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“no parece haber aquí cosa alguna en la que estén de acuerdo los sabios”. Su
negativa a aceptar las verdades recibidas de manera acrítica le
convirtieron en padre de la filosofía moderna (aunque esto no implica que
rechazara a los autores clásicos), al plantear la necesidad de “establecer
algo firme y durable en las ciencias”.
La comprensión de la obra cartesiana implica una participación activa
por parte del lector. No se trata de una lectura sencilla y, en ocasiones,
Descartes no guarda un orden en la exposición de sus ideas (además plantea
un par de enigmas para los que no existe una solución conocida).
La teoría de las dos sustancias plantea que para llegar de una realidad a
otra (del cuerpo al alma o viceversa), menciona que existe una glándula en el
cerebro, la glándula pineal, donde se encuentra el punto de contacto entre
ambas sustancias (Descartes nunca pudo verificar dicha teoría). Las
sustancias pueden ser infinitas (el ser perfecto e infinito, Dios) y finitas.
La existencia de Dios.
El siguiente problema al que hace referencia Descartes es la existencia
de Dios. Para ello, parte Descartes de la primera certeza, la existencia del
hombre como ser pensante. Cada uno de nosotros podemos crear en nuestro
pensamiento una serie de imágenes, y a esas imágenes las llamamos ideas.
Algunas de estas ideas nacen con nosotros (son las ideas innatas), otras las
vamos adquiriendo (las ideas adventicias) y, en tercer lugar, las que
inventamos en nuestro pensamiento (las ideas ficticias). Todas estas ideas,
como modos de pensar propios de uno mismo, pueden ser confundidas; pero
si las consideramos como imágenes, resulta que son diferentes entre sí
mismas.
Entre las ideas que podemos tener está la de Dios (“una sustancia
infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente y omnipotente” según
Descartes). Así, para Descartes tiene que haber un ser superior que piense
en una sustancia verdaderamente infinita que sea la causa de la idea de Ser
infinito.
Esa es la prueba que da Descartes de la existencia de Dios: la
presencia en nosotros de la idea de lo perfecto e infinito.
En segundo lugar se puede afirmar la existencia de Dios negando la
afirmación contraria (es decir, que Dios no existe). Para ello Descartes
sigue el siguiente razonamiento: si yo existo, y niego la existencia de Dios,
debo mi existencia a: a) a mí mismo, b) a haber existido siempre o c) a
causas menos perfectas que el propio Dios. Yo no puedo haberme creado a
mí mismo, ni tengo una existencia infinita, y dentro de mí existe la idea de
Dios sin que mi espíritu haya sido creado por nadie superior a mí (ya que
para tener existencia, esta se debe a la existencia de una cosa que piensa y
que tiene en sí todas las perfecciones que yo atribuyo a Dios). Por lo tanto,
Dios existe.
1. La preparación.
2. La elaboración del comentario.
3. El autor, la obra y su contexto.
4. El tema principal y las ideas secundarias. El comentario.
5. La opinión personal.
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1. La preparación.
A la hora de realizar un comentario de texto filosófico es
conveniente realizar la lectura del texto de manera pausada un par de
veces, con el fin de entender qué es lo que nos está explicando o
proponiendo el autor.
Es conveniente identificar el tema principal, con el fin de poder
separar éste de las diferentes ideas secundarias que puedan aparecer en el
texto.
A la hora de llevar a cabo el comentario sería conveniente subrayar
aquellos conceptos más importantes que aparecen en el texto, e ir anotando
en una hoja aparte cuantas ideas nos surjan durante la lectura.
5. La opinión personal.
La última parte del comentario consistirá en realizar una valoración
personal del contenido del texto.
Se deberá indicar si se está o no de acuerdo con las ideas
mostradas por el autor, así como si el tema que trata el texto está en
vigencia en la actualidad o no.
En la medida de lo posible se podrá exponer si se conoce otros
autores que compartan las ideas expresadas en el texto o que difieran de
ellas. También se pueden incluir referencias literarias, artísticas e, incluso,
científicas, que enriquezcan el comentario.
