concepto de demo­
cracia mínimamente aceptable. Esa contradicción se concreta en la
existencia de dos grandes problemas que la bondad de la democracia
liberal no sólo no resuelve sino que, tranquila y alegremente, tolera.
Por un lado, la existencia, en el seno mismo de las democracias libe­
rales, de escandalosas desigualdades. Por otro, la escasa y pobre am­
bición de mejora moral que parecen tener los miembros más privile­
giados y aventajados de las democracias liberales. En los países
económicamente más poderosos, como los Estados Unidos, aumen­
tan las bolsas de pobreza, crece la clase de los más pobres, y la misma
pobreza degenera hasta extremos impropios de una civilización avan­
zada. Así, la división entre la clase de «los satisfechos» y la «subcla­
se» de los desheredados —según la clasificación de Galbraith— se
hace más y más profunda e intransitable. Si miramos a Europa, ve­
mos lo mismo. Una parte de esa Europa pagada de sí misma y obse­
sionada por su propia idea es víctima ahora mismo de un empobreci­
miento innoble, por no hablar del infierno yugoslavo o de los aludes
inmigratorios que llegan del Sur sistemáticamente ignorado y desa­
tendido. En los países económicamente avanzados ha aumentado, res­
pecto al pasado, el número de los que pueden vivir esperanzados y
satisfechos, pero no se han desvanecido, y están lejos de desvanecer­
se, la pobreza y la indigencia. A escala internacional, la proporción
178 Paradojas del individualismo

se invierte: no son dos tercios de satisfechos frente a un tercio de in­


satisfechos, sino al revés.
Los dos problemas mentados se complementan. Hay desigualda­
des porque al grupo de los satisfechos no le preocupa en absoluto que
las haya. Ni a nivel político —nacional o internacional—, ni a nivel
individual. La pobreza produce una cierta indignación y vergüenza,
gestos caritativos esporádicos y medio forzados, «ayudas humanita­
rias» por parte de los países más potentes. Faltan la convicción y la
conciencia que deberían incitar a acciones mucho más decididas y efi­
caces. Lo trágico es que no cabe esperar que la democracia liberal arre­
gle ni mejore nada. Más bien cabe esperar lo contrario: que deje que
todo siga igual. Galbraith, en La cultura de la satisfacción, hace un
diagnóstico de este panorama para concluir que así no deberíamos
seguir, si bien no es fácil que sepamos o queramos rectificar. No sa­
bemos a dónde nos llevará la inercia democrática liberal, pero no hay
fundamento ninguno para augurar la conservación de lo que tene­
mos dadas las contradicciones que encierra. El prototipo del «hom­
bre económico», el burgués satisfecho que no atiende sino a proble­
mas inmediatos porque no le interesan las soluciones a largo plazo,
el sujeto fabricado por la economía capitalista liberal, no es, en modo
alguno, un demócrata, aunque viva en una democracia. No es, por
otra parte, un ser del que quepa esperar una serie de esfuerzos orien­
tados al perfeccionamiento de la humanidad misma, sino todo lo con­
trario, un hombre aparentemente contento, pero cuya falta de verda­
deros alicientes puede precipitar a la historia futura en la más completa
irracionalidad.
Galbraith no concibe otra solución que la que pase por corregir
«la cultura de los satisfechos», creando como sea una sensibilidad
realmente colectiva hacia los problemas más graves —pobreza, dro­
ga, escasez de vivienda, paro, degradación del medio ambiente— con
el objetivo de resolverlos. Una política fiscal que obligue a los ricos
a pagar por los pobres, y una internacionalización dirigida a ayudar a
los países subdesarrollados, son los dos pilares de lo que Galbraith
entiende que se sigue, no ya de ideales o utopías, sino del pragmatis­
mo político más puro. Si no queremos arriesgarnos a que la frágil
Burgués y ciudadano 179

democracia asentada sobre el capitalismo perezca por la fuerza de mo­


vimientos impulsados por quienes no gozan de las ventajas ni de la
democracia ni del capitalismo, si queremos mantener y mejorar lo que
tenemos, es preciso mirar de frente y no esquivar los grandes proble­
mas que la humanidad globalmente tiene planteados. Son grandes pro­
blemas, de soluciones a muy largo plazo, problemas, por tanto, que pi­
den tiempo y políticas impopulares y desagradecidas, puesto que exi­
gen sacrificios y estrecheces que nadie quiere para sí. Por eso, hay
que ser pesimista en lo que se refiere a posibles soluciones. Teniendo
en cuenta que la «cultura de la satisfacción» afecta a los gobernantes
igual que a los gobernados, es más que probable —concluye Gal-
braith— que aquéllos ni siquiera lleguen a plantearse los problemas
que aparecen claramente como más perentorios.
La democracia liberal muestra sus contradicciones en el hecho de
que es mucho más liberal que democrática. Ha liberado realmente
a algunos de sus miembros, pero ha hecho poco a favor de una igual­
dad que garantizaría la verdadera libertad de todos. Por otra parte,
los seres «más iguales» carecen de aspiraciones o de ideas para el fu­
turo de la humanidad o incluso para sí mismos. Viven al día, a la
zaga de sus ambiciones materiales que impiden detenerse a contem­
plar qué les ocurre a los otros. Y no cabe pensar que la salida de una
situación así pueda proporcionarla el cultivo de valores más propia­
mente «comunitarios», como la reconstrucción de los vínculos fami­
liares, étnicos o gremiales, en busca de una sociabilidad que parece
haber desaparecido por completo del mundo occidental. El tribalis-
mo no hace sino reproducir en el grupo todas las perversiones de un
individualismo que se ceba en la ignorancia del que es diferente.
Las sociedades liberales son, por definición, tolerantes, aunque
luego entiendan esa tolerancia a la medida de sus conveniencias. Que
son tolerantes significa, en principio, que no defienden ni imponen
ningún estilo de vida especial o concreto a sus ciudadanos. El conte­
nido que éstos den a su vida puede ser rabiosamente egoísta y autoin-
teresado, o incluir ciertas formas de benevolencia, consideración y apre­
cio por los otros. La economía de mercado, de la mano del liberalismo,
fomenta los contenidos no altruistas, el ser para tener y poseer y no
180 Paradojas del individualismo

