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CRISTIANISMO

Y SOCIEDAD
APUNTE 1

UNIDAD I
AUTOR: CARLOS GALLARDO

UNIVERSIDAD GABRIELA MISTRAL


LICENCIATURAS EN SALUD
Tema 1: El Hombre es capaz de Dios
El deseo de Dios y la Religiosidad natural del hombre.

CRISTIANISMO Y SOCIEDAD | UNIDAD I | UGM


Dios y el hombre han recorrido a través de los tiempos un largo camino. Entender esa relación y sus carac-
terísticas, así como su finalidad, resulta ser el foco de nuestro análisis y curso.

Para entender el deseo o designio de Dios para el hombre, debemos conocerlos en el fondo de su ser, es
decir, ahondaremos y hablaremos de teología, antropología, filosofía e historia, cosa no tan fácil, por lo que
haremos nuestro mejor esfuerzo.

Nuestra idea es entender qué es lo que Dios quiere de nosotros y cómo podemos cumplir ese designio, para
de tal manera, poder llevarlo a nuestra realidad actual. Para lograr ese objetivo, estudiaremos los conceptos
de razón, fe, tradición, trascendencia, entre otros.

Trataremos de dar luces para responder las preguntas existenciales del hombre, haciendo breves recorrido
a la filosofía clásica, y su aporte a la tradición judeo cristiana, y así entender nuestra función social como
hijos de Dios. Al vislumbrar esas preguntas, podremos entender las inquietudes del hombre y de esa forma,
acercarnos a las respuestas con la enseñanza de Dios y los sabios.

El hombre, desde que comienza su existencia filosófica y religiosa ve la necesidad de encontrar el conoci-
miento, la sabiduría, ligado a una conquista personal que provenía de una suerte de comunicación con las
divinidades o la divinidad. El sabio es aquel que conoce la voluntad que gobierna el universo (arúspice), el
intérprete o narrador de su acción es el poeta y el ejecutar de aquella voluntad en el mundo social, es el
soberano. Los tres resultan ser camino de acercamiento a Dios.

En el Viejo Testamento, por ejemplo, está maravillosamente retratada la figura del sabio por el rey Salomón.
Como hijo de rey, Salomón fue educado en todas las ciencias de su tiempo, adiestrado en todas las artes y
en todos los refinamientos de la Corte. Sin embargo, su proverbial sabiduría no consistía en la acumulación
de todos los conocimientos y habilidades; su sabiduría va a estar ligada a un acto de obediencia y someti-
miento. Sabio lo es sólo el ejecutor de la voluntad de Dios, el guardador de sus preceptos y el seguidor de
sus caminos. Esa será nuestra idea principal en torno al curso. Es decir, sabio será aquel que pueda encontrar
a la luz de la razón la existencia de Dios y su deseo.

La sabiduría consiste, en último término, una relación entre dos voluntades, la de Dios y la Humana, la del
sabio, siempre deberá estar atenta a la palabra y la de los signos de aquella otra Voluntad. Por lo mismo,
se pude llegar a concluirá partir de ese principio, que el deseo que tiene Dios para el hombre y viceversa,
son completamente naturales a ambas esencias. Existe para ello también un argumento histórico que re-
correremos a través de las preguntas existenciales del hombre, siempre ligadas a la figura de un Creador.

Por todo, podemos decir que el deseo de Dios tiene que ver con el estado del cristiano de peregrino, sin
entenderlo negativamente. Por lo mismo, la verdad de las cosas, las preguntas, son un don de Dios que nos
desafía, por lo mismo nos podemos retratar como peregrinos de la inconformidad. Es por ello que Dios y 2
su deseo es mostrarnos la verdad de las cosas, lo logra, cuando se abaja, cuando se nos muestra a los ojos
y en los ojos del prójimo, en la humildad y simpleza de las cosas, en las virtudes humanas.

El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para
Dios; y Dios no cesa de atraer hacia sí al hombre, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha
que no cesa de buscar.

La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El
hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios
por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente
aquel amor y se entrega a su Creador (GS 19,1).

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De múltiples maneras, en su historia, y hasta el día de hoy, los hombres han expresado a su búsqueda de Dios
por medio de sus creencias y sus comportamientos religiosos (oraciones, sacrificios, cultos, meditaciones,
etc.). A pesar de las ambigüedades que pueden entrañar, estas formas de expresión son tan universales que
se puede llamar al hombre un ser religioso.

Él creó, de un solo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra y de-
terminó con exactitud el tiempo y los límites del lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen
a Dios, para ver si a tientas le buscaban y le hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de
nosotros; pues en él vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17,26-28).

Pero esta “unión íntima y vital con Dios” (GS 19,1) puede ser olvidada, desconocida e incluso rechazada
explícitamente por el hombre. Tales actitudes pueden tener orígenes muy diversos (Cf. GS 19-21): la re-
belión contra el mal en el mundo, la ignorancia o la indiferencia religiosas, los afanes del mundo y de las
riquezas (Cf. Mt 13,22), el mal ejemplo de los creyentes, las corrientes del pensamiento hostiles a la religión,
y finalmente esa actitud del hombre pecador que, por miedo, se oculta de Dios (Cf. Gn 3,8-10) y huye ante
su llamada (Cf. Jon 1,3).

Por lo mismo, se nos pide: “Se alegre el corazón de los que buscan a Dios” (Sal 105,3). Si el hombre puede
olvidar o rechazar a Dios, Dios no cesa de llamar a todo hombre a buscarle para que viva y encuentre la
dicha. Pero esta búsqueda exige del hombre todo el esfuerzo de su inteligencia, la rectitud de su voluntad,
“un corazón recto”, y también el testimonio de otros que le enseñen a buscar a Dios.

Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza: grande es tu poder, y tu sabiduría no tiene medida. Y el
hombre, pequeña parte de tu creación, pretende alabarte, precisamente el hombre que, revestido de su
condición mortal, lleva en sí el testimonio de su pecado y el testimonio de que tú resistes a los soberbios. A
pesar de todo, el hombre, pequeña parte de tu creación, quiere alabarte. Tú mismo le incitas a ello, haciendo
que encuentre sus delicias en tu alabanza, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto
mientras no descansa en ti (S. Agustín, conf. 1, 1, 1).

La fe, la razón y la conciencia. Las grandes interrogantes o preguntas existenciales del


hombre.
Para explicar la relación e importancia que existe entre éstos tres conceptos, utilizaremos la encíclica Fides
et Ratio de juan Pablo II sobre las relaciones entre la fe y la razón. En ella se nos demuestra la importancia y
trascendencia de los conceptos en la actualidad y siempre. Ahí se nos planteas que ambas son las alas para
llegar al camino de la verdad, que es el deseo puesto por Dios en el corazón del hombre, el cual, conociendo
a Dios, como Salomón, y conociéndose a sí mismo como peregrino de ésta vida, podrá vislumbrar la verdad.

En la encíclica podemos ver el sentido de las cosas que se alcanza a través de la orientación de las preguntas 3
existenciales del hombre. Se explican de igual manera los medios para alcanzar la verdad, responsabilizándose
de las certezas adquiridas. Se nos mostrará la importancia de la filosofía y la fuerza de la razón, esta última
en los escritos de un autor que nos dará las principales luces racionales para convertirnos a la fe, hablamos
de Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), quien nos plantea con gran claridad ee pensamiento católico
moderno y sus contradicciones. De él sacaremos nuestras principales ideas para entender al cristianismo

“La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación
de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de
conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo,
conociéndose a sí mismo.

 Tanto en Oriente como en Occidente es posible distinguir un camino que, a lo largo de los siglos, ha llevado

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a la humanidad a encontrarse progresivamente con la verdad y a confrontarse con ella. Es un camino que se
ha desarrollado, no podía ser de otro modo — dentro del horizonte de la autoconciencia personal: el hombre
cuanto más conoce la realidad y el mundo y más se conoce a sí mismo en su unicidad, le resulta más urgente
el interrogante sobre el sentido de las cosas y sobre su propia existencia. Todo lo que se presenta como
objeto de nuestro conocimiento se convierte por ello en parte de nuestra vida. La exhortación Conócete
a ti mismo estaba esculpida sobre el dintel del templo de Delfos, para testimoniar una verdad fundamental
que debe ser asumida como la regla mínima por todo hombre deseoso de distinguirse, en medio de toda la
creación, calificándose, como hombre, precisamente en cuanto conocedor de sí mismo.

