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Bonapartismo
Osvaldo Calello
www.izquierdanacional.org
Socialismo
Latinoamericano
Peronismo y
Bonapartismo
Osvaldo Calello
www.izquierdanacional.org
Primera edición 1986
Segunda edición, abril de 2012
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Índice
9 Prólogo
11 El ocaso oligárquico
El fin de un régimen 13, Un nuevo polo de poder 18, Los liberales y la industria 20, El
Tío Sam desplaza a John Bull 25, Crisis de hegemonía 29.
115 Epígolo
119 Bibliografía
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Prólogo
E
n las vísperas del golpe de estado del 4 de junio de 1943 se crearon las
condiciones de un período de inestabilidad política que, a través de distintas fa-
ses y con diversos grados de intensidad, se prolongó basta octubre de 1945. En
aquellos años se desenvolvió una transición entre las formas agotadas de la democracia
fraudulenta, bajo las cuales se enmascaró el poder oligárquico durante la “década infa-
me”, y la irrupción de un régimen de base popular, construido en torno a una estructura
que, por su singular equilibrio interno, bien puede ser considerada de tipo bonapartista.
Justamente un siglo antes, Carlos Marx había sido el primero en hacer alusión a este
tipo de fenómenos históricos, producto de una especial paridad de fuerzas, al estudiar la
etapa que media entre la revolución francesa de febrero de 1848 y el golpe de estado de
Luis Napoleón de diciembre de 1851. Con singular perspicacia el revolucionario alemán
describió una situación de crisis general, en la cual el antagonismo de perspectiva catas-
trófica entre el proletariado y la burguesía, había dado lugar a la aparición de una jefatura
en cierto modo arbitral, cuyo papel fundamental era el de reorganizar compulsivamente
al bloque tradicional, debilitado por el fraccionamiento de las clases dominantes y por la
escisión ente la clase y sus expresiones políticas. Marx destacaba en ese entonces el juego
independiente que adquiría bajo esas circunstancias el aparato del Estado y su influyente
burocracia. Sin embargo, el fundador de la Internacional distinguía muy bien el bonapar-
tismo reaccionario que encarnaban Luis Bonaparte o Bismarck, del que habían llegado a
expresar a consecuencia de reagrupamientos sociales de naturaleza progresiva, Julio César
o Napoleón I. Posteriormente Antonio Gramsci advertirla sobre el carácter polémico-
ideológico de la fórmula en cuestión y en consecuencia, sobre la necesidad de examinar
cada situación a través de su trama histórica concreta. Para el brillante marxista italiano,
el ciclo posible del bonapartismo como mediación entre fuerzas progresivas estaba con-
cluido, y por lo tanto su reaparición en el curso de la lucha entre clases inconciliables, no
haría más que agudizar el enfrentamiento.
Pero si en el siglo XX, interpuesta en el campo del antagonismo fundamental entre el
proletariado y la burguesía metropolitanos, la solución providencial resultaba francamen-
te reaccionaria, en los países atrasados y dependientes, en los cuales el equilibrio interno
había sido alterado por la penetración imperialista, el bonapartismo podía todavía llegar
a ser la expresión de una serie de clases sociales empeñadas en el desenvolvimiento de las
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tareas nacionales y democráticas. León Trotski había observado tal propensión en las jefa-
turas de ciertos movimientos nacional burgueses de América Latina, particularmente en
México de la segunda parte de los años 30’ bajo el gobierno del general Lázaro Cárdenas,
cuya naturaleza arbitral se imponía sobre la debilidad de la burguesía nativa y la inmadu-
rez de las masas recientemente proletarizadas, a las que atraía por sus consignas populares
y antiimperialistas y sobre las que ejercía un estricto control.
Precisamente en Argentina, el período que se extiende entre principios de 1943 y fines
de 1945, exhibe los rasgos característicos de las situaciones en cuyo seno se gestan las so-
luciones bonapartistas. En ese lapso, que prácticamente abarca la historia del régimen del
4 de junio, los acontecimientos probaron la existencia de una crisis de hegemonía dentro
del viejo bloque dominante, que tras la muerte del general Agustín P. Justo carecía de
una jefatura capaz de reorganizar en sentido amplio todas sus fuerzas, y de una quiebra
de representatividad por parte de los partidos populares, asimilados de una u otra forma
al sistema oligárquico. La vieja clase dirigente se había dividido entre conservadores y
liberales, y estos últimos, en minoría en el gobierno de Castillo, no contaban con apoyo
de la burocracia del estado ni con suficiente influencia en las fuerzas armadas, como
para intentar una recomposición del bloque por arriba. A su vez el radicalismo, agotado
su contenido original, derivaba en la degradación alvearista y, finalmente, socialistas y
comunistas, cada vez más alejados de las grandes masas de reciente proletarización, se
erigían en el ala izquierda del frente tradicional.
Simultánea a la crisis de hegemonía y a esa pérdida de representatividad del régimen
en su conjunto, el capitalismo que se desarrolló a la sombra de la bancarrota del 29’ y de la
guerra mundial, creó nuevas necesidades cuya satisfacción entraba en colisión con el clá-
sico programa librecambista. El nacionalismo militar del 4 de junio constituyó la primera
manifestación de esa necesidad, pero ni los hombres del GOU ni la burguesía nacional,
tenían capacidad para quebrar el equilibrio inestable que se estableció tras el golpe militar.
Por lo tanto la crisis de poder que estalló en octubre de 1945 resolvió de modo original el
dilema. Ya que el bloque tradicional no podía seguir ejerciendo la jefatura de la nación, y
ni los burgueses nativos ni su expresión subrogante, el nacionalismo uniformado, estaban
en condiciones de establecer los principios de su propia hegemonía, la solución a la crisis
habría de adquirir un carácter bonapartista. Bajo estas circunstancias, la conducción de
Perón encerró un doble significado. De una parte resultó ser la fórmula inevitable de un
movimiento signado por la contradicción entre el carácter proletario de su base y el con-
tenido burgués de su programa y, de la otra, fue la consecuencia de un equilibrio, dentro
del cual las fuerzas progresivas avanzaron hasta cierto punto, pero dejaron intactas las
bases sociales del orden oligárquico-burgués. Precisamente esa particular correlación po-
lítica y social fue la que fijó en buena medida la progresividad y los limites del peronismo
en el poder y el papel de su jefe, cuyas respectivas historias están altamente condicionadas
por el período preparatorio que culmina el 17 de octubre de 1945.
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I
El ocaso oligárquico
P
róximo a finalizar el sexenio del general Agustín P. Justo, el jefe de la
oligarquía había llegado a la conclusión de que la década infame tocaba ya el limite
de sus posibilidades, y que la vieja democracia fraudulenta gozaba de un despresti-
gio general. Justo sabía muy bien que la colosal trampa electoral que había montado para
convertir la segura victoria del radicalismo de Alvear en las elecciones del 5 de setiembre
de 1937, en una escandalosa manipulación de votos destinada a abrir el camino de Ortiz,
difícilmente podría reproducirse en los comicios que en 1943, deberían devolverle pre-
cisamente a él la presidencia. Por lo demás, un clima de corrupción se expandía libre y
alegremente por los estamentos de la administración pública y paulatinamente alcanzaba
notoriedad, desnudando ante la asombrada curiosidad ciudadana, el mundo inquietante
que se desenvolvía en los entretelones del poder. El régimen corruptor de los frigoríficos
imperialistas, el escándalo de la CADE, el negociado de tierras de El Palomar, y aún las
travesuras lúdicas de los “niños cantores” de la Lotería, entre otros sucesos de la crónica
político-policial, habrían de signar la atmósfera moral de toda una época. Pese a todo,
durante esos seis años que van de 1932 a 1938, el país había experimentado una transfor-
mación irreversible. La crisis mundial iniciada en 1929 y que se prolongó hasta que la
segunda guerra mundial le dio una salida al capitalismo, introdujo profundos cambios en
la estructura productiva de la antigua Argentina semicolonial. El poderoso núcleo de la
ganadería que tenía por centro de gravedad la provincia de Buenos Aires, había perdido
la gravitación económica de los años de esplendor, durante las décadas de tránsito de uno
a otro siglo, aunque mantenía intacta su influencia política. Mientras tanto, a la sombra
de la depresión y la quiebra del mercado mundial, y parapetados tras un proteccionis-
mo obligado, se habían extendido los cimientos de una dilatada plataforma fabril. Estas
modificaciones, junto al desarrollo y centralización de la maquinaria estatal, lentamente
habrían de transformar la relación de fuerzas de la sociedad y el balance del poder po-
lítico. El proceso, imperceptible al principio, adquiría al promediar la década caracteres
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definidos: la producción local gradualmente ganaba la mayor parte del mercado interno,
sustituyendo con trabajo argentino las manufacturas anteriormente traídas de las metró-
polis. Por aquel entonces las diferencias ya se podían apreciar a simple vista. En 1936 las
compras externas, que en el periodo 1910/13 representaban el 40 % del total del consumo,
se habían reducido a una cuarta parte.1 Sin embargo durante ese lapso el mercado interno
se amplió casi al doble y, en consecuencia, el crecimiento productivo redondeaba más del
200%. Esta expansión tenía por eje las nuevas ramas fabriles donde los avances resultaban
más notorios. Así, por ejemplo, entre 1927 y 1933, la fracción industrial del producto total
se incrementó del 27 al 47 %, y en el comienzo de la década del 40’ la riqueza generada en
las fábricas llegó a superar el valor de la producción agraria.2 Además, en los cinco lustros
que median entre 1917 y 1933, el capital industrial casi llegó a cuadruplicarse.
Eran años de reacomodamiento: altas tasas de ganancia en las nuevas actividades vin-
culadas al mercado interno y crisis en la antigua estructura agropecuaria, sujeta a los vai-
venes del capitalismo metropolitano. El desfasaje era llamativo. En 1934, todavía bajo los
efectos devastadores de la gran depresión, los precios agrarios estaban un 30 % por debajo
de los niveles alcanzados en 1926, mientras que en esos mismos años las cotizaciones in-
dustriales habían subido un 6 %.3 Un cuadro de bancarrota ensombrecía el hasta enton-
ces próspero horizonte semicolonial, y el Estado se veía obligado a comprar las cosechas a
un precio superior al del mercado mundial para salvar la situación de los productores.
Mientras tanto, industrias como la del cemento o la textil se constituyeron en mani-
festaciones típicas de las formas de acumulación del capital de la época. La primera incre-
mento la producción casi dos veces entre 1926-1930 y 1935-1936. En las plantas textiles el
aumento de la producción fue 210 % entre 1925-1929 y 1937-1939. En el período siguiente,
que abarca centralmente los años de la guerra, la expansión fabril se concentró en cuatro
ramas. Así, entre 1937-1939 y 1946-1947 la antigua industria de la alimentación y las más
nuevas o de tasas de crecimiento más altas —textil, productos químicos y farmacéuticos
y vehículos y maquinarias— generaron más del 60 % del incremento del valor bruto de
la producción.4
El auge del mercado interno parecía no tener fin. Una demanda sostenida y nunca
satisfecha, presionaba sobre las fábricas y talleres de reciente data y envolvía en una ola de
prosperidad desconocida a las nuevas ramas de la industria liviana. Sin embargo, el ritmo
de acumulación de capital no era el mismo en todo el frente empresario. mientras que,
1 Dorfman, Adolfo. Historia de la industria argentina. Pág. 368. Solar / Hachette. Buenos Aires, 1970.
2 Ibid. Pág. 372
3 Ibid. Pág. 366
4 Ibid. pág. 369. Eduardo Jorge, Industria y concentración económica. Hyspamérica, 1986. Pág. 137, 161,
162.
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por ejemplo, las firmas textiles aumentaban en las dos décadas que preceden a 1935 más
de siete veces su producción, los frigoríficos, molinos, tambos, bodegas y, en general, las
industrias de la alimentación, avanzaban lentamente.
Bajos niveles de inversión en maquinarias y equipos y utilización masiva de trabajo
vivo, se imponían como los componentes de la fórmula providencial, que por fin habría
de enriquecer y hacer poderosos a los nuevos fabricantes y talleristas. La tendencia parecía
irresistible. Ciento cincuenta mil nuevos operarios se habían incorporado a esa maqui-
naria en desarrollo entre 1931 y 1935; sin embargo en los diez años que transcurren entre
1937 y 1946 el ritmo de proletarización se acelera, y este último año la fuerza de trabajo
contabilizaba más de un millón de obreros. La contrapartida de ese proceso fundado en
una baja composición orgánica del capital, con la consiguiente explotación masiva de
mano de obra y altas cuotas de beneficio, habría de ser el débil grado de productividad y
la escasa concentración del capital alcanzada por la ascendente burguesía nacional, parti-
cularidad que signaría todo su comportamiento futuro.5
El fin de un régimen
El poder justista, que había desenvuelto hasta sus últimas consecuencias el vínculo se-
micolonial entre el país agroexportador y el imperialismo británico a través del tratado
Roca-Runciman de 1933, pero que al mismo tiempo había advertido ya casi en la mitad
de los años 30’, que el antiguo orden económico sólo podía ser mantenido mediante
la presencia reguladora del Estado a través del gasto público, el control de cambios y
el manejo de la moneda, sabía, en definitiva, que el bloque político de las clases domi-
nantes no podía seguir gobernando como hasta entonces y que, por consiguiente, debía
ser reformulado a la luz de una alianza de nuevo tipo entre las fuerzas tradicionales del
conservadorismo y las del radicalismo alvearizado.
En definitiva el problema no era nuevo. El programa librecambista sobre el que la oli-
garquía ganadera había fundado su hegemonía política, afianzado su gravitación ideoló-
gica y con el cual incluso se había ganado la confianza o, al menos, el consentimiento, de
una apreciable masa de empleados públicos, pequeños comerciantes, profesionales libera-
les, asalariados de los servicios controlados por el capital extranjero, y hasta de una parte
de la burguesía agraria del litoral, estaba desactualizado ante la crisis del mercado mun-
dial y la simultánea transformación que experimentó el orden imperialista. El dominio
semicolonial, basado en la colosal riqueza que suministraba la renta agraria de la pampa
húmeda, no sólo había creado las condiciones objetivas para el desenvolvimiento de una
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amplia clase media, rasgo distintivo rioplatense en relación al resto de América Latina,
sino que, al mismo tiempo, había sido riguroso al seleccionar las ideas, las convicciones
y aún los gustos, por los que habría de regirse la mayor parte de esa sociedad opulenta.
El ejemplo deslumbrante de las principales metrópolis europeas impresionaba vivamente
en los círculos dominantes, lo suficiente como para tratar de copiar hasta en sus detalles,
gestos, actitudes, costumbres, formas de vida, etc. Por supuesto que esa extraña conjun-
ción entre la realidad y la ilusión se sostuvo durante las décadas de esplendor del sistema
y, aún en plena bancarrota de los años 30’, el vicepresidente Roca, en momentos de firmar
el pacto que lleva su apellido, declaró en Londres, sin inmutarse, que la Argentina “era
como un gran dominio británico”. Pero lo cierto era que ya en esa época el bloque oligár-
quico no lograba sostenerse en el poder sino mediante la variante del golpe de Estado o
del fraude y la proscripción electoral, que inevitablemente llevaban al descrédito creciente
del viejo conservadorismo y de su sistema de alianzas.
Nadie podía sentirse seguro en la cumbre de un poder que se desintegraba lenta-
mente. Ni siquiera la oposición formal de un radicalismo en buena medida alvearizado,
constituía una presencia del todo tranquilizante. Todavía después del derrocamiento de
Yrigoyen el predicamento popular de la UCR era tal, que el régimen oligárquico no podía
fiarse de la convocatoria a elecciones libres. Durante muchos años los jefes conservadores
habrían de recordar la hazaña radical del 5 de abril de 1931, cuando el partido, sometido a
la persecución, con sus principales dirigentes presos o prófugos, casi sin organización ni
propaganda, triunfó con Honorio Pueyrredón en las elecciones de Buenos Aires y pro-
vocó la caída del gabinete de Uriburu. Tampoco podían pasar por alto el hecho de que
para imponer las candidaturas de Ortiz y Castillo en las elecciones del 37’ en contra de
Alvear, el fraude electoral fue de tal naturaleza que Federico Pinedo, púdicamente llegó
a confesar que sencillamente no habían existido elecciones sino un simple traspaso del
poder, y así y todo, la lista de Concordancia fue derrotada en un punto clave como la
Capital Federal.
Justo, más que nadie, conocía esa resistencia espontánea de la sociedad argentina a
entregar voluntariamente el poder a los representantes de un orden corrupto, decadente,
cada vez más reducido a los intereses de los poderosos círculos del privilegio oligárquico.
El jefe conservador desconfiaba de todo aquello que tuviera reminiscencia popular, y has-
ta la fracción alvearista en vías de alzarse con el poder dentro del radicalismo le despertaba
la intuitiva sospecha de que, detrás de la degeneración política que expresaba el antiguo
hombre de confianza del imperialismo británico, subyacía de todos modos la estructura
de un partido enraizado en una base plebeya. En cierto modo la táctica oligárquica,
consistente en establecer firmes posiciones de gravitación política e ideológica entre las
capas más vacilantes de la clase media, había dado todo de sí (que por cierto no fue poco)
cuando en la década del 20’ logró romper las filas radicales y socialistas, dando origen al
antipersonalismo y al Partido Socialista Independiente, con los cuales sumados al conser-
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solidaridad continental. Sin embargo para Castillo y los conservadores la pretensión tenía
un significado inequívoco: un realineamiento semejante en momentos en que la guerra
había debilitado los vínculos con la antigua metrópoli, volvería irresistibles las pretensio-
nes hegemónicas que la burguesía yanqui venía desplegando sobre América Latina desde
fines del siglo pasado. Por cierto que el gobierno estaba ante una encrucijada y del mismo
modo que el resto del país, las dirigencias liberales y conservadoras de la Concordancia se
enfrascaron en un intenso debate sobre la conveniencia o no de la neutralidad.
¿Qué significaba esta discusión a la luz de los interesas en juego?
Ante todo pesaba en el ánimo, tanto de rupturistas como de neutralistas, la alarmante
comprobación de que el esquema semicolonial británico, como consecuencia del irre-
sistible avance de los ejércitos del Eje, estaba quebrado. En la vieja metrópoli el aparato
productivo era prácticamente arrasado por las bombas de la aviación alemana y la hasta
entonces invulnerable economía inglesa amenazaba derrumbarse, al punto que la libra
esterlina carecía de valor fuera de la isla. Obviamente Gran Bretaña no podía seguir
abasteciendo de productos manufacturados al mercado argentino, ni tampoco estaba
en condiciones de pagar por las carnes y alimentos que recibía. Esas deudas quedaban
sencillamente registradas en el Banco de Inglaterra como obligaciones sin plazo de venci-
miento. Mientras tanto la falta de productos terminados y de maquinaria e insumos para
las nuevas ramas industriales en franca expansión, creaban una situación crítica del otro
lado del Atlántico y ponían en estado de alerta a los cuadros dirigentes de ese particular
bloque social, en el cual fundaba su poder el gobierno de Castillo.
No faltaban pues motivos de preocupación. La sensación de bancarrota que se ex-
pandió por el mundo a comienzos de los años 30’, reaparecía bruscamente, impulsada
por las amenazas que encerraba la guerra. Una atmósfera de decadencia envolvía a los
círculos dirigentes argentinos. Una vez más los precios internacionales se derrumbaban
verticalmente. A partir de 1940 y hasta 1944, los términos del intercambio comercial que
miden la relación entre el valor de las exportaciones y el de las importaciones, caían al
nivel de los años de la gran crisis. De modo inexorable, como en el caso de la piel de zapa,
el poder de compra de las carnes y cereales pampeanos se había achicado a la mitad del
que tenía en los dorados años de la década del 20’. Según la conciencia rentística de las
capas privilegiadas y a la vez parasitarias de la sociedad argentina, el mundo parecía haber
estallado. Habían quedado sometidas a la presión de acontecimientos que no dominaban
y ni siquiera estaban en condiciones de prever, mientras por otra parte contemplaban con
especial curiosidad ciertas transformaciones que silenciosamente se operaban desde años
atrás en el interior de la economía argentina.
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Las primeras evidencias de que trascendentales cambios estaban por sobrevenir provino
sugestivamente de parte de los directores británicos del Ferrocarril Pacífico que en los
años veinte, alarmados por la veloz irrupción de las inversiones estadounidenses, con-
centradas en las ramas de equipos eléctricos y automotores, pero inclinándose también
hacia la compra de acciones ferroviarias, modificaron apresuradamente los estatutos de la
compañía, de manera que sólo pudieran tener voto los accionistas ingleses y argentinos.
En la década siguiente la crisis del capitalismo alcanzó dimensiones hasta entonces desco-
nocidas, y obligó a un replanteo global de la inversión extranjera en los países atrasados.
Ya no fueron ni las construcciones en la estructura de servicios ni la compra de títulos
públicos, lo que atraía la plétora de capital que se expandía por la periferia, sino el merca-
do interno de ciertos países atrasados como Brasil, México y por supuesto Argentina. El
cambio de ecuación que guiaba a la inversión extranjera era simple y a la vez significativo:
los grandes centros industriales dejaban de exportar parte de su producción y en su lugar
remitían hacia las economías atrasadas productos semiterminados, cuya elaboración, a la
vez que provocaba la ampliación de la estructura productiva, establecía un nuevo tipo de
dependencia tecnológica. En un primer momento los audaces y enérgicos recién llegados
se limitaron a ganar posiciones en ciertas ramas industriales, especialmente la automo-
triz, desde donde intentaron abrir un frente de competencia al ferrocarril. Sin embargo
en pocos años la inversión del capital estadounidense había adquirido una gravitación
creciente, en correspondencia con el proceso de acumulación en las nuevas áreas incor-
poradas al aparato productivo. En éstas últimas el capital se expandía tan rápidamente
que ya en 1937, sobre un centenar de grandes empresas extranjeras, la mitad tenía sus
casas matrices en Estados Unidos. Sin embargo, la inversión americana apenas si supera-
ba el 20 % del total, mientras que la mayor parte, el 67 %, correspondía a la propiedad
británica asentada en las ramas más antiguas que aún ocupaban un lugar preponderante.
Por ejemplo el censo industrial de 1935 había revelado que el 55 % de la producción era
procesada en establecimientos fundados antes de 1920, como los frigoríficos, los ingenios
y, por supuesto, los talleres ferroviarios.6 Ahora bien, el centro de gravedad del proceso
de acumulación se había desplazado desde estas estructuras tradicionales, típicas del capi-
talismo semicolonial, hacia las nuevas fábricas montadas para sustituir a la manufactura
importada, ámbito en el cual la penetración de las corporaciones estadounidenses avan-
zaba aceleradamente.
Como es natural esta transformación no tenía origen únicamente en las necesidades
de la economía argentina. Hacia fines de 1938, momento en que se discutía la recomposi-
ción del bloque oligárquico y a meses apenas de la conflagración mundial, en las princi-
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pales ciudades fabriles de los Estados Unidos uno de cada cinco obreros no tenía trabajo y
de cada tres máquinas funcionaban dos. Perduraba aún en las grandes urbes imperialistas
los efectos devastadores de la crisis, cuya paradójica manifestación era la existencia de
una masa de capital inutilizado, listo para ser puesto en circulación apenas se descubriera
un campo de inversión que garantizara un mínimo de ganancia. Precisamente ciertas
zonas menos retrazadas del confín semicolonial, entre ellas el Río de la Plata, reunían las
condiciones que necesitaba la ambiciosa burguesía americana. En vísperas del golpe de
estado de junio de 1943 las inversiones de ese origen fluían a través de las ramas frigorífi-
cas, automotrices, telefónicas, eléctricas, químicas y de la comercialización agraria y los
nombres de Swift, Armour, General Motors, Ford, Internacional Telegraph Telephone,
Electric Bond and Share o Anderson Clayton, se habían hecho familiares dentro del
cuadro empresario local.
Esta irrupción de las compañías yanquis era demasiado ostensible, y ni aún los más
fervorosos partidarios del capitalismo inglés podían ignorar sus consecuencias. Para peor,
a esta novedad se sumaba la amarga constatación de la suerte que corrían en la guerra las
viejas naciones capitalistas de Europa, cada vez más dependientes en términos económi-
cos y militares de Estados Unidos. A nadie podía escapar que saliese como saliese de la
guerra, Gran Bretaña ya no estaría en condiciones de desempeñar su antiguo rol hege-
mónico. Por lo demás, de buena o mala gana, los núcleos dirigentes de la oligarquía no
podían dejar de admitir que el nuevo desenvolvimiento de las fuerzas productivas tenía
un carácter irreversible, y que en todo caso la discusión debía girar en torno a la fórmula
más apropiada para absorber el nuevo fenómeno. En el fondo, lo que estaba en duda por
primera vez, era el futuro de lo que había sido hasta el fin de los años 20’ un próspero
capitalismo dependiente, conmovido en esos momentos por el brusco reagrupamiento de
las relaciones de fuerza en el campo internacional. El bloque oligárquico tenía dos puntos
de vista al respecto: el de los viejos círculos agrarios y comerciales, ligados desde siempre
al imperio británico y al negocio de las carnes, cuya expresión típica era el conservado-
rismo de la provincia de Buenos Aires, y el de las corrientes más afines a una suerte de
liberalismo oligárquico, expresado desde dentro del frente de clases por Pinedo y de un
modo más global por el general Justo, y que se extendía a lo que quedaba del antiperso-
nalismo y del socialismo independiente. En torno a estas corrientes se había alineado la
gran burguesía industrial, cuyo dirigente más notorio de esos años y titular de la Unión
Industrial Argentina, Luis Colombo, constituía la evidencia del entrelazamiento entre las
oligarquías del interior, vinculadas al proceso de transformación agraria como en los casos
del vino y del azúcar, y las fracciones concentradas del capital bancario e industrial.
Este segundo reagrupamiento, empujado especialmente por un nuevo tipo de desen-
volvimiento económico, tendía hacia un ensamble con las pretensiones de la burguesía
estadounidense. Al fin y al cabo el sistema de intereses que esas fuerzas representaban
estaban necesitados de un nuevo eje de inserción, y nadie podía dejar de reconocer la
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profunda penetración que el capital americano había alcanzado en las nuevas ramas de
la estructura fabril. En definitiva, desde el punto de vista de esa fracción del capitalismo
semicolonial, un proceso de acumulación que tuviera su Rama I en la nueva metrópoli
imperialista, y sus ramas subalternas en los países de la periferia, era perfectamente con-
cebible. En todo caso, un desplazamiento semejante favorecería a los monopolios extran-
jeros y a la fracción más concentrada del empresariado nativo y, a la vez, no encerraba el
riesgo de transformar en una fuerza orgánica consistente a la débil y vacilante burguesía
nacional.
Bajo estas circunstancias no escandalizó a nadie que fuera Federico Pinedo, ministro
de Hacienda que Justo había designado en su momento para llevar adelante la recon-
versión de la economía argentina según las estipulaciones del tratado Roca-Runciman,
quien formulara un plan de remodelación del aparato productivo que contemplaba el
sostenimiento del desenvolvimiento industrial alcanzado. El más desprejuiciado de los
representantes oligárquicos expresaba mejor que nadie la propensión al cambio de una
parte de las clases dominantes.
