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Filosofía. Acceso.

Prof. Vicente García.

René Descartes (1596-1650).

Descartes nació el 31 de marzo de 1596 en La Haye en Touraine


(actualmente llamada Descartes en su honor), siendo el tercer hijo de un
jurista, miembro de la baja nobleza, Joachin Descartes. Tras la muerte de
su madre cuando tenía un año, él y sus hermanos fueron educados por su
abuela, pues su padre se ausentaba frecuentemente para acudir al
Parlamento de Bretaña, donde era consejero.
Entre 1604 y 1612 estudió en el Collége Royal de los jesuitas en La
Flèche, donde recibió una sólida educación en la cultura clásica, aprendiendo
latín (Cicerón, Horacio y Virgilio) y griego (Homero, Píndaro y Platón),
textos filosóficos (Aristóteles, Platón), matemáticas, astronomía, música y
arquitectura. Además, como era costumbre, aprendió el arte de la discusión
(disputatio).
Después estudió derecho en la Universidad de Poitiers y, quizá,
medicina y con 18 años ya es bachiller y licenciado. Siempre fue alumno de
sobresaliente.
Tras finalizar los estudios universitarios se interesó por las
matemáticas y la física (descubriendo el teorema de Euler sobre los
poliedros). En París entrará en contacto con otros intelectuales,
convirtiéndose su casa en el punto de reunión para quienes querían
intercambiar ideas y discutir.
Entre 1618 y 1628 se enrola en los ejércitos del protestante Mauricio
de Nassau y del católico Maximiliano de Babiera, y en 1629 se traslada

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definitivamente a los Países Bajos, donde halló la tranquilidad para


dedicarse completamente al estudio. En 1949 es llamado por la reina
Cristina de Suecia, donde morirá un año después (de neumonía, aunque en la
actualidad se ha planteado la posibilidad de que fuera envenenado con
arsénico). Durante la Revolución Francesa sus restos fueron trasladados al
Pantheon (la basílica de los grandes hombres de la nación francesa), aunque
en la actualidad se encuentran en la Iglesia de Saint-Germain-des-Prés.

Las obras de Descartes y los inicios de la filosofía moderna.


La primera obra de Descartes fue Reglas para la dirección del espíritu
(aunque fue publicada tras su muerte), escribiendo a continuación diversos
tratados (El mundo, que no publicó como consecuencia de la condena de
Galileo, o El hombre) y en 1637 el Discurso del método para dirigir bien la
razón y hallar la verdad en las ciencias.
Posteriormente escribirá nuevos tratados (Meditaciones metafísicas,
1641, Principios de filosofía, 1647), diálogos (La búsqueda de la verdad
mediante la razón natural, 1642) y, en 1647, los Principios de filosofía,
destinado a la enseñanza.

Para Descartes, la lectura de los autores clásicos es fundamental para


formar el espíritu y reconoce el importante papel de las matemáticas a
través de sus aplicaciones mecánicas. Reconoce también la labor de los
escritores paganos (“contienen muchas enseñanzas y exhortaciones a la
virtud que son muy útiles”).
La preocupación de Descartes está en que la filosofía, de donde las
demás ciencias deberían tomar sus fundamentos, es un desastre, puesto que

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“no parece haber aquí cosa alguna en la que estén de acuerdo los sabios”. Su
negativa a aceptar las verdades recibidas de manera acrítica le
convirtieron en padre de la filosofía moderna (aunque esto no implica que
rechazara a los autores clásicos), al plantear la necesidad de “establecer
algo firme y durable en las ciencias”.
La comprensión de la obra cartesiana implica una participación activa
por parte del lector. No se trata de una lectura sencilla y, en ocasiones,
Descartes no guarda un orden en la exposición de sus ideas (además plantea
un par de enigmas para los que no existe una solución conocida).

El método. La duda, la libertad y la teoría de las dos sustancias.