Por lo demás, una simple mirada a la historia antigua muestra con claridad cómo en distintas partes de la
tierra, marcadas por culturas diferentes, brotan al mismo tiempo las preguntas de fondo o existenciales
que caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿quién soy? ¿de dónde vengo y a dónde voy? ¿por
qué existe el mal? ¿qué hay después de esta vida? Estas mismas preguntas las encontramos en los escritos
sagrados de Israel en el Antiguo Testameto, pero aparecen también en los Veda y en los Avesta; las encon-
tramos en los escritos de Confucio e Lao-Tze y en la predicación de los Tirthankara y de Buda; asimismo se
encuentran en los poemas de Homero y en las tragedias de Eurípides y Sófocles, así como en los tratados
filosóficos de Platón y Aristóteles. Son preguntas que tienen su origen común en la necesidad de sentido
que desde siempre acucia el corazón del hombre: de la respuesta que se dé a tales preguntas, en efecto,
depende la orientación que se dé a la existencia.

La Iglesia no es ajena, ni puede serlo, a este camino de búsqueda. Desde que, en el Misterio Pascual, ha reci-
bido como don la verdad última sobre la vida del hombre, se ha hecho peregrina por los caminos del mundo
para anunciar que Jesucristo es «el camino, la verdad y la vida » ( Jn 14, 6). Entre los diversos servicios que la
Iglesia ha de ofrecer a la humanidad, hay uno del cual es responsable de un modo muy particular: la diaconía
de la verdad. Por una parte, esta misión hace a la comunidad creyente partícipe del esfuerzo común que
la humanidad lleva a cabo para alcanzar la verdad; y por otra, la obliga a responsabilizarse del anuncio de
las certezas adquiridas, incluso desde la conciencia de que toda verdad alcanzada es sólo una etapa hacia
aquella verdad total que se manifestará en la revelación última de Dios: « Ahora vemos en un espejo, en
enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como
soy conocido» ( 1 Co 13, 12).

El hombre tiene muchos medios para progresar en el conocimiento de la verdad, de modo que puede hacer
cada vez más humana la propia existencia. Entre estos destaca la filosofía, que contribuye directamente a
formular la pregunta sobre el sentido de la vida y a trazar la respuesta: ésta, en efecto, se configura como
una de las tareas más nobles de la humanidad. El término filosofía según la etimología griega significa «amor
a la sabiduría ». De hecho, la filosofía nació y se desarrolló desde el momento en que el hombre empezó a
interrogarse sobre el por qué de las cosas y su finalidad. De modos y formas diversas, muestra que el deseo
de verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre. El interrogarse sobre el por qué de las cosas es 4
inherente a su razón, aunque las respuestas que se han ido dando se enmarcan en un horizonte que pone
en evidencia la complementariedad de las diferentes culturas en las que vive el hombre.

La gran incidencia que la filosofía ha tenido en la formación y en el desarrollo de las culturas en Occidente no
debe hacernos olvidar el influjo que ha ejercido en los modos de concebir la existencia también en Oriente.
En efecto, cada pueblo, posee una sabiduría originaria y autóctona que, como auténtica riqueza de las
culturas, tiende a expresarse y a madurar incluso en formas puramente filosóficas. Que esto es verdad lo
demuestra el hecho de que una forma básica del saber filosófico, presente hasta nuestros días, es verificable
incluso en los postulados en los que se inspiran las diversas legislaciones nacionales e internacionales para
regular la vida social.

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De todos modos, se ha de destacar que detrás de cada término se esconden significados diversos. Por
tanto, es necesaria una explicitación preliminar. Movido por el deseo de descubrir la verdad última sobre la
existencia, el hombre trata de adquirir los conocimientos universales que le permiten comprenderse mejor
y progresar en la realización de sí mismo. Los conocimientos fundamentales derivan del asombro suscitado
en él por la contemplación de la creación: el ser humano se sorprende al descubrirse inmerso en el mundo,
en relación con sus semejantes con los cuales comparte el destino. De aquí arranca el camino que lo llevará
al descubrimiento de horizontes de conocimientos siempre nuevos. Sin el asombro el hombre caería en la
repetitividad y, poco a poco, sería incapaz de vivir una existencia verdaderamente personal.

La capacidad especulativa, que es propia de la inteligencia humana, lleva a elaborar, a través de la actividad
filosófica, una forma de pensamiento riguroso y a construir así, con la coherencia lógica de las afirmaciones y
el carácter orgánico de los contenidos, un saber sistemático. Gracias a este proceso, en diferentes contextos
culturales y en diversas épocas, se han alcanzado resultados que han llevado a la elaboración de verdaderos
sistemas de pensamiento. Históricamente esto ha provocado a menudo la tentación de identificar una sola
corriente con todo el pensamiento filosófico. Pero es evidente que, en estos casos, entra en juego una cierta
« soberbia filosófica » que pretende erigir la propia perspectiva incompleta en lectura universal. En realidad,
todo sistema filosófico, aun con respeto siempre de su integridad sin instrumentalizaciones, debe reconocer
la prioridad del pensar filosófico, en el cual tiene su origen y al cual debe servir de forma coherente.

En este sentido es posible reconocer, a pesar del cambio de los tiempos y de los progresos del saber, un
núcleo de conocimientos filosóficos cuya presencia es constante en la historia del pensamiento. Piénsese,
por ejemplo, en los principios de no contradicción, de finalidad, de causalidad, como también en la concep-
ción de la persona como sujeto libre e inteligente y en su capacidad de conocer a Dios, la verdad y el bien;
piénsese, además, en algunas normas morales fundamentales que son comúnmente aceptadas. Estos y otros
temas indican que, prescindiendo de las corrientes de pensamiento, existe un conjunto de conocimientos
en los cuales es posible reconocer una especie de patrimonio espiritual de la humanidad. Es como si nos
encontrásemos ante una filosofía implícita por la cual cada uno cree conocer estos principios, aunque de
forma genérica y no refleja. Estos conocimientos, precisamente porque son compartidos en cierto modo
por todos, deberían ser como un punto de referencia para las diversas escuelas filosóficas.

Cuando la razón logra intuir y formular los principios primeros y universales del ser y sacar correctamente
de ellos conclusiones coherentes de orden lógico y deontológico, entonces puede considerarse una razón
recta o, como la llamaban los antiguos, orthòs logos, recta ratio.

La Iglesia, por su parte, aprecia el esfuerzo de la razón por alcanzar los objetivos que hagan cada vez más
digna la existencia personal. Ella ve en la filosofía el camino para conocer verdades fundamentales relativas
a la existencia del hombre. Al mismo tiempo, considera a la filosofía como una ayuda indispensable para
profundizar la inteligencia de la fe y comunicar la verdad del Evangelio a cuantos aún no la conocen. 5
Sin duda la filosofía moderna tiene el gran mérito de haber concentrado su atención en el hombre. A partir
de aquí, una razón llena de interrogantes ha desarrollado sucesivamente su deseo de conocer cada vez más
y más profundamente. Se han construido sistemas de pensamiento complejos, que han producido sus frutos
en los diversos ámbitos del saber, favoreciendo el desarrollo de la cultura y de la historia. La antropología,
la lógica, las ciencias naturales, la historia, el lenguaje, de alguna manera se ha abarcado todas las ramas
del saber. Sin embargo, los resultados positivos alcanzados no deben llevar a descuidar el hecho de que la
razón misma, movida a indagar de forma unilateral sobre el hombre como sujeto, parece haber olvidado
que éste está también llamado a orientarse hacia una verdad que lo transciende. Sin esta referencia, cada
uno queda a merced del arbitrio y su condición de persona acaba por ser valorada con criterios pragmáti-
cos basados esencialmente en el dato experimental, en el convencimiento erróneo de que todo debe ser

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dominado por la técnica. Así ha sucedido que, en lugar de expresar mejor la tendencia hacia la verdad, bajo
tanto peso la razón saber se ha doblegado sobre sí misma haciéndose, día tras día, incapaz de levantar la
mirada hacia lo alto para atreverse a alcanzar la verdad del ser. La filosofía moderna, dejando de orientar su
investigación sobre el ser, ha concentrado la propia búsqueda sobre el conocimiento humano. En lugar de
apoyarse sobre la capacidad que tiene el hombre para conocer la verdad, ha preferido destacar sus límites
y condicionamientos.