Pinedo presentó su “Plan de reactivación económica” en noviembre de 1940 en la
Cámara de Senadores. Sus palabras al explicar el proyecto habrían de cobrar particular
elocuencia, ilustrativa del momento que atravesaba la semicolonia argentina: “…las cifras
de disminución del comercio exterior con ser de mucha importancia, no indican toda la
magnitud del problema. La verdadera gravedad de la perturbación del comercio mun-
dial para nosotros, consiste en que se ha roto totalmente lo que se llama el mercado del
mundo. Ya no existe mercado universal, se ha dislocado en compartimentos separados,
sin vinculaciones entre ellos, con lo cual las monedas que se obtienen en algunos de estos
compartimentos no sirven para ser utilizadas en otros”. Tiempo después, al escribir sus
memorias, Pinedo explicaría que “Inglaterra, nuestro gran cliente, no podía surtirnos de
mucho de los que nos hacía falta y si pagaba lo que compraba en libras esterlinas, en rea-
lidad no pagaba, sino que recibía a crédito”. La guerra había alterado a tal punto el clásico
vínculo comercial con Europa que, al menos en parte, el aparato económico debía ser
reestructurado. El ministro de Hacienda observaba ante los senadores que “para colmo de
desgracia el compartimento donde estamos más mal dotados —Estados Unidos— es hoy
el único que nos puede proveer de gran parte de los artículos que necesitamos”.
¿Qué se proponía por lo tanto Pinedo? En esencia su plan consistía en una suerte de
operación triangular, destinada a transformar el suministro de alimentos argentinos a
Inglaterra en manufacturas y maquinaria estadounidense. Mediante este mecanismo las
divisas que el país no recibía de Gran Bretaña en pago de las exportaciones de carnes y
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7 Informe de la Comisión Especial del Comité Nacional a cargo del estudio del Plan Pinedo. Citado
por Miguel Murmis y Juan Carlos Portantiero en Estudios sobre los orígenes del peronismo. Pág. 40. Siglo XXI
Editores, 1971.
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hubiera prevalecido por sobre la resistencia de los núcleos conservadores. Pero el régimen
reaccionaba, además, según los impulsos de otros tipos de presiones: en el ejército una
parte de los cuadros medios se había hecho fuerte en la posición del neutralismo y viraba
rápidamente hacia una perspectiva nacionalista e industrialista. Imprevistamente los con-
servadores no eran los únicos dueños del poder. Durante veinte meses entre octubre de
1941 y junio de 1943 el país estuvo regido por un singular equilibrio en el que se reflejaban
los términos del acuerdo que el virtual jefe de los ganaderos probritánicos de la pampa
húmeda había firmado con los jóvenes oficiales nacionalistas agrupados en una logia
secreta de extraña sigla: el GOU. Guiados por distintos intereses y dando razones encon-
tradas de sus posiciones, unos y otros coincidían objetivamente en la necesidad de resistir
el envolvente despliegue del imperialismo norteamericano, empeñado en atraer hacia su
propia órbita a los países de América Latina.
Para las clases dirigentes nativas la guerra había cambiado en más de un aspecto la situa-
ción internacional. Durante todo su transcurso y hasta el desenlace de la crisis de octubre
de 1945, el “caso argentino” habría de transformarse en punto de fricción constante para
las dos fuerzas principales del campo democrático. Washington había declarado la guerra
al Eje tras el ataque a Pearl Harbor en diciembre de l941, y desde ese momento presionaba
sobre los gobiernos latinoamericanos para que adoptaran una posición similar. Pero los
conservadores locales no estaban dispuestos a dar semejante paso. Castillo sabía perfecta-
mente que detrás del realineamiento antifascista estaban los planes del Departamento de
Estado tendientes a desplazar la hegemonía britanica en Sudamérica. A lo sumo el terco
presidente estaba dispuesto a seguir considerando, por el momento, a Estados Unidos en
condición de “no beligerante” y a mantener la neutralidad en los términos más favorables
a los ingleses.
El primer conflicto serio que reveló la consistencia de las posiciones en pugna, se de-
sarrolló en enero de 1942, durante la conferencia panamericana de Río de Janeiro. En la
ocasión Roosevelt, el secretario Hull y su adjunto Summer Welles, debieron conformarse
con una simple recomendación de ruptura de relaciones con las naciones del Eje, en lugar
de la exigencia planteada en el texto original. La firme negativa del gobierno argentino a
dar un paso en esa dirección, e incluso el mantenimiento de las relaciones diplomáticas
con las potencias fascistas a pesar de la recomendación, convenció a los funcionarios del
Departamento de Estado de que las formas persuasivas eran inútiles. A la misma con-
clusión había arribado por su cuenta el secretario del Tesoro, Henry Morgenthau, quien
sin vacilar propuso congelar los créditos argentinos en Estados Unidos, represalia que
reformó la Comisión de Guerra Económica suspendiendo las asignaciones de compras de
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ese origen. Pero los dirigentes norteamericanos no se hacían ilusiones y sabían que sin el
apoyo británico esas medidas carecían de mayor eficacia. De forma tal, a partir del otoño
de 1942 la cancillería americana presionó de todas las formas posibles para arrastrar al Fo-
reing Office a una situación de enfrentamiento, similar a la que mantenía el gobierno de
Roosevelt. Cordell Hull sabía que si bien la dependencia británica de los abastecimientos
argentinos era considerable, no lo era menos la necesidad que tenían los ganaderos y co-
merciantes rioplatenses de su mercado tradicional, dadas las dificultades para diversificar
los negocios en un mundo convulsionado por la guerra. Además, las crecientes restric-
ciones económicas impuestas por el imperialismo norteamericano, habían tornado poco
menos que insustituibles ciertas importaciones de origen británico.
Sin embargo los jefes de la burguesía anglosajona veían las cosas de manera diferente.
Durante dos años y medio que llevaba la guerra, habían encontrado enteramente acep-
table la fórmula de neutralidad que había proclamado desde un principio el gobierno de
Ortiz, ya que su aplicación, no afectaba sus intereses fundamentales. Con desesperante
flema británica los hombres del Foreing Office trataban de hacer ver al exasperado Cor-
dell Hull la imposibilidad de prescindir de las compras argentinas, especialmente en el
caso de los alimentos y, por supuesto, de la cuota de carne, que representaba algo más
del 40 % de las importaciones del producto. En realidad no sólo el mercado consumidor
inglés no podía prescindir de esas compras, sino que aún el aparato bélico de los aliados
estaba altamente necesitado de una serie de artículos estratégicos provenientes del Río
de la Plata. Hull que no se dejaba convencer fácilmente y que tenía la sospecha de que
los ingleses mentían, pues lo único que les preocupaba eran sus cuantiosas inversiones
y la suerte de la nutrida colonia de compatriotas, ordenó a cada una de las Juntas de
Provisiones Aliadas que rindieran un informe urgente sobre la posibilidad de prescindir
de los abastecimientos argentinos. El resultado fue decepcionante: por el momento los
cereales, carnes, aceite, vegetales y productos lácteos, eran insustituibles. Otro tanto ocu-
rría con el tungsteno, las pieles, cueros y el quebracho. Además, el cambio de itinerarios
marítimos hubiera resultado demasiado caro. Eran los comienzos de 1944 y en Argentina
el régimen juniano mantenía a duras penas la consigna de la neutralidad. Hacia fines del
año anterior la presión del imperialismo norteamericano se había concentrado sobre los
oficiales nacionalistas. En esos días había estallado la revolución de Villarroel en Bolivia
y el Departamento de Estado que consideraba indignado que el derrumbe del corrupto
régimen proyanqui de Peñaranda era poco menos que una provocación fascista, inspirada
desde Buenos Aires, anunció al gobierno de Winston Churchill su decisión de retirar al
embajador Armour y de congelar los créditos argentinos.
¿Cuál era a todo esto la posición de los azorados funcionarios del Foreing Office? Para
la diplomacia y naturalmente para el propio gobierno británico, estaba fuera de discusión
la importancia de preservar la relación con la semicolonia privilegiada. Churchill se la ha-
bía hecho saber reiteradamente a Roosevelt, cada vez con mayor insistencia a medida que
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
aumentaba la presión de Cordell Hull y se vencían las fechas para renovar los contratos de
compra de carne argentina. Una y otra vez los ingleses se habían negado a respaldar el pro-
yecto de bloqueo a las exportaciones argentinas exigido por el Departamento de Estado y,
asimismo, habían resistido insistentes pedidos para que cortasen la débil corriente de pro-
ductos manufactureros hacia Buenos Aires. Acompañaron sin más remedio la decisión
de retirar a los embajadores llevada adelante por Washington a mediados de 1944, pero la
burguesía británica no estaba dispuesta a ir más allá. En consecuencia el congelamiento
de fondos, las severas restricciones comerciales y la prohibición de desembarcar en puer-
tos argentinos que acompañó a la acción diplomática, corrió exclusivamente por cuenta
de la plutocracia yanqui. A lo sumo los negociadores ingleses cedieron a la exigencia de
no firmar contratos definitivos con ganaderos y exportadores locales, sustituyéndolos por
pedidos de renovación mensual. Por fin, cuando la presión de Hull se transformó en la
amenaza de desplazar la maquinaria británica de los frigoríficos instalados en Argentina,
reaccionaron indignados y Roosevelt tuvo que poner límite a la situación.
¿Qué había en realidad detrás de las diferentes posiciones? En el fondo el choque re-
flejaba un viraje en la historia del imperialismo. Gran Bretaña había soportado el peso de
la guerra hasta la destrucción de buena parte de su aparato industrial, su economía estaba
en ruinas y de hecho dependía cada vez más de Estados Unidos. La burguesía inglesa es-
taba a punto de entrar en la etapa de postguerra convencida de la necesidad de recuperar,
en parte al menos, el antiguo rol dominante en el mercado mundial sobre la base de un
fuerte impulso al comercio de exportación, que compensase en alguna medida el flujo de
plusvalía semicolonial, interrumpido por la pérdida de una importante fracción de sus
capitales en el exterior. En Londres la balanza de pagos había quedado peligrosamente
en rojo y, particularmente, en relación a Argentina la deuda congelada en el Banco de
Inglaterra llegaba a 100 millones de libras esterlinas. Concentrada en la reconstrucción
de su aparato económico, necesitada de capitales y en vísperas de una nueva ola expan-
siva de los monopolios estadounidenses por todo el planeta, la burguesía anglosajona se
replegaba sobre el viejo esquema imperial. Dos eran sus objetivos del momento: por una
parte frenar el avance de su peligroso aliado y por la otra consolidar las relaciones con
el mundo atrasado en los términos más favorables. Miradas desde este ángulo, las cosas
aparecían bien claras para los ingleses. Por ejemplo, no dudaron un instante cuando ha-
cia principios de 1944 el régimen militar de Buenos Aires comenzó a acariciar la idea de
organizar una unión aduanera del cono sur. En ese entonces el South American Journal,
periódico editado en Londres como portavoz de los intereses británicos en Sudamérica,
salió al cruce de las críticas, desmintiendo que se estuviera abriendo un foco de oposición
a Estados Unidos en la región. Un singular personaje, Félix Well, funcionario típico del
capital imperialista, asesor de un poderoso monopolio cerealero en las décadas del 20 y
del 30 y estrecho colaborador de Pinedo entre 1932 y 1934, interpretaba la posición del
capital inglés en pocas palabras: “comprendiendo la inevitabilidad de las tendencias na-
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8 Felix Weil. La Argentina en vísperas del peronismo. Fichas de investigación económica y social, Vol.
II Nº 7. Octubre 1965
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
Crisis de hegemonía
Sin duda el conflicto entre la economía del viejo estado rentista, aferrado todavía a las
posibilidades del comercio exterior y la economía norteamericana, orientada decidida-
mente hacia la exportación de capital, se reflejó en la puja diplomática que ambas poten-
cias libraron en América Latina en los años de la guerra y aún antes, sobre el escenario
brillante de las conferencias panamericanas. Internamente la tensión interimperialista le
dio margen de maniobra a la política de neutralidad (independiente de Estados Unidos),
sostenida primero por Castillo y luego por los militares del 43’. Sin embargo los jefes de
la oligarquía no ignoraban que estaban ante la exigencia de elegir entre dos perspectivas
opuestas, y por cierto la suerte del ahora inseguro sistema semicolonial dependía de una
decisión. Ortiz había dado un primer paso en la nueva dirección democratizando par-
cialmente la estructura del poder institucional. Pinedo había formulado un principio de
solución a la crisis que incluía un acuerdo de nuevo tipo entre conservadores y radicales.
Justo a su vez insistía en reorganizar en un sentido liberal la representación política de
las clases dominantes y, finalmente Alvear se mostraba inclinado a realizar todo tipo de
concesiones, con tal de acceder al gobierno. Pero ninguna de estas voluntades habría
de prevalecer. El bloque en su conjunto había perdido la capacidad de obrar sobre los
acontecimientos según las finalidades de un programa posible. Carecería del principio
de hegemonía que Pinedo, hablando sobre Justo, había definido brillantemente, como la
capacidad para “obtener la dispersión general y en hacerse dueño absoluto de los partidos
adictos, para poder imponerles cualquier solución que interese al jefe del gobierno”.
Sin embargo Justo había muerto, a comienzos de 1943 y casi un año antes había
desaparecido Alvear al igual que Ortiz. Esa reformulación política con que soñaba el jefe
político de la oligarquía no sólo no había logrado imponer un programa, sino que además
se había quedado sin sus posibles ejecutores. De todas formas faltaba un desenlace. Hacia
mediados de 1943, apenas tres meses antes de la realización de elecciones presidenciales,
el proceso de descomposición en el seno de las fuerzas dirigentes tradicionales había ma-
durado lo suficiente y amenazaba con sumergir al país en una nueva edad de decadencia.
A esa altura el núcleo directivo del Partido Demócrata Nacional había decidido dejar de
lado las alquimias estratégicas y proclamó candidato a su titular y presidente del Senado,
Robustino Patrón Costas, reservando el segundo término de la fórmula para Manuel
Iriondo, radical antipersonalista y asiduo concurrente al selecto Círculo de Armas. Seme-
jante exhumación de dos personajes típicos de la década infame sólo podía significar dos
cosas: que desde el momento en que Castillo abandonase la presidencia el país rompería
con la política de neutralidad e iría a alinearse en las posiciones del imperialismo nor-
teamericano y que, más seguro aún, las próximas elecciones estarían adulteradas por los
juegos fraudulentos a los que los conservadores se habían aficionado desde la presidencia
de Justo. La pretensión de los conservadores esta vez se había convertido en un verdadero
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
tanto de la situación, no lograron imponer a sus propias fuerzas una solución acorde con
la necesidad de reorganizar y reformular la representación de clase, el sistema de alianzas y
hasta ciertos aspectos —tal como adelantara el Plan de Pinedo— del programa histórico.
Finalmente en la figura inquietante del candidato oligárquico se resumían los temores,
aprensiones, repugnancia e indignación de buena parte de la sociedad ante una época de
infamia.
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II
P
ero si la situación del bloque conservador en el gobierno desde el golpe
del 6 de setiembre no era envidiable, el cuadro que a fines de los años 30’ ofrecía
el conjunto de fuerzas opositoras, provenientes en su mayor parte de la burguesía
nacional y la clase media, no parecía ciertamente privilegiado. Los radicales no se habían
repuesto aún de la sensación de frustración en que los había sumido los comicios frau-
dulentos de setiembre de 1937, y el consiguiente fracaso de la táctica electoralista a que
habían reducido su lucha por el poder. Era fácil de ver que frente al régimen justista, esa
táctica estaba condenada a una vía muerta, pero precisamente desde el momento en que
la UCR, bajo la dirección de Alvear, aceptó levantar la abstención electoral y transformarse
en la “oposición de su majestad”, su integración al régimen oligárquico era inevitable. Fue
tal la impotencia partidaria que ni aún con una resolución expresa del Comité Nacional,
se pudo impedir que diputados y senadores antipersonalistas se hicieran presentes en la
sesión de la Asamblea Legislativa en la cual fue proclamado presidente Ortiz. A esa altura
el alvearismo se había transformado en la otra cara de los gobiernos conservadores, y su
complicidad contribuía a la cobertura legal que exigía el implacable saqueo de los mo-
nopolios imperialistas. El escándalo de la CADE, además, había sumergido al partido en
la atmósfera general de corrupción y descrédito que preanunciaba la descomposición del
orden oligárquico.
bó dos ordenanzas presentadas por el bloque radical, por las cuáles se prorrogaban las
concesiones que tenían la Compañía Argentina de Electricidad (CADE) y la Compañía
Italo Argentina de Electricidad (CIAE) y cuya fecha de vencimiento original habría de
verificarse en los años 1957 y 1962 respectivamente. La extensión del plazo era de quince
años, pero el negocio de las empresas imperialistas estaría garantizado por otros 25 años,
hasta 1997 en un caso y hasta 2002 en el otro, mediante la forma de una sociedad mixta
con la municipalidad. El texto de esas ordenanzas había sido redactado en las oficinas de
la CADE, según probó la comisión investigadora formada en 1944 y dirigida por el coronel
Rodríguez Conde. Además de la prolongación de las concesiones, calurosamente respal-
dada por la prensa oligárquica, las ordenanzas radicales resolvían la devolución a la CADE
de casi 90 millones y a la CIAE de otros 26 millones, correspondientes a los fondos de
reversión y previsión que se habían ido conformando con el 2 % de las entradas, fondos
que al igual que las instalaciones (en perfecto estado de funcionamiento) debían pasar a la
municipalidad. Las compañías extranjeras no sólo no devolvieron los fondos y las usinas,
sino que quedaron eximidas de restituir al 31 de diciembre de 1942 cerca de 200 millones
de pesos, cifra que representaba en su mayor parte cobros indebidos en el servicio.
El dictamen de la comisión Rodríguez Conde era lapidario: acusaba a la CADE y a su
antecesora la CHADE de “pervertir la conciencia de afamados profesionales” y de prosti-
tuir a buena parte de la prensa porteña, observación por demás evidente con sólo echar
un vistazo a los titulares de Crítica. También acusaba a la compañía de corromper a los
partidos políticos, actividad que los diligentes gerentes extranjeros habían hecho exten-
siva al solemne ámbito de la justicia y, por supuesto, a los estamentos más sensibles de la
administración pública. Por cierto que la opinión de los investigadores no resultaba más
favorable en el caso de la CIAE, a la que se responsabilizaba de haber “contribuido a prosti-
tuir en propio beneficio a partidos políticos y poderes del estado, siendo por ello, no sólo
foco de explotación publica, sino también de corrupción política y administrativa”.
¿Qué había movido a los radicales a respaldar en un todo las exigencias de los mono-
polios eléctricos?
La Compañía Hispano Argentina de Electricidad, vulgarmente conocida como CHA-
DE y luego “argentinizada” bajo la sigla CADE para acogerse a una eximición de impuestos
dispuesta por el gobierno de Justo, formaba parte de un gigantesco complejo de capitales
europeos y americanos, del que participaban poderosos intereses bancarios como los del
Midland Bank de Gran Bretaña, Deustsche Bank de la Alemania hitleriana o Morgan
de Estados Unidos, además de monopolios internacionales como la General Electric y
la AEG, filial de la Krupp y de Berliner Handelsgesellerchaft. Bajo la denominación de
SOFINA, esta prodigiosa creación del capital financiero se expandía a través de una red de
negocios de electricidad y de transporte por casi todo el mundo. En Argentina además
de la CHADE, que junto a la CIAE controlaba el suministro eléctrico de la ciudad puerto,
el trust imperialista monopolizaba el sistema de usinas del Gran Buenos Aires, La Plata
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
y Rosario, explotaba las plantas de gas de la Capital Federal, La Plata y Bernal y admi-
nistraba varias empresas tranviarias. Su poder era tal que, en caso de conflicto, estaba
en condiciones de dejar sin luz a Buenos Aires y paralizar el cinturón fabril. Tenía a su
servicio a los más prestigiosos abogados y aún tres destacados ministros del general Justo
(Carlos Saavedra Lamas, Alberto Hueyo y Federico Pinedo) revistaban como directivos
o asesores de algunas de las firmas del cartel. Pero además, el pulpo imperialista estaba
inserto en el nudo neurálgico de la economía semicolonial: SOFINA a través de sus minas,
principalmente las ubicadas en Gran Bretaña, monopolizaba las ventas de carbón a las
usinas argentinas y a la Compañía Primitiva de Gas. El intercambio era perfecto, ya que
los barcos que llegaban a los puertos locales cargados de hulla (entraba al país libre de
derechos aduaneros), retornaban a la metrópoli con las bodegas rebosantes de cereales
despachados por Dreyfus y Bunge y Born.
La capacidad de influencia y corrupción de la corporación internacional era inmensa,
y ni conservadores ni radicales pudieron sustraerse a la tentación de obtener, a cambio de
la prórroga de las concesiones eléctricas, los fondos para la campaña electoral de 1937. Un
vulgar soborno en todo el sentido del término que se hacía extensivo a la mayor parte de
los concejales, cuyo precio en la oportunidad había sido estimado en 100 mil pesos mo-
neda nacional. “¿Quién me va a dar el dinero que necesito para la campaña, usted?”, ha-
bía respondido encolerizado Alvear, ante los escrúpulos planteados por Arturo Frondizi.
Lejos de impresionarse, el jefe de la UCR ordenó que una parte de la generosa “donación”
fuera destinada a la adquisición de una nueva sede partidaria.
Corrían los últimos días de diciembre de 1936 cuando se realizó la escandalosa vo-
tación. El cartel imperialista había logrado consumar con toda felicidad la maniobra;
los concejales (salvo excepciones como la de José Penelón de Concentración Obrera,
los socialistas y demócratas progresistas) habían realizado un magnífico negocio y, final-
mente, el partido opositor se había hecho de los fondos que necesitaba para la campaña
que habría de iniciar en unos meses más. Sin embargo, para la mayor parte de la masa
ciudadana, que de todas formas veía más allá del velo cómplice de la prensa amarilla, se
había llevado a cabo una desvergonzada estafa. De ahí en más el término “cadista” fue el
rótulo vulgar, usado para denominar a los más notorios personajes del latrocinio y la de-
fraudación del patrimonio público. La novedad residía esta vez, en que la descomposición
no sólo abarcaba a las esferas del gobierno, sino que también la principal tuerza opositora
había terminado por sucumbir en el clima de descrédito y desprestigio general.
Obviamente la respuesta que Alvear dio a Frondizi no era precisamente de las que sir-
ven para explicar una conducta semejante. La dirección radical había enfilado rectamente
hacia el polo imperialista, y un giro de esa naturaleza no puede ser entendido exclusiva-
mente a la luz de las necesidades de una confrontación electoral. Las motivaciones del
círculo alvearista eran más profundas y tenían que ver con la reinserción del radicalismo
en el cuadro de la legalidad oligárquica. Desde tiempo atrás los sucesos internos en la UCR
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Socialismo Latinoamericano / www.izquierdanacional.org
se desenvolvían en esa dirección. Alvear había conseguido, tras una dura batalla política,
que el Comité Nacional revocase el 2 de enero de 1935 el abstencionismo electoral que
mantenía el partido desde su proscripción en los comicios de 1931. Influía poderosamente
sobre esa decisión la promesa de Justo de levantar la maquinaria del fraude patriótico, que
cerraba sistemáticamente la vía de los comicios a las fuerzas populares. Curiosamente,
Alvear y sus amigos sabían que la palabra de Justo no era garantía de nada pero no tenían
alternativa, pues su política estaba trazada de antemano, prácticamente desde su reingreso
al Comité Nacional en 1931, tras la reconciliación con Yrigoyen. Para el jefe del radica-
lismo era impensable acceder al gobierno y sostenerse en él si no mediaba un acuerdo
previo con los monopolios y la aristocracia ganadera. Nada que se pareciera a una acción
de masas figuraba en sus planes y naturalmente, tampoco estaba dispuesto a apoyar los
frustrados intentos insurreccionales que llevaron adelante los militares yrigoyenistas en
más de media docena de oportunidades entre fines de 1930 y 1933. Su actitud al respecto
era sintomática. El último de estos levantamientos encabezado por el teniente coronel
Bosch en diciembre de ese año, se había expandido desde Paso de los Libres y Santo Tomé
hacia las provincias de Santa Fe, San Luis y Buenos Aires en una serie de levantamientos
armados, sostenidos encarnizadamente por militares y civiles yrigoyenistas a la espera de
una señal política de Alvear. El ejército justista estaba a punto de quebrarse pero el jefe ra-
dical permaneció inmutable. Tiempo después, desde su confinamiento en Martín García
en carta al general Justo deslindaría la responsabilidad del Comité Nacional, calificando
como “irreflexivo motín aislado” al movimiento armado, que Arturo Jauretche habría de
inmortalizar en su poema El Paso de los Libres.
En modo alguno los dirigentes alvearistas que por aquel entonces controlaban el Co-
mité Nacional pensaban en la insurrección. Toda la política del distinguido estadista
estaba orientada según los compromisos adquiridos con los monopolios extranjeros y,
correlativamente, con su concepción liberal europeizada. Por una extraña coincidencia,
semejante enajenación se correspondía con la única reivindicación que había quedado
en pie del programa histórico del yrigoyenismo elecciones sin fraudes ni proscriptos. La
correspondencia era falsa de todas formas, pues en manos de los hombres del Comité
Nacional, las banderas democráticas habían perdido su contenido original. Más allá del
formalismo constitucional, nada importaba a los impacientes dirigentes de la oposición
y, naturalmente, no constituía para ellos motivo de pronunciamiento alguno la reconver-
sión económica del país de acuerdo a los dictados del imperialismo inglés. Esos pulcros
tribunos aborrecían las tumultuosas gestas de los comienzos yrigoyenistas y soñaban con
un partido despersonalizado, de amables modales a la usanza de las prestigiosas democra-
cias metropolitanas.
Alvear se había propuesto hacer de la UCR una fuerza de oposición “constructiva”,
aspirante formal y disciplinada al poder y así se lo dio a entender a Justo en la carta escrita
desde Martín García. En consecuencia, hacia la mitad de 1934, ya de vuelta de su dorado
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
¿Hacia dónde iba en definitiva ese radicalismo alvearizado? Los seis proyectos que el jus-
tismo presentó al parlamento una vez obtenida la convalidación moral y política de sus
principales opositores, tenían una raíz común: los acuerdos anglo-argentinos de 1933. El
primero de ellos creaba el Banco Central, organismo encargado de emitir moneda, dis-
tribuir divisas y regular el crédito, en cuyo directorio la banca privada (mayoritariamente
extranjera) tenía asignados once representantes contra tres delegados designados por el
Estado y los bancos provinciales. Era tal la naturaleza subordinada de la nueva entidad
creada según inspiración de los agentes de Morgan, Leng Roberts y Baring Brothers, que
su presidente, vicepresidente y gerente general, debían ser nombrados en común acuerdo
con el gobierno británico. De un sólo golpe la oligarquía lograba centralizar todo el mo-
vimiento monetario y financiero, de acuerdo con las necesidades de la nueva economía
emergente de la crisis de los años 30, colocando en situación preponderante a los banque-
ros ingleses, socios privilegiados en el negocio semicolonial.
