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El nacimiento de un rey

van Azcurra Palomino


Sáwarar
El nacimiento de un rey

Autor-Editor:
Ivan Azcurra Palomino
Calle Los Guayabos Mz. D1 Lote 7 Urb. Los Cactus La Molina

1a. edición - Julio de 2017

HECHO EL DEPÓSITO LEGAL EN LA BIBLIOTECA NACIONAL


DEL PERÚ Nº 2017-07123

Carátula:
Renzzo Loayza

Colaboradores:
Oscar Carrasco
Magali Borda

Se terminó de imprimir en julio del 2017 en


METRO&COLOR S.A.
Av. Los Gorriones 112, Urb. La Campiña - Chorrillos

Todos los derechos reservados. Queda prohibida cualquier forma de reproducción,


distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin el permiso previo y
por escrito de los titulares de los derechos de propiedad intelectual.
Gracias, Dios, por darme unos padres que siempre
me empujaron a conseguir mis sueños.
Por ponerme en mi camino a mi esposa, que me da
toda la magia que necesito.
Por darme a mi hijo, que me recuerda lo bella que es
la vida, llena de aventuras, sorpresas y esperanza.
Por eso, este libro es para mi hijo BASTIAN.
Uno

Hubo un tiempo en el que el mundo estaba sumido en la


oscuridad, el caos, la destrucción, la desesperación. Cierto
día, un grupo de altos magos practicaron un ritual prohibido
para darle un vistazo a un futuro incierto y desolado. Se
juntaron, entonces, una noche de luna llena. Reunieron seis
leños —cada uno representaba a un mago—, se miraron
las caras deseándose suerte, se pusieron alrededor de los
maderos, concentraron su mirada en estos hasta que uno se
encendió. Elevaron sus oraciones para despertar al espíritu
del fuego, y este se presentó en forma de humo. Los seis
se pusieron tensos, pues sabían que el pedido que harían
llevaría a la muerte a uno de ellos.
—Queremos que nos muestres el futuro —le dijo
Luceroc al espíritu del fuego.
En ese momento las llamas se avivaron, y dentro de
ellas se escuchó un grito desesperado. Mientras uno de los
magos caía al piso, en medio del humo se dibujó la imagen
de un joven que luchaba contra Dragar. En el combate mos-
traba el mismo nivel de poder que este. Al final, vencía y se
sentaba en un trono. Al salir de este trance, todos sonrieron
y dieron un gran suspiro, pero no sabían cuándo llegaría ese
día, así que debían estar preparados para todo.

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En aquella época el mundo era un lugar muy difícil para
vivir. Había muchas inundaciones, erupciones volcánicas,
terremotos; los desastres naturales eran cosa de todos los
días. Este mundo era Sáwarar y estaba dividido en seis rei-
nos: Zar, gobernado por el rey Clauder; Falac, donde reinaba
el demonio Razar; Fruter, regido por el demonio Agarac;
Artor, bajo el cetro del demonio Babarac; Zapatar, perte-
neciente al demonio Murciac; y Vicerac, bajo el poder de
Serafar.
La miseria, el caos, la esclavitud y el abuso predomina-
ban en estos reinos; eran sociedades con absoluto desorden.
Todos, excepto uno: Zar. Este reino era el único lugar digno
para vivir, puesto que todavía no había sido azotado por las
fuerzas de Dragar y su puñado de demonios. El rey Clauder
mantenía aún el control de sus tierras y su gobierno. Era jus-
to, benevolente y protector de sus súbditos, quienes veían
en él a un padre.
Dentro de las fronteras de Zar, en una choza pequeña
pegada a un cerro, cubierta de ramas y muy apartada de
toda sociedad, vivía una pareja de esposos campesinos:
Ycser y Gimnar. Alguna vez habían vivido felices en un pueblo
cerca del reino de Falac; sin embargo, cierto día el destino
les arrancó lo que mas querían, y esto cambió sus vidas por
completo haciendo que se alejen lo más posible de toda
ciudad o poblado.
—Creo que este es un buen, lugar, amor mío —dijo
Ycser, a la vez que señalaba hacia una cueva.
—Sí, ya no puedo más. Hemos caminado cinco días
desde Cotabac… Y este lugar tiene todo lo que necesitamos.

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Será un buen lugar para vivir, y esta pequeña cueva, una
buena despensa.
—Construiremos nuestra casa al lado del cerro. Así
podremos cubrirla con plantas, de modo que nadie pueda
encontrarnos —dijo Ycser.
El lugar era un pequeño valle rodeado de montañas y
un río situado a poca distancia; además, el bosque estaba
cerca y sería una buena fuente de alimento.
Y pasaron los años. Después de tanto tiempo asenta-
dos en ese lugar, la preocupación era ahora por qué Gimnar
no concebía a pesar de los muchos años que habían trans-
currido. Ycser había ido muchas veces al pueblo buscando
respuestas en los curanderos, quienes recomendaban una y
otra cosa, pero nada resultaba.
—Mujer, ¿será nuestro destino envejecer solos? Lo
hemos intentado todo —dijo Ycser.
—Sé que mi vientre es fértil. Sé que podremos tener
un hijo —le respondió Gimnar, mientras las lágrimas caían
de sus ojos.
Ycser se sentía impotente al ver a su mujer así. No se
le ocurría qué más podía hacer. Ella se le acercó, entonces,
y reclinó la cabeza sobre su pecho.
—¿Y si se lo pedimos a los dioses en el templo, mi
amor?
Ycser quedó sorprendido con la petición de su mujer.
—Eso solamente se hace durante un eclipse solar o
lunar, y no sabemos cuándo será el próximo. Además, hace
mucho que nadie va por allí. Es muy peligroso. Creo que no
es buena idea, mujer.

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—Vamos, Ycser. Estoy segura de que la diosa de la
vida podrá escucharnos. Te lo suplico. No habrá peligro,
pues, como tú mismo has dicho, nadie va a ese lugar.
Ycser amaba muchísimo a su mujer y no quería verla
así.
—Está bien, pero será lo último que intentaremos. Nos
alistaremos estos días y partiremos.
Cuando llegaron al lugar, pudieron ver los destrozos
que había hecho Dragar con su aparición; y luego de su
enfrentamiento con el rey Frank de Falac, el templo había
quedado casi en ruinas. Aún se sentía el dolor de toda la
gente que había perecido ahí.
Gimnar abrazo a Ycser.
—¿Sientes, amor? Es escalofriante.
—Sí, lo siento. Vamos a ver el templo. Acerquémonos
con mucho cuidado. Puede ser que gente peligrosa esté
rondando por aquí, o incluso algún animal salvaje.
Así se fueron aproximando mientras la noche caía. Y
vieron a lo lejos que en uno de los picos se encendía una
fogata.
—Están ahí. Podremos acercarnos al templo. Vamos
—dijo Ycser.
Ya era de noche y hacía mucho frío. Ycser y Gimnar no
podían encender una fogata por temor a que los descubran.
Solo pudieron sacar sus mantas y se metieron en el templo
para protegerse del viento helado que corría por el lugar.
—Ycser, nunca me imaginé estar dentro del templo.
Esto solo era para los nobles.
—Sí, Gimnar. Quiero que amanezca para ver su interior.

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Al poco tiempo de encontrarse ahí, Ycser ya estaba
dormido, pero Gimnar inició sus oraciones a la diosa de la
vida.
—Madre dadora de vida, escucha las súplicas de esta
tu sierva. Haz que mi vientre sea fértil. Haz que la sonrisa de
un niño dé luz a nuestras vidas. Haz que siga admirada de la
belleza de tu creación. Bendíceme con un poco de tu poder
creador. Así te honraré al crear vida dentro de mí.
Y en plena plegaria, Gimnar se quedó dormida.
Al día siguiente, el frío era tal que no tuvieron otra op-
ción que prender una fogata para calentarse. Tanta era la
necesidad que no les importó que los soldados pudieran
descubrirlos y fueran por ellos.
Luego de calentarse, caminaron dentro del templo y, al
cruzar la puerta, quedaron maravillados con lo que vieron:
las estatuas de los cinco dioses de Sáwarar: Saw, el dios del
viento; Arac, dios del fuego; Warras, dios del agua y del rayo;
Angla, diosa de la vida; y Yasac, el dios de los espíritus.
Detrás de ellos estaba la cámara donde entraban los
reyes para hacer los pedidos, pero esta se hallaba obstruida
por una gran roca.
—Gimnar, no podremos entrar. Y tenemos que darnos
prisa, pues probablemente los soldados ya vienen.
Ycser, ven conmigo. Arrodillémonos frente a Angla y
ora conmigo.
«Madre, escúchame…». Esta súplica tan poderosa cruzó
fronteras dimensionales hasta llegar a los oídos de Angla.
Cuando se asomó a la Tierra, vio a esta mujer orándole con
tal devoción pidiéndole fertilidad.

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Entonces, se apiadó de ella, tomó una gran bocanada
de aire y le lanzó un soplido de vida. Y por todo el camino
que este recorría, crecían flores. Cuando llegó a ellos, tuvie-
ron una sensación de bienestar. Sus cabellos se levantaron
por la fuerza del aire, y detrás de ellos creció un jardín de
flores.
Al abrir los ojos, vieron lo que había ocurrido. Gimnar
salto de alegría:
—¡Nos escuchó! ¡Nos escuchó!
Ycser seguía atónito por lo que sentía y veía.
—Los dioses no nos han abandonado aún —dijo.
—Vamos, amor.
—Vámonos.
Y salieron a toda prisa para evitar a los soldados, que
ya estaban cerca.
Angla, con su soplo de vida, había dado inicio al cum-
plimiento de la profecía.

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Dos

Dos años después, Gimnar e Ycser se hallaban a pocos


minutos de tener a su hijo en brazos. Era una noche muy fría,
pues el invierno se había desatado con toda su furia.
—Ycser, siento que este niño será todo un santo. No
tuve ningún dolor ni malestar alguno durante el embarazo,
y hasta a veces me preocupa mucho que ni siquiera se
mueva.
—No te preocupes, mi amor. Si ha tratado así a la ma-
dre, sin duda alguna será un gran hijo, noble, bondadoso y
muy obediente.
Gimnar sonrió mientras tocaba su vientre con ambas
manos y le decía: «Ya sal, hijito. Te estamos esperando. Ya
se cumplieron las lunas del embarazo. Sal». Y de pronto, el
bebé dio una gran patada que remeció todo el cuerpo de
Gimnar. Ella sonrió. «Sí que será obediente», se dijo.
—¡Ycser, Ycser! ¡El bebé se viene! ¡Se me rompió la
fuente!
Ycser era, generalmente, una persona muy calmada.
Pero cuando escuchó a su mujer, la mente se le nubló. Em-
palideció y por un momento no supo qué hacer. Cuando
volvió en sí, su frente se hallaba empapada de sudor.
Corrió hacia su mujer, la abrazó y la llevó hacia la cama.

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—Mi amor, échate en la cama, ya estoy alistando todo
para recibir a nuestro hijo.
—Será un niño… Lo presiento, lo presiento.
Ycser dejó tendida en la cama a su mujer y corrió a la
cocina.
Ycser alistaba el agua, las toallas y la navaja con la
que cortaría el cordón de la placenta. Y mientras hacía esto,
no le quitaba los ojos a su esposa, que estaba acostada en
el lecho, sintiendo cómo el niño deseaba ver la luz de este
mundo. No dejaba de admirarse de lo maravilloso que es el
embarazo. Ver a su esposa, que era una mujer muy delgada,
ahora más fuerte y preparada para traer un hijo. «El emba-
razo es mejor para algunas mujeres más que para otras. A
mi mujer le sentó muy bien: sus cabellos negros están más
radiantes y sus ojos desbordan felicidad, porque festejan la
vida», pensaba Ycser. Pero algo faltaba en su sonrisa, que
no se mostraba completa desde que dejaron el pueblo donde
vivían antes. «Esto pronto cambiará», se dijo mientras miraba
a su esposa más enamorado que nunca.
De pronto, Gimnar notó que algo se escurría entre sus
piernas. Cuando se levantó la falda, vio una cabecita que se
asomaba.
—¡Ycser, Ycser! ¡Nuestro hijo ya está saliendo! ¡Ven,
corre!
—Voy, mi amor.
—Corre, corre.
Ycser lo cogió y lo ayudó a salir, mientras Gimnar pu-
jaba. Lo sacó poco a poco, tomándolo de la cabecita, que
parecía un meloncito. Una vez en sus manos, miró a Gimnar.

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Ambos sonrieron. «Es pequeñito, mi amor, y flaquito», dijo
Ycser. Cogió entonces un pedazo de tela, le limpió la carita
y le besó la frente. «¿Cómo estás, mi hijo. Este es el mundo».
El bebé se enrolló como un ovillo de lana y empezó a emitir
ciertos gemidos, como si supiera que el mundo estaba he-
cho un caos. Luego se puso a llorar, y justo en ese momento
un lobo acompañó el llanto del bebé con un gran aullido.
Gimnar miró a Ycser.
—Ycser, son lobos. ¿No nos estarán acechando? ¿Será
que huelen la sangre? Apúrate, limpia todo.
Los aullidos se incrementaron, los lobos se acercaron a
la casa y empezaron a rascar las paredes buscando un lugar
por donde entrar.
—Ycser, Ycser, asegura todo.
—No puede ser. Si se comen nuestros animales, esta-
remos perdidos.
De pronto, un lobo asomó su hocico por una de las
ventanas. Ycser cogió una silla y la rompió contra el animal.
Levantó la mirada y vio que la puerta estaba a punto de des-
plomarse. Ycser se dirigió a su esposa.
—Gimnar, tenemos que deshacernos de todo lo que
tenga sangre. Prenderé la defensa.
La defensa a la cual se refería Ycser era una zanja llena
de hierba seca que rodeaba la casa y a la cual le prendería
fuego.
Gimnar envolvió al bebé en una de las mantas y arrojó
al fuego el resto de ellas. Empezó a presionar su vientre para
liberar la placenta.
Ycser aseguró la ventana y colocó sacos de trigo en la

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puerta, que estaba a punto de desplomarse. De pronto, ya
no se escuchaba nada.
—¿Estás bien, amor?
—Sí, ya estoy liberándolo.
Gimnar cogió la placenta y la echó al fuego. Luego, con
el bebé en brazos se puso a orar para que todo pase pronto.
Y el terror continuó. Se escucharon gritos de animales.
—¡Nuestros animales! —gritó Ycser.
Y corrió al pequeño establo que había construido junto
a la casa para resguardar a sus animales del frío. Pero vio
que también era atacado. Todo el lugar estaba a punto de
colapsar. Cogió, entonces, un pequeño cerdo y lo lanzó por
la ventana. El cerdo, al caer al piso, empezó a correr, y los
lobos fueron tras de él. Esto le dio tiempo a Ycser para salir
a prender la defensa contra los animales salvajes.
Ya más tranquilo, regresó con su mujer, que estaba
recostada junto a su hijo en la cama.
—¿Ya se fueron? —preguntó Gimnar.
—Sí, pero tuve que lanzar uno de los cerdos —respondió
Ycser.
—Está bien. Ven, échate con nosotros. Abracemos a
nuestro hijo, que él sepa que lo protegeremos de todo —dijo
Gimnar.
Ycser se acercó a su mujer, la besó a ella y al bebé, y
se echó a su lado. Estaba muy agitado por todo lo que había
pasado.
—Vaya susto.
Gimnar le puso una mano en su rostro.
—Respira, mi amor; respira, cálmate.

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Ya más tranquilo, se quedó contemplando al bebé.
«Hijo, hemos salido de una situación muy complicada, pero
todo está bien. Estamos aquí para protegerte», le dijo al bebé
mientras no dejaba de mirarlo.
Gimnar, por su parte, contempló al niño con esa sonrisa
que una vez había perdido desde la tragedia que azotó al
pueblo en el que habitaron mucho tiempo atrás. La vida
había vuelto por fin a Gimnar. Cogió al niño y lo pegó a su
pecho. «Vivirás», pensó. El bebé tomó el pezón y empezó
a mamar. Ycser los miraba desde un costado, con los ojos
humedecidos por lágrimas de emoción, al ver a su mujer tan
feliz junto a ese niño que irradiaba mucho amor. Se levantó
por un momento y se dirigió a poner más leña en la chime-
nea. Luego, volvió a recostarse junto a su hijo y a Gimnar, sin
dejar de contemplarlos.
Gimnar cogió la mano de Ycser. Y mientras se miraban
uno al otro con un toque de complicidad ella le pidió que
llamara al bebé «Ianor», que significa ‘el misericordioso’.
Él sonrió y le dio un beso en la frente. «Así será, mi
amor. Así será», respondió.

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Tres

Pasaron los años, Ianor crecía, cambiando ese cuerpo tan


pequeño y débil que tenía al nacer por uno muy fuerte y lleno
de vida.
La vida con sus padres era tranquila y se repartía en-
tre los quehaceres de la casa, el cuidado de los animales,
acompañar a su padre al río y, de vez en cuando, revisar
las trampas que Ycser dejaba no tan lejos de su hogar para
protegerse de los animales salvajes del bosque.
Un día llegó Ycser de sus viajes al pueblo con un regalo
para Ianor.
—¡Ianor¡ ¡Ianor! —gritó Ycser cuando estaba cerca de
casa.
—Ven, te quiero mostrar algo.
—¡Mamá! ¡Papá llegó! Voy por él.
Ianor corrió a los brazos de su padre.
—Papá, volviste pronto.
—Sí, hijo. Me fue muy bien. Ya estaba deseoso de venir
y darte tu regalo.
—¿Regalo? —preguntó Ianor.
—Sí, mira lo que te traje.
—¿Qué es, papá?
—Son un arco y unas flechas.

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—¿Y para qué sirven?
—Hijo, esto es un arco; y estas, unas flechas. Con ellas
podrás cazar y defenderte cuando vayas al campo.
Ese mismo día, padre e hijo salieron al campo. Ianor
recibió sus primeras lecciones. Ycser le enseñó a coger y
tensar el arco, a colocar las flechas y a dispararlas.
—¿Ves esa piedra con lodo?
—Sí.
—Trata de darle.
Ianor apuntó a la roca y, al lanzar la flecha, logró colo-
carla muy cerca de su objetivo
Ycser quedó muy impresionado por la puntería de su
hijo.
—¡Vaya! Casi aciertas al primer disparo. Estoy seguro
de que serás un maestro.
Cuando Ianor cumplió siete años, empezó a pasar algo
muy extraño. Un día llamó a su padre.
—Papá, papá, ven, ayúdame.
Ycser corrió a la habitación de Ianor temiendo la
presencia de una serpiente o de algún otro animal, pero
encontró que el niño estaba dormido y que sus gritos eran
producto de una pesadilla. Todo el cuerpo del niño temblaba,
a la vez que no dejaba de hablar. Ycser se quedó observán-
dolo. Casi inmediatamente llegó también Gimnar alarmada.
—Despertémoslo, algo malo le está pasando.
Ycser, sin embargo, se negó a hacerlo por temor de
producir algún trauma en el niño. Calmó a su esposa, y am-
bos se quedaron velando el sueño de su hijo. Este hablaba
y hablaba, temblaba, botaba espuma por la boca; abría los

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ojos, y sus órbitas se volteaban por momentos; se hallaba en
un estado de trance total, hablaba de cosas que nunca había
visto, parecía que algo o alguien le estaba revelando secretos.
—¿Será que nuestro hijo está poseído? —preguntó
Gimnar—. Mejor llevémoslo al pueblo para que lo curen.
—¿Sientes algo malo? ¿Te da escalofríos la situación?
—preguntó Ycser, y Gimnar negó con la cabeza—. Entonces
no. No es eso. Esperemos, veamos qué pasa en estos días.
Si esto empeora, lo haremos. Además, en el pueblo todo el
mundo anda asustado con los demonios y el dragón, y la
gente podría lastimar a nuestro hijo.
Gimnar se arrodilló y se puso a orar para que su hijo
salga de ese estado, mientras Ycser cuidaba de que el niño
no se atore con la espuma que botaba por la boca.
Al día siguiente, Ianor despertó y vio a sus padres dor-
midos en unos sillones al lado de su cama.
—Mamá, papá, ¿qué hacen aquí? —les preguntó el
niño mientras los despertaba—. ¿Qué pasó? ¿Por qué se
quedaron aquí?
—Por nada, hijo, solo vinimos a desearte buenas no-
ches. Y nos quedamos dormidos contemplándote, muy
felices de tener un hijo tan maravilloso como tú —dijo Ycser.
—Um, ya veo —dijo Ianor.
—Hijo mío, ¿dormiste bien? —preguntó Gimnar.
—Sí, mamá, todo muy bien. Me siento muy fuerte.
—¡Qué bueno, hijito!
—¿Soñaste algo? —dijo Ycser.
—Sí, pero no recuerdo muy bien. ¿Por qué mi cama
está toda mojada?

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—Es que estabas sudando mucho, hijo —respondió
Gimnar.
—Sí, tengo la ropa muy húmeda.
—Ven, vístete y vamos, que tenemos mucho por hacer
—dijo Gimnar.
Y transcurrió un día normal, como otros. Pero se
sucederían después muchas noches de desvelo y preocu-
pación para Ycser y Gimnar. Lo que les llamaba la atención
era que cada día que pasaba Ianor se mostraba mucho más
maduro y sabio. Con el paso del tiempo, ya no les parecía
raro que su hijo hablara mientras dormía.
Un día Ycser conversó al respecto con el niño.
—Hijo, ¿qué soñaste hoy?
—Papá, anoche soñé con el Sol. Había mucho fuego, y
de este salían plantas, animales, humanos. Me parece algo
muy raro. No lo entiendo.
—Hijo, es que sin el Sol no podríamos vivir —le explicó
Ycser—. ¿Te gustaría que todos los días sean noche?
—No, claro. No me gustaría —dijo sonriendo Ianor.
—Eso fue lo que te dijo tu sueño: lo importante que es
el Sol.
Otro día, Ycser le volvió a preguntar al niño qué había
soñado.
—Papá, soñé que el río que pasa por nuestra casa
era uno de los brazos de un señor muy viejo con la cabeza
blanca.
Al escuchar esto, Gimnar pensó en el glaciar Pastorur,
del cual salían dos ríos, y uno de ellos pasaba por la casa.
Ella y su esposo vieron que los sueños de su hijo le

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enseñaban muchas cosas. «¿Quién será el que en sueños
instruye a nuestro hijo?», se preguntaron.
Un día, al despertar, Ianor corrió a la habitación de sus
padres y los abrazó con fuerza. Llorando, les dijo que nunca
los dejaría.
—¿Por qué dices eso, hijo? —le preguntó Ycser.
—Porque hoy soñé que los dejaría, y yo no quiero
hacerlo.
—No te preocupes, hijo mío. Nosotros siempre estare-
mos contigo —le respondió su padre.
A Gimnar le brotaban ya las lágrimas de los ojos, como
quien se resigna y se hace a la idea de que ese día llegará,
pues muchas cosas que Ianor había visto en sus sueños ya
se habían hecho realidad. Como aquella vez cuando soñó
que su papá atrapaba una luciérnaga gigante, y al día si-
guiente Ycser encontró una enorme pepita de oro en el río.
O como cuando ella enfermó y días antes Ianor había
visto en sueños que las flores de casa se marchitaban.
«Ianor no es un muchacho común. No todos los jóvenes
tienen ese tipo de sueños», se dijo Gimnar. Cogió el brazo de
Ycser, movió la cabeza y luego abrazó muy fuerte a su hijo,
como quien quiere exprimirle todo ese sentimiento que luego
algún día no estaría.
—Mamá, no me presiones tanto. Yo siempre estaré con
ustedes.
—Sí, mi amor, por eso te abrazo así.
Ycser se unió a ese abrazo y ambos besaron a su hijo.
Días después, sin embargo, Ianor despertó muy intri-
gado.

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—Papá, ¿existen serpientes del tamaño de una casa?
—No, hijo.
—Hoy soñé que un joven se peleaba con una de ese
tamaño.
—¿Así? ¿Y qué paso?
—Él la venció y luego se sentó en un asiento que estaba
sobre otros siete más pequeños. Dime qué significa.
—La verdad no lo sé, hijo. Déjame consultar con tu
mamá, tal vez ella le pueda encontrar un significado. ¿Te
parece?
—Sí.
—Ahora ve a jugar un poco.
Ianor salió corriendo, pero Ycser se quedó intrigado.
—Gimnar.
—Dime, ¿qué pasó?
Le contó lo que el niño había soñado. Ella no podía
creerlo.
—¿Será que nuestro hijo…? ¿Será él quien derrote al
dragón? ¿Y será elegido rey de los siete reinos?
—¿Qué haremos?
—Dejar que las cosas pasen. Si es su destino, no po-
demos cambiar su historia.
Un día, Ycser, como todas las noches, pasó a ver a su
hijo, y este entre sueños lloraba, desesperadamente y gritaba
«¡No mueran! ¡No mueran! ¡Yo los curaré!». Ycser se asustó
pensando que algo malo les pasaría a ellos. Al día siguiente
ya no quiso preguntarle a Ianor qué había soñado.
Desde ese día, sin embargo, el niño dejó de tener esos
sueños extraños.

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Cuatro

Ianor cumplió nueve años. Ycser consideró que era mo-


mento de que su hijo conozca más gente. Lo llamó y le
dijo:
—Ianor, hoy saldremos de viaje.
—¿A dónde iremos, papá? —le preguntó el niño.
—A vender oro, hijo mío.
Cada medio año, Ycser viajaba unas semanas para
comerciar el oro que sacaba del río Mariñor. Lo vendía en el
poblado más cercano, y esto le permitía conseguir las co-
sas que no podía producir en la granja. Ianor estaba muy
emocionado porque nunca había visto a otras personas que
no fuesen sus padres; tampoco, una ciudad. No dejaba de
preguntar cómo era todo por allí. Gimnar trataba de sacarlo
de dudas, pero lo único que conseguía era generar más y
más preguntas. Finalmente, le dijo: «Hijo mío, solo espera un
poco y verás», decía Ycser.
Ianor corrió a recoger algo de ropa, así como su arco y
sus flechas. Tras varios años de práctica, se estaba volviendo
un gran arquero.
Así iniciaron el viaje. Ianor no dejaba de saltar y can-
tar, mientras intentaba imaginar cómo sería un pueblo.
Después de cuatro días de camino, pudo por fin verlo a

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lo lejos. Ianor no lo podía creer, y se adelantó corriendo.
Ycser apresuraba el paso detrás, a la vez que le decía
«Cálmate».
—No, papá, corre, corre, mira esas casas, mira esos
muros y la cantidad de gente.
Por fin Ycser alcanzó a Ianor, lo tomó de la mano para
que no se vuelva a escapar y lo condujo dentro del pueblo. El
muchacho no dejaba de sonreír ni de saludar a toda la gente
que caminaba por las calles.
—¿Te gusta, hijo?
—Sí, papá. ¿Por qué no me trajiste antes?
—Quería que no extrañes la ciudad desde temprana
edad. Así te gustaría más el campo.
—Y así me quedaría con ustedes —le dijo Ianor.
—Sí, hijo, sí.
—Papá, yo siempre estaré a su lado. ¡Mira esos anima-
les! —y salió corriendo.
Ycser sonrió al ver la emoción de su hijo. Al darle alcan-
ce, tomó otra vez de la mano al muchacho y salieron rumbo
hacia la zona de los comerciantes.
—Esta es una ciudad pequeña, hijo. Las más grandes
tienen cosas aún más sorprendentes. Sin embargo, no
todo es felicidad en estos lugares, hijo. A veces la paz, la
sencillez y la quietud del campo tienen un valor incompa-
rable. Ahora solo estás viendo lo lindo de la ciudad, pero
hay lugares en los que no se puede vivir, donde no se
tiene qué comer.
—Entiendo.
Ianor miraba atento a su padre.

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—Sí, por eso nos fuimos de la ciudad, hijo.
Ianor no lo podía creer. Se quedó pensando en lo que
su padre le había dicho.
—Hijo mío, ven, vamos por aquí. Por esta calle vive el
señor que me compra las pepitas de oro.
—¿Y quién es él, papá?
—Es el señor Maurur, hijo, un comerciante que ha re-
corrido todo el mundo.
—Debe saber mucho.
—Sí, hijo, es un hombre muy sabio.
—Y dime, papá, ¿desde cuándo traes esas piedras
aquí.
—Te contaré, hijo. Tú tendrías unos dos años. Antes
traía pescado seco para vender, aunque en realidad recibía
poco dinero con ello. Un día, mientras pescaba en el río, en-
contré en la red una piedra con rastros de algo que parecía
ser oro. Cuando vine al pueblo, el señor Maurur, luego de
examinarla me dijo que verdaderamente era oro. Desde ese
día me dedico a buscar oro y lo traigo para venderlo, y solo
pesco lo que necesitamos para alimentarnos. Gano más
vendiendo oro que pescado.
—Siempre te veía sacar piedras, pero no me imaginaba
que valían tanto.
—Y ahí está la tienda del señor Maurur.
Ianor se quedó impresionado. Ya desde la entrada se
podían ver cosas muy bellas, pues las ventanas estaban
adornadas con velos de seda de todos los colores que se le-
vantaban con el viento como queriendo atrapar a los clientes.
Al ingresar encontró espadas, aparatos, reliquias, juguetes

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y jarrones. ¡Todas las cosas del mundo reunidas en un solo
lugar! A donde volteaba la mirada, Ianor encontraba algo que
lo maravillaba.
Una voz muy agradable y paternal lo despertó de su
embeleso.
—Buenos días, amigos.
—Buenos días, Maurur.
—Ycser, hace tiempo que no vienes, y veo que ahora
estás acompañado.
—Sí, es mi hijo Ianor.
—Ianor, ‘el misericordioso’. Interesante nombre. Mise-
ricordia es lo que se necesita al otro lado de este país.
—Ven, hijo, saluda al señor.
Al avanzar, Ianor se colocó justo en un punto donde
un espejo reflejaba la luz del Sol que entraba por una de las
ventanas de la tienda que había quedado detrás del niño, y
la luz alumbró su rostro.
Al verlo, a Maurur se le vinieron a la mente las palabras
del rey de Mares:
«Un día entrará en tu casa un joven sobre cuyo rostro
brillará el Sol, pero este resplandecerá a sus espaldas al
mismo tiempo, como si dos soles lo iluminasen. Él será su
nuevo propietario».
—Maurur, ¿ocurre algo? —le dijo Ycser, a la vez que le
tocaba el hombro.
—No, nada. Solo estaba pensando…
Extendió la mano hacia Ianor para saludarlo. Y cuando
este se la dio, Maurur sintió en ella una gran energía. «Defi-
nitivamente es él».

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Maurur entró en la parte posterior, donde tenía también
su vivienda, y luego de un rato salió.
—Había olvidado dónde lo había guardado. Mira lo que
tengo para ti, amiguito.
Ianor estiró la mano y asomó su cara, Maurur tenía el
puño muy apretado.
—Ábreme la mano —le dijo.
Ianor cogió la mano de Maurur y empezó a estirarle los
dedos hasta que surgió una luz muy brillante. Toda la habita-
ción había quedado iluminada, como si en la mano hubiese
otro Sol. Ycser no podía creer lo que veía.
—Es mágico. ¿No lo creen?
—Sí —dijeron los dos.
—Este dije esta hecho de una roca muy rara en el
mundo. Muy pocos tienen una. Me lo regaló el jefe del
pueblo de los magos. Si lo frotas y frotas de pronto, empe-
zará a brillar y te podrá guiar en la oscuridad. Si lo escondes,
su luz menguará hasta desaparecer.
Maurur escondió el dije con ambas manos y luego de
un tiempo la luz desapareció, luego empezó a frotar el dije y
nuevamente la habitación se iluminó.
—Mira, papá, mira; es magia —le dijo Ianor a Ycser.
—Sí, mi hijo, por algo era de ese pueblo de los magos.
—¿Y qué pasó con ese pueblo? —preguntó Ianor.
—En realidad nadie lo sabe muy bien, hijo, pero desa-
parecieron.
—¿Desaparecieron?
—Sí, hijo, nadie sabe a ciencia cierta que pasó. Solo
escuchamos eso. Nada más.

