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Técnicas del presente. Producción de presencia.

Miguel Corella

Universitat Politècnica de València

Texto introductorio al libro de Jean-Luc Nancy La partición de las artes, Valencia, Pretextos,
2012.

El lector tiene en sus manos un nuevo libro de Jean-Luc Nacy compuesto por textos inéditos en
español y que puestos ahora uno al lado del otro, se abren a nuevos sentidos, a la manera en
que un color cambia al ser yuxtapuesto a otro en el que resuena, con el que se armoniza, se
atenúa o se refuerza. A la manera también en que un cuadro cambia al ser dispuesto en una
exposición, puesto en contacto con otros. Se trata, por tanto, de un libro coral, un libro-
concierto en cuya programación han intervenido el autor, la traductora y el editor y en cuya
interpretación final deberá participar el lector dispuesto a prestar su aportación interpretativa
en esa nueva performance en que consiste cada lectura.

En este nuevo libro encontrará el lector una panorámica de los grandes temas de la estética de
Jean-Luc Nancy, pues en él se revisan una por una las diferentes artes, sin dejar nunca de lado
el hecho de que usamos un mismo nombre, arte, para referirnos a muy diversas producciones.
Como bailarinas de una misma coreografía, desfilan en este libro la poesía, la pintura, el teatro,
la danza, el cine, la fotografía y la filosofía. La singularidad de cada una sólo se comprende en
el movimiento conjunto de una pluralidad irreductible.

Las partes que componen esta Partición de las artes se reparten de este modo diversos
territorios, pero comparten una misma preocupación por abordar los grandes temas de la
estética: la presencia, la representación, la mimesis, la técnica, la poesía y la producción, la
escritura y el cuerpo. Pero este reparto no dispone los diversos temas del libro en una
estructura jerarquizada, a la manera en que se organizan las ramas de un mismo tronco, sino
que sólo en el contacto entre ellas se revelan estas resonancias. Es por ello que la filosofía de
Nancy se manifiesta en estas páginas como un pensamiento del límite; pensamiento que
explora las intersecciones, los rozamientos, los pliegues y repliegues que delimitan las
fronteras siempre permeables entre las artes.

La partición de las artes dispone los distintos textos en dos bloques dedicados a la escritura y
las artes, dos partes entrelazadas por múltiples conexiones que trazan una tupida red. La
partición es entonces un modo de repartir y al mismo tiempo una forma de compartir. Así, por
ejemplo, el primero de los textos “Un día los dioses se retiran…” define la literatura en
términos que la asemejan a las artes plásticas. La narración, propone Nancy, “expone figuras y
se concibe como el trazado de los contenidos mediante los cuales un cuerpo se hace notar y se
hace cuerpo”. Pero esta misma imagen del trazo que define aquí a la literatura se repite en el
último texto del capítulo dedicado a las artes: “Elocuentes rayas. Sobre la relación de Derrida
con el arte”. Nancy retoma en este artículo la pregunta planteada por Derrida acerca de la
dificultad de escribir sobre arte: ¿no serán acaso las elocuentes rayas del que escribe sobre un
dibujo un añadido inútil comparadas con la elocuencia del dibujo mismo? Esta misma pregunta
debió hacerse Nancy al escribir Le plaisir au dessin, un libro en el que él mismo traza
elocuentes rayas para hablar de algunos dibujos. Allí remarca Nancy que designar (designer) y
dibujar (dessiner) surgen de un mismo gesto, el trazo (trait) que divide y dibuja la forma. Pero,
por otra parte, de este rasgo común entre la escritura y el dibujo participan todas las artes. Así
la línea puede haber sido trazada por un lápiz o por un bailarín, por una voz o como efecto del
montaje cinematográfico. Por tanto, el arte en general y cada una de las artes en particular se
definen por ese movimiento del trazo, pulsión de repetición que produce un ritmo y que
genera ese placer sin objeto, esa finalidad sin fin, que define toda experiencia estética. Un
mismo placer está pues a la base de dos acciones diversas, escribir y pintar, dos mutaciones
que provienen del mismo término griego: graphein. En la misma línea afirma Nancy en el
artículo dedicado a Derrida que los trazos o rayas que surcan la superficie del lienzo o de la
página escrita remiten a lo que de común hay en toda aisthesis, es decir, a lo sensible.

El tema con el que se abre y se cierra nuestro libro, la dificultad de escribir sobre arte,
reaparece en el artículo “Decir de otro modo”: ¿cómo decir de otro modo lo que el arte de
alguna manera dice?, ¿cómo hablar de lo que constituye lo otro del lenguaje y, afirma Nancy,
“se hurta a la captación del lenguaje”? La pregunta se resuelve en primera instancia
atendiendo al sentido mismo del nombre: ars-techné-técnica. El nombre del arte, aclara
Nancy, tiene un referente múltiple, pues remite a la pluralidad de las artes, pero no tiene
significación. El trazo de la escritura o de la pincelada y el gesto del bailarín son referentes
diversos que tienen en común el ejercicio de una técnica. Ésta consiste en la disposición,
exposición o articulación de los colores, los tonos y las frases. La palabra arte designa, por
tanto, las diversas técnicas de composición de la cosa mostrada, ordenación que es previa al
sentido, pero que, como apunta Nancy, conviene al logos y es incluso su fundamento.