Ello ha derivado en varias formas de agnosticismo y de relativismo, que han llevado la investigación filosó-
fica a perderse en las arenas movedizas de un escepticismo general. Recientemente han adquirido cierto
relieve diversas doctrinas que tienden a infravalorar incluso las verdades que el hombre estaba seguro de
haber alcanzado. La legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un pluralismo indiferenciado, basado
en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente válidas. Este es uno de los síntomas más
difundidos de la desconfianza en la verdad que es posible encontrar en el contexto actual. No se substraen
a esta prevención ni siquiera algunas concepciones de vida provenientes de Oriente; en ellas, en efecto, se
niega a la verdad su carácter exclusivo, partiendo del presupuesto de que se manifiesta de igual manera en
diversas doctrinas, incluso contradictorias entre sí. En esta perspectiva, todo se reduce a opinión. Se tiene
la impresión de que se trata de un movimiento ondulante: mientras por una parte la reflexión filosófica ha
logrado situarse en el camino que la hace cada vez más cercana a la existencia humana y a su modo de ex-
presarse, por otra tiende a hacer consideraciones existenciales, hermenéuticas o lingüísticas que prescinden
de la cuestión radical sobre la verdad de la vida personal, del ser y de Dios. En consecuencia han surgido
en el hombre contemporáneo, y no sólo entre algunos filósofos, actitudes de difusa desconfianza respecto
de los grandes recursos cognoscitivos del ser humano. Con falsa modestia, se conforman con verdades
parciales y provisionales, sin intentar hacer preguntas radicales sobre el sentido y el fundamento último
de la vida humana, personal y social. Ha decaído, en definitiva, la esperanza de poder recibir de la filosofía
respuestas definitivas a tales preguntas.”

Así como nos muestra su visión la Iglesia a través de las palabras de Jusn Pablo II, también podemos ver la
importancia de la razón en las líneas de un hombre de principios del siglo XX. G.K. Chesterton, quien nos
explica la trascendencia de la razón y la relación que tiene con la autoridad, incluso más específicamente,
con la autoridad religiosa. Sus escritos son fundamentales para enfocarnos en la importancia que tiene la
fe y la razón, a la hora de tomar conciencia de ello.

“Todo el mundo moderno está en guerra con la razón; y la torre, ya vacila. Con frecuencia se dice que los
sensatos no hallan respuesta para el enigma de la religión. Pero la dificultad con nuestros sensatos, no es
que no puedan ver la respuesta, sino que no pueden ver ni siquiera el enigma. Son como niños suficien-
temente estúpidos como para no notar nada paradójico en la manifestación de que una puerta no es una
puerta. Los tolerantes modernos, por ejemplo, hablan sobre la autoridad religiosa, no solamente como si
no hubiera razón alguna de su existencia, sino como si nunca hubiera habido una razón para que exista. A
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más de no ver su base filosófica, no pueden siquiera ver su causa histórica. La autoridad religiosa, ha sido
con frecuencia opresiva e irrazonable, tal como cada sistema legislativo (y especialmente el nuestro actual)
ha sido duro y culpable de una penosa apatía. Es razonable atacar a la policía; también es glorioso. Pero los
modernos críticos de la autoridad religiosa, son como hombres que atacaran a la policía, sin nunca haber
oído hablar de asaltantes. Porque existe un grande y posible peligro para la mente humana; un peligro tan
real como el de un asalto. Contra él, bien o mal, la autoridad Religiosa se irguió como una barrera. Y contra
él, algo por cierto debe erguirse como barrera si es que nuestra raza debe salvarse de la ruina.
Ese peligro consiste en que el intelecto humano es libre de autodestruirse. Tal como una generación podría
impedir la existencia de la generación siguiente, recluyéndose toda en monasterios o arrojándose al mar; así
un núcleo de pensadores puede impedir, hasta cierto punto, los pensamientos subsiguientes, enseñando a

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la nueva generación que no existe validez en ningún pensamiento humano. Sería cargoso hablar siempre de
la alternativa entre la razón o la fe. La razón en sí misma es un objeto de la fe. Es un acto de fe afirmar que
nuestro pensamiento no tiene relación alguna con la realidad. Si usted es puramente un escéptico, tarde o
temprano se hará esta pregunta: “¿Por qué todo puede andar bien, aun la observación y la deducción? ¿Por
qué la buena lógica es tan engañosa como la mala lógica? ¿Ambas son actividades en el cerebro de un mono
sorprendido?” Hay un pensamiento que detiene el pensamiento. Y ese es el único pensamiento que debería
ser detenido. Ese es el mal concluyente contra el cual se dirigió toda la autoridad religiosa. Recién aparece al
final de edades decadentes como la nuestra; y el señor H. G. Wells, ya izó su estridente bandera; ha escrito
una delicada pieza de escepticismo llamada: “Las dudas del instrumento”. Allí interroga al cerebro e intenta
excluir la realidad, hasta de sus propias afirmaciones, pasadas, presentes y por venir. Contra esta ruina lejana,
se organizó y se jerarquizó originariamente, todo el sistema militar de la religión. Las creencias y las cruzadas,
las jerarquías y las persecuciones, no fueron organizadas según la ignorancia, dice, para suprimir la razón.
El hombre, por un instinto ciego sabía que si las cosas fueron discutidas ensañadamente, la razón pudo ser
discutida primero. La autoridad para absolver que tienen los sacerdotes; la autoridad de los papas para de-
terminar autoridades; aun la autoridad para aterrar de los inquisidores, eran solamente sombrías defensas
erigidas en torno de una autoridad central más indemostrable, más sobrenatural que todas: la autoridad
para pensar que tiene el hombre. Sabemos ahora que las cosas son así; no tenemos excusa para ignorarlo.
Porque a través de la vieja rueda de autoridades, podemos oír al escepticismo crujiente, y al mismo tiempo
ver a la razón íntegra y fuerte sobre su trono. En tanto que la religión marche, la razón marcha. Porque
ambas son de la misma primitiva y autoritaria especie. Ambas son métodos que prueban y no pueden ser
probados. Y en la acción de destruir la idea de la autoridad divina, hemos destruido sobradamente la idea
de esa autoridad humana, por la cual podemos abreviar una división muy larga. Con un rudo y sostenido
tiroteo, hemos querido quitar la mitra al hombre pontificio, y junto con la mitra le arrebatamos la cabeza.”

Los límites del hombre: dolor, sufrimiento y contingencia.


Muchas de las preguntas existenciales del hombre tienen relación con la incomprensible causa del dolor y
el sufrimiento. Sin embargo, no hay que ir muy lejos para encontrar una respuesta clara a esas interrogan-
tes. El ejemplo más fidedigno nos los dio Jesús, porque, ¿Dónde podría el hombre buscar la respuesta a las
cuestiones dramáticas como el dolor, el sufrimiento de los inocentes y la muerte, sino no en la luz que brota
del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo?

El Catecismo de las iglesia nos lo deja muy claro, ahí se nos muestra la respuesta a la siguiente duda, “que
Si Dios Padre Todopoderoso, Creador del mundo ordenado y bueno, tiene cuidado de todas sus criaturas,
¿por qué existe el mal? A esta pregunta tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como misteriosa no
se puede dar una respuesta simple. El conjunto de la fe cristiana constituye la respuesta a esta pregunta:
la bondad de la creación, el drama del pecado, el amor paciente de Dios que sale al encuentro del hombre
con sus Alianzas, con la Encarnación redentora de su Hijo, con el don del Espíritu, con la congregación de
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la Iglesia, con la fuerza de los sacramentos, con la llamada a una vida bienaventurada que las criaturas son
invitadas a aceptar libremente, pero a la cual, también libremente, por un misterio terrible, pueden negarse
o rechazar. No hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal.

Pero ¿por qué Dios no creó un mundo tan perfecto que en él no pudiera existir ningún mal? En su poder
Infinito, Dios podría siempre crear algo mejor (Cf. S. Tomás de A., s. th. I, 25, 6). Sin embargo, en su sabidu-
ría y bondad infinitas, Dios quiso libremente crear un mundo “en estado de vía” hacia su perfección última.
Este devenir trae consigo en el designio de Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de
otros; junto con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza también
las destrucciones. Por tanto, con el bien físico existe también el mal físico, mientras la creación no haya
alcanzado su perfección (Cf. S. Tomás de A., s. gent. 3, 71).”

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Para comprender mucho mejor lo anterior, queriendo explicar el sentido que debe tener el dolor y el sufri-
miento en un católico, tomaremos el ejemplo de los mártires y la forma en que afrontan la vida un católico
de cualquier época histórica, incluso más en nuestros tiempo. La idea es entender qué es ser un verdadero
católico y cómo afrontar de los pesares de la vida, decidiendo finalmente llevarlos con ligereza como la capa
de un mendigo que sirve para todo.