para dar. La democracia, por su parte, como procedimiento que legi­


tima la distribución del poder político, no añade ningún contenido
especial a las formas de vida individuales. Sólo les exije el acatamiento
a lo acordado por sufragio popular, y el respeto a las libertades aje­
nas. La solidaridad, virtud por antonomasia de la cohesión social,
no viene de la mano ni del liberalismo ni de la democracia. El prime­
ro es, por naturaleza, insolidario. En cuanto a la democracia, quizá
dé por supuesta una cierta solidaridad —la que ha de hacer posible
el gobierno no autoritario—, pero ni la propicia ni educa en ella. Más
bien lo que propicia es la guerra entre partidos y facciones que se dis­
putan el poder y el voto de los electores. Sin embargo, se espera de
la democracia que corrija lo que tiene de salvaje el liberalismo puro
y duro. Se espera de las políticas democráticas la lucha por una igual­
dad que tiene sin cuidado al liberalismo. Son, además, esas políticas
concretas las que pueden expresar conductas solidarias fomentando,
al mismo tiempo, actitudes parecidas en los ciudadanos. Una política
fiscal convincente, bien programada, bien realizada y bien aprovechada,
es, sin duda, una política solidaria con los menos favorecidos. Una
política de ayuda internacional a los países menos desarrollados —ayu­
da técnica y educativa, no sólo el parche de la leche y las mantas pro­
pias de cualquier ayuda humanitaria— es, asimismo, ejemplo de so­
lidaridad.
Hacer posible la solidaridad en una democracia liberal, mucho
más liberal que democrática —repito—, es la gran tarea pendiente,
la única vía para empezar a plantear en serio los dos problemas men­
cionados antes: las tremendas desigualdades y la insuficiente sensibi­
lidad moral de gobernantes y gobernados. Las contradicciones que
aparecen en el seno de la democracia, la falta de justicia social, vie­
nen dadas, como siempre, por la ambición de poder de unos cuantos
—que provocan guerras, conflictos, desorden y hambre— y la indife­
rencia de quienes contemplan desde lejos disputas que, en principio
—creen ellos—, no son de su incumbencia. Pero ese supuesto es fal­
so. Si algo dijo profundamente válido el olvidado Sartre es que nues­
tras decisiones, por privadas que parezcan, afectan a toda la humani­
dad. Lo que hacemos y lo que omitimos lo hacemos en nombre del
Burgués y ciudadano 181

ser humano que pretendemos ser. Esa es, sin duda, la mayor respon­
sabilidad del político, y también la responsabilidad del ciudadano.
Sería absurdo que, después de haber dedicado años a la conquis­
ta de la privacidad y a poner en marcha una economía que crece y
produce más riqueza, pretendiéramos acabar con el prototipo del bur­
gués —como quiso el comunismo y nos enseña, quizá, el antiindivi­
dualismo asiático— e imponerle al individuo el modelo exclusivo del
ciudadano. En cierto modo, y aun cuando entre ellos hay diferencias
bastante sustanciales, eso es lo que proponen los comunitaristas de
nuestro siglo. Crear «religiones civiles»,63 identidades que devuelvan
al individuo el sentimiento de pertenencia a una comunidad con sus
credos y sus doctrinas, con sus tradiciones y su historia, con sus nor­
mas y derechos de admisión o de exclusión. Da igual que ello signifi­
que volver al clan familiar, a la religión o al derecho de sangre. Lo
importante es poder señalar el propio territorio, distinguir sus fron­
teras y recabar, así, el reconocimiento de quienes pertenecen a él.
Es evidente, por lo que vivimos todos los días, que, en las épocas
de confusión ideológica, agravada, como es el caso ahora, por la re­
cesión económica, esa necesidad de recogerse en lo más propio e ina­
lienable reaparece. Lo muestra, como acabo de notar, el conservadu­
rismo político que, a falta de un asidero económico fiable y sólido,
se agarra a los valores más tradicionales. A la familia de hoy le costa­
rá demostrar que puede seguir cumpliendo la función que siempre
tuvo: servir de núcleo afectivo y de seguridad, el único lugar donde
cada uno es reconocido como persona y como persona estimada, por
encima de sus éxitos o fracasos. Un reconocimiento, por otra parte,
imprescindible para que el individuo llegue a autoestimarse. Pero si
el reconocimiento de los más próximos y allegados puede llegar a ser
imprescindible, y si es igualmente necesario tener una patria y no sen­
tirse permanente e ineludiblemente desarraigado, hacer depender la
autoestima únicamente de esas identidades no es sino signo de inma­
durez. Al fin y al cabo, como decía hace un momento parafraseando

63. Sobre la incidencia de la expresión rousseauniana «religión civil» en las sociedades


actuales, véase Salvador Giner, «Religión civil», Claves, n.° 11 (Madrid, 1991).
182 Paradojas del individualismo

a Sartre, nuestras acciones son una muestra, querámoslo o no, de la


humanidad de la que somos portadores. La lucha por el reconoci­
miento tiene horizontes muy estrechos si uno lucha sólo por pertene­
cer a un clan, a una clase, a un país y no por pertenecer a la humani­
dad. Todo alienta la sospecha, sin embargo, de que nuestras luchas
por el reconocimiento se acercan más a las luchas por volver al clan
o a la tribu, no a las luchas por parecer más humanos. Si el cínico
Diógenes apareciera en este final del siglo xx seguiría con su candil
buscando desesperadamente a un hombre.
En cierto modo, los comunitaristas no se equivocan cuando re­
claman la vuelta a Aristóteles. Pues nadie como él ha puesto tan de
manifiesto que la política sólo se sostiene sobre una base de amistad.
«No hay nada más necesario en la vida que la amistad», dice en la
Ética a Nicómaco: si el hombre se define como un «animal político»,
naturalmente tenderá a relacionarse con sus semejantes, y la seme­
janza es la base de la amistad. No es una amistad útil o interesada,
una amistad pragmática, la que mantiene la vida política; es, por el
contrario, la «amistad primera», la amistad entre iguales, la única que
no degenera ni se pierde en absurdas querellas. Se trata, sin duda, de
un concepto aristocrático de amistad, puesto que sólo admite la amis­
tad entre iguales. En definitiva, el fundamento de la amistad es el amor
propio unido a las limitaciones del autoconocimiento: sólo a través
del otro, reconociéndonos en el otro, llegamos a conocernos a noso­
tros mismos. Ese otro, es evidente, no puede ser fundamentalmente
desigual: no serviría como mediación para el autoconocimiento.
Si estamos de acuerdo en que el agujero de la democracia consis­
te en su incapacidad para realizar una igualdad básica, el sentido aris­
tocratizante de la amistad aristotélica no puede enseñarnos nada. Sí,
en cambio, puede decirnos mucho la importancia concedida por Aris­
tóteles, y por los griegos en general, a la amistad. Importancia no para
la vida privada —inexistente o inapreciada—, sino para la vida públi­
ca. No cabe duda que la solidaridad entre las personas y entre los
pueblos, que tanto echamos en falta, no es una virtud que pueda apo­
yarse en argumentos puramente racionales: necesita una base pasio­
nal. ¿Qué otra base puede tener la solidaridad con los pobres y los
Burgués y ciudadano 183

