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UNIVERSIDAD TECNOLOGICA DE HONDURAS

ETI C A PRO F ES I O N AL

Modulo # 4

I. Datos Generales
Nombre de la Asignatura: Ética Profesional Código: EPG-0305
Unidades valorativas: 3 Duración del Módulo: 10 días

Objetivos Específicos:
1. Describir la importancia de la ética como profesional.

Competencias a alcanzar:
Practica la ética como profesional lleno de virtudes.

Descripción Breve de Actividades:


 Leer contenido del módulo IV
 Ver video en sección de Enlaces
 Participar en foro 3
 Desarrollar tarea individual

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II. Desarrollo de Contenido

Introducción
Ética. Como es bien sabido, este vocablo procede del griego êthos (o, según
Aristóteles, también éthos): carácter, hábito, costumbre... Pero además puede
decirse que es el lugar en el que se habita y el modo de vivir en ese ámbito,
valorada la persona de forma global, en todos sus sentidos, no
fragmentariamente.

El segundo término, profesión, señala al lugar en el que se vive desde


el punto de vista laboral: es ahí donde la mayor parte de las personas obtienen
el sustento preciso para sí mismos y para sus familias, y es donde, con una
consideración más profunda y acertada, los hombres pueden llegar a
convertirse en co-laboradores con el Creador, laborando-con Él en sus planes
sobre el mundo, participando en la administración de la realidad, no como
accionistas -no nos ha sido dado el planeta en propiedad- sino como gerentes.
De algún modo, el Creador ha dejado incompleta la creación, contando con que
el hombre la vaya consumando, a la vez que se perfecciona a sí mismo.

Llegamos al tercer elemento constitutivo del título: la virtud. Este


término apunta a los hábitos, es decir, a la facilidad mayor o menor que una
persona puede alcanzar para realizar un determinado acto, a base de haberlo
ejercido en muchas ocasiones previas. Es un lugar común recordar que si esos
hábitos operativos se encuentran orientados al bien son denominados virtudes
y si lo están hacia el mal quedan calificados como vicios. Los hábitos
componen -según Aristóteles- una segunda naturaleza, que nos facilita o nos
dificulta el camino de la vida en plenitud.

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ETICA, PROFESIÓN Y VIRTUD

La búsqueda de la felicidad
Hay, al menos, una realidad en la que las personas de todos los tiempos
y de cualquier latitud estamos esencialmente de acuerdo: anhelamos la
felicidad. La pretendemos de forma más o menos explícita, en manera más o
menos ansiosa, pero siempre la perseguimos, tanto en lo profesional, como en
lo familiar y, principalmente, en lo vital: la necesitamos en el acontecer diario.
Aunque alguien obtenga todo -dinero, reconocimiento público, éxitos
profesionales, aplauso por la labor intelectual y/o artística, etc.-, si no alcanza la
felicidad, nada tiene.

De la armónica composición de nuestra vida física, profesional y familiar,


surgirá, como de una fuente, la felicidad. Dicho de otro modo, la felicidad es, en
cierta medida, llevarse bien con los otros, con el mundo y con nosotros
mismos. De esas tres relaciones, probablemente es la tercera la más ardua.
Por eso, cuando se logra, las otras dos brotan sin particulares dificultades.
Quien se acepta a sí mismo, no espera más de lo que es razonable anhelar, ni
columbra expectativas desproporcionadas: su ilusión no se ve defraudada
porque procura apuntar a realidades que no escamotean las promesas
realizadas.
Para el hombre, la verdadera felicidad -y también la felicidad verdadera-
no es un bien dado, sino una meta que se presenta a la vez como dificultosa y
deseable. En ocasiones parece acercarse; otras, se difumina en medio de las
nieblas de la dificultad. Es, en cualquier caso, reto que se plantea
necesariamente, y ha de procurarse alcanzarla con iniciativa y sabiduría
siempre renovadas. Tiene mucho más que ver con una permanente conquista
de cierto sabor pacífico que con un fruto plenamente poseído. Felicidad es
tarea y también, de algún modo, el don que surge de ese esfuerzo. La felicidad
es una especie de respuesta semejante a la que recibe el amado de su amada,
que no se impone, sino que se espera.