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—Ya deja de preguntar tanto—dijo Maurur— y presta
atención a tu regalo.
—¿Regalo? —se preguntó Ianor.
—Sí, este es tu regalo.
Ianor no lo podía creer: ¿por qué le regalaba algo tan
maravilloso?
—Sé que le darás un buen uso. Y para que siempre lo
tengas contigo, le pondremos una cadena de oro, del oro
que extraigo de las rocas que me trae tu padre.
Ycser, al ver esto, puso su mano en la de Maurur.
—Ya es suficiente —dijo Ycser.
—No, no, mi amigo. Es un regalo que me nace hacerle
a este muchacho. Disculpa, pero lo tengo que hacer.
Ycser retiró su mano y le pidió disculpas, y vio cómo
su hijo recibía el primer regalo de un extraño. Ianor estaba
muy feliz cuando lo tuvo en el cuello. Y le dio las gracias a
Maurur. Luego de eso, Ycser pidió a Ianor que salga a jugar,
pues tenía que hacer negocios con Maurur.
—Ycser, tienes un hijo con un gran espíritu, lo siento.
—Sí, ya me viene sorprendiendo con muchas cosas.
Ya te las contaré algún día. Ahora traigo tu pedido de diez
rocas con oro.
—Mi amigo, este año sí que te fue bien.
—Sí, los dioses fueron generosos.
—¡Ay, Ycser! ¿Dónde estarán esos dioses para la gente
de los otros países? Extraño mucho hacer mis antiguos viajes
y visitar a mis viejos amigos.
—¿Cómo están las cosas por allá?
—Cada vez peor, ya casi ni se puede enviar ni recibir

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halcones. Y las pocas veces que las aves logran llegar, siem-
pre son noticias peores que las que recibimos antes.
—No quiero ni imaginarlo —dijo Ycser—. Me da tanto
temor de que esa desgracia caiga sobre nuestro reino.
—Sí, he oído que debemos estar preparados. Ya los
saqueos se están adentrando más en el reino.
—Qué terrible —respondió Ycser—. ¡Quién sabe cuán-
do ocurrirá!
—Cuídate, Maurur.
—Nos vemos, amigo. Cuida bien a este muchacho.
Ambos se dieron la mano y se despidieron.
—Ianor, ven ya. Nos vamos. Despídete.
—Gracias, señor Maurur.
—Encantado, Ianor. Dale buen uso —le dijo Maurur.
—Adiós, adiós.
—Ahora te enseñaré el mercado —dijo Ycser a su hijo.
Ianor estaba tan fascinado con su regalo que ni a su
padre le prestaba atención.
Se dirigieron al mercado para comprar las cosas que
necesitaban, y mientras lo hacían, Ianor no dejaba de mirar el
dije que le había regalado Maurur y le decía a su papá todo
lo que podría hacer con él. «Tienes un buen amigo, papá. El
señor Maurur ahora es mi amigo», le dijo.
—Ya, hijo. Tenemos todo lo que necesitamos. Ahora sí,
de regreso a casa.
Ambos cogieron sus bolsas y se pusieron en camino,
mientras Ycser le seguía explicando sobre las ciudades. En
una esquina, Ianor vio un perro abandonado, muy flaco, de
ojos saltones, negro en su totalidad y que estaba casi mori-

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bundo de hambre; hasta sus costillas se veían de lo flaco que
estaba. Ianor fue corriendo hacia él y lo abrazó.
—¡Un perro, un perro!
—Hijo, no, hijo, no. Te puede lastimar.
Pero cuando el perro sintió el abrazo de Ianor, experi-
mentó un gran placer y no dejaba de mover la cola. Ycser,
preocupado por su hijo, corrió hacia él y lo jaló de la mano. El
perro, furioso, como si le estuvieran quitando su presa, se aba-
lanzó hacia Ycser cogiéndole de la mano con tal fuerza que lo
llevó al piso y se la desgarró hasta casi dejarla hecha pedazos.
Ianor corrió y abrazó al perro, le acarició la cabeza, a la
vez que le decía «Calma, calma». El perro detuvo su ataque
y se puso dócil. Luego de calmar al animal, vio que su papá
no dejaba de sangrar. Le cogió entonces la mano y respiró
profundamente, y mientras hacía esto, sus ojos se voltearon,
sus mejillas se llenaron de luz y sopló lentamente a la mano
de su padre. Y mientras el aire salía de su boca, entraba en
contacto con la mano de su papá, cada célula, cada tejido
de su mano se iba recomponiendo hasta quedar completa-
mente sano. Ycser solo percibía una sensación tibia mientras
cerraba sus ojos. Al abrirlos, vio cómo su mano estaba sin
señales de tener alguna herida. De pronto, Ianor empezó a
toser y a botar sangre por la boca y la nariz, mientras una luz
se proyectaba desde su pecho, como algo que quisiera salir;
se lo presionaba como queriéndolo contener.
—Me duele, papá, me duele.
Mientras el perro ladraba como si viera a su peor ene-
migo, Ianor no lo soportó más y se desplomó en el regazo de
su padre. Unas personas que caminaban por allí y lo habían

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visto todo quedaron aterrorizadas. Gritaron «¡Brujo! ¡Traigan
piedras!». Y más gente se acercó al oír los gritos.
Ycser les pedía que se fueran, les decía que estaban
equivocados, hasta que una de esas personas lanzó un pie-
dra y las demás empezaron a hacer lo mismo.
Bajo una lluvia de piedras, Ycser tomó a su hijo, salió
corriendo con él en sus brazos, y, tras ellos, el perro que
habían encontrado. Ya lejos del lugar, Ycser atendió a su
hijo. «Ianor, Ianor, despierta», le decía, mientras le mojaba el
rostro con un paño de agua. El perro se quería acercar como
queriendo ayudar, pero Ycser lo culpaba de todo: «¡Lárgate,
lárgate! ¡Todo esto es tu culpa, perro desgraciado!», le grita-
ba. Hasta le arrojaba piedras, pero el animal no se alejaba,
indiferente a los reclamos del padre. Al parecer, lo único que
le interesaba era la situación del niño.
De pronto, Ycser escuchó a Ianor decir con voz débil:
—Papá… ¿Por qué eres tan malo con ese perro?...
¿No ves que está solo, perdido?... No tiene a nadie… ¿Me
lo puedo quedar, papá?... ¿Me lo puedo quedar?... No po-
demos abandonarlo… Quién sabe si está enfermo o si tiene
gusanos… ¿Te has puesto a pensar en qué pasaría si yo me
perdiera y la gente me despreciara, me repudiara?...
A Ycser los ojos se le llenaron de lágrimas, y, finalmen-
te, le dio su venia.
—Está bien, lo llevaremos a casa, pero primero dime:
¿cómo te sientes? ¿Qué te ocurrió? ¿Qué fue lo que hiciste?
¿Cómo me curaste?
—No lo sé, papá… Fue como si, de pronto, supiera qué
hacer… No recuerdo nada más...

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Ycser cogió el rostro de su hijo.
—Ianor, tienes cada sorpresa. Necesito que me hagas
un gran favor: no lo vuelvas hacer. Prométemelo.
—¿Por qué, papá?
—Porque hace un momento casi nos matan a pedradas.
—¿Por curarte?
—No, no fue por eso, hijo. Lo que pasa es que la gente
tiene mucho miedo.
—¿Qué es lo que está ocurriendo, papá? —preguntó
Ianor—. No entiendo por qué vivimos tan alejados de los
demás, por qué tanto miedo.
—Te lo contaré en el camino, hijo.
Ianor se acercó al can, le acarició el hocico y lo besó.
—Te llamarás Alfdor —dijo Ianor—. ¿Te gusta tu nom-
bre?
El perro no dejaba de mover la cola como si supiera que
desde ese día había encontrado un lugar donde vivir. Ianor
sacó un trozo de pan y le dijo: «Amigo, tienes que comer,
porque caminaremos mucho». Sacó también un poco de
leche y se la dio de beber.
Padre e hijo emprendieron el viaje de regreso a casa.
Ianor jugaba con su nuevo amigo y lo seguía alimentando.
Ycser solo los miraba. No había imaginado que ese viaje
estaría cargado de tantas sorpresas. Llegada la noche, Ianor
no esperó mucho para usar su nuevo juguete: frotó y frotó
el dije que Maurur le había regalado hasta que este produjo
luz. Así pudieron llegar a un lugar apropiado para hacer una
fogata, calentarse y preparar los alimentos.
—Mira, papá. Este lugar es lindo para pasar la noche.

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—Veo que estás aprendiendo muy bien, hijo. Las salidas
al campo para cazar te han servido de mucho. Limpiemos un
poco. Yo prepararé la comida y tú ve a conseguir leña con
tu nuevo amigo.
—Traeré tanta leña que no se acabará nunca.
«Es increíble cómo son los niños. Yo más preocupado
que nunca, y él como si nada hubiera pasado», pensó Ycser
mientras sonreía.
El niño estaba muy feliz y se alejaba con su luz buscan-
do leña para mantener encendida la fogata toda la noche,
de modo que los pueda mantener en calor. «Qué útil es este
dije. Puedo ver todo en la noche gracias al señor Maurur», se
decía. Una hora más tarde, Ianor se apareció con una gran
cantidad de leños, e Ycser ya tenía todo listo.
—Vengan, vengan, que ya está todo listo. Sírvanse.
—Gracias, papá. Gracias por decirnos «sírvanse» y tra-
tar a Alfdor como de la familia. Gracias.
—Hijo, ahora él es uno de los nuestros. Ven, come, y
tú también, Alfdor.
Y moviéndole la cola, el can se acercó, como arrepen-
tido por haberle mordido. Ycser le frotó la cabeza y le dio un
plato de comida, y comieron los tres, mientras padre e hijo
rememoraban todo lo que había pasado en el viaje hasta ese
momento.
Terminada la cena, Ycser abrazó a su hijo, quien, a la
vez, tenía a Alfdor entre sus piernas.
—¿Sabes por qué te dejé que te quedaras con el perro?
—preguntó Ycser.
—Porque te curé la mano —respondió Ianor.

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—No, no fue por eso.
—Entonces, ¿por qué fue, papá? Cuéntame.
—Te contaré, hijo. Cuando me dijiste que Alfdor podía
estar perdido y no tener a nadie que lo cuide y qué pasaría si
tú estuvieses en esa situación, mi corazón se partió en dos.
—¿Por qué, papá? ¿Por qué?
—Tú, hijo mío, tienes una hermana.
—¿Qué? —preguntó Ianor.
—Sí, un hermana. Deja que te cuente la historia. Hace
un tiempo, mucho antes de que nacieras, tu mamá y yo vi-
víamos en el pueblo de Apurac, cerca de la frontera con el
reino de Falac. Te estoy hablando de doce años atrás. En
esos días llegó la noticia de que los otros reinos habían sido
atacados por un dragón gigante que había eliminado a todos
los reyes, y se decía que pronto pasaría lo mismo con noso-
tros. Pero no hicimos caso, porque en el reino de Zar nunca
había sucedido nada, incluso hasta ahora: ya ha pasado
mucho tiempo y, como has visto, todo sigue relativamente
bien. Bueno, el asunto es que un día llegó del reino de Falac
un batallón de soldados. Estos empezaron a destrozar todo,
a saquear casas y negocios, y robaron todas las cosas de
valor, incluso los alimentos, y mataban a quienes intentaban
defender sus propiedades. Todos los habitantes del pueblo
entraron en pánico, corrían de un lado a otro tratando de
salvarse. Todo era un caos. Tu hermana tenía apenas dos
años. Como tu madre y yo trabajábamos, todos los días la
dejábamos en la casa de una de sus primas. Cuando vimos
lo que estaba ocurriendo, corrimos a buscarla, pero al llegar
a la casa, encontramos que habían tirado abajo la puerta.

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Entramos, y vimos que la casa había sido saqueada, y todo
lo que no se habían podido llevar lo habían destruido. No
había nada ni nadie. Llamamos a tu tía y a tu hermana, con
la esperanza de que pudiesen estar escondidas en alguna
parte, pero no tuvimos respuesta. Buscamos y buscamos,
pero fue inútil: no las encontramos.
—Tal vez habían huido.
—Eso pensamos también. Y salimos a la calle. Si ellas
habían logrado escapar de los saqueadores, tal vez podría-
mos alcanzarlas. Buscábamos y buscábamos, las llamába-
mos a ambas por su nombre. Pero todo era un caos, todos
corrían para protegerse o para intentar evadir a los soldados
y huir del pueblo. Era muy difícil que alguien pudiese escu-
charnos entre tantos gritos, o que en medio de su desespe-
ración se detuviesen a ayudarnos. La situación era tal que tu
madre salió lastimada.
—¿Qué le pasó?, preguntó Ianor.
En un momento la multitud empezó a arrastrarnos. Tu
madre cayó al suelo y algunas personas llegaron a pisarle
las piernas. Pero adolorida y todo, se resistía a perder a tu
hermana.
Cuando llegamos al lugar no encontramos nada. Solo
cuerpos de hombres mutilados. Era extraño: solo mataban
hombres, así de que, cuando me vieron, se me fueron
encima. Por poco y te quedas sin tu papá. Tu madre me dio
alcance, pues salí a toda velocidad y vimos que más soldados
llegaban. Miré a tu madre, que lloraba desconsoladamente.
«Casi te pierdo a ti también», me dijo. Yo no sabía qué hacer.
Me sentía impotente. «Mujer, seguramente se refugiaron en

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otros pueblos. Vamos a buscarla», le dije. Y eso hicimos.
Pero no, no encontramos a nadie, ni a Anafar ni a nuestras
familias.
—¿Anafar? ¿Así se llamaba mi hermana? ¿Anafar? —pre-
guntó Ianor muy sorprendido.
—Sí, hijo, Anafar.
—Me gusta.
—Te seguiré contando. Luego de mucho tiempo bus-
cando a Anafar, no tuvimos otra opción que renunciar a ella.
Fue muy doloroso, ¿pero qué otra cosa podíamos hacer?
No teníamos pistas. A pesar de ello, nunca me lo perdoné.
Después, tu madre y yo preferimos no hablar de eso, porque
nos recuerda lo mal padres que fuimos. Se nos vuelve a abrir
la herida.
Ianor miraba atentamente a su padre mientras este
contaba esta historia entre lágrimas.
—No te preocupes, papá —se le acercó Ianor cogién-
dole la mano—, yo te la traeré de vuelta.
Ycser miró a los ojos a Ianor y se sintió muy feliz de
tener un hijo con gran corazón.
—Gracias, hijo, gracias.
Abrazó fuertemente a su hijo mientras Alfdor aullaba
como si supiera del dolor que sentía Ycser.
Al día siguiente continuaron su camino. Ianor no dejaba
de preguntar a su padre cómo era su hermana, e Ycser le
contaba, aunque había olvidado algo de cómo era su hija,
pues ya había pasado mucho tiempo.
Luego de caminar dos días enteros, llegaron a casa.
En ese momento, Gimnar hacía limpieza, cuando de pronto

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sintió unos ladridos. «¿Qué pasa?», se preguntó. «¿Quiénes
serán?». Salió temerosa a mirar, y se quedó sorprendida al
ver a su hijo corriendo junto a un perro.
—¡Mamá! ¡Mamá! —gritaba Ianor—. ¡Mira! ¡Mira, mamá!
Ycser la saludaba desde unos metros más lejos. Ella
solo sonreía. «Se fueron dos y regresan tres. ¡Qué historias
me vendrán a contar!», pensó Gimnar.
Ianor abrazó a su mamá y le presentó a su nuevo amigo.
—Mamá, él es Alfdor. Papá me dejó tenerlo. ¿Te gusta,
mamá? ¿Te gusta? Es muy inteligente.
Ella miró al perro y él movió su cola queriendo ser sim-
pático.
—Sí, hijo, es muy lindo. Ahora entra a la casa, que aquí
afuera hace frío.
Luego llegó Ycser, abrazó a su mujer y le dio un beso.
—Tenemos un miembro más en la familia —dijo Ycser
a Gimnar.
—Sí, ya veo.
—Tengo mucho que contarte.
Esa noche, mientras cenaban, Ycser le contó a Gimnar
lo que había pasado en el viaje, lo del dije que le había re-
galado Maurur al niño, cómo habían encontrado a Alfdor, la
manera en la que el pequeño Ianor curó milagrosamente las
heridas de su padre con un solo soplido y como si ya supiera
qué hacer; también lo mal que se puso después de curarlo y
las pedradas que recibieron.
—No dejemos que lo vuelva hacer —dijo Gimnar muy
preocupada.
—Sí, amor —respondió Ycser—, ya se lo advertí. Es

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muy peligroso, porque él se puso como loco, botó sangre
por la boca y por la nariz; su pecho brillaba, y sentía mucho
dolor.
Todo eso inquietó mucho a Gimnar. Ella se preguntaba
quién era su hijo, cuál era su destino y si tendría algo que ver
con el pedido que le habían hecho a Angla. Y mientras pen-
saba en esto, se resignaba a la idea de que un día su hijo se
alejaría y lo perdería, como había ocurrido con su hija, porque
niños como Ianor habían nacido para cosas especiales y no
para ser hijos de unos simples granjeros. Ycser la abrazó,
los dos dirigieron su mirada hacia Ianor, que estaba sentado
junto a la chimenea con Alfdor.

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Cinco

A los catorce años, Ianor había alcanzado un gran dominio


del arco y la flecha. Era capaz de darle a un ave en pleno
movimiento y a muchos metros de distancia. Su corazón
estaba limpio de malos sentimientos, era un joven de puro
amor. Acostumbraba a salir de caza, por lo general, cuando
su padre iba al pueblo, pero casi siempre lo acompañaba a
sacar oro en el río.
Un día en el que se encontraban realizando esta labor,
su padre lo llamó:
—Ianor, ven aquí.
—Papá, el año pasado sacamos más de este lado.
Mejor ayúdame a cargar esta roca.
Ycser se acercó a su hijo, metió la barra de metal en el
suelo y empezó a hacer palanca.
—Hijo, saca todo lo que hay abajo.
Ianor se apresuró a hacerlo, pero las fuerzas abandona-
ban a Ycser. De pronto, la roca estuvo a punto de caer sobre
Ianor. Entonces Ycser lo empujó para evitar que la roca caiga
sobre el muchacho. Lo logró, pero la roca golpeó la pierna
de Ycser al punto de casi fracturarla.
—Papá, ¿estás bien? No te preocupes, que yo te cu-
raré.

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—No, no, hijo, es solo un golpe. Prefiero estar así que
verte perdiendo el control y botando sangre por la boca.
Ianor se sintió impotente.
—Ven, te ayudaré —dijo Ianor.
Abrazó a su padre y salieron juntos. La pierna de Ycser
estaba muy inflamada, Ianor no dejaba de mirarla.
—Hijo, estoy bien. Mamá tiene unas hierbas que me
pueden curar. Quédate tranquilo. Más bien, te tocará ahora
ir al pueblo con Alfdor. Tú conoces el camino.
—Sí, papá. Será emocionante ir solo, pero ahora
vamos a casa. Allí lo hablamos mejor. ¿Está bien? —dijo
Ianor.
Y así fueron caminando a paso muy lento. Gimnar, al
verlos por la ventana, salió corriendo muy preocupada.
—¿Qué pasó? —preguntó asustada Gimnar.
—Nada grave. Me cayó una roca. Por suerte solo fue
un golpe —respondió Ycser.
—Mamá, yo puedo ayudar a mi papá —dijo Ianor.
—Ni pensarlo. Ya te conté cómo se puso el día que me
curó —dijo Ycser.
—Hijo, yo cuidaré de tu papá, no es muy grave, nada que
unas hierbas y reposo no curen— dijo Gimnar más calmada.
Al día siguiente, Ianor tenía que llevar el oro, pues en
unos días se iniciaría la gran feria en el pueblo y Maurur tenía
que vender los productos que fabricaría con él.
—Hijo, cuídate mucho —le dijo Ycser mientras Gimnar
besaba la cabeza de Ianor.
—No se preocupen, además estoy con Alfdor —dijo
Ianor—. Dejo el oro, compro lo que falta y estoy de regreso.

52
Además, con este dije que me regaló Maurur la oscuridad no
será un problema.
Ambos padres sonrieron muy orgullosos del hijo, que
ya era todo un hombre. Ianor y Alfdor iniciaron el camino sin
distracción alguna. El viaje les tomó tres días, un día menos
de lo que se demoraban con Ycser, pues iban a paso muy
acelerado. Al llegar, la feria ya estaba instalada. Maurur les
había dicho que estaría allí en uno de los puestos e Ianor
empezó a buscarlo hasta que vio un tumulto de gente. Se
acercó para averiguar qué pasaba y se dio con la sorpresa de
que Maurur estaba gritando de dolor. Minutos antes, mientras
descargaba la mercadería de su carreta, un artefacto muy
pesado le había atrapado el brazo. Ianor corrió hacia él con
el deseo de ayudar, pero los pobladores no lo dejaban llegar
porque ya estaban tratando de liberarlo. Cuando lo lograron,
el brazo de Maurur estaba completamente destrozado y de
color morado. Se acercó un médico para verlo y le dijo que o
le amputaban el brazo o moriría. Maurur no lo podía creer. De
pronto, oyó la voz de Ianor, que gritaba su nombre tratando
de abrirse paso, hasta que el joven llegó donde él.
—¿Dónde está Ycser? —preguntó Maurur al verlo.
—Tuvo un percance y no pudo venir —respondió
Ianor—. ¿Te duele?
—La verdad es que no me duele… Es que no siento el
brazo. Dicen que lo perderé.
Ianor, sin medir las consecuencias, tomó una gran bo-
canada de aire, sus ojos se voltearon, sus mejillas se llenaron
de luz y empezó a soplar sobre el brazo de Maurur, el cual
poco a poco fue tomando color y movilidad. Todos los que

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se encontraban allí no lo podían creer. «Sabía que este joven
era especial», se decía Maurur.
De pronto Ianor empezó a arrojar sangre y a gritar de
dolor, mientras que se presionaba el pecho, de donde salía
una luz. «Ianor, ¿estás bien?», preguntaba Maurur y trataba
de socorrerlo. Pero el muchacho perdió el conocimiento y
se desplomó. La gente que estaba alrededor no sabía qué
pensar, hasta que un hombre empezó a gritar: «¡Es un brujo!
¡Es un brujo!». Y los demás hicieron lo mismo: «¡Es un brujo!
¡Atrápenlo!». La multitud cogió a Ianor, arrebatándolo de los
brazos de Maurur. Alfdor intentó defender a su amigo, pero
no pudo contra tanta gente, que lo rechazó a patadas y lo
dejó muy golpeado.
La multitud llevó a Ianor al centro de la plaza mayor del
poblado. «¡Mátenlo, mátenlo!», decían unos. «¡Ahórquenlo!»,
gritaban otros. Finalmente, lo ataron a dos pilares con arneses
donde se hacían los juicios populares. Ianor en ese momento
recobró la conciencia y no entendía lo que estaba ocurriendo.
—¿Qué pasa? ¿Dónde estoy?
La muchedumbre empezó a agredirlo, algunos le lanza-
ban piedras. Maurur levantó a Alfdor y lo llevó a su puesto. Le
dio agua y unas medicinas. Luego regresó por Ianor.
—¡Déjenlo! ¡Están equivocados! ¡No es ningún brujo!
La gente le advertía a Maurur que, si seguía defendién-
dolo, harían lo mismo con él por ser amigo de un brujo.
—Explícales, Maurur…
—Calma —le decía a Ianor—, veré qué puedo hacer.
Alfdor está en mi tienda, no te preocupes por él.
Pero la gente lo seguía lastimando y pidiendo que lo

54
cuelguen, que lo quemen o que le corten la cabeza. De pron-
to, el gobernador del pueblo llegó.
—Abran paso, que llegó el gobernador, abran paso —dijo
un hombre.
—Señores, me han informado sobre lo que está suce-
diendo. Y no veo la necesidad de matar a este individuo. Ni
siquiera sabemos quién es.
—Curó a Maurur —dijo alguien.
—¿Tú conoces a este muchacho?
—Sí. Es hijo de un amigo mío que cada cierto tiempo
viene al pueblo a venderme oro.
—No es normal que una persona tenga ese tipo de po-
deres. Los únicos que poseen tales dones son los demonios
de Dragar.
—¿No será un endemoniado por el dragón que viene
como espía?
—El rey tendrá que decidir su futuro. Por el momento
se queda aquí con nosotros.
—Me dijeron que te curó el brazo que estaba a punto
de ser amputado. Eso es interesante. Lo usaremos para curar
a los enfermos hasta que llegue el mensajero del rey. Hare-
mos una lista para que se anoten y empezaremos mañana
—dijo el gobernador.
Y dejaron a Ianor con el resguardo de dos hombres.
Maurur se acercó al joven.
—Ianor, haré lo posible para liberarte, no te preocupes.
Alfdor ya está mejor, así que no te preocupes por él. Ahora
bebe y come algo —le dijo, a la vez que le daba algo de fruta
y agua que le había llevado.

55
Al día siguiente había mucha gente reunida. El gober-
nador llegó muy temprano.
—Bien, ¿quién será el primero?
Muchos querían, pero también tenían miedo. Hasta que
un ciego se acercó.
—Yo quiero ser el primero. Cualquier cosa es mejor
que estar así.
Los soldados hicieron un espacio para que pueda pasar
hasta que estuvo frente a Ianor.
—Cúralo —dijo el gobernador a Ianor.
Ianor quería hacerlo, pues pensaba que así lo soltarían.
Tomó una gran bocanada de aire y sopló en el rostro del
invidente, y mientras el aire rozaba a este, sus ojos se iban
aclarando, tomando vida hasta que el hombre, emocionado,
empezó a gritar.
—¡Puedo ver! ¡Puedo ver! Tantos años de oscuridad…
¡Y ahora puedo ver! ¡Gracias, gracias! —se acercó y le besó
la mano a Ianor.
Sin embargo, Ianor empezaba a botar sangre y el dolor
en el pecho era insoportable. Toda la gente se asustó al ver
la intensa luz que brotaba de él. No perdió el conocimiento,
pero quedó muy mareado. Los soldados alejaron al antes
ciego, y la multitud enloqueció; todos gritaban y se empeza-
ron a empujar porque querían ser los próximos.
—¡Pongan orden! —ordenó el gobernador a los soldados.
Los soldados se acercaron y retiraron a toda la gente
a golpes. El gobernador tenía una hija sorda, así que la hizo
pasar.
—Cúrala —le ordenó a Ianor.

56
—No puedo, estoy muy débil.
—Cúrala.
—No puedo.
—Sí puedes, cúrala
Cogió una daga y se la puso en la pierna y empezó a
presionar. «¡Cúrala!», insistía, y presionaba la daga más y
más hasta que la pierna de Ianor empezó a sangrar.
—¿Por qué me hacen esto? No le hecho daño a nadie.
Maurur se sentía muy impotente, pero no podía hacer
nada.
—Está bien, está bien —dijo Ianor muy adolorido.
—¿Ves que sí puedes?
El gobernador tomó a su hija, una chica de unos trece
años, y se la puso en frente. La niña lloraba asustada porque
veía a su padre torturando a una persona. Ella quería salir
corriendo, pero su padre la retuvo y la puso frente a Ianor. Este
mentalmente le dijo: «Cálmate, te ayudaré». Y esta fue la pri-
mera vez que Ianor se comunicaba mentalmente con alguien.
La niña se quedó tranquila, y mientras todos obser-
vaban en silencio, Ianor tomó una bocanada de aire y se la
lanzó al rostro. Luego, quedó inconsciente. El gobernador,
entonces, llamó a su hija, y ella volteó en dirección hacia
él. «¡Se curó!», gritó. Y todos lanzaron exclamaciones de
felicidad. La niña no pudo soportar tanto ruido y se cubrió
los oídos. El gobernador se la llevó, a la vez que dio órdenes
a los soldados de que protejan al prisionero hasta que se
recupere. Los espectadores se lanzaron sobre Ianor en el
afán de ser los siguientes, pero los guardias los alejaron. El
muchacho seguía inconsciente.

57
En la noche, cuando todos se habían ido, se acercó
nuevamente Maurur. Esta vez eran diez los soldados que
resguardaban al muchacho, pero lo dejaron acercarse puesto
que conocían al comerciante.
—Ianor, Ianor, hijo. Toma esta medicina. Come algo.
—Maurur, ya no puedo resistir. ¿Por qué son así? Yo
no le hago daño a nadie, no creo que pueda aguantar tanto.
Me duele todo el cuerpo.
—¿Lo pueden soltar un poco? Él no huirá a ningún lado
—dijo Maurur a los soldados.
—Tenemos órdenes, señor Maurur.
Maurur desprendió de su cinturón una bolsa con oro y
se las mostró a los soldados.
—Solo suéltenlo. No iremos a ningún lado —les volvió
a pedir Maurur.
Los soldados se miraron entre sí y se dieron una venia.
Cogieron el oro y soltaron a Ianor.
—Al amanecer lo volveremos a amarrar —dijo uno de
los soldados.
—Está bien —respondió Maurur.
Esa noche Ianor durmió en el piso, pero lo disfrutó
mucho, porque había estado atado de pie casi dos días.
Maurur se quedó a su lado toda la noche y con su capa
cubrió el cuerpo del joven. Se sentía culpable, puesto que
Ianor se encontraba en esa situación por haberlo curado.
Al día siguiente, fue la misma historia: curar a la gente,
exigiendo a Ianor hasta que quedó exhausto.
Mientras tanto, Ycser, que ya se encontraba recupera-
do, se había puesto en marcha rumbo al pueblo, al ver que

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su hijo no había regresado en el tiempo previsto. Gimnar,
además, presentía que algo malo estaba pasando, ya que
sentía unas punzadas en el corazón.
Para entonces, Ianor estaba muy delgado; se le po-
dían ver hasta los huesos de su rostro casi sin vida. Alfdor y
Maurur iban a verlo todas las noches, pero no podían hacer
nada para liberarlo. Al día siguiente, la población se reunió
nuevamente alrededor de él, cada uno esperando ser es-
cogido para que lo cure. Pero antes de que Ianor pudiese
ocuparse de alguno de ellos, se empezó a sentir a lo lejos
el sonido de cascos de caballos que galopaban. No pasó
mucho tiempo hasta que uno de los vigías ubicados en la
torre del pueblo vino corriendo a gran velocidad para dar la
alarma: un batallón de más de cien soldados se aproximaba
al pueblo.
—¡Saqueo! ¡Saqueo! —gritó.
La gente se sorprendió. No podía ser posible: los sa-
queos ocurrían en las fronteras, y ellos vivían en un pueblo
del interior del país.
—¡Saqueo! ¡Corran! —gritó un soldado desde otra torre.
Los pocos soldados que había en el pueblo fueron
a resguardar al gobernador mientras que el sonido de los
caballos era más y más cercano. De pronto entraron al
pueblo unos jinetes a gran velocidad destrozando, robando,
quemando todo lo que encontraban a su paso; la gente
quería salvar sus mercaderías, y todos corrían gritando
desesperados. Los soldados que entraban no paraban de
llenar sus alforjas con cualquier cosa que encontraban;
cogían carretas con víveres y se los llevaban. En medio de

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ese caos, Maurur se acercó a Ianor, logró soltarlo y lo cubrió
con una manta para que nadie lo vea.
—Felizmente aún no habías curado a nadie, de lo con-
trario no podría moverte.
—Amigo, a estar aquí, aunque sea me arrastraba para
escapar. Gracias, Maurur.
Alfdor lamía la mano de su amo y ladraba de alegría.
Así lograron salir y cruzar las murallas. En esos momentos
Ycser llegaba al pueblo. Se sorprendió al ver el humo que
salía, y este le recordó el día del saqueo en su pueblo. «¡No!
¡Un saqueo! ¡Tengo que darme prisa!», se dijo.
Poco antes de llegar, se encontró con Ianor y Maurur,
que salían. De inmediato corrió para ver cómo estaba su
hijo.
—Ianor, ¿estás bien? —dijo y lo destapó, sus lágrimas
saltaron de sus ojos al ver a su hijo en tan mal estado.
—Estoy bien, papá, vayamos a otro lugar antes de que
me vean.
—¿Que está pasando? —preguntó a Maurur.
—Saqueo, mi amigo.
—Perdón, hijo, no debí dejarte venir solo.
—Vengan por aquí. Tengo un escondite donde guardé
provisiones previendo que este día llegaría —dijo Maurur.
Caminaron unos kilómetros, pero Ianor no podía más.
Ycser tuvo que cargarlo hasta llegar en medio de unas ro-
cas. Maurur conocía una entrada a la cueva en la que todos
entraron. Ianor prendió el dije que le había regalado Maurur,
frotó la piedra y todo el lugar se iluminó.
—¡Por todos los dioses! —dijo Ycser, al ver lo que

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Maurur había almacenado dentro—. Aquí tienes alimento
para muchos años, amigo.
—Sí, Ycser. Nadie lo sabe. Mira lo que nos acaba de
pasar.
Le trajo a Ianor unos cueros de oso que tenía guar-
dados, y dijo que el muchacho debería quedarse allí hasta
recuperarse.
—Gracias, Maurur, te debo mucho —dijo Ycser.
—Sabes que somos amigos, Ycser. Además, todo esto
ocurrió porque tu hijo me salvó el brazo que estaba a punto
de perder.
Ycser le miró la cara a Ianor y le recordó que le había
dicho: «Te dije que no uses tus dones».
—Papá, tenía que hacerlo —respondió Ianor, como
leyendo la mirada de su padre.
—Y tú, Alfdor, no hiciste nada —dijo Ycser dirigiéndose
al perro.
—Al contrario, se enfrentó a más de diez personas y
quedó muy mal. El pobre estuvo en cama más de cinco días.
—Gracias, Alfdor —le dijo Ycser—. Qué bueno que
todo pasó.
—¿En qué terminará esto? Me preocupa.
Justo en ese preciso instante, en la casa, Gimnar dejó
de sentir los hincones en el pecho y dio un gran suspiro de
alivio.
—Ya paró el dolor. Eso quiere decir que mi hijo está
bien.
Dos días después, cuando Ycser vio que Ianor se había
recuperado, le dijo:

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—Vamos, tenemos que ir a casa. Tu madre debe estar
preocupada.
—Sí, salgamos con cuidado, que nadie nos vea —res-
pondió Ianor.
Cuando salieron y volvieron las miradas en dirección al
pueblo, vieron humo.
—Seguro que todo quedó hecho pedazos —dijo
Maurur.
—Ya no me importa —dijo Ianor—. No volveré nunca.
Ianor estaba muy dolido y había dejado de confiar en
la gente. «Solo piensan en ellos mismos. Quizás este mundo
se merece lo que le está pasando», se dijo. Luego, se dirigió
a Maurur:
—Gracias por todo, Maurur. Eres el único amigo que
tengo. No necesito más. Espero volver a verte algún día.
—Fue muy feo lo que le hicieron —le dijo Maurur a
Ycser.
—Él tiene el corazón muy puro. Ya se le pasará.
—Sí, Ycser.
—Gracias nuevamente, Maurur —dijo Ycser dándole un
abrazo —. Dime, ¿qué harás?
—Me quedaré un tiempo en mi escondite y después iré
a ver cómo está el pueblo. Probablemente el rey ya se haya
puesto en alerta por esta incursión dentro del país. Tal vez
en unos días el pueblo vuelva a ser el mismo.
—Sí, seguro eso pasará.
—Ycser, como tú sabes yo fui amigo del rey de los
magos, él me contó que hicieron un ritual para ver el futuro,
y vieron que un joven derrotaría al dragón.

