Sei sulla pagina 1di 40

DIÓCESIS DE PAMPLONA Y TUDELA,

BILBAO, SAN SEBASTIÁN Y VITORIA

PRESBÍTEROS DIOCESANOS:
UNA NECESIDAD URGENTE
CARTA PASTORAL DE LOS OBISPOS DE PAMPLONA Y TUDELA,
BILBAO, SAN SEBASTIÁN Y VITORIA

NOVIEMBRE, 1991

SUMARIO

INTRODUCCIÓN (n. 1)

El tema y motivo de la carta (n. 2)


Destinatarios y estructura de la carta (n. 3)

I. PANORAMA ACTUAL DE LAS VOCACIONES AL PRESBITERADO


DIOCESANO

Los datos (n. 4)

Las causas sociales (n. 5)


• Factores socioculturales
• La actual condición juvenil (n. 6)
• La transformación de la familia (nn. 7-8)

Las causas eclesiales (n. 9)


• La crisis de la comunidad cristiana (n. 10)
• Oscuridades en las ideas (n. 11)
• Tibieza en la propuesta vocacional (n. 12)
• Las secularizaciones (n. 13)

Las consecuencias (n. 14)


• Consecuencias actuales
• Consecuencias futuras (n. 15)

Signos de esperanza (n. 16)

II. EL MINISTERIO DEL SACERDOTE DIOCESANO (n. 17)

Un servicio eclesial necesario (n. 18)


• Para generar y regenerar la comunidad cristiana por la Palabra y la
Eucaristía (n. 19)
• Para garantizar la identidad cristiana de las comunidades (nn. 20-21)
Al servicio de todas las vocaciones y carismas (n. 22)
• Sacerdotes al servicio del sacerdocio común (n. 23)
• Un carisma al servicio de los demás carismas (nn. 23-24)

Un ministerio saludable para la comunidad humana (n. 26)


• Impulsores de la evangelización (nn. 27-28)
• Amigos y defensores de los pobres (n. 29)
• Promotores de la paz (nn. 30-31)
• Testigos de un mundo alternativo (nn. 32-35)

Un ministerio con espíritu (n. 36)


• Seguir a Jesús (n. 37)
• La caridad pastoral (nn. 38-39)

La llamada (n. 40)


• La vocación en la Biblia (n. 41)
• La vocación en la teología (nn. 42-44)
• La vocación al presbiterado hoy entre nosotros (nn. 45-47)

III. LA PROMOCIÓN VOCACIONAL, UNA PRIORIDAD PASTORAL


INAPLAZABLE (n. 48)

Las tareas (n. 49)


• Suscitar (nn. 50-51)
• Acoger (nn. 52-53)
• Acompañar (n. 54)
• Formar (n. 55)

Los destinatarios (n. 56)


• Los preadolescentes (12-15 años) (n. 57)
• Los adolescentes (15-18 años) (nn. 58-60)
• Los jóvenes (18-25 años) (nn. 61-63)

Los protagonistas (nn. 64-65)


• La Iglesia particular o Diócesis (nn. 66-67)
• La comunidad parroquial (n. 68)
• Los presbíteros (nn. 69-72)
• La familia creyente (n. 73)
• Educadores de niños, adolescentes y jóvenes (n. 74)
• Colegios eclesiales y profesores de Religión (n. 75)

El estilo (n. 76)


• Un estilo de comunión (n. 77)
• El estilo de planificación (n. 78)
• El estilo dialogal (n. 79)
• El estilo grupal (n. 80)

CONCLUSIÓN (nn. 81-82)


INTRODUCCIÓN

Queridos hermanos y amigos:

1. En la vida de nuestras diócesis encontramos numerosos indicadores de vigor


cristiano que nos inducen a reconocer con alegría la acción del Espíritu. Junto a
estos signos de vida, el panorama de nuestras iglesias locales revela algunas defi-
ciencias graves. Queremos dedicar esta carta pastoral a analizar ante vosotros una
debilidad especialmente preocupante: la penuria de vocaciones al presbiterado dio-
cesano.

El tema y motivo de la Carta

2. Constatamos apenados que la misma crisis azota a las vocaciones religiosas y


misioneras. No declinamos nuestra responsabilidad de promover incansablemente
tales vocaciones1. En estos momentos nos preocupa de modo especial la escasez
prolongada de vocaciones para presbíteros diocesanos. Tenemos la convicción de
que nuestras comunidades eclesiales están comenzando a debilitarse sensiblemente
por “insuficiencia vocacional”.

El motivo de esta preocupación singular no es, en modo alguno, arbitrario.


Como expondremos más adelante, el ministerio ordenado de obispos y presbíteros
es básico y vital para la comunidad cristiana. Si se vigoriza, los diversos carismas y
vocaciones se fortalecen y se coordinan. Si desfallece, se debilitan y desconectan.
Velar por las vocaciones presbiterales equivale a velar por toda la comunidad. No es
pues la desestima de la vocación laical y religiosa, sino la estima por estas vocacio-
nes la que nos induce a preocuparnos especialmente por los futuros presbíteros.

Muchos presbíteros pertenecen primordialmente a congregaciones religiosas.


Desde ellas ofrecen a las iglesias locales servicios pastorales inestimables. En este
sentido son también sacerdotes de la diócesis. Otros son estrictamente diocesanos.
“Incardinados en una iglesia particular, se consagran plenamente a su servicio”2. Es
obligado que los obispos seamos especialmente sensibles al déficit de estos presbí-
teros singularmente dedicados por vocación a nuestras iglesias locales. Nuestra car-
ta quiere abordar, ante todo, este problema capital.

Destinatarios y estructura de la Carta

3. Un obispo de Roma acuñó en el siglo V un principio que tiene en este tema


plena aplicación: “lo que afecta a todos ha de ser debatido entre todos”'. La sequía
vocacional aludida afecta a toda la familia diocesana. El texto presente quiere enta-
blar con todos un diálogo encaminado a despertar una conciencia sensible y una

1 Cfr. Christus Dominus, 15; Ad gentes, 38.


2
Christus Dominus, 28.
acción responsable. A este diálogo invitamos con mayor apremio a los jóvenes, los
sacerdotes, los religiosos, los educadores, las familias, las parroquias y las comuni-
dades orantes.

Un primer capítulo describe este fenómeno preocupante: recoge los datos,


analiza sus causas, evoca las consecuencias, apunta los signos de esperanza. El capí-
tulo siguiente establece, a la luz de la teología y de la pastoral, la necesidad, la natu-
raleza, las exigencias y requisitos de este ministerio vital para la Iglesia. El capítulo
último formula criterios prácticos para una adecuada pastoral vocacional y sugiere
a los grupos eclesiales más implicados las tareas que les corresponden.
I.− PANORAMA ACTUAL DE LAS VOCACIONES
AL PRESBITERADO DIOCESANO

Los datos

4. Una tierra hasta ahora pródiga en vocaciones se nos ha convenido en veinti-


cinco años en tierra difícil. En 1965, el número de alumnos en los seminarios mayo-
res de nuestra diócesis alcanzaba la cifra de los 775. Diez años más tarde había des-
cendido a 110. Y hoy solamente son 693.

Este invierno vocacional es común a Europa y a Norteamérica. Contrasta con


una floración exuberante en África y el Sudeste asiático y con una neta expansión
del número de seminaristas en América latina4. Lenta y parcialmente se van recu-
perando algunos países europeos como Italia y Portugal. Ciertas regiones de España
están experimentando en el último decenio un claro despertar. Nosotros, a pesar de
intentos y fatigas, no hemos despegado todavía. La curva decreciente se ha atenua-
do en los últimos años. Pero los números absolutos de seminaristas y nuevos pres-
bíteros son muy exiguos. Bástenos un indicador elocuente: en los últimos cinco
años el número total de ordenaciones al servicio de nuestras cinco diócesis se redu-
ce a 61.

Ciertamente el número total de sacerdotes diocesanos es, entre nosotros, muy


elevado. Aunque en los últimos veinticinco años ha descendido en un 30%, rebasa
todavía generosamente la cifra de 2.000. Pero esta cifra resulta engañosa. 525 sa-
cerdotes tienen más de 70 años. La edad media del clero oscila, en nuestras dióce-
sis, entre los 58 y los 63 años. El número de defunciones es, aproximadamente, cua-
tro veces mayor que el de las ordenaciones. Y las secularizaciones, aunque han des-
cendido sensiblemente, han resultado también una pérdida notable.

Una simple proyección estadística de estos datos sobre el futuro próximo nos
permite augurar que, de no producirse un fuerte cambio de tendencia, el número
total de sacerdotes diocesanos el año 2000 girará en torno a los 1.700. De entre
ellos no llegarán a 200 los que tengan una edad inferior a los 50 años. Y aquéllos
que sobrepasarán los 70 años serán aproximadamente 700. Si estas previsiones se
cumplen, el servicio presbiteral en nuestras iglesias locales quedará notablemente
mermado.

Las causas sociales

5. ¿Cómo se explica una convulsión así en unas diócesis que muestran en otros
aspectos de la vida cristiana una vitalidad innegable? La causa básica es el cambio
cultural experimentado por nuestra sociedad. Los indicadores más salientes y los
factores más relevantes de tal cambio nos son ya conocidos. Nosotros mismos los
hemos evocado en algunos escritos pastorales comunes5.

3 En 1965, las diócesis de Pamplona y Tudela tenían 279 alumnos en el Seminario mayor;

Bilbao, 223; San Sebastián, 180; Vitoria, 93. En octubre de 1991 las cifras son éstas: Pamplona-
Tudela, 33; Bilbao, 18; San Sebastián, 9; Vitoria, 9.
4 Cfr. Situazione attuale delle vocazioni. Informe al Sínodo de los Obispos, elaborado por

la Congregación para la Educación Católica, octubre 1990.


5 Cfr. Iglesia, comunidad evangelizadora (1983) nn. 4-17; Conflictos humanos y reconci-
liación cristiana (1984) nn. 3-22.
Queremos recoger expresamente algunos rasgos de este profundo cambio cul-
tural que incide con mayor intensidad en la disminución de las vocaciones.

• Factores socioculturales

− Las profundas transformaciones económicas han generado una sociedad


mucho más compleja y diferenciada que la de nuestros mayores. Las posibilidades
de abrirse camino en la vida y de realizar los propios ideales y aspiraciones se han
diversificado notablemente. Los niveles de escolaridad alcanzados ofrecen a los jó-
venes muchas oportunidades profesionales que, aunque reducidas por la crisis eco-
nómica, siguen siendo sensiblemente más abundantes y variadas que en el pasado.
El camino del sacerdocio ha dejado de ser una salida obvia, casi obligada en algunos
casos.

− El cambio cultural ha traído asimismo un cambio de valores. El pragma-


tismo parece afirmarse con fuerza frente al idealismo. Esta sensibilidad afecta in-
cluso a las jóvenes generaciones, siempre más abiertas a la utopía que los adultos.
Por otro lado, el “valor religioso”, casi universalmente reconocido todavía en tiem-
pos recientes, es hoy desestimado por una porción no desdeñable de la sociedad y
escasamente apreciado por otra porción aún más amplia. El clima cultural predo-
minante no facilita, pues, la entrega total a una vocación que, por esencia, es reli-
giosa y “utópica”.

− La conmoción política, vivida con especial intensidad en nuestra tierra a lo


largo de los dos últimos decenios, ha repercutido negativamente sobre las vocacio-
nes al ministerio. Provocó primero una intensa y apasionada politización. Muchos
jóvenes creyentes transfirieron sobre los ideales políticos una parte importante de
la devoción absoluta postulada por la fe cristiana. Hoy la temperatura política de la
mayoría de la juventud ha descendido sensiblemente hasta llegar, en muchos casos,
a una preocupante apatía. Subsisten, sin embargo, en una porción apreciable de los
jóvenes, unas opciones políticas extremas acompañadas, en algunos, de una posi-
ción negativa ante la fe cristiana y ante la Iglesia. Para los jóvenes situados en esa
órbita de influencia resulta muy difícil mantener la profesión cristiana y práctica-
mente imposible albergar una vocación sacerdotal.

• La actual condición juvenil

6. El cambio cultural aludido modela con especial profundidad la mentalidad y


sensibilidad de las jóvenes generaciones y crea un estilo juvenil muy ajeno a las in-
quietudes vocacionales. Digámoslo claramente: ser presbítero no entra hoy como
una posibilidad real dentro de las perspectivas vitales de la inmensa mayoría de
nuestros niños, adolescentes y jóvenes. No constituye ni siquiera una alternativa
que se considere atentamente, aunque sea para descartarla. Es una propuesta que
ni siquiera se plantea.

Muchos elementos configuran esta actitud vital negativa:

− La imagen social del presbítero se ha devaluado sensiblemente. El entorno


le reconoce una utilidad social cada vez menor. La función social del “cura” no está
cotizada como valiosa. A los ojos de los jóvenes ser presbítero equivale a “apostar
por un caballo cojo” en la carrera de la vida.
− La sexualidad es hoy simultáneamente exaltada y trivializada. En este con-
texto social el celibato se ha convertido, sobre todo para los jóvenes, en un estado
de vida “culturalmente extraño”. Renunciar a la vida erótica resulta innecesario,
irracional y, en ocasiones, sospechoso. En el mejor de los casos es algo que desbor-
da la capacidad propia. La vida sexual es “el río que nos lleva”. Es preciso dejarse
llevar. En consecuencia, un proyecto de vida que comporta el celibato resulta para
los jóvenes de hoy poco plausible.

− En una atmósfera cargada de estímulos hedonistas, las generaciones juveni-


les se caracterizan, generalmente, por llevar en su sangre más afecto que pasión,
más inclinaciones que opciones, más opiniones que convicciones, más intereses que
ideales. El amor encendido a causas que conquistan el corazón y remueven toda la
vida les resulta más difícil a estas generaciones. Naturalmente la vocación al presbi-
terado se resiente de tal dificultad.

− En un ambiente en el que las personas, las cosas, las relaciones, los proyec-
tos, las ideas, “la vida”, cambian tanto, el joven experimenta no ya dificultad sino
alergia para tomar decisiones que, como el presbiterado, comprometen toda la per-
sona para toda la vida.

