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VICTORIA CAMPS
BIBLIOTECA DE BOLSILLO
VICTORIA CAMPS
CRÍTICA
B arcelon a
Primera edición en Biblioteca de. Bolsillo: octubre de 1999
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A m b iv a le n c ia s d el in d iv id u a lism o
de todos, res publica: cuáles son los conflictos más urgentes, cuáles los
intereses generalizables, qué problemas debemos considerar como co
munes. Como la acción política no puede esperar y las incertidumbres
constituyen un impedimento serio para la toma de decisiones, la políti
ca ha hecho de la eficacia su primer objetivo y se ha privatizado, se ha
convertido en el asunto de unos pocos. Es natural que así sea en una
democracia donde los políticos tienen que ganarse a sus electores de
mostrándoles que hacen cosas. La participación ciudadana sólo es
imprescindible porque hay que cumplir con el requisito formal del
voto y elegir a los gobernantes. En lo restante, la participación no hace
sino demorar las decisiones y restarles operatividad y eficiencia. Es
dudoso que contribuya al funcionamiento efectivo de la democracia.
La actividad que ocupa más tiempo y un tiempo más intenso en
la vida de un individuo es el trabajo profesional. El derecho al traba
jo es uno de los derechos fundamentales. Sin trabajo ningún indivi
duo puede aspirar a ser nadie; sin trabajo no hay reconocimiento so
cial, el cual es, a su vez, la base del autorrespeto, uno de los bienes
básicos de la persona. El panorama perceptible en las sociedades de
sarrolladas, sin embargo, contrasta sorprendentemente con las usua
les declaraciones de principio. De un lado se encuentran los seres aven
tajados, los que gozan de un trabajo digno y bien remunerado,
individuos hiperactivos que viven para su profesión, exclusivamente
dedicados a ella. De otro lado, los precarios, los parados, los subem
pleados o los desposeídos de todo. ¿Qué significa, entonces, el dere
cho de todos al trabajo? ¿Y quién es el culpable de su casi nulo signi
ficado? ¿Las llamadas nuevas tecnologías? ¿Unos cambios demasiado
rápidos? ¿Una inexistente política distributiva? ¿No estaremos dán
dole al trabajo un valor que no le corresponde? ¿Estamos aprovechan
do bien la innovación técnica? ¿Valoramos en lo que vale el tiempo
de ocio? Son preguntas sin respuesta, porque rara vez se plantean en
serio, es decir, con el ánimo y la voluntad de actuar en consecuencia.
No sólo la política, también el trabajo se mantiene privatizado —in
dividualizado— hasta el punto de que son los grupos, las corpora
ciones profesionales, los que actúan a modo de mafias y deciden de
acuerdo con su conveniencia y a espaldas del interés común.
18 Paradojas del individualismo
2. Fernando Savater, Ética como amor propio, Mondadori, Madrid, 1988, y Ética para
Amador, Ariel, Barcelona, 1991.
3. Javier Muguerza, Desde la perplejidad, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1990.
Ambivalencias del individualismo 23
E l e g o ís m o c o m o p reju icio te ó r ic o
un sujeto es, a la vez, objetiva, y vale para todos los sujetos de la mis
ma especie. La clave de la respuesta ya la dio Bacon con esa máxima
que Kant reproduce como preámbulo de su primera Crítica: De no-
bis ipsis silemus, «no hablemos de nosotros mismos». Es decir, todo
aquello que el sujeto aporta al saber no es lo singular y específico
de un solo individuo, sino lo propio de cualquier sujeto racional, del
sujeto metafísico, un ente, en realidad, inexistente puesto que está hecho
de todo lo que somos desprovistos de nuestras peculiaridades: el su
jeto que Kant llamará «trascendental», puente entre el sujeto y el
objeto empíricos, condición de posibilidad de todo conocimiento que
pretende ser objetivo y universalmente válido. Más allá de sus dife
rencias, todo individuo comparte unas constantes universales que lo
clasifican como ser racional o como ser humano. Esas constantes ha
cen posible la ciencia, esto es, que una serie de axiomas o teorías des
cubiertas por un individuo pensante y comprobadas un número fini
to de veces funcionen y sean aceptadas como verdaderas.
Toda esta explicación tiene como trasfondo una ciencia que no
es la de hoy, sino la de Galileo y Newton. Pero eso ahora no importa.
No me importa discutir si el sistema que Kant trata de consolidar si
gue o no siendo válido, sino dejar claro que el paradigma epistémico
de los filósofos modernos es el individualismo metodológico. La filo
sofía tiene que fundamentar el conocimiento científico —¿cómo es po
sible la física?, ¿cómo es posible la matemática?— y, para hacerlo, bus
ca la explicación en el propio individuo. Ese es el giro antropológico
cuya especial virtualidad será descubrir lo universal en el singular.
Como he dicho, el giro antropológico propio de la filosofía moder
na se traduce, en la filosofía moral, en un punto de vista o «prejuicio
egoísta», puesto que pre-juzga —en el peor sentido— la concepción
de la moral. Se trata de un prejuicio teórico que Hobbes expresa con
la máxima crudeza, pero que está más o menos presente en todos los
filósofos de la época. Al igual que Descartes se pregunta por la obje
tividad, la verdad, de la ciencia, Hobbes trata de dar una respuesta
que explique la objetividad, la verdad, de la moral, a saber: es racio
nal que exista un estado que obligue a todos por igual. Una cuestión
que no hubiera sido problema —como no lo fue para los griegos—
30 Paradojas del individualismo
L a a u to n o m ía p le n a
8. Esta idea está desarrollada en mi libro Virtudes públicas, Espasa-Calpe, Madrid, 1990,
passim, ahora en la edición aumentada de la colección Austral.
54 Paradojas del individualismo
9. Tomo estas ideas de Ronald Dworkin, A Matter o f Principie, Clarendon Press, Oxford,
1986. En el capítulo titulado «Liberalism» hace la distinción más lúcida que conozco entre una
política liberal —en el sentido anglosajón— y una política conservadora.
58 Paradojas del individualismo
ió. Defendí esta idea en Ética, retórica, política, Alianza Universidad, Madrid, 1988,
pp. 69-90.