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—Eso lo soñó un día Ianor.
—¿No crees que él sea ese joven?
—Todo es posible, pero el tiempo lo dirá, amigo. Te
confieso que eso me causa mucho temor.
—Sí, comprendo.
—Vendré a verte dentro de un año.
—Adiós.
—Adiós.
Ycser fue detrás de Ianor, y ambos se alejaron hasta
desaparecer de la mirada de Maurur.

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Seis

Ianor ya no quiso ir más al pueblo. Era feliz atendiendo la


granja con sus pequeños animales, y en las primaveras se
iba a cazar con Alfdor al bosque. Se internaban unos días y
siempre volvían con liebres, aves o incluso ciervos. Se sentía
el hombre más feliz y ya casi no se acordaba de lo que le
había sucedido en el pueblo.
Pasaron los años, y mientras Ianor seguía en su granja,
en el reino de Zar se daba inicio a las grandes competencias
para escoger a los futuros oficiales del Ejército.
En la región de Cotac se había llegado a la etapa final.
El finalista era Sirock, un joven granjero que había pasado
todas las pruebas y las había superado con facilidad. Los or-
ganizadores se habían dado cuenta de la fuerza descomunal
del muchacho y quisieron exigirlo al límite. Por ello le dijeron
que se enfrente contra un inmenso toro.
Sirock entró al coliseo, que estaba completamente lle-
no. La gente gritaba y gritaba. Había mucha algarabía.
—¡Vamos! ¡Que salga ya ese toro! ¡Quiero terminar con
esto! —decía.
Los minutos pasaban, la bulla del público, el sol intenso
creaba más tensión.
—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Suéltenlo!

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Se abrió una puerta y salió un animal gigante, muy
furioso, pues antes de soltarlo le habían dado golpes y
punzadas en el lomo. Sirock se pegó a una de las paredes
y se tiró al piso cubriéndose con tierra para que la bestia
no lo vea y se calme un poco, pues quería evaluarla antes
de enfrentarse a ella. El toro dio un par de vueltas, se veía
un animal poderoso. Cuando se detuvo, salió Sirock para
hacerle frente. Ambos se miraron fijamente a los ojos. El
toro empezó a echar vapor por sus fosas nasales y se le fue
encima a Sirock. Este pretendía soportar el ataque, tenía
mucha confianza en sí mismo. Lo cogió de los cuernos al
momento del impacto y el toro lo arrastró hasta una de las
paredes. La gente empezó a gritar pensando que el toro
mataría al muchacho. Tres arqueros estaban atentos, listos
para disparar si pasaba algo.
Ya en la pared, Sirock apoyó un pie en ella para ofrecer
resistencia. El toro seguía empujando como quien sabe que
pronto cobraría la vida del que había osado enfrentársele.
Las fuerzas abandonaban a Sirock. Ya no tenía al toro de
los cuernos sino que había apoyado la cabeza del animal en
su hombro. Todo su cuerpo estaba completamente mojado
del sudor.
—¡Maldición! Tengo que hacer algo… Y rápido —se
dijo.
Estaba a punto de desfallecer, pero sacó fuerzas de su
amor propio, empujó al toro y esto le dio tiempo para tirarse
al piso.
El toro se lanzó contra la pared con tal fuerza que casi
dejó a Sirock fuera de combate. Este cogió del cuello al ani-

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mal y lo estranguló hasta hacerlo perder el conocimiento. La
multitud enloqueció. En todo el coliseo se escuchaba: «¡Si-
rock! ¡Sirock!» . Uno de los jueces lanzó una espada gigante
para que Sirock dé muerte al animal, que yacía en el piso. El
joven cogió la espada, pero al darse cuenta de que todo el
público estaba con ganas de ver sangre, movió la cabeza.
Empezó a hacer maniobras con su espada y esta salió dis-
parada hacia el portón por donde se sacaban a los animales
muertos, con tal fuerza que el impacto lo destrozó.
—Mátenlo ustedes —les dijo, y salió del lugar.
Al mismo tiempo, en la región de Lambrac, Alidor es-
taba parado haciendo flexiones frente a un callejón formado
por dos grandes cerros.
—Dejaremos hacer esto a nuestro hijo. Solo así estará
a la altura; solo así llenará mi vacio; y él habrá probado al
máximo su capacidad.
«¡Suéltenlos!», se escuchó, y una gran manada de bracs
vino a toda velocidad. Estos animales eran una especie de
ciervos corpulentos. Alidor corrió hacia ellos y, cuando los
tuvo al frente, dio un gran salto y cayó sobre el lomo de uno
de ellos. Y así, sin parar, empezó a saltar de lomo en lomo
con gran agilidad y equilibrio. No se había imaginado, sin
embargo, la tremenda cantidad de esos animales. Luego de
un rato, ya no podía más. Estaba completamente agotado,
y resbaló. Cayó al piso y fue embestido por un brac, que lo
hizo volar unos cuantos metros. Se incorporó muy rápido y
corrió junto con los bracs.
Cogió a uno de ellos de los cuernos y tomó impulso.
Salió volando por los aires. Cayó nuevamente en el lomo de

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uno de ellos y continuó hasta que pasó toda la prueba. Miró
a sus padres y le sonrió su madre, que desde lo alto le hacía
muestras de alegría.
Liosh y Fesor habían sido entrenados desde muy
jóvenes. Los dos eran huérfanos y gracias a su talento ya
participaban en la protección de las fronteras como guerreros
de mucha experiencia. Habían sido seleccionados para ser
oficiales desde hace mucho.
Un día, cuando Ianor tenía diecisiete años, llamó a su
fiel amigo, que ya estaba más viejo.
—Alfdor, nos vamos.
Y dirigiéndose a sus padres, se despidió.
—Papá, mamá, estoy saliendo con Alfdor, volveremos
en un par de días. Nos vamos de caza.
—Está bien, hijo. Cuídate. Te estaremos esperando —le
dijo Gimnar.
—Tengan mucho cuidado —respondió Ycser.
Y ambos salieron de casa. Ianor hablaba con su perro
como si este fuera una persona, y lo más impresionante era
que el perro parecía entender. Mientras caminaban para re-
visar las trampas dentro del bosque, se les cruzó un enorme
jabalí. Ianor quedó paralizado y Alfdor no paraba de ladrar.
«Calma, amigo, calma», le decía, mientras el enorme animal
los miraba esperando el primer movimiento. Era una situa-
ción de mucha tensión: ambas partes eran conscientes de
que un ataque se venía. Nadie sabía quién daría el primer
movimiento. Ianor lentamente alzó la mano para coger una
flecha, y el jabalí empezó a rasgar el piso preparándose
para embestirlos. Rápidamente Ianor colocó la flecha en

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el arco y se la lanzó al jabalí, que se había abalanzado
para atacarlos.
La flecha llegó a impactarle en una pata. Al sentir la
punzada, el animal gruñó de dolor con todas sus fuerzas e
inició la huida. Alfdor lo siguió como un loco. Ianor, preocu-
pado por su amigo, corrió tras ellos, pero los tenía a mucha
distancia pues, aun herida, la bestia corría como una hoja en
el viento. De pronto, luego de muchos minutos corriendo, el
jabalí y Alfdor cruzaron un camino en el preciso instante en
que el rey Clauder pasaba a toda velocidad con un pequeño
batallón de hombres, todos montados a caballo. Nadie pudo
detener tremenda colisión, y el rey salió volando con su ca-
ballo. Este le cayó encima y le destrozó las dos piernas. El
jabalí y Alfdor quedaron tendidos a un lado de la carretera.
El rey gritaba de dolor. Los soldados bajaron de sus
caballos para asistir a su señor y trataban de retirar al animal,
que no podía levantarse a causa de sus heridas. Luego de
mucho esfuerzo, lo lograron y se dieron con la sorpresa
de que las piernas de su rey estaban completamente
destrozadas. No lo podían creer. Y el rey no dejaba de gritar
de dolor.
—Díganme, ¿cómo están? No siento mis piernas —dijo
el rey muy adolorido.
El capitán del batallón ordenó matar a los animales que
habían ocasionado el accidente. Uno de los soldados se
acercó al jabalí y le dio muerte de un lanzazo. Dos arqueros
sacaron sus arcos y flechas y apuntaron a Alfdor, pero en
el preciso instante en que iban a disparar, de los matorrales
salió Ianor gritando.

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—¡No! ¡No, no lo maten! ¡Es mi amigo!
Los soldados apuntaron a Ianor, pero este levantó las
manos y les habló.
—Cálmense. Les explicaré lo que pasó. Él es mi amigo,
y todo fue un accidente.
—Sí, accidente. Pero mira lo que pasó con el rey.
Ianor miró a Clauder, que yacía a un lado sufriendo a
causa del dolor. Ambos se miraron, y surgió una conexión.
Ianor sintió el corazón del rey y supo que era una buena
persona. Era extraño: había pasado mucho tiempo que no
sentía sus dones; es más, los quería reprimir, pero ahora te-
nía que usarlos nuevamente. Tenía mucho miedo de lo que
pudiese pasar, porque las veces que lo había hecho, algo
malo ocurría. Pero era eso o aceptar que maten a Alfdor, e
incluso a él. Se mordió el labio como resignándose a tener
que usar sus dones.
—Yo lo curaré si me dejan acercarme a él —dijo Ianor
y dio el primer paso, pero todos hicieron un gesto amena-
zante como si fueran a sacar sus espadas.
—Cálmense —les dijo el rey—. Si dice que puede
curarme, veamos qué puede hacer. Dejen que se acerque.
Ianor avanzó temeroso.
—Señor, no soy malo. No se asuste si ve algo diferente
en mí. Solo quiero ayudarle.
—Está bien, hijo. No pareces una mala persona. Si de
verdad puedes ayudar, hazlo.
Ianor se arrodilló a su lado y le pidió a Clauder que
cierre los ojos, cosa que el rey hizo. Entonces, inhaló una
gran bocanada de aire y lo lanzó lentamente a las piernas

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del soberano. El rey sentía cosquilleo y bienestar, su rostro
dibujaba una sonrisa. Los soldados miraban confundidos y
escépticos lo que pasaba. Cuando Ianor terminó, el rey abrió
los ojos. Todos hicieron un gran silencio, pues estaban pen-
dientes de la situación. Y de pronto el rey empezó a mover
las piernas. Los soldados dieron un gran grito de felicidad.
—¡Viva el rey Clauder!
Ianor se levantó lentamente porque estaba muy marea-
do. Y se dirigió a su perro, lo cogió entre sus brazos e hizo
lo mismo: inhaló una gran bocanada de aire y se la lanzó,
entonces Alfdor pudo reaccionar, moverle la cola; incluso se
le veía más joven.
Todo había pasado, los soldados miraban casi sin
creer. Ianor se desplomó al piso inconsciente. Clauder se
incorporó y corrió a ayudarlo, pero el muchacho estaba fue-
ra de sí; sus ojos se movían en todas direcciones. Mientras
Clauder recogía a Ianor, ordenó hacer el campamento allí,
que le den gracias al joven que había traído un cerdo para la
cena y dispuso que traten muy bien a su fiel acompañante.
Al día siguiente, Ianor despertó, y a su lado estaba el
rey.
—¿Ya estás mejor? —le preguntó Clauder.
—Sí, mi señor.
—Dime, ¿cómo te llamas?
—Ianor, mi rey.
—Es un gran nombre y muy bonito. Dime, ¿desde
cuándo es que haces esto?
—Desde los siete años, mi rey. Un día mi perro mordió
a mi papá, y yo lo curé de un soplido. No sé cómo lo logré,

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pero algo en mí me decía qué era lo que debía hacer —dijo
Ianor mientras el rey escuchaba con asombro.
—¿Y cuántas veces más lo has hecho?
Ianor le contó su experiencia en el poblado. El rey se
sentía indignado por tal atrocidad.
—Ianor, en nombre de mi pueblo te pido perdón, pero
te digo que no todos somos así. Como verás, la situacióon
está muy tensa, la gente vive asustada. Solo quieren defen-
derse. Poco a poco irás entendiendo por qué actuaron así. Y,
eso sí, no reprimas este don maravilloso con el que naciste.
Eres un enviado de los dioses.
Ianor se sentía muy bien, pues al lado del rey se consi-
deraba protegido.
—Gracias, mi señor.
—¿Dónde vives?
—A dos días de aquí, mi señor.
—Quiero que me lleves con tus padres, Ianor. Veo en ti
una gran esperanza. Los dioses hicieron que nuestros cami-
nos se crucen de esta forma. Poco a poco te iré explicando
los planes que tengo para ti.
Ianor hasta ese momento no entendía lo que pasaba,
solo asentía con la cabeza. De pronto apareció Alfdor en su
tienda moviéndole la cola y lamiéndolo.
—Tu perro es muy inteligente y fiel. Estuvo cuidando la
entrada de tu tienda toda la noche. Solo me deja entrar a mí,
como si supiera que soy el rey —le dijo Clauder.
—Sí, mi rey, él es como mi hermano.
—Qué bueno, hijo. Todos los animales de esta creación
son hermanos, y este es uno muy inteligente.

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Ianor se puso de pie y salió de la tienda junto con el rey.
Todos estaban pendientes de lo que hacía el joven. El rey le-
vantó la mano y ordenó a sus hombres que se alistaran, pues
se desviarían un poco. El capitán de la brigada se acercó al
rey y le advirtió que llegarían tarde a su destino.
—Déjame tres hombres y un caballo extra. Tú ve a
cumplir nuestra misión. Confío en ti —dijo el rey al capitán.
El entrenamiento del grupo especial está por iniciarse y quie-
ro llevar a este muchacho. ¿Viste lo que hizo? Puede ser el
chico de la profecía.
—Sí, mi señor. También lo pensé. Pero recuerde que
ese joven se sentará como único gobernante de los siete
reinos.
—A veces los dioses se equivocan. Además, siento un
corazón muy puro en él. Será mejor tenerlo con nosotros a
que sea corrompido por cualquier otro. Ahora ve, apúrate
que debes cerrar el paso o volverán a saquear esta zona.
Ianor estaba con cara de preocupación. Clauder lo vio
y le dijo que todo saldría bien y que no se preocupara. Así
iniciaron el viaje. Clauder e Ianor hablaban y se iban cono-
ciendo. El rey se dio cuenta de que el joven estaba muy bien
instruido.
—Dime, Ianor, ¿recibiste algún tipo de educación?
—Solo la que mis padres me dieron, mi señor. Mi pa-
dre siempre me decía que los dioses se daban el tiempo de
mostrarme algunas cosas, porque cuando era niño tenía
unos sueños extraños que me revelaban cosas que pasarían
u otras que nadie más sabía.
Al escuchar esto, el rey aumentó aún más su interés

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por este muchacho y su deseo de llevarlo al castillo y hacerlo
parte de su ejército. Ianor sintió que el rey era una persona
que inspiraba mucho respeto; era calmado y feroz a la vez,
de gran estatura, con ojos de águila y nobleza de león; tenía
la piel muy lastimada, producto de una vida llena de batallas.
Se notaba que sus soldados darían su vida por él, pues el rey
también lo haría por ellos.
Cuando iban llegando a la choza de Ycser y Gimnar,
estos se alarmaron al ver jinetes, porque todavía tenían el
recuerdo de aquella vez que perdieron a su hija. Se miraron a
los ojos y cerraron la puerta, la aseguraron bien, se cogieron
de las manos y se sentaron los dos apoyando la espalda a la
puerta, esperando así lo peor.
—Ycser, ¿será que este reino ya fue tomado como los
otros?
—No sé, pero nunca nadie llegó hasta aquí. Eso sí es
muy extraño.
De rato en rato Ycser asomaba la cabeza para ver qué
estaba pasando y observaba que esos hombres se iban
aproximando más y más. Pero luego de unos minutos escu-
charon un ladrido que les sonó familiar. Los dos sacaron su
cabeza y pudieron ver que su hijo venía con ellos y que los
ladridos eran de Alfdor, que iba corriendo hacia la casa como
avisando que tenían una gran visita.
Ycser y Gimnar no lo podían creer. Vieron los estan-
dartes del rey y se miraron nuevamente. Clauder bajó de su
caballo, abrazó a Ianor y caminaron juntos hasta la puerta.
—Ianor, ¡qué escondida está tu casa! —le dijo el rey.
—Mi padre nos quiere prácticamente desaparecidos.

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Dice que es para protegernos, pero yo no lo entiendo muy
bien.
Clauder solo movió la cabeza, pues sabía de lo que se
trataba. Ycser estaba muy sorprendido de que el rey esté
abrazando a su hijo. Entonces, abrió tímidamente la puerta,
y al ver al rey ambos padres se hincaron ante él. El rey les
dijo que se levanten y que más bien era él quién se tenía
que hincar. Clauder se arrodilló ante ellos y cogió la mano
de Gimnar.
—Le suplico, señora, que me deje llevar a su hijo conmigo
para hacerlo un hombre de bien, para convertirlo en un caba-
llero de mi corte. No aceptaré un no como respuesta, se lo
suplico. Sé lo que significa perder a un ser querido, pero a él
no lo perderá, ya que siempre podrá venir a verlos, y ustedes
desde hoy son nombrados huéspedes ilustres en mi castillo.
Ambos padres se miraron las caras, no podían creerlo.
Muchas cosas estaban sucediendo: el rey arrodillado, nom-
brarlos huéspedes ilustres en su castillo y que se llevaría a
su hijo. Entonces Ycser se dirigió al rey.
—Mi señor, nosotros sabíamos que esto pasaría tarde
o temprano. Es más, él ya lo había visto en un sueño. Solo le
pido que cuide a nuestro hijo.
—No, él nos cuidará a todos nosotros —respondió el
rey.
Ianor se lanzó a los abrazos de Gimnar. Ella le besaba
la frente y sonreía con las lágrimas que no dejaban de caer.
—Hijo, sabíamos que este día llegaría, eres un niño con
muchos dones. Tu futuro no estaba aquí. Tu futuro era algo
más que ser un campesino. Cuídate mucho —dijo Gimnar.

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Lo abrazó con todas sus fuerzas, y cuando se separa-
ron, Ianor cogió a Alfdor y lo abrazó con todas sus fuerzas.
Le pidió que cuidara a sus padres. El perro ladraba en señal
de que se haría cargo y que deposite su confianza en él. Ianor
entró a su casa, sacó su ropa y algunas cosas que se llevaría
de recuerdo, abrazó nuevamente a sus padres y se fue al lado
del rey, que lo esperaba con el caballo que lo llevaría a su
nuevo destino. Cuando subió al caballo, Ianor volteó para des-
pedirse por última vez, y al ver a sus padres llorando, no pudo
contener las lágrimas. Levantó el brazo, les sonrió y empezó
a caminar con el batallón. Alfdor lo siguió hasta cierto tramo.
Ianor ya ni lo miraba para que este desista de seguirlo, pero él
continuaba hasta que tuvieron que cruzar un riachuelo. Alfdor
se lanzó al agua, pero la corriente lo arrastró río abajo y tuvo
que dar media vuelta. Cuando llegó a la orilla, empezó a ladrar
despidiéndose de Ianor, quien volteó y le levantó la mano.
—Adiós, amigo. Me duele dejarte. Cuida a mamá y a
papá.
Alfdor le movió la cola y se fue de regreso a casa.
Clauder no dejaba de consolar al muchacho.
—Toma agua, Ianor. Eso te ayudará a pasar un poco
esta pena. Vendrás pronto a visitarlos.
—Sí, mi rey —respondió Ianor secándose las lágrimas.
Camino al castillo pasaron por muchos pueblos y ciu-
dades, Clauder era como su guía y le contaba las cosas más
importantes de cada lugar. Ianor, que solo había conocido
un pueblo, estaba más y más impresionado.
—Es muy bello, pero papá también me contó de pue-
blos desolados.

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—Sí, Ianor, pueblos en los que preferirías estar muerto.
Por eso vienes con nosotros. Lucharemos para que eso no
pase en nuestro reino.
Siguieron su camino, pero Ianor quiso saber más.
—¿A qué nos enfrentamos? —le preguntó Ianor al rey.
—Lo sabrás más adelante.

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Siete

Cuando llegaron al castillo del rey, Ianor quedó asombrado.


Ni en sus sueños había imaginado ver algo tan majestuoso:
murallas gigantes resguardaban el castillo y por dentro es-
taba decorado con pinturas y piedras preciosas; tenía lindos
jardines que rodeaban las edificaciones. Apenas los vieron
llegar, toda la gente los recibió con mucho amor. Se nota-
ba que el rey era muy querido. Ianor sintió que no se había
equivocado al poder sentir el corazón del rey. En las puertas
del castillo los esperaba Estebes, un señor muy alto y viejo.
Tenía la postura de un ser espíritual. Entonces le sonrió a
Ianor como si lo conociera.
—Mis saludos, mi señor Clauder. Veo que nos trae algo
muy interesante de su viaje.
—Sí, Estebes. Este joven es alguien a quien te encan-
tará conocer . Ya te contaré la historia. Es de tal importancia
que olvidamos la misión por la que salimos, y lo traemos para
entrenarlo.
El rey volteó y se dirigió a Jusoc, que estaba junto a
Estebes
—Dime, ¿ya se inició la selección?
—No, mi señor. Se hará mañana. Los campeones de
las otras regiones ya están instalados.

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—¡Qué bueno! Traigo al último a tiempo. Ianor tiene un
don impresionante, te lo contaré más tarde. Me atrevería a
pensar que incluso tiene que ver mucho con la profecía del
niño que traería el orden a ese mundo.
Miró, entonces, a Estebes y le preguntó:
—¿Qué te dicen tus ojos y tu corazón?
—Está muy acertado, mi señor. Este joven tiene el es-
píritu muy fuerte.
—De hecho, desde que lo vi tuve una gran corazonada
respecto a él. Creo que habrá muchos cambios positivos
con su llegada.
—Ianor, él es Estebes, mi consejero—dijo el rey.
Ianor lo miró a los ojos, sintió una gran fuerza dentro de
ese hombre. Se acercó y le dio la mano.
—Será un gusto servirle, mi señor —dijo Estebes.
El rey Clauder se dio cuenta de que Estebes podía ver
el potencial del joven y se alegró. Entonces, llamó a un sir-
viente y le pidió que conduzca a Ianor a su habitación y le
lleve ropas. El sirviente se llamaba Chamor, era un poco más
joven que Ianor, tenía la mirada vivaz y ojos verdes.
—Sígame, mi señor.
—No me digas «señor». Mi nombre es Ianor —dijo.
—Muy bien, señor Ianor, sígame.
Así, los dos caminaron rumbo a la habitación, y en el
camino Chamor le explicaba a Ianor cómo era el castillo
y cómo podía llegar al salón principal, pues el sirviente ya
sospechaba que se haría un gran recibimiento a este nuevo
aprendiz de caballero. Mientras caminaban fueron conocién-
dose y preguntándose de dónde eran, qué edad tenían y

86
cómo fue que llegaron al castillo. A Ianor le agradó el hecho
de que su primer conocido del castillo era muy amigable,
además sabía que Chamor sería un amigo.
Al llegar a la habitación, Chamor le indicó dónde esta-
ban todas las cosas. Ianor no salía de su asombro, puesto
que su habitación era muy grande. Tenía una cama hermosa
comparada con el lecho de cueros donde dormía en su casa,
pero igual era un lugar un poco frío. Allí fue la primera vez que
extrañó a sus padres y a su antigua vida. De pronto, mientras
soñaba despierto, llegó Chamor con un montón de trajes
elegantes y un traje de aprendiz de caballero. Acomodó las
cosas, le recordó que debía estar todos los días en el patio
principal de la academia al primer canto del gallo y que se le
había asignado a él para que lo sirva en todo lo que le pida.
Ianor dejó sus cosas, agradeció a Chamor sus aten-
ciones. Este se fue diciendo que regresaría en la noche para
llevarlo al banquete. Luego de unas horas, tocaron la puerta
de Ianor.
—Ya voy —respondió Ianor al llamado.
—Mi señor Ianor, lo espero en la puerta para llevarlo al
salón principal.
—En un momento salgo.
Ianor no sabía cómo vestirse, estaba muy confundido y,
al final, le pidió ayuda a Chamor para poder estar a la altura
de la reunión.
—Gracias, Chamor, la verdad nunca había visto estas
vestimentas.
—Descuide, señor Ianor, ya se irá acostumbrando, to-
dos llegamos igual aquí.

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Al terminar de vestirse bajaron los dos al salón principal.
—Señor Ianor, se ve que usted es una persona muy
querida para el rey. No a todos les da este tipo de trato.
—La verdad no lo sé —respondió Ianor—, la verdad no
lo sé.
Cuando llegaron al salón principal, Chamor le dijo
que levante la mano si necesitara algo, Ianor agradeció.
Cuando entró al salón, vio unas dos mesas muy largas con
los alimentos más exóticos, desconocidos para él. Estaban
sentados unos jóvenes y en otra mesa estaban el rey,
Estebes y un caballero que lo miró con mucha desconfianza.
Vio al rey, y este se paró; todos los invitados se levantaron
de la mesa, entonces el rey cogió su copa, alzó el brazo y
ofreció un brindis.
—Brindo por Ianor, una persona muy especial para este
mundo lleno de problemas. Por Ianor.
—¡Ianor! ¡Ianor! ¡Ianor! —respondieron todos.
Ianor no podía creer lo que veía. Hace unos días estaba
en una choza junto a sus padres, resentido con la gente y
ahora estaba siendo ovacionado por el rey y tantas personas
gritando su nombre. Se sintió un poco intimidado por lo que
esperaban de él. No entendía lo que pasaba.
El rey estiró su mano, lo invitó a acercarse y a sentarse
con ellos. Darock, con el ceño fruncido, le hizo una venia. Ianor
se intimidó un poco con la actitud del general y se sentó.
Solo las personas más importantes del reino se senta-
ban a la cabecera. Esto representaba para todos que Ianor
estaba a la altura de los más grandes del reino, pero él no lo
sabía. Todos los invitados que recién lo veían empezaron a

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preguntarse de quién se trataba, quién era, de dónde venía
y qué lo hacía tan merecedor de esas atenciones. El rey oyó
los murmullos.
—Todas sus dudas serán respondidas con los días.
Ahora solo disfrutemos de la fiesta. ¡Salud!
—¡Salud! —respondieron.
Esa noche el banquete duró hasta muy entrada la ma-
drugada. Todos querían saber quién era este joven. En la
reunión todos se le acercaban y querían brindar con él. Ianor
nunca había tomado, por eso, luego de dos copas, su vista
se le había nublado totalmente, se sentía en otro mundo, no
entendía lo que pasaba y todos se reían de él.
—Chamor, Chamor —dijo Ianor.
—Dígame, señor Ianor.
—¿Qué me está pasando?
—Bueno, señor, está mareado. Eso que bebió produce
este efecto. Seguramente usted nunca había bebido, por eso
es que se siente así.
—La verdad, Chamor, no entiendo lo que dices. Ayú-
dame, por favor.
Chamor vio al rey Clauder, y este le hizo una señal para
que lo lleven a su habitación, lo cual hizo de inmediato mien-
tras Ianor no dejaba de balbucear.
Al entrar a la habitación, Chamor lo acostó en su cama,
pero Ianor no dejaba de moverse.
—¿Cómo me lo saco? —gritaba Ianor.
—Ya pasará luego de que descanse, mi señor.
—Tengo algo que me da vueltas en la cabeza.
—Así es el efecto del alcohol.

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—¿Y eso toman para divertirse?
—Nadie lo entiende, pero sí.
—Yo no lo haré jamás.
Chamor no paraba de reír.
—Cálmese, recuéstese, descanse y se le pasará. Ven-
dré en la mañana para llevarlo al entrenamiento.
—Gracias, Chamor, eres un buen amigo.
—Es un placer.
Chamor salió y aseguró la puerta. Ianor, luego de luchar
un poco más con esa sensación, se quedó completamente
dormido. Esa sería una experiencia que no volvería a repetir.
Al día siguiente, ya el gallo había terminado de cantar,
y Chamor estaba cansado de tocar la puerta, hasta que por
fin Ianor despertó, salió a su ventana, vio a muchos jóve-
nes reunidos en el campo de entrenamiento y escuchó la
puerta. Le abrió a Chamor, quien apresurado le alcanzó las
vestimentas diciéndole que estaban en serios apuros. Le dio
sus cosas. Ianor, asustado, se vistió lo más rápido que pudo
y salieron corriendo. Se acercaron rápidamente al patio de
entrenamiento.
—Ianor, está en serios problemas con el general
Darock, el que estaba sentado ayer con ustedes. Él es el
encargado de su preparación.
Al ver a Darock, Ianor pasó saliva. Se notaba que era
un hombre muy duro. Su rostro reflejaba todo lo que había
vivido, su mirada era muy penetrante y tenía el porte de un
verdadero caballero.
—No lo había visto así en la noche.
—Suerte, seguro esta muy molesto por tu tardanza.

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Al pasar frente al general, Chamor le hizo una venia y se
alejó. Se sentó a un lado para ver lo que sucedía.
—Llegas tarde, y yo no permito que pase esto. Serás el
engreído del rey, y escuché por ahí que tienes ciertos dones,
pero a mí nada de eso me importa. Todos aquí para mí son
iguales, y hoy quiero ver de qué estás hecho —sentenció
Darock.
Su voz parecía resonar en todo el campo de entrena-
miento.
—Correrás todo el día alrededor del castillo. Quiero
verte botar las tripas.
—Sí, señor —le respondió Ianor.
Y así empezó a cumplir su castigo, mientras veía cómo
separaban a cuatro muchachos de un grupo de más de qui-
nientos. Ianor se preguntó quiénes serían.
—Hoy seleccionaremos de todos ustedes solamente
a cien. Los formaremos de tal manera que se convertirán
en unos caballeros que hayan superado todos sus miedos
y desarrollaremos todos los talentos con los que los dioses
los premiaron. Será un grupo especial. Los demás irán a
formar parte de las tropas del rey —dijo Darock—. ¿Están
preparados?
—Sí, mi señor —dijeron todos al unísono.
—Todos iremos al Campo de la Muerte, donde pasarán
una serie de circuitos de guerra, y esa será su forma de
selección. Les recuerdo que el lugar se llama así porque
hay muchos peligros dentro: animales salvajes, gigantes
serpientes venenosas… Será mejor que formen grupos.
Solos no podrán pasar, y aunque entrarán con un grupo de

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soldados que los resguardarán, de todas maneras habrá
caídos, como siempre los ha habido. Así que aún tienen
tiempo de retirarse si no se sienten preparados.
Todos se miraron las caras algo preocupados
—Solo se quedarán en el castillo cien y ustedes —diri-
giéndose a los cuatro—. Fueron previamente seleccionados,
físicamente e intelectualmente, porque necesitamos líderes
que puedan comandar y saber salir de las peores situacio-
nes. Veremos si merecen tal privilegio.
Darock dirigió su mirada a Ianor.
—Eso va también para ese que está corriendo —dijo, y
apuntó con el dedo a Ianor quien al ver esto se puso a correr
con mayor fuerza—. Quiero saber por qué el rey le tiene tanto
aprecio. Pero hoy se pasará el día corriendo hasta que yo
llegue de los campos.
Darock miró a Chamor y lo apuntó con el dedo.
—Y tú, guía a estos cuatro al cuarto de las sombras. Allí
los espera Estebes.
—Sí, señor.
—Ahora, todos, muévanse, muévanse.
Y así, el general Darock partió con los quinientos al
Campo de la Muerte. Este se encontraba a media mañana
del palacio, era un lugar donde se seleccionaba a los mejo-
res. La primera prueba era cruzar un bosque lleno de espinas
y animales salvajes, como serpientes venenosas y cracs,
una especie de gatos gigantes con cola de serpiente; se
llamaban así por el sonido que hacían al comer los huesos
de sus presas; además, les encantaba la sangre humana.
Había también aracars, una especie de arañas monstruosas

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con tenazas y aguijón venenoso; sus telas eran tan fuertes
como las sogas.
Luego de pasar el bosque, los hombres tenían que su-
bir por un acantilado de más de cien metros y desde lo alto
descendían por unas sogas; en medio del camino, tenían que
soltarse a un lago de aguas congeladas; luego debían salir
nadando, y en la orilla se encontraba la entrada a una cueva
que en su transcurso llegaba a estar completamente estre-
cha y sin luz. De ella habrían de salir arrastrándose como
pudieran por un agujero muy pequeño, como si estuvieran
renaciendo a una nueva vida.
Por otro lado, Sirock, Alidor, Fesor y Liosh, dirigidos por
Chamor, llegaron al cuarto de las sombras. Sirock preguntó
de qué se trataba esa prueba.
—Si no lo saben, Estebes es uno de los magos más
poderosos que tuvo el pueblo de Mares, y algo escuché
que en ese cuarto aumenta su poder mental —respondió
Chamor.
Cuando los demás escucharon eso, se sintieron algo
intimidados.
—Yo no le temo a nada, de modo que, si tenemos que
enfrentarnos a su mente, yo seré el primero —dijo Liosh
mientras los demás rieron.
Ellos caminaban por los pasadizos que se iban llenando
de espejos y al fondo del pasillo los esperaba Estebes, que
al verlos sonrió.
—¿Quién será el primero? —preguntó el mago.
Esos cuatro hombres ya habían vivido peores cosas
que las que se pasaba en el Campo de la Muerte. Eran los

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campeones de cada región y tenían mucha destreza en
el manejo de las armas, así que ese día sería su prueba
psicológica. Estebes los atacaría mentalmente y vería su
resistencia, pues los llevaría a sus límites. Sirock dijo que él
sería el primero. Se separó de los otros muchachos y entró
en la habitación.
Estebes cerró la puerta, y ya dentro del cuarto, Sirock
vio que era una habitación llena de espejos y con dos sillas.
El mago lo invitó a sentarse y a mirarlo a los ojos, Sirock lo
hizo, y en ese momento los espejos de la habitación empeza-
ron a moverse alrededor de ambos. El muchacho no soportó
el movimiento y empezó a vomitar. Sin darse cuenta cómo,
de pronto, apareció atado de manos y pies en una cruz de
tortura en otro lugar, una habitación muy oscura iluminada
por un candelabro. Se sentía tan adolorido que no podía
distinguir el rostro de aquellos que le hacían tanto daño. Solo
podía escuchar que le gritaban «Responde, responde».
En esa visión que era muy real, Sirock era un caballero
del rey y había quedado prisionero. Los enemigos querían
sacarle información y para eso lo estaban torturando arran-
cándole los dedos de las manos. Sirock gritaba y gritaba.
Sabía que no traicionaría a su rey, y gritaba que lo mataran,
pero que él no diría nada.
Sus alaridos se escuchaban fuera. Los otros mucha-
chos no entendían qué era lo que pasaba y por qué un joven
tan corpulento y fuerte gritaba así. También se sentían más
atemorizados, pues los gritos de Sirock eran aterradores.
Los castigos empezaron a ser más y más fuertes, pero él
no decía nada; le jalaban las piernas y los brazos al punto

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de casi destrozarlos, pero él resistía y resistía hasta que una
espada le atravesó el pecho. En ese momento despertó
desesperado, sudando, respirando rápidamente, y Estebes
lo tomó en sus brazos.
—Cálmate, hijo, cálmate. Toma esto —dijo Estebes
alcanzándole un brebaje para despertarlo completamente—.
Respira, ya pasó. Te felicito, eres digno de ser un caballero,
estás dentro.
—Gracias, gracias —respondió Sirock respirando agi-
tadamente mientras se secaba el sudor de la cara.
Estebes puso de pie a Sirock y lo condujo a otra habita-
ción donde lo recostó en una cama y lo dejó allí descansando
para que se reponga de tremendo shock.
El mago salió del cuarto y miró a los otros. Notó en sus
rostros algo de temor por todo lo que habían escuchado
y preguntó quién quería ser el siguiente; Liosh y Alidor se
levantaron, pero este último le puso la mano en el pecho al
primero y quedó un paso adelante. Con un ademán, Estebes
le indicó que pasara. Alidor se paró erguido y caminó hacia
la habitación envalentonándose, tomando una bocanada
de aire para tener más valor al pasar a la habitación de los
espejos. Estebes le dijo que se siente en la silla y, apenas
se sentó, apareció en otro mundo, en otro lugar, junto a diez
soldados; estaba fuertemente armado y frente a ellos había
un batallón de unos treinta hombres. Su misión era destrozar
rápidamente un cofre que estaba detrás de los treinta. Alidor
elaboró un plan: tenía entre sus soldados un hombre muy
rápido. Entonces ordenó a sus hombres que ataquen todos
al mismo tiempo tratando de cubrir a todos los enemigos y,

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en este desorden, Caler, el soldado más rápido, se daría la
vuelta para poder atacar el cofre; entonces, al hacer esto, un
grupo se distraería con Caler y abrirían una brecha para que
la gente de Alidor pueda pasar y así todos se replegarían al
medio hasta formar un camino hacia el cofre. Solo usarían a
Caler de señuelo. Así es como pusieron en marcha el plan.
—¿Todos listos? —preguntó Alidor.
—¡Sí! —gritaron sus hombres.
—¡Caler, corre! —ordenó Alidor—. ¡Ataquen!
Se produjo un tremendo choque entre los escudos, tra-
taban de meter las espadas por los pequeños espacios que
tenían. Alidor vio que un grupo siguió al señuelo y pidió a sus
hombres que se replieguen al medio. Al ver este movimiento
los enemigos dejaron más libre a Caler. Todo estaba saliendo
como lo había pensado: se formó el camino directo al cofre
por el medio. Alidor gritaba y gritaba que todos se dirigieran
al cofre; por otro lado, Caler pudo librarse de sus persegui-
dores y dio toda la vuelta hasta que se encontró justo frente
al cofre, levantó su espada, pero en ese instante el enemigo
se dio cuenta y dos de ellos lo atacaron y llegaron a herirlo.
Alidor, quien estaba muy cerca, ya bastante herido también,
al ver eso sacó fuerzas de las pocas que le quedaba y empujó
a los tres hombres que estaban delante de él haciéndolos
caer. Corrió y de un salto cayó encima de los dos hombres
que estaban atacando a Caler. Les lanzó su espada para
liquidar al último de ellos. Caler, con el camino libre, pudo
romper el cofre mientras Alidor recibía una puñalada por la
espalda, pero su rostro dibujaba una gran sonrisa de victoria.
En ese justo momento las imágenes desaparecieron.

