Sei sulla pagina 1di 26

1

LUDOVICO GEYMONAT

REFLEXIONES CRITICAS SOBRE KUHN Y POPPER

Título original en italiano: «Riflessione critiche su Kuhn e Popper»


Edizioni Dedalo spa, Bari, 1983.
1ra. edición en español, Alción, Córdoba (RA), 1994

Traducción y notas: RAUL A. RODRIGUEZ


1

(Texto para ser incluido en la contratapa o solapa de la tapa según la edición).

LUDOVICO GEYMONAT. (1908 - 1991). Se graduó en filosofía (1930) y en matemática (1932). Al rechazar su
afiliación al partido fascista es compelido a abandonar la enseñanza en la Facultad de Ciencias de Torino.
Desempeñó un rol destacado en la guerra de liberación del Piamonte. Luego de la liberación italiana fue docente
en las universidades de Cagliari y Pavia, y en 1956 es profesor de la primera cátedra italiana de filosofía de la
ciencia en la Universidad de Milán. Es autor de numerosas publicaciones traducidas en varias lenguas y entre las
cuales se pueden señalar: Il pensiero scientifico (1954) (Trad. cast."El pensamiento científico", Bs.As. EUDEBA,
1980); Galileo Galilei (1957)(Trad. cast. "Galileo Galilei", Barcelona, Península, 1969); Filosofia e Filosofia
della Scienza (1960); Scienza e Realismo (1977)(Trad. cast."Ciencia y Realismo", Barcelona, Península, 1980);
Lineamenti di Filosofia della Scienza (1985) (Trad. cast. "Límites actuales de la filosofía de la ciencia",
Barcelona , Gedisa, 1987.); Scienza e Storia (1985); Le Ragioni della Scienza ( con G. Giorello y F. Minazzi,
1986); Filosofia, scienza e verita (con E. Agazzi y F. Minazzi, 1989); como así también su monumental Storia
del Pensiero Filosofico e Scientifico (1970-76 en 7 vol.)(Trad. cast."Historia del pensamiento filosófico y
científico", Bracelona, Ariel, 1985).

PROLOGO.
El presente texto de Ludovico Geymonat: Riflessioni critiche su Kuhn e Popper fue editado
originariamente en 1983 y representa una fase de su pensamiento de comienzos de los años ochenta. La primera
edición de esta traducción castellana se agotó al poco tiempo de su publicación. Luego de diez años esta segunda
edición merece ser evaluada en el contexto de los cambios que se han suscitado en el desarrollo de la
epistemología, como disciplina, pero así también, en su uso en el ámbito académico. En éste último, el
desplazamiento de la impronta dominante del positivismo y sus revisiones, ha dado lugar, cada vez más a
perspectivas epistemológicas donde la interacción de racionalidad, cultura y sociedad describe un ámbito de
problemas y de respuestas a aquellos que se suscitan en las ciencias, en general.
Luego de la Segunda Guerra Mundial y hasta su muerte, acaecida el 29 de noviembre de 1991, Geymonat
ha publicado varios artículos y libros tanto de filosofía de la ciencia, de historiografía filosófica como de filosofía
social. Como afirma el epistemólogo italiano Fabio Minzzi, en la más completa revisión histórica y crítica del
pensamiento de Geymonat ∗, éste puede ser considerado el padre de la filosofía de la ciencia italiana quien, al
mismo tiempo, ha defendido, siempre, una racionalidad crítica y flexible, sensible a los problemas filosóficos y
científicos, pero así también, sociales. Su adhesión a la lucha antifascita como partisano y como militante del PCI,
testimonian esa vida activa y reflexiva de permanente compromisos morales.

Fabio Mináis, La Passione della Ragione. Studi sul pensiero di Ludovico Geymonat, Thelema Edizione,
Milano, 2001.
1

En los artículos que aquí se publican en castellano, Geymonat nos muestra cuáles fueron las razones que
lo llevaron a transitar desde una primera adhesión crítica al neopositivismo a una formulación original de la
filosofía de la ciencia donde el marxismo se vincula con los debates de la epistemología del siglo XX. Estos tres
ensayos representan su contribución personal al debate que atravesó a la filosofía de la ciencia en torno al
problema suscitado en relación con la idea de racionalidad científica y racionalidad social, entre historia
acumulativa del conocimiento o historia de rupturas; progreso del conocimiento y modernidad. Geymonat traza
algunos aspectos de su biografía intelectual como así también, en términos originales formula una serie de
observaciones críticas precisas y persuasivas sobre Kuhn y Popper con la expectativa de generar con ellas una
reflexión más radicalizada sobre estos dos autores de reconocida aceptación en los ámbitos epistemológicos.
La discusión que sostiene Geymonat acentúa la trascendencia del punto de vista histórico en las teorías
contemporáneas de la ciencia y señala, críticamente, el "olvido" por parte de algunos filósofos actuales de la
ciencia de los aportes del marxismo y de su planteo histórico.
Por mi parte, con esta traducción, pretendo acercar a quienes se interesan en la filosofía de la ciencia, el
aporte brindado por Ludovico Geymonat al debate de la epistemología y quizá, así, llamar la atención sobre
algunos aspectos críticos que éste filósofo presenta, pero estuvieron ausentes en nuestros ámbitos universitarios
embriagados en la pretendida neutralidad valorativa que el positivismo le prestaba en argumentos.
Agradezco a Fabio Minazzi, secretario científico del Instituto Geymonat de la Universidad de Milán, por
la autorización correspondiente y el auspicio conferidos para esta traducción.

Raúl A. Rodríguez
Universidad N. de Córdoba, Argentina. 2005

PREMISA
Este pequeño volumen recoge tres ensayos ya publicados en el extranjero pero, desconocidos en Italia. El
primero apareció en «La pensée» de 1982, el segundo, parcialmente, en «Studien zur Dialektik» de 1981 y, el
último, en «Voprosi Filosofi», Vol. VIII de 1983. Estas tres intervenciones representan una contribución personal
a un debate que hoy ocupa a la filosofía de la ciencia de todos los países tanto de Europa Occidental como
Oriental.
El primer ensayo responde al problema suscitado entre muchos amigos estudiosos que me demandaron
por el camino a través del cual he pasado de una adhesión casi total al neo-positivismo de Moritz Schlick al
materialismo dialéctico, cuando es notable que, entre estas dos direcciones, se han dado siempre, ásperas
polémicas. Se trata, entonces, de demostrar que entre estas dos fases de mi pensamiento no hay contradicción sino,
más bien, un paso racionalmente motivado. Más aún, ya en otros libros expresamente dedicados a la actualidad del
materialismo dialéctico, he procurado no renegar mi origen neo-positivista sino, de subrayar los estímulos
fecundos que este me proporcionó en los lejanos años treinta.
Los otros dos ensayos desarrollan objeciones al pensamiento de Kuhn y Popper de un modo distinto al
que generalmente han seguido sus críticos. Estos, ya han suscitado discusiones entre los estudiosos dando lugar a
consensos y disensos. Pues, las críticas que aquí se sostienen, señalan puntos de vista que generalmente no son
tomados en cuenta por los estudiosos de estos dos filósofos de la ciencia.
Espero que, en cuanto a lo que aquí propongo a los jóvenes italianos dedicados a estas dos direcciones,
pueda estimularlos a un debate profundo y, de algún modo, distinto de los consabidos.
1

DEL NEO-POSITIVISMO AL MATERIALISMO DIALECTICO

1. Alrededor de la década del 30 la filosofía italiana estaba dominada por Benedetto Croce y Giovanni Gentile
quienes no manifestaban interés alguno por el problema de la relación entre ciencia y filosofía. Por otra parte, este
problema parecía no ser importante ni siquiera para los científicos italianos de la época quienes, más bien, estaban
encerrados en especializaciones técnicamente muy serias pero, exentas de interés por la investigación de sus
fundamentos. No obstante, allí había dos matemáticos de notable valor que eran la excepción : Giuseppe Peano,
gran lógico y analista y, Federigo Enriques, gran historiador de la ciencia como así también, especialista en
geometría algebraica; pero ellos estaban aislados y no habían sabido transmitir a sus discípulos el mismo interés
por la historia y la filosofía de la ciencia.
Ya que, por lo contrario, desde algunos años había centrado mi actividad de joven investigador sobre el
problema de la relación entre filosofía y ciencia (no sin motivo me había graduado en filosofía y matemática) es
fácilmente comprensible que me haya sentido estimulado a marcharme a Viena, aunque por pocos meses, donde
dicho problema era discutido por estudiosos de indudable competencia quienes le dieron un enfoque original y,
para la época, nuevo.
Aquellos estudiosos de esos años dieron origen al denominado Wiener Kreis(1) cuya cabeza, por todos
reconocido, era Moritz Schlick, titular de la cátedra de «Filosofía de las ciencias inductivas» la que, al inicio del
siglo, había ocupado Ernst Mach. Para comprender la novedad del enfoque dado al problema de la relación entre
filosofía y ciencia por los seguidores del Wiener Kreis, llamados «neo-positivistas», es oportuno hacer referencia
a una tesis bastante difundida entre los positivistas de la segunda mitad del siglo pasado pero, así también,
decididamente rechazada por los neo-positivistas. Se trata de la tesis según la cual el conocimiento científico si
bien se enriquece siempre con nuevos sucesos, terminaría por enfrentarse con algunos problemas que tal
conocimiento no podrá nunca resolver. El positivista inglés Herbert Spencer ubicaba a estos en la zona de lo
incognoscible (como objeto de la religión y no de la ciencia) mientras que el fisiólogo alemán Emil Du Bois-
Reymond los designaba con el nombre de enigmas del mundo.
Según los neo-positivistas se trataría, en cambio, de problemas mal planteados o pseudos-problemas,
insolubles porque por principio carecen de significado. La tarea específica de la nueva filosofía,
programáticamente anti-metafísica, sería la de hacer evidente su carencia de significado, demostrando con ello que
nuestra imposibilidad por resolverlos no constituye, en absoluto, un límite del conocimiento científico. No se trata
de trasladar su solución a otra actividad (religiosa o metafísica) sino de eliminarlos porque no son auténticos
problemas. Y aquí emerge otra clara diferencia entre el viejo positivismo del siglo XIX y el neo-positivismo:
mientras el positivismo del siglo pasado, y en particular el de Augusto Comte, afirmaba que la metafísica sería
automáticamente eliminada en el simple traspaso de las primeras fases del conocimiento (teológico y metafísico) a
la tercera fase (científica o positivista), el neo-positivismo afirma, en cambio, que en los mismos pliegues de la
ciencia se ocultan frecuentemente problemas metafísicos, de donde la necesidad de desalojarlos y poner de
manifiesto su naturaleza engañosa para poder construir, de este modo, una ciencia verdaderamente digna de este
nombre.
¿Cuál era el método que debía servir a tal fin?. Según los neo-positivistas este método constaba de dos
factores: el análisis lógico del lenguaje y la verificación empírica (de allí el nombre de «empirismo lógico»
atribuido al neo-positivismo). Como es sabido, una teoría científica es un conjunto de enunciados expresados en
un cierto lenguaje. Si este es el lenguaje común, puede suceder -y de hacho sucede muy a menudo- que las
conexiones entre un término y otro o bien, entre un enunciado y otro, sean oscuras, equívocas, no rigurosamente
determinadas. Esto puede depender, por ejemplo, del hecho de que un mismo término esté usado en sentidos
distintos o de que se renuncia definir con exactitud un concepto considerándolo intuitivo (evidente). A partir de
aquí es que nace la exigencia profusamente compartida por los científicos (en primer lugar por los matemáticos),
de forjarse un lenguaje específico, autónomo, distinto del lenguaje común, completamente convencional y, por
consiguiente, completamente contrastable. Fue el desarrollo de esta exigencia la que condujo a la constitución de
los llamados lenguajes formalizados usados, en un primer momento y sobre todo, para la explicación de teorías
matemáticas y luego, paulatinamente, de otras teorías; Rudolf Carnap recurre a la formalización para alcanzar un
tratamiento riguroso de todos los problemas que somete a examen. Así llega a la conclusión de que las distintas
ciencias pueden ser traducidas a un mismo lenguaje (el lenguaje fisicalista) cuya construcción permite, entre otras

(1)
Círculo de Viena. (N.T.)
1

cosas, demostrar la unidad de nuestro sistema cognitivo superando las barreras que la tradición había interpuesto
entre uno y otro.
Uno de los mayores resultados obtenidos por esta vía, esencialmente lógico-lingüística, ha sido la de
clasificar los términos con contenido empírico es decir, unidos a precisos datos de observación, distinguiéndolos
de los términos «metafísicos» que son aquellos carentes de dicha relación. De ésto se sigue que todos los
enunciados que contienen exclusivamente términos provistos de un contenido empírico, podrán ser controlables
en la experiencia; los otros enunciados no verificables o falseables en la experiencia, deberán ser considerados «no
científicos», salvo los enunciados lógico-matemáticos que por su propia estructura no dicen algo acerca de los
procesos naturales sino, más bien, precisan las consecuencias deducibles de un grupo de axiomas (tomados en su
abstracción). De todos modos, si nos limitamos a las ciencias físicas (tomo este término en el sentido más amplio
posible), el criterio de cientificismo válido para ellas es, según los neo-positivistas, si y sólo si el de verificabilidad
empírica.
La tesis arriba expuesta, constituye el patrimonio fundamental de gnoseología neo-positivista, por lo
menos en su primera etapa. Luego, es decir después de 1930, ella debió ser corregida porque se comprendió que,
aplicada con estricto rigor, tal criterio de verificabilidad empírica, constreñía y eliminaba de la ciencia todas las
llamadas leyes de la naturaleza en cuanto al cumplimiento de la aseveración general (es decir, de los enunciados
que poseen cuantificador universal) ya que no podrían ser verificadas puesto que la verificación empírica
considera, siempre, un número limitado de observaciones.
Sin añadir más acerca del desarrollo técnico del neo-positivismo, lo hasta aquí señalado, puede ser
suficiente para ilustrar la utilidad que tal dirección del pensamiento era capaz de ofrecer a todos aquellos que se
proponían tratar de forma crítica y moderna el problema de la relación entre filosofía y ciencia.