Simultáneamente fue organizado el Instituto Movilizador de Inversiones Bancarias,
cuya verdadera finalidad era acentuar el proceso de concentración monopólico y suminis-
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Socialismo Latinoamericano / www.izquierdanacional.org
trar salvataje a los negocios de la oligarquía al borde de la quiebra. A tales fines se dispuso
de una masa de 700 millones de pesos, producto de la devaluación del peso papel de 44
a 20,59 centavos oro que fue destinada a la adquisición de una verdadera montaña de
papeles incobrables a su valor nominal. Pero además, la burda maniobra parlamentaria
(los proyectos de ley entraron el 18 de enero y se aprobaron un día después) dejó abierto el
camino para la reorganización del conjunto del sistema financiero y en especial del Banco
Nación e Hipotecario Nacional. Por supuesto la reestructuración no se reducía al circuito
del dinero, y en consecuencia durante 1936 y 1937 se aprobaron leyes que dieron origen a
la Corporación de Transportes de Buenos Aires y a la Comisión Nacional de Coordina-
ción de Transportes, instrumentos destinados a establecer el monopolio de las compañías
británicas, que en lo sucesivo monopolizarían el suministro de equipos a los talleres de
montaje y el abastecimiento de lubricantes que los ingleses adquirían a su vez en las plazas
petroleras internacionales. El resultado directo de esta legislación colonial fue la ruina de
las fábricas de carrocerías locales y la expropiación en masa de los colectiveros porteños,
desplazados por el aparato inservible de la Corporación. A cambio de este programa de
colonización, los invernadores argentinos y los frigoríficos británicos y norteamericanos
se aseguraban mantener el volumen de colocaciones de chilled (carne enfriada) de los
años 1931 y 1932 en el mercado de Smithfield, destinados a sufrir un fuerte recorte, de
acuerdo con los resultados de la Conferencia de Otawa de 1932. El pacto fue definido con
toda precisión por Arturo Jauretche como el Estatuto legal de coloniaje.
¿Qué hacían Alvear y sus amigos a todo esto? Sencillamente observaban inmutables
mientras preparaban al partido para el viraje político. Ese mismo año de 1935 los renova-
dores, mayoritarios en el Comité Nacional, completaron el levantamiento de la absten-
ción electoral con la intervención al distrito rebelde de la Capital Federal y la apertura
de las filas partidarias a los antipersonalistas entrerrianos cuyo jefe, Eduardo Laurencena,
era el típico político colonial, enemigo acérrimo de toda transformación del petrificado
orden agroexportador e inspirado detractor de cualquier intento de desenvolvimiento
industrial. La sincronización entre el programa oligárquico y la reorganización del ra-
dicalismo era perfecta. Ya podían los inversores de Londres, Bruselas o París dejar de
preocuparse por la suerte de sus negocios en Argentina. También el general Justo podía
dedicarse tranquilamente a sus asuntos, sin temor alguno por la posibilidad de levan-
tamientos militares o desbordes populares, incitados por la oposición. El jefe radical se
había convertido en una de las piezas centrales del plan imperialista británico, y su aspira-
ción suprema era la de llevarlo a la práctica desde el poder gubernamental. Concentrada
en ese dorado objetivo, su voluntad se había vuelto inquebrantable: con gesto prudente
rechazó la alianza que en nombre de la oposición y ante el posible fraude justista le había
propuesto Lisandro de la Torre, y menos aún se conmovió cuando el Partido Comunista
lo proclamo “campeón de la democracia en la lucha contra del fascismo”. La proximidad
del poder lo fascinaba, al punto de olvidar la afición de Justo por el vuelco de padrones o
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
aprovechó la Convención Nacional reunida en enero de 1935 para reformar la carta orgá-
nica de modo de preparar las condiciones sobre las que habría de consolidarse el poder de
los antiguos adversarios de Yrigoyen, y levantar la abstención electoral.
¿Qué quedaba pues de esa fuerza histórica, que a principios de siglo parecía destinada
a ser el inicio de una profunda revolución democrática en la aristocrática civilización
conservadora de la pampa húmeda? Parte del espíritu yrigoyenista latía bien bajo, en la
base popular del movimiento y en alguna de las corrientes que peleaban posiciones en el
centro del aparato partidario. Por ejemplo, hasta la intervención de 1935, el Movimiento
Ordenador y el Bloque Opositor controlaron el comité de la Capital, y aún después del
levantamiento de la abstención electoral el sabattinismo conservaba una sólida mayoría
en Córdoba. Todavía en 1937, las posiciones de la Intransigencia le dieron una tonalidad
antiimperialista a la Convención Nacional que debía aprobar la plataforma política con
vistas a las elecciones de ese mismo año. Pero la suma de esas victorias parciales no modi-
ficaban el fondo de la cuestión: mientras mantuvieran la mayoría en el Comité Nacional,
los alvearistas podían dejar que los organismos deliberativos discutieran sobre programas
y otros asuntos “insustanciales”. La prueba está en que sus delegados no se presentaron a
las sesiones de esa importante Convención.
Mientras tanto el partido en su conjunto parecía confirmar con su declinación el
horóscopo de la época. Hacía más de dos décadas que la clase media había alcanzado
la asimilación al régimen imperante enarbolando banderas democráticas. El programa
original estaba agotado y las conquistas yrigoyenistas se habían convertido en una for-
malidad sin contenido ante el poder incontrastable del orden oligárquico. Aún entre las
corrientes que conservaban algo del élan de los años iniciales, el límite histórico social del
movimiento terminaba por diluir sus fuerzas. ¿Qué posibilidades tenía la Intransigencia
dentro de ese cuadro general? En cierto modo su perspectiva histórica quedó a la vista
durante las discusiones programáticas de 1937. La plataforma de ese año, producto de la
mayoría opositora que dominaba los debates de la Convención, resumía con los rasgos
característicos la actitud de la clase media ante una sociedad que se expandía según la ex-
traña acción de fuerzas autónomas. De acuerdo a la letra del texto aprobado, los radicales
se proponían reformar la Constitución y reorganizar el estado, buscando un equilibrio
de clase que la marcha de los acontecimientos volvía utópico día a día. En uno de sus ca-
pítulos más significativos ese programa planteaba “la creación de un organismo superior
de la economía nacional tendiente a asegurar especialmente el contralor de la producción
y distribución de la riqueza, e integrado con representantes de todas las organizaciones
interesadas en el progreso económico de la misma”. Era el viejo sueño de una sociedad
democratizada mediante un contralor público sobre la producción y la circulación, cuya
formulación se correspondía perfectamente con la ubicación intermedia que ocupa la
pequeña burguesía en la vida social, posición que le hace distinguir en el estado algo así
como una fuerza neutral, una garantía institucional frente a las presiones monopólicas
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
de la burguesía y los desbordes igualitarios del proletariado. Desde ese punto de vista, el
orden capitalista sería reconstituido en presencia de “todas las organizaciones interesadas
en el progreso económico”, ambigüedad que ocultaba una sugestiva indefinición ante la
estructura económico social determinada por el parasitismo de sus clases dominantes.
Podría decirse que tampoco Yrigoyen en ninguno de sus dos gobiernos había plan-
teado el asunto, pero eso no modifica las cosas y lo cierta es que las vacilaciones del
ala izquierda radical frente a la oligarquía, confería a sus posiciones antiimperialistas un
carácter abstracto, más próximo al moralismo pequeño burgués, que a la lógica revolu-
cionaria. Desentendida del momento concreto, dentro del cual todo planteo adquiere
su aspecto específico, la izquierda radical omitía en las denuncias sobre la acción de los
monopolios extranjeros la caracterización del mecanismo de alianzas que el imperialismo
había establecido con las fuerzas internas y sobre el cual, precisamente, se apoyaba la base
del poder estatal. Era como si un límite final, asentado en la renta diferencial de la pampa
húmeda y en todo el orden agrario de ella surgido, terminase devorando a lo largo del
tiempo las ilusiones y energías de los jóvenes intransigentes. Al fin y al cabo, al trasluz de
las vacilaciones y ambigüedades políticas, se dibujaba el perfil social característico de los
chacareros sabattinistas de la pampa gringa cordobesa, de los medianos ganaderos, peque-
ños comerciantes y profesionales de los pueblos de la provincia de Buenos Aires y por fin,
el de los contingentes de la pequeña burguesía izquierdista de la ciudad puerto.
En vida de Yrigoyen esa clase media nacionalista-democrática había obligado a una
reestructuración del sistema político tradicional. Pero con Alvear el radicalismo ya estaba
de vuelta de sus ilusiones igualitarias y poco o nada quedaba de sus pasados aprestos
insurreccionalistas. Sin embargo una y otra fase no constituían momentos plenamente
diferenciados ni mucho menos antagónicos, sino que eran los términos de una iden-
tidad dentro de la cual pasaba a predominar uno sobre otro aspecto, a medida que el
movimiento agotaba sus posibilidades. La Intransigencia no pudo romper ni siquiera
reestructurar esa relación que se iba volviendo reaccionaria, en correspondencia con la
agudización de las contradicciones que conmovían a la República Oligárquica.
Ni aún en su expresión más avanzada —FORJA— ese nacionalismo popular de raíz
yrigoyenista logró desenvolverse hasta el punto de constituir una alternativa ante las ma-
sas de clase media, que todavía seguían al viejo partido radical. A mediados de 1935 Jau-
retche y sus amigos fundaron la Fuerza Orientadora Radical de la Joven Argentina sobre
la base de tres principios fundamentales: la denuncia del enfeudamiento del país a los
monopolios extranjeros, el reclamo de una vuelta a la línea radical de intransigencia y
principismo, y la reconquista de la soberanía partidaria mediante la implantación del
voto directo del afiliado cotizante. Durante los cinco años siguientes, FORJA desplegó una
intensa campaña de propaganda antiimperialista que puso al desnudo los detalles de la
política colonial originada en el pacto argentino británico de 1933, defendió la posición
neutralista ante la guerra y denunció el contubernio alvearista con el régimen de Justo.
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Fueron años de lucha, en los cuales la incansable actividad patriótica de los últimos segui-
dores de Yrigoyen puso de manifiesto el potencial nacionalista que se encerraba en ciertas
capas de la burguesía y la pequeña burguesía, pero que también estableció los limites
sociales e ideológicos del grupo.
FORJA no llegó a inspirar un reagrupamiento general de los cuadros yrigoyenistas, ni
a incidir en el curso de los acontecimientos políticos, y pese a que la suya fue una época
abierta a la acción de masas, tampoco logró distinguir en el proletariado la fuerza deci-
siva, que al irrumpir en la escena política habría de cambiar definitivamente las formas
de plantear los problemas del poder, tanto para las clases populares como para la reac-
ción. El contenido burgués de su antiimperialismo, colocaba a los forjistas en la curiosa
situación de obrar como una suerte de ala izquierda de una burguesía nacional que no
había logrado elevarse a la conciencia de sus fines históricos. Fue por esta razón que sus
militantes más resueltos no dudaron en sumarse al movimiento que, con la fuerza de la
espontaneidad popular, tendía hacia el nuevo eje que se estaba articulando entre las filas
nacionalistas del ejército y en algunos estamentos de la burocracia estatal. Por sí mismos
los afiliados de FORJA no podían, más que hasta cierto punto, formular las candentes
cuestiones de la lucha por el poder. No era casual que en sus reuniones y publicaciones,
las dramáticas alternativas de la guerra civil española hubieran sido prohibidas como ma-
teria de discusión y que Scalabrini Ortiz afirmase a modo de explicación: “los problemas
argentinos nos unen, los problemas extranjeros nos separan”. En realidad la desconfian-
za y subestimación que la pequeña burguesía nacionalista sentía por el proletariado, le
impedían ver con claridad el contenido social específico de las tareas antioligárquicas y
antiimperialistas en un país que sin dejar de ser una semicolonia, había alcanzado un
apreciable desenvolvimiento capitalista.
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
dirección. Sin lugar a dudas, las palabras del célebre informe Dimitrov debieron sonar
de modo extraño a los cientos de delegados que conservaban todavía en su memoria las
ruidosas consignas del VI Congreso. El cambio de orientación caracterizaba como la
tarea central de la etapa, la lucha contra los regímenes corporativistas y disponía en con-
secuencia la organización de un “amplio frente popular antifascista”, basado en el frente
único proletario y ampliado hacia el campesinado trabajador y la “masa fundamental de
la pequeña burguesía urbana”. Dimitrov sostenía asimismo la necesidad de incorporar a
ese bloque, a las organizaciones de la burguesía liberal, como el partido radical francés, e
incluso hablaba de participar en los gobiernos burgueses que sostenían la lucha contra el
fascismo. La dirigencia stalinista saltaba de un extremo al otro. Luego de dirigir toda su
artillería contra el ala izquierda de la burguesía democrática, creyendo que la hora de la
revolución proletaria había llegado, intentaba llegar a algún acuerdo con los jefes de esa
misma burguesía, sin importarle subordinar en los hechos la perspectiva independiente
de los trabajadores. A su turno las crueles derrotas de la clase obrera de Italia y Alemania y
el drama de las masas españolas darían cuenta de la temible certeza táctica del Komintern
stalinista.
En Buenos Aires la repercusión de las deliberaciones en la capital soviética fue casi in-
mediata. Rodolfo Ghioldi que participó de las reuniones preparatorias del VII Congreso
informó rápidamente de la situación, haciendo saber que en lo sucesivo los PC metropoli-
tanos aplicarían la política de frente único antifascista y los coloniales y semicoloniales la
de frente único antiimperialista. En el caso argentino las recomendaciones del dirigente
comunista dejaban de lado, por primera vez en mucho tiempo, la receta de los soviets
obreros y campesinos y en cambio insistían en la necesidad de un bloque de izquierda,
organizado sobre la base de todas las fuerzas enfrentadas al fascismo, el latifundismo y el
imperialismo. Si la transición entre el VI y el VII Congreso de la Internacional terminó
en un brusco giro, la sacudida que experimentó el sistema de cuadros codovillistas no
fue menor. Como por efecto de un extraño impulso, el partido viró en redondo y en un
solo acto disolvió el Comité de Unidad Sindical Clasista, hizo ingresar a sus militantes
gremiales a la CGT y volcó a todo su activo en las huelgas y movimientos de masas. La
situación no podía resultar más propicia. Los comunistas impulsaron la organización de
comités contra el monopolio del transporte en el Gran Buenos Aires y participaron de
la creación de la Federación de Líneas de Autos Colectivos. También desplegaron sus
energías en las movilizaciones de las capas bajas y medias de la burguesía rural contra
las poderosas firmas exportadoras que se apropiaban de una parte sustancial de la renta
agraria. En la misma línea obraron propiciando la resistencia popular a los monopolios
de la electricidad y el agua corriente. En el terreno sindical la precipitada inserción entre
las masas dio como resultado la organización de algunas federaciones gremiales, entre
ellas la de la construcción y una participación destacada en la huelga que durante 96 días
sostuvieron los albañiles en 1935.
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Sin embargo los períodos antiimperialistas del PC resultaban de corta duración. Era
una época en que la crisis del bloque oligárquico desataba periódicamente firmes tenden-
cias hacia la recomposición. Durante los años que abarca este trabajo el stalinismo local
sólo en dos oportunidades distinguió, mediante una política activa, en el imperialismo
anglo-yanqui el enemigo fundamental. En un caso el viraje fue inducido por el realinea-
miento internacional de fuerzas, producto de las comentadas resoluciones del Congreso
de la Internacional Comunista, mientras que en el otro tuvo origen en el pacto germano-
soviético de no agresión de agosto de 1939 y se prolongó hasta mediados de 1941. Pero
una cosa eran las resoluciones de los congresos y otra muy distinta las tendencias impe-
rantes en el marco de la situación nacional. Además el impacto de la táctica de los frentes
populares era demasiado poderoso —simétrico al provocado por la consolidación de los
regímenes fascistas— y en consecuencia las direcciones stalinistas tendieron a borrar los
aspectos específicos que correspondían a la política de frente único antiimperialista.
Esta propensión general tuvo en Argentina su propia derivación. Su participación en
los movimientos de masas había demostrado a los militantes comunistas la repercusión
profunda de la lucha antiimperialista. Sin embargo, en el pensamiento de Ghioldi y Co-
dovilla pesaban antes que nada las líneas fundamentales de recomposición de los campos
de fuerza. Se acercaban las elecciones de setiembre de 1937 y todos los antecedentes hacían
suponer, excepto a Alvear, que el gobierno justista ya había establecido su línea sucesoria
y estaba dispuesto a hacerla valer echando mano a sus mejores recursos. Hacia febrero de
1937 la atmósfera política se había enrarecido nuevamente, tras el fraude cometido por
los antipersonalistas santafesinos. Pero como Alvear estaba convencido de que Justo no
se atrevería a violentar su promesa de garantizar comicios limpios, y a desafiar el apoyo
que estaba seguro haber ganado en figuras tan respetables como los monopolistas de
Bunge y Born, Dreyfus, Bemberg, los directivos de los ferrocarriles ingleses y los gerentes
de los frigoríficos extranjeros, no quería oír hablar de frentes opositores. Sin embargo
los dirigentes codovillistas, hábiles en sacar conclusiones de cualquier coyuntura política
dedujeron rápidamente la índole fascista de la candidatura de Roberto M. Ortiz, abogado
de los ferrocarriles británicos y asesor de la Unión Telefónica y de la Banca Tornquist,
cuya proclamación se había realizado en la Cámara de Comercio Británica, y lanzaron
junto con el Partido Socialista Obrero de efímera existencia, la consigna: “El radicalismo
al poder y Alvear a la presidencia”. La etapa antiimperialista del PC había concluido pero
el nuevo período del frente popular antifascista recién se abría.
Los resultados electorales del 5 de setiembre de 1937 cayeron a plomo sobre las ilusio-
nes radicales. El régimen se sucedía sin solución de continuidad, firmemente sostenido
en la corrupción y el fraude del poder oligárquico, mientras el problema democrático se
condensaba peligrosamente con la potencia de una fuerza comprimida. Para Alvear la
situación se había vuelto delicada. Su táctica de acceso negociado al gobierno había ter-
minado en un rotundo fracaso. Naturalmente la vía insurreccional estaba descartada para
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los puntillosos dirigentes del Comité Nacional y la conspiración militar era impensable,
luego de haber contribuido a aplastar, sistemáticamente, los levantamientos de los oficia-
les y suboficiales yrigoyenistas. En consecuencia ninguna de esas alternativas servían, a
juicio de Alvear, para quebrar la relación de fuerzas. ¿Qué hacer entonces? Quedaba por
fin el camino de la oposición abierta y combinada con otras fuerzas, que si bien resultaba
más escarpado que la negociación con el régimen, era de todas formas mucho menos
sinuoso que el de la acción de masas o el pronunciamiento militar. De cara a estas disyun-
tivas, la previamente descartada fórmula de frente antifascista, comenzaba a ejercer una
particular atracción entre los atribulados jefes del alvearismo. El liberalismo subyacente
en este planteo, coincidía a la perfección con las necesidades de un conjunto de fuerzas
que habían quedado desplazadas y desorientadas, ante el cerrado círculo reaccionario y
fraudulento en torno al que invariablemente giraba el bloque oligárquico.
Vale la pena tener en cuenta que el justismo había adoptado durante todo el sexenio,
pero especialmente a partir del Congreso Eucarístico Internacional celebrado en 1934 en
Buenos Aires, un marcado tono católico antiliberal, contrastante con la fisonomía que
los “oligarcas de boina blanca” (según la definición de Yrigoyen) habían terminado por
imponerle al radicalismo desde su máxima conducción. Aunque parezca sorprendente,
los partidarios de Ortiz creyeron encontrar un punto de apoyo a su campaña electoral
de 1937, e incluso una justificación a la práctica del “fraude patriótico”, en el aire tenue-
mente izquierdista —sintomático según la mentalidad anticomunista— que resumaba
el partido opositor, cuyo jefe, justo es reconocerlo, hacía todos los esfuerzos posibles por
recomponerlo a imagen y semejanza del modelo de radicalismo burgués existente en las
metrópolis.
La táctica del frente popular no sólo había despertado la curiosidad de los dirigentes de
la corriente alvearista. Los socialistas y demócratas progresistas, desde una situación si-
milar a la de los radicales, tenían buenas razones para creer que sólo un ensamblamiento
general de las fuerzas opositoras estaría en condiciones de quebrar la continuidad frau-
dulenta. Todos ellos constituían objetivamente las piezas de un esquema de apariencias
democráticas, que velaba la naturaleza profunda del despotismo oligárquico en el poder.
El partido de Repetto, confinado a los límites de la ciudad puerto y afincado durante
décadas en las capas privilegiadas de la clase obrera del aparato de los servicios, era una
manifestación palmaria de esa adaptación. Librecambista desde sus orígenes, según “bri-
llante” interpretación teórica que Juan B. Justo había hecho del punto de vista de Marx,
esa socialdemocracia semicolonial podía reivindicar con todo derecho su condición de ala
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de los limites de la ciudad de Buenos Aires, esa suerte de ala democrática del bloque
conservador, había establecido toda su influencia en una capital portuaria de similares
características. Juntos, mediante la Alianza Civil encabezada por De la Torre y Repetto,
socialistas y demócratas progresistas practicaban desde fuera de la Concordancia, la polí-
tica liberal posible para las capas no específicamente oligárquicas del frente gobernante.
Mientras duró el abstencionismo radical, la Alianza Civil se constituyó en “oposición
de su majestad” ante el régimen justista. Luego con la alvearización del partido de Yri-
goyen la democracia fraudulenta amplió sus bases de sustentación y en muchos aspectos
cobró la apariencia de un orden legal. El propio PC, cuyos militantes soportaron casi
en igual medida que los anarquistas las persecuciones y torturas de la policía de Justo,
cumplía un papel reforzando desde la izquierda el frente de ataque al nacionalismo yri-
goyenista (en el que descubría gérmenes de fascistización), combatiendo despiadadamen-
te todo intento de formulación marxista independiente y, finalmente, sosteniendo con
argumentos democráticos las variantes regiminosas que sucesivamente representaron la
candidatura de Alvear y la presidencia de Ortiz. Si se suman el progresismo municipalista
del juanbejustismo, el frentepopulismo de los stalinistas, las críticas antimonopólicas de
la pequeña burguesía latorrista y cierto izquierdismo liberal a la francesa, que según el
público de turno exhibía el alvearismo, el resultado era ni más ni menos que el programa
de la oligarquía hacia las capas medias, desarrollado a través de una serie de fuerzas sub-
alternas que, a pesar de su independencia formal, objetivamente se desenvolvían en un
mismo campo histórico.
A los ojos de las nuevas generaciones, especialmente de los crecientes contingentes de pro-
letariado industrial que caracterizó el desarrollo social en la década del 30’ y buena parte
del 40’, tanto radicales como socialistas y comunistas, poco o nada tenían que ver con sus
aspiraciones y propósitos, si es que no aparecían directamente enfrentados a sus intereses. Si
se mira el fenómeno a la luz de los roles que cada uno de esos partidos tradicionales decía
representar, podría fácilmente llegarse a deducir la existencia de un quiebre de representati-
vidad, particularidad típica de los períodos en los que estalla el equilibrio general de fuerzas.
Pero ese síntoma, que ciertamente entre las clases dominantes se presentaba como una
crisis de hegemonía y en los radicales se manifestaba como una adulteración del contenido
original, no adquiría el mismo significado en el caso de los llamados “partidos obreros”. En
realidad ni socialistas ni comunistas perdieron el apoyo de las masas trabajadoras: sencilla-
mente estas desarrollaban nuevas fuerzas al margen de esos esclerosados aparatos.
Pero si el proletariado, en proceso de reagrupamiento, no encontraba su expresión ade-
cuada en los partidos de izquierda (y éste aspecto agravaba la pérdida de representatividad
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global del régimen semicolonial), tampoco la vieja estructura gremial constituía en modo
alguno el reflejo aproximado de sus intereses inmediatos. En este caso la ausencia de repre-
sentatividad era aún más acentuada, dado el carácter masivo que habitualmente revisten los
organismos sindicales. En consecuencia, al fenómeno de extrañamiento político, se suma-
ban limitaciones cada vez más marcadas en el terreno de las reivindicaciones económicas.
El proceso se desenvolvía por sí solo hacia una crisis. Desde mediados de 1935, año en que
se inició el ciclo de recuperación económica, las filas de la clase trabajadora se habían exten-
dido casi ininterrumpidamente. Ese año la cantidad de operarios industriales llegaba a 400
mil y sumaban 800 mil los trabajadores agrarios, mientras que la cantidad de desocupados
se había reducido sustancialmente, luego de haber alcanzado un pico de más de 300 mil
hombres en 1932. El flamante aparato industrial se expandía desordenadamente y la canti-
dad de obreros crecía de año en año.
Sin embargo este avance no tenía correlación en la maquinaria gremial que se mantenía
prácticamente paralizada. Sus estructuras habían ido envejeciendo al igual que su base so-
cial, formada por los trabajadores de los servicios públicos como ferroviarios, maquinistas
de La Fraternidad, empleados estatales, tranviarios y municipales, así como por la pequeña
burguesía dependiente, empleada en las casas de comercio y por ciertas capas de obreros
fabriles de ramas tales como gráficos, alimentación, industrias de exportación, etc. De algu-
na forma, esta exposición de oficios y profesiones reproducía el cuadro de un proletariado
calificado, cuya inserción en el conjunto de la clase estaba influida por su ubicación parti-
cular dentro de la estructura semicolonial. Era como si la fertilidad inagotable de la pampa
húmeda diera también para la reproducción a escala y semejanza del régimen imperante, de
una minoría de asalariados sindicalizados, cuyas posiciones oscilaban entre las más crudas
expresiones de un gremialismo amarillo y las divisas de un clasismo abstracto, contrapuesto
a las tendencias espontáneas del grueso de las masas trabajadoras.
La CGT fundada en setiembre de 1930 por los sindicalistas y anarquistas de la USA y los
socialistas de la COA, resultó el reflejo fiel de esa asimilación. El primer acto político de su
flamante dirección fue remitir un telegrama a Uriburu que acababa de derribar a Yrigoyen,
dando cuenta que la CGT “estaba convencida de la gran obra de renovación administrativa
del gobierno provisional”; y dispuesta a apoyar “su acción de justicia institucional y social”.
Ocho años después la cúpula cegetista, como respondiendo a un reflejo condicionado, re-
mitió otro telegrama, esta vez a Ortíz, manifestando su confianza en “el espíritu de justi-
cia social” del presidente electo. ¡Uriburu había resultado un cipayo, Justo un conservador
antiobrero y Ortiz surgía de lo más profundo del fraude oligárquico, pero esa dirección
capituladora y amarilla todavía encontraba palabras para manifestar sus expectativas! Años,
antes la conducción de la Unión Tranviarios había dado su apoyo a la Corporación de
Transportes, cuyo nacimiento significó la liquidación de las dos terceras partes de los colec-
tiveros porteños en favor del capital inglés.