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Por eso, nunca da resultado la búsqueda en directo de la felicidad, pues


si así se pretende, la persona acaba cargándose de un fardo de egoísmo que
dificulta -o más bien impide- el mismo objetivo al que se aspira. Dicho de otro
modo, el cumplimiento de normas y obligaciones -incluidas las morales- es
condición necesaria, pero no suficiente, en la búsqueda de la felicidad.

La felicidad poco o nada tiene que ver con la mera posesión de bienes o
de reconocimiento externo, y tampoco con su contrario. Afirmar que la felicidad
está en la pobreza material, supondría olvidar que las posesiones, en sentido
estricto, son buenas: por eso son denominadas bienes. Tampoco procede del
pasar totalmente inadvertido, porque una persona no llega a ser plenamente
persona hasta que no se establece un reconocimiento dialógico, en el que
alguien reconoce y explicita la bondad de la existencia del otro.

Pero no se encuentra la felicidad en la acumulación de propiedades,


como la experiencia sociológica muestra. Los reconocimientos externos no
hacen tampoco saborear la plenitud en que la felicidad consiste, sea por su
transitoriedad -antes de que los aplausos se apaguen, esas mismas personas
están pensando ya en otras cosas...-, sea porque la gloria vana que provoca se
encuentra muy alejada de esa situación de don, en apariencia inmerecido, en el
que la felicidad consiste.

Algunos señalan que la felicidad es un imposible. Entonces, responde


Julián Marías, deberíamos cambiar el referente del término felicidad para
denominar algo que fuese alcanzable. En cierto modo, y en esto estoy
totalmente de acuerdo con Leibniz, la felicidad es a las personas lo que la
perfección es a los entes. Sin ella, falta algo esencial a la vida.

Por decirlo con palabras de Julián Marías, la felicidad es una realidad


planeada: a eso precisamente corresponde la felicidad como imposible
necesario. Nuestra vida consiste en el esfuerzo por lograr parcelas, islas de

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felicidad, anticipaciones de la felicidad plena. Y ese intento de buscar la


felicidad se nutre de ilusión, la cual, a su vez, es ya una forma de felicidad.
La felicidad, en fin, surge de alcanzar una meta, un objetivo, un deseo,
cuya obtención era improbable.
De todas formas, y a pesar de su carácter proyectivo, la felicidad no se
encuentra en el pasado ni tampoco sólo en el futuro. El tiempo propio de la
felicidad es el presente. Pero no una actualidad cualquiera, sino una llena de
ilusiones, de proyectos y esperanzas.

La reducción de la felicidad a placer es un engaño o, cuanto menos, un


error de cálculo. Como señaló Joubert, el placer viene a ser la felicidad de un
punto del cuerpo. Y la verdadera felicidad, la única felicidad, toda la felicidad
estriba en el bienestar de toda el alma.
Sin embargo, para muchos, la felicidad del hombre se encontraría -de
forma semejante a lo que sucede en los animales- en la mera placidez. De ese
modo, nada habría más preciado que una vida placentera. Frente a esas
consideraciones, fruto de una sociedad anestesiada por una mala o incompleta
asimilación de la información percibida por los sentidos (el hombre-animal es el
que permanece a nivel epidérmico, en los placeres sensibles, sin situar éstos
en su lugar adecuado y aspirar a otros más acordes con su naturaleza),
coincido con los clásicos en la afirmación de que ideales por los que no
merezca la pena morir tampoco justifican el vivir. O, dicho de otro modo, la
felicidad no se encuentra en una existencia sin inquietudes, sino en un corazón
enamorado...