2. Consideramos, por otra parte, que puede ser oportuno detenerse brevemente sobre la influencia que ejerció la
metodología neo-positivista en algunas importantes direcciones filosóficas de nuestra época. Pretendemos
referirnos en particular a la influencia ejercida por el papel fundamental que el neo-positivismo le atribuyó al
análisis lógico-lingüístico tomado como factor esencial por la misma indagación metodológica.
Como es ya sabido, fue, sobre todo, la lectura del Tractatus de Wittgenstein lo que hizo comprender la
importancia que debemos atribuir al lenguaje en el examen de los problemas filosófico-científicos. La conclusión
que de ésto se obtuvo es que la filosofía consiste esencialmente en la crítica del lenguaje (Sprachkritik).
Ya en el pasado, muchos filósofos habían subrayado la importancia del lenguaje, pero es Wittgenstein
quien lo hace con mayor relieve; allí está la afirmación de que todo se reduce al lenguaje; también, por ejemplo, se
reducen a él los datos de las observaciones porque estos existen sólo en cuanto son expresados (los enunciados
que expresan un dato de observación son llamados «protocolos»). De esto se concluye que las bases sobre las
cuales se funda la teoría científica no son nuestras sensaciones sino los protocolos.(2)
Como se comprenderá, los neo-positivistas utilizaron la enseñanza de Wittgenstein, sobre todo, con el fin
de conseguir un nuevo rigor en la formulación de las teorías científicas. Por lo tanto, centraron su interés en el
lenguaje científico del cual analizaron, con extremo cuidado, tanto los aspectos sintácticos como semánticos. Pero
otras direcciones filosóficas, entre las cuales debemos contar la segunda fase del mismo pensamiento de
Wittgenstein, lo profundizaron más aún, extendiendo dicho interés también, al lenguaje común.
La conclusión que de ello se deriva puede resumirse del siguiente modo: cualquier indagación filosófica
que se pretenda seria, deberá ser una indagación lingüística. Así también, las indagaciones morales, políticas,
religiosas, etc., deben asumir la forma de indagaciones lingüísticas. Se tratará, en otros términos, de analizar
escrupulosamente tanto el lenguaje científico como el ético, político, religioso, etc., de determinar exactamente las
analogías y las diferencias entre unos y otros, de reformular todos los problemas concernientes a una u otra
disciplina como puros y simples problemas lingüísticos. Se obtendrá, de este modo, conciencia, al principio
ignota, de su auténtica naturaleza, y se abrirá el único camino para resolverlos.
A propósito de esta dirección de pensamiento, se ha hablado, justamente, de solipsismo lingüístico y se
resume en la siguiente tesis: es imposible escapar de la dimensión lingüística, es decir, todo es lenguaje. Admitir
(2)
La postulación de los llamados enunciados de protocolos (protokollsätzen) es más bien, un planteo que surge en el Círculo de Viena y atribuible al fisicalismo de Otto Neurath y Rudolf Carnap. La lectura
sensualista del Tractatus de Wittgenstein por parte del Círculo de Viena, trajo como consecuencia la problemática relación entre las oraciones elementales del Tractatus con las oraciones protocolares del Circulo de
Viena.
Sobre esta cuestión véase, entre otros, Fromke, Peter: «Die Grammatik der Hypothese. Zur Wissenschaftstheorie des mittleren Wittgeinstein" en Zeitschrift für philosophische Forschung. B.26, Heft 3, Meisenheim,
Juli-Sept., 1972. (N.T.).
1

una realidad que debería existir más allá de su expresión lingüística, significa caer en un sustancialismo
dogmático, simplemente ilusorio.
Aún sin aceptar in toto este solipsismo lingüístico se necesita, de cualquier modo, reconocer que tal
planteo ha ejercido una profunda influencia en amplios sectores de nuestra cultura. Así, por ejemplo, ha dado un
notable impulso a los estudios de lógica, de filosofía del lenguaje, a la profundización de la relación (convencional
o natural) entre signo y designado, etc. De este modo ha contribuido a la superación, efectiva o supuesta, de las
diferencias de método comúnmente contrapuestos entre las diversas disciplinas porque ha sostenido que, al fin de
cuentas, todo debe ser examinado desde un mismo punto de vista: el lingüístico.

3. Regresando ahora de la filosofía general a la filosofía de la ciencia, observamos que el análisis de las teorías
científicas desarrollado por los neo-positivistas (sea éste o no orientado únicamente en base al estudio de su
estructura lingüística) tendía manifiestamente a un fin: dar a tales teorías una forma perfectamente rigurosa exenta
de implícitas referencias metafísicas. Como se recordará, este objetivo se vinculaba al movimiento por la
«rigurosidad» difundido desde la matemática del siglo XIX (continuando con los trabajos de Cauchy, Abel,
Bolzano, etc.) que desemboca en la reelaboración de todas las teorías (algebraica, geométrica, aritmética y otras
más) en forma axiomática; movimiento que se extendió poco después a la física cuando esta se enfrentó a
problemas igualmente sutiles como aquellos que habían dado origen a la axiomatización de las teorías
matemáticas.
Desde este punto de vista, el neo-positivismo aparecía, por lo tanto, como una dirección de pensamiento
estrechamente ligada al desarrollo crítico de la ciencia y no originado a partir de abstractas y artificiosas
cuestiones filosóficas. No obstante, ya con los pocos rasgos que hemos dado en el parágrafo precedente sobre el
solipsismo lingüístico del último Wittgenstein, no podríamos menos que quedar perplejos ante el valor de esta
línea de pensamiento (el neo-positivismo).
Pero, allí hay un aspecto de tal dirección que se muestra ahora más dudoso. Se trata de la pretensión de
conseguir efectivamente el fin ya mencionado, es decir, darle a la teoría científica una forma rigurosa. Si esto
fuera posible, es claro que cualquier teoría científica, una vez alcanzada tal perfección, debería considerarse
concluida. Con esto, ella se colocaría fuera de la historia ya que la realidad es siempre una historia de
repensamientos, de autocorrecciones, de auténticas revoluciones.
Pero en verdad, no todos los neo-positivistas han compartido tal pretensión, por ejemplo Schlick no estaba
convencido. Pues, es claro que esa es una consecuencia lógica de su programa. En otras palabras: o se postula que
la reelaboración rigurosa de una teoría científica representa un ideal inalcanzable (¿por qué, entonces, insistir tanto
ahora en la necesidad de la reelaboración?. ¿Por qué no reconocer que es sólo un ideal metafísico?) o se postula
que la «verdadera» ciencia, aquella constituida por teorías perfectamente rigurosas, no tiene una dimensión
histórica, lo que daría al programa neo-positivista un caracter, por lo menos, muy discutible. Si la búsqueda de
rigor es expresión genuina de racionalidad, la conquista del rigor (es decir, la posesión de aquello que tal
búsqueda se prefijaba alcanzar) ¿no reubica en la racionalidad o debe estimares como algo supraracional?.
El motivo del eclipse del neo-positivismo que nació, sin embargo, del desarrollo de serias exigencias que
surgieron en el interior de la ciencia, corresponde buscarlo, a mi parecer, en el caracter abstracto (utópico) del
ideal de ciencia perfecta que persiguieron. A través de la investigación de los medios más idóneos para alcanzar
ese ideal como así, por las consecuencias que se derivan de tal logro, los neo-positivistas terminaron por olvidar la
ciencia efectiva, cómo se realiza en el curso de la historia y cómo ha llegado a realizarse, concretamente, hoy en
día. El abandono de la dirección neo-positivista no podía suceder sino, como consecuencia del interés por la
historia de la ciencia. En efecto, los autores más conocidos del así llamado «post-neopositivismo» (Popper y
Lakatos) son acérrimos sostenedores de la inseparabilidad entre filosofía de la ciencia e historia de la ciencia.

4. No considero que este sea el lugar para exponer los motivos que me hicieron disentir radicalmente con el
falsacionismo de Popper; esta argumentación la expongo en el breve ensayo que al presente acompaña.(3) Me
limito a observar que mi alejamiento del neo-positivismo -por la exigencia de unir la filosofía de la ciencia a la
historia concreta de la ciencia- se dió pocos años antes que Popper y, sobre todo Lakatos, hicieran un desarrollo
sistemático de sus interesantes tesis sobre dicho tema.

(3)
Se refiere al artículo «Alcuna riflissioni critiche sulla filosofia di Popper» publicado originariamente en la revista «Voprosi Filosofi», vol. VIII, 1983 y reproducido en la edición italiana de «Riflessioni...» ob. cit.
(N.T.).
1

De cualquier modo, un hecho me parece cierto: es que el eclipse del neo-positivismo ha renovado el
interés por los análisis de la filosofía de la ciencia efectuados por los materialistas dialécticos continuadores de
Engels y de Lenin. También en ellos está presente la convicción de que la vieja imagen de la ciencia, como
conocimiento de verdades absolutas, se ha desvanecido definitivamente. Junto a ella, sin embargo, existe también,
y demasiado viva, otra convicción: la del peligro ínsito en el convencionalismo que, según los materialistas
dialécticos, terminaría por desembocar en un relativismo general cargado de consecuencias de mucho peso
también, en política, donde privaría de fundamento a la misma noción de lucha de clases. Por esto la necesidad de
salvar, de algún modo, la tesis de que el hombre puede conocer la verdad si bien, no se trataría más de verdades
absolutas sino relativas.
La dialéctica «verdad absoluta-verdad relativa» deviene, de este modo, en un tema central del
conocimiento materialista-dialéctico: tema que no puede ser tratado en abstracto sino sólo referido al desarrollo
concreto del conocimiento humano y, en particular, del conocimiento científico. En efecto, este desarrollo no se
enfrenta más a teorías científicas perfectas, exentas de cualquier cambio y de cualquier crítica; no obstante, se
trata de teorías que en sus correspondientes épocas llegarán a considerarse verdaderas y se revelaran ricas en
aplicaciones. Con referencia a ello, el recurso de la noción de verdad relativa parece no sólo oportuno sino,
indispensable.
Ciertamente, la categoría de verdad relativa, parece difícil de aceptar porque es manifiestamente opuesta a
la definición tradicional de verdad que incluye en sí la de absoluto. Si examinamos bien las cosas, también el
convencionalismo preservó la noción de verdad como verdad absoluta; tan cierto es, que sostiene la tesis según la
cual, puesto que la ciencia no llega a ser un modo de alcanzar verdades absolutas, debe conformarse con
convenciones (por su misma estructura ni verdadera ni falsa). En cambio, el materialismo dialéctico, inserta el
parámetro del tiempo en el interior mismo de la noción de verdad como ya se encuentra incorporada -por
aceptación general- en las nociones de libertad, justicia, derecho, etc.
Todos reconocen hoy, sin dificultad, que la noción de «derecho natural» era esencialmente metafísica,
abstracta, artificial, es decir, fruto de una mera función construida en el escritorio de los filósofos privados del
sentido de la realidad. En cambio, es mucho más difícil hacer comprender que los mismos caracteres (de
abstracción, artificio, etc.) están también presentes en la noción común de verdad como verdad absoluta, tal como
estaban en la noción de «derecho natural». Sin embargo, esta enseñanza proporciona una seria y desprejuiciada
reflexión sobre la historia de la ciencia (historia real, no ficticia).
Los estudiosos, y son varios, que acusan al materialismo dialéctico de ser dogmático, no han comprendido
que, sosteniendo el caracter relativo de la verdad es, en cambio, profundamente crítico. Pero, como escribe Lenin,
esta teoría (que afirma el caracter relativo de la verdad) no se confunde con el relativismo. En efecto, el
relativismo niega que exista un criterio objetivo de la verdad, mientras el marxismo afirma que este criterio existe:
este es el criterio de la praxis (como praxis individual pero, sobre todo, como praxis social). Bien entendido éste,
también es relativo, no absoluto, precisamente como la verdad, de la cual constituye el fundamento. A proposito
escribe Lenin (en Materialismo y Empiriocriticismo, Cap. II, par. 6): «Naturalmente, no hay que olvidar aquí
que el criterio de la praxis no puede nunca, en el fondo, confirmar o refutar completamente una representación
humana cualquiera que sea. Este criterio también es lo bastante `impreciso' para no permitir a los conocimientos
del hombre convertirse en el `absoluto'; pero, al mismo tiempo, es lo bastante preciso para sostener una lucha
implacable contra todas las variedades del idealismo y del agnosticismo».(4)
Sin duda, lo hasta ahora dicho, no llega a resolver in toto el problema de la relación entre verdad absoluta
y verdad relativa, ni el problema del valor demostrativo del criterio de la praxis (problemas que implican también,
la esfera de la política, como bien lo ha visto Lenin) sino que abre el camino a una serie de indagaciones más ricas
y más válidas que las investigaciones inspiradas en el neo-positivismo y en el post-positivismo. Antes que nada, la
investigación sobre la noción de desarrollo de la ciencia; desarrollo que no se interpreta en sentido acumulativo
(es decir, de acoplamiento de nuevas verdades a las ya existentes) sino, precisamante como profundización de los
viejos conocimientos por parte de los nuevos (profundización que puede también exigir que sean derribados los
principios de las viejas teorías).
Mi paso del neo-positivismo al materialismo dialéctico es consecuencia de la concepción que he venido

