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en sus textos
StlüíAVO L
Alianza Editorial
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© Rafael del Águila, Femando Vallespín, Ángel Rivero, Elena García Guitián,
José Antonio de Gabriel Pérez, 1998
© Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1998
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15; 28027 Madrid; teléf. 91393 88 88
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índice
Primera parte
Textos clásicos
1. Introducción............................................................................................................... 115
1.1 Primero, el liberalismo....................................................................................... 117
1.2 La libertad de los modernos frente a la de los antiguos................................... 119
1.3 El liberalismo democrático............... ....... ......................................................... 124
2. Textos........................................................................................................................... 129
2.1 JohnLocke: Segundo tratado sobre el gobierno c iv il..................................... 129
2.2 Montesquieu: Del espíritu de las le y e s ............................................................. 133
2.3 Benjamín Constant: Principios de p o lítica ...................................................... 135
2.4 Benjamin Constant: «De la libertad de los antiguos comparada con la de los
modernos»........................................................................................................... 138
2.5 Alexis de Tocquevillq\ La democracia en A m érica......................................... 142
2.6 John Stuart Mili: Sobre la libertad.................................................................... 144
2.7 John Stuart Mili: Del gobierno representativo................................................. 147
1. Introducción............................................................................................................... 157
1.1 El principio de identidad entre gobernantes y gobernados: Rousseau........... 158
1.2 La república rousseauniana............................................................................... 160
1.3 Organización institucional y sistema democrático ........................................... 164
1.4 Las condiciones de la sociedad bien ordenada................................................. 166
1.5 El principio de autoidentidad humana: M arx................................................. 168
2. Textos.......................................................................................................................... 174
2.1 Jean-Jacques Rousseau: Del contrato s o c ia l...........................’...................... 174
2.2 Jean-Paul Marat: selección de textos.................. ............................................. 183
2.3 Karl Marx: «La cuestión judía»......................................................................... 186
2.4 Karl Marx: La guerra civil en Francia.............................................................. 192
1. Introducción............................................................................................................... 197
1.1 El gobierno de la minoría................................................................................... 198
1.2 La crítica elitista de la democracia.................................................................... 199
1.3 La crítica marxista de la democracia burguesa................................................. 206
2 . Textos.......................................................................................................................... 211
2.1 Robert Michels: Los partidos políticos............................................................. 211
2.2 Joseph A. Schumpeter: Capitalismo, socialismo y democracia..................... 218
Segunda parte
Enfoques actuales
6 . Teoría de la democracia
Juan I Linz: Los problemas de las democracias y ia diversidad de democracias.... 22 5
7. Dem ocracia deliberativa
Jürgen Habermas: Derechos humanos y soberanía popular. Las versiones liberal y
republicana.................................................................................................................... 267
8 . D em ocracia fuerte
Benjamín Barber: Un marco conceptual: política de la participación ..................... 281
9. Dem ocracia y neoliberalismo
Giovanni Sartori: El coste del liberalismo ................................................................. 297
10. Democracia y análisis económ ico
J. M. Buchanan: Política sin romanticismos. Esbozo de una teoría positiva de la
elección pública y sus implicaciones normativas...................................................... 305
11. Democracia y fem inismo
Anne Phillips: ¿Qué tiene de malo la democracia liberal?........................................ 319
Tercera parte
Cuestiones fundamentales
Nota
1 Así, por ejemplo, en su obra TheAncient Constitution and the FeudalLaw, Cambridge,
Cambridge University Press, 1987, Pocock nos sitúa ante la crisis y reestructuración que la
Revolución inglesa del siglo x v n significó para los tres lenguajes paradigmáticos que has
ta entonces mantenían cierta vigencia: la «Constitución antigua», gobernada por una com
prensión del derecho como apoyada en la tradición y la costumbre, el lenguaje profético
apocalíptico y la misma tradición del «discurso republicano». A este mismo discurso dedi
ca un magnífico libro en el que se persigue toda su evolución desde Maquiavelo, pasando
por la Revolución inglesa y su posterior concreción teórica en la Revolución americana
(The Machiavelian Moment, Cambridge, Cambridge University Press, 1975).
Primera parte
Textos clásicos
1. Los precursores
de la idea de democracia:
la democracia ateniense
Rafael del Águila
1. Introducción
1) Platón (.Rep. 563b y ss.) o Aristóteles (Pol. 1309b y ss.; 1317b y ss.)
se quejan de que en una dem ocracia cada uno hace lo que desea y vive de
acuerdo con su capricho, y ambas cosas les parecen malas, aunque por razo
nes distintas.
2) Platón (Rep. 558c) cree que la democracia distribuye igualdad tanto
entre los iguales como entre los desiguales. Algo m uy parecido opina Aristó
teles (Po/. 1269b; 1300b; 1317b; etc.)
3) Platón (Rep. 557a) y Aristóteles (Pol. 1279b) creen que la democra
cia significa el gobierno de los pobres contra o sobre los ricos. Guiado por in
tereses particularistas el sistema no funcionará ni virtuosa ni adecuadamente.
Primero, una obviedad, que no es tal, y que M eier nos recuerda: «Los griegos
no tenían griegos a los que emular». Esto significa que sólo sus acciones polí
ticas concretas crearon la democracia e incluso la hicieron teóricamente con
cebible. Y esto durante un período histórico en el que se era particularmente
consciente de la exposición a la contingencia y a las acciones de otros. Un
error en la decisión política comprometía a la propia comunidad hasta extre
mos que hoy nos resultan difíciles de imaginar, pero que cualquier lector de
historia antigua conoce: la prosperidad o la destrucción, la libertad o la esclavi
tud tales eran las alternativas, nada metafóricas por lo demás. En esos tiempos
peligrosos todo parecía determinado por la acción (la propia y la de los otros).
Esto desarrolló una aguda conciencia de las posibilidades de la acción humana
y de sus realizaciones. Para los griegos no existía ese blindaje institucional e
ideológico que protege a los seres humanos contemporáneos de la realidad y
les permite no tomarse demasiado en serio las consecuencias de sus acciones
políticas. El grado de exposición al mundo y a sus riesgos aumentó indudable
mente la convicción de la importancia de la acción (y de la acción política en
particular). Y de este modo, la libertad nació tanto de la autoseguridad en las
propias posibilidades como de la aguda conciencia de la enormidad de los peli
gros y de la fuerza de la contingencia. Estos rasgos básicos serán el denomina
dor común explicativo de la evolución política a la que vamos a asistir.
Como ya sabemos, las diferencias que nos separan de los griegos comien
zan por lo más elemental: la com prensión de la política misma. La palabra
«política» designaba para los griegos aquello que pertenecía a la polis. En su
vocabulario, lo político era lo opuesto a lo privado, personal o particular, y se
refería a lo común y a lo que a todos concernía. Así por ejemplo, para Aristó
teles el dominio «político» no era otra cosa que el gobierno de los libres e
iguales (Pol. 1255b; 1277b; etc.), identificándose así la política con un tipo
específico de ejercicio del poder.
Paulatinam ente, como verem os, la política y los problem as de la p olis
fueron transfiriéndose a una esfera pública en la que los ciudadanos se encon
traban, de modo que la polis mism a se identificó con el cuerpo de ciudadanos
(politeia) y vino a denotar la constitución justa y lo apropiado para la polis.
En este sentido se desarrolló la idea de que la unidad de la p olis, su identidad,
se fundamentaba en la comunidad como conjunto y que eran los ciudadanos
los que constituían el núcleo real de la ciudad y la fuente de cualquier autori
dad o poder. Así, la integración política del ciudadano era fuente prim aria de
su propia identidad y en algún sentido constituía o hegem onizaba el resto
de sus papeles sociales (sus intereses personales o sus intereses económicos,
por ejemplo). La política se convirtió, de este modo, en el elemento dom inan
te de la vida de la comunidad. Pero todo esto, sin duda, fue el resultado de una
evolución.
El principio de esta historia suele tener un nombre que lo encabeza: So
lón. A lrededor del 590 antes de nuestra era el legislador Solón se embarcó
en una reform a crucial. Su objetivo parece haber sido lograr estabilidad para
Atenas (evitar la hybris) y evitar al tiempo el surgimiento de tiranías. A lgu
nas de sus reform as están en el origen del desarrollo hacia la isonom ia: pro
tegió a los atenienses de la esclavitud por deudas, promovió el derecho de
apelación ante el pueblo contra decisiones de los arcontes (magistrados, p o
líticos), rom pió el m onopolio aristocrático de elegibilidad para cargos pú
blicos, dividió el cuerpo de ciudadanos en cuatro clases de acuerdo con cri
terios m eram ente económ icos y usó esa distinción com o base de
elegibilidad, etc.
En definitiva, la reform a de Solón procuró una noción de constitución o
autoidentidad de la p o lis puesto que aspiraba a establecer el orden apropia
do para la mism a (eunomia). Aunque en bastantes aspectos se trataba de una
reform a conservadora, en otros proveyó de argum entos de distinto cariz, no
el m enos im portante de los cuales acaso fuera el establecimiento de un ideal
contra el cual la realidad podía ser com parada. Q uizá fue éste uno de los
prim eros pasos hacia la liberación del pensam iento político de la realidad
inmediatamente dada. Por otro lado, la reform a de Solón hizo posible igual
m ente un equilibrio de derechos y deberes ciudadanos entre distintas capas
de población y un com prom iso de las distintas ciases respecto de esa distri
bución. A unque en m uchos aspectos las leyes «descubiertas» por Solón
eran duras y severas, su actividad de legislador puso en m archa la creencia
en la justicia (dike) y la conectó con la capacidad hum ana para la reflexión y
la acción.
Varios desarrollos históricos contribuyeron desde entonces a la génesis
de la isonomia. Por un lado, la política expansionista de Atenas y el estable
cim iento de intereses com erciales en ultram ar crearon a todo un grupo de
hombres aventureros y duros, cuyas energías no estaban circunscritas ni por
los lím ites tradicionales de una sociedad agraria ni por autoridad política
centralizada alguna. Esto generó un mecanismo de diferenciación social y de
difusión del poder tanto interno a la polis como externo en el mundo de ciu
dades Estado griegas. Por lo demás, estos procesos obligaron a dedicar gran
cantidad de reflexión y de acción política a los nuevos problemas, así como a
inventar nuevas fórm ulas para el establecimiento de la organización cívica
apropiada en las colonias.
Este conjunto de procesos desarrolló en un prim er momento un lenguaje
común entre los ciudadanos, que paulatinamente eran m ás y más conscientes
de los intereses que compartían, en tanto que ciudadanos, y desarrollaban una
solidaridad cívica en el nuevo espacio público definido más igualitariamente.
La afiliación a la polis fue, paulatina y tenazmente, ganando la partida a otros
tipos de afiliación (familiar, social, etc.).
Un segundo paso necesario en el desarrollo hacia la isonomia fue la re
forma de Clístenes (año 508/7). Esta reform a hizo posible, por prim era vez
en la historia, el divorcio entre el orden social y el orden político, haciendo a
este último autónom o respecto del primero. H eródoto cuenta (Historia,
6.131) que Clístenes «estableció las tribus y la democracia en Atenas». Y, en
efecto, la reforma administrativa de Clístenes tuvo una im portancia crucial
en el establecimiento de la isonomia y la democracia. Y poco importa, por el
momento, que la intención de Clístenes, según nos indica de nuevo Heródoto
(5.66), fuera simplemente aliarse con el pueblo para frenar a facciones aristo
cráticas a las que era incapaz de controlar de otro modo. Aunque ésa fuera su
intención a corto plazo, sus acciones y reform as fueron m ucho m ás allá de
sus motivos primeros, aun cuando todo el proceso se iniciara de manera «ac
cidental».
Primero, Clístenes dividió a los ciudadanos del Ática en nuevas circuns
cripciones a las que dotó de ciertas nuevas funciones político-administrativas.
Dividió a los ciudadanos en tribus (phylai), y a éstas, a su vez, en tríadas que
agrupaban distintos demoi. Los demoi así reunidos no tenían en común otro
rasgo (ni aristocrático, ni clientelar, ni tribal, etc.) que su pertenencia a la cita
da tríada administrativa. Cada ciudadano se denominaba por su nom bre, el
nombre de su padre y el de su demo (así, Pericles, hijo de Jantipo, del demo de
Colargos, etc.). El jefe del demo cumplía funciones similares a las de un al
calde, era elegido por sus conciudadanos, elaboraba las listas electorales, etc.
La fratría, subdivisión del demo cuya organización no conocemos, era el últi
mo eslabón de esta cadena. Una función particularm ente im portante de los
demoi era enviar un cierto número de representantes (proporcional al número
de habitantes) al Consejo de los Quinientos, también reestructurado por Clís
tenes a partir del Consejo de los Cuatrocientos de Solón.
Posiblemente la im portancia de esta reform a administrativa fue que los
habitantes de las tríadas y, en particular, de cada tribu no tenían entre sí nada
en común excepto la ciudadanía, que se convirtió de este modo en la única
fuente de solidaridad cívica. Las influencias aristocráticas, las posibles clien
telas de los ricos, etc., fueron enormemente debilitadas al ser transversalmen
te cortadas por una división administrativa que no las tenía en cuenta. A un
que es claro que la influencia de ricos, aristócratas, etc., reaparecía en la
Asamblea o en el Consejo de los Quinientos (a través de un m ejor entrena
m iento político o de una mayor educación, etc.), lo crucial es que no se m an
tenía en los escalones de democracia directa que alimentaban el sistema ente
ro y que la justificación de las acciones debía necesariamente hacer referen
cia a esa igualdad esencial de los m iembros de los demoi y phylai y no a
consideraciones de carácter aristocrático. Así, la vieja estructura social se de
bilitó y esto supuso con toda seguridad un incremento del poder de los ciuda
danos ordinarios.
Igualmente, el térm ino isonomia empezó a utilizarse por amplios secto
res de la ciudadanía como reivindicación para ampliar su participación en la
gestión de los asuntos públicos. Dado que los ciudadanos empezaban a verse
como iguales (homoioi) podían reclam ar una proporción más igualitaria (iso
nomia) en la gestión los asuntos de la polis. Los esfuerzos de buena parte de
la ciudadanía se dirigieron desde entonces a am pliar la participación y la
igualdad.
Debemos m encionar también la introducción por parte de Clístenes de la
institución del ostracismo, exilio por diez años de aquellos ciudadanos de los
que se tem ía que pudieran convertirse en tiranos. Es de resaltar que esta insti
tución rebajó considerablemente la tendencia a eliminar físicamente al adver
sario político y que, además, era respetuosa con las propiedades y bienes del
exilado, así como perm itía la residencia en la polis de su familia y allegados.
Es cierto, con todo, que tanto la Asamblea de ciudadanos como el nuevo Con
sejo de los Quinientos convivió hasta Pericles con el Areópago (consejo de
nobles del que eran miembros de por vida personajes poderosos, políticos ex
perimentados, etc.); pero tam bién es verdad que el Areópago fue perdiendo
paulatinam ente sus funciones en beneficio de los jurados populares o de la
Asamblea hasta la abolición de prácticamente todo su poder político en el año
462/1.
Ahora bien, por mucho que una reform a administrativa fuera crucial, es bien
cierto que la idea de isonomia debía entrar en contacto con otro tipo de proce
sos para hacerse efectiva. El desarrollo de la isonomia entre las clases medias
y populares y la nobleza no significaba únicamente igualdad ante la ley, sino
igualdad de derechos políticos y de participación en los asuntos comunes.
Para llegar a la eclosión de esa concepción se hacía necesaria la consideración
de todos los ciudadanos como capaces de juicio político autónomo. Y esta
idea es justo la que los sofistas supieron poner en marcha.
El mito que Protágoras nos narra (y que se reproduce más adelante) per
sonifica excepcionalmente bien el tema de la igualdad esencial de juicio polí
tico entre los hombres. Se trata de un mito de creación y origen de la raza hu
mana. Zeus m anda a sus emisarios y entrega a hombres y animales todo tipo
de capacidades (fuerza, rapidez, inteligencia, etc.), aunque de forma desigual
entre ellos. Entonces, Hermes pregunta a Zeus a quiénes de entre los hombres
debía repartir el sentido de la moral y de la justicia (fundamentos de la com
petencia política): «A todos — dijo Zeus— , y que todos sean partícipes. Pues
no habría ciudades, si sólo algunos de ellos participaran, como de los otros
conocimientos. Además impon una ley de mi parte: que al incapaz de partici
par del honor y la justicia lo eliminen como a una enfermedad de la ciudad».
En este texto, Protágoras, como los contractualistas harán bajo la égida li
beral, cuenta una historia cuyo objetivo es iluminar las motivaciones políti
cas de sus contemporáneos. Pero donde los liberales contemplan el estado de
naturaleza como un estadio prepolítico en el que los seres hum anos pactan la
creación de la sociedad y la política en provecho propio y en tanto que indivi
duos racionales, el sofista supone que el sentido moral y de la justicia y la
competencia política que les subyace no son creaciones de individuos solita
rios, sino que sólo surgen de la polis. Es la polis la que crea seres humanos,
no los seres humanos los que crean la polis. En línea con ideas de democracia
participativa, Protágoras cree que la integridad del orden sociopolítico y la de
los individuos son interdependientes y se hallan estrechamente relacionadas a
través de la participación política de todos en lo que íes es común. Es decir, la
sociedad política no es un instrum ento para el bienestar de los individuos,
sino que es constitutiva de los mismos individuos en tanto que seres humanos
capaces de habla y acción.
En el texto de Protágoras, por lo demás, no hay reivindicación alguna de
la igualdad absoluta, sino un tratamiento de la igualdad de juicio político en
tre todos los hombres. Esto es, igual competencia política e igual posibilidad
de participación en los asuntos públicos y una vinculación de esa participa
ción con el honor y la justicia. Por su lado, la Oración Fúnebre de Pericles
define la apatía como signo de incompetencia y falta de virtud: los atenien
ses, dice Pericles, «nos preocupam os a la vez de los asuntos privados y de
los públicos, y gentes de diferentes oficios conocen suficientemente la cosa
pública; pues somos los únicos que consideramos no hombre pacífico, sino
inútil, al que nada participa en ella».
Frente a ello teorías como las que desarrollará después Platón afirm arán
que el auténtico gobernante es aquel que sabe cómo gobernar, y que este sa
ber sólo unos pocos pueden adquirirlo, lo que justifica su oposición a la de
mocracia y su tendencia a centrarse en el problema de la educación de los go
bernantes y no de la polis. En contraste, Aristóteles, como luego se verá, se
centra en la educación cívica del ciudadano, pero está lejos de creer que el
hombre corriente pueda acceder a la verdadera virtud (arete) y ser así digno
de gobernar democráticamente la ciudad. En definitiva, para Platón o Aristó
teles el problema no es la competencia política, sino la excelencia, y de ahí
derivan sus importantes diferencias con los sofistas y con la práctica dem o
crática en Atenas.
Contrariamente, los sofistas supieron reivindicar la idea de que todo hom
bre libre tiene ciertas cualidades que hacen la vida en común posible, al tiem
po que le hacen capaz de adquirir virtud (arete) a través de la práctica, la expe
riencia y la educación. Esta idea de educación en la virtud de los hombres que
componen la polis es pieza clave en el desarrollo de la teoría política griega.
Tal idea, además, tiene conexión con otra puesta igualmente en marcha
por los sofistas: la distinción entre naturaleza y convención. Esta distinción
alude al carácter esencialmente convencional y no natural de instituciones ta
les como leyes, costumbres y sistemas de gobierno. De este modo, fue posible
adoptar distintos puntos de vista y actitudes hacia el mundo haciéndose la
pluralidad de voces y de opiniones el centro del mundo filosófico y también
político. Esto constituyó el triunfo de la razón sobre la naturaleza y la idea de
posibilidad de alzarse sobre el estado de conflicto y destrucción de las fuerzas
naturales construyendo por sus propios medios un mundo adecuado y hum a
no. La idea del hombre como m edida de todas las cosas de Protágoras no es
más que el resultado de todo ello. Las leyes de la ciudad son descubrimientos
y creaciones humanas. Y para un hombre hacer lo justo y lo adecuado signifi
ca hacer lo que es justo para él en el lugar (lapolis) y el tiempo en los que vive.
La palabra y la persuasión se convierten ahora en el centro de la actividad
política. El lema sofístico y protagórico, tantas veces entendido como mero
relativism o, «hacer fuerte el argumento débil», debe comprenderse en este
contexto. Un pasaje del Teeteto (167c-d) de Platón nos aclara la relación entre
la comunidad y la idea sofista. En efecto, en él, las opiniones y planes que el
orador convierte en fuertes son equiparadas a las percepciones correctas de
un organismo sano: gracias a que es sabio, convence de lo que, siendo acerta
do, a primera vista parecía poco conveniente. La clave aquí está en el logos.
El artífice de la persuasión es el logos, entendido como argumentación racio
nal del político. Hacer que una cosa «parezca y sea» justa, según la expresión
del Teeteto, es persuasión.
El objetivo declarado del sofista es, pues, enseñar la virtud y hacer posi
ble la contribución de todos los hombres a los asuntos de la ciudad. Se trata,
así, de enseñar a persuadir a través de la palabra de los cambios necesarios en
la polis. Por esta razón, los sofistas pudieron ganarse la vida, en buena m edi
da, enseñando sus artes retóricas. Como ya señaló Tucídides (2.60.6), un
hombre que tiene una política que recom endar pero es incapaz de explicarla
con claridad es como si no tuviera ninguna en absoluto.
Por lo demás, si en cada tem a hay al menos dos opiniones contrapuestas
que pueden ser desarrolladas racionalmente exponiendo sus virtudes y sus in
convenientes, entonces dar igual oportunidad a ambas opiniones para apare
cer en lo público se convierte en una virtud y, sobre todo, en algo provechoso
para la polis. Si «el bien es algo variado y multiforme» (Prot. 334b), dejar apa
recer todas sus perspectivas puede ser moral y epistemológicamente subversi
vo, pero quizá es la única alternativa política y reflexiva digna de esfuerzo.
La palabra, nos dice Gorgias en su Elogio de H elena, es un poderoso so
berano que con un pequeñísimo e invisible cuerpo realiza empresas absolu
tamente divinas. Protágoras se refiere también a eso desde el punto de vista
de la competitividad de la actividad filosófica: las discusiones son «batallas
verbales» en las cuales uno es el vencedor y otro el vencido (335a), en con
traste con el objetivo socrático de hacer de la discusión una común búsqueda
de la verdad.
Ahora bien, pese a otras lecturas más duras de Platón, esta idea socrática
de consenso y búsqueda conjunta de la verdad contribuye tam bién al desarro
llo de la democracia en la medida en que muestra la posibilidad de un acuerdo
capaz de lograr la pacificación política. En efecto, sólo tal acuerdo puede dar
sentido al sacrificio de la propia vida por la comunidad, y no hemos de olvi
dar que Sócrates muere tomando la cicuta, pese a ser injustamente condenado
a ello por un jurado popular, porque piensa que su vida sólo tiene sentido en la
polis (véase Critón y Apología de Sócrates).
Sea como fuere, las enseñanzas sofísticas pusieron en marcha procesos
cruciales al desarrollo de la democracia: la igualdad en el juicio político y en
la competencia ciudadana, la convencionalidad de toda institución (y, por tan
to, la capacidad de transformarla), el poder de la persuasión y de la palabra, la
pluralidad de respuestas para cada tema y la posibilidad de enseñar la virtud y
crear ciudadanos virtuosos a través de la educación y la práctica.
Y también existen enseñanzas provechosas a la democracia procedentes
de los planteam ientos de los autores trágicos. Ellos se hicieron cargo, entre
otras funciones reflexivas, de hacer patente la tensión generada por la paulati
na importancia del papel de ciudadano en un contexto de ruptura con las tra
diciones y con otras lealtades no directamente vinculadas a la polis. La dis
tinción entre el buen hombre y el buen ciudadano es la clave en la que pueden
ser leídas muchas de las tragedias clásicas.
En efecto, en Suplicantes Esquilo sugiere que la política democrática po
dría finalmente integrar las obligaciones políticas con aquellas procedentes
de lazos familiares o de parentesco. De hecho, el rey Pelasgo, enfrentado a la
petición de asilo de las suplicantes, remite la solución del conflicto al voto del
demo. Igualmente en La Orestía la cadena de venganzas (Agamenón sacrifi
ca a Ifigenia, su hija; a la vuelta de Troya Clitemnestra, su esposa y m adre de
Ifigenia, asesina a Agamenón; el hijo de ambos, Orestes, venga a su padre
asesinando a su madre; las Furias exigen el castigo de Orestes, etc.) sólo es
interrum pida mediante el concurso del Areópago, que, a petición de Atenea,
vota sobre el asunto. El empate en votos que se produce en esa asamblea es
deshecho por la propia Atenea, que vota por la pacificación del conflicto, por
la interrupción de la cadena de sangre, integra a las Furias en la ciudad y pare
ce sugerir la necesidad de que la comunidad absorba, domestique y pacifique
las escisiones producidas por la aparición de reivindicaciones y puntos de vis
ta igualmente válidos (los de las partes: paz en la polis o venganza legítima).
Las enseñanzas de los trágicos y sus sim patías apuntan en la m ism a direc
ción: la generación de un público democrático consciente de los problemas a
' los que la isonomia pudiera conducirle e igualmente decidido a contem plar
de frente las dificultades y a actuar democráticamente sobre ellas.
1, Los precursores de la idea de democraciaria democracia ateniense
El momento en el que todas estas ideas eclosionan es el que sigue a las refor
m as de Efialtes (asesinado en el 461), que, junto con su entonces más joven
colega, Pericles, promueven cambios en el papel del Areópago (transfieren
sus poderes de control sobre los magistrados a la Asamblea, al Consejo de los
Quinientos y a los tribunales populares), aumentan la responsabilidad de m a
gistrados, extienden la isonomia a los procedimientos judiciales (con lo que
el nomos empieza a verse como plasmación de convenciones y valores ciuda
danos), abren los mecanism os de elegibilidad a los ciudadanos más pobres,
instituyen los mysthoi (indemnizaciones por los jornales perdidos por asistir a
la Asamblea, a los tribunales o al Consejo de los Quinientos), etc. Da comien
zo así la edad de oro de la democracia ateniense.
R esulta curioso, y acaso un tanto desazonante, que la extensión y pro-
fundización de la dem ocracia en Atenas corriera paralela al aumento del po
der im perial de la ciudad y que la extensión de la isonomia esté fuertem ente
relacionada con la contribución a los esfuerzos m ilitares de grupos sociales
que aún no habían accedido a la ciudadanía (A ristóteles, Pol. 1297b 16
y ss.)- D esde luego esa conexión fue m uy im portante a partir del siglo v, en
el que, tras la Liga del 478, los atenienses m ás pobres y los hoplitas form a
ban el m ayor núm ero de los ejércitos que expulsaron a los persas. Es claro
que los éxitos m ilitares (defensivos e imperiales) pusieron en m archa tanto
un sentido de autoseguridad en las propias fuerzas como la idea de contri
bución de todos los atenienses a los éxitos de la polis. De este m odo, por
m uy incómodo que resulte a nuestra sensibilidad contem poránea, el vínculo
entre democracia radical e im perialism o y guerra es innegable. De hecho, la
ausencia de conflictos civiles disgregadores en un m arco de dem ocracia ra
dical durante ese período bien pudiera deberse, entre otras razones, a los be
neficios m ateriales que todas las clases sociales extrajeron del imperio en
esos años.
Sea como fuere, en este período el demos ateniense es, sin duda, soberano
y, como señala Aristóteles en tono de reproche, podía hacer todo aquello que
deseara. La virtud (arete) ha dejado de ser privilegio de la aristocracia, y
ciertos hechos sintom áticos em piezan a producirse: en los frisos del Parte-
nón, símbolo de la preem inencia ateniense, aparece por vez primera una re
presentación del pueblo en procesión. No es raro que el estagirita o el trágico
Eurípides definan en este contexto la democracia como aquella forma de go
bierno en la que los ciudadanos gobiernan y son gobernados por turno. Era
ésta, quizá, la m ejor form a de asegurar que en dem ocracia los ciudadanos
eran sus propios amos (autokrato).
Puesto que algunas de las cosas que anteceden son para nosotros acaso
m era retórica, m erece la pena que nos detengam os un m omento en ciertos
rasgos (no institucionales) de esta forma de democracia y en señalar, de nue
vo, diferencias con los sistemas que nosotros conocemos.
Para la democracia ateniense la vida comunal era crucial. El individuo,
lejos de estar aislado (como quiere la m etáfora liberal), estaba incardinado en
todo un conjunto de instituciones políticas «de base» que producían un incre
mento paulatino de los lazos políticos y personales. No sólo los objetivos pa
recían cada vez más comunes a los ciudadanos, sino que tam bién el incre
m ento de los contactos cotidianos m utuos aum entaba la sensación de
comunalidad. Y esto es particularm ente importante para un sistema político
en el que no existían los partidos, ni el gobierno ni la oposición en nuestro
sentido moderno, sino varios miles de ciudadanos atendiendo a los debates y
a los oradores y votando sin m ediación organizativa alguna. Nada hay aquí
que recuerde tampoco a poderes autónomos y cruciales como la Iglesia o los
grupos de presión o la autoridad centralizada del Estado, rasgos todos sin
los cuales las democracias contemporáneas serían ininteligibles.
El hecho de que la m asa de ciudadanos no se dejara arrastrar tan a m e
nudo como creem os por los oradores y demagogos y lograra una considera
ble estabilidad en sus decisiones políticas fundam entales quizá se deba a
ello. En efecto, nos hallamos ante una sociedad cara a cara de m ercados, fe
rias, fiestas, plazas, vecindad, m ilicia, centros de culto, etc. U na sociedad en
la que las fuentes de inform ación (inform ales) eran m últiples y fácilm ente
accesibles. En la que los debates y la discusión eran continuos y fuente ina
gotable de educación política. En una sociedad m editerránea de m urm ura
ción y chism orreo que configuraba una cultura oral fuertem ente trabada. En
un sistem a en el que el lobbying ciertam ente era continuo, pero en el que tal
cosa tenía por objetivo la tom a de decisiones, no la elección de representan
tes (lo que hacía de esa actividad algo bastante diferente de lo que es
corriente en nuestros sistemas, tan dados a la cristalización de los circuitos
de poder).
Quizá a todo esto se deba igualmente la importancia de la amistad para la
teoría política griega y para la práctica democrática. El espíritu de solidaridad
ciudadana ejem plifica el traslado de ideas que provienen del ám bito de la
amistad familiar y desembocan en la p olis. Y dado que, como ya se ha aludi
do, la identidad de la polis era fuertemente política, lo que tenemos frente a
nosotros es una comunidad cívica que asienta su identidad en la actividad po
lítica: la polis es el resultado del actuar en común de los libres e iguales. La
primacía y la centralidad de lo político y de la vida política procedía de la pro
pia potencia de las prácticas democráticas y constituía la afiliación a la que
todas las demás estaban subordinadas (por poner un ejemplo importante: in
cluso la religión era un asunto de la ciudad).
Se da forma así a una identidad política en la que la actividad m oldea a
los ciudadanos y sus intereses. De este modo, lo que surge no es una sociedad
cuyos miembros entran en política para realizar otros objetivos de otras esfe
ras. Lo que surge es una comunidad cívica que se asienta como unidad políti
ca y reorganiza el resto de los papeles sociales para dar prim acía a lo político
y lo común en su identidad. Es más, los rasgos individualistas del sistema se
escoraban fuertemente hacia valores comunales: la consecución de gloria, la
búsqueda de excelencia cívica, etc.
En definitiva, la identidad de los ciudadanos atenienses se encontraba li
gada a la autorrealización de la que les dotaba la acción política en el seno
de la polis. Los ciudadanos, no un aparato estatal, constituían la ciudad. Por
eso la isonomia y la democracia hacen peticiones tan exigentes a los indivi
duos para que transformen su identidad personal o social en una identidad po
lítica comunitaria. Los ciudadanos toman ciertas ideas de la aristocracia (el
sentido del honor, de la gloria o del orgullo) y las desarrollan en un marco de
mocrático. Ahora el ciudadano participativo se contrasta con el apático que
refugiado en su hogar (oikia) está, efectivamente, privado de algo: de su con
dición de individuo autónomo, competente y capaz.
Aun cuando hay entre los investigadores de éste período quien opina que
el peso de los intereses particularistas seguía siendo crucial en este contexto
(Finley, por ejemplo), existen otros (M eier o Arendt) que continúan ofrecien
do la imagen de la identidad ciudadana como centro de gravedad esencial a la
vida de la polis. Y esto debido a que la libertad era entendida en Atenas no
como un reducto de privacidad o de no interferencia, sino como libertad entre
iguales que sólo podía mantenerse mediante la presencia cívica y la partici
pación en el autogobierno de la polis. Porque, en efecto, no existían «dere
chos» a la libertad que pudieran ser garantizados por Estado alguno. La liber
tad no es un estatus que uno obtiene debido a ciertas protecciones legales. La
libertad es esencialmente autogobierno y participación en el autogobierno a
través de las oportunidades políticas abiertas a todos. Por tanto la libertad se
vinculaba a la directa implicación en la construcción cotidiana de la polis y
en la toma de decisiones de la que ésta dependía.
La clave era la de aquellas palabras de una obra de Eurípides (Suplican
tes, 438-9): «¿Qué hombre tiene un buen consejo que dar a la polis?». Hom
bres independientes, no sometidos a ningún rey ni esclavizados por tirano
alguno, asumen los riesgos y los placeres de debatir, elegir y actuar concer
tadam ente. La libertad es no sujeción a otros, capacidad para realizar los
propios objetivos y ausencia de despotismo o esclavitud. Ciertos valores aris
tocráticos penetran esta concepción: liberación de la necesidad, ocio, autosu
ficiencia, etc. Pero toda ella se hace dependiente de la idea de autogobierno y
autonom ía que generan las capacidades y disposiciones esenciales para la
preservación y el desarrollo de la com petencia ciudadana. Lo que hará que
los griegos desprecien a los déspotas orientales (persas, etc.) es que sus siste
mas políticos esclavizan al ciudadano, lo hacen sumiso, dependiente y pasivo
y no desarrollan en él las virtudes cívicas.
Tal disposición de las cosas se lograba a través de la ley (nomos) y la eu-
nom ia. Pero el ideal espartano (o platónico) de sometimiento absoluto a un
nomos estático no era el objetivo de la polis democrática. La Asamblea y el
Consejo elaboran y promulgan las nomoi a través de las cuales la polis se go
bierna, y sus creadores son los ciudadanos activos. Hasta tal punto esto se su
braya que, como apreciará el lector de la Oración Fúnebre, Pericles considera
a aquellos cuyas polis no están reguladas por ese principio (los espartanos y
no únicamente los bárbaros) como sometidos y no libres.
Ahora bien, el exceso (aunque sea democrático) produce abuso (hybris),
y éste, desenfreno, mal gobierno, discordia y luchas civiles. La solución, por
tanto, es eunomia dem ocrática, que es sensatez y tem planza: sophrosyne,
equilibrio. Y esta eunomia se logra a través de la isonomia: dirigida contra la
arbitrariedad y contra la tiranía. No, pues, contra los nobles o los ricos como
tales, sino contra el poder excesivo en general. Así, isonomia no era sim ple
mente una forma de gobierno, sino el establecimiento de un orden justo.
lsegoria o isokratia son, por su lado, términos asociados a aquél y se re
fieren igualmente a la parte que los ciudadanos obtienen en el gobierno de la
ciudad (una parte igual). La isegoria describe el derecho a tom ar la palabra en
la Asamblea, un derecho que representa la igualdad ciudadana en el ágora y se
vincula con laparresia (derecho a decirlo todo). Igualdad en el uso de la pala
bra más libertad de expresión configuran finalmente el sentido de la democra
cia, de la isonomia, de la libertad y del autogobierno para los atenienses.
Con todo, conviene aclarar que la isegoria no es idéntica a nuestra «liber
tad de expresión» de cuño liberal. En Atenas la isegoria nunca protegió la ex
presión de opiniones de posibles represalias, sino más bien al contrario. Este
rasgo es típico del concepto de isegoria de la Atenas clásica: la responsabili
dad de aquellos que hacían determinadas propuestas o denuncias. Todo ciu
dadano era responsable de lo que decía y de los consejos que daba a la polis.
No existía protección institucional alguna frente a los riesgos de la acción.
De hecho, conviene recordar de nuevo que Sócrates es condenado por un
jurado popular por corrom per a la juventud con sus enseñanzas. Su m uerte
aclara que siendo la isegoria un rasgo típico de la polis, ello no significó nun
ca una protección frente a las posibles consecuencias de las opiniones verti
das, como ocurre contemporáneamente. Y menos aun la irresponsabilidad de
los ciudadanos respecto de los cursos de acción aconsejados y de las posibles
represalias de la polis contra los «malos consejos».
En general, los filósofos creen que la polis debe moldear a los ciudadanos se
gún la virtud y que el hom bre medio es incapaz de lograr los estándares re
queridos en ese aspecto, todo lo contrario de lo que decían los demócratas, de
entonces y de ahora. La búsqueda de la excelencia desplaza a la búsqueda
de la competencia política.
Así, Platón adopta la idea espartana de que los ciudadanos deben some
terse com pletam ente a la ley hasta eí punto de que no deben considerar su
mente como propia. De hecho, las ideas conectadas con la obediencia se im
ponen a las participativas, y la vida buena se establece filosóficam ente.
El caso de Aristóteles es peculiar, pues aun cuando no era, estrictam ente
hablando, un demócrata, puso las bases para una com prensión republicana
de la política de la que hablarem os más adelante. Su teoría surge de la m ez
cla de elem entos dem ocráticos con otros que no lo son. El estagirita resalta
la im portancia que los atenienses dan al juicio político autónom o y a la li
bertad. Para él la política es el resultado de la acción virtuosa en pluralidad y
del ejercicio plural de la razón práctica. De este modo, su interés por la ex
celencia es de carácter distinto del platónico. Ahora se trata de conseguir in
dividuos excelentes para la vida política allí donde los demócratas creen que
lo im portante son los individuos com petentes y Platón que excelencia o
com petencia no pueden surgir sino m ediante el filósofo, la jerarquía y la ley.
Veámoslo.
Como ya sabemos, para Aristóteles el hombre es un animal político que
sólo puede realizarse en la esfera de la polis, esto es, en la comunidad de los
iguales. La polis engloba todas las formas de vida y las integra dotándolas de
un espacio en el que pueden aparecer. Tal espacio es el producto de tradicio
nes, valores y una cultura común.
La acción política sólo tiene sentido en un medio de pluralidad, en la con
frontación de opiniones y allí donde personas de recto razonar persiguen plu
ralmente la vida excelente, a través de la palabra y la persuasión. Por tanto, la
polis debe favorecer el perfeccionamiento de los hombres y hacer posible su
acción concertada. El hombre no sólo es animal político, sino que eso implica
que es un ser dotado de habla y capaz de discurso y acción.
Todas estas cosas son posibles gracias a que una constitución ha creado
un marco común que se establece como espacio de acción. La polis se com
pone de ciudadanos que actúan y se definen por su participación en el gobier
no y en la justicia dentro del marco constitucional.
Ahora bien, para Aristóteles la m ejor constitución no sería la democráti
ca, sino aquella en la que buenos gobernantes y buenos gobernados actúen
con el fin de que la comunidad alcance una vida excelente. Esto exige que los
ciudadanos posean sentido de la prudencia y sabiduría práctica (phronesis).
Cuanto tiende a conseguir el bien de la comunidad es, entonces, correcto,
y cuanto no lo hace es incorrecto. Por eso la m ejor constitución es aquella
que, adaptada a su tipo de sociedad, promueve el bien común. De ahí su divi
sión de las formas de gobierno. Las formas legítimas de gobierno son defini
das de acuerdo con su contribución al bien común: en la monarquía uno solo
gobierna de acuerdo al bien común, en la aristocracia los mejores lo hacen,
mientras que en la república (politeia) la mayoría gobierna de acuerdo a lo
común. Por contra, en las form as corruptas de gobierno (tiranía, oligarquía y
democracia) se ejerce el poder para satisfacer intereses particulares (del tira
no, de los ricos en el caso de la oligarquía, de los pobres en el caso de la de
mocracia) (Pol. 1279a y b).
De aquí proviene la im portancia de la educación cívica que enseñe a en
contrar la senda del bien común. La ley es un instrumento para ello. Fija los
límites de las acciones humanas, especifica algo así como el código moral de
la comunidad y se basa en la razón, no en la fuerza. Por eso es en cierto modo
abierta. Por eso, igualmente, requiere de la equidad para ser completada en el
caso concreto. Igualmente por eso requiere de virtud cívica y de aprendizaje
ciudadano capaz de llenar de sentido y contenido a la política.
Así pues, tenemos ya aquí los rudimentos sobre los que se desarrollará el
vocabulario republicano con posterioridad: ciudadanía, juicio, pluralidad y
conflicto, excelencia cívica, bien común, etc.
Bibliografía
Libro II
35. «La mayoría de los que aquí han hablado anteriormente, elogian al que
añadió a la costumbre el que se pronunciara públicamente este discurso, como
algo hermoso en honor de los enterrados a consecuencia de las guerras. Aun
que lo que a mí me parecería suficiente es que, ya que llegaron a ser de hecho
hombres valientes, también de hecho se patentizara su fam a como ahora m is
mo veis en torno a este túmulo que públicamente se les ha preparado; y no que
las virtudes de muchos corran el peligro de ser creídas según que un solo hom
bre hable bien o menos bien. Pues es difícil hablar con exactitud en momentos
en ios que difícilmente está segura incluso la apreciación de ia verdad.
Pues el oyente que ha conocido los hechos y es benévolo, pensará quizá
que la exposición se queda corta respecto a lo que él quiere y sabe; en cam
bio quien no los conoce pensará, por envidia, que se está exagerando, si oye
. algo que está por encima de su propia naturaleza. Pues los elogios pronuncia
dos sobre los demás se toleran sólo hasta el punto en que cada cual también
cree ser capaz de realizar algo de las cosas que oyó; y a lo que por encima de
ellos sobrepasa, sintiendo ya envidia, no le dan crédito. M as, puesto que a los
antiguos les pareció que ello estaba bien, es preciso que también yo, siguien
do la ley, intente satisfacer lo más posible el deseo y la expectación de cada
uno de vosotros.
36. Comenzaré por los antepasados, lo primero; pues es justo y al m is
mo tiem po conveniente que en estos m om entos se les conceda a ellos esta
honra de su recuerdo. Pues habitaron siempre este país en la sucesión de las
generaciones hasta hoy, y libre nos lo entregaron gracias a su valor. Dignos
son de elogio aquéllos, y mucho más lo son nuestros propios padres, pues ad
quiriendo no sin esfuerzo, además de lo que recibieron, cuanto imperio tene
mos, nos lo dejaron a nosotros, los de hoy en día. Y nosotros, los mism os que
aún vivimos y estamos en plena edad madura, en su mayor parte lo hemos en
grandecido, y hemos convertido nuestra ciudad en la más autárquica, tanto en
lo referente a la guerra como a la paz.
De esas cosas pasaré por alto los hechos de la guerra con los que se ad
quirió cada cosa, o si nosotros mismos o nuestros padres rechazamos al ene
migo, bárbaro o griego, que valerosamente atacaba, por no querer extender
me ante quienes ya lo conocen. En cambio, tras haber expuesto primero desde
qué modo de ser llegamos a ello, y con qué régimen político y a partir de qué
caracteres personales se hizo grande, pasaré tam bién luego al elogio de los
muertos, considerando que en el momento presente no sería inoportuno que
esto se dijera, y es conveniente que lo oiga toda esta asamblea de ciudadanos
y extranjeros.
37. Pues tenemos una Constitución que no envidia las leyes de los ve
cinos, sino que más bien es ella modelo para algunas ciudades que imitadora
de los otros. Y su nombre, por atribuirse no a unos pocos, sino a los más, es
Democracia. A todo el mundo asiste, de acuerdo con nuestras leyes, la igual
dad de derechos en las disensiones particulares, mientras que según la reputa
ción que cada cual tiene en algo, no es estimado para las cosas en común más
por tumo que por su valía, ni a su vez tampoco a causa de su pobreza, al m e
nos si tiene algo bueno que hacer en beneficio de la ciudad, se ve impedido
por la oscuridad de su reputación. Gobernamos liberalmente lo relativo a la
comunidad, y respecto a la suspicacia recíproca referente a las cuestiones de
cada día, ni sentimos envidia del vecino si hace algo por placer, ni añadimos
nuevas molestias, que aun no siendo penosas son lamentables de ver. Y ai tra
tar los asuntos privados sin m olestam os, tampoco transgredimos los asuntos
públicos, más que nada por miedo, y por obediencia a los que en cada ocasión
desempeñan cargos públicos y a las leyes, y de entre ellas sobre todo a las que
están dadas en pro de los injustamente tratados, y a cuantas por ser leyes no
escritas comportan una vergüenza reconocida.
38. Y también nos hemos procurado frecuentes descansos para nuestro
espíritu, sirviéndonos de certámenes y sacrificios celebrados a lo largo del
año, y de decorosas casas particulares cuyo disfrute diario aleja las penas. Y a
causa de su grandeza entran en nuestra ciudad toda cíase de productos desde
toda la tierra, y nos acontece que disfrutamos los bienes que aquí se produ
cen para deleite propio, no menos que los bienes de los demás hombres.
39. Y también sobresalimos en los preparativos de las cosas de la guerra
por lo siguiente: mantenemos nuestra ciudad abierta y nunca se da el que im
pidam os a nadie (expulsando a los extranjeros) que pregunte o contem ple
algo — al menos que se trate de algo que de no estar oculto pudiera un enemi
go sacar provecho al verlo— , porque confiamos no más en los preparativos y
estratagemas que en nuestro propio buen ánimo a la hora de actuar. Y respec
to a la educación éstos, cuando todavía son niños, practican con un esforzado
entrenamiento el valor propio de adultos, mientras que nosotros vivimos plá
cidamente y no por ello nos enfrentamos m enos aparejos peligros. Aquí está
la prueba: los lacedem onios nunca vienen a nuestro territorio por sí solos,
sino en compañía de todos sus aliados; en cambio nosotros, cuando atacamos
el territorio de los vecinos, vencemos con facilidad en tierra extranjera la m a
yoría de las veces, y eso que son gentes que se defienden por sus propieda
des. Y contra todas nuestras fuerzas reunidas ningún enemigo se enfrentó to
davía, a causa tanto de la preparación de nuestra flota como de que enviamos
a algunos de nosotros mismos a puntos diversos por tierra. Y si ellos se en
frentan en algún sitio con una parte de los nuestros, sí vencen se jactan de ha
ber rechazado unos pocos a todos los nuestros, y si son vencidos, haberlo sido
por la totalidad. Así pues, si con una cierta indolencia más que con el conti-
nuo entrenarse en penalidades, y no con leyes más que con costumbres de va
lor queremos correr los riesgos, ocurre que no sufrimos de antemano con los
dolores venideros, y aparecemos llegando a lo mismo y con no menos arrojo
que quienes siempre están ejercitándose. Por todo ello la ciudad es digna de
admiración y aun por otros motivos.
40. Pues amamos la belleza con economía y amamos la sabiduría sin
blandicie, y usamos la riqueza más como ocasión de obrar que como jactan
cia de palabra. Y el reconocer que se es pobre no es vergüenza para nadie,
sino que el no huirlo de hecho, eso sí que es más vergonzoso. Arraigada está
en ellos la preocupación de los asuntos privados y tam bién de los públicos; y
estas gentes, dedicadas a otras actividades, entienden no menos de los asuntos
públicos. Somos los únicos, en efecto, que consideramos al que no participa
de estas cosas, no ya un tranquilo, sino un inútil, y nosotros mismos, o bien
emitim os nuestro propio juicio, o bien deliberam os rectam ente sobre los
asuntos públicos, sin considerar las palabras un perjuicio para la acción, sino
el no aprender de antemano mediante la palabra antes de pasar de hecho a eje
cutar lo que es preciso.
Pues tam bién poseem os ventajosam ente esto: el ser atrevidos y delibe
rar especialm ente sobre lo que vamos a emprender; en cambio en los otros
la ignorancia les da tem eridad y la reflexión les im plica demora. Podrían ser
considerados justam ente los de m ejor ánimo aquellos que conocen exacta
m ente lo agradable y lo terrible y no por ello se apartan de los peligros. Y
en lo que concierne a la virtud nos distinguim os de la m ayoría; pues nos
procuram os a los amigos, no recibiendo favores sino haciéndolos. Y es que
el que otorga el favor es un amigo m ás seguro para m antener la am istad
que le debe aquel a quien se lo hizo, pues el que lo debe es en cam bio m ás
débil, ya que sabe que devolverá el favor no gratuitam ente sino como si fue
ra una deuda. Y som os los únicos que sin angustiarnos procuram os a al
guien beneficios no tanto por el cálculo del m om ento oportuno como por la
confianza en nuestra libertad.
41. Resumiendo, afirm o que la ciudad toda es escuela de Grecia, y me
parece que cada ciudadano de entre nosotros podría procurarse en los m ás va
riados aspectos una vida completísima con la mayor flexibilidad y encanto. Y
que estas cosas no son jactancia retórica del momento actual sino la verdad
de los hechos, lo demuestra el poderío de la ciudad, el cual hemos conseguido
a partir de este carácter. Efectivamente, es la única ciudad de las actuales que
acude a una prueba mayor que su fama, y la única que no provoca en el ene
migo que la ataca indignación por lo que sufre, ni reproches en los súbditos,
en la idea de que no son gobernados por gentes dignas. Y al habernos procu
rado un poderío con pruebas m ás que evidentes y no sin testigos, darem os
ocasión de ser admirados a los hombres de ahora y a los venideros, sin necesi
tar para nada el elogio de Homero ni de ningún otro que nos deleitará de m o
mento con palabras halagadoras, aunque la verdad irá a desmentir su concep
ción de los hechos; sino que tras haber obligado a todas las tierras y mares a
ser accesibles a nuestro arrojo, por todas partes hemos contribuido a fundar
recuerdos imperecederos para bien o para mal.
Así pues, éstos, considerando justo no ser privados de una tal ciudad, lu
charon y m urieron noblemente, y es natural que cualquiera de los supervi
vientes quiera esforzarse en su defensa.
42. Ésta es la razón por la que m e he extendido en lo referente a la ciu
dad, enseñándoos que no disputam os por lo m ism o nosotros y quienes no
poseen nada de todo esto, y dejando en claro al mismo tiem po con pruebas
ejem plares el público elogio sobre quienes ahora hablo. Y de él ya está di
cha la parte m ás importante. Pues las virtudes que en la ciudad he elogiado
no son otras que aquellas con que las han adornado estos hom bres y otros
semejantes, y no son m uchos los griegos cuya fama, como la de éstos, sea
pareja a lo que hicieron. Y me parece que pone de m anifiesto la valía de un
hom bre, el desenlace que éstos ahora han tenido, al principio sólo m ediante
indicios, pero luego confirm ándola al final. Pues es justo que a quienes son
inferiores en otros aspectos se les valore en prim er lugar su valentía en de
fensa de la patria, ya que borrando con lo bueno lo malo reportaron mayor
beneficio a la com unidad que lo que la perjudicaron como sim ples particu
lares. Y de ellos ninguno flojeó por anteponer el disfrute continuado de la
riqueza, ni demoró el peligro por la esperanza de que escapando algún día
de su pobreza podría enriquecerse. Por el contrario, consideraron más de
seable que todo esto el castigo de los enem igos, y estim ando adem ás que
éste era el más bello de los riesgos decidieron con él vengar a los enemigos,
optando por los peligros, confiando a la esperanza lo incierto de su éxito,
estimando digno tener confianza en sí mismos de hecho ante lo que ya tenían
ante su vista.
Y en ese momento consideraron en más el defenderse y sufrir, que ceder y
salvarse; evitaron una fama vergonzosa, y aguantaron el peligro de la acción
al precio de sus vidas, y en breve instante de su Fortuna, en el esplendor m is
mo de su fama más que de su miedo, fenecieron.
43. Y así éstos, tales resultaron, de modo en verdad digno a su ciudad.
Y preciso es que el resto pidan tener una decisión más firm e y no se den por
satisfechos de tenerla más cobarde ante los enemigos, viendo su utilidad no
sólo de palabra, cosa que cualquiera podría tratar in extenso ante vosotros,
que la conocéis igual de bien, mencionando cuántos beneficios hay en ven
garse de los enemigos; antes por el contrario, contemplando de hecho cada
día el poderío de la ciudad y enamorándoos de él, y cuando os parezca que es
inmenso, pensad que todo ello lo adquirieron unos hombres osados y que co
nocían su deber, y que actuaron con pundonor en el momento de la acción; y
que si fracasaban al intentar algo no se creían con derecho a privar a la ciudad
de su innata audacia, por lo que le brindaron su más bello tributo: dieron, en
efecto, su vida por la comunidad, cosechando en particular una alabanza im
perecedera y la más célebre tumba: no sólo el lugar en que yacen, sino aquella
otra en la que por siempre les sobrevive su gloria en cualquier ocasión que se
presente, de dicho o de hecho. Porque de los hombres ilustres tumba es la tierra
toda, y no sólo la señala una inscripción sepulcral en su ciudad, sino que in
cluso en los países extraños pervive el recuerdo que, aun no escrito, está gra
bado en el alm a de cada uno m ás que en algo m aterial. Imitadlos ahora a
ellos, y considerando que su libertad es su felicidad y su valor su libertad, no
os angustiéis en exceso sobre los peligros de la guerra.
Pues no sería justo que escatimaran menos sus vidas los desafortunados
(ya que no tienen esperanzas de ventura), sino aquellos otros para quienes hay
el peligro de sufrir en su vida un cambio a peor, en cuyo caso sobre todo se
rían mayores las diferencias si en algo fracasaran. Pues, al m enos para un
hombre que tenga dignidad, es más doloroso sufrir un daño por propia cobar
día que, estando en pleno vigor y lleno de esperanza común, la m uerte que
llega sin sentirse.
44. Por esto precisamente, no os compadezco a vosotros, los padres de
estos de ahora que aquí estáis presentes, sino que más bien voy a consolaros.
Pues ellos saben que han sido educados en las más diversas experiencias. Y la
felicidad es haber alcanzado, como éstos, la m uerte más honrosa, o el más
honroso dolor como vosotros y como aquellos a quienes la vida les calculó
por igual el ser feliz y el morir.
Y que es difícil convenceros de ello lo sé, pues tendréis múltiples ocasio
nes de acordaros de ellos en momentos de alegría para otros, como los que
antaño también eran vuestro orgullo. Pues la pena no nace de verse privado
uno de aquellas cosas buenas que uno no ha probado, sino cuando se ve des
pojado de algo a lo que estaba acostumbrado.
Preciso es tener confianza en la esperanza de nuevos hijos, los que aún es
táis en edad, pues los nuevos que nazcan ayudarán en el plano familiar a acor
darse menos de los que ya no viven, y será útil para la ciudad por dos m oti
vos: por no quedar despoblada y por una cuestión de seguridad. Pues no es
posible que tomen decisiones equitativas y justas quienes no exponen a sus
hijos a que corran peligro como los demás.
Y a su vez, cuantos habéis pasado ya la madurez, considerad vuestra m a
yor ganancia la época de vuestra vida en que fuisteis felices, y que esta pre
sente será breve, y aliviaos con la gloria de ellos. Porque las ansias de hono
res es lo único que no envejece, y en la etapa de la vida m enos útil no es el
acum ular riquezas, como dicen algunos, lo que más agrada, sino el recibir
honores.
45. Por otra parte, para los hijos o hermanos de estos que aquí están pre
sentes veo una dura prueba (pues a quien ha m uerto todo el mundo suele elo
giar) y a duras penas podríais ser considerados, en un exceso de virtud por
vuestra parte, no digo iguales sino ligeramente inferiores. Pues para los vivos
queda la envidia ante sus adversarios, en cambio lo que no está ante nosotros
es honrado con una benevolencia que no tiene rivalidad. Y si debo tener un
recuerdo de la virtud de las mujeres que ahora quedarán viudas, lo expresaré
todo con una breve indicación. Para vosotras será una gran fam a el no ser in-
feriores a vuestra natural condición, y que entre los hombres se hable lo m e
nos posible de vosotras, sea en tono de elogio o de crítica.
46. He pronunciado tam bién yo este discurso, según la costum bre,
cuanto era conveniente, y los ahora enterrados han recibido ya de hecho en
parte sus honras; a su vez la ciudad va a criar a expensas públicas a sus hijos
hasta la juventud, ofreciendo una útil corona a éstos y a los supervivientes de
estos combates. Pues es entre quienes disponen de premios mayores a la vir
tud donde se dan ciudadanos más nobles.
Y ahora, después de haber concluido los lamentos fúnebres, cada cual en
honor de los suyos, marchaos.»
2.2 Platón: Ciudadanos políticamente competentes*
... cualquier ciudad es una cierta comunidad, tam bién que toda com unidad
está constituida con m iras a algún bien (por algo, pues, que les parece bueno
obran todos en todos los actos) es evidente. [...]
Capítulo II
[...]
La ciudad es la comunidad, procedente de varias aldeas, perfecta, ya que
posee, para decirlo de una vez, la conclusión de la autosuficiencia total, y
que tiene su origen en la urgencia del vivir, pero subsiste para el vivir bien.
Así que toda ciudad existe por naturaleza, del mismo modo que las comuni
dades originarias. Ella es la finalidad de aquéllas...
[...]
... la ciudad es una de las cosas naturales y el hombre es, por naturaleza,
un animal cívico. Y el enemigo de la sociedad ciudadana es, por naturaleza, y
no por casualidad, o bien un ser inferior o más que un hombre. [...]
La razón de que el hombre sea un ser social, más que cualquier abeja y que
cualquier otro animal gregario, es clara. La naturaleza, pues, como decimos,
no hace nada en vano. Sólo el hombre, entre los animales, posee la palabra. La
voz es una indicación del dolor y del placer... la palabra existe para manifestar
lo conveniente y lo dañino, así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio
de los humanos frente a los demás animales: poseer, de modo exclusivo, el
sentido de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, y las demás apreciaciones.
La participación comunitaria en éstas funda la casa familiar y la ciudad.
Es decir, que, por naturaleza, la ciudad es anterior a la casa y a cada uno
de nosotros. Ya que el conjunto es necesariamente anterior a la parte. [...]
""" '"r"
[...]
Así que quién es el ciudadano, de lo anterior resulta claro: aquel a quien le
está permitido compartir el poder deliberativo y judicial, éste decimos que es
ciudadano de esa ciudad, y ciudad, en una palabra, el conjunto de tales perso
nas capacitado para una vida autosuficiente.
[-]
Capítulo IV
Capítulo VII
[■■•]
De los gobiernos unipersonales solemos llamar monarquía al que vela por .
el bien común; al gobierno de pocos, pero de más de uno, aristocracia (bien
porque gobiernan los mejores [aristoi] o bien porque lo hacen atendiendo a lo
mejor [aristón] para la ciudad y para los que forman su comunidad); y cuan-
do la mayoría gobierna mirando por el bien común, recibe el nombre común a
todos los regímenes políticos: república (politeia)...
Desviaciones de los citados son: la tiranía, de la monarquía, la oligarquía,
de la aristocracia y la democracia, de la república. La tiranía, en efecto, es una
.monarquía orientada al interés del monarca, la oligarquía, al de los ricos y la
democracia, al interés de los pobres. Pero ninguna de ellas presta atención a
lo que conviene a la comunidad.
[...]
Pues bien, la prim era dem ocracia es la que se funda sobre todo en la
igualdad; e igualdad según la ley de dicha democracia consiste en no sobresa
lir m ás los pobres que los ricos, ni tener la autoridad unos u otros, sino ser
iguales ambos. Pues si la libertad se encuentra principalmente en la democra
cia como piensan algunos y también la igualdad, esto se puede lograr en espe
cial, si en especial todos participan por igual en el gobierno. Y puesto que el
pueblo es mayoría, y prevalece la opinión de la mayoría, necesariamente ésta
es una democracia.
Capítulo XI
¿Cuál es el mejor régim en y cuál el m ejor tipo de vida para la mayoría de las
ciudades y para la mayoría de los hombres si, respecto a virtud, no reúnen la
superior a la normal, ni, a educación, la que precisa una naturaleza y unos m e
dios afortunados y ni, a sistema de gobierno, el que se ajuste al ideal, sino un
modo de vida que está al alcance de casi todos y un sistema de gobierno con
el que pueden contar casi todas las ciudades? Pues las que reciben el nombre
de aristocracias, y sobre las que tratam os hace un momento, unas veces que-
dan fuera del alcance de la mayoría de las ciudades y otras se acercan a la lla
m ada república (y por ello hay que tratar de ambas como de una sola).