Para Descartes el modelo ideal de ciencia es aquel que puede
establecer un sistema de proposiciones lógicamente relacionadas entre sí,
de manera que la razón puede partir de las “primeras verdades” para
alcanzar la verdad en las proposiciones más complejas. La evidencia es el
criterio de la verdad; una idea evidente es una idea clara, que no puede
confundirse con las demás.
Así, Descartes define el método como “una serie de reglas ciertas y
fáciles, tales que todo aquel que las observe exactamente no tome nunca
algo falso por verdadero y, sin gasto alguno de esfuerzo mental, sino por
incrementar su conocimiento paso a paso, llegue a una verdadera
comprensión de todas aquellas cosas que no sobrepasen su capacidad”.

Descartes considera que, aunque la lógica tiene muchas reglas válidas,


estas suelen ser inútiles puesto que la capacidad de razonar es básica y
primitiva, y nadie puede enseñárnoslas. Las reglas del método son:
- El precepto de la evidencia, consiste en no admitir nunca nada
como verdadero, si no consta con evidencia que lo es; es decir, no
asentir más que ante aquello sobre lo que no se puede dudar.
- El precepto del análisis, es decir, dividir las dificultades que
tengamos en tantas partes como sea preciso, para solucionarlas
mejor.
- El precepto de la síntesis, para establecer un orden en nuestros
pensamientos, incluso entre aquellas partes que no estén ligadas por
un orden natural, apoyándonos en la solución de las cuestiones más
simples, hasta resolver los problemas más complejos a nuestro
alcance.
- El precepto de control, hacer siempre revisiones amplias para estar
seguros de no haber omitido nada.

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Precepto de la evidencia - No captar nada como verdadero


hasta no conocer con evidencia
que es.
- Evitar precipitaciones.
- Aceptar lo que se presente de
forma clara y distinta.
Precepto del análisis - Dividir los problemas en las
partes necesarias para
resolverlas mejor.
Precepto de la síntesis - Conducir con orden los
pensamientos desde el más
simple al más complejo.
- Ordenar incluso a los que no se
proceden de modo natural.
Precepto del control - Hacer recuentos completos
seguros de no haber olvidado
nada.
- Repetir el análisis y la síntesis
tantas veces como fuera
necesario para no tener ninguna
duda.

Según Descartes, a través de este método se puede demostrar tanto


la existencia de Dios como del alma. Sin embargo, desarrollar una prueba
genuina es algo muy problemático.
Además de la lógica, Descartes da especial importancia a la intuición,
que para él es “no la creencia en el variable testimonio de los sentidos o en
los juicios engañosos de la imaginación –mala reguladora- sino la concepción
de un espíritu sano y atento, tan distinta y tan fácil que ninguna duda quede
sobre lo conocido; o lo que es lo mismo, la concepción firme que nace en un
espíritu sano y atento, por las luces naturales de la razón”.

Descartes fue considerado el filósofo de la duda, pues dice que no hay


que aceptar aquello sobre lo que se pudieran establecer dudas
racionalmente. Descartes estableció tres niveles de dudas:
o Primer nivel de duda, se corresponde a los errores típicos de
percepción de los cuales cualquiera puede ser víctima
(especialmente en el caso de percepciones referidas a objetos
lejanos o las que se producen en condiciones desfavorables).

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o Segundo nivel de duda, aquel que señala la similitud entre la


vigilia y el sueño, así como la falta de criterios para diferenciar
entre ellos.
o Tercer nivel de duda, en el que los errores estarían en nuestras
creencias. Para Descartes hay un ser superior (un ”genio
maligno”), un azar desfavorable o un orden causal adverso (en el
orden de las cosas) capaz de llevarnos al error.
¿De qué se puede dudar razonablemente? Se puede dudar de los
sentidos, del conocimiento sensible, puesto que en algún momento nos
pueden haber engañado. En segundo lugar no se puede distinguir entre el
sueño (lo que vemos y pensamos mientras estamos dormidos) y la vigilia (lo
que vemos y pensamos mientras estamos despiertos). Finalmente, se puede
desconfiar de la razón, puesto que hasta los razonamientos matemáticos
más sencillos pueden estar equivocados.
Si Descartes plantea la duda sobre todos estos supuestos es porque
existen razones para ponerlos en duda. Es lo que se llama “la duda metódica”
que, lógicamente, no afecta a la realidad (Descartes dice en el texto “ni
cielo, ni tierra”, pero lo cierto es que ambas existen).
La duda metódica cartesiana pondrá en cuestión todos los
conocimientos adquiridos anteriormente. En principio, ni las matemáticas se
salvan de esa duda, puesto que en parte se basan en la memoria, y llega al
propio pensamiento cartesiano (porque “si cuando pienso, soy”, cuándo no
pienso ¿no soy?).