60 Paradojas del individualismo
¿E n q u é creem os?
11. «¿Hogares sin familia o familias sin hogar? Un análisis sociológico de las familias de
hecho en España», Papers. Revista de Sociología, n.° 36 (Universitat Autónoma de Barcelo
na, 1992), pp. 57-78.
64 Paradojas del individualismo
12. J. Ortega y Gasset, «Ideas y creencias», O.C., V, Revista de Occidente, Madrid, 1946,
pp. 375 ss.
13. L. Wittgenstein, On Certainty/Über Gewissheit, Blackwell, Oxford, 1969.
68 Paradojas del individualismo
a qué atenerse ni sabe qué hacer con sus ideas, lo que conviene es
revisar nuestras ideas y creencias, sin confundirlas entre sí, descubrir
la procedencia de unas y otras, ver si están pidiendo una reforma.
Ese «azoramiento» que Ortega diagnosticaba en 1934 puede predi
carse aún, o con más motivo, en nuestro final de siglo. Ante la crisis
de valores que presuntamente padecemos, y ante la sospecha simul
tánea de que algo nos queda, de que no todo está perdido, conviene
preguntarse si creemos en la ética, en el sentido orteguiano, o si tene
mos simplemente construcciones ideológicas, fruto de nuestra inven
ción, para llenar el vacío de creencias que, en tiempos, fueron más
firmes. ¿Creemos o no creemos en los valores morales?
Una posible respuesta podría aludir al carácter peculiar de las su
puestas «creencias» morales. Una creencia, para Ortega, sería aque
llo que determina nuestro actuar en el sentido de la creencia. Creer
en algo implica una práctica consecuente. Creer que el vaso que voy
a beber contiene agua significa llevármelo a la boca sin pensar qué
es lo que contiene, si agua, como parece, o una pócima inesperada.
Creer en una determinada teoría científica significa esperar que los
hechos confirmen su validez. Creer en el Dios bíblico significa morir
esperando en la resurrección de los muertos. Ahora bien, creer en cier
tos valores morales, como la tolerancia y el pluralismo, la igualdad
y la libertad, la paz y la defensa de la ecología, creer en esos valores
o imperativos ¿qué significa?
No puede significar verlos realizados en la práctica. Si así fuera,
dejarían de ser valores para ser realidades. Creer en unos valores mo
rales debería significar, por el contrario, intentar vivir de acuerdo con
ellos. Pero tampoco eso es cierto. Los valores que teóricamente de
fendemos todos —ahí está, sin ir más lejos, la «declaración univer
sal» de derechos humanos— no resultan ser para nada, salvo conta
das excepciones, el móvil de la práctica individual o colectiva. A ésta
la mueven otros ídolos más materiales e inmediatos. Los valores mo
rales son, cuando son algo, las instancias desde las cuales es criticada
esa práctica que discurre por derroteros que poco o nada tienen que
ver con la ética.
Podría aceptarse, pues, que es peculiar de las creencias morales
¿En qué creemos? 69
nos asusta —la nuestra es aún una época «privada de fe, pero aterra
da ante el escepticismo»—,14 se basa en la incapacidad para distin
guir las creencias morales de otro tipo de creencias. Creer en la moral
tiene que ser algo muy distinto a creer en la ciencia, en la técnica o
en la religión. No hemos asimilado lo que es la moral porque segui
mos pensando en ella en términos semirreligiosos, como algo que tiene
un fundamento trascendente que es, al mismo tiempo, la garantía de
su realización. Sin ir más lejos, Kant tuvo que postular ese funda
mento para poder creer en lo que carecía de ejemplos: la fe en Dios
y en un reino de los fines plenamente moral fueron, para él, la prue
ba de que las ideas morales no eran un puro absurdo en un mundo
que discurría al margen de ellas. En el siglo xx, sin embargo, resulta
más difícil descansar en el consuelo religioso. Hoy debemos aprender
que la moral es una creencia que nos constituye precisamente porque
somos limitados y estamos llenos de defectos. Es la humanidad mis
ma con todas sus imperfecciones y con su afán de trascendencia lo
que produce ideales morales de autosuperación. Sartre lo dijo: «El
hombre cree que sería más moral si estuviese liberado de la condición
humana, si fuera Dios o ángel. No se da cuenta de que la moralidad
y sus problemas se desvanecerían al mismo tiempo que su humani
dad». Como la paloma kantiana que pensaba que sin aire volaría me
jor, tendemos a pensar que nuestras imperfecciones nos impiden ser
morales, cuando sería absurdo que a un ser perfectísimo se le ocu
rriera fabricar una moral. ¿Para quién y para qué?
Sea como sea, esa fe en la ética, que pasa por la aceptación de
todas las limitaciones humanas, debería ser una fe viva. Stuart Mili
supo distinguir muy oportunamente las «creencias muertas» de aque
llas otras que se mantienen vivas precisamente porque hay que defen
derlas de opiniones adversas que quieren destruirlas. Si uno de los
problemas insolubles de la moral es que la práctica nunca estará to
talmente a la altura de sus imperativos, que siempre nos dejará insa
tisfechos si pretendemos juzgarla desde esos patrones, otro problema
14. Como lo era la de Stuart Mili, a quien se debe esta cita en Ort Liberty, Collins, 1962,
p. 148 (hay trad. cast.: Sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1981).