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—Levántate, hijo. Ya terminó todo.
Y Alidor, con la mirada perdida, no dejaba de reír con
el gusto de que su plan había funcionado.
Afuera quedaban dos muchachos, no podían escuchar
lo que pasaba dentro de la habitación. La incertidumbre y la
curiosidad sobre lo que estaba ocurriendo crecían.
Nuevamente Estebes salió y Liosh pasó. De pronto
apareció en medio de la explosión de un volcán. Y no solo
eso: también estallaban géisers y había arenas movedizas,
todo lo que a cualquier persona haría desistir y rendirse. Se
probaría en él su voluntad de seguir adelante y buscar solu-
ciones. De pronto empezaron a caer bolas de fuego del cielo.
Liosh las esquivaba y evitaba los géisers, tenía sus sentidos
al cien por ciento. Estuvo así unos minutos buscando un
lugar seguro, hasta que no pudo evitar un géiser, el cual le
reventó la pierna. Era un dolor extremo el que sentía, y las
rocas seguían cayendo. No tenía un segundo de descanso
mientras seguía avanzando. Quería rendirse, pero algo en su
interior lo empujaba hacia adelante y, así, mientras se movía
esquivando las rocas y cuidándose de las explosiones del
piso, en medio de todo el humo, vio unos árboles, se dirigió
allí y se dio con la sorpresa de que en la entrada al bosque
estaba un monstruo, un lagarto de unos cinco metros de
largo que vio a Liosh como su presa.
El valiente hombre pensaba qué más podía pasar
mientras era acechado en medio de rocas, entonces cayó
en las arenas movedizas. No lo podía creer, pensó que esto
desanimaría a cualquiera, pero que para él constituiría su
gran oportunidad: giró su cuerpo dando la espalda al lagarto,

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que al verlo se le fue encima, dio un gran salto hacia el cuello
de Liosh y, justo en el momento en que el animal abría su
hocico para cogerlo, nuestro héroe se tiró en las arenas y el
lagarto pasó sobre él.
Levantó la cabeza y pensó que esta era otra oportuni-
dad que debía aprovechar. Entonces, cogió al animal de la
cola y se impulsó para poder pisar su lomo; usándolo como
un punto de apoyo, dio un salto con todas sus fuerzas y ape-
nas le alcanzó el tiempo para que su cuerpo quede fuera de
esa trampa mortal, agarró la rama de un árbol y así se pudo
liberar. Dio un gran suspiro y luego corrió al bosque, donde
encontró diez lagartos más. Corrió adolorido hacia un árbol
y, mientras subía, los lagartos saltaban queriendo alcanzarlo.
En ese momento, Estebes lo despertó.
—Ven, descansa —dijo Estebes mientras Liosh seguía
respirando sin aliento.
Le tocaba entrar a Fesor. Cuando lo hizo, este ya es-
taba preparado para cualquier cosa después de todo lo que
había escuchado: gritos de desesperación y dolor. Estebes
ya lo esperaba sentado en la silla. Lo miró, y con un gesto,
le pidió que se siente a su lado. Fesor apenas había empe-
zado a caminar cuando los espejos ya lo mareaban, a tal
punto que no pudo ni llegar a la silla y cayó al piso. Apareció
inmediatamente dentro de un calabozo donde solo entraba
un pequeño rayo de luz. Fesor se preguntaba qué hacía allí
y hasta cuándo estaría; lo cierto era que pasaban los días,
los meses, los años y nadie le decía nada. Solo le arrojaban
su comida.
Él se sentía enloquecer, gritaba buscando una expli-

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cación, quería saber por qué estaba allí, pero nadie le daba
razón. Sus únicas compañeras en la prisión eran dos ratas
que venían a comer las sobras de su comida y de vez en
cuando también le robaban algo de su piel. Así, Fesor es-
tuvo encerrado diez años, y ya perdía las esperanzas, pues
su vida ya había perdido sentido para él. Se le ocurría poner
fin a su existencia, pero sabía que tenía que aguantar lo
inaguantable, su encierro algún día acabaría. Y así resistió
hasta pasar treinta años encerrado. Él había conseguido
superar el encierro tomando el lugar como si fuera su hogar.
Se dijo a sí mismo que, si hay seres en este mundo que están
en lugares semejantes y que tampoco se pueden mover, él
sería como ellos. Así, se adaptó, incluso comenzó a sentirse
feliz. Su cuerpo estaba encerrado, pero no su mente; cerra-
ba los ojos y se transportaba a todos los lugares que había
conocido. Se sentía poderoso y feliz.
Estebes comprendía que Fesor ya había superado la
prueba. Estaba muy impresionado con la fortaleza mental del
muchacho. Pensó que definitivamente tenían jóvenes muy
fuertes y que no se había equivocado al elegirlos.
Despertó a Fesor. Este no podía abrir los ojos, le pa-
recía que había demasiada luz. Estebes lo cargó y lo dejó
descansando junto con los otros chicos que ya se estaban
recuperando y contando lo que les había pasado.
En ese mismo instante, Darock iniciaba la prueba en el
Campo de la Muerte con los quinientos jóvenes. Cuando la
prueba empezó, ya ellos habían formado grupos de amigos
y tenían planeado ayudarse. Así, tendrían más oportunida-
des de pasar los obstáculos y superar la prueba. Detrás de

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ellos había un grupo de soldados que irían recogiendo a los
caídos mientras Darock iba evaluando el desempeño de
los muchachos, pues les había dicho que los mejores cien
serían elegidos. Pero en realidad no era así, pues también
buscaba corazones, no gente sin escrúpulos en la que no
pudiera confiar.
Al terminar la prueba, Darock ya tenía la lista y empezó
a llamar a los escogidos.
Darock partió con los cien al castillo y, antes de hacerlo,
se paró frente a ellos y los felicitó.
—Hoy sus vidas vivirán un cambio muy grande. Los
prepararemos para que sean unos caballeros extraordinarios,
y todos serán uno. Hoy deposito mi confianza en ustedes
para luchar por el rey y nuestro reino en estos tiempos in-
ciertos.
—¡Viva el rey Clauder!—gritaron todos a una sola voz.
Y los otros se quedaron a acampar allí. Al día siguiente
serían repartidos a las distintas poblaciones fronterizas del
castillo.

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Ocho

Al regresar al castillo, Darock quedó impresionado al ver


que Ianor seguía corriendo, pues ya habían transcurrido diez
horas. Lo miró y le pidió que descansara un momento y que
luego fuera al salón donde estaban los otros muchachos. Ianor
se detuvo, Chamor fue a ayudarlo y le alcanzó un tazón con
agua. Al abrazarlo sintió lo fuerte que era el corazón de Ianor.
—Ianor, no sé cómo pudiste aguantar tanto —le dijo—.
Nadie lo hubiera conseguido.
Se sentaron, y los cien los miraban, y ya empezaban a
sentir mucho respeto por Ianor.
Luego de de descansar unos minutos, Ianor se levan-
tó, fue al salón de las sombras y en la puerta lo esperaba
Estebes, quien se sentía con mucha curiosidad de poder
examinar a Ianor. Lo miró sonriente, le tocó el hombro, le
dijo que hoy se conocerían más y que estaba esperando
este momento.
Ianor no sabía lo que sucedería. Entraron a la habitación
y los espejos se empezaron a mover. Estebes sentó a Ianor
en la silla y lo miró a los ojos; de pronto, todo se nubló y en
esta ocasión era el mago quien apareció en una habitación
oscura. No podía ver nada, pero sí percibía una gran pre-
sencia y podía sentir un aliento enorme y unos rugidos muy

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gruesos y bestiales. Estebes se asustó y descargó una ráfaga
de electricidad a su mano derecha para poder defenderse de
lo que estaba frente a él, pero apenas la electricidad llegó a
su mano un dragón gigante se le abalanzó y antes de que
Estebes pueda reaccionar ya estaba dentro de sus fauces.
«¡No!», gritó y despertó despavorido.
Ianor nunca había cerrado los ojos y estaba asustado
porque el maestro estaba tirado en el piso gritando. Se le-
vantó de la silla y fue a socorrerlo.
—Estebes, ¿está bien, maestro? ¿Está bien?
—Tú puedes ser el chico de la leyenda. Tu espíritu tiene
gran poder: es un dragón —respondió Estebes.
Abrazó a Ianor y una lágrima le brotó de los ojos debido
a las emociones que estaba viviendo. Nunca había sentido
tal poder, a pesar de ser él uno de los más grandes magos
de su pueblo. Estebes e Ianor fueron a la habitación donde
estaban los otros chicos.
Darock entró a preguntarle a Estebes cómo habían ido
las pruebas y observó a los cuatro muchachos tirados en
las camas y a Ianor de pie y sonriendo. Estebes, con una
sonrisa muy amplia, movía la cabeza afirmativamente como
si hubiera encontrado un gran tesoro. Al ver la escena,
Darock entendió el mensaje.
—Haré de ustedes unos caballeros, unos héroes. Ahora
descansen bien, pues mañana empezamos y no toleraré
tardanzas.
—No volverá a pasar, señor.
—Lo sé, hasta mañana.
Al día siguiente, Darock se paró frente a los cien.

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—Hoy se inicia la transformación de niños en verda-
deros hombres. Luego de su entrenamiento no temerán a
nada, no habrá nada que los detenga, serán unos auténticos
héroes. Les inculcaremos todos los valores de caballero,
como la valentía, el compañerismo, el sacrificio por su reino
y por su rey. Ustedes —les apuntó a los cinco— tendrán
preparación especial en estrategias de batalla, aprenderán a
usar todo tipo de armas y encontrarán que una o dos se les
acomodarán muy bien. Les presentaremos especial atención
para convertirlos en unos maestros en su manejo. Al final
haremos pruebas de supervivencia que serán la diferencia
ente la vida y la muerte. ¿Están preparados?
—¡Sí, señor! —se escuchó un grito al unísono.
Así se inició el entrenamiento.
—Tú —señaló a Ianor— tendrás un entrenamiento es-
pecial con Estebes. Veré qué es lo que puedes hacer.
Luego de unos días de riguroso entrenamiento físico,
Ianor y Chamor estaban corriendo.
—Chamor, ¿por qué este entrenamiento? ¿Sabes por
qué nos preparan así?
—Ianor, para mí también las cosas no están muy
claras. Lo único que sé es que los demás reinos cayeron
en garras de un dragón que luego dejó a sus hijos a cargo
y que en esos lugares se vive miserablemente —respondió
Chamor.
Ianor, haciendo un poco de memoria, recordaba que su
padre hablaba algo de eso, pero nunca pensó que se trataba
de algo tan serio.
—¿Será que pronto nos atacarán?

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—La verdad nadie la sabe, pero tenemos que estar
preparados. ¿No lo crees?
—Dime, Chamor, todo esto ¿cuándo se inició?
—Ya hace mucho. Una generación antes de la nuestra.
Y así siguieron corriendo. Chamor, cuando se cansaba,
lo dejaba y luego volvía, mientras Ianor seguía pensando y
pensando.
Luego de un par de días de descanso, ya la voz se es-
taba corriendo entre esos muchachos de que había uno con
poderes curativos, algo nunca visto y que, incluso, se pen-
saba que era el niño de las profecías.
Iniciaron los entrenamientos en el manejo de la espada.
Al principio a Ianor le costó acostumbrarse a ella, pues le pa-
recía muy pesada. Todos se burlaban de él, pues lo superaban
ampliamente en destreza, en especial Liosh. Cada vez que le
tocaba entrenar con él, este barría el piso con Ianor práctica-
mente. Darock también era muy rudo, incluso llegaba a herirlo
a propósito; entonces Ianor entendía que debía nivelarse.
En las tardes eran los entrenamientos de estrategia; luego
podían descansar, pero Ianor no se sentía muy cansado, pues
los trabajos con su padre en la granja y en el río eran mucho
más agotadores. Así que se iba a entrenar con Chamor para
poder nivelarse. El joven sirviente ahora estaba sacando a flote
su talento. Entrenaban muy duro y ambos así iban avanzando.
—Chamor, tú eres muy bueno. ¿Por qué te pusieron
como sirviente?
—Ianor, todos los jóvenes de aquí alguna vez nos per-
dimos durante un saqueo. Cuando llegué, yo era solo piel y
hueso; mis padres eran muy pobres; yo era el más pequeño.

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¿Crees que pondrían a entrenar a un joven así? Poco a poco
me fui recuperando, adquiriendo fuerza, pero ya me habían
asignado a las labores domésticas, y allí me quedé.
Conversaban mientras lidiaban con la espada. Darock
los miraba de lejos y vio el potencial de Chamor. Hizo planes
para él. «Que Ianor lo siga entrenando», se decía.
De la espada pasaron al puñal, las dagas, en las que
Liosh era un experto; luego al sable y del sable a la lanza.
En esto nadie podía con Fesor, y al final les tocó el arco y
la flecha. Y en esto Ianor demostró su verdadera maestría.
Todos quedaron impresionados cuando dio el primer tiro:
su puntería se igualaba a la del mejor arquero del reino.
Cuando lo vio, Darock se preguntaba qué sería si lo hiciera
con los arcos especiales. «Su talento se incrementará en
distancia y precisión». Era un verdadero maestro. Algunas
veces, cuando Ianor practicaba, Liosh desviaba sus flechas
con sus dagas, podía calcular la velocidad y trayecto del
disparo al punto de lanzar su daga antes de que Ianor suelte
la flecha y poder darle en el aire. Cuando lo hacía, mostraba
una sonrisa burlona. Ianor no entendía qué le pasaba, por
qué era así.
Una tarde que entrenaba con Chamor, le preguntó a
este cuál era la historia de Liosh.
«Todo empezó cuando sus padres quisieron cruzar la
frontera a nuestro reino para escapar de la miseria en la que
vivían».
—Ram, Liosh, vienen unos jinetes. ¡Escondámonos! —
dijo Kanrac, el padre de Liosh.
—Papá, ¿de donde vienen?

114
—El amigo que me dio este mapa me contó que los
soldados entran constantemente a saquear al reino por
alimentos y otras cosas. Ahora agáchense. Ahí vienen.
Mientras se hallaban escondidos, pasaron como cin-
cuenta soldados con los caballos cargados de sacos. En
su recorrido a toda velocidad, un saco cayó a un borde del
camino.
Cuando se fueron los caballeros, Liosh salió a toda
prisa y recogió el saco.
—Papá, mira.
—Liosh, no debiste hacerlo.
Y justo en ese momento regresaban dos soldados bus-
cando el saco.
—No puede ser. Nos encontrarán —dijo Kanrac.
—Papá, ¿qué haces?
Kanrac cogió el saco y lo tiró al camino.
—Vengan, tenemos que escapar.
Y se metieron al bosque
Pero los soldados habían sentido el golpe del saco
contra el piso.
—Ahí hay alguien. ¡Vamos!
Al internarse en el bosque, vieron a la familia corriendo.
—Esto será divertido: ir de cacería —dijo uno de ellos.
—¡Vamos! —respondió el otro.
Y ambos se metieron sin imaginar que, al final, todos
serían presas de lo salvaje de ese lugar.
Mientras Liosh corría con sus padres, una serpiente
le picó en la pierna a su madre. Kanrac cogió su machete y
mató al animal, pero Ram estaba muy adolorida.

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—Ven, sube en mi espalda. Tenemos que seguir, están
cerca. Resiste, por favor.
—No puedo más… Me duele mucho —decía Ram.
—Tenemos que regresar al camino. No podremos cru-
zar el bosque.
—Papá, esto es mi culpa. No debí coger el saco.
—Las cosas están hechas. Iré a deshacerme de los
soldados. Luego retornaremos al camino.
—¡Papá! ¡Papá! —le suplicaba Liosh, preocupado por
lo que podría pasar.
—No te preocupes. Tú protege a mamá.
Kanrac nunca regresó. Al día siguiente, Ram yacía sin
vida en el regazo de Liosh, que no dejaba de llorar.
Liosh dejó a su madre y fue en busca de su padre. Y lo
que encontró fue aterrador: su padre y los soldados habían
sido devorados por una manada de sogras, una especie de
perros salvajes.
Liosh salió con mucho cuidado y se dirigió al camino.
Esa era la única forma de cruzar la frontera.
Una tarde, un soldado del puesto de vigilancia lo vio;
lo comunicó a Katar, encargado del lugar, quien fue a reco-
gerlo. No salía de su asombro: «¿Cómo lograste pasar?», le
preguntó. Y el niño solamente se puso a llorar.
—Desde ese día, Katar lo crió como a un hijo. Y lo for-
mó como soldado. Por eso es tan experto. Su educación fue
muy dura. Katar lo convirtió prácticamente en una máquina
de guerra, aunque tenía quien lo cuidaba. Ianor, tú sabes
qué es tener una familia. Tú conoces lo que es el amor de
los padres.

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117
—Sí, Chamor, ahora lo entiendo mejor.
—Incluso a su corta edad ya había salido a detener
saqueos, cosas para las que a ustedes recién los están pre-
parando.
—¡Oh!
—Pero se le ve en el rostro sed de venganza. Quién
sabe si ese impulso le pueda jugar mal.
—Entiendo —dijo Ianor—. Sufrió mucho. Imagínate lo
que sintió al encontrarse tan solo, ver cómo mataron a sus
padres. Tiene una herida en el corazón.
—Y eso es muy difícil de curar.
Había días en los que los adiestraban en la fabrica-
ción de armas. Darock había notado que ninguna de las
armas existentes eran capaces de atravesar la piel del dra-
gón, por lo que el reino empezó a desarrollar tecnología en
la producción de armamento. Se crearon armas que podían
lanzar arpones y flechas a gran velocidad, de modo que estas
pudieran penetrar el escudo más fuerte, y también flechas
que, al hacer contacto, producían gran impacto capaz de
destrozar rocas; otras eran explosivas.
En el castillo tenían un arsenal donde almacenaban
todas las armas que habían desarrollado, por si llegaba el
día de enfrentar al dragón. Y una vez al año iban al Monte de
los Sabios a recolectar flechas santas. Estas eran el as bajo
la manga de Clauder, que en su constante búsqueda había
descubierto que todos los secretos de Sáwarar estaban en
el Monte de los Sabios. Decían las historias que allí había
surgido la vida. Por eso, una vez al año, el rey armaba una
brigada para recorrer todos los lugares, todas las cuevas que

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existían allí. Un día, dentro de una cueva muy profunda, un
soldado rozó su ropa con un pared mojada y, cuando salió,
vio que su ropa se había endurecido tanto que nada la podía
romper. Clauder, al entrar, vio que solo era un poco de hu-
medad. Cogió una flecha y la frotó contra ella. Al dispararla,
destrozó una roca.
En el castillo la probaron con la escama del dragón que
Darock les había traído y llegó a destrozarla.
La felicidad se desbordó.
—¡Ahora sí podemos hacerle frente! —gritó—.
Mandó escarbar la pared, pero no encontraron nada;
es más, la humedad desapareció. Y al no tener respuesta de
dónde salía, se quedaron para hacer guardia. Mes tras mes
recorrían todos las cuevas buscando; y, cuando por fin la
encontraban, cogían las flechas y las untaban para volverlas
indestructibles, volverlas santas.
Así, poco a poco fueron reuniendo armas para enfrentar
al dragón.
Un día, mientras fabricaban las flechas explosivas,
Sirock le preguntó a Darock:
—Maestro, si tenemos flechas santas, ¿para qué fabri-
camos estas?
—Lucharemos contra un ser muy poderoso —respondió
Darock—. Si atacamos directamente con las flechas san-
tas, él podría evadir nuestro ataque. Lo que buscamos es
aturdirlo, confundirlo, cegarlo con las de humo. Entonces,
podremos atacarlo con las indestructibles para matarlo.
Y luego, dirigiéndose a todos, añadió:
—El arte de la guerra es usar nuestra astucia e ingenio.

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Eso nos hace diferentes. Ustedes tienen que pensar así, más
aún si tienen enfrente a un dragón gigante y con poderes.
Todos asintieron con la cabeza.
Nueve

Había días en los que Ianor entrenaba con Estebes.


—Hijo, el rey me contó que puedes curar a la gente.
—Sí, maestro, lo hice por primera vez con mi papá;
luego en el pueblo donde me trataron de brujo y casi me
matan. Y la última vez fue cuando encontré a nuestro rey.
—Ya veo. Y el rey me dijo también que luego sientes
gran dolor, sangras y te desmayas.
—Me duele mucho el pecho, siento que algo quisiera
salir.
—Es tu espíritu que se quiere expresar —le dijo Estebes—,
y tú tienes un espíritu muy fuerte. Nunca vi tal cosa ni con el
jefe de mi pueblo, que era el más poderoso de nosotros. Yo
te ayudaré a contenerlo.
En ese momento, Estebes se cortó el brazo.
—Cúrame —le dijo a Ianor—. No dudes. Verás que es
muy fácil.
Ianor tomó una gran bocanada de aire y sopló el brazo.
Estaba temeroso, pero listo para sentir esa fuerza en el
pecho. Estebes sintió un gran placer al sentir el aire que
salía de la boca de Ianor, pero estaba atento esperando la
reacción del muchacho cuando una luz se proyectó en el
pecho de este. Estebes había sentido la misma fuerza el

121
día en que quiso entrar a su mente. Por eso había quedado
impresionado.
Estebes miró a Ianor, la sangre salía de sus fosas nasa-
les y se ajustaba el pecho con sus dos manos.
—Mírame, mírame, Ianor. Junta tus manos frente a ti,
así… Concéntrate en las manos, imagina que se llenan de
energía… Sepáralas, aplaude… Haz puño con la mano de-
recha y golpea tu pecho.
Ianor obedeció, y toda la sensación pasó de inmediato.
Sentía como si no hubiera pasado nada.
—Qué hábil eres, Ianor. A mí me costó mucho controlar
eso.
—¿Tú también puedes curar?
—No, pero mi pueblo domina esto.
Y de pronto, el brazo de Estebes se llenó de corrientes
eléctricas. Ianor no lo podía creer.
—Esta es la expresión de nuestro espíritu. Seguro tú
también podrás usar este poder. Te lo enseñaré.
Ianor se emocionó mucho. Ya no se sentía el único
extraño.
Pasaron los días, Ianor ya podía controlar a su espíritu.
Estebes quiso enseñarle el uso del rayo, pero el joven solo
podía manifestar pequeñas muestras, y muchas veces ter-
minó muy malherido por no saber controlarlo.
—Lo lograrás poco a poco. No te apresures. Igual estás
avanzando más rápido que cualquiera en mi pueblo.
—Estebes, ¿cómo es que tu pueblo es el único que
desarrolló estas técnicas?
—Es una buena pregunta. A nadie se lo contamos,

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pero siento que tú eres uno de nosotros. Hace mucho tiem-
po, uno de los primeros fundadores del pueblo de Mares se
refugió de una tormenta en una cueva en el Monte de los
Sabios. Nadie sabe cómo, pero entró a un mundo diferen-
te donde, según la leyenda, lo entrenaron unos maestros
en el manejo del espíritu y del rayo. Cuando salió de ese
lugar, ya estaba muy viejo. Enseñó esas técnicas a todo mi
pueblo y, así se hizo parte de nosotros. El único problema
es que, como consecuencia, la gente ya no podía tener
hijos. Mi pueblo quedó muy reducido en población; solo
un hijo por pareja o a veces ninguno. Tal era el precio que
había que pagar por tales dones. Tú más pareces uno de
los nuestros. ¿Sabes si tus padres tienen relación con no-
sotros? Aunque se nos está prohibido juntarnos con otros
pueblos.
—¿Por qué? —preguntó Ianor.
—Porque los jefes temen perder los dones, que se
disuelvan estos. Piensan que, si solo nos juntamos entre
nosotros, nos haremos más fuertes.
—Tiene sentido, pero mis padres son personas comu-
nes y corrientes. No creo que tengan relación alguna con
tu pueblo. Solo sabía que sus familiares desaparecieron en
uno de los tantos desastres naturales. ¿Y tu familia, maestro
Estebes? ¿Qué pasó con ellos?
—Te lo contaré otro día. Me trae malos recuerdos.
—Perdón.
—Descuida.
Ianor seguía con su entrenamiento. Estebes quería sa-
ber qué más podía hacer él.

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—Si llegas a dominar tu espíritu, estarás a otra altura. Mira.
Estebes saco de su pecho un búho gigante. Ianor no
podía creerlo. Quedó boquiabierto.
—No te impresiones. Mi espíritu es fuerte, es depreda-
dor. Pero el tuyo es un dragón. Eso sí es de temer. Veremos
cómo lo vas sacando. Lo veo un poco peligroso. Lo haremos
poco a poco.
—Sí, maestro —contestó Ianor mirando al búho, que
voló, dio una vuelta y regresó con Estebes.
Estebes cayó de rodillas
—¿Estás bien?
—Sí, pero algo cansado. Es un poco de lo que tú sien-
tes al curar. Por eso te entiendo. Alcánzame un poco de
agua, hijo.
Una vez repuesto, Estebes se llevó a Ianor a un jardín
del castillo a seguir con el entrenamiento.
—El manejo del espíritu nos ayuda también a comu-
nicarnos con nuestros padres. Yo lo hacía con mi padre
y ahora quiero saber si tú podrías hacerlo. Imagina algo,
concéntrate y mándame esa imagen.
Estebes cerró los ojos por unos segundos.
—Fue una espada —le dijo a Ianor.
—Sí —respondió el muchacho.
—Ianor, la vi muy tenue. Con más entrenamiento lo lo-
grarás, pero estoy asombrado de que puedas hacerlo.
Ianor pudo entrar en la mente de la gente y sentía que
también en la de los animales. A distancia se le hacía un poco
difícil, pero cuando los tocaba era más fuerte la conexión.
Y poco a poco estaba logrando comunicación tele-

125
pática, mientras Estebes pensaba: «Eres tan parecido a
nosotros, pero tienes marcadas diferencias… Igual, con el
tiempo, serás único».
Después de unos días de entrenamiento con Estebes,
Ianor se unía al grupo con Darock.
Un día que estaban en pruebas de ataque, Darock puso
en medio a Liosh y les dijo a los demás que lo ataquen uno
por uno.
Entró Sirock con su espada. Liosh lo desarmó de inme-
diato y le tiró una patada para derribarlo. Pero Sirock cogió
su pierna, y de un puñete lo hizo volar.
—Así que tienes fuerza. Veremos qué haces con esto.
Liosh cogió tierra, corrió frente a Sirock y se la lanzó a
los ojos; de inmediato dio un salto y le propinó un rodillazo
en el pecho.
Sirock cayó de rodillas casi sin sin poder respirar.
—¿Qué haces aquí, campesino? Ve a tu granja. No
sirves para esto.
Darock observaba. Se preguntaba si sería buena idea
que ese muchacho siga en el grupo, ya que más generaba
desunión que otra cosa.
Alidor entró al ataque con una lanza.
Liosh cogió otra e iniciaron el intercambio de golpes.
Alidor era muy superior en velocidad. Estaba destrozando el
cuerpo de Liosh de a pocos sin dejar de sonreír.
Liosh vio que la ropa de Alidor tenía un cinturón que
llegaba hasta el piso. Cogió, entonces, una de sus dagas y lo
clavó al piso. Alidor se distrajo con la daga y, cuando quiso
moverse, no pudo hacerlo. Atacó como pudo a Liosh, pero

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este lo eludió con facilidad. Cogió la lanza de Alidor, corrió
hacia él y le dio un codazo en el rostro que lo dejó tirado en
el piso inconsciente.
—Dile a tus sirvientes que te limpien la cara, niño rico
—y le escupió en señal de desprecio.
Fesor corrió hacia él con una vara. Liosh tenía dos lan-
zas, pero Fesor era superior a él. Empezó su ataque con tal
manejo que Liosh terminó en el piso.
—¡Basta! ¡Deja de burlarte!
Se acercó para darle el golpe de gracia, pero Liosh
hizo una maniobra con el pie que hizo caer a Fesor, y con un
impulso sobrehumano dio una voltereta y golpeó a Fesor en
el estómago, con lo cual lo dejó fuera de combate.
—Eres muy inocente —le dijo—. Así no duraras en ba-
talla. Sigue con tus libros.
Ianor le dio un puñetazo. Liosh dejó que el golpe le
caiga al rostro.
—Si así golpeas, mejor trae tu arco y flecha, porque
solo sirves para eso, engreído. Eres el más débil de todos.
Y de una patado lo tiró al piso.
En ese momento, apareció el rey Clauder.
—Darock, ese muchacho es tremendo.
—Indomable. No sé si servirá, mi señor.
En ese momento se levantaron los cuatro vencidos.
Entre todos se lanzaron sobre Liosh, pero cayeron todos
al piso. Ianor sentía que, si iban a ser un grupo, los cuatro
tenían que estar sincronizados. Aprovechó la situación para
meterse en la mente de los cuatro y paralizó el tiempo. Se
veían cinco chicos tirados en el piso.