Otra cuestión planteada por Descartes es la existencia de la libertad


(el libre albedrío). Para Descartes la responsabilidad no es ilusoria, puesto
que existe un cocimiento legítimo de ella, por lo que hemos de tomar
decisiones sin dar oídos sordos a las consecuencias previsibles de nuestros
actos.

La sustancia es aquello que existe por sí mismo, sin necesidad de otra


cosa. Partiendo del cogito (el pensamiento), sostiene que él mismo es
sustancia pensante (dado que no puede dudar de la existencia del
pensamiento, pero sí puede mantener una duda sobre el cuerpo).
El cogito de Descartes representará el descubrimiento efectivo de la
conciencia, que pasa a ser la realidad primera. El punto de partida de la
reflexión filosófica ya no es el mundo exterior, sino que pasa a ser el mundo
interior del sujeto, la subjetividad.
La actividad del pensamiento (el cogito) pasa a ser una realidad, y de
ella se deduce el primer principio de la filosofía de Descartes: la evidencia

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como criterio de certeza. La fuente inspiradora del nuevo conocimiento es


el método racional.

La teoría de las dos sustancias plantea que para llegar de una realidad a
otra (del cuerpo al alma o viceversa), menciona que existe una glándula en el
cerebro, la glándula pineal, donde se encuentra el punto de contacto entre
ambas sustancias (Descartes nunca pudo verificar dicha teoría). Las
sustancias pueden ser infinitas (el ser perfecto e infinito, Dios) y finitas.

“Pienso, luego soy”.


El inicio de este razonamiento viene a raíz de la duda metódica de
Descartes. Si es capaz de dudar de todo, es cierto que piensa; si piensa, por
lo tanto, existe. Esta sería una de las primeras verdades indudables para
Descartes (y además es el punto de partida de toda su filosofía).
Los hombres podemos dudar de lo que vemos, oímos, imaginamos e
incluso pensamos, pero, en rigor, podemos dudar del contenido del
pensamiento, pero no del pensamiento mismo.
La famosa frase “cogito, ergo sum” ha llevado a una serie de
confusiones debido a una mala interpretación de la misma. La primera de
estas lecturas ha llevado a la consideración que sólo las cosas que piensan
existen.; sin embargo, las cosas que no piensan también tienen existencia.
La segunda interpretación ha llevado a sustituir el “pienso” por otras
acciones como “camino” o “respiro”; pero la idea cartesiana es llegar a la
verdad primera. En este sentido, Descartes llega a dudar de la existencia
de su propio cuerpo, puesto que la existencia de este no es una verdad

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primera, sino consecuencia de una verdad anterior. Descartes llega a


afirmar que él puede soñar que camina, y sin embargo eso no implica que
esté en movimiento (por lo tanto, si no hay seguridad sobre la existencia del
cuerpo y “no hay indicios ciertos para distinguir el sueño de la vigilia” no se
puede afirmar, con una certeza absoluta, que el caminar es indicio de
existencia).
Para Descartes, “soy una cosa que piensa, una cosa que duda, entiende,
concibe, afirma, niega, quiere y, también, imagina y siente”. Es decir, para
Descartes el término “pensamiento” incluye también la vida emocional y
sentimental.