“Así, puesto que los sentidos nos engañan a veces, quise suponer que no
hay cosa alguna que sea tal como ellos nos la hacen imaginar. Y como hay
hombres que se equivocan al razonar, aún acerca de las más sencillas
cuestiones de geometría, y cometen paralogismos, juzgué yo que estaba tan
expuesto a errar como cualquier otro y rechacé como falsos todos los
razonamientos que antes había tomado por demostraciones. Finalmente,
considerando que los mismos pensamientos que tenemos estando despiertos
pueden también ocurrírsenos cuando dormimos, sin que en tal caso sea
ninguno verdadero, resolví fingir que todas las cosas que hasta entonces
habían entrado en mi espíritu no eran más ciertas que las ilusiones de mis
sueños. Pero advertí en seguida que aun queriendo pensar, de este modo, que
todo es falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa. Y al
advertir que esta verdad –pienso, luego soy- era tan firme y segura que las
“Pero lo que más me satisfacía de este método era que con él estaba
seguro de emplear mi razón en todo, si no perfectamente, al menos lo mejor
que me fuera posible. Sin contar con que, aplicándolo, sentía que mi espíritu
se acostumbraba poco a poco a concebir más clara y distintamente los
objetos. Por no haber circunscripto este método a ninguna materia
particular, me prometí aplicarlo a las dificultades de las demás ciencias con
tanta utilidad como lo había hecho a las del álgebra. No por eso me atrevía a
examinar todas las cosas que se presentasen, pues esto habría sido
contrario al orden que el método prescribe; pero al advertir que todos los
principios de las ciencias debían tomarse de la filosofía, donde aún no
hallaba ninguno cierto, pensé que era necesario, ante todo, tratar de
establecerlos en ella. Más como esto es la cosa más importante del mundo, y
donde es más de temer la precipitación y la prevención, comprendí que no
debía acometer esta empresa hasta llegar a una edad bastante más madura
que la de veintitrés años que entonces contaba, dedicando el tiempo para
prepararme para ella; tanto desarraigando de mi espíritu todas las malas
opiniones que había recibido antes de esta época, como reuniendo muchas
experiencias que fuesen después materia de mis razonamientos, y
ejercitándome constantemente en el método que me había prescrito para
afirmarme más y más en él.”
“Advertí, así mismo, que las experiencias son más necesarias cuanto
más avanzamos en el conocimiento, porque al principio es preferible servirse
únicamente de las que se presentan por sí mismas a nuestros sentidos y que
no podemos ignorar por poca reflexión que hagamos, que buscar otras más
raras y estudiadas, por la razón de que éstas engañan con frecuencia cuando
no se conocen las causas más comunes y también porque las circunstancias
de que dependen son casi siempre tan particulares y tan pequeñas que es
muy difícil reparar en ellas. Pero el orden que en esto he llevado ha sido el
siguiente: primero he procurado hallar en general los principios o primeras
causas de todo lo que en el mundo es o puede ser, sin considerar para este
efecto nada más que a Dios, que lo ha creado, ni sacarlas de otra cosa que
de ciertos gérmenes de verdades que están naturalmente en nuestras
almas. Examiné después cuáles eran los primeros y más comunes efectos que
podían deducirse de estas causas y me parece que por tales medios he
hallado cielos, astros, una tierra; y sobre la tierra, agua, aire, fuego,
minerales y otras cosas que, siendo las más comunes y sencillas de todas,
son también las más fáciles de conocer. Luego, cuando quise descender a las
más particulares, se presentaron ante mi consideración tantas y tan
diversas que no he creído que fuera posible al espíritu humano distinguir las
formas o especies de cuerpos que hay en la tierra de otras muchísimas que
podría haber si hubiera sido la voluntad de Dios ponerlas en ella y, por
consiguiente, que no es posible tampoco referirlas a nuestra utilidad, a no
ser que salgamos al encuentro de las causas por los efectos y hagamos uso
de varias experiencias particulares. Después de lo cual, repasando en mi
espíritu todos los objetos que se habían presentado a mis sentidos, me
atrevo a afirmar que no advertí en ellos nada que no pueda explicarse
cómodamente por los principios encontrados.”
objetos del mismo modo como lo hacen nuestros sentidos exteriores, poco
importa que nos dé ocasión para desconfiar de la verdad de tales ideas, pues
estas pueden engañarnos de igual manera aún cuando no estuviéramos
dormidos. Prueba de ello es que los que padecen ictericia lo ven todo
amarillo y que los astros y otros cuerpos muy lejanos nos parecen más
pequeños de lo que son. En fin, despiertos o dormidos no debemos dejarnos
persuadir nunca si no es por la evidencia de la razón. Y adviértase que digo
de la razón, no de la imaginación o de los sentidos. Del mismo modo, porque
veamos el sol muy claramente, no debemos por ello juzgar que sea del
tamaño que lo vemos; y muy bien podemos imaginar distintamente una
cabeza de león pegada al cuerpo de una cabra sin que por eso haya que
concluir que en el mundo existiera la quimera: la razón no nos dice que lo que
así vemos o imaginamos sea verdadero. Pero sí nos dice que todas nuestras
ideas o nociones deben tener algún fundamento de verdad; pues no sería
posible que Dios, que es enteramente perfecto y verdadero, las hubiera
puesto en nosotros si fueran falsas.”