desposeídos sino el sentimiento de que son humanos? ¿Y un cierto


orgullo por la misma humanidad? «El presupuesto de la política es
una fraternidad más o menos mítica», sentencia Maffesoli, al tiempo
que defiende la tesis de que la obvia vuelta a la «tribu» a la que asis­
timos tiene una cara positiva, pues significa una «transformación de
lo político». En efecto, la civilización burguesa, basada en el princi-
pium individuationis, está dejando el lugar a una cultura basada en
el «sentimiento compartido», el cual se manifiesta en los particula­
rismos locales, el narcisismo de grupo, los sectarismos, la religiosi­
dad. La política estrictamente racional, «contractual», está cediendo
el lugar a una política más «casera», incluso más «femenina», donde
adquiere valor lo inmediato, lo próximo, lo particular, lo afectuoso.
Si antes bastaron las leyes racionales de organización política, cuan­
do «por fatiga, saturación de valores, enfrentamientos externos e in­
ternos de envergadura o, simplemente, por cambio de época, inter­
viene una crisis, resurge el sentimiento de pertenencia comunitaria
y fuerza a tomar conciencia de que esta sociedad es un “cuerpo”
social».64
Insistamos, sin embargo, en que la sensación de una especie de
corporalidad social no tiene por qué adquirirse necesariamente por
la identificación y la pertenencia a una tribu. En el desarrollo de la
civilización, ha habido una evolución desde la familia y la tribu a
la ciudad, y esa evolución significa, ciertamente, una mejora y un pro­
greso. Sin desdeñar los lazos más sentimentales y pasionales, el indi­
viduo ha de saber trascenderlos para sentirse individuo y, a la vez,
miembro activo de la ciudad. Es evidente que no hay sentimiento sin
presencia corporal del otro, que sin roce no hay cariño, y que es im­
posible fundar la solidaridad —o la fraternidad— sobre la razón o
sobre lo abstracto. Se ha dicho que la defensa de la causa india por
el padre Las Casas derivaba no de abstractas consideraciones sobre
la justicia, sino del amor efectivo que Las Casas sintió por un indio
que, de niño, le regaló su padre. Precisamente, la tarea de la política,

64. Michel Maffesoli, La transfiguration du politique, Grasset, París, 1992, p. 250, y todo
el capítulo V.
184 Paradojas del individualismo

si realmente quiere saldar esa deuda inmensa de la democracia consi­


go misma, es crear la pasión que haga del burgués, también, un ciu­
dadano dotado de conciencia cívica, capaz de sentir como propios
todos y cada uno de los problemas que las ciudades albergan: inmi­
grantes, viejos, drogadictos, delincuentes, minusválidos, pobres. Un
ciudadano no tanto aristotélico o rousseauniano, cuanto estoico. Los
estoicos entendían que la búsqueda de lo propio debía tener las dos
vertientes: reconocimiento del logos o razón universal, y reconocimien­
to de lo que cada uno tiene de diferente y único. En una época como
la actual, en la que confluyen dos tendencias centrípetas, la tenden­
cia hacia la tribu y la tendencia hacia la unidad de lo diverso, el mo­
delo estoico del ciudadano universal no es en absoluto desdeñable.
12

E l m e r ca d o c o m o m o d e lo

l mercado es el paradigma de la libertad. El desarrollo del capi­


E talismo ha significado la consagración de la libertad económica
como valor central de la sociedad. Ya Adam Smith contempla la na­
ciente sociedad comercial, con baja tecnología y empresas de peque­
ña dimensión, como el espacio adecuado para que la libertad natural
se imponga a las restricciones feudales, mercantilistas y gremiales. El
mercado establece una relación impersonal entre las personas que evita
las discriminaciones. El mercado dispersa el poder, proveyendo una
mejor protección de las libertades civiles y políticas (el poder guber­
namental atenta contra la libertad). El mercado protege derechos fun­
damentales como el derecho de propiedad. El mercado incentiva la
producción, por lo que maximiza la utilidad general.
Pero el mercado es también el paradigma de la desigualdad. Para­
digma porque ni siquiera es sensible a ella. Puesto que la relación que
impone es impersonal, entre otras cosas, no se atiene a criterios mo­
rales; le interesan sólo los criterios que hablan de pérdidas y ganan­
cias, de oferta y demanda. El mercado genera injusticia porque el de­
recho que fundamentalmente protege es el peor distribuido: el derecho
de propiedad. Y porque se propone únicamente incentivar la produc­
ción y el consumo. Es cierto que existen unos derechos umversalmente
reconocidos, pero no lo es menos que una cosa es tener derechos, y
otra gozar efectivamente de ellos. La desigualdad afecta gravemente
al derecho a la libre expresión, al derecho a la educación, al derecho
al trabajo, aun cuando el respeto de estos derechos se haya proclama­
do formalmente.
186 Paradojas del individualismo

En descargo de tales acusaciones, los defensores del mercado di­


cen que, si bien es cierto que el mercado es compatible con todas las
desigualdades, también lo es que pone las condiciones necesarias para
superarlas. El sistema de mercado libre se ha demostrado el más efi­
caz para conseguir un crecimiento económico global, sin el cual será
muy difícil hacer justicia. Otras instancias pueden encargarse de re­
solver esas desigualdades que al mercado no le incomodan: la «mano
invisible» en la que confía el liberal, o el estado protector defendido
por el socialista. El mercado no hace sino facilitar las condiciones ma­
teriales para que alguien más allá de él pueda equilibrar las injusti­
cias. El mercado no es ético, ni pretende serlo. En sus reglas no actúa
otro valor ni otro fin que el del dinero.
Libertad, pues, pero desigualdad, luego libertad pero no la mis­
ma para todos. Este es el primer gran defecto del mercado. El segun­
do, que la libertad que propicia es pura libertad negativa: ausencia
de constricciones y ausencia de imposiciones salvo las exigidas para
el funcionamiento del mercado mismo. ¿Incrementa el mercado en
algo la libertad positiva? ¿Es, de algún modo, una condición para el
desarrollo de las capacidades individuales? Si oímos al consevador
Peter Berger, hemos de concluir que, efectivamente, puede serlo, ya
que «la cultura burguesa en Occidente, especialmente en las socieda­
des protestantes, produjo un tipo de persona fuertemente marcada
por el valor y la realidad física de la autonomía individual».65 La cul­
tura burguesa, en efecto, liberó al individuo del orden aristocrático.
Al mismo tiempo, le impuso una forma de vida desprovista de lazos
comunales, activa y pragmática, caracterizada por el weberiano «as­
cetismo intramundano». La cultura burguesa hizo un individuo cal­
culador, ambicioso y competitivo, adicto a la racionalidad instrumen­
tal. También lo abrió a la innovación, a la idea de que algo es bueno
simplemente porque es nuevo. E incentivó el esfuerzo personal al pro­
ducir beneficios para los individuos y dar vía libre a la competencia
entre ellos. Para Berger, así, el capitalismo, además de ser el mejor
sistema productivo, favorece el libre desarrollo de la persona, si bien