La existencia de Dios.
El siguiente problema al que hace referencia Descartes es la existencia
de Dios. Para ello, parte Descartes de la primera certeza, la existencia del
hombre como ser pensante. Cada uno de nosotros podemos crear en nuestro
pensamiento una serie de imágenes, y a esas imágenes las llamamos ideas.
Algunas de estas ideas nacen con nosotros (son las ideas innatas), otras las
vamos adquiriendo (las ideas adventicias) y, en tercer lugar, las que
inventamos en nuestro pensamiento (las ideas ficticias). Todas estas ideas,
como modos de pensar propios de uno mismo, pueden ser confundidas; pero
si las consideramos como imágenes, resulta que son diferentes entre sí
mismas.
Entre las ideas que podemos tener está la de Dios (“una sustancia
infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente y omnipotente” según
Descartes). Así, para Descartes tiene que haber un ser superior que piense
en una sustancia verdaderamente infinita que sea la causa de la idea de Ser
infinito.
Esa es la prueba que da Descartes de la existencia de Dios: la
presencia en nosotros de la idea de lo perfecto e infinito.
En segundo lugar se puede afirmar la existencia de Dios negando la
afirmación contraria (es decir, que Dios no existe). Para ello Descartes
sigue el siguiente razonamiento: si yo existo, y niego la existencia de Dios,
debo mi existencia a: a) a mí mismo, b) a haber existido siempre o c) a
causas menos perfectas que el propio Dios. Yo no puedo haberme creado a
mí mismo, ni tengo una existencia infinita, y dentro de mí existe la idea de
Dios sin que mi espíritu haya sido creado por nadie superior a mí (ya que
para tener existencia, esta se debe a la existencia de una cosa que piensa y
que tiene en sí todas las perfecciones que yo atribuyo a Dios). Por lo tanto,
Dios existe.

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Búsqueda de criterio de - La duda metódica.


verdad firme y sólido. - La evidencia del primer principio.
- El alma, sustancia pensante distinta del cuerpo.
- Hombre imperfecto
descubre a Dios, ser
La existencia del alma, - Existencia de Dios. perfecto.
de Dios y del mundo. - Pruebas de la
causalidad.
- Dios, fuente de verdad garante de la existencia
del mundo y final de la duda.

La existencia de las cosas materiales.


Una vez Descartes ha demostrado la existencia del yo pensante y de
Dios, pasa a demostrar la existencia de las cosas materiales. Aquí Descartes
plantea la cuestión que las cosas que nos rodean tienen una existencia menos
segura que nosotros mismos (y pone para ello varios ejemplos: cuando una
persona siente dolor en una pierna que le ha sido amputada o cuando no
somos capaces de distinguir el sueño de la vigilia).
La existencia de las cosas materiales, por tanto, no es una de las cosas
que podamos dar por demostrada.
Descartes supera esta duda con el siguiente razonamiento: nosotros
somos capaces de sentir las ideas de las cosas sensibles, lo que supone que
utilizamos la “facultad activa” para producir esas ideas. Esa facultad activa
no puede estar dentro de mí, puesto que en muchas ocasiones esas ideas
surgen en mí sin que yo le de existencia real a las cosas en las que pienso;
por lo tanto, esa facultad activa estará en las cosas corporales que provocan
tales ideas.

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El comentario del texto filosófico.

1. La preparación.
2. La elaboración del comentario.
3. El autor, la obra y su contexto.
4. El tema principal y las ideas secundarias. El comentario.
5. La opinión personal.
__________________________________________________

1. La preparación.
A la hora de realizar un comentario de texto filosófico es
conveniente realizar la lectura del texto de manera pausada un par de
veces, con el fin de entender qué es lo que nos está explicando o
proponiendo el autor.
Es conveniente identificar el tema principal, con el fin de poder
separar éste de las diferentes ideas secundarias que puedan aparecer en el
texto.
A la hora de llevar a cabo el comentario sería conveniente subrayar
aquellos conceptos más importantes que aparecen en el texto, e ir anotando
en una hoja aparte cuantas ideas nos surjan durante la lectura.

2. La elaboración del comentario.


A la hora de plantearnos el comentario del texto, debemos evitar
copiarlo. Se pueden llevar a cabo citas (indicándolo entre comillas) o, en su
defecto, indicar la línea del texto en la que aparece la idea o frase que
queremos destacar (para lo que habrá que numerar previamente las líneas
del texto).
Durante el comentario, deberemos exponer de manera objetiva
aquello que nos sugiere el texto, dejando para el comentario final las
opiniones personales y valoraciones.
Al comentario hay que darle un orden concreto, ya que se trata de
la ordenación lógica de cuantas ideas nos esté sugiriendo el texto y no una
acumulación desordenada de ideas. Por ello, es conveniente realizar un guión
antes de comenzar a escribir.
Igualmente, es conveniente la utilización de un lenguaje sencillo y
evitar las frases excesivamente largas (para evitar perder el sentido de las
mismas). Además, habrá que cuidar la ortografía.