− El mismo estilo de la fe juvenil tiende a ser con frecuencia “blando”. La fe de


nuestros adolescentes y jóvenes es, en muchas ocasiones, una especie de adhesión
“light”. La vida para ellos es mucho más una realización de deseos y aspiraciones
que brotan del sujeto, que una llamada interpeladora de Jesucristo que nos invita a
compartir su proyecto y que “trastorna” nuestros planes. Los aspectos exigentes se
soslayan. El apremio de la llamada no existe. Ha perdido gran parte de su carga
ética. Incluso cuando es percibida como llamada se reduce a simple y leve invita-
ción.

− En una sociedad en la que lo joven constituye casi un mundo aparte, la Igle-


sia es percibida por ellos como algo perteneciente a “nuestros padres y abuelos”'.
No es una nave espacial que conduce al futuro, sino un furgón en vía muerta que, a
lo sumo, sirve para trayectos de corto recorrido. Tal vez hoy este anacronismo de la
Iglesia con “su” tiempo los desengancha más que la misma mediocridad moral que
les parece percibir en la comunidad cristiana. Hoy la iglesia no despierta entre los
jóvenes tanta agresividad como “enemigo del pueblo” o como “amiga de los podero-
sos”. Simplemente tienden a “pasar de ella” porque “es un tinglado que no va con la
marcha juvenil”. Ahora bien: la figura del presbítero se les ofrece como implicada y
atrapada en este tinglado. Difícilmente puede, por tanto, suscitar en ellos un movi-
miento de adhesión a su estilo de vivir y a su tarea eclesial.

• La transformación de la familia

7. La talla numérica de la familia se ha modificado muy sensiblemente. Nuestra


tasa de natalidad es hoy la más baja del Estado español y una de las más bajas de
Europa. Evidentemente, un descenso tan drástico reduce en gran medida el número
de destinatarios potenciales de una llamada vocacional.

Esta transformación afecta, además, a los criterios y actitudes familiares. Mu-


chos padres, incluso creyentes, han asimilado un criterio socialmente muy extendi-
do: la realización de la persona se mide por su éxito social y económico. Asegurar
este éxito a su escasa descendencia produce a los padres, en una sociedad cruda-
mente competitiva, no sólo preocupación, sino ansiedad. Es evidente que la voca-
ción sacerdotal no responde a las expectativas de éxito postuladas por la sociedad y
acariciadas por la familia.

8. Por otro lado, al empobrecerse el clima creyente dentro del hogar, la calidad y
la intensidad de la educación religiosa familiar se ha resentido palpablemente. En
bastantes casos se ha apagado casi totalmente. Una fe debilitada induce a muchos
padres a subestimar la vocación presbiteral como destino posible de alguno de sus
hijos.

Es cierto que existen familias en las que se aprecia y valora la vocación sacer-
dotal. Pero no es el caso más corriente. Algunos padres se resisten a la hipótesis de
una vocación semejante en la familia, porque piensan que la vida matrimonial ga-
rantiza mejor que la existencia célibe la felicidad futura de sus hijos. Bastantes re-
chazan la simple propuesta vocacional dirigida a los suyos, como si se tratara de
una forma de presión o de imposición. Otros no llegan a oponerse, pero tampoco se
sienten dispuestos a animarlos en esa dirección. No faltan quienes, dispuestos a
admitir la vocación de sus hijos, reclaman unos signos vocacionales evidentes que a
ciertas edades es prematuro exigir.

Las causas eclesiales

9. En la iglesia del siglo XX hemos asistido a un saludable redescubrimiento de


la dignidad y nobleza de la vocación cristiana seglar. En virtud de tal descubrimien-
to, recogido y alimentado por el Concilio Vaticano II, muchos seglares quieren en-
contrar hoy históricamente el espacio y la tarea que teológicamente les correspon-
den. Tal esfuerzo ha llevado consigo un momentáneo oscurecimiento de los perfiles
de la vocación presbiteral y un descenso de la estima que dicha vocación se merece.

Pero tras haber evocado este factor fundamentalmente saludable que ha teni-
do un “efecto secundario” desfavorable para la vocación al presbiterado, “hemos de
tener el valor de reconocer que la crisis vocacional que padecemos persistentemente
en la Iglesia..., además de ser fruto de muchas causas reales de tipo demográfico,
económico, social, cultural, institucional... nos invita a revisar si no responde tam-
bién a deficiencias graves, omisiones y desequilibrios en nuestra vida y en nuestra
pastoral”6. El invierno vocacional se debe también a factores eclesiales negativos
que es preciso desvelar con humildad y lucidez.

• La crisis de la comunidad cristiana

10. Antes de describir las causas parciales y concretas de origen eclesial, resulta
obligado aludir a una causa más general y fundamental: la crisis de la comunidad
cristiana.

La Iglesia está viviendo en el primer mundo una sacudida de magnitud excep-


cional. Un mundo cada vez más poderoso está generando una “cultura” que es para
el hombre bienhechora y al mismo tiempo amenazante. Esta cultura que está modi-
ficando la mente y el corazón, el trabajo y el ocio, las pautas del comportamiento
moral y la sensibilidad religiosa, ofrece posibilidades nuevas a la fe y le plantea el
desafío de encarnarse en la nueva cultura. Pero crea también condiciones en las que

6 SEBASTIÁN, F., Pastoral vocacional en la iglesia particular, en Todos Uno, n. 103, p. 77.
la fe se vuelve difícil, el comportamiento cristiano queda perplejo y la comunidad
cristiana se siente desorientada.

Todo ha quedado afectado en la Iglesia como efecto de este impacto: la teolo-


gía, la oración, el compromiso con el mundo, la acción pastoral. Las viejas estructu-
ras y actividades pastorales han quedado desbordadas y desfasadas. Lentamente va
emergiendo, entre impulsos y frenazos, guiada por el Espíritu, una Iglesia renova-
da. Pero es una Iglesia débil en el corazón de un mundo poderoso. Las tentaciones
propias de la debilidad, es decir, el miedo y la mediocridad, se tornan muy reales.
Estas grandes tentaciones de la Iglesia consisten hoy en no ser radical en su ad-
hesión a Dios y en su apuesta por los pobres y en confiar más en las garantías del
mundo que en las promesas de Dios.

Una Iglesia débil es una matriz poco apta para engendrar vocaciones evangéli-
camente radicales. El caldo de cultivo connatural de una auténtica floración voca-
cional es una comunidad vigorosa por su adhesión a Dios, su cohesión interna, su
testimonio valeroso y su servicio abnegado a la sociedad.

La crisis vocacional tiene su origen en la penuria de auténticas comunidades


de fe, de celebración y de compromiso. La esclerosis de las parroquias, el peso exce-
sivo de su funcionamiento burocrático y la débil conciencia diocesana recortan de
raíz el florecimiento de vocaciones al ministerio.

• Oscuridades en las ideas

11. − En un pasado todavía no lejano la familia, el ambiente y la influencia eclesial


condicionaban fuertemente la vocación de niños y adolescentes. Hoy, por un movi-
miento pendular explicable pero excesivo, muchos padres y educadores han llegado
a la convicción de que a nadie puede hacérsele honestamente una propuesta voca-
cional antes de la edad propiamente juvenil.

− La pastoral vocacional de antaño hacía de los seminaristas “clérigos prema-


turos”. No favorecía en el seminarista un contraste previo y suficiente entre las múl-
tiples posibilidades de la vocación cristiana. Hoy incurrimos con frecuencia en un
error inverso. Con dudoso rigor teológico, damos por supuesto que los niños y ado-
lescentes son “laicos en gestación”. En consecuencia, la formación cristiana que les
ofrecemos, los testimonios que les brindamos y las orientaciones prácticas que les
sugerimos están orientadas exclusivamente a una vida laical.

− Aunque los tiempos de sequía vocacional son propicios a admisiones preci-


pitadas de candidatos al Seminario, el peligro inverso no es imaginario: trazar un
tipo definido de candidato y exigirle un recorrido determinado previo para su ingre-
so. Una buena parte de los candidatos reales no se ajustan a ningún diseño. Dios es
imprevisible. Las variables psicológicas, históricas y sociológicas que confluyen en
cada vocación concreta desbordan cualesquiera previsiones excesivamente precisas
y exigentes. Las vocaciones reales son como son, no como quisiéramos que fueran.
Están donde están, no donde preveíamos encontrarlas. Los esquemas rígidos pue-
den dificultar este encuentro.

− Bastantes sacerdotes y laicos estiman, en fin, que la drástica reducción de


vocaciones presbiterales es más bien una gracia que una desgracia. Resultaría nece-
saria para que los presbíteros declinaran muchas tareas y responsabilidades eclesia-
les que no les son específicamente propias y las transfirieran a los seglares. La
alarma por el descenso de vocaciones al presbiterado sería injustificada o, al menos,
desmesurada. No pasaría nada grave en la Iglesia por el hecho de que el ministerio
presbiteral quedara reducido a unas dimensiones muy modestas o incluso fuera
suplido por laicos liberados.

• Tibieza en la propuesta vocacional

12. La propuesta vocacional es todavía entre nosotros una práctica pobre. No son
muy numerosos los presbíteros, educadores, padres y comunidades que la realizan
de manera decidida. Resulta, con frecuencia, intermitente, pusilánime, tardía, poco
interpeladora. Parece encubrir en ocasiones una insuficiente valoración del sacer-
docio o una deficiente confianza en la fuerza de la gracia y en la capacidad de res-
puesta de los jóvenes. El temor a parecer proselitistas o a crear una tensión en la
relación con los jóvenes puede cohibirnos en exceso. Estos complejos se revisten a
veces de razones válidas como el respeto a la intimidad y a la libertad de los jóve-
nes. Se omite de este modo esa llamada humana que da cuerpo a la llamada del Se-
ñor y despierta dinamismos dormidos en el corazón del creyente.

• Las secularizaciones

13. Al final de la década de los 60 se inició en nuestras diócesis un proceso de se-


cularizaciones de sacerdotes que ha alcanzado el número de 473. El fenómeno ha
disminuido grandemente. Hemos de reconocer, con todo, que dichas secularizacio-
nes crearon desazón y desconcierto en la comunidad cristiana y contribuyeron sen-
siblemente a la devaluación de la imagen social y eclesial del presbítero. Por ello se
ha rebajado la seriedad del compromiso para toda la vida que entraña la ordena-
ción. Se ha dificultado también así el nacimiento de vocaciones sacerdotales.

Las consecuencias

14. Un fenómeno que afecta a un órgano tan vital de la comunidad cristiana tiene
que comportar consecuencias negativas. Algunas son ya percibidas con claridad.
Otras son solamente entrevistas todavía y se harán sentir más dolorosamente en mi
futuro próximo.

• Consecuencias actuales

− Las perspectivas vocacionales escasas desmoralizan a los sacerdotes. Indu-


cen en ellos el temor de un futuro eclesial apagado y la tristeza de no haber podido
alumbrar generaciones de relevo que recojan y relancen el trabajo pastoral por ellos
realizado.

− La penuria vocacional produce asimismo desaliento en la comunidad cris-


tiana, que ve crecer cada día el número de comunidades parroquiales sin sacerdote
propio y de grupos apostólicos sin servicio presbiteral y asiste al desdibujamiento
de la presencia del presbítero en la comunidad. Una reducción tan fuerte del núme-
ro de presbíteros debilita notablemente a la comunidad eclesial.

− El déficit ya muy sensible de sacerdotes jóvenes, fruto inmediato de la crisis


vocacional, acentúa el desfase entre la edad media de la comunidad y la del clero.
Este desfase repercute negativamente en la sintonía mutua requerida para la evan-
gelización y el diálogo pastoral. Tal dificultad de contacto es especialmente percep-
tible en la pastoral juvenil.

− Nuestras iglesias locales necesitan preparar, mediante estudios superiores, a


presbíteros que asuman en un futuro próximo responsabilidades vitales para la
marcha diocesana. El número exiguo de seminaristas reduce notablemente las po-
sibilidades de una buena selección y de una ambiciosa preparación.

− El descenso acelerado de vocaciones ha reducido ya muy sensiblemente


nuestra posibilidad de aportar presbíteros a diócesis necesitadas y de mantener los
compromisos misioneros contraídos.

• Consecuencias futuras

15. Es siempre arriesgado predecir el futuro. A pesar de todo, podemos formular


algunas estimaciones fundadas.

− En primer lugar, muchas de nuestras comunidades futuras, tan mermadas


en sus efectivos presbiterales, se verán privadas de la celebración frecuente de la
Eucaristía y del Sacramento del perdón.

− El presbítero dejará de ser paulatinamente esa figura familiar y cercana a las


personas, las familias y los pueblos. Su paternidad espiritual se hará probablemente
menos perceptible.

− La experiencia eclesial nos ha transmitido la certeza de que en el origen de


las iniciativas eclesiales más portadoras de vida hay casi siempre una figura sacer-
dotal. El carisma del presbítero es generador de nuevas realidades evangelizadoras.
La penuria de sacerdotes se hará sentir en el debilitamiento de los focos de vida de
nuestras iglesias.

En suma, la consecuencia fundamental de la penuria de presbíteros es el debi-


litamiento de la Iglesia: se enfría su ardor por Dios, se resquebrajan sus vínculos
comunitarios, se relaja su vigor servicial y evangelizador.

Signos de esperanza

16. El oscuro panorama diseñado podría engendrar desesperanza si no se apunta-


ran, como fuegos en la noche, algunos signos y perspectivas más estimuladores.

− En general, existe una sintonía entre las más nobles aspiraciones atribuidas
desde siempre a la juventud y la vocación presbiteral. Ambas tienen en común la
gratuidad frente al espíritu de contrato; la solidaridad frente al narcisismo; la espe-
ranza frente a la resignación apática; la abnegación frente al consumismo; la bús-
queda del sentido y de la trascendencia frente a la fijación en el momento presente.
Por muy adormecida que pueda parecer una juventud, es difícil destruir en ella ese
sedimento activo que constituye el mayor tesoro de cada generación juvenil. Esta
sintonía de fondo permite que, en determinadas circunstancias, pueda, resonar “in-
esperadamente” en su interior una llamada sobrecogedora que les invite a dar una
respuesta generosa.
− En realidad, toda generación juvenil suele contar siempre con un “resto so-
ciológico”. Se trata de una minoría significativa que, perteneciendo inequívocamen-
te a su generación, no participa de sus aspectos más débiles y oscuros. Esta minoría
existe. Todos conocemos jóvenes que, por su limpieza, la fibra de su carácter y el
perfil neto de su fe son tierra propicia para una propuesta vocacional valiente y re-
alista.