La respuesta a todas estas cuestiones se basa en los mism os principios. Si
en la Ética se ha explicado satisfactoriam ente que la vida feliz es la que de
acuerdo con la virtud ofrece menos impedimentos, y el término medio es la
virtud, la intermedia será necesariamente la vida mejor, por estar al alcance
de cada cual el térm ino medio; y estos mismos criterios tienen que aplicarse
también a la virtud y maldad de la ciudad y del régimen político, ya que el ré
gimen es en cierto modo la vida de la ciudad.
En todas las ciudades hay tres elementos propios de la ciudad: los muy ri
cos, los muy pobres, y tercero, los interm edios entre éstos. Sin embargo,
puesto que se reconoce que lo moderado es lo mejor y lo intermedio, obvia
mente, también en el caso de los bienes de fortuna, la propiedad intermedia
es la mejor de todas, ya que es la más fácil de someterse a la razón...
Asimismo, la clase media es la que menos rehúye los cargos y la que m e
nos los ambiciona, actitudes ambas fatales para las ciudades. [...]
La ciudad pretende estar integrada por personas lo más iguales y sem e
jantes posible, y esta situación se da, sobre todo, en la clase media; por tanto,
esta ciudad será necesariam ente la m ejor gobernada, [la que] consta de
aquellos elem entos de los que decim os que por naturaleza depende la
composición de la ciudad; y sobreviven en las ciudades, sobre todo, estos
ciudadanos; pues ni ambicionan lo ajeno, como los pobres, ni otros ambicio
nan su situación, como los pobres la de los ricos; y al no ser objeto de conspi
raciones ni conspirar ellos, viven libres de peligro. [...]
Es evidente entonces que la com unidad política m ejor es la de la cla
se media, y que pueden tener un buen gobierno aquellas ciudades donde la
clase m edia sea numerosa y muy superior a ambos partidos...
[•••]
De aquí se deduce por qué la mayoría de los sistemas políticos son democrá
ticos u oligárquicos; pues al ser en ellos muchas veces pequeña la clase media,
cualquiera de los partidos que sobresalga según las circunstancias — los dueños
de las riquezas o el pueblo— , desplazando a la clase media, controlan por sí so
los el gobierno; de manera que se origina una democracia o una oligarquía.
[-]
[...]
Puesto que nos encontramos investigando sobre el régim en más perfecto
y éste es aquel con el que la ciudad sería especialmente feliz, y la felicidad se
.ha dicho antes que sin virtud no puede existir, es evidente a la vista de esto
que en la ciudad con mejor organización política y provista de hombres justos
en un sentido absoluto y no relativo al fundamento básico del régim en, los
ciudadanos no deben llevar una forma de vida propia de obreros ni de comer
ciantes (pues esa forma de vida es innoble y contraria a la virtud); ni tampoco
ser campesinos los que vayan a habitarla (pues se necesita tiempo libre para el
nacimiento de la virtud y para las actividades políticas).
[...]
2. El discurso republicano
Ángel Rivero
1. Introducción
Todas esas formas son pestíferas [las formas puras de gobierno] pues las buenas tienen una
vida muy breve, y las malas son de por sí perversas. [...] Los legisladores prudentes huyen
de cada una de estas formas en estado puro, eligiendo un tipo de gobierno que participe de
todas, juzgándolo más firme y más estable, pues así cada poder controla a los otros, y en
una misma ciudad se mezclan el principado, la aristocracia y el gobierno popular (Ma-
quiavelo, 1987, p. 35).
Por tanto, el republicanismo es en prim er lugar defensa del gobierno jn ix -
En este apartado intentaremos plasm ar de forma algo más concreta los rasgos
del discurso republicano. Esa concreción viene dada por cuatro momentos en
los que este discurso ha cristalizado históricamente. Estos cuatro momentos
que queremos iluminar como encarnaciones de los ideales republicanos son
la Rom a republicana, las ciudades m edievales y renacentistas italianas, los
Estados Unidos en su independencia y el republicanism o contem poráneo.
Cada uno de estos momentos constituye una interpretación distinta del dis
curso republicano. O si se prefiere, cada una de estas encam aciones contesta
de m anera distinta a la preocupación republicana por la corrupción del Esta
do, reinterpretando a su m anera el significado y función de conceptos tan
centrales en esta tradición como la idea m ism a de república, la corrupción, la
estabilidad, la ciudad, el Estado, la virtud cívica, la libertad, la igualdad,
la ciudadanía y la organización institucional del Estado.
Polibio (200-118 a.C.), historiador grecorrom ano y cronista del triunfo
de Roma, fue el primero que enlazó los éxitos de ésta con su organización re
publicana. Polibio, que escribía para lectores fam iliarizados con el debate
griego sobre las constituciones (la anacyclosis), titula la segunda parte del li
bro VI de las Historias «Los diversos tipos de constitución. La teoría de los
ciclos y la constitución mixta» y nos detalla cómo hay seis tipos de constitu
ción: «realeza, aristocracia y democracia» y «otras tres emparentadas con és
tas, es decir, la monarquía, la oligarquía y la oclocracia» (gobierno de la m ul
titud o de la masa) (Polibio, p. 158), y pasa, a continuación, a explicar el ciclo
de las constituciones:
Tres son los componentes del gobierno en la constitución romana Y eran estos compo
nentes los que organizaban y regulaban cada una de las cosas de forma tan equitativa y
conveniente que nadie, ni siguiera los del país, podría decir, con base alguna, si la constitu
ción en su conjunto era aristocrática, democrática o monárquica (Polibio, p, 167).
Cuando tiene uno solo el gobierno de todas las cosas, llamamos rey a esa persona única y
reino a la forma de tal república; cuando lo tienen unos pocos selectos, se dice que tal ciu
dad se rige por el arbitrio de los nobles; y, por último, es ciudad popular — así la llaman—
aquella en que todo lo puede el pueblo En los reinos, quedan los otros ciudadanos de
masiado apartados de toda actividad en el derecho y en el gobierno; en el denominado de
los mejores, la muchedumbre difícilmente puede participar de la libertad, pues carece
de toda potestad para el gobierno de la comunidad; y cuando todo lo gobierna el pueblo,
aunque sea éste justo y moderado, la misma igualdad es injusta, pues no distingue grados
de dignidad. [...] Y me refiero a estas tres formas de gobierno sin mezclas ni combinacio
nes, conservadas en su pureza; cada una tiene los defectos que he dicho, pero tienen ade
más otros perjudiciales defectos, pues no hay ninguna de ellas que no tienda a una mala
forma próxima por una pendiente resbaladiza (Cicerón, pp. 65-66).
La mejor forma de gobierno [...] será aquella forma combinada y moderada que se compo
ne de los tres primeros tipos de república. En efecto, conviene que haya en la república
algo superior y regio, algo impartido y atribuido a la autoridad de los jefes, y otras cosas
reservadas al arbitrio y voluntad de la muchedumbre. Esta constitución tiene, en primer
lugar, cierta igualdad de la que no pueden carecer los hombres libres por mucho^ttempo;
luego estabilidad, puesto que una forma pura fácilmente degenera en el defecto opuesto,
de modo que del rey salga un déspota, de los nobles una facción, del pueblo, una turba y la
revolución, puesto que aquellas formas generalmente se mudan en otras nuevas, lo que no
sucede en esta otra constitución mixta y moderada de la república (Cicerón, p. 83).
En los apartados anteriores hemos ido viendo en qué consistía ese discurso
republicano. Hemos señalado cómo se origina, en el plano teórico, en \?lPolí
tica de Aristóteles y cómo después encuentra en la Roma republicana su m o
delo histórico paradigmático. Hemos señalado cómo este discurso república-
no es un discurso caracterizado por la variedad en sus encarnaciones histó
ricas y en sus autores, aunque dentro de esta heterogeneidad hay una serie de
temas constantes que justifican su calificación m ism a de discurso. Estos te
mas son la libertad y la ley ligadas a ía estabilidad del Estado. Y en torno a
estos temas, los valores republicanos, se originan otros, tam bién característi
cos del discurso republicano, que aparecen, en distintas interpretaciones, en
todos los autores de esta tradición: el gobierno mixto, los cargos electivos, las
virtudes cívicas, la grandeza y gloria del Estado, la separación de poderes, los
sistemas de controles y equilibrios, la ciudadanía activa, etc.
También se ha enfatizado cómo el discurso republicano es un discurso
distinto (y hasta opuesto) del discurso democrático. Quiero volver sobre esto
para que no haya errores. El discurso republicano es básicam ente, en su naci
miento. producto de la crítica a la democracia ateniense. Esta democracia di
recta era vista como la tiranía de la mayoría sobre el resto de la población. Era
pgrcibida como mal gobierno, pero además era mal gobierno inestable. Por
tanto, durante mucho tiempo, hubo en el pensamiento político cotidiano una
oposición entre democracia y r epública. Y aunque algunos republicanos ra
dicales rehabiliten la palabra «democracia» (como Harrington en el texto que
•acompaña este capítulo) haciéndola equivaler a república, no será hasta el si
glo pasado cuando la república norteam ericana empiece a percibirse como
una democracia. Con esto queremos decir que ese discurso antidemocrático
del republicanismo antiguo acaba por enlazar con la democracia moderna. Y
esto señala que hay una cesura entre la democracia de la antigüedad y aquello
que sea la democracia contemporánea. Por eso el discurso republicano es re
levante para el conocim iento de esta democracia. Porque es un discurso que
da cuenta de m ecanism os ajenos a la lógica de la soberanía popular y que, sin
embargo, forman parte esencial de nuestras democracias. Y, al mismo tiem
po, el discurso republicano es un discurso agotado. Y con ello queremos decir
que la sociedad m oderna está m uy lejos, es muy distinta, de 1 a sociedad que_
„yio nacer el discurso republicano. Robert A. Dahl ha abundado en esta idea
al señalar que el tipo de sociedad a la que servía el republicanism o tiene ya
poco que ver con las sociedades m odernas. Los estam entos de la sociedad
que han de equilibrarse va no existen. Se han multiplicado en su fragm enta
ción de tai form a que va no hav unos intereses tan claramente identificables
sino algo m uy distinto: una sociedad pluralista. E sto mismo hace que ese bien
com ún (respublica) que había de salir del equilibrio entre las partes de la so
ciedad sea indescifrable (sobre la idea de bien común como algo ligado esen
cialmente a la comunidad política medieval véase Black, pp. 36-41).
Lo que hay de vivo de este discurso en el presente se integró en un discur
so, el liberal, que nace v sirve a la sociedad moderna (es decir, está perfecta
mente equipado para este fin). Por eso el republicanismo, en el presente, en
cuentra su continuación en la tradición liberal o, alternativamente, si enfatiza
al ciudadano como sujeto político del republicanismo clásico, en la defensa
de una democracia radical. Pero ésta, me parece, no propone tanto
instaurar o reinstaurar un sistema político nuevo como una crítica moral a la
alienación política de los ciudadanos en la democracia liberal.
El ocaso del republicanismo coincide pues con el nacim ientojdellibera-
lismo. El Estado m oderno rehabilita algunos de sus m ecanism os institucio -
nales, pero con el fin de servir a un tipo nuevo de comunidad política, inte-
grándolos en el liberalismo. Pero también son este Estado moderno y el tipo
de democracia a que da lugar los que perm iten que, a través de su integración
en el discurso liberal, el discurso republicano se reconcilie con la democra
cia. Con una democracia, sin duda, muy distinta de aquella de Atenas contra
la que surgió.
Bibliografía
Libro II
Los que leen cuál fue el origen de la ciudad de Roma, qué legisladores y qué
ordenam iento tuvo, no se m aravillan de que tanta virtud se m antuviese por
muchos siglos en tal ciudad, ni tampoco de que, más tarde, el imperio se aña
diese a tal república. Y hablando en prim er lugar de su nacimiento, digo que
todas las ciudades son edificadas, o por los hom bres nativos del lugar en
que se erigen, o por extranjeros. Sucede lo primero cuando los habitantes, dis
persos en muchos sitios pequeños, no se sienten seguros, no pudiendo cada
grupo, por su situación y por su tamaño, resistir por sí mismo al ímpetu de los
asaltantes, y así, cuando viene un enemigo y deben unirse para su defensa, o
no llegan a tiempo o, si lo hacen, deben abandonar muchos de sus reductos,
que se convierten en rápida presa para el enemigo, de modo que, para huir es
tos peligros, por propia iniciativa o convencidos por alguno que tenga entre
ellos mayor autoridad, se reúnen para habitar juntos en un lugar elegido
por ellos, donde la vida sea más cómoda y la defensa más fácil.
De esta forma nacieron, entre muchas otras, Atenas y Venecia. La prim e
ra, bajo el mando de Teseo, fue edificada por los dispersos habitantes por ra
zones similares; en cuanto a la otra, habiéndose asentado muchos pueblos en
algunas islillas, en el extremo del m ar Adriático, con el fin de huir de las
guerras que surgían continuamente en Italia, por la llegada de nuevos bárba
ros tras el declive del Imperio romano, comenzaron entre ellos, sin que les
guiase ningún príncipe en particular, a vivir bajo aquellas leyes que les pare
cieron más adecuadas para mantenerse, lo que les sucedió con toda felicidad,
gracias a la prolongada tranquilidad que les proporcionaba el lugar, que no te
nía más salida que el mar, careciendo aquellos pueblos que infestaban Italia
de naves con que poder atacarlo, de modo que, de tan m odestos principios,
pudieron llegar a la grandeza en que se encuentran ahora.
En el segundo caso, cuando las ciudades son edificadas por forasteros, o
bien nacen de hombres libres o que dependen de otros, como son las colonias,
fundadas por una república o por un príncipe para descargar sus tierras de
habitantes, o para defender algún país recién conquistado en el que quiere
mantenerse con seguridad y sin gran costo, como las numerosas ciudades que
edificó el pueblo rom ano por todo su imperio, o bien son fundadas por un
príncipe no para vivir en ellas, sino para su propia gloria, como hizo A lejan
dro con Alejandría. Y como estas ciudades no son libres por sus orígenes, ra
ras veces hacen grandes progresos y se pueden enumerar entre las principales
del reino a que pertenecen. Semejante a ésta fue la fundación de Florencia,
pues, ya fuera edificada por los soldados de Sila, ya por los habitantes de las
montañas de Fiésole, que, confiados por la larga paz que nació en el mundo
bajo el mandato de Octaviano, se decidieron a establecerse en la llanura so
bre el Am o, lo cierto es que se fundó bajo el Imperio romano, y, en sus princi
pios, no podía hacer otros progresos que los que la cortesía del príncipe que
ría concederle.
Las ciudades son fundadas por hombres libres cuando algún pueblo, bajo
la dirección de un príncipe o por propia iniciativa, es obligado por las epide
mias, por el hambre o por la guerra a abandonar el país natal y buscar un nue
vo asentamiento. Tales hombres, o habitan en las ciudades que encuentran en
los países que conquistan, como hizo Moisés, o las edifican de nuevo, como
hizo Eneas. Aquí es donde se conoce la virtud de los fundadores y la fortuna
de la ciudad fundada, que será más o menos m aravillosa según hayan sido
más o menos virtuosos sus principios. La virtud se conoce por dos señales: la
.elección del lugar y la ordenación de las leyes. Ya que los hombres obran por
necesidad o por libre elección, y vemos que hay mayor virtud allí donde la li
bertad de elección es menor, se ha considerado si sería m ejor elegir para la
edificación de las ciudades lugares estériles, para que así los hombres, obliga
dos a ingeniárselas, con menos lugar para el ocio, viviesen más unidos, te
niendo, por la pobreza del lugar, menos motivos de discordia, como sucedió
en Ragusa y en muchas otras ciudades edificadas en semejantes sitios; elec
ción que sería sin duda la más sabia y útil si los hombres estuviesen satisfe
chos de vivir por sí mismos y no anduvieran buscando sojuzgar a otros. Por
tanto, ya que los hombres no pueden garantizar su seguridad m ás que con el
poder, es necesario huir de esa esterilidad de la tierra y asentarse en lugares
muy fértiles, donde, pudiendo ensancharse, gracias al ubérrimo terreno, pue
dan también defenderse de los asaltantes, y someter a cualquiera que se opon
ga a su grandeza. En cuanto al ocio que pudiera traer consigo la abundancia
del lugar, se deben ordenar las cosas de modo que las leyes impongan esa ne
cesidad que el sitio no impone, imitando a aquellos que fueron sabios y vivie
ron en lugares amenísimos y fértiles, aptos para producir hombres ociosos e
inhábiles para todo virtuoso ejercicio, que, para obviar los daños que podría
causar la amenidad del país m ediante el ocio, im pusieron la obligación de
ejercitarse a los que habían de ser soldados, de modo que, por tales órdenes,
llegaron a ser m ejores soldados que los de aquellos lugares naturalm ente
ásperos y estériles. Entre éstos se cuenta el reino de los egipcios, en el cual,
aunque el país es amenísimo, pudo tanto aquella necesidad ordenada por las
leyes, que nacieron hombres excelentísimos, y, si sus nom bres no hubieran
sido arrebatados por la antigüedad, veríamos cómo m erecieron m ás alaban
zas que Alejandro M agno y m uchos otros de los que perm anece fresco el
recuerdo. Y quien hubiera observado el reino del Sultán, y el orden de los m a
melucos y de su ejército, antes de que fuera desbaratado por el Gran Turco
Salí, hubiera visto cuánto se ejercitaban los soldados, y hubiera conocido en
la práctica cuánto tem ían el ocio a que podía conducirles la benignidad del
país, si no lo hubieran evitado con leyes severísimas.
Afirm o, pjies, que es más prudente elecciónestablecerse en lugares férti-
les, siempre que esa fertilidad se reduzca a los debidos límites mediante las
leyes. Así, queriendo Alejandro M agno edificar una ciudad para su gloria,
llegó el arquitecto Dínócrates y le m ostró cómo podía construirse sobre el
monte Athos, lugar que, además de ser fuerte, podía labrarse de tal modo que
se diese a la ciudad forma humana, lo que sería algo maravilloso y raro, digno
de su grandeza. Y preguntándole Alejandro de qué vivirían los habitantes,
respondió que no lo había pensado, así que el rey se rió y, dejando tranquilo el
monte, edificó Alejandría, donde las gentes se quedarían a vivir de buen gra
do por la riqueza de la tierra y por la comodidad del mar y del Nilo. Y quien
según esto, considere la fundación de Rom a, si toma a Eneas por su padre
fundador, la pondrá entre aquellas ciudades edificadas por los forasteros, y si
a Rómulo, entre las edificadas por los nativos, pero, en cualquier caso, la verá
siempre con un origen libre, sin depender de nadie, y verá también, como se
dirá más adelante, a cuántas obligaciones la redujeron las leyes dadas por Ró~
mulo, Num a y otros, de modo que la fertilidad del terreno, la comodidad del
mar, las continuas victorias y la grandeza del imperio no la pudieron, durante
muchos siglos, corromper, y la mantuvieron llena de tanta virtud, como jam ás
ha ostentado ninguna otra ciudad o república.
Dado qué los hechos que obró, y que son alabados por Tito Livio, suce
dieron por iniciativa pública o privada, dentro o fuera de la ciudad, comenzaré
a comentar las cosas ocurridas dentro y por consejo público, que son las que
juzgo dignas de mayor consideración, añadiendo todo lo que se derivó de
ellas, y con estos discursos concluiré este prim er libro o primera parte.
Quiero dejar a un lado el razonamiento sobre las ciudades que han estado, en
sus orígenes, sometidas a otro, y hablaré de las que han tenido un origen ale
jado de toda servidumbre externa, aunque a continuación se hayan goberna
do, por su propio arbitrio, como república o como principado, que tienen,
como distintos principios, diversas leyes y ordenamientos. Pues algunas, al
principio de su existencia o después de poco tiempo, recibieron leyes de uno
solo y de una sola vez, como las que dio Licurgo a los espartanos, y otras las
adquirieron poco a poco, y la mayoría de las veces según las circunstancias,
como pasó en Roma. Y desde luego podemos llamar feliz a aquella república
en la que haya surgido un hombre tan prudente que le haya dado leyes ordena
das de tal manera que, sin necesidad de corregirlas, pueda vivir segura bajo
ellas. Y así vemos que Esparta las observó durante más de ochocientos años
sin corromperlas y sin ningún tumulto peligroso; y, por el contrario, alcanza
el mayor grado de infelicidad aquella ciudad que, no habiéndose trazado se
gún un ordenam iento jurídico prudente, se ve forzada a reorganizarse a sí
misma. Y entre éstas, es más infeliz la que está más apartada del orden ade
cuado, y estará más apartada la que tenga unas leyes completamente fuera del
camino recto que pudiera conducirla a su perfecto y verdadero fin. Porque
cuando están en ese grado, es casi imposible que por cualquier imprevisto se
recompongan, mientras que aquellas que, si no tienen el orden perfecto, han
tomado un principio bueno y apto para volverse mejor, pueden, por la con
currencia de las circunstancias, llegar a ser perfectas. Pero de todos m odos,
es seguro que nunca se reordenarán sin peligro, porque j a mayoría de los
hombres no se inclina a unas leves nuevas que supongan un nuevo estado de
cosas en la ciudad a no ser por una necesidad m anifiesta que le obligue a ha-
cerlo, y como tal necesidad no puede llegar sin peligro, es fácil que la repúbli
ca se destruya antes de llegar a un orden perfecto. D e esto da fe la república
de Florencia, que fue ordenada el año dos, con el motivo de los sucesos de
Arezzo, y desordenada en el doce por los incidentes de Prato.
Tratando ahora de esclarecer cuáles fueron los ordenam ientos jurídicos
de la ciudad de Roma, y mediante qué circunstancias la llevaron a su perfec
ción, recordaré que algunos hanescrito, refiriendo se_al gobierno, que puede
ser de tres clases: m onárquico, aristocrático y popular, y que los que organi-
^an u n a según les parezca oportuno.
Otros, más sabios en opinión de muchos, opinan que las clases de gobierno
son seis, de las cuales tres son pésimas y las otras tres buenas en sí m ism as,
aunque se corrom pen tan fácilm ente que llegan a resultar perniciosas. Las
buenas son las que enumerábamos antes, las malas, otras tres que dependen
de ellas y les son tan semejantes y cercanas, que es fácil pasar de una a otra:
| porque el principado fácilmente se vuelve tiránico, la aristocracia con facili
dad evoluciona en oligarquía, y el gobierno popular se convierte en licencioso
sin dificultad. De modo que si el organizador de una república ordena la ciu
dad según uno de los regím enes buenos, lo hace para poco tiempo, porque,
irremediablemente, degenerará en su contrario, por la semejanza que tienen,
en este asunto, la virtud y el vicio.
Estas distintas clases de gobierno aparecieron entre los hombres por azar,
porque, en el principio del mundo, siendo pocos los habitantes, vivieron por
algún tiempo dispersos, semejantes a las fieras; luego, al multiplicarse, se reu
nieron, y, para poderse defender mejor, comenzaron a buscar entre ellos al
más fuerte y de mayor coraje, le hicieron su jefe y le prestaron obediencia.
Aquí tuvo su origen el conocimiento de las cosas honestas y buenas y de su
diferencia de las perniciosas y malas; pues, viendo que si uno perjudicaba a
su benefactor nacían en los hombres el odio y la compasión denostando al in-
1 grato y honrado al que le había favorecido, y pensando cada uno que podía re-
cibir las mismas injurias, para huir de tales perjuicios se sometieron a hacer
leyes y ordenar castigos para quien les contraviniese, lo que trajo consigo el
conocimiento de la justicia. Como consecuencia de ello, cuando tenían que
elegir a un príncipe ya no iban directamente al de mejores dotes físicas, sino al
que fuese más prudente y más justo. Pero como luego se comenzó a procla
m ar a los príncipes por sucesión y 1 1 0 por elección, pronto com enzaron los he
rederos a desmerecer de sus antepasados, y, dejando de lado las acciones vir
tuosas, pensaban que los príncipes no tenían que hacer otra cosa más que
superar a los demás en suntuosidad y lascivia y en cualquier clase de disipa
ción, de modo que, comenzando el príncipe a ser odiado, y a tener miedo por
ese odio, pasó rápidamente del temor a la ofensa y así nació la tiranía. Y de
aquí surgió el germ en de su ruina, las conspiraciones y conjuras contra los
príncipes, no fraguadas por ios tímidos y los débiles, sino por aquellos que
aventajaban a los demás en generosidad, grandeza de ánimo, riqueza y noble
za, los cuales no podían soportar la deshonesta vida del príncipe. La multitud,
entonces, siguiendo la autoridad de los poderosos, se levantó en armas contra
el príncipe, y, cuando éste fue arrojado del trono, obedeció, como a sus libera
dores, a los jefes de la conjura. Éstos, que recelaban hasta del nombre de un
jefe único, constituyeron entre ellos un gobierno, y al principio, temiendo la
pasada tiranía, se gobernaban según las leyes promulgadas por ellos, pospo
niendo todo interés propio a la utilidad común, y conservaban y gobernaban
con suma diligencia lo público y lo privado. Pasando luego la administración
a sus hijos, éstos, que no conocían los cambios de la fortuna, que no habían
probado la desgracia y no se sentían satisfechos con la igualdad cívica, se die
ron a la avaricia, y a la ambición, considerando a todas las mujeres como su
yas, y haciendo así que lo que había sido el gobierno de los mejores se convir
tiese en el gobierno de unos pocos, que sin respeto alguno a la civilidad, se
hicieron tan odiosos como el tirano, y la multitud, harta de su gobierno,
se convirtió en dócil instrumento de cualquiera que quisiera dañar de alguna
manera a los oligarcas, y pronto se levantó alguno que, con ayuda de las m a
sas, los expulsó. Y como aún estaba fresca la memoria deí príncipe y de los per
juicios que había causado, deshecha la oligarquía y sin querer volver al princi
pado, la gente se inclinó a la democracia, ordenándola de manera que ni los
poderosos ni un príncipe pudiesen tener ninguna autoridad. Y como todos
los gobiernos al principio tienen cierto prestigio, este gobierno popular se man
tuvo algún tiempo, pero no mucho, sobre todo después que se extinguió la ge
neración que lo había organizado, pues rápidamente se extendió el desenfreno,
sin respetar a los hombres públicos ni privados, de modo que, viviendo cada |
uno a su aire, se hacían cada día mil injurias, hasta el punto que, obligados p o r :
la necesidad, o por sugerencia de algún hombre bien intencionado, o para huir
de tal desorden, se volvió de nuevo al principado, y desde ahí de grado en gra
do, se volvió de nuevo al desorden, de la manera y por las razones antedichas.
Y éste es el círculo en que giran todas las repúblicas, se gobiernen o sean
gobernadas; pero raras veces retom an a las mismas formas políticas, porque
casi ninguna república puede tener una vida tan larga como para pasar muchas
veces esta serie de mutaciones y perm anecer en pie. M ás bien suele acaecer
que, en uno de esos cambios, una república, falta de prudencia y de fuerza, se
vuelva súbdita de algún estado próximo mejor organizado, pero si no sucedie
ra esto, un país podría dar vueltas por tiempo indefinido en la rueda de las for
mas de gobierno.
Añado. ademásTque tada^^e.&a.sJ'ojaiLa^^sfin^pe^l í feras, pues las buenas
tienen una vida muy breve, y las malas son de por sí perversas. De modo que»
conociendo este defecto, los legisladores prudentes huven de cada una de es
tas form as en estado puro, eligiendo un tipo de gobierno que participe de
todas, juzgándolo m ás firm e y más estable, pftes así cada poder controla a los
otros, y en una misma ciudad se mezclan el principado, la aristocracia y el go
bierno popular.
Entre los que m erecieron m ás alabanzas por haber dado constituciones
de este tipo mixto se encuentra Licurgo, que ordenó sus leyes de Esparta de
m anera que, dando su parte de poder al rey, a los nobles y al pueblo, constru
yó un estado que duró m ás de ochocientos años, con sum a gloria para él y
quietud para su ciudad. Sucede lo contrario con Solón, el que dio leyes a A te
nas, pues organizándolo todo según gobierno exclusivam ente popular, lo
construyó de vida tan breve que antes de m orir vio cómo nacía la tiranía de
Pisístrato, y aunque cuarenta años más tarde fueron expulsados sus herede
ros y volvió a Atenas a la libertad, al volver a tom ar un gobierno popular se
gún el modelo de Solón, no lo mantuvo más que cien años, pese a que, para
sostenerlo, se tom aron m uchas m edidas para reprim ir la insolencia de los
grandes y el desorden de las masas que no habían sido previstas por Solón;
así que, sólo por no haber incorporado a su gobierno el poder del principado
y el de la nobleza, vivió Atenas m uy breve tiem po en com paración con Es
parta.
Pero volvamos a Roma, la cual, aunque no tuvo un Licurgo que la organi
zase, en sus orígenes, de manera que pudiera vivir libre mucho tiempo, fueron
tantos los sucesos que la sacudieron, por la desunión existente entre la plebe y
el senado, que lo que no había hecho un legislador lo hizo el acaecer. De
modo que, si Roma no fue favorecida con la mayor fortuna, sí fue afortunada
de la otra forma que decíamos más arriba» ya que» aunque su prim era ordena
ción fue defectuosa, no la desvió del recto camino que podía conducirla a la
perfección. Pues Rómulo y los otros reyes hicieron m uchas y buenas leyes»
que perm itían aún una vida libre, pero como su finalidad era fundar un reino
y no una república, cuando la ciudad se liberó de la monarquía le faltaban mu
chas cosas que era necesario regular en defensa de la libertad y que no habían
sido previstas por las leyes. Y así, aunque los reyes perdieron el poder por
razones y motivos similares a los que hemos expuesto, los mismos que les ha
bían depuesto crearon inm ediatam ente dos cónsules que ocupasen el lugar
correspondiente al rey, desterrando de Rom a el nombre, y no la potestad re
gia; de este modo, existiendo en aquella república los cónsules y el senado,
venía a ser una m ezcla de sólo dos de los tres gobiernos citados: m onarquía y
aristocracia. Sólo le quedaba dar su parte al gobierno popular, y entonces, ha
biéndose vuelto insolente la nobleza romana, por las causas que comentare
m os más adelante, el pueblo se sublevó contra ella, de manera que, para no
perderlo todo, se vio obligada a conceder su parte al pueblo, aunque el senado
y los cónsules conservaron la suficiente autoridad como para mantener su po
sición en la república. Y así fueron creados los tribunos de la plebe, después
de lo cual fue mucho más estable aquel estado, participando de las tres for
mas de gobierno. Y tan favorable le fue la fortuna, que aunque pasó de la m o
narquía y la aristocracia al poder popular, en la forma y por las causas descri
tas más arriba, no por eso se arrebató toda la autoridad a la corona para darla a
los nobles, ni se anuló enteram ente la autoridad de los nobles para darla al
pueblo, sino que, permaneciendo mezcladas, compusieron una república per
fecta. llegando a esa perfección gracias a la desunión entre la plebe y el sena
do. como se demostrará ampliamente en los dos capítulos siguientes.
Com o dem uestran todos los que han m editado sobre la vida política y los
ejemplos de que está llena la historia, es necesario que quien dispone una re
pública v ordena sus leyes presuponga que todos los hombres son m alos,jy
que pondrán en práctica sus perversas ideas siempre que se les presente la
ocasión de hacerlo libremente; y aunque alguna m aldad perm anezca oculta
por un tiempo, por provenir de alguna causa escondida que, por no tener ex
periencia anterior, no se percibe, siempre la pone al descubierto el tiempo, al
que llaman padre de toda verdad.
Parecía haber en Roma, tras la expulsión de los Tarquinos, una grandísi
m a unión entre la plebe y el senado, como si los nobles hubiesen depuesto su
soberbia y se hubiesen vuelto de espíritu popular, tolerables para cualquiera,
por ínfimo que fuese. Esta impresión engañosa nacía de causas que perm a
necieron ocultas m ientras vivieron los Tarquinos, pues la nobleza, temiendo
a éstos, por un lado, y teniendo miedo, por otra parte, de que la plebe no se le
uniese si era m altratada, se portaba hum anam ente con ella, pero apenas m u
rieron los Tarquinos y se desvaneció el tem or de los nobles, com enzaron a
escupir contra la plebe el veneno que habían escondido en su pecho, y la
ofendían de todas las maneras posibles. Esto da fe de lo que comentaba ante
riormente. cuando afirm aba que los hom bres sólo obran bien por necesidad,
pero donde se puede elegir y hay libertad de acción se llena todo, inm ediata
mente, de confusión y desorden. Por eso se dice oue el ham bre v la pobreza
hacen ingeniosos a los hom bres y las leves los hacen buenos, Y cuando una
cosa marcha bien por sí m ism a no es necesaria la ley, pero en cuanto desapa
rece esa buena costumbre, la ley se hace necesaria con urgencia. Por eso, en
cuanto faltaron los Tarquinos, que ponían freno a la nobleza con el temor, fue
preciso buscar un nuevo orden que hiciese el m ism o efecto que los Tarqui-
nos cuando vivían. Y así, tras m ucha confusión, alborotos y peligros que
surgieron entre la plebe y la nobleza, se llegó a la creación de los tribunos,
para salvaguardia de la plebe, y fueron instituidos con tanta preem inencia y
reputación que pudieran actuar de intermediarios entre la plebe y el senado
y frenar la insolencia de los nobles.
No quiero pasar por alto los tumultos que hubo en Roma desde la m uerte de
Tarquino hasta la creación de los tribunos, contradiciendo la opinión de m u
chos que afirm an que Rom a era una república alborotadora y tan llena de
confusión que, si la buena suerte y la virtud m ilitar no hubieran superado sus
defectos, hubiera sido inferior a cualquier otra república. No puedo negar que
la fortuna v la m ilicia fueran causas del Imperio romano, pero creo que no se
dan cuenta de que, donde existe un buen ejército, suele haber una buena orga
nización, y así, raras veces falta la buena fortuna. Pero vayamos a las particu
laridades de aquella ciudad. Creo que los„que condenan los tumultos entre los
nobles y la plebe atacan lo que fue la causa principal de la libertad de Roma,
se fijan más en los ruidos y gritos que nacían de esos tumultos que en los bue
nos efectos que produjeron, y consideran que en toda república hay dos espí-
ritus contrapuestos: el de los grandes y el del pueblo, y todas las leyes que_se
hacen en pro de la libertad nacen de la desunión entre ambos, como se p uede
ver fácilmente por lo ocurrido en Rom a, pues de los Tarquinos a los Gracos
transcurrieron más de trescientos años, y, en ese tiempo, las disensiones de
Roma raras veces comportaron el exilio, y menos aún la pena capital. Por tan
to, no podemos juzgar nocivos esos tumultos, ni considerar dividida una re
pública que, en tanto tiempo, no mandó ai exilio, como consecuencia de sus
luchas internas, más que a ocho o diez ciudadanos, ejecutó a poquísim os y ni
i siquiera multó a muchos. N o se puede llamar, en modo alguno, desordenada
una república donde existieron tantos ejemplos de virtud, porque los buenos
ejemplos nacen de la buena educación, la buena educación de las buenas le
yes. v las buenas leves de esas diferencias internas que muchos, desconside
radam ente. condenan- pues quien estudie el buen fin que tuvieron encontrará
que no engendraron exilios ni violencias en peijuicio del bien común, sino le
yes y órdenes en beneficio de la libertad pública. Y si alguno dice que los m e
dios fueron extraordinarios y casi feroces, pues se ve al pueblo unido gritar
contra el senado, al senado contra el pueblo, correr tumultuosamente por las
calles, saquear las tiendas, marcharse toda la plebe de Roma, cosas estas que
espantan, más que otra cosa, al que las lee, le respondo que toda ciudad debe
arbitrar vías por donde el pueblo pueda desfogar su ambición, sobre todo las
ciudades que quieran valerse del pueblo en los asuntos importantes; de éstas
era la ciudad de Roma, que lo hacía de esta manera: cuando el pueblo quería
que se promulgase alguna ley, o protestaba en la forma que hemos descrito o
se negaba a enrolarse para ir a la guerra, de modo que era preciso aplacarlo
satisfaciendo, al m enos en parte, sus peticiones. Adem ás, los deseos de los
pueblos libres raras veces son dañosos a la libertad, porque nacen, o de sentir
se oprimidos, o de sospechar que puedan llegar a estarlo. Y si estas opiniones
fueran falsas queda el recurso de las palabras, encomendando a algún h o m -,
bre honrado que, hablándoles, íes demuestre que se engañan, pues los pue-
blos, como dice Tulio, aunque sean ignorantes, son capaces de reconocer la
verdad, y ceden fácilmente cuando la oyen de labios de un hombre digno d e 1
crédito.
Por eso se debe criticar con mayor moderación el gobierno romano, con
siderando que tantos buenos efectos no se derivaron sino de óptimas causas.
Y si los tumultos fueron causa de la creación de los tribunos merecen suma
alabanza, pues además de dar su parte al pueblo en la administración, se cons
tituyeron en guardianes de la libertad romana, como se demostrará en el si
guiente capítulo.
Los que organizan prudentemente una república, consideran, entre las cosas
más importantes, la institución de una garantía de la libertad, y según sea más
o menos acertada, durará más o menos el vivir libre. Y como en todas las re
públicas hay magnates y pueblo, existen dudas acerca de en qué manos estaría
mejor colocada esa vigilancia. Los lacedemonios y, en nuestros días, los ve
necianos, la ponen en manos de los nobles; en cambio los romanos la confia
ron a la plebe.
Es necesario, pues, analizar cuál de estas repúblicas hizo m ejor elección.
Y en cuanto a los motivos, unas y otras los tienen razonables, pero si vemos
sólo los resultados, nos inclinaríamos por los nobles, porque la libertad de Es
parta y de Venecia tuvo una vida m ás larga que la de Roma. En cuanto a las
razones, colocándome, en prim er lugar, del lado de los romanos, creo que se
debe poner como guardianes de una cosa a los que tienen m enos deseo de
u surparla. Y, sin duda, observando los propósitos de los nobles y de los plebe
yos. verem os en aquéllos un gran deseo de dominar, y en éstos tan sólo el
deseo de no ser dominados, v por consiguiente mayor voluntad de vivir libres,
teniendo m enos poder que los grandes para usurpar la libertad. De m odo
que, si ponemos al pueblo como guardián de la libertad, nos veremos razona
blem ente libres de cuidados, pues, no pudiéndola tomar, no perm itirá que
otro la tome. Por otro lado, los que defienden el orden espartano y véneto di-
cen que los que ponen la vigilancia en manos de los poderosos hacen dos co
sas buenas: la una, satisfacer más la ambición de los nobles, que teniendo más
participación en la república, por tener en sus m anos ese bastón de mando,
tienen más razones para contentarse; la otra, que quitan un cargo de autoridad
de los ánimos inquietos de la plebe, que son causa de infinitas disensiones y
escándalos en una república y que pueden reducir a la nobleza a una desespe
ración que tendría efectos m uy nocivos. Y ponen como ejemplo a la propia
Roma, que por haber puesto esta autoridad en manos de los tribunos de la ple
be, no les bastó con tener un cónsul plebeyo, sino que pretendieron que lo
fueran los dos; luego quisieron que fueran partidarios suyos el censor, el pre
tor y todas las otras dignidades del gobierno de la ciudad, y no bastándoles
esto, llevados por el mismo furor, comenzaron, con el tiempo, a adorar a los
hombres que consideraban aptos para derrotar a la nobleza, de donde nació el
poder de Mario y la ruina de Roma. Y ciertamente, considerando bien lo uno
y lo otro, podríamos dudar al elegir un guardián para la libertad, sin saber qué
tipo de hombre es más perjudicial para la república, el que desea m antener el
honor ya adquirido o el que quiere adquirir el que no tiene.
Por fin, quien analice todo sutilmente acabará por llegar a esta conclu-
sión: podemos hablar de una república que quiera construir un imperio, como
Roma, o de otra a la que le baste con conservarse en su estado. En el prim er
caso es preciso imitar lo que hizo Rom a, y en el segundo se puede copiar a
Venecia y Esparta, por los motivos y del modo que se verá en el próximo ca-
pítulo.
Y volviendo a la cuestión de qué hombres son m ás perjudiciales para la
república, si los que quieren adquirir o los que tem en perder lo adquirido,
digo que, cuando se nombró dictador a Marco Menenio, y jefe de los caballe
ros a M arco Fulvio (los dos eran plebeyos) para investigar ciertas conjuras
que se fraguaban en Capua contra Roma, el pueblo les dio tam bién autoridad
para perseguir a los que, en la propia Roma, por ambición y haciendo uso de
medios excepcionales, se las ingeniasen para alcanzar el consulado y otros
honores. La nobleza juzgaba que tal autoridad le había sido otorgada al dicta
dor ilegalmente, y se dedicó a esparcir por la ciudad el rum or de que no eran
los nobles los que buscaban los honores por ambición y de form a desacos
tumbrada, sino los plebeyos, que, como desconfiaban de su sangre y su vir
tud, buscaban caminos extraordinarios para acceder a aquellos grados, acu
sando particularm ente de ello al dictador. Y tan poderosa fue aquella
acusación que M enenio, después de un discurso en el que se dolía de la ca
lumnia difundida por los nobles, depuso la dictadura y se sometió al juicio
del pueblo, y, vista su causa, fue absuelto, lo que dio origen a disputas sobre
quién es más ambicioso, el que quiere m antener o el que quiere conquistar,
pues fácilmente ambos apetitos pueden ser causa de grandísim os tumultos.
Éstos, sin embargo, son causados la mayoría de las veces por los que poseen.
pues el miedo de perder genera en ellos las m ism as ansias que agitan a los
que desean adquirir, porque a los hombres no les parece que poseen con se
guridad lo que tienen si no adquieren algo más. A esto se añade que, tenien-
do mucho, tienen tam bién mayor poder y operatividad para organizar altera
ciones. M ás aún: sus m aneras descorteses y soberbias encienden en el pecho
de los desposeídos la ambición de poseer, o para vengarse de ellos despoján
dolos, o para acceder a esas riquezas y honores que ven m al empleados en
los otros.
[-]
Tanto nuestro Tito Livio como todos los demás historiadores afirm an que
nada es más vano e inconstante que la multitud. Pues ocurre con frecuencia,
en la narración de los hechos humanos, que se ve a la multitud condenando a
alguno a muerte, y luego ese mismo es llorado y sumamente deseado; como
vemos que hizo el pueblo romano con M anlio Capitolino, pues habiéndole
condenado a muerte, luego sentía muchísimo su falta. Y las palabras del autor
son éstas: «Populum brevi, posteaquam ab eo periculum nullum erat, deside-
rium eius tenuit». Y en otra ocasión, contando los incidentes que se produje
ron en Siracusa tras la muerte de Hierónimo, sobrino de Hierón, dice: «haec
natura multitudinis est: authum iliter servit, aut superbe dominatur». Yo no sé
si m e estoy m etiendo en un campo duro y tan lleno de dificultades que me
obligará a abandonarlo con vergüenza o defenderlo con dificultad, al poner
me de parte de aquella a la que todos los escritores acusan. Pero sea como sea,
yo no considero, ni consideraré nunca, que sea reprensible defender alguna
opinión con la razón, sin querer recurrir a la autoridad o a la fuerza. Por tanto,
afirmo que ese defecto que los escritores le echan en cara a la multitud es algo
de lo que se puede acusar a todos los hombres en particular, y sobre todo a
los príncipes, pues todos, de no estar controlados por las leyes, cometerían los
mismos errores que la m ultitud desenfrenada. Y esto se puede comprobar fá
cilmente, pues existen y han existido muchos príncipes, y bien pocos de ellos
han sido buenos y sabios (me refiero a los príncipes que han podido romper el
freno que pudiera corregirles); no se cuentan entre éstos los reyes que había
en Egipto cuando en la remotísima antigüedad aquella provincia se regía por
leyes, ni los de Esparta, ni los que viven hoy en Francia, reino que está más
moderado y sujeto por las leyes que ningún otro del que tengamos noticia en
estos tiempos. Los reyes que nacen bajo semejantes constituciones no se de
ben poner en el número de los que se estudiarán para saber si la naturaleza de
cada hombre por sí mismo es similar a la de la multitud, porque se les debería
comparar con una m ultitud tan regulada por las leyes como lo están ellos, y
encontraríamos en ella la mism a bondad que vemos en éstos, y veríamos que
esa m ultitud ni dom inaba con soberbia ni servía con humildad, a la manera
del pueblo romano, que, m ientras la república permaneció incorrupta, jam ás
se humilló servil ni se ensoberbeció dominante, sino que con sus reglamentos
y magistrados se mantuvo honorablemente en su sitio. Y cuando era necesa
rio levantarse contra un poderoso, lo hacía, como sucedió con Manlio, con los
'decenviros y con cuantos otros intentaron oprimirla; y aun cuando era necesa
rio obedecer al dictador y a los cónsules por la salvación pública, lo hacía
también. Y si el pueblo romano echaba de m enos a M anlio Capitolino des
pués de muerto, no hay que extrañarse de ello, porque añoraba sus virtudes,
que habían sido tales que su recuerdo despertaba la compasión de todos, y por
fuerza hubieran hecho el mismo efecto en un príncipe, porque es sentencia
común de todos los escritores que la virtud se alaba y se adm ira aun en los
enemigos; y si en medio de tanta añoranza hubiera resucitado Manlio, el pue
blo de Roma le hubiera juzgado del mismo modo que cuando, poco después
de sacarle de la cárcel, le había condenado a muerte; y también vemos a prín
cipes considerados sabios, que han hecho m orir a alguna persona y luego la
han añorado m uchísim o, como le ocurrió a Alejandro M agno con Clito y
otros amigos, y a Herodes con Mariana. Pero lo que nuestro historiador dice
sobre la naturaleza de la multitud no se aplica a la que está regulada por leyes,
como la romana, sino a la desenfrenada, como la siracusana, la cual comete
los mismos errores en los que caen los hombres enfurecidos y sin freno, como
Alejandro M agno y Herodes en las ocasiones citadas. Por eso no se debe cul
par más a la naturaleza de la multitud que a la de los príncipes, porque ambos
se equivocan igualmente cuando pueden equivocarse sin temor. De lo que
existen, además de los mencionados, muchos otros ejemplos en los em pera
dores romanos y en otros tiranos y príncipes, en los cuales se encuentra tanta
inconstancia y tanta mutabilidad de comportamiento como nunca se ha visto
en ninguna multitud.
Concluyo, pues, contra la común opinión, que dice que los pueblos, cuan
do son soberanos, son variables, mutables e ingratos, afirmando que no se en
cuentran en ellos estos defectos en mayor medida que en los príncipes indivi
duales. Y si alguno acusa a un tiempo a los pueblos y a los príncipes, podrá
tener razón, pero se engañará si exculpa a los príncipes. Pues un pueblo que
gobierna y que esté bien organizado, será estable, prudente y agradecido,
igual o m ejor que un príncipe al que se considere sabio, y, por otro lado, un
príncipe libre de las ataduras de las leyes será más ingrato, variable e im pru
dente que un pueblo. Y la variación de comportamiento no nace de una dife
rente naturaleza, que es común a todos, y si alguien lleva aquí ventaja es el
pueblo, sino de tener más o menos respeto a las leyes dentro de las cuales vi
ven ambos. Y quien observe al pueblo romano lo verá perm anecer durante
cuatrocientos años en su enemistad al título regio y en su amor a la gloria y al
bienestar de la patria, y verá muchísimos ejemplos en sus acciones que darán
testim onio de todas esas cosas. Y si alguno alega la ingratitud de que hizo
gala con Escipión, le responderé con los mismos argumentos que expuse an
tes para dem ostrar que el pueblo es m enos ingrato que los príncipes. Y en
cuanto a la prudencia y la estabilidad, afirm o que un pueblo es más prudente,
más estable y tiene m enor juicio que un príncipe. Y no sin razón se compara
la voz del pueblo a la de Dios, pues vemos que la opinión pública consigue
maravillosos aciertos en sus pronósticos, hasta el punto de que parece tener
una virtud oculta que le previene de su mal y de su bien. En cuanto a juzgar
las cosas, m uy pocas veces sucede que cuando el pueblo escucha a dos ora
dores que intentan persuadirlo de tesis contrarias y que son igualmente vir
tuosos no escoja la mejor opinión y no llegue a comprender la verdad cuando
la oye. Y si en las empresas valerosas o que parecen útiles suele equivocarse,
como dijimos antes, muchas más veces se equivoca un príncipe cegado por
sus pasiones, que son mucho más abundantes que las del pueblo. Además, a
la hora de elegir magistrados, el pueblo elige mucho m ejor que un príncipe, y
nunca se persuadirá a un pueblo para que otorgue algún cargo público a un
hombre infame y de costumbres corrompidas, de lo que es fácil persuadir a
un príncipe por diversos medios; y se ve a un pueblo com enzar a tomarle
horror a una cosa y permanecer en esa opinión muchos siglos después, lo que
no puede verse en un príncipe. Y de todas estas cosas quiero tener por único
testigo al pueblo romano el cual, en tantos centenares de años, en tantas elec
ciones de cónsules y tribunos, apenas en cuatro ocasiones tuvo que arrepen
tirse de su elección. Y conservó, como he dicho, tanto odio al título regio, que
por muy agradecido que estuviese a alguno de sus ciudadanos, si éste intenta
ba apropiarse tal nom bre, no podía escapar al debido castigo. Además, de
esto, vemos que las ciudades donde gobierna el pueblo hacen en breve tiempo
extraordinarios progresos, mucho mayores que los de aquellas que han vivido
siempre bajo un príncipe, como sucedió en Roma tras la expulsión de los re
yes y en Atenas después de liberarse de Pisístrato, lo que no puede proceder
de otra causa sino de que el gobierno del pueblo es mejor que el de los prínci
pes. Y no quiero que se oponga a esta opinión mía todo lo que nuestro histo
riador dice en el texto aludido o en otro cualquiera, porque si comparamos to
dos los desórdenes de los pueblos y todos los de los príncipes, todas las
glorias de los pueblos y todas las de los príncipes, veremos que la bondad y
la gloria del pueblo son, con gran diferencia, superiores. Y si los príncipes su
peran a los pueblos en el dictar leyes, formar la vida civil, organizar nuevos
estatutos y ordenamientos, los pueblos en cambio son superiores en m ante
ner las cosas ordenadas, lo que se añade, sin duda, a la gloria de los que las
ordenaron.
En suma, para concluir este asunto, digo que tanto los gobiernos m onár
quicos como los republicanos han durado bastante tiempo, y unos y otros han
necesitado ser regulados por las leyes, porque un príncipe que pueda hacer lo
que quiera está loco, y un pueblo que pueda hacer lo que quiera no es sabio. Y
si a partir de ahí se reflexiona sobre un príncipe obligado por las leyes y un
pueblo encadenado por ellas, se verá más virtud en el pueblo que en el prínci
pe; y si se reflexiona sobre ambos cuando no están sujetos a freno alguno, se
encontrarán m enos errores en el pueblo que en el príncipe, y además, sus
errores serán más pequeños y tendrán mejores remedios. Porque a un pueblo
licencioso y tumultuario un hombre bueno puede hablarle y llevarlo al buen
camino, pero a un m al príncipe, nadie le puede hablar, y contra él no hay más
recurso que la espada. De lo que se puede conjeturar la importancia de la en
fermedad de uno y otro, pues para curar la enfermedad del pueblo bastan las
palabras, y la del príncipe necesita del hierro, por lo que cualquiera puede
com prender que donde se necesita mayor cura es porque son mayores los
errores. Cuando un pueblo está bien suelto, no se temen las locuras que hace,
ni se tiene m iedo del mal presente, sino del que puede producirse, pues en
tanta confusión puede surgir un tirano. Pero con los malos príncipes sucede
lo contrario, que se teme el mal presente y se ponen las esperanzas en el futu
ro, persuadiéndose los hombres de que su perversa vida puede hacer surgir la
libertad. Así se ve la diferencia entre uno y otro, que es la que hay entre las
cosas que son y las que pueden ser. La crueldad de la multitud se ejerce contra
aquellos de los que se teme que se apoderen del bien común; la de un príncipe
se dirige contra el que teme que le arrebate su propio bien. Pero las opiniones
contrarias al pueblo se producen porque cualquiera puede hablar m al de él li
brem ente y sin miedo, incluso si es él quien gobierna; de los príncipes, en
cambio, sé habla siem pre con mil tem ores y m iramientos. Y no me parece
fuera de propósito, en relación con esta materia, tratar en el próximo capítulo
sobre qué alianzas son más fiables, las que se hacen con una república o con
un príncipe.
2.2 James Harrington: Sistema político, delineado en cortos y fáciles
aforismos*
* The Commonwealth o f Oceana and a System o f Politics, J. G. A. Pocock (ed.), pp. 269-
293 © Cambridge University Press, 1992. Traducción de Ángel Rivero.
17. Cuando un pueblo que puede vivir por sí m ism o ni es gobernado
por otros ni, mucho menos, otros viven de él, no estamos ante el error del pue
blo sino ante el genio del pueblo.
IB. Del gobierno hay tres principios: la sustancia, la privación y la
forma.
1. Los naturalistas que m ejor han escrito sobre la generación señalan que
todas las cosas proceden de un huevo, y que en todo huevo hay un Punctum
saliens, o una parte que es el prim er motor, como la motita púrpura en los de
gallina, por cuyo funcionamiento se delinean, distinguen y forjan en un único
cuerpo orgánico los otros órganos y miembros.
2. Una nación sin gobierno, o que ha caído en la privación de form a,
es como un huevo sin incubar. Y el punctum saliens, o prim er m otor de la
corrupción de la prim era form a y de la generación de la form a sucesoria, es
un único legislador o un consejo.
3. Un solo legislador, que procede de acuerdo con el arte o conocim ien
to, produce a la perfección el gobierno de forma completa e inmediata. Pero
un consejo (que opera no de acuerdo con el arte, o con lo que ante un caso
nuevo sea necesario o adecuado, sino de acuerdo con lo se denomina el genio
del pueblo, y que anhela aún las cosas a las que está habituado, sus viejas cos
tumbres, al margen de lo meridiano que se le muestre a la razón que ya no se
ajustan a ellas) se dedica a poner parches, y pasa una eternidad, y pocas veces
o nunca llega a perfección alguna. Y comúnmente termina arruinado, y se lle
na de reproches a los intentos m ás nobles, y se expone a los autores de los
mism os a las m ás grandes m iserias m ientras viven, y hasta a su m em oria
cuando están muertos, y los llevan a la mayor infamia.
4. Si elpunctum saliens, o prim er m otor en la generación de una forma,
es un solo legislador, su proceder no sólo es de acuerdo con la naturaleza, sino
acorde con el arte, y también comienza delineando distintos órdenes o m iem
bros.
5. La delineación de distintos órganos o miembros (así como la forma
del gobierno) es la división del territorio en distritos adecuados que se esta
blece de una vez para siempre y la formación en ellos de sus propios oficios y
funciones, de acuerdo con la naturaleza o verdad de la forma de gobierno que
se haya introducido.
6. Los distritos en la m onarquía absoluta se denom inan com únm ente
provincias. Y en lo tocante a su delineación o comienzo pueden ser iguales
o desiguales. Los distritos en la m onarquía regulada, en la que los señores o
la nobleza, al igual que sus títulos y patrim onios, no deben ser iguales, sino
diferir como una estrella difiere de otra en la gloria, son com únm ente lla
m ados condados, y han de ser desiguales. Los distritos en la democracia, en
la que sin igualdad entre los electores difícilm ente habrá igualdad alguna
entre los elegidos, o en la que, sin igualdad en los distritos es casi im posi
ble, si no com pletam ente imposible, que pueda haber igualdad en la repú
blica, son propiam ente llam ados tribus, y han de ser por encim a de todo
iguales.
7. La igualdad o paridad ha sido presentada como una cosa odiosa, y
entendida como si implicara la igualación de los patrimonios de los hombres.
Pero si la nobleza, al margen de lo desigual de sus títulos o patrimonios, llega
a arribar a la verdad de la aristocracia, sus votos y su participación en el go
bierno deben ser de pares regni, esto es de pares o en paridad entre ellos. Así,
del mismo modo, el pueblo, en consonancia con la verdad de la democracia,
debe ser par o estar en paridad entre sí, y no que esté su patrimonio obligado a
nivelarse.
8. La industria es de todas las cosas la que más acumulación produce, y
la acumulación de cosas es enemiga de la nivelación. Y los ingresos del pue
blo son los ingresos de la industria. Por tanto, aunque alguna nobleza (como
la de Israel y la de los lacedemonios) puede hallarse que haya sido niveladora,
jam ás lo ha sido pueblo alguno del mundo.
9. Los distritos, una vez establecidos, han de ser, a continuación, forma
dos para sus oficios y ñmciones propias, de acuerdo con la verdad de la forma
que ha de introducirse. En general se trata de formarlos como si fueran go
biernos distintos, y de dotarlos de gobernantes diferentes,
10. Los gobiernos o gobernantes son supremos o subordinados. Para la
m onarquía absoluta, el admitir en sus distritos gobiernos o gobernantes que
no sean subordinados sino suprem os sería crasa contradicción. Pero que la
m onarquía regulada y la democracia pueden hacerlo puede verse en los prín
cipes de Alem ania y en los cantones de Suiza. No obstante, éstos son gobier
nos que han derivado a esto no de la sabiduría de un legislador sino del acci
dente, y con m ala disposición de la sustancia, por lo que no sólo son incapa
ces de grandeza sino incluso de cualquier estado de perfecta salud. N o pue
den, por tanto, caer bajo la consideración del arte, del que no derivan, sino
de la suerte, a la cual les dejamos. Y, por hablar de acuerdo con el arte, pro
nunciam os que, tanto en la dem ocracia, como en la m onarquía regulada
como en la m onarquía absoluta, los gobernantes y gobiernos de las distintas
subdivisiones no deben ser soberanías, sino estar subordinados a un sobera
no común.
11. Los gobernantes subordinados lo son por voluntad, de por vida o
por rotación o cambio.
12. En la m onarquía absoluta los gobernantes de las provincias deben
serlo a voluntad o por rotación pues si no el m onarca no sería absoluto. En la
monarquía regulada, los gobernadores de los condados pueden serlo de por
vida o de forma hereditaria, como los condes y señores, o durante algún pe
ríodo y por rotación, como los vizcondes o alguaciles. En la democracia, el
pueblo es servidor de sus gobernantes de por vida, y por tanto no puede ser
libre. O los gobernantes de las tribus los son por rotación y durante un perío
do determ inado, excluyendo a la parte que haya ostentado la m agistratura
durante aquel período de ser elegida de nuevo para el mismo hasta que expire
un igual intervalo o vacante.
13. El período en el que un hombre puede administrar el gobierno con
bien, y no tomarlo para su daño, es el período más adecuado para ostentar la
magistratura. Y tres años en una magistratura, descrita por la ley bajo la que
ha vivido un hombre, y que éste conoce por el desempeño o práctica de otros,
es un período en el cual éste no puede tom ar el gobierno para su daño, sino
que puede administrarlo con bien, y tal m agistratura o gobierno debe constar
de diversas funciones.
14. Los gobernantes en distritos subordinados tienen comúnmente tres
funciones: la civil, la judicial y la militar.
15. En la m onarquía absoluta el gobierno de una provincia consta de
un gran visir, o gobernador, durante tres años, con su consejo o diván para
cuestiones civiles y su guarda de jenízaros y espahíes, esto es, a pie y a caba
llo, y con poder de leva y autoridad sobre los tim ariotas o agricultores m ili
tares.
16. En la monarquía regulada el gobierno de un condado consta de un
conde o señor de por vida o de un vizconde o alguacil durante un período li
mitado, con poder en determinados asuntos civiles y judiciales y con leva y
autoridad de posse comitatus.
17. En democracia, el gobierno de una tribu consta de un consej o o cor
te, en una tercera parte elegido anualmente por la gente de tal tribu para el go
bierno civil, judicial y m ilitar de la misma, así como tam bién para presidir la
elección de diputados de esa tribu para la provisión anual de una tercera parte
de las asambleas comunes y soberanas de la totalidad de la república, es decir,
del senado y de la asam blea popular. En estas dos últimas son reunidas de
nuevo las tribus, ya delineadas y diferenciadas en adecuados órganos o en
precisos miembros dispuestos para ser accionados por esas asambleas popu
lares, para su conexión en un cuerpo entero y orgánico.
18. Un parlamento de médicos nunca habría descubierto la circulación
de la sangre, ni un parlamento de poetas habría escrito la Eneida de Virgilio.