Sobre el grado de representatividad y el papel desempeñado por la central sindical des-
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
Tal era el cuadro de las fuerzas políticas que tradicionalmente habían representado al grueso
de la clase media y a los trabajadores, cuando faltaban apenas meses para el golpe de estado
de junio de 1943. Una tendencia irresistible parecía arrastrarlas a todas ellas hacia un nuevo
centro de gravedad. En el campo internacional los ejércitos aliados surgían victoriosos en
casi todos los frentes y la hegemonía de EE.UU. se expandía por medio globo. En el país,
las fuerzas se tensionaban a impulso de la puja que conservadores y liberales libraban para
recomponer su propio bloque. El general Justo estaba a punto de conseguir el respaldo
electoral de los radicales, que meses antes habían perdido a su jefe, y también el de co-
munistas, socialistas y demócratas progresistas. En diciembre de 1942, según las mejores
tradiciones, había sido proclamado candidato a la presidencia en la Cámara de Comercio
Británica. Tenía en consecuencia buenas razones para aspirar al mando de una nueva forma-
ción mayoritaria, que hiciera innecesario el fraude electoral. Es cierto que el ex presidente
no contaba con el apoyo de la mayor parte de la Concordancia, y que tampoco el ejército
era el mismo que había dejado organizado cuando abandonó el poder a principios de 1938,
o cuando procedió a reestructurarlo a poco asumir Castillo. ¿Pero qué otra alternativa existía
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para recomponer la alianza entre la oligarquía y la clase media, que no fuera la suya? Por
lo demás, el reagrupamiento de fuerzas se producía en los hechos. El viraje a derecha del
partido radical había provocado la ruina de la Unión Cívica Radical Antipersonalista, ab-
sorbiendo una parte de sus cuadros y volviendo superflua la persistencia del resto. Similar
suerte había corrido el Partido Socialista Independiente de Pinedo y De Tomaso a manos
del juanbejustismo.
Eso no era todo. En línea con el desplazamiento general, pero por la izquierda, el stati-
nismo había conseguido desplegar el campo del frente popular, de indudable atractivo sobre
el democratismo pequeño burgués. Mediante una notable capacidad de simplificación, los
dirigentes del PC habían logrado extender el frente mundial de la lucha contra el fascismo
hasta la Argentina atrasada y dependiente, donde a falta de una burguesía imperialista como
las que detentaban el poder en los países del Eje, tomaron por blanco de toda su artillería
al gobierno conservador de Castillo, sostenido por las corrientes nacionalistas y neutralistas
del ejército. Para Codovilla y sus camaradas el problema democrático era siempre el mis-
mo, se plantease en la Alemania nazi o en un país semicolonial, sometido al bloque de las
burguesías occidentales. Contaban para consumar la ilusión con los aspectos reaccionarios
—antiliberales— conque se había revestido el régimen de Castillo, dictador inflexible a los
ojos de la pequeña burguesía, que ejercía discrecionalmente el poder valiéndose del estado
de sitio, desafiaba a los diplomáticos yanquis en las conferencias panamericanas, favorecía
a los “nazifascistas” infiltrados en el ejército y prohibía los actos públicos en favor de los
aliados. Hombre de siniestros propósitos sin duda, al que enfrentaron héroes del demo-
cratismo liberal de la talla de Damonte Taborda, diputado e informante de la embajada
norteamericana, quién promovió una. Comisión de Investigaciones Antiárgentinas para
desbaratar la infiltración del nazismo entre los temibles agricultores alemanes de Misiones,
o de Alfredo Palacios, inspirado autor de un proyecto de ley destinado a mandar a prisión a
los revisionistas que le faltaran el respeto a Rivadavia, Mitre, Sarmiento y otros próceres de
la historiografía antinacional.
Bajo ese clima antifascista que obsesionaba a una parte de la sociedad argentina al co-
mienzo de los años 40, el intento de reconstruir el aparato hegemónico de las clases domi-
nantes sobre una línea democrática que envolviese a los partidos de la clase media, tal como
pretendía Justo, adquiría una coloración liberal, en este caso sobrecargada con un tinte
anticonservador. El jefe oligárquico sabía que de seguir la política de hierro de los grandes
terratenientes, la democracia fraudulenta desembocaría, antes o después, en una dictadura
abierta, centralización doblemente inquietante dado el nuevo tipo de equilibrio de fuerzas
que se estaba consolidando en el ejército como producto de la expansión de las corrientes
nacionalistas y neutralistas. La firme posición antiyanqui del gobierno de Castillo le parecía
premonitoria de los resultados que podría arrojar el triunfo de una combinación de fuerzas
entre el viejo sistema probritánico y los círculos jóvenes de la oficialidad de tierra. Pocas
dudas podían caber: Justo necesitaba contrarrestar esa tendencia, restableciendo un firme
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
principio de hegemonía, poniendo bajo su mando a los partidos liberales, desde los restos
del antipersonalismo hasta el juanbejustismo y naturalmente el alvearizado partido radical.
De esa forma podría neutralizar, mediante el aislamiento, a los núcleos más recalcitrantes
del conservadorismo vacuno.
Se trataba de una maniobra de alta escuela, que de resultar exitosa, podía llegar a asimilar
al frente antifascista que afanosamente trataban de armar los militantes del PC.
En resumidas cuentas: obraba a favor de Justo el quiebre de la hegemonía de las viejos
círculos dominantes y la pérdida de representatividad de los partidos de tradición popular;
vale decir el desenvolvimiento de la crisis orgánica le abría una oportunidad. Sin embargo
el ex presidente murió en medio del intento y las fuerzas históricas del conservadorismo
reaccionaron, imponiendo como candidato oficialista a Robustiano Patrón Costas. No es
aventurado afirmar que la desaparición del jefe oligárquico incidió sobre las condiciones de
inestabilidad política que terminaron por desencadenar el golpe de estado del 4 de junio
de 1943. El retorno a la era conservadora resultaba una utopía reaccionaria a la luz de las
nuevas condiciones objetivas, pero ¿hasta qué punto Justo hubiera logrado prolongar bajo
otra forma casi cinco lustros de dominio oligárquico? Probablemente, de haber logrado
imponer su jefatura, el desarrollo de los acontecimientos no hubiera sido el mismo. Pero el
hecho sugestivo de que a su muerte fracasaran todos los intentos de los posibles sucesores,
y en definitiva prevaleciera una expresión típica de la derecha oligárquica, dejó al desnudo
el fondo de la cuestión.
La vieja semicolonia británica había entrado en irremediable decadencia y ya no podía
adaptarse a las condiciones impuestas, primero por la gran depresión y luego por la recom-
posición del campo imperialista. La suya era una crisis orgánica que no podía resolverse en
la coyuntura. Todavía hoy, cuatro décadas más tarde, las clases dominantes no han logrado
armar —bajo forma conservadora o liberal— un bloque político que represente con po-
sibilidades sus intereses generales y más bien deben valerse de su influencia sobre un ala
de las fuerzas armadas, para organizar en cada coyuntura crítica un partido militar.10 En
vísperas del 4 de junio de 1943 esa crisis estaba ya madura, aunque las fuerzas que habrían
de expresarla en sentido superador no habían dado aún expresión consciente a sus propias
necesidades.
10 La primera edición de este trabajo data de 1986. Desde entonces, la hipótesis de la “solución mi-
litar” por parte de alguna de las fracciones de los círculos de poder para resolver situaciones de crisis, no ha
sido confirmada por los hechos. Por el contrario, la instauración de una institucionalidad formal, vaciada de
contenido popular-democrático, sometida a la influencia del gran capital a través de los medios masivos de
difusión y gestionada por viejos y nuevos partidos tradicionales, se ha convertido en un eficaz mecanismo de
reproducción de los intereses dominantes.
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III
E
n la madrugada del 4 de junio de 1943, una imponente columna militar de
10 mil hombres comenzó a marchar desde Campo de Mayo hacia la Capital. El
presidente Castillo que desde horas antes hacía esfuerzos desesperados por evitar el
pronunciamiento, debió ceder ante el desenlace de los acontecimientos y refugiarse en un
rastreador de la marina que se internó en aguas del Río de la Plata. Justamente ese mismo
día, la Concordancia de conservadores y antipersonalistas, debía proclamar las candi-
daturas de Patrón Costas y Manuel Iriondo, con las que el régimen gobernante había
decidido garantizar su continuidad en las elecciones de principios de septiembre de ese
mismo año. La acción militar puso fin a la “década infame” y a la época del fraude, pero
abrió al mismo tiempo un período de inestabilidad y de crisis de poder que sus iniciales
protagonistas estaban bien lejos de imaginar.
El movimiento, puramente militar, constituyó ante todo la reacción de una parte del
aparato estatal ante la evidencia de que la oligarquía gobernante carecía de toda fórmula
viable para seguir ejerciendo el mando. En este sentido del levantamiento participaron
diversas fracciones (desde las liberales hasta las nacionalistas de distinto signo) unificadas
por el rechazo político y moral a la candidatura fraudulenta de Patrón Costas. Conside-
rando la heterogeneidad de las fuerzas concurrentes y el inestable equilibrio entre ellas,
resulta notorio que el derrocamiento de Castillo y la instauración de un régimen militar
no obedeció en un primer momento al desarrollo de un plan general, por lo menos de un
plan unificado. Cada uno de los participantes interpretó el movimiento a su modo, e in-
cluso la mayor parte del mundo político y diplomático ignoraba en absoluto el verdadero
contenido de los sucesos que entraban en un rápido curso de transformación. Lo cierto
es que la presión sobre las fuerzas armadas en contra de Castillo era marcada, e incluso en
el ánimo de la oficialidad liberal no podían menos que pesar decididamente los reclamos
de los radicales y demás partidos, frente a la inminente estafa electoral; del mismo modo
que sobre los nacionalistas del GOU gravitaba la previsible política rupturista y proaliada
Peronismo y bonapartismo • Osvaldo calello 53
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del futuro presidente. Basta echar un vistazo a la proclama inicial de los oficiales rebeldes,
para comprender la ambigüedad de los movimientos iniciales. Denunciaba el documento
redactado por los coroneles Montes y Perón, el sistema de “venalidad , fraude, peculado
y corrupción”, que había arrojado al pueblo al escepticismo y la desmoralización, y anun-
ciaba el propósito de castigar a los culpables y establecer un régimen de moral adminis-
trativa. Asimismo daba prueba de su fe en las leyes y las instituciones existentes, y sostenía
a un mismo tiempo la defensa de la soberanía nacional y el cumplimiento de los pactos
internacionales, junto a la colaboración americana.
La primera crisis estaba prefigurada. En apretadas líneas los jefes de Campo de Mayo
habían expuesto el carácter contradictorio de sus pasos iniciales. Apenas tres días, entre
el 4 y el 7 de junio, lapso que duró la efímera presidencia del general Arturo Rawson,
bastaron para demostrar que una vez conquistado el poder, el equilibrio inicial sobre el
que se desenvolvió el movimiento militar era insostenible. El general Rawson pretendió
perpetuarlo mediante una extraña combinación en la que no sólo confrontaban posicio-
nes aliadófilos y neutralistas, sino también notarios representantes del régimen reciente-
mente derrocado. Además anunció, al mismo tiempo, su decisión de romper relaciones
con el Eje. Los acontecimientos que se sucedieron en esas 72 horas críticas demostraron
que si bien el nuevo régimen era producto de la eclosión de fuerzas de distinta natura-
leza, no todas ellas tenían idéntico grado de homogeneidad y eficacia organizativa. Bajo
el gobierno del general Pedro Pablo Ramírez las tendencias fundamentales habrían de
adquirir un perfil definido, y de hecho se crearían las condiciones para que el núcleo
fundamental del golpe de estado del 4 de junio, pudiera comenzar a desplegar su propio
aparato hegemónico. Ni los liberales, cuyo jefe más importante era el coronel Elbio Ana-
ya, comandante de Campo de Mayo, ni los nacionalistas tradicionales como los generales
Benjamín Menéndez o Juan Bautista Molina, estaban ya en condiciones de imponer sus
propios propósitos o de hacer frente con posibilidades de éxito a la corriente que se había
formado en los cuadros medios y bajos de la oficialidad del ejército, y que desde mucho
antes del 4 de junio gravitaba sobre el poder.
El ejército se reorienta
El GOU, Grupo de Oficiales Unidos fue, de las varias interpretaciones que se dieron de la
misteriosa sigla, la que adoptó la veintena de coroneles, tenientes coroneles, mayores y
capitanes, el 10 de marzo de 1943, durante la reunión constitutiva celebrada a escasa dis-
tancia de la Casa de Gobierno. Sin embargo el origen de la logia es bastante anterior, pues
ya desde octubre de 1941 existía como fuerza organizada con influencia en el seno del ejér-
cito y en el propio gobierno conservador. En efecto, a principios de ese mes Castillo había
llegado a un acuerdo con el grupo de tenientes coroneles que comandaba las principales
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
unidades de combate del Gran Buenos Aires, y que le habían exigido, entre otras cosas,
la proclamación del estado de sitio, disolución del Congreso y del Concejo Deliberante,
postergación de las elecciones en las provincias intervenidas, renuncia de los tres ministros
justistas y riguroso mantenimiento de la neutralidad. Los oficiales, que estaban decididos
a derribar a Castillo en caso de no llegar a un acuerdo, también exigían el abandono por
parte de Justo de la escena política. Este último planteo interesaba vivamente a Castillo,
aunque así formulado era imposible de llevarlo a la práctica; el presidente coincidía en
mantener la posición de neutralidad y en cuanto al resto de los puntos —excepto en la
crítica a las elecciones fraudulentas— podía llegarse a un acuerdo sobre la oportunidad
de su aplicación. Por ejemplo, Castillo estaba en condiciones de liquidar inmediatamente
el Concejo Deliberante (y así lo hizo) pero la disolución del Congreso estaba fuera de sus
propósitos. En cambio, la implantación del estado de sitio estaba prevista para cuando
Estados Unidos entrase en guerra. En definitiva, el pacto que alcanzaron los oficiales
rebeldes y Castillo podía resumirse en dos objetivos fundamentales: el mantenimiento de
una política internacional independiente y la neutralización de la corriente justista en el
ejército y de sus partidarios en el gobierno.
Obviamente ambos propósitos estaban destinados a alterar la armonía del poder polí-
tico. A partir de ese momento y durante veinte meses, hasta junio de 1943, Castillo logró
estabilizar el régimen conservador sobre una base de fuerza de la que hasta el momento
había carecido. Hay que tener en cuenta que el segundo de Ortiz asumió como presi-
dente interino en momentos que Justo conservaba intacta su influencia sobre el gobierno
y su ascendiente en el ejército. El hombre fuerte del régimen había intervenido directa-
mente en la recomposición ministerial de setiembre de 1940 y en la reorganización de los
mandos del ejército, mediante la cual uno de sus hombres, el general Tonazzi, ocupaba
la máxima jerarquía. Doce meses después, época en que desbarató de modo fulminante
un complot nacionalista organizado en favor de Castillo por los generales Menéndez y
Zuloaga, la solidez de su posición no se había modificado. Por esos días la estrella del
general oligárquico resplandecía de tal modo, que el embajador Armour consideró opor-
tuno telegrafiar a Washington comunicando que “el ejército y la marina le han entregado
plenos poderes”.
Sin embargo un año más tarde los partidarios de Justo habían cedido buena parte de
sus puestos más importantes y en noviembre de 1942, tras la renuncia forzada de Tonazzi
al Ministerio de Guerra, el balance de fuerzas les resultaba francamente desfavorable. En
cuestión de meses el centro del poder militar se había desplazado desde los altos mandos,
bajo control del justismo, hacia los cuadros medios de una oficialidad nacionalista que re-
pudiaba la inmoralidad dominante y la mentalidad colonizada de las viejas clases dirigen-
tes. Esta transformación repercutió inmediatamente en el gobierno de Castillo. Liberado
paulatinamente de la tutela de Justo, el presidente conservador dio pasos decisivos hacia
la consolidación de su propio poder. A mediados de diciembre de 1941, tras el ataque ja-
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ponés a Pearl Harbor, decretó el estado de sitio en respuesta al despliegue aliadófilo. Días
después, en la Conferencia de Río desbarató el intento del Departamento de Estado de
imponer la ruptura colectiva de los países latinoamericanos con las potencias del Eje. Fi-
nalmente, el 1 de marzo de 1942, la simpatía que despertaba el neutralismo de Castillo se
reflejó catastróficamente para el partido rupturista de Alvear (más allá del fraude habitual
en Santa Fe y Buenos Aires) en las elecciones a diputados nacionales.
Gobernaba plenamente el ala conservadora de la oligarquía. A principios de 1941
los ministros liberales Julio Roca y Federico Pinedo habían abandonado el gabinete y a
mediados de 1942 Ortiz presentaba la renuncia definitiva a la presidencia. Con su des-
aparición se esfumaban las expectativas de un cambio inmediato en la orientación del
gobierno. Justo por su parte había comenzado a perder posiciones en las esferas directivas
y sus proyectos se complicaban inesperadamente: si la recomposición del bloque oligár-
quico sobre cierta base democrática, era de por sí una maniobra difícil, aún contando con
el favor del poder estatal unificado, la organización en el círculo ejecutivo de una fracción
hostil, limitaba considerablemente sus posibilidades.
Era perceptible que los acontecimientos discurrían por un nuevo cauce. El apoyo de
la fracción nacionalista de jóvenes oficiales le había conferido al gobierno de Castillo un
aspecto inusual. En octubre de 1942 el general Savio organizaba la Dirección General
de Fabricaciones Militares, orientada hacia la producción de armamento, la exploración
y explotación de minerales estratégicos y la fabricación de ciertos artículos industriales.
Para la misma época quedaban concluidos los planos y estudios de Altos Hornos Zapla,
que eran parte de un programa destinado a alcanzar la independencia siderúrgica. Mien-
tras tanto el gobierno organizaba la Flota Mercante del Estado, nacionalizaba el puerto
de Rosario y la compañía de gas de esa ciudad explotada por capitales franceses, creaba
el Instituto Geográfico Militar y ordenaba la ejecución de censos demográficos y econó-
micos cada diez años.
Paradójicamente el régimen conservador echaba las bases de una política nacionalista
defensiva. Los años de la gran depresión primero, y las penurias de la guerra después,
habían creado nuevas condiciones. Prácticamente las exportaciones norteamericanas a
la Argentina se habían paralizado y las británicas fluían cada vez con mayor dificultad.
Al mismo tiempo la industria local seguía creciendo desordenadamente y una corriente
masiva de población rural se desplazaba incesante hacia los cinturones industriales que
rodeaban a Buenos Aires, Córdoba, Rosario, y Santa Fe. Como parte de ese proceso de
transformación, un ala de las fuerzas armadas, cuya dependencia de los suministros im-
portados se había vuelto crítica a la luz de las imposiciones establecidas por el imperialis-
mo norteamericano, se orientaba hacia la construcción de una industria militar apoyada
en el desarrollo de la minería, la siderurgia y la petroquímica, así como en la construcción
de maquinarias y equipos. En otras palabras, el desenvolvimiento orgánico de la Rama I,
asunto de decisiva importancia, pues la endebles y la fragmentación es una de las caracte-
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
rísticas típicas de la industria pesada en los países dependientes, había adquirido especial
actualidad.
El pacto entre Castillo y los oficiales que posteriormente iban a organizarse en el GOU,
duró veinte meses. A principios de 1943, cuando el presidente anunció el nombre de su
sucesor, la relación entró en crisis. La sola mención del nombre de Patrón Costas consti-
tuía el anticipo de que la política de neutralidad había terminado y el ciclo conservador
entraba en una nueva etapa. De hecho los acuerdos de octubre de 1941 estaban rotos. Cas-
tillo había comprendido que una candidatura neutralista como las del almirante Scasso o
Carlos Ibarguren, no podría soportar la presión de Estados Unidos, perfilado por aquel
entonces como el gran triunfador en la puja de las naciones imperialistas. Las alternativas
de la guerra se habían vuelto ciertamente desfavorables para la política internacional del
gobierno argentino y, desde el punto de vista de la oligarquía, hubiera sido demasiado
riesgo sumar al obligado recurso del fraude electoral —única forma de derrotar al radi-
calismo que contaba con la simpatía del Departamento de Estado— el desafío de una
conducta exterior heterodoxa.
Sin embargo para los oficiales nacionalistas, el mantenimiento de la neutralidad era
uno de los principales puntos del acuerdo con Castillo, y en cuanto al continuismo frau-
dulento que imponía las candidaturas de Patrón Costas y Manuel Iriondo, fácilmente
podía percibirse la ola de rechazo e indignación que su solo anuncio había desatado. Era
ilusorio pensar que un régimen conservador, resistido en círculos del liberalismo, comba-
tido por un frente mayoritario de partidos opositores y sin el apoyo del ejército, pudiera
gobernar por largo tiempo. De todas formas el problema no parecía tener solución inme-
diata. El GOU había comenzado a organizarse a fines de 1942, y su constitución formal da-
taba de marzo del año siguiente. En el mejor de los casos, sus jefes no esperaban estar en
condiciones de tomar el poder hasta poco antes de las elecciones de setiembre de 1943. Y
aún así la situación no estaba clara, pues desde un primer momento habían cuidado man-
tener diferenciada a la logia del nacionalismo palaciego y de sus recurrentes tentaciones
hacia el golpe de estado. Es cierto que estaban dispuestos a oponerse de cualquier forma a
la trampa electoral, que abriría el camino del poder al binomio de la Concordancia, pero
no lo era menos que todavía gobernaba Castillo y que él al menos, cumplía en general
los términos de lo pactado. Indudablemente había razones para vacilar. Sin embargo el
GOU formaba ya parte del aparato del poder y ninguna solución que introdujera modi-
ficaciones en la composición gubernamental podía resultarle ajena. ¿Acaso la oficialidad
antiliberal podía admitir sin más, que en vez de conservador, el próximo presidente fuese
radical? De ser así el problema estaba resuelto. Bastaba presionar a Castillo para que ga-
rantizase elecciones limpias en Buenos Aires y Santa Fe (o en caso contrario derrocarlo
con justa causa) para que la solución brotase directamente de las urnas. Pero evidente-
mente tampoco ese era el asunto. En consecuencia, ¿quedaba otra alternativa fuera del
desplazamiento de Castillo y la instauración de una dictadura militar, como proponían
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con renovada insistencia los generales Rawson y Menéndez? Los acontecimientos habrían
de encargarse de demostrar que el GOU había quedado ligado de tal modo al nudo histó-
rico del 43, que cualquiera fueran los propósitos particulares de sus integrantes, tendía a
prevalecer el carácter necesario que había asumido esa nueva expresión del poder.
La crisis de junio de 1943 dio cuenta de ello. Hacia mayo de ese año los dirigentes del
GOU creían haber encontrado finalmente la fórmula apropiada: le propusieron al jefe de
la intransigencia radical, Amadeo Sabattini, garantizar elecciones limpias a cambio de
que la UCR presentase su candidatura y el futuro gobierno asegurase la continuidad del
neutralismo. Si bien la mayoría de la conducción partidaria seguía siendo alvearista, los
oficiales nacionalistas calculaban que luego de la desaparición de Alvear, y ante el seguro
escamoteo electoral, los radicales podrían comprender la necesidad de unificarse en torno
a la candidatura de Sabattini, en definitiva la única posibilidad de hacer real el sueño de
retorno al poder. Pero la respuesta de “la esfinge de Villa María” fue sintomática: rechazó
todo acuerdo con los militares y se preparó a esperar los acontecimientos que, según
sus previsiones, debían impulsarlo airoso e impoluto hasta la cúspide política. Vista en
perspectiva, la situación en vísperas de junio de 1943 se configuraba favorable a la irrup-
ción de un frente nacional, de amplia base popular, lo suficiente al menos, como para
neutralizar los aspectos recalcitrantes del nacionalismo que predominaban en algunas
de las fracciones militares. Lo que Sabattini no advertía era que el país había cambiado
decisivamente desde la época ascendente del yrigoyenismo, y que las cuestiones que el
viejo jefe popular había dejado irresueltas a su caída, habrían de reactualizarse dentro de
una nueva perspectiva.
El mismo desenlace de la crisis de junio demostró que los acontecimientos se habían
encadenado y se sucedían rigurosamente, como si una objetividad más profunda hubiera
comenzado a obrar a través de la voluntad de los principales protagonistas. En la madru-
gada del 4 de junio el ministro de Guerra llegó a Campo de Mayo enviado por Castillo
para hacer saber a los rebeldes que el presidente estaba dispuesto a negociar sobre la base
de sus reclamos. La sola presencia del general Ramírez desautorizaba las versiones de su
relevo, decisión atribuida a Castillo y que había precipitado el movimiento militar. En
realidad entre el presidente y el ministro había estallado un conflicto a raíz de las tratativas
que el ala nacionalista sostenía con los radicales para acordar una candidatura presiden-
cial. Castillo estaba enterado de las negociaciones e incluso de una supuesta propuesta
de emisarios radicales, que en la imposibilidad de unificar sus fracciones, habían ofrecido
apoyo a una fórmula encabezada por Ramírez. Ni éste llegó a dar respuesta al ofreci-
miento, ni Castillo alcanzó a concretar el relevo. Sin embargo, a pesar del desconcierto
que provocó en un primer momento la presencia en Campo de Mayo del jefe al que
consideraban destituido, la decisión final no fue modificada y a partir de ese momento la
historia comenzó a discurrir por un nuevo camino. De los 17 oficiales que entre la noche
del 3 y la madrugada del 4, se reunieron en la Escuela de Caballería para decidir la suerte
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del régimen conservador, sólo 6 pertenecían al GOU, el resto en su mayor parte no estaba
definido. Aunque de un modo confuso y contradictorio, albergando en su seno distintas
interpretaciones del movimiento sedicioso y representando aún una minoría en la masa
de cuadros de la oficialidad, la fracción nacionalista que dirigía el coronel Perón, era la
única en condiciones de ligar su acción a las tendencias profundas de la situación que
maduraba en el fondo de la sociedad argentina.
Un partido militar
¿Qué era el GOU? La veintena de oficiales que se reunieron en marzo de 1943 para dar
constitución formal a la logia dejaron consignados sus propósitos en un lacónico lema:
“Salvar al ejército para que el ejército salve a la Patria”. Aludían de ese modo al clima
de descomposición moral de la época que había alcanzado inevitablemente a las fuerzas
armadas, ligadas de una u otra forma al poder desde el 6 de setiembre de 1930. Por cierto
que el moralismo de la pequeña burguesía militar tenía motivos para el escándalo, pero
en la mente de la joven oficialidad la valoración del papel providencial que se había asig-
nado a sí misma, no se limitaba a la depuración del régimen corrupto. Perón y sus amigos
pensaban que tenían como misión salvar a la patria y al ejército, tanto del imperialismo
norteamericano como del comunismo soviético, al que veían expandirse a la sombra de
los frentes populares. Sabían que la guerra había influido notoriamente sobre el balance
militar de América Latina, pues Estados Unidos, transformado en el único abastecedor
de armas, había roto su equilibrio, reforzando el poderío de los aliados más confiables y
sometiendo al aislamiento todo intento de política independiente. Particularmente, los
insolentes funcionarios del Departamento de Estado y del propio Tesoro, habían tomado
como blanco de sus ataques la neutralidad del gobierno de Castillo. Mientras esta línea
se mantuviese no habría transacción posible. En junio de 1942 tal intransigencia provocó
la ruptura de las negociaciones que una misión militar argentina sostenía en Washington
en procura de armamentos. Mientras tanto, la Ley de Préstamos y Arriendos operaba con
toda intensidad, abarrotando los arsenales de Brasil, Chile y Uruguay, sobre cuyo presi-
dente Baldomir, la diplomacia yanqui ejercía una influencia directa.
