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Redacción: Ricardo Bentancur

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A no ser que se indique de otra manera, todas la citas de las Sagradas Escrituras
están tornadas de la versión Reina-Valera, revisión de 1960.
La autora se responsabiliza de la exactitud de los datos y textos citados en esta obra.

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medio, sin permiso previo y por escrito de los editores

PUBLICACIONES
ADVENTISTAS DEl 7’ DI A

Primera edición: 2009

ISBN 13: 978-0-8163-9320-6


ISBN 10: 0-8163-9320-6
Printed in the United States of America

08 09 10 11 12 • 05 04 03 02 01
'

ÍNDICE
Introducción............................................................................................7
Capítulo 1: Eva: El código de la vida...................................................... 12
Capítulo 2: Sara y el Dios de lo imposible.................................................18
Capítulo 3: Agar y el Dios de la mujer desamparada................................23
Capítulo 4: La mujer de Lot y la persistencia devivir en el pecado.........29
Capítulo 5: Rebeca: El infortunio de una mujer engañosa........................ 35
Capítulo 6: Raquel y la heredad de la mujer prudente.............................. 41
Capítulo 7: Dina y la mujer profanada ....................................................48
Capítulo 8: Tamar y la lucha contra la injusticia social ............................ 54
Capítulo 9: Jocabed: La madre piadosa..................................................58
Capítulo 10: Sófora y el arrepentimiento.................................................. 62
Capítulo 11: María: Dios y la mujer líder ................................................ 67
Capítulo 12: Rahab: Dios y la mujer indigna .......................................... 72
Capítulo 13: Débora: Dios y la mujer de hoy............................................ 78
Capítulo 14: Noemí y Rut: Dios y las relaciones personales .................... 83
Capítulo 15: Ana y la mujer estéril .......................................................... 89
Capítulo 16: Mical: La mujer y los celos injustificados ............................ 93
Capítulo 17: Abigail y la mujer sensata................................................ 100
Capítulo 18: Betsabé y la mujer insensata...............................................107
Capítulo 19: Vasti y la obediencia incondicional..................................... 111
Capítulo 20: Ester y la mujer de oración................................................. 115
Capítulo 21: La mujer de Job y las pruebas.............................................121
Capítulo 22: María: La mujer que creyó.............................................. 124
Amigas de Jesús

Capítulo 23: Ana la profetisa y la ancianidad ........................................131


Capítulo 24: La mujer enferma: El poder de la f e ...................................137
Capítulo 25: La hija de Jairo: Sin límites de edad ................................ 144
Capítulo 26: La viuda en el templo: El que conoce nuestro corazón . . . .149
Capítulo 27: La mujer cananea y la intercesión.......................................133
Capítulo 28: Marta: Jesús y la mujer afanosa..........................................158
Capítulo 29: María Magdalena: Nuestra entrega....................................163
Capítulo 30: La mujer samaritana: El encuentro con Jesús.....................169
Capitulo 31: La suegra de Pedro: La grandeza del servicio.......................176
Capítulo 32: La mujer adúltera y la visión de Jesús.................................181
Capítulo 33: Las discípulas de Jesús y la mujer de hoy............................188
INTRODUCCION

Q uézas,maravilloso es nuestro amigo Jesús! Me asombran sus enseñan­


me asombran su amor y misericordia, me asombra cada palabra
que pronunciara, cada huella de amor que dejara sembrada sobre esta
austera Tierra. Me asombra todo lo que su mano creó, cuando habló
y se formaron los mundos. Me asombran las plegarias de su corazón a
favor del hijo errante al que anima a retornar al hogar; me asombra su
maravillosa voz en el trueno y en el fuego abrasador. Me asombra cuando
condena, cuando castiga y cuando llora por amor a sus hijos. Pero si una
cosa admiro de Jesucristo, es su actitud sorprendente hacia la mujer.
Entre el pueblo judío las listas genealógicas permitían que los miembros
de las familias en Israel pudieran justificar su origen. Estas listas no solo
eran el recuento de un linaje honroso, sino que vinculaban al individuo
con ese linaje y con la gran historia de la nación. Las genealogías judías
incluían solo a los antepasados varones de las familias, y en ellas nunca se
nombraba a las mujeres. Pero sorprendentemente, la genealogía del Hijo
de Dios rompe este esquema. No solo aparecen nombres de mujeres, sino
que resultan personas muy interesantes.
La lista de los antepasados de Jesús incluye a una mentirosa, una pros­
tituta, una extranjera y una adúltera. Todas eran personas marginadas.
Todas eran de origen pagano y reputación dudosa. No fueron perfectas,
no obstante Dios, en su infinita misericordia, las usó en su plan perfecto
como conducto para revelar su gracia al mundo.
Amigas deJesús

¡Y es que Dios ve más allá de lo aparente! Por ejemplo: En el caso


de Tamar, Dios no vio a una mujer mentirosa, sino a una mujer justa y
luchadora que no permitió que sus derechos fueran pisoteados. La colocó
en la lista de su genealogía antes que a grandes luminarias como Sara,
Rebeca, Lea y Raquel. Tamar aparece como una vía insospechada por la
cual Dios pudo llevar a cabo su voluntad.
Ln Rahab, Dios no vio a una burda prostituta, sino a una mujer de
fe que creyó en el fuerte de Israel y cooperó con el plan divino de una
manera extraordinaria. En Rut, no vio a la hija de una nación idólatra y
agresiva que con sus creencias supersticiosas y brutales costumbres paga­
nas arrastró a los hebreos a la ruina espiritual, sino a una mansa sierva del
Señor. Y en Betsabé no vio a una mujer adúltera, sino a una mujer que
recibió una gracia ilimitada.
Todas estas mujeres sufrieron las consecuencias de la dominación
masculina. Eran tenidas por impuras religiosa y socialmente, y como
resultado fueron marginadas y rechazadas. El hecho de que los nombres
de estas mujeres aparezcan en la genealogía de Jesús me sorprende y me
llena de admiración. Y mientras más estudio las Sagradas Escrituras, más
me convenzo de que el amor que Dios prodiga a la mujer es un amor
especial.
¿Será porque la mujer es más propensa que el hombre a entregarse por
completo? ¿Será porque amamos a fondo y a flor de piel? ¿Será porque
la mujer no esconde sus sentimientos, sino que florecen en el corazón y
dan fruto en sus actos? ¿Será porque lo damos todo a cambio de nada, o
porque no tememos la entrega, y confesamos sin reservas aquello que nos
duele, que nos hiere y nos azota? El caso es que el Hijo de Dios ignoró
las costumbres de su época para sanar, aliviar, salvar y perdonar a las
mujeres.
Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, Jesucristo se
manifiesta como el compañero fiel y poderoso que sostiene a la mujer
en sus múltiples desafíos. Desde Eva en el paraíso, hasta las mujeres que
sirvieron en la iglesia primitiva, como Tabita y Febe, nombradas diaco-
nisas para servir en el templo, y a Lidia y Priscila, cuyos hogares fueron
los primeros santuarios de la iglesia cristiana, Dios ha mostrado un amor
especial hacia la mujer.
Observe la vida de Sara, Agar, Rebeca, Raquel, Lea, Bilha y Zilpa,
cuyos descendientes constituyeron la nación proclamada por Dios, y vea
cómo la poderosa mano del Dios del universo trabaja oportunamente en
Introducción