− Al tiempo que un gran número de jóvenes va pasando casi insensiblemente


de una fe superficial a la indiferencia religiosa, parece mantenerse −e incluso conso-
lidarse− una notable minoría juvenil decidida y definidamente creyente. Estudios
sociológicos solventes caracterizan este grupo con unos rasgos diferenciales muy
positivos que muestran la influencia saludable de la fe cristiana en el conjunto de la
vida7. Este estrato generacional está en disposición de comprender y secundar un
llamamiento motivado e interpelador. Es capaz de entender que, mediante el sí a la
votación presbiteral, “puede darse a Cristo el testimonio máximo de amor”8.

− Diversos sondeos, realizados sobre todo entre adolescentes, revelan que un


número reducido, pero no desdeñable, muestra un interés vital por la vocación
presbiteral y una disposición inicial a un discernimiento esclarecedor. El carácter
fragmentario de estos sondeos nos hace sospechar con fundamento que en alguna
fase de su vida un número apreciable de adolescentes y jóvenes se preguntan en
solitario, sin testigos, por timidez o por falta de interlocutores, acerca de su posible
vocación al ministerio.

− Una porción viva de la comunidad cristiana experimenta de manera crecien-


te y sufriente la falta de vocaciones presbiterales. Va descubriendo las perspectivas
preocupantes que de ahí se derivan. Va comprendiendo que no puede responsable-
mente seguir pidiendo presbíteros al obispo si no se empeña activamente en la
promoción de las vocaciones.

− Un grupo creciente de sacerdotes va redescubriendo la gravedad y hondura


del problema vocacional, reajusta sus ideas, se desprende de viejos prejuicios y se
presta a una colaboración activa en un proyecto compartido.

A través de todos estos signos trabaja silenciosamente el amor del Padre que
sigue llamando. Actúa la gracia de Jesucristo que necesita prolongarse en los pres-
bíteros como Pastor. Y se hace presente el Espíritu Santo que quiere conducir a la
Iglesia a una comunión que sea vida para el mundo. A nosotros nos toca descubrir,
adorar y secundar la acción de Dios.

7 Cfr. TOHARIA, J.J., Cambios recientes en la sociedad española, Madrid, IEE 1989, p. 29.
8
Presbyterorum ordinis, 11.
II.− EL MINISTERIO DEL SACERDOTE DIOCESANO

17. La mirada a la realidad nos ha desvelado un panorama preocupante que nos


urge a trabajar. Para que este trabajo esté debidamente motivado y rectamente
orientado es preciso formular algunas convicciones y reflexiones fundamentales
nacidas de la Sagrada Escritura, la teología y la experiencia eclesial.

Tales reflexiones, necesariamente fragmentarias, establecen, en primer lugar


la necesidad vital de los sacerdotes para la vida de la comunidad. Esclarecen, se-
guidamente, la relación entre la vocación sacerdotal y todas las demás vocaciones
cristianas. Queda así asentada la naturaleza servicial y complementaria del
carisma presbiteral con respecto a los demás carismas. En un tercer paso, recogen
la aportación saludable que el sacerdote brinda a la sociedad a través de su vida y su
ministerio. Se detienen, después, en la espiritualidad requerida por esta vocación
tan exigente. Evocan, por fin, la naturaleza de la llamada de Dios requerida para
ejercerlo.

Nuestra presentación intenta evitar una valoración exclusiva o exagerada del


presbítero. El sacerdote no lo es todo en la Iglesia. No es lo único importante, ni
siquiera lo más importante. Lo más importante es ser cristiano, ser bautizado. El
bautismo establece entre todos los miembros de la comunidad cristiana una igual-
dad sustancial y una fraternidad fundamental. El presbítero no es, pues, un super-
cristiano. Comparte con todos los bautizados la dignidad increíble de ser cristiano y
la debilidad endémica de ser pecador. Lo sustantivo es ser cristiano; lo adjetivo es
ser sacerdote. El sacramento del orden, lejos de alterar esta igualdad básica, consti-
tuye al presbítero en servidor de la comunidad cristiana.

Un servicio eclesial necesario

18. Este servicio humilde es vital para la Iglesia. Es un servicio básico del que de-
pende la global salud espiritual de la comunidad cristiana. Es importante compren-
der esta necesidad del presbítero. Sólo así evitaremos el riesgo de sobreestimarlo o
subestimarlo.

• Para generar y regenerar la comunidad cristiana,


por la Palabra y la Eucaristía

Jesucristo no es el Fundador difunto de la Iglesia, sino su Pastor viviente. La


Iglesia no es como una casa acabada que ya no depende de su arquitecto, sino como
un río que, para seguir existiendo, está vinculado a la fuente que lo origina conti-
nuamente. El Señor genera y regenera incesantemente a la Iglesia por su Palabra,
su Eucaristía y su Servicio de Guía de la comunidad. Éstos son los servicios bási-
cos que la Iglesia necesita para dedicarse a su vocación: alabar a Dios, vivir la fra-
ternidad, ofrecer al mundo el testimonio de su fe y el servicio de su caridad. Una
Iglesia así nutrida está preparada para que el Espíritu suscite en su seno carismas
diversos que refuercen su vigor y ofrezcan valiosos servicios a la sociedad.

Al brindar estos servicios básicos a la comunidad, Jesucristo, el Verbo Enca-


mado, respeta la ley de la encarnación. Su servicio a la comunidad se encarna en el
servicio de un grupo de hermanos especialmente llamados, consagrados y enviados
para hacer presente, patente y operante en esta comunidad la actividad servicial del
Señor. Los presbíteros son signo visible del Señor al pronunciar, en mil formas dife-
rentes, la Palabra que despierta la fe. Le prestan su persona para que Él se haga
activamente presente en los gestos sacramentales. En efecto, según la conocida fra-
se de San Agustín, en los sacramentos es Cristo quien bautiza, quien reconcilia,
quien preside la mesa eucarística. En ella “se significa, con propiedad, y se realiza
maravillosamente el Pueblo de Dios”9. Los presbíteros trasparentan a Cristo como
Señor y Servidor de su Iglesia, cuando en su nombre presiden a la comunidad im-
pulsándola a la alabanza, a la unidad y al compromiso. En este sentido, los sacerdo-
tes son sacramento de Cristo Pastor.

19. Notemos que los sacerdotes no tenemos ninguna exclusiva de ser signo de
Cristo. La Iglesia entera es el gran signo del Señor. Ella, en su variedad, está llama-
da a reflejar la variedad de rasgos del rostro de Cristo. Cada creyente reproduce a
Cristo subrayando alguno de sus rasgos: la oración, la consagración a los margina-
dos, la paciencia en el sufrimiento, la pobreza. Los sacerdotes reproducen los rasgos
de Cristo Pastor.

Ciertamente los sacerdotes necesitamos, tanto como los demás, “ser pastorea-
dos” por el Señor. Somos discípulos antes que educadores de la fe, necesitados de
misericordia antes que señales del perdón de Dios, miembros de la grey antes que
pastores. Llevamos el tesoro del ministerio en vasos de arcilla10. Los sacerdotes son
“hombres con su código genético, con tu constitución concreta... pobres, débiles,
cansados... Cuando el obispo les impone las manos, les asegura la gracia para un
ejercicio digno y válido del ministerio; no los transforma en ángeles. La gracia reci-
bida se realiza en la flaqueza, en la capacidad de equivocarse, en la impotencia”
(Rahner).

Pero no por esta debilidad sigue siendo la gracia de su ministerio menos nece-
saria para la Iglesia. Una comunidad cristiana que no es constantemente regada por
la Palabra, los sacramentos y el gobierno pastoral, languidece, se desnaturaliza y se
desintegra. Cristo se convierte para ella en un personaje del pasado; el Evangelio,
en letra muerta. La oración se desvaloriza y se apaga; la predicación se torna propa-
ganda; el compromiso cristiano se adultera. En resumen: la penuria de presbíteros
trae consigo el debilitamiento de la Iglesia.

• Para garantizar la identidad cristiana de las comunidades

20. La necesidad de los sacerdotes resulta todavía más patente cuando analiza-
mos cómo y por qué nació el ministerio ordenado en la Iglesia de los apóstoles, re-
flejada en el NT.

En vida de los Apóstoles, eran ellos quienes impulsaban y regulaban el movi-


miento misionero de la iglesia naciente y garantizaban la autenticidad cristiana de
las comunidades que se iban formando. Ellos, que habían convivido con el Resuci-
tado, tenían y ejercían la capacidad de discernir si la fe y la vida de las comunidades
era realmente la propia de la comunidad que Jesús quiso. Urgidos por la misión
evangelizadora, cada vez más exigente, asociaban a su ministerio a colaboradores
cualificados11.

9 Lumen gentium, 11.


10 2 Co 4,7.
11 Cfr. Hch 14,23; 20,28.
A medida que los apóstoles van muriendo y la iglesia se va extendiendo y des-
arrollando, se hace más necesaria la doble función de impulsar la misión y de dis-
cernir. La misión de fundar nuevas iglesias y de consolidar las ya fundadas reclama
más brazos apostólicos. Aparecen, por otro lado, desviaciones importantes en la fe y
en la conducta. La identidad cristiana corre peligro. Surgen bajo la acción del Espí-
ritu, por voluntad de los apóstoles, ministros ordenados para potenciar el dinamis-
mo misionero y garantizar, mediante el discernimiento continuo, que la Iglesia que
va gestándose es idéntica a la iglesia plantada por los apóstoles siguiendo el desig-
nio del Señor.

21. Los obispos y presbíteros de hoy hemos heredado esta misma misión: garan-
tizar y procurar la autenticidad cristiana de nuestras comunidades.
Nuestra misión consiste no sólo en vigorizar a las comunidades, sino en velar por
que ellas, en continuo y servicial intercambio con la sociedad, mantengan un estilo
cristiano auténtico, sin sucumbir a las influencias exteriores y tentaciones interiores
que puedan desvirtuar su fidelidad fundamental. En un tiempo tan preocupado por
la “marca” de los productos, tan propenso a las imitaciones y tan exigente en recla-
mar la garantía, el ministerio apostólico compartido por obispos y presbíteros sería
como la garantía que asegura que esta comunidad concreta es sustancialmente
idéntica a las comunidades creadas por los Apóstoles y queridas por el Señor.

Evidentemente, toda la Iglesia es apostólica, no sólo los ministros ordenados.


Es la Iglesia quien recibe continuamente del Espíritu Santo el don de mantener su
identidad en todos los lugares de la tierra y en todos los siglos de la historia. Pero el
organismo eclesial tiene un órgano especializado para ejercer, en sintonía habitual
con toda la iglesia, esta misión: el grupo de obispos y presbíteros.

Salta a la vista la perenne actualidad de este ministerio. El riesgo de perder


identidad por disolución o por acorazamiento es perpetuo. La “dispersión en Gali-
lea” y el “confinamiento en el Cenáculo” fueron ya tentaciones reales en el primer
núcleo de la comunidad del Señor. Pero en la Europa del siglo XX este riesgo es
bien patente. La sociedad actual es tan vigorosa y consistente que, lejos de ser sedu-
cida por el Evangelio, tiende a erigirse para la iglesia en ídolo seductor. Una co-
rriente proveniente de la sociedad va tallando por dentro a los creyentes y mode-
lando la misma Iglesia. El Espíritu actúa también en el mundo12. Pero también “la
carne”. Es preciso saber discernir lo que es propio e impropio de la comunidad de
Jesús. El carisma del discernimiento, intensivamente presente en los sacerdotes, es
hoy un don impagable.

Al servicio de todas las vocaciones y carismas

22. El ministerio presbiteral es necesario, pero no es un oficio acaparador, sino un


servicio a todas las vocaciones y carismas de la Iglesia. Lejos de apagar otras voca-
ciones en la Iglesia, las despierta y las conforta.

• Sacerdotes al servicio del sacerdocio común

El autor de la carta a los Hebreos nos ha legado una concepción muy rica del
sacerdocio de Cristo. El Señor no perteneció por nacimiento a ninguna de las fami-
lias sacerdotales existentes en Israel para realizar en el templo actos cultuales en

12 Cfr. Gaudium et spes, 11.


nombre del pueblo. Su sacerdocio no fue cultual, sino existencial. En otras palabras:
la ofrenda que Él hizo no fue la ofrenda litúrgica sino la ofrenda de su existencia:
una vida en obediencia filial al Padre y en servicio fraternal a sus hermanos13. La
Eucaristía cristiana no es sino la actualización, en el culto, de esta ofrenda existen-
cial realizada por Jesús a lo largo de toda su vida, culminada por Él en la Pascua y
prolongada en la vida eterna.

Esta manera existencial de ser sacerdote ha sido transmitida por el Señor a


toda la comunidad14 y a cada uno de los bautizados15. Nuestra existencia, vivida en
el amor a Dios y a los hermanos, es la ofrenda que hacemos unidos a Cristo, Hostia
infinitamente agradable al Padre16. Al entregarla así, estamos ejerciendo nuestro
sacerdocio común. La fidelidad sostenida a este doble y único amor es la sustancia
misma de ese sacerdocio.

23. El sacerdocio común de todos los fieles, nacido del sacramento del Bautismo y
expresado en toda su plenitud en la Eucaristía, es el fundamental y el principal. El
sacerdocio especial de presbíteros y obispos está a su servicio17. Tiene como objetivo
estimular y avivar en todos los cristianos su sacerdocio común. Se propone ofrecer-
les la luz, la compañía y el testimonio que necesitan y reclaman para hacer de su
vida una ofrenda a Dios y una entrega a los demás, incorporada a la ofrenda de
Cristo en la Eucaristía.

La ofrenda a Dios y la entrega a los demás, sustancia del sacerdocio común,


reviste formas diferentes en las mil vocaciones diversas de los cristianos. Los pres-
bíteros estamos llamados a servir a esas diferentes vocaciones y situaciones. Las
personas de especial consagración, los matrimonios, los jóvenes trabajadores o es-
tudiantes, los profesionales, los parados, los enfermos y ancianos podrán esperar
del presbítero una ayuda valiosa para vivir sacerdotalmente su vocación personal y
su situación concreta.

• Un carisma al servicio de los demás carismas

24. Al igual que la vida religiosa, el celibato, el martirio, el compromiso transfor-


mador de la sociedad, la consagración a los marginados, el presbiterado es también
un carisma. Y como tal carisma, es un regalo del Espíritu a algunos para utilidad de
la comunidad.