Según suponían los funcionarios de Washington, el asunto preocupaba vivamente a
los militares argentinos, sin embargo a despecho de los cálculos del embajador Armour
y del propio secretario Welles, no se desató presión alguna sobre el gobierno de Castillo.
Por el contrario, el presidente, de acuerdo con los oficiales que lo apoyaban, decidió ini-
ciar gestiones ante la embajada alemana, destinadas a obtener las armas que le negaba el
gobierno de Roosevelt. Obviamente, el Tercer Reich no estaba en condiciones materiales
de atender el pedido, pero el significado de la iniciativa resultaba igualmente llamativo: al
acorazar militarmente a los adversarios de los oficiales argentinos (Castillo incluso temía
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un ataque desde Brasil si Justo era derrotado en las elecciones de 1943), el imperialismo
norteamericano se transformaba en el peligro más inmediato y gravitante. La implacable
presión de su diplomacia había logrado transmutar el planteo de un desenvolvimiento
burgués independiente —sustancia de los programas nacionalistas— en un problema de
defensa nacional. La cuestión de la soberanía, la naturaleza semicolonial del país, el papel
del capital extranjero en las naciones atrasadas, etc., había dejado de ser de esta forma
asunto a estudiar en los libros de economía o tema reservado a los discursos antiimperia-
listas, condensándose en un aspecto crucial. En todo caso, lo menos que puede decirse
es que la presión de Estados Unidos en el terreno diplomático militar, había creado las
condiciones para que una parte del ejército reaccionase, aferrándose a los términos de un
neutralismo defensivo, que se sostenía favorecido por las contradicciones interimperialis-
tas. Muchas de las simpatías progermánicas que se habían despertado en las fuerzas arma-
das tenían que ver con este hecho. Los oficiales nacionalistas, además de identificarse con
el anticomunismo de los regímenes fascistas y admirar profundamente el aparato militar
de la Wehrmach alemana, juzgaban al Tercer Reich según el enfrentamiento de éste con
el imperialismo yanqui.
Sobre la base de este nacionalismo, en muchos aspectos ambiguo y en otros contra-
dictorio, se constituyó el GOU. En realidad su inserción en el poder arrancó de octubre
de 1941 y su presencia específica en el aparato ejecutivo se produjo noviembre del año
siguiente, época de ascenso del general Ramírez al Ministerio de Guerra. A partir de ese
momento la incidencia de la logia no se ciñó a los límites de un acuerdo general sobre
ciertos aspectos de la línea de gobierno, sino que sus representantes pasaron a ocupar
posiciones claves en la esfera burocrática del aparato militar. Al menos en dos altas de-
pendencias (la secretaría del Ministerio de Guerra, a cargo del teniente coronel Enrique
González y la jefatura del Servido de Informaciones del Ejército, ocupada por el teniente
coronel Urbano de la Vega), su presencia revestía importancia clave a los fines de ganar
terreno en el control de los mecanismos castrenses.
Las consecuencias de esa particular inserción pronto iban a quedar a la vista. Todavía
hacia fines de 1942 el Estado oligárquico era el espejo de las contradicciones que conser-
vadores y liberales sostenían en el frente gobernante. Pero ya por ese entonces éste no era
el único equilibrio sobre el que giraban los engranajes del poder. En otros estamentos,
por el momento circunscriptos a la órbita militar, a través de una logia nacionalista,
comenzaban a adquirir expresión parcial y aún confusa, una serie de antagonismos so-
ciales que estaban más allá de la crisis de las clases dirigentes o de la degradación de
los partidos tradicionales. Ahora bien, que en el aparato estatal se reflejasen no sólo las
tensiones internas del núcleo gobernante sino también el impulso de las fuerzas sociales
subalternas, y que esto ocurriese a través de una diferenciación en esferas de poder, no
tenía nada de particular; en todo caso el fenómeno era un rasgo típico de todo régimen
burgués, en el cuál el aparato hegemónico cumple la doble función de integrar política
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
El régimen militar duró exactamente tres años, hasta el 4 de junio de 1946, fecha en la
que asumió el gobierno el general Perón. Durante ese período la política gubernamen-
tal torció su rumbo habitual y derivó hacia un derrotero de corte nacionalista burgués.
Las principales medidas de la dictadura juniana consistieron en el desmantelamiento de
los mecanismos del pacto argentino-británico de l933, que conferían a la oligarquía un
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control casi absoluto sobre el sistema económico. El Banco Central fue nacionalizado
y las Juntas Reguladoras de la producción así como el Instituto Movilizador, quedaron
disueltos. El programa de estatizaciones abarcó a la Corporación de Transportes de Bue-
nos Aires, los elevadores de granos, la Compañía Primitiva de Gas, el tramo ferroviario
Rosario-Mendoza y las empresas telefónicas del interior dependientes del trust americano
Electric Bond and Share. Simultáneamente se abrieron investigaciones en la CADE y en el
monopolio de los Bemberg. Para corresponder a las necesidades de la nueva burguesía el
gobierno militar creó el Banco de Crédito Industrial e incorporó al estado una secretaría
con jerarquía ministerial. Luego de una década de estar inactivo, fue puesto en marcha
el Ferrocarril Trasandino y se revaluaron las tarifas aduaneras. Mientras tanto medidas
burguesas elementales, como la rebaja y congelamiento de alquileres y arrendamientos
rurales, ampliaban el mercado interno y aumentaban la productividad agraria.
Se aludió más arriba al carácter históricamente necesario que revestía la política del
nacionalismo militar y al carácter subrogante de su presencia en el poder. Nada se dijo to-
davía de las razones que impulsaron a una fracción del ejército a asumir la representación
bonapartista de la burguesía nacional. Pues bien, ese desplazamiento político tiene mu-
cho que ver con las condiciones en las que se formaron las modernas capas de la sociedad
burguesa durante la industrialización de los años 30’. Aquella era una época en la cuál,
especialmente a partir de la mitad de la década, la abundancia y baratura de la mano de
obra y el reducido volumen de inversión que se necesita para abrir una fábrica o instalar
un taller, facilitaban el enriquecimiento general en una atmósfera de alegre despreocu-
pación por el porvenir. El propio régimen conservador inspirado por Federico Pinedo,
había dado el impulso poniendo en marcha un ambicioso programa de obras públicas
e imponiendo un cierto control sobre las importaciones. Pero si las exigencias de hierro
de la bancarrota mundial, obligaba al régimen justista a adoptar medidas inéditas como
el control de cambios, el conjunto de la política económica no podía escapar tampoco
a las consecuencias de la nueva situación. Quebrado el mecanismo librecambista y por
lo tanto disuelta la poderosa influencia de las exportaciones sobre la demanda global, la
oligarquía gobernante debió valerse del gasto público para mantener la economía fun-
cionando. Al hacerlo provocó un cambio sustancial en el cuadro de los precios internos y
por consiguiente en la distribución del excedente: como la actividad productiva, aunque
reducida, se mantenía gracias al estímulo del gasto oficial, el flujo de importaciones seguía
siendo considerable, lo suficiente como para provocar un desequilibrio en el balance de
pagos y la inmediata depreciación del peso. Pero para los improvisados fabricantes locales
este encadenamiento arrojaba resultados envidiables: el precio de los artículos industriales
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
subía más rápidamente que el valor de los salarios y de las materias primas locales nece-
sarias para su fabricación, mientras la inversión se reproducía con una tasa de ganancia
nunca antes conocida.
Sin embargo las mismas causas que le permitían hacer fácil fortuna, incidían pode-
rosamente en la configuración de clase de la burguesía industrial. Un proceso de acumu-
lación con baja composición orgánica significaba mucha mano de obra y poco capital,
correlación típica de las ramas de industria liviana. El país entraba en la posguerra con
una estructura fabril más extensa y diversificada, en condiciones de sustituir parte consi-
derable de las manufacturas importadas, pero cuyos equipos y herramientas estaban en
su mayor parte obsoletos. Esta particularidad y las limitaciones para importar maquina-
ria, insumos y combustibles durante la guerra, determinaron una caída apreciable de la
inversión fija en la industria. De forma tal, en 1945 el stock de capital en maquinaria y
equipos resultó un 30 % menor al existente en 1938. Pero mientras tanto la cantidad de es-
tablecimientos industriales había aumentado de 52.000 a 85.000, y el número de personal
ocupado había saltado de 800.000 a 1.200.000 en el período que media entre 1937-1939
y 1946. Como es de imaginar, los niveles de productividad no acompañaban ni mucho
menos este ritmo de expansión. De acuerdo con las estadísticas del Banco Central, entre
1940 y 1945 el producto fabril sólo se incrementó un 14 %. La mayoría de las nuevas uni-
dades productivas eran pequeñas empresas, talleres o emprendimientos artesanales, de
muy baja composición orgánica del capital. Así y todo, el aparato manufacturero seguía
desarrollándose, absorbiendo fracciones crecientes de trabajo vivo, mientras que buena
parte de las máquinas envejecían irremediablemente y su rendimiento se estancaba o
resultaba cada vez más bajo. En esos años, en los que la cantidad de establecimientos au-
mento más de 60 %, y la de personal ocupado 50 %, la fuerza motriz por operario apenas
si subió de 1,6 HP a 1,7 HP.11
Bajo estas condiciones se foguearon los nuevos cuadros de los fabricantes nativos.
¿Qué papel estaba llamada a desempeñar la clase social que se erigía sobre tales cimien-
tos? La debilidad orgánica que exhibía la industria liviana, su escasa concentración, la
presencia siempre amenazante del capital extranjero y el peso inquietante de un joven
y numeroso proletariado, hacían de la burguesía nacional una fuerza vacilante, con una
conciencia que apenas si superaba la fase de la identidad corporativa, sin política inde-
pendiente y, en consecuencia, incapaz de organizar de modo eficaz sus propios cuadros.
Baste decir que hasta 1952, momento en que Perón prácticamente impuso la fundación
de la Confederación General Económica (CGE), la única organización de los industriales
11 Aldo Ferrer. La economía argentina. Pág. 234. Fondo de Cultura Económica. 1979. Adolfo Dorf-
man. Cincuenta años de industrialización en la Argentina, 1930-1980. Págs. 91, 105. Ediciones Solar. Buenos
Aires, 1983
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era la UIA, dominada por los monopolios extranjeros y a cuyo frente entre 1926 y 1946 se
mantuvo Luis Colombo, agente de la firma financiera inglesa Leng Roberts. La UIA había
apoyado el derrocamiento de Yrigoyen y habría de actuar decididamente contra Perón y
su programa de reformas sociales. En su seno se reflejaba la inconfundible autoridad del
capital imperialista, firmemente asociado con la oligarquía agraria y mercantil. Hasta el
golpe nacionalista de 1943, prácticamente todos los resortes económicos estaban en ma-
nos de ese bloque de intereses que regulaba desde el suministro de insumos y maquinaria
importada y la distribución del crédito, hasta la difusión de las ideas y la formación los
gustos dominantes, según las últimas innovaciones metropolitanas. Pero la conciencia
enajenada que brotaba de esas condiciones de existencia no sólo se apoderó de las capas
de la alta burguesía, asociadas con las empresas extranjeras, sino que entre los estratos
vinculados más estrechamente al mercado interno y en consecuencia con intereses de
índole nacional, la presión colonizante también rindió sus frutos. A lo sumo, el ascenso
de la marea popular que irrumpió el 17 de octubre de 1945 y dio origen al peronismo,
logró desprender de la Unión Industrial a una fracción de la burguesía encabezada por
Miguel Miranda. Sin embargo una vez en el poder, ese ala de la industria liviana puso en
claro su incapacidad para elevarse sobre sus intereses corporativos inmediatos y alcanzar la
concepción estratégica de sus propios fines. Paradójicamente, el Ministerio de Economía
que Miranda dirigió según su experiencia exitosa de negociante de hojalata, se transformó
en el mayor obstáculo para la apertura de un proceso de acumulación de capital en la
industria pesada.
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
del siglo XVIII y su fruto maldito, la revolución francesa. Buena parte de esos nacionalistas
añoraban el apacible mundo medieval de las corporaciones y no pocos hacían honor al
parasitismo de los señores feudales. Todos ellos advertían contra los peligros del urba-
nismo, hijo de otra diabólica criatura de la historia: la revolución industrial. Su visión
estática y fatalista se correspondía perfectamente con la situación social de los estamentos
venidos a menos de la vieja aristocracia ganadera, de la cual provenían muchos de los
jóvenes septembrinos. De esta forma la oligarquía había logrado prohijar dentro de su ala
conservadora su propia versión del nacionalismo, y en lo sucesivo habría de utilizarla para
establecer un principio de influencia entre las filas del movimiento popular.
Naturalmente ese nacionalismo, además de la propensión al racismo, particularmente
al antisemitismo, exhibía todas las taras ultramontanas respecto de la soberanía popular.
Durante el sexenio justista que sucedió a la breve dictadura de Uriburu que tantas ilusio-
nes corporativistas había devorado, su blanco preferido había sido el gobierno y el partido
de Yrigoyen, al que Héctor Sáenz Quesada, futuro interventor en 1944 de la Facultad de
Derecho, calificaba de “aluvión inmigratorio”, y al que consideraba como una “transfor-
mación racial” antes que un cambio social. Dato curioso: ese nacionalismo oligárquico,
salvo excepciones no atacaba a Inglaterra, sino que reservaba toda su artillería antiimpe-
rialista para el capitalismo norteamericano.
Pero las reminiscencias de un orden rural, jerarquizado y paternalista, no era la única
obsesión que en vísperas del golpe del 4 de junio agitaba los espíritus de estos cruzados
tardíos. Desde la década del 20’, Europa estaba conmovida por una euforia de nacio-
nalismo que había estallado en los eslabones más débiles de la cadena imperialista. El
nacionalismo vernáculo, que al decir de Marcelo Sánchez Sorondo había comenzado en
el catolicismo, no pudo escapar a la seducción del novísimo mensaje. “Fuimos por su lado
estético partidarios de la monarquía y por su lado, digamos cinegético —movido— fas-
cistas, acérrimos fascistas”, explicaría años más tarde el aristocrático personaje. Según él,
la condición de católicos les había permitido a los nacionalistas llegar a la comprensión
del nuevo mundo que estaban construyendo en Europa Hitler y Mussolini. Por cierto
que la jerarquía católica había ayudado a esa comprensión. En 1929 Mussolini y Pío XI
habían sellado el acuerdo de Letrán, por el cual el catolicismo quedó reconocido como
religión oficial del estado italiano, a cuyo régimen fascista el Papa se comprometía a res-
paldar. Fruto de esta singular alianza había resultado la encíclica “Quadragesimo Anno”,
en la cual Pío XI proclamó abiertamente las virtudes del fascismo.
En este clima espiritual, sazonado con insinuaciones marciales del imperialismo as-
cendente en el viejo mundo, se formó el nacionalismo católico de los años 30’. La re-
ciente inclinación hacia los nuevos sueños corporativos de la iglesia, era sólo uno de sus
aspectos. Íntimamente ligado con las simpatías por Franco o Mussolini, el episcopado no
perdía oportunidad de manifestar su odio feroz por todo lo que exhibiese un tono liberal.
Así por ejemplo, bajo la férula eclesiástica del Episcopado, los católicos argentinos tenían
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prohibido desde 1931 votar por los partidos que sostuviesen la separación entre la iglesia
y el estado, el laicismo escolar, el divorcio legal y la supresión del juramento religioso
de mandatarios y funcionarios. Para esos mismos años, militantes de la Acción Católi-
ca, seleccionaban con gusto puritano las publicaciones que podían leer los porteños, de
acuerdo a la misión que les había encomendado Mariano de Vedia y Mitre, que dirigía
la Municipalidad de Buenos Aires. Tiempo memorable, en el cual monseñor Franceschi
denunciaba en la revista Criterio la impotencia del parlamentarismo ante “el comunis-
mo, el espíritu judaico y la desorganización marxista”, presentaba a Mussolini como “un
orientador insigne” y reivindicaba la conducta de Franco como parte de las enseñanzas
católicas.
Sin embargo más allá del carácter grotesco y confesional, el nacionalismo, favorecido
por el agotamiento de la democracia fraudulenta y el despertar de sentimientos patrióti-
cos en la década del 30’, ampliaba el círculo de su influencia cada vez más. El 10 de mayo
de 1943 la tradicional concentración en Plaza San Martín había reunido bajo el lema
“Marcha de la Soberanía”, a más de 50 mil personas. Escribiendo bajo la impresión del
acontecimiento, Sánchez Sorondo había llegado a la conclusión de que los nacionalistas
ya eran muchedumbre y avanzaban hacia la construcción del “nuevo orden”. Explicaba la
situación del siguiente modo: “Maurras había conquistado la mentalidad francesa, pero
no la política francesa, no la Francia política. Al talento de Maurras le faltó descubrir la
multitud que, luego, desde su balcón, hallaría Mussolini”.
Pero Sánchez Sorondo se engañaba. Ese nacionalismo regresivo, organizador de gru-
pos de choque como la Legión Cívica (instruida militarmente en los cuarteles del ejército
uriburista) o la Alianza Libertadora Nacionalista, no estaban en condiciones de transfor-
marse en movimiento de masas. Su mayor eficacia seguía descansando en la conspiración
militar y la conjura palaciega. En todo caso el auge momentáneo residía en la ausencia
de una fuerza antiliberal de naturaleza nacional-democrática y base popular. Justamente
tal vacío era el que había transformado a una parte del ejército en mediadora de las cues-
tiones irresueltas y a los nacionalistas en sus intelectuales orgánicos. Conscientes de la
importancia decisiva de dotar al régimen juniano de fisonomía ideológica, y de controlar
su política exterior, estos últimos se insertaron en el aparato de la educación y la canci-
llería y en pocas semanas los apellidos de Sepich, Baldrich, Genta, Olmedo y Obligado,
alcanzaron familiaridad inquietante entre las filas de la pequeña burguesía democrática,
que observaba azorada como la resurrección medievalista se expandía de modo inexorable
por universidades, colegios e institutos de enseñanza. No era para menos. A fines de 1943
el presidente Ramírez había establecido por decreto la enseñanza católica obligatoria en
las escuelas públicas, disuelto los partidos e implantado la censura a la prensa. Tres meses
antes su ministro de Justicia e Instrucción Pública, el coronel Elbio Anaya, había lanzado
una exhortación fulminante a los maestros y profesores para que todos aquellos que fue-
ran ineptos, no tuvieran títulos habilitantes, ejercieran el cargo para satisfacer lujos y pla-
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ceres o por fin, pudieran ser mantenidos por sus familiares, presentasen voluntariamente
sus renuncias, al igual que los extranjeros que no tuvieran arraigo familiar. Naturalmente
los maestros eran objeto predilecto de la pedagogía ultramontana. Ignacio Olmedo, in-
terventor en el Consejo Nacional de Educación, les aconsejaba cuidarse de la libertad
absoluta de pensar y, por las dudas, les advertía que el estado tenía la facultad de prohibir
las doctrinas “erróneas y perversas” contra su propia seguridad. A las maestras especial-
mente, el aspirante a inquisidor les reservaba originales reflexiones, como por ejemplo: “la
dignificación de la mujer consiste en no sustraerlas de sus menesteres específicos”, o “la
nueva Argentina quiere mujeres sanas, fuertes y limpias”. En la Universidad del Litoral,
su interventor Jordán Bruno Genta había establecido una suerte de feudo, desde donde
se proponía organizar una aristocracia de la inteligencia embebida de la “estirpe romana
e hispánica”.
Ante los ojos de la espantada clase media el espectáculo no podía resultar más deso-
lador. Las expectativas iniciales a que habían dado lugar el derrocamiento de Castillo, se
diluían rápidamente tras el desplazamiento del sector rupturista que encabezaba Rawson
y la simultánea consolidación de la línea de neutralismo, que era vista como una sinies-
tra conjura de la oficialidad fascista. No importaba que la neutralidad del gobierno de
Ramírez siguiera contemplando los intereses del aliado tradicional del orden oligárquico.
Tampoco interesaba el grado de independencia que tal política garantizaba ante la irrup-
ción avasallante de Estados Unidos. Para la pequeña burguesía semicolonial embarcada
en la cruzada contra el “nazifascismo”, el universo se había partido en dos, y todo aquello
que no resplandeciese bajo el firmamento democrático debía pertenecer fatalmente a las
tinieblas del submundo totalitario. En relación a la dictadura instaurada por los jóvenes
oficiales nacionalistas, no podían caber dudas: el aspecto reaccionario con que habían
logrado revestirla los partidarios de la conjunción militar-teocrática, valía más que cual-
quier otra consideración. Sin embargo los hechos iban más allá de esa simplificación.
El ejército, al menos una de sus alas, había tomado el poder sustituyendo en su papel
histórico a la burguesía nacional, y el nacionalismo oligárquico le había acompañado en
su ascenso, ocupando el lugar que le hubiera correspondido al democratismo burgués.
En consecuencia este desplazamiento, relativamente progresivo desde el punto de vista
de su contenido, adquiría una fisonomía odiosa a los ojos de ciertas capas populares,
cuyos intereses materiales en modo alguno coincidían con los de la oposición liberal.
La ausencia de jacobinismo revolucionario en los momentos de cambio histórico, y esa
suerte de “revolución pasiva”, en la que se desenvolvieron las transformaciones capitalistas
de la última parte del siglo pasado, habían creado las condiciones ideológico-culturales
para la consolidación del liberalismo como discurso dominante y, paralelamente, para
la emergencia como simétrico y complementario, de un nacionalismo de corte elitista y
regresivo, obstáculo para integración de la clase media democrática al campo nacional-
popular. En la experiencia iniciada a mediados del 43’, su papel consistió en bloquear el
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
Esa propensión del régimen militar a reflejarse en formas ideológicas extremas obedecía
a poderosas razones de fondo. En efecto, los militares que tomaron el poder en junio de
1943 debieron atravesar hasta el fin de su experiencia tres fases diferenciadas. La primera
de ellas se desarrolló desde los primeros momentos del golpe de estado hasta octubre de
1943, y agotó en el seno del aparato gubernamental el enfrentamiento entre nacionalistas
y liberales. La segunda se prolongó hasta mediados de 1944, y en ella los antagonismos
reprimidos del conjunto de la sociedad civil se proyectaron y alcanzaron a manifestarse
dentro del bloque nacionalista que había sustituido a la primera combinación de neutra-
listas y rupturistas. Finalmente la tercera de las fases se desplegó plenamente entre enero y
octubre de 1945, sacando los enfrentamientos de la órbita específicamente estatal y lleván-
dolos al terreno de la confrontación pública en el conjunto de la sociedad. Precisamente,
el desenlace de esta última etapa consolidó el equilibrio de tipo bonapartista que habría
de perdurar a lo largo de una década.
Durante esos años que van de mediados de 1943 a octubre de 1945, el régimen juniano
exhibió el aspecto característico de una dictadura militar. Sin embargo mientras en las
dos primeras fases los rasgos del poder se correspondían perfectamente con las formas
habituales de un régimen de excepción (predominio absoluto del aparato ejecutivo sobre
el resto de las ramas estatales y, especialmente, sobre los partidos, sindicatos, órganos
periodísticos, iglesia y otros aparatos ideológicos), en los meses anteriores a los aconte-
cimientos que han de culminar en octubre de 1945, el cuadro político presentaba todos
los síntomas de una crisis de poder, en la cual paralelamente a la fractura del aparato
gubernamental, se desenvolvía el enfrentamiento entre éste y las mediaciones partidarias,
ideológicas, corporativas y aún confesionales de la sociedad civil.
Se vio más arriba que los pasos iniciales del gobierno militar estuvieron guiados según
el enfrentamiento entre nacionalistas y liberales, cuyo primer resultado fue la no consu-
mada presidencia de Rawson. En lo sustancial las cosas no cambiaron al asumir el gobier-
no el general Ramírez. Si en el primer proyecto de gabinete llamaba la atención la extraña
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
acto a los jefes disconformes que preparaban un complot contra el ministro de Guerra y
el influyente secretario. Prácticamente la conquista de la guarnición que había realizado
el levantamiento del 4 de junio, pero que además detentaba una presencia decisiva dentro
de la correlación militar, le crearon a los hombres del GOU ubicados en los puntos estra-
tégicos de la estructura de gobierno, la posibilidad de recomponer a su favor el equilibrio
inicial de fuerzas.
La oportunidad para ese nuevo avance se presentó un mes después, a comienzos de
agosto, cuando el secretario de Estado norteamericano dio a conocer una nota del can-
ciller Storni en la que éste prácticamente le pedía que ayudase a los ministros aliadófilos,
aliviando la presión internacional que pesaba sobre el gobierno de Ramírez y accediendo
a suministrar las armas necesarias para reestablecer el equilibrio bélico de la región. En
esas condiciones la ruptura de relaciones con el Eje, que era sumamente impopular, resul-
taría más fácil de aplicar y además el ala liberal saldría fortalecida por la solución al grave
problema del rearme. Cordell Hull que no entendía de sutilezas, difundió la carta con
una humillante respuesta que forzó la renuncia de Storni, en medio de una oleada de in-
dignación pública y dio oportunidad al gouista Gilbert a hacerse cargo de la cancillería.
Pero el impacto que provocó la primera crisis con el imperialismo norteamericano, re-
percutió también fuera del Palacio San Martín. La acción de Storni había comprometido
al presidente Ramírez que no podía dejar de conocer la iniciativa, y tanto o más a su brazo
derecho, el coronel González. Lo que en el fondo estaba en tela de juicio era la eficacia
del círculo del general Ramírez, que desde el 7 de junio se había instalado en la Casa Ro-
sada. Por supuesto que el conflicto se presentaba como asunto interno del GOU, pero el
hecho de que fuera el coronel Perón, oficial ajeno al circulo íntimo del presidente, quién
procediera a reestructurar la Casa Militar, da una idea de los reacomodamientos que se
estaban produciendo en el interior mismo del poder. También la dirección del GOU fue
reorganizada, centralizando en los coroneles Perón, González, Avalos y Emilio Ramírez,
las decisiones que había que adoptar sobre la marcha, ante los problemas cada vez más
complejos que presentaba la administración política. Paulatinamente la estructura gu-
bernamental iba absorbiendo a los cuadros dirigente de la logia, y ni aún ese cuarteto de
coroneles lograba alcanzar un funcionamiento colectivo pleno. Sólo Perón parecía dotado
de genio político, y desde su posición formal de secretario de Guerra, pero fundamental-
mente como hombre fuerte del GOU, sobresalía de los asuntos rutinarios e intervenía en
problemas del sindicalismo, la universidad o las gobernaciones de provincia.