“Bastante vivimos: y si una vida

lograda es tan poco frecuente,

aunque soportables, no vale la pena,

por estas pompas del mundo, este dolor de nacer”.

Sé que esta sensación abunda en nuestra época y pienso que es ella que la congela. A juzgar por nuestros
titánicos esfuerzos para creer y rebelamos, lo que necesitamos no es la fría aceptación del mundo como un
compromiso, sino hallar un modo por el cual podamos odiarlo de corazón y de corazón amarlo. No queremos
que la alegría y el pesar se neutralicen mutuamente y produzcan una conformidad avinagrada; queremos una
satisfacción vigorosa y un vigoroso descontento. Debemos ver al mundo como al castillo del ogro que hay
que asaltar, y sin embargo mirarlo al mismo tiempo como a nuestro propio hogar al que podemos regresar
cuando anochece. Nadie duda que un hombre normal puede llevarse bien con el mundo; pero requerimos,
no bastante fuerza para llevarnos bien con él, sino bastante fuerza para que él se lleve bien con nosotros.
¿Es posible que el hombre lo odie tanto como para cambiarlo y que lo ame bastante para pensar que vale la
pena el cambio? ¿Es posible que mire hacia la colosal grandeza de sus bienes sin sentir ni una vez admiración?
¿Es posible que mire hacia la grandeza colosal de sus males, sin sentirse ni una vez afligido? Abreviando:
¿puede el hombre ser al mismo tiempo, no sólo pesimista y optimista sino un fanático pesimista y un op-
timista fanático? ¿Es bastante pagano para morir por el mundo y bastante cristiano para morir en él? En
esta combinación sostengo que es el optimista racional el que fracasa, y el optimista irracional el que tiene
éxito. Está dispuesto a hacer pedazos a todo el universo, en bien del universo mismo. Escribo estas cosas,
no en la madurez de su lógico ordenamiento, sino tal como se presentaron, y esta última teoría la aclaró y
la aguzó un accidente del momento: A la extendida sombra de Ibsen, apareció un argumento: que era algo
muy lindo matarse a sí mismo. Los graves modernos dijeron que no debíamos ni decir “pobre muchacho” a
un hombre que se había volado los sesos, puesto que era una persona envidiable y que se los había volado
a causa de su propia excepcional excelencia. El señor Guillermo Avcher, hasta sugirió que en la edad de
oro habría máquinas de “moneda en la ranura”, gracias a las cuales un hombre pudiera suicidarse por diez
centavos. En todo esto me hallé completamente hostil a muchos que se llamaban liberales y humanos.

El suicidio no sólo es un pecado; es el pecado. Es el mal interior y absoluto; es rehusarse a tomar un interés
por la existencia; es rehusarse a jurar lealtad a la vida. El hombre que mata a un hombre, mata un hombre. 8
El hombre que se mata, mata todos los hombres; por lo que a él le concierne, arrasa con todo el inundo. Su
acto (simbólicamente considerado) es peor que cualquier rapto o cualquier atentado con dinamita. Porque
destruye todos los edificios e insulta a todas las mujeres. El ladrón se satisface con diamantes; pero el suicida
no: ese es su crimen. No puede ser atraído ni por las relumbrantes piedras de la Ciudad Celestial. El ladrón
hace un cumplido a lo que roba, aunque no al robado. Pero el suicida al no robarlas insulta a todas las cosas
de la tierra. Desprecia a cada criatura, más insignificante del cosmos, su muerte significa una sonrisa burlona
y despectiva. Cuando un hombre se cuelga de un árbol, las hojas podrían caer con ira y los pájaros volar de él
con furia: porque todos han recibido una afrenta personal. Por supuesto puede existir una emoción patética
que excuse el acto. Frecuentemente la hay para un. rapto y casi siempre la hay para la dinamita. Pero si se
trata de ideas claras y de la interpretación inteligente de las cosas, hay mucha más verdad racional y filosó-

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fica en el entierro del suicida en un cruce de caminos y en el bastón atravesado sobre el cuerpo, que en las
máquinas automáticas del suicidio que pronosticó el señor Avcher. El entierro apartado del suicida, tiene un
significado. El crimen de ese hombre es diferente de otros crímenes porque hace imposible hasta el crimen.
Más o menos por ese tiempo, leí una solemne charlatanería de algún libre pensador: decía que el suicida era
lo mismo que el mártir. Esta falsedad contribuyó a aclarar el asunto. Evidentemente el suicidio es lo opuesto
al martirio. Mártir es un hombre tan interesado en algo externo a sí mismo, que quiere ver el fin de todas
las cosas. Uno desea que empiece algo: el otro desea que todo termine. En distintas palabras, el mártir es
noble precisamente porque (a pesar de que renuncia al mundo y rechaza a la humanidad), proclama este
último lazo con la vida; pone su corazón en algo fuera de sí mismo: muere para que algo viva. El suicida es
innoble, porque no tiene ese lazo con la existencia; es simplemente un, destructor; espiritualmente destruye
al universo. Y luego recordé la estaca y el cruce de caminos y el extraño hecho de que el Cristianismo haya
mostrado esta sorprendente severidad para el suicida. Porque el Cristianismo se ha mostrado calurosa-
mente alentador con el mártir. El Cristianismo histórico fue acusado, no enteramente sin razón, de llevar el
martirio y el ascetismo hasta un punto desolado y pesimista. Los primeros cristianos hablaban de la muerte
con horrible alegría. Blasfemaban de los bellos deberes del cuerpo: olían la tumba con más deleite que si
fuera un campo de flores. Esto, a muchos les ha parecido la verdadera poesía del pesimismo. No obstante,
ahí está la estaca en el cruce de caminos para mostrar lo que el Cristianismo piensa del pesimista. Este fue
el primero del largo encadenamiento de enigmas con los cuales el Cristianismo entró a la discusión. Y, con
éste se manifestó una peculiaridad de la cual tendré que hablar más detalladamente, por ser característica
de toda noción cristiana y definitivamente iniciada en este particular enigma. La actitud cristiana frente
al martirio y al suicidio, no fue la frecuentemente afirmada por las morales modernas. No era un caso de
graduación. No era que debió trazarse una línea en alguna parte y que el autoasesino deprimido cayera
fuera de ella. El sentir cristiano no fue simplemente que el suicida llevaba demasiado lejos el martirio. El
sentir cristiano estaba furiosamente con uno y furiosamente contra otro: estas dos cosas que parecían tan
similares, se hallaban en los extremos opuestos del cielo y del infierno. Un hombre arrojó su vida; era tan
bueno que sus huesos secos podían sanear las ciudades apestadas. Otro hombre arrojó la vida; era tan malo
que sus huesos podían mancillara sus semejantes. No digo que era buena esa fiereza, pero ¿por qué fue
tan fiera? Aquí fue donde primero encontré que mi pie desorientado y vagabundo se hallaba al fin sobre un
sendero abierto. El Cristianismo también había sentido esa oposición entre el mártir y el suicida: ¿la había
sentido por la misma razón? ¿Habría sentido el Cristianismo lo que yo sentí y no pudo (ni puede) expresar
esa necesidad de una esencial lealtad a las cosas y luego de una violenta reforma de ellas? Después recordé
que se inculpaba al Cristianismo precisamente de combinar esas dos cosas que yo intentaba combinar. Se
acusaba al Cristianismo de ser demasiado optimista respecto al universo y demasiado pesimista respecto
al mundo. La coincidencia me paralizó repentinamente. En la controversia moderna ha surgido una imbécil
costumbre de decir que tal y cual creencia puede ser sostenida en una época, pero no en otra. Se nos dice
que algún dogma fue creíble en el siglo XII e increíble en el XX. Lo mismo sería decir que cierta filosofía
puede ser creída en lunes, pero no puede ser creída en viernes. Lo mismo sería decir que un aspecto del 9
cosmos era conveniente hasta las tres y media, pero inconveniente hasta las cuatro y media. Lo que puede
creer un hombre depende de su filosofía y no del reloj o del siglo. Si un hombre cree en una ley natural in-
alterable, no puede creer en ningún milagro de ninguna época. Si un hombre cree en una voluntad anterior
a la ley, puede creer en cualquier milagro de cualquier época. Supongamos, en bien del argumento, que
nos halláramos frente al caso de una curación milagrosa. Un materialista del siglo XII, no la creería más que
un materialista del siglo XX. Pero un científico cristiano del siglo XX la creería como un cristiano del siglo
XII. Es cuestión simplemente de la teoría de cada hombre sobre las cosas. Por consiguiente, tratándose de
cualquier contestación histórica, el punto no es si fue dada en nuestro tiempo, sino si fue dada en respuesta
a nuestra pregunta. Y cuanto más pensé en cómo y cuándo apareció el Cristianismo en el mundo, más sentí
que había venido a responder a esta interrogación”.