En concreto, el carisma presbiteral es una presencia activa y permanente del


Espíritu, recibida en la ordenación, que capacita al presbítero y lo reclama para
hacerse cargo de la comunidad cristiana formándola en la fe, presidiendo las cele-
braciones y guiando la vida de la comunidad. La Escritura compara este carisma a
unas brasas encendidas, prestas a ser avivadas por el soplo de la colaboración
humana18. El presbítero es, en consecuencia, un líder a la vez oficial y carismático
de la comunidad.

13 Cfr. Hb 5,1-10.
14 Cfr. Ap 5,9-10.
15 Cfr. 1 Pe 2,4-5.
16 Cfr. Rm 12,1-2; 1 Pe 5,1-4.
17 Cfr. Lumen gentium, 10 p.2.
18 Cfr. 2 Tm 1,6-8.
25. Pero el presbiterado no es simplemente un carisma junto a otros. Es un ca-
risma especial al servicio de los otros. Si todos los carismas convierten al agraciado
en servidor, el carisma presbiteral lo convierte en servidor de servidores. El servicio
concreto que el presbítero debe a otros carismas puede condensarse en tres direc-
ciones: descubrirlos, discernirlos y armonizarlos.

Descubrir los carismas consiste en detectar en los creyentes potencialidades


de servicio dormidas y congeladas. La misión del presbítero no consiste en acumu-
lar carismas sino en despertarlos.

A él corresponde ser “ministro de la inquietud”, suscitar en los demás la fiebre


del servicio y sostenerlos en él cuando el cansancio o el desaliento les tientan a
abandonarlo.

Discernir los carismas no es ni someterlos a férreo control ni dejarlos desen-


volverse con permisividad. Es decantarlos de las adherencias que inevitablemente
contraen cuando se encarnan en temperamentos, en grupos, en instituciones. El
rigor, el orgullo espiritual, el talante sectario, el profetismo desencarnado no son
tentaciones imaginarias. No se trata de mutilar la vida, sino de podarla para que
haya más vida19. Los carismas tienen derecho a requerir del presbítero la libertad y
la prudencia postuladas para esta misión.

Armonizar entraña conjugar los carismas, a la manera como un director de


coro articula y empasta voces diferentes. De este modo los dones de cada uno con-
tribuyen a que la Iglesia testifique su unidad y multiplique su fecundidad.

Ningún carisma debe, en consecuencia, temer de un ejercicio adecuado del


presbiterado merma ni mutilación alguna. Al contrario, puede esperar cultivo, con-
sejo, legitimidad eclesial. Cuanto más carismática sea la comunidad cristiana, con
mayor apremio necesitará de este “carisma regulador de los carismas”. Cuanto más
vigoroso sea y más en su puesto esté el ministerio de los presbíteros, más saludable
resultará para los diferentes carismas.

Un ministerio saludable para la comunidad humana

26. Las reflexiones precedentes atestiguan que el presbítero es “un hombre para
la comunidad cristiana”. Pero la Iglesia no es una comunidad cerrada y centrada en
sí misma. La orientación al mundo le es esencial. Ella ha sido convocada para ser
enviada. Y ha sido enviada para evangelizar. Éste es el gran servicio que la Iglesia
debe a la humanidad.

El presbítero participa de este mismo dinamismo. La vida y ministerio de los


sacerdotes constituye una aportación valiosa a la comunidad humana. Las líneas
siguientes intentan desgranar algunos aspectos de esta aportación.

• Impulsores de la evangelización

27. Una mirada al trabajo de la mayoría de nuestros sacerdotes podría sugerirnos


la impresión de que su tarea prioritaria es intraeclesial, es decir, consistente en con-
servar y consolidar las comunidades ya existentes. Los sacerdotes diocesanos no

19 Cfr. Jn 17,2.
ejercerían una labor misionera ni en lejanos pueblos de misión ni en esta misión
más cercana que es nuestra sociedad secularizada.

Hemos de reconocer que el déficit de aliento evangelizador es uno de los sig-


nos mayores de la debilidad de nuestra Iglesia. Debemos confesar asimismo que
este déficit no es privativo de las comunidades sino que puede observarse también
en sus pastores. Pero generar en el corazón de esta sociedad secularizada y en con-
tinentes todavía no cristianizados nuevas comunidades que anuncien y testifiquen a
Jesús y se comprometan en la transformación de la realidad son empeños que co-
rresponden a nuestros presbíteros y resultan plenamente coherentes con el carisma
de su ministerio. Acompañar servicialmente a personas y grupos que viven en la
intemperie del mundo empeñados en humanizar la enseñanza, la sanidad, la pren-
sa, la empresa, pertenece asimismo a la vocación presbiteral.

28. Es cierto que la mayoría de los sacerdotes diocesanos se consagran priorita-


riamente a la animación espiritual de comunidades parroquiales ya constituidas. Su
carisma, entroncado en el carisma de los Apóstoles, les exige activar el dinamismo
misionero de sus comunidades y reforzar en ellas el vigor evangelizador. Su condi-
ción de vigía despierto de la comunidad está llamado a hacer al sacerdote sensible
para delatar a tiempo y atajar con energía la tentación comunitaria de replegarse en
sí misma y de olvidarse del entorno social en el que está inscrita.

Esta tentación se refuerza en tiempos especialmente difíciles para la evangeli-


zación. Así son los nuestros. En tales circunstancias, el presbítero ha de recordar
con gestos y palabras a la comunidad que ella está enviada “al mundo”, a sumergir-
se en él para entablar un intercambio evangelizador. Lejos de ser “el hombre de la
institución” que mira preferentemente por el bien de ésta, el presbítero está al ser-
vicio de la comunidad y ésta al servicio de la vida del mundo. De este modo, ayuda a
la comunidad cristiana a valorar su vocación secular. Refresca y activa la seculari-
dad de la Iglesia. Es obvio que esta tarea requiere en el sacerdote una sensibilidad
en virtud de la cual se siente arraigado en el mundo y lo ama como lo ama el Señor.
El carisma del sacerdote diocesano secular lleva en sí mismo la capacidad y la exi-
gencia de una sensibilidad así.

• Amigos y defensores de los pobres

29. Dentro y fuera de su comunidad eclesial, el presbítero se encuentra diaria-


mente con la realidad de la pobreza, encarnada en la debilidad y el sufrimiento de
los pobres. El amor del pastor se transforma entonces en misericordia entrañable
para con los pobres y en indignación profética para con los responsables de su aflic-
ción y de su envilecimiento.

Todas las pobrezas encuentran eco en el corazón de un pastor. La pobreza del


parado y la del enfermo; la del ignorante y la del deficiente mental; la del explotado
en el trabajo y la del engañado en el amor; la del hombre éticamente pervertido y la
del insensible a Dios. Todas las situaciones insolidarias generadoras de pobreza, de
marginación o de injusticia, repercuten en su alma de profeta: la sanidad deficiente,
la escuela descoyuntada, el contrato laboral injusto, la prisión inhumana, el clima
de infidelidad conyugal, la violencia terrorista, el modelo de vida pragmático, hedo-
nista e insolidario, la mediocridad y pasividad de los creyentes y de los mismos
presbíteros, el abandono religioso superficial e irresponsable.
Ser amigo y defensor de los pobres conduce al presbítero a tener presente en
toda su acción pastoral la óptica de los pobres y a compartir con ellos su condición.
La pobreza económica le hará adoptar un nivel de vida semejante al de las clases
modestas y la pobreza sociológica le hará asumir evangélicamente la pérdida de
relieve en la sociedad y renunciar a privilegios que aún se le reconocen en algunos
ambientes.

• Promotores de la paz

30. El fin supremo de la Iglesia consiste en lograr la reconciliación del género


humano entre sí y con Dios20. La vocación del presbítero está al servicio de dicha
reconciliación. Promover esta reconciliación en la comunidad cristiana y despertar
en ésta su vocación pacificadora de la sociedad pertenece a la médula misma de la
misión sacerdotal.

Esta misión pacificadora tiene en nuestra tierra una actualidad innegable.


Además de los conflictos comunes a las sociedades de nuestro entorno, aquí vivi-
mos un conflicto cultural y político mucho más crudo. La violencia armada es hoy
un síntoma elocuente y un activador enconado de este conflicto. Pero el clima con-
flictivo es más extendido. Una cierta “cultura de la violencia” parece haberse arrai-
gado entre nosotros.

31. Veamos algunos de sus signos más relevantes. El primero es la intolerancia,


que frecuentemente degenera en la agresividad para con las convicciones, compor-
tamientos y decisiones que no coinciden con los nuestros. A ella se añade un espíri-
tu competitivo desbocado que no excluye el juego sucio para reducir a los contrin-
cantes. Habría que citar, asimismo, la lógica implacable del máximo rendimiento,
que reduce y reprime los sentimientos de solidaridad con los menos “productivos”
de la sociedad.

Nuestras comunidades diocesanas, inscritas en esta sociedad, tienen la voca-


ción de generar en ella una “cultura de la paz”. La misión de los presbíteros consiste
en activar en sus comunidades esta vocación saludable.

Muchas iniciativas proféticas, doctrinales, educativas, oracionales, testimo-


niales, más o menos conocidas, han nacido de esta inquietud eclesial pacificadora.
En el origen de tales iniciativas encontramos con mucha frecuencia la intuición y el
impulso de los sacerdotes. En su desarrollo ulterior seguimos observando el acom-
pañamiento y el apoyo de los presbíteros. En todos estos desvelos sacerdotales des-
cubrimos con alegría el despliegue de un dinamismo inscrito en el mismo carisma
presbiteral que les capacita y les urge para ser “promotores de la paz”.

• Testigos de un mundo alternativo

52. El compromiso con los pobres y la promoción de la paz revelan ya, de alguna
manera, en el rostro del presbítero, unos rasgos que pertenecen a la esfera de una
sociedad alternativa. Otros muchos valores encarnados, siquiera modestamente, y
predicados por la vida y ministerio de los presbíteros, apuntan en la misma direc-
ción.

20 Cfr. Lumen gentium, 1.


− Nuestros presbíteros han aceptado voluntariamente ser asimilados, tanto en
su retribución como en las prestaciones sanitarias y asistenciales que reciben de la
sociedad, a las clases modestas.

Han elegido asimismo percibir, a título de sustento, una cantidad económica


sustancialmente idéntica para todos los sacerdotes sean cuales fueren su edad, sus
servicios prestados y sus cargos actuales. Con estas opciones sencillas y modestas
están apuntando hacia una sociedad alternativa que ofrezca a cada uno según sus
necesidades y le exija según sus posibilidades. De manera silenciosa, su proceder
contesta, la acumulación insolidaria y el consumismo.

− Por dedicarse en cuerpo y alma al servicio de la comunidad cristiana, los


sacerdotes renuncian al gozo del amor conyugal y a la paternidad. Con este gesto
sostenido están denunciando, sin palabras, la exaltación desmedida y la banaliza-
ción preocupante de la sexualidad en nuestro mundo y están apuntando a un modo
de amar más universal y más oblativo.

− En medio de una sociedad en la que el éxito económico y social son ídolos


indiscutidos, nuestros sacerdotes escogen un tipo de existencia servicial oscura y
poco reconocida. Con esta elección reconocen vitalmente que la realización auténti-
ca del hombre no coincide con el tener y el “subir” sino con el amar y el servir.

− Los presbíteros de la Iglesia albergan la convicción de que “no han de casar-


se con nada ni con nadie” cuando se trata de sacar la cara a los débiles o ejercer des-
de el Evangelio la crítica social o política. De este modo, están mostrando que la
inhibición ante los problemas comunes por miedo o interés no es auténticamente
humana y que la libertad y el compromiso son ley de la nueva sociedad.

33. − Nuestros presbíteros dedican una parte importante de su vida a visitar y a


consolar ancianos y enfermos. Ésta es su manera de poner en cuestión la sociedad
que los margina y de anunciar con los hechos que valer no es igual a producir.

− Querer a la gente, escucharla con paciencia, ayudarla con generosidad es


una dedicación prioritaria en muchos sacerdotes. Con este proceder están contes-
tando, en una sociedad apática, el interés como motivo fundamental del encuentro
y están promoviendo la gratuidad y la ternura como paradigma de la relación
humana.

− Iluminar y robustecer la conciencia moral de la gente en un clima de perple-


jidad y vacío ético progresivo constituye una de las tareas más relevantes en la
agenda de un presbítero. Contribuye, de esta manera, a reivindicar la dignidad mo-
ral del hombre y el valor de su conciencia.

− Infundir esperanza en una sociedad que sabe programar pero tiene crecien-
tes dificultades para esperar y confiar, equivale a enriquecer en el hombre y a acti-
var en él la espontánea alegría de vivir. Quienes, como los sacerdotes, se dedican a
esta labor preparan un futuro más humano.

34. − El presbítero se dedica a plantear las cuestiones fundamentales de la exis-


tencia humana en un mundo que tiende a ahogarlas en el pragmatismo o en la su-
perficialidad. Pone así en entredicho la “sabiduría presente” y opta por una vida
humana en la que la profundidad no quede anegada por la intensidad.
− Un hombre que, como el sacerdote, se consagra a Dios en una sociedad reli-
giosamente fría o distraída ofrece resistencia a la falsa y peligrosa autosuficiencia de
este mundo y confiesa con valor que “Dios es el mejor guardián y el mayor amigo
del hombre”21.

35. − Una persona que dedica su vida a cultivar la fe de los demás y a testificar la
suya muestra una convicción y una coherencia poco comunes que constituye para
todos un testimonio respetable y edificante.

Podremos descubrir en el rostro de bastantes sacerdotes la marca de una ilu-


sión apagada por las impotencias y fracasos. Tal vez registremos en algunos señales
poco edificantes de acomodación a criterios y comportamientos escasamente evan-
gélicos. Encontraremos sin duda presbíteros insuficientemente preparados para
formular la fe de siempre en la cultura actual y responder a los interrogantes mora-
les y religiosos de los mismos creyentes. Podrán incluso muchos contemplarle como
un hombre que se va extinguiendo al quedarse sin tarea ni reconocimiento social. A
pesar de todo, las mentes más observadoras y los espíritus más finos descubrirán,
en la existencia y el trabajo de un inmenso grupo de sacerdotes que viven al menos
honestamente su ministerio, los signos del hombre nuevo y de la nueva sociedad.