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Clauder, que estaba al tanto del entrenamiento de Ianor,
se acercó a Darock y le dijo que Ianor estaba trabajando.
Ianor primero entró en la mente de Sirock y vio como él
había caído al río de muy niño. Por eso le tenía cierto temor a
los ríos y lagos. Ianor logró ingresar en ese recuerdo y modifi-
carlo haciendo que el río se convierta en un simple riachuelo
del que Sirock salió riéndose de lo que había pasado.
Luego entró en la mente de Alidor. Lo vio en el castillo
de sus padres, los cuales hacían mucha diferencia con su
hermano Hugroc, que era más dotado física e intelectual-
mente. Él vio cómo su hermano murió por defenderlo de un
aracar. Habían salido ambos de cacería. Alidor había ido a
recoger leña, cuando de pronto se cruzó con esa bestia, y
quedó paralizado de miedo. Hugroc llegó con su espada,
pero poco pudo hacer, pues los dos eran todavía muy niños.
El aracar se le fue encima, le quitó la espada con sus tena-
zas, lo cogió de las manos y le clavó su tremendo aguijón
mientras que Alidor solo veía lo que le pasaba a su hermano,
que era llevado por ese monstruo. Cuando lo encontraron, él
seguía en ese lugar temblando de frío y no dejaba de repetir:
«¡Se lo llevó!». «¡Se lo llevó!».
Sus padres estaban destrozados, Alidor se decía a sí
mismo que no era el culpable de lo sucedido, y por eso trató
de superarse en todo para llenar el espacio que había deja-
do el hermano. Ianor comprendió su dolor e hizo aparecer a
Hugroc frente a Alidor.
—Hermano —dijo Alidor.
—Alidor, ya eres un hombre. Estoy feliz por ti. Me siento
orgulloso de ti, y veo que mi sacrificio no fue en vano.

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—Gracias —se acercó a él y lo abrazó muy fuerte.
—Te quiero, hermano. Daría la vida por ti una y otra vez.
—Gracias —le dijo Alidor llorando.
Luego, entró en la mente de Fesor. Allí se sentía un
vacío tremendo, pues Fesor había sido abandonado en las
afueras del palacio. En su vida nunca había vivido el cariño
de nadie. Se sentía muy solo. «Será por eso que siempre se
aparta de todos y prefiere la soledad», se dijo Ianor. Enton-
ces, le creó una imagen en la que llegaba a una casa y al
entrar estaban los cuatro esperándolo para comer. Se sintió
incluido, querido e identificado.
Cuando entró en la mente de Liosh, encontró una ha-
bitación oscura llena de puertas y fue buscando una a una
hasta que en una de ellas estaba en un rincón llorando un
niño de apenas siete años, muy temeroso, atormentado por
unos espectros.
—¿Quién está ahí? —dijo el pequeño Liosh.
—Hola, Liosh, soy un amigo —dijo Ianor.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—Solo lo sé, eso no importa.
—¿Amigo?
—Mi nombre es Ianor y he venido a sacarte de este lugar.
—No quiero, afuera es feo.
Ianor se acercó, y cuando lo hizo, los espectros lo qui-
sieron atacar. Ianor los miró y estos desaparecieron.
—Ven, Liosh.
Se acercó Ianor y le acarició la cabeza.
—Puedes confiar en mí.
Y lo abrazó. Liosh se aferró a Ianor y le vio la cara.

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—¿Eres mi amigo?
—Sí, y traje tres más.
Por la puerta entraron Sirock, Fesor y Alidor, quienes
se acercaron y entre los cuatro lo abrazaron. Liosh se sintió
protegido, cogió la mano de Ianor y salieron de la habitación.
En ese instante, todos despertaron. Liosh no sabía lo
que había pasado. «¿Por qué estoy así? Me siento como el
día que entramos con Estebes». Vio a Ianor y se le fue enci-
ma, lo cogió del pecho y lo levantó.
—¡Tú te metiste dentro de mí! ¡Si lo vuelves a hacer, te
mataré! ¿Entiendes?
Y lo arrojó al piso.
—Sí, Liosh. Perdón.
Al escuchar eso, Sirock, Alidor y Fesor se miraron a las
caras y luego a Ianor. Liosh se fue. Y ya estando solo, lloró
un poco. Se sentía muy aliviado. Era como si hubieran aca-
riciado por primera vez su alma.
Desde ese día, las cosas cambiaron radicalmente. Ya
limpios de las lacras que arrastraban, empezaron a conver-
tirse en un verdadero equipo.
Cierto día, mientras hacían trabajos de resistencia y
pruebas de escalada. Darock los llevó a un lugar que desa-
fiaría su fuerza: la pared de Murac. Darock acostumbraba ir
al lugar a escalar, pues la cascada que tenía hacía las cosas
mas difíciles.
—Muy bien, muchachos. Este es el lugar del que les
comenté.
Todos se miraron los rostros reconociendo que sería
difícil subir.

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—Ja, ja, ja. Tú, Liosh, también pondrás la cara de estos.
—No. Yo seré el primero en subir.
—Así me gusta.
—Traigan el arpón.
—Todo el camino me preguntaba por qué traemos ese
arpón —dijo Sirock.
—Hoy conocerán la utilidad de las flechas aguja.
—¡El arpón a sesenta grados! ¡Disparen!
—General Darock, ¿que hay al otro lado? —preguntó
Alidor.
—Árboles. Pero más adelante hay rocas. Hasta ahí
llegara el arpón. Ecroc, verifica si está bien fija la soga. Pue-
de resistir el peso de por lo menos la mitad de nosotros si
subimos al mismo tiempo por ella. Yo iré al lado de ustedes,
pero subiré por la pared. No se preocupen, que hago esto
desde hace mucho tiempo. Si me caigo, me cogeré de la
cuerda. Empiecen.
Liosh fue el primero. Le costaba subir debido al agua
que le caía en la cara. Pero sí lo logró. Y poco a poco todos
fueron subiendo.
Darock inicio el ascenso cogiéndose muy fuerte de las
rocas o de lo que encontraba en el camino. Todos estaban
impresionados, hasta que se aferró a una roca y, al impul-
sarse, la desprendió. Esta dejó un agujero, y el general se
encontró de pronto cara a cara con un prax, una especie de
reptil, que estaba cuidando sus huevos. El animal, al ver a
Darock, le disparó un chorro de ácido a la cara. El general
gritó de dolor, se llevó una mano al rostro, pero esta también
se empezó a quemar.

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Y resbaló.
Garick llegó a cogerlo, pero la mano del general estaba
destrozada, y no pudo sujetarlo.
Solo se escuchó un grito hasta el fondo.
Y luego un gran silencio.
—¡Darock cayó! ¡Darock cayó!
Todos estaban preocupados, pues el general había per-
dido el conocimiento y sangraba por los oídos. Ianor ya había
subido, y todos los que aún se encontraban abajo le gritaban:
«Darock está sangrando y no responde». Realmente la condi-
ción del general era muy grave, y no se podía perder tiempo.
Ianor cogió una soga, amarró un extremo alrededor de su
cintura y el otro extremo a un árbol, corrió al acantilado y saltó.
Los que se hallaban abajo vieron cómo Ianor prácti-
camente les caía del cielo, pues ni siquiera había medido la
soga, solo presentía la distancia. Y quedó colgando a unos
pocos metros del suelo. Sacó entonces su cuchillo, cortó la
soga y cayó. Fue corriendo hacia Darock, quien ya sentía
cómo su vida lo abandonaba. Ianor cerró los ojos, tomó
una gran bocanada de aire y le sopló en el rostro. Cuando
terminó de soplar todo el aire, recordó lo practicado con
Estebes, concentró su mirada en la mano. Y mientras caía al
piso, Darock se levantaba. «¿Qué pasó?», les preguntó a los
muchachos. Y estos le contaron lo que había pasado. Darock
se sintió mal consigo mismo, pues no creía en Ianor como el
niño de las profecías. Ahora le debía la vida. Entonces orde-
nó: «Se suspende el entrenamiento por hoy. Bajen todos por
la cuerda que dejó Ianor. Nos vamos a casa. Nuestro héroe
está muy mal».

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Todos bajaron. Hicieron una camilla y se llevaron a su
compañero en hombros. Aunque un poco preocupados, to-
dos se habían quedado impresionados y se sentían felices
de tener a alguien como Ianor que les podía sacar de tales
apuros. En su interior se sentían más seguros.
En el castillo, el rey los vio aproximarse a lo lejos. Le lla-
mó la atención que regresen tan temprano. Se dio cuenta de
que tenían un herido. «No puede ser. ¿Qué habrá pasado?»,
pensó. Corrió hacia ellos y, al ver que el que estaba tendido
en la camilla era Ianor, su preocupación se incrementó.
—¿Qué pasó, Darock?
—Mi rey, Ianor está bien. Solo está dormido.
Le contó lo ocurrido. El rey recordó el día en que se
conocieron y sonrió.
—¿Ahora sí lo crees, amigo? —dijo el rey.
—Ahora estoy más convencido, mi rey.
Luego de unos días, Ianor despertó. No entendía cómo
había llegado hasta su cama. Y a su lado estaba Chamor.
—Mi señor, ¿está usted bien?
—Ya te dije que solo me digas Ianor. ¿Entendiste?
—Nos tenías a todos preocupados, dormiste tres días.
—Prácticamente resucité a Darock. Me consumió to-
talmente.
—Pero ahora estás bien.
—Sí, me siento como nuevo también.
—Habrá ayudado el medicamento que te trajo Estebes.
Tenías a todo el reino pendiente de ti. Al día siguiente seguías
sin despertar. El rey estaba muy preocupado y me ordenó que
te vigile. Voy a avisarle. Sin duda vendrá corriendo a verte.

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Chamor salió. Ianor se puso su traje de entrenamiento
y en ese momento llegó el rey, quien corrió a abrazarlo.
—Gracias, Ianor, gracias por salvar a nuestro general.
—No, mi rey, lo hubiera hecho por cualquiera.
En ese momento apareció Darock, se acercó a él y le
dio la mano.
—Estoy en deuda contigo, Ianor, gracias.
—No, mi general, era mi deber.
—¿Cómo estás? —le preguntó el rey a Ianor.
—Como nuevo —respondió.
—Ve a alimentarte, ya que saldremos a cabalgar un
rato; mañana seguirás con el entrenamiento.
—Está bien, mi señor.
Ianor fue a los comedores, pues ya le tenían preparado
un festín; luego él y el rey salieron hacia las caballerizas.
—Hoy te haré dos regalos, hijo; ven, acércate. Todo
gran caballero necesita un buen caballo, y esta es mi caba-
lleriza real. Son grandes ejemplares, cruces de las mejores
razas de todos los reinos, verdaderos tesoros. Ahora, con la
situación que se vive afuera, estos grandes animales segu-
ramente están desapareciendo.
—Gracias, mi rey.
Ianor no se sentía merecedor. Allí en las instalaciones
se encontraban unos cincuenta ejemplares. Todos eran
muy hermosos y derrochaban fuerza. El muchacho vio que
afuera de la caballeriza estaban domando a uno de ellos.
Se le notaba inquieto, arisco. Era blanco con manchas
marrones.
—Este aún es un poco chúcaro, los entrenadores me

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dicen que es muy impulsivo, y van muchos meses sin que
tengan resultados.
Ianor se acercó a él. El corcel se levantó en dos patas
queriendo cocearlo. Entonces el joven se alejó un poco, y
justo en el momento en que el caballo iba a bajar, se acercó
y le tocó el hocico. Así le transmitió mucho amor. También
Ianor entendió lo que pasaba: al caballo lo habían destetado
muy prematuramente y eso explicaba su temperamento.
—No me digas que también puedes hablar con ellos,
hijo. Estás lleno de sorpresas.
—No, mi rey, solo puedo sentirlos. El alma de los ani-
males solo se puede sentir —dijo sonriéndole al rey.
—Este será tu caballo si así lo deseas. ¿O quieres
seguir buscando?
—No, me quedo con él. Presiento que nos llevaremos
muy bien.
—¿Cómo lo llamarás?
—Me dice que sus colores representan sus caracterís-
ticas. Si los blancos son los más veloces y los marrones los
más impulsivos, entonces a este caballo su instinto lo podría
llevar a la muerte si no tiene un buen jinete. Su nombre será
Miror. Así se llama un ave en el bosque que tiene las mismas
características: un depredador muy rápido y que no le teme
a nadie.
—Muy bien.
Cogieron dos sillas, prepararon a sus caballos y salieron
a cabalgar por los prados alrededor del castillo. Ianor sentía
la fuerza de su animal, que ya llevaba muchos metros de
ventaja al rey. Ianor mentalmente le decía: «Cálmate, amigo,

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cálmate», y Miror parecía entender. Le daba también órdenes
mentales. El caballo le entendía a la perfección, al punto de
que el joven llegó a dominarlo completamente. Ambos se ha-
bían vuelto como un nuevo ser y el rey quedó impresionado.
Ya más calmados y a paso lento, el rey e Ianor empezaron
a conversar.
—Hijo, me imagino que te habrás estado preguntando
acerca de la situación en la que vivimos y cómo están los
pueblos vecinos.
—Algo así, mi rey, pero la verdad no todos tienen muy
claras las cosas.
—Bueno te contaré. Todo ocurrió hace cuarenta años,
cuando yo no había nacido aún. En los reinos de Sáwarar se
vivía muy bien, todos en paz y armonía, y nuestros súbditos
eran muy felices. Así había sido siempre, pero eso era todo
una apariencia. En realidad los corazones de los gobernantes
ya estaban siendo invadidos por la envidia, el deseo de poder
y las ganas de salir a conquistar. Esas ideas fueron corrom-
piendo sus mentes, y dentro de esas buenas caras y sonrisas
se hilaban alianzas. Las cosas estaban muy tensas, pero
todos seguían en comunicación. En esos años, cada vez que
había un eclipse solar o lunar, todas las autoridades iban al
Monte de los Sabios, específicamente al Templo de los Siete
Reinos para hacer sus súplicas a los dioses, pues en esos
días especiales los deseos más profundos se podían hacer
realidad. Y así fue. Una vez que todos estaban allí, reunidos
los siete reyes, entraron a una habitación especial que tenía
siete lugares para arrodillarse. No había techo. Afuera esta-
ban todos los pobladores también arrodillados elevando sus

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súplicas. En este lugar se suponía que se pedía por el favor
de los dioses para sus pueblos como, por ejemplo, buenas
cosechas, salir librados de la furia de la Madre Tierra, ya que
constantemente ocurrían temblores, terremotos y erupcio-
nes volcánicas. Así lo habían hecho nuestros ancestros, mis
abuelos y los abuelos de mis abuelos hasta que se juntaron
esos siete desgraciados. Se dice que si uno de ellos, solo
uno de ellos hubiera hecho un pedido altruista, nada de lo
que está ocurriendo hubiera pasado, pero a los siete se les
ocurrió pedir solo sangre, muerte, destrucción. Prácticamen-
te todos sus pedidos oscuros al mismo tiempo encarnaron
al mal, encarnaron a Dragar.
Uno de los reyes en ese entonces era Santir, quien ese
día, igual que los otros, se dirigía al Monte de los Sabios.
—Rey Santir, ya estamos todos listos para salir —dijo
un soldado.
—Muy bien. Entonces, rumbo al Monte de los Sabios.
Este es un día muy especial: haré el pedido a los dioses y
dentro de una semana atacaremos a Falac antes de que él
nos sorprenda.
—Horgo, ¿la reina está lista?
—Sí, mi señor, solo falta usted.
—Tenía que venir a ver a mis ancestros antes de ha-
cer esto. Si supieran lo que haré, ellos me destituirían de
mi puesto. Pero de cierta forma tenía que pedirles permiso
porque quiero que entiendan que es por el bien de nuestra
gente —dijo Santir.
—Sí, señor. Usted no inició esto —respondió Horgo.
—Bueno, entonces nos vamos.

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Y así salió Santir con un gran pesar. Era raro ver al rey
tan preocupado en estos días de fiesta. Solo el ejército del
rey sabía los planes.
—Mi rey, apúrese. Toda la gente lo está esperando.
El rey observó que había mucha gente y se paró sobre
una plataforma.
—Saludos, mis queridos amigos. Hoy es un día de
fiesta y reflexión. Como ustedes saben, cada cierto tiempo
el cielo nos da un gran regalo. Nuestros deseos más grandes
se cumplen en este día del sol oculto si son pedidos desde
el fondo de su corazón. Espero que hayan reflexionado muy
bien sobre su pedido y en este momento doy inicio a la pe-
regrinación. ¡Todos en camino! —dijo en voz alta el rey.
El pueblo le respondió con un aplauso y se pusieron
en marcha.
—Mi rey, te veo preocupado. Los años anteriores no
fue así —dijo la reina.
—Tranquila. Solo pensaba en lo que pedirán nuestros
amigos de los otros reinos.
—Lo mismo que tú, mi rey: buenos cultivos, salir libra-
dos de nuestra Madre Tierra y felicidad —dijo la reina.
—Sí, eso también creo yo.
—Y siguieron el camino hasta el Monte de los Sabios.
Los deseos que se pedían tenían que ser directamente pro-
porcionales con el dolor. Para los súbditos, ir caminando
hasta allí ya era bastante esfuerzo. En esa ocasión nuestro
rey también fue caminando y, aparte de eso, tenía puesto
un traje lleno de espinas. Apenas se lo puso, sintió un gran
dolor, pues de rato en rato las espinas hincaban su piel.

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En el camino, el rey se desmayó dos veces a causa
del dolor que sentía, y la sangre ya empezaba a notarse en
sus ropas. Luego de cinco días de viaje, llegaron todos los
soberanos de otros reinos. Estaban a una distancia similar.
Cuando se vieron, los reyes quedaron sorprendidos por sus
sacrificios: unos jalaban grilletes en sus piernas, otro cargaba
el anda de su esposa, otro tenía una corona de espinas, otro
estaba descalzo con los pies destrozados, otro no llevaba
ropa y su torso estaba quemado por el sol y lleno de ampo-
llas. Los comentarios no se hicieron esperar.
—Mis amigos, veo que sus pedidos esta vez serán es-
peciales —dijo Santir a los otros reyes.
—Y tú, Santir, no hiciste nada —le preguntó uno de los
reyes.
—Nada —respondió Santir.
—Lo que pasaba es que, antes de reunirse con ellos,
Santir se cambió de ropa encima para esconder cómo
brotaba la sangre de su cuerpo. Al verlo, los demás reyes
sonrieron pensando que era uno menos en esta guerra. «Sin
su pedido, no tendrán esperanzas», se dijeron.
—Entonces, compañeros, entremos. Ya quiero sacarme
estos grilletes —dijo el rey Fraczar.
—Yo también —dijo el rey Peteres.
Entraron a una habitación que tenía siete recintos es-
peciales donde los reyes entrarían en meditación. Había re-
clinatorios para que los reyes puedan arrodillarse y dar inicio
a sus oraciones hasta que se oculte el sol. Lo mismo hacía
la gente en las afueras; pasaban las horas y todo el lugar se
inundó de un silencio absoluto. Cada persona se interiorizaba

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al punto de conectarse con su entidad superior y así poder
hacer su pedido.
En el interior del recinto, los reyes de los pueblos ora-
ban esperando el beneficio divino en esta empresa sangrienta
en la que se verían envueltos, y tal fue su sincronización y
el nivel de su pedido que en un momento todos pensaron lo
mismo: muerte al vecino. Justo en ese momento, se escu-
chó un tremendo estruendo en el cielo que hizo que todos
despertaran de su meditación y, al levantar la mirada al cielo,
vieron como este empezaba a tornarse oscuro, se llenó de
nubes negras envueltas en rayos y sonidos estruendosos.
Santir gritó: «¡Son los dioses, que nos piden sacrificio!».
Todos llevaban ofrendas para después de hacer sus pedidos,
y se iniciaron los rituales de sacrificio mientras el cielo se
hacía más oscuro y una sensación escalofriante se empezó
a sentir, pues los sonidos de los rayos chocando se hicieron
cada vez más fuertes. La lluvia empezó a caer, y Santir, ya
con temor, se hincó de rodillas para pedir perdón a los dioses
por sus pedidos malos. Los reyes se miraron, sabían que
ellos también habían pedido cosas terribles. Se arrodillaron,
pero ya era demasiado tarde. Vieron cómo el cielo se abría,
y de su interior se asomaban dos ojos muy rojos como si bo-
taran fuego: «¿Qué es eso?», se preguntaban. «¡Es un dios!»
«¡Es un dios!», gritaron. Todos estaban desconcertados, no
sabían qué hacer. Un hombre gritó: «Quiere que le llevemos
nuestras ofrendas al templo». Y toda la población empezó a
dar sus ofrendas. En ese instante, se escuchó un gran rugido
que, acompañado por el sonido de los relámpagos, daba la
impresión de que el cielo se caería. Y, finalmente, se mostró:

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salió su cabeza, una cabeza gigantesca, el lomo verde y su
piel, muy brillante, parecía estar cubierta con una armadura
de láminas de plata. Y se mostraba más y más. Ya estaba
afuera completamente, era un ser muy aterrador de unos cien
metros. Nadie lo podía creer. Se arrodillaron para venerarlo.
Este ser, que era un gran dragón, solo los miraba, mientras
todos los pobladores temblaban de miedo.
El dragón levantó la cabeza y con un rugido hizo que el
cielo se cierre, y, de pronto, cesó todo ese fenómeno. El dra-
gón los seguía mirando con curiosidad y sentía que lo que esa
gente tenía en el corazón no le gustaba, pues eran personas
buenas. Y empezó a rugir emitiendo sonidos ensordecedores.
Se lanzó hacia ellas escupiéndoles fuego de sus fauces y dejó
carbonizados a todos a los que fueron tocados esas llamas.
La gente quedó despavorida y aterrorizada, ese senti-
miento era placentero para el dragón. Todos se dispersaron,
incluso los reyes y sus comitivas se alejaron. Mientras esca-
paban, el dragón empezó a reír y seguía atacando a la gente.
Ese día murieron como cinco mil personas. Todos los reyes
se fueron a sus castillos reflexionando sobre qué vendría de
ahora en adelante y qué le esperaba a las futuras genera-
ciones si no hacían nada por detenerlo. Ese día, cuando el
dragón atacó a los pobladores del reino de Mares, ellos fue-
ron los únicos que pudieron repeler el ataque con su manejo
del rayo, y el rey Santir lo tenía en cuenta, pues ellos eran la
clave para vencer al dragón.
Los días pasaban y el dragón seguía atacando. El pri-
mero fue el reino de Falac. Asoló el territorio, quemó sus
campos de cultivo y sembró el pánico. Siempre volvía al

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Monte de los Sabios y se metía dentro de una caverna que
había en medio. Era como su guarida. Los magos decían que
ese lugar tenía otro tipo de energía. Allí era el recinto donde
los reyes hacían sus oraciones.
El rey de Falac no pudo resistir mucho tiempo. Armó su
ejército, que estaba compuesto de siete mil soldados, quie-
nes llevaron todo el armamento que tenían preparado para la
guerra, porque debían proteger a su gente. El rey sentía que
debía hacer algo antes de atacar al dragón. Entonces, mandó
espías para que investiguen en qué momento la bestia se
metía allí dentro, pues su única esperanza era emboscarlo
allí. Su plan era envenenarlo. Buscaron el veneno más po-
tente que existía e hicieron unos preparados. Quemarían el
veneno para que el dragón lo respire y se intoxique. Y para
evitar que saliera, causarían un gran derrumbe que taparía la
entrada del lugar.
Y así se puso en marcha el plan. Los espías contaron
que el dragón se reducía de tamaño para poder entrar en la
caverna, casi a un tercio y que lo hacía al mediodía, aunque
no sabían si era para protegerse o para dormir. Entonces,
pusieron en marcha el plan. Llevaron veinte sacos de veneno,
les prendieron fuego en la puerta de la cueva y dejaron caer
rocas para sellar la entrada. Todo el ejército se paró frente
a la cueva. Estaban temerosos sin saber qué pasaría, espe-
rando la reacción, listos a disparar flechas; habían construido
también grandes arpones y explosivos. Si el dragón salía,
tenían preparada una red gigante que sería disparada con
arpones que se clavarían en el piso para contener a la bestia.
En ese momento, la tierra empezó a retumbar, las pie-

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dras caían del monte, se escuchaban gritos y gemidos, los
soldados sonrieron. «Está muriendo», se decían. El piso em-
pezó a temblar, y en el momento menos pensado toda la
entrada y parte del cerro explotó. Las piedras y rocas lasti-
maron a muchos de los soldados. Fue tal la explosión que
las máquinas que lanzarían la red, cayeron desde lo alto. El
dragón salió algo aturdido. El rey ordenó disparar, y una lluvia
de flechas cayeron sobre la bestia, así como lanzas, arpones
y piedras lanzadas desde catapultas; pero nada podía lasti-
marlo. El dragón, al retomar el control de su cuerpo, inició su
ataque escupiendo fuego.
Fulminó así a muchos soldados. Luego empezó a eri-
zarse, todas sus escamas se pusieron en punta, apuntó a los
soldados y una lluvia de estas les cayó encima. Las escamas
eran capaces de penetrar sus armaduras, atravesar todo el
cuerpo y aun así perforar el piso.
—¡No quedará ni uno de ustedes, insolentes! —le dijo
a ellos—. ¡Yo soy un dios!
Los soldados quisieron huir, pero el dragón pisó el
suelo fuertemente e hizo aparecer un abismo detrás de ellos.
Los tenía rodeados y se regocijaba con el sentimiento de
impotencia y dolor que los poseía.
—¡Mírenme! —les gritó el dragón—. ¡Me quisieron ma-
tar! Ahora, ¡mátense entre ustedes!
Soplándoles un vapor oscuro de sus fauces, hizo que
los soldados combatan entre ellos. No había ni una sola
posibilidad de escapatoria. Todo terminó en una masacre.
Hizo una gran succión, y los espíritus de los soldados aban-
donaban sus cuerpos porque el dragón se los tragaba.

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Solo un joven soldado quedaba con vida. Su nombre
era Darock, experto en supervivencia y en cacería de bestias.
Estaba encargado de la gran red que atraparía al dragón.
Pese al gran temblor que este ocasionaba, y que había lanza-
do a todos al suelo, Darock había llegado a lanzar la red, pero
no pudo atraparlo. Una de las rocas que caían desde lo alto
le golpeó la cabeza. Perdió el conocimiento y al caer se hizo
la herida que le dejó la cicatriz que ahora tiene en el rostro.
Cuando volvió en sí, vio lo que estaba pasando y quedó
horrorizado. Luego del ataque, el dragón hizo un recorrido
para asegurarse de que nadie haya quedado con vida. En-
tonces, Darock se enterró en las piedras, tratando de hacer
el mínimo movimiento posible. El dragón se detuvo justo
frente a él. Darock ya se sentía perdido cuando de pronto se
escuchó el grito de unas ovejas: unos pastores atraídos por
los ruidos se aproximaban.
El dragón fue por ellos, quienes corrieron la misma
suerte que los soldados. Darock se quedó allí por horas,
esperando hasta que no se oiga nada. Para estar seguro de
que el dragón ya no estaba o se había metido a la cueva,
salió muy despacio y cautelosamente. Recorrió el terreno
sigilosamente, amparado por la noche. Vio a muchos de sus
amigos, incluso al rey, muertos. En el piso estaba clavada
una de las escamas. Trató de sacarla y se cortó la mano.
Solo pudo desprenderla ayudándose con una espada.
La guardó y pensó que no había ya esperanza en la
tierra de Falac. «Caminaré hasta Zar y les contaré que debe-
mos estar preparados. No sé cómo, pero algo se tiene que
hacer», pensó.

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Desde Falac hasta Zar hay una gran distancia. La ver-
dad, no sabemos cómo hizo para llegar sin agua ni equipo de
supervivencia. Unos pastores lo encontraron cerca de nues-
tra frontera tendido en el piso, casi muerto. Lo recogieron, le
dieron ayuda, y luego vino al palacio para contar todo lo que
había pasado. Así es como nuestro reino se enteró de que
el dragón era mágico: hablaba y nada le hacía daño. Darock
entregó al rey Santir la escama que recogió en el campo de
batalla.
—Eso no es del todo cierto. Ese día, mientras todos
estábamos envueltos en el caos, yo pude ver cómo los
habitantes del reino de Mares pudieron repeler su ataque
gracias a su manejo del rayo. Ninguno de ellos murió ese
día. La clave son ellos. Convocaré a una junta y les propon-
dré una unión para luchar todos juntos con el objetivo de
derrotar al dragón. Tú, Darock, eres todo un héroe. Necesito
que te unas a mi ejército. Nos prepararemos para todo, has-
ta lo impensado, para todo absolutamente —dijo Santir—.
Buscaremos en el mundo un material que se asemeje a la
fuerza de esa escama, iremos al campo de batalla y reco-
lectaremos todas las escamas y haremos armas de estas.
Convocaré a los demás reyes para reunirnos y decidir qué
hacemos.
Y así los reyes de todos los pueblos se reunieron y ha-
blaron del tema. El dragón ya había tomado el reino de Falac
y puesto un huevo del que salió un ser terrible, un monstruo
de gran poder que torturaba a la gente. Falac estaba en esa
situación cuando el dragón se trasladó a espaldas del casti-
llo, donde le construyeron un recinto. Parecía ser feliz con el

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dolor de la gente y el estar cerca del castigo a los pobladores
lo hacía más fuerte.
El dragón ya había dejado el Monte de los Sabios. To-
dos los reyes discutieron. Nadie se atrevía a retar a la bestia.
Es más, habían decidido entregarle voluntariamente sus rei-
nos. «Por lo menos estaremos vivos», argumentaban. Santir
no lo podía creer:
—Son unos cobardes. Prefieren una vida de dolor para
ustedes y su descendencia antes de hacer frente a este pro-
blema. ¿Acaso no saben cómo vive la gente en Falac? Su
vida es tormento puro.
—¡Pero viven! —dijo uno de ellos.
—¿Eso quieren?
—¿Qué propones?
Santir les contó lo que pensaba sobre lo que vio el
primer día de su aparición, entonces miró al rey de Mares.
—Vamos, diles lo que pasó. Ustedes lo atacaron, y el
dragón se retiró.
—Sí, es verdad, pero solo lo ahuyentamos. No sabemos
si nuestro poder será capaz de afectarlo.
—Yo sí estoy convencido. La clave son ustedes. Ade-
más, tenemos las escamas del dragón. Esta es una de ellas:
miren su poder —dijo Santir mientras hacía pruebas frente
a los demás.
Todos quedaron impresionados, pero, en lugar de ani-
marse, se asustaron más aún.
—¿Qué opinan? —dijo Santir.
Los reyes no sabían qué pensar. No estaban muy con-
vencidos, y la reunión quedó en nada. Todos volvieron a sus

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países y, mientras pasaba el tiempo, uno a uno iban cayendo
los reinos y, en cada uno el dragón, ponía un huevo del que
nacía un ser horripilante, despiadado y de gran poder.
Pasaron los años. Los únicos que no fuimos invadidos
éramos Zar y Mares. Santir, en su desesperación, convocó a
Traxar, rey de Mares. Y se dirigió hacia allá con una comitiva.
—Amigo Traxar, las cosas se están poniendo peor que
antes. Ahora no solo es el dragón, sino también sus hijos y
su ejército —dijo Santir.
—Sí, Santir, ¿qué podemos hacer?
—Cualquier cosa es mejor que nada. Ustedes tienen el
poder para enfrentarlo, yo lo sé. Nosotros enfrentaremos a
su ejército que, sumando los cuatro reinos, resulta una can-
tidad considerable.
—Nosotros nos entrenaremos para aumentar nuestro
poder y practicaremos un ritual para saber cómo nos irá en
esta empresa.
Traxar llamó a su consejero.
—Trae a tu hijo Estebes —le dijo al consejero.
Cuando llegó el muchacho, Traxar lo presentó.
—Este muchacho, que solo tiene quince años, es uno
de nuestros hombres más dotados. Te lo doy para sellar
nuestro pacto y mantenernos comunicados. Él puede comu-
nicarse mentalmente con su padre —le dijo Traxar a Santir.
Tomaron sus manos y chocaron los codos en señal de
triunfo. Hicieron una alianza. Ellos enfrentarían al dragón y
nosotros al ejército de hombres, que, sumados los cuatro
reinos era bastante considerable. Estebes nos quiso enseñar
algo de sus artes, pero no teníamos la sangre para poder

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desarrollarnos. Te cuento que él me recibió cuando mi madre
me trajo al mundo. Una vez transcurrido el año pactado, el
rey Santir fue con su comitiva a ultimar detallles del ataque
a Dragar.
Santir había mandado espías que le informaban cómo
estaban las cosas, dónde estaba el dragón y ya tenía un plan
para atacarlo.
Las escamas que recolectaron eran indestructibles,
pero las pudieron adaptar para poder lanzarlas. Así que Zar
también tenía con qué atacar al dragón.
Un día, para asegurarse, mi padre, el rey Santir, mandó
un grupo a infiltrarse al recinto donde estaba el dragón, que no
tenía nada de seguridad como la tiene ahora. El grupo llegó
muy fácilmente hasta donde estaba. Darock se acercó valien-
temente y le clavó la escama logrando penetrar su dura piel.
El dragón dio un gran grito y le tiró un coletazo que lo
hizo volar por la habitación; se golpeó en la pared y cayó al
piso, que estaba recubierto de una sustancia lodosa. Pensa-
mos que eran sus heces.
En ese instante, apareció uno de las hijos del dra-
gón y dio muerte a todos los demás hombres. La suerte de
Darock pocos la tienen. El dragón salió volando a aterrorizar
a la gente, pero quedó pensativo pues él se consideraba
invulnerable.
Fueron a Mares para ultimar detalles del plan de ata-
que pero todos fueron sorprendidos: el dragón, con todo su
ejército, había llegado al pueblo. En ese momento mi padre
hablaba con Traxar, y les llegó la noticia. No sabemos cómo
se filtró la información ni cómo se enteraron, pero fueron

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sorprendidos. Se trató de un ataque aéreo y terrestre. La
población pudo contener a los ejércitos, pero nada más.
En esos tiempos, los hijos de Dragar eran pequeños, no
tenían mucho poder. Así, el dragón se enfrentó a los gran-
des señores del rayo. Eran cien contra él, una lucha titánica.
El dragón fue atacado por todos los flancos, pero tenía un
gran poder para dominar la naturaleza a su antojo. No podía
concentrarse, pues los ataques lo dejaban aturdido. Mien-
tras tanto, mi padre organizaba a la población para contener
el avance del ejército. Y así, entre relámpagos, terremotos,
fuego y gases, los grandes magos habían logrado paralizar al
dragón. Incluso lo bajaron al piso. Sus rayos se habían con-
vertido en cuerdas eléctricas, pero nada más se podía hacer.
No lo podían matar. El dragón estaba paralizado. Trataban de
herirlo con todo lo que encontraban, pero nada era efectivo.
«Si no lo podemos matar, por lo menos lo dejaremos ciego»,
dijo el rey. Y así, Traxar cogió un gran garrote, dio un gran
salto y le pegó un gran golpe en el ojo. Con el impacto, brotó
un gran destello de luz, y el ojo del dragón salió volando de
su órbita: era una piedra preciosa. El dragón, al sentir dolor,
se alocó. No pudieron detenerlo más y se soltó.
Los magos ya no podían con él. Recurrieron a su última
arma: la lucha de espíritus, pero cuando lo hicieron el dragón
dio un gran rugido y todos los espíritus se recogieron. Nadie
entendía lo que pasaba. Quedaron a merced de Dragar, y
este los aniquiló, matando a gran parte de la población, in-
cluido a mi padre. Del resto no sabemos nada, pues el padre
de Estebes, que le transmitía todo esto mentalmente, murió
en la batalla. Dragar los desapareció y los pequeños pueblos

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aledaños fueron aniquilados: mujeres, niños, ancianos. No
quedó nada de ellos.
—El dragón les tenía miedo, al parecer —dijo Ianor.
—Sí, eso parece, Ianor, eso parece.
Esa es la situación. Todos los reinos fueron tomados.
En cada uno hay un demonio como gobernador, ahora más
poderoso, y la vida allí es miserable: muerte, caos, dolor,
sufrimiento; toda nuestra frontera está llena de trampas mor-
tales. No podemos permitir que entre gente, no podríamos
con todos. Pero aun así ingresan. Lo único que hay son
saqueos, pero es raro: solo matan hombres, nunca tocan
a las mujeres. Ya pasaron muchos años. No sabemos por
qué hasta ahora no nos atacan o qué estarán esperando. Lo
que sí sabemos es que, antes de que Mares desaparezca,
los grandes magos hicieron un ritual sagrado para poder ver
chispazos del futuro, y vieron que un joven se enfrentaba al
dragón con igual intensidad de poder y que era la clave para
darle vuelta a esta situación. Yo, Ianor, pienso que eres tú
ese joven, Estebes dice lo mismo. Por eso estoy feliz, y este
grupo que estamos preparando es tu ejército. El tiempo dirá
como se darán las cosas.
En ese momento, Ianor sintió una gran responsabilidad
y compromiso.
—Cálmate —dijo el rey—. Tú lo vencerás. Solo tenemos
que desarrollar tu talento al máximo; además, ahora tenemos
más armas con que atacarlo. Estamos preparados.
Ianor estaba desconcertado la situación era muy sería.
—Está bien.
—Te dije que te haría dos regalos y hasta el momento

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solo te he dado el caballo. Ahora toma esto también. Es el
arco de mi padre. Está finamente construido. Fue un arco
pedido por mi bisabuelo en un eclipse de Luna. Decía mi
padre que no había forma de fallar con él, mas tu talento no
me puedo imaginar. Toma, probaremos un poco.
Cuando Ianor cogió el arma tuvo una sensación espe-
cial, como que el arco era parte de su cuerpo. Y, al disparar,
no solo dio en el blanco, sino que le parecía haberlo hecho
sin ningún esfuerzo.
—¿Qué tal? —le dijo Clauder.
—Esto es divino, mi rey, es un sueño gracias.
—No, Ianor. Esta es tu arma enviada por los dioses
para un héroe —dijo el rey abrazando a Ianor, a la vez que
se disponían a retornar al castillo.