(4)
Nos servimos de la versión castellana de V. I. Lenin: Materialismo y Empiriocriticismo, Ediciones Estudio, Bs. As., 1973, pag. 150. Si bien, en ésta, aparece el término «práctica» en lugar de «praxis», que
es como dice la versión italiana que reproduce Geymonat, nos permitimos modificar en este término la versión castellana para mantener la coherencia del análisis que desarrolla Geymonat como así, para
evitar confusiones que se derivan al emplear ambos conceptos como equivalentes. (N.T.).
1

adquiriendo a través de mis estudios de historia de la ciencia, del hecho que el progreso científico (cuya
existencia, nadie con sensatez puede negar) es mucho mejor analizado a través de las categorías de profundización
que por medio de las categorías elaboradas por el convencionalismo y el post-neopositivismo.

5. Algunos amigos me han preguntado si no me lamento de haber dedicado tanta energía en mi juventud al estudio
del neo-positivismo y de haber sido, en Italia, el primero que a ello se refirió con cierta competencia e innegable
simpatía. Respondo que este hecho no me disgusta completamente porque sigo pensando, como entonces, que se
trata de una corriente de pensamiento muy seria que debía ser conocida también, en Italia, como lo era al otro lado
de los Alpes. Esta, mi convicción, se ha fortalecido con el transcurrir de los años porque he llegado a constatar
cómo la atmósfera neo-postivista está difundida entre los científicos, al punto de inducir a muchos de ellos a
considerar que el neo-positivismo es «la filosofía de la nueva física y de la nueva matemática».
Es cierto que esta exaltación del neo-positivismo se ha ido apagando en los últimos decenios y que los
principales representantes del post-neopositivismo, han sostenido muchas críticas contra la doctrina neo-
positivista; pero queda, como indudable, que tales doctrinas han representado un auténtico giro en las
indagaciones epistemológicas de la primera mitad de nuestro siglo. Por consiguiente, es totalmente ilusorio
considerar que sea posible encarar hoy una seria discusión sobre la relación entre filosofía y ciencia, sin hacer
referencia alguna a dicho giro. Ahora bien, particularmente porque considero que los materialistas dialécticos,
actualmente, pueden hacer contribuciones muy serias a la discusión sobre tales relaciones, creo que ellos deben
basar sus críticas al neo-positivismo en un conocimiento reflexivo y no en prevenciones sobre esta corriente.
No es que yo vea una continuidad entre materialismo dialéctico y neo-positivismo sino que estoy
convencido de que, el hecho de que ambas hayan comprendido la importancia de ciertos problemas y hayan
pericibido la gravedad de las dificultades que se encuentran en la tentativa por resolverlos, demuestran la utilidad
de una confrontación seria y crítica entre las soluciones por ellas intentadas. En particular, considero que es en
sumo grado útil para la comprensión del marxismo, saberlo ubicar en el cuadro general de los problemas
filosóficos de nuestra época más allá de Marx, Engels y Lenin. Así será mejor percibido su valor intrínseco y se
comprenderá, que cuando se habla de la muerte del marxismo, se alude, en realidad, a la crisis de la imagen
reductiva que se han formado algunos autores ligados más a una filosofía subjetiva e irracional que al auténtico
materialismo dialético.
1

SOBRE LA APLICACION DEL METODO DIALECTICO A LA HISTORIOGRAFIA DE LA


CIENCIA

CRITICA DEL MODELO DE THOMAS KUHN

1. Es bien conocida la importancia hoy atribuida, en la cultura de vanguardia, a las investigaciones científicas. Tal
importancia se debe, en primer lugar, al peso específico que la ciencia y la técnica están asumiendo en el mundo
contemporáneo y a la exigencia de rendir cuenta, seriamente, de este fenómeno, que -sea como fuera que se lo
valore- caracteriza sin duda en modo siempre más claro nuestra época no solo frente a la antigüedad y el
medioevo sino también en el corriente siglo. La importancia de aquella se debe, en segundo lugar, a la concepción
simepre más difundida de que, para comprender el real valor de las disciplinas científicas, no basta analizar en
abstracto la composición de sus teorías y la articulación de sus métodos, sino que es necesario además, estudiar los
desarrollos que ellas concretamente han alcanzado con el transcurrir del tiempo sea ésto en función de la dialéctica
interna de las investigaciones o bien, en función de las transformaciones repentinas de las concepciones filosóficas
y de las estructuras sociales.
Asimismo, es notable la gran cantidad de investigaciones dedicadas, por ejemplo en los países de habla
inglesa al análisis de los caracteres que distinguen en general el desarrollo de la ciencia, y que por ello llegan a
constituir la guía metodológica de la historiografía científica. Ellas han dado lugar a encendidos debates, aún no
concluidos, en los cuales se encuentran envueltos historiadores de la ciencia, filósofos e investigadores científicos.
En mi opinión, por lo menos hasta hoy, los estudiosos de inspiración marxista han contribuido demasiado
poco al desarrollo de tales debates. Ellos se han limitado, cuando más, a reafirmar la tesis -sin duda, válida, más
sustancialmente genérica- que la historia de la ciencia va ligada a la historia de la sociedad, en cuanto la ciencia,
como cualquier otro fenómeno superestructural, no puede ser comprendida sin una directa referencia a la
estructura que está en la base. Parece en cambio haberse atribuido escaso relieve a la tesis, varias veces expresada
por Lenin, según la cual la historia de la ciencia es el banco de prueba de la dialéctica; tesis que parece plantear
una explícita invitación para aplicar el método dialéctico al estudio de la historia de la ciencia, porque esta
aplicación podrá iluminarnos el significado profundo de tal historia y podrá, al mismo tiempo, constituir una
válida confirmación del valor de la dialéctica.
El presente estudio se propone llenar en parte esta laguna, tomando en examen el modelo de desarrollo de
la ciencia propuesto por kuhn, que hoy constitituye, justamente, uno de los puntos de referencia de mayor
autoridad para quien quiera profundizar los problemas arriba señalados. Los relieves críticos sostenidos contra tal
modelo, cuyo valo no intento ciertamente disminuir, atienden a iluminar las ventajas que trae el intento por
encuadrar el concepto de «revolución científica», oportunamente ampliado, en una interpretación dialéctica
general del desarrollo de la ciencia.

2. Antes de exponer los relieves críticos recién subrayados, considero oportuno señalar, de un modo por demás
esquemático, los puntos más característicos de la concepción kuhniana.
El fundamento de esta concepción está constituido por la noción de paradigma, o al menos estaba
constituida por ella en la primera formulación que Kuhn dio de su propio pensamiento (es decir, en la primera
edición de la obra The Structure of Scientific Revolutions, 1962). A tal noción hace en efecto referencia la
famosa distinción kuhniana entre períodos de ciencia normal y revoluciones científicas.
Durante los períodos de ciencia normal la comunidad científica acepta -según Kuhn- un determinado
paradigma o un conjunto de paradigmas unidos entre sí y busca aumentar su alcance y precisión. Ella se
encuentra, así, frente a problemas formulados con claridad (a los cuales Kuhn atribuye el nombre de enigma) y
sin solución en el marco del paradigma, o de los paradigmas, en cuestión; pero se tiene la certeza de poder
resolverlos sin salir de tal marco. Y en efecto, algunos se resuelven pero, no todos.
No obstante, en un determinado momento se encuentra constreñida a reconocer que «en cierto modo la
naturaleza ha violado las expectativas inducidas por el paradigma y que rigen a la ciencia normal»; toma por ello
conciencia de una «anomalía». Este hecho suele indicar el inicio de una crisis de la ciencia normal que había
imperado casi sin desacuerdos hasta aquel momento. Sin embargo advierte que «no siempre una anomalía
persistente y reconocida produce una crísis»; para que esto ocurra deben intervenir otras circunstancias (de
caracter práctico, por ejemplo) diferentes de caso en caso, que la hicieron aparecer «como algo más que
simplemente un nuevo enigma de la ciencia normal». Sólo cuando se verifican circunstancias de este género se ha
iniciado verdaderamente «la transición a la crisis y a la ciencia extraordinaria».
1

La resolución de una crisis (en el sentido recién explicado de este término) constituye aquello que Kuhn
llama una «revolución científica», caracterizada por la destrucción del viejo paradigma y por la sustitución por un
paradigma completamente nuevo.
Muy numerosos son los ejemplos, proporcionados por nuestro autor, de auténticas crísis y sucesivas
revoluciones científicas. Es necesario, francamente, reconocer la notable capacidad de Kuhn al describir tales
fenómenos siguiendo sus diversas fases, con frecuencia, bien significativos y siempre de gran interés tanto para
los especialistas en historia de la ciencia como para los no especialistas. La atracción de su obra es así notoria y es
inevitable señalarla.
Naturalmente este atractivo no impide que lleguemos a sostener algunas objeciones contra la concepción
recién delineada. Nos limitaremos a mencionar dos, pero sin empeñarnos con su análisis. Como trataremos de
aclarar en los próximos parágrafos, nuestros relieves críticos consistirán en efecto sobre temas notablemente
diversos.
La primera de las dos objeciones se centra en el hecho de que Kuhn adoptó la noción de paradigma en
sentidos demasiados diversos entre sí. Kuhn mismo ha reconocido en la Postdata incorporada a la segunda
edición de la obra «The Structure of Scientific Revolutions» (1970)(5), lo fundado de esta crítica y ha buscado
ponerse a resguardo distinguiendo los dos sentidos principales en los cuales se ha usado (en la primera edición) el
término en examen. Su esfuerzo por caracterizar y profundizar estos dos sentidos revela una indudable seriedad y
puede decirse que en gran parte lo logra.
La segunda de las dos opciones recién señaladas se refiere en cambio a la acusación de irracionalismo:
irracionalismo que se manifestaría sobre todo en el análisis que Kuhn realiza del proceso a través del cual la
comunidad científica -cuando una profunda crisis ha hecho emerger un nuevo paradigma- se encuentra con el
deber de escoger entre éste y el antiguo paradigma. Según algunos críticos la afirmación kuhniana de que las dos
ciencias separadas por una revolución científica serían entre si «inconmensurables», parece sugerir la idea de que
la elección entre una y otra (es decir, entre los paradigmas de los cuales depende) sería exclusivamente confiada a
factores carentes de cualquier objetividad.
Si bien, como resultado de los próximos parágrafos, también comparto la acusación a Kuhn de
irracionalismo (o más bien de subjetivismo), considero sin embargo que debe fundamentarse sobre otros
argumentos y confieso por lo tanto que las consideraciones que él adopta para esclarecer el auténtico sentido de la
elección -para nada irracionales- entre teorías «inconmensurables» (en el sentido poco antes señalado) me parece
sustancialmente satisfactorias. Para un análisis breve y claro de estas consideraciones me permito recomendar el
artículo de Enrico Bellone titulado Thomas Kuhn e il libro della natura (publicado por la revista «Scientia»,
fasículo V-VIII de 1978), artículo cuya fuerza viene de un atento examen de la obra de Kuhn The essential
Tension (1977).

