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Raíces del comportamiento humano.

viernes, 27 de enero de 2012

Si he decidido dedicar este blog a la obra de Alice Miller es porque, en mi opinión, ningún
otro psicólogo ha profundizado hasta los últimos recovecos de la psique humana. Aunque su
obra trata fundamentalmente sobre el maltrato infantil y sus efectos en la madurez,
indirectamente abarca casi todos los campos del pensamiento, dotándolos de una nueva y
asombrosa perspectiva nunca antes vista. Resulta vano hablar de desarrollo emocional,
pensamiento positivo, amor universal o meditación si antes no exploramos con valentía la
historia de nuestra infancia ni dejamos salir con lucidez el odio y la rabia que la mayoría
tuvimos que reprimir —pero que inconscientemente desviamos en los demás— para ganarnos
el afecto de nuestros padres, y que todavía en la madurez seguimos reprimiendo,
ocasionándonos toda suerte de enfermedades físicas y mentales. Si las víctimas de una
educación autoritaria no encuentran el valor de profundizar en su historia, de sacar su rabia
mediante un profundo autoanálisis, seguirán proyectando su rabia contenida hacia personas
sustitutorias. Alice Miller: «Como padres pueden utilizarla con sus hijos; como psiquiatras con
sus enfermos mentales y como investigadores, con animales». También podríamos añadir:
Como jefes de empresa con trabajadores; como profesores con alumnos; como jueces con
acusados; como funcionarios de prisiones con presidiarios; como curas y monjas con niños;
como gobernantes, policías y militares, con ciudadanos…

Por muy inteligentes y por muy buenas personas que creamos ser, si carecemos de una
formación básica de psicología nos será imposible comprender objetivamente la psique de
nuestros hijos, así como la propia, cometiendo el terrible error de sobreprotegerlos, por
ejemplo, y haciendo de ellos unos tiranos. Si durante años estudiamos para obtener una
carrera o una titulación, ¿por qué no dedicar un poco de tiempo a conocer los entresijos del
comportamiento humano, evitándonos así un sinfín de errores irreversibles? Libros como el
bestseller “Cómo hablar para que sus hijos le escuchen y cómo escuchar para que sus hijos le
hablen”, de A. Faber y E. Mazlish; “Entre padres e hijos”, de Haim G. Ginott; “Niños
optimistas”, de Martin E. P. Seligman; “El niño feliz”, de Dorothy Corkille; Niños desobedientes,
padres desesperados, de Rocío Ramos Paul; y “El drama del niño dotado”, “Por tu propio
bien”, y “Salvar tu vida”, de Alice Miller, pueden sernos de enorme utilidad. [Soren]

Un niño no se nos puede escapar, como en otros tiempos nuestra propia madre. Podemos
educar a un niño para que sea como nos gustaría que fuese. Podemos hacer que un niño nos
respete, podemos imponerle nuestros propios sentimientos, reflejarnos en su cariño y
admiración, podemos sentirnos fuertes a su lado, encomendarlo a una persona extraña
cuando nos resulte excesivo: al final nos sentiremos el centro de la atención, pues los ojos del
niño seguirán cada paso de su madre. Si una mujer ha tenido que ocultar y reprimir todas estas
necesidades ante su madre, al ver a su propio hijo, por más educada que sea, esas necesidades

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se agitarán en las profundidades de su inconsciente y exigirán ser satisfechas. El niño lo
advertirá claramente y muy pronto dejará de manifestar su propia necesidad. En la defensa
contra la sensación de abandono de la primera infancia, por ejemplo, encontramos muchos
mecanismos. Junto a la simple renegación tropezamos por lo general con la lucha permanente
y agotadora por conseguir, con la ayuda de símbolos (drogas, grupos, cultos de todo tipo,
perversiones), la satisfacción de las necesidades reprimidas y entretanto pervertidas. A
menudo tropezamos con intelectualizaciones, pues ofrecen una protección de gran fiabilidad,
que, sin embargo, puede resultar fatal cuando el cuerpo -como en el caso de enfermedades
graves- asume la plena responsabilidad.

La adaptación a las necesidades de los padres conduce a menudo (aunque no siempre) a


*…+ lo que con frecuencia se ha descrito como el «falso Yo». La persona desarrolla una
conducta en la que sólo muestra lo que de ella se desea, y se fusiona totalmente con lo
mostrado. El verdadero Yo es incapaz de desarrollarse y diferenciarse porque no puede ser
vivido.

»Es el caso, por ejemplo, de una madre profundamente insegura en el plano emocional,
que, para mantener su equilibrio sentimental, dependía de un comportamiento determinado o
de cierta manera de ser de su hijo. Esta inseguridad podía muy bien quedar oculta, de cara al
niño y a todo el entorno, tras una fachada de dureza, autoritarismo e, incluso, totalitarismo. A
esto se añadía una asombrosa capacidad del niño para captar y responder con intuición, o sea,
también en forma inconsciente, a esta necesidad de la madre o de ambos padres, es
decir, para asumir la función que inconscientemente se le encomendaba. De este modo el niño
se aseguraba el «amor» de los padres. Sentía que lo necesitaban, y eso daba justificación
existencial a su vida. [Alice Miller “El drama del niño dotado”]

Cuando un ser humano así formado llega a ser él mismo padre, ha de verse confrontado
con una serie de hechos capaces de hacer tambalear ese edificio tan laboriosamente
construido: verá ante sí a un niño lleno de vida, verá cómo es realmente un ser humano y
cómo hubiera podido ser él mismo si no se lo hubiesen impedido. Pero entonces entra ya en
juego otros miedos: aquello no puede ser. Dejar que el niño viva tal como es, ¿no supondría
reconocer que sus propios sacrificios y autonegaciones han sido todos innecesarios? ¿Será
posible que un niño pueda crecer sin la obligación de obedecer, sin que su voluntad sea
quebrantada, sin que combatamos su egoísmo y su testarudez como nos lo vienen
aconsejando hace siglos? Los padres no pueden permitirse pensar tales cosas, de lo contrario
caerían en una necesidad extrema y perderían el terreno en que se apoyan, el de la ideología
heredada, en la que la represión y manipulación de la espontaneidad vital representan
los valores supremos.

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...

Hoy en día ya no se permite pegar a la esposa, tener esclavos o pegar a los criminales en
la cárcel. Lo único que todavía se permite es el pegar a un niño indefenso, inclusive a un bebé y
llamar a esto disciplina. Es tiempo de rechazar esta tradición absurda, cruel, inmoral y
peligrosa e informar a los niños lo más posible acerca de sus derechos.

...

Los legos en la materia objetan constantemente que hay personas que tuvieron una infancia
difícil sin por eso ser neuróticas, mientras que otras, educadas dentro de lo que se denomina
“circunstancias favorables”, enferman psíquicamente. Esto nos haría pensar en una
predisposición innata y pondría en tela de juicio la influencia de la casa paterna. El pasaje antes
citado nos ayuda a comprender cómo este error puede (¿y debe?) surgir en todos los
estamentos de la población. Las neurosis y psicosis no son, pues, consecuencias directas de
frustraciones reales, sino la expresión de traumas reprimidos. Sobre todo si la tarea consiste
en educar a niños de manera tal que no se den cuenta de lo que se les impone o se les quita,
de lo que pierden en todo ello, de lo que en otras circunstancias hubieran sido y de lo que en
general son, y si esta educación empezó lo suficientemente temprano, el adulto sentirá más
tarde, a pesar de su inteligencia, la voluntad del otro como si fuera la suya propia. ¿Cómo
podrá saber que su propia voluntad fue quebrantada si nunca le permitieron realizarla? Y, sin
embargo, podrá enfermarse de todo esto. Si, en cambio, un niño ha podido experimentar
hambre, huidas o ataques aéreos sintiendo que es tomado en serio y respetado como una
persona independiente por sus padres, no acabará enfermando debido a estos traumas reales.
Tendrá incluso la oportunidad de recordar estas experiencias (que han sido acompañadas por
personas amigas) y enriquecer con ellas su mundo interior. [Alice Miller “Por tu propio bien”]

El hecho de que muchos padres maltraten o descuiden a sus hijos del mismo en que sus
padres lo hicieron con ellos -aunque, o especialmente, cuando no recuerdan nada en absoluto
de aquella época- demuestra que han asimilado en sus cuerpos sus traumas infantiles. *…+
¿Cómo puede una madre hallar por sí sola esa verdad, si la sociedad le dice de manera
inequívoca: a los niños hay que disciplinarlos, socializarlos y educarlos para que sean personas
decentes? ¿A quién le preocupa que el verdadero impulso del llamado «coraje educativo» sea
la antigua y hasta ahora nunca vivida rabia contra la propia madre? Esa joven tampoco quiere
saberlo. Piensa así: Tengo el deber de disciplinar a mi hijo, y lo hago exactamente de la misma
o de parecida manera que lo hizo mi madre conmigo. Al fin y al cabo, ¿acaso no he llegado a
ser yo también una persona como Dios manda? Concluí mi formación con buenas
calificaciones, participo en tareas caritativas y en el movimiento pacifista, siempre me he
alzado contra la injusticia. Sólo que no he podido evitar pegar a mis niños, aunque contra mi

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voluntad; pero no tenía más remedio. Espero que eso no les haya perjudicado, igual que a mí
no me perjudicó.

Estamos tan acostumbrados a oír afirmaciones semejantes que a la mayoría de las personas no
les llaman la atención.

Del hecho de que todo agresor haya sido anteriormente una víctima no se desprende que toda
persona que haya sido maltratada tenga que acabar necesariamente maltratando a sus hijos.
No tiene por qué ser obligatoriamente así, pues puede que ese individuo, en su infancia,
tuviera ocasión de recibir de otra persona -aunque sólo fuera una vez- algo que no fuera
educación ni crueldad: un maestro, una tía, una vecina, una hermana, un hermano. Sólo la
experiencia de ser querido y apreciado permite al niño identificar la crueldad como tal,
percibirla y rebelarse contra ella. Sin esa experiencia le es imposible saber que en el mundo
pueden existir otras cosas además de crueldad; sin esa experiencia, seguirá sometiéndose a la
crueldad, y más tarde, cuando, ya adulto, disfrute del poder, la ejercerá él también, como si
fuera algo completamente normal.

»Sobre todo el proceso, pues, se cierne el silencio del olvido, y se


idealiza a los padres, hasta el punto de creer que jamás han cometido un error. «Y si me
pegaban, sería porque me lo merecía». Esta es la versión más corriente de las torturas dejadas
atrás.