La técnica constituye pues un saber hacer que, como se afirma en el artículo titulado “Hacer, la
poesía”, consiste en lograr la exactitud, es decir, la realización integral (ex-actum), de manera
que lo que está siendo se efectúa hasta el final. La “exacción” es, según afirma Nancy, la acción
de exigir ya no sólo la cosa debida sino incluso más de lo que es debido, extrayendo “un exceso
del ser sobre el ser mismo”. Así puede afirmarse que la poesía es “la excelencia de la cosa
hecha”, excelencia que hemos de entender como la técnica para acceder a este exceso del ser
y, al mismo tiempo, como la disposición que nos permite ceder a él. Ateniéndonos al sentido
originario del término “poesía” (poiein: hacer, crear, producir) significa lo hecho por excelencia
y es el nombre con el que designamos cualquier técnica o saber hacer que implica un doble
movimiento, activo y pasivo, que accede a la cosa extrayendo un exceso de sí misma y que, al
tiempo, cede ante ella. La poesía, como el amor, explica Nancy, es un hacer “que no es un
hacer nada, sino hacer existir un acceso. Hacer o dejar: simplemente posicionar, depositar
exactamente”.

La entrevista con Pierre Alferi titulada “Contar con la poesía” retoma la cuestión de la técnica,
sin duda uno de los temas centrales en estos escritos de literatura y arte. La conversación toca
los tópicos fundamentales de la obra entera de Jean-Luc Nancy: la dispersión de las artes o la
pluralidad de las musas, la relativa supervivencia del romanticismo en el arte contemporáneo,
el contacto entre el arte y la filosofía y la partición o el reparto de las artes. La poesía se
presenta aquí como un acto de resistencia, no contra la racionalidad o la lógica en general,
sino contra ciertas formas del discurso y de la técnica. Resistencia al discurso en tanto éste
implica un pensamiento teleológico, que discurre hasta agotarse en su propio movimiento,
constituyéndose a sí mismo. Pero también resistencia en la poesía de esa técnica que, como
señalábamos, precede al lenguaje y consiste en una articulación, una afección y una praxis. Si,
como decíamos, la narración expone figuras, la poesía también dibuja. La técnica poética (si
nos permitimos esta reiteración) maneja los recursos del lenguaje no en tanto instrumentos al
servicio de un fin ni en tanto pasos que discurren en un sentido, sino en tanto fines en sí
mismos. El poema juega entonces con el signo como tal y no como signo de o como portador
de información. En definitiva, la poesía trata el lenguaje no como técnica sino como la
tecnicidad misma. La “tecnología de la poesía” (en expresión también reiterativa de Nancy)
designa “el conjunto de los procedimientos del lenguaje para designarse a sí mismo en su
naturaleza de techné”. Como brevemente apunta, el arte contemporáneo parece confirmar
esta “resistencia de la poesía” contra el discurso en la medida en que se presenta como una
“exhibición tecnológica”, es decir, como un despliegue o puesta en juego de su tecnicidad
propia. Dado que hablamos del carácter poético de muchas actividades y no sólo de lo que
estrictamente entendemos por poesía y dado que lo que de común hay en estas actividades es
esta exhibición de la tecnicidad, podemos concluir con Nancy que la poesía es “el índice
general de cierta cualidad o propiedad de todas las artes”.

Con esta definición de la poesía como “exhibición tecnológica” Nancy reformula la teoría
aristotélica de la poesía y la definición kantiana del arte como finalidad sin fin de una forma
que evita la oposición romántica entre poesía y técnica, entre poesía y mundo de la prosa o
prosaico. El arte no se opone a la técnica sino que se revela como la técnica por antonomasia y
como ejercicio ejemplar de la técnica. El arte no es más que la puesta en acto de la tecnicidad
misma, ya que recurre a la técnica no en tanto medio para un fin ni en tanto instrumento de
dominación, sino en cuanto genera un goce en la capacidad misma de hacer. Como el lector
podrá comprobar, los breves apuntes que encontramos en esta entrevista suponen una
actualización de la estética kantiana muy próxima a la que encontramos en Le plaisir au dessin,
donde Nancy proponía una síntesis entre la idea kantiana de finalidad sin fin y la distinción
freudiana entre el placer del arte y el placer erótico, entre sensualidad y sexualidad.