65. Peter Berger, The Capitalist Revolution, Wildwood House, 1987, p. 103.
El mercado como modelo 187

es cierto que puede favorecer también el «mal individualismo», el in­


dividualismo que consiste en puro egoísmo y desinterés por lo común,
el individualismo que repercute en la desintegración de la comunidad.
Así pues, el mercado se limita a poner las bases para que los indivi­
duos a los que les es dado entrar en su juego se beneficien y vean
acrecentadas sus posibilidades de actuar. ¿En qué sentido? No im­
porta. Que el sistema y sus beneficios sean aprovechados bien o mal
por la persona, para el mejoramiento o empeoramiento de la socie­
dad, son juicios de los que el mercado prescinde. El mercado, o el
capitalismo, «es la condición necesaria pero no suficiente para el de­
sarrollo de la autonomía individual».66
La tendencia, a todas luces invencible, a que la cultura burguesa,
defensora del individuo y sus libertades, evolucione hacia un «mal
individualismo», hacia un «individualismo perverso» y, por tanto, ha­
cia un desarrollo desviado —no ético— de la autonomía, corrobora
el argumento marxista de la explotación y de la alienación por el mer­
cado. Si el mercado aliena, la libertad positiva será incompatible con
el sistema que hace posible el mercado. Marx denunció, como todos
sabemos, la explotación producida por el poseedor de los medios de
producción sobre el trabajador. Denunció al capitalista cuya única fun­
ción era beneficiarse de lo hurtado al trabajador. Y denunció la alie­
nación sufrida en tal engranaje por quien carecía de todo dominio
sobre el producto de su trabajo puesto que se veía forzado a venderse
a cambio de un sueldo miserable que sólo le aseguraba la subsisten­
cia. No sólo al individuo en tales condiciones le estaba vedado realizar­
se como persona, sino que, en el seno de tal sistema explotador, la co­
munidad genuina de seres libres se hacía imposible. La especialización
y la división del trabajo propias del capitalismo redundaban, sin duda,
en la eficiencia del sistema, pero no en la humanización de quienes
debían aceptar sus reglas. ¿Habrá que concluir que tanto la aliena­
ción individual como la injusticia distributiva son el precio que irre­
mediablemente hay que pagar por la eficiencia y el crecimiento eco­
nómico?

66. Ibid., p. 109.


188 Paradojas del individualismo

El descrédito del marxismo nos impide atender seriamente a su


denuncia radical de un mecanismo que tiene a su favor argumentos
muy poderosos: el mercado es, hoy por hoy, el mejor sistema produc­
tivo, incluso el más apto para conseguir una prosperidad económica
que permita corregir las desigualdades, y, asimismo, el escenario idó­
neo para el florecimiento y desarrollo de las libertades individuales.
Es cierto que ni uno ni otro objetivo se consiguen automáticamente:
más riqueza no implica una distribución más justa, ni más libertad
significa necesariamente un mejor uso de la libertad. Los individuos
que viven bajo el modo de producción capitalista siguen alienados.
No desarrollan la libertad positiva ni aun cuando no les faltan condi­
ciones materiales para ello. Pero hay que insistir en que no es el mer­
cado el culpable ni responsable de algo cuya corrección es posible en
su seno. Una reflexión ética sobre el mercado —una reflexión que quie­
re ser fiel a los criterios de la justicia distributiva— debe, a su vez,
ser realista y reconocer y aceptar las virtudes del mercado. Al contra­
rio de un sistema económico no libre, en el mercado la producción
de bienes se ve incentivada y, puesto que sin producción no hay ri­
queza, si aquélla falla, tampoco podrá hacerse justicia. Lo que fal­
ta, en todo caso, es voluntad de justicia: una mano, invisible o visi­
ble, pero con fines claros, que se apreste a enderezar los entuertos del
sistema. Una mano y una mente capacitadas y con el propósito de
distinguir aquellos bienes que no son meras mercancías y que merecen
otras reglas de distribución. Hace falta una voluntad política correc­
tiva de la distribución injusta, que subsane la ceguera del mercado
y que actúe, si es preciso, a pesar de los intereses de quienes lo mueven.
El marxismo simplificó el problema al considerar que, muerto el
capitalismo, moriría la rabia de la desigualdad y la subsiguiente alie­
nación que ésta producía en los individuos. Atajada la única causa,
dejarían de darse todos sus efectos. Sea o no cierto el diagnósti­
co, lo evidente es que no podemos reducir esa causa de algunos de
nuestros males sin que el remedio sea peor que la enfermedad. Con­
viene, pues, no pensar en esa solución, sino en otras. Conviene, in­
cluso, separar el problema de la injusticia o la desigualdad del pro­
blema de la alienación individual, porque la forma de combatirlos
El mercado como modelo 189

es también distinta. Aun cuando las injusticias se equilibraran, el mer­


cado, sin duda, seguiría produciendo un modelo humano economi­
zado hasta la médula —homo economicus puro—, egoísta y autoin-
teresado, sin sensibilidad hacia lo público y motivado sólo para
maximizar su propia utilidad. Una forma de alienación que impide al
hombre actual, habitante de las sociedades desarrolladas y autosatis-
fechas, desarrollar su humanidad. El sistema económico capitalista,
y la incapacidad de corrección política de sus injusticias, han creado
una «sociedad dual» pero con un tipo humano unificado. Sus valores
están modelados, en ambos casos, por el dinero y por el éxito. El «sa­
tisfecho» o afortunado ha puesto la felicidad en esos objetivos, y el
desheredado sueña con poder engrosar la clase de los «herederos» para
disfrutar de sus mismas gangas, las cuales consisten en tener y poder
adquirir más, no en ser de otra manera. El homo economicus creado
por el mercado y alimentado por la publicidad consumista convierte
en mercancía todo lo que toca porque ya no tiene otros parámetros
para valorar la realidad que los aprendidos en el mercado.
Característica del homo economicus es su falta de sociabilidad,
su inhibición ante la injusticia. Si el mercado llega a dominar todas
las relaciones humanas —ha observado Peter Singer—, el altruismo
será imposible y la vida humana se empobrecerá. Me temo que ya
nos encontramos al borde del precipicio. La «razonabilidad» que Rawls
atribuye al ser humano —su capacidad de cooperación con la justicia—
brilla por su ausencia en unas relaciones guiadas por la simple racio­
nalidad económica e instrumental. El mercado, por sí solo, no crea
otra relación que la mercantil. Ni la solidaridad ni la justicia merecen
su atención. El mercado es inconsiderado con respecto a las perso­
nas. Y si no existe otra relación ni otro modelo que el del mercado,
¿cómo y quién hará justicia entre los humanos? ¿No será inútil exigir
voluntad política de justicia en un sistema que fabrica seres aliena­
dos y carentes de otra pasión que no sea la de potenciar el juego que
les favorece?
En el mercado, en principio, todo está permitido. Las reglas del
juego pueden ser sucias, y lo son en la medida en que funcione la
máxima de Mandeville según la cual los vicios privados producen vir­
190 Paradojas del individualismo