»El niño está obligado a creer que las crueldades que se cometen en su persona son por su
bien, y más tarde, cuando sea adulto, será, en muchos casos, incapaz de reconocer la falsedad
como tal, especialmente si se deja desorientar por personas que no le son antipáticas, que
despiertan en él ciertas expectativas y que hablan el mismo lenguaje educativo al que está
acostumbrado desde pequeño. *…+ El olvido ayuda al niño a sobrevivir, pero no al paciente
adulto a superar sus sufrimientos. El niño es una víctima indefensa, y no forma parte de
interacciones como factor en pie de igualdad. El odio reprimido e inconsciente tiene efectos
destructores, pero el odio vivido no es veneno, sino uno de los caminos por los que se sale de
la trampa del disimulo, la hipocresía o la franca destructividad. Y uno, en verdad, se cura
cuando, libre de sentimientos de culpabilidad, deja de exonerar a los auténticos culpables,
cuando uno se atreve a ver y sentir por fin lo que éstos hicieron. [Alice Miller “El saber
proscrito”]

El desprecio es el arma del débil y la capa protectora contra sentimientos que nos
recuerden nuestra propia historia. Y en la base de todo desprecio, de cualquier discriminación,
se encuentra el ejercicio del poder —más o menos consciente, incontrolado, oculto y tolerado
por la sociedad (excepto en casos de homicidio o malos tratos corporales serios)— del adulto

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sobre el niño. Lo que el adulto haga con el alma de su hijo es asunto de su exclusiva
competencia, la trata como si fuera propiedad suya, algo similar a lo que ocurre con los
ciudadanos en un Estado totalitario. Pero el adulto nunca estará sometido a éste en la misma
medida en que un niño pequeño lo está a sus padres, que desprecian sus derechos. Mientras
no nos sensibilicemos ante los padecimientos del niño pequeño, este ejercicio del poder no
será atendido ni tomado en serio por nadie, y sí totalmente trivializado, pues se trata tan sólo
de niños. Pero estos niños se convertirán, veinte años más tarde, en adultos que les cobrarán
todo esto a sus propios hijos. Puede que a nivel consciente combatan la crueldad «en el
mundo», y, a la vez, se la impongan de manera inconsciente a otras personas de su entorno,
porque llevan dentro de sí una idea de la crueldad a la que ya no tendrán acceso, una idea que
permanece oculta tras las idealizaciones de una infancia feliz y los impulsa a cometer actos
destructivos.

Urge que esta «transmisión hereditaria» de la destructividad de una generación a la


siguiente sea sustituida por una toma de conciencia emocional. Una persona que abofetea,
golpea u ofende conscientemente a otra sabe que está haciéndole daño, aunque no sepa por
qué lo hace. ¡Pero cuántas veces no se han dado cuenta nuestros padres —ni nosotros mismos
frente a nuestros hijos— de lo profunda, dolorosa y duradera que podía ser la herida que
infligíamos al Yo embrionario de nuestros hijos! Es una gran suerte que nuestros hijos lo
adviertan y puedan decírnoslo, que nos den la oportunidad de ver nuestras omisiones y
nuestros fallos y de pedir disculpas. Entonces les será posible desechar las cadenas del poder,
la discriminación y el desprecio que vienen transmitiéndose de generación en generación. No
tendrán ya necesidad de defenderse de la impotencia ante el poder cuando su impotencia
temprana y su rabia se conviertan en vivencia consciente. [Alice Miller “El drama del niño
dotado”]

El niño necesita algo más que un comportamiento adecuado para completar su desarrollo
emocional y alcanzar una verdadera madurez. Para no convertirse en víctima de depresiones,
de trastornos alimenticios ni tampoco de la adicción de drogas, el niño necesita tener acceso a
su historia. Creo que, en el caso de niños que han sufrido maltrato alguna vez, hasta los
esfuerzos pedagógicos o terapéuticos mejor intencionados terminan fracasando si nunca se
aborda el tema de la humillación vivida, es decir, si dejamos al niño solo con su experiencia.
Para superar esta sensación de aislamiento (hallarse solo con su secreto), los padres deben
encontrar el valor para reconocer su error ante el niño. Esto transformaría completamente la
situación. En una tranquila conversación podrían decirle al niño, por ejemplo: “Te pegábamos
cuando eras pequeño porque a nosotros también nos educaron así y pensamos que eso era lo
correcto. Ahora sabemos que no deberíamos haberte pegado nunca y sentimos mucho haberlo
hecho, haberte humillado y hecho daño, no lo haremos nunca más. Te pedimos que nos

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recuerdes esta conversación, si alguna vez corremos el peligro de olvidar nuestra promesa”.

La información aportada por los padres no supone ningún descubrimiento para los niños,
pues hace tiempo que su cuerpo conocía estos hechos. No obstante, el valor de los padres y su
decisión de afrontar el tema tendrá indudablemente un efecto benéfico y liberador que
durará mucho tiempo. Asimismo, al niño se le proporciona un modelo, no con palabras, sino
con el comportamiento: valor cívico y respeto por la verdad y por la dignidad del niño en lugar
de violencia e incapacidad de controlar las emociones. Como todos los niños aprenden del
comportamiento de los padres y no de sus palabras, una confesión de estas características sólo
puede tener consecuencias positivas. Antes el niño estaba solo con un secreto que ahora ha
sido articulado y forma parte ya de una relación basada en el respeto mutuo y no en el
ejercicio del poder. Las heridas silenciadas hasta entonces podrán curarse, porque ya no están
almacenadas en el inconsciente. Cuando estos niños -poseedores de mayor información- se
conviertan en padres, ya no correrán el riesgo de repetir forzosamente el comportamiento, a
veces tan brutal y perverso, de sus padres, pues las heridas reprimidas ya no los empujarán a
ello. El arrepentimiento de los padres han cancelado sus trágicas historias despojándolas de su
peligrosa actividad.

El niño maltratado por sus padres aprende lo que es la violencia a través del
comportamiento de éstos. Es una verdad indiscutible que cualquier maestra de educación
infantil podría confirmar si mirase libremente a su alrededor: el niño que sufre maltrato en el
hogar pega a los más débiles en la guardería y en casa. Allí se le castigará por pegar a hermano
pequeño y entonces dejará de comprender cómo funciona el mundo. Al fin y al cabo, ¿no es
eso lo que ha aprendido de sus padres? Así, muy pronto surge un desconcierto que
evolucionará en trastorno y el niño comenzará a recibir terapia. Pero nadie se atreve a buscar
las raíces de este trastorno a pesar de que no sería tan difícil encontrarlas.

Ni siquiera los terapeutas más capacitados pueden neutralizar esta soledad, pues,
deseosos de proteger a los padres, retrasan de forma indefinida integrar las heridas de los
primeros años en sus reflexiones. Y si bien este tema no debería nunca surgir con el niño, que,
atemorizado, esperaría de inmediato el castigo de sus padres, el terapeuta sí debería trabajar
con los padres y explicarles por qué abordar esta cuestión en una conversación podría resultar
liberador para ellos y parta el niño.

Seguramente no todos los padres aceptarán esta sugerencia por mucho que el terapeuta la
recomiende. Algunos puede que se burlen de la idea y piensen que el terapeuta es un ingenuo
que no sabe lo astutos que son los niños y de cómo, con toda seguridad, se aprovecharán de
la buena voluntad de los padres. Uno no debería sorprenderse ante tales reacciones, porque
la mayoría de los padres ve a sus propios padres en sus hijos y tienen miedo de reconocer un
error, pues antaño cualquier error por su parte habría tenido como consecuencia duros
castigos. Así se aferran desesperadamente a la máscara de la perfección y no permiten que
nadie les dé lecciones.

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Pero a mí me gusta pensar que no todos los padres son así de orgullosos y sabelotodo.
Creo que, a pesar de este miedo, habría muchos padres que renunciarían con gusto a este
juego de poder, pues hace mucho tiempo que querrían haber ayudado a sus hijos pero hasta
ahora no sabían cómo porque temían hablarles con franqueza. Probablemente, estos padres
se decidirán con mayor facilidad a mantener una conversación sincera con sus hijos sobre el
«secreto» y, a través de las reacciones del niño, ellos mismos podrán descubrir los efectos
positivos de revelar la verdad. Además podrán constatar entonces lo inútiles que resultan los
valores predicados desde el pedestal de la autoridad porque los dota de credibilidad
Evidentemente, el niño necesita tal autoridad para orientarse en el mundo. Un niño a quien se
le dice la verdad y se le educa a no tolerar la mentira y la brutalidad se desarrollará libremente,
como una planta cuyas raíces no serán devoradas por los gusanos (por las mentiras).

Cuando el niño se da cuenta de que sus padres se interesan por cómo ha percibido sus
agresiones experimenta una gran sensación de alivio y de justicia. No se trata sólo de
perdonar, sino de eliminar aquellos secretos que separan a unos y a otros. Se trata de
construir una nueva relación basada en la confianza mutua y en suprimir la sensación de
aislamiento en la que hasta el momento se encontraba el niño maltratado.

Una vez que los padres hayan reconocido el daño causado se superarán muchos de los
obstáculos que antes parecían insalvables lo que equivale a un proceso de curación
espontánea. Es cierto que este mérito se espera de los terapeutas, pero ellos no podrán
conseguir tales objetivos sin la ayuda de los padres. Muchas cosas cambian cuando los padres
se dirigen al niño mostrando empatía por sus sentimientos y admiten sus errores con
honestidad sin decir: «Tú nos forzaste a ello con tu comportamiento». El niño tendrá entonces
modelos de comportamiento con los que orientarse; no se intenta eludir la realidad, no se
trata de «reparar» al niño para que sea más del gusto de los padres, sino que se la ha
mostrado que la verdad se puede mostrar con palabras y tiene un evidente poder de curación.
Y, sobre todo, el niño ya no necesita sentirse culpable de los errores de los padres si éstos han
admitido su culpa. Un gran número de las depresiones que padecen los adultos provienen,
precisamente, de estos sentimientos de culpa.

Los niños que han experimentado en estas conversaciones que sus padres toman en serio
sus traumas y sus sentimientos y que su dignidad merece respeto están también más
protegidos de los perjuicios de la televisión que aquellos niños que, de forma inconciente y
soterrada, poseen deseos de venganza contra sus padres y, por lo tanto, se identifican con las
escenas violentas que aparecen en la televisión. Con prohibiciones, tal como promueven los
políticos, difícilmente conseguiremos frenar sus ganas de «disfrutar» de esta oferta televisiva.
Por el contrario, los niños que han sido informados sobre sus traumas más tempranos podrían
ver de manera crítica estas películas o perder rápidamente el inetrés por ellas. Incluso pueden
que sean capaces de interpretar con mayor facilidad el sadismo marginal del director que

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algunos adultos, que no quieren saber nada del niño maltratado que fueron una vez. Estos,
posiblemente se dejen fascinar por las escenas violentas sin darse cuenta de que han sido
empujados a consumir la basura emocional de una vida, que el director ofrecerá y venderá con
éxito como «arte» mientras él mismo no sepa que se trata de su propia historia.

El mejor momento para plantear una conversación con los propios hijos sobre las heridas
provocadas sería probablemente entre los cuatro y los doce años, es decir, antes de la
pubertad. Pasada la adolescencia, el interés por estos hechos probablemente disminuirá.
Alcanzada la edad adulta, quizá se haya cimentado ya la defensa contra el recuerdo del daño
sufrido en los primeros años de vida, puesto que ven cómo se acerca la posibilidad de tener
pronto sus propios hijos y de experimentar ellos mismos, como padres, el papel del fuerte,
olvidando para siempre su impotencia. [Alice Miller “Salvar tu vida”]

Dado que ellos también tuvieron que perdonar en su día, a los padres les parece natural
que sus hijos se lo perdonen igualmente todo. Los padres consideran eso un derecho suyo, y
los hijos se sienten culpables, malos, abyectos cuando por la noche se van a la cama con
resentimiento contra los padres. Dado que en las anteriores generaciones casi todo el mundo
ha pasado por esas experiencias fundamentales, es comprensible que los terapeutas, en todo
el mundo, exijan con gran énfasis que se perdone a los padres.

Tuve noticia de una persona que, al final de una terapia semejante, «se lo perdonó todo» por
fin a su padre -un sádico-, y al cabo de dos años mató, sin motivo aparente, a un hombre que
no tenía la culpa de nada. *…+ La progresiva familiaridad con los sentimientos y la historia
propios, puede hacer emerger, pasados unos años, un nuevo recuerdo que durante la época
de la terapia intensiva no era aún accesible. Como ya ha perdonado a sus padres durante la
terapia, el sujeto no podrá dejar paso a sus nuevos sentimientos de ira, y correrá el peligro de
proyectarlos sobre otras personas. Dado que entiendo por terapia un descubrimiento
sensorial, emocional y mental de la verdad reprimida en el pasado, veo en la exigencia moral
de reconciliación con los padres un bloqueo y una paralización insoslayables del proceso
terapéutico.