La felicidad se encuentra necesariamente en relación con las potencias


más altas del hombre: su inteligencia y su voluntad. Por eso, ha de consistir en
buena medida en conocer la verdad y amar el bien. Y dice también referencia
necesaria a estar junto a lo que -y a los que- uno ama, quienes, de manera
también altruista, manifiestan esa benevolencia (bene-volere: querer bien), que
no es impuesta, sino liberal: podría o no darse.

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Como ha señalado Karol Wojtyla, el hombre se revela a sí mismo, como


deseo de autoposesión y de autocumplimiento. Y es este último acto
manifestación de la permanente búsqueda de la felicidad. Tal vez por eso la
felicidad consista en ese proceso permanente y continuado de autoconquista
del hombre mismo. Resulta tan importante el objetivo -fin último de la persona-
que estamos dispuestos a renunciar a satisfacciones parciales con tal de
alcanzarlo.
La angustia en la que se debaten muchos contemporáneos no es sino
una muestra más de la urgente necesidad de volver a indicar cuáles son los
caminos por los que es posible felicidad. A decir de Bernanos, tantos que se
juzgan prácticos, materialistas, conquistadores de los bienes terrenos, en
realidad padecen una desazón profunda. Como señalaba con aguda precisión
no exenta de ironía: dan la impresión de correr en pos de la fortuna, pero lo que
hacen no es correr en pos de la fortuna, sino huir de sí mismos.
Una última e importante precisión: la felicidad guía las acciones de las
personas, pero no tiene, en sí misma, capacidad normativa. O, por decirlo de
otra manera: el ansia de felicidad no es, por sí solo, criterio de actuación. Las
coordenadas para la vida no se encuentran en la búsqueda de la dicha, sino
que son ajenas -por más que se encuentren anexas- a ella.
Valga como excusa para esta larga -y sólo aparente- digresión, el hecho
de que todo en la vida del hombre acaba por orientarse hacia la búsqueda de la
felicidad: la profesión por supuesto, pero también el modo en que se perciben
la ética y las virtudes.

Felicidad y Ética
Para muchas personas, los términos felicidad y ética aparecen como
opuestos. Esto se produce porque, desafortunadamente, el concepto al que
nos referimos resulta ser en ocasiones un pseudo, ya que padece del mal de la
des-armonía.
Me explicaré. La ética, como he tenido ocasión de explicitar en otros
trabajos (por ejemplo, Ética de los negocios: El pago de los impuestos, en
Cuadernos de Estudios Empresariales, 4, 1994, pp. 273-285), es ciencia y arte,
y su Belleza intrínseca exige un delicado equilibrio de todos los aspectos que la
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componen. Añado ahora que si alguno de ellos adquiere preponderancia


demeritando a los otros, surge un proceso de desvirtuamiento, con
consecuencias graves. Quizá las mentiras más dañinas para el hombre sean
precisamente los problemas mal planteados, porque en nada estimulan para
buscar la verdad. Aceptar una postura errada en el comienzo supone, en buena
medida, despilfarrar el pensamiento, ya que las conclusiones no serán válidas.

La ética, en sentido pleno, es, en mi opinión, la armónica composición


de tres elementos. Los enuncio y esbozo a continuación:
1.- Las normas nos indican qué es lo que debemos hacer, nos orientan
sobre los caminos que hemos de recorrer en nuestro comportamiento personal
y respecto a los demás a lo largo de la vida.
Las normas son fundamentales, porque, sin ellas, de igual modo que sin
señales de tráfico en una carretera, se hace prácticamente inviable llegar al
destino. Además, se tratará de referentes objetivos, porque si son meramente
subjetivos o producto de un pacto temporal, podrán ser cambiados sin más,
dejando a todos en una situación de perplejidad.
Sin embargo, la defensa de esas normas morales ha de hacerse de
forma armónica, pues si reducimos la ética al cumplimiento riguroso de unas
normas, la cosificamos, la objetivamos de manera impropia. Las normas éticas,
sin más, se agotan en sí mismas: les falta la sabia de la vida.
Por eso, su sublimación acaba en uno de estos dos callejones sin salida:
a) Una rigidez tremenda, inhumana, que forja gente sin corazón,
envarada, tiesa, acorchada y, por tanto, nada atractiva. Se convierte
así la ética en una larga enumeración de obligaciones, muchas veces
pesadas e incomprensibles, que es preciso seguir para no
encontrarse condenado por los condicionantes de un ambiente en el
que no se respira vida, y en el que la libertad no encuentra acomodo.
b) El paso inmediatamente siguiente tiende a ser el rechazo de esa
normativa agarrotada y su sustitución por unos preceptos cuyo
objetivo último suele ser el comportamiento no agresivo con los
cercanos, pero de carácter subjetivo. Las coordenadas espacio-