Mientras se operaba el despliegue del GOU por los distintos estamentos estatales, el
régimen cumplía su tercer mes de existencia. El aspecto del gobierno militar era ya por
ese entonces inconfundible. Junto a las medidas previsibles (suspensión de elecciones,
prórroga del estado de sitio, disolución del parlamento, intervención a las provincias,
etc.) desde el primer momento los jefes golpistas procedieron a una reorganización re-
presiva que llevó a la disolución de la CGT Nº 2, constituida por comunistas y socialistas,
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
dónde conducía semejante política? El GOU reaccionó de inmediato exigiendo las renun-
cias de Anaya, Galíndez y Jorge Santamarina, responsables de la iniciativa, pero Ramírez
apeló al comandante de la primera división (Palermo), Santos Rossi, general justista al
que encomendó la misión de destituir a Farrell y hacerse cargo del Ministerio de Guerra
y al que luego, apenas unas horas después, mandó a relevar.
¿Qué fuerza misteriosa movía de un lado para el otro a los personajes del drama y
convertía a su principal figura en una especie de tiovivo imprevisible? La volubilidad no
era tan sólo un rasgo de la desconcertante personalidad del presidente. En efecto, com-
primido el aparato gubernamental por la supresión del parlamento y la concentración del
poder en el órgano ejecutivo, y congelado el desenvolvimiento de los aparatos ideológicos
de la sociedad civil, los intereses de las fundamentales, carentes de las mediaciones habi-
tuales, tendieron a encarnarse parcialmente en algunos de los bandos en que se dividía
el estamento gubernamental. Bajo el choque de esta presión, la línea de Ramírez estaba
destinada a expresar con mayores posibilidades que los propios aliadófilos, un punto de
vista más afín al de las clases tradicionales. No en vano la presidencia y el Ministerio del
Interior en manos de hombres de su confianza, se habían transformado en los puntos más
vulnerables a las influencias políticas, ideológicas y aún morales, mientras que el Ministe-
rio de Guerra tenía una mayor inserción en la corriente profunda del ejército.
En torno a esa diferenciación había comenzado a girar la vida interna del GOU, aun-
que en apariencia el gobierno siguiera absorbido por las disputas entre nacionalistas y
liberales. Esto último era cierto pero sólo en parte y no por mucho tiempo, porque pese
a todo, el régimen militar paulatinamente iba adquiriendo su verdadero perfil. La opor-
tunidad de la definición se presentó, imprevistamente, tras la muerte del vicepresidente
Sabá Sueyro. Según la distribución original de los cargos, le correspondía a la marina
designar a uno de sus hombres para cubrir el puesto vacante. Sin embargo la posición
de vicepresidente, sin valor en sí misma, era el primer eslabón de la línea sucesoria de la
presidencia. La fracción del GOU que encabezaba Perón quería colocar a Farrell detrás de
Ramírez. Este, a su vez, defendía el derecho de la marina, cuya oficialidad, que sin más
remedio, había aceptado el hecho consumado del 4 de junio y salvo excepciones descon-
fiaba del neutralismo y con mayor razón del nacionalismo, tomó posiciones en el campo
de combate palaciego. No podía ser de otro modo: mientras el ejército se mantuvo unido,
la armada se limitó a seguir pasivamente la evolución del régimen, pues no tenía demasia-
da oportunidad de manifestar abiertamente su tradición probritánica, ni mucho menos
de hacer valer sus más recientes vínculos con la marina estadounidense. Pero cuando el
bloque inicial se fragmentó, los jefes navales comenzaron a desplazarse.
Vista en conjunto, la lucha presentaba el cuadro característico de la fase que estaba
por concluir. Junto a Ramírez se alineaba una parte del GOU, la mayoría de los generales
al mando de unidades y los jefes navales, mientras que hacia Farrell y Perón tendían a
inclinarse las simpatías de los cuadros nacionalistas, consolidadas preferentemente en
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los niveles bajos y medios de la oficialidad. Los primeros hacían de la preservación del
equilibrio inicial la condición sine qua non del régimen (Ramírez se oponía tenazmente
a la destitución de las ministros liberales), pues a través del mismo creían posible poner
límite a las ambiciones de Perón y Farrell y contener el ímpetu de las capas jóvenes de la
oficialidad. A su modo tendían a expresar la resistencia de la sociedad tradicional, que
prefería la ambigüedad y la versatilidad de Ramírez, a la insinuación autocrática del ala
nacionalista. El presidente, que por su naturaleza aborrecía las situaciones de choque, has-
ta octubre se había cuidado muy bien de provocar la ruptura con los partidos, e incluso
el 10 de ese mes había salido en su defensa ante un ataque del interventor de la localidad
bonaerense de Azul. Bajo estas condiciones los acontecimientos de la lucha por la jefatura
del orden militar adquirían un carácter más profundo, del cual sus principales protago-
nistas no siempre estaban conscientes. Hacia principios de octubre un grupo de generales
y los mandos de la armada, organizaron un golpe palaciego cuyo objetivo era el desplaza-
miento de la dupla Farell-Perón. Simultáneamente el GOU, que tenía sus propios planes,
reunió a su estado mayor (del que formaban parte los hombres de Ramírez), y luego de
examinar el alegato del presidente en favor de los partidos, decidió limitar sus poderes,
imponiéndole a Farrell como segundo hombre de gobierno y obligándolo a destituir a
los ministros liberales. El éxito del operativo del GOU demostró que a pesar del desgaste
que comenzaba a evidenciar el régimen de junio apenas cuatro meses de haber nacido, la
fortuna todavía favorecía a sus hijos más resueltos. A todas luces las circunstancias para
intentar un giro de timón aún no estaban maduras y el complot de los generales y almi-
rantes se diluyó en el aire.
A mediados de octubre el heterogéneo bloque de fuerzas nacionalistas parecía dueño
de la situación y el cuadro gubernamental exhibía por fin las tonalidades de un mismo
color. Un general de concepciones corporativistas, Luis Perlinger, que proclamaba su
voluntad de disciplinar a la “masa ciudadana” y tratar como enemigos de la patria a los
opositores, fue designado ministro del Interior, mientras que un escritor católico de ideas
reaccionarias, Gustavo Martínez Zuviría, empeñado en “cristianizar” el país, ocupaba
la cartera de Instrucción Pública. Tras los primeros 120 días de existencia, el régimen se
había homogeneizado y se aprestaba a iniciar el período más oscuro de su breve historia.
Junto a Perlinger y Martínez Zuviría, una verdadera falange de católicos ultramontanos,
admiradores de Franco, Hitler y Mussolini, se deslizó por los despachos de las goberna-
ciones, la cancillería y el aparato cultural. La política que llevaban adelante no tenía de-
masiados matices. En octubre el gobierno dispuso la cesantía en masa de los funcionarios
y profesores que habían firmado una declaración, exigiendo la finalización del proceso
militar y el alienamiento del país junto a los aliados. En diciembre los partidos políticos
fueron disueltos, se implantó la enseñanza religiosa en los colegios, mientras que radios
y diarios fueran sometidos a rigurosa censura. Después de esto la pequeña burguesía
democrática no tuvo dudas de que estaba en presencia de una dictadura fascista. Sin
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
embargo, el retroceso de los partidos, sindicatos y del conjunto de la vida política, seguía
confiriendo un aspecto palaciego a la sorda lucha que se estaba librando, sin conciencia
plena todavía, en lo más profundo de la sociedad argentina.
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
que aumentar las sospechas generalizadas, que se fueron confirmando a poco que los
hechos tuvieron trascendencia. Ramírez y su gobierno se estaban desplazando a impulso
de la formidable presión del Departamento de Estado, cuyo titular no conforme con
la ruptura ahora exigía la declaración de guerra, como lo habían hecho el resto de los
países americanos. Nuevamente como durante la crisis de octubre del año anterior, las
pugnas que no se expresaban abiertamente en el terreno político tendían a encarnarse
en las fracciones dirigentes de la dictadura militar. En consecuencia, el bloque derrotado
en esa ocasión trataba de reconstruirse siguiendo la línea de fisura en el poder. Hay que
tener presente que la crisis palaciega de febrero que provocó la caída de Ramírez, estuvo
precedida por el intento de éste de deponer a Farrell y Perón y devolver a sus posiciones a
González y Gilbert. Si la apelación a los generales y por extensión a los jefes de la armada
hubiera tenido éxito, seguramente el giro hubiera resultado completo, pues una inmedia-
ta movilización de las fuerzas de la “civilidad” hubiera coincidido en ese punto, dotando
a los acontecimientos militares de un programa político. El imperialismo norteamerica-
no estaba dispuesto a reequipar a las fuerzas armadas argentinas a poco que el gobierno
declarase la guerra al Eje, y la oligarquía no hubiera dudado en aportar apoyo “popular”
a una salida que devolviese a los militares a los cuarteles y reinstalase a los viejos partidos
en el gobierno de la nación.
Frente a las pronunciadas oscilaciones de los partidarios de Ramírez, el ala del GOU
que encabezaban Farrell, Avalos y Perón. aparecía con una política más perfilada. Sus
jefes consideraban que con el resultado de la contienda mundial casi a la vista, era virtual-
mente imposible seguir manteniendo el viejo rumbo fijado por Castillo, pero en modo
alguno estaban dispuestos a replegarse mucho más allá de las posiciones sostenidas el 4
de junio. De todas formas su situación no dejaba de ser sumamente complicada, pues a
la luz de los resultados, la ruptura de relaciones con Alemania y Japón no había servido
de nada: los planteos internacionales habían reaparecido con tanta o más intensidad (el
embajador Armour recibió orden de no mantener relaciones con el gobierno militar) y las
formas defensivas del nacionalismo no resultaban suficientes para despertar el entusiasmo
de algún sector importante de la sociedad.
Como puede verse el régimen juniano se encontraba, en febrero de 1944, sin una pers-
pectiva política cierta y su porvenir distaba de ser brillante. No sólo se había desprendido
el ala liberal que formó parte del equilibrio de la primera hora, sino que una parte del
antiguo GOU, desplazada del gobierno, se reagrupaba en disidencia. Perón particularmen-
te había decepcionado a los nacionalistas ortodoxos, tanto civiles como militares, por
su comportamiento en la crisis que precipitó la ruptura de relaciones con el Eje, y éstos
habían terminado por desplazarse en torno a la figura del ministro Perlinger, creando de
hecho un nuevo polo en el seno del bloque gubernamental.
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Por cierto, la situación la del gobierno de Farrell no era envidiable. Acorralado por las
imposiciones del imperialismo victorioso, que no aceptaba retaceo alguno a sus preten-
siones, y a la vez trabado por las expresiones oscurantistas de la fracción oligárquica del
nacionalismo que lo condenaba al irremediable aislamiento. Sólo unos pocos parecían
comprender el significado del dilema. Perón, que era uno de ellos, decidió encontrarle
la respuesta, y a principios de marzo de 1944 envió un emisario a la embajada norteame-
ricana a los fines de explicar su posición y obtener el reconocimiento del gobierno de
Farrell. Según la versión de los funcionarios yanquis, el influyente coronel estaba resuelto
a desprenderse de Perlinger y sus nacionalistas confesionales, abrir el gabinete a los civiles
(especialmente la cancillería), ahondar la ruptura diplomática con las potencias derrota-
das, reestablecer parcialmente las libertades públicas y, finalmente, llegar a un acuerdo
con los radicales para hacerse elegir presidente constitucional.
La posición del radicalismo preocupaba vivamente a Perón. Sabía que sin un acuerdo
con el ala sabattinista del partido mayoritario, las realizaciones del régimen militar tenían
un destino incierto. A principios de mayo de 1944 explicaba ante oficiales de Campo de
Mayo que la UCR es “una fuerza utilizable, si podemos encauzarla de modo que coopere
con nuestra obra. Estamos ocupándonos de ellos y tenemos confianza en el éxito”. El
futuro jefe popular todavía esperaba una renovación de la cúpula partidaria que posibi-
litase el acuerdo. Sin embargo, la lucha por el poder le había enseñado a no jugar todas
las cartas en una misma apuesta. Además del basamento que estaba construyendo en los
sindicatos, parte de sus esfuerzos estaban destinados a fortalecer el control del Ministerio
de Guerra sobre el conjunto de la estructura militar. El GOU había estallado hacía fines
de enero y un mes después sus integrantes habían recuperado la renuncia firmada y sin
fecha que habían presentado en el momento de su admisión. Hasta el momento la logia
había obrado como foco de influencia, y a la vez como un formidable factor organizativo.
Sin embargo Perón no estaba en condiciones de reproducir una formación semejante,
pues a esa altura la experiencia gubernamental se había tornado demasiado compleja para
poder circunscribirla en los límites de una secta de juramentados. Sí podía, en cambio,
reconstituir una suerte de centralismo burocrático, recurso que utilizó en los primeros
días de marzo de 1944, haciendo firmar a los jefes de las principales guarniciones del país
un compromiso de obediencia al ministro de Guerra que incluía el desconocimiento de
Ramírez como jefe de la revolución y la aceptación inmediata del relevo cuando los man-
dos lo dispusieran. Perón había aprovechado en la ocasión el simulacro de levantamiento
del teniente coronel Tomás A. Ducó para reforzar de ese modo su autoridad, y si bien la
eficacia del “juramento” no podía resultar equivalente a la acción de una fracción secreta,
como había sido el GOU durante la mayor parte de su existencia, el mecanismo consolida-
ba al menos el principio de unidad vertical, que desde la cúpula del Ministerio de Guerra
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
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IV
De la logia secreta al
bonapartismo de masas
I
ndudablemente el desenlace del conflicto entre Perlinger y Perón estaba
lejos de asegurar al gobierno militar un nuevo tipo de estabilidad. Fuera de la cúpula
palaciega y de los casinos de oficiales, habían comenzado a acumularse poderosas
fuerzas que no tardarían en estallar. En junio de 1944 el bloqueo iniciado en noviembre
del año anterior, experimentó una nueva vuelta de tuerca: se congelaron fondos bancarios
del estado en Estados Unidos, a los barcos de esa nacionalidad se les prohibió tocar puer-
tos argentinos y quedaron cortadas las débiles relaciones comerciales que aún subsistían.
Además, el Departamento de Estado retiró a su embajador Armour y consiguió que otro
tanto hiciera el Foreing Office con David Kelly. Al parecer Cordell Hull había tomado
nota de unas palabras en las que Perón sostenía que al país le resultaba indiferente el re-
sultado de la guerra, y en las que reivindicaba los objetivos nacionales a través del poderío
militar, la industria pesada y un gobierno soberano. El 26 de julio el embajador argentino
abandonó Washington y en octubre la diplomacia americana se opuso al pedido de con-
vocatoria a la Unión Panamericana, formulado por el gobierno argentino para tratar la
crisis. Finalmente la cita a una conferencia hemisférica a realizarse en Chapultepec, sin
participación argentina, decidió al gobierno de Farrell a retirarse de la Unión Paname-
ricana. Finalizaba 1944 y la tensión política entre el gobierno militar y el imperialismo
norteamericano había llegado al límite. Hasta entonces el régimen de Buenos Aires había
tratado de resistir las presiones y mantenerse independiente de la estrategia imperialista
que ejercía un firme control sobre la mayor parte de América Latina. Entre marzo y
setiembre de ese año el agregado militar argentino en Madrid había realizado inútiles
esfuerzos por obtener de fábricas alemanas armamento pesado. Sin embargo la suerte de
la guerra ya estaba echada y resultaba ilusorio mantener la posición de semineutralidad:
en uno u otro sentido el conflicto con el imperialismo debía definirse.
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
Aires y dio nuevas fuerzas a la campaña que desde enero mantenía La Vanguardia en
favor de la entrega del poder a la Suprema Corte, cuerpo que había atravesado indemne
la “década infame”, luego de convalidar con una célebre acordada el derrocamiento de
Yrigoyen y de observar impávido las peripecias de una era de corrupción e infamia. Esa
Corte tan admirada por los socialistas y el resto de los liberales, seguía siendo la antigua
rosca oligárquica enquistada en la magistratura, en los bufetes de las corporaciones im-
perialistas y en las cátedras universitarias. El golpe del 4 de junio no alteró la majestad
de la justicia, y sus solemnes servidores se limitaron a repetir el ritual de reconocimiento
que trece años antes habían realizado frente a Uriburu. Sin embargo en abril de 1945, un
poderoso instinto de conservación les hizo ver a muchos la conveniencia de alterar sus
sedentarias costumbres, pues una serie de acontecimientos parecían desenvolverse hacia
una nueva dirección.
¿Cuáles eran las innovaciones que podían percibirse a través del paño que disimulaba
el verdadero rostro de la ley? Desde marzo de ese año una especial agitación sacudía las
universidades y se expandía por los círculos políticos. El régimen de facto, sometido a una
presión implacable por parte del imperialismo norteamericano y la burocracia soviética,
acababa de declarar la guerra al Eje y a todas luces se deslizaba por la pendiente que de
una u otra forma terminaría desembocando en la arena electoral. En esos días se iniciaba
el proceso de normalización de las universidades y la devolución de la autonomía facili-
taba la reorganización del movimiento estudiantil y aún de la propia estructura docente,
ya que mientras los alumnos expulsaban de las facultades e institutos de profesorado en
medio de grandes escándalos a los últimos catedráticos nacionalistas, los profesores ce-
santeados en octubre de 1943 eran devueltos triunfalmente a sus antiguos cargos. A través
de revolcones por una parte y actos de desagravio por la otra, el profesorado liberal fue
llevando a cabo la recomposición del viejo aparato educativo.
En marzo la euforia que empezaba a ganar las casas de estudio se ampliaba a la esfera
de los partidos. A principios de ese mes la prensa publicó una declaración —el Manifiesto
de los Lideres— firmado por varias decenas de dirigentes alvearistas, en el que se recla-
maban elecciones y se descalificaba al régimen imperante por ser un “sistema extraño al
espíritu nacional”. Un mes después la intransigencia reunió a sus distintas vertientes y
dio a conocer la Declaración de Avellaneda, un programa entre cuyos puntos figuraba
la nacionalización de los monopolios y de los servicios públicos y la reforma al régimen
de propiedad agraria. Mientras tanto los socialistas ocupaban ya las primeras líneas del
movimiento opositor que se estaba gestando en los distintos frentes, y desde las páginas
de La Vanguardia homogeneizaban, a través de un democratismo izquierdista, las ideas
fundamentales que habrían de alcanzar materialidad y desarrollarse socialmente durante
la crisis de octubre. Pero el sentimiento opositor no animaba solamente a radicales, so-
cialistas y comunistas. A mediados de abril el Partido Demócrata Nacional se acopló al
desplazamiento general, exigiendo la convocatoria a elecciones y advirtiendo contra las
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
plano la intromisión, pero sabía que en otro aspecto debía realizar concesiones, al menos
para reestablecer una cierta paridad bélica en el cono sur y aliviar la formidable presión
unificada que ejercían la plutocracia americana y la burocracia soviética.
Rendido ante esta evidencia, el gobierno argentino declaró la guerra al Eje el 27 de mar-
zo y su embajador en México firmó el Acta de Chapultepec el 4 de abril. Días después
Estados Unidos, Gran Bretaña y los países latinoamericanos dispusieron la reanudación
de relaciones. Simultáneamente una misión norteamericana arribó a Buenos Aires para
arreglar los detalles del primer suministro de armas en el marco de la Ley de Préstamos
y Arriendos. Por fin la situación parecía encarrilarse: el régimen de Farrell viraba rápida-
mente de acuerdo al cambio de marea tras el desenlace de la guerra, y todo indicaba que
estaba dejando atrás el más amenazante frente de tormenta. Fue una ilusión que duró
apenas unos días. El 20 de abril el gobierno denunció una conspiración militar de origen
liberal, de la que tomaron parte afiliados conservadores y comunistas con apoyo de la em-
bajada norteamericana, e inmediatamente procedió a arrestar a su inspirador, el general
Espíndola y a siete oficiales más. En los días siguientes las detenciones llegaron a 400; en
la mayoría de los casos los apresados eran civiles. Si bien la confrontación había resultado
prematura, el clima antimilitarista se expandía rápidamente en varias direcciones, a inicia-
tiva de una pequeña burguesía entusiasta que soñaba organizar sus propios maquis y dar
batalla al orden fascista. Hasta en Montevideo los exiliados se movilizaban: pendientes de
la caída de Berlín, alentaban para ese entonces un estallido popular que habría de barrer
con los dictadores uniformados. Estos reprimían cuanto podían, pero inevitablemente
seguían retrocediendo. Fronteras afuera la situación nuevamente se había dado vuelta: el
canciller Molotov denunciaba las medidas dictatoriales como prueba del carácter fascista
del régimen militar y la prensa norteamericana se volvía contra el gobierno de Truman,
que apoyaba la solicitud argentina ante la Conferencia de San Francisco. Una tras otra,
las concesiones se revelaban inútiles para contener el ímpetu de las potencias triunfantes,
cuya atención estaba pendiente ahora de las escaramuzas que se libraban dentro del país.
En medio de ese marco internacional, entre los meses de abril y julio, se desarrolló
la primera parte de la ofensiva liberal. El nuevo embajador norteamericano Spruille Bra-
den, llegó a Buenos Aires en los primeros días de mayo rodeado de las manifestaciones
de euforia que sucedieron a la caída de Berlín, y de inmediato se transformó en el eje de
un vasto movimiento de reclamos democráticos, al que confluían socialistas, demócratas
progresistas, comunistas, el unionismo radical y el estudiantado fubista, además de los
colegios profesionales, las asociaciones liberales, los próceres de la prensa oligárquica y
las grandes cámaras patronales. La primera iniciativa del enérgico embajador, antes de
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hombres de negocios de generosidad probada, y damas de noble origen, todos ellos hono-
rables ciudadanos que habían hecho suyo el firme propósito de influir sobre los partidos
hasta hacerles entender la necesidad de la “unidad democrática”, por la que clamaba ya
buena parte del país. Era en realidad un grupo de zánganos y figurones empedernidos,
provenientes de los círculos más estrechos de las viejas clases dominantes, algunos de ellos
abogados del capital imperialista, cuyo papel sobresalió de su verdadera representatividad
política gracias a la impotencia que demostraron los jefes partidarios. A mediados de mes
rompió el fuego la gran burguesía. Alrededor de 300 entidades patronales hicieron publi-
car solicitadas en todos los diarios atacando la política económica, a la que juzgaban peli-
grosamente inflacionaria, especialmente en el caso de las concesiones salariales realizadas
por la Secretaría de Trabajo. Simultáneamente la Confederación de Sociedades Rurales
denunciaba que el Estatuto del Peón quebraba la jerarquía del patrón, y en consecuencia
dejaba a merced de los peones o peor aún, de “agitadores profesionales”, la seguridad y
tranquilidad de los honestos hombres de campo. La naturaleza de clase del frente antipe-
ronista estaba como nunca a la vista. Pero no sólo en la actitud del terrateniente o del gran
industrial se percibía una conducta clasista. Por ese entonces los impolutos semidioses de
la Suprema Corte exhibieron sin prejuicios su verdadera naturaleza, negándose a tomar
juramento a los recientemente designados magistrados de los tribunales del trabajo. An-
ticipaban de ese modo su opinión favorable a una declaración de inconstitucionalidad de
los nuevos organismos. ¿Qué faltaba en ese mes de junio para completar el variado cuadro
de actividades opositoras? Simplemente la convocatoria a conformar la Unión Democrá-
tica que la dirección del juanbejustismo lanzó a los cuatro vientos hacia fin de mes.
Durante julio el centro de gravedad político se desplazó en parte hacia los partidos.
Los viejos aparatos habían recuperado bienes y locales y en todos sus niveles se desarro-
llaba un intenso proceso de reorganización. El unionismo que ya ejercía firmemente el
control de la UCR, hizo publicar una declaración denunciando las violaciones de los dere-
chos y garantías por parte del gobierno de facto, exigiendo la convocatoria a elecciones y
el levantamiento del estado de sitio y rechazando el estatuto de los partidos políticos. Por
su parte la Mesa Directiva había dispuesto expulsar a todo afiliado que ocupase cargos
oficiales, medida de similar rigor a la adoptada por el Consejo Universitario de Buenos
Aires contra los profesores disidentes. Era tal la presión política y moral que se había
acumulado en el seno de la pequeña burguesía democrática y en los medios liberales de
la opinión burguesa, que hacia mitad de mes las fuerzas conservadoras, agrupadas en el
Partido Demócrata Nacional, pidieron también ellas el levantamiento del estado de sitio,
negaron legitimidad al gobierno militar y repudiaron el estatuto de los partidos. Por fin
la agitación reinante en todas las esferas de la “sociedad democrática” hizo impacto en
uno de los flancos de las fuerzas armadas y al promediar el mes, una decena de almirantes
exigieron de Farrell comicios inmediatos, prohibición a los miembros del gobierno de
realizar proselitismo en su favor y prescindencia de la Secretaría de Trabajo y de la radio
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dirigentes opositores sabían que aunque las sucesivas acciones parciales minaban lenta-
mente la resistencia de sus enemigos, sólo un despliegue total de fuerzas en torno al poder
podía suscitar un vuelco de la situación y abrir un cauce a la solución político-militar.
El 19 de setiembre una gigantesca manifestación de 250 mil almas puso en evidencia
que las condiciones habían madurado lo suficiente como para que algo ocurriera. En
efecto, la Marcha de la Constitución y la Libertad había logrado reproducir en un único
acto, el fresco impresionante de la sociedad oficial a lo largo de una formidable marea
humana que se extendió desde el Congreso hasta Plaza Francia. No sólo la clase media
manifestaba: formando estrechas filas, también la aristocracia de la ciudad puerto portaba
carteles y banderas, cantaba La Marsellesa y entonaba consignas contra los militares y por
la libertad. Junto a notorios próceres del conservadorismo como Antonio Santamarina y
Joaquín de Anchorena, marchaban los jefes de los “partidos obreros” que una vez más se
habían constituido en ala izquierda del frente oligárquico. A retaguardia venía el proleta-
riado, es decir ferroviarios, tranviarios, municipales, etc., las capas acomodadas del viejo
orden agrario, cuya conciencia aún oscilaba entre los valores de un mundo que, aunque
en decadencia, parecía más pletórico que nunca, y la extraña masa obrera que silenciosa-
mente se había ido extendiendo a lo largo de la nueva estructura industrial.
Al día siguiente, La Nación, La Prensa, Crítica, La Razón y El Mundo, dedicaron pá-
ginas y páginas a la crónica del “grandioso desfile”. También la prensa latinoamericana
y los diarios de Estados Unidos daban cuenta del singular acontecimiento. Una honda
emoción embriagaba a la pequeña burguesía y señalaba a los jefes de la oposición que
la hora de la definición había llegado. Esta vez el inestable equilibrio sobre el que había
oscilado la situación política desde abril, se había roto y la confrontación trasladaba su eje
al terreno más amplio de la política de masas. A esa altura el ejército se había dividido, los
sindicatos vacilaban y la suerte de Perón parecía más que dudosa.
Sin embargo, el ascenso vertiginoso de una de las mitades de la sociedad, no sólo
provocó cambios externos en la distribución de las fuerzas. Dentro del frente opositor las
correlaciones también se modificaban como consecuencia de la consagración paulatina
del viejo alvearismo, transmutado en unionismo, como corriente dominante en la UCR.