Por otro lado, esta idea de la “tecnicidad de la poesía” implica una revisión de las grandes
categorías estéticas de mimesis y representación. Si, como se ha afirmado, la poesía no es un
camino para acceder al conocimiento o al sentido, sino un desvío que permite acceder a un
exceso (un añadido, algo prescindible), tampoco puede ser camino que tenga como meta la
mimesis, la simple duplicación, reproducción o simulación de lo real. Esto pone en cuestión de
un lado la metáfora platónica que hace de las artes un camino ascendente hacia el
conocimiento, una suerte de escalera de la que una vez arriba es preciso liberarse. Por otra,
cuestiona la hegeliana “muerte del arte”, la más platónica de las estéticas modernas, y su idea
de que el arte es superado por un saber consciente de sí y capaz de subsumirlo en su seno
como un escalón en el camino de su autoconstitución. La metáfora del camino, que supone un
telos como meta final del mismo, y también un theos, como objeto último de la contemplación
teórica, se revelan de este modo como transformaciones de un mismo supuesto
ontoteológico. La poética de Nancy se presenta, por el contrario, como la estética de un
tiempo en que los dioses se han retirado y en que los mitos han sido interrumpidos. Frente a
esta concepción finalista o teleológica de la mimesis para la que las cosas narradas o pintadas
son insignificantes en sí mismas y sólo cobran sentido en relación al telos, Nancy encuentra en
su amigo Lacoue-Labarthe la posibilidad de una “mimesis sin modelo” o “mimesis originaria”.
Ésta vendría a recitar los hechos, a decir que algo ocurre y que ocurre que algo llega.

El artículo “Relato, recitación, recitativo” está inspirado en Lacoue-Labarthe y en el rechazo


profundo de éste a la concepción mimética del arte. En oposición a la idea finalista de la
narración Nancy encuentra en Lacoue-Labarthe una nueva concepción del relato inspirada en
la música. Del mismo modo que no hay melodía sin ritmo, sin la pulsación o el golpeteo que
constituye su origen y fundamento, así también a la base del relato y antes de que quede
trazado el camino orientado a una meta, la literatura es recitación, enumeración, repetición.
Reelaborando la distinción aristotélica entre historia y poesía, Nancy afirma que el relato es
recitación en el viejo sentido jurídico del término (recitare): repetición de los nombres en el
tribunal. La historia contada es el relato de lo que ha tenido lugar, la crónica de su llegada y del
encadenamiento de los hechos. Jugando con los sentidos del término “évenement”, como muy
oportunamente aclara la traductora, Nancy explica que la recitación consiste en decir o contar
los acontecimientos en su advenimiento, es decir, en tanto “evienen”, llegan o suceden. El
sentido del relato no será, por tanto, la dirección que las cosas narradas describen y no
consistirá en nada añadido a los hechos sino en su ocurrir o su venir. Para esta concepción del
relato, los hechos narrados no representan ideas sino que se re-presentan, es decir, vuelven a
ser expuestos, sin que su ser quede relegado a lo que significan en relación al sentido, sea éste
el de la dirección del recorrido o sea en tanto significado. La importancia de esta teoría de la
mimesis originaria desde el punto de vista de la estética es evidente, pero conviene resaltar su
trascendencia para la filosofía política. Dado que hablamos de representación tanto para
referirnos a la relación entre la imagen y la realidad como para nombrar el vínculo entre el
ciudadano y su representante político, la teoría de la mimesis tiene necesariamente
implicaciones políticas. En el arte como en la política la poética de la presencia constituye una
alternativa a la de la representación: las palabras sobre la superficie del papel, los cuerpos en
el teatro o la danza o los cuerpos que integran la comunidad política se presentan antes de ser
objeto de representación. La teoría estética de Nancy entra en contacto en estos escritos con
su teoría política como ocurría en Comunidad desobrada, donde el comunismo literario se
convertía en ejemplo de una nueva forma de comunidad política.

Volviendo a la teoría del relato tenemos que las técnicas del relato y de la música tienen en
común el trabajo con la dimensión temporal. Así todo relato deja en suspenso los
acontecimientos, los trae al presente dejándolos abiertos a una procedencia y una
subsecuencia, a la manera en que todo sonido repite o recuerda uno anterior que en él
resuena mientras anticipa el posterior que en él se espera. En síntesis, la repetición, de la que
nace el ritmo, se presenta como categoría central en esta reflexión sobre la literatura,
anticipando las ideas que el lector encontrará en los textos dedicados en este mismo volumen
a la música o la danza y en consonancia con la importancia que Nancy da a la regularidad y el
ritmo en Le plaisir au dessin. Por ello puede decirse que la finalidad del arte es finalidad sin fin,
pero en el sentido de que está interminablemente diferida. Toda obra está, pues, inacabada o
constantemente reiniciada y es esencialmente obra desobrada, en tanto no se cierra en un
telos, en un acabamiento o en un cumplimiento perfecto, obra siempre por hacer, en
constante perfeccionamiento.
Al comentar el escrito dedicado a Lacoue-Labarthe señalábamos el papel fundamental que la
música representaba para la teoría de la mimesis. Con ello se hacía patente una vez más el
vínculo que une las dos secciones de este libro, dedicadas respectivamente a la escritura y las
artes. La segunda agrupa diversos acercamientos a las artes plásticas y performativas con la
intención de esclarecer el rasgo propio de cada una, pero poniéndolas en contacto y
remarcando el eco que cada una genera en las otras. La tensión entre lo singular y lo plural se
resuelve porque, como se afirmaba de la poesía, la tecnicidad propia de cada una de las artes
es un índice general de cierta cualidad o propiedad de todas las otras.