164
Diez

Cuando llegaron, todos saludaron con mucho ánimo a


Ianor, pero él solo pensaba en lo que le había dicho el rey.
La situación era realmente delicada y todas las esperanzas
recaían sobre él. Esas conversaciones con el rey lo hicieron
madurar más rápido de lo se imaginaba. Desde ese día su
entrenamiento se hizo más fuerte y Estebes lo inició en las
artes mágicas del manejo del espíritu. Cuando Ianor trataba
de sacar su espíritu para luchar, este solo se aproximaba;
pero cuando lo lograba, sentía la gran presencia un po-
der superior. El rey y Estebes se hallaban impresionados.
«Pronto lo lograrás. Y cuando salga, serás invencible», le
decían.
Nunca antes nadie que perteneciese al Reino de Mares
había dominado ninguna de esas técnicas. Ianor logró con-
trolar una de ellas, y esto ya era mucho. «Todo es cuestión
de tiempo», se decía. Una vez que Darock terminó el entre-
namiento físico y técnico, se acercó a sus soldados.
—Hoy iniciamos otro tipo de prueba: resistencia y so-
brevivencia. Hasta el momento, todos han demostrado ser lo
que esperábamos. Hoy ustedes se moverán como un todo.
Les enseñaré a sobrevivir en el desierto, en el mar, el hielo;
cómo conseguir agua y hacer refugios.

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Darock les asignó veinte caballeros a cada uno de los
cinco iniciados. Les indicó que una vez juntos todos queda-
rían al mando de Ianor y que ese día se iniciaban las pruebas
en el mar.
Los esperaba una gran embarcación, todos subieron y
estuvieron varios días mar adentro.
Empezó el entrenamiento de supervivencia, que incluía
actividades de cómo recolectar agua, cómo pescar, cómo
refugiarse. Estuvieron así cinco días. Al sexto día Darock
llamo a Mawil y le dijo que juntara a todos los caballeros, que
los soltarían en ese lugar, y ellos tendrían que arreglárselas
para llegar a la orilla.
—Simularemos un naufragio le dijo.
—General, ¿no será muy peligroso soltarlos aquí? —res-
pondió Mawil.
—¿Son caballeros o no?
—Un día Craburon fue visto por aquí.
—Eso fue hace bastante tiempo. Y no he vuelto a es-
cuchar de ese monstruo desde entonces. Hace mucho que
no aparece. Reúnelos.
Una vez reunidos todos, Darock les dijo:
—Hoy los arrojaremos al mar, simularemos un naufra-
gio. Desde aquí ustedes tendrán que salir nadando. Según
mis cálculos, les tomará por lo menos unos cuatro días.
Sobre la base de lo que se les ha enseñado, desarrollen una
estrategia para sobrevivir. No se preocupen, que nosotros los
estaremos vigilando. No nos podemos dar el lujo de perder
a uno de ustedes. Si realmente hay problemas, lancen una
flecha explosiva y los recogeremos.

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Todos los muchachos fueron arrojados al mar con todo
su armamento. Ianor no perdió tiempo y empezó a silbar.
Tenía un silbido muy agudo. Se lo podía escuchar a mucha
distancia. Todos se acercaron a él. Una vez juntos, les contó
su plan para salir de esta situación: harían una balsa humana.
—Todos tenemos odres con agua, boten el agua de
cincuenta de ellos.
—Pero, Ianor, sin agua no podremos resisitir.
—Hoy lloverá. Miren el cielo. Juntaremos agua en
otros recipientes. Los odres los usaremos como flotadores.
Ínflenlos. Y cada uno de los que esté en la base tendrá
amarrados dos de ellos, así podrán flotar mejor. Y nos
turnaremos posiciones: unos serán la base, otros patalearán,
otros descansarán y unos cuantos nos enfocaremos en la
comida y el agua. Nos turnaremos hasta llegar a la orilla. Y
para poder alimentarnos, uno de ustedes brindará una pierna;
la hacemos sangrar para poder atraer tiburones. Cazaremos
unos cuantos, comeremos su carne y les sacaremos su piel
para poder hacer recipientes y guardar agua.
Todos estuvieron de acuerdo, Calof ofreció su pierna
sabiendo que Ianor cerraría la herida de un soplido. Ianor
cogió su cuchillo y se lo clavó en el muslo. Calof dio un gran
grito, y la sangre empezó a brotar. La balsa humana inició
su viaje. Luego de unos minutos, ya llegaba el primer tibu-
rón, luego dos, tres; y, cuando menos se lo imaginaban, ya
estaban rodeados de veinte tiburones. Los planes no habían
resultado como esperaban. Ianor ordenó que tres más se
unan a él e iniciaron su ataque con flechas. Desde el barco,
Darock se reía diciendo: «Las cosas se les pueden salir de las

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manos a esos muchachos». Mientras tanto, Ianor no perdía
la calma. De pronto se escuchó un grito desde uno de los
extremos y empezó a brotar sangre. Ianor ordenó a uno de
los que estaban disparando que recoja al herido y se lo lleve
a él. Así lo hizo, y Ianor, de un soplido, cerró su herida.
—Tú me traerás a todos los heridos. Nosotros se-
guiremos disparando. Todos coloquen sus espadas a los
costados, por abajo, porque desde allí atacan los tiburones.
Alidor, Liosh y Fesor, háganse cargo de sus flancos, se vie-
nen más. Sirock, sube conmigo, necesito tu fuerza.
Ya no eran veinte, sino cincuenta tiburones los que los
acechaban.
—Ustedes disparen a lo que se mueva, yo seguiré el
plan.
Ianor ató una cuerda a sus flechas y disparó. A uno le
dio justo en la cabeza, los gritos se empezaban a escuchar
de todos lados haciendo que más sangre manche el mar y
aviven más y más a los tiburones.
Todos los heridos eran llevados con Ianor y él los
curaba mientras Sirock jalaba al primer tiburón a la balsa y
ya se sentía el cansancio. Alidor ordenó a su gente patalear
más fuerte. Tenían que alejarse del lugar. Ya habían cazado
cinco tiburones y estaban completamente agotados. «¡Más
rápido!», arengó Alidor a sus soldados para que patalearan
con más fuerza. Mientras tanto, en la balsa retaceaban un par
de tiburones y los colocaban en cascos: los usarían como
distractores para escapar.
Ugroc soltó los cascos que flotaban y, ya un poco ale-
jados, les dispararon haciéndolos caer para que los tiburones

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coman esa carne mientras se alejaban. Todos estaban muy
extenuados. Ya alejados descansaron un poco. La barca
de Darock los seguía a una distancia prudente. El general
sonrió pensando que esos muchachos habían sabido salir
de esa, cuando de pronto sintió que el barco se movía muy
bruscamente, a pesar de que no había siquiera olas. Todos
se volvieron a un lado y vieron cómo se asomaba una gran
aleta dorsal.
—¡No puede ser! ¡No! —gritó Darock—. ¡Remen! ¡Tene-
mos que recogerlos!
Era Craburón, un tiburón de treinta metros de longitud,
un verdadero monstruo pocas veces visto. Darock ordenó
dispararle, pero nada le hacían las flechas. Craburón se su-
mergió y se dirigió al grupo. En esos momentos, Ianor y los
demás descansaban hablando y riéndose del aprieto en el
que se habían visto envueltos. Ianor les preguntó si alguien
estaba herido y se puso a curarlos. De pronto, Dolcar, que
estaba pataleando, se puso de espaldas y, al ver una gigan-
tesca aleta dorsal, gritó.
—¡Miren allí! ¡Miren allí!
Todos se asomaron y supieron que las historias que
les contaban sus padres sobre una bestia en el mar eran
ciertas. Los invadieron el miedo y la impotencia. Mientras
tanto, Craburón se acercaba cada vez más. Ianor alzó la voz
y llamó a la calma.
—Si salimos de la anterior, también lo haremos de esta.
Ahora, no se desesperen. Veremos qué hacer.
Ianor también dudaba un poco, pero no podía transmi-
tirlo a sus caballeros. Trató primero con sus dones mentales,

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sin embargo sentía dentro de Craburón hambre, y al hambre
solo el miedo podía detenerlo.
—¡Suban los mejores arqueros! —ordenó—. ¡Saquen
todos los tipos de flechas! ¡Disparen!
Probaron con las flechas explosivas y con las de punta
de diamante, capaces de cortar la carne como papel. Inicia-
ron el ataque con estas, pero para Craburón eran solo una
distracción. Increíblemente, nada penetraba sus gruesas
escamas. «¡Cómo no trajimos flechas santas para probar si
podían herir a este animal! Si era así, seguramente lo harían
también con el dragón», pensó Ianor. Craburón, ya al lado
de ellos, los empezó a rodear; de vez en cuando asomaba
y los tocaba con el hocico, jugando con ellos, para sentir
el pánico de lo que consideraba su presa. Los soldados se
sentían perdidos. Ya no sabían qué hacer. Solo esperaban
por donde sería el primer mordisco.
De pronto, vieron llegar a Darock, quien les gritó que
naden suavemente y la balsa humana empezó a moverse en
dirección al barco. Craburón había desaparecido, pero justo
cuando iban a subir a la nave, vieron en el aire levantarse
una mole que cayó en medio del barco y lo partió en dos.
Todos salieron volando. La situación estaba perdida. Darock
también había caído al mar, y todos estaban dispersos. Se
volvieron a juntar. Darock y sus hombres nadaron en direc-
ción de la balsa humana. Era increíble: nadie había visto
alguna vez a Craburón y lo que era capaz de hacer.
Ianor se paró en la balsa.
—Liosh, sube y apunta directamente a los ojos. Tal vez
si lo cegamos, lo detendremos.

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Los dos dispararon la flecha y la daga al mismo tiempo.
Y lograron reventárselos. Sin embargo, eso solo avivó su
ferocidad, pues Craburón era un ser de profundidades, por
lo que sus ojos le eran poco útiles. Su olfato, en cambio lo
era todo. Ianor y sus hombres se sintieron muy impotentes.
—Ianor, creo que ahora sí estamos perdidos —dijo
Darock.
—No, esto no acaba aquí —respondió Ianor mirando
el cielo.
Craburón se acercaba esta vez con intención de tra-
garse de un bocado a por lo menos a cinco de ellos. A Ianor
no se le ocurrió otra cosa y corrió en medio de la balsa, dio
un gran salto y, usando las técnicas que Estebes le había
enseñado, tocó en la cabeza al gran monstruo y ambos en el
lapso de un segundo se vieron las caras espiritualmente: el
dragón y el tiburón. El primero se abalanzó sobre el segundo
y se lo tragó. Se escuchó un gran grito. Craburón empezó a
retorcerse de dolor. Ianor cerró los ojos y cayó al mar. Darock
se lanzó al mar para recogerlo, impresionado de lo que había
pasado, y Craburón se alejó retorciéndose.
Todo había pasado, Darock les dijo que se ordenen
para seguir hasta la orilla. Nuestro héroe escribía su nombre
con sus grandes hazañas.

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173
Once

Al llegar a la orilla, despertó. Todos estaban emocionados


por lo que habían vivido y agradecidos por haberlos salvado
de una muerte segura. Darock estaba convencido de que
Ianor era el chico de las profecías, llegaron todos a la orilla, y
mucha gente los estaba esperando, pues a lo lejos veían que
una gran mancha oscura se movía por el agua. Cuando lle-
garon, todos los pobladores preguntaban qué había pasado.
—Un héroe ha nacido, un gran héroe —respondía
Sirock.
Todos estaban muy felices de haber salido ilesos de
esa situación. Ianor ya estaba despertando, y todos estaban
muy pendientes de él. Cuando abrió los ojos, todos gritaron
de felicidad.
—¡Viva Ianor! ¡Viva Ianor!
Cuando llegaron al castillo, Darock le contó todo lo
ocurrido a Clauder. Este sonrió diciendo que él sabía que
Ianor era el joven de las profecías, pues nadie tenía los
dones que había mostrado. Estebes también lo había dicho,
pues ninguno tenía su poder mental. Si eso había hecho
con Craburón, surgía la esperanza de que si pudiera tocar
al dragón pasaría lo mismo, y que no se necesitaría mucho
para poder vencerlo.

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—Igual, él aún está madurando. ¿A dónde los llevarás
ahora, Darock?
—Al desierto, mi señor. Casi todos los reinos están
separados por desiertos, así que deben estar preparados
para eso.
—Muy bien. Ahora que descansen un poco. Yo iré a
verlos en un momento.
Todos los muchachos estaban descansando, y apare-
ció el rey.
—Estoy muy orgulloso de ustedes, lograron pasar una
gran prueba. Eso es un gran salto —y dirigiéndose a Ianor,
añadió—. Gracias por traerlos a todos sanos.
—No podía dejar a mis amigos morir, mi rey. Y fue casi
una casualidad, pues no sabía que Craburón reaccionaría
así si lo tocaba.
—Imagina que toques al dragón. Es una posibilidad.
¿No lo crees?
—Es posible, mi señor, lo intentaremos.
—Muy bien, chicos. Descansen ahora. En unos días
volverán a entrenar, pero esta vez en el desierto.
—¿En el desierto?
—Sí. Este mundo tiene muchos desiertos. Así que,
siempre pasarán por uno de ellos.
Una semana después, Darock los llevó al desierto de
Samar, aquel que él había tenido que cruzar para llegar a
Zar. Y los tuvo ahí una semana enseñándoles las técnicas
necesarias para sobrevivir.
—Bien, muchachos. Yo aquí los dejo. Volver a casa no
será muy difícil. Tenemos la ruta trazada.

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Al día siguiente, Darock se adelantó, pero apenas volteó
la primera duna, regresó corriendo y gritando.
—¡Caven y júntense!
Ellos no entendían, pero obedecieron.
—¡Agárrense fuerte! ¡Cúbranse la cabeza!
—¿Qué pasa, Darock? —le preguntó Sirock.
—Miren.
Detrás de ellos se venía una gigantesca tormenta de
arena.
—¡Abrácense! —ordenó Darock.
Se juntaron tanto que parecían una gran roca. Cuan-
do la nube negra llegó hasta ellos, empezaron a sentir que
la fuerza de la tormenta aumentaba y aumentaba. Ya se
les hacía casi imposible mantenerse unidos. Cuando se
encontraron en el medio de la tormenta, empezaron a escu-
charse los gritos de dolor: «¡Ya no puedo más!», «¡Ya no!»,
«¡Mi brazo! ¡Mi brazo!».
Darock los seguía arengando para que sigan unidos, a
que no abran los ojos, porque, de lo contrario, la arena los
cegaría; les pedía que resistan. Llegó un momento en que no
pudieron más con la fuerza de la naturaleza. Esta los arran-
có uno a uno y los fue arrojando por todos lados, a muchos
metros y hasta a kilómetros de distancia. Algunos permane-
cieron varios minutos en el aire, el viento se los llevaba como
pedazos de papel hasta que la tormenta pasó.
Cuando Ianor despertó, estaba completamente ente-
rrado. No había nadie a su alrededor. Todo era arena y más
arena. Empezó a gritar, pero no conseguía que alguien le
conteste. Inició, entonces, su camino de regreso. Se guio un

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poco con el sol y encontró el camino, pero no tenía ni agua
ni provisiones, de modo que debía ser muy precavido. Lo
primero que hizo fue buscar refugio, pues aún se encontraba
mareado. «Esperaré a que se haga de noche para caminar.
Seguramente los muchachos también harán lo mismo. El sol
está insoportable».
Luego de un día de camino, ya estaba muy agotado en
medio del arenal. No pudo encontrar refugio. Y el sol le daba
directamente a la cabeza.
El viento había desprendido de su cuerpo todo lo que
tenía. A los dos días, cuando ya no podía más, cayó en un
agujero en medio de la arena y ahí se quedó dormido. Al día
siguiente, al despertar, se vio rodeado de gente. Ianor se
sorprendió. Se levantó desconcertado preguntando quiénes
eran, dónde estaba. De pronto salió de entre la multitud una
persona muy alta y sin cabello.
—Mi nombre es Patroc. Soy el jefe de esta comunidad.
Dinos más bien tú ¿quién eres?
—Soy Ianor, caballero del rey Clauder.
—Ah, del rey Clauder. Uno no cayó.
—¿Cayó? —dijo Ianor.
—Sí. Todos los reinos ya cayeron.
—Zar está muy bien.
—Ya veo. Ven, hijo, hablemos.
Entraron en una habitación. Patroc ordenó traer alimento
para el visitante. Empezaron a hablar de la historia de ese
pueblo, y le contó cómo el dragón y sus hijos habían tomado
el control.
—Nosotros pensamos que solo sería un cambio y que

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nos acostumbraríamos, pero, hijo, nadie puede acostum-
brarse al tormento y la tortura constante. Nosotros huimos
al desierto. Nos agrupamos todos aquí y formamos este
pueblo. Nos costó, pero ya llevamos años. Este es nuestro
hogar, estamos tranquilos, hacemos lo que podemos. Somos
felices.
—¿Por qué no vienen a Zar? Todos estamos bien allí, y
el rey es muy generoso.
—¿Hasta cuándo, Ianor? ¿Hasta cuándo? Solo es
cuestión de tiempo para que Zar también caiga como los
demás. ¿Quién podría enfrentar a un ser al que nada hiere?,
Y más aún, acompañado de sus hijos, que tienen gran poder.
Esto desconcertó un poco a Ianor: «Zar caerá».
—Nosotros lo derrotaremos de alguna forma.
—Les deseo lo mejor de todo corazón. Pero dime, ¿qué
estaban haciendo por aquí?
—Entrenábamos, y fuimos sorprendidos por la tormenta.
—¿Cuántos eran?
—Cien, Patroc.
—Cien es bastante. ¿Y cómo era la tormenta? ¿De are-
na blanca o era oscura?
—Era oscura.
—Es la más fuerte. Los puede haber arrastrado hasta
muchos kilómetros de distancia.
Se dirigió, entonces, a un hombre y le dijo:
—Soldado, llama al grupo de búsqueda.
El soldado salió corriendo y al poco rato volvió con cinco
muchachos, Patroc les indicó que tenían perdidos a cien ca-
balleros y que se pongan en acción llevando agua y alimentos.

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—Espero que aún estén con vida. Ya pasaron tres días
sin agua.
—Son muy resistentes —dijo Ianor.
—Sí, lo pueden ser. Pero si llegaron a las montañas del
Monte de los Sabios, chocarán a tal velocidad que no po-
drán sobrevivir. Hasta el hombre más fuerte en un desierto
sin agua tres días se convierte en la sombra de lo que era.
Ianor se preocupó mucho.
—Ayudaré en la búsqueda.
—Ianor, estás muy débil. Mis hombres los encontrarán.
Demorarán, pero sí lo harán. Ven, iremos al salón principal.
Ambos se dirigieron al salón principal, y poco a poco
fueron llegando los caballeros. Ianor los recibía viendo si
tenían algún daño, pero solo estaban muy cansados y des-
hidratados.
Por otro lado, en una parte del desierto. Liosh seguía
caminando en busca del camino de retorno. «Felizmente
Darock nos enseñó a sobrevivir en este lugar, de lo contrario
ya estaría muerto», se decía. Y justo en ese momento cayó
en una cueva. Al levantarse, se dio cuenta de que estaba ro-
deado de serpientes. «¡Maldición! ¿Y mi espada? ¡Ahí está!».
Empuñó su arma y empezó a darles muerte a cada una de
ellas hasta que apareció una serpiente gigante. Liosh no lo
podía creer, y al mirarla a los ojos se quedó paralizado, como
hipnotizado. La serpiente se acercaba más y más, y Liosh
quedó sumido en sí mismo como si estuviese apagado. Pero
justo en ese momento escuchó la voz de Ianor.
—¡Liosh! ¿Dónde estás?
Al escuchar la voz de Ianor, Liosh volvió en sí y vio cómo

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la serpiente estaba frente a él, cara a cara. Cogió con mucha
fuerza su espada, y en cuestión de un segundo se agachó
mientras su espada rebanaba la cabeza de tremenda bestia.
—¡Liosh! ¿Dónde estás? —preguntó Ianor.
—No lo sé. Caí en un agujero lleno de serpientes.
—¿Estás bien?
—Sí, aunque una casi me devora.
—Quédate ahí. Iré a buscarte.
—Está bien.
Ianor se dirigió a Patroc.
—Señor, saldré a buscar a mis amigos. Los puedo ubi-
car —dijo Ianor.
Patroc ordenó a cinco hombres que lo acompañen con
provisiones. Mientras alistaban las cosas, Ianor siguió bus-
cando mentalmente a sus amigos.
Alidor, al escucharlo, abrió los ojos. Aunque ya no po-
día moverse, sacó fuerzas para echar a los buitres que ya lo
estaban picoteando.
Buscó también a Sirock.
—¡Sirock! —lo llamó Ianor.
—Ianor…
—¿Dónde están?
—Llegamos al Monte de los Sabios. Darock está aquí
y algunos chicos más. Fesor está muy mal.
—¿Tú cómo estás?
—Tengo algunas costillas rotas y estoy ciego, pero
puedo resistir.
—Iré por ustedes. Resistan.
—¡Fesor! ¿Qué pasa, Fesor? ¡Fesor! ¡Fesor!

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Ianor se puso en marcha. Encontró primero a Alidor. Lo
evaluó y notó que solo estaba deshidratado. Le dieron agua
y un poco de alimento. Ianor no quería desgastarse, pues
sabía que mucha gente se hallaba en mal estado. Siguieron
caminando en dirección de Sirock. «Liosh esperará», se dijo.
Cuando llegó al Monte de los Sabios, encontró al grupo de
rescate que ya estaba ahí auxiliando a los caídos. Juntaron
en un grupo a los más graves; en otro, a los que estaban en
mejor situación. A un lado de todos yacía un cuerpo. Ianor
fue hacia él y no lo podía creer cuando descubrió que era
Fesor. Ianor se arrodilló.
—¿Qué pasó?
—Él me salvó, vimos que ambos nos estrellaríamos en
esos picos. Entonces me tomó y empujó con una patada
hacia esas rocas donde me fracturé las costillas. Pero a él le
tocó la peor parte. Es un héroe —dijo Sirock.
Ianor miró a Darock, que estaba en similar condición.
—Lo perdimos, lo perdimos —dijo Sirock.
—Hemos demostrado que nos falta preparación. Es
una gran pérdida. Me duele tanto como a ustedes. Lo siento,
Ianor.
Una lágrima caía del rostro de Ianor mientras caminaba
en dirección al grupo. Junto a él estaba Sirock. Los demás
habían quedado muy golpeados, con fracturas expuestas
incluso. Unos habían perdido la vista a causa de la arena.
Ianor se mordió el labio, pues eran diez a los que tenía que
curar. «Resistiré», se dijo.
—Si los curo uno por uno, solo podré con unos cuan-
tos. Júntense.

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Cerró los ojos, hizo una larga meditación. Todos mi-
raban en completo silencio mientras Ianor concentraba su
mirada en sus manos. Quería aplicar la técnica de control
espíritual al mismo tiempo que curaba. Separó las manos,
dio una gran palmada, y de ella brotó una luz muy potente.
Tomó mucho aire y les sopló a todos. Una luz salió de su
boca. Al iluminarlos, milagrosamente todos se recuperaron.
Justo antes de terminar se dio el gran golpe en el pecho que
detuvo la expresión del espíritu. Cayó de rodillas, cogiéndo-
se el pecho, pero la luz quería salir por sus ojos. Ianor se los
cubrió. Y sentía gran calor. «¡Échenme agua!» «¡Échenme
agua!», gritó. Los demás, entonces, así lo hicieron. Salió
vapor de su cuerpo, y quedó tirado en el piso, respirando
sin aliento.
—¡Ianor! ¿Estás bien?
—Sí… Déjenme respirar un poco.
El grupo de rescate del pueblo del desierto quedó im-
presionado. Ianor los miró. Darock se acercó.
—Nos falta Liosh —dijo Darock.
—Ya sé dónde está. Iremos por él —respondió Ianor—.
Él está bien.
Caminaron hasta llegar al lugar.
—Tiren una cuerda aquí —dijo Ianor.
—Pensaba que nunca vendrían —dijo Liosh.
Al salir, Liosh miró a todos. Un malestar se dibujó en su
rostro al enterarse de que Fesor había caído. Era el que más
lo comprendía, puesto que ambos eran huérfanos. Lanzó a
Darock una mirada como reprochándole.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Ianor.

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—Iremos todos al pueblo subterráneo. Nos recupe-
raremos y partiremos a Zar —dijo Darock —. Hoy acaba el
entrenamiento. Pero, con todo, esto es solo un poco de lo
que posiblemente tendrán que enfrentar.
Todos se miraron.
—Estaremos listos —dijo Alidor.
—Lo estaremos, amigos.
Y así iniciaron el camino de retorno. Al llegar, todos ya
estaban reunidos y se abrazaron.
—Salimos librados de esta —dijo Alidor.
—Sí, pero perdimos a uno de los nuestros. La próxima
no me lo permitiré —dijo Ianor, que se sentía mal por haber
llegado tarde.
Sirock le cogió el hombro.
—Ianor, sin ti no estaríamos completos. Deja de tor-
turarte. Tenemos que ver a la muerte como una compañera
que en cualquier momento nos llevará por su senda.
—Yo estoy en deuda con Fesor.
—Él lo quiso así. Si no, estaríamos los dos muertos.
Al día siguiente, Ianor y los demás se despidieron de
Patroc.
—Vence al dragón —dijo Patroc.
Ianor tenía una combinación de sentimientos por todo
lo que había pasado.
—Haremos hasta lo imposible, Patroc. Lo que sea ne-
cesario.
Y así iniciaron el retorno. Los guías los dejaron justo
frente a su hogar. Ya de vuelta en Zar, Ianor vio a este reino
con otros ojos y se dijo que él los protegería. Sin embargo,

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las palabras de Patroc retumbaban en su cabeza «Zar caerá.
Es solo cuestión de tiempo».
Al llegar, Clauder los recibió y sintió un gran pesar al
enterarse de lo sucedido con Fesor.
Esa misma noche se realizó el funeral. Darock se acercó
con una antorcha al cuerpo del difunto y, antes de encender
la pira, miró a todos los reunidos y les dijo.
—Tenemos que estar preparados para enfrentar a algo
que nunca vimos, fuerzas mas allá de nuestra razón. En esta
ocasión, la naturaleza se llevó a un hermano, un amigo, un
compañero. La muerte sera parte de nuestro camino y de-
bemos ser fuertes para afrontarla. Fesor estaba listo. Nos
dio la ultima lección de esta etapa de formación. Honremos
a Fesor con nuestro sacrificio y entrega en combate. ¡Por
Fesor! —gritó.
Y todos respondieron al unísono:
—¡Por Fesor!
Y las llamas se encendieron.
Incineraron su cuerpo como se hacía con los grandes
reyes. La muerte de Fesor los tenía más comprometidos
a todos. Eran una familia que había perdido a uno de sus
miembros más prominentes.
Ese día terminó el entrenamiento. El grupo se quedó en
el castillo a la espera de entrar en acción, pues ya se sentían
preparados para todo.

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Doce

En esos tiempos, debido a los constantes saqueos, se


había desarrollado un sistema de vigilancia muy efectivo. Te-
nían soldados ocultos en las fronteras con los demás reinos.
Si aquellos veían que salían pequeños batallones, enviaban
palomas mensajeras para informar, de modo que las fuerzas
del reino se preparen para repelerlos. En ocasiones, la can-
tidad de soldados que mandaban era muy grande, y pedían
refuerzos directamente al castillo. Un día llegó una paloma
muy cansada a palacio con la información de que quinientos
hombres se disponían atacar. El rey recibió el mensaje y se
reunió con sus caballeros.
—Quinientos hombres van a atacar la ciudad de Trator.
Ellos demorarán unos días en llegar. Las murallas y nuestros
soldados los podrán detener momentáneamente, lo que nos
da tiempo suficiente para enviar ayuda.
—Estamos listos. —dijo Ianor.
—Yo también —dijo Sirock.
—Muy bien. ¿Con cuántos irán?
—Cincuenta, mi rey. Serán suficientes —dijo Ianor.
—¿Están seguros?
—Dentro del pueblo hay cien de ellos, y nosotros los
tendremos rodeados.

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—Muy bien. Escojan a sus hombres.
Todos los caballeros estaban muy dispuestos a salir en
acción, pero solo serían cincuenta. Chamor ya había alistado
el caballo y el arco de Ianor.
—Gracias, Chamor. Sigue entrenando. Pronto asumirás
más responsabilidades y te quiero preparado.
Chamor asintió con la cabeza. Ianor salió de la caba-
lleriza a gran velocidad. Detrás de él, Sirock y los demás
cabalgaron en dirección a Trator. Allí las cosas se ponían
apremiantes.
Los saqueadores trataban de derribar la puerta de la
ciudad golpeándola con un tronco una y otra vez, al mismo
tiempo que disparaban flechas de fuego para debilitarla.
Los soldados que resguardaban la ciudad no dejaban
de lanzarles rocas y flechas, pero los atacantes parecían
endemoniados a los que nada les afectaba. Así habían
pasado dos días. La puerta ya estaba bastante debilitada y
los quinientos se disponían a irrumpir dentro de la ciudad.
Cien de ellos bajaron de sus caballos y avanzaron protegidos
con sus escudos, con los cuales habían formado una barrera
impenetrable, contra la que no podían ni las flechas ni el
aceite hirviendo que les arrojaban los defensores. Entonces
fue que, desde detrás de un cerro, aparecieron Ianor y Sirock.
—Haremos esto mucho más fácil. Nox y yo nos iremos
a los lados mientras Sirock y los demás amarrarán mato-
rrales a sus caballos. Pónganse en línea. Cuando estemos
allí, dispararemos por los costados, pero solo a las piernas.
No tenemos que matarlos. Me interesa saber qué tienen en
mente, por qué actúan así. Los necesitamos vivos.