el cumplimiento de sus designios. Mire a Jael y a Rahab, y vea cómo Dios


manifiesta su terrible justicia, asegurándonos con ello que su presencia
omnipotente está con nosotras tanto en tiempos de guerra como en la
paz.
En las profetisas de Israel: Miriam, Débora, Huida y Ana, Jesucristo
nos muestra su voluntad y arroja luz sobre eventos del futuro. En las
mujeres que se atrevieron a retar a reyes tiranos, como el caso de las
comadronas Sifra y Etia, que se negaron a dejar morir a los hijos varones
de los hebreos, vemos la compasión y la valentía que solo el Omnipotente
puede otorgar a la débil y por naturaleza temerosa mujer.
En el comportamiento valiente y digno de Vasti, la bella reina de
Persia que se negó a someterse a las órdenes del ebrio Asuero, y por medio
de la sabiduría de la hermosa Ester, Dios muestra que la belleza del alma
digna y pura de una mujer tiene más valor que la belleza física.
A través del respeto y la compasión de Rut, quien cuidó de su suegra
anciana, aunque la costumbre de la época la eximía de esa responsa­
bilidad, vemos su amor hacia los ancianos, y su misericordia hacia los
desamparados.
A través de la participación de María en la misión salvífica del Mesías,
se pone de manifiesto el papel de la mujer en el misterio de la redención.
A través de la mujer samaritana, la primera evangelista, vemos al
Espíritu Santo moviendo los corazones de una aldea completa hacia el
conocimiento de la verdad.
A través de las hermanas de Betania: María, quien ungió al Hijo de
Dios, preparándolo así para su sepultura (Mar. 14:3-9), y Marta, quien
en su angustia proclamó: “Yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de
Dios, que has venido al mundo” (Juan 11:27), vemos que Jesús busca a
las mujeres para que seamos sus amigas, para que lo invitemos a nuestros
hogares, para que nos sentemos a sus pies y le mostremos hospitalidad.
A través de la mujer con el flujo de sangre, y la mujer cananea que
rogó a Jesús por las migajas de sus bendiciones, vemos la fe trabajando
poderosamente. Jesús, durante su ministerio en esta Tierra, jamás es­
condió su amistad sincera con ciertas mujeres (Luc. 10:38-42). En una
sociedad predominantemente masculina, donde muchas veces la mujer
era desvalorizada, maltratada y reducida exclusivamente a un objeto
sexual o a la perpetuación del nombre de su esposo, el trato especial que
mostró nuestro Señor Jesucristo hacia las mujeres me conmueve.
Amigas de Jesús

En un tiempo en que era prohibido para un maestro hablarle a una


mujer dentro de la sinagoga, Jesús no solo les hablaba, sino que las sanaba
(Luc. 13:10-17).
En un tiempo cuando los líderes religiosos jamás se habrían atrevido
a defender a una pecadora, Jesús lo hizo y las vio muy cerca del reino de
los cielos (Mat. 21:31).
La primera persona enviada a anunciar la resurrección de Jesús no fue
un hombre. Fue una mujer arrepentida de sus pecados, para quien Jesús
representó lo más importante de su vida después de su conversión (Juan
20:17). “¡He visto al Señor!” (ver Juan 20:18), proclamó María Magdalena
llena de gozo al ver a su inmaculado Señor revestido de gloria.
Y en el momento de su sacrificio en la cruz del Calvario, en la com­
pasión y el cuidado que le prodiga a su madre, revela un modelo de la
relación de respeto y compasión que tuvo con las mujeres.
Nosotras también hemos visto su gloria en infinitas ocasiones y cir­
cunstancias de nuestra vida. Como estas mujeres bíblicas, hemos procla­
mado nuestra fe, hemos instruido a nuestros hijos y a los hijos de nuestra
iglesia en los caminos de Dios, hemos elevado nuestras voces en himnos
de alabanzas a nuestro Creador, tal como lo hicieron María, la hermana
de Moisés y la profetisa Débora. Hemos alimentado al hambriento, y
hospedado al extranjero en nuestras casas, tal como hacían Marta y
María, las hermanas de Betania. Hemos sido evangelistas como la mujer
samaritana, y como Dorcas, hemos consolado al dolido y ofrendado
horas incontables a la causa de Dios y al servicio cristiano.
¡Con razón Dios nos busca para que seamos sus amigas! ¡Qué privile­
gio tan grande! ¡Qué gozo es ser amiga de Jesús! ¿Puedes ahora calcular tu
valor como mujer ante la vista de Dios? Para el Salvador son inestimables
tu juicio, tu discreción, tu cautela, tu sensatez y tu reflexión de mujer
prudente. Dios puede obrar, y obra en grande, por medio de la mujer que
se somete a su conducción. Esto confiere a la vida de la mujer un valor
incalculable y único.
Cada hija de Dios es una prenda de gran precio a los ojos de su Crea­
dor. Quizás a la mujer no se le atribuyan el valor y la estima que merecen
sus logros. Muchas veces sus éxitos son silenciosos, como el éxito que
pueda tener una madre en la educación y crianza de sus hijos o el éxito
de un ama de casa que administra bien el hogar. Pero el Creador del
universo ríos recuerda que si las riquezas de este mundo son la herencia
Introducción
del hombre, la herencia suya es la mujer prudente. ¿Qué más podríamos
pedir?
Las historias de cada una de las mujeres bíblicas que presento en este
libro tienen aplicación en nuestra vida cotidiana y en los desafíos que
como mujeres enfrentamos. Ellas experimentaron la vida hasta los límites
de sus posibilidades. Se atrevieron a hacer cosas que requerían valentía
y fe. Lograron lo inesperado, pero también cometieron errores, graves
errores. Sus experiencias han quedado registradas en las Escrituras para
animarnos y permitirnos aprender de ellas, y para asegurarnos que el
amante Jesús es el amigo por excelencia de nosotras las mujeres.
Es mi deseo que a medida que vaya estudiando la vida de las mujeres
que presento en este libro, se vea a sí misma en alguna de ellas, y quede
convencida, por medio de lo que sus historias le transmitan, que usted
también puede llegar a ser una más de las amigas de Jesús.
Olga Valdiviay diciembre, 2008
C a p ít u l o 1

EVA:
EL CÓDIGO DE LA VIDA
“Yllamó Adán el nombre de su mujer, Eva,
por cuanto ella era madre de todos los vivientes”
(Génesis 3:20, VRV1960).

C ierro los ojos y la veo. Un murmullo lejano de canto de grillos y


ramas que se mecen bajo una tenue brisa se esparce sobre el huerto,
colmándolo de sonidos vigorizantes. Comienza a atardecer, pero ni si­
quiera el atardecer ahoga los destellos poderosos de la vida. Porque aquí,
en el huerto del Edén, la noche no existe.
Por allá, entre los arbustos de acacia y dores de caléndula, de repente
veo moverse un ramal que deja entrever una senda verde, lechosa, con
todos los aromas de la campiña. Alguien se acerca. Un silencio casi sacro
cae sobre la tierra adormecida mientras mis ojos se concentran en ese
espacio verde revestido de musgo. Hasta que la veo.
Sobre el camino, viene hacia mí una mujer que parece caminar flotan­
do. Su cuerpo tiene todos los olores del campo, y su movimiento imita
el vaivén de las espigas de trigo. Es una aparición de materia y luz, que
viene danzando sobre el surco vivo de la tierra recién creada. Su nombre
es Eva, y no hay nadie ni nada que haya sido forjado por la mano artista
del Creador que la sobrepase en hermosura.
La vida de Eva rompe todos los esquemas de la ciencia y la biología
molecular. Es la única mujer del mundo sin padres humanos. Su existen­
cia contradice los conceptos más intuitivos de la genética, la que establece
Eva: El código de la vida