Un ministerio con espíritu

36. Un servicio tan necesario para la Iglesia, y tan saludable para la sociedad está
postulando que el servidor ponga, en él no sólo su exterioridad y corrección, sino
también su interioridad y su corazón. La palabra, los gestos y las acciones salvado-
ras de Cristo tienen un alma, es decir, unos motivos y unas actitudes que les dan
vida. Actualizarlos adecuadamente ante la comunidad comporta reproducir no sólo
la conducta exterior, sino la vivencia interior del Señor. Esta vivencia interior se
llama espiritualidad. Evocamos aquí dos de sus dimensiones fundamentales.

• Seguir a Jesús

37. Todo el Nuevo Testamento, desde los primeros escritos hasta los más tardíos,
está impregnado de esta convicción: sin seguimiento e imitación del Señor no es
concebible la misión apostólica. La separación entre vida evangélica y ministerio
apostólico es “antinatural”. Es “una posibilidad imposible” (Von Balthasar). Los
sacerdotes “son compañeros, pero siendo seguidores; predican, pero siendo ense-
ñados; proclaman, pero siendo testigos; guían, pero siendo hermanos y amigos del
único Pastor”22.

El seguidor de Jesús es un hombre “tocado”, atraído, seducido por el Señor.


Por el seguimiento establece con Él una relación única, más fundamental que las
relaciones familiares, amistosas o patrióticas. Se vincula a Él con un amor de identi-
ficación que le impulsa a reproducir su existencia. Y al mismo tiempo, con un amor
de adhesión por el que invierte en la persona de Jesús su máximo capital de intimi-

21 Creer hoy en el Dios de Jesucristo, Obispos de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebas-

tián y Vitoria, 1986, n. 4.


22 LEGIDO, M., El ejercicio del ministerio presbiteral y la espiritualidad, en Espirituali-
dad del presbiterio diocesano secular (Simposio), Madrid, Edice, 1987.
dad, de confianza y de fidelidad. Al adherirse a Jesús, el seguidor hace suyos tam-
bién los valores, la tarea y el destino del Señor23.

Seguir a Jesucristo exige libertad frente a los bienes24, frente a las condiciones
de vida25, frente a la familia26 y frente a las aspiraciones y ambiciones más ínti-
mas27. Comporta inevitablemente la contradicción y el sufrimiento28. Pero es fuente
de inmensa y profunda alegría29. En fin, el seguimiento nos introduce inmediata-
mente en el “nosotros” de la comunidad de seguidores que se convierte así en nues-
tra, primera pertenencia30.

• La caridad pastoral

38. El seguimiento de Jesús se encarna y concreta, para el presbítero, en la cari-


dad pastoral31. El amor de identificación con Jesucristo, componente del segui-
miento, le conduce a identificarse vitalmente con Cristo Pastor32. El amor pastoral
del Señor a su comunidad se actualiza y se hace visible en el amor primario y total
con el que el presbítero diocesano se vincula a la comunidad propia, a la diócesis en
la que está incardinado y a la Iglesia universal. La comunidad cristiana se convierte
así, para él, en su familia y en su casa. La incardinación expresa en términos jurídi-
cos un compromiso estable de amor con la comunidad diocesana. Todas las demás
adhesiones (amistades, opciones ideológicas, posesiones) quedan subordinadas a
esta “gran pasión de su vida”. Deben favorecer la caridad pastoral o, al menos, ser
positivamente compatibles con ella.

El celibato de los presbíteros es signo y estímulo de este amor del presbítero a


su comunidad. Significa que la comunidad cristiana es digna de condensar la capa-
cidad fundamental de amar de sus servidores los presbíteros. Favorece al mismo
tiempo la concentración afectiva y efectiva de los sacerdotes en la comunidad ecle-
sial.

39. Todas las virtudes del presbítero diocesano quedan modificadas por la caridad
pastoral y reciben de ella el sello propio del pastor. Su oración “está ligada al apos-
tolado; tiene en él su origen y en él encuentra su alimento” (Lyonnet). Su ascesis
está orientada a sobrellevar los trabajos y contratiempos de la actividad pastoral. Su
pobreza se concreta en formas que favorecen la disponibilidad pastoral y la familia-
ridad con los marginados.

Es evidente la desproporción entre el rico panorama espiritual abierto por el


seguimiento y la caridad pastoral y nuestra espiritualidad real, mucho más pobre.

23 Cfr. Mc 3,14.
24 Cfr. Mt 19,21.
25 Cfr. Lc 9,57-58.
26 Cfr. Lc 9,59-62.
27 Cfr. Mc 10,41-45.
28 Cfr. Mc 8,34-38.
29 Cfr. Mt 5,11-12; 19,27-29.
30 Cfr. 1 Jn 3,16.
31 Cfr. Presbyterorum ordinis, 14.
32 Cfr. Ibid., 13.
Esta desproporción nos avergüenza. Pero no es éste el sentimiento dominante. Ex-
perimentamos la alegría de ser llamados a estas cimas. Nos sentimos atraídos por
ellas. Después de años de sacerdocio mantenemos el ardor de avanzar en la direc-
ción que nos marcan, aunque somos conscientes de que siempre quedaremos muy
abajo. Comprended nuestra debilidad. Estimuladnos con vuestra oración, vuestro
apoyo y vuestra crítica.

La llamada

40. El autor de la carta a los Hebreos, tras haber diseñado el perfil del sacerdo-
cio33, continúa con estas palabras: “Y nadie se atribuye tal dignidad, sino el llamado
por Dios”34. Puede parecer que ser presbítero es una pura opción del candidato
efectuada por motivos de generosidad o de responsabilidad y aceptada por la Igle-
sia. Puede parecer una simple elección de un camino que el aspirante considera
realizador de su persona. Puede incluso parecer, en algunos casos, una especie de
necesidad del corazón. La verdad profunda es otra: “no me habéis elegido vosotros
a mí; yo os he elegido a vosotros... para que vayáis... y vuestro fruto permanezca”35.
En otras palabras: somos sacerdotes por vocación.

• La vocación en la Biblia

41. El Antiguo Testamento conoce una vocación fundamental: la del pueblo de


Israel. Al servicio de este pueblo llamará Yahvé con vocación especial a grandes lí-
deres (Abraham, Moisés) y a grandes profetas (Isaías, Jeremías, Ezequiel). El Nue-
vo Testamento conoce asimismo una vocación por excelencia: la vocación cristia-
na36. Al servicio de esta vocación, Dios llama especialmente a María37 y a los Após-
toles38. A través de todos estos relatos, la Biblia nos presenta una imagen vigorosa,
sumamente sugestiva, de esta vocación especial con la que se emparenta la vocación
al ministerio. Recojamos sus rasgos más salientes:

− La vocación especial aparece en la Biblia como una iniciativa tomada por


Dios para implicar a una persona en su proyecto de salvación de la comunidad. No
es “un asunto particular entre Dios y yo”. La situación del pueblo, las necesidades
de la comunidad, la aflicción de los pobres, los riesgos de los dispersos, la postra-
ción de los pecadores, son el motivo de la llamada39.

− La vocación es una llamada dirigida a lo profundo de la persona, “al cora-


zón”. Hace diaria en el centro de la vida y por ello trastorna la existencia de la per-
sona por fuera y por dentro. Por fuera, quedan trastocados todos los planes anterio-
res. Por dentro, nace otro hombre: otros objetivos, otros motivos, otros valores. La

33 Cfr. Hb 5,1-3.
34 Ibid., v. 4.
35 Jn 15,16.
36 Cfr. Ef 4,1-6.
37 Cfr. Lc 1,26-37.
38 Cfr. Mt 4,18-22; Jn 2,25-51.
39 Cfr. p.e. Ex 3,7-9; Is 6,1-13; Jr 1,4-10.
Biblia refleja el surgimiento de este “hombre nuevo” cambiándole el nombre.
Abram es, en adelante, Abraham; Jacob es Israel; Simón se llamará Pedro40.

− Es una llamada que postula la entrega de todo el corazón y toda la vida del
llamado. No se es profeta o apóstol como actividad marginal para los tiempos li-
bres. Al llamado no se le puede descomponer en dos: por una parte, su trabajo y,
por la otra, su vida privada. La Biblia no conoce esta “electrólisis”41.

− Se trata de una llamada que, al tiempo que le arraiga en su comunidad, le


hace “diferente” y le convierte en un extraño entre los suyos42. Los motivos, los cri-
terios y las actitudes del llamado se desmarcan de aquéllos que son habituales y
convencionales en su entorno.

− No es extraño que una llamada así provoque no sólo el deseo de secundarla,


sino también la resistencia a seguirla43. El atractivo y el miedo se conjugan. El cora-
zón humano se convierte en un campo de batalla44.

− Pero hay en la vocación un elemento que rompe el “impasse” creado por la


confrontación del deseo y de la resistencia: la llamada va acompañada de una pro-
mesa: “Yo estaré contigo; no temas”. Tal promesa no asegura éxitos ni comodida-
des. Pero sí garantiza el apoyo y compañía constantes del Señor45.

• La vocación en la teología

42. La teología reflexiona sobre la vocación cristiana común y sobre las vocacio-
nes específicas. Entre ellas, presta atención a la vocación presbiteral. Éstas son al-
gunas de sus afirmaciones más relevantes:

− La vocación al presbiterado es una concreción de la vocación cristiana co-


mún, no una vocación añadida a ella. “La ordenación no es un superbautismo que
constituya una clase de supercristianos” (De Lubac). La vocación presbiteral es una
manera de encarnar y de ayudar a encarnar la llamada a la fe, a la comunidad, al
testimonio, que el Señor dirige a todos los bautizados.

− La vocación sacerdotal es una gracia de Dios. No es el fruto de unas condi-


ciones sociológicas o religiosas favorables. Tampoco es la proeza de un espíritu ge-
neroso y abnegado. Es una iniciativa salvadora de Dios. Él nos precede; en el origen
de la vocación está sólo Dios y su amor.

− Esta llamada no es, sin embargo, puro despliegue de unas potencialidades


contenidas en todo bautizado46. Despierta en algunos cristianos un carisma particu-
lar que el Espíritu otorga en la ordenación y que los convierte en servidores y guías
de la comunidad.

40 Cfr. Gn 17,5; 32,29; Jn 1,42; Mt 16,17-19.


41 Cfr. Mt 10,5ss; Mc 10,29ss; Lc 9,37ss; 1 Co 11,1.
42 Cfr. Jr 16,1-9.
43 Cfr. Ex 4,10ss.
44 Cfr. Jr 15,10-18; 20,7-9.
45 Cfr. Jr 15,20.
46 Cfr. Lumen gentium, 10.
43. − La vocación presbiteral es una gracia concedida, ante todo y sobre todo, a la
comunidad cristiana “para, la edificación de la Iglesia” (Sto. Tomás). “Es un regalo
de Dios a su Iglesia” (Rahner). Es un signo del amor salvador que el Señor Jesús
profesa a su Iglesia. Una comunidad puede estar mejor o peor dispuesta para acep-
tarla: pero no puede crearla. La recibe del Espíritu.

− Pero esta vocación es también un signo del amor de Dios para aquél que es
llamado. No es una “recompensa por los servicios prestados”. Ni es una carga difí-
cilmente soportable que “alguien tiene que llevar”. Es desde luego una gracia costo-
sa, pero también gozosa.

44. − La vocación o llamada de Dios se hace visible y sensible en la llamada de la


Iglesia. Siguiendo una imagen vigorosa que utilizan los Padres de la Iglesia acerca
de la vocación bautismal, podemos afirmar que la comunidad cristiana es la matriz
en la que, por la Palabra y el Espíritu, se gesta la vocación presbiteral. Esta función
maternal se hace más densa y patente en la llamada imprescindible del obispo al
ordenando.

− Lejos de ser un hecho puntual que acontece en un momento de la vida del


llamado, la vocación es una realidad dinámica que se va desplegando progresiva-
mente antes y después de la ordenación. La vocación tiene, pues, historia. La “se-
ducción” primera pasa por fases de contradicción y de consolación. Describe un
recorrido interior: se consolidan las cualidades del candidato, crece su fe, surge y se
esclarece la inquietud vocacional, van siendo vencidas las dificultades y pruebas.
Pero la vocación tiene también un recorrido exterior: recibe las interpelaciones de
la realidad y el acompañamiento de las mediaciones eclesiales. La vocación es, pues,
al mismo tiempo, llamada subjetiva (desde dentro del sujeto) y llamada objetiva
(desde fuera del sujeto). El entrelazamiento de estos dos hilos teje la fibra vocacio-
nal.

• La vocación al presbiterado hoy entre nosotros

45. La vocación al presbiterado es siempre idéntica y siempre diferente. En cada


época histórica y en cada latitud ofrece caracteres y riesgos diferentes que requieren
una atención más cuidadosa.

− Hoy existe en la comunidad cristiana una tendencia predominante a subra-


yar y valorar más el aspecto subjetivo de la vocación presbiteral que el aspecto obje-
tivo. En otras palabras: el deseo y la decisión del sujeto cuentan más que la llamada
de la Iglesia. Los seminarios se nutren de jóvenes que se sienten llamados por Dios,
no de jóvenes a los que ha llamado la Iglesia. La intervención de ésta en la vocación
se concibe más en clave de “control de calidad” que en términos de llamada interpe-
ladora, incluso autorizada.

En la iglesia antigua, el desequilibrio era justamente de signo contrario: la


Iglesia, por medio del obispo, llamaba perentoriamente a creyentes aptos sin que
éstos tuvieran demasiados recursos para “defenderse” de esta propuesta terminan-
te.

No sería en absoluto deseable una aceptación del presbiterado forzada por la


presión de la comunidad. Pero tampoco es modélica una trayectoria vocacional que
no sea fuertemente interpelada desde las necesidades de la comunidad. En el límite,
“podría llevar a la Iglesia a quedar privada de sacerdotes cuando ya no hubiera can-
didatos que se ofrecieran voluntarios”47. Tratándose de un ministerio básico y es-
trictamente necesario para la vida de la comunidad, tendríamos que subsanar esta
descompensación real e importante entre los elementos objetivos y subjetivos de la
vocación presbiteral subrayando más netamente la llamada, incluso autorizada e
interpeladora, a creyentes adornados de las cualidades requeridas.