Los dos primeros artículos de esta sección están dedicados a la pintura: “Visitación (de la
pintura cristiana)” y “Técnica del presente: ensayo sobre On Kawara”. El primero de ellos es un
comentario a La Visitación que Pontormo pintara para la iglesia de Carmignano en Florencia,
comentario en el que Nancy moviliza tanto los antecedentes de este tema tradicional de la
pintura cristiana como las versiones de nuestros contemporáneos. A un lado Durero y Piero de
la Francesca, al otro las pinturas de Chagall o Agnes Thurnauer y los videos de Chris Marker o
Bill Viola.

El CDROM de Chris Marker Inmemory sirve de punto de partida para una reflexión sobre la
pintura que empieza preguntándose por lo inmemorial, es decir, por la capacidad de la pintura
para conservar memoria de lo pasado, para conmemorar o para convertirse en memorial. La
Visitación de Pontormo se presenta entonces como una posible respuesta a esta pregunta,
pues el cuadro representa o pone en escena aquello que necesariamente está más allá de la
memoria en tanto que está antes del nacimiento. Esto haría de La Visitación todo un emblema
de la pintura cristiana y con ella de la pintura occidental en general. Y ello porque el problema
que plantea esta escena del Evangelio de Lucas es el de la representación de aquel que todavía
no ha nacido o, dicho de otro modo, el de conseguir que lo invisible llegue a saltarnos a los
ojos. En última instancia se trata del gran problema del arte occidental desde sus orígenes y
que constituye también el gran problema de la teología y la metafísica: la representación de lo
irrepresentable.

El espacio interior creado por la disposición del grupo de los cuatro personajes centrales, la
esfera delimitada por los ropajes y los brazos, así como las relaciones entre las masas de color
que Nancy analiza con gran detalle, duplican la imagen del vientre de María e Isabel. De este
modo, afirma Nancy, la propia superficie pictórica “se levanta, se hincha y se estremece”. Más
allá del pasaje evangélico que aquí se recrea, al margen de las posibles interpretaciones
iconológicas y más allá también de que el cuadro constituya una alegoría político-religiosa de
los conflictos entre el emperador católico y la república de Florencia, el cuadro es
manifestación de ese algo de lo que no puede haber memoria y pone a la vista ese invisible
acontecimiento del advenimiento. Desde la intimidad inmemorial o desde el fondo oscuro e
indefinido del cuadro algo se proyecta y viene a nuestro encuentro. Algo se manifiesta en la
superficie del lienzo pero, al tiempo, se hace evidente para el espectador la imposibilidad de
una manifestación plena. El cuadro de Pontormo nos invita, por tanto, a pensar en el tema
religioso y político de la presencia real y hurtada pero, y esto es el asunto crucial aquí, nos
permite reconocer “la verdad de la representación”. Efectivamente ésta no es reproducción,
afirma Nancy, “sino en el sentido primero de la palabra ‘representación’, puesta en presencia,
intensidad de una representación en el deseo de sacar a la luz la presencia anterior a la luz”.
Este dar a luz o alumbramiento en que consiste siempre la pintura hace retroceder a la sombra
el contenido religioso que la pintura ilustraría, hasta el punto de invertir el reparto de papeles
tradicional entre la pintura y la religión. La pintura cristiana no sería la representación de una
tema cristiano. Al contrario, el dogma de la encarnación del dios en el cuerpo de una mujer
vendría ser la expresión religiosa de un tema que la pintura aborda de una manera más
abstracta y originaria: el desafío de la representación de lo irrepresentable, la tarea de guardar
memoria de lo inmemorial.

Pero si esto es así, la pintura vendría a ser el cumplimiento de la metafísica cristiana,


cumplimiento que sería también su deconstrucción y acabamiento. En la medida en que la
pintura se seculariza y se deshace de la religión, de la leyenda y de la creencia revela el sentido
de la tradición cristiana de la que proviene y a la que releva. La relación que se establece aquí
entre la pintura occidental y la tradición cristiana de la que nace es análoga a la que Nancy
proponía entre la cultura occidental en general y el cristianismo. En “La deconstrucción del
cristianismo” (La declosión) la cuestión planteada era literalmente “¿en qué y cómo
exactamente somos cristianos?” y en el artículo que nos ocupa se ha transformado en la
pregunta “¿en qué y cómo la pintura occidental es cristiana?”. En “La deconstrucción del
cristianismo” la respuesta era doble: de un lado afirma Nancy que “sólo puede ser actual un
cristianismo que contemple la posibilidad presente de su negación”, de otro, que “sólo puede
ser actual un ateísmo que contemple la realidad de su proveniencia cristiana”. Pero, ¿en qué
consiste el carácter cristiano de la pintura? La respuesta sólo puede encontrarse a partir de la
justa comprensión del proceso de secularización y debe alejarse de la sacralización romántica
del arte. La respuesta actual debe ser capaz de explicar el modo en que con la secularización el
origen cristiano se conserva en forma desencantada, guardando memoria de la retirada de los
dioses. Porque, una vez interrumpidos los mitos, la pintura da cuenta de su ausencia en la
repetición del gesto gracias al cual una figura sale a la luz del fondo oscuro y una silueta se
recorta en la superficie de la representación. La pintura viene a constituir entonces la verdad
del cristianismo, de manera análoga al modo en que, según afirmaba Nancy, “la verdad del
monoteísmo es el ateísmo de su retirada”. La pintura y con ella todas las artes visuales o
plásticas consistirían así en una “proferición”, literalmente, una llevada hacia a delante, una
venida a la luz desde la oscuridad, el advenimiento en la superficie desde el trasfondo. Toda
pintura profiere entonces una misma verdad: esto es mi cuerpo, (hoc est corpus meum). La
imagen es consecuentemente apertura a la presencia, no ya la representación de una idea o
pensamiento, sino el pensamiento-ahí, abriéndose a la presencia.