que los patrones de la herencia están representados por dos copias de


genes, una procedente de la madre y otra del padre.
Su ADN, o ácido desoxirribonucleico, no tiene procedencia hereditaria
alguna, la capacidad del ADN de crear réplicas de sí mismo y transferir
información genética de generación en generación se ha iniciado en ella,
al momento de su creación. Por lo tanto, Eva no se parece a nadie. ¿O
sí?
Eva es un trozo de ese paisaje vivo que todo lo envuelve. Es el corazón
del mundo recién creado, pero a veces, cuando va por los campos refres­
cada por la brisa, como ahora, me pregunto si acaso Eva sentirá algún
tipo de nostalgia o resentimiento al reconocer que no puede decir que sus
ojos poseen el color de los de su madre, o si su caminar iguala en gracia y
elegancia al caminar de su abuela o tatarabuela, porque ella no tiene con
quién compararse.
El mismo rostro iluminado, la misma mirada que no termina aún
de absorber ese mundo recién creado, me hace respirar con una honda
satisfacción de discernimiento. Allí, frente a mí, está Eva, con pulso, con
latidos de la propia vida de Dios, traducidos en su figura y sus gestos,
simultáneamente singular y semejante al Creador del universo.
Eva, su persona única, escapa a las nociones de todas las disciplinas
y teorías de la ciencia moderna. Representa la obra por excelencia del
Creador. Su vida misma proviene del aliento del Hijo de Dios, su natu­
raleza biológica está sometida a los cromosomas y genes divinos. Dios, el
Creador, está en cada una de sus células.
Contra Eva se estrella la evolución de Darwin con su concepto del
desarrollo de toda íorma de vida a través del proceso lento de la selección
natural. Y la genética se queda sin explicaciones.
Ninguna mujer sobre la tierra podrá jamás igualarse a Eva, ninguna
otra gozará de tan preciada excepcionalidad, pero así como cada rosa se
parece a la otra, cada mujer lleva en sí algo de Eva.
No sin razón cada vez que medito en la creación de Eva cada fibra de
mi ser se agita de emoción. ¡Qué privilegio el suyo! ¡El llevar el código
genético del Hijo de Dios! Ah, pero entonces mi mente concibe algo aún
mayor, algo superior que sobrecoge mi alma y hace doblar mis rodillas
ante el Creador en gratitud.
Escuche: Si la naturaleza biológica de Eva provino de Dios, nuestros
genes c información hereditaria igualmente provienen de Dios. Eva no
Amigas ele Jesús

tenía ascendencia humana. Eva no se parecía a ningún ser humano. ¡Pero


usted y yo sí nos parecemos a ella!
Nuestra naturaleza biológica se constituye a partir de la información
genética articulada en los genes de Eva. Por lo tanto, la mejor parte de
la historia de Eva, el gran final, lo más maravilloso, nos corresponde a
nosotras sus descendientes.
Mujer, usted y yo somos primas gracias a la herencia universal de
Eva. Aunque nuestro material genético se ha debilitado y ha sufrido
alteraciones cualitativas a raíz del pecado, no debemos olvidar que nues­
tros genes fueron heredados de aquella “Madre de todos los vivientes”, a
quien el Creador del Universo le otorgó algo de su propia divinidad con
su aliento.
Nuestros primeros padres fueron creados para vivir eternamente. Sus
genes fueron programados con el mayor potencial. Pero el pecado nos
robó aquello que nos correspondía.
Hay quienes piensan que aquí se determinó la historia de la huma­
nidad, pero éste es solo el comienzo. Nuestro Señor Jesucristo nunca
se olvidó de sus hijos terrenales. En un acto jurídico personalísimo,
irrevocable y libre, por medio de su muerte en la cruz, dispuso el traspaso
de bienes y derechos de título a cada hijo terrenal suyo. Por medio de
un pacto sellado con sangre en el Monte Calvario, la raza humana se
convirtió en legataria y heredera legítima del Reino de los Cielos. ¡Lo que
nos fue robado se recuperó!
¡Qué maravilloso concepto! Cuánta esperanza y consuelo le otorga a mi
vida el hecho de saber que soy una legítima hija del Rey del universo.
Es triste que tantas mujeres se vean rebajadas y denigradas por el
abuso. Algunas aluden que sus maridos jamás las abusarían físicamente,
pero viven una vida miserable bajo el maltrato verbal. La mujer que está
involucrada en una relación verbalmente abusiva no muestra heridas en el
cuerpo, como las evidencias que dejan las golpizas físicas. ¡Es en el alma
donde las lleva! Esas heridas invisibles entristecen la existencia, enferman
el cuerpo y la mente y finalmente nos subyugan. Es Satanás quien incita
el abuso, porque él se goza en destruir todo lo que Dios ha creado.
El abuso verbal contra la mujer es otra faceta de la violencia domés­
tica. Si éste es su caso, posiblemente está sufriendo en silencio. La clave
de la sanidad está en reconocer el abuso verbal por lo que es, y comenzar
a tomar pasos deliberados para detenerlo. Escuche los consejos que las
Sagradas Escrituras les ofrece a las Evas de hoy:
Eva: El código de la vida

1. Reconozca primeramente que usted no está sola: “Cercano está


Jehová a los quebrantados de corazón y salva a los contritos de espíritu”
(Sal. 34:18).
2. Hágale saber a su pareja el dolor que le está causando: “Venid luego,
dice Jehová, y estemos a cuenta” (Isa. 1:18).
3. Lidie con sus sentimientos de culpa. Tal vez sienta que los proble­
mas de su matrimonio son culpa suya. No se culpe por situaciones que
exceden su control y responsabilidad, pídale a Dios que le dé sabiduría
para discernir si en realidad existe culpa, y el Todopoderoso, quien ama
la verdad en lo íntimo, en lo secreto le hará comprender sabiduría (ver
Sal. 31:6).
4. Frente a la crisis mantenga elevada su autoestima. Repita varias
veces el Salmos 139:14, hasta que capte la maravilla de su significado: “Te
alabaré, porque formidables y maravillosas son tus obras; estoy maravilla­
do y mi alma lo sabe muy bien”.
3. No tenga temor de expresar sus sentimientos y temores a una perso­
na de confianza, un consejero familiar, o su guía espiritual. “En los labios
del prudente hay sabiduría” (Prov. 10:13).
Finalmente, haga todo lo posible por restaurar las relaciones dañadas.
Lodo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por
medio de Cristo y nos ha dado el ministerio de la reconciliación (ver
2 Cor. 5:19). Pero si ninguno de sus esfuerzos consigue devolverle su
felicidad y autoestima, analice sus opciones. El abuso verbal muchas
veces escala a otras formas más dañinas de la violencia doméstica, y a
veces la conclusión de una etapa puede marcar el comienzo de nuestra
recuperación. Es su prerrogativa dejar de ser una víctima. Concuerde con
Dios en que puede ser libre (ver 2 Cor. 3:17).

EL CANTO DE EVA

¿Cuántas caídas ya llevamos a cuestas?


Ven, sin embargo, a este cielo inmenso en oscuridades
donde mi árbol perece esperando tus corrientes.
Apiádate de la moribunda llama
cuando se apaguen los astros
y los destinos se encuentren, y ya no sea yo arbusto ni rosa.
Nada, sino una herida en la sombra.
Amigas deJesús

Derrámese el cielo sobre este puñado de polvo inútil


porque tú le diste la vida.
En espera del milagro vivo, estática, detenida en la promesa.
Allí, donde el sepulcro y aquel paraíso antiguo
se encuentran y se besan,
hallamos todo lo que se ha perdido.
Si no íuera porque levantas la cruz,
tambaleante bajo su peso,
al ascender, juntos, aquel monte llamado Calvario,
si no fuera porque puedo ver tu espalda encorvada,
oír tu respiración jadeante y escuchar tus gemidos
y roncos quejidos de agonía,
¡oh, bien amado! ¿qué sería de mí?
En tus brazos extendidos abrazo el Edén extraviado,
la sombra, el tiempo, el árbol sin fruto
y la espada amenazadora a la entrada del Huerto.
Y todo vive para que yo viva.
Sin ir hasta el final de los tiempos
veo en tu cruz todo lo que nos fue arrebatado.
¡Oh, invádeme con tu presencia santificadora,
hasta el día en que recobre mi pequeño infinito!