»Basta, por ejemplo, con explicarle al paciente lo difícil que lo tenían sus padres u otras
personas, para que sus reproches latentes queden de inmediato reducidos al silencio. No
posee sentimientos, no los nota, lo único que siente es compasión hacia los causantes de sus
sufrimientos. Pues uno no puede sentir el dolor y al mismo tiempo comprender los motivos
por los que se le causó ese dolor. En ese caso, uno se limita a no sentirlo. [Alice Miller “El
saber proscrito”]

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De forma muy diferente se comporta el odio consciente y reactivo que, como todos los
sentimientos, disminuye una vez que nos permitamos experimentarlo. Si logramos reconocer
con claridad que nuestros padres nos trataron de modo sádico, inevitablemente se despertará
en nosotros la sensación de odio. Como hemos dicho, esta sensación puede suavizarse con el
tiempo o, incluso, desaparecer del todo, pero no se solucionará con un único paso. La
dimensión del maltrato sufrido en la infancia no se puede comprender de una vez. Es
necesario un proceso más largo durante el cual la víctima será consciente de forma paulatina
de los diferentes aspectos del maltrato, de manera que el odio pueda aparecer una y otra vez.
Un odio que entonces ya no será peligroso, sino que constituye una consecuencia lógica de
aquello que sucedió y que el adulto no ha podido comprender en su integridad hasta ahora,
pero el niño había soportado en silencio durante años. *…+ El odio es un sentimiento fuerte y
vital, un símbolo de que estamos vivos. Por lo tanto pagamos un precio cuando tratamos de
reprimirlo [desviarlo a personas sustitutorias]. Porque el odio desea transmitirnos algo, sobre
todo desea hablarnos de nuestras heridas, pero también de nosotros, de nuestros valores, de
nuestra forma de vivir la sensibilidad, y debemos aprender a escucharlo y comprender el
significado de su mensaje. Cuando lo consigamos no necesitaremos tener miedo al odio. Si
odiamos la falsedad, la hipocresía o la mentira, nos otorgamos el derecho de luchar contra
ellas, siempre que nos resulte posible, o de alejarnos de aquellas personas que sólo confían en
la mentira. Pero si fingimos que no nos importa, estaremos engañándonos a nosotros
mismos.

Este autoengaño se ve potenciado por una exigencia de perdón casi universal que
resulta, no obstante, enormemente destructiva. En este sentido, es fácil comprobar que ni las
oraciones ni los ejercicios de autogestión, destinados a desarrollar un «pensamiento positivo»,
ayudarán a ignorar las reacciones vitales y justificadas del cuerpo que resultan de las
humillaciones y de los otros daños que vulneraron la integridad del niño a una edad muy
temprana. Las dolorosas enfermedades de los mártires muestran con claridad el precio que
pagaron por tratar de negar sus sentimientos. ¿No sería por lo tanto más fácil preguntarse a
quién le corresponde el odio y comprender por qué, en el fondo, está justificado? Así,
tendríamos la posibilidad de vivir de forma responsable con nuestros sentimientos sin negarlos
ni pagar con enfermedades nuestras «virtudes».

A mí me extrañaría que un terapeuta me prometiese que iba a conseguir liberarme de


sentimientos como la rabia, la ira o el odio después de la terapia (posiblemente gracias al
perdón). ¿Qué clase de persona soy si no puedo reaccionar con rabia o ira ante la injusticia, la
insolencia, la maldad o ante un cretino arrogante? ¿No estaría mutilando mi capacidad de
sentir? Si la terapia me ayuda, durante el resto de mi vida podré tener acceso a todos mis
sentimientos, pero también seré capaz de acceder de manera consciente a mi historia y
comprender así la intensidad de mis reacciones. Esto permitiría que esta intensidad se
redujese relativamente rápido, sin dejar las graves cicatrices en mi cuerpo que en general
produce la represión de las emociones que conservamos de modo inconsciente.

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En terapia puedo aprender a comprender mis sentimientos, a no condenarlos, a
observarlos como mis amigos o protectores, en lugar de temerlos como a un enemigo contra
el que tenemos que luchar. *…] No son nuestros sentimientos los que constituyen un peligro
para nosotros o para nuestro entorno, sino la separación existente entre nosotros y nuestros
sentimientos producidos por el miedo que éstos nos generan.

»Queremos pasar página y vivir en paz. Todos querríamos esto y sería muy
bonito que funcionase. Pero no funciona así. Nunca lo hará. ¿Por qué? Porque la rabia, como
todas las emociones, no se deja dictar ni manipular, es ella la que nos dicta a nosotros, nos
obliga a sentirla y a comprender sus causas. *…+ Podemos, no obstante, tratar de reprimir
nuestra ira, pero las consecuencias serán enfermedades, adicciones o
crímenes.

»La infancia no es sólo una etapa de la vida, es la base de toda nuestra vida, uno no
puede «librarse» de ella, pero sí puede integrarla, ser consciente de cómo transcurrió. En mi
opinión es necesario hacerlo para evitar más enfermedades y sufrimientos.

Es comprensible que queramos perdonar y olvidar para no tener que sentir dolor, pero
esta vía no funciona. Más pronto o más tarde nos damos cuenta de que nos hemos equivocado
de camino y de que así no solucionamos nada. Fíjese en la cantidad de sacerdotes pedófilos.
Perdonaron a sus padres los abusos sexuales y otros abusos de su autoridad. Y ¿qué hacen
ahora? Repiten los «pecados» de sus padres, precisamente porquese los han perdonado. Si
hubiesen juzgado de forma consciente los crímenes de sus padres, no se habrían visto forzados
a hacerles lo mismo a otros niños, abusando de ellos y confundiéndolos al condenarlos al
silencio.

»El auténtico perdón no bordea la rabia sin tocarla, sino que pasa a través de ella. Sólo
cuando pueda indignarme por la justicia que cometieron conmigo, cuando advierta el acoso
como tal y pueda reconocer y odiar a mi perseguidor como tal, sólo entonces se me abrirá
realmente la vía del perdón. La ira, la rabia y el odio reprimidos dejarán de perpetuarse
eternamente sólo cuando la historia de los abusos cometidos en la primera infancia pueda ser
revelada. Y entonces se transformarán en duelo y en dolor ante la inevitabilidad del hecho,
dejando, en medio de ese dolor, cabida a una verdadera comprensión, a la comprensión del
adulto que ha echado una mirada a la infancia de sus padres y, liberado finalmente de su
propio odio, es capaz de vivir una empatía auténtica y madura. Este perdón no puede ser
exigido con preceptos ni con mandamientos; ha de ser vivido como gracia y surgirá
espontáneamente cuando ningún odio reprimido –por estar vedado– siga envenenando el
alma. [Alice Miller "Por tu propio bien"]

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*

Carta a una víctima de malos tratos en la infancia

Si le hace bien escribir, intente establecer un diálogo con esa niña pequeña que usted fue y
pregúntele cómo se sentía cuando le daban una bofetada. ¿Puede recordar todavía por qué la
«calentaban» de esa manera? […] Usted puede escribirle a la pequeña niña que un día fue
porque ahora puede ser para ella el testigo con conocimiento que tanto ha echado de menos.
Cuéntele todo cuanto recuerde, confiésele lo terrible que era y pregúntele cómo se sentía
cuando tenía que pedir perdón después de que la azotaran. Revele en este diálogo toda la
brutalidad, experimente toda la rabia y permítase reaccionar con espanto a la falta de
humanidad. Puede ser que sus síntomas se agudicen durante esta fase de excitación, pero con
el tiempo lo más probable es que desaparezcan tan pronto como usted sea capaz de expresar
verbalmente su indignación y mantenga la comunicación con esa niña pequeña. Si ella puede
comunicarse con usted, ya no necesitará expresarse a través de síntomas corporales, podrá
utilizar las palabras que sólo escuchará usted, porque ahora quiere oírlas y está abierta a ello.
[…] Creo que a través de este diálogo, tal vez, podría conseguir encontrarse con sus propios
sentimientos. Y lo creo porque usted expone con mucha claridad que eso es precisamente lo
que desea. [Alice Miller “Salvar tu vida”]

Llegados a la edad adulta, de nada sirve quejarse y es evidente que no basta con
perdonar. La psicogenealogía de Alejandro Jodorowsky propone que ante los abusos de los
padres o de cualquier miembro de la familia es aconsejable someterlos a
una confrontación, sin albergar la esperanza de que nuestros padres hayan cambiado desde
entonces, de que nos escuchen y muestren algo de comprensión (si no lo hicieron cuando
éramos niños, difícilmente lo harán en la actualidad), pues generalmente el niño que llevan
dentro se negará a admitir sus errores por miedo a perder su posición de autoridad y asumir
las consecuencias, ya que de hacerlo volverían a verse como esos niños frágiles e inseguros
que sin duda siguen siendo.

¿Cuál es el método para realizar la confrontación?

Hay que seguir los siguientes pasos, situándonos frente al que abusó de nosotros le diremos:

1º-Esto es lo que me hiciste cuando era niña/niño


2º-Esto es lo que sentí en aquel momento

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3º-Esto es lo que produjo en mi vida (para bien y para mal)
4º-Esto es lo que sigo padeciendo a consecuencia del abuso
5º-Esta es la REPARACIÓN que me debes.

¿Qué puedo pedir como reparación?

A modo de ejemplo, uno de los hijos de Alejandro Jodorowsky, Cristobal, le pidió un cheque de
varios millones de dólares. Después lo enmarcó y lo tiene en un lugar bien visible de su
despacho. Es evidente que se pueden pedir compensaciones de carácter material…

¿Qué hay que tener en cuenta en el método de confrontación?

-Elegir un lugar neutro, nunca la casa del abusador

-Aceptar desde el principio que no pedimos que la persona cambie. No puedo pedir que me
quiera, por ejemplo.

-Aceptar que esa persona (tu madre, tu padre, tu hermano, etc) te dará lo que tú le pides o no
te lo dará; si ella no te lo da, el cosmos te lo dará de alguna otra forma impensable

Matías:

Cuando yo era pequeño tuve una madre que siempre estaba molesta y distante. Pocas eran las
veces que me daba cariño o abrazaba, no tuve una madre cariñosa. Me daba muchas
libertades para hacer lo que quisiera pero yo sólo sentía que me estaba alejando. Como mis
padres trabajaban en lugares distintos, yo siempre iba al negocio de mi padre a hacer mis
tareas y a pasar la tarde. Aunque estaba con él, conviví poco porque él estaba trabajando y los
días que no trabajaba se ausentaba para andar tomado en algún bar de la ciudad. Me daba
mucha vergüenza verlo ebrio… Escribo esto porque actualmente siento que no encajo en
ningún sitio, soy un inadaptado social y siento que las mujeres que me gustan colocan una
barrera y no he conseguido tener amistades en las que tenga confianza de expresar como soy
y tampoco pareja… Actualmente mis padres han cambiado mucho: mi padre es un alcohólico
rehabilitado y mi madre demuestra afecto, pero cuando me quiere abrazar o dar un beso en la
mejilla siento un especie de repulsión o algo que me hace rechazarla. Y a mi padre todavía no
lo logro ver como un arquetipo paterno. ¿Qué puedo hacer?