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temporales pasan a convertirse en radicalmente importantes para


definir la normativa. Y como sin reglas no es posible vivir, se definen
unas en las que la convivencia sea el empeño deseable y
preponderante. El control y dominio de la ira acaba por ser, en la
práctica, el único fundamento sólido.

El kantismo, en su apresurado intento por huir de lo que interpretaba una


ética de lo placentero (por equivocar los tres posibles sentidos del bonum,
reduciéndolos únicamente al delectabile), se centró en una teoría formal de
deberes. La consecuencia fue una parcialización de la persona. Kant olvidó que
difícilmente alguien se mueve únicamente y toda la vida por referentes vacíos.
El imperativo categórico es demasiado poco para el hombre. Obra de tal
manera que la máxima de tu voluntad pueda siempre valer como principio de
una legislación universal, ya es algo, pero resulta insuficiente: falta armonía: no
considera globalmente a la persona. Sólo con señales externas (ajenas), no es
posible vivir mucho tiempo. La persona reclama más, mucho más...
El pensador alemán arrancó la esencia misma de la vida ética del ámbito
de la experiencia de la persona, y lo trasladó al extraempírico del noúmeno. A
continuación, hizo que toda la experiencia ética de la persona surgiese del
sentimiento de respeto a la ley moral por él mismo propuesta
(sorprendentemente, y tal como ha apuntado con agudeza el pensador polaco
Karol Wojtyla, es este sentimiento de respeto por la ley el único que, para Kant,
no tiene contacto con la realidad empírica, sino sólo con la razón y con una
forma a priori de la ley moral).

Sin embargo, el deber sin más no es perseguible durante un largo


período, porque el hombre busca siempre la felicidad. Uno de los más infaustos
errores del kantismo, insisto, fue identificar felicidad con placer. Su formación
puritana hizo el resto: había que rechazar el placer, y, por tanto, la felicidad.
Kant presupone que, independientemente de la ética formal y racional, el
hombre es un absoluto egoísta y un radical hedonista del placer sensible, y que
lo es en todas sus emociones, sin distinción entre ellas.

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Las consecuencias de la sublimación formal de las normas las seguimos


pagando. Plantear la ética, como Kant hace, en nombre exclusivamente de la
autonomía de la razón es demasiado poco, principalmente, porque afirmar que
la ley moral es una mera creación a priori de la razón, que no encuentra su
fundamento en el orden existente en la naturaleza, supone desconocer la
realidad.
2.- La virtud es el segundo elemento radicalmente constitutivo de la
ética. Como hemos señalado al comienzo de estas reflexiones, los hábitos van
conformando esa segunda naturaleza, que facilita o dificulta determinadas
actuaciones.
Pero la virtud, siendo primordialmente importante, como tal, a secas,
conduce a comportamientos puritanos, propios de gente inflexible, porque
olvida que lo específico de la virtud no es lo arduo, sino el bien (bonum
honestum). Es más, a veces, el bien no es lo más difícil.
De nuevo se verifica una desarmonía de los elementos y eso provoca
fallas existencialmente onerosas. La primera de ellas, no saber siquiera cuáles
son los hábitos precisos para una vida ética procedente. Las virtudes no
alcanzan su pleno discernimiento en sí mismas. Precisan de indicadores
externos, sin los cuales quedan privadas de sentido. Un ulterior estado de
decadencia de las virtudes provoca la aparición de la teoría de los valores.
3.- El amor es el tercer factor consistente de la vida ética. El amor del
que aquí hablamos lo es en sentido pleno. No nos referimos a una mera
apreciación afectiva, sino que incluye en sí elementos de razón y de voluntad.
La importancia del amor es básica, pues no es posible crear sin amar, y
si esto sirve para todas las artes, de manera más plena para esa gran catarsis
en la que consiste precisamente el desarrollo de la persona, es decir, su
crecimiento ético.
Si, por el contrario, como algunos propugnan, el amor se limita a mero
sentimentalismo, vacío de contenido, conduce a tipos diversos de hedonismo.
Eso no significa de ningún modo que el amor sea plenamente racional. De
hecho, el enamorado es una especie de loco. No es posible ser plenamente
lógico (en el sentido de cartesiano) en el amor.