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Se ha imaginado alguna vez la belleza de Eva y su poder sobre Adán?
¿Cuál es la particularidad y la dignidad propia de una mujer?
¿Siente usted que puede y debe ejercer una influencia positiva sobre el
otro género? ¿Cómo es esa influencia?
Para meditar:
• Amiga, ¿se ve usted en Eva? ¡Claro que sí! Puede estar segura de
ello. Mírese a sí misma, coloqúese frente al espejo y contemple su
rostro, su cabello y su cuerpo y sépase una mujer bella, porque lo
es. No importa su edad ni cómo se vea, usted tiene una proceden­
cia gloriosa. Sus genes provienen de la mujer más extraordinaria
que jamás haya existido sobre la Tierra. Por lo tanto, no permita
que nada ni nadie atente contra su dignidad de hija de Eva.
Eva: El código de la vida

• La hija de Eva puede ser madre, esposa o hermana, y en todas sus


relaciones ejerce un poder formador y transformador del mundo
tan comparable al poder del Creador.
C apítulo 2

SA R A
Y EL DIOS
D E L O I M P O S IB L E
“Entonces dijo Sara: Dios me ha hecho reír,
y cualquiera que lo oyere, se reirá conmigo ”
(Génesis 21:6).

U nala tienda,
tenue brisa sacude la lona que hace las funciones de puerta de
y Sara se fija en los tres huéspedes que afuera hablan con
su esposo Abrahán. “¿Quiénes serán?”, se pregunta sarcástica, tras haber
escuchado al portavoz de los forasteros anunciarle a Abrahán que va a
tener un hijo. ¡Con ella!
Sigilosa, Sara vuelve a descorrer la lona detrás de la cual se esconde, y
se fija ahora en Abrahán, en su cabello cano, en las arrugas que marcan
su rostro. Mira el bastón en que se apoya mientras habla; fiel compañero
en su lento andar, que ya más que un soporte parece conformarse a su
anatomía como si fuese uno más de sus huesos, y vuelve a reír para sus
adentros.
Ella misma es una muestra viviente de los estragos de la anciani­
dad. Las venas azules en los párpados y el cuerpo pequeño, blando y sin
formas, le recuerda que ya no es la misma mujer de antes, y que la piel
arrugada y la senilidad se contraponen a las pasiones carnales de una
lejana juventud. Los viejos miran, admiran, acarician, recuerdan y luego
duermen. Eso era todo.
“¡Absurdo!” Se dice la anciana a sí misma, con dolor, con un resenti­
miento que únicamente ella puede entender correctamente. Su esperanza
Sara y el Dios de lo i?nposible

de fertilidad siempre fue absurda, y absurda es ahora la promesa de un


hijo en las horas lánguidas de su vida.
¡Cuánto nos enseña la experiencia de Sara! El relato bíblico nos cuenta
que Sara se rió dos veces de los “absurdos” de Dios. Sin embargo, existe
una marcada diferencia entre las risas de Sara.
Tras escuchar que el Todopoderoso les prometía un hijo a ella y a su
esposo Abrahán, Sara inicialmente “se rió de Dios”, diciendo: “¿Después
que he envejecido tendré deleite, siendo también mi señor ya viejo?”
(Gén. 18:12).
Desde un punto de vista humano, no es ilógico pensar como Sara. El
envejecimiento trae consigo un sinnúmero de fenómenos naturales que
producen en el ser humano notables cambios en el ámbito molecular,
celular, y orgánico. Para una mujer, la vejez produce cambios en los nive­
les hormonales y cambios físicos en todo el aparato reproductivo. Y Sara
estaba consciente de esos cambios degenerativos y progresivos asociados
al envejecimiento.
Sara había perdido la capacidad reproductiva hacía años, y cualquier
esperanza de procrear había quedado sumida en un pasado infructuoso.
Este conocimiento la inducía a confiar más en la lógica humana que en la
inescrutable lógica de Dios. Pero el Salvador quería que Sara aprendiera a
confiar en su palabra, quería que ella entendiera que su poder sobrepasa
cualquier expectativa humana.
Sara era una mujer orgullosa. Su extraordinaria belleza le abrió puertas
que para otras mujeres pudieron haber sido infranqueables. Fue admirada
por hombres y mujeres, por reyes y dignatarios, y su llamativo aspecto le
trajo gran riqueza a su familia (Gén. 12:14-16). No es difícil imaginarse
que la hermosura de Sara la ayudó a complacer cada uno de sus caprichos,
hasta acostumbrarla a privilegios que pocos disfrutaban. Pero su esplendor
terminó ahondando en ella un sentimiento de superioridad y arrogancia
que finalmente la condujo a dudar del poder de Dios. Sara tenía muchas
cosas que aprender totalmente desconectadas de su belleza.
En su tiempo, la fertilidad era percibida como una bendición y la
infertilidad como una maldición, generalmente irremediable. La mujer
era considerada la única culpable de la infecundidad. La responsabilidad
recaía exclusivamente en ella. Y en la vida de Sara se presentó como una
carencia que no quedaba reducida únicamente al plano biológico.
Para Sara la infertilidad significaba el rechazo de Dios, quien había
dicho: “Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra y sometedla” (Gén.
Amigas de Jesús

1:28). Pero además, era una maldición que producía en ella un cuadro
psicosocial negativo: Le restaba belleza, reducía su valor ante quienes la
admiraban y la hacía una mujer desestimada.
En consecuencia, Sara pasó toda su vida disimulando su desdicha.
Cuando por fin Dios prometió darle un hijo, ya su fe estaba agotada. Se
rió de Dios y entonces forzó el plan divino al obligar a su marido a buscar
una solución inaceptable. Y más tarde, a pesar de ser la única culpable de
su desgracia, afligió a su criada Agar, hasta el punto de inducirla a huir
(Gen. 16:6).
Sara veía que Dios demoraba el cumplimiento de su promesa, veía que
el tiempo se le acababa, y con tal de llenar aquel terrible vacío afectivo,
espiritual y psíquico que la carencia de hijos provocaba en ella, decidió
tomar las riendas de la carreta divina en sus propias manos. Pero Dios
tenía otro propósito para su vida. El quería enseñarle a Sara que su poder
era más estimable que cualquier atributo humano. Y a su tiempo, a pesar
de que el reloj biológico de Sara ya había marcado la hora nona, Sara
concibió.
Dios escogió una forma excepcional para concederle a Sara el hijo
que siempre esperó. Y desde el momento en que Sara supo que había
concebido, su vida marchó paralela a su confianza en el poder de Dios.
Dios le había dicho a su esposo Abrahán: “¿Acaso hay alguna cosa difícil
para Dios? Al tiempo señalado volveré a ti, y para entonces Sara tendrá
un hijo” (Gén. 18:14). Y así ocurrió.
Dios cumplió su promesa. Y más tarde, ya con el hijo de la promesa
entre sus brazos, por fin la antes desconfiada Sara pudo alzar humilde­
mente los ojos al cielo, humillada y agradecida a Dios. Esta vez rió con
Dios. Y ¡qué hermosa fue la risa postrera de Sara!: “Dios me ha hecho reír,
y cualquiera que lo oiga se reirá conmigo” (Gén. 21:6).
Sara tenía razón. Dios obra maravillas. Es un Dios como ninguno,
empeñado en hacer posible lo imposible. Y cualquiera que lo oye, o quien
sea que experimente su poder, termina siempre “riendo con Dios”.
Es imposible no reír de regocijo ante los absurdos de Dios. Sara miró
atrás y contempló lo que en un principio se le presentó como un impo­
sible e irrevocable “no”, ahora convertido en un terminante “sí”. Gon su
bebé en sus brazos, no pudo hacer menos que expresar su alegría con
suaves carcajadas.
El gozoso nacimiento de Isaac, y la incredulidad tornada en fe de Sara
es una de las más bellas historias de la Biblia. Isaac era un tipo de Jesucris-
Sara y el Dios de lo imposible