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3. El autor, la obra y su contexto.


Al comienzo del comentario podemos exponer de manera breve
algunos de los aspectos de la vida del autor, así como la época en la que fue
escrito el texto.
También deberemos situar el texto en la obra de la que ha sido
extraído. Habrá que comentar brevemente las características de esa obra y
lo que el autor pretende exponer con ella.

4. El tema principal y las ideas secundarias. El comentario.


El texto tiene una idea principal, el tema sobre el que trata.
Además, en torno a esa idea principal habrá más ideas, que complementan la
principal y que tendremos que identificar en el comentario.

El primer paso del comentario (una vez identificados el autor y la


obra), será el de ponerle título al texto. El título es la exposición reducida
de lo que nos dice el autor (en un par de líneas).
Después habrá que comentar esa idea, explicando lo que significa
para el autor y la obra de la que forma parte.

Acto seguido habrá que comentar el resto de ideas secundarias,


pero ésta vez relacionándolas con la idea principal.

5. La opinión personal.
La última parte del comentario consistirá en realizar una valoración
personal del contenido del texto.
Se deberá indicar si se está o no de acuerdo con las ideas
mostradas por el autor, así como si el tema que trata el texto está en
vigencia en la actualidad o no.
En la medida de lo posible se podrá exponer si se conoce otros
autores que compartan las ideas expresadas en el texto o que difieran de
ellas. También se pueden incluir referencias literarias, artísticas e, incluso,
científicas, que enriquezcan el comentario.

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Descartes. Discurso del método, II.

“Se ve, en efecto, que los edificios que ha emprendido y acabado un


solo arquitecto suelen ser más bellos y mejor ordenados que aquellos otros
que varios han tratado de restaurar, sirviéndose de antiguos muros
construidos para otros fines. Esas viejas ciudades que no fueron al principio
sino aldeas y que con el transcurso del tiempo se convirtieron en grandes
ciudades, están ordinariamente muy mal trazadas si las comparamos con
esas plazas regulares que un ingeniero diseña a su gusto en una llanura; y,
aunque considerando sus edificios uno por uno, encontrásemos a menudo en
ellos tanto o más arte que en los de las ciudades nuevas, sin embargo, viendo
cómo están dispuestos –aquí uno grande, allá uno pequeño- y cuán tortuosas
y desiguales son por esta causa las calles, diríase que es más bien el azar, y
no la voluntad de unos hombres provistos de razón, el que los ha dispuesto
así. Y si se considera que en todo tiempo ha habido, sin embargo,
funcionarios encargados de cuidar que los edificios particulares sirvan de
ornato público, bien se comprenderá lo difícil que es hacer cabalmente las
cosas cuando se trabaja sobre lo hecho por otros. Del mismo modo,
imaginaba yo que esos pueblos que fueron en otro tiempo semisalvajes y se
han ido civilizando poco a poco, estableciendo leyes a medida que a ello les
obligaba el malestar causado por los delitos y las querellas, no pueden estar
tan bien constituidos como los que han observado las constituciones de un
legislador prudente desde el momento que se reunieron por primera vez. Por
esto es muy cierto que el gobierno de la verdadera religión, cuyas
ordenanzas fueron hechas por Dios, debe estar incomparablemente mejor
arreglado que los demás. Y para hablar de cosas humanas, creo que si
Esparta fue en otro momento tan floreciente, no fue por causa de la bondad
de cada una de sus leyes en particular, pues muchas eran muy extrañas y
hasta contrarias a las buenas costumbres, sino debido a que, por ser
concebidas por un solo hombre, tendían todas a un mismo fin.”

Descartes. Discurso del método, II.