¿En qué creemos? 71
15. Luis Villoro, Creer, saber, conocer, Siglo XXI, México, 1982, especialmente caps. 3 y 4.
¿En qué creemos? 73
M iseria de la d e m o c r a cia
gran filósofo liberal, John Stuart Mili. Mili ve, en efecto, que la «vo
luntad del pueblo» no es, en realidad, tal cosa, sino «la voluntad de
la parte más numerosa o activa del pueblo».16 Tocqueville, por su
parte, reconoce que el llamado por él mismo «imperio moral de la
mayoría» es útil y necesario, pues se basa en el supuesto de que «hay
más conocimiento y saber en muchos hombres reunidos que en uno
solo, más en el número de los legisladores que en la selección». Pero
esa «igualdad aplicada a las inteligencias» nos sumerge en una con
tradicción insalvable: la de reprobar como «tiranía» lo que, por otra
parte, consideramos inevitable porque no es malo aunque es mejora-
ble. No cabe duda de que aceptar el criterio de la mayoría significa
ignorar a todos los que se muestran como anormales, extraños, incó
modos, sólo porque tienen opiniones o intereses distintos a los de la
parte que congrega a mayor número de individuos. La mayoría
—son palabras de Tocqueville— no es sino «un individuo que tiene
opiniones y a menudo intereses contrarios a otro individuo llamado
minoría». Si la democracia se basa en la igualdad de inteligencias o
pensamiento es, desde luego, ilógico con la idea misma de democra
cia desechar las opiniones de algunos porque son los menos. Ahí está
la contradicción que Tocqueville reconoce cuando exclama: «Consi
dero impía y detestable la máxima de que en materia de gobierno la
mayoría de un pueblo tenga derecho a hacerlo todo y, sin embargo,
sitúo en la voluntad de la mayoría el origen de todos los poderes. ¿Estoy
en contradicción conmigo mismo?».17 Efectivamente, hay ahí una
contradicción: la aceptada validez del criterio de la mayoría signifi
ca, de hecho, que la democracia no garantiza los intereses de todos
los ciudadanos, sino los de los más. La democracia es injusta para los
que son menos en número y representan, por tanto, intereses más fá
cilmente ignorables o sofocables. No sólo quedan marginados aque
llos cuyo poder de participación directa en la toma de decisiones es
menor, sino los «disidentes» con respecto al sentir y pensar mayori-
tario. Habida cuenta, además, que esa «disidencia» suele producirse
16. John Stuart Mili, Sobre la libertad, «Introducción», Alianza, Madrid, 1981.
17. A. Tocqueville, La democracia en América, Alianza, Madrid, 1980, pp. 236-242.
Miseria de la democracia 79
18. Sobre la idea de «interés común», véase V. Camps y S. Giner, El interés común, Cen
tro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1992. Sobre las contradicciones de la democracia,
véase también Salvador Giner, Ensayos civiles, Península, Barcelona, 1987, cap. 9.
80 Paradojas del individualismo
19. Cf. Michel Maffesoli, La transfiguration du politique, Grasset, París, 1992, pp. 65 y
206. Y también, Le temps des tribus, Le Livre de Poche, París, 1988.
Miseria de la democracia 81
el otro creen en las posibles ventajas del juego que se les ofrece. ¿Para
qué participar en un juego en el que ya se sabe de antemano quién
va a ganar?
Los griegos creían en la virtud porque la consideraban no sólo bue
na, sino bella: el ser humano total era el que realizaba el ideal del
kaloskagathos, lo bello y lo bueno. Todo cuadraba: la vida política,
comunitaria, tenía como fin la felicidad de todos y cada uno de los
ciudadanos, y esa vida, virtuosa y buena, producía admiración y res
peto. Por lo menos, eso decía la teoría. La modernidad, en cambio,
tras sacralizar al individuo como un bien absoluto, no pudo entender
que la virtud, que significa siempre sacrificio y autodominio, fuera,
al mismo tiempo, bella. En todo caso, podía ser útil, provechosa para
el bien de todos. La síntesis de interés particular e interés general nin
gún filósofo moderno ha logrado explicarla. ¿Cómo es posible, se pre
guntaba Kant, que la ley moral me obligue? ¿Por qué ha de interesar
me lo que, de hecho, no me interesa? Mandeville optó por una salida
más atrevida: «Los vicios privados producen virtudes públicas», con
lo cual ni siquiera hacía falta luchar contra el egoísmo. Pero esa má
xima no siempre se confirma. Los vicios privados, la satisfacción sis
temática del interés privado, produce, en todo caso, el equilibrio de
los que pertenecen al sistema y están integrados en él; deja fuera al
resto, a los marginados y desposeídos que no cuentan para nadie por
que su existencia molesta a los poderosos y satisfechos. Así, la demo
cracia vale, en realidad, para los que pueden gozar en y de ella. Sus
virtudes y su belleza se mantienen mientras los favorecidos se miren
sólo a sí mismos y a sus iguales, sin asomarse al exterior. ¿Qué ocurre
cuando contemplamos a los niños africanos desnutridos, literalmen
te muertos de hambre? ¿Es eso bello? ¿Puede ser bueno? ¿Se rompe
el equilibrio? De algún modo ha de ser posible verificar que la demo
cracia es el mejor gobierno para todos y donde sea. Lo que procla
mamos en teoría, ha de comprobarse en la práctica. Y han de poder
comprobarlo todos.
Tanto la tiranía de la mayoría, como la manipulación de esa ma
yoría o la indiferencia hacia el juego político, son defectos de la de
mocracia que pueden y deben ser atacados directamente, con políti
Miseria de la democracia 83
20. Michael J. Sandel desarrolla esta crítica a Rawls en Liberalism and the Limits o f Jus-
tice, Cambridge University Press, 1982, cap. 4.
Miseria de la democracia 85
21. Miguel A. Quintanilla y Ramón Vargas Machuca han insistido mucho en este aspecto
de la democratización del procedimiento para conseguir más igualdad, en La utopía racional,
Espasa Calpe, Madrid, 1989.
86 Paradojas del individualismo
22. La tesis es de David Held, Modelos de democracia, Alianza Universidad, Madrid, 1992,
especialmente en la conclusión del libro, de donde extraigo el siguiente párrafo: «Sin una socie
dad civil segura e independiente, el principio de autonomía no puede realizarse, pero sin un
Estado democrático, comprometido en promover duras medidas redistributivas, entre otras co
sas, es poco probable que la democratización de la sociedad civil tenga éxito».
88 Paradojas del individualismo
rales que nos unan. Más bien, todo tiende a desunirnos. Es por eso
que tenemos que hablar de justicia.