Los antiguos “oligarcas de boina blanca”, coparon la maquinaria partidaria, favorecidos
por la resistencia con que chocó la ley de partidos que el gobierno promulgara el 31 de
mayo; resistencia organizada desde el propio aparato judicial. En lugar de un proceso
imparcial como preveía la norma, la UCR fue reorganizada por la antigua Mesa Directiva,
que manejada por el unionismo terminó por unificar los cuerpos de dirección de todo
el país a lo largo de una misma línea interna. La maniobra constituía un típico golpe de
mano, pues dentro del radicalismo, en estado de crisis y fragmentación desde la muerte
de Alvear, las relaciones de fuerza encerraban otro contenido. Pero a la colosal influencia
que todavía estaba en condiciones de desplegar el liberalismo atrincherado en las jerar-
quías partidarias y en ciertas ramas de la estructura estatal, se sumó la impotencia política
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¿Qué hacía Perón a todo esto? El virtual jefe del GOU se había convertido en secretario de
Trabajo desde noviembre de 1943. Su primera decisión fue derogar un decreto firmado
por su antecesor, el coronel Gianni, por el cual se sometía a los sindicatos a riguroso con-
trol y se prohibía en ellos la actividad política. Hasta ese momento el estado militar había
seguido una política frontal contra el movimiento obrero. Junto al decreto fascista del 20
de julio había procedido a disolver la CGT Nº 2, formada por socialistas y comunistas,
clausurando los locales de sus principales gremios e interviniendo a la Unión Ferroviaria y
La Fraternidad, dos de las más poderosas organizaciones de la otra central. Guiado por un
instinto ultramontano, el nacionalismo palaciego pretendía acuartelar a los trabajadores
con los mismos métodos empleados contra los estudiantes en la universidad.
Siendo secretario de Guerra, Perón había tomado contacto con dirigentes socialistas y
comunistas, y días antes de asumir sus nuevas funciones tuvo una actuación decisiva en la
solución de la huelga que desde agosto mantenía paralizados a los frigoríficos de Avellane-
da. En la ocasión Perón hizo liberar a José Peter, militante comunista y secretario general
del gremio de la carne, organización que era por entonces la línea de avanzada de la clase
obrera, y obligó a las empresas, bajo amenaza de intervenir los frigoríficos, a aceptar las
demandas que comprendían aumento de salarios, cumplimiento de las 60 horas sema-
nales, reincorporación de los despedidos, equiparación del trabajo de la mujer, etc. La
huelga había terminado con una victoria y la conducción comunista exhortó a los traba-
jadores a volver a las fábricas, ya que estaban de por medio las necesidades de los ejércitos
aliados, alimentados con carnes argentinas, asunto que ciertamente no conmovía a éstos
últimos, sorprendidos por la actitud de un desconocido coronel que interpretaba de una
forma tan particular sus intereses.
¿Cómo no extrañarse? Hasta ese momento los jefes militares habían visto en el movi-
miento obrero el peligro del avance “rojo”, y era tal el temor reaccionario que los asaltaba,
que casi un año después del golpe juniano, llegaron a prohibir los actos del 1 de mayo. Las
primeras referencias de Perón al asunto, anteriores a su transformación en secretario de
Trabajo, no se destacaban, salvo matices, del punto de vista general. Sin embargo, el jefe
del GOU comprendió rápidamente que la influencia que comunistas y socialistas ejercían
en los sindicatos, no podía ser quebrada apelando exclusivamente a métodos policiales.
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Por otra parte, su penetrante sentido de la realidad debía llevarlo a la conclusión de que
cualquier política que pretendiera mantenerse independiente del imperialismo y sus so-
cios nativos, tendría que apoyarse en nuevas clases sociales y, fundamentalmente, en las
jóvenes masas obreras que sin cesar afluían al mercado del trabajo.
Perón utilizó todos los métodos a su alcance para construir la sólida base de apoyo
que necesitaba en los sindicatos. Se valió de su influyente cargo en la Secretaría de Tra-
bajo para ganarse la confianza de algunos cuadros sindicales, en su mayoría de origen
socialista, pues los comunistas lo rechazaban sin más, y con ellos dio forma a la serie de
leyes y decretos que entre mediados y fines de 1944 cambiaron profundamente la legisla-
ción laboral. Sin embargo, Perón no limitó el papel de la nueva secretaría a la obtención
de consenso político. Su actitud dependía de quien tuviera por delante. En marzo del
mismo año las fuerzas policiales allanaban la sede del Sindicato Gráfico y en junio los
funcionarios de la Secretaría de Trabajo intervenían el gremio de los municipales. Eran
dos golpes rectos contra el núcleo de la oposición sindical. En abril la presión oficial cayó
a plomo sobre la Unión Tranviaria, una de las principales organizaciones de la CGT, e im-
puso la remoción parcial de la comisión directiva y un cambio de política, cuya primera
manifestación fue un acto de apoyo a la Secretaría de Trabajo realizado el 24 de ese mes.
Casi 30 días después la Asociación de Trabajadores del Estado organizó un acto similar, a
cambio de la liberación de su secretario general. En aquellos casos en los que la persuasión
o la intimidación no bastaban, Perón echó mano al recurso de promover la formación
de sindicatos autónomos que se desenvolvían paralelamente a la organización tradicio-
nal, respaldados en el favoritismo del estado. Estaba firmemente dispuesto a hacer saltar
por los aires a la burocracia stalinista y socialista y a reorganizar el movimiento sindical
de arriba hacia abajo, según las necesidades de una política nacionalista burguesa, y en
consecuencia utilizaba los medios acordes con esos objetivos. Sin embargo esa rara mez-
cla de paternalismo, verborragia jacobina y represión policial, no alteraba el contenido
fundamental del programa. El futuro jefe bonapartista tenía delante suyo a gigantescas
masas, bruscamente proletarizadas e incorporadas precipitadamente a la experiencia co-
lectiva de las grandes fábricas y talleres, cuyo juicio no dependía tanto de la suerte corrida
por direcciones muchas veces irrepresentativas, sino de mediciones muy concretas sobre
los cambios que a favor o en contra, experimentaba su situación material. En cuestión
de meses la Secretaría de Trabajo se había transformado en el nervio motor del estado
militar, cubriendo un radio de acción hasta entonces desconocido. Para las grandes masas
asalariadas su obra era perceptible a simple vista. Entre 1944 y 1945 las organizaciones
obreras firmaron más de 700 convenios que regulaban salarios, vacaciones, duración y
condiciones del trabajo, indemnizaciones por accidentes y despidos, etc. Por el decreto
31.665 de 1944 dos millones de trabajadores se incorporaron al régimen jubilatorio. Otro
decreto, el 32.347, instauró el fuero laboral, sacando del reducto íntimo de la justicia oli-
gárquica las relaciones entre obreros y patrones y objetivando a través de normas jurídicas
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que requería de un sólido frente de masas, unido sindicalmente bajo estricto control del
estado y en condiciones de convertirse en una fuerza política, capaz de resistir las presio-
nes del imperialismo.
¿Qué actitud adoptaban a todo esto los trabajadores? La clase obrera que ha de irrum-
pir tal cual la reconoció la historia en las jornadas de octubre, era producto de la nueva
situación configurada tras la crisis de los años 30’. Salidos de un mundo agrario en de-
clinación, incorporados a las fábricas en muchos casos sin tiempo de asimilar los rudi-
mentos de la lucha sindical, arrastrando consigo la tradición nacional-democrática del
federalismo del siglo XIX y del yrigoyenismo de los primeros años, los jóvenes obreros
que habrían de protagonizar el reagrupamiento histórico del 17 de octubre, se formaron
una conciencia inmediata de la realidad, lo suficientemente aguda como para diferenciar
los campos antagónicos y elegir de acuerdo con sus intereses específicos. Una coinciden-
cia objetiva vinculaba el proceso de expansión industrial que promovían los créditos y
el proteccionismo del régimen, con las necesidades del desenvolvimiento de clase. Esas
necesidades impulsaban a los trabajadores a afiliarse en masa a las nuevas organizaciones
sindicales que patrocinaba la Secretaría de Trabajo, o a transformar el carácter de la es-
tructura gremial existente. En pocos años el peso de la irrupción obrera había cambiado
sustancialmente el panorama sindical. Hacia 1941 las cifras oficiales registraban un total
de 440 mil trabajadores sindicalizados y dentro de esa suma ambas CGT apenas superaban
los 300 mil cotizantes. Esa masa se había reducido notoriamente en vísperas del 4 de ju-
nio.12 En cambio en 1948 la CGT declaraba representar a 2 millones de afiliados. En apenas
siete años el grado de sindicalización se había cuadruplicado. La clase obrera se volcaba
en bloque hacia una nueva perspectiva, desplazando o dejando aisladas a las antiguas
direcciones socialistas y comunistas. Había descubierto a través del sindicalismo de masas
el camino para consolidar el régimen salarial, con todas las conquistas que el sistema
burgués puede conceder, y respaldaba resueltamente las medidas que favorecían el desen-
volvimiento de un capitalismo nacional en el cual advertía la posibilidad de multiplicar
sus propias fuerzas. No se proponía abolir el capitalismo, sino transformarlo según sus
necesidades presentes y habían encontrado en Perón la mediación más apropiada para
alcanzar esas aspiraciones. La tendencia que predominaba en los obreros de esos años
es fácilmente perceptible a la luz del contraste que se estableció entre el crecimiento de
grandes organizaciones de masas, volcadas principalmente —aunque no exclusivamen-
te— hacia la lucha económica y, en consecuencia, subordinadas en última instancia a la
influencia estatal, y la pérdida de representatividad (combinada con una reducida gravita-
ción) de los llamados partidos obreros. El proletariado apoyaba el programa nacionalista
burgués de perfil antioligárquico y antiimperialista que comenzaba a esgrimir Perón al
calor del combate contra sus enemigos, e identificaba en el estado el resorte fundamental
12 Organización Sindical. Asociaciones Obreras y Patronales. Departamento Nacional del Trabajo, 1941.
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de sus reivindicaciones.
¿Denotaba esta conducta la ausencia de una conciencia histórica de sus fines de clase?
Es evidente que tal conciencia no había llegado a configurarse en los diez años, de expan-
sión que precedieron a 1945, y posiblemente el hecho de que Perón hubiera finalmente lo-
grado liquidar al Partido Laborista, a pesar de la resistencia de algunos de sus fundadores,
en definitiva revele hasta dónde habría podido sostenerse en los orígenes del peronismo
una corriente autónoma. Simplemente: los trabajadores apoyaban lo que juzgaban bue-
no y rechazaban lo que no les convenía, como se vio el 17 de octubre y luego, durante el
régimen peronista. Pero carecían de una política propia y, en consecuencia, se movían a la
defensiva. ¿Tenían razón pues los socialistas y comunistas que caracterizaban como dema-
gógica la relación entre Perón y las masas y se lamentaban de la inmadurez de los obreros
que aceptaban pasivamente el “panem et circenses” del tirano? La interpretación que unos
y otros daban de los acontecimientos resultaba sorprendente, porque si la experiencia no
había generado espontáneamente el socialismo en la conciencia, el “socialismo” sí había
generado una conciencia negativa en los jóvenes obreros de 1945. ¿Qué otra actitud que
el apoyo independiente a las medidas burguesas del régimen en el campo laboral debían
haber adoptado la CGT y los partidos de izquierda? No existía otra perspectiva para una
política que aspirase a fijar una expresión de clase dentro de la experiencia popular. Sin
embargo, las direcciones tradicionales hicieron exactamente lo contrario. En el campo
sindical la antigua CGT Nº 1, en cuyo Comité Central Confederal existía mayoría de so-
cialistas (algunos disidentes), tras la reorganización de setiembre, decidió en el transcurso
de su II Congreso Ordinario celebrado a mediados de diciembre de 1943, “solicitar la
ruptura de relaciones con el Eje, a fin de encauzar al país y tomar posición definitiva en
la lucha contra los bárbaros nazifascistas”, “apoyar y participar activamente en la Unión
Democrática” y condenar (sin nombrarlo) la intromisión de Perón en los sindicatos. Este
último no pasó por alto la declaración de guerra, y hacia fines de diciembre numerosos
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dirigentes sindicales fueron a dar con sus huesos en la cárcel. Sus métodos no eran por
cierto los de una república parlamentaría, pero el coronel no veía por qué habría de tener
mayor consideración con una burocracia que, por su parte, empleaba sus propias formas
de compulsión.
En el terreno político la situación era la misma. Los dirigentes del PC no tenían ninguna
duda: se encontraban en presencia de una típica dictadura nazifascista a la que había que
derribar, y durante buena parte de 1944, al menos hasta el 31 de octubre, fecha en que el
rotundo fracaso de la “huelga general revolucionaria” arrasó con las ilusiones, Codovilla y
sus camaradas unieron fuerzas con socialistas y conservadores en una fantástica aventura
insurreccional. ¿Qué tenían que ver estos planes con la experiencia de la que, día a día, los tra-
bajadores iban extrayendo las conclusiones elementales de una política de clase? La necesidad
de consolidar el frente democrático contra el fascismo, obligaba a comunistas y socialistas a
hacer concesiones sustanciales a los monopolios imperialistas y a la burguesía, suprimiendo
de su plataforma política las reivindicaciones inmediatas que fatalmente tensaban las relacio-
nes dentro de la alianza. En los límites de la Unión Democrática el programa de los “partidos
obreros” comenzaba y terminaba con la huelga general y la insurrección, y no había lugar
para otra cosa. La política era suicida y llevó a los cuadros del PC al aislamiento como en los
casos de Peter, Chiarante y Girard, y a los del socialismo a romper con su partido. Así y todo
la conducción del stalinismo demostró ser de una pieza y a mediados de julio de 1945 rechazó
un ofrecimiento de alianza política formulado por Perón, orientado a aplastar la ofensiva gol-
pista desatada por la oligarquía y las patronales. La autocrítica no constituía ciertamente una
práctica extendida entre la jerarquía codovillista y hacia fines de julio, cuando el partido entró
en la legalidad plena y no quedaban militantes suyos en la cárceles, los comunistas pudieron
enarbolar orgullosamente, a plena luz del día, las banderas de la resurrección oligárquica que
por entonces flameaban al son de Marsellesas y vivas a la democracia.
Los trabajadores tomaron buena nota del asunto. ¿Podían confiar en partidos que se
decían obreros y en calidad de tales marchaban codo a codo con sus enemigos de clase?
En cuestión de meses habían aprendido que una política burguesa avanzada era preferible
al más audaz de los programas clasistas, formulado desde el ala izquierda del frente oligár-
quico. Justamente por eso en la afirmación de la conciencia nacional-burguesa del 45’ no
sólo está presente la negación del viejo sistema de relaciones capitalistas semicoloniales,
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con rasgos patriarcales y raíz oligárquica, sino también el rechazo a las formaciones de iz-
quierda que en lugar de hacer del socialismo el punto de ruptura con el orden establecido,
convertían a la doctrina de Marx en instrumento de subordinación a las clases tradiciona-
les. ¿Qué podía esperarse de los trabajadores en tales condiciones? Siguieron a Perón pues
sus intereses inmediatos así lo aconsejaban y en cuanto a los históricos, tuvieron buen
cuidado de separar de su camino a los portadores de esa supuesta conciencia de clase.
Sólo un reducido grupo de militantes de extracción trotkysta, iniciador de la corriente de
izquierda nacional, formulará desde el periódico Frente Obrero una posición de apoyo in-
dependiente a Perón, a cuya jefatura burguesa asignarán un carácter progresivo, en tanto
polo nacional en el enfrentamiento con el bloque oligárquico.13
Mientras tanto el proceso de industrialización, a pesar de las deformaciones que pro-
vocaba el crecimiento desordenado de las ramas livianas, no se interrumpía, y la nueva
generación de obreros fabriles sentía como paulatinamente se acumulaban sus fuerzas.
Un solo dato bastará para completar la idea: en 1943 las huelgas en la Capital Federal (sin
contar paros nacionales) habían abarcado a unos 7 mil trabajadores y arrojaban como re-
sultado 87 mil jornadas perdidas. Veinticuatro meses después, en el año decisivo de 1945,
la cantidad de huelguistas había subido a 44 mil y las pérdidas a 500 mil jornadas.14
La otra pieza clave del aparato laboral montado por Perón era la Secretaría de Tra-
bajo y Previsión Social, creada con jerarquía ministerial a fines de noviembre de 1943.
Con el nuevo engranaje Perón terminó de una vez con la estructura federativa del ex
13 “La misma masa popular que antes gritaba ¡Viva Yrigoyen!, grita ahora ¡Viva Perón! Así como
en el pasado se intentó explicar el éxito del peronismo aludiendo a la demagogia que atraía a la chusma,
a las turbas pagadas, a la canalla de los bajos fondos, etc. así tratan ahora la gran prensa burguesa y sus
aliados menores, los periódicos socialistas y stalinistas, de explicar los acontecimientos del 17 y 18 de oc-
tubre en iguales o parecidos términos. Con una variante: comparan la huelga a favor de Perón con las
movilizaciones populares de Hitler y Mussolini. Identificar el nacionalismo de un país semicolonial con
el de uno imperialista es una verdadera ‘proeza’ teórica que no merece siquiera ser tratada seriamente.
“(…) La verdad es que Perón al igual que antes Yrigoyen, da una expresión débil, inestable y en el fon-
do traicionera, pero expresión al fin, a los intereses nacionales del pueblo argentino. Al gritar ¡Viva Pe-
rón!, el proletariado expresa su repudio a los partidos seudo-obreros, cuyos principales esfuerzos estuvieron
orientados en el sentido de empujar al país a la carnecería imperialista. Perón se les aparece, entre otras
cosas, como el representante de una fuerza que resistió larga y obstinadamente esos intentos y como el pa-
triota que procura defender al pueblo argentino de sus explotadores imperialistas. Ve que los más abiertos
y declarados enemigos del coronel lo constituyen la cáfila de explotadores que querían enriquecerse ven-
diéndole al imperialismo anglo-yanqui, junto con la carne de sus novillos, la sangre del pueblo argentino”.
“(...) Aquellos que desconocen el sentido y la importancia de las tareas nacionales en nuestra Revolución,
están incapacitados para comprender estos acontecimientos; en general, están incapacitados para compren-
der nada”.
14 Durruti, Celia. Clase obrera y peronismo. Ediciones Pasado y Presente. Córdoba, 1969. Pág. 116
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Departamento Nacional del Trabajo que impedía la ejecución de una política unificada,
y la reemplazó por una maquinaria centralizada, que extendió a lo largo y lo ancho del
país a través de delegaciones regionales los cuadros de una trama burocrática sumamente
influyente, en algunos casos con poder semejante al de las intervenciones provinciales.
El contraste con la situación anterior resultaba notable. Los inspectores de la Secretaría
de Trabajo llegaban hasta los puntos remotos de la República, ordenando la aplicación
de leyes y decretos hasta entonces desconocidos. El cerrado orden patriarcal de los que-
brachales y yerbatales del norte argentino fue quebrado por el ímpetu del propio estado,
que luego de muchos años volvía sobre los primeros pasos del régimen yrigoyenista. En
los cañaverales del noroeste la FOTIA, fundada en 1944, organizaba un frente sindical de
miles de trabajadores y ponía límites a las ambiciones de la poderosa oligarquía azucarera.
La homologación de convenios, el arbitraje de los conflictos entre obreros y patrones, el
reconocimiento de los sindicatos, la fiscalización de las condiciones de trabajo, y todos
los otros aspectos de la vida laboral, habían pasado a ser controlados desde una de las
esferas del Estado. Enfrentado con los funcionarios tradicionales que le eran desafectos,
Perón había reorganizado una parte de los cuadros de la administración y a toda marcha
comenzaba a montar un aparato político que habría de jugar un papel efectivo en la crisis
de octubre, y aún después durante la campaña electoral.
Al imperio de una política nacional burguesa, luego de más de una década de inmo-
vilismo oligárquico, la arcaica estructura estatal se remodelaba aceleradamente. En 1943,
junto a la Secretaría de Trabajo, otra olvidada dependencia del Ministerio de Agricultura,
la Dirección de Industria y Comercio había sido transformada en Secretaría de Industria
con rango ministerial y unos meses después, en abril de 1944, se fundaba el Banco de
Crédito Industrial, destinado a promover el desenvolvimiento de la burguesía nativa.
Perón sabía muy bien que la naturaleza arbitral de su política, necesitaba de algo más
que el apoyo del flamante ensamble estatal-sindical. Desde su punto de vista no era pu-
ramente hipotético esperar que un programa que tendía a ampliar el horizonte histórico
de la burguesía industrial, encontrase en esa clase parte de los cuadros que necesitaba para
desarrollarse. Sin embargo ya se vio que las particularidades del desenvolvimiento de la
industria semicolonial habían dado como resultado una masa de pequeños y medianos
empresarios, muy débil políticamente, ávida de ganancias y sin conciencia plena de su
situación. Perón creyó que si las nuevas capas burguesas, recientemente promovidas, no
habían alcanzado aún una representación institucional genuina, de todas formas sería
posible entenderse con la Unión Industrial, gobernada por la alta burguesía vinculada a
las clases tradicionales y al capital imperialista, pero igualmente favorecida por el protec-
cionismo y las líneas de crédito. Su plan consistía sencillamente en proceder a una cons-
cripción general de socios, transformando a la UIA en la representación de la totalidad del
empresariado fabril, ampliar el círculo liberal de sus cuerpos, directivos y armar, a partir
de los elencos burocráticos y técnicos existentes, una estructura simétrica y compensadora
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de la central obrera.
Pero la burguesía monopolista tenía otra opinión sobre este asunto. En diciembre de
1944 la conducción de la UIA denunció el papel perturbador de la cartera laboral en las
relaciones entre el capital y el trabajo; a mediados de 1945 se sumó a la ofensiva patronal
contra la nueva legislación obrera, hacia fines de año integró junto a la Sociedad Rural y la
Cámara de Comercio un frente contra el proyecto de instaurar el aguinaldo y la participa-
ción obrera en las ganancias y, finalmente, durante la campaña electoral de 1946, financió
la Unión Democrática. En modo alguno los círculos tradicionales del empresariado fabril
estaban dispuestos a aceptar el nuevo equilibrio social que exigía la política nacionalista
impulsada por el ala popular del régimen militar. La UIA fue intervenida en mayo de 1946,
pero recién en 1952 Perón logró reorganizar, bajo influencia oficial, las filas de la burguesía
nativa y dar a luz la Confederación General Económica. Durante diez años habría de
desenvolver un programa nacional-burgués, prácticamente sin burguesía, y en muchos
aspectos en oposición a una opinión generalizada que desconfiaba del inquietante apoyo
obrero sobre el que se sostenía su gobierno.
Perón contraataca
A lo largo de los difíciles meses que preceden a la crisis de octubre de 1945, todos los es-
fuerzos de Perón se concentraron en la colosal tarea de organizar un gran frente de fuerzas
nacionales que le diera salida política al proceso militar. Pero curiosamente, a medida que
su influencia crecía en los medios obreros y el audaz coronel intentaba abrir alternativas
en los círculos políticos y empresarios, la situación en el terreno militar desmejoraba. A
comienzos de 1945 el régimen estaba prácticamente detenido y a mediados de año retro-
cedía en la mayoría de los frentes, arrinconado por una poderosa arremetida opositora.
El programa nacionalista se había agotado en sus límites burgueses y la orgullosa bandera
del neutralismo y el no alineamiento, había sido arriada casi sin explicaciones. Entre sus
camaradas de armas, Perón había comenzado a moverse a la defensiva. Ya no era el inspi-
rador de una fracción nacionalista en ascenso, sino un jefe militar a punto de convertirse
en dirigente de masas y, precisamente, esa situación despertaba múltiples resistencias.
Hasta comienzos de 1944 había utilizado al GOU como instrumento de hegemonía políti-
ca e ideológica y mediante su influencia mantuvo la cohesión del aparato militar. Pero el
GOU saltó en pedazos cuando no pudo seguir conteniendo en sí todas las tensiones de un
poder altamente centralizado. A su vez el Ministerio de Guerra, cuya estructura burocrá-
tica respondía a Perón, podía en el mejor de los casos desempeñar una función disuasoria
pero nunca jugar un papel dirigente. En consecuencia, bajo las vacilaciones del gobierno,
el frente militar amenazaba dispersarse en varias direcciones.
¿Quiénes eran los enemigos del hombre que ostentaba la mayor concentración de
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dido a encontrar un punto de equilibrio que evitase la ruptura abierta, combinada las
provocaciones y desafíos al embajador Braden, con concesiones ciertas a los monopolios
extranjeros, como por ejemplo el archivo de las investigaciones sobre la CHADE y el grupo
Bemberg y el trato privilegiado a las compañías ferroviarias. Si en todo momento se pro-
puso desarrollar una política independiente, que era la única que permitiría un proceso
de acumulación de capital favorable a los intereses globales del país, su antiimperialismo
tenía límites burgueses, que lo llevaban a respetar estrictamente el régimen de propiedad
imperante, y a valerse sólo hasta cierto punto de la fuerza arrolladora de la clase obrera.
Pero aún dentro de esos límites, las resistencias que provocaba la progresividad global
de la política peronista eran formidables y repercutían sobre todo el espectro político,
incluidas las fuerzas armadas.
Sin embargo, por lo menos hasta agosto y en parte setiembre de 1945, el equilibrio
interno del ejército no se había alterado. Después de todo, para quienes rechazaban la
ignominia que significaba la restauración liberal, Perón seguía siendo el único jefe que
ofrecía una salida política al régimen de junio, y el carácter necesario de tal presencia
quedó certificado por la asamblea militar que a fines de julio de ese mismo año instruyó
al gobierno para que, en caso de no llegar a un acuerdo con los radicales sobre una so-
lución que ofreciese garantías sobre las conquistas de la revolución de junio, prosiguiera
con la política de masas y organizara una fuerza propia. La mayoría de los generales que
firmaron la resolución no eran adictos a Perón, sin embargo el impresionante despliegue
de la oposición liberal en ese mes, los obligaba a responder de ese modo a la demanda de
elecciones inmediatas, que días antes habían formulado los almirantes.
Perón por su parte ya estaba lanzado a la contraofensiva. A mediados de junio había
estallado la batería de solicitadas patronales contra la legislación social propiciada por la
Secretaría de Trabajo. Su titular había respondido con una declaración en la que atacó a
la oligarquía política y económica, les advirtió que no tendrían otra “semana trágica” y
denunció el papel del capital extranjero. Inmediatamente se sucedieron unos a otros, los
pronunciamientos sindicales en defensa de las conquistas amenazadas y el 12 de julio la
CGT, la USA y los sindicatos autónomos, organizaron una masiva demostración de apoyo
a la obra de Trabajo y Previsión. Era el primer acto público de esa naturaleza, aunque
ya a principios de diciembre de 1944, Angel Borlenghi había reunido 200 mil trabaja-
dores para agradecer el decreto sobre jubilaciones. Perón a su vez recorría los sindicatos
anunciando a los obreros el inicio de una era de las masas y la muerte de los prejuicios
burgueses, prometiendo el voto a las mujeres y desenmascarando a la canalla oligárquica
que desde la magistratura se oponía a la nueva legislación social. Había salido a dar batalla
a terreno abierto, y a medida que los intereses históricos del privilegio, la opresión y el
atraso, perfilaban en el horizonte la figura inconfundible de la contrarrevolución, su infla-
mada oratoria iba adquiriendo el verbo preciso y contundente de las grandes causas.