to, el Hijo de Dios, y Sara representa a todo creyente que al experimentar


el poder regenerador de Jesucristo en su vida, ríe con fe, asombrado de los
“absurdos del Omnipotente”.
Toda mujer tiene dentro de sí a una Sara. Cuán difícil se nos hace a
veces confiar en lo que Dios nos promete. Pero la vida de Sara debería
enseñarnos que las promesas de Dios sí se cumplen.
Dios tiene un propósito para nuestras vidas que ha de cumplirse. Ese
propósito divino no se sujeta a ley humana alguna. Va más allá de lo
inaudito, y al final, siempre nos lleva a reír de gozo junto al Padre que se
deleita viendo a sus hijos reír.

EL HIMNO DE VICTORIA DE SARA

Las sombras se dispersan en horas silenciadas;


el alma duerme en su monotonía,
y no escucho tu voz entre las voces
que se convierten en eco.
Más allá de la enramada se oculta el Sol
llamo tu nombre, escucho tu voz
y sigo tu rastro entre la niebla.
Déjame palparte con los dedos de mi incredulidad,
déjame escribir tu nombre para imaginar tu rostro.
Para dejar la duda tras años de silencio,
entonaré cantos de confianza,
ofrendas en el desierto que invocarán tu nombre
donde dejaré mi incertidumbre.

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Por qué se rió Sara de Dios?
¿Por qué Dios no condenó a Abrahán cuando se rió, pero reprobó a
Sara, diciendo: “¿Por qué se ha reído Sara?” (Gén. 17:17, 18:13)
¿De qué forma rió Sara por segunda vez delante de Dios?
¿En qué manera el estudio de la vida de Sara refuerza nuestra fe?
¿Cómo puede demostrar que está dispuesta a confiar en Dios aunque
no vea aún sus promesas realizadas en usted?
A migas de Jesús

Para meditar:
• Cuando Dios reafirmó a Abrahán la promesa de un heredero,
ya Sara tenía 90 años de edad. Sara no vio la realización de esta
promesa con el ojo de la fe. Al mirarse a sí misma y ver que su
reloj biológico hacía imposible su fertilidad, se rió de lo que Dios
le decía a su siervo Abrahán. Esa no fue una risa de alegría, sino
de incredulidad.
• La segunda risa de Sara es la risa de la admiración y el asombro
ante la contemplación de un milagro.
• El misterio de la fe por fin se realizó en el corazón de Sara, al ver
la promesa de Dios hecha realidad en su vida. Por medio de esta
fe su posición como mujer y como hija de Dios fue restaurada, de
modo que la vida de Sara, aun con sus errores, representa para la
actual hija de Dios un digno modelo para emular.

\
C apítulo 3

A6AR
Y EL DIOS DE LA MUJER
DESAMPARADA
“Entonces dio Agar a Jehovd, que hablaba con ella,
el nombre de: Tú eres el Dios que me ve,
porque dijo: ¿Acaso no he visto aquí al que me ve?'
Por lo cual llamó al pozo: 'Pozo del Viviente-que-me-ve’”
(Génesis 16:13, 14).

Agar,últimasla sierva egipcia de Sara, echa un rápido vistazo hacia donde las
tiendas de Abrahán se extienden, más allá de los campos de
encinas, y el panorama mustio de un desierto gris la recibe. Allí el viento
gime sobre la arena, y el cielo parece juntarse con la tierra en un nubarrón
sombrío y pegajoso. Pero Agar no tiene otra alternativa que el desierto.
Aprovechando que otros se refugian del calor bajo el sopor de la siesta,
la esclava egipcia atraviesa la enramada de encinas, simétricas e intermi­
nables, a toda prisa. Va sollozando, dando tumbos entre las raíces que
emergen de la tierra como serpientes negruzcas, hasta llegar al término
del campamento donde las últimas tiendas parecen fantasmas blanque­
cinos, animados por fuerzas malignas contra la impiedad del yermo.
De una de las tiendas un perro rabioso sale a mostrarle los dientes, y su
desamparo se torna infinito como el horizonte que se presenta delante de
ella, imponente, desconocido y lleno de toda suerte de peligros.
Una humareda sofocante proveniente del desierto la envuelve, y la
esclava egipcia se estremece. Agar sabe que su arrogancia líente a su ama
ha acarreado su desgracia, sabe que va a morir desterrada en aquel arenal
Amigas deJesús

donde las lagartijas aparecen y desaparecen entre los pedruscos, y el sol,


sobre su cabeza, es una hoguera incandescente e inmisericorde que le
advierte que las penurias del desierto son peores que la sumisión.
Mientras las ráfagas de sofocantes vientos acumulan tercos remolinos
de polvo sobre Agar, la muchacha recuerda con tristeza el día cuando
conoció a su ama Sara. En Palestina, donde vivían Sara y su esposo
Abrahán, las sequías prolongadas eran acontecimientos frecuentes. El
hambre y la miseria que producían dichas sequías provocaban movimien­
tos migratorios que se refugiaban en el cercano y exuberante Egipto, don­
de las cosechas eran siempre abundantes y seguras debido a las crecidas
del río Nilo, que inundaban periódicamente los campos de cultivo.
En cierta ocasión, entre los inmigrantes que venían buscando refugio,
llegaron sus futuros amos. La extraordinaria belleza de Sara pronto fue
notada por los habitantes de Egipto, y la pareja adquirió notoriedad
hasta en las cortes del rey. Un tiempo después, al regresar a su tierra
natal, recibieron como regalos del faraón muchos bueyes, muchas ovejas,
asnos, camellos, caballos y sirvientes, entre los cuales se encontraba una
jovencita, la esclava egipcia, Agar, a quien Sara adoptó como su criada
personal (ver Gén. 12:10-20).
Sin lugar a dudas, Sara tuvo que haberle tomado mucho cariño a la
esclava egipcia que prácticamente se crió bajo su tutela, para que al cabo
de diez años de habitar en Canaán, al verse estéril, se la diera por mujer a
su marido Abrahán, para que éste tuviese un hijo con ella (ver Gén. 16:3).
Pero Sara cometió con esto un grave error.
El Señor le había prometido a su amigo Abrahán que su descendencia
sería tan innumerable como las estrellas de los cielos. El hijo prometido
sería hijo legítimo de Sara, pero a la incrédula Sara el tiempo de Dios se
le hizo demasiado largo, tan largo y tan irracional, que decidió tomar en
sus manos un asunto que le pertenecía únicamente a Dios.
Las Escrituras nos dicen que viéndose embarazada, la esclava egipcia
se llenó de orgullo y miraba con desprecio a su señora (vers. 4). Sara fue
con la queja a su marido, y le dijo: “¡Mi agravio sea sobre ti! Yo te di a
mi sierva por mujer, pero al verse encinta me mira con desprecio. ¡Juzgue
Jehová entre tú y yo!” (vers. 5). El carácter conciliatorio de Abrahán se
manifestó en el beneplácito que dio a su mujer: “Mira, tu sierva está en
tus manos. Haz con ella lo que bien te parezca” (vers. 6).
Abrahán, que era oriundo de Mesopotamia, estaba bien familiarizado
con las leyes civiles y las costumbres de su tierra natal, y al decirle esto a
Agar y el Dios de la mujer desamparada