Volveré sobre todos estos puntos. Antes quiero detenerme en el
análisis de las ventajas de la participación misma. Desde un punto
de vista ético —no empírico—, la participación es buena y es parte
esencial de la democracia, que también es buena porque supone igual
dad e implica obligación, dos elementos sin los cuales la democracia
es un mito. Si la política democrática exige teóricamente que los ciu
dadanos participen en la vida pública, en la medida y posibilidades
de cada uno de ellos, hay que suponer que, en un cierto sentido, to
dos los ciudadanos son iguales. Si a todos les debe ser dado partici
par es porque todos deben poder hacerlo, y en ese aspecto, por lo me
nos, puede decirse que son iguales. Que esto es así está claro a partir
de ciertos estudios, como los de Carole Pateman,25 donde se mues
tra cómo la desigualdad social y sexual incide en la baja participa
ción. Las mujeres y los ciudadanos de extracción social baja, es de
cir, todos aquellos que se saben incompetentes profesionalmente, se
inhiben de la participación política. Es falsa, pues, dice Pateman, esa
supuesta «igualdad natural» de todos los individuos proclamada por
los teóricos liberales: no hace falta ser un lince para descubrir desigual
dades sociales y económicas, las cuales inciden muy directamente en
la menor participación. Si la desigualdad explica la falta de participa
ción, reclamar mayor participación equivaldrá a reclamar mayor igual
dad. Igualdad y participación son, pues, dos reivindicaciones paralelas.
Pateman, desde su óptica feminista, explica muy bien cómo ese
problema fundamental tiende a ser obviado o simplemente no es vis
to por la ceguera de los teóricos liberales —varones, por supuesto—
que se limitan a constatar la apatía política sin que, al parecer, se les
ocurra que puede haber razones para ella. En opinión de la filósofa, eso
es lo que les pasa a Almond y Verba en su célebre La cultura cívica.26
25. Cf. Carole Pateman, The Disorder o f Women, Polity Press, Cambridge, 1989, y tam
bién The Problem o f Political Obligation: A Critical Analysis o f Liberal Theory, Polity Press,
Cambridge, 1985.
26. G. A. Almond y S. Verba, The Civic Culture, Princeton University Press, Princeton,
1963 (hay trad. cast.: La cultura cívica, Euramérica, Madrid, 1970).
Los límites de la participación 93
31. Mancur Olson, The Logic o f Collective Action. Public Goods and the Theory o f Groups,
Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1965.
Los límites de la participación 99
32. Véase Salvador Giner y Manuel Pérez Yruela, La sociedad corporativa, Centro de In
vestigaciones Sociológicas, Madrid, 1979.
Los límites de la participación 101
33. Esta idea es la que lleva a Fernando Savater a defender la ética como «amor propio».
Véase la nota 2.
104 Paradojas del individualismo
34. William N. Nelson, On Justifying Democracy, Routledge, Londres, 1980 (hay trad.
cast.: La justificación de la democracia, Ariel, Barcelona, 1986).
35. Veáse el capítulo anterior, donde desarrollo más por extenso esta idea.
36. Aristóteles, Política, 1318a 20.
Los límites de la participación 105
voco, puesto que está lejos del proyecto político que configuró el naci
miento de los estados-nación a finales del siglo xix y principios del xx.
Lo de ahora son, desde aquella perspectiva, mini-nacionalismos, de
carácter étnico-lingüístico, aunque también político, en los que el «de
recho de territorio» está más cerca que antes del «derecho de sangre»,
y donde no siempre juega un papel determinante y obligado la crea
ción de un estado nuevo e independiente. Puesto que su surgimiento
depende de coyunturas diversas, cada nuevo nacionalismo parece dis
tinto de los anteriores, dependiendo la diferencia tanto de los antece
dentes históricos como del contexto y circunstancias en que aparece
la identidad nacionalista. Sea como sea, se trata siempre de defender
algo propio, una identidad preterida, olvidada o, sobre todo, repri
mida durante años por otra identidad más poderosa y dominante.
Es difícil, sin embargo, determinar hasta qué punto los movimientos
nacionalistas tienen una razón de ser verdaderamente populista o, por
el contrario, exclusivamente política, en el peor sentido de la palabra
«política»: como voluntad de poder y de dominación. En el proyecto
nacionalista hay siempre una voluntad de autoafirmación y una lu
cha por el reconocimiento, que no se muestran como la decisión auto
ritaria de unos pocos. No se muestran así porque no pueden: la expli
cación del nacionalismo reside en la memoria, y en la memoria de
todo un pueblo. Es, ciertamente, una apelación al sentimiento y sería
paradójico hablar de unos sentimientos no subjetivos. No obstante,
lo que, en principio, cuenta con una base de valores comunes y com
partidos, puede evolucionar, y lo hace con demasiada facilidad, en
acciones y comportamientos dominadores. Quiero ocuparme de am
bos aspectos: el surgimiento de los nacionalismos como expresión de
la ambigüedad y el desconcierto de nuestro tiempo, y las paradojas
y contradicciones éticas implícitas en su implantación.
No es casual que la realidad política de los nacionalismos tenga
una clara contrapartida teórica en el movimiento ético comunitarista
tan en auge en Estados Unidos. Dentro del comunitarismo se sitúan
teorías bastante distintas, pero con un denominador común. Las más
conocidas son las desarrolladas por A. Maclntyre en Tras la virtud,
por Michael Walzer en Spheres o f Justice o por Charles Taylor en
La fiebre de los separatismos 109
Sources o f the Self.37 Les une el empeño por superar ciertos males
teóricos y abstractos del liberalismo individualista, como el hecho in
negable de que una teoría liberal se muestra incapaz de hallar una
fuente única y común para los valores éticos. No suelen buscar res
puestas a los males empíricos derivados del liberalismo económico,
como la desigualdad social. Ello hace que sus propuestas suenen muy
conservadoras, más nostálgicas de un pasado que fue, que construc
toras de un presente que debe responder a situaciones de injusticia.
También los nacionalismos son, por definición, conservadores. La tesis
más difundida es la de Maclntyre, pionero del movimiento comuni-
tarista, según la cual un mundo plural como el nuestro, que ya no
comparte una concepción unitaria de naturaleza humana, no tiene
fundamento posible para una ética universal. Sólo reconstruyendo «co
munidades» capaces de estructurarse en torno a unos valores comu
nes será posible reconstruir también la ética, pero no una ética con
pretensión de universalidad, sino relativa a los fines y objetivos de
cada comunidad concreta.