3. Antes que nada creo que debo hacer una breve observación. A pesar de que Kuhn sea un crítico muy suave de la
vieja interpretación «acumulativa» del crecimiento de la ciencia, en realidad parece incontestable que busca
conservarla cuanto más le es posible. En efecto , por un lado declara explícitamente que «la transición de un
paradigma en crisis a uno nuevo, del cual pueda emerger una nueva tradición de ciencia normal, no es para nada
un proceso acumulativo», por otro lado sin embargo reconoce de un modo también explícito que «la investigación
normal es acumulativa». En otros términos: el crecimiento de la ciencia tendría lugar generalmente por
acumulación, y sólo de tanto en tanto este proceso sería interrumpido por cambios no acumulativos representados
por las revoluciones científicas que implican el abandono de un paradigma y su sustitución por otro.
Aqui mismo comienza a delinearse la diferencia existente entre la concepción kuhniana del crecimiento
de la ciencia y una concepción de tal crecimiento que se inspira en el materialismo dialéctico. En efecto, para el
materialismo dialéctico la contradicción es el motor de todos los procesos de desarrollo, y por consiguiente
también del desarrollo de la ciencia normal; de donde se sigue que también en este desarrollo se deberá hablar de
revoluciones o de «cambios» vinculadas a tales contradicciones.
Precisamente encontramos algo bastante semejante en el mismo Kuhn. Esto se da, al menos en mi
parecer, cuando él habla de «cambios más importantes» y de «cambios más exiguos» de un paradigma, y añade

(5)
La traducción italiana de la primera edición es publicada por el editor Einaudi en 1969; la de la segunda edición que incluye la Postdata, en 1978. Es de ésta que hemos tomado las citas referidas. [Hay
traducción en castellano sobre la 2ª edición en inglés La estructura de las revoluciones científicas, F.C.E, México, 1971].
1

que las pequeñas revoluciones científicas producto de estos últimos tipos de cambio «se hacen sentir sólo sobre
los miembros de una profesión especializada» mientras que «a los extraños puede parecerles partes normales de
un proceso de desarrollo».
En el primer parágrafo de la Postdata de 1970,(6) Kuhn vuelve sobre este tema, reafirmando que existen
aquellas revoluciones científicas que no comportan grandes cambios y, particularmente, por esto, pueden no
mostrarse revolucionarias a quien está fuera de una particular comunidad científica.
Está claro que, a propósito de estas revoluciones «menores» no se podrá sostener que ellas implican,
como la mayoría, auténticas «transformaciones de la estructura conceptual a través de la cual los científicos miran
al mundo».
Ahora bien, el materialismo dialéctico está claramente preparado para reconocer el caracter
revolucionario de todos los cambios en los cuales se produce una mutación de paradigma, aún cuando se trate de
una mutación exigua. Mas particularmente por este reconocimiento, él no está dispuesto a admitir que los períodos
de ciencia normal esten del todo privados de cambios revolucionarios.
Con frecuencia Kuhn identifica la noción de ciencia normal con la de tradición científica y considero que
esta identificación es seguramente aceptable. Sin embargo, creo que ella termina por introducir en la noción de
ciencia normal una riqueza de articulaciones que parecía excluida de la primitiva definición kuhniana.
Es sabido por todos cuan vago es el concepto de tradición en el arte, en la filosofía, en la religión, etc.
¿Podemos afirmar, por ejemplo, que la pintura de Giotto pertenece a la tradición de los artistas medievales, o que
la filosofía de Spinoza pertenece a la tradición del pensmeiento judio?. Probablemente sí, pero con una condición:
que el hecho de reconocer tal pertenencia no nos conduzca a negar el cambio radical que Giotto o Spinoza han
producido en la pintura y la filosofía.
Pues bien, algo semejante parece obviamente que puede reiterarse para la tradición científica. Entonces, la
identificación del concepto de ciencia normal con aquella de tradición científica tendrá asimismo como
consecuencia, que en la ciencia normal son posibles los auténticos cambios radicales. Pero esta es precisamente la
tesis sostenida por el materialismo dialéctico, que parece sin embargo excluida por Kuhn.

4. Junto a esta cuestión creo que debo observar que la acusación de subjetivismo puede ser dirijida contra Kuhn no
tanto por los motivos señalados al final del parágrafo 2, cuanto por la indeterminación con la cual él habla de la
distinción entre cambios (de paradigma) importantes y cambios exiguos, entre grandes y pequeñas revoluciones,
entre «sustitución de paradigma parangonable a la revolución copernicana, a la newtoniana, a la química o a la
einsteiniana» y «cambios de paradigma un poco más moderados que atienden a un campo especializado más
limitado y que son productos de la teoría ondulatoria de la luz, la teoría dinámica del calor o la teoría electro
magnética de Maxwell».
En efecto, si no se enuncia un criterio objetivo para estudiar la importancia del cambio del paradigma, es
difícil negar que tal valoración vendrá a depender, esencialmente, de los gustos personales (o de la preparación
específica) del individuo que valora.
Reflexionando detenidamente sobre este problema, me parece que es casi imposible establecer una
confrontación auténticamente objetiva entre la importancia de dos revoluciones científicas verificadas en tiempos
distintos o en disciplinas no homogeneas entre sí. Sin duda los casos citados por Kuhn (revolución copernicana,
newtoniana, etc.) suelen ser tomados, de igual modo, como ejemplos de revoluciones científicas fundamentales,
sin embargo, en estos casos, también se trata de un juicio más bien intuitivo que seriamente argumentado. Pero,
¿quién podrá sostener, desde un punto de vista no puramente subjetivo, que aquellas revoluciones son más (o
menos u otro tanto) importantes que otras, como por ejemplo la revolución harveyana concerniente a la
circulación de la sangre, o aquella freudiana que atañe al descubrimiento del inconsciente o a la cantoriana
referida al descubrimiento de los números cardinales infinitos?.
Agregaré que la indeterminación ya señalada no presenta sólo lados negativos sino algún lado positivo, en
cuanto permite una interpretación más elástica, más articulada, de la noción de revolución científica. En efecto, si
la noción que nos proporciona Kuhn (aquella de cambio de paradigma) es sin duda clarificante y estimulante, en
cuanto se la toma como apropiada ante la imposibilidad de interpretar el desarrollo de la ciencia como proceso
permante acumulativo, ella tiene, al mismo tiempo un aspecto rígido y esquemático para ser aplicada
mecánicamente a todos los cambios significativos de la historia de la ciencia; y la indeterminación de la cual

(6)
Se refiere a la Postdata: 1969 que Kuhn incorpora a la 2ª edición inglesa de The Structure of Scientific Revolutions, 1970, University of Chicago Press, Chicago. (N.T.)
1

hemos hablado parece, por lo señalado, idónea para corregir en parte tal rigidez y esquematismo.
En otras palabras: la fenomenología de las revoluciones científicas es más variada y también más rica que
la proporcionada por nuestro autor. Ello va de los casos en los cuales la nueva ciencia deriva de la exigencia de
superar una contradicción interna en la vieja ciencia (como la contradicción que emerge de la matemática
pitagórica por el descubrimiento de segmentos inconmensurables entre sí), a los casos en los cuales la nueva
ciencia deriva, en cambio, de la exigencia de superar una contradicción que emerge entre algunas consecuencias
de la vieja ciencia y la intuición ordinaria (como la contradicción representada por la curva de Peano que completa
un cuadrado entero) a aquellos en los cuales la misma ciencia hace una gran innovación de caracter técnico (como
la construcción de las modernas calculadoras electrónicas que han revolucionado no sólo las matemáticas sino
también, casi todas las ciencias hoy más avanzadas), etc.
La variedad de los casos indicados y de muchos otros que podríamos citar, nos sugiere no tomar al pié de
la letra la definición kuhniana de revolución científica, así como en el parágrafo anterior no tomamos literalmente
lo de ciencia normal. Quizás la definición Kuhniana de revolución científica llegue a ser apropiada para los
caracteres de las revoluciones que Kuhn califica como importantes; sin embargo, es difícil sostener que ella
resulte válida para todos los cambios científicos calificados como revolucionarios.
El resultado que parece obtenerse de estas consideraciones es que el concepto de revolución científica
debe ser relativizado a las diversas circunstancias en las cuales se piensa que debe ser aplicado. Particularmente
esta relativización nos permitirá, por un lado, hacer un uso más amplio de aquel efectuado por Kuhn, del otro lado,
nos pondrá en guardia para advertirnos el único punto en el cual la ciencia crece no acumulativamente; tesis esta
última, que da lugar a afirmaciones no por extrañas, desatendibles.
Nos limitaremos a un ejemplo. Kuhn afirma que no bien Galileo observó una piedra en caida libre desde
el punto de vista del nuevo paradigma, por él introducido para el estudio del movimiento, las leyes que gobiernan
tal caida se le revelaron «ya casi a primera vista». Trátase de una afirmación que quiere ilustrar la extraordinaria
eficacia de un radical cambio de paradigma (es decir, de una revolución científica en el sentido kuhniano de este
término); es de lamentar, sin embargo, que los hechos se hayan desenvuelto de un modo muy distinto. En un
primer momento, en efecto, Galileo considera que la velocidad de la piedra aumenta de modo directamente
proporcional al espacio recorrido (desde el punto de partida) y sólo en un segundo momento -es decir, luego no de
una, sino de varias observaciones- llega a concluir que la velocidad aumenta proporcional al tiempo (desde el
instante inicial a la caida).

5. Podemos ahora retomar, brevemente, el examen del problema de la distinción entre revoluciones científicas más
o menos mayores, más o menos importantes. Ya se ha dicho que Kuhn no nos proporciona un criterio objetivo en
base al cual efectuar tal distinción. Una lectura atenta de sus páginas parece, sin embargo, sugerir una valiosa
indicación: la importancia de las revoluciones científicas puede ser determinada en base a la importancia de las
transformaciones que con el tiempo ellas producen en nuestra concepción del mundo.
Ahora bien, sentimos que, de algún modo, podemos declarar que estamos sustancialmente de acuerdo con
este señalamiento. En otras palabras: estamos de acuerdo en considerar que para decidir la importancia de una
revolución científica, debemos ubicarla en el marco general del desarrollo de nuestras ideas científicas y
filosóficas y más aún, añadiendo nuestras conquistas técnicas, vinculadas más o menos directamente a las
científicas, además de la vida social en su conjunto. Está claro por ejemplo que la importancia de la revolución
copernicana puede ser comprendida en su integridad en tanto tengamos en cuenta la influencia que ella ejerció
sobre las ideas filosóficas y filosófico-religiosas de la época, además de la que se dio indirectamente sobre las
mismas concepciones morales del hombre que no podía hacer menos que transformarse profundamente cuando
supo que no ocuparía más el centro del universo.
Se trata de un criterio no mecánico sino dialéctico, que hace referencia a las conexiones, muy articuladas,
entre la revolución científica tomada en examen y el decurso de la historia considerada en su complejidad. Y
parece lícito afirmar que este sea un criterio objetivo en los límites de los cuales estamos dispuestos a reconocer -
como está dispuesto a reconocer el materialista dialéctico- una efectiva objetividad a la historia.
Obviamente la importancia mayor o menor, que este criterio nos autoriza a atribuir a una revolución
científica no es una propiedad de tal revolución considerada en si misma, sino considerada en sus relaciones con
algunos aspectos externos a ella: por ejemplo en sus relaciones con los «miembros de una profesión
especializada» (para usar una expresión ya antes referida por el mismo Kuhn), con los estudiosos de filosofía o
con las personas interesadas en las aplicaciones técnicas y en las transformaciones que ellas producen en la vida
social.
1

Y es, asimismo, obvio, que en la mayoría de los casos esta importancia no se revelará inmediatamente,
apenas publicada la obra en la cual, nosotros, hoy hacemos resaltar la revolución en palabras (ya se trate de De
revolutionibus orbium de Copérnico o de la monografía Zur Elektrodynamik bewegter Körper de Einstein).
Por el contrario, será necesario un tiempo más o menos largo para que se reconozca que aquella revolución era
verdaderamente una revolución en el sentido definido por Kuhn. Es decir, que rompía con una vieja tradición
científica para iniciar otra.
El mismo Kuhn habla de resistencia «obstinada y terca» de la comunidad científica para aceptar un
cambio de paradigma; de «conversiones» (a los nuevos paradigmas) que exigen frecuentemente una generación
completa. Pero nosotros decimos aquí algo más: no hablamos sólo del tiempo necesario para persuadir a la
comunidad científica para abandonar un antiguo paradigma y sustituirlo por uno nuevo; hablamos del tiempo (a
veces más extenso que una o dos generaciones) que es necesario para valorar la importancia de una revolución
científica, para decidir qué es lo que ella ha cambiado en nuestro modo de ver el mundo. En una página muy
interesante del volumen que estamos examinando, Kuhn afirma que si el nuevo paradigma «es uno de aquellos
destinados a imponerse, el número y la fuerza de las argumentaciones a su favor aumentarán». Nosotros creemos
que podemos interpretar su pensamiento precisando que sólo el decurso del tiempo será capaz de decirnos si el
nuevo paradigma está o no destinado a triunfar (es decir, si sólo entre los especialistas de una determinada
disciplina o entre todas las personas que poseen una cierta cultura). En otras palabras, este «ser destinado», no es
una propiedad que pueda ser recabada analizando abstractamente un paradigma: ella puede ser reconocida sólo
ubicando este paradigma en la totalidad completa de una cultura (científica y no sólo científica) y estudiando los
efectos que haya producido, no sólo en un determinado momento, sino a lo largo de un período más o menos
amplio.