su mujer obró de acuerdo con la ley que permitía que la ama afligiera a
la sierva esclava que viéndose favorecida por la maternidad pretendiera la
igualdad.
La ley permitía la humillación de una esclava concubina altanera. Esto
también significaba permitir que Sara castigara a la futura madre de su
hijo. Esto perturbó a Abrahán, pero él prefirió reprimir sus sentimientos
a fin de restaurar la armonía de su hogar. Y cuando Sara colocó de nuevo
a Agar en su condición de esclava, y recurrió al castigo corporal, la esclava
huyó.
En la cultura de la época, tal vez la actitud arrogante de Agar no
era tan irrazonable. Entre los hebreos la esterilidad era considerada una
deshonra, mientras que la fecundidad era tenida como una señal especial
del favor divino. Por lo tanto, no es raro que Agar, viéndose favorecida
con la maternidad, se sintiera superior al ama que siempre había gober­
nado su vida según su antojo. ¡Ahora le tocaba a ella sobresalir! ¡Ahora
le correspondía a ella, una simple esclava egipcia, representar el papel de
señora! Después de todo, también ella era esposa de Abrahán. Pero, al
igual que Sara, Agar estaba equivocada.
Ya a mitad de camino, entre Cades y Bered, sus fuerzas comenzaron
a abandonarla. Sentía la garganta seca, hecha un nudo, y los ojos, llenos
de arena, ardían como pequeñas piras. Mientras caminaba hundiéndose
hasta los tobillos en aquel erial infecundo, pensaba en su situación y no
veía un rayo de luz en el horizonte.
¿Qué haría ahora? ¿A dónde ir? Totalmente sola, sin nadie a quien
recurrir, lejos de su tierra natal, y embarazada, su único deseo era morir.
El orgullo que había provocado su alejamiento de todo lo que había
representado su seguridad se evaporaba ante ella, como el espejismo que
a lo lejos se evaporaba y hacía temblar el paisaje.
Cuando por fin sus ojos advirtieron las primeras palmeras de higos,
y divisaron las oscuras aguas del manantial de Shur, ya sobre la frontera
egipcia, su vigor se había extinguido casi por completo. Apenas pudo
llegar hasta la fuente, y beber unas cuantas gotas de agua. Delante de
ella veía su futuro como el espejismo: Incierto, inestable. Su vida había
llegado a su final y allí se sentó a esperar la muerte.
Pero Dios no se había olvidado de la sierva egipcia de Sara. Aunque
la orgullosa Agar tenía una lección de humildad que aprender, los ojos
de amor del Redentor del mundo velaban por ella. Es nuestro privilegio
tener a Jesús ;i nuestro lado en todo tiempo y lugar. Pero para aprovechar
Amigas de Jesús

su ayuda debemos vaciar el alma de todo aquello que pueda contaminarla


o corromperla.
Agar necesitaba revestirse de humildad, necesitaba engalanarse con las
prendas de la verdadera grandeza, esa que no proviene del orgullo propio,
sino de nuestro respeto hacia los demás y la disciplina que proviene del
amor al prójimo. Curiosamente, lo primero que hizo el ángel de Dios al
encontrarse con Agar fue precisamente recordarle quién era: “Agar, sierva
de Sarai —le dijo, ¿de dónde vienes y a dónde vas?” Luego le reprochó su
conducta arrogante y le ordenó que regresara a la casa de su señora y le
rindiera obediencia (Gén. 16:8, 9; la cursiva ha sido añadida).
A pesar de la arrogancia de Agar, el Dios de todo desamparado es­
cuchó la angustia de la sierva egipcia, y salió en su defensa. ¡Y con qué
palabras llenas de esperanza la consoló!
La promesa que el Todopoderoso le hizo a Agar la esclava, no tiene
paralelo. “Multiplicaré tanto tu descendencia, que por ser tanta no podrá
ser contada” (vers. 10). Esta promesa consoló muchísimo a Agar. Aunque
su hijo no iba a ser el hijo de la promesa, también tendría parte en el plan
divino.
Después de hablarle del hijo que en su vientre arrullaba y asegurarle
su descendencia sobre la Tierra, le dio también un nombre: “Y le pondrás
por nombre Ismael, porque Jehová ha oído tu aflicción” (vers. 11).
¡Qué palabras tan consoladoras! Estoy segura que desde ese momento
Agar jamás olvidó que en la circunstancia más desesperada de su vida,
el Dios Creador del cielo y la Tierra, escuchó su llanto y vio su aflicción.
Cada vez que pronunciaba el nombre de su hijo recordaba que no estaba
sola, cada vez que alguien llamaba a Ismael por su nombre, recordaba la
gracia y la misericordia de Dios hacia ella, una simple esclava.
“Entonces dio Agar a Jehová, que hablaba con ella, el nombre de: ‘Tú
eres el Dios que me ve’, porque dijo: ‘¿Acaso no he visto aquí al que me
ve?’ Por lo cual llamó al pozo: ‘Pozo del Viviente-que-me-ve’” (vers. 13,
14).
¡Cuánta esperanza trae Agar al corazón de la madre soltera! Cuánto
consuelo le brinda su experiencia a la mujer abandonada, a la embarazada
que se ve lejos de su familia, en un país extraño y sin nadie a quien acudir
o pedir ayuda. Los problemas asociados con estas circunstancias incluyen
la ansiedad, la soledad, el sufrimiento, la frustración, las lágrimas y una
vida llena de temor.
Agar y el Dios de la mujer desamparada

Tal vez viva frustrada bajo las crueles críticas y los abusos de superiores
injustos, tal vez fue abandonada por un esposo infiel, salió embarazada
sin estar casada, o se encuentra lejos de su país, en una situación de total
desamparo, como la que atravesó la sierva egipcia de Sara. Tal vez nada de
lo descrito se aplique a usted, pero su actitud hacia la vida la ha colocado
en ese lugar donde se encuentra hoy, y su arrogancia la ha hecho llorar
mares de desconsuelo.
Quizá sienta que no puede más, se le han agotado las últimas energías
y sus ganas de vivir. De su garganta angustiada sale un grito seco: ¡Señor,
no puedo más, el desierto se hace largo y estoy sedienta! ¡Voy a morir!
El futuro se presenta oblicuo, incierto como un espejismo ante tus ojos
cansados de llorar. Pero puede estar segura de que el “Viviente-que-te-ve”
no la ha abandonado, ni la abandonará jamás. Puede confiar en el amor
de Dios y en su gracia para sostenerla en los días más oscuros de su vida.
Nuestro amante Jesús sabe que somos débiles y propensos a caer, pero
él desea poner su Espíritu en nuestros corazones a fin de que construya­
mos sobre un fundamento sólido. Si tiene algo que arreglar con alguien,
vaga y arréglelo, tal como el ángel de Dios le ordenó a Agar. Luego,
descanse en plena confianza en tu Salvador, y vive tu vida sabiendo que el
Dios Todopoderoso que escuchó y vio la aflicción de una esclava egipcia,
es también tu Dios y el Dios de todas las desamparadas del mundo.