No está claro, ni en Maclntyre ni en ninguno de ellos, en qué tipo
de comunidades están pensando cuando las defienden a cualquier pre
cio. No es difícil ni parece absurda, sin embargo, la extrapolación
de sus tesis a las ideas nacionalistas que, tal y como hoy se ofrecen,
parecen querer ser una recuperación de la soñada Gemeinschaft en
contra de la fría y dura Gesellschaft. Los comunitaristas, por otro lado,
son, cada cual a su manera, aristotélicos y hegelianos, y nada kan
tianos. Huyen del formalismo de las normas e imperativos abstrac
tos, y pretenden ceñirse a lo particular y concreto. La ética, vienen
a decir, no puede hacerse de espaldas a la sociología. Lina pragmáti
ca real, y no trascendental como la que propugna Habermas, debe
ser su contexto. Así, la phronesis, la «prudencia», o el saber encon
trar la medida de la acción para cada caso, reaparece como único prin
cipio. De igual modo, la Sittlichkeit, la moralidad concreta de Hegel,
destituye a la Moralitát formal y abstracta de Kant. Los comunitaristas37
37. Sobre las filosofías comunitaristas, véase la excelente exposición de Carlos Thiebaut,
Los límites de la comunidad, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993.
110 Paradojas del individualismo
38. Michael Walzer, Spheres o f Justice, Blackwell, Oxford, 1983, pp. 37-38.
114 Paradojas del individualismo
trario, según Rawls, una sociedad bien ordenada, una sociedad que
se guía por los principios de la justicia, promoverá de suyo valores
no individualistas, promoverá de suyo el sentido de la justicia en los
individuos y, por tanto, fines más comunes. Opinión que es recogi
da, a su vez, por el comunitarista Sandel, para objetar que una justi
cia como la de Rawls, la «justicia como equidad», no se toma en se
rio nuestra «comunalidad», un aspecto del bien de cada cual, que es
el único fundamento —mejor, el único motivo— del deber de justi
cia.39 Charles Taylor, por su parte, abona tales principios al insistir
en la necesidad que tienen los ciudadanos de una sociedad democrá
tica de reconocerse como partícipes de un mismo grupo. Las unida
des nacionales proporcionan el suelo adecuado, en su opinión, para
lo que Hegel llama la «lucha por el reconocimiento». Las etnias mi
noritarias no se sienten reconocidas por las mayoritarias, como los
colectivos oprimidos no son reconocidos por los liberados y domi
nantes. La falta de reconocimiento sumerge al individuo o al gru
po en proyectos que no entiende. Una identidad étnica supera a la
identidad metafísica porque es más significativa para quienen están
en ella.40
Todo parece indicar que la tesis comunitarista fuerte consiste en
el reconocimiento de algo así como una base antropológica comuni
taria como única fuente, fundamento y explicación de la existencia
de valores éticos. Lo cual quizá sea una forma de superar el paradig
ma individualista y egoísta propio del liberalismo moderno. No es,
sin embargo y a mi juicio, la manera más adecuada de hacerlo. En
tiendo que el comunitarismo que hay que defender como base de la
ética es el comunitarismo humano, los lazos que unen ortológicamente,
por necesidad y por simpatía —como dice Hume— a los humanos.
Lo cual es radicalmente distinto del credo comunitarista o de esa es
pecie de «comunidades de base» que no necesariamente unirían a toda
la humanidad, sino que tenderían a separarla sobre la base de acep
39. Michael J. Sandel, Liberalism and the Limits o f Justice, Cambridge University Press,
1982, cap. 4.
40. Charles Taylor, «Quel principe d’identité collective?», en Jacques Lenoble y Nicole
Dewandre, L’Europe au soir du siécle. Identité et démocratie, Éditions Esprit, París, 1992.
La fiebre de los separatismos 115
41. Som 6 milions y La geni és la forqa de Catalunya («somos 6 millones» y «la gente
es la fuerza de Cataluña») son dos máximas con las que la Administración catalana ha preten
dido crear el clima de pertenencia a una realidad privilegiada y especial.
La fiebre de los separatismos 117
42. William E. Connolly, «Identity and Difference in Liberalism», en E. Bruce et al., Li-
beralism and the Good, Routledge, Nueva York, 1990, p. 82.
La fiebre de los separatismos 119
43. Cf. «Temas de nuestra época: Nostalgia de la tribu», El País, 10 de octubre de 1992.
124 Paradojas del individualismo
U n a s o c ie d a d d e in c o m u n ic a d o s
que ser rápida, otra amenaza para la calidad. Pasan muchas cosas
y hay que informar de todo lo que merece ser noticia. Así, no hay
tiempo de investigar demasiado ni de atender al detalle. El rigor y
la exactitud se sacrifican a la eficacia. La información resulta siem
pre general e insatisfactoria. Nos invita a interesarnos por muchas co
sas, pero no nos da la oportunidad de colmar ese interés. Ningún tema
se agota nunca. Incluso el periodismo de mayor altura, el periodismo
llamado «de investigación», es necesariamente superficial porque la
investigación debe caber en las páginas reducidas que le puede desti
nar un periódico. Es una información que sugiere, da ideas, provoca
la curiosidad, pero no profundiza. La cantidad de información que
se produce cada día amenaza de continuo la calidad de la misma.
Notemos, finalmente, que existen esos raros especímenes llama
dos «profesionales de la información». Su profesión consiste en in
formar, han estudiado para hacerlo, y saben cómo hacerlo para lla
mar la atención, para que se les lea, dominan la técnica, pero no
siempre son expertos en los contenidos sobre los que informan. Hay
excepciones, por supuesto, honrosas para los medios. Hay periodis
tas que saben de qué hablan cuando hablan de economía, de física,
de medicina o de arte. En principio, sin embargo, a los periodistas
habría que extender la despectiva frase que Manuel Sacristán dedica
ba a los filósofos: «son especialistas en el ser y la nada», hablan de
cualquier cosa sin saber nada en concreto.