6. Recapitulando los distintos puntos de nuestro análisis podemos finalmente, intentar esbozar una conclusión.
La imagen que Kuhn delinea del crecimiento de la ciencia como una alternancia de períodos de ciencia
normal y de revoluciones científicas, si bien es atractiva, no resulta del todo satisfactoria. Ella aparece demasiado
lineal, demasiado simple: 1) en efecto, no tiene suficientemente en cuenta la existencia junto a las revoluciones
científicas calificadas como «mayores» en tanto capaces de transformar nuestra misma concepción del mundo, de
otro tipo de revoluciones científicas que él califica como «menores» en cuanto que su peso puede ser tomado sólo
por los especialistas de ésta o aquella disciplina particular, pero que en realidad - como nosotros observamos- han
ejercido y ejercen una influencia no menos profunda sobre el desarrollo de la ciencia y de la misma sociedad; 2)
no tiene acabadamente presente que no existen criterios absolutos (metahistóricos) para la distinción de esos dos
tipos de revoluciones, ya que la importancia (más o menos grande) de una revolución científica puede ser juzgada
sólo considerando los resultados (de cada género) que ella produce en un intervalo de duración no establecido a
priori.
En efecto, en una revolución científica se intrincan los factores más diversos y ella misma produce efectos
muy diferentes. La revolución einsteiniana es un típico caso en el cual se entrelazan por lo menos dos factores
diferentes: las críticas (que a su vez podemos considerarlas revolucionarias) sostenidas por Ernst Mach contra la
mecánica de Newton (en particular contra la postulación, por parte de Newton, de un espacio absoluto) y el
desarrollo (que podemos considerar «de ciencia normal») del electromagnetismo encontrado fortuitamente en la
anomalía producida por la imposibilidad de demostrar el movimiento de la tierra respecto al eter. A su vez, la
revolución einsteiniana demostrará, años más tarde, su real importancia tanto en la física (por ejemplo, en la
determinación del movimiento de los electrones en torno al nucleo) como en la astronomía, en la filosofía, etc.
Esto mismo puede repetirse para la revolución cantoriana en cuyo nacimiento ejercieron una influencia
determinante tanto las anomalías del infinito actual (descubierta hace siglos pero evidenciado de modo particular
por Bolzano hacia la mitad del Siglo XIX) como los resultados (con todo derecho calificados como
revolucionarios) alcanzados por las investigaciones (Weierstrass, Dedekind, Peano, etc.) en la aritmética de los
números enteros, racionales, reales; revolución -como la de Cantor- que a la vuelta de los años, demostró su real y
extraordinaria fecundidad en la matemática, en la lógica, en el estudio del llamado problema de los fundamentos y
en la misma filosofía.
Si bien el esquema kuhniano no es aplicable, sino por laboriosos artificios, a muchos casos como los
mencionados, parece que éste, de algún modo, aun proporciona una valiosa sugerencia: la sugerencia de analizar
con el máximo cuidado todos los cambios de paradigma -sean ellos grandes o pequeños- que constelan el
desarrollo de la ciencia. Se trata, como hemos sostenido en páginas precedentes, de cambios mucho más
frecuentes de lo que Kuhn parece imaginar; y, podemos ahora agregar, de cambios imbricados los unos con los
1

otros, influenciandose profundamente y de modo accidental, de donde no resulta facil decidir cuál de ellos debe
ser considerado como primario. Tal como se presentan las cosas, considero que está mucho más vinculado con la
efectiva realidad del desarrollo de la ciencia, afirmar que se trata de un desarrollo dialéctico o, para ser más
precisos, del desarrollo de la «unidad dialéctica» constituida por todas la investigaciones científicas y
tecnológicas: investigación de las cuales podemos decir -retomando una célebre afirmación de Quine- que en
algunas partes están más o menos vinculadas entre si de un modo vago pero que, ciertamente, ninguna parte está
excluida de conexiones.
La ventaja de una historiografía de la ciencia inspirada en el materialismo dialéctico respecto a una
historiografía de la ciencia inspirada en el modelo kuhniano, reside en el hecho de que el materialismo dialéctico
mismo rechaza, por principio, aislar las teorías científicas de la «unidad dialéctica», de la cual ya hemos hablado -
es decir, de aquello que en otra oportunidad he llamado el «patrimonio científico-técnico»(7)- logrando así,
aprehender el caracter auténticamente radical de algunos cambios que, según el criterio del canon kuhniano no se
equiparan a las verdaderas revoluciones (no los equipara o porque los vincula con cambios paradigmáticos poco
importantes o bien, porque lo vincula al cambio de un conjunto de paradigmas poco relacionados entre si, por no
poder caracterizar una determinada fase de la ciencia).
Si se piensa, por ejemplo, en lo que ha significado para la ciencia de nuestra época la introducción en gran
escala de los llamados «modelos matemáticos»: introducción que -como es bien conocido- ha permitido dar un
verdadero salto cualitativo a la física, la biología, la ingeniería, la economía, etc. ¿Podemos hablar, a proposito de
esto, de auténtica revolución?. O bien, ¿deberíamos negarle este título porque concierne más a la metodología de
la investigación que a la concepción del mundo?. Es decir, ¿por qué concierne más al patrimonio científico-
técnico que a ésta o aquella teoría singular?.
Para aclarar el sentido de esta pregunta, puede ser útil hacer una breve llamada explicativa. Un «modelo
matemático» consiste -como todos saben- en una serie de relaciones (algebraicas, diferenciales, integrales, etc.)
dirigidas a representar esquemáticamente el comportamiento -estático o dinámico- de un sistema real con el
propósito de que la elaboración matemática de tales relaciones nos proporcione un análisis, lo más preciso posible,
del sistema en examen adecuado al objeto (de estudio o aplicación) para el cual ha sido ideado el modelo en
consideración. Mas es conocido que esta «ideación» es, sustancialmente, el fruto de una intuición de orden
práctico, mientras que la elaboración de aquellas relaciones constituyen una tarea de específica naturaleza
matemática (requiriendo procedimientos con cálculos altamente refinados no factibles antes de que entren en uso
las modernas calculadoras) a la que se debe agregar, de todos modos, un conjunto de esmeradas pruebas
experimentales para la investigación de los datos básicos y la verificación de los resultados previstos por el
modelo.
Ahora bien, es el mismo caracter complejo, ya señalado, de los modelos matemáticos el que nos deja
perplejos en cuanto a la naturaleza, revolucionaria o no, del uso frecuente que hoy se hace de ellos.
Pero esta perplejidad está destinada a desaparecer en tanto se abandone el prejuicio (injustificado aunque,
muy difundido) de que el título de auténticas revoluciones científicas sólo puede ser atribuido a los cambios que
se producen dentro de una determinada disciplina (geometría, astronomía, mecánica, etc.) y no a los cambios que
implican a la totalidad del patrinomio científico-técnico. Se trata de un prejuicio que el materialismo dialéctico
rechaza decididamente; y es precisamente por ello que éste está dispuesto a reconocer con firmeza el caracter
auténticamente revolucionario de la actual introducción en vasta escala de los modelos matemáticos.
Personalmente considero que un reconocimiento como el señalado abre el camino a nuevas y fecundas
investigaciones de historia de la ciencia, pero subrayo que ello implica el abandono de la importante definición
kuhniana según la cual no se podrá hablar de revolución científica sino en los casos en los cuales se constata la
sustitución de un viejo paradigma por un paradigma totalmente diferente. Y precisamente implica que se renuncia
a ésta definición, no obstante fascinante, porque ella se revela -en el caso de los modelos matemáticos como de
muchos otros- del todo inadecuada a la inagotable riqueza de la historia concreta de la investigación científica.
Sin embargo, parece más justificado el intento por comprender esta realidad histórica concreta aplicando
categorías más flexibles que las usadas por Kuhn, y en particular la categoría leninista de «profundización»; es
decir, determinando caso por caso los caminos, fuertemente tortuosos, a través de los cuales los científicos se
esfuerzan por pasar de un nivel cognoscitivo dado a otro más preciso y mejor articulado, además de individualizar
el origen mismo de la dificultad emergente en los estadios precedentes.

(7)
Vease mi libro Scienza e realismo (Feltrinelli, Milano, 1977) en particular los capitulos I y II [hay traducción en castellano: Ciencia y realismo, Ediciones 62, Barcelona, 1980]
1

Estas profundizaciones nos permiten descubrir de modo inequívoco, según el materialismo dialéctico, la
existencia de la discontinuidad efectiva y variada en aquel complejo fenómeno histórico que denotamos
usualmemnte como «desarrollo de la ciencia». Se trata, a nuestro parecer, de una discontinuidad que puede asumir
las formas más diversas y que, precisamente a causa de esta inmejorable variedad de formas, se pueden encontrar
en todo el desarrollo científico-técnico, no sólo en los períodos caracterizados por el surgimiento de «grandes»
revoluciones científicas sino también, en aquellos que, en una primera mirada, aparecen menos tumultosos y que,
precisamente por ello, es frecuente calificar como «períodos de ciencia normal».
1

ALGUNAS REFLEXIONES CRITICAS SOBRE LA FILOSOFIA DE POPPER

1. Las posiciones de los estudiosos marxistas frente a Popper son muy diferentes, dado que algunos de ellos toman
en consideración casi exclusivamente su filosofía de la ciencia mientras otros, su filosofía de la política que se
centra en una clara condena al marxismo. Reservándonos discutir la separación o no de estos dos aspectos del
pensamiento del célebre filósofo, queremos preguntarnos antes que nada, cuáles pueden ser los motivos de la
singular dedicación con la que algunos marxistas atienden su filosofía de la ciencia.(8)
El motivo principal reside, a primera vista, en la confusión que ellos cometen entre la crítica de Lenin a
Mach y aquella de Popper a los neo-positivistas. Se trata de una confusión originada -como he tratado muchas
veces de demostrar- en los escasos conocimientos sobre el neo-positivismo y, en particular, de la función, en
notable parte positiva, que éste cumplió en la cultura filosófica-científica en los inicios de nuestro siglo.
En efecto, el neo-positivismo se nutre, sobre todo, de la exigencia de poner claridad en los conceptos y
principios de la matemática y de la física, eliminando de raíz el prejuicio, muy difundido en la segunda mitad del
ochocientos, con que la ciencia en general (y en particular la física como también, en consecuencia, la biología) se
enfrentaba a algunos problemas insolubles, cuya existencia demostraría que la conciencia humana tendría límites
insolubles. Ahora bien, creo que el esfuerzo por eliminar tales prejuicios no puede dejar de ser compartido por
todo marxista serio, tanto más que nosotros lo reencontramos enunciado con palabras similares en los textos de
Marx, Engels y Lenin.
Aquello que diferencia al marxista del neo-positivista es el método que se recorre para alcanzar tal fin.
El neo-positivista considera que este método debe consistir en el análisis lógico riguroso de los nexos que
vinculan entre sí los enunciados de una teoría y en la individuación del contenido empírico de los conceptos a los
cuales tales enunciados hacen referencia. Esta referencia al contenido empírico de los conceptos es presentada
como necesaria por los neo-positivistas, porque rechazan la apelación que los científicos y filósofos tradicionales
hacían a la evidencia (por ellos considerada equívoca e insegura).
Cualquiera que conozca un poco y seriamente las características de la «teoría de los elementos» de Mach
no puede menos que advertir la diferencia entre ella y el tipo de empiricismo (entendido como apelación al
contenido empírico de los conceptos) defendido por los neo-positivistas; de donde se comprende que también la
polémica contra aquella y contra ésta, no podrá sino presentarse como analogía demasiado superficial.
Pese a su brevedad, los señalamientos acerca del empiricismo de los neo-positivistas nos permiten ahora
analizar con cierta precisión el núcleo central de la crítica sostenida contra ellos por Popper. Esta puede resumirse
en dos puntos: 1) los neo-positivistas se ilusionan con poder eliminar, con su método, cada «residuo metafísico»
de la ciencia, es decir, cada cuestión insoluble porque está formulada mediante conceptos imprecisos, vacios de
contenido empírico; 2) además, se ilusionan con que las teorías científicas, así enmendadas, poseen un caracter
absoluto y por consiguiente, por así decir, una existencia fuera de la historia.
Tomada con atención y rápidamente, las dos críticas se reducen, al fin de cuentas, a una: aquello que
Popper contesta a los neo-positivistas, es la pretensión de que sea posible darle a las teorías científicas un
fundamento indiscutible, capaz de colocarlas por encima de toda duda (desde este punto de vista, su blanco
principal es Carnap, quien considera que se puede alcanzar tal fin reconstruyendo las teorías por medio de un
lenguaje formal lógicamente seguro).
De ahora en más, está claro por qué muchos marxistas se sienten próximos a la tesis señalada por Popper.
En efecto, en ellas reconocen una contribución a la humanización de la ciencia es decir, una contribución para
hacerla descender del mundo abstracto y neutral (donde habían pretendido ubicarla los neo-positivistas) al mundo
de la historia.
Un examen más escrupuloso, vendría todavía a poner en claro los límites de esta contribución y, por
consiguiente, a redimensionar la presunta afinidad entre el marxismo y la filosofía popperiana. No es el caso de
recordar que la alianza preponderantemente basada en tener un enemigo común (en este caso el enemigo común
sería el empiricismo) se revela muy poco sólida.
2. A continuación de su polémica contra el neo-positivismo, no pocos estudiosos de Popper, le han atribuido el
mérito de haber sido el primer autor que vió la inseparabilidad entre la filosofía de la ciencia y la historia de la
ciencia. Estos estudiosos tendrían razón si corrigiesen tal afirmación del siguiente modo: Popper fue el primer
autor formado en el ambiente neo-positivista (ésta, su formación es, en efecto, incontestable aunque Popper