CANCIÓN DE LA DESAMPARADA

Avanzo despojada de mis fuerzas


sobre la expansión de arena y de sed.
Sigo la huella del desamparo por el desierto sombrío,
mascullo un sabor de sangre, de llanto y de penas.
Me hundo, entro y salgo de mí misma,
en una estéril circularidad de mi yo,
exhalando un suspiro que nace y muere en mí.
La noche se traga mi sombra
y el sepulcro llama mi nombre.
Convertida en clamor de incertidumbre
me descubro ante tu presencia,
para destruir el dolor que me rodea y me dibuja.
Distante de ti, de tu mano,
Amigas, de Jesús

palpo la oscuridad de esta habitación que es mi cárcel.


Casi perezco con una mano sobre el pecho,
y aún así, Jehová-Jireh, Dios de las desamparadas,
espero saciar mi sed en ti.

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Cuál fue el pecado de Agar?
¿Por qué el pecado de Sara y Abrahán es mayor que el de Agar?
¿Qué profetizó Dios a Agar que se ha cumplido?
¿Cuál es el mensaje particular de la vida de Agar para nosotros?
Para meditar:
• El pecado de Agar tiene fundamento en la soberbia. Saberse la
progenitora del hijo prometido a Abrahán fomentó en Agar el
orgullo y le causó problemas en sus relaciones dentro de la casa de
Abrahán. Estimándose mayor que su ama, Agar se rebeló contra
la autoridad de Sara y huyó de su presencia.
• Junto con la arrogancia, el orgullo fue lo que motivó a Satanás y
a los ángeles caídos a la rebelión. La arrogancia y el engreimiento
producen un rechazo de la autoridad. Por lo tanto, no es de extra­
ñar el que estos sentimientos hayan motivado la huida de Agar.
• El pecado de Sara y Abrahán fue aun mayor que el de Agar en
el sentido de que ellos se apropiaron de la autoridad de Dios. En
su falta de fe, asumieron el papel de Dios, y tomaron las riendas
de sus vidas en sus propias manos. Este proceder les trajo mucha
desgracia. La desconfianza en la palabra de Dios resultó en el celo
y un conflicto entre pueblos que persiste hasta hoy.
• Cuando Agar vagó por el desierto de Beerseba y estuvo a punto
de morir deshidratada, un ángel de Dios le indicó el camino
hacia una fuente de agua. Dios está dispuesto a hacer lo mismo
con toda mujer cuyos errores la han llevado al desierto de una
vida sin esperanza.
C apítulo 4

LA M UJER DE LOT
Y LA P E R S IS T E N C IA
DE V IV IR EN EL PECADO
“Acordaos de la mujer de Lot.
Todo el que procure salvar su vida, la perderá;
y todo el que la pierda, la salvará ”
(S. Lucas 17:32, 33).

E
l sol apenas comienza a salir sobre la tierra, cuando Lot, su mujer
y sus dos hijas por fin llegan al pequeño pueblo de Zoar. Avanzan,
aferrados los unos a los otros ante la nueva realidad. Han escapado de
las ciudades de la llanura, benditas por la naturaleza, pero cada vez más
separadas de Dios.
Lot contempla el hermoso valle que se extiende delante de ellos hasta
las orillas del Jordán, cerca de su desembocadura en el Mar Muerto, y por
primera vez siente el resquemor del desconsuelo quemándole las entrañas.
Todavía le parece estar escuchando la voz de Abrahán, columpiada pol­
la brisa del atardecer, en aquella ocasión cuando juntos posaron su vista
sobre este mismo valle y el patriarca le permitió escoger la mejor parte
como su heredad.
A lo lejos se podían ver las plantaciones de árboles frutales y campos
de siembras; detrás y al fondo, se divisaban el mar y las ricas ciudades de
Sodoma y Gomorra, difusas, inmersas en la neblina de las estribaciones
de la cordillera. Ni una sombra de amarillo. Ni una sola aridez. Todo
verde.
Amigas eleJesús

Lot recuerda con tristeza cómo en aquella ocasión sus ojos se fijaron
en la hermosa llanura del Jordán, en sus campos con riego y en las tierras
abastecidas por todas las riquezas naturales del medio ambiente; y cre­
yendo que estaba ante las puertas del mismo Edén, escogió habitar allí.
Allí estaba Lot, en aquel paraíso sin Dios, entre los habitantes de
Sodoma y Gomorra, cuyo apetito corrompido había producido una suer­
te de hombres y mujeres esclavos de sus pasiones, tan atrevidos y feroces
en sus detestables abominaciones que Dios no podía permitirles que
siguieran viviendo.
¡Cuán iluso había sido! ¡Cuán necio! Pero ahora ya nada de aquello
tenía importancia.
Un hondo silencio oloroso a espanto, insólito, se esparce entre los
sauces que crecen en la arboleda donde se han detenido a descansar. Lot
sabe que la mano justiciera de Dios comienza ya a revelarse sobre la tierra.
Allá abajo, en las ciudades de la llanura, con sus casas y calles de piedra,
se presiente el frenesí de lo predicho por los ángeles la noche anterior.
A media mañana, un nervioso revoloteo de alas opaca el cielo como
un tenebroso manto; aves que huyen de la ciudad. Como presintiendo
aquello que los hombres no alcanzan a ver, los perros deambulan por las
calles gimiendo y aullando. Sus frenéticos ladridos llegan hasta Lot y su
familia en desconcertantes ecos que se mezclan con el balido ansioso de
las ovejas, los rebuznos de los asnos, y la música estridente de hombres y
mujeres que aun ante el desconcierto de los animales del campo, todavía
insisten en continuar festejando su desenfreno de la noche anterior.
Podas esas voces llegan hasta ellos como un torrente de murmullos,
como una oración infame que les advierte que lo anunciado está por
ocurrir. Lot levanta su vista a un cielo renegrido, y reconoce que el Dios
de Israel es un Dios que cumple su palabra. No hay tiempo que perder,
hay que avanzar, y presintiendo aquel infierno aterrador y masivo, anima
a su familia a continuar... Pero ya están ante el caos.
De repente los zarandea un viento rabioso que estremece las ciudades
que hasta ayer habitaban. ¡Ha comenzado a llover fuego y azufre! La
tierra de Zoar comienza a resquebrajarse incitada por la convulsión que
sube basta la superficie. Las hijas de Lot corren, gritan, se cubren la ca­
beza, presintiendo el ímpetu del azufre sobre sus cuerpos. Lot toma a su
mujer del brazo y la insta a caminar. Sus amadas Sodoma y Gomorra se
hacen añicos bajo el dedo acusador del Omnipotente, y ellos apenas han
escapado de la incandescencia sin que el fuego los toque. Pero algo sucede
La mujer de Lot y la persistencia de vivir en el pecado