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—Sí, mi señor.
—Cuando estemos ahí dispararé una flecha explosiva
para darte la señal, y vendrán ustedes. Harán una gran pol-
vareda, de modo que ellos piensen que somos muchos más.
¿Estamos de acuerdo?
—Sí, parece buena idea.
Y pusieron en marcha el plan. Nox e Ianor se acercaron
poco a poco por ambos lados y, cuando estuvieron ubicados,
Ianor dio la señal con una flecha explosiva, y se inició el
ataque.
Ianor y Nox atacaron las piernas desprotegidas de los
soldados y estos, sin darse cuenta, fueron cayendo uno a
uno. Cuando el resto de los atacantes se disponían a reac-
cionar, vieron a lo lejos la polvareda que les hizo creer que
se acercaba una gran cantidad de soldados. Al sentirse aco-
rralados, huyeron. El plan había funcionado a la perfección.
—Amigo, quería un poco más de acción —dijo Sirock.
—Más bien, hay unos cuantos soldados enemigos
heridos. Vamos por ellos. Sentí una presencia cuando esta-
ban aquí, como si alguien los controlara —dijo Ianor.
Algunos de estos hombres estaban convulsionando y
otros, a causa de tantos golpes recibidos, ya habían muerto.
—¿Qué pasa? —dijo Sirock.
—Esa presencia aún está aquí, veré.
Ianor tomó a uno de ellos y encontró una barrera que no
lo dejaba entrar en su mente. Con mucho esfuerzo consiguió
hacerlo, y esa presencia se retiró.
Entonces, el soldado pudo volver en sí.
—¿Dónde estoy? ¿Dónde estoy? —preguntó el hombre.

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—Ahora son amigos —le dijo Sirock—.
Fue el único al que Ianor pudo salvar.
—¿Qué es este poder tan brutal al que nos enfrenta-
mos? —se preguntó Ianor.
Los habitantes del pueblo y salieron para agradecerles.
—Es parte de nuestra labor —respondió Ianor.
Entró en la ciudad y empezó a recordar la primera vez
que su papá lo llevó a una. Esta se parecía mucho a aquella.
Se quedó allí unos días y envió un mensaje al rey informán-
dole que recorrería toda la frontera del reino para poder
conocer más.
Estaba cansado de vivir en palacio, donde todos lo
trataban como a un gran personaje, y eso no le gustaba mu-
cho. Prefería más el anonimato. Cuando le llegó la noticia a
Clauder, lo entendió. Así, Ianor se quedó un par de años re-
corriendo las fronteras, repeliendo invasiones, y sus hazañas
empezaron a difundirse por todo el reino. Su fama se había
extendido, y aunque Ianor quería vivir anónimamente, no
había lugar donde no lo reconocieran. Se contaban historias,
como que desde un puesto de vigilancia había derribado a
flechazos él solo a cincuenta hombres o como cuando se
enfrentó a diez soldados y a todos los derrotó sin matarlos,
o como aquella vez en la que mentalmente hizo que los ca-
ballos de los invasores no quieran avanzar. Era el chico de
la profecías, se decía.
Cuando decidió regresar al castillo, lo hizo sin avisar
a nadie. No se le había preparado, por lo tanto, ninguna
comitiva de bienvenida. Pero apenas los vigías vieron los
colores de su caballo a lo lejos, avisaron al rey que venía

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Ianor, y el soberano en persona, junto con una multitud, ya
lo esperaba. Ianor no se imaginaba tal recibimiento. Clauder
lo abrazó.
—Ya eres todo un hombre, Ianor. Llegaste en el mo-
mento preciso.
—¿Qué pasó, mi rey?
—Ven, acompáñame.
Y caminaron juntos en medio de una multitud que lo
saludaba, gritaba su nombre y le arrojaba flores. Ya en el
palacio, Clauder le dijo.
—Ianor, me casaré nuevamente.
Cinco años antes, el rey había perdido a su primera
esposa a causa de una enfermedad desconocida. El reino
necesitaba un heredero, pero prefirió esperar a encontrar
una mujer que le llene el corazón. Y la había hallado. Ella
provenía de una familia noble del pueblo de Artarac, que es-
taba en el mar. Sus habitantes nunca padecieron la pesadilla
de los saqueos, ni nada similar. Estaban muy lejos de todo.
Ianor se sentía feliz por el rey.
—Ianor, tú también ya deberías buscar una mujer que
te acompañe.
—No, mi señor. En estas circunstancias no me gustaría
tener una mujer afligida mientras estoy controlando saqueos.
—Tienes razón. Ven, te presentaré a la nueva reina.
Ianor vio a una mujer delgada de porte elegante. Intimi-
daba un poco por su belleza y su mirada un tanto penetrante.
—Ven, amor, aquí está nuestro gran héroe. Ianor, ella
es Luciar.
Los dos se miraron. Ianor se arrodilló ante ellos.

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—Levántate Ianor, no debes arrodillarte ante nosotros
—dijo Clauder mientras Luciar sonreía.
—Así que tú eres Ianor. Es un placer conocerte. Tu
fama, tus historias son cosa de todos los días —dijo Luciar.
Ianor se dio cuenta, al escucharla, de que era una mujer
muy amigable y sencilla, y se sintió más en confianza.
—Eso no importa, mi señora. Lo que interesa es cuidar
a nuestra gente y velar por el rey.
—Igual tú para mí eres un héroe.
—Gracias, mi señora.
—Ianor, por favor no me digas «mi señora». Llámame
Luciar nada más.
—Así será, Luciar. Ahora, mi rey, si me disculpan, me
retiro. Estoy bastante cansado a raíz del viaje. Mi corazón
retumba de felicidad por ustedes. Gracias, Luciar, por hacer
feliz a Clauder. Él es como mi hermano mayor.
Todos sonrieron. Ianor se retiró.
—Sabes, Luciar, cuando te vi sentí lo mismo que sentí
por ese chico la primera vez que lo vi.
—¿El día que casi pierdes las piernas?
—Sí. Es como si los dioses me dijeran «Ellos son tus
dos regalos».
Luciar se sonrió. cogió a Clauder del brazo y se
pusieron a caminar por los pasillos del castillo. Mientras
tanto, Ianor salió pensativo de la habitación. Sentía una
conexión especial con esa mujer. Estaba recostado en uno
de los jardínes de palacio cuando de pronto, mientras Luciar
y Clauder caminaban por el segundo nivel del castillo, sus
miradas se cruzaron, y se sonrieron amistosamente. Ianor

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quería conocer más a esa mujer y por un momento deseó
entrar en su mente, pero sabía que eso sería un gran pecado
y una deslealtad para con su rey, así que prefirió no hacerlo.
Pasaron los días. La curiosidad y las miradas entre
Ianor y Luciar se hacían más evidentes. El rey Clauder ya
lo había notado, pues Luciar no dejaba de hablar de Ianor
y ya le había empezado a incomodar un poco la situación.
Estaba seguro, sin embargo, de que Ianor sería incapaz de
una traición semejante. En las noches le rondaba, además,
la idea de que el elegido se sentaría sobre los siete reinos.
«No, no, Ianor sería incapaz».
Sumado a eso, Darock, le había comentado que sería
bueno nombrar a Ianor como nuevo general protector del
reino. «¿Será que las cosas se encaminan para que Ianor
se convierta en rey?», se preguntaba. «No. Tengo que hacer
algo. Lo nombraré general, pero su misión será proteger el
reino desde el cuartel Trumar, que está muy lejos de aquí.
Y organizaré la pedida de mano y el nombramiento cuanto
antes».
Ianor acostumbraba a echarse en los jardines fuera de
palacio para descansar. Un día que se encontraba reposando
allí y pensando, vio que todo el personal del palacio entraba
y salía muy agitado. «¿Qué estará pasando?», se dijo. Llamó
a una de las criadas y le preguntó qué ocurría. Ella le res-
pondió que al día siguiente se haría una gran fiesta porque
el rey iba a comprometerse, y vendrían, además, todos los
nobles del reino.
«Quizás estaba tan distraído con los preparativos que
no me lo comentó», pensó Ianor.

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Unas horas después, Clauder se vio con Ianor.
—¿Te enteraste?
—Sí. Mi señor no me lo contó.
—Ianor, me olvidé por completo. Disculpa.
—Descuide.
—Mañana, Ianor, haré dos grandes anuncios. Y estarás
a mi lado junto a Luciar.
—Está bien, mi rey.
Al día siguiente, todos estaban sentados en el gran
salón para el banquete: Alidor, Sirock, Darock, Liosh, entre
otros. Llegó Clauder y de su brazo estaba Luciar, más her-
mosa que nunca. Su piel irradiaba luz como una diosa, y su
sonrisa contagiosa tenía a todos encantados. Deslumbrados
todos, se pararon para saludar. Clauder llegó hasta su lugar
y saludó a Ianor. Este hizo una venia a Luciar; ella le corres-
pondió con otra y le sonrió. El rey hizo un gesto con la mano
para que todos se sienten y después levantó una copa.
—Doy gracias a los dioses, que me están colmando
de felicidad. Primero puso en mi camino a Ianor, a quien
considero un hijo. Y hoy, luego de haberlo visto demostrar
continuo heroísmo y alcanzar la madurez que se requiere, lo
nombro general y lo pongo al mando de mi ejército.
Todos quedaron perplejos, menos Darock quien le ha-
bía hecho la sugerencia al rey. Todos aplaudieron. Ianor no
lo entendía. Miró a Darock, y este, sonriendo, le hizo saber
que se encontraba muy feliz. Así que sonrió también y tomó
la noticia de su nuevo cargo con mucha responsabilidad.
Luego volteó la mirada a Luciar. Mientras, el rey continuaba.
—Los dioses también me enviaron a esta mujer que me

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devolvió el latir a mi corazón. Junto a ella me siento completo
y rebosante de alegría. Es por eso que deseo compartir mi
vida con Luciar y a darle a este reino su próximo heredero.
Todos se pusieron de pie, cogieron sus copas y brinda-
ron por esas dos grandes noticias, y empezó la fiesta en los
salones de palacio. Cuando se inició el baile, Ianor se fue a
una de las ventanas y, mirando al cielo, se puso pensativo.
Luciar, al verlo, se acercó a él.
—¿Qué haces aquí? Es nuestra fiesta, deberías estar
celebrando —le dijo.
—Quería pensar un poco.
—¿Te preocupa el cargo que te dio nuestro rey?
—No, nada de eso. Estaba pensando en mis padres, mi
perro. Por él es que estoy aquí.
—Sí, me contó cómo se conocieron. Y que luego fueron
a pedir permiso a tus padres para traerte aquí.
—Y desde ese día no he ido a verlos.
—¿Cómo se llaman tus padres?
—Mi madre se llama Gimnar y mi padre Ycser.
El rostro de Luciar cambió totalmente. Empalideció.
Ianor al mirarla se sorprendió.
—¿Estás bien, Luciar? ¿Dije algo que te incomodó?
—No, no, Ianor. Pero sí dijiste algo que golpeó mi
corazón.
—¿Qué pasó?
—Dime, Ianor, ¿alguna vez tuviste una hermana?
—Sí, se llamaba Anafar, pero se perdió en uno de
esos saqueos a los pueblos. Fue por eso que mis padres
decidieron alejarse de toda civilización.

202
Ella levantó la cabeza cerrando los ojos, y las lágrimas
no dejaban de caer, pero en esta ocasión una sonrisa se
dibujaba en su rostro, abrió los ojos y se lanzó a los brazos
de Ianor, este aún no lo entendía hasta que escuchó en su
oído algo.
—He encontrado a mi familia, tú eres mi hermano, soy
Anafar. Yo me perdí a los cinco años. Quedé enterrada bajo
los escombros de la casa donde estaba… Recuerdo clara-
mente las voces de mamá y papá llamándome, pero nadie
oía ni mis gritos de auxilio ni mi llanto. Había mucho ruido y
toda la gente gritaba, y me quedé ahí dos días enteros pa-
deciendo hambre y sed hasta que llegaron los soldados del
rey, que buscando sobrevivientes entre las ruinas lograron
salvarme y me trajeron al castillo, ya que no tenían noticia
alguna de quiénes podían ser mis parientes. Por esos días
estaban aquí los nobles de Macras, y fui adoptada por un
matrimonio que no había podido tener hijos. A pesar de todo,
nunca dejé de buscar a nuestros padres, pero nadie sabía
qué había sido de ellos. Y, míranos, ahora el destino hizo que
nos encontráramos.
Ianor aún no salía de su asombro.
—No puede ser —dijo Ianor —¿Mi hermana?
Dijo esto, y las lágrimas empezaron a bajar por su me-
jilla. Y mientras todo eso sucedía, Clauder, que había estado
buscando a su prometida, los miraba con asombro desde un
lado del salón sin entender lo que ocurría. Se acercó entre
molesto y desconcertado. ¿Por qué su prometida estaba en
brazos de su general?, se preguntaba.
Ianor comenzó a llorar y sentir cómo su corazón y el

203
de su hermana empezaban a latir al mismo tiempo como si
estuviesen sincronizados en un baile. Ambos se abrazaron
fuertemente, a la vez que lloraban, mientras el rey los miraba
desde una esquina sin creer lo que veía. «¡Maldición! Sabía
que me depondría, pero ¿de esa forma? Me hace quedar
como un pobre imbécil después de todo lo que hice por él»,
pensó Clauder muy furioso.
El rey apretó los puños. Su mente iba a mil por hora. Se
dibujaban imágenes en las que se lanzaba hacia Ianor y le
daba muerte. Quiso golpear la pared, pero se contuvo. Una
reacción así no era digna de un rey. Como soberano, era la
máxima autoridad de la justicia en su reino, y no debía caer
en las mismas acciones que había castigado en otros, pues
las leyes prohibían a los súbditos y nobles tomarse la justicia
por sus propias manos. Además, ¿qué mayor pena que la
humillación y la condena pública de los culpables?
Pero al mismo tiempo le parecía insensato y absurdo
tanto descaro. «¿Qué estoy pensando? Ianor no es ningún
tonto. Luciar, tampoco. ¿Por qué harían una escena así en
una fiesta delante de tanta gente? Ambos se estarían conde-
nando a sí mismos. Esto debe tener una explicación».
Darock se acercó al rey y vio también la escena con es-
tupor. Clauder le hizo una señal extendiendo cuatro dedos y
haciendo un círculo con ellos. Darock entendió de inmediato.
Llamó a Sirock, Alidor y Liosh, y los cinco se acercaron a los
hermanos, que seguían abrazados y hundidos en llanto, tan
concentrados en sentir uno el espíritu del otro, que no se per-
cataron de lo que ocurría a su alrededor. Solo reaccionaron
cuando escucharon tronar la voz del rey Clauder.

204
205
—¿Qué pasa aquí?
Ianor levantó la vista y se encontró con Clauder de pie
frente a él empuñando su espada.
—Mi rey, no es lo que cree…
Pero ni bien Ianor terminaba de decir esto, Liosh le
cogió la mano y lo inmovilizó con una llave.
Luciar se arrodilló ante el rey y le dijo:
—Te suplico que no le hagas daño. Ianor y yo somos
de la misma sangre.
Todos quedaron confundidos. Clauder miraba boquia-
bierto a su prometida. ¿De qué estaba hablando?
—Ianor es mi hermano.
Todos quedaron perplejos. Liosh, confundido, miró al
rey. Y este le indicó que suelte a Ianor.
—¡Encontré a mi familia! ¡Encontré a mi hermano!
Ianor miró al rey y le dijo:
—Es verdad.
Para esto, todos los invitados a la fiesta se habían dado
cuenta de que algo estaba ocurriendo y miraban la escena
sin entender lo que pasaba. Más se sorprendieron cuando
escucharon gritar de felicidad a Luciar.
Clauder seguía sin comprender. Luciar le explicó breve-
mente lo ocurrido. Al escuchar su historia, todos los invitados
quedaron pasmados, y tan conmovidos que no pudieron
evitar derramar lágrimas de felicidad: quizá el destino estaba
escrito así: los hermanos se encontraron y fue el rey quien
los juntó.
Así, pues, ese día la fiesta tuvo tres grandes motivos
para celebrar: el nombramiento de Ianor, el matrimonio del

206
rey y el reencuentro de dos hermanos. Al día siguiente, Luciar
le dijo a Clauder que iría junto a Ianor a ver a sus padres.
—Ve —dijo Clauder—. Pero no olvides la boda está
programada para dentro de seis meses. Es más: ven con
ellos. Irás con diez hombres que los escoltarán.
—Gracias, mi amor, me muero de ganas de verlos.
—Sí, me imagino. Han sido tantos años. Me alegro por
ti… ¿Luciar o Anafar? —preguntó el rey sonriendo—. ¿Cómo
debo llamarte ahora?
—Anafar. Ahora recuperé mi identidad.
Y Anafar abrazó al rey. A los dos días, Ianor y Luciar
partieron para que ella pueda reencontrarse con sus padres
luego de muchos años. En el trayecto los hermanos se po-
nían al tanto de sus vidas, cómo habían vivido cada uno su
niñez… ¡Había tanto que contar!
Cuando ya estaban cerca de la casa, Ianor se prestó
uno de los caballos de los soldados y le dijo a su hermana:
—Anafar, yo me adelantaré. Que primero se alegren de
verme y luego les daremos la gran sorpresa.
Y se alejó a todo galope. Cuando llegó a casa le llamó
la atención que Alfdor no salga a recibirlo. ¿Habrán salido
quizás? Pensó, se acercó a la puerta y tocó. Gimnar abrió la
puerta pensando que se trataba de Ycser, pues en la mañana
había salido con Alfdor a revisar unas trampas.
—¡Hola, mamá!
—¡Hijo! ¡Qué alegría!
Ambos se abrazaron, Gimnar no dejaba de llorar.
—Hace tanto que te fuiste… Solo supimos de ti por lo que
se habla en todo el reino. ¡Estoy orgullosa de ti! ¡Gracias, hijo!

207
—Gracias, mamá.
—Hijo, ¿vienes con tus soldados?
—Sí, mamá, vengo con una escolta. Nos quedaremos
unos meses, espero no ser una molestia para ti.
—¿Qué dices, hijo?
—Además te traje a alguien, mamá.
—¿Te casarás, hijo? ¿Es tu novia?
—No, es algo que los pondrá muy felices.
Gimnar no tenía ni idea del tremendo regalo que su
hijo le había traído, cuando el carruaje se detuvo frente a la
casa, Ianor se acercó, abrió la puerta y salió Anafar. Al prin-
cipio Gimnar no tenía idea de quién podía ser esa mujer tan
hermosa. Si no se trataba de la prometida de su hijo, ¿qué
hacía ella aquí? ¿Sería alguna princesa o noble de la Corte
que venía a saludarlos o a traerles algún obsequio en nombre
del rey?
Cuando Anafar estuvo frente a su madre, vio que esta
iba a hacerle una reverencia. Pero la detuvo.
—No eres tú la que debe inclinarse.
Y mirándola directamente a los ojos, se recogió el ca-
bello, tal como acostumbraba a hacerlo cuando era niña,
haciendo tres vueltas con el dedo índice y colocándolo de-
trás de su oreja. Gimnar reconoció el gesto, y cuando notó el
lunar que su hija tenía en el labio, no le quedó ninguna duda.
—¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡Eres tú! ¡Eres tú,
Anafar, hija mía!
Ambas cayeron de rodillas y, abrazadas, rompieron a
llorar.
—Hija mía, gracias, Ianor, gracias.

208
—Mamá… No sabes cuánto te he buscado…
—Hija, gracias a los dioses estás bien.
Ianor se unió al abrazo y las levantó.
—Vamos, entremos a la casa. Allí podremos hablar con
más comodidad.
—¿Dónde está papá?
—Él no tarda en llegar, seguramente ya está cerca —dijo
Gimnar mientras cogía de la mano a su hija, besándola y po-
niéndola en su rostro—. Sabía que estabas bien. Algo en mi
corazón me lo decía. Y sabía que algún día te volvería a ver.
Efectivamente, Ycser ya se aproximaba a la casa. Al ver
la escolta, los caballos y el carruaje, se dio cuenta de que
era señal de la presencia de Ianor y apresuró el paso para
ver a su hijo. Alfdor, por su parte, había sentido el olor de su
amo y se lanzó a toda velocidad para verlo, en ese momento
Ianor escuchó los ladridos de su mascota, abrió la puerta y
el can, ya más viejo pero con mucha energía, se aventó a
sus brazos.
—¡Amigo! —dijo él—. ¿Cómo has estado?
Alfdor no dejaba de lamerle el rostro, Ianor lo abrazó
y ambos cayeron al piso y se pusieron a jugar como en los
viejos tiempos. De pronto, Ianor sintió que Ycser se aproxi-
maba gritando.
—¡Hijo! ¡Hijo!
Ianor se incorporó y salió a darle el encuentro a su
papá. Ambos se abrazaron.
—Ha pasado tanto tiempo, hijo. Te extrañé mucho.
—Papá, tengo tanto que contarte… Pero primero debes
ver el gran regalo que te he traído.

209
—El regalo eres tú, hijo, que me devuelves la vida.
—Este regalo te hará aún más feliz.
Abrazados, entraron a la casa. Ycser se sorprendió al
ver sentada a la mesa a Anafar.
—¿Quién es ella? —preguntó.
—Papá, te dije que te la traería de vuelta.
Ycser lo comprendió todo y corrió hacia Anafar. Abrazó
a su hija y rompió a llorar. Ella, también en llanto, acariciaba
los cabellos de su padre recordando cómo él la abrazaba
cuando ella era niña. Alfdor no dejaba de ladrar de felicidad.
Todos estaban festejando el reencuentro de la familia. Esa
noche fue la primera vez que la familia completa se sentaba a
la mesa a cenar. Y empezaron a contarse todas sus historias.
Al día siguiente, Anafar se quedó en casa ayudando
a sus padres en la granja. Ianor salió de cacería con Alfdor
recordando viejos tiempos. Todo parecía como el día en el
que se cruzaron con el rey.
Ianor se quedó unos días dentro del bosque, como
antiguamente lo hacía. Lo disfrutó mucho, al igual que la
compañía de su amigo, recorriendo todos los lugares de su
infancia. Anafar, por su parte, demostraba que, a pesar de
haber sido adoptada por una familia de la nobleza, era muy
humilde y servicial. Sus padres no dejaban de verla y abra-
zarla, no lo podían creer.
Cuando llegó Ianor, buscó a Anafar.
—Ven, te quiero mostrar algo.
La llevó a un lugar situado en la naciente de los dos
ríos, y desde allí se veía todo el valle, y su casa muy a lo
lejos.

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—¡Qué lugar más lindo! Has sido bendecido al haber
sido criado aquí. Yo, en cambio, no gozaba de la misma
libertad en el castillo. Las damas tenemos ciertas restriccio-
nes. Mis padres adoptivos fueron muy buenos, pero no podía
volar. Me siento tan bien aquí, gracias, hermano.
Recostó su cabeza en el hombro de Ianor mientras
sentados miraban el hermoso paisaje que tenían al frente.
Alfdor estaba con ellos.
Un día Ianor se preparaba para salir con Alfdor a revisar
unas trampas, y en ese momento salió Anafar.
—Hermano, ¿te puedo acompañar?
—Claro, hermana. Pero esto tiene que ser muy rápi-
do, pues otros animales se pueden llevar nuestras presas.
Entonces yo iré por las que están más alejadas. Tú y Alfdor
revisen las más cercanas. Si están vivas, las tendrás que
matar. ¿Podrás hacerlo?
—Ianor, ya llevo aquí cuatro meses.
Ianor sonrió, pero antes de salir tuvo una ligera corazo-
nada, una pequeña espina en el corazón. Ordenó a uno de
sus caballeros:
—Ator, acompáñalos.
—Sí, mi señor.
Ator cogió sus armas y se puso a las órdenes de Anafar.
—¿No confías en mí? —le reprochó Anafar.
—Así me sentiré más seguro, perdón, hermana. Ahora
sí, démonos prisa.
Ianor salió corriendo al bosque.
—Veré las trampas y pasaré por ustedes, cuídense.
Así se alejó Ianor, pero con el deseo de regresar lo an-

212
tes posible. Las trampas estaban a aproximadamente medio
día de camino. Al llegar a ellas, encontró algunas liebres. Las
recogió y se alistó para volver: esa corazonada no lo dejaba
en paz.
Por otro lado, Anafar, Alfdor y Ator encontraron en la
primera trampa solo rastros de sangre. Ator se acercó y vio
que estaba fresca.
—Parece que se nos adelantaron —dijo, a la vez que
sacaba su espada—. Estos bosques tienen muchos depre-
dadores. Iremos con más cuidado. No sabemos qué animal
puede estar cerca.
En la siguiente trampa había un pequeño jabalí con la
pierna atrapada. Al ver a los humanos, quiso huir y empezó
a gruñir. Ator se acercó para matarlo. Anafar se asustó un
poco.
—Si no lo matamos ahora, traerá a los depredadores.
Y así, de un golpe, le quitó la vida. Anafar se sobresaltó,
puesto que nunca había visto una escena como esa. Alfdor
movía la cola, de lo más tranquilo. Anafar apenas se recupe-
raba de la impresión cuando de los matorrales salió un oso
enorme que, de un zarpazo, hizo volar a la princesa, que,
al caer, perdió el conocimiento. Ator corrió hacia ella para
protegerla. Alfdor se lanzó a las piernas del oso, pero este,
enfurecido, lo cogió del pescuezo con sus patas delanteras,
lo aplastó y lo lanzó por los aires.
Ianor sintió un gran dolor en ese justo momento.
«¡Anafar!», «¡Alfdor!», exclamó. Dejó todo y corrió a bus-
carlos.
Solo se oyó un pequeño aullido. Ator se lanzó sobre el

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214
oso por un costado y le clavó su espada. Pero el animal era
tan resistente que de un zarpazo hizo volar al guerrero. En
eso apareció Ianor.
—¡No puede ser! ¿Qué pasó?
El oso lo vio, y aunque estaba herido no dejaba de
gruñir. Ianor se le acercó, le tocó el hocico y sintió el dolor
del animal.
—Calma —le dijo.
Le sacó la espada y sopló su herida el oso se recuperó
y se fue. Ianor corrió hacia su hermana, ella lloraba de dolor.
Entonces notó que su espalda estaba destrozada.
—Calma, hermana, estarás bien.
Tomó una gran bocanada de aire y sopló. Para en-
tonces, Ianor ya había dominado por completo su técnica
curativa. Anafar se levantó impresionada por lo que su
hermano podía hacer.
—¡Esto es un milagro! —exclamó ella.
Ianor se dirigió hacia Ator que seguía inconsciente pues
el oso casi le había desprendido la cabeza del cuello y tam-
bién lo curó. Anafar fue donde estaba Alfdor y reventó en
llanto. Cuando Ianor terminó de curar a Ator, se colocó al
lado de Anafar, y llorando cogió a su amigo en brazos y le
besó la frente.
—Vámonos a casa —dijo Ianor.
Cuando llegaron a casa, Gimnar e Ycser los estaban
esperando. Al ver a Alfdor en brazos de Ianor, corrieron a su
encuentro.
—¡No! —gritaban—. ¡Nuestro Alfdor! ¡No puede ser!
¿Qué pasó?

215
Ianor les contó lo que había sucedido. Ninguno dejaba
de llorar. «Nuestro compañero, nuestro amigo».
Esa misma tarde enterraron a Alfdor frente a la casa
para que la siga cuidando, como era la costumbre. La noche
la pasaron recordando entre lágrimas y risas sus hazañas y
gracias. Al día siguiente, trataron de que la vida continúe con
normalidad, pero un mes después, la pena continuaba. Ianor
consideró conveniente alejarse para poder disipar la pena y
decidió que era momento de partir.
—Papá, ¿ya terminaron de alistar sus cosas?
—Sí, hija en eso estamos.
Mientras tanto se miraban las caras Ycser y Gimnar.
—Hemos tenido dos grandes hijos. Uno es un héroe
con dones otorgados por el cielo y nuestra hija una gran
mujer que será reina. Me siento muy feliz.
—Sí, Ycser, yo también. No dejo de pensar en eso, en
lo afortunados que somos al tener dos hijos así.
En ese momento entró Ianor a la habitación.
—¿Listos o no? Nos vamos. Tenemos que preparar la
boda de su hija.
Así emprendieron el viaje. Cuando llegaron al casti-
llo, los esperaba Clauder con mucha emoción. Anafar salió
corriendo del carruaje y se lanzó a los brazos de su amado.
—¡Gracias por todo esto! ¡Soy la mujer más feliz del
mundo!
—Tu sonrisa me hace sonreír. Tu felicidad me hace feliz.
Se abrazaron y besaron. Salió Ianor y ayudó a bajar a
Ycser y Gimnar. El rey se acercó a ellos e hizo una venia a
los padres de Ianor.

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—Creo que me he quedado con sus dos tesoros.
—Usted nos ha unido. ¡Le debemos tanto! Mi corazón
ya no está dividido, gracias —respondió Gimnar.
Pasaron a instalarse en el palacio para hacer los pre-
parativos para la boda. Todo era tan mágico y feliz que se
olvidaron por completo lo que se estaba viviendo fuera de
las fronteras.
El día de la boda todo estaba decorado maravillosa-
mente con flores. Era un día de sol radiante, y todos los
súbditos se reunieron fuera de palacio. Ya empezaban a ce-
lebrar tomando bebidas de festejo que se preparaban dentro
del castillo. Era una fiesta de todos, y no paraban de gritar:
«¡Viva el rey Clauder!». «¡Viva la reina Anafar!».
Dentro del palacio se instaló el altar en uno de los jar-
dínes más hermosos. Allí ya estaban Estebes y Clauder.
Este se encontraba muy nervioso, como cualquier novio,
esperando a Anafar, quien apareció acompañada de Ycser y
Gimnar. Los tres caminaron hacia el altar. Todos los invita-
dos rebosaban de felicidad, y mientras ambos padres en-
tregaban a su hija, al lado estaba Ianor cogiendo una cinta
blanca. Así se inició la ceremonia. Estebes pidió la cinta
blanca a Ianor, cogió la mano de Clauder y con una navaja
le hizo un corte. La sangre empezó a brotar, e hizo lo mismo
con Anafar. Y unió las manos que sangraban.
—Ahora ustedes son uno. Vivirán el uno por el otro;
están juntos por fuera y por dentro, y esta cinta blanca repre-
senta lo puro de su unión. Esta sangre es un nuevo ser que
será el pago a los dioses para que los bendiga hasta que la
muerte los separe.

217
Se juntó la sangre en un recipiente que luego se quemó
para que el humo llegue al cielo y los pedidos sean escucha-
dos. Volvió a tomar las manos de ambos y las levantó.
Todos aplaudieron mientras caían rosas del cielo. La
alegría era desbordante. Clauder cogió la otra mano de
Anafar.
—Caminando juntos, viviendo juntos, creando juntos
—dijeron a la vez.
Y se besaron. Y se dio así inicio a la fiesta que duró
tres días.
Pasada la celebración del matrimonio, Ycser y Gimnar
se alistaron para regresar, deseosos de volver al campo.
—Hijo, hija, gracias por darnos tanta alegría. Nos vamos
felices, pues ustedes ya encontraron su camino y están casi
en la misma ruta.
—Mamá, los iremos a ver seguido —dijo Anafar.
—Esperen —dijo Ianor —. Tengo algo para ustedes.
Ianor apareció con un bello cachorro en los brazos.
—Se llama Alfdor —dijo Ianor, mientras todos son-
reían—. Él los acompañará y cuidará.
—Gracias, hijo. Qué buen regalo. Los esperamos, hijos
—dijo Ycser.
Se despidieron también del rey Clauder. Subieron luego
al carruaje. Diez hombres los acompañarían hasta su hogar.
Y así Ianor y Anafar vieron partir a sus padres, tristes,
pero felices por todo lo que había sucedido.

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219
Trece

Luego de unos días, Anafar y Clauder también se alistaron


para su viaje al territorio de Teros, donde pasarían un tiempo
para celebrar su matrimonio. Clauder dejó a Ianor a cargo de
todo, pues se sentía más seguro con él al mando.
—Ianor, no sé si será correcto que haga este viaje.
—Hace mucho que está en pie de guerra. Es bueno que
se tome un descanso. Nosotros estaremos aquí. Despreo-
cúpese. Además son varios meses que no escuchamos de
una incursión grande. Estar fuera por unos días no afectará
en nada al reino.
—Tienes razón. Gracias. Me siento más tranquilo con-
tigo a cargo de todo.
Clauder salió buscando a Anfar.
—Amor, te encantará Teros. Tiene unas playas mara-
villosas.
—Cualquier lugar es hermoso a tu lado, mi amor.
Ya en Teros fueron recibidos por Melar, el señor del lu-
gar, quien ya tenía todo preparado para la llegada del rey. Les
había reservado la mejor habitación de su pequeño palacio.
Esta tenía una espectacular vista. Anafar estaba encantada.
La noche de su llegada cenaron frente al mar recordando
todo lo que estaban viviendo. Y más tarde, ya a solas, se

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entregaron los dos a aquella fusión mágica que habría de
generar una nueva vida y, con ella, muchas alegrías y penas.
Esa misma noche, Dragar sintió en el aire un aroma
peculiar que lo dejó excitado.
—¿Qué pasa, padre? —le preguntó uno de sus hijos.
—Abre las fronteras, abre las fronteras. Ya está aquí.
Al día siguiente, los esposos se fueron al mar. Anafar
entró al agua y empezó a nadar. Lo hacía tranquila y
feliz, cuando de pronto surgió de entre las olas una mano
gigantesca, que la cogió y la arrastró hacia el fondo con la
intención de ahogarla. Clauder, al escuchar los gritos de
auxilio de su esposa, corrió hacia ella para salvarla. Pero
cuando llegó donde ella, todo había pasado.
—¿Qué ocurrió? —le preguntó.
—Alguien o algo me atrapó e intentó jalarme hacia
abajo.
Clauder miró a todos lados. «¿Sería algún animal?», se
preguntó. Pero era imposible: por allí el agua era poco pro-
funda, y no había animales.
—Era una mano gigantesca me quiso ahogar —dijo
Anafar una vez en la orilla. Y se echó a llorar sobre el pecho
de Clauder—. Vámonos, vámonos, que tengo un mal pre-
sentimiento.
Clauder tomó las manos de su amada, y en ese
momento vio que su anillo ya no estaba. ¿Alguna fuerza
desconocida pretendía arrebatarle a su mujer?
—No te preocupes, mi amor, yo siempre te protegeré.
No te preocupes, mi reina, todo estará bien. Mientras yo esté
a tu lado, nada te pasará.