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Pocos han calado como lo logró Pedro Salinas en La voz a ti debida:


Que alegría vivir / sintiéndose vivido. Y también: Como quisiera ser / lo que te
doy / no quien te lo da. En ambos casos se apunta a lo esencial: la entrega
total y, paralelamente, la necesidad de conocer que se es correspondido. No se
dice Qué alegría vivir / sintiéndose pensado (o recordado). ¡No! El amor
necesita plenitud de donación y de recepción, de la que no existe nunca
certeza previa plena, y que, si no se cuida primorosamente, se diluye o incluso
se arrumba con el paso del tiempo. A ese sabor agridulce del amor se refiere
Vicente Alexaindre: Hermoso es el reino del amor / pero triste también. /
Porque el corazón del amante / triste es en las horas de soledad / cuando a su
lado mira los ojos queridos / que inaccesibles se posan en las nubes ligeras. /
Todo conspira contra la perduración / sin descanso de la llama imposible.
Por decirlo con palabras de otro gran literato: Los invisibles átomos del
aire / en derredor palpitan y se inflaman; / el cielo se deshace en rayos de oro; /
la tierra se estremece alborozada. / Oigo flotando en ondas de armonía / rumor
de besos y latir de alas; / mis párpados se cierran… ¿Qué sucede? / ¡Es el
amor que pasa! (Bécquer, Rimas)
La impaciencia es contraria al amor, porque no respeta el ritmo de los
corazones, introduce modificaciones importantes en la cadencia comunicativa.
El ansia rompe la contemplación. El amor -al igual que la felicidad- no es algo
ya conseguido pacíficamente. Más bien, el amor va siendo.
El amor verdadero exige el compromiso de la libertad: es un don de sí
mismo, y entregar solicita -y evidencia- apreciar la propia capacidad en
beneficio de otro.
El amor necesita contar con las normas, y también con las virtudes, para
dar consistencia a la vida: ¿desearía alguien, incluso quien pone como mayor
aspiración una existencia placentera, ser conectado a una máquina y vivir
disfrutando un arrobamiento sensual sin límites, y morir sin conciencia y sin
sufrimiento?
El dolor también tiene una función importante en la ética -y en la vida en
general-, al igual que la muerte. Porque si no hubiera fin, no se viviría

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plenamente, por carencia, entre otras cosas, de retos. De ahí que el verdadero
amor no excluye -sino que asume- la presencia de las penas.

A grandes rasgos, la actual discusión moral tiende a librar a los hombres


de la culpa, forzando que no se den nunca las condiciones de posibilidad para
su presencia. Recuérdese la mordaz frase que Pascal dirigía a esos moralistas,
profetas de un planeta sin infracciones: Ecce patres, qui tollunt peccata mundi!
He aquí a los padres que quitan el pecado del mundo.
Se ha ironizado sobre el hecho de que Sigmund Freud ha superado con
mucho a aquel poco iluminado Rabbi denominado Jesús. Frente a la búsqueda
del perdón, el psicoanálisis freudiano fue más allá: ha eliminado la culpa del
horizonte espiritual. El daño ha sido, aquí sí, sobresaliente, porque el hombre
sin arrepentimiento se paraliza o, al menos, limita sus posibilidades de manera
significativa. Sin reconocimiento de la culpa, no hay perdón, y, sin perdón, se
desnaturaliza el amor.