Informar tiene algo que ver con «formar». Esa masa «informe»
a la que va dirigida la información se deja moldear, para bien o para
mal, por lo que recibe. Los medios de comunicación realizan, a su
pesar, una función formativa —o deformativa—, educan o maledu-
can, pero algo hacen con su público al crear preferencias, difundir
opiniones, reforzar ciertos sentimientos, exhibir modelos de compor
tamiento. En especial, la televisión es el punto de referencia obligado
de la cultura contemporánea. Una base común que, a su manera, co
munica a los habitantes de un mismo planeta. Al poner en contacto
y dar a conocer mundos distintos en una misma pantalla, minimiza
las diferencias, simplifica las culturas al acercarlas.
La información sería una base propiciativa de la comunicación
132 Paradojas del individualismo
E l se n tid o d el tra b a jo
47. Sobre «la explosión de las necesidades», véase el libro de Joaquim Sempere, L’explo-
sió de les necessitats, Edicions 62, Barcelona, 1992.
140 Paradojas del individualismo
Vale más aquel trabajo que proporciona más dinero. El valor dejó
de ser «de uso», de utilidad inmediata, para asentarse definitivamen
te el valor «de cambio»: valor cuantificado. Y, curiosamente, es esa
cuantificación la que proporciona lo que hoy tiende a llamarse «cali
dad de vida»: a más dinero, mayor calidad —dos casas, dos coches,
un yate, viajes y todos los caprichos que el dinero puede comprar—.
El trabajo, como casi todo, se ha mercantilizado; por sí mismo ya no
hay un trabajo que valga más que otro: vale más el que mejor se paga.
Ya no hay, por tanto, profesiones de mayor prestigio, sino profesio
nes que abren las puertas al dinero y al éxito. Tampoco vale ya dema
siado la vieja distinción entre el trabajo manual y el trabajo intelec
tual, y empieza a no significar nada la diferencia entre los trabajadores
blue o white collar. La diferencia fundamental está entre el salario
(wage) y el sueldo (salary), o entre la «clase trabajadora» sometida
al trabajo productivo o a los servicios de mayor dependencia —cama
reros, conserjes, porteros, dependientes—, y la «clase dominante» de
dicada a las profesiones liberales y al trabajo organizativo, gestor, po
lítico, ejecutivo. La medida del trabajo con sentido la da toda la gama
de profesiones, las cuales, además de proporcionar una seguridad y
estabilidad económicas a quienes las ejercen, se constituyen en cor
poraciones que ejercen un monopolio sobre una determinada esfera
de trabajo y exigen credenciales, a veces durísimas, a quienes preten
den integrarse en ella. Desde tal punto de vista, desde la categoría
del profesional, el trabajador propiamente dicho es hoy el otro, aquel
que no llega a tener un trabajo cualificado y debe refugiarse para so
brevivir en esa subclase que comprende a los empleados en servicios
múltiples, trabajadores precarios que se ocupan en las tareas y me
nesteres menos autónomos y más despreciados.
Dividámoslos, para entendernos, en dos grandes tipos: el de los
profesionales, y el de la subclase de los marginados. La clase de
los profesionales se autolegitima por ser la depositaría de los saberes
más específicos transmitidos por la educación superior (que educa
a profesionales, no a personas). Supuestamente, además, el ejercicio
de la profesión se ofrece, por un lado, como el espacio adecuado para
la autorrealización de la persona que puede llegar a ser excelente en
142 Paradojas del individualismo
48. Cf. John K. Galbraith, La cultura de la satisfacción, Ariel, Barcelona, 1992, cap. 3.
El sentido del trabajo 143
porteros, las criadas, los basureros, los ascensoristas. «No hay mayor
espejismo en la actualidad, mayor fraude incluso, que el uso del mis
mo término trabajo para designar lo que para algunos es monótono,
doloroso y socialmente degradante y para otros placentero, socialmente
prestigioso y económicamente provechoso.» Pero ello ocurre porque
«son necesarios los pobres en nuestra economía para hacer los traba
jos que los más afortunados no hacen y que les resultarían manifies
tamente desagradables e incluso dolorosos». Bienvenidos sean, pues,
los magribíes, los turcos, los peruanos que nos liberan de faenas que
nadie quiere pero que alguien tiene que hacer. Los países más avan
zados de la Europa occidental han contado con la mano de obra ex
tranjera para las tareas más indignas durante los últimos cincuenta
años: no sólo las industrias, también los servicios de restaurantes, ho
teles, hospitales, los servicios más bajos y menos elegantes se abaste
cen de esa mano de obra barata y, por otra parte, cómoda para quie
nes administran, puesto que el trabajo que se ofrece es precario y es
fácil prescindir de los que se prestan a hacerlo echándoles del país
cuando dejan de ser necesarios. La razón por la que hasta ahora es
tos trabajadores han aguantado tales condiciones de trabajo es que,
a pesar de todo, algo ganan: a pesar de las condiciones de ofensiva
desventaja en que se encuentran, su situación en un país desarrollado
supera siempre en bienestar a la que tenían en su país de origen. Sus
hijos recibirán ya otra educación y, con ella, la posibilidad de acabar
integrados en la clase superior del trabajo cualificado.
Una tercera clase que habría que añadir a los dos tipos de trabajo
señalados es la del trabajo no remunerado, el trabajo que se realiza
gratuitamente. Gran parte de ese trabajo ha sido asumido, bien por
la extensa subclase que forma la economía sumergida, bien por orga
nizaciones empresariales que crean servicios hasta no hace mucho in
sólitos —servicios de limpieza, guarderías de niños, jardinería, aten
ción a enfermos, asistencia a ancianos—. Así, el trabajo gratuito
también ha sido «reconvertido» o «capitalizado» pasando, mayor
mente, a dar empleo a los trabajadores de la segunda categoría. Sea
como sea, no todo el trabajo de este tipo puede ser transferido, ni
todo el mundo está en condiciones de recibir —y pagar— servicios
144 Paradojas del individualismo
ajenos. Los pobres y, entre ellos, más que nadie, las mujeres, deben
cargar con ese trabajo imprescindible y no remunerado, en muchos
casos alargando su jornada laboral por cuenta ajena. El trabajo gra
tuito hace dos días ni siquiera era considerado trabajo. Tanto la cau
sa de la discriminación de la mujer como la del paro han llevado a
cuestionarse la oportunidad de convertir esos trabajos en trabajos re
munerados.