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El deseo de infinito y trascendencia.
El deseo de trascendía e infinito está íntimamente ligado con la idea antes expuesta de la importancia del
cristianismo y sus mártires. A través de ellos podemos encontrar las luces de la racionalidad católica que
deben guiar nuestro camino. Ya que “insistiendo en la trascendencia de Dios, llegamos al asombro, a la cu-
riosidad, a la aventura moral y política, a la justa indignación, al Cristianismo. Insistiendo en que, Dios está
dentro del hombre, el hombre siempre estará dentro de sí mismo. Insistiendo en que Dios trasciende del
hombre, el hombre trasciende de sí.” De la otra manera, encontraremos solo incertidumbres y no verdades
por las que seguir luchando.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos explica que “al designar a Dios con el nombre de “Padre”, el lenguaje
de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad trascendente
y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Esta ternura paternal de Dios
puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad (Cf. Is 66,13; Sal 131,2) que indica más
expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura. El lenguaje de la fe se sirve
así de la experiencia humana de los padres que son en cierta manera los primeros representantes de Dios
para el hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden des-
figurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene recordar, entonces, que Dios transciende
la distinción humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Transciende también la paternidad y la
maternidad humanas (Cf. Sal 27,10), aunque sea su origen y medida (Cf. Ef 3,14; Is 49,15): Nadie es padre
como lo es Dios.”

Para entender la trascendencia de Dios podríamos preguntarnos por el gran interés que despiertan las
investigaciones estimuladas por una cuestión de otro orden. No se trata sólo de saber cuándo y cómo ha
surgido materialmente el cosmos, ni cuando apareció el hombre, sino más bien de descubrir cuál es el sen-
tido de tal origen: si está gobernado por el azar, un destino ciego, una necesidad anónima, o bien por un
Ser trascendente, inteligente y bueno, llamado Dios. Y si el mundo procede de la sabiduría y de la bondad
de Dios, ¿por qué existe el mal? ¿de dónde viene? ¿quién es responsable de él? ¿dónde está la posibilidad
de liberarse del mal?

La justicia social sólo puede ser conseguida sobre la base del respeto de la dignidad trascendente del hom-
bre. La persona representa el fin último de la sociedad, que está ordenada al hombre.

La Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia, no se confunde en modo alguno con la comu-
nidad política, es a la vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana. La Iglesia
“respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad política de los ciudadanos

Acrecentar el sentido de Dios y el conocimiento de sí mismo constituye la base de todo desarrollo com-
pleto de la sociedad humana. Este multiplica los bienes materiales y los pone al servicio de la persona y de 10
su libertad. Disminuye la miseria y la explotación económicas. Hace crecer el respeto de las identidades
culturales y la apertura a la trascendencia. Si sucediese lo contrario estaríamos ad portas de no entender
nada de la trascendencia e infinito plasmado por Dios en el hombre a través de la entrega de su hijo para
nuestra salvación.

En la encíclica Fides et Ratio, se nos habla de que El Concilio enseña que « cuando Dios revela, el hombre
tiene que someterse con la fe ». Con esta afirmación breve pero densa, se indica una verdad fundamental
del cristianismo. Se dice, ante todo, que la fe es la respuesta de obediencia a Dios. Ello conlleva recono-
cerle en su divinidad, trascendencia y libertad suprema. El Dios, que se da a conocer desde la autoridad de
su absoluta trascendencia, lleva consigo la credibilidad de aquello que revela. Desde la fe el hombre da su

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asentimiento a ese testimonio divino. Ello quiere decir que reconoce plena e integralmente la verdad de lo
revelado, porque Dios mismo es su garante. Esta verdad, ofrecida al hombre y que él no puede exigir, se
inserta en el horizonte de la comunicación interpersonal e impulsa a la razón a abrirse a la misma y a aco-
ger su sentido profundo. Por esto el acto con el que uno confía en Dios siempre ha sido considerado por la
Iglesia como un momento de elección fundamental, en la cual está implicada toda la persona. Inteligencia
y voluntad desarrollan al máximo su naturaleza espiritual para permitir que el sujeto cumpla un acto en el
cual la libertad personal se vive de modo pleno. En la fe, pues, la libertad no sólo está presente, sino que
es necesaria. Más aún, la fe es la que permite a cada uno expresar mejor la propia libertad. Dicho con otras
palabras, la libertad no se realiza en las opciones contra Dios. En efecto, ¿cómo podría considerarse un uso
auténtico de la libertad la negación a abrirse hacia lo que permite la realización de sí mismo? La persona
al creer lleva a cabo el acto más significativo de la propia existencia; en él, en efecto, la libertad alcanza la
certeza de la verdad y decide vivir en la misma.

Estos, como ya he dicho, habían mostrado cómo la razón, liberada de las ataduras externas, podía salir del
callejón ciego de los mitos, para abrirse de forma más adecuada a la trascendencia. Así pues, una razón
purificada y recta era capaz de llegar a los niveles más altos de la reflexión, dando un fundamento sólido a
la percepción del ser, de lo trascendente y de lo absoluto.

Justamente aquí está la novedad alcanzada por los Padres. Ellos acogieron plenamente la razón abierta a lo
absoluto y en ella incorporaron la riqueza de la Revelación y Tradición que llega hasta nosotros.

En una expresión tan simple está descrita una gran verdad: el encuentro de la fe con las diversas culturas
de hecho ha dado vida a una realidad nueva. Las culturas, cuando están profundamente enraizadas en lo
humano, llevan consigo el testimonio de la apertura típica del hombre a lo universal y a la trascendencia.
Por ello, ofrecen modos diversos de acercamiento a la verdad, que son de indudable utilidad para el hombre
al que sugieren valores capaces de hacer cada vez más humana su existencia. Como además las culturas
evocan los valores de las tradiciones antiguas, llevan consigo —aunque de manera implícita, pero no por ello
menos real— la referencia a la manifestación de Dios en la naturaleza, como se ha visto precedentemente
hablando de los textos sapienciales y de las enseñanzas de san Pablo.”

La búsqueda de sentido: Felicidad y libertad.


La prueba de toda felicidad es la gratitud; y me siento agradecido, pese a no saber a quién. En otras palabras,
podemos decir que la felicidad va de la mano de la virtud de la humildad. La Pregunta que nos puede guiar
es la siguiente: ¿Puedo no agradecer a nadie el regalo de cumpleaños de mi nacimiento?

“Aquí basta destacar que el menor error introducido en la doctrina, causaría inmensos trastornos en la feli-
cidad humana. Una sentencia mal redactada sobre la naturaleza del simbolismo, destruiría todas las mejores
estatuas de Europa. Un desliz en las definiciones y se detendrían todas las danzas; se marchitarían todos los
11
árboles de Navidad y se romperían todos los huevos de Pascua. Las doctrinas debían ser definidas dentro
de límites estrictos a fin de que el hombre pudiera gozar de todas las libertades humanas. La Iglesia tenía
que ser vigilante aunque sólo fuera para que el mundo pudiera ser descuidado.

Ni la ciencia moderna ni la religión antigua creen en la completa libertad del pensamiento. La teología
reprime ciertos pensamientos que llama blasfemos. La ciencia reprime ciertos pensamientos que llama
morbosos. Por ejemplo, algunas sociedades religiosas, más o menos exitosamente quieren alejar al hombre
del pensamiento sexual. La nueva sociedad científica, intenta alejarlo del pensamiento de la muerte; que es
un hecho, pero es considerado como un hecho morboso

Mientras tienen misterios, tienen salud; cuando se destruye el misterio, se crea la morbosidad. El hombre
común siempre ha sido cuerdo, porque el hombre común siempre ha sido místico. Siempre ha aceptado

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la nebulosidad. Siempre ha tenido un pie en la tierra y otro en el país de las hadas. Siempre ha conservado
la libertad de dudar de sus dioses; pero (contrariamente a los agnósticos de hoy) también ha conservado
su libertad de creer en ellos. Siempre se ha preocupado más de la verdad que de la consistencia. Si vio dos
verdades que se contradecían mutuamente, tomó las verdades y la contradicción junto con ellas. Su vista
espiritual es estereoscópica, como su vista física. Al mismo tiempo ve dos cosas diferentes, y no obstante,
o por lo mismo, las ve mejor.