Alejandro Jodorowsky responde:

12
Matías, cuando un niño no es reconocido con cariño por sus padres, cuando no lo ven tal cual
es sino que lo tratan en cierto modo como un extraño, es decir como lo que no es, este no los
culpabiliza sino que se culpa a sí mismo por no tener las cualidades necesarias para obtener
ese amor. Se desvaloriza. Crece pensando que no vale nada, que no encaja en ningún sitio, que
nadie lo puede querer. Inconscientemente vive sintiendo que para valer algo necesita ser
reconocido por los padres, cosa que estos no podrán hacer: lo que no le dieron en la infancia,
nunca se lo darán. De nada vale que cambien más tarde, el mal ya está hecho, tú mismo lo has
escrito así:”mi madre demuestra afecto, pero cuando me quiere abrazar o dar un beso en la
mejilla siento un especie de repulsión o algo que me hace rechazarla. Y a mi padre, alcohólico
rehabilitado, todavía no lo logro ver como un arquetipo paterno”. Tu niño interior nunca podrá
valorizarse a sí mismo. Lo tendrás que hacer tú, adulto. Tú tendrás que respetarte, reconocer
tus valores, saber que eres necesario para el mundo. ¿Cómo? ¡Desarrollando tu conciencia!
Para lo cual debes recuperar tu dignidad haciendo una confrontación con tus padres… Debes
citarlos en un sitio que no sea ni el territorio tuyo ni el territorio de ellos, de preferencia un
parque público. Antes de encontrarlos tragarás una pastilla calmante. De ninguna manera
debes perder la calma y ponerte agresivo. Les dirás, con toda objetividad: “A pesar de que
ustedes nunca se dieron cuenta, debo decirles lo que me hicieron.” (Hablas de la falta de
cariño, la molestia que le causabas a tu distante madre, la indiferencia de tu padre, el
sufrimiento que te daba su alcoholismo, etc). Luego: “Esto es lo que yo sentí como niño”. (Tu
tristeza, tu desvalorización, la vergüenza ante los otros de ver a tu padre ebrio, etc.) Luego:
“Esto es lo que me provocó”. (Tu timidez, tu inadaptación, tu soledad, etc.) Luego: “Y esto lo
que aún ahora me provoca”. (No puedes encajar en ningún sitio, eres un inadaptado social, no
logras formar una pareja, desconfías de todos, no puedes ser padre). Por último les dices: “Por
todo esto que me han hecho, les exijo una reparación.” Entonces les pides un cheque por una
gran cantidad de dinero. ¿Cuánto? Respóndete a ti mismo, Matías. ¿Cuánto deben pagarte por
la vida que te han arruinado, cuánto deben pagarte por tu desvalorización, por tu neurosis
social? ¡Es el momento en que te valores! ¡Puedes pedirles miles de millones! Ellos te deben
dar un cheque simbólico. A ti te hace falta un reconocimiento de deuda por parte de ellos. Si
se niegan y no reconocen el daño que te hicieron, córtalos diciéndoles que hasta que no
acepten todo lo que te deben por el daño que te hicieron, no los volverás ni a ver ni hablar. ¡Y
así lo haces! Si no te firman ese cheque no merecen tu perdón… Si haces esto recuperarás tu
autoestima y podrás comenzar a vivir como te lo mereces, intercambiando amor con los otros.

Para hacer la confrontación con personas que ya han fallecido: hacerlo en su tumba, y
siempre acabar de forma positiva, por ejemplo, escribiendo con miel palabras de sanación:
«paz, amor, amistad». [Alejandro Jodorowsky, Plano Creativo ]

El paso a la adolescencia

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En la pubertad, muchos jóvenes eligen nuevos valores que son diametralmente opuestos a
los de sus padres; forman, pues, nuevos ideales e intentan hacerlos realidad. Pero cuando esta
tentativa no se halla arraigada en la vivencia de las propias necesidades y sentimientos
auténticos, el joven se adaptará a los nuevos ideales de modo parecido a como, en otros
tiempos, se adaptaba a sus padres. Volverá a renegar de su verdadero Yo para ser reconocido
y amado por el grupo de jóvenes de su edad o por su pareja. Sin embargo, nada de esto sirve
en realidad contra la depresión. Pues esa persona tampoco será ella misma cuando sea adulta,
y no se conocerá ni se querrá; lo hará todo para ser amado por alguien, tal y como lo hubiera
necesitado con urgencia en otro tiempo, siendo niño. Y esperará conseguirlo al fin mediante la
adaptación.

La pubertad enfrenta al adolescente, muchas veces en forma totalmente inesperada, con


la intensidad de sus verdaderos sentimientos que, durante el periodo de lactancia, había
logrado mantener a distancia. Al producirse el inicio biológico del crecimiento, estos
sentimientos (rabia, ira, rebeldía, enamoramiento, deseos sexuales, entusiasmo, alegría,
encantamiento, duelo) quieren ser vividos plenamente, cosa que supondría en muchos casos
un peligro para el equilibrio psíquico de los padres. *…+ No cabe duda de que nuestra sociedad
sólo podría ofrecer un hospital psiquiátrico al Hamlet de Shakespeare o al Werther de Goethe,
y el Karl Moor de Schiller correría tal vez idéntico peligro. De ahí que el drogadicto intente
adaptarse a la sociedad combatiendo sus verdaderos sentimientos; pero, como no puede vivir
del todo sin ellos ante la acometida de la pubertad, tratará de recuperarlos con ayuda de la
droga, cosa que –siquiera al comienzo- parece conseguir. Pero la actitud de la sociedad,
representada por los padres e internalizada tiempo atrás por el adolescente, habrá de
prevalecer finalmente: vivir sentimientos fuertes e intensos lleva a ser despreciado, al
aislamiento, a la expulsión y al peligro de muerte, es decir, a la autodestrucción.

El deseo de acceder al verdadero Yo, algo tan justificado como indispensable para la
vida, induce al drogadicto a castigarse a sí mismo como en su primera infancia fueron
castigados sus impulsos vitales iniciales: matando su espontaneidad vital. Como todo
heroinómano afirma haber experimentado al principio sentimientos de una intensidad
desconocida hasta entonces. Esto le hace ver más claramente aún la insipidez y el vacío de su
vida emocional habitual.

Como es incapaz de pensar que esta posibilidad pueda existir también sin la heroína,
empezará el comprensible deseo de repetir su experiencia. Pues en esos estados de excepción
el joven descubre lo que hubiera podido ser y toma contacto con su propio Yo, encuentro éste
que, como es de suponer, no volverá a dejarle en paz mientras viva. No podrá seguir actuando

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en la vida como si, en cierto modo, su Yo nunca hubiera existido. Ahora sabe que existe. Pero
sabe así mismo, desde su más tierna infancia, que este Yo verdadero no tiene oportunidad
alguna de vivir. De ahí que llegue a un acuerdo con su destino: poder encontrarse de vez en
cuando con su Yo sin que nadie se dé cuenta. Ni siquiera a él mismo le está permitido saberlo,
porque es la «droga» lo que «realiza la experiencia»: el efecto viene «de fuera» y es difícil
conseguirlo, nunca llegará a ser parte integrante de su Yo, y él mismo jamás podrá ni tendrá
que asumir responsabilidad alguna por estos sentimientos. Esto lo demuestran los intervalos
entre un «chute» y el siguiente: la apatía total, el letargo, el vacío o la inquietud y el miedo… el
chute pasa como un sueño que se olvida y no puede tener ningún efecto sobre la totalidad de
la vida. [Alice Miller “Por tu propio bien”]

El caso de Kurt.

Si, de niño, Kurt hubiera tenido la posibilidad de manifestar sus decepciones con respecto
a la madre, es decir, de vivir también sentimientos de ira y rabia, habría permanecido vivo.
Pero esto hubiera llevado a la madre a retirarle su amor, lo cual para un niño equivale a la
muerte. De modo que «mata», pues, su ira y con ella un trozo de su propia alma, a fin de
conservar a la madre. De esta dificultad de vivir y desarrollar sentimientos propios y
auténticos, resulta una permanencia de la ligazón que no permite delimitación alguna. Pues los
padres han encontrado en el falso Yo del niño la aprobación que buscaban, una sustitución de
la seguridad que les faltaba, y el niño, que no ha podido construir seguridad propia alguna,
sigue dependiendo de sus padres, primero conscientemente y luego a nivel inconsciente. El
niño no puede confiar en sentimientos propios, no ha hecho ninguna experiencia en ese
campo, desconoce sus verdaderas necesidades y es un perfecto extraño ante sí mismo. En esta
situación no puede separarse de sus padres, y también en la edad adulta dependerá
constantemente de la aprobación de las personas que representen a los «padres», tales como
parejas, grupos y, sobretodo, sus propios hijos. Los herederos de los padres son los recuerdos
inconscientes y reprimidos que nos obligan a ocultar profundamente el verdadero Yo ante
nosotros mismos. Y así, a la soledad en la casa paterna, seguirá el posterior aislamientodentro
de nosotros mismos. [Alice Miller “El drama del niño dotado”]

Así, por ejemplo, Robert, de treinta y un años, no podía, cuando niño, estar triste ni llorar
sin sentir que iba sumiendo a su querida madre en una atmósfera de infelicidad y de profunda
inseguridad, pues la «alegría serena» era la cualidad que a ella le había salvado la vida en su
niñez. Las lágrimas de sus hijos amenazaban con romper su equilibrio. Sin embargo, ese hijo
sensibilísimo sentía en sí mismo todo el abismo oculto tras las defensas de aquella madre, que
de niña había estado en un campo de concentración y jamás le había mencionado este hecho.
Sólo cuando el hijo se hizo mayor y pudo hacerle preguntas, ella le contó que había estado
entre un grupo de ochenta niños que tuvieron que ver cómo sus padres eran conducidos a la

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cámara de gas. ¡Y ninguno de aquellos niños había llorado! Durante toda su infancia, el hijo
había intentado ser alegre y sólo podía vivir su verdadero Yo, sus sentimientos y
premoniciones, a través de perversiones compulsivas que, hasta el momento de la terapia, le
habían parecido extrañas, vergonzosas e incomprensibles.

Estamos totalmente indefensos frente a este tipo de manipulación durante la infancia. Lo


trágico es que también los padres se hallarán a merced de este hecho mientras se nieguen a
contemplar su propia historia. Sin embargo, en la relación con los propios hijos se perpetúa
inconscientemente la tragedia de la infancia paterna cuando la represión sigue sin resolverse.