Portanto, de este tipo es el proceder de un solo legislador en la formación del
gobierno. Pero si el pueblo, sin un legislador, realiza tal tarea m ediante un
cierto instinto que hay en él, nunca irá m ás lejos de la reunión de una asam
blea. Porque 1 1 0 habrá tomado en consideración que la formación del gobier
no es tanto un trabajo de invención como de juicio, y que una asamblea puede
ser excelente juzgando las cuestiones que ante ella se presenten, pero que la
invención es contraria a la naturaleza de una asamblea igual que lo es de los
músicos en concierto, que pueden interpretar y juzgar cualquier aire que se
les ofrezca pero que nunca estarán de acuerdo en cómo inventar una pieza de
música.
19. En los consejos hay tres tipos de resultados, y cada tipo de resulta
do hace una form a diferente. Un consejo que resulta en un príncipe hace la
monarquía absoluta. Un consejo que resulta en la nobleza, o donde sin contar
con la nobleza no hay resultado, hace la aristocracia o la monarquía regulada.
U n consejo que resulta en el pueblo hace la democracia. Hay un cuarto tipo
de resultado o consejo que no equivale a forma alguna, sino a la privación del
gobierno. Esto es, un consejo que no constando de una nobleza da, sin em
bargo, a la m ism a como resultado, y que es denominada oligarquía. Por tan
to, el pueblo, que pocas veces o nunca irá m ás lejos de elegir una asamblea
sin otro resultado que ella m ism a, en lugar de la dem ocracia introducirá la
oligarquía.
20. El resultado último en cada forma es el poder soberano. Si el resul
tado último es total y únicamente el monarca, ese m onarca es absoluto. Si el
resultado último no lo es completa y únicamente el monarca, ese monarca es
regulado. Si el resultado es total y únicamente el pueblo, el pueblo está en li
bertad o la forma del gobierno es la democracia.
21. Puede suceder que la monarquía fundada sobre la aristocracia, y por
tanto regulada en su fundación, consiga m ediante ciertos expedientes e intru
siones (como hoy en día ocurre en Francia y en España) que la administración
parezca o se denomine absoluta. De lo cual trataré extensamente cuando ha
ble de la razón de Estado o de la administración.
22. Cuando el resultado último es la totalidad del cuerpo del pueblo, si
la república es de extensión considerable, es completamente impracticable. Y
si el resultado último no es sino una parte del pueblo, el resto no está en liber
tad ni el gobierno es democrático.
23. Así como todo un ejército no puede cargar instantáneamente, sino
que se ordena que cada soldado lo haga cuando le toque para que cargue todo
el ejército, del mismo modo todo el pueblo no puede ser el resultado al mismo
tiempo, sino que ha de ordenarse que cada cual a su debido turno sea resulta
do de todo el pueblo.
24. Una asamblea popular, correctamente ordenada, da a cada cual su
turno para que sea resultado de todo el pueblo.
25. Si la asamblea popular consta de un centenar o m ás de miembros,
reem plazados anualm ente en una tercera parte m ediante nuevas elecciones
hechas en todas las tribus del pueblo, está correctamente ordenada. Es decir,
está constituida de tal m anera que tal asamblea no tiene otro interés que dar
como resultado sólo aquello que es en interés de todo el pueblo.
26. Pero vano es el resultado cuando no hay nada que resolver. Y
cuando la m adurez del debate no precede, allí no hay cosa sobre la que re
solver.
27. El debate, para que sea maduro, no puede ser organizado por una
multitud. Y para que el resultado sea popular no puede ser realizado por unos
pocos.
28. Si un consejo habilitado para el debate tiene en sí tam bién el resul
tado, es oligarquía. Si una asam blea habilitada como resultado se arroga
también el debate, es anarquía. Debate en un consejo no habilitado como re-
• sultado y resultado en una asamblea no habilitada para el debate, eso es de
mocracia.
29. No es más natural que un pueblo decida sobre sus propios asuntos a
que lo haga sobre aquello que le presente el consejo de letrados, al menos si
se aprueba universalmente el dicho de Pacuvio de que a un pueblo o lo go
bierna un rey o lo aconseja un senado.
30. Donde el senado no tiene intereses diferenciados es donde el pue
blo es aconsejable y no se aventura en el debate. Donde el senado tiene un in
terés distinto, allí el pueblo no es aconsejable, sino que cae en discusión
intestina y por tanto en la confusión.
31. De los senados hay tres tipos: primero, un senado elegible sólo entre
la nobleza, como el de Roma, que no se contentará con ser meramente el con
sejo del pueblo, sino que sostendrá que sus integrantes son señores del pueblo
y nunca cejarán en sus pretensiones hasta que hayan arruinado la república.
En segundo lugar, un senado elegido de por vida, como el de Esparta, que se
ría una especie de nobleza y que tendría una especie de rey espartano. Y un
senado por rotación, que, para estar bien constituido, ha de ser sosegado y no
ha de pretender nunca ser más que un consejo de letrados del pueblo.
32. En tercer lugar, un senado bien constituido está formado, por ejem
plo, por trescientos senadores, renovables en un tercio anualmente medíante
nuevas elecciones en las tribus, y en él se debaten todos los asuntos civiles y
se promulga a toda la nación lo que hayan debatido. Esta promulgación ha de
hacerse con suficiente antelación en el tiempo para que las cuestiones debati
das se propongan, sean comúnmente conocidas y comprendidas y sean pro
puestas después a resolución de la asamblea popular, que sólo ha de ser testi
monio de cada acto público.
A sí completada la form a de gobierno (de la parte civil), se resume en los
tres aforismos siguientes:
Entre las muchas ventajas que promete una Unión bien construida, ninguna
merece desarrollarse con mayor cuidado que su tendencia a rom per y contro
lar la violencia de la facción. El amigo de los gobiernos populares nunca se
encuentra tan alarmado por su carácter y destino como cuando contempla su
propensión a este peligroso vicio. N o vacilará entonces en conceder su debi
do valor a cualquier plan que, sin violar los principios con los que está com
prometido, proporcione una cura adecuada del mismo. La inestabilidad, in
justicia y confusión introducidas en los concejos públicos han sido, en
verdad, enfermedades mortales bajo las cuales han perecido en todas partes
los gobiernos populares, y sigue siendo el tema favorito y más fecundo del
que los enemigos de la libertad derivan sus más especiosas declaraciones. Las
valiosas m ejoras introducidas por las constituciones americanas respecto a
los modelos populares, antiguos y modernos, no pueden ser suficientem ente
admiradas; pero sería injustificable parcialidad afirm ar que han obviado
efectivamente el peligro de esa procedencia, como era deseado y esperado.
En todas partes se oyen quejas, expresadas por nuestros m ás considerados y
virtuosos ciudadanos, tanto de los amigos de la fe pública como de la privada,
de la libertad pública como de la personal, acerca de que nuestro gobierno es
demasiado inestable, que el bien común es olvidado en los conflictos entre
partidos rivales y que con demasiada frecuencia se toman medidas que no es
tán de acuerdo con las reglas de la justicia ni con los derechos de la parte en
minoría, sino que se deben a la fuerza superior de una mayoría interesada y
autoritaria. Al margen de nuestro ansioso deseo de que estas quejas no tengan
fundamento, la evidencia de hechos conocidos no nos perm ite negar que son
en algún grado ciertos. M ediante una ojeada cándida a nuestra situación
se encontrará, de hecho, que algunas de las miserias bajo las que laboramos se
han atribuido erróneamente al funcionamiento de nuestros gobiernos. Pero, al
mismo tiempo, tam bién se descubrirá que esas otras causas por sí solas no
dan cuenta de muchos de nuestros peores infortunios. Y, particularm ente, de
esa desconfianza dominante y creciente respecto al compromiso público y de
la alarma acerca de los derechos privados, que resuenan de un extremo a otro
del continente. Éstos han de ser efectos, mayormente, si no totalmente, de un
espíritu faccioso que ha teñido nuestra administración pública.
Por facción entiendo un cierto número de ciudadanos, tanto si suman una
mayoría como una minoría del total, que están unidos y actúan m ediante un
impulso o pasión común, o por un interés contrario a los derechos de otros
ciudadanos o a los intereses perm anentes y agregados de la comunidad.
Hay dos métodos para curar los daños de la facción: el prim ero, eliminar
sus causas. El otro, controlar sus efectos.
1. Introducción
Notas
! Locke indica que aunque el poder federativo es distinto del ejecutivo, resulta difícil de
poner en otras manos, lo que además no parece muy aconsejable.
2 Locke utiliza el término «propiedad» para referirse a la vida y bienes de los hombres,
pero, como señala Macpherson, también lo hace en el sentido restringido de bienes. Esto
introduce bastante ambigüedad en muchas de sus afirmaciones.
3 Los aspectos republicanos de su teoría se han analizado en el capítulo anterior.
4 R. W. Krouse (1985) comenta cómo al final, haciendo de la necesidad virtud, Madi-
son realiza una auténtica revisión de la teoría tradicional del republicanismo abandonando
sus dos valores principales: la participación común en la vida política de la comunidad y el
fomento del espíritu público mediante la educación política.
Para una valoración de sus elementos republicanos véase también el capítulo anterior.
5 Seudónimo utilizado por los federalistas.
6 El discurso preliminar de la Constitución de Cádiz, es una obra colectiva que surge
de la discusión de la comisión encargada de elaborar la Constitución y se presenta sin fir
ma. Pero normalmente se atribuye su paternidad a A. de Argüelles por haber sido el redac
tor principal del borrador que se discutió (que no parece haber sido modificado en profun
didad) y, además, el encargado de leerlo ante las Cortes.
7 En Constant, por ejemplo, lo público era lo político, y lo privado, el comercio y las
relaciones sociales y personales.
B ib lio g r a fía
95. Al ser los hom bres, como ya se ha dicho, todos libres por naturaleza,
iguales e independientes, ninguno puede ser sacado de esa condición y puesto
bajo el poder político de otro sin su propio consentimiento. El único modo en
que alguien se priva a sí mismo de su libertad natural y se somete a las atadu
ras de la sociedad civil, es mediante un acuerdo con otros hombres, según el
cual todos se unen formando una comunidad, a fin de convivir los unos con
los oíros de una manera confortable, segura y pacífica, disfrutando sin riesgo
de sus propiedades respectivas y m ejor protegidos frente a quienes no forman
parte de dicha comunidad. Esto puede hacerlo cualquier grupo de hombres,
porque no daña la libertad de los demás, a quienes se deja, tal y como esta
ban, en estado de naturaleza. Así, cuando un grupo de hombres ha consentido
formar una comunidad o gobierno, quedan con ello incorporados en un cuer
po político en el que la mayoría tiene el derecho de actuar y decidir en nombre
de todos.
96, Pues cuando un número cualquiera de hom bres, con el consenti
miento de cada individuo, ha formado una comunidad, ha hecho de esa comu
nidad un cuerpo con poder de actuar corporativamente; lo cual sólo se consi
gue mediante la voluntad y determinación de la mayoría. Porque como lo que
hace actuar a una comunidad es únicamente el consentimiento de los indivi
duos que hay en ella, y es necesario que todo cuerpo se mueva en una sola di
rección, resulta imperativo que el cuerpo se mueva hacia donde lo lleve la
fuerza mayor, es decir, el consenso de la mayoría. De no ser así, resultaría im
posible que actuara o que continuase siendo un cuerpo, una comunidad, tal y
como el consentimiento de cada individuo que se unió a ella acordó que debía
ser. Y así, cada uno está obligado, por consentimiento, a someterse al parecer
de la mayoría. Vemos, por lo tanto, que en aquellas asambleas a las que se ha
dado el poder de actuar por leyes positivas, cuando un número fijo no ha sido
estipulado por la ley que les da el poder, el acto de la mayoría se toma como
acto del pleno; y, desde luego, tiene capacidad decisoria, pues tiene el poder
del pleno, tanto por ley de naturaleza como por ley de razón.
97. Y así, cada hom bre, al consentir con otros en la form ación de un
cuerpo político bajo un solo gobierno, se pone a sí mismo bajo la obligación,
con respecto a todos y cada uno de los miembros de ese cuerpo, de someterse
a las decisiones de la mayoría y a ser guiado por ella. Si no, ese pacto original
mediante el que un individuo acuerda con otros incorporarse a la sociedad, no
significaría nada; y no habría pacto alguno si el individuo quedara completa
mente libre y sin más lazos que los que tenía antes en el estado de naturaleza.
Pues ¿qué visos de pacto habría en eso? ¿Qué nueva obligación asum iría el
individuo si rehusara someterse a los decretos de la sociedad, y sólo aceptara
aquellos que a él le convinieran y a los que él diese su consentimiento? Esto
conllevaría un grado de libertad igual que el que dicho individuo tenía antes
de hacer el pacto, e igual que el de cualquier otro hombre que, hallándose en
estado de naturaleza, sólo se somete y acepta aquellas decisiones de la socie
dad que a él le parecen convenientes.
132. Como ya se m ostrado, al unirse los hombres por vez prim era en socie
dad, todo el poder de la comunidad reside naturalmente en la mayoría; y ésta
puede emplear todo ese poder en hacer periódicamente leyes para la comuni
dad, y en ejecutar esas leyes sirviéndose de los oficiales que la mayoría nom
bra. En ese caso, la form a de gobierno es una dem ocracia perfecta. Puede
también depositarse el poder dé hacer leyes en manos de unos pocos hombres
selectos, y en sus herederos o sucesores; entonces tendremos una oligarquía.
Puede tam bién depositarse en m anos de un solo hombre, y entonces es una
m onarquía; si el poder se le concede a él y a sus herederos, tendrem os una
m onarquía hereditaria; y si sólo se le concede a él mientras viva, y el poder de
nom brar a su sucesor revierte al pueblo, entonces tendremos una monarquía
electiva. Y basándose en estas form as, de gobierno, la com unidad puede
combinarlas según le parezca conveniente. Así, si el poder legislativo es dado
originalmente por la mayoría a una o más personas sólo mientras éstas vivan,
o durante cualquier otro período limitado de tiempo, y luego el poder supre
mo revierte otra vez a la comunidad, ésta podrá entonces disponer de él po
niéndolo en manos de quien ella decida, y constituyendo así una nueva forma
de gobierno. Como la forma de gobierno depende de dónde se deposite el po
der supremo, que es el legislativo (pues es imposible concebir que un poder
inferior prescriba lo que debe hacer otro superior, y no hay poder más alto que
el de dictar leyes), el tipo de Estado dependerá de dónde se deposite el poder
de legislar.
232. Quienquiera que haga sin derecho uso de la fuerza, y tal hace dentro
de una sociedad quien la ejerce fuera de la ley, se pone a sí mismo en un
estado de guerra con aquellos contra los que esa fuerza es empleada; y en
un estado así, todos los acuerdos anteriores dejan de tener vigencia, todos los
demás derechos desaparecen, y cada individuo se queda con el de defenderse
a sí mismo y el de resistir al agresor.
Libro XI
Hay en cada Estado tres clases de poderes: el poder legislativo, el poder eje
cutivo de los asuntos que dependen del derecho de gentes y el poder ejecutivo
de los que dependen del derecho civil.
Por el poder legislativo, el príncipe, o el magistrado, promulga leyes para
cierto tiempo o para siempre, y enmienda o deroga las existentes. Por el se
gundo poder, dispone de la guerra y de la paz, envía o recibe embajadores, es
tablece la seguridad, previene las invasiones. Por el tercero, castiga los deli
tos o juzga las diferencias entre particulares. Llamarem os a éste poder
judicial, y al otro, simplemente, poder ejecutivo del Estado.
La libertad política de un ciudadano depende de la tranquilidad de espíri
tu que nace de la opinión que tiene cada uno de su seguridad. Y para que exis
ta la libertad es necesario que el Gobierno sea tal que ningún ciudadano pue
da temer nada de otro.
Cuando el poder legislativo está unido al poder ejecutivo en la misma per
sona o en el mismo cuerpo, no hay libertad porque se puede tem er que el m o
narca o el Senado promulguen leyes tiránicas para hacerlas cumplir tiránica
mente.
Tampoco hay libertad si el poder judicial no está separado del legislativo
ni del ejecutivo. Si va unido al poder legislativo, el poder sobre la vida y la li
bertad de los ciudadanos sería arbitrario, pues el juez sería al mismo tiempo
legislador. Si va unido al poder ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un
opresor.
Todo estaría perdido si el mismo hom bre, el mismo cuerpo de personas
principales, de los nobles o del pueblo, ejerciera los tres poderes: el de hacer
las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos
o las diferencias entre particulares.
Puesto que en un Estado libre, todo hombre, considerado como poseedor
de un alma libre, debe gobernarse por sí mismo, sería preciso que el pueblo
en cuerpo desempeñara el poder legislativo. Pero como esto es imposible en
los grandes Estados, y como está sujeto a mil inconvenientes en los pequeños,
el pueblo deberá realizar por medio de sus representantes lo que no puede ha
cer por sí mismo.
Se conocen m ejor las necesidades de la propia ciudad que las de las de
más ciudades y se juzga mejor sobre la capacidad de los vecinos que sobre la
de los demás compatriotas. No es necesario, pues, que los miembros del cuer
po legislativo provengan, en general, del cuerpo de la nación, sino que con
viene que, en cada lugar principal, los habitantes elijan un representante.
La gran ventaja de los representantes es que tienen capacidad para discu
tir los asuntos. El pueblo en cambio no está preparado para esto, lo que cons
tituye uno de los grandes inconvenientes de la democracia.
Cuando los representantes han recibido de quienes los eligieron unas ins
trucciones generales, no es necesario que reciban instrucciones particulares
sobre cada asunto, com o se practica en las dietas de Alem ania. Verdad es
que, de esta manera, la plabra de los diputados sería más propiam ente la ex
presión de la voz de la nación, pero esta práctica llevaría a infinitas dilacio
nes, haría a cada diputado dueño de los demás y, en los m omentos m ás apre
miantes, toda la fuerza de la nación podría ser detenida por un capricho.
[...]
Todos los ciudadanos de los diversos distritos deben tener derecho a dar
su voto para elegir al representante, exceptuando aquellos que se encuentren
en tan bajo estado que se les considere carentes de voluntad propia.
Existía un gran defecto en la mayor parte de las Repúblicas de la antigüe
dad: el pueblo tenía derecho a tom ar resoluciones activas que requerían cierta
ejecución, cosa de la que es totalmente incapaz. El pueblo no debe entrar en el
Gobierno más que para elegir a sus representantes, que es lo que está a su al
cance. Pues si hay pocos que conozcan el grado exacto de la capacidad hum a
na, cada cual es capaz, sin embargo, de saber, en general, si su elegido es más
competente que los demás.
Capítulo I. D e la soberanía del pueblo
.[•••]
Cuando se afirm a que la soberanía del pueblo es ilimitada, se está crean
do e introduciendo azarosamente en la sociedad hum ana un grado de poder
demasiado grande que, por sí mismo, constituye un mal, con independencia
de quien lo ejerza. No importa que se le confíe a uno, a varios, a todos; siem
pre constituiría un mal. Se atacará a los depositarios de ese poder y, según las
circunstancias, se acusará sucesivamente a la monarquía, a la aristocracia, a la
democracia, a los gobiernos mixtos, al sistem a representativo. Se cometerá
una equivocación; es al grado de poder, no a sus depositarios, al que hay que
acusar. Es el arm a a la que hay que atacar, no al brazo que la sostiene. Hay
cargas demasiado pesadas para el brazo de los hombres.
El error de los que de buena fe, movidos por su am or a la libertad, han
concedido a la soberanía del pueblo un poder sin límites, procede del modo
en que se han formado sus ideas políticas. La historia les ha mostrado cómo
un pequeño número de hombres, o incluso uno solo, detentaban un poder in
menso, causante de muchos males; su cólera se ha dirigido contra los detenta
dores del poder, no contra el propio poder. En lugar de destruirlo, sólo han
pensado en desplazarlo. Era un azote, y lo han considerado como una con
quista. Se lo han conferido a la sociedad entera. De ésta, ha pasado necesaria
mente a la mayoría; de la mayoría, a las manos de algunos hombres, a veces a
las de un solo hombre; ha causado tanto mal como antaño; como resultado,
se han multiplicado los ejemplos, las objeciones, los argumentos y los hechos
contra todas las instituciones políticas.
En una sociedad fundada en la soberanía del pueblo, es evidente que nin
gún individuo, ninguna clase, tiene derecho a someter al resto a su voluntad
particular; pero es falso que la sociedad en su conjunto posea sobre sus miem
bros una soberanía sin lím ites.
La universalidad de los ciudadanos es soberana en el sentido de que nin
gún individuo, ninguna fracción, ninguna asociación parcial puede arrogarse
la soberanía si ésta no le ha sido delegada. Pero de ello no se sigue que la uni
versalidad de los ciudadanos, o aquellos que han sido investidos con la sobe
ranía, puedan disponer soberanamente de la existencia de los individuos. Hay,
al contrario, una parte de la vida hum ana que es, por naturaleza, individual e
independiente y que queda al margen de toda competencia social. La sobera
nía sólo existe de un modo limitado y relativo. Donde comienza la indepen
dencia y la existencia individual se detiene la jurisdicción de esta soberanía.
Si la sociedad franquea esta línea, se hace tan culpable como el déspota cuyo
único título es la espada exterminadora; la sociedad no puede rebasar su com
petencia sin ser usurpadora, ni la mayoría sin ser facciosa. El asentimiento de
la mayoría no basta en todos los casos para legitimar sus actos; hay actos que
es imposible sancionar; cuando una autoridad comete actos semejantes, nada
importa la fuente de la que pretende emanar, nada importa que se llame indi
viduo o nación. Le faltaría la legitimidad, aunque se tratase de toda la nación
y hubiere un solo ciudadano oprimido.
[...]
Preguntemos desde luego lo que en este tiempo entienden un inglés, un
francés o un habitante de los Estados Unidos de América por la palabra liber
tad. Ella no es para cada uno de éstos otra cosa que el derecho de no estar so
metido sino a las leyes, no poder ser detenido, ni preso, ni muerto, ni maltrata
do de manera alguna por el efecto de la voluntad arbitraria de uno o de muchos
individuos: es el derecho de decir su opinión, de escoger su industria, de ejer
cerla, y de disponer de su propiedad, y aun de abusar si se quiere, de ir y venir
a cualquier parte sin necesidad de obtener permiso, ni de dar cuenta a nadie de
sus motivos o sus pasos: es el derecho de reunirse con otros individuos, sea
para deliberar sobre sus intereses, sea para llenar los días o las horas de la m a
nera más conforme a sus inclinaciones y caprichos: es, en fin, para todos el
derecho de influir o en la administración del gobierno, o en el nombramiento
de algunos o de todos los funcionarios, sea por representaciones, por peticio
nes o por consultas, que la autoridad está m ás o m enos obligada a tom ar en
consideración. Comparad entre tanto esta libertad con la de los antiguos.
Ésta consistía en ejercer colectiva pero directamente m uchas partes de la
soberanía entera; en deliberar en la plaza pública sobre la guerra y la paz; en
concluir con los extranjeros tratados de alianza; en votar las leyes, pronunciar
las sentencias, examinar las cuentas, los actos, las gestiones de los m agistra
dos, hacerlos comparecer ante todo el pueblo, acusarlos, y condenarlos o ab
solverlos. Pero, al mismo tiempo que era todo esto lo que los antiguos llam a
ban libertad, ellos admitían como compatible con esta libertad colectiva la
sujeción completa del individuo a la autoridad de la m ultitud reunida. No en
contraréis en ellos casi ninguno de los beneficios y goces,que hemos hecho
ver que formaban parte de la libertad en los pueblos modernos. Todas las ac
ciones privadas estaban sometidas a una severa vigilancia: nada se concedía a
la independencia individual ni bajo el concepto de opiniones, ni del de indus
tria, ni de los otros bienes que hemos indicado. En las cosas que nos parecen
más útiles, la autoridad del cuerpo social se interponía, y m ortificaba la vo
luntad de los particulares. Terpandro no pudo entre los espartanos añadir una
cuerda a su lira sin que los éforos se diesen por ofendidos. Aun en las relacio
nes domésticas más ocultas también intervenía la autoridad: un joven lacedai-
m onio no podía visitar libremente a su nueva esposa: en Roma los censores
escudriñaban hasta el interior de las familias: las leyes regulaban las costum
bres; y, como éstas tienen conexión con todo, nada había que aquéllas no pre
tendiesen arreglar.
Así, entre los antiguos eljndividuo, soberano casi habitualm ente en los
negocios públicos, era esclavo en todas sus relaciones privadas. Como ciuda-
daño decidía de la paz y de la guerra; como particular estaba limitado, obser
vado y reprimido en todos sus movimientos; como porción del cuerpo colec
tivo cuestionaba, destituía, condenaba, despojaba, desterraba y decidía la
vida de los m agistrados o de sus superiores; pero como sometido al cuerpo
colectivo podía llegar también la ocasión de ser privado de su estado, despo
jado de sus dignidades, arrojado del territorio de la república, y condenado a
m uerte por la voluntad discrecional del todo de que formaba parte. Entre los
modernos al contrario, el individuo, independiente en su vida privada, no es
soberano más que en apariencia aun en los Estados más libres: su soberanía
está restringida y casi siempre suspensa: y si en algunas épocas fijas, pero ra
ras, llega a ejercer esta soberanía, lo hace rodeado de mil trabas y precaucio
nes, y nunca sino para abdicar de ella.
[-]
De lo que acabo de decir resulta que nosotros no podemos gozar de la li
bertad de los antiguos, la cual se componía de la participación activa y cons
tante del poder colectivo. Nuestra libertad debe componerse del goce pacífico
y de la independencia privada. La parte que en la antigüedad tomaba cada uno
en la soberanía nacional no era, como entre nosotros, una suposición abstrac
ta: la voluntad de cada uno tenía una influencia real; y el ejercicio de esta m is
ma voluntad era un placer vivo y repetido: por consecuencia, los antiguos esta
ban dispuestos a hacer muchos sacrificios por la conservación de sus derechos
políticos, y de la parte que tenían en la administración del Estado; pues, cono
ciendo cada uno con orgullo cuánto valía su sufragio, encontraba en este m is
mo conocimiento de su importancia personal un amplísimo resarcimiento.
Pero este resarcimiento no existe hoy para nosotros: perdido en la m ulti
tud el individuo, casi no advierte la influencia que ejerce; jam ás se conoce el
influjo que tiene su voluntad sobre el todo, y nada hay que acredite a sus pro
pios ojos su cooperación. El ejercicio de los derechos políticos no nos ofre
ce, pues, sino una parte de los goces que los antiguos encontraban: y al m is
mo tiem po los progresos de la civilización, la tendencia comercial de la
época, la comunicación de los pueblos entre sí han multiplicado y variado al
infinito los medios de la felicidad particular.
De aquí se sigue que nosotros debemos ser más adictos que los antiguos a
nuestra independencia individual; porque las naciones, cuando sacrificaban
ésta a los derechos políticos, daban menos por obtener más, mientras que no
sotros, haciendo el m ism o sacrificio, nos desprenderíamos de más por lograr
menos.
El objeto de los antiguos era dividir el poder social entre todos los ciuda
danos de una mism a patria: esto era lo que ellos llamaban libertad. El objeto
de los modernos es la seguridad de sus goces privados; y ellos llaman libertad
a las garantías concedidas por las instituciones de estos mismos goces.
[...]
Resígnese, pues, el poder: lo que nosotros necesitamos es la libertad, la
cual conseguiremos indefectiblemente; pero como la que precisamos es dife
rente de la de los antiguos, es necesario que se dé a aquélla una organización
diferente, y la que podría convenir a la libertad antigua; en ésta, el hombre,
cuanto más consagraba el tiempo y su fuerza para el ejercicio de los derechos
políticos, m ás libre se creía: por el contrario, en la especie de libertad de que
nosotros somos susceptibles, cuanto más tiempo nos deje para nuestros inte
reses privados el ejercicio de los derechos políticos, m ás preciosa será para
nosotros la misma libertad.
De aquí viene la necesidad del sistema representativo, el cual no es otra
cosa que una organización con cuyo auxilio una nación se descarga sobre al
gunos individuos de aquello que no quiere o no puede hacer por sí misma.
Los individuos pobres hacen por sí mismos sus negocios; los ricos nom bran
apoderados: ésta es la historia de las naciones antiguas y de las m odernas. El
sistema representativo es una procuración dada a un cierto número de hom
bres por la m asa del pueblo que quiere que sus intereses sean defendidos, y
que, sin embargo, no tiene siempre el tiempo ni la posibilidad de defenderlos
por sí mismo. Pero los hom bres ricos, que nom bran a sus apoderados, si no
son unos insensatos, examinan con atención y severidad si éstos hacen su de
ber y si son negligentes, corruptibles o capaces; y, para juzgar de la gestión
. de estos mandatarios, los comitentes que tienen prudencia examinan interior
mente los negocios cuya administración han confiado. Del mismo modo, los
pueblos, que con el objeto de gozar la libertad que les conviene recurren al
sistema representativo, deben ejercer una vigilancia activa y constantesobre
sus representantes para ver si cum plen exactamente con su encargo y si de
fraudan a sus votos y deseos.
Pero en el hecho de diferenciarse la libertad antigua de la m oderna se ha
lla ésta también amenazada de un peligro de diferente especie. El de la anti
gua consistía en que los hombres, atentos solamente a asegurarla división del
poder social, hiciesen m uy buen uso de los derechos y goces individuales;
pero el peligro de la libertad m oderna puede consistir en que, absorbiéndo
nos dem asiado en el goce de nuestra independencia privada y en procurar
nuestros intereses particulares, no ren u n c lem o sc o ^
cho de tom ar parte en el gobierno político.
Los depositarios de la autoridad no dejarán de exhortarnos a que dejemos
que suceda así, porque están siempre dispuestos a ahorram os toda especie de
"trabajo, excepto el de obedecer y pagar; eííos nos ctírañT«¿üual es el objeto
de vuestros esfuerzos, el motivo de vuestros trabajos y el térm ino de vuestras
esperanzas? ¿No es la felicidad? Pues dejadnos a nosotros este cuidado, que
nosotros os la daremos». Pero no, no dejem os que obren de este modo: por
grande que sea el interés que tom en por nosotros, supliquémosles que se con
tengan en sus límites, y que éstossean los'de serJust'os:lío~sotros nos encarga-
remos de hacem os dichosos a nosotros mismos. ¿Y podríam os serlo por m e
dio de los goces sfe sto s estuviesen separados de las garantías? ¿Y dónde
encontraríam os esas garantías si renunciásem os a la libertáT política? ¡Ah!
Esto sería una locura, semejante a la de un hom bre que bajo el pretexto de no
habitar sino un prim er piso, pretendiese edificar sobre la arena un edificio sin
cimientos.
Por otra parte, ¿es. tan verdadero el que un género sólo de felicidad, sea
éste el que quiera, pueda ser el objeto único de la especie humana? En tal caso
nuestra carrera seria m uy estrecha, y poco sublime nuestro destino. No hay
ciertamente uno de nosotros que quisiese bajar tanto, restringir sus facultades
morales, rebajar sus deseos y abjurar de la actividad, la gloria y las emociones
generosas y profundas. No, yo certifico la existencia de la parte m ejor de
nuestra naturaleza; de esta noble inquietud que nos persigue y nos atormenta;
de este ardor de extender nuestras luces y desarrollar nuestras facultades;
todo nos dice que no es a un punto de felicidad sólo a lo que se dirigen, sino a
la perfección a que nuestro destino nos llama; y la libertad política ciertamen:
te es el más poderoso y enérgico modo de perfección que el cielo nos ha dado
entre los dones terrenos. Ella, sometiendo a todos los ciudadanos sin excep-
ción el examen y estudio de sus más sagrados intereses, agranda su espíritu,
ennoblece sus pensam ientos y establece entre todos ellos una especie de
igualdad intelectual, que hace la gloria v el poder de un pueblo.
rr
Lejos de nosotros, pues, el renunciar a ninguna de las dos especies de li
bertad de que he hablado. Es necesario... como he demostrado, aprender a,
combinar la una con la otra..f... 1
La obra del legislaüóTno es completa cuando ha dado solamente tranqui
lidad a un pueblo: aun estando éste contento, falta todavía mucho por hacer.
Es necesario que las instituciones acaben la educación moral de los ciudada-
n o s.,Respetando sus derechos individuales, manteniendo su independencia,
no turbando sus ocupaciones, debe, sin embargo, procurarse que consagren
sur influencia hacia las cosas públicas; llamarles a que concurran con sus
determ inaciones y sufragios al ejercicio del poder; garantizarles un dere
cho de vigilancia por medio de la manifestación de sus opiniones y, form án
doles de. este m odo por la práctica a estas funciones elevadas, darles a un
mismo tiempo el deseo v la facultad de poder desem peñarlas.
Segunda parte. Capítulo VI
[...]
Es difícil decir qué lugar ocupa la política en la vida de un hombre de los
Estados Unidos. Gobernar la sociedad y hablar de cómo hacerlo es el asunto
más importante, y por así decirlo el único placer del americano. Esto se perci
be hasta en los menores hábitos de su vida: las mismas mujeres acuden a m e
nudo a las asambleas públicas, donde escuchan discursos políticos mientras
descansan de los quehaceres del hogar. Para ellas, los clubs reemplazan hasta
cierto punto a los espectáculos. El americano no sabe conversar: discute. No
discurre: diserta. Nos habla siempre como si se dirigiese a una asamblea, y si
alguna vez se acalora dice «Señores» al dirigirse a su interlocutor.
En determinados países el habitante acepta con cierta repugnancia los de
rechos políticos que la ley le concede; le parece que se le roba el tiempo ha
ciéndole ocuparse de los intereses comunes, y prefiere encerrarse en un es
trecho egoísmo limitado por cuatro zanjas rematadas por un seto.
Por el contrario, si se redujera al norteamericano a no ocuparse más que
de sus propios asuntos se le quitaría m edia vida; sentiría como un inmenso
vacío y llegaría a ser enormemente desgraciado.
Estoy persuadido de que si el despotismo llegara alguna vez a establecer
se en América, encontraría más dificultades en vencer los hábitos creados por
la libertad que en superar el amor mismo a la libertad.
Esa agitación siempre renaciente que el gobierno de la democracia ha in
troducido en el mundo político, pasa luego a la sociedad civil. Y no sé si a fin
de cuentas no será ésa la mayor ventaja del gobierno democrático, al que ala
bo aún más por lo que hace hacer que por lo que hace.
Es innegable que el pueblo suele dirigir bastante mal los asuntos públicos,
pero es que el pueblo no puede ocuparse de los asuntos públicos sin que el
círculo de sus ideas se extienda y su espíritu salga de la rutina ordinaria. El
hombre del pueblo que ha sido llamado al gobierno de la sociedad, adquiere
una cierta estima de sí mismo. Convertido en poder, inteligencias lúcidas se
ponen al servicio de la suya. Se dirigen a él para buscar su apoyo y, tratando
de engañarle de mil modos diferentes, le ilustran. En política interviene en ac
tividades no concebidas por él, pero que le sugieren un amor general por las
empresas. A diario se le indican nuevas mejoras a realizar en la propiedad co
mún, y siente nacer en él el deseo de m ejorar la suya personal. No es quizá ni
más virtuoso ni más feliz que sus antepasados pero sí más ilustrado y activo.
Estoy seguro de que las instituciones democráticas, unidas a la naturaleza fí
sica del país, son la causa, no directa como tantos dicen, sino la causa indirec
ta del prodigioso movimiento industrial que se observa en los Estados U ni
dos. No es que las leyes lo produzcan, es el pueblo quien al hacer la ley apren
de a producirlo.
Cuando los enemigos de la dem ocracia pretenden que un hombre solo
hace mejor su cometido que el gobierno de todos, creo que tienen razón. El
gobierno de uno solo, suponiendo igualdad de dotes intelectuales en ambas
posibilidades muestra más continuidad en sus empresas que la multitud, más
perseverancia, más idea de conjunto, más perfección en el detalle y un supe
rior discernimiento en la elección de los hombres. Quienes nieguen esto no
han visto jam ás una república democrática o juzgan por unos pocos ejemplos.
La democracia, aun cuando las circunstancias locales y las exposiciones del
pueblo le perm itan mantenerse, no presenta aspectos de regularidad adminis
trativa ni de orden metódico en el gobierno, esto es cierto. La libertad dem o
crática no ejecuta ninguno de sus proyectos con la misma perfección que el
despotismo inteligente; a menudo los abandona antes de obtener su fruto, o
se aventura a otros peligrosos. Pero a la larga produce más que el despotismo
ilustrado hace peor cada cosa, pero hace más cosas. Bajo su imperio lo grande
no suele ser lo que ejecuta la administración pública, sino lo que se ejecuta
sin ella y fuera de ella. La democracia no da al pueblo el gobierno más hábil,
pero logra aquello que el gobierno más hábil a menudo no puede: extiende
por todo el cuerpo social una actividad inquieta, una fuerza sobreabundante
y una energía que jam ás existen sin ella y que, a poco favorables que sean
las circunstancias, pueden engendrar m aravillas. Ésas son sus verdaderas
ventajas.
2.6 John Stuart Mili: Sobre la libertad*
[•••]
La idea de que los pueblos no tienen necesidad de lim itar su poder sobre
sí mismo podía parecer un axioma cuando el gobierno popular era una cosa
acerca de la cual no se hacía m ás que soñar o cuya existencia se leía tan sólo
en la historia de alguna época rem ota. Ni hubo de ser turbada esta noción por
aberraciones temporales tales como las de la Revolución francesa, de las cua
les las peores fueron obra de una m inoría usurpadora y que, en todo caso, no
se debieron a la acción perm anente de las instituciones populares, sino a una
explosión repentina y convulsiva contra el despotismo monárquico y aristo
crático. Llegó, sin embargo, un momento en que una república democrática
ocupó una gran parte de la superficie de la tierra y se mostró como uno de los
m iembros más poderosos de la comunidad de las naciones; y el gobierno
electivo y responsable se hizo blanco de esas observaciones y críticas que se
dirigen a todo gran hecho existente. Se vio entonces que frases como el «po
der sobre sí mismo» y el «poder de los pueblos sobre si mismos», no expresa
ban la verdadera situación de las cosas; el pueblo que ejerce el poder no es
•siempre el mismo pueblo sobre el cual es ejercido; y el «gobierno de sí mfiP
mo» de que se habla, no es el gobierno de cada uno por sí, sino el gobierno
de cada uno por todos los demás. Además la voluntad del pueblo significa,
prácticamente, la voluntad de la porción más numerosa o más activa del pue
blo; de la mayoría o de aquellos que logran hacerse aceptar como tal; el
pueblo, por consiguiente, puede desear oprimir a una parte de sí mismo, y las
precauciones son tan útiles contra esto como contra cualquier otro abuso del
Poder. Por consiguiente, la limitación deí poder ele gobierno sobre los indivi-'
dúos no pierde nada de su importancia aun cuando los titulares del Poder sean
regularmente responsables hacia la comunidad, es decir, hacia el partido más
fuerte de la comunidad. Esta visión de las cosas, adaptándose por igual a la
inteligencia de los pensadores que a la inclinación de esas clases importantes
de la sociedad europea a cuyos intereses, reales o supuestos, es adversa la de
mocracia, no ha encontrado dificultad para hacerse aceptar; y en la especula
ción política se incluye ya la «tiranía de la mayoría» entre los males, contra
los cuales debe ponerse en guardia la sociedad.
Como las demás tiranías, esta de la mayoría fue al principio temida, y lo
es todavía vulgarm ente, cuando obra, sobre todo, por medio de actos de las
autoridades públicas. Pero las personas reflexivas se dieron cuenta de que
cuando es la sociedad misma el tirano — la sociedad colectivamente, respecto
de los individuos aislados que la componen— sus medios de tiranizar no es
tán limitados a los actos que puede realizar por medio de sus funcionarios po
líticos. La sociedad puede ejecutar, v ejecuta, sus propios decretos: v si dicía
malos decretos, en vez de buenos, o si los dicta a propósito de cosas en las que
no debería mezclarse, ejerce una tiranía social más form idable que m uchas
de las opresiones políticas, ya que si bien, de ordinario, no tiene a su servicio
p enas tan graves, deja m enos medios de escapar a ella, pues penetra mucho
más, en los detalles de la vida y llega a encadenar el alm a. Por esto no basta la
protección contra la tiranía del magistrado. Se necesita también protección
contra la tiranía de la opinión y sentimiento prevalecientes; contra la tenden
cia de la sociedad a imponer, por medios distintos de las penas civiles, sus
propias ideas y prácticas como reglas de conducta a aquellos que disientan de
ellas; a ahogar el desenvolvimiento y, si posible fuera, a impedir la formación
de individualidades originales y a obligar a todos los caracteres a moldearse
sobre el suyo propio.
Hay un límite a la intervención legítima de la opinión colectiva en la inde
pendencia individual: encontrarle y defenderle contra toda invasión es tan in
dispensable a una buena condición de los asuntos humanos, como la protec
ción contra el despotismo político.
Pero si esta proposición, en térm inos generales, es casi incontestable, la
cuestión práctica de colocar el lím ite — como hacer el ajuste exacto entre
la independencia individual y la intervención social— es un asunto en el que
casi todo está por hacer. Todo lo que da algún valor a nuestra existencia, de
pende de la restricción impuesta a las acciones de los demás^Algunas reglas
de conducta debe, pues, imponer, en prim er lugar, la ley, y la opinión, des
pués, para muchas cosas a las cuales no puede alcanzar la acción de la ley. En
determinar lo que deben ser estas reglas consiste la principal cuestión en los
negocios humanos; pero si exceptuamos algunos de los casos más salientes,
es aquella hacia cuya solución menos se ha progresado.
[...]
Pero hay una esfera de acción en la cual la sociedad, como distinta del in
dividuo. no tiene, si acaso, más que un interés indirecto, comprensiva de toda
aquella parte de la vida y conducta del individuo que no afecta más que a él
mismo, o que si afecta tam bién a los demás, es sólo por una participación li
bre, voluntaria y reflexivamente consentida por ellos. Cuando digo a él m is
mo, quiero significar directam ente y no en prim er lugar; pues todo lo que
afecta a uno puede afectar a otros a través de él, y ya será ulteriormente tom a
da en consideración la objeción que en esto puede apoyarse. Ésta es, pues, la
razón propia de la libertad humana. Comprende, primero, el dominio interno
de la conciencia; exigiendo la libertad de conciencia en el más com prensi
vo de sus sentidos; la libertad de pensar y sentir; la m ás absoluta libertad de
pensamiento y sentimiento sobre todas las materias, prácticas o especulati
vas, científicas, m orales o teológicas. La libertad de expresar y publicar las
opiniones puede parecer que cae bajo un principio diferente por pertenecer a
esaparte de la conducta de un individuo que se relaciona con los demás; pero
teniendo casi tanta im portancia como la m ism a libertad de pensam iento y
descansando en gran parte sobre las mismas razones, es prácticamente inse
parable de ella. En segundo lugar, la libertad humana exige libertad en núes-
tros gustos y en la determinación de nuestros propios fines: libertad para tra
zar el plan de nuestra vida según nuestro propio carácter para obrar com o
queramos., sujetos a las consecuencias de nuestros actos, sin que nos lo im pi
dan nuestros semejantes en tanto no les perjudiquem os, aun cuando ellos
puedan pensar que nuestra conducta es loca, perversa o equivocada. En ter
cer lugar, de esta libertad de cada individuo se desprende la libertad, dentro
de los mismos lím ites, de asociación entre individuos: libertad de reunirse
para todos los fines que no sean perjudicar a los demás; y en el supuesto de
que las personas que se asocian sean mayores de edad y no vayan forzadas ni
engañadas.
No es libre ninguna sociedad, cualquiera que sea su form a de gobierno,
en la cual estas libertades no estén respetadas en su totalidad; y ninguna es li
bre por completo si no están en ella absoluta y plenam ente garantizadas. La
única libertad que m erece este nom bre es la de buscar nuestro propio bien,
por nuestro camino propio, en tanto no privemos a los demás del suyo o les
impidamos esforzarse por conseguirlo. Cada uno es el guardián natural de su
propia salud, sea física, mental o espiritual. La humanidad sale más ganancio
sa consintiendo a cada cual vivir a su manera que obligándole a vivir a la m a
nera de las demás.
[...]
Capítulo II. Que sea una buena form a de gobierno
Siendo la forma de gobierno de un país dado asunto de elección (en los lími
tes de las condiciones prescritas) es necesario investigar ahora cómo esa elec
ción debe ser dirigida, cuáles son los caracteres distintivos de la forma de go-
bienio más propia para favorecer los intereses de una sociedad determ inada.
Antes de comenzar esta pesquisición puede parecer necesario decidir cuáles
son las funciones inherentes al Gobierno, porque, siendo el Gobierno pura y
sim plem ente un m edio, su elección debe depender de la m anera como se
adapte al fin deseado. Pero este modo de plantear el problema no facilita su
estudio tanto como tal vez se cree, y hasta deja en la oscuridad el conjunto de
la cuestión. Porque, en prim er término, las funciones propias de un Gobierno
no son invariables, sino que difieren en los diferentes estados de la sociedad,
sobre todo en un pueblo atrasado; y, además, el carácter de un Gobierno, o de
un conjunto de instituciones políticas, no será bien apreciado si nos limitamos
a examinar la esfera legítima de las funciones gubernamentales, porque, aun
que los beneficios de un Gobierno se hallen circunscritos a esta esfera, no su
cede lo mismo, por desgracia, con sus efectos perniciosos. Todos los males
de cualquier especie y grado que sean que la humanidad es susceptible de su
frir pueden proceder del Gobierno, sin que a la vez se obtenga de la existencia
social ninguna de las ventajas que reporta si el régim en establecido no se
presta y atiende a ello.
Omitiendo hablar de los efectos indirectos, la intervención inmediata de
las autoridades públicas puede abrazar toda la existencia humana; y la in
fluencia del Gobierno sobre la sociedad debe ser examinada y apreciada en
su relación no con algunos intereses, sino con el conjunto de los intereses de
la humanidad.
[-3
Así, pues, siendo el prim er elemento de buen gobierno la virtud y la inte
ligencia de las personas que com ponen la com unidad el m ayor m érito que
puede poseer un Gobierno es el de desenvolver esas cualidades en el pueblo.
Tratándose de instituciones políticas, la prim era cuestión es saber hasta qué
punto tiende a desarrollar cada una de ellas en los m iembros de la com uni
dad las diferentes cualidades morales o intelectuales, o mejor (según la clasi
ficación m ás completa de Bentham) morales, intelectuales y activas. El G o
bierno que m ejor llene esa condición es, aparentemente, el m ejor bajo todos
conceptos, puesto que de la proporción en que dichas cualidades existan en
el pueblo depende absolutamente el bien que puede realizar en sus operacio
nes prácticas.
Adoptarem os, por lo tanto, como criterio para apreciar lo que vale un
Gobierno la m edida en que tienda a aum entar la dosis de buenas cualidades
de los gobernados colectiva e individualm ente, porque, sin hablar del bie
n estar de los últimos, que es el objeto principal de aquél, las buenas cualida
des de los ciudadanos proporcionan la fuerza m otriz que im pulsa la m áqui-
na. Queda ahora como otro elemento constitutivo del m érito de un Gobierno
la índole del m ism o m ecanism o, es decir, cómo se com bina ese m ecanism o
para sacar partido de las buenas cualidades que existen y servirse de ellas
útilmente. [...]
Todo buen Gobierno es la organización de las buenas cualidades exis
tentes en la com unidad para la dirección de sus asuntos. La constitución re
presentativa es el modo de que la inteligencia y honradez, difundidas en la
sociedad así como el entendim iento y la virtud de los hom bres superiores,
pese m ás directam ente sobre el G obierno, es la m anera de darles m ás in
fluencia que la que tendrían en otro cualquier sistem a. A decir verdad, lo
que de esta influencia exista en todo Gobierno, cualquiera que sea su orga
nización, es la fuente de todo el bien que en él hay y el obstáculo al mal de
que carece. Cuanto mayor sea la sum a de buenas cualidades que las institu-
. ciones de un país logren organizar y más excelente su organización, tanto
m ejor será el Gobierno.
Hemos ya llegado a un punto de vísta desde el cual se vislum bra el doble
mérito de que es susceptible todo conjunto de instituciones políticas. Depen
de el uno de la manera como las instituciones favorecen el progreso de la co
munidad, en inteligencia, en virtud, en actividad y en poder práctico; consiste
el otro en la perfección con que las instituciones organizan el valor moral, in
telectual y activo que ya existe, para darle la mayor intervención posible en
los asuntos públicos. Debe juzgarse al Gobierno por su acción sobre las co
sas, por lo que hacen los ciudadanos y por lo que hace con ellos, por su ten
dencia a mejorar o 1 1 0 a los hombres y por el mérito o defecto de las obras que
ejecuta para ellos o con ellos.
[...]
El estado de las diferentes comunidades, en materia de cultura y desen
volvimiento, desciende a veces hasta una condición muy poco superior a la
de las bestias más inteligentes. Al mismo tiempo el movimiento de ascensión
es distinto, y la posibilidad de mejoramiento mayor o menor, según los casos.
Los pueblos no pueden pasar de un grado de cultura a otro superior sino_pnr
un concurso de influencias, siendo la principal de todas las del Gobierno a
que.se encuentran sometidos. En cualquier grado imaginable de progreso la
naturaleza y la suma de autoridad ejercida por el Gobierno, la distribución del
poder y las condiciones de mando y obediencia son siempre los móviles más
importantes de todos, a excepción de las creencias religiosas, que hacen de
los hombres lo que son y los capacitan para todo lo que pueden ser. Un G o
bierno que se adapte mal al grado de civilización de que goza un pueblo dado
puede entorpecer su progreso. Y el m érito indispensable de un G obierno,
aquel merced al cual puede dispensársele casi todo lo demás, es que se preste,
o al menos no se oponga, a que el pueblo franquee el paso que le separa de un
progreso superior.
[...]
Averiguar qué especie de Gobierno conviene a cada uno de los Estados
conocidos de sociedad sería escribir un tratado, no sobre el Gobierno repre
sentativo, sino sobre la ciencia política en general. Siendo nuestro proyecto
más limitado, sólo tomaremos a la filosofía política sus principios generales.
Para determ inar la form a de gobierno más apropiable a un pueblo dado es
preciso discernir entre los vicios y lagunas de éste, los que constituyen un
obstáculo inmediato al progreso, los que le cierran el camino, por decirlo así.
El m ejor Gobierno para ese pueblo será el que tienda en mayor escala a facili
tarle las condiciones sin las cuales no puede avanzar o avanzaría simplem ente
de una manera vacilante e incompleta. N o debemos olvidar, sin embargo, una
reserva importante siempre que se habla de mejoramiento y de progreso, y es
que, buscando el bien que se estima necesario, ha de lastimarse lo menos po
sible el ya poseído.
Debe enseñarse la obediencia a un pueblo de salvajes, pero no de modo
que se haga de él un pueblo de esclavos. Y (para dar a la observación carácter
de generalidad) la forma de gobierno que con mayor facilidad logre que un
pueblo dé los primeros pasos en la vía del progreso será muy mala para él si
procede de suerte que impida todo adelantamiento ulterior. [...]
Acabamos de ver que los peligros a que se halla expuesta la democracia re
presentativa son de dos géneros: proceden los unos de la existencia de un gra
do m uy inferior de ilustración en el cuerpo representativo y en la opinión pú
blica que lo juzga; se derivan los otros de la posibilidad de una legislación de
clase por parte de la mayoría numérica. Tócanos exam inar ahora hasta qué
punto es posible (sin comprometer los beneficios característicos del Gobier
no democrático) organizar la democracia para destruir esos grandes males, o,
al menos, para disminuirlos en la m edida que esté al alcance de una com bi
nación humana.
Ensáyase ordinariamente remediarlos limitando el carácter democrático
de la representación por medio de la restricción mayor o m enor del sufragio.
Pero hay una consideración que es preciso no perder de vista y que m odifica
mucho las circunstancias en que esta restricción parece necesaria. U na dem o
cracia con derechos iguales y universalmente reconocidos en una nación cuya
mayoría num érica se componga de una sola y misma clase va siempre acom
pañada de notables inconvenientes; pero lo que agrava considerablemente es
tos m ales es la falta de igualdad en las democracias que hoy existen; vese en
ellas hasta una desigualdad sistemática en favor de la clase dominante. Con
fúndense dos ideas m uy distintas bajo la palabra «democracia». La idea pura
de la democracia, según su definición, es el gobierno de todo el pueblo por
todo el pueblo igualmente representado. La democracia, tal como se concibe
y practica actualmente, es el gobierno de todo el pueblo por una simple mayo
ría del pueblo, exclusivamente representada. En el prim er sentido, la palabra
«democracia» es sinónima de igualdad para todos los ciudadanos; en el se
gundo (y se confunden ambos de un modo extraño) significa un gobierno de
privilegio en favor de una mayoría numérica, que, de hecho, es la única que
tiene voz y voto en el Estado. Ésta es la consecuencia inevitable de la manera
como se recogen los votos, con exclusión completa de las minorías.
Grande es en esta esfera la confusión de ideas; pero es tan fácil hacerla
desaparecer que podría creerse suficiente la más ligera indicación para colo
car el asunto en su verdadero punto de vista. Y así sería sin el poder del hábi
to, gracias al cual la idea más simple, si no es familiar, tarda tanto tiempo en
ser comprendida como la más complicada. La minoría debe ceder a la mayo
ría; el m enor número al mayor: ésta es una idea sencillísima, y en virtud de
ella se cree que no hay que inquietarse por otra cosa, no ocurriéndose a nadie
que puede haber un término medio entre dar al menor número el mismo po
der que al mayor, y prescindir completamente de él. En un Cuerpo representa
tivo que realm ente delibera la m inoría debe quedar supeditada en todas las
cuestiones, y en una democracia donde la igualdad exista (puesto que las opi
niones de los electores, si son sinceras y arraigadas, determinan las del Cuer
po representativo) la mayoría del pueblo, por m edio de sus representantes,
prevalecerá y obtendrá el triunfo en las votaciones sobre la m inoría y sus
representantes. ¿Pero se sigue de aquí que la minoría ha de carecer por com
pleto de representación? Porque la mayoría deba prevalecer sobre la minoría,
¿es necesario que la prim era tenga todos los votos y la segunda ninguno? ¿Es
necesario que ésta no sea ni aun oída? Sólo un hábito y una asociación de ide
as inmemorables pueden reconciliar a un ser racional con una injusticia inútil.
En una democracia realmente igual todo partido, cualquiera que sea, deberá
estar representado en una proporción no superior, sino idéntica al número de
sus individuos. La mayoría de representantes ha de corresponder a la mayoría
de electores; pero, por la mism a razón, toda m inoría de electores debe tener
una minoría de representantes. Hombre por hombre, la minoría debe hallarse
tan completamente representada como la mayoría. Sin esto no hay igualdad
en el Gobierno, sino desigualdad y privilegio: una fracción del pueblo gobier
na a todo el resto; hay una porción a la que se niega la parte de influencia que
le corresponde de derecho en la representación, violando los principios de
justicia social, y sobre todo el de la dem ocracia, que proclam a la igualdad
como su raíz misma y fundamento.
La injusticia e infracción del principio no resultan m enos evidentes por el
sufragio allí donde el voto de un individuo aislado no tenga el mismo valor
que el de otro cualquier individuo en la comunidad. Pero no es únicamente la
minoría la que sufre con esto. La democracia así constituida no alcanza su fin
ostensible, el de dar siempre el poder a la mayoría numérica; hace algo muy
diferente: lo entrega a una mayoría de la mayoría que quizá no sea, y frecuen
temente no es, más que una m inoría en la colectividad. [...]
1. Introducción
Lo prim ero que debe ser destacado es la diferencia que existe en Rousseau
entre el principio de legitimidad política, por un lado, y la organización insti
tucional, por otro. El primero se plantea de forma unívoca y absoluta al ubi
carse la titularidad de la soberanía en el pueblo, único y auténtico autor de la
v.g.; la segunda, por el contrario, recibe un tratamiento diferenciado atendien
do a las circunstancias objetivas de la sociedad en cuestión (su tamaño, po
blación y capacidad efectiva de reunión y deliberación, el nivel de desarrollo
de las virtudes cívicas, etc.). El titular de la ley es el pueblo, y su dominio se
plasma en la creación de la ley — de leyes dictadas con carácter general, ha
bría que añadir. Ello no obsta para que el ejercicio cotidiano de la acción polí
tica no pueda recaer sobre un gobierno y diferentes magistraturas, a las que
competería el ejercicio de las funciones ejecutiva y judicial. Si bien la sobera-
• nía y el ejercicio de la v.g. son «indivisibles» e «inalienables», no se excluye,
desde luego, que no pueda ser concretada o «ejecutada» por m agistrados que
deben responder ante la ley. Y el equilibrio entre soberano y gobierno lo esta
blece de forma nítida: «El gobierno recibe del soberano las órdenes que da al
pueblo, y para que el Estado esté en buen equilibrio es preciso que, compen
sado todo, haya igualdad entre el producto o el poder del gobierno en sí m is
mo considerado y el producto o el poder de los ciudadanos que son soberanos
por un lado y súbditos por otro» (III, i). El problema, que percibe con perspi
cacia, es que cuanto mayor es el Estado tanto mayor será también la distancia
entre pueblo soberano y gobierno, y ello favorece tanto la aparición de una
voluntad propia alejada de la voluntad general en el mismo gobierno como
en la propia ciudadanía, menos propensa ya a atender los requerimientos de la
utilidad pública y más a sus intereses privados.
De aquí se deducen claramente dos ideas no siempre apreciadas en su jus
ta medida: primero que el principio de legitimidad política es un principio de
legitimidad democrática, aunque — como en seguida veremos— la term ino
logía del propio Rousseau puede llevar a m alentendidos. Y, segundo, que
Rousseau excluye un sistema de democracia directa, pero también un siste
ma representativo tal y como hoy lo conocemos. Su desprecio del sistema in
glés, al que vitupera por intentar presentarse como la encarnación de la liber
tad, se sustenta sobre la m ism a argum entación que inform a su rechazo de
toda voluntad particular que aspira a la representación de la generalidad. Los
parlam entos integrados por «representantes» y «facciones» acabarían por
constituir una o varias voluntades propias con pretensión de suplantar la vo
luntad general. Ello no significa, sin embargo, que la asamblea popular rous-
seauniana deba reunirse siguiendo las pautas propias de cualquier institución
parlam entada. Su función se restringe más bien a reafirm ar los fundamentos
de la unión y las bases de la justicia que informan al cuerpo político. En tér
minos modernos calificaríam os su actuación fundamental como una activi
dad de relegitimación constante de los fundam entos de la vida pública y de
ajuste continuo de los principios y valores que informan la ley y la actividad
pública a las necesidades e intereses de la cosa pública. Así entendido, pode
mos concluir provisionalmente que el soberano es un cuerpo deliberativo l0,
cuya virtud depende de su interés por la participación política efectiva, su
control y encauzamiento del gobierno y por dejarse guiar por los dictados de
la voluntad general.
Dos cuestiones más quedan por dilucidar. La primera tiene que ver con su
propia definición de un sistema democrático que carece de lo que hoy califi
caríamos como garantías liberales. La justificación de esta supuesta ausencia
reside en lo ya referido sobre la necesidad de articular las garantías de la li
bertad a través de la «simétrica» participación de cada cual en la conform a
ción de la voluntad popular. Habermas lo ha expresado de una forma plausi
ble y clara: «La voluntad unida de los ciudadanos se liga, a través de las leyes
universales y abstractas, al procedimiento legislativo democrático, que exclu
ye p e r se todos los intereses no generalizables y sólo admite regulaciones que
garanticen iguales derechos para todos y cada uno. Según esta idea, el ejerci
cio procedimentalmente correcto de la soberanía popular asegura a la vez el
principio liberal de la igualdad legal (que garantiza a todo el mundo liberta
des iguales según leyes generales)» 11. Y, podría añadirse, impide que el ejer
cicio de la autonomía privada «contamine» los dictados de la comunidad en
tendida como un m acrosujeto con su propia concepción del bien. Permitir la
«reserva de derechos» implicaría la existencia de una interferencia clara so
bre la común definición de este espíritu ético comunitario.