(8)
Como prueba de ésto, bastará citar los muchos estudios dedicados a Popper por las revistas comunistas italianas y francesas; véase, por ejemplo, «Rinascita», 1976 y «La Pensée», 1979.
1

niega haber sido influenciado por tal ambiente) que tomó en cuenta dicha inseparabilidad. Sin embargo, ellos
cometen un error manifiesto, si hablan de «el primero en general».
En efecto, tal inseparabilidad fue sostenida, mucho antes de Popper, por varios otros autores como por
ejemplo Federigo Enriques en Italia, y gran parte de los epistemólogos franceses, para no hablar de Federigo
Engels. Es extraño que los méritos de Engels en este campo sean a menudo olvidados inclusive, por estudiosos
próximos al marxismo.
Pero los clásicos del marxismo no se limitan a subrayar la importancia de la historia de la ciencia
entendida como desarrollo dialéctico de las teorías científicas; ellos afirman que la ciencia no puede llegar a
comprenderse si no se inserta en la dinámica general del mundo natural y humano, y llegan a decir que la historia
de la ciencia es el banco de prueba de la dialéctica (Lenin).
Esta misma ampliación de la historia de la ciencia en el sentido ya señalado, permite al marxismo hacer
algo que parece no entrar directamente en los intereses de Popper: es decir, incluir en la historia de la ciencia
también la historia de la técnica, sobre la base de la tesis (fundamental para el materialismo dialéctico) de la
unidad dialéctica entre teoría y praxis.
Reservándonos volver con más amplitud sobre este argumento, comenzamos a advertir que la unidad de la
cual hemos hablado recientemente, nos ayuda a poner un puente sólido entre el desarrollo de la ciencia y aquel de
la sociedad, porque, notablemente, el desarrollo de la sociedad está indirectamente ligado al desarrollo de los
medios de producción es decir, precisamente, a los progresos de la técnica.

3. Pasando ahora a un tema más particular, podemos añadir algunas consideraciones sobre la polémica de Popper
contra la inducción, polémica que constituye uno de los puntos centrales de su anti-empirismo .
Según Popper, los neo-positivistas, y más aún, todos los empiricistas, aceptarían la tesis que la inducción
y sólo ella, es la que provee a los enunciados de la ciencia el caracter de verdad absoluta. Sin embargo, él observa
justamente que «el informe de una experiencia... o del resultado de un experimento puede ser solamente una
aserción singular y no una aserción general» (Logica della scoperta scientifica, trad. ital. Einaudi, 1970, pág. 6)
de donde se sigue que ninguna «ley científica» podrá estar basada en la inducción y por consiguiente, ninguna
podrá encontrar un lugar legítimo en la ciencia. «Los positivistas, en su ansia de destruir la metafísica destruyen
con ella la ciencia de la naturaleza; en efecto, las leyes científicas no pueden ser reducidas a aserciones empíricas
elementales». (ibid., pág. 16).
Ahora bien, aparte del hecho que los empiristas varias veces tomaron en cuenta esta dificultad, aparece
claro que la crítica de Popper va en contra de una objeción más bien grave. Ella, en efecto, da de lleno sólo sí se
postula que la ciencia, fundada en la inducción tendría «como fin un sistema de aserciones absolutamente ciertas e
irrevocablemente verdaderas». Pero, se trata de un postulado que no todos los empiristas están dispuestos a
admitir.
Por ejemplo Schlick, uno de los neo-positivistas contra el cual son dirigidos gran parte de los dardos
polémicos de Popper, está lejos de atribuir a los decubrimientos de la física el valor de verdad absoluta. Basta
mencionar para ello que él escribe en 1931 a propósito del principio de indeterminación de Heisenberg (uno de los
reultados más significativos de la mecánica cuántica): «En general, cuando hoy se considera que la pregunta del
determinismo se decide en su contra, se presupone que aquella ley de la naturaleza (el principio de Heisenberg) es
verdadera sobre toda duda. Que nosotros podamos ahora estar absolutamente seguros de esta ley, es un hecho que
todo científico prudente se cuidará bien de sostener» (Die Kausalität in der gegenwärtigen Physik, trad. ital. en
Tra realismo e neo-positivismo, El Mulino, Bologna, 1974, pag. 56).
La crítica de Popper contra el principio de inducción apunta, en última instancia, a negar que los
resultados de las observaciones empíricas puedan verificar los decubrimientos de la ciencia; y, como ya dijimos,
aquí él comete el error de considerar que, para que pueda calificarse como científicamente verificable un
descubrimiento, debería resultar absolutamente verdadero esto es, por encima de toda duda. Más aún: al hablar de
verificaciones, parece que él tiene en mente un procedimiento bien delimitado en el tiempo por ejemplo, un
experimento de laboratorio. Sin embargo, nosotros podemos objetarle que, si en algunos casos la verificación tiene
efectivamente lugar del modo señalado en cambio, en varios otros resulta muchos más compleja. En efecto, puede
darse por grados sucesivos, no solamente en laboratorio sino en el vasto mundo de la producción (en este caso los
materialistas dialécticos dicen que ella corresponde a la práctica social). Esto demuestra que ella es un proceso
esencialmente dinámico, capaz de conseguir el resultado deseado sólo por aproximaciones sucesivas. La
alternativa «verdad absoluta o absoluta no-verdad» se manifiesta, por consiguiente, sustancialmente ilusoria, no
adecuada a la flexibilidad de la real producción científica.
1

4. La inadecuación del esquema popperiano se revela también, con claridad, en esto que nos dice nuestro autor a
propósito del nacimiento de nuevas teorías, construidas para sustituir algunas teorías falseadas.
A su juicio, estas nuevas teorías, no pudiendo derivarse de la experiencia nacen, por así decir, de una
especie de intuición á la Bergson. Mientras, como nos recuerda el mismo Popper (op. cit., pag. 7), el neo-
positivista Reichenbach sostiene «que el principio de inducción es aceptado sin reservas por casi toda la ciencia, y
que en la vida cotidiana ninguno puede ponerlo seriamente en duda», según Popper «aunque se suponga que esto
fuese verdadero, yo sostendré también, que el principio de inducción es superfluo, y que no puede no conducir a
contradicciones lógicas». Esto consiste en el hecho que tal principio es a la vez una proposición general, que para
ser justificada tiene necesidad de un principio de inducción de orden superior y así hasta el infinito. En otras
palabras: no se puede recurrir al principio de inducción si no se supone, previamente, la hipótesis de la regularidad
de la naturaleza y precisamente por esto, tal regularidad no puede ser justificada mediante el antedicho principio.
Como confirmación de esta conclusión de Popper, podemos recordar que, si los iniciadores de la ciencia
moderna no ponían en duda la regularidad de la naturaleza, es sólo porque la justificaban con una tesis teológico-
metafísica: el mundo es regular porque ha sido creado por un dios racional. Ellos recurrían a la inducción
empírica, sólo para descubrir el tipo particular de orden vigente en cada sector de lo creado.
A diferencia de ellos, Popper hace algo más: afirma que se debe apelar a la metafísica no sólo para
justificar la existencia de una regularidad general del mundo sino también, para explicar el nacimiento de cada una
de las teorías científicas dirigidas a representar el orden específico que se manifestaría en cada sector particular de
la naturaleza.
Nuestro autor, por ejemplo, sostiene que fue el atomismo metafísico, y no la experiencia, lo que abrió
camino al moderno atomismo científico. A nuestro entender, sin embargo, él parece descubrir con esta tesis la
radical e insuperable diferencia existente entre los dos conceptos, y parece no tener en cuenta las observaciones
empíricas que, inductivamente generalizadas, condujeron poco a poco a los científicos de comienzos del
ochocientos a dar un sentido totalmente nuevo al término «átomo», introduciendo después junto a él (y muy
distinto de él) el término «molécula», y finalmente aquel de «partículas componentes del átomo» cuya
determinación experimental destruye el significado originario mismo de átomo (aquel de entidad indivisible).
Popper podría responder que él también admite el recurso de la experiencia pero sólo como prueba para
falsear las teorías acogidas -en una determinada época- por la comunidad de los científicos. Reservándonos volver
sobre el método popperiano de la falsación, podemos ahora comenzar a preguntarnos: él, al reducir la función de
la experiencia a aquella de falsear las teorías ¿no significa disminuirle, por demás, su peso e importancia?.
En síntesis: se tiene la impresión que negando todo valor al principio de inducción es decir, negando que
él cumpla alguna función en la invención de las teorías científicas, Popper termina por refutar uno de los dos
factores que ya Galileo había ubicado en la base del conocimiento científico (como es bien conocido los dos
factores eran: la experiencia prudente y la demostración segura). Sin duda no es facil explicar cómo tales dos
factores, distintos entre sí, puedan intervenir en el conocimiento científico integrándose el uno con el otro
(ciertamente, Galileo, no rehusó explicarlo); pero no parece lícito resolver este viejo problema con la cancelación
simple de uno de los factores (la experiencia).
Como ya hemos indicado en el segundo parágrafo, el materialismo marxista ha señalado un camino nuevo
y fecundo, para explicar el enlace entre la experiencia y el factor lógico-matemático en la investigación científica.
Este camino consiste en la valoración de la función de la técnica, que es condición de mediación de los dos
factores antedichos sin reducirse a uno u otro. Como es universalmente sabido, la técnica es un complejo de reglas
no rígidas a las cuales recurre el trabajador para proyectar y dirigir las operaciones, pero está siempre dispuesto a
modificar y corregir para adecuarlas a la realidad sobre la cual trabaja. Ellas son sugeridas por un lado, por la
teoría científica, pero por el otro, tienen muy en cuenta los datos empíricos, de modo que resulta ser una condición
para sostener nuevos problemas y esbozar posibles respuestas. Pretender separar en los procedimientos técnicos
esto que se debe a uno u otro de los dos factores de la investigación señalados por Galileo, sería una empresa
destinada al fracaso. Por el contrario, tales procesos revelan también, la presencia en la empresa científica de otros
factores tales como el económico, organizativo, etc. Podemos decir, concluyendo, que a través de ellos se realiza
uno de los más típicos ejemplos de unidad dialéctica entre teoría y práctica.

5. No obstante ser un encarnizado crítico del neo-positivismo, Popper hace suya la exigencia, característica del
programa neo-positivista, de encontrar un criterio capaz de distinguir la ciencia de la no-ciencia. No aceptó, sin
embargo, el criterio sostenido por los neo-positivistas consistente en calificar como científicas sólo las teorías
1

verificadas empíricamente. Lo sustituyó, en cambio, con el famoso criterio de la falsabilidad.