“Y como la multitud de leyes sirve a menudo de disculpa a los vicios,


siendo un Estado mucho mejor regido cuando hay pocas pero muy
estrictamente observadas, así también, en lugar del gran número de
preceptos que encierra la lógica, creí que me bastarían los cuatro

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siguientes, siempre que tomara la firme y constante resolución de no dejar


de observarlos ni una sola vez.
Consistía el primero en no admitir jamás como verdadera cosa alguna
sin conocer con evidencia que lo era; es decir, evitar cuidadosamente la
precipitación y la prevención y no comprender, en mis juicios, nada más que
lo que se presentase a mi espíritu tan clara y distintamente que no tuviese
motivo alguno para ponerlo en duda.
El segundo, en dividir cada una de las dificultades que examinaré en
tantas partes como fuese posible y en cuantas requiriese su mejor solución.
El tercero, en conducir ordenadamente mis pensamientos, comenzando
por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo
poco a poco como por grados, hasta el conocimiento de los más compuestos;
y suponiendo un orden aun entre aquellos que no se preceden naturalmente
unos a otros.
Y el último, en hacer en todo enumeraciones tan completas y revisiones
tan generales que estuviera seguro de no omitir nada.
Esas largas cadenas de trabadas razones muy simples y fáciles, que los
geómetras acostumbran a emplear para llegar a sus más difíciles
demostraciones, me habían dado ocasión para imaginar que todas las cosas
que entran en la esfera del conocimiento humano se encadenan de la misma
manera; de suerte que, con sólo abstenerse de admitir como verdadera
ninguna que no lo fuera y de guardar siempre el orden necesario para
deducir las unas de las otras, no puede haber ninguna, por lejos que se halle
situada o por oculta que esté, que no se llegue a alcanzar y descubrir.”

Descartes. Discurso del método, IV.

“Así, puesto que los sentidos nos engañan a veces, quise suponer que no
hay cosa alguna que sea tal como ellos nos la hacen imaginar. Y como hay
hombres que se equivocan al razonar, aún acerca de las más sencillas
cuestiones de geometría, y cometen paralogismos, juzgué yo que estaba tan
expuesto a errar como cualquier otro y rechacé como falsos todos los
razonamientos que antes había tomado por demostraciones. Finalmente,
considerando que los mismos pensamientos que tenemos estando despiertos
pueden también ocurrírsenos cuando dormimos, sin que en tal caso sea
ninguno verdadero, resolví fingir que todas las cosas que hasta entonces
habían entrado en mi espíritu no eran más ciertas que las ilusiones de mis
sueños. Pero advertí en seguida que aun queriendo pensar, de este modo, que
todo es falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa. Y al
advertir que esta verdad –pienso, luego soy- era tan firme y segura que las

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suposiciones más extravagantes de los escépticos no eran capaces de


conmoverla, juzgué que podía aceptarla sin escrúpulos como el primer
principio de la filosofía que buscaba.
Al examinar después atentamente lo que yo era y ver que podía fingir
que no tenía cuerpo alguno y que no había mundo ni lugar alguno en el que no
me encontrase, pero que no podía fingir por ello que yo no fuese, sino al
contrario, por lo mismo que pensaba en dudar de la verdad de las otras
cosas se seguía muy cierta y evidentemente que yo era, mientras que, con
sólo dejar de pensar, aunque todo lo demás que hubiese imaginado hubiera
sido verdad, no tenía ya razón alguna para creer que yo fuese, conocí por
ello que yo era una substancia cuya total esencia o naturaleza es pensar, y
que no necesita, para ser, de lugar alguno ni depende de ninguna cosa
material. De manera que este yo, es decir, el alma por la cual soy lo que soy,
es enteramente distinta del cuerpo y hasta es más fácil de conocer que él, y
aunque el cuerpo no fuese, el alma no dejaría de ser cuanto es.”

Descartes. Discurso del método, II.

“Pero lo que más me satisfacía de este método era que con él estaba
seguro de emplear mi razón en todo, si no perfectamente, al menos lo mejor
que me fuera posible. Sin contar con que, aplicándolo, sentía que mi espíritu
se acostumbraba poco a poco a concebir más clara y distintamente los
objetos. Por no haber circunscripto este método a ninguna materia
particular, me prometí aplicarlo a las dificultades de las demás ciencias con
tanta utilidad como lo había hecho a las del álgebra. No por eso me atrevía a
examinar todas las cosas que se presentasen, pues esto habría sido
contrario al orden que el método prescribe; pero al advertir que todos los
principios de las ciencias debían tomarse de la filosofía, donde aún no
hallaba ninguno cierto, pensé que era necesario, ante todo, tratar de
establecerlos en ella. Más como esto es la cosa más importante del mundo, y
donde es más de temer la precipitación y la prevención, comprendí que no
debía acometer esta empresa hasta llegar a una edad bastante más madura
que la de veintitrés años que entonces contaba, dedicando el tiempo para
prepararme para ella; tanto desarraigando de mi espíritu todas las malas
opiniones que había recibido antes de esta época, como reuniendo muchas
experiencias que fuesen después materia de mis razonamientos, y
ejercitándome constantemente en el método que me había prescrito para
afirmarme más y más en él.”