El amor desea personalidad; por consiguiente el amor desea la división. El instinto del Cristianismo es ale-
grarse de que Dios haya quebrado el universo en pequeños trozos, porque son trozos vivientes. Su instinto
es decir “que los niños se amen”, más que decir a una persona grande que se ame a sí misma. Este es el
abismo existente entre el Budismo y el Cristianismo: para el budista o el teósofo, la personalidad es la caída
del hombre y para el Cristiano es el designio de Dios, todo el centro de su idea cósmica.

Pero la cuestión es que el interés de una historia, consiste en que posee un elemento de voluntad, de lo
que la teología llama libre albedrío. No es posible concluir una suma como nos da la gana. Cuando alguien
descubrió el Cálculo Diferencial, sólo podía descubrir un Cálculo Diferencial. Pero cuando Shakespeare hizo
morir a Romeo, lo mismo pudo haberle casado con la vieja aya de Julieta, si se hubiera sentido inclinado a
hacerlo. Y la Cristiandad se ha destacado en las novelas narrativas precisamente porque ha insistido en la
teológica libertad de albedrío. Ese es un vasto asunto y demasiado al costado de éste para tratarlo aquí
adecuadamente; pero es la verdadera objeción a ese torrente de conversaciones modernas que hablan del
crimen como de una enfermedad, que hablan de hacer las prisiones un simple ambiente higiénico como el
de un hospital y de curar el pecado con lentos procedimientos científicos. La felicidad de todo consiste en
que el mal es una cuestión de elección activa, en tanto que la enfermedad no lo es. Si usted dice que va a
curar a un disoluto como cura a un asmático, mi réplica evidente será “Muéstreme las personas que han
querido ser asmáticas, como otras quisieron ser disolutas”. Un hombre, quedándose quieto puede curar de
una enfermedad. Pero no debe quedarse quieto si quiere curarse de un pecado; al contrario, debe levantarse,
saltar violentamente. Todo esto está, claramente expresado en la palabra que empleamos para designar
al hombre recluido en un hospital. “Paciente”, es una forma pasiva; “pecador”, es una forma activa. Si se
ha de salvar de influenza, el hombre puede ser un paciente. Pero si se ha de salvar de falsificar, el hombre
no debe ser un paciente, sino un impaciente. Personalmente debe impacientarse con la falsificación. Toda
reforma moral debe comenzar en una voluntad activa y no en una voluntad pasiva.

Por esto el acto con el que uno confía en Dios siempre ha sido considerado por la Iglesia como un momento
de elección fundamental, en la cual está implicada toda la persona. Inteligencia y voluntad desarrollan al
máximo su naturaleza espiritual para permitir que el sujeto cumpla un acto en el cual la libertad personal
se vive de modo pleno. En la fe, pues, la libertad no sólo está presente, sino que es necesaria. Más aún, la
fe es la que permite a cada uno expresar mejor la propia libertad. Dicho con otras palabras, la libertad no
se realiza en las opciones contra Dios. En efecto, ¿cómo podría considerarse un uso auténtico de la libertad 12
la negación a abrirse hacia lo que permite la realización de sí mismo? La persona al creer lleva a cabo el
acto más significativo de la propia existencia; en él, en efecto, la libertad alcanza la certeza de la verdad y
decide vivir en la misma.

Las tesis examinadas hasta aquí llevan, a su vez, a una concepción más general, que actualmente parece
constituir el horizonte común para muchas filosofías que se han alejado del sentido del ser. Me estoy re-
firiendo a la postura nihilista, que rechaza todo fundamento a la vez que niega toda verdad objetiva. El
nihilismo, aun antes de estar en contraste con las exigencias y los contenidos de la palabra de Dios, niega
la humanidad del hombre y su misma identidad. En efecto, se ha de tener en cuenta que la negación del ser
comporta inevitablemente la pérdida de contacto con la verdad objetiva y, por consiguiente, con el funda-

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mento de la dignidad humana. De este modo se hace posible borrar del rostro del hombre los rasgos que
manifiestan su semejanza con Dios, para llevarlo progresivamente o a una destructiva voluntad de poder o
a la desesperación de la soledad. Una vez que se ha quitado la verdad al hombre, es pura ilusión pretender
hacerlo libre. En efecto, verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente.

Este nihilismo encuentra una cierta confirmación en la terrible experiencia del mal que ha marcado nuestra
época. Ante esta experiencia dramática, el optimismo racionalista que veía en la historia el avance victorioso
de la razón, fuente de felicidad y de libertad, no ha podido mantenerse en pie, hasta el punto de que una
de las mayores amenazas en este fin de siglo es la tentación de la desesperación.

Sin embargo, es verdad que una cierta mentalidad positivista sigue alimentando la ilusión de que, gracias
a las conquistas científicas y técnicas, el hombre, como demiurgo, pueda llegar por sí solo a conseguir el
pleno dominio de su destino.

“Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres » (8, 32). Estas palabras encierran una exigencia fundamental
y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como
condición de una auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente,
cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el
hombre y sobre el mundo. También hoy, después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquél
que trae al hombre la libertad basada sobre la verdad, como Aquél que libera al hombre de lo que limita,
disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas raíces, en el alma del hombre, en su corazón, en su
conciencia”.

¿Qué es la fe?
La fe es una adhesión personal del hombre entero a Dios que se revela. Comprende una adhesión de la inte-
ligencia y de la voluntad a la Revelación que Dios ha hecho de sí mismo mediante sus obras y sus palabras.

“La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven” (Hb 11,1).

La fe no sólo es la madre de todas las energías del mundo, sino que también sus propios enemigos son los
padres de toda la confusión del mundo. Los del siglo no han destruido las cosas seculares, si es que saberlo
les puede proporcionar alguna satisfacción.

La Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe, María acogió el anuncio y
la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que “nada es imposible para Dios” (Lc 1,37; Cf. Gn 18,14)
y dando su asentimiento: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Isabel la
saludó: “¡Dichosa la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” (Lc
1,45). Por esta fe todas las generaciones la proclamarán bienaventurada (Cf. Lc 1,48).

Durante toda su vida, y hasta su última prueba (Cf. Lc 2,35), cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, su fe 13
no vaciló. María no cesó de creer en el “cumplimiento” de la palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera
en María la realización más pura de la fe.

Por tanto, podemos enunciar claramente que es la fe la prueba de las cosas que no podemos entender en
este mundo, como por ejemplo la muerte.

“En orden sigo al próximo ejemplo ofrecido: la idea de que el Cristianismo pertenece a las épocas oscuras.
Aquí no me satisfice leyendo generalizaciones modernas; leí una pequeña historia. Y en la historia hallé que
el Cristianismo lejos de pertenecer a las épocas oscuras, era el único sendero que cruzaba las épocas oscuras
sin él ser oscuro. Era un puente resplandeciente uniendo dos resplandecientes civilizaciones. Si alguno dice
que la fe surgió en la ignorancia y el salvajismo, la respuesta sería simple: no hay tal. Surgió en la civilización

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Mediterránea en pleno estío del Imperio Romano. El mundo era un hervidero de escépticos y el panteísmo
más evidente que el sol, cuando Constantino clavó la cruz en el mástil. Es perfectamente cierto que luego
se hundió el barco; pero aún es más extraordinario el hecho de que el barco saliera a flote otra vez. Esa es
la obra extraordinaria de la Religión: convirtió al barco zozobrante en submarino. El arca vivió bajo la carga
de las aguas; después de ser sepultados bajo los escombros de las dinastías y de los clanes, surgimos nueva-
mente y somos un recuerdo de Roma. Si nuestra fe hubiera sido una mera fruslería del imperio decadente,
en el crepúsculo la fruslería habría continuado a la fruslería y si la civilización resurgía alguna vez (muchas
no resurgieron nunca) habría sido bajo alguna nueva bandera barbárica. Pero la Iglesia Cristiana fue la vida
final de la sociedad antigua y también los principios de la vida de la sociedad nueva. Tomó a las gentes que
estaban olvidando cómo construir el arca y les enseñó a inventar el arca Gótica. En una palabra, lo más
absurdo que podría decirse de la Iglesia es lo que hemos oído decir de ella. ¿Cómo podemos decir que la
Iglesia desea volvernos a las épocas oscuras? La Iglesia fue lo único que una vez logró sacarnos de ellas.