El segundo de los textos dedicados a la pintura “Técnica del presente: ensayo sobre On
Kawara” reúne los principales temas de la estética de Nancy: la técnica, la pluralidad de las
artes, la mimesis… y ahora, con especial énfasis, la idea de que no sólo el espacio, sino también
el tiempo, constituyen, podríamos decir, las condiciones transcendentales de la pintura. El
texto comienza con un breve párrafo que condensa las ideas fundamentales de la estética de
Jean-Luc Nancy y que por ello vale la pena reproducir aquí: “la poesía, antes de ser el nombre
de un arte particular, es el nombre genérico del arte. Tekne poietiké: técnica productora. Esta
técnica, es decir, este arte, esta operación calculada, este procedimiento o artificio produce
algo no con miras a otra cosa ni a un uso, sino con miras a su propia producción, es decir, a su
exposición. La producción de la cosa pone la cosa por delante, la presenta y la expone”.

La idea de una relación metonímica entre la parte y el todo, la poesía y el arte, es bien
conocida para el lector de Nancy, pues en Las Musas se afirmaba que “la poesía se presenta
simultáneamente como pars pro toto y como totum pro parte de la técnica”, lo que explicaría
el hecho de que no exista “la técnica” sino las “técnicas” y de que el plural exprese aquí la
esencia misma. Pero lo que de común hay en las distintas técnicas es que consisten en un
procedimiento para la producción en sí misma. Se trata de la tecnicidad misma antes que de
una técnica. Todo arte es, por consiguiente, “exhibición tecnológica”, es decir, demostración
de un saber hacer o saber de la excelencia. Con ello estamos ante una tecnicidad autónoma,
puesta en marcha ella misma sin consideración de finalidad externa alguna; acción que se
recrea en sí misma gozosamente. Si el tópico kantiano reza que la belleza está en la pura
contemplación desinteresada, Nancy afirma que el placer que el arte procura radica en la
producción. Pero ésta no ha de entenderse en un sentido fabril, como mera producción de
objetos, sino como disposición, articulación u ordenamiento de las cosas, exposición y
deposición. El arte se define entonces como disposición temporal y espacial de las cosas,
sustraídas a su coseidad, retirando la coseidad de la cosa, afirma Nancy, para simplemente
ponerla delante trayéndola a la presencia, profiriendola o presentándola. Pero si la técnica del
arte consiste en este hacer presente, el arte habrá de definirse como “técnica del presente”,
en el sentido de que tiene la capacidad de detener el decurso temporal para fijar la imagen en
el presente, en su puro presentarse. Técnica del presente, el arte es el lugar para la experiencia
del tiempo puro, afirma Nancy, del “puro presente del tiempo”. La pintura será por tanto una
técnica para la exposición en el espacio de esta temporalidad pura y la pintura de On Kawara
constituye una muestra de ello. Así, por ejemplo, en One Million Years, un trabajo puesto en
escena en diferentes ocasiones y lugares con pequeñas variantes pero que mantiene una
forma genérica. Ésta consiste en la lectura pública de un listado: un millón de cifras, un millón
de años que son recitados alternativamente por un hombre y una mujer, uno leyendo las cifras
hacia atrás, otro hacia adelante. El tiempo de la lectura condensa así el tiempo real que las
cifras simbolizan, mientras que el lugar donde esta acción se lleva a cabo reúne todos los
lugares posibles. En definitiva, One Million Years hace historia de ese millón de años, señala
Nancy, pero “historia presente” o presentificada, presencia simultánea de un millón de
historias.

La entrevista con Benoît Goetz que lleva por título “Técnicas del presente” aborda estos temas
en diálogo con Agamben, Badiou y Deleuze. Comienza con la afirmación de que “el hombre no
es sino el animal tecnológico”, es decir, “el animal no natural”. Esta oposición entre naturaleza
y técnica ha de entenderse, propone Nancy, como la distinción entre lo que tiene su fin
programado en sí y aquello que no. El hombre es, por tanto, el animal técnico en tanto animal
no determinado y, consecuentemente, la técnica, como la existencia humana, consiste en el
“desplazamiento perpetuo de los fines”.