¿Por qué se intenta recuperar la ética profesional?


Leibniz afirmaba que si la geometría tocara nuestra vida, la rechazaríamos al
igual que la moral. Así ha sucedido en las últimas décadas: la ética fue puesta
bajo el foco de la sospecha y posteriormente bajo el de la acusación: hablar de
estas cuestiones era incluso reputado ofensivo para el hombre liberado. Sartre,
por ejemplo, clamaba en contra de la normativa moral afirmando que, de darse,
estaría negándose la libertad.
Presenciamos, sin embargo, más recientemente, una rápida carrera por
la recuperación de la ética. Muestra de ello es, entre otras muchas realidades,
los sucesivos ciclos organizados por este Grupo de Estudios Jurídicos y los
módulos que sobre Ética empresarial se incluyen cada vez con mayor
frecuencia en las Escuelas de Negocios e incluso en las Facultades de
Ciencias Económicas y Empresariales de muchos países del mundo.
Apunto tres motivos que justificarían estos regostos éticos:
1.- Uno tiene un estricto carácter económico: si consigo que las
personas incorporen determinadas virtudes -lealtad, sinceridad, puntualidad,

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laboriosidad, etc.-, será razonable, piensa el empresario, ganar más. Es mejor


contar con gente que viva la reciedumbre, la prudencia, el saber estar, el buen
gusto, la responsabilidad, la alegría, la naturalidad, la sencillez, la generosidad,
la magnanimidad, la justicia, la comprensión, la paciencia, la audacia, la
amistad, la valentía...
Inspirándose en Voltaire, no pocos empresarios y/o ejecutivos, parecen
afirmar: no creo realmente en la Ética ni como ciencia ni como arte, pero
prefiero que mis empleados sí le presten crédito, porque así me robarán menos
e incluso se esforzarán más.
Se convierte así a la ética en un mero -y no es poco- elemento de
motivación (de movilización) de las energías de los trabajadores.
Nos encontramos en un nivel epidérmico, de tintes estrictamente
mercantilistas. La virtud es contemplada más como capacidad de repetir actos
rentables para la empresa, que como aquella segunda naturaleza apta para
ayudar a la primera a proporcionar pleno sentido a la existencia de cada
persona y, más adelante, a la sociedad en su conjunto.
2.- Puede apuntarse en segundo término un motivo que cabe calificar de
puritano. En toda civilización se han establecido determinados límites para
algún comportamiento. Por ejemplo, hoy en día, en muchas de las
civilizaciones más desarrolladas se permite cualquier tipo de conducta sexual,
sea homo o hetero, pero no se admite que sea con niños, o se exige que se
realice mediante pago de una cantidad acordada, etc.

Es un modo de acotar, de defender al hombre de sí mismo, porque es


comúnmente aceptado que algunos usos deben ser controlados, pues no es
bueno que la persona quede completamente desatada.
El problema se encuentra ahora en que con esta apreciación de una
normativa subjetiva y/o pactada, si no hay otro límite que lo concertado, todo
puede ir variando de un momento a otro: no hay quicios claros. El derecho se
convierte en el máximo punto de referencia, se difumina la frontera que separa
eticidad de legalidad, y los nuevos sacerdotes del bien y del mal son ahora los
juristas, ayudados por los dueños de los medios de comunicación y sus

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oportunamente adiestrados periodistas... (¿Dónde queda aquí, por ejemplo, la


libertad del profesional de la información, su derecho-deber de desbrozar las
trochas que conducen a la verdad, si se encuentra permanentemente
amenazado-mediatizado por una determinada línea editorial?).
3.- Existe un tercer motivo para la recuperación de la deontología
profesional: el más serio y riguroso: el redescubrimiento de que la persona es
un unum.