El panorama no es, desde luego, alentador, sino bastante demen-
cial. Una división del trabajo que, según todos los indicios, procede
directamente de un solo impulso: el crecimiento económico global.
De ningún modo puede decirse que sea una división racional, si por
tal entendemos el poner los avances técnicos al servicio de las perso
nas para conseguir que el individuo —que, en definitiva, es el que
trabaja— se encuentre mejor en su trabajo, mejor consigo mismo, y
más encajado en la sociedad que le ha tocado vivir. Eso sería lo ra
cional: que el progreso tecnológico nos ayudara a vivir menos escla
vizados por trabajos que ocupan todo nuestro tiempo impidiéndonos
gozar de otras cosas, o que, en el peor de los casos, siguen reducién
donos a una servidumbre poco compatible con el desarrollo y la mo
dernización. No es eso lo que ocurre. Uno y otro de los dos grandes
grupos mencionados —el de los profesionales y el de la subclase—
viven, de hecho, desigualmente esclavizados, pero esclavizados al fin.
El profesional vive felizmente esclavizado: se debe íntegramente a su
profesión, es víctima de ella; el trabajador «mandado», por su lado,
vive desesperadamente esclavizado, puesto que se limita a obedecer
órdenes. Y las desigualdades no cesan, sólo cambia su geografía. Si
en el trabajo está en juego la dignidad de las personas, no parece que
vayamos por muy buen camino para encontrarla.
Lo*que muestra el estado de la actual división del trabajo es que
la racionalidad de la vida y la de la economía no coinciden. Las gran
des organizaciones, las grandes empresas, que monopolizan los tra
bajos de nuestro tiempo, tienen una lógica y unos fines propios, ale
jados, por tanto, de los fines e intereses de cada individuo, y también
de los fines e intereses emancipadores que debería hacer suyos la so
ciedad que aspira a la justicia. El modelo actual no hace posible la
El sentido del trabajo 145
49. André Gorz, Metamorphoses du travail, Ed. Galilée, París, 1988. Las citas están to
madas de la traducción italiana, Metamorfosi del lavoro, Bollad Boringhieri, Turín, 1992.
146 Paradojas del individualismo
nada hay que fomente más la aceptación o indiferencia hacia las defi
ciencias sociales o el peligro social que hallarse expuesto a los juicios
erróneos, las excentricidades y los absurdos de la organización priva
da. Con la ascensión de la gran empresa se produce una acomodación
complaciente a los grandes fallos de la vida pública y, sobre todo, a
los que no tienen consecuencias inmediatas para quien los observa.57
E l d isc u r so d e la c a lid a d
circular con comodidad, que el aire sea puro, los bosques limpios,
las aguas salubres, y tantas otras cosas que aún no hemos reivindica
do pero se nos irán ocurriendo si nos queda algo de tiempo para pen
sar, para criticar y para organizamos en el intento de una vida de mayor
calidad.
La reivindicación de la excelencia comenzó cuando se encendió
la luz roja de eso que ha venido en llamarse «calidad de vida». Igno
ro si fue la ecología o la tecnificación de la medicina el detonante.
Sea como sea, todo empezó con la sospecha de que los avances de
la tecnología podían convertirse en amenazas serias para la vida hu
mana. La exigencia de una vida de calidad tiene algo de control an
timoderno, quiere advertirnos de que el puro avance técnico no va
automáticamente unido a un progreso general y completo. Lo que apa
rentemente resuelve problemas antes insolubles o pone al alcance de
muchos lo que sólo era accesible a una minoría —la técnica, en suma—
tiene más de un efecto y no todos igualmente buenos. La superabun
dancia y el confort, allí donde empiezan a ser patrimonio de la mayo
ría, nacen junto a fenómenos de claro deterioro. Lo más sobresaliente
de los últimos años ha sido, sin duda, la toma de conciencia de la
degradación de la naturaleza, pero también sabemos que se degrada
la política, la administración pública, la urbanización, los alimentos,
la cultura, la enseñanza, la medicina. Se degradan en el sentido de
que no contribuyen a dignificar la vida humana. Pocas cosas están
hechas a la medida del hombre, a la medida de la auténtica humani
dad. Demasiado a menudo, tenemos razones para sentirnos estafa
dos, maltratados, desatendidos.
La calidad no tiene una medida fácil, menos aún la calidad de
los bienes no materiales. Un producto manufacturado se somete a un
control de calidad comparándolo con un patrón. Lo fabricado por
el hombre admite una definición instrumental de excelencia. El cu
chillo ha de cortar, el coche ha de correr y la guitarra ha de dar un
buen sonido. El café ha de ser café y el jamón, jamón, o uno y otro
deben poner de manifiesto la adulteración sufrida. Más complicado
es decidir qué es una buena vivienda o una buena escuela. Y más aún
identificar la buena educación o la buena política. Cuanto más abs
160 Paradojas del individualismo
59. G. Simmel, «Las grandes urbes y la vida del espíritu», en E¡ individuo y la libertad,
Península, Barcelona, 1986, p. 250.
60. G. Simmel, «De la esencia de la cultura», en ibid., p. 127.
164 Paradojas del individualismo
61. John Stuart Mili, Sobre la libertad, Alianza Editorial, Madrid, 19907, cap. III.
El discurso de la calidad 169
62. Sobre el poder de la moda en nuestro tiempo, véase el completo trabajo de Margarita
Riviére, La moda y el poder de lo cursi, Espasa-Calpe, Madrid, 1992.
El discurso de la calidad 173
B u rgu és y c iu d a d a n o
ser humano que pretendemos ser. Esa es, sin duda, la mayor respon
sabilidad del político, y también la responsabilidad del ciudadano.