46. − Podría suponerse, a primera vista, que, en tiempos poco favorables como los
nuestros, las pocas vocaciones que surjan serán de probada garantía. No es así. La
misma “extrañeza cultural” de la vocación presbiteral favorece el que se sientan
atraídos por ella no sólo personas normales e incluso excepcionales, sino individuos
extraños trabajados por motivaciones dudosas. El temor al compromiso sexual y
amoroso, el miedo a la intemperie competitiva de la vida civil, el ansia de ser dife-
rente de los demás, el afán desmedido de protagonismo, el “misticismo” de origen
compensatorio, la tendencia a confinarse en planteamientos irreales... puede indu-
cir total o preferentemente una “inclinación vocacional”.

Las vocaciones reales y auténticas al presbiterado no son del todo inmunes a


las adherencias de una u otra de estas motivaciones. Pero no nacen sin más del
idealismo juvenil sino de la fe. No tienen su raíz en las preocupaciones sociales de
los jóvenes, sino en una experiencia de Iglesia. No se asientan sobre actitudes de
extrañeza acomplejada ante el mundo, sino sobre un sano y potente amor a la vida.
Ésta es la “recta intención” de la que nos habla la tradición de la iglesia.

47. La teología del ministerio afirma, con nitidez cada día mayor, que el ministe-
rio ordenado es el carisma para guiar a la Iglesia. Los ordenados reciben, según san
Hipólito, “espíritu de gobierno y de consejo”.

Esta capacidad de conducir aglutinando, estimulando, orientando, debería ser


objeto de un discernimiento más afinado, sobre todo en los candidatos al presbite-
rado diocesano. No se trata de que cada presbítero deba ser un “líder nato” lleno de
iniciativa, de fuerza decisoria, de encanto personal y de capacidad integradora. Pero
las personas, por tantos conceptos excelentes, que no den una talla mínima en estas
cualidades deberían ser orientados hacia otras vocaciones y ministerios eclesiales
laudables y saludables para la comunidad y para la sociedad.

47 LEGRAND, Ministerios de la iglesia local, en Iniciación a la práctica de la teología, to-


mo III, p. 234.
III.− LA PROMOCIÓN VOCACIONAL,
UNA PRIORIDAD PASTORAL INAPLAZABLE

48. Si la necesidad de presbíteros es vital y el déficit de candidatos alarmante, una


conclusión fluye espontáneamente: la promoción de vocaciones al presbiterado dio-
cesano es una prioridad que no admite demora. Establecer las tareas, los destinata-
rios, los protagonistas y el estilo de esta específica actividad pastoral constituye el
núcleo del presente capítulo.

Las tareas

49. Promover equivale aquí a “suscitar, acoger, acompañar y formar”48 las voca-
ciones al presbiterado. Estas cuatro grandes tareas no son fases que se suceden es-
trictamente, sino componentes que, con mayor o menor intensidad se encuentran
en toda tarea vocacional.

La promoción se distingue cuidadosamente de su caricatura: el reclutamiento.


Éste ignora la naturaleza, la dinámica y los elementos eclesiales de la vocación
presbiteral.

La promoción quiere sembrar en todos los jóvenes una sensibilidad para con
el ministerio y recoger en algunos una adhesión personal a él. Ofrece contenidos y
promueve adhesiones. Propone testigos auténticos, llama tanto más delicadamente
cuanto más temprana es la edad de los llamados.

Por el contrario, el reclutamiento descuida la sensibilización general y se in-


teresa exclusivamente por los posibles candidatos. Promueve más bien emociones y
entusiasmos, y por lo regular dirige las propuestas vocacionales a los más jóvenes.

• Suscitar

50. He aquí una tarea básica de la promoción. Consiste en crear las condiciones
objetivas para que emerja o se exprese la inquietud y la llamada vocacional.

La primera condición objetiva es una educación cristiana cabal que presente


la vida cristiana como un diálogo entre Dios que llama y el creyente que, individual
y comunitariamente, le responde. Una educación que promueva armónicamente el
conocimiento del mensaje, la experiencia cristiana y el compromiso moral que de
ellos se deriva, sienta las bases para una propuesta vocacional. Esta educación ha de
ofrecerse en el contexto de una positiva experiencia de Iglesia. Una Iglesia entrevis-
ta como espacio de liberación, surco de participación y plataforma de servicio acti-
vo, prepara el terreno para una invitación vocacional.

La presentación explícita, noble y viva, de la vocación al presbiterado en el


marco de la vocación cristiana es una segunda condición objetiva. Tal presentación
es hoy más necesaria que en otras épocas en las que el presbítero era centro de la
mirada motivada de los jóvenes. Una presentación adecuada ilumina la figura del
sacerdote para suscitar la atención. Deshace los prejuicios ambientales sobre su

48 Primer Congreso internacional sobre las vocaciones. Documento conclusivo, 1973, n.


5.
persona y su tarea. Presenta su figura como realizada, su vida como fecunda y cen-
trada, su tarea como eclesial y socialmente valiosa. Ayuda a descubrir la clave de la
vida de un presbítero: el amor a Jesucristo que le lleva al seguimiento y a la misión.

51. Pero suscitar es todavía algo más: llamar. Es invitar uno a uno a determinados
jóvenes, en nombre de Jesús y de la comunidad, a plantearse con honestidad si no
estará él llamado a este servicio. Es exponerle con respeto y apremio la necesidad,
la fecundidad, las satisfacciones, las dificultades, los requisitos y los apoyos de una
existencia sacerdotal. Es ofrecerse a acompañarle en el itinerario del discernimien-
to. Es invitarle a abrirse al Señor en la oración y el seguimiento. Es prometerle la
paz y la alegría del Espíritu, si elige bien y generosamente.

A veces esta llamada despierta la inquietud vocacional. Otras veces activa y da


forma a una inquietud preexistente. Muchas inquietudes nacientes se agostan o se
adormecen porque una llamada a tiempo no la desveló. Guardadas en el cofre de la
propia intimidad, sometidas a los miedos interiores y a los hielos exteriores, se con-
gelan o se deshacen. La crisis de vocaciones, ¿no será en buena medida crisis de
“vocantes”?

• Acoger

52. A partir de la llamada, el itinerario vocacional va conduciendo al candidato


del desconocimiento a la curiosidad; de la curiosidad a la valoración positiva; de la
valoración positiva al descubrimiento; del descubrimiento a una primera adhesión
interrogativa; de la adhesión a una primera opción. El primer paso convierte la vida
presbiteral hasta entonces insignificante en algo interesante. El segundo le desvela
que es además saludable para otros. El tercero le hace sentir que la vida sacerdotal
es un valor también para él. El cuarto despierta en el joven un deseo cargado de
miedos y preguntas. El último supone una primera victoria del deseo sobre las du-
das y temores.

Todo este itinerario interior necesita, en primer lugar, ser acogido. La acogida
parte de una lectura creyente de la situación vocacional concreta del candidato.
Acogemos agradecidamente a Dios que, a través de mediaciones, trabaja en el cora-
zón del joven y en el ambiente que lo envuelve. Acogemos al joven tal como es y tal
como está, con respeto, con esperanza, con alegría.

53. Con respeto, porque así se lo merecen la acción de Dios y la situación de un


ser humano que ante Él se formula preguntas cruciales sobre su propia existencia y
su futuro servicio.

También con esperanza. Los rasgos todavía inmaduros, las motivaciones aún
débilmente evangélicas, los sentimientos llenos de ingenuidad que seguramente
detectaremos desde nuestra condición adulta no deben conducirnos a tachar fácil-
mente de infantiles e inauténticas estas aspiraciones iniciales. Los motivos se enri-
quecen y purifican a lo largo de todo un recorrido. Desestimarlos de entrada revela
un desconocimiento funesto del crecimiento humano y de la pedagogía condescen-
diente de Dios. En algunos casos denota un escepticismo que ha perdido la capaci-
dad de contemplar admirativamente el surgimiento de la vida. Desanimar con
nuestra “experiencia y madurez” a quien, a trompicones, se atreve a confiarnos in-
genuamente sus inquietudes resulta, cuando menos, desalentador e irresponsable.
Acogemos, en fin, estas inquietudes con alegría. Ellas son signo de la resisten-
cia que engendra la fe frente a la cultura dominante despersonalizadora. Son un
botón de muestra de la fuerza de la gracia. Son una brisa que nos hace vislumbrar
que no faltará en la Iglesia el carisma saludable del presbiterado.

• Acompañar

54. Acoger es el primer paso de un recorrido de acompañamiento. La función del


acompañamiento es múltiple: animar, sostener, motivar, exigir. Pero, ante todo,
acompañar significa ayudar a discernir.

El discernimiento nace de la convicción de que Dios tiene sobre cada uno de


nosotros un proyecto vital que hemos de descubrir y asumir con la ayuda de un ex-
perto en los caminos del Espíritu, a través de la atención a nuestros estados interio-
res y a los acontecimientos exteriores, en un clima de oración, de reflexión, de con-
traste y de fidelidad49.

El discernimiento tiene, en la vocación presbiteral, una primera fase más sub-


jetiva. En ella es sobre todo el candidato, debidamente asistido, quien “se aclara
ante Dios y ante sí mismo”. En la fase más objetiva es la Iglesia quien discierne. Los
formadores del Seminario son un servicio especializado de la Iglesia para este dis-
cernimiento. El obispo, en fin, después de haber escuchado a la comunidad, realiza,
el acto definitivo antes de la ordenación.

La sensibilidad al Espíritu y a sus signos, el amor responsable a la comunidad


cristiana, el conocimiento de la teología de la vocación, la familiaridad con los pro-
cesos vocacionales, la libertad ante el candidato y su entorno, la lealtad a él y la dis-
creción, son requisitos indispensables para ejercer honestamente esta misión.

• Formar

55. La decisión inicial del candidato ha de consolidarse y contrastarse en el ade-


cuado proceso de formación. Precisamente al ingreso en el Seminario Mayor, esta
formación es confiada a los responsables de la Pastoral Vocacional o, donde lo
hubiere, al Seminario Menor. En el momento en que el discernimiento estuviere
suficientemente verificado, la formación es generalmente encomendada al Semina-
rio Mayor, que es la comunidad educativa principal y el itinerario formativo central
de los candidatos decididos inicialmente.

El Seminario Mayor es un órgano especializado perteneciente al organismo de


la diócesis, en constante intercambio con ella y estrechamente vinculado al obispo.
Mucho deben nuestras diócesis a sus Seminarios y a los presbíteros que son su eje y
su alma. Queremos expresarles aquí nuestro reconocimiento y nuestra confianza.

Pero formar a sus futuros presbíteros corresponde también, en su medida, a la


entera comunidad diocesana. Acoger cordialmente a los seminaristas, contribuir a
su sostenimiento económico, invitarles a participar en nuestros trabajos y grupos
apostólicos, alentarles en sus dificultades, aconsejarles en situaciones delicadas,
mostrarles la esperanza depositada en ellos, orar por su perseverancia, no es come-
tido exclusivo de los formadores del Seminario, sino gozosa e importante tarea de
toda la iglesia local. En este sentido, toda la diócesis es un seminario.

49 Cfr. S. IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios espirituales, nn. 313-370.


Los destinatarios

56. La comunidad diocesana es protagonista, pero también destinataria de las


acciones de la pastoral de la vocación. Dentro de aquélla, algunos grupos son desti-
natarios especiales. De entre ellos vamos a condensar aquí nuestra atención en
aquéllos más directamente afectados por la llamada vocacional: los preadolescen-
tes, los adolescentes y los jóvenes.

La llamada a los niños fue preferencial en un pasado aún reciente. Muchos


consideran que esta llamada llegaba excesivamente temprano. La llamada a los jó-
venes parece sería hoy la predominante entre nosotros. No pocos estiman que, de
ley ordinaria, esta llamada se hace sentir excesivamente tarde. Las presentes consi-
deraciones intentan esclarecer los criterios que, en este punto, han de inspirar la
pastoral vocacional de nuestras diócesis.

En realidad, todo el arco vital que va de la niñez a la edad adulta es tiempo


apto para la emergencia de una vocación al menos incipiente. Hay vocaciones exce-
lentes que despertaron en la niñez y fueron asentándose a lo largo de la adolescen-
cia y la juventud. Hay también magníficas vocaciones adultas que, tras un largo re-
corrido vital, se revelan en plena madurez. Pero la cuestión a la que aquí queremos
responder es diferente. Consiste en determinar qué es lo que se puede y debe hacer
en las distintas edades, para recibir una llamada personal.

• Los preadolescentes (12-15 años)

57. El cultivo vocacional de la preadolescencia tiene ya un interés nada desdeña-


ble. El proyecto vital de una persona empieza a gestarse desde este período. Es bue-
no que la propuesta vocacional “esté ahí” en esta fase. Un proyecto vocacional aca-
riciado desde épocas infantiles en las que no están todavía configurados los deseos y
las aspiraciones de la persona, puede plantear problemas delicados en el desarrollo
ulterior de la personalidad. Pero, si cuaja bien, tiene una envidiable estabilidad pre-
cisamente porque ha convivido desde temprana edad con aquellos deseos y aspira-
ciones. Contra el sentir generalizado de la gente, la experiencia nos muestra que las
vocaciones despertadas tempranamente muestran una solidez incluso mayor que
las vocaciones de juventud y madurez. Los hilos vocacionales están inscritos más
connaturalmente en el tejido de la personalidad.

Una pastoral vocacional para estas edades es, en consecuencia, legítima y


conveniente. La presentación explícita, adecuada a su edad, de la vocación presbite-
ral es deseable, aunque la insistencia educativa fundamental debe recaer sobre la
vocación cristiana común. La invitación a participar en grupos y encuentros voca-
cionales adaptados a sus inquietudes es adecuada, con tal que estos grupos no los
aíslen de otras agrupaciones e incorporaciones propias de su generación. La llama-
da personal concreta a determinados preadolescentes es razonable siempre que se
realice discretamente. En suma, la pastoral vocacional para estas edades es delica-
da; pero bien orientada, resulta saludable y fecunda.

• Los adolescentes (15-18 años)

58. Estamos ante una fase vital vocacionalmente muy importante. Es un espacio
propicio para una intensa pastoral vocacional.
Esta apreciación goza de sólido fundamento antropológico. El adolescente es
un proyecto vital en ebullición, en pleno “período constituyente”. En el fondo de
este crisol, la fe descubre al Dios que llama, atento a ese proceso, respetando y
orientando la libertad del adolescente.