La segunda cuestión tiene que ver con el pesimismo con el que Rousseau
aborda la posibilidad de establecer un gobierno «democrático», que parece
entrar en contradicción con todo lo que aquí estamos afirmando. No en vano
son numerosas las alusiones explícitas en todas sus obras fundamentales a la
democracia como «gobierno de dioses» o de «ángeles», o a que «un gobierno
tan perfecto no conviene a los hombres» (III: iv). Ahora bien, por «democra
cia» entiende Rousseau un sistem a político en el que coinciden soberano y
gobierno; o sea, un gobierno de democracia directa que o bien ejerce el poder
ejecutivo por sí m ism o o bien se vale de m agistrados elegidos por sorteo.
Aunque para Rousseau ésta sería la forma política legítima por antonomasia,
no la considera viable y, precisamente por eso, la juzga poco deseable!2. Pero
aquí se entremezclan consideraciones de principio y argumentos prudencia
les. Las cuestiones de principio tienen que ver con la propia naturaleza de la
función de gobierno, dirigida a adoptar «decisiones particulares» que desvia
rían su interés por profundizar en el interés general. «No es bueno que quien
hace las leyes las ejecute, ni que el cuerpo del pueblo desvíe su atención de
las miras generales para volverla a los objetos particulares» (III, iv). La mejor
solución, en consecuencia, sería designar las m agistraturas por sorteo, que
perm iten esquivar este problema al introducir la distinción entre soberano y
gobierno. Ante el problema de que sean designadas personas incompetentes
para ocupar determinados cargos, se abre la posibilidad de establecer m agis
traturas p o r elección, que en su terminología equivale a un gobierno — poder
ejecutivo y judicial— «aristocrático». Si a la postre este sistema acaba siendo
favorecido lo es m ás por consideraciones prudenciales, de garantía de un
«buen gobierno», que de principio — «la probidad, las luces, la experiencia y
todas las demás razones de preferencia y de estima pública son otras tantas
garantías de que uno será sabiamente gobernado» (III: v). En todo caso, per
m anece el control de la voluntad general13.
Concluyendo este punto, no cabe ninguna duda de que el discurso de la
democracia radical se construye a partir de la idealización de un sistema en el
que las decisiones políticas, sobre todo aquellas que afectan al colectivo
como un todo, pueden entenderse como el producto de la voluntad de quie
nes se ven afectados por ellas. Éste es el sentido en el que su ideal puede con
cretarse en la fórm ula que hemos empleado para introducir la referencia a
Rousseau: el principio de identidad entre gobernantes y gobernados. Sólo así
•cabe imaginar esa necesaria emancipación de la dependencia a la que conti
nuamente alude nuestro autor. El que ello se consiga o no efectivamente y por
qué medios concretos dependerá ya de otro tipo de condiciones que pasamos
a analizar a continuación.
1 Para una distinción analítica entre «liberalismo» y «democracia», véase R. del Águila,
«El centauro transmoderno», en F. Vallespín (ed.), Historia de la Teoría Política, vol. 6,
Madrid, Alianza Editorial, 1995, pp. 549-643.
2 Véase a este respecto el Segundo D iscurso: Sobre el origen de la desigualdad entre
los hombres , Madrid, Alianza Editorial, 1990, y Essa i sur les origines des langues, en
Oeuvres Completes, París, Éditions du Seuil, 1971.
3 En op. cit., vol. III, libro I, pp. 59 y ss.
4 Así, por ejemplo, cuando a! comienzo del Em ilio nos describe al niño recién nacido
como un ser dependiente y tiránico a la vez, que primero se vale del llanto para reclamar
ayuda pero luego también para dominar a la madre ( Ém ile ou de l 'Éducation , en Oeuvres,
op. cit., vol. III, libro I, p. 46.
5 Entre éstas figuran ante todo sus dos D iscursos (1749 y 1755) y la Carta a D ’Alem -
bert(\15%).
6 Es difícil no recurrir aquí a una interpretación de Rousseau en clave de una reelabo-
ración secularizada del mito del pecado original. El hombre nace libre, como nuestros pri
meros padres, y poco a poco, a través de una serie de procesos de integración social, va
perdiendo su inocencia originaria — cae en el «pecado». Hay, sin embargo, una forma de
redención, que, obviamente, no será la gracia divina, sino su propia voluntad por emanci
parse de la «dependencia»; o sea, el contrato social. Algo parecido nos encontramos, des
de luego, en Marx y Engels.
7 En las citas del Contrato social nos limitaremos a poner entre paréntesis el libro (en
romanos mayúscula), seguido de los capítulos (romanos minúscula), para facilitar la con
sulta del mismo desde distintas ediciones. En la traducción nos hemos guiado por la edi
ción de Alianza Editorial, Madrid, 1990.
8 Judith Shklar, una de las mejores conocedoras del autor, nos llama continuamente la
atención sobre el carácter metafórico de cada uno de estos conceptos que acabamos de po
ner entre comillas. Y su tesis es que nuestro autor habría llevado estos conceptos comunes
y tan trillados en la literatura y el uso general de la época a alcanzar nuevos significados
(véase M e n and Citizens. A Study o f Rousseau ’s So cial Theory , Cambridge, CUP, 1969,
pp. 165 y ss.).
9 Op. cit., p. 168.
10 Véanse las condiciones que afectan a la deliberación y decisión en lo ya referido
arriba al presentar el concepto de v.g.
11 I Habermas, «Derechos humanos y soberanía popular: las versiones liberal y repu
blicana», en la segunda parte de este mismo libro.
12 No sería ésta la idea de algunos revolucionarios franceses jacobinos, como mues
tra el interesante opúsculo que recogemos en los textos de J.-P. Marat.
13 Un acertado y más matizado análisis de estos problemas en Rousseau se contiene en B.
Manin, Los principios del gobierno representativo, Madrid, Alianza Editorial, 1998, cap. 2.
14 No en vano la función básica que se encomienda al legislador es, precisamente, la
de proveer de educación — educación cívica, diríamos hoy— al pueblo.
15 Esta interpretación autoritaria de la obra de Rousseau tuvo su manifestación más
radical en J. D. Talmon, The Rise ofTotalitarian Democracy, Boston, Beacon Press, 1975.
16 Así, en el Em ilio , precisamente, dice: «La institución pública tampoco existe, y no
puede existir, porque donde no hay patria tampoco puede haber ciudadanos. Estas dos pa
labras, patria y ciudadanos, deben ser eliminadas de las lenguas modernas», op. cit., p. 22.
17 Aunque, como dice Rousseau, por el contrato social disponemos únicamente de
tanta libertad como sea compatible con las necesidades de control de la sociedad, (II:rv),
esto sólo le incumbe juzgar al colectivo, al soberano (en la medida en que sea factible, des
de luego, un enjuiciamiento público).
18 Una impecable defensa de esta postura se contiene en I. Fetscher, Rousseaus poli-
tische Philosophie, Frankfurt, Suhrkamp, 1975.
19 Op. cit., libro V, p. 317.
20 Véase la última parte de la introducción a! cap. 5 de este mismo libro.
21 C. Marx, L a guerra civil en Francia , Madrid, Ricardo Aguilera, 1976.
22 C. Marx, «La cuestión judía», en Lo s anales franco-alemanes, Barcelona, Martínez
Roca, 1970,pp.241-249.
23 L. fCoiakowski, El mito de la autoidentidad humana, Valencia, Cuadernos Teore
ma, 1976.
24 C. Marx, «La cuestión judía», cfr. Kolakowski, op. cit., p. 5.
2. Textos
Libro I
El hombre ha nacido libre, y por doquiera está encadenado. Hay quien se cree
amo de los demás, cuando no deja de ser más esclavo que ellos. ¿Cómo se ha
producido este cambio? Lo ignoro. ¿Qué es lo que puede hacerlo legítimo?
Creo poder resolver esta cuestión.
Si no considerara más que la fuerza y el efecto que de ella deriva, yo diría:
mientras un pueblo esté obligado a obedecer y obedezca, hace bien; tan pronto
como pueda sacudir el yugo y lo sacuda, hace aún mejor; porque al recobrar
su libertad por el mismo derecho que se la arrebató, o tiene razón al recupe
rarla, o no la tenían en quitársela. Mas el orden social es un derecho sagrado,
que sirve de base a todos los demás. Sin embargo, tal derecho no viene de la
naturaleza: está, pues, basado en las convenciones. Se trata de saber cuáles son
esas convenciones. Antes de llegar a ello debo fijar lo que acabo de exponer.
Supongo a los hombres llegados a ese punto en que los obstáculos que se opo
nen a su conservación en el estado de naturaleza superan con su resistencia a
las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en ese estado.
Entonces dicho estado primitivo no puede ya subsistir, y el género humano
perecería si no cambiara su manera de ser.
Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar fuerzas nuevas, sino
sólo unir y dirigir aquellas que existen, no han tenido para conservarse otro
medio que formar por agregación una suma de fuerzas que pueda superar la
resistencia, ponerlas enjuego mediante un solo móvil y hacerlas obrar a coro.
Esta suma de fuerzas no puede nacer más que del concurso de muchos;
pero siendo la fuerza y la libertad de cada hombre los prim eros instrumentos
de su conservación, ¿cómo las comprom eterá sin perjudicarse y sin descui
dar los cuidados que a sí mismo se debe? Esta dificultad aplicada a mi tema,
puede enunciarse en los siguientes términos:
«Encontrar una form a de asociación que defienda y proteja de toda la
fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual, uniéndo
Este paso del estado de naturaleza al estado civil produce en el hom bre un
cambio m uy notable, sustituyendo en su conducta el instinto por la justicia, y
dando a sus acciones la moralidad que les faltaba antes. Sólo entonces, cuan
do la voz del deber sucede al impulso físico y el derecho al apetito, el hombre
que hasta entonces no había mirado más que a sí mismo, se ve forzado a obrar
por otros principios, y a consultar su razón antes de escuchar sus inclinacio
nes. Aunque en ese estado se prive de muchas ventajas que tiene de la natura
leza, gana otras tan grandes, sus facultades se ejercitan al desarrollarse, sus
ideas se amplían, sus sentimientos se ennoblecen, su alma toda entera se eleva
a tal punto, que si los abusos de esta nueva condición no le degradaran con
frecuencia por debajo de aquella de la que ha salido, debería bendecir conti
nuamente el instante dichoso que le arrancó de ella para siempre y que hizo
de un animal estúpido y limitado un ser inteligente y un hombre.
Reduzcamos todo este balance a térm inos fáciles de comparar. Lo que
pierde el hombre por el contrato social es su libertad natural y un derecho ili
mitado a todo cuanto le tienta y que puede alcanzar; lo que gana es la libertad
civil y la propiedad de todo cuanto posee. Para no engañarnos en estas com
pensaciones, hay que distinguir bien la libertad natural que no tiene por límtes
más que las fuerzas del individuo, de la libertad civil, que está limitada por la
voluntad general, y la posesión, que no es más que el efecto de la fuerza o el
derecho del prim er ocupante, de la propiedad que no puede fundarse sino so
bre un título positivo.
Según lo precedente, podría añadirse a la adquisición del estado civil la
libertad m oral, la única que hace al hom bre auténticam ente dueño de sí;
porque el im pulso del sim ple apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley
que uno se ha prescrito es libertad. Pero ya he hablado dem asiado sobre
este artículo, y el sentido filosófico de la palabra libertad no es ahora mi
tema.
Libro II
Quien hace la ley sabe mejor que nadie cómo debe ser ejecutada e interpreta
da. Parece por tanto que no podría haber m ejor constitución que aquella en
que el poder ejecutivo está unido al legislativo. Pero es esto m ism o lo que
hace insuficiente a ese gobierno en ciertos aspectos, porque las cosas que de
ben ser distinguidas no lo son, y porque no siendo el príncipe y el soberano
más que la misma persona, no forman, por así decir, más que un gobierno sin
gobierno.
No es bueno que quien hace las leyes las ejecute, ni que el cuerpo del pue
blo desvíe su atención de las miras generales para volverla a los objetos parti
culares. Nada hay más peligroso que la influencia de los intereses particulares
en los asuntos públicos, y el abuso de las leyes por el gobierno es un mal m e
nor que la corrupción del legislador, secuela infalible de las miras particula
res. Al hallarse entonces alterado el Estado en su sustancia, toda reform a se
vuelve imposible. Un pueblo que no abusara jam ás del gobierno, tam poco
abusaría de su independencia; un pueblo que gobernara siempre bien no ten
dría necesidad de ser gobernado.
Tomando el término en su acepción más rigurosa, jam ás ha existido ver
dadera democracia, y no existirá jamás. Va contra el orden natural que el m a
yor número gobierne y el menor sea gobernado. No puede imaginarse que el
pueblo perm anezca incesantemente reunido para atacar a los asuntos públi
cos, y fácilmente se ve que no podría establecer para esto comisiones sin que
cambie la forma de la administración.
En efecto, creo poder sentar en principio que cuando las funciones del
gobierno se reparten entre varios tribunales, los m enos num erosos adquie
ren tarde o tem prano la m ayor autoridad; aunque no fuera m ás que a cau
sa de la facilidad de despachar los asuntos, que los lleva a ello de m odo na
tural.
Además, ¿cuántas cosas difíciles de reunir no supone el gobierno? En pri
m er lugar, un Estado m uy pequeño en que el pueblo sea fácil de congregar y
en el que cada ciudadano pueda fácilmente conocer a todos los demás; en se
gundo lugar, una gran sencillez de costumbres que evite la m ultitud de asun
tos y las discusiones espinosas; luego, m ucha igualdad en los rangos y en las
fortunas, sin lo cual la igualdad no podría subsistir mucho tiempo en los dere
chos y en la autoridad; finalm ente poco o nada de lujo, porque o el lujo es
efecto de las riquezas, o las hace necesarias; corrompe a la vez al rico y al po
bre; al uno por posesión y al otro por ambición; vende la patria a la molicie, a
la vanidad; priva al Estado de todos sus ciudadanos para hacerlos esclavos
unos de otros, y todos de la opinión.
[...]
4. El discurso de la democracia radical
Al no tener el soberano otra fuerza que el poder legislativo, no actúa más que
por leyes, y no siendo las leyes más que actos auténticos de la voluntad gene
ral, el soberano sólo podría actuar cuando el pueblo está reunido.
[...]
Tan pronto como el servicio público deja de ser el principal asunto de los ciu
dadanos, y tan pronto como prefieren servir con su bolsa antes que con su
persona, el Estado está ya cerca de su ruina. ¿Hay que ir al combate? Pagan a
tropas y se quedan en sus casas. ¿Hay que ir al consejo? Nombran diputados y
se quedan en sus casas. A foerza de pereza y de dinero, tienen en última ins
tancia soldados para sojuzgar a la patria y representantes para venderla.
Es el ajetreo del comercio y de las artes, es el ávido interés del beneficio,
es la molicie y el amor a las comodidades los que cambian los servicios per
sonales en dinero. Se cede una parte de su beneficio para aumentarlo a su
gusto. Dad dinero, y pronto tendréis cadenas. Esa palabra de finanzas es una
palabra de esclavo; es desconocida en la ciudad. En un Estado verdaderamen
te libre los ciudadanos lo hacen todo con sus brazos y nada con el dinero;
lejos de pagar para exim irse de sus deberes, pagarían por cumplirlos ellos
mismos. Estoy m uy lejos de las ideas comunes; estimo las prestaciones m e
nos contrarias a la libertad que las tasas.
Cuanto mejor constituido está el Estado, más se imponen los asuntos pú
blicos sobre los privados en el espíritu de los ciudadanos. Hay, incluso, muchos
menos asuntos privados, porque al proporcionar la suma del bienestar común
una porción más considerable al de cada individuo, le queda menos que buscar
en los afanes particulares. En una ciudad bien guiada, todos vuelan a las asam
bleas; bajo un mal gobierno, a nadie le gusta dar un paso para dirigirse a ellas;
porque nadie to W interés en lo que allí se hace, porque se prevé que la vo
luntad general no dominará en ellas, y porque finalmente las atenciones
domésticas lo absorben todo. Las buenas leyes obligan a hacer otras mejores,
las malas traen otras peores. Tan pronto como alguien dice de los asuntos del
Estado: ¿a mí qué me importa?, hay que contar con que el Estado está perdido.
El enfriamiento del amor a la patria, la actividad del interés privado, la in
m ensidad de los Estados, las conquistas, el abuso del gobierno han hecho
imaginar la vía de los diputados o representantes del pueblo en las asambleas
de la nación. Esto es lo que en ciertos países osan denominar Tercer Estado.
Así el interés particular de los dos órdenes es colocado en el prim er y en el se
gundo rango, el interés público sólo en el tercero.
La soberanía no puede ser representada, por la misma razón que no puede
ser enajenada; consiste esencialmente en la voluntad general, y la voluntad no
se representa; o es ella misma, o es otra: no hay término medio. Los diputados
del pueblo no son, por tanto, ni pueden ser sus representantes, no son m ás que
sus delegados; no pueden concluir nada definitivamente. Toda ley que el pue
blo en persona no haya ratificado es nula; no es una ley. El pueblo inglés se
piensa libre; se equivoca mucho; sólo lo es durante la elección de los m iem
bros del Parlamento; en cuanto han sido elegidos, es esclavo, no es nada. En
los breves momentos de su libertad, el uso que hace de ella bien merece que la
pierda.
[...]
Libro IV
[...]
Hay por tanto una profesión de fe puramente civil cuyos artículos corres
ponde al soberano fijar, no precisam ente como dogmas de religión, sino
como sentimientos de sociabilidad, sin los cuales es imposible ser buen ciu
dadano ni súbdito fiel. Sin poder obligar a nadie a creer en ellos, puede des
terrar del Estado a todo el que no los crea; puede desterrarlo no como a im
pío, sino como a insociable, como a incapaz de amar sinceramente las leyes,
la justicia, y de inmolar en la necesidad su vida a su deber. Que si alguien, tras
haber reconocido públicamente estos mismos dogmas, se conduce como no
creyendo en ellos, sea condenado a muerte; ha cometido el mayor de los crí
menes, ha mentido ante las leyes.
Los dogmas de la religión civil deben ser simples, pocos, enunciados con
precisión, sin explicaciones ni comentarios. La existencia de la divinidad po
derosa, inteligente, bienhechora, previsora y providente, la vida por venir, la
felicidad de los justos, el castigo de los malvados, la santidad del contrato so
cial y de las leyes: he ahí los dogmas positivos. En cuanto a los dogmas nega
tivos, los limito a uno solo: es la intolerancia: entra en los cultos que hemos
excluido.
2.2 Jean-Paul Marat: selección de textos*
[...]
Los droits de l ’homme, los derechos del hombre, en cuanto tales, se dis
tinguen así de los droits du citoyen, de los derechos del ciudadano. ¿Quién es
el homme distinto del citoyen'? Ni más ni menos que el miembro de la socie
dad burguesa. ¿Por qué al m iem bro de la sociedad burguesa se le llam a
«hombre», simplemente hombre, y por qué sus derechos se llaman derechos
del hombre? ¿Cómo se explica esto? Podemos explicarlo remitiéndonos a las
relaciones entre el Estado político y la sociedad burguesa, a la ausencia o a la
falta de la emancipación política.
En prim er lugar constatamos el hecho de que los llamados derechos del
hombre, los droits de l ’homme en cuanto distintos de los droits du citoyen, no
son sino los derechos del miembro de la sociedad burguesa, es decir, del
hombre egoísta, del hom bre separado del hom bre y de la comunidad. La
constitución más radical, la de 1793, puede afirmar:
Celui qui ose eníreprendre d’instiíuer un peuple doit se sentir en état de changer pour ainsi
dire la nature húmame, de transformer chaqué individu, qui par lui-méme est un tout par-
fait et solitaire, en partie d’un plus grand tout dont cet individu repoive en quelque sorte sa
vie et son étre, de substituer una existencepartielle et morale á l’existence physique et in-
dépendante. II faut qu’il ote á 1’homme ses forces propres pour lui en donner qui luí soient
étrangéres et dont il ne puisse faire usage sans le secours d’autrí». (Contrat social, iib. II,
Londres, 1782, p. 67.)
1. Introducción
Los italianos Vilfredo Pareto y Gaetano M osca, así como el alemán Robert
Michels, cosmopolita e italianizado, escriben en los albores de la democra
cia de masas, que coincide en Europa occidental con las tres primeras déca
das del siglo x x . Son los más destacados representantes del elitismo clásico,
que contiene la versión más radical y tal vez la más básica de la negación de la
posibilidad de que algún sistema político consista en otra cosa que la dom ina
ción de una m inoría privilegiada sobre una mayoría pasiva. James Burnham,
en un libro de los años cuarenta ya clásico, los agrupó bajo el nombre de los
maquiavélicos, precisamente por su marcada voluntad de realismo en el aná
lisis de la política y por su aceptación sin paliativos de que la política es bá
sicam ente un arte de dom inación de los pocos astutos sobre los muchos
amorfos y confiados. En las sociedades complejas no puede ser de otro
modo: Pareto y Mosca parecen explicarlo por una cierta naturaleza del hom
bre (tanto de los gobernantes como de los gobernados) que no es difícil com
probar a poco que se estudie la dom inación en la historia. M ichels pone el
acento en la lógica oligárquica de los partidos de masas, independientemente
de las aspiraciones democráticas de sus programas.
Los hombres son desiguales, y esta desigualdad se m anifiesta en infini
dad de facetas: habilidades, ambición, resignación, audacia... Tales desigual
dades no son, por supuesto, exclusivamente biológicas, pero tampoco están
totalmente condicionadas por la pertenencia de clase. Por eso una hipotética
superación de cualquier sociedad de clases no puede term inar con esta desi
gualdad fundamental. Desigualdad que abarca a todos los aspectos de la vida,
también al político. Al centrar el estudio de la política, como lo hacen los eli
tistas clásicos, en las relaciones de poder, la aplicación más importante de su
razonamiento a la política es la constatación de que la desigualdad de poder
es una realidad inextirpable de la vida política de cualquier comunidad que
vaya más allá de una pequeña partida de cazadores paleolíticos, y quizá ni si
quiera en ella gocen todos los miembros de un poder similar, si es que el po
der es un goce que todos anhelan, cosa que los elitistas no creen. La división
del trabajo impone la jerarquización de las funciones, siendo unas más atrac
tivas que otras y necesariamente más escasas. La historiografía m arxista con
sidera precisamente que la división del trabajo está en el origen de la socie
dad de clases, que sitúa en el tránsito de las sociedades de recolectores y
cazadores a las primeras sociedades agrarias. En la cúspide de la pirámide, el
espacio es escaso, y la lucha por ocuparlo, feroz. La lucha, en realidad — con
ceden los elitistas— , no está abierta a todos ni todos concurren a ella en igual
dad de condiciones. Sólo ciertos grupos, con posiciones de salida privilegia
das, aspiran seriamente a la victoria. Desplegando su energía, su astucia, con
una mezcla de análisis racional de las circunstancias y de arrojo irracional y
combativo, los aspirantes pugnan por derrocar a la elite constituida, y ésta,
más conservadora, se defiende con la represión, la integración o es sim ple
mente derrotada. El resultado es una lucha incesante entre unos pocos por la
dominación de los muchos. Y esta lucha entre minorías por la dominación, al
contrario que en Marx, no sigue un program a de evolución histórica regido
por la dinámica dialéctica de la lucha entre las clases dominantes de un modo
de producción ascendente y otro decadente. No hay entre los elitistas una fi
losofía lineal de la historia en ese sentido, con un avance irrefrenable (el em
puje de la historia) que nos conduce, mediante el conflicto, a una definitiva
superación del conflicto mismo. Si hay alguna filosofía de la historia entre
nuestros autores — y la hay sin duda a pesar de su celo cientificista, especial
mente en la obra de Pareto— , es más bien circular, o pendular, que lineal. La
. lucha es perpetua; la circulación de las elites es también perpetua. Y la dom i
nación de los pocos no lo es menos. A las fases de turbulencia les siguen las
de equilibrio, en las que una minoría ve plácidamente cómo su poder apenas
es contestado. Pero en ese mismo momento ya se está fraguando una oposi
ción, una alternativa, una futura lucha.
En el rechazo elitista de la base económica de la teoría de la lucha de cla
ses m arxista está su reivindicación de la autonom ía de lo político. El juego
político, lejos de ser un subproducto del gran juego económico, engendra sus
propias reglas, sigue sus propias evoluciones, y éstas son básicam ente las
mismas bajo todos los sistemas económicos. Y esto es algo que Pareto ilustra
con su erudición histórica. Para los elitistas es ingenuo pensar que la lucha
por el poder vaya a term inar con el socialismo. Raym ond Aron ponía a la
Unión Soviética como ejemplo de Estado en el que la lucha por el poder se
amoldaba más descarnadamente a lo descrito por nuestros autores y menos a
la escolástica marxista oficial.
La composición de la m inoría que gobierna, así como su denominación
— clase política y clase dirigente en Mosca, clase dominante y elite en Pareto,
junto a algunas otras— , no es cosa sobre la que los elitistas se pongan de
acuerdo. No son una escuela en sentido académico, sino una serie de pensa
dores que expresan algunas ideas similares en una misma época. E incluso,
como señala Robert Dahl, que cita a Elster, el mismo Marx parece que tuvo
que cambiar su idea de la clase que detenta el poder político, a la que en su ju
ventud identificaba con un comité del capital a secas (así, en el E l manifiesto
comunista), y que tuvo que matizar al descubrir, después de 1850, que quie
nes gobernaban en Inglaterra, Francia y Alemania «no eran hombres de ne
gocios, sino la aristocracia coaligada en Inglaterra, Bonaparte en Francia, y
en Alemania la aristocracia terrateniente, la burocracia oficial y el monarca».
Consideró entonces que la burguesía «había resuelto colectivamente abste
nerse del poder político mientras sus intereses estuvieran debidamente prote
gidos». Volviendo a los elitistas, aceptan algo bastante obvio, como es que en
cada época existen algunas posiciones que favorecen más que otras el acceso
al poder. En una teocracia el sacerdote se encuentra en m ejor lugar que en un
Estado laico, el hombre de leyes anda siempre cerca del gobierno y al militar
no le faltará nunca alguna influencia política. Pero aceptar estas generalida
des no es caer en el determinismo del papel político por la clase social o por
cualquier otra variable única. Pareto y M osca, ya se dijo, destacaban el valor
de la astucia en el medraje político, y el propio Marx reconocía que un paria
lo bastante hábil y ambicioso podía colarse, en cualquier época, en la zona del
privilegio. Esta poca precisión en la delimitación de la minoría gobernante en
la obra de Pareto y de Mosca, apunta Dahl, entorpece la verificación empírica
de sus teorías, que ellos mismos aceptarían como único examen riguroso, y
les impide al mismo tiempo exprimir sus posibilidades. Porque no es lo m is
mo que las elites en pugna tengan intereses homogéneos o que los tengan en
contrados, que se conformen con concesiones sectoriales (parcelas de poder
en ámbitos concretos) o que pretendan el poder político en todas sus ram ifi
caciones. De todas estas variables dependerá, entre otras muchas cosas, qué
tipo de apelación en su apoyo puedan realizar eficazm ente a las masas, cosa
importante siempre, pero muy especialmente en el siglo x x .
Bibliografía
En tanto que la mayoría de las escuelas socialistas creen que en un futuro más
o menos remoto será posible alcanzar un orden democrático auténtico, y
mientras gran parte de quienes aceptan las opiniones políticas aristocráticas
consideran que la democracia, aunque peligrosa para la sociedad, es al menos
realizable, encontramos en el mundo científico la tendencia conservadora de
quienes niegan resueltamente y para siempre que exista esa posibilidad. Como
lo he demostrado en un capítulo anterior, esta tendencia es particularmente in
tensa en Italia, donde la encabeza un hombre con signif icación, Gaetano Mos
ca. Éste declara que no es posible un orden social muy desarrollado sin una
«clase política», es decir, una clase políticamente dominante: la clase de una
minoría. Quienes no creen en el dios de la democracia nunca se cansan de afir
mar que ese dios es el fruto de una facultad infantil mítica y afirman que todas
las frases que representan la idea del gobierno de las masas -—términos tales
como Estado, derechos cívicos, representación popular, nación— describen
simplemente un principio legal, y no corresponden a hechos reales. Afirman
que las luchas constantes entre la aristocracia y la democracia, si nos atene
mos a la historia, nunca fueron sino luchas entre una antigua minoría que de
fendía su predominio real y una minoría nueva y ambiciosa dirigida a la con
quista del poder, y que procuraba fundirse con la anterior, o destronarla y
reemplazaría. Según estas teorías, estas luchas de clases no fueron más que lu
chas entre minorías sucesivamente dominantes. Las clases sociales que em
prenden, ante nuestros ojos, batallas gigantescas sobre el escenario de la histo
ria, batallas cuyas últimas causas hemos de encontrarlas en antagonismos
económicos, podrían así ser comparables a dos grupos de bailarines que ejecu
taran chassé croisé en una cuadrilla. La democracia tiene una preferencia típi
ca por la solución autoritaria de cuestiones importantes. Ambiciona a un tiem
po el esplendor y el poder. Cuando los ciudadanos ingleses conquistaron sus
libertades, adoptaron por ambición máxima tener una aristocracia. Gladstone
declaró que el amor del pueblo inglés por sus libertades era igualado sólo por
su amor a la nobleza. Del mismo modo cabría decir que es motivo de orgullo
para los socialistas demostrarse capaces de mantener una disciplina que aun
que es, en cierta medida, voluntaria, es asimismo índice de sumisión de la ma
yoría a las órdenes impartidas por la minoría o, al menos, al reglamento im
puesto por la minoría en obediencia a las instrucciones de la mayoría. Vilfredo
Pareto ha llegado a recom endar el socialismo como medio favorable para la
creación de una nueva elite de la clase trabajadora, y considera que el coraje
con que los líderes socialistas hacen frente a los ataques y la persecución es un
signo de su vigor, y primera condición requerida para formar una nueva «clase
política». La théorie de la circulation des élites, de Pareto, ha de ser aceptada,
sin embargo, con muchas reservas, pues en casi todos los casos no es un sim
ple reemplazo de un grupo de elites por otro, sino un proceso continuo de
mezcla, donde los antiguos elementos atraen, absorben y asimilan a los nue
vos de manera incesante.
Este fenómeno quizá haya sido reconocido antes, en la medida que la cir
culation des élites ocurría dentro de los límites de una única gran clase social y
en un plano político. En aquellos estados donde prevalece un gobierno repre
sentativo, la oposición constitucional no procura otra cosa que esa circulación.
[...]
Los fenómenos sociológicos cuyas características generales hemos anali
zado en este capítulo y en los precedentes, muestran muchos puntos vulnera
bles para los adversarios científicos de la democracia. Estos fenómenos pa
recerían demostrar, indiscutiblem ente, que la sociedad no puede existir sin
una clase «dominante» o «política», y que si bien los elementos de la clase
gobernante están sujetos a una renovación parcial frecuente, constituyen, sin
embargo, el único factor de eficacia perdurable en la historia del desarrollo
humano. Según esta perspectiva el gobierno, o mejor dicho el Estado, no pue
de ser sino la organización de una minoría. El propósito de esta m inoría es
imponer al resto de la sociedad un «orden legal», que es el fruto de las exi
gencias del dominio y de la explotación de la m asa de ilotas por parte de la
m inoría gobernante, y que jam ás podrá representar en form a auténtica a la
mayoría; esta última es así permanentemente incapaz de autogobierno. Aun
cuando el descontento de las masas culminara en el intento triunfante de des
pojar del poder a la burguesía, esto ocurre sólo en apariencia, según lo afir
ma Mosca; es forzoso que surja siempre de las masas una nueva minoría or
ganizada que se eleve al rango de clase gobernante. Así la mayoría de los
seres humanos están predestinados por la trágica necesidad de someterse al
dominio de una pequeña minoría, a una condición de tutela permanente, y de
ben avenirse a constituir el pedestal de una oligarquía.
El principio de que una clase dominante sucede inevitablemente a otra (y
la ley deducida de este principio, según la cual esa oligarquía es, por así decir
lo, una forma preordenada de la vida común de grandes conglomerados so
ciales), lejos de chocar con la concepción materialista de la historia o reem
plazaría, com pleta esa concepción y la refuerza. No hay contradicción
esencial entre la doctrina de que la historia es el registro de una serie continua
de luchas de clases, y la doctrina de que las luchas de clases invariablemente
culminan en la creación de nuevas oligarquías que llegan a fundirse con las
anteriores. La existencia de una clase política no contradice el contenido
esencial del m arxismo, no considerado como dogma económico sino como
filosofía de la historia; pues en cada caso particular el dominio de una clase
política surge como resultado de las relaciones entre las diferentes fuerzas so
ciales que compiten por la supremacía, si consideramos, por supuesto, diná
mica y no cuantitativamente a esas fuerzas.
El socialista ruso Alexandre Herzen, cuyo m ejor título perm anente de
significación aparece en el interés psicológico de sus escritos, declara que
desde el día en que el hombre se volvió cómplice de la propiedad y su vida
una lucha continua por el dinero, los grupos políticos del mundo burgués su
frieron una división en dos campos: los propietarios, que conservan tenaz
mente sus millones, y los desposeídos, que serían felices si pudieran despojar
a aquéllos, pero que carecen de poder para hacerlo. Así, la evolución histórica
representa simplemente una serie ininterrumpida de oposiciones (en el senti
do parlamentario de este término), «que llegan al poder una tras otra, y pasan
de la esfera de la envidia a la esfera de la avaricia».
De esta manera la revolución social no produciría cambio real alguno en la
estructura interna de la masa. Pueden triunfar los socialistas, pero no el socialis
mo, que perecerá en el momento en que sus adherentes triunfen. Estamos tenta
dos de hablar de este proceso como una tragicomedia donde las masas se con
forman con dedicar todas sus energías a lograr un cambio de amos. A los obreros
sólo les queda el honor «de participar en el reclutamiento del gobierno». El re
sultado parece bastante malo, especialmente si tomamos en consideración el he
cho psicológico de que aun el más puro de los idealistas que llega al poder por
pocos años, es incapaz de eludir la corrupción que el ejercicio del poder lleva
consigo. En Francia, en círculos de la clase trabajadora, la frase es corriente:
homme éht, homme foutu. La revolución social, como la revolución política, es
equivalente a una oposición mediante la cual, como lo expresa el proverbio ita
liano: Si cambia il maestro di cappella, ma la música é sempre quella.
Fourier define la sociedad moderna como un mecanismo donde prevalece
la licencia individual m ás extrema, sin dar ninguna garantía al individuo con
tra la usurpación de la masa, o a la m asa contra la usurpación del individuo.
La historia parece enseñarnos que ningún movimiento popular, por enérgico
y vigoroso que sea, puede producir cambios profundos y permanentes en el
organismo social del m undo civilizado. Los elementos preponderantes del
movimiento, los hombres que lo conducen y lo alimentan, term inan por ex
perimentar un distanciamiento gradual de las masas, y son atraídos hacia la
órbita de la «clase política». Quizá aporten a esta clase cierto número de «ideas
nuevas», pero también la dotan de mayor energía creadora y la enriquecen de
inteligencia práctica, con lo cual dan a la clase gobernante una juventud siem
pre renovada. La «clase política» (para seguir empleando la adecuada frase
de M osca) tiene sin duda un sentido m uy afinado de sus posibilidades y de
sus medios de defensa. Despliega una notable fuerza de atracción y una capa
cidad potente de absorción; es raro que ésta no ejerza influencia aun sobre el
más hostil e irreconciliable de sus adversarios. Desde el punto de vista histó
rico, los antirrománticos tienen m ucha razón cuando resumen su escepticis
mo en términos tan cáusticos como éstos: «¿Qué es una revolución? Las per
sonas disparan tiros en una calle; eso rompe muchas ventanas, los únicos que
sacan ventajas son los vidrieros. El viento barre el humo. Los que están arriba
empujan hacia abajo a los dem ás... ¡Vale la pena padecer para sacar tantos
buenos adoquines del pavimento que de otro modo sería muy difícil mover!».
O podríamos decir, siguiendo a la canción Madame Angol: «¡No vale la pena
molestarse en cambiar el gobierno!». En Francia, el medio clásico de las teo
rías y experimentos sociales, ese pesimismo ha llegado a enraizar de la m a
nera más profunda.
4. Consideraciones finales
Capítulo 21
Enfoques actuales
6 . Teoría de la democracia
Juan J. L inzi
La democracia hoy
por democracia. Ya nadie pretende que las democracias con adjetivo, popu-
* © Ediciones de la UAM, Madrid, 1992. Hay una versión ligeramente reformada de este tex
to en Garv Marks v Larry Diamond (eds.), Reexamining Democracy. Essays in Honor o fSey-
mour Martin Liyset, Newbury Park, Sage,,1992, pp. 182-207. Agradecemos ai profesor Juan
Liixz, así como a los editores de dicho libro la autorización para su impresión en castellano.
lar, orgánica, tutelar, básica, etc., sean modelos alternativos a la democracia
tal y como nosotros la entendemos. Tampoco el debate se ve ofuscado por ad
jetivos más o menos peyorativos atribuidos a la democracia política tradicio
nal en Occidente, como formal, burguesa o capitalista, usados para sugerir
la posibilidad de formas alternativas. Hov es posible un cierto consenso en la
definición de dem ocracia.
Para iniciar nuestro análisis voy a recoger los criterios que utilicé hace
años en un trabajo sobre la quiebra de las democracias. Es la democracia un
i sistema político para gobernar basado en la libertad legal para formular v pro
clamar altenativas políticas en una sociedad con las libertades de asociación,
de expresión y otras básicas de la persona que hagan p o sM ea .m m n ^ e leiic ia
libre v no violenta entre líderes, con una revalidación periódica del derecho
para gobernar, con la inclusión de todos los cargos políticos efectivos en el
proceso democrático y que permita la participación de todos los miembros de
¡la comunidad política, cualquiera que fuesen sus preferencias políticas, siem-
Ipre que se expresen pacíficam ente.
En la práctica esto significa la libertad para crear partidos políticos y para
realizar elecciones libres y honestas a intervalos regulares, sin excluir ningún
cargo político efectivo de la responsabilidad directa o indirecta ante el electo-
rado, aunque en el pasado pudiera haber limitaciones para el sufragio, como
el censo, un cierto nivel de educación o el sufragio masculino. Hoy no se pue
de mantener la exclusión de ningún grupo social del sufragio si no es por la
fuerza, y por tanto el más amplio sufragio posible es el requisito para que po
damos llamar a un sistema «democrático».
Nuestra definición nos lleva a plantearnos toda una serie de problemas en
el estudio de las democracias existentes a los que iremos aludiendo en el cur
so de este ensayo. Quizá sea útil iniciar nuestra discusión con una breve alu
sión a algunos de ellos.
La democracia política asume la existencia de una comunidad política cu
yos miembros, cuyos ciudadanos, aceptan su legitimidad y por tanto que sus re
presentantes libremente elegidos gobiernen, dicten leyes y las hagan ejecutar
por las autoridades y los tribunales dentro de un ámbito territorial. En la medi
da en que un estado no tiene legitimidad-para sus ciudadanos o no existe como
entidad política, no es posible un régimen democrático. La falta de legitimidad
de algunos estados para gran parte de su población hace imposible la democra
cia, aunque permita formas de participación más o menos democráticas.
La democracia implica competencia por el ejercicio del poder v el poder
no puede ser ejercicio por toda la comunidad. En el mundo moderno es im
posible concebir, por muchas razones, la dem ocracia directa en el agora,
como en la polis ateniense, o la elección de los representantes y gobernantes
por una lotería. No quiere decir esto que no haya ámbitos en los que sea posi
ble la democracia directa o que determinadas funciones, como el jurado por
ejemplo, sean realizadas por ciudadanos elegidos más o menos al azar. L ata-
rea de gobernar y de legislar en una sociedad m oderna tiene que ser realizada
por representantes elegidos por los ciudadanos que presenten programas más
o menos alternativos sobre cómo gobernar el país.
Schum peter tenía razón al subrayar que en la dem ocracia los líderes se
proponen al electorado y éste tiene que dar su apoyo a unos o a otros. Esto
nos lleva al problem a central, al que me voy a referir con m ás detalle, y es
que la dem ocracia hoy es el gobierno de los políticos, y de ahí m uchos de
los problem as de nuestras dem ocracias. Por un lado, los políticos son ama-
teurs sin una preparación específica para resolver los com plejos problem as
de nuestra sociedad y de la econom ía. La dem ocracia puede utilizar a tec-
nócratas, pero los electorados no eligen a los políticos sobre la base de su
com petencia profesional, sus estudios, su prestigio o como expertos, aun
que puedan tener en cuenta esas cualificaciones, y ciertam ente los políti
cos tienen que contar con personas de esas características para gobernar
con eficacia. En principio cualquier ciudadano puede ser candidato al po
der en una dem ocracia, pero, quizá con la excepción de algunos sistem as
presidenciales sin partidos organizados, norm alm ente los que aspiran a go
bernar han acum ulado en el curso de su vida cierta experiencia en organiza
ciones políticas, en la dirección de partidos políticos, en las legislaturas, en
los cargos electivos, antes de que puedan aspirar a gobernar un Estado. La
dem ocracia no.g_xd.uye, sino que presupone el liderazgo y la ambición polí
tica.
Una de las características más importantes que tam bién plantea serios
problemas para el funcionam iento de las democracias es que se trata de un
gobierno vro temvore. En la democracia aquellos llamados a gobernar tienen
que enfrentarse con el electorado a intervalos regulares más o menos largos,
pero no caben las magistraturas vitalicias, aunque sí la posibilidad de que el
electorado exprese su confianza a los mismos líderes en sucesivas elecciones.
Esa dim ensión tem poral de la autoridad derivada del proceso democrático es
esencial para garantizar la libertad de los ciudadanos de manifestar sus opcio
nes v también para asegurar que las sucesivas generaciones puedan participar
v los ciudadanos puedan exigir cuentas y hacer responsables de su gestión a
los que han gobernado.
Una de las grandes virtudes de la democracia es que exluye el uso de la
violencia para acceder al poder, es decir, el golpismo y la conquista revolu
cionaria del poder. Excluye tam bién el uso de la violencia para retener el p o
der cuando éste ha de volver al electorado al término de un m andato. Asimis-
mo excluye el uso de la fuerza para m odificar las condiciones en las que se
ha asumido el poden para m odificar la constitución, es decir, excluye el au~
togolpe desde el poder. Esta afirm ación, sin embargo, choca con otra tradi
ción de nuestra cultura occidental, que es el derecho a la rebelión frente a la
tiranía. No voy a referirm e a toda la tradición intelectual en torno al tem a de
la justa rebeldía, pero es importante subrayar que la temporalidad del gobier
no democrático y la decisión de los órganos del sistema político de asegurar
que en el debido plazo tengan lugar las elecciones y que los que tienen el po
der no puedan m odificar las reglas del juego de tal form a que éste no sea ya
libre y com petitivo hacen que debamos pensar en el derecho de rebeldía
como un recurso extremo que no tiene lugar en las democracias. No hay que
olvidar que los que han hecho uso de ese presunto derecho m uy pocas veces
han retornado el poder inmediatamente al electorado, sino que han tratado
de ejercer ese poder «salvador de la democracia» durante décadas sin devol
verlo al pueblo. La exclusión de la violencia no implica por supuesto que el
Estado renuncie al uso razonable, dentro del marco de la constitución y de
las leves de su monopolio, de la coacción legítima para im pedir el uso de la
violencia con el fin de imponer cambios políticos, chantajear al poder legíti
m am ente elegido o paralizar la ejecución de las decisiones legales de los ór
ganos del Estado y de los tribunales.
Nuestra definición de la democracia implica que no existen m agistratu
ras o poderes efectivos que no sean resultado de procesos democráticos en
que puedan participar todos los ciudadanos. La posición constitucionalmente
privilegiada de las fuerzas armadas y del general Pinochet en la constitución
chilena de 1980 todavía vigente no es compatible con una plena democracia,
como no lo era la posición constitucional del Consejo de la Revolución en
•Portugal, en el que estaban representadas todas las fuerzas armadas antes de
la reform a constitucional de 1982. Nótese que subrayo las palabras poder
efectivo, que no excluye m agistraturas sim bólicas, como un rey que reina
pero no gobierna, que ejerce el poder del consejo y que simbólicamente san
ciona las decisiones tomadas por los representantes y por el gobierno demo
cráticamente elegido. Ciertamente el m onarca en una democracia parlam en
taria constitucional ejerce una autoridad moral pero no un poder efectivo, que
está en las manos del presidente del gobierno, que a su vez deriva su poder de
la confianza de la cámara popularm ente elegida.
La posición de los tribunales constitucionales y del control de la constitu-
cionalidad de las leyes presenta problemas complejos para la teoría democrá
tica. Las dem ocracias son constitucionales, v los que gobiernan en ellas
encuentran un límite en la constitución. Aunque ésta tenga un origen dem o
crático, no está su m odificación en manos de mayorías simples sino norm al
mente de mayorías cualificadas y por un procedimiento que im pide su fácil
reforma por una mayoría tem poral. El tema de la constitución y la democracia
es de gran complejidad y merece análisis separado. Sin embargo no hay que
olvidar que una de las características fundamentales para que podam os lla
mar a un sistema político «democrático» es la garantía de las libertades políti
cas de los ciudadanos, de las libertades básicas de la persona, porque sin ellas
no se dan las condiciones para una competencia libre por el poder. Esas liber-
tades son una parte esencial de todas las constituciones, y por tanto las dem o
cracias las han protegido de manera especial frente a las mayorías tem pora
les que se puedan producir y las deciones de los gobernantes. En m uchos
países incluyen los derechos de determinados grupos sociales, de las m ino
rías étnicas, lingüísticas o religiosas, que sin esas garantías habrían dudado al
aceptar las instituciones democráticas y el ejercicio del poder por los que den
tro de ellas lleguen a asumirlo.
Adam Przeworski ha subrayado el carácter contingente, la incertidumbre
que va unida a la democracia. Los ciudadanos no pueden estar seguros de que
los que vayan a gobernar sean los que ellos quieren, los que representen ade
cuadamente sus intereses, sino que corren el riesgo de que sean ios que no les
m erecen su confianza. El gran tem a de la teoría dem ocrática es por qué los
ciudadanos aceptan ese riesgo, por qué los que tienen el poder, incluso arm a
do, para oponerse optan por obedecer; por qué las instituciones democráticas
consiguen tener la legitimidad que tienen. La respuesta está en dos considera
ciones principales. Lina es que el riesgo está limitado por la existencia de unas
norm as constitucionales que definen los ámbitos de poder, los límites dei&te
y una serie de garantías frente al m ism o. Por eso la decisión de aceptar o no
una transición a un régim en democrático es tan difícil para muchos sectores
de la sociedad. Antes de que se haya creado un orden constitucional existe esa
incertidumbre, pero una vez establecido, los intereses más importantes de to-
dos los ciudadanos están en mayor o m enor m edida protegidos de las mayo
rías temporales.
El otro punto esencial es que el gobierno democrático es pro tempore. que
los que han sido derrotados en un determ inado momento pueden aspirar a
gobernar pocos años después. N o h ay ^ im :akifLniL_y-V£Ln£^
tiem poJLa imposibilidad de conseguir una mayoría distinta en un momento
posterior convenciendo a los ciudadanos de que la opción que hicieron era
equivocada y que existe otra preferible no se da sin embargo cuando se trata
de minorías perm anentes, minorías étnicas, lingüísticas o religiosas que no
tienen esperanza de llegar a ser mayoría, aunque en una democracia siempre
puedan conseguir aliados para constituir una coalición alternativa. Es por eso
por lo que los problemas de una sociedad multinacional, m ultiüngüe y m ulti
cultural exigen un tratamiento especial en las constituciones y en la práctica
política, y es también por eso por lo que muchos países han optado por la re
presentación proporcional frente a un sistema mayoritario puro. La práctica
política de muchas democracias tiene características específicas que la doc
trina ha caracterizado como consociacionales, que no responden al modelo
puro del gobierno mayoritario.
De la definición de la democracia que hemos presentado y de estos bre
ves com entarios se deducen algunas de las virtudes principales que tiene
como forma de gobierno, que a veces olvidamos cuando vemos las inmensas
imperfecciones que tienen las democracias reales y sobre todo las sociedades
bajo regímenes democráticos. Nadie duda que la exclusión de la violencia po
lítica para lograr el poder y mantenerse en él a la vista de la experiencia del
siglo x x , de la masiva violación de los derechos humanos por los regím enes
no democráticos, del coste de las guerras civiles, de las dictaduras militares y
revolucionarias sería ya razón suficiente para preferir la democracia más im
perfecta. La existencia y la garantía de las libertades básicas para la inmensa
mayoría de los ciudadanos que presupone y avala la democracia es un valor
de incalculable importancia para éstos, incluso para aquellos que optan por
desentenderse de la cosa pública, que deciden que les da igual quien gobierne
y que no creen que importe votar. El tener el derecho a participar políticamen
te cuando ellos lo consideren deseable, cuando encuentren partidos y candi
datos a los que quieran dar su confianza, no es irrelevante. Para aquellos ciu
dadanos que creen que pueden optar entre distintas alternativas políticas, que
tienen confianza en unos partidos y líderes y no confían en otros, la posibili
dad de contribuir a decidir quién ha de gobernar es una fuente de dignidad
personal por poco que su voto contribuya al resultado electoral La concien
cia de que más pronto o más tarde los ciudadanos lleguen a la conclusión de
que los que gobiernan no m erecen su confianza da a los que están en desa
cuerdo con el gobierno la esperanza de cambiarlo sin esperar a que m uera un
jefe de Estado vitalicio o que un partido que se ha definido como de vanguar
dia renuncie al poder.
C orrem os el peligro de olvidar estas cualidades positivas de la dem o
cracia al esperar de ella m ás de lo que puede hacer. Una de las tareas difíci
les de los líderes políticos en las dem ocracias y de los intelectuales que es
tu d ia m o s los sistem as políticos es señalar los lím ites de lo que puede o no
puede hacer el Estado y un gobierno dem ocrático. Tenemos que tener una
conciencia clara de los lím ites de la capacidad del Estado de transform ar la
sociedad de asegurar el desarrollo económ ico, de hacer efectivos los dere
chos sociales que encontram os en algunas constituciones y en las prom e
sas de los partidos políticos. E s esencial que tengam os conciencia de esas
lim itaciones y de la existencia de p roblem as prácticam ente insoluble s,
problem as cuya solución im plicaría la violación de los derechos de m u
chos ciudadanos. En últim o térm ino, la calidad de una sociedad, su creati
vidad intelectual y económ ica, la calidad de las relaciones hum anas, de
la vida fam iliar y tantas cosas m ás no dependen de la acción del Estado,
aunque éste pueda crear obstáculos al desarrollo de la sociedad, com o lo
ha hecho tantas veces en este siglo, y en alguna m edida facilitar el d e
sarrollo espontáneo y creador de ésta. Es m ás, en este m undo interdepen-
diente en el que el bienestar de una nación depende de una econom ía m un
dial que no está baio el control de ningún gobierno es m ás im perativo y ur
gente ciue tengam os conciencia de los lím ites de la acción de cada uno de
L o A ^ t a ^ =x ^ o b Íem o A á^ Q crático s,._ Esa interdependencia entre las so
ciedades y las econom ías plantea nuevos problem as al liderazgo dem ocrá
tico., Los electorados y los dem agogos es probable que apelen en las dem o
cracias al sacro egoísm o de cada com unidad nacional, que en un m undo
interdependiente no es a la larga garantía del bienestar de nadie. E s pues
tarea de los líderes dem ocráticos tener en cuenta en sus acciones no sólo
los intereses inm ediatos de su electorado, sino la responsabilidad de cada
nación en el concierto de los estados y solidaridades m ás am plias de la de
cada estado o nación.
Vanedad de democracias
Como Veblen señaló hace muchas décadas en sus escritos sobre desarrollo
económico, los que llegan tarde no reproducen los modelos de los países que
les precedieron. Tratarán sin duda de aprender de su experiencia, pero no siem
pre es seguro que aprendan las mejores lecciones del pasado, y probablemente
algunos críticos los juzgarán comparándolos con las antiguas democracias que
tuvieron éxito. Las nuevas democracias nacen en un contexto histórico, social,
cultural y económico distinto. Algunas de sus características, que pueden
considerarse debilidades, son resultado de ese contexto distinto, y no se deben
definir necesariamente como problemas para el funcionamiento de estas de
mocracias. Con el paso del tiempo, algunas de las viejas democracias pueden
irse pareciendo cada vez más a las nuevas en algunos de estos aspectos.
Por otra parte, la insatisfacción con el funcionamiento real de las dem o
cracias existentes y la casi inevitable presión para am pliar o profundizar
la democracia en aspectos de la sociedad más allá del gobierno llevarán en las
dem ocracias estables v avanzadas a innovaciones que podrán difundirse a
las recién instauradas.
Puede producirse la paradoja de que antes de que la democracia política
sea efectiva y esté com pletam ente legitim ada y consolidada, las nuevas
democracias experimenten presiones a favor de una mayor democratización,
para la cual pueden no estar preparadas. Podría argüirse que estas innovacio
nes servirían para facilitar el proceso de creación de gobiernos democráticos,
o incluso algún sustituto. Hubo quien pensó que la autogestión yugoslava
sería la base para una transición con éxito del autoritarismo de Tito a la de
mocracia.
Parece que existe un amplio consenso en que, en mayor o menor medida,
la crisis del comunismo e incluso del marxismo ha llevado a la época del fin
de las ideologías. No sólo la crisis del marxismo, sino también el fracaso an
terior del fascismo y del corporativismo conservador católico significan que
aparte del mundo islámico no hay una visión del mundo comprehensiva ( Welt-
anschauung, para utilizar la expresión alemana) que domine las mentes de la
gente como en el pasado. En gran parte del mundo queda la másppdsiiQsajde.
Otro tema íntimamente relacionado con la vida interna de los partidos políti
cos es el de las elites en sociedades democráticas. ¿Quiénes son las personas
que nos van a gobernar en democracias contemporáneas? y ¿cuáles son los
mecanismos para su elección o (a menudo más exactamente) su autopresenta-
ción para un cargo político? El estudio de las elites ha sido un tema central de
los escritos de Pareto, M osca, M ichels, Aron, C. W right Mills y muchos
otros. Sin embargo, el campo no ha sido tan fructífero para el estudio de la
política democrática como habríamos deseado. La mayor parte de los estu
dios se han centrado en la representatividad de las elites en términos de ca
racterísticas tales como clase, sexo, origen regional o étnico y movilidad so
cial, reflejando una preocupación por igualdad de oportunidades. La relativa
accesibilidad de información biográfica de este tipo ha contribuido a este en
foque. Sin embargo, más importante quizá que quién es la elite en térm inos
El coste de la democracia
Los nacionalistas ignoran además que la gente puede tener una «identi
dad nacional» dual, identificándose tanto con una nación cultural como con
un estado no idéntico a la nación, y que las identidades pueden cambiar con el
tiempo. Satisfacer los principios de autodeterminación nacional y la toma de
decisiones democrática está muy lejos de ser fácil, y puede m uy bien llevar a
resultados absurdos que sólo podrán exacerbar los conflictos en el futuro. Ro
b en Dahl expone m uy bien el problema: «El hecho es que uno no puede deci
dir desde la teoría democrática lo que constituye una unidad adecuada para el
proceso democrático. Com o el principio de la mayoría, el proceso democráti-
a) Sistemas federales o casi federales en los que los partidos que com
piten con cierto éxito, y sobre todo los que gobiernan las unidades políticas
subestatales, son los mismos que gobiernan en el estado central. Es el caso de
los Estados Unidos, donde, con raras excepciones, los republicanos o los de
mócratas gobiernan los estados m iembros, Australia, la República Federal
Alemana (si consideramos la CSU bávara como parte de la CDU e ignoramos
el hecho de que en los primeros años de la república un partido conservador
con base regional gobernara en coalición en uno o m ás Lander), Austria,
Suiza (aunque en algún cantón pequeño puede gobernar algún partido no
representado en el Consejo Federal) e Italia (salvo en las regiones de estatuto
especial, donde gobiernan partidos locales, generalmente coaligados íntima
mente con partidos de ámbito estatal). Varios de estos países, Estados U ni
dos, Alemania, Austria, Italia, salvo en algunas regiones muy especiales, son
naciones estado o estados nación.
b) Estados federales en los que los partidos de ámbito estatal son dom i
nantes a pesar de que en algunos estados otros partidos sean relativamente he-
gemónicos y tengan ambiciones de gobernar toda la federación. Un ejemplo
sería Brasil y, en la medida en que la política mexicana es democrática, M éxi
co, donde después de muchos años de hegemonía del PRI, el PAN gobierna
en dos estados. Aunque tenga pocas expectativas de llegar a controlar la pre
sidencia, el PAN no es un partido de vocación regional.
c) Estados federales con partidos nacionalistas o regionales que no as
piran a obtener el poder en la federación y que, sin embargo, gobiernan en es
tados miembros. Ésta sería la situación de Canadá, donde los partidos nacio
nalistas de Quebec sólo aspiran a gobernar en esa provincia, aunque por
muchos años el Partido Liberal haya gobernado tanto en la federación como
en Quebec. El sistema parlamentario ha permitido también que partidos con
ambición de gobierno federal hayan conseguido una implantación fuerte en
algunas provincias y el control de su gobierno. Lo m ism o se puede decir de
la India, donde hay partidos ideológicos y con ambición de gobierno que sin
embargo sólo consiguen el control del ejecutivo en algunos estados de la
unión. El caso de Bélgica sólo parcialm ente encaja en este tipo, ya que los
partidos nacionalistas flam enco y valón no han conseguido el control de
los órganos casi federales que gobiernan las dos partes del reino, y el poder
básicamente continúa en manos de los tres partidos tradicionales tanto a ni
vel nacional como regional, aunque la diferenciación de cada uno de ellos en
términos de identidad lingüística les hace al mismo tiempo partidos represen
tantes de las nacionalidades dentro del sistema consociacional de gobierno.
España de 1931 a 1936 y desde 1978 también estaría en este tipo de sistemas
federales, en este caso formalmente casi federal.
Independientemente de las normas constitucionales y de las com peten
cias asignadas a las unidades subfederales, este cuadro de relaciones con el
sistema de partidos podría ser la base para un estudio sobre el diferente fun
cionamiento del proceso democrático en unos y otros estados federales. En el
prim er tipo es mucho menos probable que los votantes expresen preferencias
distintas a nivel federal y a nivel estatal, aunque las particulares característi
cas de los partidos americanos y del sistema presidencial permitan la diferen
ciación en los distintos niveles políticos. Ciertamente, la posibilidad de coor
dinación política en el prim er tipo es muy distinta de la que se da en los países
del segundo y sobre todo del tercer tipo; la probabilidad de conflictos entre el
poder central y el poder de los estados o comunidades miembro es muy dis
tinta. Ilustraría esta afirm ación el caso de la Alemania de la República de
Weimar, en la que existía un partido bávaro mucho más independiente del
Zentrum que la CSU de la CDU.
Un tema no tocado en los estudios sobre el proceso de democratización en
los países latinoamericanos es su carácter federal o unitario. No cabe duda de
que la estructura federal del Brasil permitió que las elecciones y gobernadores
bajo el régim en m ilitar crearan unos representantes y unos ejecutivos — go
bernadores— de diez estados de la máxima importancia democráticamente
elegidos, mientras que el gobierno de Brasilia seguía controlado por los mili
tares. Esta situación fue uno de los factores en el proceso de democratización
brasileño que en un régimen unitario no habría sido posible. En este momento,
en el que se habla tanto de la reforma política y la democratización de las ca
racterísticas autoritarias del sistema político mexicano, el hecho de que el
PAN y el PRD compitan con el PRI con cierto éxito en una serie de estados y
que incluso el PAN conquistara el gobierno de dos de ellos ha sido un factor
importante a la hora de acelerar ese proceso político.
No cabe tampoco duda de que cuando un partido es hegemónico a nivel
central durante muchos años, la posibilidad de controlar gobiernos regionales
permite al partido o a los partidos en la oposición su supervivencia, gracias a'
que ese control les da posibilidad de desarrollar su organización partidaria,
sus clientelas electorales y sus recursos para ser un factor importante en la
vida política nacional. El caso de Italia en este aspecto es paradigmático: el
Partido Com unista, excluido por las coaliciones en torno a la Democracia
Cristiana del poder en Roma durante muchas décadas, pudo participar en el
poder en la vida italiana gracias al control de regiones como Emilia-Romag-
na, Toscana, etc. Lo mismo se puede decir sobre el resurgir del SPD alemán
en la época de hegemonía de la CDU en los primeros años de la República Fe
deral. En este sentido el federalismo facilita la persistencia de la competitivi-
dad democrática en sociedades en las que poruña y otra razón un partido pue
de ser hegem ónico a nivel de la federación. Probablem ente la unión india
confirmaría esa pauta si consideramos la posición hegemónica que ha tenido
por tanto tiempo el Partido del Congreso.