Sería absurdo que, después de haber dedicado años a la conquis
ta de la privacidad y a poner en marcha una economía que crece y
produce más riqueza, pretendiéramos acabar con el prototipo del bur
gués —como quiso el comunismo y nos enseña, quizá, el antiindivi
dualismo asiático— e imponerle al individuo el modelo exclusivo del
ciudadano. En cierto modo, y aun cuando entre ellos hay diferencias
bastante sustanciales, eso es lo que proponen los comunitaristas de
nuestro siglo. Crear «religiones civiles»,63 identidades que devuelvan
al individuo el sentimiento de pertenencia a una comunidad con sus
credos y sus doctrinas, con sus tradiciones y su historia, con sus nor
mas y derechos de admisión o de exclusión. Da igual que ello signifi
que volver al clan familiar, a la religión o al derecho de sangre. Lo
importante es poder señalar el propio territorio, distinguir sus fron
teras y recabar, así, el reconocimiento de quienes pertenecen a él.
Es evidente, por lo que vivimos todos los días, que, en las épocas
de confusión ideológica, agravada, como es el caso ahora, por la re
cesión económica, esa necesidad de recogerse en lo más propio e ina
lienable reaparece. Lo muestra, como acabo de notar, el conservadu
rismo político que, a falta de un asidero económico fiable y sólido,
se agarra a los valores más tradicionales. A la familia de hoy le costa
rá demostrar que puede seguir cumpliendo la función que siempre
tuvo: servir de núcleo afectivo y de seguridad, el único lugar donde
cada uno es reconocido como persona y como persona estimada, por
encima de sus éxitos o fracasos. Un reconocimiento, por otra parte,
imprescindible para que el individuo llegue a autoestimarse. Pero si
el reconocimiento de los más próximos y allegados puede llegar a ser
imprescindible, y si es igualmente necesario tener una patria y no sen
tirse permanente e ineludiblemente desarraigado, hacer depender la
autoestima únicamente de esas identidades no es sino signo de inma
durez. Al fin y al cabo, como decía hace un momento parafraseando
64. Michel Maffesoli, La transfiguration du politique, Grasset, París, 1992, p. 250, y todo
el capítulo V.
184 Paradojas del individualismo
E l m e r ca d o c o m o m o d e lo
65. Peter Berger, The Capitalist Revolution, Wildwood House, 1987, p. 103.
El mercado como modelo 187
ción de los bienes sobre la base del patrón del dinero tiene consecuen
cias funestas para el progreso moral del individuo y de la sociedad.
Si todos los bienes son equiparables, es difícil distinguir entre los bie
nes básicos y los superfluos, y exigir, por tanto, del estado o de los
poderes públicos el suministro equitativo de los primeros. Por otra
parte, la reducción de cualquier bien a objeto del mercado acaba ha
ciendo imposible la jerarquización entre los bienes materiales de con
sumo y los bienes espirituales. Que ahí hay un peligro para la huma
nidad, tan antiguo como ella misma, lo muestran las continuas reservas
del pensamiento occidental hacia el poder del dinero y, más concre
tamente, hacia la identificación de la felicidad con la riqueza. Aristó
teles es bien explícito al respecto cuando distingue entre los bienes
externos, los del cuerpo y los del alma. Los tres deben poseerlos los
hombres para ser felices —dice—, pero no en la misma medida, ma
tiz sobre el que no suele haber acuerdo, puesto que muchos «creen
que basta tener una cierta dosis de virtud, pero buscan una supera
bundancia infinita de riqueza, de dinero, de poder, de gloria y de to
dos los bienes semejantes». A éstos hay que enseñarles —sigue
Aristóteles— que los bienes exteriores no ayudan a preservar la vir
tud, sino más bien al contrario, ésta ayuda a preservar los bienes ex
teriores; además, si los bienes exteriores tienen siempre un límite más
allá del cual son inútiles, la utilidad de los bienes del alma aumenta
con la abundancia de los mismos.67
Incluso pensadores indiscutibles del laissez-faire, como Locke o
Adam Smith, ponen trabas a la tentación de adquirir por el gusto de
tener más. Locke advierte que el derecho de propiedad no debe servir
de pretexto para la desigualdad, puesto que cada cual debe conten
tarse con lo directamente consumible o utilizable evitando una acu
mulación de propiedades o de objetos absurda y desequilibradora del
todo. Smith, por su parte, habla con desprecio de ciertas comodida
des producidas por la industria que no son precisamente las que vie
nen a solventar las mayores incomodidades con que se encuentra el
ser humano:
68. A. Smith, La riqueza de las naciones, citado por A. O. Hirschman, «La industrializa
ción y sus múltiples descontentos», Claves, n.° 25 (Madrid, 1992).
69. A. O. Hirschman, ibid.
El mercado como modelo 193
72. Philosophie des Geldes, passim (hay trad. cast.: Filosofía del dinero, Centro de Estu
dios Constitucionales, Madrid, 1976).
In d ice a lfa b é tic o
James, William, 69
Olson, Mancur, 98-99
The logic o f Collective Action, 98
Kant, I., 23, 28-29, 30, 31, 34-38, 39-40, Ortega y Gasset, J., 67-68, 162
44, 45-48, 54, 63, 66, 70, 73-74, 82, Ideas y creencias, 67 n. 12
97, 109-110, 115, 121, 176
Crítica de la razón pura, 28-29
Fundamentación de la metafísica de las Parménides, 31
costumbres, 35-36, 46 Parsons, Thlcott, 142
Kolakowski, Leszek, 139 Partridge, P. H., Consent and Consensus,
95 n. 28
Pateman, Carole, 92-96
Las Casas, Bartolomé de, 183 The Disorder o f Women, 92 n. 25, 93
Leibniz, G. W., 14 The Problem o f Political Obligation,
Locke, John, 30, 45, 48, 58, 87, 176, 191 92 n. 25
Pérez Yruela, Manuel, 21 n. 1, 100 n. 32
El corporatismo en España, 21 n. 1
Maclntyre, A., 30 n. 5, 51-52, 108-109, 115 La sociedad corporativa, 100 n. 32
Tras la virtud, 30 n. 5, 108 Pico della Mirándola, Giovanni, 33
MacLuhan, Marshall, 126, 128 Platón, 40-41, 76
Macpherson, C. B., 98 Menón, 72
índice alfabético 201
Prólogo 11
967913-9
9 788474 239980