El proyecto vital tiene tres elementos fundamentales: el amor, el trabajo y el


sentido de la vida. Las preguntas fundamentales del adolescente son éstas: “quién
soy yo; qué voy a ser; cómo voy a amar; qué voy a hacer; para qué vivir”. Es eviden-
te el alcance vocacional de estas preguntas. A ellas se enfrenta el adolescente con su
bagaje biológico y psíquico, pero también con los modelos de vida privilegiados por
su entorno, con las expectativas de sus padres y educadores, la influencia de sus
compañeros, los “valores” exaltados por los Medios de Comunicación Social. La
acción discreta de Dios se hace también presente en todo este entorno.

59. Introducir el “proyecto de cura” como una posibilidad real en ese crisol ado-
lescente del “proyecto de hombre” puede resultar vocacionalmente decisivo. Des-
cuidar y desaprovechar este “tiempo favorable” equivale, en muchos casos, a cance-
lar las posibilidades vocacionales de una existencia concreta. Los deseos sexuales y
amorosos se identifican pronto con un proyecto de pareja; las aficiones profesiona-
les se condensan en torno a un proyecto profesional. La apertura vocacional se cie-
rra; la “plasticidad” se congela.

Nos parece que este cultivo vocacional de la adolescencia es, todavía en nues-
tras diócesis, escaso, fragmentario e intermitente. El temor a llamar demasiado
temprano nos induce a llegar, en muchos casos, demasiado tarde. Es de capital in-
terés poner en marcha una adecuada pastoral vocacional para adolescentes.

Una experiencia vigente hoy en bastantes diócesis españolas merece de noso-


tros una atención cuidadosa: el preseminario. Un grupo de muchachos vocacional-
mente despiertos, insertados en su medio familiar, escolar, parroquial y ambiental,
vive, durante los años de su adolescencia, en determinados y periódicos fines de
semana, un proceso catequético, oracional y de convivencia orientado a profundizar
y consolidar su vocación cristiana y a cultivar y discernir los signos, todavía frágiles,
de una probable vocación presbiteral. La calidad del grupo, del proceso y de sus
presbíteros monitores resulta decisiva. Los frutos vocacionales son notables. Debe-
ríamos adoptar y adaptar una iniciativa semejante.

60. El adolescente es capaz de percibir una llamada interior y de recibir una lla-
mada exterior. Pero, ordinariamente, no es aún capaz de opciones que lleven consi-
go resoluciones interiores definitivas y rupturas exteriores irreversibles. Las certe-
zas y decisiones prematuras encubren motivaciones siempre insuficientes y a veces
sospechosas. Debemos acompañarlos críticamente poniendo un “tal vez” allí donde
ellos dicen “sí”. No debemos descalificar los arranques vocacionales adolescentes.

• Los jóvenes (18-25 años)

61. La juventud es una edad muy adecuada. No sólo para llamar, sino también
para una primera decisión que no sea únicamente interior, antes bien suponga un
compromiso público. En esta fase vital, el joven realiza de ordinario las grandes
opciones existenciales: la elección de profesión, la elección de pareja, la adhesión a
valores personales y sociales rectores de su vida, la adhesión a la fe.
Es también tiempo propicio para optar por el ministerio. Los vaivenes de la
afectividad adolescente se atenúan; el nivel de autonomía interior y exterior para
decidir se eleva notablemente; el coeficiente de realismo se intensifica. Se dan,
pues, las condiciones básicas para una primera elección.

62. Cuando, ya en el principio de esta etapa, existe la claridad vocacional suficien-


te, es deseable el ingreso en el Seminario Mayor, siempre mejor dotado de medios
para acompañar una vocación inicialmente decidida. El paso al Seminario constitu-
ye un primer desmarque de las condiciones “naturales” y un estilo de vida nuevo
que pueden favorecer la opción asumida. Iniciar en ese momento un largo proceso
de preparación profesional retarda excesivamente la puesta en práctica de una deci-
sión vocacional ya adoptada. Esta demora no es, de ordinario, saludable para la
misma decisión, que está postulando una realización más inmediata.

No consideramos recomendable acceder al Seminario Mayor sin un nivel de


claridad y decisión básica: “creo ahora que puedo ser sacerdote y quiero serlo”.
Pueden albergarse dudas acerca del futuro: “¿podré? ¿valdré? ¿querré?”. Pero no la
duda, es decir, la oscuridad e indecisión fundamental. La misma desproporción
existente entre el marco objetivo definido del Seminario y la indefinición subjetiva,
lejos de ayudarle, fomenta la desazón y la indecisión.

63. Esta claridad vocacional deseada es normalmente posible al inicio de la juven-


tud. Sin embargo, la vacilación y la duda acompañan a veces durante años a jóvenes
de calidad humana y cristiana. No es extraño que sea así. La elección vocacional
afecta a capas todavía más profundas que la elección profesional. Es una manera
real, pero paradójica, de responder a las profundas aspiraciones humanas a poseer,
a ser reconocido, a gozar. La claridad y la decisión se hacen más lentas y difíciles en
esas profundidades. Es preciso respetar esta lentitud. Pero es necesario evitar que
se instale en el candidato una duda crónica que encubre una práctica incapacidad
de decisión. La necesidad obsesiva de claridades meridianas, la búsqueda utópica
de unas motivaciones químicamente puras o el oscuro antagonismo entre deseos
contradictorios suelen bloquear la decisión. Cuando el bloqueo persiste, cuando “no
se puede decidir”, es preciso “decidir que no”.

Los protagonistas

64. El primer protagonista de la vocación presbiteral es Dios. Esta convicción es


capital para modelar nuestras actitudes y comportamientos.

De ella nace, en primer lugar, una confianza inquebrantable. Por muy duras
que sean en nuestra sociedad las condiciones objetivas para la emergencia de can-
didatos al ministerio, Dios no puede privar por mucho tiempo a su Iglesia del “sus-
tento necesario” de las vocaciones sacerdotales. Las actitudes derrotistas derivadas
“del análisis riguroso de nuestras sociedades evolucionadas” olvidan que la acción
salvadora de Dios sorprende con frecuencia nuestras previsiones. Las situaciones
de pobreza e impotencia, humilde y confiadamente aceptadas, suelen ser propicias
para que “la fuerza (de Dios) se realice plenamente en (nuestra) debilidad”50. Isaac
es hijo de la confianza inquebrantable de Abraham, que espera del vientre agostado
de Sara un hijo, apoyándose exclusivamente en la palabra de Yahvé. Las vocaciones

50 Cfr. 2 Co 12,9.
presbiterales del futuro serán fruto de una confianza eclesial de la misma enverga-
dura.

65. Una confianza así se explaya connaturalmente en la oración. La plegaria por


las vocaciones presbiterales es una manera inequívoca de confesar que no somos
nosotros, sino Dios, la fuente de las vocaciones. La oración redoblada en tiempos de
intemperie equivale a reconocer que Él es “siempre mayor” que todas las dificulta-
des personales y ambientales. La oración por sus futuros servidores prepara inme-
jorablemente a la comunidad cristiana para recibir la gracia reconfortante de nue-
vos sacerdotes.

Tenemos que promover en nuestras diócesis una corriente viva de oración.


Todo el pueblo cristiano, reunido sobre todo en torno a la Eucaristía, debe pedir
intensa y confiadamente que renazcan en su seno las vocaciones al presbiterado.
Presbíteros, educadores, familias, grupos eclesiales deben dedicarse a esta actividad
saludable. Las comunidades contemplativas masculinas y femeninas están espe-
cialmente llamadas a brindar a sus iglesias locales el humilde y constante servicio
de su oración por los futuros presbíteros.

La oración de los mismos jóvenes es un excelente caldo de cultivo para que


broten en ellos preocupaciones y decisiones vocacionales. La experiencia nos dice
que muchas resoluciones vocacionales han sido iniciadas, maduradas y asumidas
en un contexto oracional. Invitar a los jóvenes a “ponerse a tiro de Dios” en la ora-
ción sosegada y generosa es un buen reclamo vocacional.

• La iglesia particular o diócesis

66. Pero la iniciativa de Dios no excluye, sino postula, la intervención de la comu-


nidad eclesial. Ella es la mediación fundamental de Dios para toda vocación presbi-
teral. “El deber de fomentar las vocaciones afecta a toda la comunidad cristiana”51.

La comunidad eclesial se concreta de manera plena y privilegiada en la iglesia


diocesana52. Ésta debe tomar, en primer lugar, conciencia de la importancia y de la
urgencia de la situación. Creemos que no existe todavía proporción entre la hondu-
ra del problema y la intensidad de nuestra preocupación por él.

El vigor de la comunidad es una condición enteramente fundamental para la


emergencia de vocaciones presbiterales. Una comunidad firme en la fe y generosa
en el compromiso tiene la “temperatura” requerida para que el Espíritu pueda sus-
citar en ella el carisma del ministerio. La vitalidad evangélica de la comunidad es,
además, el mayor estímulo para “provocar” en los creyentes vocaciones a su servi-
cio.

67. La obligación de renovar y completar el propio presbiterio atañe rigurosamen-


te a la diócesis. Los obispos tenemos la misión de llamar de manera pública y auto-
rizada, como sucesores de los apóstoles, a quienes han de participar de nuestro mi-
nisterio apostólico. Por nosotros mismos y por medio de nuestros colaboradores,
nos corresponde promover vocaciones para el presbiterio. A nosotros toca, asimis-
mo, procurar que exista, en el seno de un proyecto vocacional amplio, un plan espe-
cial de promoción de vocaciones sacerdotales, dotado de los recursos necesarios.

51 Optatam totius, 2.
52 Cfr. Christus Dominus, 11.
Debemos y solemos invitar directamente a los jóvenes cristianos en nuestros en-
cuentros formativos y celebrativos con ellos. Tal vez deberíamos también llamar
con energía e interpelar a algunos jóvenes cristianos dotados y generosos.

Pero la inquietud vocacional de la diócesis no se condensa exclusivamente en


la persona del obispo. Se plasma también en instituciones destinadas a promover y
realizar esta pastoral específica. El Seminario Mayor es la primera de estas institu-
ciones. Sus responsables han de esforzarse por ofrecer una imagen que, por su vida
y funcionamiento, resulte alentadora y estimulante. El Seminario Menor y el Centro
Diocesano de Pastoral Vocacional son también, siempre que sean razonablemente
posibles, surcos recomendados por la Iglesia.

• La comunidad parroquial

68. La comunidad diocesana se concreta parcialmente, pero de manera relevante,


en la comunidad parroquial. Ésta tiene un papel notable en el alumbramiento y ges-
tación de los presbíteros.

La parroquia está llamada a ser, ante todo, para las vocaciones al presbitera-
do, espacio de una experiencia eclesial básica. Dicha experiencia resulta necesaria
para asentar la eclesialidad de la fe del joven y para suscitar la voluntad de entre-
garse a generar y regenerar comunidades como la que le está generando a él. La
atmósfera calida, la fuerza del proyecto evangelizador y el testimonio que se des-
prenden de la parroquia crean en los jóvenes sentimiento de pertenencia y voluntad
de colaborar. Esta percepción positiva de la parroquia y el vínculo vivo con ella
ayudan sobremanera a los jóvenes a neutralizar o relativizar la imagen negativa,
lejana, vieja y mediocre de la Iglesia que, por muchos conductos, llega a crear en
ellos desafección y desazón.

Pero la parroquia debería colaborar todavía más explícitamente. Habría de ser


despertador y acompañante de las vocaciones al ministerio. Debería cobrar una
mayor densidad mediadora. Habría de formular ella misma a sus propios jóvenes
una llamada exterior que fuera soporte de la llamada interior de la gracia. Son nu-
merosos las comunidades parroquiales que solicitan de sus obispos un nuevo pres-
bítero. Son escasas todavía las que se atreven a interpelar vocacionalmente a sus
jóvenes más idóneos. La pastoral vocacional habrá dado un paso decisivo cuando
esta conciencia activa y comprometida haya calado en los órganos responsables de
las comunidades parroquiales.

• Los presbíteros

69. Los carismas del Espíritu llevan en sí mismos el dinamismo que les impulsa a
suscitar en la Iglesia vocaciones del mismo género. El carisma presbiteral es tam-
bién así.

Corresponde al presbítero diocesano favorecer todas las vocaciones. En parti-


cular, le toca cultivar (es decir: suscitar, acoger, acompañar y formar) las vocaciones
al sacerdocio diocesano. En efecto, el carisma presbiteral está orientado a ofrecer a
la comunidad aquellos servicios sin los cuales no puede subsistir. Uno de ellos es
justamente el servicio de presidir y guiar a la comunidad. Preparar el futuro de este
servicio corresponde, pues, de lleno, y con mucho apremio, a la misión de obispos y
presbíteros. Si los sacerdotes jerarquizamos bien nuestras actividades, difícilmente
podremos aducir que estamos “muy ocupados” en otros quehaceres para dispensa-
mos de esta actividad vital. Al presbítero no le basta ser testigo; se le pide también
transmitir el testigo de su vocación.

70. La calidad del testimonio personal y colectivo de los sacerdotes es un capital


vocacional muy valioso. Las generaciones juveniles, sumergidas en un mundo de
ofertas múltiples, tienen una sensibilidad selectiva y exigen, para ser seducidos e
interpelados, testimonios con sello de autenticidad.

Tres nos parecen los caracteres principales de un testimonio de calidad. En


primer lugar, la radicalidad evangélica. Rebajar las exigencias del Evangelio con el
ánimo de no intimidar a los jóvenes es una estrategia desleal y equivocada. Vivir
noblemente ante los jóvenes la disponibilidad, el amor a la comunidad, la pobreza,
el perdón, la castidad, la plegaria... es ya una forma de llamar.

El testimonio debe, además, estar ungido de una verdadera alegría. Ésta no se


confunde con la jovialidad, que es patrimonio exclusivo de algunos temperamentos.
Consiste más bien en un estado anímico de conjunto que nos hace vivir centrados
en nuestra misión y sentirnos habitualmente bien dentro de nuestra propia piel.
Comporta un tono psíquico sereno, una capacidad de encajar las dificultades y con-
tratiempos, una intuición para registrar los aspectos positivos de la realidad, una
cierta inmunidad al desaliento. Una alegría de este estilo es un “test” que indica que
la persona se está realizando. Los jóvenes, tan ansiosos de su realización personal,
son muy sensibles a este tipo de alegría que se desprende de ciertos presbíteros.