tudes públicas. El engaño y el fraude en el mercado se pagan y, por­


que se pagan —no porque sean inmorales—, no interesan. El merca­
do es una competición libre donde gana el más astuto, no el mejor,
más inteligente o más sabio. La competición supone una dureza que
tiene muy poco que ver con las virtudes que acercan entre sí a las per­
sonas. El peligro de que esa relación se convierta en el modelo de re­
lación interhumana es no sólo el deterioro de las relaciones interper­
sonales, sino el de otros modos de relación como la política o la
relación profesional.
La función correctora que ha de actuar sobre la sociedad cuya eco­
nomía es la de mercado libre no es otra que la que vaya dirigida a
distinguir los valores que son meras mercancías —valores cuantifica-
bles— de los que deben ser vistos bajo una dimensión estrictamente
cualitativa. En primer lugar, hay que creer que la lógica del mercado
no debe extenderse a todas las esferas de la vida social. Ciertos bie­
nes, como la educación, la sanidad, el trabajo, han de distribuirse si­
guiendo unas directrices que no siempre corresponderán a las del mer­
cado. Los servicios que el ciudadano merece por el hecho de ser
ciudadano no son rentables ni productores de riqueza material. No
han de regirse por criterios de oferta y demanda, sino de igualdad
de oportunidades. Otros bienes, como el del medio ambiente, deben
ser preservados, contra las leyes del mercado. Igualmente, hay que re­
conocer la disfuncionalidad de la democracia con respecto a la lógica
económica: la eficiencia que ésta persigue sólo se ve obstaculizada por
la lentitud del proceso democrático. Pero la democracia obliga a que
el reparto del poder se ajuste no a criterios de eficiencia, sino, preci­
samente, de democracia, que los principios éticos sean antepuestos
a los económicos.
Esta preservación como básicos de unos bienes cuya distribución
debe evadir la lógica del mercado no es, sin embargo, la única medi­
da correctora de la inmoralidad del mercado. Es preciso, paralelamente,
que el individuo aprenda a distinguir él mismo entre bienes de distin­
tos tipos y a cualificarlos y desearlos debidamente. Pues al convertir
cualquier bien en mercancía, en algo comprable, el mercado triviali-
za el valor de los bienes culturales o espirituales. Y esa homogeneiza-
El mercado como modelo 191

ción de los bienes sobre la base del patrón del dinero tiene consecuen­
cias funestas para el progreso moral del individuo y de la sociedad.
Si todos los bienes son equiparables, es difícil distinguir entre los bie­
nes básicos y los superfluos, y exigir, por tanto, del estado o de los
poderes públicos el suministro equitativo de los primeros. Por otra
parte, la reducción de cualquier bien a objeto del mercado acaba ha­
ciendo imposible la jerarquización entre los bienes materiales de con­
sumo y los bienes espirituales. Que ahí hay un peligro para la huma­
nidad, tan antiguo como ella misma, lo muestran las continuas reservas
del pensamiento occidental hacia el poder del dinero y, más concre­
tamente, hacia la identificación de la felicidad con la riqueza. Aristó­
teles es bien explícito al respecto cuando distingue entre los bienes
externos, los del cuerpo y los del alma. Los tres deben poseerlos los
hombres para ser felices —dice—, pero no en la misma medida, ma­
tiz sobre el que no suele haber acuerdo, puesto que muchos «creen
que basta tener una cierta dosis de virtud, pero buscan una supera­
bundancia infinita de riqueza, de dinero, de poder, de gloria y de to­
dos los bienes semejantes». A éstos hay que enseñarles —sigue
Aristóteles— que los bienes exteriores no ayudan a preservar la vir­
tud, sino más bien al contrario, ésta ayuda a preservar los bienes ex­
teriores; además, si los bienes exteriores tienen siempre un límite más
allá del cual son inútiles, la utilidad de los bienes del alma aumenta
con la abundancia de los mismos.67
Incluso pensadores indiscutibles del laissez-faire, como Locke o
Adam Smith, ponen trabas a la tentación de adquirir por el gusto de
tener más. Locke advierte que el derecho de propiedad no debe servir
de pretexto para la desigualdad, puesto que cada cual debe conten­
tarse con lo directamente consumible o utilizable evitando una acu­
mulación de propiedades o de objetos absurda y desequilibradora del
todo. Smith, por su parte, habla con desprecio de ciertas comodida­
des producidas por la industria que no son precisamente las que vie­
nen a solventar las mayores incomodidades con que se encuentra el
ser humano:

67. Aristóteles, Política, 1323a-b.


192 Paradojas del individualismo

El poder y las riquezas parecen entonces ser ... enormes y laborio­


sas máquinas ideadas para producir unas cuantas e insignificantes co­
modidades para el cuerpo ... Aunque pueden salvar [al que las posee]
de algunas pequeñas incomodidades, no pueden protegerle de ningu­
na de las más duras inclemencias de las distintas estaciones del año.
Pueden resguardar de las lluvias del verano, pero no de los temporales
del invierno, y le dejan siempre tan expuesto, y a veces más que antes,
a la ansiedad, al miedo y a la tristeza; a las enfermedades, al peligro
y a la muerte.68

Ni el dinero ni la suerte —volviendo a una idea querida de Aristóteles—


resuelven los peores males de la existencia, y una vida humana se ve
forzada a afrontar también esos males además de las incomodidades
y adversidades que aparecen a diario. Tanto los filósofos ilustrados
como los fisiócratas criticaron duramente el mundo de los objetos ma­
nufacturados —frente a los productos agrícolas— por su exclusivo
valor de cambio y valor cambiable, dependiente de modas y capri­
chos imprevisibles, pura frivolidad en comparación con los sólidos
productos de primera necesidad e imprescindibles para la subsisten­
cia. Recogiendo estas ideas, Albert Hirschman llama la atención so­
bre «los descontentos de la industrialización». Efectivamente, la re­
volución industrial produjo malestares y temores —el temor sobre todo
de lo nuevo— no siempre fundados, por lo que debemos extraer de
tales reacciones las lecciones pertinentes: «algunos de esos descon­
tentos son desde luego útiles ... porque pueden llevar a unas políticas
correctoras necesarias. Pero otros estuvieron y están basados en en­
gañosas fantasías que pueden causar un considerable daño».69 El te­
mor a perder la agricultura, o a invertir en una producción de indus­
tria pesada difícilmente exportable, se basa en engañosas fantasías,
mientras que el temor a la pérdida de otros bienes —ecológicos, cul­
turales, morales— no sólo está justificado, sino que, de no desvane­
cerse, puede acabar siendo útil para quienes pueden aprender de los
fracasos ajenos.