Yo misma hice todo lo posible cuando era niña por comprender a mis padres y, durante
años, continué esforzándome «con éxito», como probablemente la mayoría de los terapeutas.
Pero justo eso me impidió descubrir a la niña que había sufrido los tormentos de esos padres.
No conocía a esa niña. Ni lo más mínimo. Sólo conocía el sufrimiento de mis padres, también
de mis pacientes y amigos, pero nunca el mío propio. [pág. 86: A los ojos de mi madre, mis
exigencias más naturales eran molestas exigencias. ¿Cómo iba a poder yo, enviada al ancho
mundo con semejante carga sobre los hombros, saber lo que realmente necesitaba? ¿Cómo
iba a aprender a satisfacer esas necesidades? Lo que aprendí es que eran peligrosas, porque el
deseo de satisfacción conducía necesariamente a la catástrofe. Esa catástrofe, el gran peligro,
era la cólera de mi madre y el desvelamiento de su falta de amor. Así que yo intentaba con
todas mis fuerzas reprimir mis necesidades de afecto, calor y comprensión, para no tener que
ver la verdadera actitud de mi madre hacia mí, para mantener la ilusión de que me quería. Mi
esperanza era llegar a no necesitar nada y sacrificar mi vida a los demás para obtener
finalmente su amor. Pero el amor no se gana negándose a uno mismo ni haciendo grandes
cosas. Los padres se lo brindan al recién nacido o no se lo brindan. Y yo me vi por fin forzada a
reconocer que de pequeña no me habían hecho ese regalo.] Hasta que no desistí de intentar
comprender la infancia de mis padres (que, de todos modos, ellos mismos tampoco querían
conocer), no pude sentir toda la intensidad de mi sufrimiento y de mi miedo. Sólo entonces
descubrí lentamente la historia de mi infancia y comencé a comprender mi destino. Y
únicamente entonces desaparecieron los síntomas físicos que, durante tanto tiempo, habían
intentado en vano contarme mi verdad mientras yo escuchaba a mis pacientes y, a través de
sus historias, empezaba a vislumbrar lo que le sucedía a los niños maltratados. He
comprendido que me engañé durante mucho tiempo. Como muchos terapeutas, no sabía
quién era yo en realidad, porque había estado huyendo de mí misma y creía que así podía
ayudar a otras personas. Hoy estoy convencida de que debo comprenderme a mí misma antes
de intentar comprender a los demás. [Alice Miller “Salvar tu vida”]

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Si alguien se hubiera dirigido a mí para narrarme le historia de mi infancia, con todos los
detalles de los que ahora soy consciente, ello no habría obrado en mí efecto alguno. Yo me
habría creído o no la historia, pero, incluso en el primer caso, no habría pasado de ser para mí
una historia ajena, no vivida por mí. El único camino por el que podía llegar a renunciar a mi
rechazo intelectual se me abrió gracias a los sentimientos de la niña que había en mí, y que era
el único testigo de los malos tratos a los que me sometió mi madre. ¿Cómo pude, a pesar de
ello, liberarme de la represión? Lo logré porque quería saber la verdad a toda costa y acabé
encontrando un testigo que me ayudó a buscarla.

»Durante mi terapia observé que, cada vez que me enfrentaba interiormente a mis
padres, los sentimientos de culpabilidad inculcados por la educación reforzaban mi represión,
me obstruían el acceso a la realidad y bloqueaban la vivencia de mis antiguos sufrimientos. Los
sentimientos no aparecieron hasta que pude poner en cuestión mi supuesta culpa. Y sólo pude
darme cuenta de lo que había ocurrido cuando logré sentir que si mis padres no me habían
tenido en consideración, ni tomado en serio, ni percibido, no había sido por culpa mía.
Comprendí que no era mi tarea enseñarles a sentirse responsables, que yo, siendo aún una
lactante, no había tenido en mis manos el hacer de mis padres personas capaces de amar. Lo
único que había podido hacer fue mostrarles que yo era útil, que podían explotarme y que
siempre reaccionaría a ello con una sonrisa. En aquella época la vida no me ofrecía otra
posibilidad.

En cuanto descubrí la función bloqueadora de esos sentimientos de culpabilidad, advertí


que siempre surgían, impidiéndome dormir, cuando aparecía en mi mente un fragmento de
algún recuerdo traumático. Al día siguiente me esforzaba en volver a negar lo que había
descubierto en la víspera. O bien lo olvidaba, o me veía forzada a negarlo, o bien me sentía
terriblemente mal por haber sido capaz de pensar algo tan abominable de mis padres. En mi
caso entraba en juego la misma regla invariable que forzó a Freud a traicionar sus hallazgos.
[pág. 66: En principio, Freud había descubierto en sus tratamientos -practicados aún en parte
con ayuda de la hipnosis- que todos sus pacientes habían sido niños maltratados y que los
síntomas de sus trastornos eran el lenguaje en el que explicaban su historia. En 1896, tras
informar de sus hallazgos a la comunidad de los psiquiatras, se vio completamente aislado, a
solas con su descubrimiento, que ninguno de sus colegas quiso compartir con él. No soportó
por mucho tiempo esa soledad. Pocos meses después, en 1897, calificó los relatos de sus
pacientes sobre abusos sexuales como meras fantasías que había que atribuir a sus tempranos
deseos instintivos. La humanidad había sido brevemente despertada de su letargo, pero ahora
podía volver a sumirse en él.]

Muchos terapeutas observan a menudo esa resistencia en sus pacientes y la interpretan


erróneamente como prueba de que es imposible conocer lo realmente ocurrido. Y ese mismo
paciente acaba no estando seguro de si describe recuerdos o simples fantasías. La lucha
interior del niño en favor de la imagen del buen padre o de la buena madre puede llegar a ser

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tan intensa que no sólo el paciente sino también todos aquellos que lo rodean sean presa de la
confusión. *…+ la idealización de los padres con la ayuda de la fantasía y de la represión, ayuda
al niño a sobrevivir. Atribuir algo malo a la persona a la que se ama y a la que se tiene por
modelo iría, pues, en contra de la natural autodefensa y de las leyes de la vida. De esto se
deduce que el niño jamás se inventa traumas. Al contrario: para poder sobrevivir, debe hacer
soportable el dolor con ayuda de la fantasía.

»A menudo, los reproches a los padres están asociados a terrores mortales, no sólo a
causa de amenazas reales, sino porque para un niño pequeño la pérdida de la persona que
constituye su única referencia representa un peligro de muerte. Así, el adulto conserva sus
antiguos miedos reprimidos *…+ y las humillaciones sufridas bajo el disfraz de medidas
necesarias para su bien, y se aferra a toda costa a la idea de que aquellos padres torturadores
lo amaban. Ni siquiera personas que han demostrado a todo el mundo su elevada inteligencia
han sabido liberarse de ese error, pues han mantenido a cal y canto su auténtico saber.

»Uno sólo puede aclarar realmente su situación personal y disipar los miedos cuando es
capaz de sentirlos, no cuando se dedica a discutir sobre ellos. *…+ El mayor obstáculo en mi
propia terapia era la costumbre, procedente del psicoanálisis, de trabajar con la libre
asociación de ideas. Ese método me hacía posible una y otra vez inteligentes conexiones
mentales y, con ello, una supuesta visión panorámica. Eso me ayudaba a eludir la dolorosa
confrontación con mis padres, tapando así todos los agujeros por los que podría haber echado
una mirada a la realidad de mi infancia. Mientras fui capaz de llamar por su nombre a los
sentimientos, conservé mi posición de dominio sobre la niña que hay en mí, haciendo
imposible hallar su lenguaje, el lenguaje de las sensaciones y sentimientos hasta entonces
nunca nombrados. *…+ Tras un largo tiempo fui por fin capaz de permitirle a esa niña que hay
en mi interior que expresara sus sensaciones y sentimientos y que se tomara para ello todo el
tiempo necesario. Pero esa niña sólo podía sentir si la parte adulta y educada de mi yo lo
permitía y no se lo obstaculizaba por medio de explicaciones y asociaciones.

Esa experiencia me ayudó a descubrir que Freud creó, con su método, un sistema de
autoengaño que funciona eficazmente al servicio de la represión.

...

Durante mi formación como psicoanalista se daba mucha importancia al hecho de que el


analista debía permanecer neutral. Era parte de las reglas fundamentales que, desde los
tiempos de Freud, nadie cuestionaba y todos seguían estrictamente [por ser «el padre» del
psicoanálisis]. Entonces no pensé nunca que esta regla estuviese unida a la necesidad de
proteger de cualquier reproche a los padres del paciente. Mis colegas parecían no tener
problemas con la defensa de la neutralidad, parecían no mostrar interés por compartir y

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comprender las torturas de un niño que había sido maltratado, humillado y explotado
incestuosamente. Pero como en sus prácticas habían sido tratados con la misma neutralidad,
necesaria según Freud, no habían tenido la oportunidad de descubrir su propio dolor, que ellos
mismos ocultaban. Para descubrirlo no habrían necesitado psicoterapeuta neutral, sino a un
terapeuta parcial, alguien que los acompañara, que estuviese siempre de parte de aquel niño
maltratado y se indignase ante la injusticia que le había sido infligida. Es necesario que el
terapeuta consiga esto antes, para ayudar a que lo consiga su cliente también. El hecho es que
la mayoría de las personas no saben lo que es la indignación cuando comienzan la terapia.
Cuentan historias espantosas ante las que no sienten la necesidad de rebelarse, no sólo
porque sus sentimientos les resultan ajenos, sino también porque no saben que existe otra
clase de padres. *…+ En el marco de una terapia de estas características el cliente continúa
atrapado en su miedo infantil y no se atreve a compartir sus emociones y a experimentar su
rabia y su indignación como lo que son: una reacción normal ante la crueldad vivida.

Mi experiencia me ha demostrado que mi indignación auténtica ante lo que mis clientes


me confesaban sobre su infancia ha constituido un importante vehículo durante la terapia. *…+
Normalmente esto tenía un efecto intenso, como si se dinamitase el dique que mantenía el
agua del río en un embalse. A veces la indignación de la terapeuta desencadenaba también en
el cliente una avalancha de indignación. *…+ El cambio radical tenía lugar gracias a la actitud
comprometida y liberada de la terapeuta, que era capaz de mostrarle al «niño» que le estaba
permitido mostrar disgusto ante el comportamiento de sus padres y que cualquier persona con
sentimientos estaría también disgustada, con la excepción de aquellos que también habían
sufrido maltratos en la infancia. [Alice Miller “Salvar tu vida”]

Si el psicoanálisis pudiera liberarse algún día del compromiso de aceptar la pulsión de


muerte, podría contribuir en gran medida a la investigación sobre la paz mundial gracias al
material existente acerca de los condicionamientos de la primera infancia. Sin embargo, la
mayoría de los psicoanalistas no muestran lamentablemente ningún interés por saber lo que
los padres hicieron con sus hijos y dejan este problema en manos de los terapeutas familiares.
Como éstos, a su vez, no trabajan con la trasferencia [de los sentimientos reprimidos] y se
concentran sobre todo en los posibles cambios de interacción entre los miembros de la familia,
raras veces logran acceder a lo que ocurrió en la primera infancia, como es posible hacerlo en
un análisis profundo. [Alice Miller “Por tu propio bien”]

Los psicoanalistas toman al padre bajo su protección trivializando los abusos sexuales
sufridos por el niño mediante el complejo de Edipo o de Electra, mientras que algunas
terapeutas feministas idealizan a la madre, dificultando con ello el acceso a las primeras

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experiencias traumáticas que tienen origen en ella. Ambas cosas pueden conducir a un callejón
sin salida, pues la disipación de los dolores sólo es posible cuando se es capaz de ver y aceptar
la plena realidad de los hechos. [Alice Miller “El saber proscrito” ]

El prestigio del padre es alimentado a menudo por atributos que, desde la perspectiva de
sus hijos, sin duda alguna posee: unicidad, grandeza, importancia y poder. Pero no por otros
que le faltan, como sabiduría, bondad, valor. Si el padre abusa de su poder reprimiendo en el
niño la capacidad crítica, sus propias debilidades permanecerán ocultas tras esos sólidos
atributos. Podrá decir a sus hijos lo mismo que Adolf Hitler decía con la máxima seriedad a sus
contemporáneos: “¡Qué gran suerte es para vosotros tenerme!”. *…+ Así pues, cuando aparece
un hombre y empieza a hablar y a comportarse como el propio padre, hasta el individuo adulto
olvidará sus derechos democráticos o no se dará cuenta de ellos, se someterá a aquel hombre,
lo aclamará, se dejará manipular por él, depositará en él su confianza y, por último, se
entregará a él sin reservas y no será consciente de su esclavitud, como no somos conscientes
de todo cuanto signifique una prolongación de nuestra propia infancia.