Recuerdan quienes esto propugnan, que la moral no es un punto de


llegada, sino de partida. Al asumir vitalmente una mínima normativa objetiva,
sobran piolets y cuerdas para volar hacia la dignidad plena de la persona.
El lenguaje viene en nuestra ayuda: des-moralizar es quitar la moral, es
arrancar el ánimo, es, pues, des-animar. Eliminar las coordenadas éticas o
sustituirlas por pseudos, supondría ser un des-almado que busca des-almar a
otros. Moralizar supone animar a otros a seguir el camino adecuado, para
ejercer una libertad plena que sea camino de una felicidad colmada.
Para señalar la función de la ética y la virtud en relación con lo
profesional, lo esencial es definir el fin, porque sin meta es imposible decir qué
es bueno y qué es malo. Una máquina, una mesa, una silla, por ejemplo, sólo
podemos juzgarlas si sabemos para qué sirven, cuál es su propósito.
En la búsqueda de mí mismo en que la vida consiste, debe haber una
naturaleza; si no, me ligo a una mera capacidad que, al ser mera potencia, se
convierte en vacío, en náusea sartriana.
Definir cuál sea el objeto de la profesión se convierte, por tanto, en una
necesidad urgente e imperiosa. Y el trabajo sólo alcanza pleno sentido
mediante el análisis global de lo que la persona sea: no es aceptable limitar el
juicio a los elementos técnicos precisos para desarrollar una labor productiva.
Reducir la tarea profesional a una compra-venta de esfuerzos es
insuficiente para el hombre. Entender el término mercado laboral en su sentido
más prosaico es producir un grave daño a la persona. Trabajar -repito- es
mucho más que lograr medios para sustentarse uno mismo y la propia familia.
La vida profesional es un ámbito muy superior al de la mera obediencia sumisa

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a unas órdenes más o menos competentes impartidas por personas más o


menos ilustradas. Trabajar, desarrollar una labor profesional, es -debería de
ser- uno de los principales ámbitos de desarrollo de la persona. Precisamente
aquél en el que se hace colaborador de la creación y en el que las obras de sus
manos son públicamente reconocidas por los demás, se trate de montar
elementos de un coche en una cadena de producción, de dictar sentencias, o
de escribir libros de poesía.
En la amistad y en la familia, los otros dos grandes ámbitos de la
existencia, la persona ayuda a dar sentido a otros, y recibirlo ella misma en
plenitud. En el trabajo se añade el factor de que al final se contempla un
producto: lo que algunos pensadores centroeuropeos han denominado trabajo
objetivo. Complementaria e inseparablemente unido se encuentra el trabajo
subjetivo: es decir, lo que en la persona acaece cuando faena. Al igual que en
las relaciones interpersonales, en el trabajo cada uno se hace o se des-hace. Y
esto sucede así, en gran medida, dependiendo de las actitudes que para el
ejercicio de esa labor se adopten.
Un trabajo sin coordenadas éticas será, con toda seguridad, una labor
des-motivadora a largo y medio plazo. Porque, a corto, en ocasiones, lo
material -un buen sueldo, la parafernalia propia de muchos ámbitos
profesionales, los desmedidos afanes de autoafirmación...- acalla necesidades
más profundas.