68. A. Smith, La riqueza de las naciones, citado por A. O. Hirschman, «La industrializa­
ción y sus múltiples descontentos», Claves, n.° 25 (Madrid, 1992).
69. A. O. Hirschman, ibid.
El mercado como modelo 193

Lo difícil —acaba su artículo Hirschman— es distinguir una cla­


se de temor o descontento de otra. Distinción que, sin embargo, es
básica para juzgar éticamente los valores y contravalores del merca­
do. La actitud de reserva frente a la acumulación de dinero o rique­
za, mantenida a lo largo de todo el pensamiento occidental, tanto por
la tradición liberal como por la socialista, sigue manifestándose en
nuestra sociedad individualista, materialista y hedonista que ama por
encima de todo el dinero, pero no lo dice. Pues si es indiscutible el
valor fundamental del dinero para la casi totalidad de los individuos
que gozan de bienestar y no tienen que preocuparse de la mera super­
vivencia, sin embargo un extraño pudor impide confesar abiertamen­
te que el dinero sea el valor más querido. El reconocimiento de que
uno busca ante todo el dinero es percibido como una desviación
que merece ser reprochada y corregida. La tradición grecorromana
y cristiana que condenó durante siglos la especulación y la usura, unida
a la ética protestante de trabajo asiduo y resultados gratuitos, y re­
forzada por un pensamiento laico y progresista que predica la igual­
dad y denuncia la injusticia, todo ello, aun cuando haya dejado de
ser creído, actúa de superego contra la aprobación y aceptación de lo
que, por otra parte, es una verdad irrefutable. Es cierto, porque la ex­
periencia lo confirma, que se trabaja para poder adquirir más cosas,
y que no hay más freno al consumo que el impuesto por fuerzas exte­
riores a uno mismo: escasez de recursos, apremios fiscales, multipli­
cación de las necesidades. Como lo es asimismo que cualquier bien
debe entrar en el tráfico del mercado —debe poder cuantificarse—
para ser realmente apreciado. No obstante, la complacencia con el mer­
cado sólo la manifiestan sin vergüenza los economistas de derechas
y lo hacen por convicción ideológica respecto al funcionamiento de
la economía misma, no por una supuesta afición personal por el di­
nero, que su pacato conservadurismo igualmente censura.
Que el mundo occidental ha vivido con desgarro la mercantiliza-
ción del mundo y el aburguesamiento consecuente con ella lo mues­
tran las reacciones más inmediatas a la caída del muro de Berlín. A
los intelectuales les pareció terriblemente decepcionante que los ex co­
munistas anhelaran no sólo la libertad, sino sobre todo los vídeos,
194 Paradojas del individualismo

los perfumes y los automóviles de los países capitalistas. Nos resisti­


mos a reconocer que es la racionalidad económica, y no la impene­
trable racionalidad humana, la que nos conduce inexorablemente. No
lo reconocemos pese a que una de las pocas ideas de este fin de siglo,
la idea de Europa, se apoya, casi exclusivamente de momento, en el
mercado. La resistencia se debe, seguramente, a que nos queda aún
la lucidez imprescindible para seguir descontentos y con temores frente
a una lógica que amenaza con otorgarnos, quizá sí, más libertad ne­
gativa, pero que no garantiza en absoluto la otra libertad: la positiva.
La autonomía individual se encuentra totalmente mediatizada por las
exigencias del mercado, y nada le ayuda a distanciarse de ellas.
Estas ayudas o correcciones de la lógica del mercado deben ser,
a mi juicio, de dos tipos: políticas y educativas. Es evidente que sólo
una política de redistribución puede corregir el malestar y las injusti­
cias creados por un sistema que, como dice con orgullo uno de sus
mentores más fervorosos, premia el mérito. Pero un mérito no depen­
diente de valores éticos, sino de las valoraciones fluctuantes del mis­
mo mercado. Que el mercado premia lo escaso —como recuerda
Hayek— explica que se recompense por igual a un premio Nobel que
a Isabel Preysler: ambos saldrán en el Hola. Así pues, sólo un estado
interventor y proteccionista de los menos favorecidos será capaz de
ir remediando las desigualdades producidas por las reglas internas del
mercado. Pero, aunque primordial, la intervención política es insufi­
ciente para corregir la tendencia del mercado y de sus instrumentos
a convertirse en el modelo y paradigma de cualquier relación del in­
dividuo con el mundo. Hacen falta criterios que distingan entre los
comportamientos derivados del mercado que deben producir descon­
tento y los que no merecen reproche alguno. Esos criterios los tiene
el político que se propone hacer justicia, pero debe tenerlos también el
ciudadano, no sólo para ejercer su derecho de control político y de­
mocrático y su deber de solidaridad con respecto a los menos favore­
cidos, sino para superar su propia alienación y avanzar hacia una li­
beración lo más plena posible.
De esta liberación o desalienación nos hablan también defensores
del capitalismo como Peter Berger, quien observa que «el capitalis­
El mercado como modelo 195

mo requiere instituciones que contrarresten los aspectos anónimos de


la autonomía individual con solidaridad comunal». Y añade: «entre
estas instituciones están la familia y la religión».70 ¡Sostener una opi­
nión semejante en su campaña electoral le ha costado a Bush la pre­
sidencia de los Estados Unidos! Una opinión, sin embargo, compar­
tida y, en cierto modo, avalada por algunos de los filósofos que se
agrupan en torno a la llamada «ética comunitarista» y que proponen
la recreación de la comunidad como solución a los males éticos de
nuestro tiempo. Piensan estos filósofos que es preciso devolverle al
individuo una idea de quién es y, sobre todo, quién debe ser a fin de
que pueda caminar sin tropiezo hacia su perfección. Por mi parte,
no creo que las creencias religiosas ni la cohesión de la familia bur­
guesa constituyan los lazos que nos faltan para hacer frente eficaz­
mente a los males del mercado. Un lazo imprescindible es el de la so­
lidaridad, sin el cual no es posible salvar las contradicciones en que
se ve envuelto el fracasado estado del bienestar, ni será posible supe­
rar las graves desigualdades entre naciones. La solidaridad, además,
allana el camino hacia una promoción personal y libre que no se lo­
gra sin salir de las redes del hiperindividualismo dominante y propi­
ciado por la exigencia de consumo. No es la recomposición de la
familia, sino la educación cívica lo que se echa en falta. Y no es
la religión, sino la cultura en general —sin excluir, si así se quiere, la
religión— lo que nos dará ideas para escapar a la esclavitud del
mercado.
La dependencia con respecto al mercado, junto a una cierta insa­
tisfacción y exigencia de más ética ante los males que experimenta­
mos, ponen de manifiesto una contradicción clara de nuestro tiem­
po. Por una parte, la necesidad de autorrealización —la libertad
positiva— es un invento moderno de las filosofías individualistas, sean
liberales o progresistas. Paralelamente, esos mismos individuos que
quieren ser autónomos y autorrealizarse han celebrado y asumido sin
pestañear otras necesidades impuestas por la economía de mercado:
la necesidad de dinero y la pasión adquisitiva. Esta última es una ne­