Apenas existe un nexo más acreditado entre los pueblos de Europa que el odio a los judíos. Ha
sido desde siempre un instrumento de manipulación muy apreciado por los gobernantes y
parece ser particularmente útil para encubrir intereses muy diversos, de suerte que hasta
grupos en extremo hostiles entre sí pueden ponerse totalmente de acuerdo sobre la
peligrosidad o la vileza de los judíos. Hitler sabía esto y en cierta ocasión le dijo a Rauschning
que «si los judíos no existieran, habría que inventarlos».

¿De dónde saca el antisemitismo su capacidad para renovarse eternamente? No es algo


difícil de entender. No se odia a los judíos porque hagan o sean esto y aquello. Todo cuanto los
judíos hacen o son puede encontrarse también en otros pueblos. Se odia a los judíos porque la
gente lleva en su interior un odio no permitido que está ansiosa por legitimar. Y el pueblo judío
resulta particularmente apropiado para efectuar esta legitimación. Como hace dos mil años
que vienen siendo perseguidos por las máximas autoridades eclesiásticas y civiles, nadie ha
tenido que avergonzarse nunca de odiar a los judíos, aunque haya sido educado según
principios morales muy severos y haya tenido que avergonzarse de las emociones más
naturales del alma. Un niño que crezca tras una coraza de virtudes exigidas ya a una edad muy
temprana, recurrirá con gusto a la única válvula de escape permitida: «agenciarse» su
antisemitismo (es decir, su derecho a odiar) y conservarlo durante toda su vida.

»Quienes llevaron a cabo la «solución final» eran hombres y mujeres cuyos sentimientos
no se interponían en su camino porque desde pequeños habían sido educados para no sentir
ningún tipo de emociones propias, sino para vivir los deseos de sus padres como algo propio. Se
trataba de personas que, en su infancia, se enorgullecían de ser insensibles y no llorar, de

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cumplir con “alegría” todos sus deberes y no sentir miedo, es decir, en el fondo: de no tener
vida interior de ningún tipo.

»Es conocida la peculiar fascinación que Hitler despertaba en las mujeres. Para ellas
personificaba al padre que sabía exactamente lo que era verdadero o falso y que, además,
podía ofrecerles una válvula de escape para el odio que tenían acumulado desde su infancia.
Esta combinación aseguró a Hitler su enorme ascendencia entre hombres y mujeres. Pues
todas esas personas habían sido educadas para obedecer y habían crecido en una atmósfera
donde imperaban el cumplimiento del deber y las virtudes cristianas; ya a una edad muy
temprana tuvieron que aprender a reprimir su odio y sus necesidades. Y de pronto vino un
hombre que no cuestionaba su moral burguesa en sí, un hombre que, por el contrario, aún
podía hacer buen uso de toda esa obediencia que les habían inculcado, que nunca los
enfrentaba a cuestionamientos ni a crisis interiores y, en lugar de ello, puso en sus manos un
instrumento universal que les permitió vivir por fin, en forma totalmente legal, ese odio
reprimido desde sus primeros días de vida. ¿Cómo no aprovechar semejante oportunidad? El
judío pasó a ser culpable de todo, y los perseguidores reales de otros tiempos, los propios
padres, a menudo francamente tiránicos, pudieron seguir siendo honrados e idealizados.

»Toda ideología ofrece la posibilidad de descargar colectivamente los sentimientos


reprimidos conservando a la vez el objeto primario idealizado, que se transfiere a nuevas
figuras autoritarias o al grupo entero como sustituto de la simbiosis -ya perdida- con la propia
madre. *…+ Como toda ideología tiene a su vez un chivo expiatorio fuera de su extraordinario
grupo propio, aquel niño débil y despreciado desde siempre, escindido, que pertenece al Yo
pero que jamás pudo vivir realmente en él, podrá ser nuevamente despreciado y combatido.

»Conozco a una mujer que *…+ en su infancia fue educada muy severamente; sus padres
la utilizaron para hacer las tareas de casa cuando sus otros hermanos abandonaron el hogar
paterno. Por eso no pudo aprender ninguna profesión, aunque tenía deseos muy concretos al
respecto y tampoco le faltaba el talento necesario. Mucho más tarde me confesaría haber
leído con gran entusiasmo en Mi lucha ciertos pasajes sobre “los crímenes de los judíos”,
sintiéndose muy aliviada al saber que era lícito odiar tan inequívocamente a alguien. Nunca le
permitieron envidiar abiertamente a sus hermanos cuando estos iniciaron sus estudios
profesionales. Pero el banquero judío al que su tío tuvo que pagar intereses por un préstamo sí
era un explotador que medraba a costa de su pobre tío, con quien ella se identificaba. Pues de
hecho sus padres la explotaron y ella llegó a envidiar a sus hermanos, aunque una niña
decente no pudiera permitirse semejantes sentimientos. Y he aquí que, de buenas a primeras,
se le permitía odiar cuanto quisiera sin dejar de ser por ello la niña querida de su padre ni la
hija útil a su patria. Además, podía proyectar en los judíos -seres débiles y desamparados- a
esa niña “mala” y débil que había aprendido a despreciar siempre en sí misma, y vivirse a sí
misma como una persona exclusivamente fuerte, pura (aria) y buena.

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»Adolf Eichmann o Rudolf Höss [por ejemplo] fueron educados para la obediencia con
tanto éxito y desde una edad tan temprana que aquella educación no falló, y el edificio no tuvo
grietas ni agujeros en ningún sitio, el agua jamás penetró en él y ningún sentimiento fue capaz
de estremecerlo. Esas personas cumplieron hasta el final de sus vidas las órdenes que les
impartían sin jamás cuestionar su contenido. Cumplían esas órdenes no porque las
consideraran justas y pertinentes, sino simplemente porque eran órdenes, tal y como
recomienda la «pedagogía negra».

«Nuestra casa era frecuentada principalmente por religiosos de todos los círculos. La
religiosidad de mi padre fue aumentando en el curso de los años. Siempre que su tiempo se lo
permitía, iba en peregrinaje conmigo a todos los lugares sagrados de mi patria, así como a
Einsiedeln en Suiza y a Lourdes en Francia. Imploraba fervorosamente la gracia del Cielo para
mí, a fin de que llegara a ser un sacerdote bendecido por Dios. Yo mismo era también
profundamente creyente, en la medida en que podía serlo un chiquillo de mi edad, y tomaba
muy en serio mis obligaciones religiosas. Rezaba con una seriedad realmente infantil y cumplía
celosamente con mis deberes como acólito. Mis padres me enseñaron que debía tratar con
respeto y reverencia a todos los adultos y, particularmente, a las personas de edad,
independientemente de su estatus social. Ayudar donde quiera que fuese necesario se
convirtió en mí obligación principal. Con especial énfasis me repetían que tenía que realizar sin
demora o bien obedecer los deseos y órdenes de mis padres, maestros, párrocos y de todos
los adultos, incluido el personal de servicio, y que nada debería apartarme de ese deber. Lo que
ellos dijesen era siempre lo correcto.

Estos principios pedagógicos quedaron grabados en lo más hondo de mi ser.» (Rudolf Höss)

En el Tercer Reich los judíos eran denominados infrahumanos, seres de una clase inferior.
Adolf Hitler heredó esta actitud despectiva de su padre, que lo trataba como un ser de clase
inferior, de quien uno se podía reír, burlar y al que se podía maltratar con impunidad. [...] es
posible atribuir al destino del pequeño Adolf las alucinaciones de un mundo "sin judíos".
Puedo imaginarme muy bien que el muchacho, que probablemente fue víctima en la escuela
de burlas ocasionadas por la ascendencia judía de su padre y experimentó también en su casa
las tensiones que acarreaba este hecho, elaboró fantasías sobre una vida en la que no pesase
como la suya la presencia "de los judíos". ¿No había experimentado ya en su propio cuerpo la
crueldad "del judío" con las palizas de su padre? [recordemos que a la edad de 11 años a punto
estuvo de matarlo a palos] Ahora pensaba que todos los judíos eran crueles, amenazantes,
como su padre lo había sido con él, y que debían ser exterminados para que los "arios" (el
pequeño Adolf) pudieran vivir en paz.

»Puede considerarse como una «jugada genial» de Hitler el haber ofrecido los judíos a los
alemanes para que se proyectaran en ellos, a esos alemanes educados para el rigor, la
obediencia y la represión de sus sentimientos. Pero el uso de este mecanismo no era en

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absoluto nuevo. Podemos rastrearlo en la mayoría de las guerras de conquista, en la historia
de las Cruzadas y la Inquisición, e incluso en la historia más reciente.» [Alice Miller “Por tu
propio bien”]

Si le dijéramos a una persona que su perversión no sería problema alguno en otra


sociedad porque la nuestra está enferma, genera inhibiciones e impone compulsiones, no la
ayudaríamos mucho. Esa persona también se sentiría, como ser histórico y único, marginada e
incomprendida y su verdadera tragedia se vería trivializada por esta «interpretación». Pues lo
que ella debe comprender es su historia personal, que se pone de manifiesto en la compulsión
a la repetición. Esa historia estuvo determinada, entre otras cosas, por presiones sociales que,
sin embargo, no se instalan en la psiquis como conocimiento abstracto, sino que van
anclándose en ella a través de las experiencias emocionales más tempranas del niño con sus
padres. De ahí que éstas no puedan resolverse con palabras, sino sólo mediante vivencias, y no
sólo mediante las vivencias correctoras del adulto, sino, sobre todo, las del miedo precoz al
desprecio de los queridísimos padres y los posteriores sentimientos de indignación y de duelo.
[…+ Dicho de otro modo: muchos de los que buscan ayuda *terapéutica+ son muy inteligentes,
leen en periódicos y libros acerca de la locura armamentística, la explotación del planeta
la mendacidad de la diplomacia, la arrogancia y manipulación del poder, la adaptación de los
débiles ola impotencia del individuo, y van formándose sus propias ideas al respecto. Lo que
sin embargo no ven —porque no pueden verlo— es el comportamiento absurdo y
contradictorio de sus padres en la época en que ellos eran todavía niños muy pequeños. No
podemos recordar esa actitud de nuestros padres porque entonces nos veíamos obligados a
reprimir el dolor y la ira. En cuanto estos sentimientos afloran y pueden ser relacionados con
situaciones más tempranas, se produce un cambio.

»Una mujer que haya sufrido abusos sexuales en su infancia, que reniegue de esa realidad
infantil y haya aprendido a no sentir dolor, huirá continuamente de lo ya ocurrido recurriendo
a los hombres, al alcohol, las drogas o a una actividad compulsiva. Necesita siempre el
“pinchazo» para no dejar aflorar el «aburrimiento» ni dar paso al sosiego en el que sentiría la
sofocante soledad de la realidad de su infancia, pues teme este sentimiento más que a la
propia muerte, a no ser que haya tenido la suerte de saber que revivir y tomar conciencia de
los sentimientos infantiles no mata, sino libera. Lo que, en cambio, sí mata a menudo es el
rechazo de los sentimientos, cuya vivencia consciente podría revelarnos la verdad.