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Descartes. Discurso del método, VI.

“Advertí, así mismo, que las experiencias son más necesarias cuanto
más avanzamos en el conocimiento, porque al principio es preferible servirse
únicamente de las que se presentan por sí mismas a nuestros sentidos y que
no podemos ignorar por poca reflexión que hagamos, que buscar otras más
raras y estudiadas, por la razón de que éstas engañan con frecuencia cuando
no se conocen las causas más comunes y también porque las circunstancias
de que dependen son casi siempre tan particulares y tan pequeñas que es
muy difícil reparar en ellas. Pero el orden que en esto he llevado ha sido el
siguiente: primero he procurado hallar en general los principios o primeras
causas de todo lo que en el mundo es o puede ser, sin considerar para este
efecto nada más que a Dios, que lo ha creado, ni sacarlas de otra cosa que
de ciertos gérmenes de verdades que están naturalmente en nuestras
almas. Examiné después cuáles eran los primeros y más comunes efectos que
podían deducirse de estas causas y me parece que por tales medios he
hallado cielos, astros, una tierra; y sobre la tierra, agua, aire, fuego,
minerales y otras cosas que, siendo las más comunes y sencillas de todas,
son también las más fáciles de conocer. Luego, cuando quise descender a las
más particulares, se presentaron ante mi consideración tantas y tan
diversas que no he creído que fuera posible al espíritu humano distinguir las
formas o especies de cuerpos que hay en la tierra de otras muchísimas que
podría haber si hubiera sido la voluntad de Dios ponerlas en ella y, por
consiguiente, que no es posible tampoco referirlas a nuestra utilidad, a no
ser que salgamos al encuentro de las causas por los efectos y hagamos uso
de varias experiencias particulares. Después de lo cual, repasando en mi
espíritu todos los objetos que se habían presentado a mis sentidos, me
atrevo a afirmar que no advertí en ellos nada que no pueda explicarse
cómodamente por los principios encontrados.”

Descartes. Discurso del método, IV.

“Después que el conocimiento de Dios y del alma nos ha asegurado la


certeza de esta regla, resulta fácil conocer que los ensueños que
imaginamos al dormir no deben hacernos dudar en manera alguna de la
verdad de los pensamientos que tenemos cuando estamos despiertos. Porque
si ocurriese que durmiendo tuviéramos alguna idea muy distinta, como, por
ejemplo, que un geómetra inventara en sueños una nueva demostración, el
sueño no impediría que esa idea fuese cierta, y en lo que respecta al error
más frecuente de nuestros sueños, que consiste en representarnos diversos

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objetos del mismo modo como lo hacen nuestros sentidos exteriores, poco
importa que nos dé ocasión para desconfiar de la verdad de tales ideas, pues
estas pueden engañarnos de igual manera aún cuando no estuviéramos
dormidos. Prueba de ello es que los que padecen ictericia lo ven todo
amarillo y que los astros y otros cuerpos muy lejanos nos parecen más
pequeños de lo que son. En fin, despiertos o dormidos no debemos dejarnos
persuadir nunca si no es por la evidencia de la razón. Y adviértase que digo
de la razón, no de la imaginación o de los sentidos. Del mismo modo, porque
veamos el sol muy claramente, no debemos por ello juzgar que sea del
tamaño que lo vemos; y muy bien podemos imaginar distintamente una
cabeza de león pegada al cuerpo de una cabra sin que por eso haya que
concluir que en el mundo existiera la quimera: la razón no nos dice que lo que
así vemos o imaginamos sea verdadero. Pero sí nos dice que todas nuestras
ideas o nociones deben tener algún fundamento de verdad; pues no sería
posible que Dios, que es enteramente perfecto y verdadero, las hubiera
puesto en nosotros si fueran falsas.”

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