70. Peter Berger, op. cit., p. 113.


196 Paradojas del individualismo

cesidad abstracta: el dinero es apreciado por su valor de cambio, como


instrumento para adquirir lo que sea, porque de lo que se trata es de
comprar sin freno ni medida. Lo que el sujeto de ambas necesidades
no ha hecho es prever el conflicto entre ellas, prever que el desarrollo
incontrolado de la segunda necesidad iba a relegarlo a una función
pasiva, pendiente únicamente de las directrices publicitarias sobre po­
sibles y nuevos objetos de consumo. Convertida en una pasión domi­
nante, la pasión adquisitiva anula la necesidad de autorrealización,
o la absorbe, de modo que tener más dinero acaba siendo la condi­
ción necesaria y suficiente para el desarrollo de todas las demás ca­
pacidades humanas.
En cierto modo, la «explosión de las necesidades»71 ha puesto en
crisis el desarrollo de las capacidades. Son tantas las necesidades su-
perfluas que aparecen cada día, pero necesidades al fin, que acaban
por ahogar la libre expansión de las capacidades humanas. Sin du­
da, el progreso científico y técnico no se hubiera producido sin los
incentivos del mercado, ni hubiéramos gozado, en consecuencia, de
las muchas y aun inimaginables ventajas de tal progreso. Pero ser li­
bre significa no sólo poder escoger, sino querer hacerlo libremente,
esto es, hacer actos positivos de elección de acuerdo con una ordena­
ción autónoma de los valores. Gracias a la técnica, las posibilidades
de escoger son cada vez mayores. Lo prueba, por ejemplo, la reduc­
ción del tiempo de trabajo y el consiguiente aumento del tiempo li­
bre. Pero ese tiempo libre no suele ser tanto la ocasión de ejercer la
curiosidad, la creatividad o el gusto por la novedad, cuanto el tiem­
po destinado a satisfacer las necesidades establecidas por el merca­
do. Necesidades cuya génesis no debería depender únicamente de ini­
ciativas de un sistema cuyas prioridades no coinciden siempre con las
del consumidor.
La autodeterminación o la autonomía, condiciones de la elección
ética, y por tanto, de la libertad positiva, sólo se consiguen tomando
distancias frente a una realidad que amenaza con objetivar al indivi­
duo y convertirlo en una mercancía más. Simmel escribió:

71. Véase Joaquim Sempere, op. cit.


El mercado como modelo 197

Uno de los problemas más serios de la vida moderna procede del


esfuerzo del individuo por preservar su independencia y la individua­
lidad de su existencia frente al poder soberano de la sociedad, contra
la fuerza de su herencia histórica, la cultura externa y las tecnicidades
de la vida. El mercado, creado para ofrecer un amplio margen de po­
sibilidades al individuo, se convierte en un freno, un límite, una coer­
ción, en cuanto se erige como una institución separada de las comple­
jidades de la individualidad. En lugar de estimular la actividad
constructiva y creativa del individuo, lo relega a un papel pasivo que
es la negación de los valores de la cultura moderna.72

Es precisamente lo que Arendt pensaba cuando escribió: «Es perfec­


tamente concebible que el período moderno, que empezó con una ex­
plosión tan rica y nueva en promesas de la actividad humana, acabe
en la más inerte y estéril pasividad que la historia ha conocido».
El resultado es un aspecto más del fracaso del proyecto ilustrado.
Fracaso que, pese a todo, no debería desacreditar los ideales de la Ilus­
tración, sino imaginar otras formas de hacerlos más viables. El peli­
gro del dinero o de la riqueza para la libre expansión de las capacida­
des humanas ha sido un tópico de la moral desde los filósofos más
antiguos. Contra ese peligro se ha propuesto siempre la medida y la
templanza. Es uno de los valores perdidos para cuya recuperación ca­
receremos de mediaciones mientras dejemos que el mercado lo inva­
da todo.

72. Philosophie des Geldes, passim (hay trad. cast.: Filosofía del dinero, Centro de Estu­
dios Constitucionales, Madrid, 1976).
In d ice a lfa b é tic o

Almond, G. A., 92 y n. 26. Chomsky, Noam, 40


La cultura cívica, 92 y n. 26
Aranguren, José Luis L., 164
Arendt, Hannah, 197 Dahrendorf, Ralf, 123
Aristóteles, 33, 42, 51, 76, 91, 104, 109, Débray, Regis, 123
111, 115, 133, 166, 182, 184, 191, 192 Descartes, R., 28, 29
Ética a Nicómaco, 182 Dewey, John, 71
Política, 104 n. 36, 191 n. 67 Diógenes, 182
Austin, John L., 130 done cambiano i tempi, Le, 152-153
Durkheim, Émile, 128
Bacon, R., 28, 29 Dworkin, Ronald, 57 n. 9
A Matter o f Principie, 57 n. 9
Barber, Benjamín, 89-90, 93-94, 99
Strong Democracy, 89-90
Baudrillard, J„ 128, 129 n. 44
Bentham, Jeremy, 48 Escarpit, Robert, 129
Berger, Peter, 186, 194-195
The Capitalist Revolution, 186 n. 65
Ferrater Mora, Josep, 19
Berlín, Isaiah, 24, 47-51, 55-56, 117, 177
Flaquer, Lluís, 63
Cuatro ensayos sobre la libertad, 50
Foucault, M., 21
Borges, Jorge Luis, 85
Franklin, Benjamín, 146
Brecht, Bertolt, 51
Freud, S., 21, 98
Bruce, E., Liberalism and the Good, 118
n. 42
Galbraith, John K., 142, 155-156, 177-179
Camps, Victoria, 79 n. 18 La cultura de la satisfacción, 142 n. 48,
Ética, retórica, política, 59 n. 10 156, 178
El interés común, 79 n. 18, 133 n. 45 Galileo Galilei, 28, 29
Virtudes públicas, 11, 53 n. 8, 157 n. 59 Giner, Salvador, 12, 21 n. 1, 79 n. 18, 100
Comte, A., 48 n. 32, 123, 181 n. 64
Connolly, William E„ 118 n. 42 El corporatismo en España, 21 n. 1
Copérnico, N., 28 Ensayos civiles, 79 n. 18
200 Paradojas del individualismo