»Las personas que hayan descubierto su pasado, que hayan aprendido en la terapia a
esclarecer sus sentimientos y analizar sus verdaderas causas, no estarán ya sometidas a la
compulsión de descargar su ira sobre seres inocentes para así ahorrársela a quienes se
hubieran hecho merecedores a ella. Estarán en condiciones de odiar lo aborrecible y amar lo

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que sea digno de amor. Ya que se atreven a averiguar quién ha merecido su odio, podrán
orientarse en la realidad sin ser víctimas de la ceguera del niño maltratado, que no puede
hacer daño a sus padres y, por lo tanto, necesita chivos expiatorios. El futuro de la democracia
depende de este paso adelante del individuo. Apelar al amor y a la razón será inútil mientras
estos pasos para esclarecer los sentimientos sigan siendo obstaculizados. Es imposible
combatir el odio con argumentos; hay que comprender su origen y utilizar un instrumental que
permita su desaparición. [Alice Miller “El drama del niño dotado”]

Hay madres que tienen hijos adultos que las quieren, se preocupan y les dedican toda su
atención y, a pesar de ello, sufren depresiones porque las causas de su sufrimiento siguen
escondidas en la infancia. El amor de sus hijos no cambiará nada. Sin embargo la preocupación
constante del niño por sus padres puede destrozar su vida. La condición para una empatía real
con los demás es la empatía con el propio destino, que un niño maltratado no podía
desarrollar porque estaba obligado a negar su dolor. Cuando obligamos a un niño a aprender
que tiene que reprimir sus emociones, no logra desarrollar empatía consigo mismo y, por lo
tanto, tampoco con los demás. Esto promueve el comportamiento criminal, muchas veces
oculto tras vocablos morales, religiosos o políticos, aparentemente progresistas.

El acceso a la historia de nuestra niñez nos proporciona la libertad de sernos fieles, es


decir, de reconocer y experimentar nuestras emociones y actuar conforme a nuestras
necesidades, esto nos garantizará la salud y también relaciones auténticas y reales con
nuestros allegados. Dejaremos de despreciar nuestro cuerpo y nuestra alma, de descuidarnos
o incluso de tratarlos de la misma forma -con impaciencia, mal humor y humillaciones- con la
que nuestros padres trataban al niño pequeño, que todavía no podía hablar ni dar
explicaciones. *…+ Ningún medicamento podrá informarnos sobre los orígenes de nuestro
conflicto o nuestras enfermedades. Un medicamento sólo puede enmascarar estas causas y
mitigar el dolor –durante cierto tiempo-. Pero las causas, que nunca hemos llegado a
reconocer, siguen estando activas y continúan enviándonos señales.

»Todas estas enfermedades o adicciones son gritos del cuerpo, que quiere ser escuchado,
y que requieren que prestemos atención al padecimiento sufrido en los primeros años. En
lugar de escuchar a su cuerpo e intentar comprender sus gritos de socorro, muchas personas
huyen y se esconden, por ejemplo, en la adicción.

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En general, un niño que ha padecido abusos por parte de sus padres carece en su vida
adulta de testigos y permanece aislado, no solo de los demás, sino también de sí mismo,
porque reprime la verdad y nadie le ayuda a reconocer la realidad de su infancia. Porque la
sociedad se pone siempre de parte de los padres. Todo el mundo sabe que esto es así y por lo
tanto no se atreverá a acercarse a la verdad. Sin embargo, si en el marco de una terapia
adecuada una persona consigue experimentar y expresar su rabia, se enfrentará con la
oposición de su familia y amigos, ya que habrá roto un tabú y esto les inquieta. Estas personas
se enfrentarán con todos los medios contra el afectado para poder proteger sus propios
recuerdos reprimidos.

Hay muy pocos supervivientes de abusos infantiles que sean capaces de soportar estas
agresiones y que prefieran aceptar el aislamiento que surge de ellas a traicionar su verdad. Las
cosas cambiarán, no obstante, cuando la sociedad tenga más información sobre la dinámica
emocional de estos procesos y sea mayor el círculo de las personas informadas, de esta forma
las víctimas no tendrán que experimentar una absoluta soledad.

La depresión es el precio que el adulto paga por renunciar a sí mismo. Siempre ha tenido
que preguntarse qué es lo que los otros necesitan de él y, por esa razón, no sólo descuida sus
sentimientos y necesidades más profundas, sino que ni siquiera es capaz de reconocerlas. Pero
el cuerpo sí las reconoce e insiste en que la persona experimente sus sentimientos reales y
auténticos y se permita expresarlos. Esto que parece tan elemental no lo es para aquellas
personas a quienes sus padres utilizaron cuando eran niños para satisfacer sus propias
necesidades. *…+ La depresión no es más que la huida de todos los sentimientos que nos harían
revivir las heridas de la infancia. Así, en los afectados se desarrolla un vacío interior. Cuando es
necesario evitar a cualquier precio el sufrimiento emocional, en el fondo no queda mucho más
con lo que sostener las ganas de vivir. Uno puede rendir de forma extraordinaria en el ámbito
intelectual, pero en su interior estará simplemente sobreviviendo, como un niño que no ha
madurado en el terreno emocional.

»Así, este sufrimiento permanece encerrado en el sótano más oscuro del alma. Y ¡ay! de
quien se atreva a llamar a esta puerta: antes sufrir depresiones, tomar medicamentos o
drogas, antes morir que recordar sus tormentos. Y, de esta manera, la persona bautiza los
tormentos con ese nombre que tan bien suena: «educación», de tal forma que ya no le duele
recordarlos. Mientras no reconozcan que de niños fueron víctimas, estas personas no serán
capaces de indignarse. *…+ Fueron víctimas cuando todavía no pensaban de forma autónoma y
adoptaron, por ello, la opinión de sus padres según la cual eran torturados por su bien. *…+
[Ante violadores y asesinos en serie] no resulta ni tan siquiera difícil averiguar detalles sobre la
crueldad de los padres porque el mismo criminal rara vez los califica de perversos; considera la

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suya una educación normal y mantiene una estrecha relación, como todas las personas que
sufrieron maltrato en la infancia, con sus padres, a los que defiende de todo reproche. El
psiquiatra, que lo está interrogando, rara vez pone en duda su criterio (probablemente porque
tampoco él nunca ha cuestionado a sus propios padres) y llega a la conclusión de que el
asesino en serie sentado frente a él llegó al mundo provisto de genes destructivos que lo
empujaron a cometer sus crímenes.

»En la mayoría de los casos no conocemos los orígenes de nuestro sufrimiento, porque
una completa amnesia oculta desde hace tiempo el recuerdo de las palizas recibidas, para, en
primer lugar proteger el cerebro del niño. Pero esta amnesia es nefasta porque se convierte en
crónica y nubla nuestra orientación. A pesar de que nos protege de los recuerdos no puede
defendernos de los síntomas más graves -como, por ejemplo, el miedo- que nos advierten una
y otra vez de peligros que ya no existen. Estos peligros eran reales antes, por ejemplo, cuando
la madre pegaba a la niña de seis meses para enseñarle a ser obediente. *…+ Y durante años
nos medicamos, pero nadie (ni el paciente ni el médico) se pregunta: ¿dónde está ese peligro
sobre el cual el cuerpo no cesa de advertirnos? El peligro se esconde en la historia de la
infancia, pero todas las puertas que nos permitirían acceder a esta perspectiva parecen estar
herméticamente cerradas. Nadie intenta abrirlas, al contrario, hacemos lo posible para no
tener que enfrentarnos a la historia de horrores insoportables que nos ha acompañado
durante tanto tiempo. Al tratarse de los años de nuestra vida en los que nos sentíamos más
impotentes y vulnerables no queremos volver a pensar en ellos *…+ Sin embargo, justo estos
años determinan toda nuestra vida y sólo enfrentándonos a esta época podremos conseguir la
llave para comprender nuestros ataques de pánico, nuestra presión arterial alta, nuestras
úlceras, nuestro insomnio y -desgraciadamente- también nuestra rabia, en apariencia
inexplicable, ante un pequeño bebé que llora.

»El sentimiento de culpa nos protege de la dolorosa verdad de que el destino nos dio una
madre que era incapaz de amar. Esto es más doloroso que pensar, bueno, era una buena
madre, el problema es que yo era malo. Porque siempre podemos hacer algo al respecto.
Podemos esforzarnos en conseguir ese amor. Pero el amor no se gana con méritos, y los
sentimientos de culpa por lo que hemos o no hemos hecho, sólo continúan cegándonos y
provocándonos nuevas enfermedades.

»Si viaja en avión, necesita ponerse el cinturón de seguridad. Sin embargo, una vez
abandona el avión, ya no lo necesita y, por lo tanto, no lo utilizará. Pero la mayoría de las
personas conservan puesto en la tierra lo que salvaría sus vidas sólo en el aire. Conservan de
adultos la negación que les salvó su vida cuando eran niños. Y lo que entonces era necesario,
impide hoy que puedan vivir su vida.

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Creo que el dolor más terrible, el que debemos experimentar para ser fuertes
emocionalmente, consiste en asimilar que no fuimos queridos cuando más lo necesitábamos.
Es fácil decirlo pero es extremadamente difícil experimentar este dolor, aceptar los hechos y
renunciar a la esperanza de que un día mis padres puedan cambiar y llegar a quererme. Al
contrario de los niños, los adultos pueden liberarse de esta ilusión -por el bien de su salud y de
sus hijos-. Las personas que realmente quieren conocer su verdad podrán conseguirlo. Y creo
que estas personas pueden cambiar el mundo. No tendrán la apariencia de «héroes», puede
que se trate de personas muy modestas, pero no me cabe la menor duda de que su franqueza
emocional demolerá algún día el muro de la ignorancia, de la negación del sufrimiento y de la
violencia. El dolor por no haber sido querido es sólo un sentimiento y un sentimiento no es
nunca destructivo si se dirige a la persona que ha ocasionado el dolor. En este caso ni siquiera
el odio será destructivo siempre que podamos experimentarlo de forma consciente y no
permitamos que estalle a ciegas. Pero el odio sí puede ser destructivo y también peligroso para
uno mismo y los demás si lo reprimimos y lo descargamos con cabezas de turco.

Todos los niños quieren vivir, incluso un niño que crece junto a unos padres
monstruosos, por eso tiene que creer a toda costa que aquello que ha padecido no constituye
toda la verdad. Y, naturalmente hay momentos en los que su violento padre parece cambiar, lo
lleva de pesca, por ejemplo, y por unos momentos el niño se siente querido. Cuando después
lo utilice como juguete de sus deseos sexuales, tendrá, al fin y al cabo, un buen recuerdo de,
por ejemplo, cuando fueron a pescar. Logramos sobrevivir a nuestra infancia de esta forma y la
mayoría de las personas intentan vivir sólo con estos recuerdos «positivos», reprimiendo los
negativos.

»Para el niño pequeño sus padres son como dioses todopoderosos, omniscientes y
bondadosos. Siempre. Cuando vive experiencias que contradicen esta imagen, cuando el padre
bondadoso le grita o le pega, el niño intenta «explicar» los motivos culpándose a sí mismo para
salvaguardar la integridad de esos dioses que necesita para sobrevivir. Este empeño infantil se
corresponde con la actitud de muchas corrientes religiosas y filosóficas que se esfuerzan
también por conservar esta imagen infantil de Dios: ¿Por qué el buen Dios sacrificó a su hijo y
permitió que lo crucificaran? Para redimirnos de nuestros pecados. *…+ ¿Por qué permite que
haya guerras, maltrato infantil y absurdos asesinatos si siendo todopoderoso seguro que
podría ayudarnos? Porque somos malvados y no merecemos nada mejor. [...] Todas las
religiones ensalzan la obediencia a los padres como la mayor de las virtudes. ¿Qué hacemos
entonces con la rabia reprimida? ¿La dirigimos a personas que pertenecen a otras religiones
(enemigos) o dejamos que se convierta en enfermedad? Porque no podemos eliminarla, sólo
podemos dirigirla a inocentes.