«Como criterio de demarcación no se debe adoptar la verificabilidad, sino la falsabilidad de un sistema.
En otras palabras: de un sistema científico no exigiré que sea capaz de ser seleccionado, en sentido positivo, de
una vez para siempre; pero exigiré que su forma lógica sea tal que pueda ser puesta en evidencia, por medio de
controles empíricos, en sentido negativo: un sistema empírico debe poder ser refutado por la experiencia.»
(Logica della scorpeta scientífica, cit. pág. 22).
Antes de adentrarnos en el examen de este criterio, permítasenos algunas precisiones históricas.
El uso de contraejemplos para demostrar que cierta conjetura generalmente considerada verdadera puede
ser, en cambio, modificada de un modo radical, era ya conocido, por centurias, en matemática; en este caso,
obviamente, el teorema no era falsificado por medio de una referencia a la experiencia sino sobre la base de una
confrontación con otros resultados matemáticos ya consolidados. Para convencernos de ello, basta corrernos hasta
las famosas «notas» añadidas por Peano en las separatas de los análisis de
Genocchi (del cual Peano era asistente en el penúltimo decenio del ochocientos); éstas, son ricas en ingeniosos
contraejemplos destinados a demostrar la necesidad de rechazar muchos teoremas «clásicos» o para corregirlos
con la ayuda de concepciones antes omitidas.
Pasando de la matemática a la física, me referiré, ahora, a Schlick. Hemos citado, en el tercer parágrafo,
un fragmento por el cual resultaba que él se cuidaba bien de atribuir un valor absoluto al principio de
indeterminación de Heisenberg, por el cual descubriría uno de los resultados fundamentales de la nueva física.
Ahora bien, inmediatamente después de aquel fragmento Schlick añade algunas reglas que parecen preceder la
propuesta de Popper, aunque éste se cuidó siempre de referirse a él: «las relaciones de indeterminación...
constituyen una parte integrante de la física cuántica, y debemos creer en su fundamento hasta que nuevas
observaciones no nos obliguen a una revisión» (enfatizado nuestro).
Hemos hecho estas precisiones históricas, y podemos agregar rápidamente otras, para poner en claro que
el recurso a la falsificación, sobre la cual Popper centra la metodología misma, no es una idea totalmente nueva.
Ella ya estaba presente en algunas investigaciones científicas de notable importancia: la verdadera novedad de
Popper es la de haberle dado un relieve totalmente nuevo, elevándola al rango de método general de la ciencia.
No me detendré para discutir las objeciones que desde varias partes ha motivado la propuesta de Popper y
las consecuencias de su interpretación «falibilista» de la ciencia. A mi parecer, en general, él nos ha dado
respuestas por demás satisfactorias; y, en particular, él ha respondido de un modo satisfactorio las objeciones
(sostenidas por los neo-positivistas) según las cuales nunca sería posible falsear una hipótesis ad hoc que anula
tales falsaciones.(9) Así también, no analizaré que ventajas se pueden obtener de la sustitución del así llamado
«falsacionismo sofisticado» de Lakatos a la forma primitiva de Popper. Mi discusión se centra, en cambio, sobre
temas generales que están en la base de la metodología de Popper, contraponiéndola a aquella inductivista.
Primero que todo, convendría resumir, para mayor claridad, cuáles son, según Popper, las etapas
fundamentales de la investigación científica: a) ideación de arriesgadas conjeturas para ser tomadas como base de
las teorías científicas, conjeturas no obtenidas por la observación empírica sino sugeridas por la fantasía, la
metafísica, la constatación del quiebre de otras teorías; b) catalogación de todas las consecuencias empíricas
deducibles de tales conjeturas; c) invención de estratagemas siempre más sutiles para falsear cualquiera de estas
consecuencias y de allí, demostrar la inaceptabilidad de las conjeturas iniciales de las cuales se derivaron,
abriendo con esto el camino a la construcción de nuevas conjeturas.
En conclusión, si bien se reconoce que Popper atribuye una función demasiado importante a la
experiencia en cuanto le asigna en el punto c) la delicada tarea de decidir si los hechos confirman o no todas las
consecuencias deducibles de las conjeturas, base de las teorías científicas, se necesita, al mismo tiempo, reconocer
que él atribuye una importancia, al menos igual, a otro tipo de actividades (a la fantasía o actividad análoga) que
sugieren al investigador ya sea las conjeturas para tomarlas como base de las teorías o bien, los estratagemas más
sofisticados para el control de las consecuencias.
Ya que se trata de una actividad eminentemente subjetiva surge, entonces, espontaneamente, la pregunta:
¿qué es lo que intenta afirmar nuestro autor cuando se califica como «realista crítico»?.

6. En lo que concierne al realismo -que se centra en la tesis según la cual existe algo independiente de nosotros-

(9)
Para una exposición analítica, más clara, de las reapuestas dadas por Popper a la pretendida no falsabilidad de algunas teorías científicas, remitimos al capítulo cuarto del volumen Popper e la scienza su
palafitte de Marcello Pera (Laterza, Bari, 1980).
1

debemos reconocer la honestidad filosófica de Popper, que admite con franqueza que, dada la posición de la cual
procede, no puede existir, para él, una prueba totalmente satisfactoria de tal corriente. No obstante, entre los
diversos argumentos aducibles a este fin, el más persuasivo le parece que es aquel basado en la constatación de la
falsibilidad de las teorías científicas. «Las teorías -escribe en Congetura e confutazioni (trad. ital. Il Mulino,
Bologna, 1969, pag. 202)- son nuestras invenciones, nuestras ideas; ellas no nos son impuestas, son instrumentos
del pensamiento construidos por nosotros mismos: ésto ha sido visto claramente por los idealistas. Pero algunas de
estas teorías pueden resultar en conflicto con la realidad, y cuando esto sucede, constatamos que allí está la
realidad, que existe algo que nos recuerda que nuestras ideas pueden ser erradas. He aquí por qué el realista tiene
razón».
En otros términos, nos convecemos que existe una realidad, no porque estemos en condiciones de hacer
una descripción «verdadera», sino porque existen aquellos casos en los cuales, la descripción que hemos hecho, se
demuestra falsa. De aquí la importancia también filosófica del hecho que todas nuestras teorías son refutables, es
decir que los resultados por ellas alcanzados no son nunca definitivos. Esta permanente refutabilidad es el caracter
que Popper denota con el atributo «crítico» que adjunta al sustantivo «realismo».
Pero ya observamos, en los primeros parágrafos, que la tesis de la permanente refutabilidad de las teorías
no es totalmente nueva como tampoco exclusiva de nuestro autor. La encontramos, por ejemplo, en Lenin y, en
general, en los seguidores del materialismo dialéctico. Obviamente, esto no disminuye el mérito de Popper que la
ha colocado en el centro de su propia concepción filosófica; se dice, sin embargo, que él habría conmovido más si
hubiese dedicado parte de su propio análisis a realizar un análisis esmerado de la analogía y la diferencia entre la
tesis de la permanente refutabilidad de las teorías científicas como es argumentada por él y los materialistas
dialécticos. Semejante análisis, entre otros, lo habría hecho más cuidadoso de pronunciar un juicio netamente
negativo sobre los materialistas, juicio que resulta, a menudo, apriorístico y dogmático.
La cuestión resulta ahora más clara si tenemos presente la concordancia de la posición que Popper y los
llamados materialistas asumen frente al pragmatismo. En efecto, unos y otros interpretan esta corriente como una
forma de idealismo y, en cuanto tal, la critican severamente.
Pero los materialistas dialécticos hacen algo que Popper no hace, porque condenando decididamente cada
forma de pragmatismo e instrumentalismo alcanzan, sin embargo, a comprender el fondo del problema que se
pone en claro: este es el problema de la relación entre praxis y teoría. En efecto, sostengo que se trata de
relaciones muy complejas, que no se resuelven reduciendo la verdad al acontecimiento práctico pero tampoco,
excluyendo a priori que la verificación práctica (sobre todo si se refiere a la praxis social, que ya hemos señalado
en el tercer parágrafo) posea un cierto peso en el desarrollo de la investigación científica.

7. El problema del realismo no se confunde con el del objetivismo, en tanto el primero es un problema ontológico,
el segundo, gnoseológico. Para tratarlo, Popper se referirá a Bernard Bolzano, autor de la distinción de las
aserciones entre sí, y los procesos subjetivos del pensamiento.
Esta distinción que lleva a nuestro autor a la famosa teoría de los tres mundos retoma, en cierto sentido, la
polémica de los neo-positivistas contra el psicologismo dando una formulación muy diferente. Mientras el primer
mundo es aquel de los objetos físicos, el segundo es el mundo de los procesos subjetivos del pensamiento, el
tercero, en cambio, es el mundo de los contenidos del pensamiento. De particular importancia es la relación entre
el segundo y el tercer mundo: «los pensamientos, en el sentido de contenidos o aseveraciones y los
pensamientos, en el sentido de proceso de pensamiento pertenecen a dos mundos enteramente distintos...
cualquier cosa se puede pensar acerca del estatus de estos tres mundos... parece ser de la máxima importancia,
ante todo, distiguir tales mundos lo más nítido y claro posible... A tal punto es la distinción entre el segundo y
tercer mundo que debe ser puesta en claro» (Autobiografia, trad. ital. Armando Armando, Roma, 1976, pag. 186).
Según Popper, el conocimiento del segundo mundo es irrelevante para el estudio del conocimiento científico (los
neo-positivistas pronunciaban un juicio análogo de irrelevancia sobre el conocimiento de los estados psicológicos
que acompañan al conocimiento científico); lo que importa, en cambio, es el conocimiento de las relaciones
lógicas entre los objetos del tercer mundo, o sea entre los contenidos del pensamiento.
A primera vista se puede considerar que el científico se interesa solamente en los objetos del primer
mundo, sin embargo «está claro que cualquier interesado en la ciencia debe estar interesado, también, en los
objetos del tercer mundo. Un físico, al comienzo, puede estar interesado principalmente en los objetos del primer
mundo... Pero, inmediatamente, deberá tomar en cuenta cuánto esto depende de nuestra interpretación de los
hechos o sea, de nuestras teorías y, por consiguiente, de los objetos del tercer mundo. Del mismo modo un
historiador de la ciencia, un filósofo interesado en la ciencia, debe ser, a la larga, un estudioso de los objetos del
1

tercer mundo. Va de sí que él puede también, estar interesado en las relaciones entre la teoría del tercer mundo y
los procesos del pensamiento del segundo; pero estos últimos, le interesan, sobre todo, en su relación con las
teorías o sea, con los objetos que pertenecen al tercer mundo» (Autobiografia, cit. pág. 188).
El fin de esta teoría de los tres mundos es de ahora en más, notoria, en tanto ella apunta manifiestamente a
evitar las interpretaciones subjetivo-psicologistas (a las cuales nos hemos referido en el parágrafo 5) de la
metodología de Popper. Sin embargo, no se necesita creer que ella aporta una auténtica contribución a la defensa
del realismo en el sentido ontológico del término. Popper mismo lo aclara poco después de haber expuesto los
lineamientos generales de su teoría: «Pienso que el tercer mundo es esencialmente el producto de la mente
humana. Somos nosotros los que creamos los objetos del tercer mundo... Este tercer mundo es tan real como los
otros productos humanos, tan real como un sistema de codificaciones, un lenguaje; tan real como (o quizás más
real que) una institución social como la universidad o el cuerpo de policía» (Autobiografia, cit. págs. 191-192).
A pesar de estas hermosas declaraciones, parece innegable que la teoría popperiana de los tres mundos
comporta, al menos en lo que concierne a la epistemología, la consecuencia de alejarla del ámbito real de los
objetos concretos del primer mundo y de la actividad práctica que se desarrolla en él. Esto constituye un punto
donde aparece más manifiesta la total incompatibilidad entre la filosofía de Popper y el marxismo que rechaza, por
principio, a separar la actividad cognoscitiva (de la ciencia y de la epistemología) del mundo en el cual vivimos y
trabajamos.
8. Consideramos oportuno, en este punto, volver a reflexionar sobre el significado general del criterio de
falsabilidad.
A primera vista podría parecer que este guarda una cierta analogía con el criterio de verificabilidad de los
neo-positivistas, en cuanto atienden al mismo fin (de caracterizar exactamente el conocimiento científico) si bien
siguiendo una vía antitética. Pero Popper inmediatamente observa que la analogía es más aparente que efectiva ya
que, si se examina bien la cuestión, se ve que los fines de los dos criterios no son totalmente idénticos. En efecto,
mientras el criterio de verificabilidad empírica había sido ideado para distinguir lo que tiene significado de aquello
que no lo tiene (en el intento por liberar a la ciencia de los enunciados y los problemas carentes de sentido que se
abrigan en ella), el criterio de falsabilidad se propone trazar una línea de demarcación dentro de aquello que
posee un significado, entre lo que es científico y lo que no lo es.
Es sabido que, según Popper, esta línea no es absoluta, resultando posible que una teoría hoy, no
científica, en el futuro devenga como tal, en base a profundas transformaciones, como ha sucedido, por ejemplo,
con el atomismo. A nuestro parecer queda, de cualquier modo, el hecho que, mientras el proceso de verificación
no es inmediato ya que se desarrolla y se perfecciona -como ya observamos- en el discurrir del tiempo, la
falsación, en cambio, presenta un caracter estático, porque se centra en la constatación de cualquier dato que
contrasta con las consecuencias de una determinada conjetura (conjeturas y consecuencias que están fuera del
tiempo porque pertenecen al tercer mundo).
¿De qué deriva, según Popper, la aceptabilidad de su criterio?. Ante todo del hecho que éste es condición
para llevarnos a conclusiones bien determinadas (a diferencia del proceso de verificación que no se puede nunca
considerar totalmente concluido) y por otra parte, del hecho, vinculado al precedente, que revela una indiscutible
fecundidad: «La única razón que tengo para proponer mi criterio de demarcación es que éste es fructífero y que
con su ayuda es posible clarificar y explicar una gran cantidad de controvertidos puntos... Sólo desde las
consecuencias de mi definición de ciencia empírica y de las decisiones metodológicas que dependen de esta
definición, el científico estará en condiciones de ver en qué medida ellas están de acuerdo con sus ideas intuitivas
de la mente hacia la cual tienden sus esfuerzos» (Logica della ricerca scientífica, cit., pág. 39).
Pero se trata, si observamos bien, de fecundidad más en el campo filosófico que en el campo científico;
Popper no afirma, en efecto, que su criterio esté en condición de ofrecer sugerencias específicas a los científicos
militantes (matemáticos, físicos, químicos, etc.) sino considera que sirve para aclararles el significado de lo que
hacen o sea, de lo que es la ciencia. Sólo algunos, pero no todos los seguidores de Popper, tomaron en cuenta ésto;
entre ellos puede señalarse por su indudable perspicacia el ya varias veces citado Marcello Pera que en un artículo,
si bien eminentemente de divulgación (en el número 37 de «L`Expresso», setiembre 1981), llega a distinguir una
epistemología de los científicos de la epistemología de los filósofos. El hecho es que la epistemología de los
científicos, orientada a examinar criticamente los métodos concretamente prácticos, no podría entrar, sino
marginalmente, en los intereses de Popper, dado el planteo abstracto (filosófico) de su indagación ya explicada por
nosotros en el parágrafo precedente.
Haciendo honor a Popper, podemos establecer una confrontación entre su interés por la metodología
científica y la de un gran filósofo del pasado: Descartes.
1