Conclusión
* «Human Rights and Popular Sovereignty: The Liberal and Republican Versions», Ratio
Juris 7 (1994), pp. 1-13 O Blackwell Publishers Ltd. Texto de una conferencia pronuncia
da en el departamento de Filosofía de la Northwestern University, Evanston, el 23 de sep
tiembre de 1992. Traducción de Elena García Guitián.
óürüQn Habermss
plantear y discutir dos cuestiones: (I) ¿Por qué, después de todo, no conside
ramos estos debates simplemente como un capítulo cerrado en la historia de
las ideas políticas? Tenemos que explicar las razones por las que estos casi
imaginarios pilares de la construcción constitucional todavía se m antienen
erguidos en medio de todos los desmentidos de una realidad social y política
que los contradice. Por consiguiente, retomaré (II) la cuestión de si estas dos
premisas pueden compatibilizarse sin dar prioridad ni a los derechos hum a
nos ni a la soberanía popular. Las dos principales corrientes de pensam iento
político, catalogadas como «liberal» y «republicana», tienden a subordinar la
soberanía popular a los derechos humanos, o a la inversa. Ninguna de estas
dos respuestas satisface nuestra intuición normativa de que los derechos hu
manos y la soberanía popular no sólo están relacionados, sino que tienen
igual importancia e incluso el mismo origen: en el nivel conceptual, los dos
son cooriginarios. En la últim a parte de este trabajo (III) analizaré concisa
mente el concepto de autonomía de Rousseau. Este análisis pretende explicar
en qué sentido los derechos hum anos y la soberanía popular se presuponen
mutuamente el uno al otro.
conecta con los trabajos de James Harrington, oponente de Hobbes, que pre
sentó el humanismo cívico como una alternativa al liberalismo lockiano (véa
se Kahn, 1989).
Aunque en la modernidad los conceptos del derecho romano sirven para
definir las libertades negativas de los sujetos legales con objeto de asegurar
la propiedad y el tráfico comercial de las personas privadas frente a las inter
venciones de un poder político ejercido administrativamente del que esas per
sonas estaban excluidas, el lenguaje de la ética y de la retórica sigue m ante
niendo la imagen de una práctica política en la que se pueden ejercer las
libertades positivas de ciudadanos igualmente legitimados y participantes. El
concepto republicano de «política» no se refiere a los derechos subjetivos de
los ciudadanos privados a la vida, a la libertad y a la propiedad, sino, sobre
todo, a la práctica de la autolegislación por parte de ciudadanos que se orien
tan al bien común, que se entienden a sí mism os como miembros libres e
iguales de una comunidad cooperativa autogobernada. Las leyes son secun
darias en relación con el contexto de la vida ética particular de una comuni
dad en la que la virtud de la participación activa en los asuntos públicos puede
desarrollarse y estabilizarse. Sólo en esta praxis cívica puede el ser hum a
no realizar el telos de su especie. Siguiendo a Frank Michelman, ofreceré una
descripción abreviada de los paradigm as políticos liberal y republicano, ya
que todavía form an parte del contexto de las discusiones contemporáneas.
La diferencia decisiva consiste en la comprensión del papel del proceso
democrático. Según la visión «liberal» o lockiana, el proceso democrático
cumple la función de programar al gobierno en interés de la sociedad, y en ella
el gobierno se representa como un aparato de administración pública, y la so
ciedad como una red de interacciones entre personas privadas, de estructura
similar a la del mercado. La política (en el sentido de formación de la voluntad
política de los ciudadanos) tiene aquí la función de unir y empujar los intere
ses privados contra un aparato de gobierno especializado en el empleo admi
nistrativo del poder político para conseguir metas colectivas. En la visión «re
publicana», sin embargo, la política supone algo más que esa función
mediadora; más bien forma parte de los procesos de la sociedad como un todo.
La «política» se concibe como la forma reflexiva de la vida ética sustancial,
concretamente como el medio en el que los miembros de comunidades inte
gradas de alguna manera toman conciencia de su dependencia mutua y, ac
tuando con plena deliberación como ciudadanos, favorecen la transformación
y el desarrollo de las relaciones de reconocimiento recíproco existentes en una
asociación de miembros libres e iguales bajo la ley. Con este desarrollo, la ar
quitectura liberal del gobierno y de la sociedad experimenta un cambio impor
tante: junto a las regulaciones jerárquicas del Estado y las regulaciones des
centralizadas del m ercado, es decir, al lado del poder administrativo y del
interés personal privado, la solidaridad y la orientación hacia el bien común
aparecen como una tercera fuerza de integración social. De hecho, se supone
que esta formación de la voluntad política horizontal dirigida al entendimiento
mutuo o al consenso comunicativamente alcanzado disfruta de prioridad, tanto
en sentido genético como normativo. Para la praxis de la autodeterminación
cívica se presupone una base autónoma en la sociedad civil, una base indepen
diente de la administración pública y del comercio privado m ediado por el
mercado, Esta base impide que la comunicación política sea engullida por el
aparato del gobierno o asimilada a las estructuras del mercado. En la concep
ción republicana, la esfera pública política, con su base en la sociedad civil,
adquiere un significado estratégico. Estos enfoques en competencia priorizan
imágenes opuestas del ciudadano.
De acuerdo con el punto de vista liberal, el estatus de los ciudadanos está
determinado fundamentalmente por los derechos negativos que tienen frente
al Estado y a los otros ciudadanos. Como portadores de esos derechos disfru
tan de la protección del gobierno, en tanto persiguen sus intereses privados
dentro de las fronteras establecidas por la ley, y esto incluye la protección con
tra la intervención del gobierno. Los derechos políticos, como el derecho al
voto o a la libertad de expresión, no sólo tienen la misma estructura, sino tam
bién un significado similar en tanto que derechos civiles que proporcionan un
espacio dentro del cual los sujetos legales están liberados de coacciones exter
nas. Otorgan a los ciudadanos la posibilidad de hacer valer sus intereses pri
vados de tal forma que, por medio de las elecciones, de la composición de los
cuerpos parlamentarios y de la formación de un gobierno, estos intereses fi
nalmente se agregan en una voluntad política que tiene impacto en la adminis
tración.
Según la visión republicana, el estatus de ciudadano no está determinado
por el modelo de las libertades negativas que pueden reivindicar en tanto que
personas privadas. Los derechos políticos -—-sobre todo los derechos de parti
cipación y de comunicación política— son más bien libertades positivas. No
garantizan la libertad frente a la compulsión externa, sino la posibilidad de
participar en una praxis común, cuyo ejercicio perm ite a los ciudadanos, en
primer lugar, hacer de ellos mismos lo que desean ser: ciudadanos política
mente autónom os de una com unidad de personas libres e iguales. En este
punto, el proceso político no sólo sirve para m antener la actividad del gobier
no bajo la vigilancia de ciudadanos que ya han adquirido una autonomía so
cial previa en el ejercicio de sus derechos privados y de sus libertades prepolí-
ticas. En esa mism a medida, actúa como una bisagra entre el Estado y la
sociedad, porque la autoridad administrativa no es del todo una autoridad au
tóctona. No es algo dado. Su autoridad surge más bien del poder de los ciu
dadanos producido de forma comunicativa en la praxis de la autolegislación,
y encuentra su legitimación en el hecho de que protege esa praxis mediante la
institucionalización de la libertad pública. Así, la razón de ser del Estado no
reside principalmente en la protección de derechos privados iguales, sino en
la garantía de una formación de la opinión y de la voluntad inclusiva en la que
ciudadanos libres e iguales alcanzan un entendimiento sobre qué metas y nor
mas se encuentran en el igual interés de todos.
La polém ica con el concepto clásico de persona legal como portadora de
derechos privados deja al descubierto una controversia sobre el propio con
cepto del derecho, Mientras desde la perspectiva liberal la finalidad del orden
legal es perm itir la determinación en cada caso de qué individuos tienen atri
buidos qué derechos, en la visión republicana estos derechos «subjetivos» de
ben su existencia a un orden legal «objetivo» que permite y garantiza la inte
gridad de una vida autónoma en común basada en el respeto mutuo. Para los
republicanos, en última instancia los derechos no son sino determinacines de
la voluntad política dominante, mientras que para los liberales algunos dere
chos siempre están fundados en una ley de la razón superior.
Finalm ente, las diferentes form as de conceptualizar los papeles de los
ciudadanos y del derecho expresan un desacuerdo más profundo sobre la na
turaleza del proceso político. En la visión liberal, el proceso político de for
mación de la opinión y de la voluntad en la esfera pública y en el parlamento
está condicionado por la competencia de colectividades que actúan estratégi
camente para mantener o adquirir posiciones de poder. El éxito se mide por
la aprobación de los ciudadanos, cuantificada en votos, de las personas y pro
gramas. En sus elecciones en la.polis, los votantes expresan sus preferencias.
Sus decisiones de voto tienen la m ism a estructura que las elecciones que
realizan los participantes en un mercado. Otorgan permiso para acceder a los
aspectos positivos del poder por los que luchan los partidos políticos con la
mism a actitud orientada al éxito.
En la visión republicana, la formación de la opinión y de la voluntad polí
tica que tiene lugar en la esfera pública y en el parlamento no obedece las es
tructuras de los procesos de mercado, sino las abstinentes estructuras de una
comunicación pública orientada al entendimiento mutuo. Para la política, en
tendida como una praxis de autolegislación cívica, el paradigma no es el mer
cado sino el diálogo. Esta concepción dialógica imagina la política como res
puesta ante cuestiones de valor y no sim plem ente como una cuestión de
preferencia.
Por lo tanto, el conflicto de opiniones que se produce en la arena política
no sólo tiene fuerza legitimante en el sentido de autorizar el acceso a puestos
en el poder administrativo; el discurso político en curso también tiene fuerza
vinculante por el modo en que se usa el poder administrativo y el fin al que se
dedica. Este poder debería emplearse únicamente sobre la base de políticas y
dentro de los límites de las leyes, que surgen de los procesos democráticos.
Estas imágenes opuestas deberían ser suficientes para hacer verosímiles
las razones por las que los liberales favorecen el gobierno impersonal de las
leyes basado en los derechos humanos, en especial los que garantizan las li
bertades negativas, mientras que los republicanos insisten en la prioridad de
la autoorganización espontánea de la comunidad de forma que las aspiracio
nes más profundas de sus tradiciones constitutivas encuentren expresión en
el orden legal. Am bos hacen uso de los ideales legitimantes de autonom ía
moral y de autorrealización expresivista de forma bastante diferente.
En la visión liberal, al ideal de autorrealización se le otorga un estatus
secundario y sólo se aplica a sujetos legales privados que tienen derecho a
perseguir sus diferentes planes de vida dentro de los límites de sus derechos
civiles. Lo que tiene im portancia fundamental es la igual distribución de li
bertades negativas m ediante leyes generales. Los ideales morales de autono
mía y de justicia están encarnados constitucionalm ente en derechos civiles
impersonales y protegidos mediante la administración justa de la ley. Sin em
bargo, esta concepción sólo retiene de la noción fuerte de autonom ía el ele
mento de imparcialidad de las leyes universales que expresan intereses gene
ralizabas, mientras que rechaza el elemento de autodeterm inación que exige
que debamos obedecer únicamente a las leyes que nos hemos dado a nosotros
mismos. Los liberales invocan el peligro de una «tiranía de la mayoría» y pos
tulan la prioridad de los derechos humanos, de forma que éstos puedan garan
tizar las libertades prepolíticas del individuo y constreñir la soberanía de la
voluntad del legislador político. Por otro lado, los republicanos enfatizan el
valor intrínseco de la autoorganización cívica: hacen hincapié en el ejercicio
público de la autonomía política como un proceso en curso y la persecución
de una empresa común.
Pero esto no significa que los dos elementos de la mism a noción de auto
nomía fueran aceptados y simplemente se reorganizaran en orden inverso. La
noción republicana de autolegislación no es una noción moral. Por el contra
rio, se asimila a una noción ética. Los republicanos conciben el ejercicio de
la autonomía política cono la autorrealización consciente de la voluntad co
lectiva de una comunidad particular. Los derechos humanos sólo pueden ad
quirir un carácter vinculante para los ciudadanos de dicha comunidad como
elementos de sus propias tradiciones conscientemente apropiadas. M ientras
en la visión liberal los derechos humanos se imponen sobre la formación de la
voluntad política como algo anclado en un estado de naturaleza ficticio, en
la visión republicana a la voluntad ético-política de una colectividad que se
autorrealiza se le prohíbe reconocer cualquier cosa que no encaje en la autén
tica forma y proyecto de vida del pueblo.
Ambos paradigmas engranan los ideales éticos y los conceptos morales
modernos para hacer una lectura claramente selectiva de los derechos hum a
nos y de la soberanía popular. El paradigma liberal no agota el significado to
tal de la autonomía de una ciudadanía soberana, porque introduce los dere
chos hum anos como un constreñim iento precedente o externo al proceso
democrático, mientras el paradigm a republicano no puede explicar el signi
ficado universalista de los derechos humanos, porque une el proceso dem o
crático con el vínculo previo y la autocom prensión compartida de alguna co
munidad ética particular.
mía, pero únicamente dentro de ios límites de una filosofía del sujeto. Bajo esas
premisas tuvieron que atribuir la capacidad para la autodeterminación a un su
jeto, fuera éste el inteligible ego de la Crítica de la razón práctica o el pueblo
del Contrato social. Si la voluntad racional sólo puede constituirse en el sujeto
individual, entonces la autonomía moral del individuo debe extenderse a lo lar
go de la autonomía política de la unificada voluntad de todos, para asegurar por
la vía de la ley natural la autonomía privada de cada uno por anticipado. Si la
voluntad racional puede constituirse únicamente en el macrosujeto de un pue
blo o nación, entonces se debe entender la autonomía política como la realiza
ción autoconsciente del contenido ético de una comunidad concreta; y la auto
nomía privada sólo puede protegerse de la fuerza aplastante de la autonomía
política mediante la forma no discriminatoria de las leyes generales. Ambas
concepciones no son capaces de apreciar ia fuerza legitimadora de un proceso
discursivo de formación de la opinión y de la voluntad, en el que las fuerzas ilo-
cucionarias y unificadoras de un uso del lenguaje comunicativo y argumentati
vo sirven para unir razón y voluntad y para llegar a posiciones convincentes con
las que todos como individuos pueden estar de acuerdo sin coacción.
Las redes de discursos morales, éticos y pragmáticos (y deberíamos aña
dir de negociaciones justas) representan el lugar en el que la voluntad po lítica
más o menos racional puede constituirse a sí misma. La legitimidad de la ley
depende entonces en último término de un acuerdo comunicativo: como par
ticipantes en discursos más o menos racionales, en negociaciones más o
menos justas, los asociados bajo la ley deben ser capaces de examinar si una
norm a impugnada obtiene o puede obtener el acuerdo de todos los posibles
afectados. La conexión interna entre la soberanía popular y los derechos hu
manos que estamos buscando consiste en e! hecho de que los derechos hum a
nos establecen con precisión las condiciones bajo las que las diversas formas
de comunicación necesarias para la elaboración de la ley políticamente autó
noma pueden institucionalizarse legalmente. Estas condiciones ya no son
constreñimientos, sino condiciones posibilitadoras del ejercicio de la sobe
ranía popular. El sistem a de derechos no puede reducirse ni a una lectura
moral de los derechos humanos ni a una lectura ética de la soberanía popular,
porque la autonom ía privada de los ciudadanos no puede ni anteponerse ni
subordinarse a su autonomía política. Las intuiciones normativas que asocia
mos con los derechos humanos y con la soberanía popular sólo adquieren su
plena articulación en el sistema de derechos privados y negativos si asum i
mos que las libertades negativas y la autonom ía privada no podrían ni ser
impuestas como derecho moral de forma que restrinjan la legislación política
ni instrumentalizadas como únicam ente un requisito funcional del proceso
democrático. La autonomía privada y la pública son cooriginarias y de igual
peso. El contenido de los derechos humanos reside entonces en tas condicio
nes formales para la institucionalización legal de los procesos discursivos de
formación de la opinión y de la voluntad por medio de los cuales es posible
ejercer la soberanía del pueblo.
Me he centrado en una comparación entre las versiones liberal y republi
cana de la democracia. A partir del análisis de los déficits complementarios
de ambas visiones es posible desarrollar una perspectiva para una noción pro-
cedimental de una política deliberativa que aporte una comprensión m ás de
tallada de cómo los derechos humanos y la soberanía popular se presuponen
el uno al otro. Naturalmente, esta interpretación procedimental de un régimen
constitucional de nuevo sólo proporciona un modelo normativo de democra
cia, que todavía necesita una sobria confrontación con las estructuras y los
mecanismos de las complejas sociedades en las que vivimos.
Bibliografía
La vida requiere una forma más mutualista y orgánica que la que la democracia burguesa
íe ofrece; pero la sustancia social de la vida es más rica y más vallada, y tiene mayores pro
fundidades y tensiones que las contempladas por el sueño marxista de la armonía social.
(Reinhold Niebuhr.)
La nota clave de la democracia como forma de vida puede ser expresada [...] como la.nece
sidad de participación de cada ser humano maduro en la formación de los valores que re
gulanla vida en común de los hombres; que es necesaria desde el punto de vísta tanto del
bienestar social general como del completo desarrollo de los seres humanos como indivi
duos. (John Dewey.)
* Strong Democracy. Participatory Politics for a New Age. © 1984 The Regents o f the
University o f California. Traducción de José Antonio de Gabriel Pérez.
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Tabla 8.1. Regímenes democráticos (tipos ideales)
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Estas cinco formas constituyen tipos ideales en dos sentidos importantes.
En prim er lugar, se diferencian por rasgos abstractos e ideales: ningún régi
men efectivo se corresponde perfectamente con esos tipos. En segundo lugar,
esas formas son presentadas por separado, pero la mayoría de los regímenes
reales son compuestos y combinan rasgos de cada uno de los tipos. Las tres
formas leves o ligeras son de hecho parte de una única praxis democrática tí
pica de la experiencia política de los Estados Unidos (y, en menor grado, de la
europea). Usando como guía la tabla 1, podem os describir cada una de las
cinco formas democráticas alternativas como sigue.
Democracia de autorización
Democracia jurídica
Democracia pluralista
Democracia unitaria
Notas
1 Una tipología completa debería incluir tanto los regímenes democráticos como los no
democráticos. Sin embargo, la respuesta no democrática al conflicto en ausencia de bases
independientes es incoherente con las condiciones de la política discutidas en el capítulo
anterior: los regímenes no democráticos «resolverían» et problema político mediante la
eliminación de la política. Esto sitúa a los regímenes no democráticos fuera de las catego
rías que aquí nos interesan.
2 La definición de democracia de Joseph Schumpeter ilustra aquellas debilidades: <<£1
método democrático es aquel arreglo institucional para llegar a decisiones políticas en el
que individuos adquieren el poder de decidir por medio de una lucha competitiva por
el voto del pueblo». Capitalism, Socialism and Democracy, Londres, Alien and Unwin,
1943,p. 269.
3 Franz Neumann fue el primero en utilizar la expresión «libertad jurídica» para des
cribir un orden político en el que la ley se emplea para proteger la libertad abstracta de los
individuos de su vulneración por parte del gobierno. Véase «The Concept o f Political
Freedom», en The Democraíic and Authoritarian State, Glencoe, The Free Press, 1957,
pp. 162-63 y passim.
Más recientemente, Theodore J. Lowi ha propuesto «democracia jurídica» como alter
nativa al «liberalismo de los grupos de interés». Considera que aquélla, a la que califica
como «el imperio de la ley operando en las instituciones», «es la única defensa de la que
disponen los que carecen de poder frente a los poderosos» (TheEnd o f Liberalism, 2.a ed.
Nueva York, Norton, 1979, p. 298).
Mi definición se inspira en el legalismo de estas utilizaciones anteriores pero no pre
tende ser un reflejo de las mismas.
4 John Rawls, A Theory o f Justice, Cambridge, Mass., Harvard University Press,
1971; Ronald Dworkin, Taking Rights Seriously, Cambridge, Mass., Harvard University
Press, 1978, y Bruce Ackerman, Social Justice in Liberal State, New I-laven, Yate Univer
sity Press, 1980. Pueden encontrarse útiles antídotos de esta perspectiva jurisprudencial
en John Hart Ely, Democracy and D istrust, Cambridge, Mass., Harvard University Press,
1980, y Michaei Walzer, Radical Principie, Nueva York, Basic Books, 1980; así como en
ia recensión de Walzer sobre Ackerman en The New Republic, 25 de octubre de 1980.
5 El locus classicus moderno para el modelo pluralista es David B. Truman, The Go-
vernmental Process, Nueva York, Knopf, 1957. En su encarnación más reciente, la teoría
ha sido asimilada por la modelización económica y la teoría de la decisión racional. Véase,
por ejemplo, Anthony Downs, An Eco no mic Theory o f Democracy, Nueva York, Harper
Bros., 1957; Mancur Olson, Jr., The Logic o f Collective Action, Cambridge, Mass., Har
vard University Press, 1965; y Kenneth J. Arrow, Social Choice and Individual Valúes,
2.a ed., New Haven, Yale University Press, 1963.
Dos recientes defensas del pluralismo tradicional se encuentran en William H. Riker,
Liberalism against Populism, San Francisco, Freeman, 1982, que incluye igualmente un
enérgico ataque a la democracia participad va; y Robert A. Dahl, Dilemmas o f Pluralist
Democracy: Autonomy versas Control, New Haven, Yaíe University Press, 1983. Dahl, sin
embargo, ha comenzado a cuestionar la capacidad del pluralismo (que él califica de p o
liarquía) para ocuparse de cuestiones como la justicia social y económica; de ahí el «dile
ma», que no aparecía en su anterior A preface to Democratic Theory, Chicago, Univ. o f
Chicago Press, 1956.
6 Jean-Jacques Rousseau, Del contrato social, libro 3, cap. 15. Un filósofo posterior,
escribiendo en la misma línea, insiste en «la imposibilidad lógica del sistema representati
vo». Puesto que «la voluntad del pueblo no es transferible, ni siquiera la voluntad del sim
ple individuo, la primera aparición del liderazgo profesional marca el principio del fin»
(Robert Michels, Political Parties: A Sociological Study o f the Oligarchical Tendencies o f
Modern Democracy, Glencoe, Free Press, 1915, reimpreso, 1945, pp. 33-34).
7 Citado por Michels, Political Parties, p. 39. Víctor Considerant, precursor de Mi
chels, escribió sobre el principio central del gobierno representativo, la delegación, que
«al delegar su soberanía, un pueblo abdica de ella. Este pueblo ya no se gobierna, sino
que es gobernado [...]. Invirtiendo a Saturno, eí principio de soberanía termina por ser de
vorado por su hija, el principio de delegación» (La Solution, ou le gouvernement direct du
peuple, París, Librairie Phalansteríe, 1850, pp. 13-15),
8 Un ejemplo son los programas impuestos por los tribunales de traslado de escolares
en autobús a colegios fuera de su zona para favorecer la integración social. Aun siendo
«conformes a derecho» según cualquier estándar legal, sólo consiguen sin embargo reme
diar los efectos del prejuicio público a través de la destrución de la responsabilidad y la ac
tividad pública en un ámbito (la escolarización) que está asociado tradicionalmente a una
enérgica actividad cívica vecinal. Aquí, el principio de derecho colisiona con el de partici
pación, y el daño causado a éste pone en peligro, a la larga, la posibilidad de sostener aquél
por medios democráticos.
9 La idea de «controversibilidad esencial», desarrollada por vez primera en sede filo
sófica por W. B. Gallie, ha sido introducida en un iluminador contexto político por Wi
lliam Connolly en The Terms o f Political Discourse, Lexington, Heath, 1974.
10 Peter Laslett dota a la sociedad cara a cara de una sociología y una historia en su
obra fundamental The World We Have Lost, Londres, Methuen, 1965 [ed, cast.: El mundo
que hemos perdido, Madrid, Alianza Editorial, 1988].
11 He tratado de ofrecer un balance de las virtudes y los peligros de la democracia cara
a cara en los Alpes germano-suizos en mi The Death o f Communal Liberty, Princeton,
Princeton University Press, 1974. Los lectores pueden acudir a este libro para encontrar
una discusión más amplia.
12 Hippolyte Castilie, History ofth e Second Republic, citado por Edouard Bernstein,
Evolutionary Socialism, Sidney Hook (ed.), Nueva York, Schocken Books, 1961.
13 Incluso en ámbitos tan benignos como una asamblea local en Vermont o una coope
rativa urbana de crisis, la democracia directa puede resultar problemática. Véase, por
ejemplo, el perspicaz estudio sociológico de Jane I Mansbridge, Beyontf Adversary De-
mocracy, Nueva York, Basic Books, 19B0.
14 «El pueblo es más prudente y más constante que los príncipes», escribe Maquiavelo
en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio, libro 1, cap. 58. Roosevelt aparece
citado en R. A. Alien, «The National Initiative Proposal: A Preliminary Analysis», Ne~
braska Law Review 58,4, 1979, p. 1011.
15 Tom Paine, «Dissertation on First Principies o f Government», en Writtings, N. D.
Conway (ed.), Nueva York, G. P. Putnam’s Sons, 1984-1986, vol. 3, p. 268.
16 Irónicamente, tanto izquierdistas como conservadores han criticado la democracia
populista. Véase, por ejemplo, Peter Bachrach, «Testimony before the Subcommittee on
the Constitution». Committee on the Judiciary, sobre S. I Res. 67, 95.° Congreso, 1.a se
sión, 13-14 de diciembre 1977. Robert Michels anticipó este antipopulismo de la izquierda
cuando escribió: «En aquello que concierne a la vida del partido, los socialistas rechazan
en su mayor parte [...] las aplicaciones prácticas de la democracia, empleando contra ellas
argumentos conservadores como los que estamos acostumbrados a escuchar solamente a
los que se oponen al socialismo. En algunos artículos escritos por dirigentes socialistas
nos encontramos irónicamente la pregunta de si sería bueno entregar el liderazgo del parti
do a las masas ignorantes simplemente por amor a un abstracto principio democrático»
(Michels, Political Parties, p. 336). Los marxistas han cultivado el concepto de «falsa con
ciencia», por el que en términos generales entienden la falta de voluntad del pueblo para
actuar como las leyes científicas de la historia le dictarían. El pueblo, en consecuencia,
merece confianza en abstracto pero es desautorizado en concreto en favor de elites y van
guardias con una mejor comprensión de lo que exige la historia.
9. Democracia
y neoliberalismo
G iovaoni Sartori:
Como puede verse fácilmente, las dos primeras acusaciones plantean pro
blemas que deberían ser abordados por la teoría de la democracia realista, es
decir, descriptiva. La falta de preparación ante los riesgos externos se revela
perfectamente en la decadencia del constitucionalismo garantista (protector)
frente al crecimiento exponencial del potencial del poder. El ataque conduc-
tista al institucionalismo y al denominado formalismo ha ido demasido lejos.
Podemos discutir sobre si una constitución es m ás o m enos eficaz — con
todo, es mejor tener una buena constitución que una mala, y yo m e atrevo a
añadir que prefiero tener la constitución de mi lado 9. Respecto a la segunda
acusación, me limitaré a dejar constancia de que nuestra manera irresponsa
ble de manejar el asunto de los límites dimensionales, sin explicar los costes
de las decisiones o de los defectos de la regía de la mayoría, queda bien ilus
trada por la forma devastadora de adaptación de las demandas de participa
ción en la mayor parte de Europa entre los años sesenta y los setenta: m edian
te la transform ación de los comités en cuasiparlam entarios, en cuerpos
sobredimensionados de escasa funcionalidad.
Respecto al tercer punto — el problema de la visibilidad— , el campo rea
lista lo ignora o lo pasa por alto, y en el otro extremo, entre los idealistas, no se
entiende correctamente o se saca de quicio. Es un punto que necesita elabora
ción y del que hasta ahora sólo me he ocupado tangencialmente, apuntando
que la visibilidad escasa es m uy importante para el código operacional de los
comités. Sin duda, la democracia exige aparentemente transparencia, requiere
que la casa del poder sea una casa de cristal. La base racional de ello — que es
distinta de la moral— es que una mayor visibilidad permite un mejor control,
reduciendo así los riesgos externos. Y efectivamente es así, y supone que in
cluso si la visibilidad entraña costes decisionales más elevados, éstos pueden
estar justificados. Pero la moneda tiene otra cara. Como sabemos por expe
riencia personal, la misma persona se comporta de muy distinta manera cuan
do pasa de un contexto de escasa visibilidad a otro en el que la visibilidad es
mayor; y esto significa que el factor visibilidad puede mejorar, pero también
deformar el comportamiento. Por ejemplo, la visibilidad distorsiona cuando
impone «la venta de la imagen» en detrimento del «comportamiento responsa
ble». Además, la visibilidad puede intensificar los conflictos, si no los crea;
tanto es así que la eliminación de la visibilidad es la forma más práctica y más
utilizada para disminuir las tensiones. En las sociedades polarizadas, o pro
fundamente divididas, la paralización se evita precisamente en la medida en
que los pactos se logran en condiciones de rigurosa invisibilidad. Si pasamos
de la política anterior a la exterior, el aforismo «acuerdos públicos abierta
mente alcanzados» da incluso peores resultados. Ciertamente, podemos pedir
la transformación del póquer en otro juego; pero no podemos pedir que un ju
gador descubra sus cartas mientras los otros sigan jugando al póquer. Tenien
do todo en cuenta, si se presenta el elemento «mayor visibilidad», como en
realidad se viene haciendo, como una panacea universal, probablemente cau
sará bastantes más daños de los que repara. En la medida en que la visibilidad
dificulta un comportamiento responsable, estimula la venta de imagen y la de
magogia, intensifica el conflicto, conduce a una paralización de las decisiones
o, en política internacional, a la derrota, en la misma medida es posible afron
tar los riesgos externos utilizando otros medios y mecanismos de control. Y
ello sin m encionar que la eficacia del proyector disminuye con su difusión.
Demasiada visibilidad sobre demasiadas cosas dificulta la visibilidad.
Las dos últimas acusaciones guardan relación, en cambio, con los «cos
tes del idealismo». Permítaseme abordarlas rápidamente. Para empezar, ¿cómo
deberíamos entender la expresión hipertrofia de la política? Como se indicó al
principio, las decisiones están colectivizadas por los decisores «soberanos» a
los que se ha confiado el monopolio legal de la fuerza. He tratado, en general,
de los riesgos y los costes de las decisiones colectivizadas. Pero la noción tam
bién contribuye a señalar la diferencia entre la extensión de la política y la poli
tización. Cada vez más decisiones pueden ser colectivizadas y sometidas — en
un sistema democrático— a la autoridad del parlamento, aunque su ejecución
se «despolitice»10. La política puede impregnarlo todo — a tenor con la argu
mentación— , pero, si eso ocurre, no toda la política está politizada11.
No existe acuerdo respecto a si la expansión de la política es necesaria y
beneficiosa. M enos discrepancia existe, sin embargo, sobre los respectivos
méritos y deméritos de la politización; y mi argumento se refiere concreta
mente a la politización de la política.
Cuando la política penetra en un campo determinado puede ser para bien
— como en el supuesto de que un ciudadano apático se interese, se informe y
participe— o para mal. ¿Cuándo es para mal? En dos casos: á) cuando la polí
tica se exaspera, es decir, la política de violencia, intimidación, intolerancia y
discriminación ideológica, y b) cuando penetra bajo una de esas formas (in
cluso en la más leve) en el poder judicial, en el ejército, en la administración y
en las instituciones de enseñanza. Y, aunque mi esquema analítico tiene poco
que ver con aquello que causa la exasperación de la política, sugiere algunas
advertencias respecto a su contención. La primera es que no deberían crearse
tan alegremente como se hace nuevos electorados para instituir nuevos cuer
pos nombrados por elección. Aparte de si se valoran adecuada y atentamente
los costes decisionales, la cuestión siguiente es si lo que penetra — vía electo
r a l- - es solamente política en su sentido inocuo o positivo o si se trata de la po
litización en su faceta más indeseable y con todos sus defectos acumulados.
El último punto, en esencia, es que si se concibe la democracia participa-
tiva como enemiga de la democracia representativa, y si aquélla socava real
mente a ésta, me temo que ambas se encuentran en una situación comprom e
tida. Pero esto necesita alguna elaboración. Como sabem os, la noción de
democracia participativa puede cubrir un número de cosas diferentes, a saber:
a) participación en térm inos de interés, atención, información y com peten
cia; b) participación en apoyo de la «voz», esto es, seguida en términos de de
mocracia de m anifestaciones; c) com partir el poder, es decir, participación
efectiva y real en la adopción de decisiones; d) una participación equivalente
a una democracia directa verdadera. Así que, ¿qué es m ala señal para qué?
En relación con el primer punto, todos estamos de acuerdo en que necesi
tamos desesperadam ente ciudadanos más interesados y m ejor informados.
Pero el participacionista lleva este punto mucho más allá de la recom enda
ción expresada. Y aunque es justo decir que nadie ha comprobado hasta el fi
nal cómo se relaciona la «intensidad» con la información y, aún más, con el
conocimiento y con la competencia, la culpabilidad de esa omisión recae es
pecialm ente en el idealista12. Culpabilidades aparte, la presunción de «que
cualquiera que se compromete tiene una contribución positiva que hacer [...]
es simple e impracticable [...]. Hay tres tipos de personas: las que se compro
meten y contribuyen; las que [...] apenas colaboran si es que lo hacen; y
aquellas que, movidas por un impulso falible hacia el error [...] causan al res
to de la sociedad problemas, gastos y pesares» Dahrendorf, por su parte,
apunta que «la participación permanente de todos en todo es de hecho una de
finición de la inmovilidad total [...] significaría una mezcla de debate teórico
perm anente y de falta de acción práctica perm anente». En su opinión, que
comparto, bajo el elogio sin paliativos de la participación, «el ciudadano está
a punto de verse sobrecargado, de crear unas condiciones en las cuales inutili
zaría el mismo principio que pretende establecer»l4.
Respecto al segundo punto — la democracia de las manifestaciones— cabe
decir sencillamente que una mayor «voz» es beneficiosa, con tal de que la voz
no se convierta en «violencia». Debemos detenernos, en cambio, en el tercer
punto, que es también el más importante para el participacionista. Puesto que la
«realidad» de la participación se expresa mediante una fracción, y puesto que
apenas puede discutirse que su eficacia es óptima en los comités, una forma de
incrementar la participación real es aumentar el número de los comités. Pero si
se prosigue por esa vía, resulta que acaba produciendo los efectos contrarios de
los buscados. Cuanto más numerosos sean los comités, más se demorará el iter
decisionaí (costes de tiempo) y mayor será la incidencia de los pagos colaterales
(hasta alcanzar el límite de la descoordinación total). Así, la proliferación de los
comités alcanza rápidamente un techo más allá del cual todo lo que se gana en
términos de compartir poder se pierde de manera desproporcionada en términos
de eficacia y de eficiencia. Si las oportunidades de participación real compitie
ran con el número de pretendientes, se produciría el colapso de todo el sistema
por el peso de las deseconomías de escala.
Nos resta la que hemos denominado «democracia de referéndum», con
cebida como una democracia directa diaria en la que la ciudadanía se sienta
ante un vídeo y pretendidam ente se autogobierna, apretando un botón cada
vez que se le plantea un problema. Qué bonito... y qué mortal. Dado que en
los referenda no se escoge a personas, sino que se deciden problemas de m a
nera inmediata, sus virtudes dependen estrechamente, para empezar, del esta
do de información y del nivel de competencia de grandes masas de público.
Como dijo Rousseau, el pueblo desea un bien que con frecuencia no llega a
captar. Y el mundo de Rousseau era inconmensurablemente más simple e in
teligible que el nuestro. Tanto que incluso los expertos — científicos de la po
lítica y economistas— se ven impotentes para entenderlo. Así pues, la idea de
que el gobierno de nuestras sociedades fantásticamente complejas, frágiles e
interrelacionadas pudiera confiarse a millones de voluntades separadas, obli
gadas a decidir al azar, con un instrumento de suma cero, es una prueba m o
numental del abismo de infracomprensión que nos amenaza.
Concluyo. Al margen de la mencionada reducción al absurdo, en conjunto
me parece que estamos tratando de alcanzar objetivos totalmente despropor
cionados, indebidamente aislados y ciegamente perseguidos, y que por consi
guiente estamos creando — mínimamente— una sobrecarga totalmente inma
nejable y siniestra. Lo más inquietante de las cinco tendencias antes referidas
es precisamente la confusión mental dentro de la que se producen. ¿Podemos
entender la política sin comprensión alguna de los riesgos y de los costes, del
gobierno por comité y del gobierno por mayoría, de la importancia de las di
mensiones y de la naturaleza de los resultados? No lo creo; sin embargo, poco
se dice o hace al respecto. Estamos empezando a darnos cuenta — en las demo
cracias prósperas— de que vivimos por encima de nuestras posibilidades. Pero,
igualmente, estamos — lo que es más grave— viviendo por encima y más allá
de nuestra inteligencia, por encima del entendimiento de lo que estamos ha
ciendo. Cuanto más nos comprometemos en reconstruir el cuerpo político, más
me asalta el sentimiento intranquilizador de que somos aprendices de brujo que
transformamos la política en un gigantesco juego de suma cero o de suma ne
gativa — un juego en el que estamos abocados a perder.
Gríoyanrn Saitorf
Notas
Introducción
* Politic without Romance, Viena, Physica Veriag, 1979. Incluido en El análisis econó
mico de lo político, edición y traducción de José Casas Pardo, © Instituto de Estudios Eco
nómicos, Madrid, 1984.
biar la forma de pensar de muchas personas. Si se me perm ite utilizar aquí la
manida expresión de Thomas Kuhn, creo que podemos decir que un viejo pa
radigma ha sido sustituido por otro nuevo. O, retrocediendo un poco más en el
tiempo y utilizando la metáfora de Nietzsche, ahora nosotros miramos algu
nos aspectos de nuestro mundo, y especialmente nuestro mundo de la políti
ca, a través de una ventana diferente.
El título principal que he dado a esta conferencia, «Política sin romanti
cismos», fue escogido por su precisión descriptiva. La teoría de la elección
pública ha sido el vehículo a través del cual un conjunto de ideas románticas e
ilusiones sobre el funcionamiento de los gobiernos y el comportamiento de
las personas que gobiernan ha sido sustituido por otro conjunto de ideas que
incorpora un mayor escepticismo sobre lo que los gobiernos pueden hacer y
sobre lo que los gobernantes harán, ideas que sin duda son más acordes con la
realidad política que todos nosotros podemos observar a nuestro alrededor.
He dicho a menudo que la elección pública ofrece una «teoría de los fallos del
sector público» que es totalm ente comparable a la «teoría de los fallos
del m ercado» que surgió de la economía del bienestar de los años treinta y
cuarenta. En aquel primer esfuerzo se demostró que el sistema de mercados
privados fallaba en ciertos aspectos al ser contrastado con los criterios ideales
de eficiencia en la asignación de los recursos y en la distribución de la renta.
En el esfuerzo posterior, en la elección pública, se demuestra que el sector pú
blico o la organización política falla en ciertos aspectos cuando se la contras
ta con la satisfacción de criterios ideales de eficiencia y equidad. Lo que ha
ocurrido es que hoy encontramos pocos estudiosos bien preparados que estén
dispuestos a intentar contrastar los mercados con modelos ideales. Ahora es
posible analizar la decisión sector privado-sector público que toda com uni
dad ha de tomar en términos más significativos, comparando los aspectos or
ganizativos de varias alternativas realistas.
Parece cosa de elemental sentido común com parar las instituciones tal
como cabe esperar que de hecho funcionen en lugar de comparar modelos ro
mánticos de cómo se podría esperar que tales instituciones funcionasen. Pero
este criterio tan simple y obvio desapareció de la conciencia culta del hombre
occidental durante más de un siglo. Tampoco puede en absoluto decirse que
esta idea sea aceptada hoy de forma general. Tenemos que admitir que la m ís
tica socialista de que el Estado, la política, consiguen alcanzar de alguna ma
nera el «bien público» trascendente pervive todavía entre nosotros bajo diver
sas formas. E incluso entre aquellos que rechazan tal mística hay muchos que
buscan incesantemente el ideal que resolverá el dilema de la política.
No quiero, sin embargo, dar la impresión, especialmente en esta primera
parte de mi conferencia, de que pongo demasiado énfasis en las implicacio
nes normativas de la teoría de la elección popular. Estas implicaciones pue
den sostenerse por sí mismas y se les puede perm itir que surjan tal como ellas
mismas lo hagan o dejen de hacerlo a partir del análisis positivo. La teoría de
la elección pública como tal es o puede ser una teoría completamente positi-
10, Política sin romanticismos
Definición
Permítaseme ahora ser algo más concreto e intentar definir con mayor preci
sión la teoría de la elección pública. Tal definición puede hacerse quizá de la
forma más clara por referencia a la teoría económica, aunque sólo sea porque
esta última es más conocida. ¿Qué es la teoría económica? Es un cuerpo de
análisis que ofrece una comprensión, una explicación del complejo proceso
de intercambio que llamamos «una economía». Es un cuerpo de análisis que
nos permite relacionar el comportamiento de los participantes individuales en
la actividad de mercado, ya sea como compradores, vendedores, inversores,
productores, empresarios, con los resultados que se obtienen para toda la co
munidad, resultados que no entran en los propósitos o en el conocimiento de
los participantes individualmente considerados (debo hacer notar aquí que
Austria tiene una tradición muy orgullosa e importante en el desarrollo de la
teoría económica tal como yo la he definido aquí, y puedo decir de paso que
uno de los avances más estimulantes y prometedores dentro de la economía en
los Estados Unidos hoy día está en el resurgimiento del interés por la «econo
mía austríaca», que se observa especialmente entre los jóvenes investigadores).
La teoría de la elección pública básicamente toma los instrumentos y los
métodos de aproximación que han sido desarrollados hasta niveles analíticos
bastante sofisticados en la teoría económica, y aplica estos instrum entos y
métodos al sector político y gubernamental, a la política, a la economía p ú
blica. Como ocurre en la teoría económica, el análisis intenta relacionar el
comportam iento de los actores individuales en el sector gubernam ental, es
decir, el comportamiento de las personas en sus distintas facetas como votan
tes, como candidatos a cargos públicos, como representantes elegidos, como
líderes o como miembros de los partidos políticos, como burócratas (todos
estos son roles de «elección pública»), con el conjunto de resultados que po
demos o podríamos observar. La teoría de la elección pública intenta ofrecer
una comprensión, una explicación de las complejas interacciones institucio
nales que tienen lugar dentro del sector político. Insisto aquí en la palabra
«complejas», ya que el contraste apropiado debe hacerse con el enfoque que
m odeliza el sector público como una especie de monolito, con una existencia
propia, de alguna form a separado y aparte de los individuos que realmente
participan en el proceso.
Individualismo metodológico
Intercambio político
Com parada con la política, la teoría económ ica es sencilla. El proceso del
«intercambio político» es necesariamente más complejo que el intercambio
económico a través de mercados estructurados, y ello por dos razones bastan
te diferentes. En prim er lugar, el «intercambio político» básico, el contrato
conceptual bajo el cual se establece el propio orden constitucional, debe pre
ceder a cualquier interacción económica significativa. El comercio ordenado
de bienes y servicios privados sólo puede tener lugar dentro de una estructura
legal definida que establezca los derechos de propiedad y de control de los in
dividuos sobre los recursos, que haga cumplir los contratos privados y que es
tablezca límites al ejercicio de los poderes gubernamentales. En segundo lu
gar, incluso dentro de un orden legal bien definido y en funcionamiento, el
«intercambio político» necesariamente involucra a todos los miembros de la
comunidad en cuestión, en lugar de a las dos partes contratantes que actúan
en el intercambio económ ico2.
Los dos niveles de «intercambio político» proporcionan una clasificación
un tanto natural para dos áreas de investigación separadas pero relacionadas,
las cuales caen dentro del campo de la elección pública. La primera área de
investigación puede denominarse «teoría económica de las instituciones»3.
Esta teoría tiene antecedentes históricos en la teoría del contrato social, y ha
adquirido una generalización filosófica m oderna en el trabajo de Rawls
(1971). La segunda área de investigación contiene la «teoría de las institucio
nes políticas» tal como se puede predecir que éstas funcionan dentro de una
estructura constitucional-legal. La materia incluye teorías sobre ias votacio
nes y sobre las reglas de votación, teorías de la competencia electoral y entre
partidos y teorías de la burocracia4.
Política postconstitucional
Sin embargo, tan pronto como vamos m ás allá del escenario de un sim ple
comité o de una reunión de los habitantes de una ciudad, es necesario tom ar
en consideración algo m ás que la respuesta pasiva de los proveedores en
cualquier teoría de la política que pretenda m odelizar la realidad. Incluso
en el simple paso de la dem ocracia de una reunión de los habitantes de una
ciudad a la dem ocracia representativa debemos introducir la posible diver-
• gencia entre los intereses del representante o agente que es elegido o nom
brado para actuar en nom bre del grupo y los intereses de los propios m iem
bros del grupo.
Es en este estadio cuando la com petencia electoral juega, como institu
ción, un papel que presenta ciertas semejanzas con el rol que desem peña la
com petencia del m ercado en la econom ía. En esta últim a, el principio de
la soberanía del consum idor prevalece si los vendedores son suficientem en
te competitivos. En el límite idealizado, ningún vendedor individual puede
ejercer poder alguno sobre los compradores. Pero, ¿en qué m edida genera
resultados com parables un sistema de com petencia electoral? ¿En qué m e
dida es la soberanía del votante análoga a la soberanía del consum idor?
Existen grandes diferencias que deben ser reconocidas, a pesar de las sim i
litudes subyacentes. Las personas o los partidos que buscan representar
los intereses de los votantes com piten por la aprobación o el favor de una
m anera bastante sim ilar a como lo hacen los vendedores de productos im
perfectamente competitivos de bienes y servicios. Pero la política difiere ca
tegóricam ente de los m ercados en que, en la com petencia política, se dan
conjuntos m utuam ente excluyentes de perdedores y ganadores. Sólo un
candidato o un partido gana; todos los demás pierden. Sólo un partido go
bierna. U na m anera de form ular esta diferencia básica estriba en decir que
en el intercam bio económ ico las decisiones son tom adas dentro de un m ar
gen, en térm inos de m ás o m enos, m ientras que en la política son tom adas
entre alternativas m utuam ente excluyentes, en térm inos de todo o nada. El
votante puede sentirse desilusionado cuando su candidato, o su partido, o su
propuesta de una política pierden, en un sentido que no es experim entado en
el intercam bio en el mercado.
Como máximo, la competencia electoral establece límites al ejercicio del
poder discrecional por parte de aquellos que han tenido éxito en conseguir ser
elegidos. Las perspectivas de la reelección tienden a m antener los intereses
de los políticos razonablemente próximos a los intereses del votante medio,
pero no existe nada que canalice los resultados hacia las necesidades de los
grupos de votantes no medios.
La teoría de La burocracia
Incluso si ignoramos las posibles divergencias entre los intereses de los repre
sentantes legislativos, como agentes elegidos de los votantes, y los in
tereses de los propios votantes, seguimos sin disponer de un modelo efectivo
sobre el gobierno, debido a que no hemos tenido en cuenta el comportamiento
de aquellas personas que aportan de hecho los bienes y servicios proporciona
dos a través del sector público o del gobierno. Los votantes eligen a los miem
bros de las legislaturas o parlamentos. Los miembros de las legislaturas, a
través de coaliciones o de partidos, seleccionan entre las varias alternativas u
opciones de las distintas políticas. Pero la implementación de las políticas, el
proceso real de gobernar, está en las manos de las personas que detentan pues
tos en la burocracia. ¿Cómo se comportan estas personas? ¿Cómo se reconci
lian los conflictos entre sus propios intereses y los de los votantes?
Los recientes desarrollos en la teoría de la elección pública han puesto de
m anifiesto los límites del control legislativo sobre los poderes discrecionales
de la burocracia. El gobierno m oderno es complejo y tiene muchas ram ifica
ciones y aspectos, tantos que sería imposible para los legisladores tomar más
que una pequeña fracción de todas las auténticas decisiones sobre políticas.
Es necesario otorgar a los burócratas un poder discrecional sobre amplias
áreas de decisión. M ás aun, la burocracia puede manipular el calendario de la
actividad legislativa con la finalidad de obtener resultados favorables a sus
propios intereses. La burocracia puede enfrentar a unos grupos de votantes
con otros, consiguiendo así que los presupuestos aumenten mucho más allá
de los límites plausibles de la eficiencia.
Los estudiosos de la elección pública muestran una tendencia creciente a
modelizar los gobiernos m ás en términos de monopolio que de competencia.
La competencia electoral es considerada cada vez más como una competen
cia entre monopolistas potenciales, todos los cuales están licitando por obte
ner una licencia en exclusiva, bajo el supuesto de que la maximización de los
beneficios caracteriza el com portam iento del licitante con éxito. A los go
biernos se les considera más como explotadores de los ciudadanos que como
los medios a través de los cuales los ciudadanos obtienen los bienes y servi
cios que pueden ser provistos de m ejor form a conjunta o colectivamente.
Tanto el análisis moderno como los datos empíricos observados sugieren que
los gobiernos están ciertamente fuera de control.
¿Pueden ponerse límites ai Leviatán?
nia, por un margen de dos a uno, rechazaron el crecimiento del gasto del go
bierno y de la presión fiscal. Este acontecimiento envió oleadas de estupor a
través del mundo occidental. Los Estados Unidos se ven ahora (1979) inun
dados con diversas propuestas, a todos los niveles gubernamentales, destina
das a lim itar la expansión de los poderes gubernamentales. «Poner bridas a
las pasiones del soberano»; este eslogan del siglo x v m ha vuelto a recuperar
su respetabilidad política.
He indicado que los desarrollos en la teoría de la elección pública pueden,
en alguna pequeña medida, haber ejercido una influencia en la génesis de este
cambio de actitudes hacia las burocracias, los políticos y el gobierno. Pero la
cuestión sigue siendo qué contribución podría hacer la teoría de la elección
pública ante el creciente mal funcionamiento de las instituciones políticas tra
dicionales. Es aquí donde la teoría económica de las constituciones, conside
rada más arriba como parte del análisis de la elección pública, se convierte en
el área de énfasis de mayor importancia relativa. Las sociedades occidentales
se enfrentan a una labor de reconstrucción; las instituciones políticas básicas
deben ser reexaminadas y reconstruidas de tal manera que se mantenga a los
gobiernos, al igual que a los ciudadanos, dentro de límites tolerables. Pero es
tamos acercándonos a un período en el que el diagnóstico crítico no es sufi
ciente. La crítica sola puede generar caos, ya sea bajo la forma de un colapso
gradual o de una violenta desorganización. La reform a reconstructiva de
nuestras instituciones puede ser realizada sin una revolución ni de la izquier
da ni de la derecha, pero esta senda hacia el futuro exige que el público llegue
a comprender tanto los límites del cambio como el valor del mismo. El fana
tismo en la causa de la antipolítica, del antigobierno, de los movimientos an-
tiínstitucionales puede degenerar en deslizamiento hacia el terror anarquista,
la jungla contra la que Hobbes nos previno a todos. Ciertam ente debemos
mantener el «milagro» del orden social claramente en nuestra mente mientras
buscamos los caminos y los medios de reformar las estructuras instituciona
les que parecen habérsenos ido de las manos. Creo que la teoría de la elección
pública ofrece un m arco analítico que nos perm ite analizar la reconstruc
ción auténtica de nuestras constituciones, reconstrucción que puede ser reali
zada sin grandes costes sociales.
Notas
1 Para una exposición anterior y organizada de modo distinto, véase Buchanan (1978).
Para un informe más técnico, véase Mueller (1976).
2 Para un desarrollo de la distinción entre intercambio político a los niveles constitu
cional y postconstitucional, véase Buchanan (1975).
3 El desarrollo de tal teoría constituye la principal finalidad del libro que escribí con
juntamente con Tullock. Véase Buchanan/Tullock (1962).
4 En la moderna teoría de la elección pública, la teoría de las regias de votación se ini
cia con Black (1958). La teoría de la competencia electoral o entre partidos procede en
gran medida del trabajo de Downs (1957). La teoría de la burocracia en su sentido moder
no fue desarrollada por primera vez en el trabajo de Tullock (1965).
5 «Las ordenaciones individuales muestran un solo tope» en la traducción de la expre
sión inglesa individual orderings are single-peaked. (N. del T.)
Bibliografía
¿Y qué tiene de malo la dem ocracia liberal? Una de las dificultades para
aceptar la democracia liberal es que los que cuestionan un consenso normal
mente adoptan las posturas más inteligentes, mientras que los que defienden
lo que se da por sentado se deslizan hacia argumentaciones de sentido común
y fracasan en su llamamiento intelectual. La confrontación secular entre el li
beralismo y sus críticos parece ejem plificar esta regla. En comparación con
las alternativas, la tradición liberal ha tenido un camino bastante fácil en las
democracias occidentales y, aunque sus exponentes más rigurosos pueden se
ñalar un montón de formas en las que la práctica es inferior a la teoría, el libe
ralismo generalmente ocupa en ellas el lugar central. Quizá por eso, algunas
veces sus partidarios han expuesto sus argumentos de la forma menos inspi
rada posible. Existen destellos de genialidad ocasionales que prestan a la tra
dición liberal el sabor de la gran teoría: el más reciente Fukuyama (1989), que
sitúa los éxitos políticos del liberalismo en un ambicioso marco de referencia
hegeliano y proclama como resultado el fin de la historia. Más a menudo, sin
embargo, el liberalism o obtiene su fuerza del hecho de que es común y de
que, por lo tanto, es lo que tiene más sentido.
Los que encuentran el liberalismo inadecuado han desarrollado poderosas
críticas de forma admirable, y a cualquiera con gusto por la discusión teórica
le ofrecen un menú considerablemente más satisfactorio. Prologando normal
Entre los temas que han surgido en la teoría feminista, el más provocador gira
en torno a la universalidad. Algunas de las recientes contribuciones ponen en
tela de juicio la noción de que la democracia signifique ser tratado igual, y
cuestionan la idea de que los ciudadanos deban dejar atrás sus cuerpos — por
tanto, sus yoes—- cuando entren en la arena pública. Como Carol Pateman,
Zillah Eisenstein, Iris Marión Young, entre otras, han expuesto, no hay indivi
duos de género neutro, y cuando los liberales tratan de ocuparse de nosotros
únicamente en nuestra capacidad como ciudadanos abstractos, no sólo están
ocultando diferencias de clase, sino las de sexo, que pueden ser incluso más
intransigentes. La democracia liberal quiere ignorar, y el republicanismo cí
vico trascender, todas las identidades y diferencias más locales; en realidad,
ambas tradiciones han insinuado el cuerpo y la identidad masculinas en sus
definiciones de la norma. Los demócratas liberales, en particular, creían que
habían extendido todos los derechos y las libertades necesarias a las mujeres
cuando les perm itieron votar en los mismos térm inos que a los hombres.
Pero, como incluso el más rudimentario de los indicadores (como el número
de mujeres en política) m ostrará, esto es sencillamente insuficiente. La de
m ocracia no puede estar por encima de la diferencia sexual tiene que recon-
ceptualizarse llevando en mente, de manera firme, la diferencia. Una implica-
ción.obvia es que la democracia tiene que tratar con nosotros, no sólo como
individuos, sino como grupos.
Creo que esto es cierto y que cualquier argumento en favor de una mejor
representación de las m ujeres en la política descansa en una visión de este
tipo. La composición de nuestras asambleas electas es importante porque la
gente no es toda igual, y el hecho de que esté tan sistemáticamente sesgada
hacia ciertas categorías y grupos es suficiente evidencia de ello. Cuando las
características de los elegidos se desvían en grado significativo de las del
electorado como un todo hay una razón evidente para decir que algo está mal.
Está claro que estas «características» han resultado ser relevantes y que algu
nos grupos se han vuelto más poderosos que el resto.
Hasta cierto punto, naturalm ente, m uchos liberales estarán dispuestos
a asentir. Los liberales llevan un buen registro en materia de discriminación
— a veces mejor que el de sus críticos más radicales— , y la mayoría expresará
su satisfacción cuando sean elegidas más mujeres o más personas de las m i
norías étnicas. Sin embargo, incluso los mejores liberales encuentran difícil
Asine Phillips
Vivimos en una sociedad de clases que también está estructurada por el género, lo que sig
nifica que los hombres y las mujeres sienten la clase de forma diferente y que las unidades
de clase potenciales están perturbadas por conflictos de género. Situando el énfasis en su
contrario: vivimos en un orden de género qtte también está estructurado por las clases, y
eso significa que las mujeres viven su condición de mujeres de forma diferente y que su
unidad como mujeres está continuamente perturbada por conflictos de clase. Introduzca
mos la raza para completar el triángulo y podremos ver lo compleja que se vuelve la geo
metría. Nadie es «sólo» un trabajador, «sólo» una mujer, «sólo» negro. La idea de que
nuestra política pueda reflejar sólo una de nuestras identidades parece implausible en su
forma extrema (1987a, p. 12)
Una de ias implicaciones de todo esto es que aunque un sistema que rei
vindica ser democrático tendría que ser capaz de asegurar que sus represen
tantes reflejaran la composición étnica y sexual de la población, no debería
admitir que se viera a éstos «representando» a su grupo étnico o a su sexo. Ya
expuse en el capítulo 3 que considerar que las mujeres representantes habla
ban sólo o principalmente para las mujeres podría ser profundamente antide
mocrático , especialmente cuando no hay mecanismos reales para determinar
qué es lo que apoyan sus «electores». Querría añadir ahora a esto que es de
m asiado restrictivo pensar que tanto los elegidos como los electores están
definidos por una única identidad, especialmente cuando ésta es una identi
dad que no especifica creencias particulares. Las feministas, sin duda, tienen
razón al defender que la gente no debería dejar atrás sus identidades sexuales
cuando suben a la escena política. Pero tampoco tendrían que definirse a sí
mismas únicamente por un solo criterio, en este caso el género.
El transcurso de la reunión
El último punto al que quiero referirme gira en torno a la tensión entre los in
tereses feministas y los republicanos. Las mujeres han reflexionado frecuen
temente sobre el espectáculo de una legislatura predom inantemente m asculi
na decidiendo si el aborto debería ser despenalizado, y han señalado con
cierta amargura que es la m ujer la que se queda embarazada y es una m ujer la
que tiene que cuidar del niño. De todas las cuestiones políticas en las que el
género es pertinente, ésta es la más llamativa, y la relativa exclusión de las
m ujeres del ámbito en el que se adoptan esas decisiones es un vergonzoso
ejemplo de lo poco democráticas que siguen siendo nuestras democracias. La
cuestión no es que los hombres se opongan al aborto y que las mujeres lo apo
yen: en Gran Bretaña, por ejemplo, hay muchos indicios que apuntan a que
las m ujeres están m ás preocupadas que los hom bres por el problem a de los
abortos tardíos, más interesadas en aumentar la protección de la madre frente
a la del feto y menos despreocupadas en relación con lo que el aborto implica.
Las experiencias del embarazo y la m aternidad generan un complejo y m ati
zado conjunto de actitudes, confirmación, si fuera necesaria alguna, de que a
esta experiencia se le debería otorgar un mayor peso.
El corolario, sin embargo, no es que los hombres no deberían tener una
opinión sobre el tema. Uno de los efectos colaterales más ambivalentes de los
últimos veinticinco años de actividad feminista es la autodegradación practi
cada a menudo por los hombres «comprensivos». Igual que los liberales blan
cos a veces deciden silenciarse a sí mismos en temas de raza y etnicidad, tam
bién los hombres progresistas en ocasiones renuncian a sus responsabilidades
en lo que ahora conciben como un asunto «de mujeres». Al aceptar la incon
gruencia en la legislación m asculina de temas como el aborto, el cuidado in
fantil o la discriminación positiva, podrían disculparse por sus suposiciones
previas y preguntar a las mujeres qué deberían hacer. Un problema relaciona
do con esto es que, como ya he expuesto, acepta con demasiada facilidad que
hay una postura de las mujeres; otra deficiencia más apremiante es que el es
cenario puede entonces quedar abandonado en manos de los menos reticentes
sobre su derecho a decidir.