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223
—Vámonos. No quiero estar más aquí. Tengo un mal
presentimiento. Se siente mucha maldad —dijo Anafar abra-
zando a su esposo.
—Lo que tú digas, mi reina.
Ya de vuelta en el palacio de Melar, el rey ordenó alistar
todas sus cosas, pues partirían pronto. Anafar seguía con el
corazón desconcertado.
Mientras tanto, en el palacio de Clauder, Ianor empezó
a recibir un gran número de águilas mensajeras provenientes
de todas las provincias del reino. En las misivas se solicitaba
apoyo militar contra incursiones. Dispuso, entonces, que la
mitad de las tropas acantonadas en el castillo, comandadas
por sus amigos, apoyen en la defensa de las fronteras.
A pesar de lo difícil de la situación, aún encajaba, sin
embargo, dentro de lo que ya había ocurrido anteriormente,
de forma que Ianor pudo manejar las cosas sin necesidad
de requerir la presencia del rey. Clauder y Anafar, mientras
tanto, terminaron de pasar su descanso en las praderas de
Zoloc, un pequeño pueblo cerca al reino. Allí Anafar ya se
sentía mejor, más segura. Nunca había tenido esa sensación
de desesperanza, pero, viendo lo hermoso del lugar, ya casi
lo había olvidado.
Luego de un par de meses, Clauder y Anafar llegaron
con una gran noticia: Anafar estaba embarazada. El reino
pronto tendría un heredero.
—¡Ianor, serás tío! —exclamó el rey rebosante de feli-
cidad, al saludar a Ianor.
Ianor se alegró mucho, pero al mismo tiempo se halla-
ba muy preocupado, pues las águilas mensajeras llegaban

224
sin cesar, y en los últimos días las noticias eran mucho más
inquietantes: nunca durante un saqueo los vándalos mata-
ban mujeres y ahora sí lo estaban haciendo. Toda la frontera
estaba convulsionada. Ianor informó de inmediato a Clauder;
el rey no podía creer lo que está pasando. Tenía pensado
organizar una gran fiesta por la llegada el heredero, pero la
situación no estaba para celebraciones.
—Tengo un plan y un ejército esperando a las afueras
del castillo. Hoy saldremos en la madrugada —dijo Ianor,
reunido con el soberano en el salón de guerra.
—Está bien. Dile a Chamor y a Estebes que nos encon-
traremos aquí. Solucionaremos esto lo antes posible. Más
bien, dime, Ianor: ¿algún civil sabe algo de lo que ocurre?
—preguntó el rey.
—No.
—Muy bien. No debemos generar el pánico. Ten todo
listo para la madrugada.
Después de la cena, Clauder llevó a Anafar a su alcoba.
—Vuelvo en un momento. Necesito ponerme al tanto
de todo lo que ocurrió durante mi ausencia.
—Pero eso lo puedes hacer mañana. ¿Por qué el
apuro?
—Prefiero irme a dormir tranquilo sabiendo qué es lo
que debo resolver. Así la almohada me ayuda, amor mío.
—Entiendo.
Y Clauder salió en dirección al Salón de los Antepa-
sados. Sacó de ahí la armadura que había pertenecido a su
padre y a su abuelo, y la dejó lista en el Salón de Guerra.
Luego regresó con Anafar.

225
Cuando Clauder llegó a su habitación, Anafar lo espe-
raba sentada en la cama.
—¿Estás bien? Te veo muy preocupado.
—Todo está bien, mi amor.
—¿Cómo te fue? ¿Hay algo de qué preocuparse?
—No, todo está bien. Mañana tendremos las cosas más
claras. Acuéstate, mi reina.
Le dio un beso en la frente y otro en el vientre.
—Tú eres muy fuerte —le dijo a su hijo y miró los ojos
de su esposa—. Anafar, si es varón, se llamará Bastian y si
es mujer…
—Será varón, Estebes me lo dijo.
—Un rey, sí. ¡Qué alegría! Estoy muy feliz.
Se dieron un beso y se recostaron, Clauder estaba es-
perando que Anafar se duerma. Una vez que lo hizo, escribió
una carta para ella explicando la situación:
Mi amada esposa:
Desde que nos fuimos, cosas muy extrañas pasaron en
el reino. Las invasiones, que antes eran esporádicas, se
han incrementado y son mucho más violentas ahora.
Toda nuestra frontera esta convulsionada. Piden ayuda
de todos lados. Ya se envió a la mitad del ejército, pero
aun así no ha sido suficiente. Tenemos que proteger
a nuestra gente y a ti. Por eso saldremos junto con
Ianor para aplacar toda esta situación. Solo piensa
que es un mal sueño. Estaré junto a ti y a mi hijo para
su nacimiento. Ya dejé todo encargado a Estebes: él
te cuidará, ya sabe todo lo que tiene que hacer en
cualquier situación. Solo confía en mí, esposa. Esto

226
227
pasará en un abrir y cerrar de ojos. Siempre estarás en
mi corazón y en mis pensamientos. Te amo, mi reina, y
amo a nuestro Bastian.
Terminó de escribir, dejó la nota en la cama y salió a
toda prisa.
Se reunieron Ianor, Clauder, Chamor y Estebes, listos
con sus armaduras puestas. Alidor, Sirock, Darock y Liosh ya
habían ido a combatir en las fronteras. Clauder estaba muy
desconcertado. Justo cuando todo parecía ir tan bien, tenía
que afrontar una situación de emergencia.
—Dime, Ianor, ¿cuál es tu plan? —dijo el rey.
—Mi señor, tenemos tres mil soldados disponibles.
Usted irá al norte y yo al sur, cada uno con mil soldados. Mil
se quedarán a cargo de Chamor cuidando el castillo —dijo
Ianor. Y luego miró a Chamor y puso la mano en su hom-
bro—. Amigo, para esto te preparaste. Deposito mi confianza
en ti.
—No dejaré que nadie pase de esa puerta —respondió
Chamor señalando a la puerta del castillo.
—Saca todo el armamento y permanezcan en estado
de alerta hasta que regresemos. En caso de evacuación, se
dirigirán a los desfiladeros de Pachac.
—Sí, mi general —dijo Chamor.
—Nosotros, mi rey, desde lo más alejado, usted al norte
y yo al sur, iremos barriendo con todas las invasiones hasta
encontrarnos en Clator. Y de ahí regresaremos —dijo Ianor
al rey.
—Eso tomará meses.
—Sí, señor, hemos calculado unos siete meses. Luego

228
regresamos justo para el nacimiento del príncipe. Estebes
se quedará a cargo del castillo y de la reina.
Clauder estaba entre la espada y la pared: era su fa-
milia o su país. Pero no lo dudó mucho: si no detenían esto,
no habría tampoco familia.
—Alista todo, Ianor. Saldremos. Espérenme en la loma
del peregrino —respondió el rey. Y mirando a Estebes, le
dijo—. Estebes, cuida a Anafar y a mi hijo, te los encargo.
—Despreocúpese, mi señor. Los cuidaré con mi vida.
—Si pasa algo, ya sabes adónde tienen que ir.
—Sí, señor.
—Entonces no esperemos más. Ianor ve; yo iré a rezar
a mis antepasados para pedir su favor en esta campaña.
—Está bien, mi rey. Lo esperamos.
El ejército ya estaba esperando a su rey. Clauder les
dio el alcance. Ianor y él se dieron la mano y chocaron sus
codos en señal de victoria.
—Nos vemos en Clator en siete meses.
—Así será.
Ambos partieron en direcciones diferentes por los ca-
minos alternos que los llevarían más rápido a su destino,
pero no tenían idea de lo que encontrarían.
Cuando llegaron a los pueblos de Curawac y Chalwor
que eran los más lejanos del reino, contuvieron las invasio-
nes con mucha facilidad. Pero se dieron con una sorpresa:
muchos civiles estaban llegando de los otros reinos. ¿Qué
podían hacer frente a eso? Lo mismo ocurría en el norte,
donde Ianor detuvo la invasión, pero un gran número de
refugiados de otros reinos ya se encontraba allí también. Y

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230
mientras seguían avanzando hallaban en el camino mucha
gente muerta, atrapada por las trampas que se habían de-
jado. Prácticamente se cabalgaba a través de un camino de
sangre, y con tantos civiles en los pueblos se les hacía más
y más difícil pelear. Estaban desconcertados. Ya no podían
atacar y maniobrar libremente.
Se iban juntando poco a poco los cien caballeros que
regresarían junto con el rey. Sirock y Alidor ya estaban con
Ianor y Darock con Clauder. Llegaron a Clator con el grupo
reunido. Dejaron al resto del ejército para reforzar la frontera.
Clator, invadida por los refugiados civiles, era un caos
total: gente harapienta, desnutrida tratando de llevarse cual-
quier cosa a la boca; no se podía controlar a tantas personas;
la ciudad ya estaba tomada, a pesar de tener sus puertas
cerradas. Estas se abrieron solo para dejar entrar al rey y a
Ianor. Adentro todo era un caos. Salió a su encuentro Fider,
gobernador de ese pueblo, y llegó a Clauder.
—No pude hacer nada, llegaron de uno en uno. Los
acogimos como dicen nuestras leyes, pero cuando nos dimos
cuenta ya teníamos a cientos en nuestras calles. Luego llega-
ron en grupos cada vez más grandes. Entonces les cerramos
las puertas, pero desde adentro nos atacaron y se quebró toda
la seguridad. Aun así mantuvimos las puertas cerradas para
evitar que entren soldados, pero ahora no sé qué será peor.
—Las cosas ya están hechas. Ahora la cuestión es por
qué está ocurriendo esto. ¿Solo será esto o se viene algo
peor? —dijo Clauder.
Fider informó al rey sobre lo que había averiguado
interrogando a varios de los refugiados. Estos le habían

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contado que tenían prohibido cruzar la frontera: el que lo
intentaba ya se podía considerar muerto. Muchos habían
tratado de hacerlo, pero nadie lo logró: los soldados los
cazaban como animales. Otros se fueron al desierto, y nada
se sabe de ellos: lo más probable es que también hayan
muerto. De pronto corrió la noticia de que estaba permitido
cruzar y nadie lo pensó dos veces, pues todos sueñan con
ir por lo menos a gozar un poco de la vida antes de que Zar
sea como los otros reinos. Clauder estaba muy preocupado.
—Si esto sigue así, la situación será insostenible —le
dijo a Ianor.
Ianor trataba de buscar soluciones, pero tampoco se le
ocurría qué hacer.
De pronto, uno de los soldados entró a la habitación
corriendo.
—Mi rey, mi rey, viene un batallón de unos mil soldados
—No puede ser —dijo Clauder.
Ianor recordó la conversación que había tenido con
Patroc en el desierto: «Solo es cuestión de tiempo, pero Zar
caerá», se repetía una y otra vez en su cabeza, pero final-
mente reaccionó.
—Mi señor, haremos lo posible para que no pasen.
Poco después, los cien ya estaban preparados para
entrar en acción. Las fuerzas enemigas traían catapultas y
empezaron a disparar contra las murallas de la ciudad hasta
que uno de los proyectiles destrozó la puerta. El combate
era un incesante intercambio de flechas. Ianor pudo darle a
unos cuantos, pero estaba a mucha distancia, y las tropas
enemigas estaban muy bien protegidas.

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Cuando la puerta reventó, los soldados enemigos se
lanzaron sobre ella en masa para terminar de derribarla y
lo hicieron con facilidad. Pero no sabían que detrás de ella
había un pequeño callejón. Clauder e Ianor los esperaban
allí, y los detuvieron con una muralla de escudos y lanzas.
Entonces empezó la batalla. Los invasores solo se habían
encontrado con una muralla de muerte; nada atravesaba ese
muro de escudos que eran perfectos, estaban diseñados
para cubrir todo y tenían unas aberturas por los costados
en donde calzaba una lanza que entraba y salía como una
rebanadora de carne. Detrás de ellos, las flechas no dejaban
de caer. Los enemigos morían uno a uno, y se formaba un
muro con sus cadáveres.
Clauder e Ianor buscaban hacer tiempo mientras al otro
lado de callejón se construía una puerta improvisada. Cuando
estuvo terminada, fueron retrocediendo poco a poco, y de un
lado de la puerta iban corriendo, tapando completamente la
entrada; pero antes de que esto ocurra, Ianor logró capturar
a uno de los atacantes, lo metió a la ciudad y lo llevó para
interrogarlo.
Este soldado daba la impresión de que no hablaría:
parecía embrujado. Ianor ya se había encontrado antes con
la misma imagen: caballeros endemoniados. Le había con-
tado al rey que en otras ocasiones, cuando quiso meterse
en la mente de los soldados que capturaban, ellos morían
instantáneamente. Pero no tenía opción: debía intentarlo para
poder sacarle información. Entonces, Ianor miró al soldado
a los ojos y se encontró con una barrera que no le permitía
penetrar en su mente, hasta que, haciendo un poco más de

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presión, logró derribarla. En ese momento, el soldado reac-
cionó y despertó del conjuro.
—¿Qué paso? ¿Dónde estoy?
—Estás en la ciudad de Clator. Yo soy Clauder, rey de
Zar. Tú y un ejército están atacando esta ciudad. Dinos qué
es lo que sabes.
—Mi rey, no perdamos más tiempo déjeme que lo
averigüe —dijo Ianor.
—No, mejor déjalo hablar. Meterte en su mente te des-
gasta, y ahora te necesito más completo que nunca.
—Justo rey, lo que tuvieron por ahora es una simple
distracción. Detrás de nosotros viene un ejército de diez mil
hombres que va en dirección de tu castillo, pues este es el
camino más rápido —dijo el soldado ya más tranquilo.
Cuando Clauder escuchó esas palabras pensó en
Anafar y Bastian, y miró a Ianor.
—Tenemos que irnos ahora mismo. Que los soldados
de la ciudad solo se limiten a contener el muro. Si lo derriban,
que se rindan. Porque al enemigo no le importa esta ciudad
sino el castillo. Vamos, no perdamos más tiempo —dijo
Clauder.
Ianor mandó un águila mensajera avisando a Estebes
que estarían en camino y que tenga todo listo pues partirían
al refugio del mar para poder salvar al heredero.
—¡Sirock, Alidor, Darock, Liosh! ¡Junten a sus hombres!
¡Nos vamos todos!
Tomaron sus caballos y salieron a todo galope por un
pasaje secreto que había detrás de las murallas. No podían
perder tiempo, solo hicieron las paradas necesarias para que

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los caballos descansen. Mientras Clauder e Ianor viajaban
rumbo a Zar, Estebes recibió el mensaje. Entonces ordenó
preparar la evacuación; sin embargo, el bebé ya estaba por
llegar, por lo que decidió esperar a que este nazca, ya que, si
se presentaba algún problema durante el parto, en el castillo
tendría todo lo necesario para solucionarlo. Después partirían.
—La situación debe estar muy grave para que huya-
mos. Veré qué dicen las astros.
Entonces vio que un eclipse de luna estaba a tres días.
«No puede ser. Se viene un gran cambio. ¿Será que el mundo
quedará sumido en la oscuridad?», pensó. Fue lo primero
que se le ocurrió con mentalidad fatalista. «O quizás Ianor se
enfrentará por fin al dragón». No sabía qué pensar, pero tenía
que estar preparado para todo. Así de que él mismo por las
noches trataba de absorber toda la energía posible del cielo
por si tenía que entrar en batalla.
Por otro lado, Anafar estaba muy preocupada.
—Estebes, ¿sabes algo del rey y de mi hermano?
—Sí, mi reina, están en camino, tal como lo planeamos.
Usted no se preocupe. Yo la veré en todo momento.
Chamor se acercó a Estebes.
—Ya están de regreso.
—No te alegres tanto. Más bien prepara todas las de-
fensas, que es posible un ataque muy pronto.
Al escuchar esto, Chamor se asustó mucho.
—Las cosas están muy mal —le dijo Estebes—, pero
saldremos de esto, ya lo verás. Se viene un eclipse de luna;
tenemos que hacer sacrificios para que los dioses nos favo-
rezcan.

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Chamor asintió y se retiró para prepararse ante un
posible ataque.
Ianor y Clauder no dejaban de galopar a toda velocidad.
«Ya voy, mi amor, ya voy», decía Clauder, mientras que Ianor
pensaba más bien en cómo amplificar su poder para poder
despertar a todos los soldados enemigos de su conjuro. Así
todo sería más fácil, y en el camino entrenó y entrenó la for-
ma en la que pudo romper el escudo mental de ese soldado.
Al día siguiente, Anafar ya estaba con todos los signos
y síntomas de que Bastian nacería esa noche, las horas
pasaban y el cielo se iba oscureciendo. El ambiente se tornó
silencioso, ni las aves nocturnas ni los insectos cantaban,
y se asomaba una gran luna de luz muy intensa; tan fuerte
era su resplandor que no se necesitaban candelabros para
iluminar las calles. Los pobladores estaban maravillados con
el fenómeno. Estebes sabía que algo pasaría. Ya estaba junto
a Anafar en la habitación con todos los preparativos para
recibir al futuro rey de Zar.
—Estebes.
—¿Si, mi reina?
—Me duele mucho.
—Tranquila, mi reina; estoy yo aquí. No permitiré que
nada malo pase; además Clauder no tarda en llegar.
Ianor y el rey, que ya se encontraban cerca, se percataron
de la inusual luna. Mientras cabalgaban, vieron, además, que
la luna empezaba a tornarse roja, con lo que se hacía menos
luminosa.
—Ianor.
—¿Sí, mi rey?

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—Ese fenómeno de oscuridad sobre luz…
—Un eclipse. Algo muy grande esta por ocurrir.
—Hoy mi corazón me dice que Bastian nacerá. Espe-
remos que él vea otras cosas de este mundo cada vez más
caótico.
—Mira, Clauder, parece que la luna se posará sobre el
castillo. Está anunciando el nacimiento de Bastian.
En esos momentos Anafar se encontraba en trabajo de
parto.
—Siga, mi reina, respire y puje.
—No puedo, me duele mucho.
—Ya está por salir, lo siento. Siga pujando.
—¡Clauder! ¡Clauder! —gritaba la reina en ese momento.
Clauder sintió unas punzadas en el corazón, miró a Ianor
y le dijo que estaba naciendo Bastian. Ianor sonrió de feli-
cidad. En ese momento, el bebé asomó su cabecita y luego
su cuerpecito. Estebes lo tomó, lo limpió, cortó el cordón
umbilical y, mientras lo limpiaba, Anafar le preguntaba por
él.
—Dámelo. Quiero tenerlo, sentirlo. Dámelo.
Estebes lo puso en el costado a este pequeño niño que
se encogía como un ovillo de lana.
—Ven, mi amor —le decía Anafar mientras lo besaba y
lo abrazaba muy suavemente. Pero de pronto Anafar se dio
cuenta de que el niño no se movía y tenía los ojos desorbita-
dos. Pegó el oído a su pecho y no sintió ningún latido.
—¡No! ¡Estebes! ¡Está muerto! ¡Está muerto mi hijo! ¡No!
¡No! —gritaba Anafar.
—No puede ser, mi señora. ¡Yo lo siento!

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Estebes quiso meterse en su mente y le pasó lo mismo
que con Ianor: no pudo entrar. Eso le parecía muy extrañó.
—¡Démelo, mi reina!
Anafar se lo entregó. Estebes sintió su respiración, mas
no el latido de su corazón. El mago estaba totalmente des-
concertado no entendía: ¿este niño estaba vivo o muerto?
—Sí, está vivo. No se preocupe, mi reina. Verá que con
los días irá reaccionando.
Anafar se calmó al escuchar las palabras de Estebes.
Puso a Bastian en su pecho, y el bebé empezó a moverse.
Anafar se sintió muy aliviada y le dio su primer sorbo de leche
materna. Aún sus ojos parecían desorbitados y no se sentían
sus latidos, pero sí se movía, respiraba y comía. Estebes no
dejaba de preguntarse de qué se trataba todo esto, pues no
lo entendía. Pero la reina se sentía muy feliz.
—Hijo, pronto papá estará con nosotros.
Clauder e Ianor ya se encontraban solo a unos pa-
sos más de caballo, y mientras iban a todo galope se oyó
un gran estruendo, un grito aterrador. Alzaron la cabeza
y vieron por primera vez al dragón del que tanto se habla-
ba, acompañado de cinco seres montados en su lomo y
cubiertos por capas. No se los distinguió muy bien porque
inmediatamente empezó a atacar el castillo con un gran dis-
paro de fuego. Chamor inició la resistencia. Ordenó a todos
los soldados disparar y una lluvia de flechas se dirigieron al
enemigo.
—Estebes, ¿qué pasa afuera? —dijo Anafar.
Cuando Estebes vio lo que ocurría, todo su cuerpo se
escarapeló.

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240
—Es el dragón, mi señora. Inició la toma del castillo.
Tenemos que salir rápido.
Pero cuando la reina quiso moverse, notó que sus pier-
nas estaban paralizadas.
—Estebes, ¿qué me pasa?
—Debe ser por el trabajo de parto. Veré si puedo hacer
algo.
Ianor, imaginando lo peor, envió un mensaje mental a
su padre:
—Vayan con Maurur, papá. Vayan con Maurur.
El ataque era continuo, pero los defensores lograron
herir al dragón. Todos los soldados se entusiasmaron. Pero
Chamor ordenó de inmediato seguir con el ataque. Dispara-
ban arpones gigantescos, y uno de esos logró rozar el duro
cuerpo del dragón, de modo que lo hizo sangrar.
El dragón no podía avanzar. Le sorprendió que los
humanos hayan desarrollado ese tipo de arma. Entonces,
se erizó y lanzó un ataque con sus escamas. Los soldados
consiguieron, sin embargo, protegerse bien. Solo unos
cuantos cayeron frente al ataque.
—Suelten agua en el castillo.
Se inundaron los pisos y las paredes. El dragón empezó
a escupir fuego, pero se sorprendió al ver que el techo no
se encendía, y que, en cambio, se levantaba una gran nube
de vapor.
—¡Sigan disparando! —gritó Chamor—. ¡Hasta el final
protejamos a la reina!
El dragón vio llegar a Clauder. Entonces ordenó a uno
de sus hijos que lo liquide.

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—Murciac, encárgate.
De un costado del dragón salió un ser alado a gran
velocidad.
—¡Arqueros del medio, dispárenle¡ ¡No dejen que entre!
¡Los demás sigan disparando al dragón! —gritó Chamor.
Una lluvia de flechas se precipitaba sobre el hijo del
dragón. Pero este tenía una percepción increíble de la
trayectoria de las flechas, pues volaba entre ellas buscando
los espacios mas reducidos para poder planear, lo que le
permitió llegar hasta la entrada. Sin embargo, una de las
flechas logró impactarle e hizo que se estrelle contra la
puerta dejándola completamente destrozada.
—Vengan ustedes conmigo —le dijo Chamor a un gru-
po de diez soldados—. Le daremos muerte a ese monstruo.
El impacto debe haberlo debilitado.
Ianor corría a toda velocidad en búsqueda de la reina.
Cuando él y Clauder entraron, se toparon con un feroz
enfrentamiento: el monstruo, con sus dos espadas, que
desangraban por completo a todo aquel cuya piel rozaban, se
enfrentaba a los diez soldados y los iba eliminando uno a uno.
—Mi rey, Ianor —dijo Chamor—. Qué bueno que están
aquí.
—Clauder, ve por mi hermana. Yo ayudaré a Chamor
—dijo Ianor.
Así Ianor se unió a la pelea. Ya solo quedaban cuatro
de los diez. Ianor sacó su arco y le lanzó tres flechas que le
dieron al demonio, pero que no conseguían hacerle daño.
—¡Ianor, coge las especiales! ¡Hay algunas en el piso!
—gritó Chamor.

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Y con dos de ellas Ianor consiguió herirlo en una pierna
y un brazo. Se escuchó un tremendo grito.
Los tres soldados que quedaban aprovecharon para
atacar con más fuerza. Ianor se unió a ellos.
—Serafar, encárgate del resto —dijo Dragar.
Uno de los seres que estaba en el lomo del dragón
se lanzó a toda velocidad y cayó en uno de los muros y se
arrastró por las paredes. A la gran velocidad que iba, consi-
guió evadir las flechas que le lanzaban los defensores, que
no pudieron darle. Y luego dio muerte a todos los arqueros.
Entonces el dragón pudo acercarse.
Estebes tenía en brazos a Anafar y al bebé. Se dispo-
nían a salir, cuando de pronto el techo se abrió. Y vieron que
el dragón estaba posado en el techo de la habitación del rey
y lo estaba mordiendo.
—Mi reina, protege al niño —dijo Estebes.
Anafar se arrastró con él bebe a un rincón.
—Ianor, la tenemos – dijo Chamor—. Sí, un poco más.
Mira.
Las heridas de ese ser monstruoso se estaban
cerrando, y este adquiría más velocidad. Extendió sus alas
y, al batirlas, los hizo volar unos metros. El monstruo se
lanzó contra ellos aprovechando que yacían en el piso y dio
muerte a los últimos dos soldados. Chamor se repuso y lo
atacó, pero el monstruo se movía tan rápido que esquivó
el ataque y decapitó a Chamor. Cogió en el aire la cabeza
y se la lanzó a Ianor, quien ya había cogido una flecha y le
disparó. El monstruo intentó esquivarla, pero la flecha le dio
en el pecho. El ser dio un grito ensordecedor. Ianor cogió su

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espada para darle muerte, pero el monstruo rompió la flecha
y se fue volando.
—¡Maldito!
Ianor cogió la cabeza de Chamor y con lágrimas en los
ojos le prometió que lo vengaría. Y se fue a darle alcance al
rey.
La habitación del rey no dejaba de temblar. Parte del
techo ya había desaparecido con las mordidas del dragón.
Clauder sentía un gran dolor. Ianor corría sin tomar aliento lo
más rápido posible. El batallón de los cien ya había llegado.
Darock, al ver al dragón posado sobre el cuarto del rey
ordenó a todos cabalgar hasta el lugar.
La reina cogió a Bastian y con su cuerpo lo protegió
de los escombros. Y cuando el techo quedó completamente
destruido, pudieron ver el rostro del aterrador Dragar que los
miraba con su único ojo de fuego.
—Corra, mi reina, proteja al niño. No dejaré pasar al
dragón.
Las manos de Estebes empezaron a relampaguear y
rayos eléctricos corrían por todo su brazo. Levantó las ma-
nos y creó un escudo eléctrico en el agujero del techo, tan
poderoso que Dragar no podía atravesarlo. Anafar quedó
sorprendida, nunca había visto una persona con tal poder.
—Deje de mirar, mi reina. Corra, que el peligro no ha
pasado.
Mientras Estebes decía esto, la pared empezó a des-
hacerse a causa de los vómitos ácidos de uno de los seres
encapuchados. Estebes quiso llevarse a la reina, pues ella
había quedado envuelta en pánico. Las cosas pasaban tan

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rápido que Anafar simplemente se aferró a su hijo y se refu-
gió en una esquina. Pero apenas Estebes dio un paso, cayó
sobre él una bola de hilos que lo lanzó contra la la pared y lo
atrapó en una telaraña, de modo que lo dejó completamente
inmovilizado. Uno de los seres encapuchados se acercó muy
rápidamente a él y le mordió el cuello, con lo cual lo mató
al instante. Y mientras la reina lloraba en un rincón tratando
de proteger a su hijo la cogieron de los cabellos, la levanta-
ron, le arrebataron al niño y lo lanzaron por los aires; en ese
instante, otro ser encapuchado cogió al bebé en sus brazos.
—¡No! ¡Mi hijo! —gritaba Anafar.
Anafar trataba de soltarse, pero era imposible, el mons-
truo que la había capturado escupió veneno en sus garras
y se las clavó en el vientre. En ese momento entró Clauder,
que, al ver cómo herían a su esposa, se lanzó al ataque. Ianor
iba detrás, pero uno de los demonios lo atrapó lanzándole
sus hilos indestructibles, y lo dejó atado, reduciendo su pre-
sencia a la de un espectador, casi sin poder respirar, pues
los hilos le presionaban la garganta y sentía que se debilitaba
como si algo estuviera absorbiendo toda su energía.
Clauder intentaba salvar a su esposa.
—¡Suéltenla, malditos! —gritó Clauder.
Pero antes de alcanzarla, de las manos del ser que
tenía a su hijo salió un fuerte estruendo eléctrico que golpeó
al rey con tanta fuerza, al punto de hacerlo volar por los
aires. Envuelto en chispas, el cuerpo de Clauder humeaba;
se encontraba casi inconsciente, pero no dejaba de ver a
su esposa. Luego volteó para mirar quién lo había atacado,
y se dio con la sorpresa de que uno de esos seres tenía en

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248
sus brazos a un bebé. Y lo reconoció: era Bastian. Quiso
moverse, pero le fue imposible. Su cuerpo ya no le respondía.
Ianor quiso atacar con sus poderes mentales, pero se
encontró con una gran barrera, mucho más fuerte que cual-
quier otra.
—¿Quiénes son que no puedo hacer nada? Estoy muy
débil… Hermana, resiste, por favor…. Clauder, resiste… Yo
los curaré a ambos… Yo los curaré…
Los demonios se retiraron. Ianor, presa de una sen-
sación de impotencia, sintió cómo la vida se alejaba de su
hermana y sentía tanta impotencia.
—Rescata al rey… Salva a tu sobrino… Sigo confiando
en ti, Ianor… —dijo Clauder e inmediatamente expiró.
—¡Clauder! ¡Clauder! —quiso gritar Ianor, pero apenas
podía pronunciar palabra alguna.
Llegaron en ese momento sus soldados, que con-
siguieron liberarlo cuando estaba a punto de asfixiarse.
Ianor, con lágrimas en los ojos, corrió en busca de su arco,
y cuando lo tuvo en sus manos, le disparó una de las fle-
chas santas al dragón, que ya estaba muy lejos. La flecha
recorrió el cielo a una velocidad impresionante y le dio a
Dragar en el borde de su único ojo y lo hizo sangrar. Al
sentir el flechazo, dio un gran rugido y los demonios le pre-
guntaron qué había sucedido.
—¡Esas ratas osan levantar su mano contra un dios!
—respondió Dragar.
—Ese joven del arco y flecha no es un humano cual-
quiera —dijo Murciac.
El dragón sorprendido y ofendido por el hecho de que

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un simple mortal se atreva a herirlo, ordenó a sus hijos seguir.
Él volvió la mirada hacia los defensores.
—¡Tú osaste atacar a un dios! ¡Pero ustedes no son
nada! —dijo Dragar riéndose—. ¡Seres insignificantes! ¡In-
sectos!
Y mientras todos lo miraban, un rayo salió de su ojo, los
cubrió completamente. Empezaron a toser y a arrastrarse, a
la vez que vomitaban mientras el dragón lanzaba su maldición.
—¡Se arrastrarán y serán aborrecidos por toda la eterni-
dad hasta el día en que se olvidarán de que alguna vez fueron
seres humanos!
Ianor y sus caballeros empezaron a sentirse extraños:
les crecía pelo por todo el cuerpo. Los dientes se les cayeron
y, en su lugar, aparecieron grandes incisivos, garras, grandes
bigotes… Todo esto mientras se iban reduciendo de tamaño,
y en medio de grandes dolores terminaron convertidos en
ratas negras… Unas cien ratas en un castillo en escombros,
en un reino condenado a desaparecer.
La desesperación se apoderó de todos.
—¡No! ¡No! ¡No puede ser! ¿Qué haremos ahora? —se
dijeron.
En ese momento, con el cuerpo ya transformado, Ianor
fue a ver los cuerpos de Clauder y de su hermana. Tenía una
mezcla de sentimientos. Besó la frente de Anafar y luego se
situó frente al cadáver de Clauder.
—No te decepcionaré, mi rey. Acabaré con ellos.
Y se hincó por ultima vez ante su soberano. Luego se
volvió a mirar a sus hombres, que se encontraban desespe-
rados.

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Ianor se subió a un muro y con voz enérgica se dirigió
al resto.
—Esto no ha terminado. Por el contrario, esto recién
empieza. Todo terminará el día en que traigamos de vuelta
a Bastian, nuestro rey, o todos estemos muertos. Somos
unos caballeros, sabemos lo que le debemos al rey Clauder.
Además, ¿no se dan cuenta de que ese estúpido dragón
nos hizo un gran favor al convertirnos en ratas? Primero,
no sabemos bien lo que está pasando, por qué atacaron
recién ahora, después de tanto tiempo, por qué se llevaron
al principe. Como humanos no podíamos averiguarlo. Pero
en este estado nos será mucho más fácil escabullirnos e
investigar. Ellos ni se imaginan que unas ratas serán sus
enemigos. Tenemos eso a favor, y este favor lo hizo el propio
enemigo. ¡Los derrotaremos! ¡Ya verán! ¡Se los prometo!
¡Rescataremos al rey Bastian y sabremos al fin qué es lo que
está ocurriendo! Caballeros de Zar, ¡a la victoria!
Entonces, con la frente en alto y llenos de valor gritaron:
—¡A la victoria!

252
253
Continuará...
ndice

Uno ....................................................................... 7

Dos ....................................................................... 15

Tres ....................................................................... 23

Cuatro ....................................................................... 31

Cinco ....................................................................... 51

Seis ....................................................................... 65

Siete ....................................................................... 85

Ocho ....................................................................... 109

Nueve ....................................................................... 121

Diez ....................................................................... 165

Once ....................................................................... 175

Doce ....................................................................... 191

Trece ....................................................................... 221

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