Ese peligro consiste en que el intelecto humano es libre de autodestruirse. Tal como una generación podría
impedir la existencia de la generación siguiente, recluyéndose toda en monasterios o arrojándose al mar;
así un núcleo de pensadores puede impedir, hasta cierto punto, los pensamientos subsiguientes, enseñando
a la nueva generación que no existe validez en ningún pensamiento humano. Sería cargoso hablar siempre
de la alternativa entre la razón o la fe. La razón en sí misma es un objeto de la fe. Es un acto de fe afirmar
que nuestro pensamiento no tiene relación alguna con la realidad.

La complicación de nuestro mundo moderno prueba la veracidad de ese credo, más acabadamente que
ninguno de los sencillos, problemas de las épocas de fe. Fue en Notting Hill y en Battersea donde comen-
cé a ver que el Cristianismo era verdadero. Debe ser por eso que la fe tiene la elaboración de doctrinas y
detalles que tanto angustia a aquellos que admiran al Cristianismo sin creer en él. Cuando se abraza una
creencia, se está orgulloso de su complejidad; como los cientistas están orgullosos de la complejidad de la
ciencia. Esa complejidad demuestra qué rica es en descubrimientos. Si una creencia es en verdad correcta,
es hacerle un cumplido decir que es elaboradamente correcta. Accidentalmente, un bastón puede calzar
en un hoyo y una piedra calzar en un agujero. Pero una llave y una cerradura, son cosas ambas complejas.
Y. si una llave calza en una cerradura, se sabe que es la llave adecuada.” En este caso la llave que nos abrirá
todas las puertas sería la fe.

Fe natural y fe sobrenatural.
Para entender claramente la diferencia entre ambas, podemos decir que un milagro cuenta como una ex-
plicación sobrenatural y, por el contrario, un truco de un mago resulta ser una explicación natural. Ambas
están íntimamente ligadas con la idea de fe anteriormente explicada.

Aquí debemos recordar y podemos distinguir, entre fe natural humana y fe sobrenatural o divina. La fe
natural, nos es necesaria para vivir. Los sentidos y la razón nos permiten llegar al conocimiento de muchas 14
verdades materiales. Pero hay otras muchas las que aceptamos apoyándonos únicamente en la autoridad
intelectual de los demás. Somos muchos los que no hemos estado en el estrecho de Bering, pero tenemos
fe de que existe. Lo mismo que tenemos fe, de que lo que comemos diariamente no está envenenado, aun
sabiendo que son muchas las personas que han muerto envenenadas, porque si no, no podríamos comer
tranquilos si desconfiáramos de todo. Esencialmente, no existe nadie interesado, en que no creamos que
existe el estrecho de Bering, o en amargarnos la vida diciéndonos que lo que comemos está envenenado

La fe sobrenatural se distingue de la natural, esencialmente en que aquí, hay alguien mucho más inteligente
que nosotros que está interesado en querernos convencer que Dios no existe. Naturalmente me refiero al
demonio. La fe es aceptar y obrar en consecuencia, de la existencia de que existe otro mundo, para el que
hemos sido creados, es este un mundo de realidades, que escapa a la comprensión plena de nuestras pobres

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mente, y necesitamos ser iluminados por una luz sobrenatural no material, que no ilumina nuestros cuerpos
sino nuestras almas. Es esta una luz, que solo pueden captar los ojos de nuestra alma cada vez más, en la
medida en que el desarrollo espiritual de nuestra vida íntima, caya siendo cada vez mayor, y los ojos de
nuestra alma vayan adquiriendo una más aguda visión de las maravillas de amar al Señor; de poder captar
esa luz espiritual, que nos abre las puertas de nuestro corazón, para que el Señor entre más ampliamente
en nuestro ser y tome una gozosa posesión de nosotros.

      El conocimiento que nos da la fe, es el de la existencia de ese mundo espiritual, que no espera y del cual,
Dios nos ha proporcionado unas determinadas verdades reveladas. De diversas maneras y en todo tiempo,
Dios ha hablado a los hombres, revelando parte de sus misterios. Y el hombre que se abre a las revelaciones
divinas y la acepta con la mente y el corazón, al Dios de sus amores, es  el hombre que tiene fe verdadera y
vive conforme a ella. Tener fe, según la revelación del Señor, es entregarse a Dios sin reservas de ninguna
clase; es aceptar la Palabra y la Persona que la revela. Por eso, el acto de fe supone la gracia que ilumina la
inteligencia y mueve la voluntad sin menoscabo de la libertad humana, pero comprometiendo intrínsecamen-
te al hombre. Para Juan Pablo II: - “La fe es la respuesta por parte del hombre a la palabra de la Revelación
divina”.  Y, lógicamente, tal como escribe San Juan evangelista: “…el que no cree ya está condenado”

La bienaventuranza de la vida eterna es un don gratuito de Dios; es sobrenatural como también lo es la


gracia que conduce a ella. La fe es un don sobrenatural de Dios. Para creer, el hombre necesita los auxilios
interiores del Espíritu Santo.

Vías del conocimiento de Dios


Creado a imagen de Dios, llamado a conocer y amar a Dios, el hombre que busca a Dios descubre ciertas
“vías” para acceder al conocimiento de Dios. Se las llama también “pruebas de la existencia de Dios”, no en
el sentido de las pruebas propias de las ciencias naturales, sino en el sentido de “argumentos convergentes
y convincentes” que permiten llegar a verdaderas certezas.

Estas “vías” para acercarse a Dios tienen como punto de partida la creación: el mundo material y la persona
humana.

El mundo: A partir del movimiento y del devenir, de la contingencia, del orden y de la belleza del mundo se
puede conocer a Dios como origen y fin del universo.

S. Pablo afirma refiriéndose a los paganos: “Lo que de Dios se puede conocer, está en ellos manifiesto:
Dios se lo manifestó. Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo se deja ver a la inteligencia a
través de sus obras: su poder eterno y su divinidad” (Rom 1,19-20; Cf. Hch 14,15.17; 17,27-28; Sb 13,1-9).

Y S. Agustín: “Interroga a la belleza de la tierra, interroga a la belleza del mar, interroga a la belleza del aire
que se dilata y se difunde, interroga a la belleza del cielo...interroga a todas estas realidades. Todas te res-
15
ponde: Ve, nosotras somos bellas. Su belleza es una profesión (“confessio”). Estas bellezas sujetas a cambio,
¿quién las ha hecho sino la Suma Belleza (“Pulcher”), no sujeto a cambio?” (serm. 241,2).

El hombre: Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la
voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de
Dios. En estas aperturas, percibe signos de su alma espiritual. La “semilla de eternidad que lleva en sí, al ser
irreductible a la sola materia” (GS 18,1; Cf. 14,2), su alma, no puede tener origen más que en Dios.
El mundo y el hombre atestiguan que no tienen en ellos mismos ni su primer principio ni su fin último, sino
que participan de Aquel que es el Ser en sí, sin origen y sin fin. Así, por estas diversas “vías”, el hombre
puede acceder al conocimiento de la existencia de una realidad que es la causa primera y el fin último de

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todo, “y que todos llaman Dios” (S. Tomás de A., s. th. 1,2,3).

Las facultades del hombre lo hacen capaz de conocer la existencia de un Dios personal. Pero para que el
hombre pueda entrar en su intimidad, Dios ha querido revelarse al hombre y darle la gracia de poder acoger
en la fe esa revelación en la fe. Sin embargo, las pruebas de la existencia de Dios pueden disponer a la fe y
ayudar a ver que la fe no se opone a la razón humana.

El conocimiento de Dios Según la Iglesia.


“La santa Iglesia, nuestra madre, mantiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser
conocido con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas” (Cc. Vaticano
I: DS 3004; Cf. 3026; Cc. Vaticano II, DV 6). Sin esta capacidad, el hombre no podría acoger la revelación de
Dios. El hombre tiene esta capacidad porque ha sido creado “a imagen de Dios” (Cf. Gn 1,26).

Sin embargo, en las condiciones históricas en que se encuentra, el hombre experimenta muchas dificultades
para conocer a Dios con la sola luz de su razón:

A pesar de que la razón humana, hablando simplemente, pueda verdaderamente por sus fuerzas y su luz
naturales, llegar a un conocimiento verdadero y cierto de un Dios personal, que protege y gobierna el mundo
por su providencia, así como de una ley natural puesta por el Creador en nuestras almas, sin embargo hay
muchos obstáculos que impiden a esta misma razón usar eficazmente y con fruto su poder natural; porque
las verdades que se refieren a Dios y a los hombres sobrepasan absolutamente el orden de las cosas sensibles
y cuando deben traducirse en actos y proyectarse en la vida exigen que el hombre se entregue y renuncie
a sí mismo. El espíritu humano, para adquirir semejantes verdades, padece dificultad por parte de los sen-
tidos y de la imaginación, así como de los malos deseos nacidos del pecado original. De ahí procede que en
semejantes materias los hombres se persuadan fácilmente de la falsedad o al menos de la incertidumbre de
las cosas que no quisieran que fuesen verdaderas (Pío XII, enc. “Humani Generis”: DS 3875).