Una última dificultad es la insinuación de que sólo los que tienen expe
riencia tienen algo legítimo que decir. Permítanme ofrecer un reciente ejem
plo de la política de ios Estados Unidos. Cuando al gobernador Mario Cuomo
se le desafió a que justificara su apoyo político al aborto a pesar de sus obje
ciones morales personales, señaló que «hay algo absurdo e incongruente en
el hecho de que los hombres hagan leyes sobre cosas que no pueden experi
mentar (el embarazo)» (citado en Wills, 1990). Como defiende Garry Wills,
estó choca con
los valores ciudadanos del republicanismo, en el que a todos los miembros de la comuni
dad se les invita a reflexionar conjuntamente sobre todas las cuestiones morales. En una
república no se afirma que sólo los militares pueden decidir sobre su papel en la vida pú
blica, que sólo los estamentos académicos pueden formular los temas educativos, que sólo
los creyentes pueden exponer las materias religiosas, etc. Cuomo parece estar adoptando
una postura progresista cuando se disculpa, como hombre, por hablar del aborto; pero no
es una postura republicana.
Cuestiones fundamentales
12. Democracia
y cultora cívica
Gabriel A, Almond:
La historia intelectual
del concepto d e cultura cívica *
Nociones preliminares
* The Civic Culture Revisited, pp. 1-35 © 1991 Sage Publications, Newbury Park. Reim
preso con permiso de Sage Publications. Traducción de José Antonio de Gabriel Pérez.
—los Eumolpidas y los Butadas, la gens Claudia y la Julia— disponen cada
una de sus deidades fundadoras, sus fuegos sagrados y sus propensiones civi-
co-políticas2.
En el Israel de los Reyes, se hallaban en conflicto al menos cuatro cultu
ras políticas de las elites: la corte real, relativamente cosmopolita y compro
metida con los asuntos de la guerra y la diplomacia, enfrentada a los profetas
y sus partidarios, volcados éstos en la defensa y en el cuidado de las revela
ciones y la Alianza del Sinaí; y el clero de Jerusalén y los funcionarios del
Templo, enfrentados con los jefes supervivientes del culto local de los «altos
lugares».
La noción de cambio en la cultura política es uno de los temas más rele
vantes de la literatura clásica. Cada ciudad-Estado griega tenía memoria de
un pasado austero, cortado por el patrón de un Solón o de un Licurgo, como
referencia para valorar el presente corrupto. Por su parte, tanto el viejo co
mo el joven Catón eran entusiastas de las virtudes frugales, militares y cívicas
de la primera república romana. Los griegos tenían una teoría cíclica del cam
bio político y explicaban el nacimiento y la corrupción de las formas políticas
en términos sociopsicológicos3.
En parte alguna encontramos una afirmación más enérgica de la impor
tancia de la cultura política que en La República de Platón, cuando sostiene:
«¿Y sabes — dije yo— que es forzoso que existan también tantas especies de
caracteres humanos como formas de gobierno? ¿O crees que los gobiernos
nacen acaso de una encina o de alguna piedra y no de los caracteres que se
dan en las ciudades, los cuales, al inclinarse, por así decirlo, en una dirección
arrastran tras de sí a todo lo demás?». Habla de sistemas políticos y de hom
bres aristocráticos, timocráticos, oligárquicos y democráticos, haciendo de
rivar las características estructurales y de funcionamiento de los sistemas
políticos de los valores, actitudes y experiencias de socialización de los hom
bres. Explica las cualidades de los sistemas políticos aristocrático, oligárqui
co y democrático por los tipos de carácter que prevalecen en ellos, que vienen
a su vez explicados por las típicas constelaciones familiares integradas por
padres cultos sedientos de gloria o de dinero, madres dominantes, dóciles o
quejumbrosas, etc., de un modo que seguramente intrigaría, si no incomoda
ría, a nuestros modernos psicohistoriadores. Y, al subrayar la importancia de
la cultura política. Platón hace recaer un enorme peso, tanto en ¿ a República
como en Las leves. sobre la socialización política. «De todos los animales, el
niño es el más difícil de controlar, en la medida en que la fuente de la razón no
está aún regulada en él; es el más insidioso, el de ingenio más agudo y el más
insubordinado de los animales. De ahí que necesite ser sujetado con muchas
bridas.» 4 Madres y niñeras, padres, tutores y agentes políticos tienen la obli
gación de guiar y forzar a ese incorregible animal por el camino de la virtud
cívica. El último libro de la Política de Aristóteles, seguramente un fragmen
to, está dedicado a la educación. Cuenta Plutarco cómo Licurgo construía el
carácter espartano desde el momento del nacimiento, aconsejando a las ma
dres bañar a los recién nacidos no en agua, sino en vino, con el fin de templar
sus cuerpos. Las niñeras «no usaban correas; los niños crecían libres y sin que
se constriñeran sus miembros ni su forma; ni remilgados ni caprichosos con
la comida; ni temerosos de la oscuridad ni de la soledad; sin irritarse, ni llorar,
ni estar de mal humor»5.
Aristóteles es un estudioso de la cultura política más moderno y científi
co que Platón, puesto que no se limita a atribuir importancia a las variables de
la cultura política, sino que además trata explícitamente su relación con las
variables de estratificación social, por una parte, y con las variables estructu
ral y performativa, por otra. Argumenta que la mejor forma de gobierno al-
canzable es la forma mixta en una sociedad en la que predominan las clases
medias. La forma mixta de gobierno es aquella organizada sobre principios
tanto oligárquicos como democráticos, otorgando de este modo alguna repre
sentación en el gobierno tanto a los ricos y a los bien nacidos como a los po
bres y plebeyos. Este tipo de gobierno puede surgir y funcionar mejor cuando
la riqueza está ampliamente distribuida y cuando quien imprime su carácter
al Estado es una extensa clase media:
Sin embargo, puesto que se reconoce que lo moderado es lo mejor y lo intermedio, obvia
mente, también en el caso de los bienes de fortuna, la propiedad intermedia es la mejor de
todas, ya que es lamas fácil de someterse a la razón [...]. Asimismo, la clase media es la que
menos rehuye los cargos y la que menos los ambiciona, actitudes ambas fatales para las ciu
dades. Además de esto, los que tienen demasiados bienes de fortuna, vigor, riqueza, amigos
y otros similares ni quieren ni saben ser gobernados (y esto les ocurre ya desde la infancia
en el seno de la familia; pues debido al lujo, ni siquiera en las escuelas tienen la costumbre
de someterse), y los que carecen excesivamente de éstos son demasiado humildes.
de ley más importante que la ley propiamente dicha., un tipo de lev que «no se
dadanos; que forma la verdadera constitución del Estado; que adquiere todos
los días nuevas fuerzas; que cuando las demás leyes envejecen o se extingen,
las reanima o las suple, conserva un pueblo en el espíritu de su institución y
sustituye insensiblemente la fuerza del hábito por la de la autoridad. Hablo'de
las costumbres, de los usos y sobre todo de la opinión»11.
El análisis de Tocqueville de la democracia americana y de los orí gene s
de la Revolución francesa están entre los más sofisticados estudios de ambos
temas. En La democracia en América subraya que:
Ya he dicho [...] que consideraba a las costumbres como una de las grandes causas genera
les a las que es atribuible el mantenimiento de la república democrática en los Estados
Unidos. Doy aquí a la expresión costumbres el sentido que adjudicaban los antiguos a la
palabra mores; no sólo la aplico a las costumbres propiamente dichas, que podrían llamar
se hábitos del corazón, sino a las diferentes nociones que poseen los hombres, a las diver
sas opiniones que tienen crédito entre ellos y al conjunto de ideas que forman los hábitos
del espirita. Entiendo, pues, por esta palabra, todo estado moral e intelectual de un .pue
b lo 12.
Pero, como ha sido tan frecuente en la historia del trabajo científico, fue la in
vención de una nueva tecnología de investigación lo que actuó como agente
catalítico de la conceptualización e investigación que tuvo lugar en los años
sesenta. El fracaso cada vez más evidente de las expectativas ilustradas y la
incapacidad para explicar la variedad de los fenómenos políticos de la políti
ca comparada basada en aquellas expectativas nos ayudan a entender las mo
tivaciones de los científicos sociales que contribuían a la investigación de la
■cultura política; al mismo tiempo, el desarrollo de una teoría antropológica,
sociológica y psicológica más compleja y sofisticada podría explicar parcial
mente la mayor posibilidad de desarrollar un análisis más eficaz con modelos
de política y sus explicaciones. Pero el estímulo más inmediato y poderoso
fue el desarrollo de una metodología de investigación basada en la obser
vación. Ahora era al fin posible establecer si existían en realidad «marcas»
nacionales y diferentes caracteres nacionales; si las naciones estaban dividi
das en distintas subculturas; si las clases sociales, los grupos funcionales y las
elites específicas tenían orientaciones distintivas hacia la política y las políti
cas públicas y qué papel desempeñaban qué agentes de socialización en el de
sarrollo de esas orientaciones. El desarrollo del análisis estadístico facilitó el
establecimiento de los patrones de interacción entre las actitudes, las relacio
nes entre las variables demográfica y socioestructural y las variables actitu-
dinales y las relaciones entre las variables actitudinales y el comportamiento
social y político43.
Esta revolución en la tecnología de investigación de la ciencia social te
nía básicamente cuatro componentes: (1) el desarrollo de métodos de mues-
treo cada vez más precisos, haciendo posible la recopilación de datos repre
sentativos de amplias poblaciones; (2) la creciente sofisticación de los
métodos de entrevista para asegurar una mayor fiabilidad de los datos obte
nidos; (3) el desarrollo de técnicas de puntuación y escalonamiento, posibili
tando la selección y organización de las respuestas en dimensiones homogé
neas para relacionarlas con variables teóricas; y (4) la creciente sofisticación
de íos métodos de análisis e inferencia estadísticos, pasando de la simple es
tadística descriptiva a la regresión bivariable y multivariable y al path analy-
sis de las relaciones entre las variables contextual, actitudinal y de comporta
miento.
El desarrollo de la investigación basada en la observación proporcionó a
la política una serie de instrumentos que nos permiten ir más alia de las infe
rencias relativamente inespecíficas y especulativas acerca de las propensio
nes psicológicas basadas en el contenido de comunicaciones, materiales clí
nicos o tendencias de comportamiento. Seguramente, los datos obtenidos
por la investigación basada en la observación fueron creados por los instru
mentos y los procedimientos del investigador, por las preguntas formuladas
a los encuestados, por los criterios de su muestreo y por sus técnicas de análi
sis e inferencia. A medida que se acumula la experiencia de los estudios elec
torales, actitudinales y de mercado, aquellas fuentes de error quedan sujetas
a un gran control, aunque, seguramente, nunca podrán ser completamente
eliminadas.
El modelo de La cultura cívica
El hombre de leyes pertenece al pueblo por interés y por nacimiento, y a la aristocracia por
sus hábitos e inclinaciones; es como un lazo natural entre ambas clases, como el anillo que
las une. El cuerpo de los legistas forma hoy el único elemento aristocrático que puede con
vivir sin esfuerzo con los elementos naturales de la democracia y combinarse con ellos de
manera feliz y duradera Los hombres que han realizado un especial estudio del dere
cho desarrollan a partir de esa ocupación ciertos hábitos de orden, un gusto por las forma
lidades y una especie de visión instintiva de la conexión regular entre las ideas, que natu
ralmente les vuelve muy hostiles al espíritu revolucionario y a las irreflexivas pasiones de
las masas46.
Este estudio reciente de las culturas políticas comunistas revela que exis
ten dos culturas de partido -—una que aspira a la creación de un «nuevo hom
bre socialista, y un tácito «código operativo» formado por las reglas de traba
jo y las creencias efectivas del sistema. En la cuestión central del éxito o
fracaso del masivo esfuerzo comunista por transformar las actitudes políticas
en los siete países incluidos en el estudio (URSS, Yugoslavia, Polonia, Hun
gría, Checoslovaquia, China y Cuba), los investigadores que examinaron da
tos manifiestamente inadecuados sobre las actitudes políticas llegaron a las
siguientes conclusiones aproximativas:
Notas
23 ]-jerman Finer, Theory and Practice o f M odern Government, Nueva York, Henry
Holt and Company, 1932.
24 Cari J. Friedrich, Constitutional Government and Politics, Nueva York, Harper &
Row, 1937,p. xvi.
25 André Siegfried, France: A Study in N ationality, New Haven, Yale Univ. Press,
1930; Salvador de Madariaga, English'men, Frenchmen, Spaniards, Londres, OUP, 1928; y
TheAm ericans, Londres, OUP, 1930.
26 Henri de Saint-Simon, Reorganización de la sociedad europea, Centro de Estudios
Constitucionales, 1975.
27 Raymond Aron, M ain Currents in Sociological Thought, vol. 1, Nueva York, Basic
Books, 1965.
28 Shlomo Avineri, The Social and Political Thougt oj'Karl M arx, Cambridge, CUP,
1968, pp. 220 y ss. [ed. cast.: E l pensam iento social y político de Carlos M arx, Madrid,
Centro de Estudios Constitucionales, 1983],
29 Harry Alpert, E m ile Durkheim and flis Society, Nueva York, Russell Se Russell,
1961.
30 Vilfredo Pareto, Escritos sociológicos, op. cit.
31 Max Weber, Gesammelte Aufsatze zur Religionsoziologie, Tübingen, J. C. B. Mohr,
1925 [ed. cast.; Ensayos sobre sociología de la religión, 2 vols,. Madrid, Tauros, 1987.
32 Max Weber, W irtschaf und Gesellschaft, Tübingen, J. C. B, Mohr, 1925, 3.a parte,
[ed. cast.: Economía y sociedad, México. FCE].
33 Talcott Parsons y E. A. Shils, Toward a General Theory o f Action, Cambridge,
Mass., Harvard Univ. Press, í 951.
34 Gordon W. AUport, «The Historical Background o f Modern Social Psychology»,
en Lindzey y Aronson (eds.), The H andbook o f Social Psichology, 2.a ed., Reading, Mass.,
Addison-Wesley, 1968,1: 56 y ss.
35 T. W, Adorno, Elsa Frenkel-Brunswick, Nevitt Sanford y Daniel Levinsen, The Au-
thoritañan Personality, New York, Harper & Row, 1950.
36 Samuel Stouffer y otros, The American Soldier, vols. I y 2, Princeton, N. X, Prince-
ton Univ. Press, 1949; Cari J. Hovland y otros, Experiments in M ass Coinmunicaiion, Prin
ceton, N. X, Princeton Univ. Press, 1949.
37 Paul Lazarsfeld y otros, The People ’s Choice, Nueva York, John Wiley and Sons,
1960; Bernard Berelson y oíros, Voting, Chicago, University o f Chicago Press, 1954.
38 Samuel Stouffer, Communism, Conformity and Civil Liberties, Gloucester, Mass.,
Smith, 1955; Kurt Levin, Field Theory in Social Science, Londres, Tavistock, 1963; León
Festinger, A Theory of'Cognitive Disso nance, Nueva York, Harper and Row, 1957; Milton
Rokeach, The Open and C iosed M iné, Nueva York, Basic Books, 1960; M. B rew ster
Smith, Jerome S. Bruner y R. W. White, Opinions and Personality, Nueva York, John Wi
ley and Sons, 1956.
39 Véase, por ejemplo, su E l malestar en la cultura y otros ensayos, Madrid, Alianza
Editorial, 1998.
40 B. Malinowski, Sex and Repression in Savage Society, Nueva York, Harcourt Bra-
ce, 1927; Margaret Mead, Corning o f Age in Samoa, Nueva York, William Morrow, 1928;
Ruth Benedict, Patterns o f Culture, Boston, Hougthon Mifílin, 1934; Haroid Lassweli,
Psichopathology and Politics, Chicago, Univ. o f Chicago Press, í 930.
41 Ejemplos de esta literatura son Bertram Schaffner, Fatherland: A Study oj'Authori-
tarianism in the Germán Fam ily, Nueva York, Coíumbia Univ. Press, 1948; Margaret
Mead, Soviet Altitudes Toward Authority, Nueva York, McGraw-Hill, 1951; Geoffrey Go~
rer, Exploring English Character, Nueva York, Criterion Books, 1955; Rhoda Metraux y
Margaret Mead, Themes in French Culture, Stanford, California, Stanford Univ. Press,
1954; Ruth Benedict, The Chrysanthem um and the Sword, Boston, Houghton Mifflin,
1946; Margaret Mead¡A ndK eep Your Powder Dry, Nueva York, Morrow, 1950.
42 Abram Kardiner, The Psichological Frontiers o f Society, Nueva York, Columbia
University Press, 1945; Ralph Linton, The Cultural Background o f Personality, Nueva
York, Appleton Century Crofts, 1945; Alex Inkeles y Daniel Levinson, «National Charac
ter: The Study of Modal Personality and Socio Cultural Systems», en Lindzey y Aronson,
Handbook, vol. 4; Alex Inkeles, «National Character and Modern Political Systems», en
Franklin L. K. Hsu ( e d Psichological Anthropology, Homewood, 111., Dorsey Press, 1961.
43 Para un debate general sobre la Survey Research en el estudio de la política, véase
Richard W. Boyd y Herberí Hyman, «Survey Research», en Greenstein y Polsby (eds.),
H andbook o f Political Science, Reading, Mass., Addison Wesley, 1975, pp. 265 y ss.
44 Polibio, H istorias, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1982;
M. T. Cicerón, D e la República, Madrid, Aguilar, 1979.
45 Alexis de Tocqueville, El antiguo régimen y la revolución, op. cit.
46 Alexis de Tocqueville, La democracia en Am érica, vol. 2, pp. 251 y ss.
47 íb id , p.292.
4S Ib id , p. 276 y ss.
49 Dennis Thompson, John Stuart M ili and the Representative Government, Prince
ton, N.J., Princeton Univ. Press, 1977.
50 A. V. Dicey, Law and Public O pinión, p. 427.
5! Walter Bagehot, Physics and Politics, Nueva York, Colonial Press, 1899, pp. 239
y ss.
52 Walter Bagehot, The English Constitution, Ithaca, N. Y., Coraell Univ. Press, 1966,
pp. 239 y ss.
33 Véase, entre otros, Emil Lederer, The State o fth e Masses, Nueva York,W. W.Nor
ton, 1940; Hannah Arendt, The Origins o f 7otalitaríanism, Nueva York, MeridianBooks,
1951 [ed. cast.: Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alianza Editorial], William Korn-
hauser, The Politics ofM ass Society, Glencoe, The Free Press, 1959; Erich Fromm, Escape
from Freedom, Nueva York, Holt, 1951 [ed. cast.: E l miedo a la libertad, México].
54 Véase, entre otros, David Traman, The Governmental Process, Nueva York, Alfred
a. Knopf, 1955; Robert F. Lañe, Political Life, Glencoe, The Free Press, 1959; Edward
C. Banfield, The M oral Basis o fa Backward Society, Glencoe, The Free Press, 1958.
55 Joseph A. Schumpeter, Capitalism, Socialism and D em ocracy, Nueva York, Har-
per & Row, 1942, pp. 289-96 [ed. cast., Capitalismo, socialismo y democracia, Madrid,
Aguilar],
56 G. A. Almond y Sidney Verba, The Civic Culture, Princeton, N. I , Princeton Univ.
Press, 1963, pp. 379 y ss.
57 Herbert H. Hyman, The Enduring Effects o f E ducation, Chicago, Univ. o f Chicago
Press, 1975.
58 G. A. Almond y Sydney Verba, Civic Culture, cap. 11.
59 Ibid, caps. 1 y 15.
60 Ibid., cap. 1 2 .
61 Una revisión de nuestros datos sugirió que la implicación en las organizaciones era
el más poderoso indicador para la previsión de todas las variables asociadas a la participa
ción. Véase Norman Nie y otros, «Social Structure and Participation», Am erican Political
Science Review, junio y septiembre, 1969.
62 Almond y Verba, The Civic Culture, pp. 231 y ss.
63 G. A. Almond, PoliticalD evelopm ent, Boston, Little, Brown, 1970, pp. 35 y ss,
64 La formulación más reciente de Samuel Beers, que elabora sus punios de vista plan
teados por vez primera en Patterns o f Government, puede encontrarse en S. Beer y Adam
Ulam (eds.), Patterns o f Government, 3.a ed., parte 1, Nueva York, Random House, 1974.
65 Almond y Verba, Civic Culture, cap. 1.
66 Lucían Pye y Sidney Verba, Political Culture and Political Development, Princeton
N. I , Princeton Univ. Press, 1966, cap. 1.
67 Ibid., cap. 12.
68 Robert A. Dahl, Political Oppositions in Western Democracies, N ew Haven, Vale
Univ. Press, 1966, pp. 352 y ss.
69 David Easton, A System A na/y sis o f Political L ife, Nueva York, John W iley and
Sons, 1965.
70 Philip Coverse, «The Nature ofM ass B elief Systems», en David Apter (ed.), Idéa
log y andD iscontent, Nueva York, The Free Press, 1964.
7[ Véase también Donald Devine, The Political Culture o fth e United States, Boston,
Little, Brown, 1972.
72 Brian M. Barry, Soáologists, Econom ists and Democracy, Londres, Collier-Mac-
millan, 1970, pp. 48 y ss.
73 Richard Fagen, The Transfbrmation o f Political Culture in Cuba, Síanford, Calif.,
Stanford Univ. Press, 1961, cap. 1; para Tucker, véase Robert C. Tucker, «Culture, Political
Culture and Communist Society», Political Science Quaterly, junio 1973, pp. 173-90.
74 Almond y Verba, Civic Culture, caps. 1 y 15.
75 Ibid., cap. 1 2 .
76 Ronald Rugowsld,v4 R ational Theory o f Legitim acy, Princeton, N. J., Princeton
Univ. Press, 1976.
77 Archie Brown y Jack Gray, Polical Culture and Political Change in Communist Sta
tes, Nueva York, Holmes & Meier, 1977, p. 12. Las contribuciones de diversos países a
este simposio hacen referencia a la literatura descriptiva de los modelos de cultura política
en los países comunistas, China y Cuba incluidas. Parte de esta literatura es de carácter
teórico, y parte recoge investigación empírica sobre los modelos de cultura política. Es in
teresante que el concepto haya sido generalmente aceptado en los países de Europa del
Este, en los que tiende a legitimar la autonomía nacional y étnica. Para hallar referencias a
la cultura política en la literatura soviética y del este de Europa, véase la contribución de
Jerzy Wiatr al presente volumen y las extensas citas bibliográficas en Brown y Gray, Poli
tical Culture. También, los Papers presentados en la mesa redonda sobre cultura política
celebrada bajo los auspicios de la IPSA en Cracovia, Polonia, en septiembre de 1977, en
particular, Stane Juznic, Typoíogy o f Political Culture; loan Ceterchi y Ovidiu Trasnea,
The Concept «Culture» in Legal Theory and In Political Science; y Marek Sobolewski,
The Postulütive M odel o f the Socialist Political Culture in Poland.
78 Brown y Gray, Political Culture, pp. 270-71.
79 Ibid.
m Ibid., p. 271.
81 Ibid., p. 272.
82 Véase Almond y Verba, C m c Culture, pp. 379 y ss., y Herbert Hyman, The Endu-
ringE ffects ofEducation, Chicago, Univ. o f Chicago Press, 1975.
13. Democracia y sociedad
ovil
Michael Walzer:
Quisiera empezar por lo que a mí me resulta más familiar: las dos respuestas
brindadas por la izquierda. Según la primera de ellas, el lugar en el que prefe
rentemente se desarrolla la vida buena es la comunidad política, el Estado de
mocrático en cuyo seno podemos ser ciudadanos. En él asumimos libremente
compromisos y, como miembros, participamos en la toma de decisiones.
Desde este punto de vista, ser un ciudadano es lo mejor que se puede ser. Vi
vir bien es ser políticamente activo, trabajar con los demás ciudadanos, deter
minar de forma colectiva nuestro destino común. Todo ello no para lograr
esto o aquello, sino por la tarea en sí; una tarea a través de la cual podemos
expresar nuestras más elevadas capacidades como agentes racionales y mo
rales. Como mejor nos conocemos a nosotros mismos es como personas que 1
proponen, debaten y deciden.
Esta idea se remonta a los griegos, pero, probablemente, reconozcamos
más fácilmente sus versiones neoclásicas. Me refiero a las ideas de Rousseau
o, mejor, a las interpretaciones estándar que la izquierda ha hecho de dichas
ideas. Su concepción de la ciudadanía como una forma de acción moral,
constituye una de las fuentes básicas del idealismo democrático. Esto se apre
cia en la obra de un liberal como John Stuart M ili en cuyos escritos se plasma
una inesperada defensa del sindicalismo (lo que actualmente se denomina
«control ejercido por los trabajadores») y, de forma más general, de la social-
democracia. Surgió entre los demócratas radicales de los siglos x ix y x x . a
menudo con un cierto sesgo populista. Desempeñó un papel importante en las
reiteradas demandas de inclusión social postuladas por mujeres, trabajadores,
negros e inmigrantes, que basaban sus exigencias en su capacidad como
agentes políticos. Y esta misma idea neoclásica de ciudadanía resurgió en los
a.ños..sesenta en el ámbito de las teorías participativas de la nueva izquierda.
Sin embargo, en este caso, como sucede a menudo cuando se retoman teorías
clásicas, se le dio un giro muy teórico que no tuvo gran resonancia local.
Hoy en día, quizá como consecuencia de los desastres políticos de finales
de los sesenta, los «comunitaristas» estadounidenses intentan dotar al idea
lismo rousseauniano de un referente histórico, centrándose en la República
americana de los primeros tiempos y hablando de la necesidad de renovar la
virtud cívica. PrescribenJ a ciudadanía como antídoto contra la fragmenta
ción de las sociedades actuales, ya que estos teóricos, al igual que Rousseau, >
no conceden valor alguno a lo fragmentado. En sus manos, el republicanismo i
sigue siendo un credo simplificador Si la política es lo más elevado, debemos j
alejarnos de cualquier otra actividad (o toda otra actividad debe ser redefinida
en términos políticos). Nuestras energías deben canalizarse hacia la formula
ción de políticas y hacia la toma de decisiones en el seno del Estado demo
crático.
No me cabe duda de que la imagen del ciudadano activo y comprometido
resulta muy atractiva, incluso aunque íos activistas reales que encontramos
portando pancartas y gritando eslóganes no io sean tanto. La crítica más agu
da que se puede hacer a esta primera respuesta a la pregunta sobre 1a vida bue-
na no es que la vida que se nos describe no sea buena sino que no refleja la
«vida real» de mucha gente en el mundo moderno. Esto es así en dos senti
dos. En primer lugar, si bien el poder del Estado democrático se ha visto nota
blemente ampliado, en parte (y eso está bien) como respuesta a las demandas
formuladas por ciudadanos comprometidos, aún no se puede decir que el Es
tado esté totalmente en manos de los ciudadanos que lo componen. Cuanto
mayor se hace, más constriñe a las asociaciones menores que aún se hallan
sujetas a control. En algunos aspectos significativos, el poder del demos re
sulta ilusorio. La participación de los hombres y mujeres corrientes en las ac
tividades del Estado (a no ser que se trate de funcionarios o empleados públi
cos) a menudo no se concibe más que como algo que hacen otros. Incluso los
militantes de partidos políticos tienden más a discutir y a quejarse que a deci
dir realmente.
En segundo lugar, al margen de la fuerza de la ideología republicana, la
política sólo muy raramente llama la atención de aquellos ciudadanos que se
supone son los auténticos protagonistas. Tienen demasiadas cosas de las que
ocuparse. Fundamentalmente deben ganarse la vida. Se hallan más compro
metidos en ei terreno económico que con la comunidad política. Teóricos re
publicanos (como Hannah Arendt) entienden que este tipo de compromiso no
supone más que una amenaza para la virtud cívica. Según ellos, la actividad
económica pertenece ai ámbito de la necesidad, y la política, al ámbito de la
libertad. Lo ideal sería que los ciudadanos no tuvieran que trabajar. Deberían
ser servidos por máquinas, ya que no por esclavos, de modo que pudieran
acudir a las asambleas y discutir con sus iguales los asuntos de Estado. Sin
embargo, en la práctica, sí bien el trabajo empieza siendo una necesidad, aca
ba cobrando un valor propio. Esto se expresa en la entrega a una carrera, en el
orgullo que se experimenta ante un trabajo bien hecho o en el sentimiento de
camaradería que surge en el lugar de trabajo. Todos estos valores ocupan su
lugar junto a los valores propios de la ciudadanía.
En el caso de la segunda de las posturas adoptadas por la izquierda, en lo
que al mejor marco para la vida buena respecta, se percibe un alejamiento
del ámbito de la política republicana. En este caso, la idea central es la de la
actividad económica. Podemos considerar esta postura la respuesta socialis
ta a las preguntas que formulaba al principio. La defiende Marx y también
los socialistas utópicos que él pretendía superar. Para Marx, el marco en el
que debe desarrollarse la vida buena es el del cooperativismo económico,
en_elq.ue todos podemos ser productores, artistas (Marx era un romántico),
inventores y artesanos (lo cual no parece cuadrar bien con los trabajadores
de las cadenas de montaje). De nuevo se afirma que esto es lo mejor que se
puede ser. La imagen esbozada por Marx es la de hombres y mujeres creati
vos que producen objetos bellos a la par que útiles que surgen no porque se
desee construir tal o cual objeto, sino por el placer de la creatividad en sí
misma, la máxima expresión de nuestra especie, del homo faber, del hom
bre productor.
Desde este punto de vista, el Estado debe ser gobernado de forma que se
garantice la libre productividad. No importa quién lo dirija mientras se apli
que a la consecución de este objetivo y lo haga de forma racional. Su labor es
técnicamente importante pero no interesante desde el punto de vista sustan
cial. Una vez alcanzada la libre producción, la política debe dejar de intere
sar. Mientras tanto, en el aquí y ahora marxistas, el conflicto político debe en
tenderse como la representación superestructural del conflicto económico, y
la democracia se valora, básicamente, porque permite a los movimientos
y partidos socialistas organizarse con vistas a la victoria. Tiene, por tanto, un
valor instrumental e históricamente específico. El Estado democrático es el
mejor escenario posible, no para el desarrollo de la vida buena, sino para lle
var a cabo la lucha de clases. Lo que se persigue con esta lucha es ganar, y la
victoria supone el fin de la instrumentalidad democrática. La democracia no
tiene un valor intrínseco; no hay razón alguna para pensar que la política pue
da tener, para criaturas como nosotros, un atractivo permanente. Cuando to
dos nos dediquemos a la actividad productiva, desaparecerán las divisiones
sociales y los conflictos que éstas generan. El Estado, según una famosa ex
presión de antaño, «se extinguirá».
Si alguna vez esta idea llegara a hacerse realidad, lo que desaparecería se
ría la política. Seguiría siendo necesaria la existencia de algún tipo de agencia
administrativa que coordinara la economía, y sólo los marxistas se llaman a
engaño cuando se niegan a llamar a esta agencia Estado. Marx escribió en La
ideología alemana: «La sociedad regula la producción general y hace así po
sible que yo haga un día una cosa y al siguiente otra». Puesto que esta regula
ción no es de carácter político, los ciudadanos se ven liberados de las cargas
de la ciudadanía, se centran en las cosas que crean y en las relaciones de coo
peración que establecen. Lo que a mí, y probablemente a la mayoría de los
lectores de Marx, no nos queda claro es cómo uno puede hacer exactamente
lo que le apetece y, a la vez, trabajar con otras personas. En el texto se sugiere
una fe extraordinaria en la virtud de los que asumen la tarea de regular el sis
tema. No creo que hoy en día nadie comparta ya esta fe, pero debe ser algo
parecido lo que ayude a explicar la tendencia por parte de algunos izquierdis
tas a considerar incluso al Estado liberal-democrático como un obstáculo
que, según la peor de las jergas actuales, debe ser «aniquilado».
La seriedad de la intención antipolítica marxista se ilustra perfectamente
recordando el desagrado que producía a Marx el sindicalismo. Lo que los sin
dicalistas proponían era una amalgama entre las dos respuestas que hemos
dado hasta ahora a la pregunta sobre la vida buena. Para ellos, el marco ideal
lo constituye la fábrica controlada por los mismos trabajadores, donde hom
bres y mujeres puedan ser, a la vez, ciudadanos y productores, tomando deci
siones y produciendo cosas. Aparentemente, Marx entendía que esto era una
combinación imposible. Las fábricas no podrían ser a la vez democráticas y
productivas. Éste es el tema tratado por Engels en su pequeño ensayo sobre la
autoridad, que, en mi opinión, refleja asimismo la postura de Marx. El auto
gobierno en el lugar de trabajo ponía en tela de juicio la legitimidad de la «re
gulación social» o planificación estatal que, según Marx, era el único medio
de permitir que los trabajadores se dedicaran, libres de distracciones, a su tra
bajo.
Sin embargo, esta visión de la economía cooperativa se basa en una pre
misa increíble, la existencia de una regulación estatal no política en la que no
se da el,conflicto:, «la administración de las cgsas». En todas las experiencias
socialistas reales, el Estado ha ocupado rápidamente un lugar central, y la ma
yoría de los socialistas (al menos, en Occidente) han debido hacer su propia
reformulación usando tanto la primera como la segunda de las respuestas que
hemos dado. Se llaman a sí mismos socialdemócratas, y se ocupan del Estado
tanto como de la economía (de hecho, probablemente, bastante más de esta
última). Hablan de dos escenarios preferentes para el desarrollo de la vida
buena. Supongo que esto es un progreso, dado que dos siempre es mejor que
uno. Pero antes de pasar a describir lo que creo que puede ser una evolución
progresista, debo aludir ajd qsjrgs puestas ideológicas más a la pregunta por
Ja vida ■buena: una capitalista y la otra de corte nacionalista. Porque no hay
ninguna razón para pensar que sea sólo la izquierda la que prefiere la singula
ridad.
Según la tercera de las respuestas que se nos brinda, el marco preferible para
el, desarrollo de la vida buena es el mercado, en el seno del cual los indivi
duos, hombres y mujeres, consumidores más que productores, elijen entre el
mavor número de opciones posibles. Lo mejor que se puede ser es un indivi
duo autónomo, que elige entre sus posibilidades. Vivir bien no significa to
mar decisiones políticas o crear objetos bellos, sino realizar elecciones per
sonales. Ninguna elección en concreto, porque ninguna es esencialmente
mejor que otra: es la actividad misma de elegir la que nos convierte en autó
nomos. Y el mercado, en cuyo seno se elige, al igual que ocurría en el caso de
la economía socialista, no necesita del Estado. Requiere tan sólo un Estado
mínimo. No precisa regulación social, únicamente actividad de policía.
También en este caso la producción se considera libre, aunque no se esté
hablando, como en el caso marxista, de libertad creativa. Más importantes
que los productores son los empresarios, héroes de la autonomía, consumido
res de la oportunidad, que compiten entre sí para proporcionar todo aquello
que los consumidores desean o son persuadidos para que deseen. En la activi
dad empresarial se rastrean las preferencias del consumidor. Aunque se trate
de una actividad con momentos excitantes, es, básicamente, instrumental. El
objetivo perseguido por todos los empresarios (y todos los productores) es el
de incrementar su cuota de poder en el mercado, maximizando sus opciones.
Al competir entre sí, maximizan asimismo las opciones de todo el mundo,
inundando el mercado de objetos deseables. El mercado es un marco mejor
que la comunidad política o la economía cooperativa porque se basta a sí mis
mo. Desde el punto de vista capitalista, la libertad es una función de la abun
dancia. Sólo podemo elegir si se nos brindan muchas opciones.
Desgraciadamente también es cierto que sólo podemos elegir realmente í
(no de formaj^speculativa o desiderativa) si .contamos con recursos, suficieiir. |
tes. La gente accede al mercado provista de recursos de forma desigual. Algu- i
nos no cuentan, prácticamente, con recurso alguno. No todo el mundo puede |
competir con éxito en la producción de mercancías y no todos tienen acceso a
las mismas, Resulta pues que la autonomía es un valor de alto riesgo que mu
chos hombres y mujeres sólo pueden hacer efectivo con la ayuda de sus ami
gos. Sin embargo, el mercado no es un lugar donde se pueda ejercer adecua
damente la ayuda mutua. No puedo ayudar a otros sin reducir mis propias
opciones (al menos a corto plazo). Y, como individuo autónomo, no tengo ra
zón alguna para aceptar recortes de ningún tipo a causa de otra persona. No
estoy .intentando decir que la autonomía desemboque necesariamente en el
egoísmo lo que digo es que el mercado no es un lugar propicio para ejercer la
solidaridad social. A pesar de los éxitos de la producción capitalista, la vida
buena, basada en las elecciones como consumidor, no es algo que esté al al
cance de todos. Un enorme número de personas vive al margen de la econo
mía de mercado o se mueve precariamente en una zona límite.
En parte por esta razón, el capitalismo, al igual que ocurría en el caso del
socialismo, depende de la acción estatal, que no sólo resulta necesaria para
prevenir robos o...garantizar el cumplimiento de los contratos sino también
para, regular la economía y garantizar un .bienestar mínimo a todos los partici-
pantes. Pero estos participantes, en la medida en que se mueven en el ámbito
del mercado, no son activos en el marco estatal. Áí igual "que bciiFiTá^éñ'’el
caso del socialismo, ía forma ideal de capitalismo no propugna la ciudadanía.
Si lo hace, presenta un cono pto de ciudadanía basado en términos económi
cos, de modo que los ciudadanos se transforman en consumidores autónomos
en busca de aquel partido o programa político que prometan, de la forma más
persuasiva posible, reforzar sus posiciones en el seno del mercado. Necesitan
al Estado, pero no tienen una relación moral con él, y controlan a sus repre-.
sentantes sólo en la misma medida en que los consumidores controlan a los
productores de artículos de consumo: comprando o no comprando lo que se
les ofrece.
Puesto que en el mercado no se dan cortapisas políticas, los empjresarios
capitalistas evaden asimismo el control oficial. Necesitan al Estado pero no
le son leales: el beneficio como objetivo puede entrar en conflicto con las re-
gulaciones de tipo democrático. Así, los traficantes de armas venden tecnolo
gía militar punta a potencias extranjeras y los fabricantes trasladan sus fábri
cas para no aplicar normativas como la reguladora de salarios mínimos o de la
seguridad en el trabajo. Las corporaciones multinacionales están al margen
(en ocasiones en contra) de cualquier comunidad política. Sólo conoce su ra-
zón social, que, al contrario de. lo que ocurre en el caso de apellidos o nom
bres de países, no evoca afectos o solidaridades, sino únicamente preferen
cias^__
un papel básicamente pasivo: los ciudadanos son espectadores que votan. En-
tre elecciones y elecciones los funcionarios les brindan un servicio mejor o
peor. No son como los héroes de la mitología republicana, los ciudadanos de
la antigua Atenas, reunidos en asamblea para decidir (y cometiendo un error
í al hacerlo, como se demostró después) invadir Sicilia^Sin embargo, en el
l seno de las redes asociacionales de la sociedad civil, en los sindicatos, parti-
] dos, movimientos, grupos de interés, etc., estas mismas personas participan
| e/ija toma de decisiones menores y de alguna manera influyen sobre las deci
siones de alta política o economía que se adoptan a otros niveles. Y, si exis-
| tiera una sociedad civil más igualitaria, más densa y mejor organizada, es po-
sible que pudieran participar a la vez en ambos nivelas de decisión.
Estos hombres y mujeres socialmente comprometidos, jefes sindicales a
tiempo parcial, activistas de movimientos, simpatizantes de partidos, defen
sores de los consumidores, voluntarios, miembros de las iglesias, cabezas de
familia, no forman parte de los ciudadanos republicanos según la visión tradi
cional. Ejercen la yirtud sólo de forma intermitente, están demasiado atrapa-
1dos por lo particular. Quieren cumplir objetivos parciale_s y_no .globales, Ac
tualmente (a no ser que el Estado les coma el terreno), los ciudadanos deben
desempeñar una multiplicidad de papeles (a veces contradictorios) en el ám
bito de la toma de decisiones. De modo similar, la producción se ha fraccio
nado en una multiplicidad de actividades (a veces antagónicas) que resultan
de utilidad social. Por lo tanto, sería erróneo considerar como opuestos a la
política y el trabajo. No existe un cumplimiento de objetivos ideal, como no
hay una capacidad humana esencial. Necesitamos muchos escenarios para
poder vivir diversos tipos de vida buena.
Sin embargo, todo lo anterior no significa que debamos admitir la versión
capitalista de división y competitividad. Los teóricos que sostienen que el
mejor marco para el desarrollo de la vida buena es el mercado pretenden que
éste se convierta en el escenario donde se desarrollen tantos aspectos de la
vida como sea posible. Lo que surge así es el imperialismo del mercado: para
delimitar su postura frente a la adoptada por los estados democráticos abogan
por la privatización y el laissez-faire. Su sociedad ideal es aquella en la que
los empresarios proporcionan a los consumidores todos los bienes y servicios
que precisan. Que algunos empresarios fracasen y muchos consumidores se
encuentren indefensos sería un precio que habría que asumir en aras de la au
tonomía individual. De hecho, ya estamos pagando ese precio: en todas las
i; sociedades capitalistas el mercado crea desigualdad. Cuanto más exitoso es
| el imperialismo, mayor es la desigualdad. Sin embargo, allí donde el mercado
I se imbrica en la sociedad civ il es controlado políticamente y permanece
lj abierto a las iniciativas, tanto privadas como comunales, pueden paliarse es-
; tos resultados desigualitarios. La naturaleza exacta de los límites dependería
jdelafuerza y densidad de las redes asociativas (incluyendo, en este caso, a la
: conumidad política).
La desigualdad plantea un problema porque no se trata únicamente de que
haya individuos mas capaces que otros al hacer efectivas sus preferencias
como consumidores. No es sólo que algunos individuos vivan en pisos mejo
res, conduzcan coches más potentes o pasen sus vacaciones en lugares más
exóticos. Se podría pensar que estos resultados serían el justo premio para
quien ha obtenido éxito en el mercado. El.problema es que, por lo general, la
desigualdad se acaba traduciendo en dominación y privaciones radicales. Sin
embargo, en este caso, con el verbo «traducir» se está describiendo utLproce--
. .s,o.,s.QCÍal.mente m ediado, que se promueve o. se limita .según Jaform a en que
se estructure esa mediación . Existe una cierta tendencia a que los individuos
dominados y pobres no se organicen, mientras que las familias poderosas, las
iglesias, los partidos políticos y las alianzas étnicas no suelen ser pobres o
estar sometidas a dominio durante mucho tiempo. Estas personas no suelen
encontrarse solas ni siquiera en el ámbito del mercado. Según la solución ca
pitalista se sigue que, en el caso de la vida buena basada en la iniciativa em
presarial. y la libre elección del consumidor, el protagonista es el individuo.
Pero la sociedad civil engloba o puede englobar un importante número de
agentes del mercado: negocios familiares, empresas públicas o privadas, co
munidades de trabajadores, asociaciones de consumidores, organizaciones
no lucrativas de diverso signo, etc. Todas ellas ejercen su actividad en el mer
cado aunque su origen sea exterior a éste. Y, al igual que la democracia se ve
promovida y reforzada gracias a la acción de grupos que se inscriben en el Es
tado.sin. <<ser Estado», la libre elección del consumidor se ve reforzada y am
pliada por grupos que forman parte del mercado sin constituir su base origi
naria.
Asi, a las organizaciones que operan desde el ámbito del Estado sin for
mar parte de él hay que añadir ahora las diversas organizaciones de mercado.
Asimismo, existen organizaciones estatales que operan desde el mercado sin
formar parte de él.JE1 argumento, de la sociedad civil relativiza las diferencias
existentes entre formaciones sociales. Esto significa que toda formación so-
cial puede ser puesta en entredicho. Es más, si esto ocurriera no podría defen
derse la preferibilidad de un escenario frente a otros. No se podría, por ejem
plo, decir que las organizaciones de mercado, en la medida en que sean
eficaces, no tienen por qué ser democráticas; o que las empresas públicas, en
la medida en que se ejerza sobre su funcionamiento un control democrático,
no deben ver limitada su actuación por las normas generales del mercado.
Asi, esjtiecesario debatir sobre el carácter preciso de nuestra vida asociativa, y
es en el transcurso de estos debates cuando decidimos lo que consideramos
mejor respecto de posibles formas de democracia, la naturaleza del trabajo,
la extensión y los efectos de las desigualdades generadas por el mercado y
muchas cuestiones más.
La calidad del nacionalismo también es algo que se determina en el seno
de la sociedad civil lugar donde los grupos nacionales coexisten y se solapan
con las familias y las comunidades religiosas (dos tipos de formación social a
los que se ha prestado muy poca atención a la hora de formular las respuestas
modernas a la pregunta sobre la vida buena) y donde el nacionalismo se ex
presa en las escuelas, movimientos organizados de ayuda mutua y sociedades
de tipo histórico o cultural Es precisamente el hecho de que estos grupos de
ban unirse a otros similares, pero con objetivos diferentes, lo que permite
mantener viva la esperanza de que, en el seno de la sociedad civil, se pueda
producir un nacionalismo «domesticado». En estados dominados por una
sola nacionalidad la multiplicidad de grupos pluraliza la política y la cultura
nacional En aquellos estados donde convive más de una nacionalidad, la den
sidad de las redes permite prevenir una polarización radical.
La sociedad civil, tal y como la conocemos hoy, tiene su origen en las lu
chas por la libertad religiosa. Aunque a menudo adoptó forma violenta, la
lucha mantuvo abierta la posibilidad de la paz. Como escribía John Locke,
aludiendo a la tolerancia: «Su establecimiento acabaría con todo motivo de
queja y con tumultos basados en problemas de conciencia». A nosotros no
nos resulta difícil imaginarnos quejas y tumultos carentes de fundamento,
pero Locke creía (y en gran medida tenía razón) que la tolerancia limaría mu
chas asperezas en el caso del conflicto religioso. Si se rebaja lo que está en
juego, la gente estará menos dispuesta a correr riesgos. La sociedad civil no
es más que ese lugar en el que los riesgos no son tan altos, donde, al menos
en principio, la coacción tan sólo se usa para mantener la paz y en cuyo seno
todas las asociaciones son iguales ante la ley En el mercado, a menudo, la
igualdad formal carece de entidad real, pero en el ámbito de la fe y la identi
dad la igualdad es algo muy real. Si bien las naciones no suelen buscar adep
tos del mismo modo en que lo hacen (en ocasiones) las asociaciones de ca
rácter religioso, la necesidad que ambas organizaciones tienen de dotar a sus
miembros de la capacidad de libre asociación obedece a motivos similares. Si
son libres para celebrar sus tradiciones, honrar a sus muertos y determinar (en
parte) la educación de sus hijos, probablemente sean más inofensivos que si
no son libres. Quizá Locke lo expresara de una forma excesivamente brutal
cuando escribió: «Sólo hay una cosa que hace a ia gente unirse para crear
conmoción y sedición, y es la opresión». Sin embargo, Locke se acercó lo su
ficientemente a la verdad como para justificar el experimento de la tolerancia
radical.
Pero, si ía opresión es la causa de la sedición, ¿cuál es la causa de la opre
sión? No me cabe duda de que se podría contar una historia de carácter muy
materialista, pero me gustaría llamar la atención sobre el papel que en esto
desempeña la tozudez ideológica: el universalismo intolerante de las religio
nes (o de la mayoría de ellas) y el exclusivismo de las naciones (o de muchas
de ellas). Allí donde existe una sociedad civil real, su influencia parece neu
tralizar procesos tendentes a generar opresión. De hecho, su protagonismo es
tal que algunos observadores piensan que ni la fe religiosa ni la identidad na
cional pueden sobrevivir en un sistema en el que exista una red de asociacio
nes libres. Pero lo cierto es que no sabemos hasta qué punto identidad y fe de
penden de la coacción. No sabemos si estas asociaciones son capaces de
reproducirse en condiciones de total libertad. Sospecho que están vinculadas
a necesidades humanas tan profundas que sobrevivirían al colapso de sus mo
dos de organización actuales. En todo caso, parece que merece la pena espe
rar y ver qué pasa.
Quisiera proponer ahora una perspectiva que quizá podría denominarse con
el feo nombre de «asociacionismo crítico». Me gustaría unirme a quienes de
fienden la idea de sociedad civil, pero hay algo que me incomoda. No se pue
de decir que no se pierde nada al renunciar a ideas con tanta fuerza como la
ciudadanía democrática, la cooperación socialista, la autonomía individual o
la identidad nacional. Había algo de heroico en todos estos proyectos, una
concentración de energía, un claro sentido de direccionalidad, la posibilidad
de reconocer de forma unívoca a amigos y enemigos. Cuando uno se compro
metía con alguna de estas causas estaba haciendo algo muy serio, algo que no
puede compararse con la defensa de la sociedad civil. Comprometerse en lo
asociacional puede resultar un proyecto tan importante como cualquier otro,
■pero su mayor virtud radica en el inclusivismo, y el inclusivismo difícilmente
puede casarse con el heroísmo. «Únase a la asociación que desee» no parece
un buen eslogan para atraer militantes políticos. Y, sin embargo, eso es lo que
requiere la sociedad civil: hombres y mujeres comprometidos y activos, en el
ámbito de la nación, el Estado, la economía y también las iglesias, vecinda*
nos, familias y muchos otros escenarios. Lograr este objetivo no es tansenci-
11o como parece. Mucha gente, quizá la mayoría, tiene una vinculación muy
laxa con las redes. Existe un número creciente de personas que parecen incli
narse por la desconexión radical. Son clientes pasivos del Estado, personas?
que no intervienen en el mercado, nacionalistas resentidos y de gesto afecta-i
do. Por lo demás, el proyecto de sociedad civil no suscita tanta hostilidad;
como los otros, y lo más probable es que sus protagonistas encuentren indife
rencia, miedo, desesperación, apatía y abandono.
En Europa Central y del Este, la sociedad civil sigue siendo un caballo de
batalla, porque implementarla requiere el desmantelamiento del Estado tota
litario y conlleva la estimulante experiencia de la independencia asociacio
nal. En nuestro caso, lo que se requiere no es nada tan grande, no es nada que
se preste a una descripción singular (lo mismo acabará ocurriendo en el Este).
El proyecto de sociedad civil sólo puede describirse poniéndolo en relación
con todos los demás provectos» por oposición a la idea de preeminencia _sin~
guiar de cada uno de ellos. Así pues, en estas páginas quiero sugerir la necesi
dad de:
Nada de esto puede lograrse sin utilizar el poder político para movilizar
recursos y reconocer y subsidiar, las actividades asociativas que se consideren
más deseables. Pero el poder político por sí solo no puede generar ninguna de
estas actividades. Las formas de «acción» propugnadas por los teóricos del
Estado deben complementarse (no reemplazarse) con algo totalmente dife
rente. Algo más parecido a la unión sindical que a la movilización política.
Más parecido a la enseñanza que a la discusión asamblearia. Más cercano al
voluntariado en un hospital que a la afiliación a un partido político. Más pare
cido a trabajar en el seno de una alianza étnica o de un grupo de apoyo femi
nista que a los sondeos electorales. Más propio de actividades como la elabo
ración de un presupuesto local que del diseño de una política fiscal nacional.
Pero, ¿acaso este tipo de actividades a pequeña escala, localistas, se incluye
entre aquellas que deparan honor al ciudadano? Es cierto que, en ocasiones,
son actividades parciales, particularistas, estrechas de mira; en este caso de
ben ser corregidas por lo político. Sin embargo, su mayor defecto es que pare
cen muy vulgares. Podría decirse que vivir en el seno de la sociedad civil es
como hablar en prosa.
Pero así como para hablar en prosa hay que comprender la sintaxis, éstas
formas de acción (cuando son plurales) suponen, una comprensión previa de
lo que es el civismo. Y, hoy en día, no podemos estar seguros de que se dé este
tipo de comprensión. A favor del argumento neoconservador habría que decir
que en el mundo moderno debemos recuperar la densidad de la vida asociati
va yvolver a aprender cuáles son el tipo de actividades y sobreentendidos que
comporta. Si lo lográramos, deberíamos traer a colación un argumento de la
izquierda: deberíamos tratar de reconstruir esa densidad bajo condiciones
nievas de igualdad y libertad. Para hablar de sociaídemocracia debería pedir
se cómo requisito previo que exista una sociedad de hombres y mujeres efi
caces, comprometidos y activos, en la que el honor de la «acción» correspon
da a la mayoría y no a unos pocos.
Teniendo en cuenta eí trasfondo actual de desorganización creciente (vio
lencia, pobreza, divorcio, abandono, alienación y adicción), conseguir crear
una sociedad de este tipo parece un objetivo más necesario que fomentar una
realidad confortable. De hecho, lo cierto es que nunca fue una realidad con
fortable, excepto para algunos pocos.JLa mayoría.de los hombres y mujeres
se han visto atrapados en alguna relación de dependencia en la que el «civis-
mo» que aprendían era de carácter más deferencial que independiente y acti
vo...Esto explica por qué las ideas de ciudadanía democrática, producción so
cialista, libertad de empresa o nacionalismo eran, de hecho, proyectos libera
dores. Pero, hasta ahora, ninguno de ellos ha generado una liberación gene
ral, coherente o sostenible. Y es posible que sus más acérrimos partidarios,
aquellos que han exagerado la eficacia del Estado, el mercado o la nación y
no han prestado atención a las redes, hayan contribuido a generar ese desor
den que caracteriza a la vida moderna. Los, provectos deben ser relativizados
y reunificados, y el lugar donde esto puede tener lugar es la sociedad civil. Un
escenario compuesto de otros escenarios donde cada cual pueda encontrar la
pjmiiud.paxcial.
La sociedad civil misma se mantiene sobre la base de grupos mucho más
pequeños que el demos. la clase trabajadora, la masa de consumidores o la na
ción. A lm corporarse a ella, todos estos grupos deben fragmentarse necesa
riamente.. Se convierten en parte integrante del mundo de la familia, los ami
gos, camaradas y colegas, mundos en los que la gente está unida y se hace
responsable dejos demás. Unidad y responsabilidad; sin ellas, ese «libres e
iguales» resulta menos atractivo de lo que en principio pensamos que sería.
No dispongo de ninguna fórmula mágica que consiga establecer esas cone
xiones o fomentar la responsabilidad. No son objetivos que puedan suscribir
se contando con algún tipo de garantía histórica o que puedan alcanzarse a
través de una única batalla. La sociedad civil es un proyecto de proyectos. Re
quiere de muchas estrategias organizativas diferenciadas y de nuevas formas
de acción estatal. Supone la adquisición de una nueva sensibilidad hacia lo lo
cal, lo específico, lo contingente; y, utilizando una famosa frase, el reconoci
miento, ciertamente novedoso, de que la vida buena hay que buscarla en el
detalle.
14. Democracia y pluralismo
Robert A. Dahl:
La poliarquía *
Democracia poliárquica
Aun así, no queda resuelto del todo nuestro problema. Supongamos que
se sabe que un grupo de votantes prefiere x a y e y a z. Pero A, que prefiere^ a
z y z a x, posee un monopolio de la información y convence a los otros votan
tes de que x no es una alternativa factible o pertinente. En consecuencia, nadie
propone x y los votantes eligen y. Se cumplen nuestras cuatro condiciones.
Sin embargo, la mayoría no aceptaríamos un período previo a la votación
regido por este tipo de control monopólico de la información. Hemos de agre
gar, por lo tanto, una quinta condición que opere en el período previo a la vo
tación:
Tal vez haya que hacer tres comentarios. Si a alguien le decepciona el ca
rácter utópico de las dos últimas exigencias, conviene recordar que buscamos
condiciones que puedan utilizarse como límites con los que poder medir, con
cretamente, lo logrado en el mundo real. Además, aunque se cumpliese ple
namente la quinta condición, los votantes podrían elegir una alternativa que
habrían rechazado de haber tenido más información. Por ejemplo, la quinta
condición no es, evidentemente, ninguna garantía de racionalidad cósmica.
Nos permite decir, como máximo, que la elección no ha sido manipulada me
diante el control de la información por parte de un individuo o un grupo de
terminado. Hay que admitir, por último, que las condiciones cuarta y quinta
no son tan fácilmente comprobables como las tres primeras; en la práctica, el
observador se vería obligado a aceptar ciertos índices toscos respecto a la
existencia de estas dos últimas condiciones y, debido a ello, la serie de condi
ciones limitadoras que nos proponíamos establecer como observables deben
interpretarse también a través de otros fenómenos no especificados pero sus
ceptibles de observación.
A primera vista podría pensarse que estas cinco condiciones son suficien
tes para garantizar la aplicación de la regla; pero sería posible, al menos en
principio, que un régimen permitiese que se diesen esas condiciones durante
el período previo a la votación y durante el período de la votación y luego se
limitase a ignorar los resultados. En consecuencia, hemos de postular al me
nos dos condiciones más para el período posterior a la votación, ambas lo
bastante evidentes como para que no necesiten análisis:
3. La amplitud del acuerdo (consenso) sobre cada una de las ocho nor
mas aumenta con el grado de instrucción social en la norma.
4. El consenso es pues una función de la instrucción social total en to
das las normas.
De la 5 y la 6 se deduce que:
Amplía la esfera e incluirás mayor variedad de partidos e intereses; harás que sea menos
probable que una mayoría tenga un motivo común para no respetar los derechos de otros
ciudadanos; o, si existe ese motivo común, será más difícil para todos los que lo tienen des
cubrir su propia fuerza y actuar todos al unísono.
Se sabe bastante sobre las variables con las que se asocia la actividad polí
tica; de hecho, la próxima década debería proporcionar un conjunto bastante
preciso de proposiciones sobre estas relaciones. Sabemos ya que la actividad
política, al menos en los Estados Unidos, está positiva y significativamente
relacionada con variables como ingreso, estatus económico y educación, y
que se relacionan también de forma compleja con sistemas de creencias, ex
pectativas y estructuras de la personalidad. Sabemos ya que los miembros de
las masas ignorantes y sin propiedades, a ios que tanto temían Madison y co
laboradores, son considerablemente menos activos políticamente que las per
sonas acomodadas y que han estudiado. Los pobres e incultos se privan ellos
mismos del derecho a votar por su tendencia a la pasividad política14. Como,
además, tienen menos acceso que los ricos a los recursos organizativos, fi
nancieros y de propaganda que tanto influyen en las campañas, las elecciones
y las decisiones legislativas y ejecutivas, cualquier cosa parecida a un control
igual sobre la política gubernamental está triplemente vedado a los miembros
de la masa sin propiedades de Madison. Les está vedado por su inactividad
relativamente mayor, por su acceso relativamente limitado a los recursos y
por el propio sistema madisoniano de controles constitucionales.
VI. Éstas son, pues, algunas de las relaciones que los politólogos nece
sitamos investigar con la ayuda de nuestros colegas de otras ciencias sociales.
Difícilmente se puede rebatir que sólo hay unas cuantas relaciones crucia
les. Por ejemplo, existe indudablemente una relación, aunque se trate de una
relación compleja, entre el grado de igualdad política posible en una sociedad
y la distribución de ingreso, riqueza, estatus y control sobre los recursos orga
nizativos. Además, es cada vez más probable que exista cierta relación entre
el grado de poliarquía y las estructuras de personalidad de los miembros de
una organización; hablamos ahora de los tipos de personalidad autoritario y
democrático, aunque nuestro conocimiento de estos tipos hipotéticos y de su
distribución concreta en las diferentes sociedades sea todavía sumamente
fragmentario. Opino que es demasiado pronto para decir que se ha estableci
do una correlación elevada entre poliarquía y ausencia o presencia relativa de
ciertos tipos de personalidad; pero, desde luego, la eficacia de la instrucción
social en las normas básicas antes mencionadas debe basarse en parte en las
predisposiciones más profundas del individuo.
Como el interés por los requisitos sociales previos de los distintos siste
mas políticos es tan viejo como la especulación política, no puede alegarse
que la hipótesis de este capítulo sea original. Me he limitado a exponer, a ve
ces con mayor rigor del que es habitual, un cuerpo de proposiciones insinua
das, sugeridas, deducidas y con frecuencia expuestas con suficiente claridad
por varios politólogos, desde Sócrates hasta el presente. Sin embargo, puede
que merezca la pena diferenciar este punto de vista del madisoniano y del po
pulista, aunque sólo sea una diferenciación de grado.
