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Bautismo del Señor (C)

Is 42, 1-4.6-7; Hch 10, 34-38; Lc 3, 15-16.21-22

1. Hoy atrae de modo especial la atención de la Iglesia el Misterio del Bautismo de Cristo en el
Río Jordán, que se denomina el segundo Misterio de la Epifanía. El Emmanuel se ha manifestado a
los Magos después de haberse mostrado a los pastores; pero esta manifestación aconteció en el
estrecho espacio de un pesebre de Belén, y los hombres de este mundo no conocieron esa
manifestación. Todo el fenómeno del nacimiento de Cristo ocurrió prácticamente oculto, velado a los
hombres, a los grandes, al pueblo. El Señor nació en medio de un gran desconocimiento por parte de
la gente.

Hoy, en cambio, en el misterio del Jordán, Cristo se manifiesta con mayor esplendor. Su venida
ha sido anunciada por el Precursor; la muchedumbre que acude al Bautismo del Río Jordán da
testimonio de esto, y Jesús inicia su vida pública.

2. La manifestación de Cristo en el Jordán tiene por objeto –al igual que la primera, en Belén–
el bien y la salvación del género humano. Recordemos que, en la primera Epifanía, la estrella condujo
a los Magos hacia Cristo. Antes, los Magos esperaban; después, creyeron. De ese modo, la fe en el
Mesías que vino a la tierra comenzó a brillar en el seno de la Gentilidad, en el corazón de los paganos,
representados en los Magos.

3. Pero no basta creer para ser salvados; es necesario que la mancha del pecado sea lavada en el

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agua purificadora. Quien crea y se bautice se salvará (Mc 16, 16), nos enseñará Jesús más tarde: es
tiempo, entonces, de que advenga una segunda manifestación del Hijo de Dios, para inaugurar el gran
misterio que debe dar a la Fe el poder de producir la vida eterna.

Jesús, entonces, a la edad de treinta años, va hacia el Jordán, río ya famoso por las maravillas
proféticas obradas en sus aguas. El pueblo hebreo, despertado por la predicación de Juan Bautista,
corría en masa para recibir el bautismo que podía producir el arrepentimiento del pecado, pero que no
podía borrarlo. Nuestro divino Rey va también al río y se somete al Bautismo de Juan, y esto por
varios motivos:

a) en primer lugar, para reconocer públicamente la misión del Precursor, último Profeta del
Antiguo Testamento; Jesús quiso certificar con su presencia que la obra de San Juan era de Dios.

b) En segundo lugar, el Señor quiso significar de manera evidente que, aún no teniendo pecado,
se mezclaba entre los pecadores precisamente para redimir a los hombres, del pecado y de la muerte
eterna.

c) En tercer lugar, y es la razón fundamental, Jesús desciende al lecho del Jordán, buscando que
el río lo ciña con sus aguas, no para encontrar allí su la santificación, porque Él es el Santo de los
Santos, sino para vivificar las aguas con el poder del Espíritu Santo y comunicarles, de ese modo,
la capacidad de producir una raza nueva y santa. Esta cualidad las aguas no la perderán nunca más
y así podrán comunicar su poder a todo el que se bautice. Calentadas por los ardores divinos del Sol
de Justicia, las aguas del Jordán se hacen fecundas, en el momento en el cual el sagrado cuerpo del

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Redentor es sumergido en el seno de este río por la mano temblorosa del Precursor.

4. En los diferentes misterios de Cristo Jesús sobre la tierra, la Sabiduría eterna ha dispuesto los
acontecimientos de tal manera que las humillaciones del Verbo encarnado son siempre un preludio de
la revelación de su divinidad. Cada vez que Cristo aparece rebajado y humillado, el Padre
Omnipotente se encarga, por algún medio, de hacernos comprender que, a pesar de la flaqueza y de la
debilidad de la carne humana, Cristo es verdadero Dios.

Por eso, en esta festividad del Bautismo del Señor, si bien Jesús se presenta a San Juan en la
fila de los pecadores que hacen penitencia, sin embargo el Padre de los Cielos glorifica a su Hijo con
aquellas palabras: Tú eres mi Hijo amado; en Ti me complazco (Mc 1, 11). La humanidad de Cristo se
hace manifiesta por su presencia entre los pecadores; la divinidad de Jesús la declara su Padre,
abriendo de ese modo el ministerio público de Jesucristo.

En este preludio de una nueva creación, es necesario que intervenga toda la Trinidad Santísima.
Se abren los cielos, y de ellos desciende la Paloma, no como símbolo y figura, sino para anunciar la
presencia del Espíritu Santo que da la paz y transforma los corazones. Esta Paloma se detiene y se
posa sobre la cabeza del Emmanuel, descendiendo a la vez sobre la humanidad del Verbo y sobre las
aguas que bañan el cuerpo humano del Hijo de Dios, para santificarlas y vivificarlas.

Así fue manifestada la Santidad del Emmanuel por la presencia de la Paloma divina y por la
voz del Padre, como había sido manifestada la Realeza de Cristo por el testimonio mudo de la Estrella
que condujo los Magos al pesebre. Cumplido el misterio divino y dotadas las aguas de la virtud

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purificadora, Jesús sale del Jordán y vuelve a la orilla del río, llevando consigo, regenerado y
santificado, al mundo cuyos delitos e inmundicias dejaba bajo las aguas.

5. El misterio de esta fiesta del Bautismo del Señor nos hace reflexionar:

a) sobre la importancia del Santo Bautismo. No sería exagerado decir que Cristo vino a la tierra
para crear este sacramento. Porque, en efecto, Cristo se hizo hombre para fundar la Santa Iglesia,
como prolongadora del misterio de salvación, a la cual somos incorporados, exclusivamente, por
medio de este bendito sacramento del Bautismo. ¡Cuánto debemos apreciar este sacramento,
festejando el día de nuestro Bautismo y procurándolo como el don más precioso para todos los
hombres! ¡Qué locura la de aquellos padres que demoran, sin motivo grave, el Bautismo de sus hijos!

b) También advertimos la importancia de nuestra purificación, de ser santos e inmaculados en


la presencia de Dios. Debemos, entonces, procurar una limpieza de espíritu siempre en aumento.
Nada agrada tanto a Dios como la conversión y la salvación del hombre.

c) Por último, la manifestación de Cristo que ilumina a los hombres para darles la salvación,
nos mueve a ser como lumbreras en medio del mundo, como una fuerza vital para los demás hombres.
Si así lo hacemos, llegaremos a ser en el Cielo luces perfectas en la presencia de aquella gran Luz,
impregnados de sus resplandores celestiales, iluminados de un modo claro y puro por la Trinidad, y
gozaremos con la misma felicidad de Dios, por todos los siglos de los siglos.

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