El interés común, 79 n. 18, 133 n. 45 Maffesoli, Michel, 80, 183


«Religión civil», 181 n. 63 Le temps des tribus, 80 n. 19
La sociedad corporativa, 100 n. 32 La transfiguration du politique, 80 n.
Goethe, J. W., 162 19, 183 y n. 64
Gorz, André, 145-146, 148-154, 156 Mandeville, Bernard, 69, 82, 189-190
Metamorfosis del trabajo, 145-146 Marx, Karl, 21, 66, 69, 139, 146, 150, 162,
187
Mattelart, A., 135-136
Habermas, J., 59, 83, 109, 129 Mili, John Stuart, 9, 39, 55, 59, 70, 78,
Hayek, F. A. von, 194 162, 168, 170
Hegel, G. W. F„ 21, 34, 40, 109, 114, 176 Newman’s Political Economy, 9
Heidegger, M., 21 Sobre la libertad, 70 n. 14, 78 n. 16,
Held, David, 87 n. 22 168 n. 61
M odelos de democracia, 87 n. 22 Montesquieu, 48
Hirschman, Albert, 192 y n. 69, 193 Muguerza, Javier, 12, 22
Hobbes, Thomas, 21, 29, 35,45, 112, 148, Desde la perplejidad, 22 n. 3
175, 176
Hobsbawm, Eric, 123-124
Hume, David, 30, 32, 37, 114 Nelson, William N., 104
La justificación de la democracia, 104
n. 34
Ionesco, Eugéne, 127 Newton, Isaac, 29
Nietzsche, F., 21, 69, 161

James, William, 69
Olson, Mancur, 98-99
The logic o f Collective Action, 98
Kant, I., 23, 28-29, 30, 31, 34-38, 39-40, Ortega y Gasset, J., 67-68, 162
44, 45-48, 54, 63, 66, 70, 73-74, 82, Ideas y creencias, 67 n. 12
97, 109-110, 115, 121, 176
Crítica de la razón pura, 28-29
Fundamentación de la metafísica de las Parménides, 31
costumbres, 35-36, 46 Parsons, Thlcott, 142
Kolakowski, Leszek, 139 Partridge, P. H., Consent and Consensus,
95 n. 28
Pateman, Carole, 92-96
Las Casas, Bartolomé de, 183 The Disorder o f Women, 92 n. 25, 93
Leibniz, G. W., 14 The Problem o f Political Obligation,
Locke, John, 30, 45, 48, 58, 87, 176, 191 92 n. 25
Pérez Yruela, Manuel, 21 n. 1, 100 n. 32
El corporatismo en España, 21 n. 1
Maclntyre, A., 30 n. 5, 51-52, 108-109, 115 La sociedad corporativa, 100 n. 32
Tras la virtud, 30 n. 5, 108 Pico della Mirándola, Giovanni, 33
MacLuhan, Marshall, 126, 128 Platón, 40-41, 76
Macpherson, C. B., 98 Menón, 72
índice alfabético 201

República, 41 Smith, Adam, 185, 191-192


Popper, Karl, 163, 172 La riqueza de las naciones, 192 y n. 68
Protágoras, 164 Spinoza, Baruch de, 34-35
Ética, 35

Quintanilla, Miguel A., 85 n. 21


La utopía racional, 85 Taylor, Charles, 108-109, 114
Sources o f the Self, 108-109
Terencio, 104
Rawls, John, 38, 46, 47, 81, 83, 84 n. 20, Thiebaut, Carlos, 12, 109
95, 110, 113-115, 189 Los límites de la comunidad, 109 n. 37
Teoría de la justicia, 95 n. 29 Tocqueville, Alexis de, 9, 11, 77-78
Riviére, Margarita, La moda y el poder La democracia en América, 9 , 11, 77-78
de lo cursi, 172 n. 62 Tolstoi, León, 156
Rorty, Richard, 172 Torricelli, E., 28
Rousseau, Jean-Jacques, 30, 34-36, 59,
79, 91, 96, 176, 184
Valcárcel, Amelia, 12
Vargas Machuca, Ramón, 85 n. 21
Sacristán, Manuel, 131 La utopía racional, 85 n. 21
Sandel, Michael J., 84 n. 20, 114, 116 Verba, S., 92 y n. 26
Liberalism and the Limits o f Justice, La cultura cívica, 92 y n. 26
84 n. 20, 114 n. 39 Vilar, Gerard, 12
Sartre, Jean-Paul, 20, 21, 70, 127, 180, Villoro, Luis, 72, 74
182 Creer, saber, conocer, 72
Savater, Fernando, 22, 103 n. 33 Virós, Rosa, 97
Ética como amor propio, 22 n. 2 Voltaire, 58
Ética para amador, 22 n. 2, 103 n. 33
Sempere, Joaquim, L’explosió de les ne-
cessitats, 139 n. 47, 196 n. 72 Walzer, Michael, 108, 112-113
Sidgwick, Henry, 112-113 Spheres o f Justice, 108, 113
Simmel, George, 162-163, 172, 196-197 Weber, Max, 25, 139-140, 162, 168, 186
El individuo y la libertad, 163 y n. 59 Wittgenstein, L. J. J„ 21, 40, 67, 73-74
Filosofía del dinero, 197 y n. 72 On Certainty, 67 n. 13
Singer, Peter, 189 Tractatus logico-philosophicus, 73-74
ín d ic e

Prólogo 11

1. Ambivalencias del individualismo 13


2. El egoísmo como prejuicio teórico 27
3. La autonomía plena 43
4. ¿En qué creemos? 61
5. Miseria de la democracia 76
6. Los límites de la participación 89
7. La fiebre de los separatismos 106
8. Una sociedad de incomunicados 125
9. El sentido del trabajo 138
10. El discurso de la calidad 158
11. Burgués y ciudadano 175
12. El mercado como modelo 185

índice alfabético 199


VICTORIA CAMPS

Paradojas del individualismo

El individualismo es una consecuencia de la igualdad civil y política


que producen los regímenes democráticos, pero puede ser también
el mayor escollo para que la democracia sea satisfactoria. Por eso
es un valor paradójico, porque, aunque tendem os a calificarlo
peyorativamente, la afirmación del individuo ha significado un
progreso para la hum anidad. No se trata pues de renunciar al
individualism o, basta con hacer com patible el respeto por el
individuo con las exigencias de la vida en común, con la necesidad
de vivir en sociedad. De ese imperativo deriva la actual atención
a la ética: ética aplicada a la política, a la com unicación, a la
medicina, a la tecnología, a la empresa... Exigir ética es pedir al
individuo un uso de la libertad compatible con los intereses de la
comunidad, de suerte que, como nos dice la profesora Camps «hoy
el progreso consistirá en la capacidad de m antener la potencia
del individuo sin que, al mismo tiem po, éste reniegue de su
condición de animal político».

VICTORIA CAMPS es catedrática de ética en la Universidad


Autónoma de Barcelona. Es autora, entre otros libros, de La
imaginación ética (1990), Virtudes públicas (premio Espasa de
Ensayo 1990), El malestar de la vida pública (1996) y El siglo de
las mujeres (1998).

967913-9

9 788474 239980

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