El compromiso de Madison entre el poder de las mayorías y el poder de
las minorías se apoyaba en gran parte, aunque no por completo, en la existen
cia de frenos constitucionales a la actuación de la mayoría. La teoría de la po
liarquía, a diferencia del madisonianismo, se centra primariamente no en los
requisitos previos de tipo constitucional para un orden democrático sino en
los requisitos sociales. La diferencia es de grado: Madison, como vimos, no
se mostraba indiferente a las condiciones sociales necesarias para su repúbli
ca no tiránica. Pero seguramente no es injusto decir que lo que le interesaba
ante todo eran los controles constitucionales prescritos más que los contro
les sociales que operaban, los pesos y contrapesos constitucionales más
que los sociales. Después de todo, la convención constitucional tenía que ela
borar una constitución; no podía elaborar una sociedad. La naturaleza huma
na y la estructura social eran cuestiones que los hombres de la convención da
ban por supuestas en gran medida; su tarea, tal como la concebían ellos, era
elaborar una constitución que estuviese lo más plenamente en consonancia
con la estructura social y con la naturaleza humana y con el objetivo de una
república que respetase los derechos naturales, en especial los de los selectos
y de buena familia.
Pero la tendencia que imprimió la convención constitucional al pensa
miento estadounidense en la apoteosis que siguió a su promulgación de la
constitución ha obstaculizado, a mi modo de ver, que se pensase con rigor
y con realismo en las condiciones necesarias para la democracia. Es signifi
cativo que, hasta que cayó Fort Sumter, la disputa entre el Norte y el Sur se
formulase, salvo unas cuantas excepciones importantes, casi en el lenguaje
del derecho constitucional. Lo trágico de la decisión de Dred Scott no fue tan»
to su consecuencia como la disposición mental que reflejaba.
Como se nos enseña a creer en la necesidad de los pesos y contrapesos
constitucionales, depositamos muy poca fe en los sociales. Admiramos la efi
cacia de la separación constitucional de poderes para controlar a mayorías y
minorías, pero a menudo olvidamos la importancia que tienen las limitacio
nes impuestas por la separación social de poderes. Sin embargo, si la teoría
de la poliarquía es más o menos sólida, se deduce de ella que, en ausencia de
ciertos requisitos de carácter social, ninguna estructura constitucional pue
de producir una república no tiránica. Creo que es suficiente prueba la histo-
ria de numerosos estados latinoamericanos. Por el contrario, un aumento de la
presencia de uno de los requisitos sociales previos puede ser mucho más im
portante para el fortalecimiento de la democracia que ningún esquema consti
tucional concreto. La teoría de la poliarquía, tanto si lo que nos preocupa es la
tiranía de una minoría como si es la de una mayoría, indica que las variables
primarias y cruciales a las que los politólogos deben prestar atención son so
ciales y no constitucionales.
Se consideró que la teoría populista era formal y axiomática, pero que le
faltaba información sobre el mundo real. Decir que sólo es posible alcanzar la
igualdad política y la soberanía popular perfectas, por definición de términos,
con el principio de la mayoría no es enunciar una proposición absolutamente
inútil, pero tampoco es algo de gran utilidad. Porque lo que desesperadamen
te queremos saber (si nos interesa la igualdad política) es qué debemos hacer
para maximizarla en una situación concreta, en determinadas condiciones
existentes.
Si queremos volver la atención hacia el caos del mundo real, sin perder
nos totalmente en hechos sin sentido y en un empirismo trivial, necesitamos
que la teoría nos ayude a ordenar el increíble y desconcertante despliegue de
acontecimientos. La teoría de la poliarquía, una ordenación inadecuada, in
completa y primitiva de la reserva común de conocimientos sobre la demo
cracia, se formula con la convicción de que, en algún punto situado entre el
. caos y la tautología, algún día seremos capaces de elaborar una teoría satis
factoria sobre la igualdad política.
Notas
1 Seamos más precisos, ai utilizar votos y encuestas de opinión nos apoyamos en general
en ciertas afirmaciones explícitas de los individuos que recogen los resultados.
2 Es posible que pudiese darse lo contrario, es decir, una dictadura que rechazase la
regla en la votación, pero que organizase la sociedad de modo que las etapas previas a
la toma de decisiones fuesen altamente democráticas. Pero no tengo noticia de que exista
tal sociedad. Intérpretes occidentales favorables ai comunismo soviético han dicho, a ve
ces, que allí existe esa relación, pero parece haber pruebas abrumadoras de que tanto la es
tructura social como los procesos decisorios en política son sumamente antiigualitarios.
Sin embargo, algo así parece transparentar el curioso cuadro de la Unión Soviética de
Webbs en Soviet Comunism: A new Civilization?
3 «Elección» se utiliza aquí en un sentido amplio. Para aplicar el análisis al funciona
miento interno de una organización que se constituye a través de unas elecciones, por
ejemplo, un cuerpo legislativo, habría que considerar quizá los votos sobre medidas como
«la etapa electoral»,
4 La condición 1 debe interpretarse con cuidado pues la expresión «actos» se presta a
ambigüedad. Supongamos que los miembros de la organización deben elegir entre las al
ternativas x e y ; cada miembro tiene preferencia por una u otra; y la proporción de los que
prefieren x respecto a los que prefieren >>es a/b. Así que si los que realmente votan lo ha
cen en esta proporción, la magnitud del voto no es estrictamente pertinente. Lo único que
hace falta según la regla es que los votantes sean plenamente representativos de todos los
miembros. En realidad, en una elección entre dos alternativas sería aún más fácil cumplir
la regla, pues sólo exigiría que si a/b < l, entonces a1/b i>'l, y si a/b<l, entonces a /b <1,
donde a, es el número de votantes que prefieren x y bj el número de votantes que prefieren
y. Sin embargo, en términos de observables, ¿por qué «acto» conocemos la proporción a/b,
si no es por la votación o algo equivalente a ella? Así pues, si los que nos interesan son ob
servables y no se exige la condición 1 para el propio proceso de votación, hemos de exigir
la para algún acto previo que «supongamos que constituye una expresión de preferencia
entre tas alternativas previstas» y del que dependa en parte el resultado de la propia vota
ción.
5 Alguien podría proponer que la prueba se basara en el carácter público o privado, o
social o egoísta, de ia elección. Pero el análisis mostraría que esta distinción es intrascen
dente o que existen pocos casos de lo primero, sí es que existe alguno, es decir, que la dis
tinción, aunque no absurda, es intrascendente para el problema que nos ocupa.
6 Por ejemplo, véase Julián L. Woodward y Elmo Roper, «Political Activity of Ameri
can Citizens», Am erican Political Science Review, diciembre 1950.
7 Angus Campbell, Gerald Gurin y Warren E. Miller, The Voter D ecides, Evanston,
Row, Peterson & Co., 1954,p. 30, cuadro 3.1.
8 S. M. Lipset, «The political Process in Trade Unions: A Theoretical Statement», en
Freedom and Control in M odern Society (eds.), M. Berger, T. Abel y C. H. Page (eds.),
Nueva York, D. Van Nostranci Co., Inc., 1954. Joseph Goldstein, The Government ofBri~
tish Trade Unions: A Study o f Apathy and the D emocratic Process in the Transpon and
General Workers Union, Londres, Alien & Unwin, 1952. Bernard Barber, «Particípation
and Mass Apathy in Associations», Studies in Leadership, A. W. Gouldner (ed.), Nueva
York, Harper & Bross, 1950.
9 La obra pionera aquí es sin duda La República de Platón. La tentativa más ambiciosa
de analizar este problema en la época moderna parece haber sido la inspirada por Charles
Merrian, incluyendo su propio The M aking o f citizens, Chicago, University o f Chicago
Press, 1941; véase también Elizabeth A, Weber, The Duk-Duks, Primitive and Historie Ty-
pes o f Citizenship, Chicago, University o f Chicago Press, 1929.
10 Hay un análisis fáctico y especulativo sumamente interesante del consenso sobre
temas en Elmira, Nueva York, en el libro de B. R. Berelson, Paul F. Lazarsfeld y W.illiam
N. McPhee, Voting, Chicago, University o f Chicago Press, 1954, capítulo IX. En realidad,
todo el volumen tiene interés para el estudio empírico de la poliarquía.
11 Por supuesto, la proposición es válida en el sentido trivial siguiente: La sociedad
humana es necesaria para la poliarquía. Una característica fundamental de las socieda
des humanas es el conflicto respecto a objetivos. Ergo...
12 No quiero entregarme a una regresión inacabable de definiciones. En estos ensayos
el significado de «gobierno» puede muy bien aceptarse como algo intuitivamente más o
menos claro o puede utilizarse la definición siguiente pese a sus limitaciones: gobierno es
el grupo de individuos con un monopolio suficiente del control para imponer ordenada
mente soluciones a posibles conflictos.
13 En las condiciones expuestas, hasta la guerra se desecha.
54 Véase, especialmente, B. R. Berelson, P. F. Lazarsfekld, y W. N. McPhee, op. cit.;
S. M. Lipset y otros, «The Psychology o f Veting: An Analysis o f Political Behavior»,
H andbook o f Social Psychology, Cambridge, Addison-Wesley, 1954.
15* Democracia
y multicultoralismo
W1Ü K p n ü c k a :
Derechos individuales
y derechos de grupo
en la democracia liberal *
* Este trabajo ha sido publicado en castellano por © hegoría (Revista de Filosofía moral
y política), 14 octubre de 1996, pp. 5-36.
Mucha gente sostiene que la idea de los derechos de grupo es incompati
ble con la tradición liberal. Desde este punto de vista, los individuos cons
tituirían las unidades básicas de la teoría liberal v sus derechos y deberes 110,.
deberían depender de o variar por su pertenencia a un grupo etnocultural. La
Algunos teóricos mantienen que los gobiernos modernos pueden v deben evi-
tan£Lap.oyo_ii_cuaLq.uLer_ciiltura societaria o identidad etnocultural concreta.
De hecho, algunos mantienen que esto es precisamente lo que distingue a las
«naciones cívicas» liberales de las «naciones étnicas» antiliberales. Las na
ciones étnicas consideran uno de sus objetivos más importantes la repro
ducción de una cultura y de una identidad etnonacional concreta. Las na
ciones cívicas, por el contrario, son neutrales con respecto a las identidades
etnoculturales de sus ciudadanos y definen la pertenencia nacional meramen
te en términos de adhesión a ciertos principios de democracia y justicia. Des
de este punto de vista, las naciones cívicas tratan la cultura de la misma forma
que la religión, es decir, como algo que las personas son libres de cultivar en
su vida privada, pero que no es asunto del Estado. Así como el liberalismo ex-
cluve la proclamación de una religión oficial tampoco puede haber culturas
oficiales que gocen de un estatuto privilegiado con respecto a otras posibles
lealtades culturales.
Michael Walzer, por ejemplo, mantiene que el liberalismo implica «un
claro divorcio entre Estado y etnicidad». El estado liberal se yergue sobre los
diversos grupos étnicos y nacionales en el país «negándose a respaldar o apo
yar sus estilos de vida o a tomarse un interés activo en su reproducción so
cial». En su lugar, el Estado «es neutral con respecto a la lengua, la historia, la
literatura y el calendario» de esos grupos. El más claro ejemplo de nación cí
vica lo constituyen para él los Estados Unidos, cuya neutralidad etnocultural
se refleja en el hecho de que no exista una lengua oficial constitucionalmente
reconocida1. Pero esto es engañoso. Lo cierto es que el gobierno americano
promueve de forma activa una lengua y una cultura comunes. Así, es un re
quisito legal que los niños aprendan inglés e historia americana en las escue
las; constituye un requisito para los inmigrantes (hasta la edad de cincuenta
años) aprender inglés e historia americana a fin de adquirir la ciudadanía es
tadounidense el dominio del inglés es un requisito de hecho para todo candi
dato a un empleo en la administración pública; los trámites judiciales y otras
actividades gubernamentales se desarrollan exclusivamente en inglés; por úl
timo, la legislación resultante, así como los formularios burocráticos, habi
tualmente tan sólo están disponibles en inglés. Todos los ámbitos del gobier
no americano (federal, estatal y municipal) han insistido en que existe un
interés gubernamental legítimo en respaldar una lengua común. La Corte Su
prema ha respaldado repetidamente esa declaración apoyando leyes que ha
cen obligatoria la enseñanza y el uso del inglés en las escuelas y en la función
pública. De hecho, tal y como Gerald Johnson ha señalado, «una de las pe
queñas ironías de la historia es que ninguno de los imperios políglotas del
viejo mundo se atrevió a imponer tan despiadadamente una única lengua a su
población como lo hizo la república liberal con su “dedicación al lema de que
todos los hombres han sido creados iguales”» 2.
En resumen, los Estados Unidos han promovido deliberadamente la inte
gración en lo que yo denomino una «cultura societaria» basada en la lengua in
glesa. Las he llamado «culturas societarias» para subrayar que no sólo implican
recuerdos avalores compartidos, sino también instituciones v prácticas sociales
comunes. Ronald Dworkin ha afirmado que los miembros de una cultura po
seen «un vocabulario compartido de tradición y convención»3, pero esto nos
ofrece una imagen abstracta o etérea de las culturas. En el caso de una cultura
societaria, ese vocabulario compartido es el vocabulario cotidiano de la vida so
cial integrado en prácticas que abarcan la mayor parte de las áreas de la activi
dad humana. En el mundo moderno, la integración de una cultura en la vida
social significa que ésta debe integrarse en las instituciones, es decir, en las es
cuelas, los medios de comunicación, el derecho, la economía, el gobierno, etc.
Una cultura societaria es, por consiguiente, una cultura territorialmente
concentrada con base en una lengua común usada en una amplia gama de ins-
15, Derechos Individuales y dergchos ¿ ' * - aú
dades etnoculturales es mítica. ;.Oué distingue a las naciones cívicas de las ét
nicas? La diferencia fundamental alude a los términos de admisión en la na-
ciiüiJ-'as naciones «étnicas», como Alemania, definen la pertenencia en tér
minos de descendencia común, de manera que las personas de un grupo
étnico o racial distinto (por ejemplo, los trabajadores turcos en Alemania) no
pueden adquirir la ciudadanía, independientemente del tiempo que hayan re
sidido en el país. Las naciones «cívicas», como los Estados Unidos, están en
principio abiertas a cualquiera que viva en el territorio en la medida en que
aprenda la lengua y la historia de la sociedad. Estos estados definen la perte
nencia en términos de participación en un cultura societaria común, abierta a
todos, más que por razones étnicas. Por consiguiente, el nacionalismo étnico
es exclusivo, mientras que el nacionalismo cívico es inclusivo. Ésta es una di
ferencia crucial, pero ambos suponen la politización de los grupos etnocultu
rales. Ambos construyen la pertenencia nacional en cuanto participación en
una cultura societaria común, y ambos emplean las políticas públicas para
mantener y perpetuar esa cultura societaria. El empleo .dcja-p-0lítica-p.úbiica
para promover una cultura o culturas societarias particulares es un rasgo ine
vitable en todo estado moderno.
Si una sociedad moderna posee una lengua «oficial», en el sentido pleno del término, es
decir, una lengua y una cultura financiadas, inculcadas y definidas estatalmente en las cua
les funcionan la economía y el Estado, es obvio entonces que para quienquiera que esa len
gua y esa cultura sean las propias, esto constituirá una inmensa ventaja. Los usuarios de
otras lenguas se encontrarán en clara desventaja6.
Esto quiere decir que las culturas minoritarias se enfrentan con una alter
nativa. Si todas las instituciones públicas se desarrollan en otra lengua, las
minorías corren el peligro de verse marginadas de las principales institucio
nes económicas, académicas y políticas de la sociedad. Para evitar la perpe
tua marginación, las minorías deben, bien integrarse en la cultura mayorita-
ria, bien buscar el tipo de derechos y poderes de autogobierno necesarios para
mantener su propia cultura societaria, es decir, crear sus propias instituciones
económicas, políticas y educativas en su propia lengua.
Enfrentados a esta altenativa, los grupos etnoculturales han respondido
de diversas maneras. Algunos han aceptado la integración. Esto es particular
mente cierto entre los grupos inmigrantes. Por el contrario, las minorías na
cionales no-inmigrantes se han resistido con fuerza a la integración y han lu
chado por el autogobierno. Por «minorías nacionales» entiendo culturas
históricamente asentadas, territorialmente concentradas y con formas previas
de autogobierno, cuyo territorio ha sido incoporado a un estado más amplio.
La incorporación de estos grupos ha sido normalmente involuntaria, debido a
la colonización, la conquista o la transferencia de territorio entre poderes im
periales, pero en algunos casos refleja una federación voluntaria. Estos gru
pos incluyen a los quebequeses y puertorriqueños en Norteamérica y a los
flamencos, catalanes y vascos en Europa7.
¿Por qué han aceptado los inmigrantes la integración? Una razón es que
los inmigrantes habían ya abandonado voluntariamente su propia cultura con
la expectativa de integrarse en otra sociedad nacional. Esto es lo que significa
hacerse inmigrante. Si hubiesen encontrado repugnante la idea de integrarse
en otra cultura, no habrían elegido hacerse inmigrantes. Además, puesto que
normalmente emigraron como individuos o familias, más que como comuni
dades enteras, los inmigrantes carecen de la concentración territorial o de las
instituciones corporativas necesarias para formar una sociedad lingüística
mente distinta y paralela a la sociedad principal. Recrear semejante sociedad
paralela requeriría una tremenda cantidad de apoyo por parte de la socie
dad anfitriona, no sólo en términos de derechos lingüísticos, sino también de
políticas de asentamiento e incluso algún redisefio de las demarcaciones in
ternas con el fin de permitir alguna forma de autogobierno. Éste es un apoyo
que ningún gobierno anfitrión está dispuesto a ofrecer. Por consiguiente, la
opción nacionalista no es deseable ni posible para los inmigrantes, y de he
cho hay muy pocos ejemplos en las democracias occidentales, si es que los
hay en absoluto, de que los grupos inmigrantes formen movimientos nacio
nalistas para perseguir el autogobierno o la secesión8.
Los inmigrantes raramente se oponen a la imposición de una lengua co
mún, puesto que ya decidieron dejar tras de sí su vieja cultura y no es posible
recrear una sociedad culturalmente distinta junto a la cultura nacional exis
tente. Para las minorías nacionales, sin embargo, la imposición de la lengue
mavoritaria amenaza su sociedad cultural mente distinta. Su lengua y narra-
ciones históricas se encuentran ya encarnadas en toda una serie de prácticas
sociales e instituciones que abarcan todos los aspectos de la vida social y que
se ven amenazadas por el intento de la mayoría de difundir una cultura socie
taria común. Estos grupos se resisten a la integración casi de forma inevitable
y buscan el reconocimiento de su lengua y su cultura. De hecho, Walker Con-
ñor ha llegado a sugerir que apenas existen ejemplos de grupos nacionales re
conocidos como tales en este siglo que se hayan asimilado voluntariamente a
otra cultura, aun cuando hayan tenido sustanciosos incentivos económicos y
presiones políticas para hacerlo9.
Esta exigencia de reconocimiento oficial no necesitaba tomar la forma de
un movimiento secesionista a favor de un estado propio. En su lugar pudo
asumir la forma de una exigencia en favor de alguna forma de autonomía lo
cal, posiblemente a través de un sistema federal con un control local de la
educación, la lengua y, quizá, la inmigración. Pero cualquiera que sea la for
ma exacta, normalmente implica la exigencia de los derechos legales y pode
res legislativos necesarios para asegurar la supervivencia de una sociedad cul
turalmente distinta junto a la sociedad mayoritaria. Estos movimientos
nacionalistas minoritarios son un fenómeno claramente moderno, no sólo en
el sentido de que constituyen una concomitancia natural al proyecto moderni
zado!' de construcción nacional de la mayoría. Los nacionalistas en Quebec o
en Cataluña creen en la importancia de difundir una lengua y una cultura co
munes en su sociedad con el fin de promover la igualdad de oportunidades y
la solidaridad política. Para esto emplean los mismos intrumentos que usa la
nación mayoritaria en su programa de construcción nacional, es decir, la edu
cación pública homologada, las lenguas oficiales, así como una determinada
cualificación lingüística como requisito para la ciudadanía y el empleo en la
administración pública, etc.
En_resumen. enfrentados a la alternativa entre la integración v la lucha
por mantener una cultura societaria distinta, parece que los grupos inmigran-
tes tienden a escoger la primera opción, mientras que las minorías nacionales
tienden a escoger la segunda. Por supuesto, he simplificado el contraste entre
ambos. El grado en que se ha permitido o incentivado a los grupos inmigran
tes a integrarse varía considerablemente, como varía también la medida en
que las minorías nacionales son capaces de mantener una cultura separada.
Pero por regla general, en las democracias occidentales las culturales domi
nantes han tenido menos éxito en su intento de integrar a los grupos naciona
les que en el de hacerlo con los grupos inmigrantes. En los estados multina
cionales, las minorías nacionales se han resistido a integrarse en una cultura
común y han protegido su existencia separada mediante la consolidación de
sus propias culturas societarias. Parece que la capacidad v la motivación para
formar y mantener semejante cultura distinta es característica de los grupos
nacionales, no de los grupos inmigrantes 10.
3. Entender el multiculturalismo
por lo general a la misma v han luchado por mantener su estatuto como una
sociedad separada, autónoma v culturalmente distinta. Pero ¿cómo encaja
este patrón histórico en los principios democrático-liberales? ¿Cómo se rela
cionan estas prácticas con los compromisos fundacionales del liberalismo
con respecto a los derechos y las libertades individuales? ¿Fue incorrecto por
parte de las culturas mayoritarias comprometerse en ese tipo de proyectos de
construcción nacional? ¿Cómo deberían responder los estados liberales a las
exigencias de autogobierno planteadas por las minorías?
Creo que el proyecto histórico de construcción nacional impulsado por el
grupo mavoritario en cada estado era compatible con los derechos liberales.
Como mantendré más adelante, los principios liberales, en principio, eneuen-
tian„su„de.sai:i:Qlio..más..idóiieo_eii.el.ü.ejio...de.Jirudades.iiacioiiales..cxiliesio.na-
das, por lo que incentivar la integración en una cultura común fue una manera
legítima de promover importantes valores liberales. Sin embargo, parlas, mis
mas razones, los liberales cleberían.también r,ec.on,ocgriaxealidad.yiegitimi-
dad de los nacionalismosjmnoiitario-S, Cualquier estado que contenga una
minoría nacional considerable debe aceptar su condición de estado multina
cional. La existencia de minorías nacionales debería ser asimismo reconocida
y respaldada por los acuerdos constitucionales y por el debate político coti
diano.
Esta idea no es nueva. Por el contrario, muchos teóricos liberales han
mantenido que los principios de libertad individual, justicia social y demo
cracia política sólo pueden ser alcanzados en el seno de las unidades na
cionales. Por ejemplo, una convicción compartida por el liberalismo del
siglo x ix fue que los derechos nacionales de autogobierno constituían un
complemento esencial de los derechos individuales, ya que «la causa de la
libertad tiene su base y afirma sus raíces en la autonomía del grupo nacio
nal» 17. La promoción de la autonomía nacional «ofrece la realización de un
“área de libertad” o, expresado con otras palabras, de una sociedad libre para
el hombre libre»iS.
De forma parecida, John Stuart Mili sostuvo que las instituciones libres
son «casi imposibles» si los ciudadanos no comparten una lengua v una iden
tidad nacional común:__
cados vinculados a la misma por nuestra cultura. Señalé con anterioridad que
las culturas societarias implican «un vocabulario compartido de tradición y
convención» que subyace a toda una serie de prácticas sociales e institucio-
viese superada por la afluencia de miembros de otras culturas y que las perso
nas fuesen incapaces de asegurar su supervivencia como cultura nacional dis
tinta. Por consiguiente, se nos ofrece una alternativa, por un lado, entre una
mayor movilidad y un espacio más amplio en el que las personas serán libres
e iguales y, por el otro, una movilidad más reducida, aunque con una mayor
seguridad de que las personas puedan continuar siendo miembros libres e
igüales de su propia cultura nacional. La mayoría de la gente en las democra
cias liberales apoya claramente la segunda opción. Prefieren ser Ubres e igua
les en el seno de su propia nación, incluso si esto significa una menor libertad
para trabajar y votar en otras partes, que ser libres e iguales como ciudadanos
del mundo, si esto significa una menor posibilidad de vivir v trabajar en su
propia lengua v cultura.
La mayoría de los teóricos en la tradición liberal han estado implícita
mente de acuerdo con esto. Pocos teóricos importantes han respaldado las
fronteras abiertas o las han considerado en serio. Generalmente han acepta
do (de hecho, han dado simplemente por supuesto) que el tipo de libertad y
de igualdad que más le importa a la gente es la libertad y la igualdad en el
seno de la propia cultura societaria. Como Rawis, asumen que «la gente nace
y se espera que lleve una vida completa» en el seno de una misma «sociedad y
cultura» y que esto define el ámbito en que las personas deben ser Ubres e
iguales31.
En resumen, íos teóricos liberales han aceptado por lo general que las cul
turas o naciones son unidades básicas de la teoría política libemLJEn.fiSle_s.en-
Podemos ver ahora que la manera habitual de titular el debate sobre los dere
chos de grupo es equívoco. A menudo se nos dice que los estados liberales se
enfrentan a una elección entre un modelo «no discriminatorio» (o un modelo
de «estado neutral») y un modelo de «derechos de grupo». Pero lo que la gen
te llama el «estado neutral» puede verse, en efecto, como un sistema de «de
rechos de grupo» que apoya al lenguaje, la historia, la cultura y el calendario
de la mayoría. En los Estados Unidos, por ejemplo, la política del gobierno
induce sistemáticamente a todo el mundo a aprender inglés y a considerar sus
elecciones vitales vinculadas a la participación en instituciones lingüística
mente anglófonas. Esto es un sistema de «no discriminación» en el sentido de
que los grupos minoritarios no son discriminados frente a la corriente princi
pal de instituciones de la cultura mayoritaria, pero no es «neutral» en el senti
do de su relación con las identidades culturales.
Inversamente, lo que la gente denomina el modelo de «derechos de gru
po» puede ser visto, en efecto, como una forma más robusta de discrimina
ción. Después de todo, los puertorriqueños en los Estados Unidos o los fran
cófonos en Canadá persiguen derechos lingüísticos, no están pidiendo algún
tipo de «derecho de grupo» especial no concedido a los angloparlantes. Sen
cillamente están pidiendo el mismo tipo de derechos que la cultura mayorita
ria da por supuestos. Pero ¿cómo se relaciona todo esto con los derechos indi-
Lejiia.cojnstilución.es.aiiieaudj04ierci-
bido como una cuestión de «derechos colectivos», v muchos liberales temen
que los derechos colectivos sean, por definición, enemigos de los derechos
individuales. Este punto de vista fue popularizado en Canadá por el antiguo
primer ministro Pierre Trudeau, quien explicó su oposición a los derechos co
lectivos para Quebec diciendo que él creía en «la primacía del individuo»37.
Sin embargo, esta retórica de los derechos individuales contra los dere
chos colectivos es de poca utilidad. Necesitamos distinguir entre dos tipos de
derechos colectivos que pueden ser reclamados por un grupo. El primero
de ellos implica, el derecho de un grupo en contra de sus propios miembros; el
segundo implica el derecho de un grupo contra el resto de la sociedad. Ambos
tipos de derechos colectivos puede considerarse que protegen la estabilidad
de los grupos nacionales, étnicos o religiosos. No obstante, responden a dife
rentes fuentes de inestabilidad. El primer tipo de derechos está dirigido a
proteger al grupo del impacto desestabilizador de la disidencia interna íes
decir, de la decisión de íos integrantes individuales de no observar prácticas o
7. Conclusión
Con el final de la guerra fría las demandas de los grupos étnicos y nacionales
se han situado en el centro de la escena de la vida política, tanto a nivel do
méstico como internacional. Muchas personas ven esta nueva «política de la
diferencia» como una amenaza para la democracia liberal. Yo he ofrecido una
visión más optimista en este artículo. He intentado demostrar que muchas (si
no todas) exigencias de los grupos nacionales son compatibles con los princi
pios liberales de libertad individual y justicia social. Yo no diría que estas
cuestiones pueden ser «resueltas» de forma definitiva. Las cuestiones son de
masiado complicadas para ello. Sin embargo, sí pueden ser «gestionadas» pa
cífica y justamente dando por supuesta la existencia de un cierto grado de
buena voluntad.
Por supuesto, en muchas partes del mundo los grupos están movidos por
el odio y la intolerancia, no por la justicia, y no tienen ningún interés en tratar
a los otros con buena voluntad. En esas circunstancias, el potencial de que los
grupos nacionales abusen de sus derechos y poderes es muy alto. Yugoslavia
y Ruanda son sólo el más reciente ejemplo de las injusticias cometidas en
nombre de las diferencias nacionales, desde la segregación racial y los pro-
grom religiosos hasta la depuración étnica y el genocidio. Dados estos abu
sos potenciales, mucha gente se siente fuertemente tentada de deja ra un lado
la cuestión de los derechos de grupo. ;Por qué, se preguntan, no podemos
simplemente tratar a la gente como individuos, sin atender a su identidad ét
nica o nacional? ¿Por qué no podemos centrarnos en las cosas que comparti
mos como humanos, en lugar de en aquello que nos diferencia? Sospecho que
la mayoría de nosotros ha tenido esta reacción en algún momento al enfren
tarse con la nueva y compleja «política de la diferencia».
Sin embargo, esa respuesta está mal orientada. El problema no es que sea
demasiado «individualista». En muchas partes del mundo, una saludable
dosis de individualismo proporcionaría un bienvenido respiro a los conflictos
grupales. El problema consiste, más bien, en que la respuesta es sencillamen
te incoherente. Como he intentado mostrar, la vida política tiene una di
mensión inevitablemente nacional, va sea en el diseño de las fronteras y en
la distribución de poderes, en las decisiones sobre la lengua de la enseñanza,
15. Derechos individuales v derechos de grupo en la clernocrads liberal
Notas
1 Michael Waizer, «Comment», en Amy Gutman (ed.), Multiculturalism and the Politics
o/Í?ecogm7jw?,Princeton, PríncetonUniversityPress, 1992, pp. 100-101. Cfr, también M.
Waizer, What in M eans to be an am erican, Nueva York, Marsílío, 1992, p. 9;
William Pfaff, The Wrath o fN a tio n s: Civilization and the F u ñ es o f Nationalism, Nueva
York, Simón and Schuster, 1993, p. 162; Michael ígnatieff, B lood and Belonging: Jour-
neys into the New Nationalism, Nueva York, Farrar, Strauss & Giroux, 1993.
2 Gerald Johnson. Our English Heritage, Westport, Greenwood Press, 1973, p. 119.
3 Ronald Dworkin, A M atter o f Principie, Londres, Harvard University Press, 1985,
P- 231.
4 Para una discusión detallada de este punto, véase mi M ulticultural Citizenship: a Li
beral Theory o f M inority Rights, Oxford, OUP, 1995, cap. 5, y «Federalismo, Nacionalis
mo y Mulíiculturalismo», Revista Internacional de Filosofía Política, núm. 7 (1996).
5 Sobre la ubicuidad de este proceso, cfr. Ernest Geilner, Nations and Nationalism ,
Oxford, Blackwell, 1983 [ed. cast.: Naciones y nacionalism os, Madrid, Alianza Editorial,
1987], Benedict Anderson. Imagined Communities: Reflextions on the Origin an d S p read
ofNacionalism , Londres, New Left Books, 1983.
6 Charles Taylor, «Nationalism and Moderníty», en J. McMahan (ed.), The Ethics o f
Nationalism, Oxford, OUP.
7 Es importante enfatizar que las «naciones», ya sean el grupo nacional mayoritario o
una minoría nacional, no necesitan ser definidas en virtud de ía raza o la descendencia.
Esto es algo obvio en el caso de la sociedad anglófona mayoritaria tanto en. los Estados
Unidos como en Canadá. En ambos países ha habido elevadas tasas de inmigración du
rante los últimos ciento cincuenta años, primero desde el norte de Europa, luego desde el
sur y el este europeos y, ahora, en su mayoría, de África y Asia. Como resultado de ello,
los anglófonos americanos y canadienses de descendencia exclusivamente anglosajona
constituyen una minoría (en continuo descenso). De forma similar, las minorías naciona
les son crecientemente multiétnicas y multirraciales. Por ejemplo, mientras que la inmi
gración en el Canadá francés fue baja durante muchos años, actualmente es casi tan alta
como en el Canadá inglés o en los Estados Unidos, y Quebec busca activamente inmi
grantes del África occidental y del Caribe. También ha habido una alta tasa de nupciali
dad entre los pueblos indígenas de Norteamérica y las poblaciones inglesa, francesa y es
pañola. Como resultado de esto, estas tres minorías nacionales son racial y étnicamente
híbridas. El número de francocanadienses de descendencia exclusivamente gala o de
puertorriqueños de descendencia exclusivamente española está disminuyendo continua
mente y en última instancia se convertirá en cada caso en una minoría. Al referirme a las
minorías nacionales, por consiguiente, no estoy hablando de grupos raciales o de descen
dencia, sino de grupos culturales. Ninguna de las citadas son naciones «étnicas», en el
sentido de que restrinjan la pertenencia a aquellos que compartan una descendencia étni-
í ■’
ca común. Más bien definen ía pertenencia en términos de participación en una cultura
común.
8 Debería enfatizar que me estoy refiriendo aquí a grupos de inmigrantes en países de-
mocrático-liberales en los que existe una tradición de acogida de inmigrantes y en los que
es fácil para los inmigrantes convertirse en ciudadanos de pleno derecho, independiente
mente de su raza, religión u origen étnico. En estas circunstancias los grupos inmigrantes
no han exigido el tipo de autogobierno de grupo proporcionado por el federalismo. Por su
puesto, en muchas partes del mundo, incluyendo algunas democracias occidentales, los
inmigrantes no son tan bien recibidos y les resulta más difícil adquirir la ciudadanía. Allí
donde los inmigrantes son objetos de graves prejuicios v de discriminación legal y, por
consiguiente, donde la plena igualdad en el seno de la sociedad principal es inaccesible,
existe mayor probabilidad de que los inmigrantes persigan la creación de una sociedad se
parada y autónoma al margen de la sociedad principal. Por ejemplo, si ei gobierno alemán
persiste en su rechazo a conceder la ciudadanía a ios residentes turcos (y a sus hijos y nie
tos), sería de esperar que los turcos presionasen en demanda de mayores poderes de auto
gobierno — quizá mediante formas cuasifederales o consociativas de concesión de pode
res— con el fin de crear y perpetuar una sociedad separada y autónoma al margen de la
sociedad alemana, a la que se les ha negado el acceso. Pero éste no es el deseo de ios tur
cos, cuyo principal objetivo es, como los imigrantes en otras democracias liberales, con
vertirse en miembros plenos e iguales de la sociedad alemana. Aunque no puedo detener
me en este punto, creo que cualquier concepción plausible de la justicia liberal insistirá en
que los inmigrantes de larga duración deben ser capaces de adquirir la ciudadanía. En re
sumen, .
sifederales de autogobierno si se enfrentan con barreras injustas a su integración y partici
pación plena en la sociedad principal,
9 Walker Connor, «Nation building and Nation-Destroying», en World Politics, 24,
1972, pp. 350-351; «The Politics o f Ethononationalism», en Journal o f International Af-
fa irs, 27/1, 1973, p. 20. Para un sondeo más reciente de los conflictos etnonacionales en
el mundo que muestra claramente las importantes diferencias entre los grupos inmigrantes
y los grupos nacionales absorbidos, cfr, Ted Gurr, M inorities at Risk: A Global View o f
Ethnopolitical Conflict, Washington, Institute o f Peace Press, 1993.
10 Esta conexión viene confirmada, por otro lado, por los estudios sobre el naciona
lismo. La mayoría de los estudiosos del nacionalismo han concluido que e] rasgo definito-
rio de las naciones es el hecho de ser «culturas penetrantes»,.«culturas abarcantes» o. <<cid-..
turas organizativas»; cfr. A nthony Smith, The Ethnic Origin o f N ations, Oxford,
B lackwell, 1986, p. 2; Avishai Margalit y Joseph Raz, «National Self-Determination»,
Journal o f Philosophy, 87/9, 1990, p. 444; Yael Tamir, Liberal N ationalism , Princeton
University Press, 1993. En resumen, así como las culturas societarias son casi invariable
mente culturas nacionales, las naciones son casi sin excepción culturas societarias.
! 1 Para una visión global de la historia de los derechos lingüísticos en los Estados Uní -
dos y el trato diferenciado a los inmigrantes y a las minorías nacionales, véase Heinz
Kloss, The American B ilingual Tradition, Rowley Mass, Newbury House, i 977, y Bdward
Sagalin y Robert Kelly, «Polylingualism in the United States o f America: A Multitud of
Tongues amid a Monolíngual Majority», en Language Policy and National Unity, William
Beer y James Jacob (eds.), Totowa, Rowman And Allenheld, 1985, pp. 21 -44. Sobre la im
portancia que aún tiene el inglés en la política de inmigración, véase James Tollefson,
Allien Winds: the Reeducation o f america Js Indochinese Refugees, caps. 3-4, Nueva York,
Praeger, 1989.
12 Discuto si esto es justo o no en M ulticultural Citizenship, cap. 6.
13 Los indios americanos, los nativos hawaianos y los chícanos fueron incorporados a
la fuerza mediante conquista militar. Los esquimales de Alaska fueron incorporados cuan
do Rusia vendió Alaska a los Estados Unidos en el Tratado de Cesión de 1867. Los puer
torriqueños fueron incorporados cuando Puerto Rico fue cedido por España a los Estados
Unidos en 1898 tras la guerra hispano-norteamericana. En ninguno de estos casos presta
ron las minorías nacionales su consentimiento a la incorporación.
14 Para una revisión de los derechos de las minorías nacionales en los Estados Unidos
(y de su invisibilidad en la teoría constitucional y política dominantes), cfr. Sharon
O ’Brien, «Cultural Rights in the United States: a Conflict o f Valúes», L a w a n d Inequality
Journal, vol. 5,1987, pp. 267-358; Judith Resnik, «Dependent Sovereigns: Indian tribes,
States, and the Federal Courts», University o f chicago Law Review, vol. 56,1989, pp, 671-
759; Alexander Aleinikoff, «Puerto Rico and the Constitution: Conundrums and Pros-
pects», Constitutional Commentary, wo\. 11,1994, pp. 15-43.
ls De hecho, la diferencia entre inmigrantes y minorías nacionales puede observarse
dentro de la categoría de los «hispanos» en los Estados Unidos. Se dice de los inmigrantes
hispanos que no están interesados en aprender inglés o en integrarse en la sociedad angló-
fona. Esta es una percepción errónea que se deriva de la consideración de los hispanos
como una categoría única, confundiendo así las exigencias de las minorías nacionales his-
panoparlantes (puertorriqueños y chícanos) con los inmigrantes hispanopariantes que lle
garon recientemente de Latinoamérica. Si tomamos en consideración a los inmigrantes
hispánicos que llegan a los Estados Unidos con la intención de quedarse y convertirse en
ciudadanos, las evidencias demuestran que, como tantos otros inmigrantes, están decidi
dos a aprender inglés y a participar en el grueso de la sociedad. D e hecho, entre los inmi
grantes latinos, «la asimilación al grupo inglés tiene lugar más rápidamente ahora que
hace cien años», Rodolpho de la Garza y A. Trujillo, «Latinos and the Official English D e
bate in the United States», en David Schneiderman (ed.), Language and the State: the Law
and Politics ofldentity, Cowansviíle, Les Éditions Yvon Biais, 1991, p. 215. Obviamente,
esto no es válido para aquellos inmigrantes que no tienen expectativas de quedarse, por
ejemplo los refugiados cubanos de ios años sesenta y los inmigrantes mexicanos ilegales
en la actualidad.
16 Sagarin y Kelly, Polylingualism in the United States, pp. 26-27.
17 Ernest Baker, National Character and the Factors in itsform ation, Londres, Met-
huen, 1948, p. 248; cfr. Joseph Manzini, The D udes o fM a n a n d other essays, Londres,
J. M .,1907, pp. 51-52,176-177.
18 R. F. A. Hoernlé, South African Native Policy and the Liberal S p irit, Ciudad del
Cabo, Lovedale Press, 1939, p. 181.
19 J. S. Mili, Considerations on Representative G overnment, en Utilitarism, Liberty
and Representative Government, H. Acton (ed.), Londres, J. M. Dent, 1972, pp. 230 y 233.
20 T. H. Green, Lectures on the P rincipies o f Political O bligadon, Londres, Long-
man’s, 1941,pp. 130-131.
21 Para una exploración y una defensa detallada de esta afirmación, véase David Mi-
11er, On Nationality, Oxford, OUP, 1995.
22 Dworkin, M atter o f Principie, p. 231.
23 7¿>/¿.,p.228.
24 Ibid., pp. 230-233.
25 Ibid., pp. 228 y 231.
26 Margalit y Raz, National Self-Determinadon, p. 449.
27 Por ejemplo, Tamir, LiberalNationalism . He elaborado y defendido esa posición en
M ulticultural Citizenship, cap. 5.
28 John Rawls, Political Liberalism , Nueva York, Columbia University Press, 1933,
p. 222.
29 Ibid.,p. 277.
30 Merece la pena recordar que, si bien muchos inmigrantes florecen en .sujiuey.Q_pais,
existe un factor selectivo_.al respecto.. Es decir,.aquellos que.dec.iden desarraigarse.son.con
mayor probabilidad las personas que tienen un.vínculo.psic.olQgLco. más.débil.con su vieja
Imparcialidad y lo cívico-público.
Algunas implicaciones de las críticas
feministas a la teoría moral y política *
* En Seyla Benhabib y Drueilla Cornell (eds.): Teoría fem inista y teoría crítica. Ensayos
sobre la política de género en las sociedades de capitalismo tardío © Alfons el Magná-
nim-IVET. Valencia.
Existen razones plausibles para afirmar que la política emancipatoria de
bería definirse como aquella que cumplimenta los ideales políticos modernos
que han sido suprimidos por el capitalismo y las instituciones burocráticas.
No existe ninguna política emancipatoria contemporánea que quiera recha
zar la regla de ía ley en tanto que opuesta al capricho o a la costumbre o que
no suscriba el compromiso de preservar y profundizar las libertades civiles.
Además, es plausible que el compromiso con una sociedad democrática con
sidere que la teoría y la práctica políticas modernas son el inicio de la demo
cratización de las instituciones políticas, las cuales podemos profundizar y
extender a instituciones económicas y de otro tipo que no sean legislativas ni
gubernamentales.
No obstante, en este capítulo insto a los defensores de la política emanci
patoria contemporánea a que rompan con el modernismo en lugar de recupe
rar determinadas posibilidades extintas de ideales políticos modernos. Que
consideremos estar en continuidad o discontinuidad con la teoría y la práctica
políticas modernas desde luego sólo puede ser una elección, más o menos ra
zonable, dados ciertos presupuestos e intereses. Dado que la teoría y la prácti
ca políticas producidas entre el siglo x v m y el x x difícilmente constituyen
una unidad, que hace problemática incluso la frase «teoría política moderna»,
la teoría y la práctica políticas contemporáneas a la vez continúan y rompen
con determinados aspectos del pasado político de Occidente. Desde el punto
de vista de un interés feminista, sin embargo, la política emancipatoria impli
ca un rechazo de las tradiciones modernas de vida política y moral.
Las feministas no siempre creyeron esto, desde luego. Desde Mary Wolls-
tonecraft, generaciones de mujeres y algunos hombres urdieron un laborioso
argumento para demostrar que excluir a las mujeres de la vida pública y políti
ca moderna contradice la promesa democrática liberal de emancipación e
igualdad universales. Identificaban la liberación de las mujeres con la amplia
ción de los derechos civiles y políticos hasta que incluyeran a las mujeres en
los mismos términos que los hombres y con la entrada de las mujeres en la vida
pública dominada por los hombres sobre las mismas bases que éstos.
Después de que dos siglos de fe en que el ideal de igualdad y fraternidad
incluyera a las mujeres todavía no les haya traído la emancipación a éstas, las
feministas contemporáneas han comenzado a cuestionarse aquella fe 2. Los
últimos análisis feministas acerca de la teoría y la práctica políticas moder
nas argumentan cada vez más que los ideales del liberalismo y teoría del
contrato, tales como la igualdad formal y la racionalidad universal, están
profundamente marcados por el sesgo masculino acerca de qué significa ser
humano y la naturaleza de la sociedad3. Si la cultura moderna de Occidente
ha estado completamente dominada por el hombre, estos análisis sugieren
que hay pocas esperanzas de que un buen lavado de estos ideales haga posi
ble la inclusión de las mujeres.
Además, de ningún modo constituyen las mujeres el único grupo que ha
sido excluido de la premisa del liberalismo y el republicanismo modernos. En
el mundo mucha gente que no es blanca se maravilla de la hybris de un puña
do de naciones occidentales que han afirmado la liberación para la humani
dad al mismo tiempo que esclavizaban o sojuzgaban a la mayor parte del
mundo. Del mismo modo que las feministas no ven en la dominación
del hombre una mera aberración de la política moderna, muchos otros han
llegado a considerar el racismo como algo asimismo endémico a la moderni
dad4.
En este capítulo extraigo las consecuencias de dos ramas de las últimas
respuestas feministas a la teoría moral y política moderna, entrelazándolas.
La parte I se inspira en la crítica que hace Guilligan del supuesto de que una
«ética de los derechos» al estilo kantiano describa el estadio supremo de de
sarrollo moral, para las mujeres así como para los hom bres5. El trabajo de
Guilligan sugiere que la tradición deontológica de la teoría moral excluye y
devalúa la experiencia específica que las mujeres tienen de la vida moral, más
particularista y afectiva. En su clasificación, Guilligan mantiene, no obstante,
una oposición entre universal y particular, justicia y cuidados, razón y afecti
vidad, que considero que sus propias perspectivas claramente ponen en cues
tión.
Así, en la parte I argumento que una ética emancipatoria debe desarrollar
una concepción de la razón normativa que no oponga la razón al deseo y la
afectividad. Planteo este tema al cuestionar el supuesto de la tradición deon
tológica de la razón normativa como algo imparcial y universal. Argumento
que el ideal de imparcialidad expresa lo que Theodor Adorno denomina «una
lógica de la identidad que niega y reprime la diferencia». La voluntad de uni
dad expresada por este ideal de razón imparcial y universal genera una oposi
ción opresiva entre razón y deseo o afectividad.
En la parte II intento conectar esta crítica al modo en que la razón norma
tiva moderna genera oposición con las críticas feministas a la teoría política
moderna, particularmente tal y como es expuesto en Rousseau y Hegel. Sus
teorías hacen que el ámbito público del Estado exprese el punto de vista im
parcial y universal de la razón normativa. Sus expresiones de este ideal de lo
cívico público de ciudadanía descansan en una oposición entre dimensiones
pública y privada de la vida humana, que corresponde a una oposición entre
razón, por un lado, y el cuerpo, la afectividad y el deseo, por otro.
Las feministas han mostrado que la exclusión teórica y práctica de las
mujeres de lo universalista público no es un mero accidente ni una aberra
ción. El ideal de lo cívico público da muestras de una voluntad de unidad, y
precisa la exclusión de aspectos de la existencia humana que amenacen con
descomponer la estrecha unidad de formas rectas y honradas, en especial la
exclusión de las mujeres. Además, dado que el hombre en tanto que ciudada
no expresa el punto de vista imparcial y universal de la razón, alguien tiene
que preocuparse por sus deseos y sentimientos particulares. El análisis de la
parte II sugiere que una concepción emancipatoria de la vida pública puede
asegurar mejor la inclusión de todas las personas y grupos, no con la preten
sión de una universalidad unificada, sino promoviendo explícitamente la he
terogeneidad en lo público.
En la parte III sugiero que la teoría de la acción comunicativa de Haber-
mas ofrece la mejor dirección para el desarrollo de una concepción de la ra
zón normativa que no busque la unidad de una imparcialidad trascendente y
por ello no oponga la razón al deseo y la afectividad. Argumento, no obs
tante, que a pesar del potencial de su ética comunicativa, Habermas sigue
estando demasiado comprometido con los ideales de imparcialidad y uni
versalidad. Además, en su concepción de la comunicación reproduce la
oposición entre razón y afectividad que caracteriza a la razón deontológica
moderna.
Por último, en la parte IV esbozo algunas direcciones para una concep
ción alternativa de la vida pública. El lema feminista, «lo personal es políti
co», sugiere que no se deben excluir de la vida pública ni de la toma de deci
siones ninguna persona, acción o atributos de las personas, aunque la
autodeterminación de la privacidad sí debe mantenerse. De los nuevos ideales
de los movimientos políticos radicales contemporáneos de los Estados Uni
dos, derivo la imagen de una visión heterogénea de lo público, con dimensio
nes estéticas y afectivas así como discursivas.
¿Qué diferencia supone esa teoría del lenguaje para una concepción de la
razón normativa que se base en una teoría de la acción comunicativa? A mi
entender, las implicaciones de la concepción del lenguaje de Kristeva son que
la comunicación no está motivada únicamente por la intención de llegar al
consenso, a un entendimiento compartido del mundo, sino también, y más
básicamente todavía, por un deseo de amar y ser amado. Las modulaciones
de eros operan en los elementos semióticos de la comunicación, que cuestio
nan la identidad del sujeto en relación consigo mismo, con su pasado y su
imaginación y con los demás, en la heterogeneidad de su identidad. Las per
sonas no solamente escuchan, admiten y discuten la validez de las expresio
nes lingüísticas. Más bien nos vemos afectados, de forma inmediata y senti
da, por las expresiones del otro y por su forma de dirigírsenos.
Habermas tiene un lugar en su modelo de comunicación para hacer de los
sentimientos el sujeto del discurso. Sin embargo, en su teoría este discurso
del sentimiento es cuidadosamente apartado del discurso fáctico o normati
vo. En su concepción de la interacción lingüística no hay lugar para el senti
miento que acompaña y motiva a cualquier expresión lingüística. En las
situaciones reales de discusión, el tono de voz, la expresión facial, los gestos,
el uso de la ironía, la descripción incompleta o las hipérboles, sirven todos
ellos para llevar junto con el mensaje proporcional de la expresión lingüística
otro nivel de expresión que relaciona a los participantes en términos de atrac
ción o evitación, confrontación o afirmación. Quien habla no sólo dice lo que
quiere, sino que lo dice de forma excitada, enfadada, de forma ofendida o he
rida, etc., y no se debe pensar que esas cualidades emocionales de los contex
tos de comunicación sean prelingüísticas o no sean lingüísticas. Y sin embar
go, reconocer ese aspecto de las expresiones lingüísticas implica admitir la
irreductible multiplicidad y ambigüedad del significado. Lo que sugiero es
que para una ética feminista únicamente puede ser adecuada una concepción
de la razón normativa que incluya estas dimensiones afectivas y corporales
del significado.
La nuestra sigue siendo una sociedad que obliga a la privacidad a las per
sonas o a determinados aspectos de las personas. La represión de la homose
xualidad quizá sea el ejemplo más llamativo. En los Estados Unidos mucha
gente parece tener hoy la opinión liberal de que las personas tienen el dere
cho a ser homosexuales en la medida en que sus actividades sean privadas.
Llamar la atención en público sobre el hecho de ser homosexual, hacer exhi
biciones públicas de afecto homosexual o tan siquiera afirmar públicamente
las necesidades y derechos de los homosexuales provocan el ridículo y el
temor en mucha gente. Además, hacer de la heterosexualidad un asunto pú
blico, sugiriendo que la dominancia de los presupuestos heterosexuales es
unidimensional y opresiva, raramente podrá hacerse oír ni siquiera entre fe
ministas y radicales. En general la política contemporánea garantiza a todas
las personas la entrada en lo público a condición de que no reclamen derechos
o necesidades especiales ni llamen la atención sobre su historia o cultura par
ticulares y de que mantengan sus pasiones en lo privado.
Los nuevos movimientos sociales desarrollados en Estados Unidos en las
décadas de 1960,1970 y 1980 han empezado a crear una imagen de lo públi
co más diferenciada que se enfrenta directamente con el Estado supuesta
mente imparcial y universalista. Los movimientos de los grupos racialmente
oprimidos, con la liberación de los negros, los chícanos y los indios america
nos incluida, tienden a rechazar el ideal asimilacionista y a afirmar el dere
cho a la educación y a celebrar en público sus culturas y formas de vida ca
racterísticas, así como a formular demandas especiales de justicia que se
derivan de la supresión o devaluación de sus culturas, o compensaciones de
las desventajas en que los sitúa la sociedad dominante. También el Movi
miento de Mujeres ha pretendido desarrollar y fomentar una cultura caracte
rísticamente feminista en la que tanto las necesidades corporales específicas
de las mujeres como la situación de las mujeres en la sociedad dominada por
los varones exigen la atención pública de las necesidades especiales y las
aportaciones únicas de las mujeres. Los movimientos de los minusválidos,
los ancianos y el de liberación de los homosexuales hombres y mujeres han
producido todos ellos una imagen de la vida pública en la que las personas re
afirman su diferencia y hacen reclamaciones públicas para que sean satisfe
chas sus necesidades específicas.
Las manifestaciones en las calles, que en los últimos años han sido adop
tadas por la mayoría de estos grupos, así como por los grupos de obreros tra
dicionales y los defensores de la ecología y el desarme nuclear, en ocasiones
crean esferas públicas heterogéneas de pasión, juego e interés estético. Esas
manifestaciones se centran siempre en temas que se intenta que pasen a la
discusión pública, para que estos temas se discutan: se exigen cosas y se apo
yan esas exigencias. El estilo político de esos acontecimientos tiene, no obs
tante, muchos menos elementos discursivos: banderas alegremente decora
das con lemas irónicos o divertidos, teatro de choque o trajes que sirven para
hacer alusiones políticas, muñecos gigantes que representan ideas o a perso
nas, canciones, música, bailes. La liberación de la expresión pública no sólo
significa exaltar temas que anteriormente estaban privatizados abriéndolos a
la discusión pública y racional que considera el bien de los fines así como el
de los medios, sino también afirmar en la práctica de esas discusiones el lugar
que le corresponde tener a la pasión y al juego en lo público.
Conforme avanzaba la década de 1970, y los intereses y experiencias par
ticulares expresados por estos diferentes movimientos sociales fueron madu
rando en confianza, coherencia y comprensión del mundo desde el punto de
vista de esos intereses, se fue haciendo posible un nuevo tipo de lo público
que podría persistir más allá de una sola manifestación. Esta forma de lo pú
blico es expresada por la idea de una «Coalición del Arco Iris». Realizada en
cierta forma durante unos pocos meses en 1983 durante la campaña de Mel
King en Boston y en 1984 en la campaña de Jesse Jackson en algunas ciuda
des, es una idea de lo político público que va más allá del ideal de la amistad
cívica por la que se unen las personas con un propósito común en términos de
igualdad y respeto mutuo 47. Al incluir el compromiso para con la igualdad y
el respeto mutuo entre los participantes, la idea de la Rainbow Coalition pre
serva e institucionaliza específicamente en su forma de discusión organiza-
cional a los grupos heterogéneos que la constituyen. En este aspecto es total
mente distinta del ideal ilustrado de lo civil público (que aquí podría
encontrar su análogo en la práctica en la idea del «frente unido»). En tanto
que principio general esta idea de lo público heterogéneo afirma que el único
modo de asegurar que la vida pública no excluya a personas y grupos que ha
excluido en el pasado es hacer un reconocimiento específico de las desventa
jas de esos grupos e introducir sus historias específicas en lo público48.
Lo que he sugerido es que el ideal ilustrado de lo civil público como el lu
gar donde los ciudadanos se encuentran en términos de igualdad y respeto
mutuo es un ideal de lo público demasiado acabado y domesticado. Esta idea
de ciudadanía igual logra la unidad porque excluye la particularidad corporal
y afectiva, así como la historia concreta de los individuos que hacen que los
grupos no puedan entenderse entre sí. Una política emancipadora deberíafo-
mentar una concepción de lo público que en principio no excluyera a ninguna
persona, ni ningún aspecto de la vida de las personas, ni ningún tema de dis
cusión, y que alentara la expresión estética así como la discursiva. Puede que
en esa concepción de lo público el consenso y los criterios compartidos no
siempre sean el fin, sino el reconocimiento y apreciación de las diferencias,
en el contexto del enfrentamiento con el poder49.
Notas
1 John Keane, «Liberalism Under Siege: Power, Legitimaron, and the Fate o f Modern
Contract Theory», en Public Life in Late Capitalism; del mismo autor (Cambridge, Gran
Bretaña, Cambridge University Press, 1984), p. 253. Andrew Levine es otro escritor que
encuentra en Rousseau una alternativa emancipatoria al liberalismo. Véase «Beyond Justi-
ce: Rousseau against Rawls», Journal o f Chínese Philosophy, 4 ,1977, pp. 123-142.
2 Desarrollo el contraste entre compromiso con un humanismo feminista, por una par
te, y la reacción contra la creencia en la liberación de la mujer como la consecución de la
igualdad con los hombres en instituciones que han estado dominadas por los hombres en
mi artículo «Humanism, Gynocentrism and Feminist Politics», en H ypatia: A Journal o f
Fem inist Philosophy, 3, número especial de Women ’s Studies International Forum, 5,
1985.
3 La literatura sobre estos temas se ha hecho muy vasta. Mi comprensión de estos te
mas deriva de haber leído entre otras a Susan Okin, Women in Western Political Thougkt,
Princeton, Princeton University Press, 1978; Zillah Eisenstein, The Radical Future o f Li
beral Feminism, Nueva York, Longman, 1979; Lynda Lange y Lorrenne Clarck, The S e-
xism o f Social and Political Yheory, Toronto, University o f Toronto Press, 1979; Jean
Elshtain, Public M an, Private Woman, Princeton, Princeton University Press, 1981; Ali~
son Jaggar, Hum an Nature and Fem inist Politics, Totowa, NJ, Rowman and Allenheld,
1983; Carole Pateman, «Feminist Critiques o f the Public/Private Dichotomy», en
S. I. Benn y G. F. Gaus (eds.), Public and Private in Social Life, Nueva York, St Martin’s
Press, 1983,pp. 281-303; Hannah Pitkin, Fortune is a Woman, Berkeley, University o f Ca
lifornia Press, 1984; Nancy Hartsock, Money, Sex a n d Power, Nueva York, Longman
Press, 1983; Linda Nicholson, G ender and H istory, Nueva York, Columbia University
Press, 1986.
4 V ése Cornel West, P rophesy Deliverance, Filadelfia, Westminster Press, 1983; y
«The Genealogy o f Racism: On the Undrside o f Discourse», The Journal, The Society for
the Study o f Black Philosophy, 1,1, invierno-primavera 1984, pp. 42-60.
5 Carol Guilligan, In a Different Voice, Harvard, Harvard University Press, 1982.
6 El utilitarismo de Bentham, por ejemplo, supone algo parecido a un «observador
ideal» que ve y calcula la felicidad de cada individuo y las sopesa poniéndolas en relación
a unas con otras, calculando la suma general de su utilidad. Este ejemplo de calculador im-
parcial es como el del guardián del panopticon que Foucault considera expresivo de la ra
zón normativa moderna. El observador moral se eleva y es capaz de ver a todas las perso-
16* Im parcialidad y lo cívico-p ú b lico
ñas individuales en sus mutuas interrelaciones, al mismo tiempo que queda fuera de la ob
servación de éstos. Véase Foucault, Vigilar y castigar, México, Siglo XXI, 1982.
7 Bruce Ackerman, Social Justice in the Liberal State, New Haven, Yale University
Press, 1980.
8 Michael J. Sandel, Liberalism and theLim its o f Justice, Cambridge, CUP, 1982; cfr.
-Seyla Benhabib, «El otro generalizado y el otro concreto», cap. 4 de este volumen; véase
también Theodor Adorno, Negative Dialectics, Nueva York, Continuum, 1973, pp. 238-
239.
9 T. Adorno, «Introduction», en Adorno, Negative dialectics [ed. cast.: Dialéctica ne
gativa, Madrid, Taurus, 1986].
10 Roberto Unger identifica el problema de aplicar universales a los particulares en la
teoría normativa moderna. Véase Knowledge and Politics, Nueva York, The Free Press,
1974, pp. 133-144.
11 Thomas A. Spragens, Jr., The Irony o f Liberal Reason, Chicago, University o f Chi
cago Press, 198 l,p . 109.
12 La postura original de Rawls iba dirigida a la superación de este monologismo de la
deontología kantiana. Dado que por definición en la postura original cada cua! razona des
de la misma perspectiva abstraída, no obstante, de todas las particularidades de la historia,
el lugar y ia situación, la postura original es monológica en el mismo sentido que la razón
kantiana. Esto lo he argumentado en mi artículo «Toward a Critical Theory o f Justice», So
cial Theory and Practice, 7, 3, otoño 1981, pp. 279-30!; véase también Sandel, Libera
lism, pp. 59-64, y Benhabib, «El otro generalizado y el otro concreto» (véase cap. 4 de este
libro).