En efecto, es conocido que el cartesiano Discurso del Método se ha revelado muy fecundo en el campo
filosófico aclarando a los estudiosos de su época el significado auténtico de la nueva ciencia, al contraponerse al
significado que los aristotélicos atribuían a las investigaciones sobre la naturaleza (basada en la propiedad
cualitativa, no cuantitativa, de los fenómenos). Pero es bien conocido que el Discurso del Método ejerció una
profunda influencia no sólo en ámbitos filosóficos sino también, en ámbitos científicos como lo demuestran los
tres famosos ensayos (la Geometría, la Dióptrica y los Meteoros) publicados junto con el Discurso.
¿Se puede repetir algo semejante para las investigaciones metodológicas de Popper?. Algunos podrían
responder que si, porque también Popper como Descartes, se ha propuesto realizar una auténtica revolución,
sustituyendo la vieja idea de ciencia, entendida como conocimiento esencialmente basado en el método inductivo,
por una nueva idea, concebida como una sucesión de conjeturas caracterizadas por su falsabilidad.
No obstante, contra este paralelismo es posible sostener dos objeciones: 1) ¿se puede sostener realmente,
que la ciencia moderna, antes de Popper, se basaba en el método inductivo?; 2) ¿se puede sostener que la ciencia
del novecientos, luego de haber asimilado la nueva concepción de Popper, ha podido encauzarse por nuevos
caminos basándose en métodos nuevos, como sucede con la ciencia del seicientos después de haber acogido al
mecanicismo cartesiano?.
En un importante artículo, publicado en la revista «La Pensée» (Nº 209) Pierre Raymond afirma que
Popper no es un historiador. Considero que esta afirmación puede ser compartida porque si fuese en verdad un
historiador se daría cuenta, rapidamente, que los métodos practicados, desde Galileo en más, de la investigación
científica fueron distintos entre una y otra ciencia y de una a otra época. Si queremos afirmar que hubo un método
en común, debemos limitarnos a decir que proseguimos el método de Galileo, el cual sostenía, como ya
recordamos, que la ciencia se debe basar en la experiencia sensata y en la demostración segura. Sin embargo, se
trata, como es obvio, de una indicación metodológica del todo genérica que siempre ha permitido a los científicos
adecuarse a la forma más variada. Y hoy ella se aplica con la más completa libertad de modo que sostener, que el
criterio de falsación haya suministrado una nueva idea revolucionaria de la ciencia, parece, en suma, una
adulteración de la realidad histórica.
Que no se diga que el falsacionismo de Popper ha tenido el mérito de descubrirnos el «verdadero»
caracter -debajo de la multiplicidad de los métodos científicos- que los acumula y unifica. El esfuerzo por unificar
las distintas ciencias ha estado siempre, o casi siempre, presente entre los epistemólogos (por ejemplo Carnap
considera poder conseguir tal unificación mediante el fisicalismo); y el intento de Popper de unificarlas en el
plano metodológico es, sin duda, del más alto interés. Pero su intuición de desembocar en esta empresa es ilusoria
como fue, desde otro plano, la intención de Carnap.
Se trata, en todo caso, de ineficientes tratativas de dogmatismo, que por defender una cierta imagen
preconcebida de la cientificidad, olvidan la historia efectiva de la ciencia, renunciando a tomar, con el debido
examen, el complejo y tortuoso desarrollo de sus métodos, ignorando las estrategias elaboradas por varios
científicos, en el curso de sus investigaciones. Mucho más moderno y más crítico parece ser, desde este punto de
vista, el materialismo dialéctico (por lo menos en su forma actual) que sostiene una imagen estrechamente flexible
del conocimiento científico, capaz de adecuarse a la riqueza de la realidad histórica en continuo movimiento y
que, si habla de unidad de las ciencias en contraposición a la fragmentación de las especializaciones, lo hace en un
sentido nuevo, no rígido, no reduccionista sino intrínsicamente dialéctico.

9. Consideramos que ahora ha llegado el momento de decir algunas palabras sobre la filosofía política de Popper
limitándonos, en este espacio, a examinar los aspectos que se relacionan más directamente con los caracteres de su
epistemología analizada en las páginas precedentes.
Hoy se admite que él es uno de los más competentes defensores de la doctrina liberal, sin embargo, es
obvio que la diferencia entre nuestra posición y la suya, en la confrontación de estas doctrinas, no debe impedirnos
la valoración de sus méritos, como no nos ha impedido la diferencia de nuestras posiciones epistemológicas la
valoración de su falsacionismo.
Lo que debemos admirar en él es que no pretende hacer una metafísica de la libertad, como por ejemplo
Benedetto Croce, sino que centra su propio análisis sobre la libertad política que la ve realizada, más o menos
integralmente, en los paises de su directo conocimiento. Lo que en gran parte aquí también le falta, como así en
sus investigaciones metodológicas, es un auténtico interés por la historia.
En efecto, Popper no basa la propia exaltación de la libertad política en una esmerada confrontación entre
los regímenes liberal-burgueses emergidos a continuación de la gran Revolución Francesa y los regímenes
precedentes (aquellos antiguos regidos por instituciones esclavistas, por instituciones feudales, o aquellos
1

monárquico-absolutistas). En cambio, se limito a hacer referencias a sus propias experiencias personales; por
ejemplo, lo que escribe a propósito de su primer viaje a América realizado en 1950: «América me gustó desde un
primer instante tal vez, porque antes tenía algunos prejuicios para confrontar. En 1950 había un sentido de
libertad, de independencia personal, que no existía en Europa y que pensaba que éste era ahora más fuerte que en
Nueva Zelandia, el país más liberal que conocía. Aquellos eran los primeros tiempos del maccartismo pero, a
juzgar por la atmósfera general, pensaba que este movimiento que con el miedo prosperaba, iba a terminar en una
desilusión» (Autobiografia, cit. pág. 132).
Puede sorprendernos este modo de argumentar pero, es característico de una mentalidad que evita
reflexiones generales y poco claras. Lamentablemente, sin embargo, esto conduce a nuestro autor a desinteresarse,
por temor a recurrir a aserciones no falseables, del precio que los otros pueblos debieron pagar a fin de permitir a
los americanos la libertad por él tanto admirada.
Más aún: la falta de interés por la historia, impide a Popper, tomar en cuenta que el concepto de libertad
tiene, repentinamente, radicales modificaciones en el curso del tiempo y que no es extraño que los mismos
regímenes absolutistas surjan de profundas exigencias de libertad (los eventos de la revolución francesa son una
prueba irrefutable). Se diría que él plasma la antítesis «libertad-dictadura» sobre aquel modelo de «verdadero-
falso» que está en la base del falsacionismo, y esto lo lleva a tratar tal argumento con un esquematismo que no
admite matices (por ejemplo, no admite que entre dictadura y libertad política existe un abanico de posiciones
intermedias difíciles de clasificar).
Dos son los fundamentos de la filosofía política de Popper sobre las cuales parece que no tiene duda, a
pesar de las declaraciones hechas en su epistemología general acerca de la refutabilidad de toda teoría.
Ellos son: 1) el régimen político liberal por excelencia es aquel liberal-burgués; 2) «nosotros siempre
debemos vivir en una sociedad imperfecta» (Autobiografia, cit. pág. 119). De esto podemos sacar, como
consecuencia, que el régimen liberal-burgués, aunque no nunca se realice perfectamente, constituirá el modelo
ideal a cuya medida podremos juzgar el grado de libertad efectiva vigente en cualquier sociedad.
Ahora bien, ¿qué es lo que puede suceder si un régimen político nacido como régimen liberal va, en
cambio, a desembocar en una dictadura?. En analogía con lo sostenido por Popper en epistemología, debemos
concluir que tal régimen deberá ser sustituido por otro, ahora liberal, más perfecto que el anterior.
Sin embargo, aquí interviene un factor que no encuentra analogía con la investigación epistemológica de
nuestro autor: su miedo a que tal situación tenga lugar de un modo demasiado rápido (esto es, de manera
revolucionaria) lo que daría «fatalmente» origen a una dictadura. Aquí Popper hace referencia, como ya señalamos
antes, a su propia experiencia personal sin detenerse en consideraciones históricas generales.
Esta experiencia personal es, para él, la experiencia de las revoluciones comunistas, que probarían la
imposibilidad de concluir un movimiento revolucionario de otro modo que no sea una dictadura. Realmente tales
conclusiones constituirán -sobre la base de la analogía recientemente señalada entre los dos dilemas «verdad-
falsedad» y «libertad-dictadura»- la más manifiesta falsificación de los programas revolucionarios. De aquí, la
necesidad de combatir, sin cuartel, el comunismo, como los científicos combaten tenazmente las teorías rivales
falsas.
En consecuencia, no podemos sorprendernos que en este último tiempo Popper sea elevado al rango de
«filósofo oficial» del anticomunismo: filósofo tanto más competente, cuanto más famoso en el ámbito de la
epistemología. Y menos podemos sorprendernos que él devenga en filósofo de los regímenes socialdemócratas, en
cuanto estos se han transformado de regímenes de tendencia socialista en encarnizados defensores de la
moderación, sino del conservadurismo.
También su lucha contra el historicismo, y en particular contra el historicismo marxista, se encuadra en
esta perspectiva. En el volumen Miseria del historicismo (primera ed. inglesa, 1957, trad. ital., 1975), Popper
impone la crítica de tal dirección, acusándolo de esencialismo, lo que llega a ser posible en cuanto se limita a
examinar el historicismo en sociología: «en las ciencias sociales nosotros no podemos hablar de mutación o
desarrollo sin presuponer esencias que no cambian... Y si no se puede hacer de la esencia, al menos, una
descripción sociológica, tanto menos lo podrá una teoría del desarrollo social» (ibid., pags. 41-42). Pero esta tesis
sería demasiado difícil de sostener si nuestro autor hubiese puesto en consideración al historicismo en toda su
amplitud. Si no lo hace, es porque el tipo de historicismo que él combate (esto es, en primer lugar, el marxismo)
toma en consideración sobre todo, el ámbito de la política, donde no es posible sostener la moderación sin
abandonar la enseñanza de Marx: enseñanza que va más allá de la sociología, en cuanto se compromete -como
sabemos- también con problemas filosóficos generales como el realismo (basta tener presente que sólo una
concepción realista del mundo puede darle a los estudios marxistas una concepción plena de su propia
1

responsabilidad, haciendolos consciente de la auténtica realidad sea de las luchas sociales como de las dificultades
que ésta encuentra).
Sin embargo, Popper, ha dado un notable paso adelante respecto al neo-positivismo superando la imagen
absolutista que esta corriente tenía del conocimiento científico, y con esto, abrió la puerta a una efectiva alianza
entre historia y filosofía de la ciencia. Pero se ha detenido por razones teóricas y políticas, frente al «peligro» de
dar ulteriores pasos que lo habrían conducido al historicismo marxista.
Si esto no nos sorprende, cuando tenemos presente el tipo de sociedad que se refleja en su filosofía,
debemos, sin embargo, confesar que quedamos un poco sorprendidos cuando vemos que algunos pensadores que
se consideran muy próximos al marxismo, demuestran tanta simpatía por su pensamiento.
1

INDICE

Premisa.......................................................... 1

Del neo-positivismo al materialismo dialéctico................... 2

Sobre la aplicación del método dialéctico


a la historiografía de la ciencia.......................... 12

Algunas reflexiones críticas sobre la filosofía de Popper........ 26

Potrebbero piacerti anche