También Perón tenía la virtud de distinguir inmediatamente a sus enemigos y sabía
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
como tratarlos. Rápidamente había advertido el poder aglutinador del embajador esta-
dounidense, e hizo todo lo posible para que éste se transformara en uno de los polos de
los dos campos en pugna. Braden era temperamental, irreflexivo y soberbio, y Perón lo
provocó constantemente para moverlo a la acción. Inmediatamente después de haberlo
echado de su despacho, hizo conocer bajo distintas formas, el contenido de la entrevista.
Casi simultáneamente, volantes anónimos sorprendían a los porteños haciendo la paro-
dia de la cruzada de colonización democrática, en la que alegremente se había embarcado
el embajador.
Pero el futuro jefe popular sabía que para articular una fuerza política según la na-
turaleza de sus propósitos, era necesario edificar una organización de cuadros con cierta
experiencia partidaria. A mediados de 1944 había dado por terminadas las conversaciones
con Sabattini con un último comentario de impotencia, y hacia setiembre había iniciado
gestiones tendientes a provocar un desprendimiento en las filas del radicalismo. En la
provincia de Buenos Aires, Atilio Bramuglia nombrado interventor en enero de 1945, lle-
gó a un acuerdo con Ricardo Balbín y numerosas comunas pasaron a ser gobernadas por
radicales, que de todas formas no adquirían compromiso alguno sobre el futuro político
del régimen. Perón por su parte logró en agosto la designación de tres ministros radicales,
dando cumplimiento a la reorganización ministerial ordenada por los generales a fines de
julio. Sin embargo, ni Hortensio Quijano (Interior), ni Armando Antille (Hacienda), ni
Juan Cooke (Relaciones Exteriores), tenían vinculación con el ala intransigente y tam-
poco estaban en condiciones de arrastrar tras sí fuerza alguna. No parecía prudente cam-
biar de barco en medio del furioso vendaval opositor y para colmo, dentro de aquellas
corrientes nacionales que perduraban en el viejo tronco partidario, un compromiso con
Perón era visto poco menos como obra de aventureros. Así y todo el coronel insistía. A
mediados de septiembre La Época dirigida por un radical yrigoyenista, Eduardo Colom,
comenzó a editarse diariamente por la tarde con un contenido que la aproximaba a las
posiciones de la intransigencia, pronunciándose sarcásticamente sobre las más prestigio-
sas figuras de la oposición frentepopulista.
¿Vísperas de reacción?
Sin embargo se trataba de un combate desigual. La que habría de ser la fuerza funda-
mental del frente de clases que sostendría a Perón en el poder por espacio de una década,
todavía no se había manifestado. Es cierto que las grandes masas apoyaban la obra de la
Secretaría de Trabajo y seguían con simpatía los movimientos del hábil coronel. Pero por
el momento los trabajadores estaban alejados de la lucha política y sus dirigentes, mu-
chos de ellos ligados aún a la tradición profesionalista de la década del 30’, vacilaban. Se
habían visto obligados por la reacción patronal a organizar la concentración obrera del 12
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Socialismo Latinoamericano / www.izquierdanacional.org
de julio, pero una cosa era defender la legislación social del gobierno y otra alinearse en
un frente político con el promotor de esa legislación. A principios de setiembre, en medio
del apogeo opositor, La Fraternidad, la Unión Obrera Textil, el Sindicato Obrero del Cal-
zado, e inmediatamente después la Confederación de Empleados de Comercio, acusaron
a la dirección de la CGT de colaboracionismo hacia el gobierno y de estar complicada
en la promoción electoral de Perón, y procedieron a desafiliarse de la central obrera. Se
trataba de organizaciones de primer rango que se movían de acuerdo al curso de los acon-
tecimientos y sobre las cuales pesaban particularmente la presión del Partido Socialista,
que a principios de año había ordenado a sus militantes gremiales limitar el trato con las
autoridades, desconociendo de hecho toda la legislación social que no tuviera origen en
un régimen constitucional. En aquel entonces la petrificada dirección juanbejustista, ob-
servaba impotente como una parte de sus cuadros sindicales era atraída por el influyente
aparato que se organizaba en torno a la Secretaría de Trabajo, y sus ridículas instrucciones
no tuvieron repercusión alguna. Pero ahora que el impulso opositor estaba a punto de
cambiar el sentido de la marea política, una parte de las direcciones tradicionales vacilaba
y la otra rápidamente se reacomodaba. La respuesta que dio la conducción de la CGT a
los rupturistas resultó sugestiva. Negó que pudiera existir colaboracionismo alguno en
sus posiciones ya que éstas no tenían carácter político. Explicaban sus directivos que
“las organizaciones sindicales son coaliciones de carácter económico, fundadas sobre la
naturaleza de clase, frente a las cuales todos los gobiernos son lo mismo, representantes
más o menos genuinos de la clase capitalista”. En el terreno gremial la historia había
avanzado en cuestión de meses mucho más que en varias décadas y, sin embargo, una
parte considerable de la alta conducción parecía retroceder con igual velocidad, ante la
furia desatada por las viejas clases dominantes. Poco tiempo antes se habían sumado al
movimiento general reclamando la vuelta a la normalidad institucional. Frente a ellos se
levantaban los nuevos sindicatos respaldados por la Secretaría de Trabajo como la Unión
Obrera Metalúrgica, la Asociación Obrera Textil y la FOTIA, pero su incipiente fuerza
gremial todavía no estaba organizada políticamente.
Perón conocía perfectamente el carácter provisorio de sus propios contingentes y en
modo alguno se engañaba sobre el formidable poder de sus enemigos, ni sobre la natu-
raleza de sus fines. A comienzos de agosto, en vísperas de la ofensiva final que habría de
lanzar a las calles a miles de opositores, el jefe del ejército explicó su posición en el trans-
curso de una conferencia realizada en el Colegio Militar. Sus palabras iluminaron bajo
una nueva luz los decisivos acontecimientos que se estaban desarrollando. Anunció que
el mundo había entrado en una nueva época y que así como la revolución francesa había
terminado con el poder de la aristocracia, la revolución rusa había puesto fin al dominio
de la burguesía. Dijo que había comenzado el gobierno de las masas populares. Afirmó
que esa era la tendencia histórica y aseguró que ante ella sólo quedaba la alternativa de
adelantarse a los acontecimientos, promoviendo la evolución de la situación social, o en-
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
asamblea de jefes de capital y el Gran Buenos Aires convocada por Perón en el Ministerio
de Guerra. Sin embargo el conflicto no habría de resolverse mediante los votos. Perón
renunció a todos sus cargos el día 9 y el 12 fue encarcelado en un buque de la armada que
navegaba con destino a Martín García. Había peleado con todos los recursos políticos a
su alcance pero no estaba dispuesto a llevar al ejército a un enfrentamiento armado. Tenía
frente a él la reacción en toda la línea que había denunciado a comienzos de agosto. Más
allá de los odios y de las rencillas palaciegas y aún del acontecimiento anecdótico que
desencadenó el planteo de Campo de Mayo, Perón había sido derribado por la oligarquía
que, conocedora del peligro que encerraban las derivaciones populares del nacionalismo
del secretario de Trabajo, hizo valer toda su influencia hasta lograr fijar los prejuicios, las
tradiciones más reaccionarias del sentido común y el prestigio de los valores oficialmente
consagrados, en una fuerza organizable.
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Peronismo y bonapartismo • osvaldo calello
la dictadura uniformada no tenía una perspectiva propia, y elegir una salida era volcarse
sencillamente hacia alguna de las alternativas en que se dividía el país. ¿Qué impedía,
ahora que no estaba Perón, alcanzar un acuerdo con la oposición que pusiera término a
un enfrentamiento, cuya prolongación amenazaba transformarse en una explosiva crisis
social? En la noche del 11 de octubre el gran salón del Círculo Militar sirvió de marco
a una singular asamblea. Trescientos oficiales superiores (20 eran delegados del Centro
Naval) discutían junto a una representación de civiles, qué destino darle al poder. No lo-
graron ponerse de acuerdo: mientras la marina y los héroes de la civilidad exigían obstina-
damente la entrega del gobierno a la Corte, los oficiales del ejército (estaban ausentes los
representantes de guarniciones del interior) sostenían al gobierno de Farrell, proponiendo
la designación de un gabinete que garantizara elecciones imparciales para el próximo mes
de abril. Había en cambio acuerdo en la necesidad de detener a Perón y procesarlo por su
actuación como ministro de Guerra (se lo acusaba de haber introducido la delación y la
persecución en las filas del ejército). Finalmente, a pesar de la división de opiniones, tres
generales, tres almirantes y cuatro notables varones consulares (Palacios, Rivarola, Allen-
de Pose y Saavedra Lamas) en representación de la magna asamblea, entrevistaron en la
madrugada del 12 de octubre a Farrell y por la mañana del mismo día a Avalos. Este últi-
mo, que era dueño de la mayor parte del poder, les hizo saber que el ejército no entregaría
el gobierno a los jueces y que por el contrario, se aprestaba a formar nuevo gabinete, luego
de haber removido a los ministros peronistas. Igual respuesta obtuvo una delegación de
solemnes figurones que en nombre de la Junta de Coordinación Democrática, entrevistó
al ministro de Guerra horas más tarde.
Mientras tanto, desde las primeras horas de ese mismo día, una verdadera muche-
dumbre se reunió en asamblea en la Plaza San Martín, frente al Círculo Militar. Es-
peraban los resultados de la gestión ante Avalos. Un estallido de júbilo estremeció las
apretadas filas demócratas cuando llegó la noticia de que el gabinete en pleno había
renunciado. Sin embargo Alejandro Lastra, Allende Posse, Germán López, Manuel Or-
doñez, tribunos de la heroica jornada, no estaban dispuestos a transar: exigían, uno tras
otro, la entrega del gobierno a la Corte. Cuando volvió la delegación cívico-militar que
habría entrevistado a Avalos y luego en un último intento ante Farrell, la decepción fue
enorme y la hasta entonces colorida asamblea se transformó en un furioso asedio sobre
el Círculo. Los manifestantes no le perdonaban al ejército que había derribado a Perón,
su inconsecuencia democrática y ni siquiera Vernengo Lima al hablar en nombre de la
marina, pudo calmar totalmente los ánimos. Es más, se vio obligado a reclamar crédito a
sus palabras pronunciando una sentencia que no por lo obvia dejó de hacerse célebre: “yo
no soy Perón”. Pero todo fue inútil: la crisis había estallado en el seno del frente antipero-
nista. Al día siguiente, Orientación, órgano del Partido Comunista, titulaba “Rendición
incondicional: ¡El gobierno a la Corte!”. Ernesto Sammartino había escrito unas horas
antes: “El ejército está de rodillas y es necesario terminar con él”. Pero el ejército no estaba
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dispuesto a entregar el poder en las condiciones que pretendían los liberales, y la armada
no tenía más remedio que reducir sus aspiraciones a una distribución paritaria de los
cargos gubernamentales.
La extraña confluencia de fuerzas entre las pequeña burguesía civil y militar que había
provocado la caída de Perón, estaba quebrada. A juicio de los dirigentes del democratis-
mo liberal no era suficiente que el jefe popular hubiera sido destituido de todos sus cargos
y estuviera a punto de ser detenido y enjuiciado, ni tampoco que Avalos y Farrell se mani-
festaran dispuestos a nominar un gabinete de “notables” hasta las elecciones que habrían
de realizarse en apenas seis meses. Un sentimiento de omnipotencia parecía dominarlos:
además de la victoria política que había significado el golpe palaciego del 9 de octubre,
pretendían terminar con el ejército que había dado origen al régimen de junio con sus
medidas nacionalistas, su sospechoso neutralismo y la demagogia desenfrenada que había
destruido la paz social. ¿Cuál era la razón por la cual las viejas clases dominante se habían
enceguecido de repente y no atinaban con la fórmula política apropiada, ante una situa-
ción que se les presentaba por demás propicia? La necesidad de poner fin a la pesadilla
autocrática no es suficiente para explicar el rígido antimilitarismo que había apoderada
a los dueños tradicionales del poder, acostumbrados en los últimos años a valerse de las
fuerzas armadas para ejercer su autoridad. La habitual frialdad de las clases dirigentes
había transmutado en una rara mezcla de desprecio, odio y temor por los hombres de
uniforme. Significativamente, la atmósfera antifascista que se expandía por el mundo tras
la victoria de las democracias occidentales terminó condensado en la conciencia de la
clase media todos los prejuicios antimilitaristas acumulados desde los inicios de los años
30’. El ala liberal de la oligarquía no resultó inmune a esa influencia. Sus máximos repre-
sentantes, impresionados por sentimiento antiautoritario que se reflejaba en las páginas
de La Vanguardia, en la leyenda que rodeaba a los cuadros comunistas que regresaban de
la cárcel o el exilio y en las ocupaciones estudiantiles de las casas de estudio pese al estado
de sitio, no supieron imponer una dirección al desordenado proceso. La antigua fuerza
hegemónica había perdido el rumbo, su principal partido —el Demócrata Nacional—
que había salido agotado de la “década infame” estaba excluido del bloque de fuerzas
opositoras que impulsaba la pequeña burguesía y, para peor, tras el derrocamiento de
Castillo, carecía de un jefe a la altura de las circunstancias. Una fuerza inexorable parecía
empujar a los conspiradores hacia su propia perdición. “Hemos cometido un error en no
haber apoyado antes a este gobierno. Temo que ya sea tarde”, declaró Victorio Codovilla
tras ser dejado en libertad por el general Avalos en persona. Inmediatamente el PC cambió
de consigna pidiendo un “gobierno de concentración nacional”. Sin embargo ya era 16 de
octubre y faltaban pocas horas para que llegara el turno en que las grandes masas obreras
y populares fijaran su posición.
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En efecto, en la mañana del viernes 12, el coronel Mercante, que ya había dejado de
ser director de Acción Social Directa, reunió a casi un centenar de dirigentes sindicales
en la Secretaría de Trabajo con el objeto de iniciar los preparativos que deberían culminar
con la realización de una huelga nacional. Al día siguiente el gobierno designó nuevo
secretario de Trabajo, y sin embargo la maquinaria construida por Perón seguía funcio-
nando parcialmente según la antigua orientación: las delegaciones regionales recibían ese
mismo día un mensaje del capitán Héctor Russo, ex director del organismo, anunciando
la detención de Perón y anticipando la huelga de la CGT. Simultáneamente Mercante
recorría el Gran Buenos Aires tomando contacto con activistas y dirigentes sindicales
y propaganda la consigna de la movilización popular, hasta que finalmente por la tarde
acató la orden de detención y se presentó en Campo de Mayo de donde no saldría hasta
el 17 de octubre. Luego de más de dos años de régimen nacionalista, el estado ya no era
exactamente el viejo aparato montado por la oligarquía agro-exportadora, y al menos
algunos de los nuevos estamentos burocráticos reaccionaban según la tendencia de los
nuevos tiempos.
a movilizarse para alcanzar ambos objetivos. Precisamente ese día la FOTIA inició desde
Tucumán el movimiento huelguístico que habría de culminar dos días después en una
histórica victoria popular. También en Rosario y el Gran Buenos Aires se iniciaban los
paros y movilizaciones. La consigna de la huelga general flotaba en el ambiente y una
cierta tendencia a la espontaneidad escapaba a los moldes de una situación orgánica. Ese
mismo lunes 15 el general Avalos había dado todo tipo de seguridades al secretario general
de la CGT, Silvio Pontieri. Sin embargo horas más tarde, la Comisión Administrativa de la
central obrera declaraba la huelga general ad referendum del Comité Central Confederal
que habría de reunirse el día siguiente. Los sucesos se precipitaban y había tres novedades
que pesaban en el ánimo de los dirigentes sindicales. Una de ellas era la comprobación de
que la clase obrera estaba a punto de ponerse en movimiento, incitada por la agitación de
decenas de activistas que en algunos casos se adelantaban a las direcciones tradicionales y
en otros las contradecían abiertamente. Simultáneamente, los obreros habían advertido
el primer signo de la reacción patronal ese mismo lunes, cuando al reclamar por el des-
cuento del feriado de! 12 de octubre recibieron un sugestivo consejo: “vayan a cobrárselo
a Perón”. Por último, ni a los dirigentes sindicales ni a los trabajadores se les escapaba
que en la Secretaría de Trabajo se había operado un cambio de rumbo. A su frente estaba
ahora Juan Fentanes, católico ligado al grupo editor de la revista Criterio, quien al asu-
mir el cargo se había apresurado a declarar que la Secretaría “no será sede de actividades
personalistas o partidarias”, palabras de significado inequívoco para todos aquellos que
recordaban el papel del viejo Departamento Nacional del Trabajo.
En consecuencia la crisis estaba prefigurada en todos sus aspectos en el atardecer del
16 de octubre, cuando se inició la sesión del Comité Central Confederal. Las delibera-
ciones se prolongaron durante toda la noche y finalmente, sobre el filo de la madrugada,
por 16 votos contra 11 triunfó la moción de paro general para el día 18. Habían votado en
contra, proponiendo declarar al CCC en sesión permanente y proseguir las negociaciones,
el bloque de la Unión Ferroviaria, a pesar que dos de sus delegados, Silvio Pontieri y Ra-
món Tejada, sostenían el punto de vista de la huelga. También se había pronunciado por
mantener la línea acuerdista la Asociación de Trabajadores del Estado, sin embargo uno
de sus representantes, Libertario Ferrari, rompió la unidad de la delegación y tuvo una in-
tervención decisiva en favor de la movilización obrera. El significado del reagrupamiento
estaba a la vista: la vieja burocracia sindical se había fracturado, sometida a la formidable
presión de pinzas del estado por una parte y de las masas por la otra, y la nueva mayoría se
orientaba en el sentido del viraje histórico que estaba experimentando la situación políti-
ca general. Por lo demás, la moción aprobada se pronunciaba contra la entrega del poder
a la Corte y la formación de gabinetes oligárquicos, pedía la integración de un gobierno
democrático que organizase elecciones libres y también el levantamiento del estado de
sitio y la libertad de los presos militares y civiles. A Perón no lo nombraba, pues para una
parte considerable de los dirigentes sindicales era inadmisible tomar partido de ese modo
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tente: había acumulado las fuerzas necesarias para derribar a Perón, pero no las suficientes
para hacerse cargo del poder. La expresión patética de su imposibilidad la dio el anacró-
nico gabinete que Juan Álvarez intentó presentar a Farrell en la hora justa en que nueva-
mente cambiaba de manos el poder. Los antiguos círculos dominantes no fueron capaces
de encontrar una solución orgánica a la crisis y, en consecuencia, habían dejado un vacío
histórico que otras clases, según sus propias necesidades habrían de llenar. Curiosamente
en más de una ocasión se ha atribuido a las vacilaciones o aún a la complicidad de Avalos
el retorno de Perón. ¿Por que el jefe del ejército, con control directo sobre el acantona-
miento decisivo de Campo de Mayo, no disuadió o reprimió a los manifestantes del 17
de octubre?, se suelen preguntar algunos autores, como si estuvieran en presencia de un
enigma clave. Reconocen inmediatamente que la policía federal era un cuerpo político
relativamente nuevo, organizado por los amigos de Perón, pero no se interrogan sobre la
pérdida de hegemonía ideológica y de autoridad práctica sobre el aparato político-repre-
sivo por parte de las antiguas clases dirigentes. Es más, la conducta de Avalos ha pasado
a constituir en algunas interpretaciones, poco menos que el dato histórico sustancial de
la crisis de octubre, como si la división del ejército, agudizada por el antimilitarismo que
exhibía la emergente Unión Democrática, no hubiera desmoralizado a la mayoría de los
cuadros antiperonistas, enervando sus energías y capacidad de intervención.
Lo cierto es que un ciclo histórico acababa de cerrarse definitivamente, y que las fuer-
zas que habían vivido en él su apogeo estaban agotadas. A pesar de los recursos políticos
y materiales que aún conservaba, la incapacidad del bloque oligárquico para compene-
trarse de los profundos cambios que había experimentado el conjunto de la situación era
sintomática. El estallido del 17 de octubre había dejado mudo al espectro liberal. Ni La
Prensa ni La Nación prácticamente le dieron espacio a la noticia. Sólo días después todos
los órganos de la oligarquía reaccionaron indignados ante la acción de los “malones de
forajidos”. Movido por el mismo instinto de conservación, Orientación, semanario del
PC, calificaba de una “malevaje peronista” a las masas trabajadoras, a las que comparaba
con los movimientos fascistas de Italia y Alemania. El socialista Américo Ghioldi no
pudo contener su inclinación a hablar de lo que escapaba a su conocimiento y calificó de
lumpen-proletariat a los manifestantes obreros. Originalidades parecidas repitieron mo-
nótonamente los radicales y los estudiantes de la FUA y FUBA.
Pero el desconcierto o la incomprensión de una parte de la sociedad, por más ilustra-
das y poderosas que fueran las clases enceguecidas, no interesaba demasiado, luego de las
jornadas populares de octubre. La oportunidad de la reacción había pasado sin que los
antiguos círculos dirigentes descifraran su verdadero significado. Por todo un período la
historia habría de valerse de las nuevas fuerzas sociales surgidas a la sombra de lo que fuera
una opulenta Argentina oligárquica, para remodelar el país de acuerdo a las necesidades
de un capitalismo ascendente y de una sociedad burguesa en expansión. Durante diez
años habría de perdurar el equilibrio político originado en la movilización del 17 de oc-
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tubre. Los problemas que esta particular relación de fuerzas logró resolver y los que que-
daron pendientes, la progresividad y limitaciones del programa nacionalista de Perón, el
desenvolvimiento y crisis de un nuevo movimiento popular, transformaron de tal modo
el pasado próximo, que cuarenta años después es imposible dilucidar los interrogantes del
presente, si no es a la luz del ciclo de experiencia popular todavía no concluido, que se
inició en los acontecimientos claves de octubre de 1945.
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Epígolo
P
erón se presentó nuevamente ante las masas poco antes de la medianoche
del 17 de octubre, y ante la Plaza de Mayo colmada de trabajadores, anunció su re-
tiro del ejército y su ingreso al terreno de las luchas populares. La oligarquía estaba
derrotada, el ejército que se había dividido y Campo de Mayo que se había hecho antipe-
ronista en las jornadas liberales de setiembre, pero que habían vacilado ante el antimili-
tarismo visceral del frente democrático, viraban ahora según el potente flujo de la marea
social. Sólo los mandos de la armada seguían insistiendo inútilmente en la posibilidad de
un levantamiento militar. La acción de las masas lo había cambiado todo. Perón ya no era
vicepresidente, ni ministro de Guerra, ni secretario de Trabajo, sino el jefe de un frente
nacional que emergía victorioso desde lo más profundo de la sociedad argentina. En los
meses sucesivos habría de verse la impotencia política de sus componentes para dotar a
semejante agrupamiento de una fisonomía pluralista, en correspondencia con su hetero-
génea base de clase. Pero por el momento, el campo peronista presentaría hasta mediados
de 1946 el cuadro típico de los movimientos nacionales que surgieron en la periferia semi-
colonial sobre el filo del medio siglo. Tenía por base de apoyo a los obreros fabriles y a los
peones rurales y también a ciertas capas de la clase media baja y de la pequeña burguesía
agraria. En uno de sus extremos oscilaba una clase ambigua y oportunista, orientada
según los altibajos de la coyuntura y la suerte de los negocios: la burguesía nacional. Pero
además de las fuerzas históricas de un nuevo período, Perón contaba con una parte de
la maquinaria estatal, reestructurada según las necesidades que contradictoriamente se
expresaron a través del movimiento del 4 de junio. Uno de sus hombres de confianza,
el general Sosa Molina, había reorganizado las filas del ejército y desde entonces su ala
nacionalista habría de transformarse en uno de los puntos de apoyo del naciente régimen
popular. Por su parte Mercante, nuevo titular de Trabajo y Previsión, controlaba la pode-
rosa rama de la burocracia de estado inserta en la estructura gremial. Simultáneamente
obraban a favor de Perón una parte del aparato de las intervenciones provinciales y el
grueso de la policía federal. Fuera de la esfera central del poder, dos de los aparatos ideo-
lógicos típicos de un orden centralizado, experimentaron de un modo directo el impacto
popular. En los sindicatos se produjo un vuelco masivo hacia la nueva jefatura, mientras
que en la iglesia se diferenciaron dos alas, una de las cuales, la conservadora, identificaba
en el peronismo ciertos rasgos nacionalistas del régimen militar, advertía complacida la
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peso para obrar de este modo. Había comprendido que dentro del particular equilibrio
político en el que le tocaría gobernar el país, sólo podría salir airoso de la prueba de fuerza
a que habrían de someterlo la oligarquía y el imperialismo, si lograba respaldarse en la
más férrea unidad interna y, al mismo tiempo, había advertido que su flamante jefatura
era el resultado de una combinación explosiva: un programa a nacionalista burgués que
no tenía por apoyo principal a la burguesía sino a la clase obrera. Semejante contradic-
ción no cabía en los cuadros de una organización democrática y Perón, que habría de
disolver al Partido Laborista y desplazar a Luis Gay de la dirección de la CGT porque no
estaba dispuesto a tolerar la existencia de un ala izquierda apoyada en las masas obreras,
advirtió prontamente los riesgos de la situación. Desde ese momento el centralismo po-
lítico adquirió un carácter orgánico y el antiguo fundador del GOU alcanzó la altura de
una jefatura bonapartista que sustituía en su rol histórico a la burguesía nacional, dando
curso en buena medida a las necesidades de una clase obrera todavía en formación. De
esta manera, a medida que esa conducción arbitral se elevaba por encima de las clases que
la apoyaban y ganaba independencia, el régimen peronista fue cobrando una fisonomía
característica. Una fuerza irresistible parecía querer centralizarlo todo. El Estado alcanzó
un grado mayor de cohesión interna que la que había logrado imponer la dictadura junia-
na, uniformando los estamentos burocráticos, policiales y militares, reforzando el control
sobre los aparatos políticos (partidos, prensa, movimiento estudiantil, etc.) y ejerciendo
un estrecho tutelaje sobre los sindicatos. Con el tiempo habría de exhibir el aspecto de
una semidictadura de base popular, cuya sustancia histórica social, profundamente de-
mocrática, le aseguró casi 10 años de desenvolvimiento progresivo. Cuando finalmente
el peronismo fue derribado, esa potencia estaba prácticamente agotada. Sin embargo el
golpe de 1955 no había dado paso a nuevas fuerzas sociales. Por el contrario, la resurrec-
ción liberal de los nuevos septembrinos apenas si ocultaba los rasgos más siniestros de
la contrarrevolución. Perón caía prisionero de las contradicciones de un régimen, cuya
envoltura burocrática había terminado por transformar el control sobre las masas en el
freno enervante de toda iniciativa popular. Así y todo la vigencia política de esa jefatura
perduró por dos décadas más, y todavía hoy, el vacío que quedó tras la muerte del caudillo
popular no ha sido llenado. Al proletariado le espera la misión de recomponer y dirigir
el frente de clases antiimperialista y revolucionario, que continúe en un nuevo nivel his-
tórico la batalla de los trabajadores del 45’. Cuando lo logre, el socialismo pasará a ser la
perspectiva victoriosa del pueblo argentino.
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BIBLIOGRAFIA
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