Por esto el hombre necesita ser iluminado por la revelación de Dios, no solamente acerca de lo que supera
su entendimiento, sino también sobre “las verdades religiosas y morales que de suyo no son inaccesibles a
la razón, a fin de que puedan ser, en el estado actual del género humano, conocidas de todos sin dificultad,
con una certeza firme y sin mezcla de error” (Ibíd., DS 3876; Cf. Cc Vaticano I: DS 3005; DV 6; S. Tomás de
A., s. th. 1,1,1).

Fuentes de la Fe: Sagrada Escritura, Tradición y Magisterio


El catecismo, sobre el cual hemos hecho descansar nuestra comprensión, tiene por fin presentar una expo-
sición orgánica y sintética de los contenidos esenciales y fundamentales de la doctrina católica tanto sobre
la fe como sobre la moral, a la luz del Concilio Vaticano II y del conjunto de la Tradición de la Iglesia. Sus
fuentes principales son la Sagrada Escritura, los Santos Padres, la Liturgia y el Magisterio de la Iglesia. Está 16
destinado a servir “como un punto de referencia para los catecismos o compendios que sean compuestos
en los diversos países” (Sínodo de los Obispos 1985. Relación final II B A 4).

El catecismo está destinado principalmente a los responsables de la catequesis: en primer lugar a los Obispos,
en cuanto doctores de la fe y pastores de la Iglesia. Les es ofrecido como instrumento en la realización de
su tarea de enseñar al Pueblo de Dios. A través de los obispos se dirige a los redactores de catecismos, a los
sacerdotes y a los catequistas. Será también de útil lectura para todos los demás fieles cristiano, ellos son
los encargados de transmitir la Palabra de Dios.
“Para que este Evangelio se conservara siempre vivo y entero en la Iglesia, los apóstoles nombraron como
sucesores a los obispos, “dejándoles su cargo en el magisterio”” (DV 7). En efecto, “la predicación apostólica,
expresada de un modo especial en los libros sagrados, se ha de conservar por transmisión continua hasta

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el fin de los tiempos” (DV 8).

Esta transmisión viva, llevada a cabo en el Espíritu Santo es llamada la Tradición en cuanto distinta de la
Sagrada Escritura, aunque estrechamente ligada a ella. Por ella, “la Iglesia con su enseñanza, su vida, su
culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree” (DV 8). “Las palabras de los Santos
Padres atestiguan la presencia viva de esta Tradición, cuyas riquezas van pasando a loa práctica y a la vida
de la Iglesia que cree y ora” (DV 8).

La Tradición y la Sagrada Escritura “están íntimamente unidas y compenetradas. Porque surgiendo ambas
de la misma fuente, se funden en cierto modo y tienden a un mismo fin” (DV 9). Una y otra hacen presente
y fecundo en la Iglesia el misterio de Cristo que ha prometido estar con los suyos “para siempre hasta el fin
del mundo” (Mt 28,20).

Existen, por tanto, dos modos distintos de transmisión. La Sagrada Escritura es la palabra de Dios, en cuanto
escrita por inspiración del Espíritu Santo”. Dios es el autor de la Sagrada Escritura. “Las verdades reveladas
por Dios, que se contienen y manifiestan en la Sagrada Escritura, se consignaron por inspiración del Espíritu
Santo”. ”La santa Madre Iglesia, fiel a la base de los apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y
del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspi-
ración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia” (DV 11).

Dios ha inspirado a los autores humanos de los libros sagrados. “En la composición de los libros sagrados,
Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo obrando Dios
en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería” (DV 11).

Los libros inspirados enseñan la verdad. “Como todo lo que afirman los hagiógrafos, o autores inspirados,
lo afirma el Espíritu Santo, se sigue que los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la
verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra” (DV 11).

Sin embargo, y esto es importante de comprender, la fe cristiana no es una “religión del Libro”. El cristianismo
es la religión de la “Palabra” de Dios, “no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo” (S.
Bernardo, hom. miss. 4,11). Para que las Escrituras no queden en letra muerta, es preciso que Cristo, Palabra
eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la inteligencia de las mismas (Cf. Lc 24,45).

Leer la Escritura en “la Tradición viva de toda la Iglesia”. Según un adagio de los Padres, “sacra Scriptura
pincipalius est in corde Ecclesiae quam in materialibus instrumentis scripta” (“La Sagrada Escritura está
más en el corazón de la Iglesia que en la materialidad de los libros escritos”). En efecto, la Iglesia encierra
en su Tradición la memoria viva de la Palabra de Dios, y el Espíritu Santo le da la interpretación espiritual
de la Escritura.

Ahora bien, para entender la importancia de la tradición, o mas bien, qué es la tradición, pero no en con-
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traposición con la idea de democracias actual, como se hace actualmente, leeremos el siguiente texto de
G.K. Chesterton.

“Pero desde mi juventud hasta hoy, hay algo que nunca pude comprender. Nunca he podido comprender
de dónde es que la gente ha sacado la idea, de que la democracia se opone en cierta forma a la tradición.
Evidentemente, la tradición es sólo la democracia prolongada a través del tiempo. Es creer en un concierto
de vulgares voces humanas, más que en un registro aislado y arbitrario de los hechos. El hombre que cita a
un historiador alemán en su ataque a la tradición de la Iglesia Católica, apela estrictamente a la aristocracia.
Recurre a la superioridad de un experto para oponerla a la tremenda autoridad de una muchedumbre popu-
lar. Es fácil ver por qué una leyenda es tratada, y debe ser tratada, con más respeto que un libro de historia.
La leyenda, generalmente la hace la mayoría (le la gente sensata de un pueblo. El libro, generalmente está

CRISTIANISMO Y SOCIEDAD | UNIDAD I | UGM


escrito por un sólo loco del pueblo. Aquellos que contra la tradición arguyen que los hombres de ayer eran
ignorantes, pueden ir con sus argumentos al Club Carlton (club de elite) , manifestando que los votantes
de los garitos son ignorantes. No nos hace nada. Si cuando se trata de asuntos cotidianos, concedemos
gran importancia a la opinión unánime del común de los hombres, no hay razón para que la menospre-
ciemos cuando se trata de fábulas y de historia. La tradición podría definirse como una extensión de esa
franquicia. Tradición, significa dar votos a la más oscurecida de todas las clases: nuestros antecesores. Es la
democracia de los muertos. La tradición rehúsa someterse a la pequeña y arrogante oligarquía de aquellos
que casualmente, andan por ahí. La democracia pone objeciones a los hombres por ser incapacitados por
el accidente de su nacimiento; la tradición se las pone por ser incapacitados por el accidente de su muerte.
La democracia nos aconseja no desoír la opinión de un hombre bueno; aunque sea nuestro mucamo. La
tradición nos pide que no desoigamos la opinión de un hombre bueno; aunque sea nuestro padre. Yo por lo
menos, no puedo separar las ideas de democracia y de tradición; me parece evidente que ambas son una
misma idea. Tendremos a los muertos en nuestros concilios. Los antiguos griegos votaban en piedras; éstos,
votarán en lápidas. Todo es perfectamente oficial y correcto, puesto que muchas lápidas, como muchas
papeletas de votar, están marcadas con una cruz. Debo decir primero, qué si he tenido una inclinación,
siempre fue una inclinación a favor de la democracia, y por consiguiente, de la tradición. Antes de llegar a
ningún principio teórico o lógico, me conformo con permitirme esta confesión personal: siempre he estado
más inclinado a creer en el clamor de la clase trabajadora, que a creer en esa selecta y perturbada clase
literata, a la cual pertenezco. Prefiero aún las fantasías y los _prejuicios del pueblo que ve la vida desde
dentro, a las demostraciones más claras del pueblo que vé la vida desde fuera. Siempre creeré más en las
fábulas de las viejas mujeres que en los hechos de las viejas solteronas. Mientras la fantasía sea fantasía
innata, puede ir tan lejos como le plazca.”

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UGM | 2018

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