Partiendo de este a priori antropológico el diagnóstico de nuestro tiempo como época de la


técnica, lo que con Heidegger podríamos denominar “la pregunta por la técnica”, no debiera
consistir en la oposición a un supuesto imperio de la racionalidad de los medios en ausencia de
fines últimos. Y ello porque no se trata de añorar un mundo orientado a una finalidad, ni de
proponer nuevos fines que orienten la acción. Lo que caracteriza a la técnica y lo que
constituye la condición de nuestra era sería más bien el “desplazamiento perpetuo de los
fines”. Con ello Nancy está en condiciones de rechazar cualquier posición catastrofista que vea
en la ausencia de fin un presagio apocalíptico. Para ello propone pensar a la manera de
Nietzsche la “muerte de Dios”. Ésta supone la interrupción del reino de los fines, pero ello
constituye la ocasión para descubrir nuevos territorios por explorar. Partiendo de estos
supuestos Nancy puede proponer una reinterpretación de las relaciones entre técnica y
estética que cuestiona las lecturas convencionales de Heidegger tanto como las ingenuas
defensas de la naturaleza frente a la supuesta amenaza de la técnica. Desde este punto de
vista no se trata sólo de que arte y técnica tengan en común la ausencia de fines en sí, se trata
más bien de que “el arte debiera ser la verdad de la técnica” en tanto la técnica abre la
posibilidad de aquello que en la tradición estética constituía el ser del arte: una finalidad sin
fin, una finalidad libre, una pura tecnicidad. Buena prueba de ello sería, piensa Nancy, el
exceso del discurso del arte y la inflación que éste adquiere en la cultura contemporánea. El
hecho de que ante la crisis de las formas de intervención política convencional distintos
movimientos tomen como referente las formas de activismo artístico, se debería, en última
instancia, a que el arte propone una nueva forma de producción o de obrar desobrado, que no
está dirigido teleológicamente a un fin determinado, sino que mantiene abierta ad infinitum la
necesidad de la acción libre. Si la crisis de la política puede alimentar de un lado la tentación
nihilista o apocalíptica, Nancy encuentra en el arte una posible hipótesis consoladora. Puede
ser cierto que, como apunta, “ya no hay Revolución… y por ese motivo el arte se ha colocado
en una posición revolucionaria”. Pero esto no ha de suponer necesariamente la sublimación
romántica de la política en el arte. Implica también, si así queremos pensarlo, que se dan las
condiciones para dejar de preguntarse cómo el arte podría ser revolucionario para pensar que
“quizás haya llegado el momento para la revolución de pensarse como artista”.

Como vemos, la pregunta por la técnica establece las bases de la estética de Nancy y de lo que
podríamos denominar una ontología general de las artes. Los textos que se agrupan en este
libro ofrecerían entonces una suerte de ontologías regionales que se preguntan por la forma
singular en que cada una de ellas ejerce la técnica. Hemos visto que la pintura se define como
la técnica del presente o la representación de un advenimiento. Los últimos artículos
investigan la técnica de la fotografía, la danza, el cine, la música y el teatro.

El comentario que Nancy propone de algunos retratos de Henri Cartier-Bresson puede


entenderse como una suerte de reducción fenomenológica de la fotografía que, procediendo
un poco a la manera de Rolan Barthes en La cámara lúcida, se pregunta por la “esencia” del
retrato fotográfico. El título “miradas entregadas” pone nombre a esta técnica artística
particular en que consiste la fotografía. Y es que si Barthes elige el punto de vista del sujeto
fotografiado o el del espectador, Nancy parte de la mirada del “operator”, mirada entregada al
sujeto fotografiado, que “presiona” o “hace fuerza” sobre él y a la que nada se le escapa.
Mientras que para Barthes el punctum que llama la atención del espectador puede pasar
desapercibido para el fotógrafo, Nancy resalta el carácter atento y situado de la mirada del
“operator”, de manera que algo en la fotografía nos mira con la mirada del fotógrafo. Sea que
la mirada del espectador se dirija al ambiente o decorado recogido en la foto o a la mirada del
sujeto fotografiado, lo visible no es en ningún caso un objeto dado, sino la mirada del
fotógrafo expuesta, extrovertida, proyectada hacia afuera para reflejarse en la del espectador.
En la fotografía miramos por consiguiente con la mirada de otro, hecho que, para Nancy,
implica dos conclusiones. De un lado, de esta identificación entre la mirada del espectador y la
del fotógrafo surge una suerte de sujeto universal ya que “esa mirada del otro en cuanto
mirada no es sino la misma infinitamente” y es, por tanto, la mirada de todos. Por otro lado
implica que si la fotografía ordena los objetos para construir un mundo, éste sólo surge de
aquel que se pone a mirar, sólo es mundo habitable gracias a la mirada del que en él habita,
del que expone, vierte o entrega la mirada. En definitiva, concluye Nancy, “es poniéndose a ver
como cada cosa se vuelve visible: recibiendo una mirada”. Estas dos conclusiones permiten
finalmente entender el juego especular de miradas que suscita la visión de la fotografía: algo
en ella, apunta Nancy, “nos planta cara”, sea lo que fuere eso nos concierne, nos ocupa, nos
importa, algo en la imagen nos mira.