Conclusiones
Nos acercamos ya al término de estas sucintas reflexiones sobre una
posibilidad de análisis de las relaciones existentes entre la Ética, la Profesión y
la Virtud. Tal vez es el momento de apuntar itinerarios de trabajo, tanto
intelectual como antropológico.
La ética es más que el mero cumplimiento de unos deberes. Es, sobre
todo, la búsqueda de la felicidad, que sólo se alcanza en esa plenitud del ser
humano que va lográndose mediante el ejercicio de las virtudes. Frente a
quienes se han empeñado en entender y explicar la ética bajo la pregunta:
¿qué debo hacer?, ¿qué se espera de mí?, ¿cuáles son mis obligaciones?,

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estimo que más bien debería preguntarse por ¿cómo puedo vivir?, ¿cuáles son
los caminos que conducen a la plenitud de autorrealización de mi ser? Y, por
tanto, pero sólo como consecuencia, ¿cuáles son los comportamientos que
debo evitar, porque me distraen del camino que conduce a la felicidad?
Por todo esto, pienso que no es viable parchear. La virtud, y la ética en
general, no son un emplasto, cuando lo que está en juego es la recuperación
del sentido global del mundo y de la persona dentro de él. En ocasiones,
parece como si algunos proporcionasen placebos -valga la comparación- a un
enfermo de cáncer, pues prometen alcanzar el sentido de la vida sin esfuerzo,
con recetas de moralina, que sólo parcialmente tranquilizan las ansias de
perfección del ser humano.
La reivindicación de la ética en general, y de la profesional en particular,
no soslaya la presencia del sacrificio y la renuncia. Al igual que la escultura o la
pintura, la ética, en cuanto ciencia artística o arte científico, exige, para
descubrir su verdad, el ir realizándose. La ética sólo la entenderá quien esté
dispuesta a vivirla. A esta realidad apunta Simone Weil con particular
clarividencia: el conocimiento del bien sólo se tiene mientras se hace… Cuando
uno hace el mal, no lo reconoce, porque el mal huye de la luz. O lo que es lo
mismo, el bien se reconoce -y se disfruta, y en él se profundiza- sólo, si se
hace; el mal, sólo si no se realiza. En palabras de Goethe: no podemos
reconocer un error hasta que no nos hemos librado de él.
La ética no puede ser un mero objeto de análisis aséptico: por exigir
respuestas, produce adhesiones o rechazos. Ya describió la situación Platón al
explicitar el mito de la caverna: el que se libra de la caverna y ve la realidad
vuelve atrás a decir a los otros que la realidad no son las sombras. Sin
embargo, lo matan, porque dice la verdad.
Cuando la ética responde plenamente a las necesidades del hombre, es
hondamente exigente, pero, a la vez, profundamente colmante para la persona.
Por el contrario, huir de toda moral -o, más frecuentemente, fabricarse una
aguada, a medida- no es sólo algo inmoral; es, más bien, asegurarse la
mediocridad. En realidad, el difundido temor a no realizarse -y su consiguiente

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decisión de evitar el compromiso, para no cerrar ninguna vía alternativa de


comportamiento- conduce a una generación de adocenados.
Por el contrario, el profundo sentido de una ética de virtudes, que
coordine los deberes y el amor, dará personas plenamente libres, porque serán
dueñas de sí mismas. Y quien se autoposee -o, mejor dicho, quien cada día
pone empeño por conseguirlo-, estará en condiciones de autodarse.
Es obvio que la verdad -cuando no es falsificada- no tranquiliza, sino que
responsabiliza. Pero es en ese compromiso donde nos liberamos de nosotros
mismos, es decir, de lo más bajo de nuestras tendencias. Surgen entonces las
condiciones de posibilidad de llegar a ser lo que debemos ser, y de ayudar a
los demás a conquistar ese objetivo en sus vidas. Con esa exigencia amable,
se hace viable una civilización vivible, ya que una sociedad inhumana es
aquella que se basa en una definición incompleta o falsa de lo que una persona
es: muchas veces por carencia de conocimientos adecuados sobre los diversos
requerimientos que pueden ser solicitados a una criatura. Las tergiversadas y
cómodas concesiones a lo hacedero y liviano no satisfacen las necesidades de
autorrealización de las personas.
Bernanos apuntaba a este peligro cuando afirma que la peor amenaza
para la libertad no es que uno se la deje quitar -porque quien se la ha dejado
quitar puede reconquistarla siempre-, es que uno haya perdido el aprecio por
ella, que ya no se la comprenda.

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