!3 Adorno, Negative D ialectics, pp. 242 y 295.
14 Para esta descripción me baso en una lectura de Jacques Derrida, De la gramatolo-
gía, Buenos Aires, Siglo XXI, 1971, además de en Dialéctica Negativa, de Adorno. D i
versos escritores han observado similitudes entre Adorno y Derrida a este respecto. Véase
Fred Dallmayr, Twilight ofSubjetivity: Contributions to a Post-Structuralist Theory ofPo-
litics, Amherst, University o f Massachusetts Press, 1981, pp. 107-114 y 127-136; y Mi
chael Ryan, M arxism andD om ination, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1982,
p p .73-81.
15 T, A Spragens, The Irony o f Liberal Reason, pp. 250-256.
16 Lawrence A. Blum, Friendship, Altruism andM orality, Londres, Routledge and
Kegan Pauí, 1980.
17 Ésta es una de las objeciones a la afirmación de que exista una «voz diferente» que
ha sido suprimida; véase Benhabib, «El otro generalizado y el otro concreto»; véase tam
bién Lawrence Bulm, «Kant’s and H egel’s Moral Rationalism: A Feminist Perspective»,
Canadian Journal o f Philosophy, 12, junio 1982, pp. 287-302.
18 Richard Sennett, The Fall o f Public M an, Nueva York, Random House, 1974 [ed.
cast.: E l declive del hom bepúblico, Barcelona, Península, 1978],
19 Véase Marshall Berman, A ll That fs Solid M elts Into A ir, Nueva York, Simón and
Schuster, 1982 [ed. cast.: Todo lo que es sólido se desvanece en el aire, Madrid, Siglo XXI,
1988].
20 Jürgen Habermas, «The Public Sphere: An encyclopedia Article», New Germán
Critique, 1,3, otoño 1974, pp. 49-55.
21 Sennett, The Fall o f Public M an, cap. 4.
22 Véase Joan Landes, «Woman and the Public Sphere: The Challenge o f Feminist
Discourse», artículo presentado como parte del Coloquio del Instituto Bunting, abril 1983.
23 Charles Ellison, «Rousseau’s Critique o f Codes Speech and Dress in Urban Public
Life: Implications for His Political Theory», University o f Cincinnati, inédito.
24 Judith Shklar, Men and Citizens, Cambridge, CUP, 1969.
25 Véase Z. A. Pelczynslci, «The Hegelian Conception o f the State», en Pelczynski
(ed.), H egel’s Political Philosophy: Problems and perspectivas, Cambridge, CUP, 1971,
pp. 1-29, y Antohony S. Walton, «Public and prívate ínterests: Hegel on Civil Society and
the S tate», en Benn y Gaus (eds.), Public and Prívate in Social Life, pp. 249-266.
26 Hay muchos textos en los que Marx hace este tipo de afirmaciones, como en «La
cuestión judía» y en «Crítica al programa de Gotha». Para ía discusión de estos puntos
véase Shlomo Avineri, The Social and Political Thought o fK a rl M arx, Cambridge, CUP,
1968, pp. 41-48.
27 Para análisis feministas de Hegel, véanse las obras de Okin, Einstein, Eishtain, Lan-
ge y Clark, citadas en la nota 3. Véase también Joel Schwartz, The SexualPolitics o fje a n -
Jacques Rousseau, Chicago, University o f Chicago Press, 1984.
Véase Genevieve Lloyd, The M an o fR ea so n : «M ale» and «Female» in Western
Philosophy, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1984; Lynda Gíennon, Women
and dualism , Nueva York, Longman, 1979.
29 Nicholson, Gender andH istory.
30 Eisenstein afirma que el estado moderno depende de la familia patriarcal; véase
The Radical Future.
21 Ronald Takaki, Iron Cages: Race and Culture in Nineteenth Century A m erica,
Nueva York, Knopf, 1979.
32 Jürgen Habermas, The Theory o f Communicative Action, vol, 1, Reason andR atio-
nalization o f Society, Boston, Beacon Press, 1983, p. 19. En la nota al pie de este pasaje
Habermas conecta explícitamente este presupuesto a la tradición de ía teoría moral inten
tando articular el «punto de vista moral» imparcial.
33 Richard Bersntein sugiere que Habermas vacila entre una interpretación trascenden
tal y una interpretación empírica de este proyecto en muchos aspectos. Véase Beyond Obje-
tivism and relativism, Filadelfia, University OfPennsylvania Press, 1983, pp. 182-196.
34 Habermas, Theory o f Communicative A ction, vol. 1, pp. 91 -93.
35 Seyla Benhabib, «Communicative Ethics and Moral Autonomy», presentado en la
Asociación Filosófica Americana, diciembre 1982.
36 Habermas, Theory o f Communicative Action, vol. 1, pp. 115 y 285-300.
37 lb id .,y . 100.
38 Ibid., p.307.
39 Aquí pienso particularmente en ía discusión de Rousseau que hace Derrida en D e la
gramatología. He tratado estos temas con mayor detalle en el artículo «The Ideal o f Com-
munity and the Politics o f Difference», inédito.
40 Para las críticas a los supuestos de Habermas sobre el lenguaje desde un punto de
vista derrideano, que argumentan que éste no da cuenta de la diferencia en la significación
que genera lo no decidible y la ambigüedad, véase Michel Ryan, M arxism and D econs-
truction, Baltimore, John Hopkins University Press, 1982; Dominick LaCapra, «Haber-
mas and the Grounding o f Critical Theory», H istory and T h eo ry, 1977, pp. 237-264.
41 John Keane, «Elements o f Socialist Theory o f Public Life», en Keane, Public Life,
pp. 169-172.
42 Habermas, Theory o f Communicative Action, vol. 1, p. 331.
43 Julia Kristeva, Revolution in Poetic Language, Nueva York, Columbia University
Press, 1984, University Press, 1980, pp. 124-147.
16. I ni p a rd a H o a d y lo d v ic o -p ó b ti co
Los modelos dominantes de orden social son tan conocidos — incluso cuando
sus principios guía no son a menudo explicitados— que podemos pasar por
ellos rápidamente. Cada uno de ellos tiene postulada su integridad, autono
mía y tendencia hacia el equilibrio y la reproductibilidad. Cada uno tiene sus
propiedades y procesos distintivos, y cada uno corresponde a aspectos distin
tivos de la condición humana. En la tabla 1 hemos presentado esquemática
mente doce elementos que podría decirse que abarcan cualquier comprensión
amplia, aunque radicalmente simplificada, del orden social, y a continuación
hemos sugerido las diferentes «respuestas» que pueden ofrecer los tres mo
delos clásicos. Debido a que el modelo del mercado ha sido ampliamente uti
lizado para explicar la estructura, no sólo de la distribución competitiva de
bienes materiales y servicios de acuerdo con las preferencias del consumidor
en una economía capitalista, sino también para explicar la interacción com
petitiva entre partidos políticos a la búsqueda de las preferencias de voto en
elecciones democráticas, hemos dividido esta columna en dos subrutinas pa
ralelas del mercado económico y el político.
En el núcleo de los diferentes presupuestos acerca de actores, condicio
nes, medios, recursos, reglas de decisión, líneas de división, tipos de bienes y
fundamentos normativo-legales se encuentran las preguntas centrales y con
trovertidas acerca de qué motiva a los individuos en cargos superiores y su
bordinados a implicarse en la acción social y qué les hace respetar y aceptar
los resultados colectivos que se siguen de sus esfuerzos por obtener sus satis
facciones específicas. En la comunidad ideal, los jefes, notables, líderes, etc.,
desean la estima de sus seguidores, mientras que los últimos buscan un senti
do de pertenencia y de participación en el grupo en tanto tal. Juntos satisfacen
sus necesidades mutuas de existencia afectiva compartida y de identidad co
lectiva distintiva. En el mercado económico/electoral perfecto, los empresa
rios económicos/políticos buscan maximizar sus beneficios/apoyo electoral,
a cambio de lo cual sus consumidores/votantes se espera que estén contentos
con los beneficios materiales que surgen de la competencia/impacto sobre la
política pública de la «voz» electoral. El acuerdo es legitimado por una mayor
prosperidad económica de los públicos consumidores y una mayor responsa
bilidad de las elites gobernantes que la obtenible de otra manera. Por último,
en la burocracia estatal ideal-típica, las decisiones de distribución son reali-
zadas'a través de la ejecución de políticas públicas, con el respaldo último del
monopolio del Estado sobre la coacción legítima, por funcionarios que se afa
nan en satisfacer sus intereses dominantes, de ascender en la carrera y de es
tabilidad burocrática, sobre sujetos que se afanan en evitar el castigo; ambos
hacen lo dicho minimizando los riesgos y maximizando la predecibilidad me
diante el seguimiento de reglas y procedimientos acordados. El sistema «fun
ciona» si tiene éxito al proteger a todos los actores de la dominación por acto
res externos y al conseguir tratamiento equitativo y predecible para todos.
Ninguno de estos órdenes es intrínsecamente armonioso o libre de con
flicto. Todos ellos tienen inscrita una línea axial de división que es fuente de
constante tensión lo mismo ocurre con otras muchas diferenciaciones que
pueden surgir de forma más episódica. Las comunidades tienen el problema
general de ocuparse de las relaciones entre miembros nativos y «extranjeros»
que de alguna manera aparecen en medio de ellas o que desean hacerlo; los
mercados económicos han de ocuparse del conflicto básico de interés entre
vendedores y compradores (de productos al igual que de fuerzas de produc-
1. p r i n c i p i o guía de coordi Solidaridad espontánea Competición dispersa Control jerárquico
nación y distribución
2. a c t o r e s predominantes, Familias Compañías/partidos Organismos burocráticos
modales, colectivos Clanes, linajes, municipios, Empresarios/ políticos, consu Sujetos (contribuyentes, respetuosos de la ley,
Otros ACTORES localidades, asociaciones midores y trabajadores/vo reclutas, etc.), funcionarios, clientes, deman
tantes dantes
3. c o n d i c i o n e s para el ac Estatus de miembro adscribi- Capacidad de pago/derecho de Autorización legal, «jurisdicción»
ceso e inclusión de los ac ble voto
tores
4. Principal MEDIO DE IN Estima Dinero/votos Coacción
TERCAMBIO
5- Principal PRODUCTO DEL Pactos Contratos/ apoyos Regulación autorizada
INTERCAMBIO
6. r e c u r s o s (s ) p r e d o m i Respeto, confianza, estatus Racionalidad instrumental, v i Control legítimo de los medios de coacción, dis
n a n te ^ ) heredado sión de empresa económi tribución por la autoridad de los cargos, expe
ca/política riencia legal y administrativa, corrección pro-
cedimental
7. m o t i v o ( s ) principales de Estima de los seguidores Beneficio/victoria electoral Avanzar en la carrera, estabilidad burocrática
los actores superordina- Pertenencia al grupo, deseo de Beneficio material/ej ere icio Miedo al castigo
rios compartir valores en común de la «voz» «Minimización del riesgo»
m o t i v o ( s ) principales de «Satisfacción de la identidad» «Maximización de la ventaja» «Maximización de la predecibilidad»
los actores subordinados «Coalición ganadora mínima»
m o t i v o s / i n t e r e s e s co
munes
ción, por ejemplo, capital y trabajo), del mismo modo que los mercados polí
ticos han de hacerse cargo de las demandas en conflicto de partidos y votan
tes; los estados están divididos por la disputa permanente acerca de los privi
legios que los gobernantes se arrogan para sí y las obligaciones que imponen
sobre los gobernados. Presumiblemente, no obstante, estas líneas de división
son al menos contenibles, si no solubles, en tanto cada orden aplique y respete
sus propias reglas de decisión. Las comunidades pueden mediante consenti
miento común incorporar extranjeros en sus filas — si están correctamente
socializados— o pueden expulsarlos si se comportan de forma impropia. Los
mercados de bienes y servicios, respondiendo mediante inversiones a las pre
ferencias de los consumidores, pueden proporcionar un óptimo de Pareto de
distribución de recursos que dé a todos los participantes un máximo posible
de satisfacción, o mediante salarios aceptables inducir a los trabajadores y
consumidores a consentir los derechos de propiedad de capitalistas y produc
tores. En el mercado electoral, los vencedores por mayoría pueden ganar el
consentimiento contingente de los perdedores minoritarios asegurándoles
que las futuras contiendas se dirimirán con limpieza y que podrían dar como
resultado un revés de fortuna respecto a quién ocupe el poder y qué política se
haga. Los estados pueden mitigar efectivamente las tensiones entre gober
nantes y gobernados siguiendo procedimientos reconocidos en el estableci
miento de prerrogativas para cargos y beneficios y sentenciando con limpieza
y autoridad todas las disputas que puedan surgir.
Las principales amenazas a la integridad, persistencia y legitimidad de es
tos tres órdenes no vienen, probablemente, de dentro sino de fuera. Los con
flictos más agudos y potencialmente destructivos se generan cuando los prin
cipios, actores, medios de intercambio, recursos, motivos, reglas de decisión
y líneas de división de los diferentes «órdenes» compiten unos con otros
por la lealtad de determinados grupos, por el control de recursos escasos, por
la incorporación de nuevos temas, por la definición de las reglas que regulan
los intercambios entre ellos, etc. La política con, o dentro de, los órdenes res
pectivos es una cosa; la política entre ellos es cosa bien distinta.
No pueden evitarse esos conflictos dramáticos e inciertos. Bajo las condi
ciones descritas generalmente como «modernidad», los tres órdenes de la co
munidad, el mercado y el Estado han llegado a depender unos de otros y a ser
afectados cada vez más por los problemas no resueltos y externalidades de
cada uno de los otros, Las comunidades sin Estado existían en el pasado, pero
quedan pocas, del mismo modo que es difícil imaginar incluso a la más aisla
da o autoencapsulada comunidad que no extraiga alguno de sus recursos de
intercambios económicos comercializados. Como han señalado innumera
bles analistas, las relaciones de mercado capitalistas pueden ser autodestruc-
tivas sin la persistencia de algún grado de confianza, deferencia, estima y
consentimiento enraizados en prácticas comunitarias, e incluso podrían no
existir si la autoridad pública no estuviera presente para asegurar el cumpli
miento de los contratos —por no mencionar la miríada de otros servicios que
el Estado moderno pone a disposición de productores y consumidores, capi
talistas y trabajadores. Incluso el más ideal-típico Estado burocrático, sea
cual sea su conexión con un sistema de partidos y un mercado electoral com
petitivo, abierto, debe depender del desenvolvimiento de su economía (y cre
cientemente de otras economías) para generar los recursos financieros nece
sarios para proteger su «control legítimo sobre los medios de coacción» y
para remunerar a aquellos que ocupen sus cargos de coordinación imperativa
y de distribución por la autoridad. No importa lo «formal-racional» que pue
da parecer el aparato administrativo de un Estado la eficacia de sus decisiones
cotidianas depende en manera sustancial de la conformidad voluntaria y de la
identificación socializada de sus sujetos, que la asocian con una nación par
ticular, un grupo étnico, una religión o una «comunidad de destino». En los
momentos de crisis, especialmente, que exigen un sacrificio y un esfuerzo ex
cepcionales, los estados recurren a su «cuenta de comunidad», al igual que a
sus recursos económicos y a su apoyo plebiscitario. Por tanto, de manera cre
ciente, las sociedades modernas se encuentran enredadas en los intersticios
que hay entre los tres «órdenes». Después de lamentar la «decadencia de la
comunidad», la atención se ha concentrado en la «politización y regulación
burocrática de la economía». Más recientemente, hemos tomado conciencia
de los «límites del poder del Estado» frente a los ajustes del mercado y las
identidades comunitarias. Una forma en la que estas sociedades «enredadas»
se las han arreglado con esta situación ha sido generando una creciente varie
dad y número de instituciones de un nuevo tipo para intermediar entre las de
mandas en conflicto de estos órdenes establecidos. Como parte de este es
fuerzo por controlar las externalidades de los tres órdenes clásicos, las
sociedades industriales avanzadas han redescubierto y comenzado a revivir
una cuarta, añadida, base de orden: las asociaciones y la concertación orga-
nizacional. Este desarrollo no ha sido guiado por un principio omniabarcante,
reconocible o justificado poruña ideología de conjunto. Más bien consiste en
respuestas dispares, desiguales y pragmáticas a disfunciones y conflictos par
ticulares. El modelo emergente es, por tanto, confuso y tentativo, y no está del
todo claro si de hecho se consolidará o si resultará ser nada más que un con
junto surtido de respuestas ad hoc, temporales y contingentes, a crisis y suce
sos efímeros. En lo que sigue, intentaremos describir y analizar los principios
que subyacen a este modelo en la medida en que podemos discernirlos.
5. Principal p r o d u c t o d e i n Pactos
te r c a m b io
6. r e c u r s o ( s ) predominante(s) Acceso garantizado, contribución obligatoria, per
tenencia como miembro, foros institucionalizados
de representación, centralización, alcance de con
junto, jurisdicción y control sobre la conducta de
los miembros, tareas delegadas, confianza inter-or-
ganizacional
7. Principal(es) m o t í v o ( s ) de Expansión del rol organizacional, desarrollo orga
los actores superiores nizacional, ascenso en la carrera
Principales m o t i v o ( s ) de los íncertídumbre aminorada, contribuciones propor
actores subordinados cionales
c á l c u l o / m o t i v o común «Satisfacción de intereses» (minimizadores-maxi-
mizadores)
8. Principal(es) r e g l a ( s ) d e Paridad en la representación, regulación proporcio
d e c is ió n nal, consentimiento concurrente
■9. t i p o d e b i e n e s modales pro Bienes categóricos
ducidos y distribuidos
10. Principales l í n e a s d e d i v i Miembros versus líderes asociacionales versus interlo
s ió n cutores (del Estado)
Otras d i v i s i o n e s Incluidos versus excluidos (movimientos sociales)
Bien organizados versus no tan bien organizados
Asociaciones arraigadas versus asociaciones rivales
Sobrerrepresentados versus infrarrepresentados
Segmentos mayoritarios versus segmentos minoritarios
Intereses nacionales versus intereses regionales versus
intereses locales (partidos, empresas independientes,
representantes de las comunidades, notables locales)
11. f u n d a m e n t o n o r m a t iv o - Pacta sunt servanda, libertad de asociación
legal p r e d o m in a n te
12. Principaí(es) r e c o m p e n s a ( s ) Menor explotación de clase; distribución más sim é
trica de los beneficios; mayorpredecibilidady esta
bilidad de los resultados socioeconómicos (paz so
cial)
Es al dirigirnos hacia las «condiciones de posibilidad» cuando se pone
más de manifiesto lo distintivo de la acción corporativa-asociativa, especial
mente en contraste con las teorías pluralistas de la política de presión. Durante
algún tiempo la forma predominante de analizar la acción asociativa colectiva
descansaba sobre una intranquilizante amalgama de modelos de la comunidad
y el mercado. De acuerdo con ella, los «grupos de interés» irrumpían en la
existencia «naturalmente» y actuaban autónomamente sobre la base de una
unidad de normas compartidas y definiciones de interés —ambos presupues
tos comunitarios. Atraían miembros de forma voluntaria, se conformaban en
unidades múltiples, solapadas, entraban en cambiantes «paralelogramos de
grupos de fuerzas» según el tema del día, usaban cualquier medio que sirviera
para obtener los mejores resultados inmediatos y ganaban una influencia apro
ximadamente proporcional a la intensidad de sus preferencias y a la magnitud
de sus recursos, todo ello características del tipo de relaciones de mercado. El
paradigma neocorporativo que surgió en la ciencia política europea a media
dos de los setenta atacó frontalmente estos presupuestos. Primero, el asalto se
hizo en gran medida sobre apoyos descriptivos, mostrando que los presupues
tos de pluralismo no se ajustaban a estudios recientes sobre la política de las
sociedades industriales/capitalistas avanzadas. Sólo más tarde, después de
mucha reflexión conceptual e investigación empírica, comenzó a crecer la
convicción de que las condiciones que permitían a las asociaciones de interés
entrar y ser incluidas en determinados juegos de influencias son tan específi
cas, y las reglas de esos juegos tan distintivas, que podían constituir una lógica
separada de la acción colectiva y del orden social.
En una primera aproximación, esa lógica puede ser caracterizada de la si
guiente manera. En el orden de una comunidad, las preferencias y elecciones
del actor están basadas interdependientemente sobre normas compartidas y
sobre la satisfacción producida en común. En un orden de mercado, se supo
ne que las acciones de los competidores son independientes puesto que nin
guna acción individual puede tener un efecto determinante y predecible so
bre una consiguiente asignación de satisfacciones. En un orden estatal, los
actores son dependientes de la coordinación jerárquica que hace sus eleccio
nes heterogéneamente determinadas y asiméticamente predecibles de acuer
do con la estructura de la autoridad legítima y de la capacidad coactiva. En un
orden corporativo-asociacional, los actores son contingentemente o estraté
gicamente interdependientes en el sentido de que las acciones de los colecti
vos organizados pueden tener un efecto determinante y predecible (positivo o
negativo) sobre la satisfacción de los intereses de otras colectividades, y esto
les induce a buscar pactos relativamente estables. Para alcanzar este estadio,
las asociaciones de interés contratantes han de haber obtenido algún grado de
simetría en sus recursos respectivos, especialmente en su capacidad para re
presentar los intereses y controlar la conducta de sus miembros (y cuando sea
necesario de independientes de fuera), y un monopolio efectivo de su estatus
como intermediarios en una clase, sector o profesión dadas. En tanto las aso-
ciaciones de interés estén fragmentadas en comunidades rivales, organiza
das en mercados solapados y en competición de miembros y/o recursos,
sean completamente dependientes del apoyo voluntario de sus miembros
o sean manipuladas desde arriba por la autoridad del Estado, las condiciones
de posibilidad del orden corporativo-asociativo no existen.
El medio o «divisa» del modelo asociativo consiste predominantemente
en el reconocimiento mutuo de estatus y prerrogativas. Por supuesto, grupos
concertados pueden dar lugar a sostener en determinados temas solidaridades
consuetudinarias, recursos monetarios, votos en bloque e incluso amenazas
de coacción caso de romperse un proceso de negociación, pero, fundamental
mente, se hacen demandas unos a otros — informando al otro sobre la magni
tud e intensidad de sus preferencias y del rumbo probable de sus acciones si
no se alcanza acuerdo y ofreciendo a cambio de la satisfacción de estos intere
ses la entrega de la conformidad de sus miembros. Este cambio político, por
utilizar una expresión que ha ganado un considerable auge en Italia, depende
obviamente de si las condiciones de posibilidad, mínimas, se han satisfecho,
pero su eficacia se realza notablemente si, como resultado de reiterados inten
tos de concertación, las asociaciones participantes adquieren nuevos recursos.
Muchos de aquellos recogidos bajo este rótulo en la tabla 2: acceso garanti
zado, contribución y/o afiliación obligatoria, foros institucionalizados de re
presentación, coordinación centralizada, alcance de conjunto, jurisdicción y
control sobre la conducta de los miembros y tareas delegadas de ejecución po
lítica, dependen de forma crucial de la respuesta de un interlocutor clave, a
saber, el Estado, que ha de estar dispuesto y ser capaz de utilizar su recurso
clave: el control legítimo sobre la coacción y la asignación mediante autori
dad de cargos, para promover y/o proteger tales desarrollos. La «estructura
motivacional» de la asociabilidad corporativa es, quizá, no tan distintiva como
muchos otros de sus atributos, al menos para los actores superiores. Al igual
que sus confréres en los organismos estatales, sus motivos deben estar deter
minados en gran medida por los imperativos del contexto formal organizacio
nal dentro del cual operan y del cual extraen sus recursos. En el centro de
éstos hay deseos de desarrollo organizacional, de expansión, de estabilidad y
de autonomía estratégica (Schmitter y Streeck, 1981). Finalmente, esto debe
ría llevar a una profesionalización de la gestión dentro de las asociaciones en
interacción y a una consiguiente decadencia en su dependencia del apoyo vo
luntario y del liderazgo elegido.
Los motivos de los actores subordinados (esto es, los miembros) son más
difíciles de discernir puesto que son obligados a renunciar a lo que a menudo
pueden ser posibilidades oportunísticamente atractivas para actuar indivi
dualmente o a través de grupos menos formales, a cambio de aceptar estar li
mitados por obligaciones de compromiso, a más largo plazo y más generales,
negociadas para ellos por sus respectivas asociaciones de clase sectoriales o
profesionales. Esto puede ser menos problema para categorías de interés en
las que los actores individuales son muy débiles y dispersos (por ejemplo,
granjeros, trabajadores, pequeños burgueses), pero puede plantear un serio
desafío en aquellas categorías en las que «ir por libre» a través del poder del
mercado o de la influencia del Estado es un alternativa promisoria (por
ejemplo, capitalistas y algunas profesiones privilegiadas). Presumiblemen
te, lo que motiva una conformidad subordinada a los pactos negociados aso-
ciacionalmente es la menor incertidumbre acerca de los resultados agrega
dos y la mayor garantía de recibir aproporcionalmente una participación
más «equitativa» de lo que esté en disputa. Si se añade a éstas la probabili
dad de que ciertas condiciones de la realización macrosocietal (por ejem
plo, en tasas de inflacción, desempleo y huelgas) serán mejores en socieda
des cuyos mercados hayan sido domesticados por la acción asociativa,
entonces tenemos una razón aún mayor para entender la conformidad de los
miembros. Básicamente, lo que parece suceder es un cambio en la racionali
dad de la elección social. En las comunidades, el cálculo descansa en la sa
tisfacción de la identidad; en los mercados, económicos o políticos, en la
maximización de la ventaja/construcción de coaliciones mínimas vencedo
ras; en los estados, en la minimización del riesgo y en la maximización de la
predecibilidad. Por lo que las asociaciones se esfuerzan en un orden corpo
rativo es algo más prosaico, pero bastante racional dada la complejidad es
tructural y la sobrecarga informal de la sociedad moderna, a saber, por satis
fa cer intereses. Por medio del ajuste mutuo deliberado y de la interacción
constante, estos actores amplios, privilegiados monopolísticamente, evitan
la tentación de explotar al máximo ventajas momentáneas y el peligro de
acabar en la peor situación posible. En suma, evitan el dilema del prisionero
a través de la confianza inter-organizacional respaldada por lo que más ade
lante llamaremos «gobierno del interés privado». El precio de esto es un lar
go proceso de deliberación y una serie de segundas mejores soluciones
comprometidas que a menudo son difíciles de justificar sobre bases estéti
cas o normativas.
Las comunidades deciden por conformidad unánime, los mercados, por
las preferencias del consumidor o de la mayoría, y los estados, por adjudica
ción mediante autoridad y certificación imperativa. Las asociaciones corpo
rativas deciden mediante una complicada formulae que comienza con la
paridad en la representación (al margen de los miembros o del ejercicio fun
cional), opera a través de un proceso de ajustes secuenciales proporcionales
basados tanto en «partir la diferencia» como en acuerdos de «paqueteo» y
después ratifica el pacto final mediante la conformidad concurrente. Todo
esto lleva tiempo y es vulnerable a ataques sustantivos y normativos proce
dentes de fuentes comunitarias, del mercado y del Estado. Normalmente, las
deliberaciones se tienen de forma informal y secreta en un esfuerzo por ais
larlas en lo posible de presiones exteriores o de los disidentes dentro de las
propias filas asociacionales. El «sopesamiento» de influencias y el consi
guiente cálculo de justicia proporcional o equidad implican, a menudo, crite
rios arbitrarios y procesos misteriosos —-nada que ver con las pulcras reglas
de decisión de la unanimidad solidaria, la soberanía del consumidor, la ma
yoría mínima vencedora o el decreto de la autoridad característicos de los
otros órdenes. Estos elementos de no responsabilidad ciudadana y desigual
dad proporcional — combinados con la naturaleza inevitablemente compro
metida de las decisiones tomadas— pueden crear un «déficit de legitimidad»
bastante serio y exponer las estructuras corporativas-asociativas a desafíos
normativos por los proponentes de los órdenes rivales de la comunidad, el
mercado y el Estado3.
El último elemento estructural que necesitamos discutir en esta descrip
ción exploratoria de orden social asociativo ideal-típico son sus líneas de di
visión. Aquí, la configuración principal es tripolar en lugar de bipolar, como
en los otros tres órdenes. Los líderes asociacionales se encuentran escindi
dos, en conflicto, por un lado, con sus miembros, y con sus interlocutores
(estatales), por otro. Mientras el comportamiento y los intereses de los
miembros están fuertemente condicionados por las fuerzas en competición
del mercado, los funcionarios del Estado están preocupados en primer lugar
por apoyar y hacer avanzar las capacidades jerárquicas coordinativas y la ju
risdicción burocrática del Estado. Esto no los deja necesariamente, en me
dio, con mucho margen de maniobra. Puede ocurrir que las fuerzas econó
micas del mercado se muestren demasiado fuertes como para ser contenidas
por el compromiso asociacional; o que la contienda electoral lleve al poder a
partidos que representan intereses «verdaderos» de los ciudadanos que des
mantelarán el gobierno asociacional; o que los funcionarios del Estado, sus
picaces ante la delegación excesiva de «su» autoridad a las asociaciones que
no pueden controlar por completo, sencillamente las ilegalizan (por no men
cionar el hecho de que, en algunos países, los tribunales pueden declarar ile
gales los pactos asociacionales por la constitución o por las leyes antimono
polios). Podría ser cuestión, tan sólo, de cuál de éstos aparece primero:
capitalistas oportunistas, trabajadores movilizados radicalmente, votantes
ultrajados, ofendidos funcionarios del Estado (o estrictos jueces constructi-
vistas). Además, el orden corporativo-asociativo también tiene numerosas
líneas secundarias de división de las que ocuparse, y no es la de menor im
portancia de ellas la que hay entre aquellos intereses que están organizados
dentro de él y aquellos, menos organizados o menos definibles funcional
mente, que son excluidos de él.
El Estado
El mercado
Los gobiernos privados no eliminan la competición per se. En todos los paí
ses occidentales las normas legales acerca de la «limitación del comercio»
imponen restricciones a las asociaciones que interfieren en el mercado. En
principio, al menos, los sujetos de gobiernos privados son libres de implicarse
en relaciones contractuales unos con otros y con miembros de otros grupos.
La autorregulación del grupo se ocupa de las precondiciones no contractua
les, no de la sustitución de los contratos privados. Es verdad que la autorre
gulación, al igual que la regulación del Estado, a menudo se extiende al
contenido sustantivo de los contratos de derecho privado; pero también es
verdad, incluso en el mercado de trabajo, que siempre queda un área signifi
cativa de discreción para las partes contratantes (deriva de salario) que está
protegida de la interferencia asociativa.
El orden del mercado sigue presente también en un sentido político. La
aparición del gobierno de interés privado está íntimamente relacionada con
la adquisición por antiguas asociaciones «voluntarias» de interés de privile
gios organizacíonales que las protegen de la competición por miembros y re
cursos. El elemento de «monopolio» de interés político que es inherente a
tales situaciones debe ser visto, no obstante, con perspectiva. Incluso las
asociaciones con afiliación obligatoria, tales como las cámaras de comercio
continentales, dependen de manera significativa de las contribuciones volun
tarias y de la conformidad voluntaria de sus miembros. El rechazo a partici
par en los cuerpos asociacionales y a apoyar las políticas asociacionales si
gue siendo una fuerte sanción a disposición de la afiliación. La autoridad de
los gobiernos de interés privado para imponer, incluso cuando es fuerte, nun
ca es tan fuerte como para eximir por completo a las organizaciones de la ne
cesidad de movilizar, sobre una base voluntaria y en competición con otras
Woiígang Streeck y Fhllippe C Schm itter
La comunidad
Conclusión
Notas
1 En realidad, seria más preciso denominarla «asociación corporativa» puesto que difiere
de forma significativa de la «asociación voluntaria» que la ha precedido en la teoría social
y política. Si el concepto «corporación» no hubiera sido ya apropiado para utilizarse en la
descripción de un tipo particular de institución del mercado, habríamos preferido utilizar
tal término. Estuvimos tentados de inventar un nuevo nombre, «la corporativa», para re
emplazar «la asociación», pero desistimos de hacerlo sobre la base de que ya hay dema
siados neologismos en este tipo de campo y de que sería, en cualquier caso, probablemente
confundido con «la corporación» o la «cooperativa».
2 Un argumento parecido ha sido ofrecido por Colin Crouch (1981), en un texto del
que el presente se ha beneficiado mucho.
3 Para una discusión más detallada de los problemas de legitimación de un orden cor-
porativo-asociativo, véase Schmitter (1983).
4 Parte de la literatura relevante ha sido recensionada por Olsen (1981), bajo la etique
ta de «participación organizacional integrada en el gobierno». Conceptos afines — para
cada uno de ios cuales hay una lista infinita de publicaciones— son «gobierno paraesta
tal», «conexión público-privado», «cuasi ONGs», etc. Es imposible citar todos o la mayo
ría de los estudios que de una u otra manera han influido en las ideas presentadas en este
artículo. Una lista de estudios empíricos recientes sobre las asociaciones de interés como
contribuidoras a la política pública y al orden social incluyen: Ackermann (1981) y otros
informes de investigación del Forschungsprojekt Parastaatliche Verwaltung en la E idge-
nossische Technische Hochschule, especialmente los números 5 , 1 , 9 , 12 y 13; Boddewyn
(1981a); Coleman y Jacek (1983); Grant (1983a); Jacobson(1983); Ronge (1980); y Stre-
eck (1983b).
5 Que es posible es admitido incluso por un crítico tan formidable de las «coaliciones
distribucionales» como Mancur Olson: «A veces hay [...] situaciones en las que los miem
bros de organizaciones de interés especial buscan incrementar su eficiencia social porque
podrían hacerse como consecuencia con la parte del león; esto acontece cuando las organi
zaciones de interés especial proporcionan un bien colectivo a sus miembros que incremen
ta su producción de eficiencia y también cuando hacen que el gobierno proporcione algún
bien público que genera más ganancias que costes, pero que beneficia principalmente a
aquellos pertenecientes al grupo de interés especia!» (Olson 1982: 46).
6 Éste parece ser e! problema central del «Estado» en el reciente libro de Mancur 01-
son, The Rise and Decline ofN ations. Mientras Olson demuestra de forma convincente la
superioridad asignativa de la libre competencia, su sofisticado conocimiento de las políti
cas de interés le previene de aliarse con economistas como Milton Friedman en su llamada
a favor de un Estado liberal de laissez-faire. Olson es profundamente consciente de que el
orden de mercado libre para seguir siendo líbre necesita una constante y vigorosa inter
vención del Estado. Incluso llega a decir que «la ausencia de intervención del Estado (aun
cuando fuera deseable) no es en modo alguno posible, debido al lobbyingde los grupos de
interés especial, a menos que nos precipitáramos al mal aún peor de la inestabilidad cons
tante» (1972: 178). Pero Olson se queda corto a la hora de explicar qué tipo de política in
tervencionista recomienda a los gobiernos en relación con los grupos de interés, y qué for
ma ha de tener el Estado para proporcionar políticamente un «comercio más libre y
menores impedimentos para el libre movimiento de las fuerzas de producción y de las em
presas» (p. 141). Olson no argumenta, o al menos no explícitamente, a favor de un apoyo y
facilitación por parte del Estado de la «organización abarcante», que para él no es más que
la segunda mejor solución. Ni defiende la abolición a través de la represión del gobierno
de la libertad de asociación. Pero sí que cita la observación de Thomas Jefferson de que
«el árbol de la libertad ha de ser refrescado de vez en cuando con la sangre de los patriotas
y los tiranos» (p. 141) — los últimos son, claramente, en el contexto del argumento de Ol
son, los «tiranos privados» que gobiernan «las coaliciones distribucionales» de una socie
dad.
Bibliografía
Democracia
y el nuevo orden internacional *
Introducción
¿Aplaudir la democracia?
¿Crisis de legitimidad?
El modelo de Westfalia
Posibles objeciones
Conclusión
Notas
1 Véase F. Fukuyama, The E nd ofH istory and the Last Man, Londres, Hamish Hamüton,
1992, p. 200 [ed. cast.: E l fin de la historia y el último hombre, Barcelona, Planeta, 1996].
2 Véase N. Bobbio, Which Socialism ?, Cambridge, Polity Press, 1987, p. 66 [ed. cast.:
¿Qué socialismo?, Barcelona, Plaza y Janés, 1986], y R. Dahl, Democracy and its Crítics,
‘ New Haven, Yale University Press, 1989, pp. 221 y 233.
3 Véase D. Held, M odels o f Democracy, Cambridge, Polity Press, 1987 [ed. cast.: M o
delos de democracia, Madrid, Alianza Editorial, 1991].
4 Cuando hablo de región me refiero a un conjunto de estados nación ubicados en un
área geográfica determinada, que comparten ciertos problemas comunes y que son capa
ces de cooperar a través de organizaciones con un número restringido de miembros. Así,
en el ámbito europeo se podría señalar a la Unión Europea como ejemplo de comunidad
regional emergente compuesta por estados y asociaciones caracterizados por la existencia
de vínculos políticos y económicos comunes. En el sudeste asiático la Asociación de Na
ciones del Sudeste Asiático sirve para definir el tipo de unión existente entre países que
están desarrollando un complejo regional.
5 Véase D. Held (ed.), Prospects fo r Democracy: North, South, East, West, Cambrid
ge, Polity Press, 1993, en especial el capítulo 1.
6 C. Offe, Disorganized Capitalism, Cambridge, Polity Press, 1985, pp. 286 y ss.
7 A. Giddens, The Consequences ofM odernity, Cambridge, Polity Press, 1991, p. 64
[ed. cast.: Consecuencias de la modernidad, Madrid, Alianza Editorial, 1992],
8 Véase R. Falk, «The Interplay o f Westphalian and Charter Conceptions o f the Inter
national Legal Order», en R. Falk y C. Black (eds.), The future o f the International Legal
Order, vol. 1, Princeton University Press, 1969; Falk, A Study o f Future Worlds, Nueva
York, Free Press, 1975; A. Cassese, «Violence, War and the Rule o f Law», en D. Held (ed.),
Political Theory Today, Cambridge, Polity Press, 1991; y T. Baldwin, «The Territorial
State», en H. Gross y T. R. Harrison (eds.), Cambridge Essays in Jurisprudence, Oxford,
Clarendon Press, 1993.
9 A. Cassese, International Law in a D ivided World, Oxford, Clarendon Press, 1986, p.
256.
10 C. Beitz, Political Theory and International R elations, Princeton, Princeton U ni
versity Press, 1979, p. 25.
11 Véase Baldwin, nota 8.
12 Véase Falk, A Study o f Future Worlds y Cassese: International Law in a D ivided
World, pp. 142-143,200-201,213-214 y 246-250.
13 Una de las principales causas de la debilidad de la ONU seria su continua dependen
cia financiera. El presupuesto ordinario de la organización, excluyendo gastos de emergen
cia, asciende a unos 8 billones de dólares anuales. Esto es mas o menos lo que se gastó en
regalos navideños para los niños de Occidente el último año, o lo que los ciudadanos norte
americanos gastan anualmente en flores y macetas (E. Childers, In a Time Beyond War-
nings, Londres, 1993, CHR), citado en «World in Need of s Transplant», Guardian Wee-
kley, 6 de junio de 1993, p. 10 Actualmente el coste de las operaciones humanitarias y de
mantenimiento de la paz llevadas a cabo por ONU asciende a sólo la mitad de esta cifra.
14 He desarrollado estos argumentos mucho más extensamente en Held, Foundations
o f Democracy: The Principie o f Autonom y and the Global Order, Cambridge, Polity Press,
1995.
15 Ciertamente, no sería fácil que esto ocurriera ya que a menudo se sospecha que ia
ONU y los Estados Unidos son una misma cosa. Algunas de las observaciones que ha he
cho recientemente al respecto el presidente Bill Clinton resultan especialmente desafortu
nadas. Refiriéndose a la «Operación Tormenta del Desierto» afirmó que los Estados Uni
dos seguirían manteniendo «su papel de liderazgo único en el mundo [...] a través de
organizaciones multilaterales como la ONU, que relativizan el coste y permiten dar expre
sión a la voluntad unificada de la comunidad internacional». Citado en «in the Ñame of
the UN, Stop it», The Guardian, 14 de junio de 1993, p. 18.
16 No entra en mis propósitos al escribir este artículo el pronunciarme sobre los dere
chos que creo deben vincularse a la «estructura de acción común». Éstos fijan las condi
ciones necesarias para que las personas puedan, en principio, participar libremente v de
fQrma igualitaria en los procesos políticos. Véase D. Held (ed.), Political Theory Today, pp.
227-235, y especialmente Held, Foundations o f Democracy.
17 Véase R. Johansen, «Japan as a Military Power?», Christian Century, 5 de mayo de
1993, p. 447. Véase Boutros Ghali, An Agenda fo r Peace, Nueva York, United Nations,
1992, especialmente las pp. 24-27.
18 Giddens, The Consequences o f Modernity, p. 64.
19 Me gustaría proponer tres tipos de criterios que podrían ser de utilidad a la hora de
intentar encuadrar políticas concretas en los diferentes niveles de gobierno: uno se refiere
a la extensión, otro a la intensidad y un tercero a Ja eficacia comparativa. En el caso de la
extensión habría que considerar qué número de personas (dentro y fuera de las fronteras)
se verían afectadas por las decisiones adoptadas para solucionar un problema colectivo. Si
hablamos de intensidad, estamos haciendo referencia a lo que el problema o su solución
implican para ciertas pesonas, a efectos de dilucidar en qué medida estaría justificado el
que la decisión se adoptara a escala regional o global. Finalmente, la eficacia comparativa
sería un criterio a utilizar para determinar si se precisa una iniciativa regional o global de
bido a que los objetivos no pueden alcanzarse adecuadamente utilizando los niveles de ad
ministración «inferiores». En este caso habría que tener en cuenta la disponibilidad o no de
medios legales o administrativos alternativos en el ámbito nacional, el coste de las accio
nes y las posibles consecuencias que la decisión acarrearía para las partes constituyentes
de un área.
La idea de comprobar la extensión y la intensidad son consecuencia lógica de la dis
cusión anterior en la que se hablaba de «formas de interconexión extensivas e intensivas».
Las formulaciones específicas de los «tests de intensidad» y de la «eficacia comparativa»
han sido extraídas de las discusiones que actualmente se dan en el seno de la Unión Euro
pea, respecto de las condiciones que deberían darse para hacer entrar en jüego las institu
ciones de la Unión a la hora de elaborar e implementar políticas. Véase K. Neunreither,
«Subsidiarity as a Guiding Principie for European Community Activiti.es», Government
and Opposition, 28, núm. 2 , 1993, especialmente las pp. 209-11, en las que se puede hallar
una útil discusión al respecto.
19. La universalización
de la democracia
Giovanni Sartorio
* «How Far Can Free Government Travel?», Journal ofD em ocracy, vol. VI, pp. 101-111,
© 1992 The Johns Hopkins University Press. Traducción de Iciar Ruiz-Giménez.
satisfecho. ¿Qué ocurre con África?, por ejemplo. Un estudio más profundo
revelaría que la India y Japón poseían las «condiciones mínimas» para el es
tablecimiento de formas democráticas, condiciones que pueden no darse en
otras áreas. Por ello, un examen más cuidadoso sobre la exportabilidad de la
democracia requiere que nos ocupemos, en primer lugar, de la segunda pre
gunta y busquemos los elementos que componen el concepto de democracia.
Al principio me refería a la «democracia liberal», y debo enfatizar que
«democracia» es una mera abreviatura — engañosa, además— para referirse
a una entidad compuesta por dos elementos distintos: 1) la libertad de las per
sonas (liberalismo); y 2) su participación en el poder (democracia). También
se puede decir que la democracia liberal consiste en 1) «demoprotección», es
decir, la protección de un pueblo contra la tiranía, y 2) «demopoder», que sig
nifica el establecimiento del poder popular. Históricamente, el logro del libe
ralismo (desde Locke hasta, digamos, Benjamín Constant, el mayor constitu-
cionalista francés) fue la creación de un pueblo libre al que, en general, nos
referimos al hablar de democracia constitucional y/o constitucionalismo libe
ral '. Sin embargo, un demos libre es también un demos que se va afirmando
a sí mismo, Rradualmente tiene acceso al poder, lo «demanda» y lo «obtie-
’ne»- ^ est0 es democracia per se.
¿Cuál de los elementos mencionados más arriba es el más importante? Si
esta pregunta implica que lo más importante debe prevalecer sobre lo que no
lo es tanto, entonces es una pregunta mal formulada. Si le damos ese sentido,
generalmente acabaremos contestando que la libertad para (freedom to) es
más importante que la libertadde (freedom from), que el demopoder es más im
portante que la demoprotección y que los elementos democráticos tienen prio
ridad sobre los elementos liberales2. Sin embargo, esta conclusión es errónea.
Con independencia de nuestras preferencias personales sobre cuál de los dos
elementos es el más importante, se trata de un problema de «secuencia proce-
dimental», es decir, de qué condición es previa a la otra. No se puede dudar de
que —procedimentalmente— WTibertad de (a la queHobbes se refería como
la ausencia de impedimentos externos) y la demoprotección (constitucionalis
mo liberal) son las condiciones necesarias de la democracia per s e 3.
De los dos elementos que componen la democracia liberal el elemento
necesario y definidor es la demoprotección. Es más, considero que es el ele
mento global o universal, el que se puede exportar a cualquier parte y estable
cerse en cualquier lugar. Dado que este elemento se refiere esencialmente a
los medios legales y estructurales para limitar y controlar el ejercicio del po
der y, por tanto, mantener a raya el poder absoluto y arbitrario, estamos aquí
ante un sistema político que se puede instalar (pues no es más que una forma)
en cualquier cultura con independencia de las configuraciones socioeconó-
.micas subyacentes. Esto no ocurre, sin embargo, con el elemento demopoder,
que remite a elementos del contenido político, de los inputs y outputs concre
tos que se procesan por y dentro del sistema político. La,estructura del Estado
constitucional es la que establece cómo se toman las decisiones, mientras que
el demopoder se refiere a qué es lo que se decide. Y, desde luego, en la arena
de la «voluntad popular» las concretas decisiones que se toman dependen, en
gran medida, de la contingencia y de los factores culturales.
La objeción que más frecuentemente se ha presentado a mi planteamiento
sobre la universalidad (y, por tanto, exportabilidad) de la democracia como
forma constitucional es que asume que la libertad (tal y como es definida y
protegida por el constitucionalismo) es un valor universal y primario cuando,
de hecho, no es así. En esencia ese planteamiento defiende que la libertad no
se valora por igual por todo el mundo én cualquier parte. Por ejemplo, en las
culturas teocráticas y «sumisas» no hay lugar para valorar laíibertadT T ir a
esta tesis, la libertad a la que nos referimos es realmente una libertad indivi
dual y, por tanto, una libertad viciada por valores individualistas (e incluso
mezquinos). Sin embargo, no es válida la evidencia empírica que apoya este
argumento, ni está justificada la acusación individualista.
¿Cómo podemos averiguar si «ser libre» es, de hecho, apreciado por la
mayoría de la gente en la mayoría de los lugares? La clave es que:
¿Por qué ocuparse del pasado liberal de la democracia liberal? Porque la in
cipiente democracia en Asia o en cualquier otro lugar se enfrenta a los mis
mos problemas que la democracia se encontró inicialmente en Occidente.
No cabe duda de que una vez que se inventa y se prueba un sistema político,
en poco tiempo se reproduce en otro sitio. Suponiendo que, en principio, es
relativamente fácil construir una democracia «por imitación». Sin embargo,
el problema es el desfase existente entre el tiempo histórico y el calendario.
Copiar un modelo político es un proceso sincrónico basado en el calendario:
importamos hoy lo que existe hoy. Sin embargo, en relación con el tiempo
histórico, algunos países están separados por miles de años. Históricamente,
Afganistán y millones de aldeas esparcidas por las áreas subdesarrolladas
(por no hablar de las no desarrolladas) están hoy en día más o menos donde
se encontraba la mayor parte de Europa en los tiempos oscuros de la Edad
Media. Por tanto, la posibilidad de importar la democracia no es tan fácil
como a veces se plantea. La importación implica engañosas «diferencias
temporales», por lo que tropieza con problemas cada vez que se trata de ins
taurar bruscamente un modelo avanzado sobre una realidad más atrasada. A
pesar de que según el calendario hoy es el mismo día en Washington que en
Kabul, una trasposición del modelo del primero al segundo supone un salto
enorme.
Permítanme reformular esta cuestión en términos de precondiciones de la
democracia. La idea de precondiciones de la democracia generalmente se re
fiere a las precondiciones económicas. En seguida volveré sobre estas últi
mas, pero aquí me refiero a los antecedentes históricos. Hay dos: uno, la se
cularización, y el otro, lo que he llamado la «domesticación» de la política.
La secularización se produce cuando el reino de Dios y el reino del César — la
esfera de la religión y de la política— están separados. Como resultado, la po
lítica ya no está reforzada por la religión: pierde la intensidad y la rigidez de
rivada de esta última (el dogmatismo). Sólo en esos casos surgen las condi-
ciones para ía domesticación de la política. Por esto entiendo que la política
ya no mata —deja de ser un asunto belicoso— , y la vida política pacífica se
reafirma como el modus operandi habitual de la comunidad política.
No hace falta mirar muy atrás para captar la conexión entre esas condi
ciones históricas y la democracia. Esta última asume que los resultados elec
torales dan y revocan el poder y, por tanto, que rutinariamente requiere la al
ternancia en el poder. Pero si los detentadores del poder tienen razones para
temer que renunciar al mismo pueda poner en peligro sus vidas y propieda
des, se resistirán a abandonarlo. Por tanto, mientras la política no se seculari
ce y domestique — esto es, hasta que no se otorgue la suficiente protección al
ser humano en cuanto tal— , será improbable que los políticos renuncien a su
poder y se retiren.
Todas estas precondiciones estaban visiblemente ausentes en Argelia en
las elecciones de 1991-92. En mi opinión, fue un gravísimo error que se can
celase la segunda vuelta y se anulasen las elecciones. Sin embargo, el mayor
error fue la propia convocatoria de las elecciones. La comunidad internado-!
ricino está bien aconsejada cuando solicita a los países que actualmente tie
nen que hacer frente a la ola de fundamentalismo islámico que «certifiquen»
au democracia celebrando elecciones. En un marco belicoso, no seculariza
do, en el cual el perdedor teme ser asesinado, no es posible ningún tipo de de
mocracia.
Es posible que el hecho de disponer de un prototipo que pueda ser sim
plemente copiado sea una desventaja para los estados que han llegado más
tarde a la democracia. Si se espera que los recién llegados se «pongan al día»,
ignorando el tiempo histórico, a un ritmo excesivamente rápido, tenderán a
sufrir «sobrecarga», una situación incontrolable que surge de demasiadas cri
sis y taras simultáneas 7. En este sentido, es importante recordar que hace un
siglo la democracia sólo era una forma política, y que el Estado constitucio
nal no proveía, y no se esperaba que lo hiciese, «bienes» económicos; única
mente garantizaba la libertad y las «cosas buenas» que se derivaban de ésta.
Durante más de un siglo, nunca se argumentó que la democracia tuviera pre
condiciones económicas ni que su pervivencia dependiera del crecimiento
económico y la prosperidad. Lo importante es que la demoprotección que
proporcionaba el Estado liberal del siglo x ix no tenía exigencias de riqueza.
Si se concibe la democracia como una forma política, es igualmente posible
una «democracia pobre».
Cuando las democracias occidentales se desarrollaron y alcanzaron los
más altos niveles de democratización, el demopoder se convirtió en demo-
apetito, y la contienda política en los sistemas liberales-constitucionales se
centró, cada vez más, en temas distributivos sobre «quién consigue cigánto de
qué». Probablemente este giro fue inevitable. Sin embargo, fue reforzado por
el desprecio de la ética, por el «materialismo» marxista y por la corriente
fuertemente utilitaria que ha conformado la teoría y la práctica de la demo
cracia en su versión angloamericana. Sin duda, éstos son factores culturales
que pueden ser contrarrestados cuando la democracia arraigue en otras cul
turas. Sin embargo, sUa democracia se importa como un sistema de demo
poder cuya preocupación principal es la demodistribución, el porvenir de la
democracia está íntimamente ligado con los resultados económicos 8. Por
consiguiente, la cuestión crucial hoy, en casi todo el mundo, es si la democra-
cia también suministra crecimiento económico.
Queda una última consideración: a saber, si Asia y África pueden tener sus
propios «modelos» de democracia. En lo fundamental, esto es, en las técni
cas constitucionales de protección de los ciudadanos y del ejercicio del poder
político, no hay modelo alternativo a la vista. Y no entiendo que alguien quie
ra descartar un mecanismo que ha demostrado funcionar tan bien. Otra cosa
ocurre con lo secundario, por ejemplo con relación al sistema de partidos y
los procesos de articulación v agregación de intereses, con respecto a los
cuales reconozco que los acuerdos multipartidistas surgidos originariamente
de las fracturas de clase occidentales tienen poco sentido allí donde las lealta
des son exclusivamente tribales. Los líderes africanos que inventaron este
razonamiento no están exentos de razón, pero se equivocan al plantear como
solución la prohibición de los sistemas partidistas y, en la práctica, el estable
cimiento de un sistema de partido único o una dictadura.
Por otra parte, cuando llegamos al elemento demócrata-liberal denomi
nado «voluntad popular», es difícil generalizar. El mundo está compuesto por
pueblos muy distintos, encuadrados en culturas, cosmovisiones y sistemas de
valores, por no mencionar circunstancias, muy diferentes15. Incluso en Occi
dente, la vox populi no se concibe como vox dei. En lo que a mí respecta, no
sostengo que el pueblo siempre tenga razón, sino que tiene derecho a equivo
carse. Similarmente, ¿debemos permitir que la democracia sea demoasesina-
da, esto es, debemos permitir un poder del pueblo que se autoelimina? Esta y
una multitud de cuestiones similares incitan un número de respuestas diferen
tes que a su vez afectan a los resultados políticos de las experiencias demo
cráticas. Walter Bagehot en su época elogiaba la «estupidez deferencial» del
inglés. ¿Está la democracia mejor servida por la arrogancia irrespetuosa? Su
giero que estas cuestiones deben depender de cada Volksgeist, de cada par
ticular «espíritu del pueblo».
La teoría de la democracia occidental ha evolucionado (con frecuencia nor
mativa e incluso perfeccionistamente) para reflejar avanzados niveles de demo
cratización. En la medida en que estas teorías viajan hasta las incipientes de
mocracias (siendo difundidas por ios estudiantes formados en universidades
occidentales), los fundamentos de la propia democracia occidental se dan por
supuestos o simplemente no se tienen en cuenta. En mi opinión, es un mal prin
cipio para los principiantes. Tal y como he argumentado anteriormente, históri
camente la-democracia liberal ha evolucionado hasta abarcar dos elementos
esenciales: 1) demoprotección (que da como resultado un pueblo libre); y 2)
demopoder (que da como resultado el autogobierno del pueblo). La demopro
tección está asegurada por la «forma» política demócrata-liberal, esto es, por
las estructuras y mecanismos constitucionales, mientras que el demopoder es
el «contenido» derivado de las decisiones políticas. En mi planteamiento, el
primer elemento es una condición necesaria de la democracia, mientras que el
segundo es un abierto conjunto de implementaciones.
De las distinciones antes mencionadas se sigue que; 1) la forma (el ele
mento liberal-constitucional) es el elemento universalmente exportable,
mientras que el contenido (lo que el pueblo desea y demanda) es un elemento
contingente, culturalmente dependiente. 2) La «domesticación» v pacifica
ción de la política es una precondición esencial para que se respeten los resul
tados electorales y se permita la alternancia en el poder. 3) La demoprotec-
ción es indiferente a las condiciones económicas y permite, como hipótesis,
una democracia pobre, mientras que el demopoder, que exige demobenefi-
cios, requiere necesariamente riqueza y crecimiento. 4) Por tanto, la identifi
cación sin más de la democracia con la demodistribución hace que la presente
crisis fiscal sea, allí donde se da, particularmente preocupante.
Notas
1 En lo principal, tres: Dem ocratic Theory , Detroit, Wayne State University Press, 1962;
Nueva York, Praeger, 1965, The Theory o f D em ocracy Revisited, Chatham, N. J, Chat-
ham House, 1987 [ed. cast.: Teoría de la dem ocracia , Madrid, Alianza Editorial, 1988],
que amplía y revisa una primera edición; y D em ocrazia: Cosa É> Milán, Rizzoli, 1992,
en el cual una nueva parte trata de la democracia después del comunismo, esto es, vence
dora.
2 Debe tenerse en cuenta que en este artículo el término «liberal» se usa siempre en su
sentido histórico, no en el sentido con el que normalmente se usa en Estados Unidos, es
decir, como sinónimo de la «izquierda».
3 Para un análisis más detallado, véase mi Theory o f D em ocracy Revisited , pp. 301-
10,357-58,386-93.
4 Uso el término «cultura sumisa» más que «cultura sujeta», «cultura deferente» o ex
presiones similares porque la palabra «islam» significa «sumisión» y porque la cultura is
lámica, actualmente, es el principal antagonista de lo que Gabriel Almond y otros han lla
mado la «cultura cívica»,
5 Véase mi Theory o f Dem ocracy Revisited, 272,273-79 passim.
6 Incluso Edmund Burke, quien abogaba por la «representación virtual» (es decir, re
presentación sin elecciones), matizaba su postura señalando en una carta enviada en 1792
a sir Hercules Langrishe que «este tipo de representación virtual no puede tener una exis
tencia larga o segura, si no se sustenta en la real. Los miembros deben tener alguna rela
ción con el constituyente...». Burke, Works, 9 vols., Boston, Little, Brown, 1839,3:521.
7 Se hace referencia aquí a la teoría de la «secuencia de crisis» que fue desarrollada
en varios volúmenes bajo la dirección de el Social Science Research Council y publicado
por la Princeton University Press y que se encuentra resumido por Leonard Binder y otros,
en el volumen final de la serie, Crisis and Sequences in Political D evelopm ent (1971), es
pecialmente el último capítulo de Sidney Verba.
8 El debate sobre la relación entre democracia y desarrollo económico se remonta al
seminario de trabajo de Seymour Martín Lipset, Political Man: The Social Bases o f Poli
tics, Garden City, N.Y, Doubleday, 1959, especialmente el cap. 2. Para una valoración más
reciente, véase Larry Diamond, «Economic Development and Democracy Reconsidered»,
en Gary Marks y Larry Diamond (eds.), Reexam ining Dem ocracy , Newbury Park, Calif.,
Sage, 1992, pp. 93-139.
9 «Democracy Works Best», The Economist, 27 de agosto de 1994, p. 9.
10 Ibid. Mancur Olson tiene un argumento más elaborado al contenido en estas líneas
en «Dictatorship, Democracy and Development» American Political Science Review 87,
septiembre de 1993: 567-76. De acuerdo con Olson, un dictador (un «bandido estaciona
rio») lo hará bien sólo «si adopta una estrategia a largo plazo», mientras que en el otro ex
tremo estaría «el autócrata solamente preocupado por los resultados a corto plazo» (571).
Pero ¿se puede decir que el horizonte temporal de un político democrático es más amplio
que el de un dictador? Lo dudo.
11 The Economist: «Democracy and Growth: Why Voting is good for you», 27 de
agosto de 1994, p. 17.
n En este artículo, no trato sobre los problemas sui generis relativos a la importación
de la democracia en América Latina. Una buena visión general se puede encontrar en
Abraham E Lowenthai (ed.), Exporting Democracy: The United States and Latín America,
Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1991.
13 Trato en profundidad sobre los arreglos que necesitan los sistemas democráticos en
mi libro Comparative Constitutional Engineering: An Inquiry into Structures, Incentives
and Outcomes, Nueva York, New York University Press; Londres, Macmillan, 1994. En
este caso debo ceñirme al argumento de la debilidad económica, digamos, de las estructu
ras constitucionales occidentales.
14 En relación con las soluciones constitucionales propuestas en Estados Unidos, véa
se Aaron Wüdavksy en How to lim it Goverment Spending , Berkeley, University of Cali
fornia Press, 1980; y a R. E Wagner y otros, BalancedBudgets: Fiscal Responsability and
the Constitución , Washington D. £., Cato Institute, 1982. La introducción de un compro
miso de equilibrio presupuestario está actualmente en la agenda del Congreso.
15 Para un tratamiento amplio y trasnacional del papel de los factores culturales, véase
Larry Diamond (ed.), Political Culture and Democracy in Developing Countries, Boulder,
Lynne Rienner, 1993.