El artículo “¿Cómo se escucha la música?” aborda cuestiones que aparecieron ya en “Relato,


recitación, recitativo”, texto que esbozaba los vínculos entre la poesía y la música. Pero el
propósito central de éste, como ocurre en los dedicados a cada una de las artes, es dilucidar el
sentido propio de la música, siempre en el entendido de que lo característico de cada una no
es más que el modo ejemplar que en ella adquiere una forma de experiencia sensible que se
da también en las otras. Lo que de ejemplar hay en la música es la aprehensión de la
temporalidad, ya que toda composición recurre a procedimientos de combinación que
anticipan su propio desarrollo. Un poco a la manera en que Kierkegaard encuentra la esencia
de lo musical en el Don Giovanni de Mozart, Nancy sostiene que el oyente se mantiene a la
espera y es arrastrado hacia un presentimiento o una promesa, de modo que en cada
momento de la escucha coinciden el movimiento y el suspenso. Las notas, las frases, los
motivos musicales despiertan tanto la esperanza o la expectativa de lo que está por venir
como la resonancia o el eco de lo ya escuchado. La ejemplaridad de la música estribaría en el
hecho de que en ella como en ninguna otra de las artes se cumple la definición hegeliana de la
Verdad, que Nancy resume así: “lo verdadero es el resultado a través del camino”. Pero en la
música se hace evidente que ese camino es “la recuperación infinita de todos los momentos de
un recorrido” y que esa Verdad no está en el final conclusivo y totalizador, sino que cada
detalle contiene a todos los demás del mismo modo que en cada sonido resuena el anterior y
se anticipa el siguiente en un constante retorno que no tiene principio ni fin.

La resonancia es también el tema con el que arranca el artículo “Separación de la danza”.


Resonancia ya no sólo en tanto que, como ocurre en la música y en las artes del movimiento,
cada gesto remita al pasado y anticipe el futuro sino en tanto que, cuando ponemos nuestra
mirada sobre un bailarín o una bailarina, nos enfrentamos a la presencia del cuerpo de otro. El
cuerpo del otro es, afirma Nancy, la más rotunda evidencia del otro ya que pone ante mí algo
que se resiste a ser mero objeto de contemplación. Es por ello que no simplemente percibo el
cuerpo del bailarín sino que éste resuena en mí o yo resueno con él. Por ello también el
espectador no recibe de la danza un mensaje sino que siente un sobrecogimiento, un calambre
o un relajamiento. Tampoco la danza, y esto la distingue de las otras artes, corresponde a un
sentido específico, la vista, el oído, el tacto… La resonancia del cuerpo del bailarín en el
espectador parece estar, piensa Nancy, antes de la sensación y antes del sentido en general. El
rasgo propio de la danza, es para Nancy, la presencia de un cuerpo que se separa de sí mismo,
que se desprende de sí, cuerpo que no se pertenece, que no está quieto en un sitio, que en
una sacudida o un espasmo se distingue de sí, se desplaza, se despliega y multiplica. El cuerpo
del bailarín es, en definitiva, “cuerpo emocionado que provoca su propio rapto” y que al saltar
se separa de sí.

Si la danza pone al espectador ante la experiencia de un cuerpo que se pliega y se despliega,


que se arquea, que brinda al espectador la experiencia ya no del cuerpo del otro sino del
cuerpo como otro, el cine, por su parte, le coloca ante la existencia de un mundo. Esta es la
tesis del artículo “Cinefila y cinemundo”. Para llegar a esta conclusión Nancy separa dos
posibles modos de experiencia del cine y en el cine. De un lado la del cinéfilo, que se acerca al
cine con una mirada que disecciona, analiza, compara, clasifica y juzga. Mirada distante,
externa, reflexiva, próxima a aquel modo de “percepción óptica” de que hablara Walter
Benjamin. De otro, el “cinéfila”, el que se pone en la fila del cine para ver una película y que
entra en la sala para dejarse envolver por las imágenes y el sonido. La posición del cinéfila es
una forma de estar en el mundo, una manera de habitar en el cinematógrafo haciendo de él su
hábitat, manteniendo con él una relación próxima a la “percepción táctil” de Benjamin. La
posición del cinéfilo es concentrada y distante, la del cinéfila es disipada y próxima. En
resumen y como afirma Nancy, “el cinéfila habita en el cinemundo, mientras que el cinéfilo se
interesa solamente por un mundo del cine”.