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Hay que perdonar las injusticias padecidas, dice la religión: sólo entonces seremos libres
para amar y quedaremos libres de odio. Esto es en sí mismo correcto, pero ¿dónde encontrar
el camino hacia el verdadero perdón? ¿Puede hablarse de perdón si a duras penas sabemos lo
que realmente nos hicieron y por qué nos lo hicieron? Y sin embargo en esta situación nos
hemos visto todos cuando éramos niños. No podíamos comprender por qué nos humillaban,
abandonaban y amenazaban *…+ Más aún, ni siquiera nos permitían darnos cuenta de todo lo
que nos hacían, porque nos elogiaban esos malos tratos como medidas necesarias para
nuestro bien. Ni el niño más perspicaz podrá captar semejante mentira si procede de los labios
de sus queridos padres, quienes, después de todo, también le muestran otras facetas
entrañables. Creerá que el tipo de tratamiento que le aplican es realmente correcto y bueno
para él, y no les guardará rencor por ello. Solo que, cuando sea adulto, hará lo mismo con sus
propios hijos para demostrarse a sí mismo que sus padres actuaron debidamente con él.

¿No es esto lo que la mayoría de las religiones entienden por respeto: castigar
«amorosamente» al niño de acuerdo a la tradición de los antepasados y educarlo para que
respete a sus padres? Pero un perdón basado en la negación de la verdad y que utiliza a un
niño indefenso como válvula de escape, no es un perdón auténtico. De ahí que el odio no sea
vencido por las religiones, sino más bien involuntariamente exacerbado. Al ser prohibido de
manera drástica, el intenso odio infantil contra los padres se desplaza hacia otras personas o
hacia el propio Yo, más no desaparece: todo lo contrario, gracias a la posibilidad -autorizada-
de ser descargado sobre los hijos, acaba propagándose por todo el mundo como una
epidemia. Por ello no debe sorprendernos que haya guerras de religión, aunque esto debiera
ser, de hecho, una contradicción per se.

»Todo ser humano ha de encontrar su propia forma de agresividad para evitar convertirse en
la obediente marioneta de otras personas. Sólo alguien que no se deje reducir al nivel de
instrumento de una voluntad ajena, podrá imponer sus necesidades personales y defender sus
legítimos derechos. Pero esta forma razonable y adecuada de agresividad le está vedada a
muchas personas que, de niños, crecieron con la absurda creencia de que un ser humano sólo
puede tener todo el tiempo pensamientos buenos, amorosos y piadosos, y ser al mismo tiempo
honesto y auténtico. El simple deseo de dar cumplimiento a esta imposible exigencia puede
llevar a un niño dotado al borde de la locura. *…+ Más tarde, cuando sus fantasías infantiles
pueden por fin hacerse realidad, suelen adoptar generalmente un contenido cruel y sádico. En
esas fantasías se combinan las viejas fantasías de venganza del niño sometido a la tortura
pedagógica con la crueldad introyectada de esos padres que intentaron matar, o de hecho
mataron, la espontaneidad vital de su hijo con preceptos morales irrealizables. [Alice
Miller “Por tu propio bien”]

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Si la Biblia o el Corán hubiesen prohibido de forma explícita la violencia contra los
niños podríamos mirar con mayor esperanza hacia el futuro. Pero por desgracia las
autoridades espirituales al mando se niegan terminantemente a concienciarse de nuevos
hallazgos de vital interés sobre los peligros de la violencia en el cerebro infantil. No se les
ocurre en absoluto interceder por un trato respetuoso a la infancia, y, en consecuencia, por el
futuro de la humanidad, porque a todos ellos, y como anteriormente a Martín Lutero, a
Calvino y a numerosos filósofos, sólo les importa proteger y enaltecer la imagen inmaculada de
su propia madre. Es la imagen idealizada de la madre, que supuestamente actuaba con
corrección cuando castigaba sin piedad a sus niños. Al mismo tiempo que utilizan bellas
palabras para escribir sobre el amor, se niegan a ver cómo la capacidad de amar se destruye ya
desde la infancia. *…+ «No queremos pegarte, pero debemos hacerlo para expulsar el Mal que
llevas dentro desde que naciste.» Así pensaban los padres en la época de Lutero y así hablaban
a sus hijos. Lutero les decía que era su obligación liberar a su hijo del demonio, para
convertirlo en una persona piadosa y bondadosa. Los padres lo creían. No sabían que a Martín
Lutero, cuando era niño, su madre lo castigaba estrictamente y sin piedad y que, por esta
razón, defendía semejante educación, para conseguir la imagen de una persona buena y
cariñosa, una imagen que sólo podía crear gracias a la represión de sus verdaderos
sentimientos. *…+ no sabían que en lugar de expulsar al demonio de su hijo inocente estaban
esparciendo con sus palizas la «semilla del mal» en un ser inocente.

¿Están los padres más informados en la actualidad? Muchos sí, pero un buen número
carece todavía de estos conocimientos y, todavía hoy, igual que hace cuatrocientos años, ven
su ignorancia refrendada por supuestas autoridades. Sólo que se utilizan otros términos. Ya no
se habla del demonio en relación con la educación, sino de los «genes».

¿Por qué ponemos tal empeño en buscar el mal «innato» en los genes? Por la sencilla
razón de que la mayoría de nosotros sufrimos maltrato siendo niños y tememos que aflore el
dolor reprimido por las humillaciones padecidas entonces. Como al mismo tiempo que nos
maltrataban nos hacían llegar el mensaje de que todo sucedía por nuestro bien, aprendimos a
reprimir el dolor, pero el recuerdo de las humillaciones permaneció almacenado en nuestro
cerebro y en nuestro cuerpo. Como amábamos a nuestros padres, los creímos cuando nos
decían que las palizas eran por nuestro bien. La mayoría lo sigue creyendo hoy en día y afirman
que los niños no pueden ser educados sin un cachete, es decir, sin humillaciones. Y así
permanecen en el círculo vicioso de la violencia y de la negación del desprecio vivido y
experimentan de esta forma la necesidad de vengarse, de resarcirse, de castigar. Los
sentimientos de odio reprimidos en la infancia se convierten con la edad en un odio asesino,
que los grupos religiosos y las etnias disfrazan de ideología.

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Todos nacemos sin malas intenciones y con una necesidad fuerte, clara y sin
ambivalencias de conservar nuestra vida, de poder amar y ser amados. *…+ Pero un niño que
ha experimentado la violencia, el desprecio y los abusos no puede defenderse. Todas las vías
que la naturaleza ofrece para proteger la integridad humana le están vedadas, pues podría
morir si protestase. Por otra parte, el organismo incompleto, que no ha finalizado todavía su
desarrollo, no es capaz de soportar estos sentimientos tan dolorosos. Por lo que el niño debe
reprimir, en la mayoría de los casos, los recuerdos del trauma, y siempre los sentimientos
indeseados, particularmente intensos, que en general aparecen como consecuencia del
trauma: la rabia asesina, los deseos de venganza y la sensación de estar amenazado por todo
el mundo, pues para un niño que no cuenta con un «testigo cómplice» los padres constituyen
todo su mundo. Resulta evidente que en el inconsciente de este niño se desarrolle y asiente el
deseo de destruir este mundo para al final poder vivir.

Como han reprimido todos esos sentimientos, jamás experimentados de forma


consciente, como nunca pudieron articular adecuadamente su necesidad de atención, verdad
y amor, muchos de estos niños, heridos por su trauma, escogen el camino de la liberación
simbólica, desarrollando, por ejemplo, formas de perversión y criminalidad aceptadas por la
sociedad. La fabricación y el comercio de armamento o también la guerra son escenarios
ideales para dar rienda suelta a esa rabia asesina reprimida que nunca se ha experimentado de
forma consciente, pero que ha permanecido almacenada en el organismo. Sin embargo, esa
rabia se descargará entonces sobre las personas que no la han causado, mientras que los
verdaderos causantes -idealizados por el individuo que niega sus acciones- serán protegidos.

Carta a una víctima de malos tratos en su infancia.

Su madre ha logrado que usted, todavía hoy, le den miedo sus auténticos sentimientos,
que son tan normales. Ella lo abrumó con terribles sentimientos de culpa para que usted no
cuestionase nunca el comportamiento materno. Esto significa básicamente anular la vida
emocional del niño. Por lo tanto no es extraño que a veces usted odiase a su madre por esta
fatídica represión, especialmente porque usted, de niño, dependía por completo de ella. Pero
por suerte a veces era capaz de odiar y quizá también de sentir que su madre se merecía su
odio. Esto salvó a su verdadero yo. Hay personas para quienes estos sentimientos están del
todo bloqueados. Ahora, con razón, quiere liberarse de esos sentimientos de culpa. Podrá

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hacerlo cuando comprenda que su rabia estaba completamente justificada. Puede escribirle
cartas a su madre, sin enviarlas, y contarle todo cuanto le hizo y cuánto sufrió usted. Así su
verdadero Yo tendrá más espacio para desarrollarse y no permitirá ni un abuso más de las
necesidades ni de las versiones de su madre.

Los padres que maltratan a sus hijos necesitan informaciones claras; ellos mismos se dan
cuenta vagamente de que algo no funciona bien cuando descargan su ira en el niño indefenso
o lo utilizan para satisfacer sus apetencias sexuales. *…+ Al engendrar un hijo, los padres
contraen el deber de cuidar de él, protegerlo, satisfacer sus necesidades y no maltratarlo. Si no
cumplen con ese deber, quedan en deuda con el niño, del mismo modo que quedan en deuda
con el banco al obtener un crédito de éste. La responsabilidad cae sobre sus espaldas,
independientemente de que sean conscientes o no de las consecuencias de sus actos.

¿Tenemos derecho a traer un niño al mundo y olvidar nuestro deber? Un niño no es un


juguete, ni un gatito, sino un puñado de necesidades que necesita mucha dedicación para
poder desarrollar sus potencialidades. Si no se está dispuesto a brindarle esa dedicación, no
hay que traerlo al mundo. [Alice Miller "El saber proscrito"]

*
*

Hay muchos libros acerca de la crianza de los niños inclusive hoy en día, que pretenden
estar actualizados y que han integrado el nuevo conocimiento psicológico, pero que
generalmente buscan brindar a los padres los mismos medios con los ellos mismos fueron
criados. Dan consejos acerca de cómo tener control, gobernar, manipular y humillar a los niños
de la manera más efectiva y no detectable. Desafortunadamente los lectores con frecuencia
pasan por alto el veneno de esta pedagogía, porque a ellos mismos no se les permitió verlo y
nombrarlo.
»No podemos culpar a nuestros padres y abuelos por habernos heredado mensajes
equivocados, porque ellos no tenían una mejor información disponible en ese momento. Pero
nosotros la tenemos hoy en día y no podremos proclamarnos inocentes cuando la siguiente
generación nos culpe por haber rechazado la información que teníamos disponible y que era
fácil de entender. [Alice Miller "Carta a los niños y adolescentes de todas las naciones"]

Sería urgente concebir un plan para instruir a todas las capas de la población.
Desgraciadamente casi nadie estaría interesado, porque casi todo el mundo sufrió agresiones
durante su niñez y tuvo que aprender a creer que eran por su bien. La mayoría de las personas
defienden toda su vida tales creencias y educan a sus hijos como ellos fueron educados. Así se

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protegen de conocer la verdad, de saber que, cuando eran niños indefensos, fueron
maltratados. No quieren en ningún caso ser conscientes de que con cada golpe maltratan a su
hijo y lo perjudican para el resto de su vida, aunque sólo sea porque anulan su capacidad para
sentir empatía y para reflexionar con lógica. *…+ No quieren ver la verdad o le tienen miedo,
porque temen siempre que sus padres o Dios, que representa a sus padres, los castigue.

»Tendría que haber un primer mandamiento que proclamara: «Honra a tus hijos para que,
más adelante, no tengan que construir muros internos para protegerse del dolor pasado y no
tengan que defenderse de enemigos fantasma con armas espantosas que podrían destruir el
mundo.» [Alice Miller “Salvar tu vida”]

FIN

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