Para que sea culturalmente asumible para los jóvenes, el testimonio presbite-
ral debe encarnarse en un modo de relación abierta al estilo de los jóvenes. Los
presbíteros de poca edad tienen en este punto mayores posibilidades de testimonio
vocacional. Pero las demás generaciones sacerdotales tienen también un quehacer
importante. No adoptando una falsa juvenilidad, sino profesando una real simpatía
a la juventud y un aprecio real de sus valores. Los presbíteros cerrados a cal y canto
a este reconocimiento tienen pocas posibilidades de transmitir a los jóvenes el testi-
go de su propia vocación.

71. Pero el testimonio necesita ser completado por la invitación abierta y la lla-
mada personal. Ni la timidez, ni las heridas propias, ni la dificultad del intento, ni la
dedicación exhaustiva a otras tareas pastorales nos dispensan de esta siembra voca-
cional. Para realizarla con el corazón ensanchado, necesitamos identificar y desacti-
var todas nuestras resistencias mentales y vitales.

La llamada vocacional del presbítero no se circunscribe, con todo, a las dife-


rentes franjas juveniles, sino que se extiende a toda la comunidad cristiana. Es
también tarea suya crear en la comunidad un estado de conciencia vocacional ade-
cuado y estimular a familias, a grupos eclesiales, a catequistas y monitores para que
no descuiden este trabajo.

72. Testimonio e invitación están reclamando cercanía y contacto de los presbíte-


ros con los muchachos. Una pastoral demasiado “organizada” en la que el presbíte-
ro queda al margen del contacto directo con niños y adolescentes, y éstos son direc-
tamente atendidos en exclusiva por sus monitores, debilita las posibilidades de irra-
diación vocacional. Los proyectos de vida se transmiten muy a menudo por conti-
güidad, y ésta requiere cercanía.
Es muy deseable que este contacto no sea sólo periférico. Un muchacho que se
siente ayudado, confortado, consolado, iluminado por un sacerdote en sus proble-
mas y dificultades, experimenta en su propia carne el valor de una vida consagrada
al ministerio y está mejor dispuesto para abrir la puerta a la pregunta por su posible
vocación presbiteral. En este punto, la dirección personalizada, unida a la frecuente
celebración del Sacramento del perdón con un mismo sacerdote, puede brindar
grandes posibilidades.

• La familia creyente

73. En el esfuerzo por fomentar las vocaciones, “la mayor ayuda la prestan aque-
llas familias que, animadas del espíritu de fe, caridad y piedad, son como un primer
seminario”53.

Es cierto que la secularización creciente de las familias está teniendo en el


debilitamiento de la fe de los hijos y en el apagamiento de sus inquietudes vocacio-
nales unas repercusiones que todavía no acabamos de sopesar adecuadamente.

Existen, con todo, muchas familias que cultivan la fe de sus hijos. Bastantes
siembran con ilusión y respeto, y acogen con alegría y responsabilidad las inquietu-
des vocacionales de los suyos. Se trata de familias de fe muy arraigada. Ensanchar
su número, mejorar la calidad de su fe y prepararles para su misión orientadora es
una óptima inversión vocacional. Los organismos y movimientos responsables de la
pastoral familiar tienen aquí un surco inestimable de colaboración.

• Educadores de niños, adolescentes y jóvenes

74. La parroquia encomienda frecuentemente a un grupo de catequistas y moni-


tores la educación cristiana inmediata de preadolescentes, adolescentes y jóvenes.
Dicha educación debe contener necesariamente un mensaje vocacional respetuoso y
adaptado, pero neto e interpelador. Este mensaje básico ha de ser patrimonio de
todos los jóvenes cristianos. Conocer y valorar no sólo la vocación cristiana sino las
diversas vocaciones cristianas pertenece al núcleo de la formación cristiana funda-
mental de todos. Los catequistas y monitores deberían ofrecer esta orientación bá-
sica y facilitar a aquellos muchachos que muestren inquietudes vocacionales, el
contacto directo con algún sacerdote cercano e indicado.

Nos tememos que no siempre el plantel espléndido de nuestros catequistas y


monitores tenga la claridad de ideas, la intensidad de preocupación y los instru-
mentos adecuados para ejercer esta misión mentalizadora, sensibilizadora y desper-
tadora. La formación permanente de los educadores ha de registrar y subsanar esa
deficiencia. Las delegaciones o secretariados de catequesis, de pastoral juvenil y
vocacional tienen aquí una tarea importante que cumplir.

• Colegios eclesiales y profesores de Religión

75. El ambiente escolar y extraescolar de los colegios eclesiales es, asimismo, es-
pacio apto para una intensa impregnación creyente y para una educación vocacio-
nal básica. Muchos niños y adolescentes, desconectados de sus parroquias de origen
y lejanos a toda influencia religiosa, tienen felizmente en estoy colegios una oportu-
nidad para encontrarse e identificarse con la vocación cristiana.

53 Cfr. Optatam totius, 2.


En muchos de estos centros se presentan a los jóvenes las diversas grandes
alternativas dentro de la vocación cristiana. Entre ellas es ofrecida con especial in-
tensidad la vocación específica encarnada en la congregación religiosa que, gene-
ralmente, rige la institución escolar. Mucho nos alegran las vocaciones que nacen
de esta siembra diligente. Estamos seguros de que, sin descuidar la propuesta voca-
cional propia, sabrán presentar a sus alumnos todas las vocaciones fundamentales y
sabrán ofrecerles también con especial esmero la vocación al presbiterado diocesa-
no. De esta manera contribuirán a asentar en la Iglesia este ministerio central de
cuya salud dependen en buena parte las demás vocaciones.

También, los profesores de Religión en los centros públicos han de estar aten-
tos a esta educación vocacional y deben recibir de los servicios diocesanos las orien-
taciones, los apoyos y los materiales requeridos.

El estilo

76. El estilo de una actividad pastoral no es algo secundario; es importante como


el mismo contenido. El estilo de esta actividad se define por los rasgos siguientes:

• Un estilo de comunión

− La promoción de las vocaciones al presbiterio diocesano está entroncada en


la pastoral diocesana. Debe, por tanto, traducir a su propia área las opciones que
inspiran a aquélla. Está especialmente vinculada a las tres pastorales generales de
la preadolescencia, adolescencia y juventud, a la que ha de prestar su apoyo especí-
fico.

Presentar las diversas vocaciones específicas e invitar a los jóvenes a que se


pregunten por su posible vocación al presbiterado correspondería en rigor a las tres
pastorales antedichas. Es tarea propia de la pastoral vocacional ofrecer a estas otras
los apoyos necesarios: materiales, presencia personal, proyectos catequéticos.

En cualquier caso, cuando surja en algunos niños, adolescentes o jóvenes la


inquietud vocacional habrá de intensificarse y concretarse la colaboración adecuada
entre la pastoral general y la pastoral vocacional. Por otro lado, la vinculación de la
promoción vocacional a estas tres pastorales está requiriendo una verdadera cohe-
rencia entre las opciones fundamentales de una y de las otras.

77. − La pastoral de las vocaciones al presbiterado diocesano ha de estar, además,


articulada “sin separación ni confusión” con las otras ramas de la pastoral vocacio-
nal. Con ellas habrá de programar y realizar acciones comunes. Una y otras han de
atenerse al proyecto vocacional diocesano, que debe ser elaborado con la participa-
ción de todas las formas de vocaciones de especial consagración. En todo caso,
habrá de evitarse, por todos los medios, el antitestimonio de una competencia des-
leal.

No faltan aquí y allá quienes tratan de orientar algunas posibles vocaciones


para el presbiterado diocesano a otras Iglesias locales, alegando que sus pastores o
sus Seminarios les parecen “más fiables”. Un tal proceder evidencia un grave mal en
la comunión eclesial con el propio Obispo, responsable de toda la vida diocesana y
muy especialmente de su Seminario. Es verdad, por otra parte, que todo sacerdote
participa de la misión universal de la Iglesia. Verdad es, asimismo, que toda dióce-
sis tiene una vocación misionera. Pero el ámbito normal de la incardinación de un
presbítero diocesano es su diócesis propia, la que le engendró para Cristo y le ha
acompañado en su crecimiento en la fe. Incardinado en ella, podrá un día ofrecerse
a servir a otras Iglesias más necesitadas, como vienen haciendo tantos y tantos sa-
cerdotes de nuestras diócesis.

• El estilo de la planificación

78. La pastoral de las vocaciones al presbiterio diocesano no puede consistir en


un cúmulo de actividades inconexas e intermitentes, sino en un conjunto de accio-
nes continuas y articuladas en un plan. La improvisación y la corazonada son una
respuesta inadecuada a la magnitud del problema y a la importancia de la tarea. El
organismo diocesano de esta pastoral vocacional, respaldado eficientemente, por
un equipo, debe programar, cumplir y ayudar a cumplir las acciones previstas.

Apreciamos y admiramos la tarea, tantas veces dura y escasamente gratifica-


dora, que despliegan nuestros delegados diocesanos y sus colaboradores. Les pedi-
mos que se empeñen sin desmayo en mejorar sus proyectos y realizaciones. Les
prometemos todo nuestro apoyo.

• El estilo dialogal

79. Si la estructura teológica de la vocación es la de un diálogo entre Dios y el cre-


yente, es natural que el proceso de maduración de la vocación esté fuertemente
marcado por el diálogo. La pastoral vocacional es, pues, esencialmente dialogal.

Es vital el diálogo individual con el posible candidato. Su corazón es un campo


de batalla en el que respetuosamente es preciso que nos hagamos presentes.

El diálogo ha de tender a ser total en extensión y en profundidad. No ha de


reducirse a los aspectos estrictamente vocacionales. La vocación presbiteral se des-
pliega en el contexto de una vida biológica, intelectual, sexual, social, moral y reli-
giosa. Condiciona todos estos aspectos de la vida y es condicionada por ellos. Es
preciso que quien acompaña los conozca para que pueda ayudar a discernir.

El diálogo ha de buscar también profundidad. No debe circunscribirse a una


simple valoración de comportamientos. Es necesario el análisis de las motivaciones,
de las actitudes subyacentes y, todavía debajo de ellas, el fondo de sus inclinaciones
y rechazos vitales que la ascética clásica llama “pasiones”. En el diálogo se esclare-
cen los motivos, se revelan los temores, transparecen los impulsos profundos. Hay
que llegar respetuosamente ahí, si queremos ayudar a discernir.

Es, por fin, importante el diálogo horizontal: el que se instaura en el seno del
grupo vocacional. La influencia movilizadora de este diálogo es impresionante. Po-
cas cosas interpelan más a un joven que los descubrimientos u oscuridades, los en-
tusiasmos o abatimientos de sus compañeros de itinerario vocacional.

Estos dos tipos de diálogo no se superponen; se complementan. Cada uno se


detiene allí donde el otro se extiende o penetra. Saber conjugarlos con maestría es
un resorte poderoso de la pastoral vocacional.
• El estilo grupal

80. El interlocutor de la propuesta vocacional no es sólo el individuo, sino tam-


bién el grupo vocacional. Su importancia no es nada insignificante.

En un clima vocacionalmente negativo, el adolescente y el joven ya sensibili-


zados necesitan vivir también en un “microclima” en el que puedan compartir in-
quietudes, dudas y proyectos. El adolescente, aunque ha nacido ya su subjetividad,
necesita sentirse confortado y cuestionado por otros que albergan expectativas y
temores semejantes a los suyos. Al mismo joven le es muy útil como lugar de identi-
ficación, de contraste y de estímulo.

El grupo vocacional no debe ser un “ghetto”. No debe suplir, sino completar a


otros grupos a los que el aspirante pertenezca. Es un grupo con una finalidad espe-
cífica. Puede y debe articularse con otras pertenencias. Desarraigar al muchacho de
los ámbitos en los que se madure y se contraste su persona y su fe no es ni acertado
ni saludable para él.
CONCLUSIÓN

81. Hemos abordado extensamente ante vosotros un problema vital para nuestras
iglesias locales. Toda esta reflexión está reclamando de vuestra parte una recepción
activa que, con docilidad adulta, asimile los criterios aquí enunciados y aplique las
orientaciones aquí consignadas. Esta Carta Pastoral está escrita para que “la pala-
bra se haga carne” en una actividad pastoral lúcida y motivada. Quiere ser un nuevo
punto de arranque que relance el trabajo hasta ahora realizado y abra nuevos cami-
nos todavía inexplorados.

82. Queremos, en fin, cerrar esta larga meditación en torno a la vocación al pres-
biterado diocesano con la evocación de una mujer entrañable para la comunidad
cristiana, María, cuya vocación consistió en acoger y acompañar la Vocación del
Único Sacerdote en plenitud: Jesucristo.

La manera como ella acogió y secundó su propia vocación está llena de leccio-
nes para nosotros. María asumió con una fe no exenta de oscuridades la misión de
concebir, gestar y educar al Hijo de Dios54. Ella cumplió abnegada, y generosamente
las tareas que esta misión le asignaba, con la alegría de colaborar con Dios, y con la
entereza y discreción requeridas por una colaboración exigente y delicada.

María vivió plenamente al servicio de la Vocación de su Hijo. Fue testigo go-


zoso y agradecido de cuanto el Espíritu suscitaba en la humanidad del Señor55, y
acompañante diligente hasta el momento final56.

A ella dirigimos nuestra mirada para colocar confiadamente bajo la suya esta
ardiente preocupación por las vocaciones a nuestros presbiterios. A ella le pedimos
que podamos ver florecer pronto en nuestras diócesis de Euskal Herria generacio-
nes nutridas y excelentes de nuevos presbíteros que puedan vigorizar estas iglesias
y servir a otras más necesitadas.

Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebastián y Vitoria


1 de noviembre de 1991
Festividad de Todos los Santos

g José María, Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela


g Luis María, Obispo de Bilbao
g José María, Obispo de San Sebastián
g José María, Obispo de Vitoria
g Juan María, Obispo Auxiliar de Bilbao

54 Cfr. Lc 1_2.
55 Cfr. Lc 1,46-55; 2,19. 33. 51.
56 Cfr. Jn 19,25-27.

Potrebbero piacerti anche