Obviamente, la distinción entre estas dos formas de relación con el cine debe extenderse más
allá del séptimo arte, pues “el cine está en todas partes” y se ha expandido hacia todas las
formas de imagen en movimiento hasta constituir lo que Nancy denomina un “ecosistema de
imágenes” o una “ecotecnia”. Este último término fue empleado por Nancy en el artículo
“Guerra, derecho, soberanía. Techné”, publicado en 1991, al inicio de la guerra de Irak, y que
respondía al encargo de reflexionar sobre las relaciones entre guerra y técnica; un texto
incluido en su libro Ser singular plural. Pero, en el contexto de esta fenomenología del cine, el
término adquiere el sentido específico de un “ecosistema de imágenes”, referido al hecho de
que habitamos en el mundo de las imágenes o que, dicho de otra manera, éstas configuran el
mundo. Así pues, la frase “el cine es la vida” no ha de entenderse simplemente en el sentido
denunciado por los situacionistas, en tanto la vida sería sustituida por la imagen espectacular y
alienante, sino en el que le diera Passolini y recoge Nancy: en tanto en cuanto el cine
aprehende la realidad más allá de la voluntad realista del realizador. El cine sería por tanto,
dicho en términos kantianos, el “esquema trascendental” que configura nuestra
representación del mundo. Dicho en términos de Heidegger con cierta ironía, el cine sería para
Nancy un “existenciario”, es decir, la condición de posibilidad del existir en nuestro ser actual.
En definitiva el cine habría construido el esquema sobre el que se levanta nuestra forma de ver
el mundo y ello en función de lo que denomina “el doblaje de lo real”. El cine duplica lo real en
el sentido de que es su “captura imitativa”, su simulador o su doble a un tiempo verídico y
falso. Pero doblaje también en tanto que genera un “alejamiento enigmático” de lo real que
permite reinterpretarlo, aprehenderlo como construido y maleable, como no dado y, por
tanto, abierto a su posible disolución y recomposición.

“Cuerpo-teatro. El cuerpo como escena” cierra el recorrido que este libro propone por las
artes en esta especie de reducción fenomenológica que permite a Nancy señalar el carácter
ejemplar que da sentido a cada una de ellas pero que resuena en todas. Este acercamiento al
teatro vuelve a la discusión sobre las artes como “espectáculo” abordada a propósito del cine y
en oposición a los presupuestos del situacionismo. El teatro es, tal como lo define Nancy,
“aquello que da lugar al acontecimiento del cuerpo”. La escena es, dicho casi del mismo modo,
“un lugar donde se engendra y se toma el tiempo propio de una representación de los
cuerpos”. Lo que diferencia la literatura teatral de otras formas literarias o, si se prefiere, lo
que tiene de ejemplar, es que en ella “el texto está compuesto de cuerpos, es cuerpo” o que
en el teatro “algo ocurre”. En definitiva la mimesis propia del teatro tiene que ver con la
presencia y la presentación de cuerpos y no con la representación de ideas o discursos. Es por
ello que el teatro no puede ser entendido como un espectáculo pues la posición del
espectador ante el espectáculo es distinta, separada y frontal, mientras que en el teatro, como
ocurre en la danza y por razones diversas también en el cine, el espectador se encuentra
atrapado en la escena y arrastrado hacia ella. Esto hace del teatro, como lo hacía del cine, una
forma de estar en el mundo o de habitarlo y ello en virtud de la presencia no de imágenes o de
significantes que remiten a un significado sino de cuerpos. Por eso mismo el teatro es ejemplo
para Nancy del concepto “ser en el mundo” (in der Welt sein) de Heidegger, entendiendo que
“estar en el mundo es todo lo contrario de estar en un espectáculo”. Es estar dentro, no
delante. El teatro ejemplifica así este existenciario: el ser arrojado al mundo, la copertenencia
de un sujeto y de un mundo. En otras palabras, el teatro tiene como función propia mostrar
que la existencia misma también se pone en escena, que forma parte de su proyecto la
proyección del ser arrojado. El teatro hace evidente que la existencia tiene necesidad de
puesta en escena. En el actor en escena vemos representado nuestro estar en el mundo,
vemos a un sujeto que se dispone a integrarse en el mundo, que mira a su alrededor pero que
es incapaz de verse a sí mismo. Nos vemos mirando sin poder vernos, lo que hace del teatro
una expresión de la intimidad como tal.

Si además del concepto de técnica hubiéramos de proponer un término que condensara la


estética de Nancy, éste podría ser el de presencia. En el caso del teatro y la danza, y en tanto
que ambos tienen que ver con la presencia de cuerpos, la oposición de Nancy a lo que
podríamos llamar privilegio del significado, se hace evidente. Pero, si repasamos de atrás hacia
adelante los artículos que componen este libro, quedará también clara la importancia de este
término en relación a todas las artes. Presencia del cinéfila en la sala, presencia de las
imágenes que conforman el hábitat del espectador; presencia en el sentido temporal, en la
pintura de On Kawara, como el modo en que la historia de un millón de años se hace presente
de forma simultánea; presencia en la pintura cristiana en tanto toda pintura es alumbramiento
desde la oscuridad a la luz, advenimiento de la figura desde el fondo a la superficie y todo ello
antes de que la figura pueda cobrar un sentido o un significado. Presencia también en la
escritura en cuanto ésta nace del trazo y en tanto el relato es recitación o enumeración de lo
que viene a escena. Si hemos de sintetizar ambos términos, presencia y techné en una fórmula,
ésta podría ser técnica del presente, expresión que tanto se repite en estos artículos. El arte
sería así, según Nancy, “intensificación de la presencia” o “apertura a la presencia”. O también,
dicho casi de la misma manera, el arte se definiría como producción de presencia. Tomamos
prestada esta expresión de Hans Ulrich Gumbrecht, convencidos de que resuena en ella la voz
de Jean-Luc Nancy.

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