con la mujer de Lot. De pronto, se detiene en seco; sorda a la furia del


viento, ciega a la ráfaga caliente que desde las ciudades que están siendo
depuradas por la ceniza llega hasta ellos y les quema la piel.
No puede avanzar, su corazón está todavía allá abajo, donde sus perte­
nencias y riquezas se funden en la hoguera de Dios. ¿Acaso no la habían
sacado a la fuerza? ¿Acaso no la asieron de la mano y la sacaron de la
ciudad sin su consentimiento? Lot la anima a caminar, sus hijas le rue­
gan, pero algo más poderoso que ella, o que la misma muerte, la obliga
a volver la cabeza hacia atrás, hacia sus amadas ciudades, para mirar por
última vez el residuo de todo lo que ama entrañablemente.
Entonces, allí mismo, en aquel instante y ante el asombro de su familia,
su silueta se transforma en una grotesca formación de sal que se confunde
con los accidentes del terreno. Su amor hacia las cosas que Dios aborrece,
la convierte en un emblema. Ahora es un símbolo de desesperanza, que
habría de recordar a generaciones futuras que la salvación que Dios ofrece
no se ha de despreciar.
¡Qué espectáculo! ¡Qué visión tan triste! La mujer de Lot perdió la
vida eterna por procurar la vida de este mundo. Su corazón no se apartó
del mal. Todavía estaba con lo que amaba, allá abajo, en Sodoma y Go­
morra, allí donde el fuego de la maldición de Dios consumía a hombres
y animales, y el azufre cubría la tierra porque el pecado había franqueado
el límite de Dios.
La esposa de Lot fue una mujer afortunada. Se le brindó la oportuni­
dad de escapar de la catástrofe como a ninguna otra, pero no quiso sal­
varse. No corrió. No clamó a Dios con temblor y temor por su salvación.
No fijó su vista en el camino que el Omnipotente le abría delante de ella
como un nuevo comienzo, sino que persistió en aquel pasado sin Dios.
Esta historia debería instarnos a examinarnos íntimamente, a con­
ducir un estudio introspectivo de nuestra vida y decidir si hay algo en
nuestras vidas que debiéramos eliminar, limpiar o extirpar de raíz. A
nosotros también se nos ha dado una oportunidad de escapar del mal que
se aproxima. Estamos ante otra Sodoma y Gomorra, vivimos al borde de
un cataclismo mundial, y se nos ha dicho que corramos, que escapemos
y no miremos atrás.
¿Dónde, pues, está nuestro tesoro? ¿Dónde hemos guardado nuestro
corazón? ¿Será que en aquel día final, tal como la esposa de Lot, habre­
mos de volver nuestro rostro hacia lo que queda atrás, todavía buscando
las glorias muertas de este mundo?
Amigas deJesús

La sal preserva, pero lo único que quedó de la ingrata esposa de Lot


fue un triste testimonio de su intento por persistir en el pasado contra el
futuro que Dios le exigía.
M frese ahora a sí misma. Sincérese consigo misma. Obsérvese en el espejo
de las Escrituras, y véa si hay algo en su vida que la está apartando de Dios.
¿Considera que ese algo es más importante o de más valor que su entrega a
Cristo? ¿Se ve, como la mujer de Lot, volviendo hacia atrás la cabeza, hacia el
mundo que arde en sus pecados, sin poder abandonar aquello que la fascina,
que de noche roba su sueño y de día le embriaga el alma?
Escuche, quizá lo que la aparte de Dios no sean las posesiones o los
bienes materiales, puede ser algo tan importante como su carrera, o algo
tan cautivante como el amor de un hombre. Ese amor que hoy llena todo
en su vida, ¿la aparta de las tinieblas o le roba su luz? ¿Son acaso sus ojos
dos estrellas veladas por la sombra del pecado, y ni cuenta se da?
La mujer moderna considera que mantener relaciones sexuales pre­
matrimoniales es algo natural, algo que va perfectamente con su cuerpo
y sus deseos. Hay quienes arguyen, inclusive, que es necesario probar
si su relación amorosa funcionaría, antes de comprometerse para toda
la vida en el matrimonio. Pero no es así, el amor no se prueba, el amor
hay que vivirlo para siempre. Además, las relaciones sexuales sin el amor
comprometido del matrimonio hieren y destruye la autoestima.
Existen otros tipos de relaciones amorosas igualmente perjudiciales,
que simbólicamente la pueden mantener atada a Sodoma y Gomorra.
El adulterio, por ejemplo, hace pedazos la confianza, la intimidad y
la autoestima. Destruye familias, arruina carreras y deja una estela de
dolor y destrucción a su paso. Este legado potencial de dolor emocional
debería ser suficiente para que recapacite y haga los cambios necesarios
en su vida. Pero si acaso esto no la conmueve ni la asusta, contemple
nuevamente a la mujer de Lot. Observe su destrucción y reconozca que
vale la pena confiar nuestra vida a Dios.

SODOMA Y GOMORRA

Silencio, llueve azufre y fuego sobre Sodoma y Gomorra.


Arden sin fuego las ciudades ahogadas
en esqueletos de odios;
este pueblo que somos nosotros mismos,
La mujer de Lot y la persistencia de vivir en el pecado

sofocados a mirad de la noche urdimos guerras para


salvarnos.
Siglo tras siglos avanzamos, los mismos de siempre.
Somos mareas negras, vertido tóxico y accidentes nucleares.
Somos Hiroshima, Vietnam y Afganistán.
Somos hutus y tutsis en la fiesta del genocidio cultural.
El ritmo salvaje repite el canto de Lot en Sidim,
y en el centro de la incandescencia yace la abominación:
Nosotros, rodeados de beligerancia y odios étnicos.
Y todavía henos aquí: Tañendo arpas impías bajo un cielo
de azufre.
¿Y qué si nos contagian los vicios que corrompen
a Sodoma y Gomorra?
Morimos en el mismo acto de pensarnos a salvo,
y aún creemos en amuletos para protegernos del fuego.

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Por qué la esposa de Lot desobedeció el mandato de Dios? ¿Qué la
hizo volver el rostro para mirar las ciudades que dejaba atrás?
¿Salió la esposa de Lot de las ciudades condenadas como quien huye
por su vida? ¿Qué haría usted si sabe que la ciudad donde vive será des­
truida por un terrible terremoto o una lluvia de fuego? ¿Saldría rápida­
mente o lo pensaría mucho?
¿Qué lección tiene que darnos la esposa de Lot?
Para meditar:
• ¿Puede imaginar cuál era el estilo de vida de los habitantes de
Sodoma y Gomorra antes de que Dios las destruyera? “Habiendo
fornicado e ido en pos de vicios contra la naturaleza” (Jud. 7),
finalmente los habitantes de Sodoma y Gomorra sufrieron el cas­
tigo divino. Si la mujer de Lot se hubiese sentido abrumada pol­
la conducta pervertida de los malvados, los ángeles no hubieran
tenido que sacarla a la fuerza para salvar su vida (Gén. 19:16).
• La esposa de Lot volvió la cabeza con nostalgia hacia las ciudades
que dejaba atrás, porque en lo profundo de su corazón prefería
estar todavía allí. En vez de corresponder con gratitud a la mise-
Anii^tts tlr frsi'/s

ricordia de I >!<>•.. obrdei iciulo prontamente a su mandato, pensó


que I )¡os .u 11i.il>a ¡njiiMamentc al destruir lo que tanto amaba. Se
lamentó poi lubei tenido que dejar ese ambiente corrompido, y
en nn ai lauque de rebeldía que muestra cuáles eran los afanes de
mi eoia/ón, transgredió el mandato divino.
• Seguí amerite la mujer de Lot ni siquiera llegó a ver lo que tanto
deseaba ver, porque la bola de fuego, semejante a una explosión
nuclear, estalló repentinamente sobre Sodoma y Gomorra y los
pueblos adyacentes, calcinando la retina de sus ojos. El intenso y
repentino calor la transformó en un pilar de sustancias químicas
eternamente solidificadas. Todavía hoy, cerca de la costa sur del
Mar Muerto hay grandes depósitos de sal, que a veces forman
figuras grotescas. Aunque no podemos asegurar que uno de ellos
sea la esposa de Lot, están allí para recordarnos a nosotras hoy
cuán triste es el destino de los que escogen el pecado y rechazan
a Dios.
• Quizá hoy también sea el tiempo para la acción, no para la indo­
lencia y el estupor.
C a p ít u l o 5

REBECA:
EL IN F O R T U N IO
DE UNA M UJER ENGAÑOSA
“Y bendijeron a Rebeca, diciendo:
Hermana nuestra,
sé madre de millares de millares,
y conquisten tus descendientes
la puerta de sus enemigos ”
(Génesis 24:60).

Laavanzando
caravana que saliera pocos días atrás de Mesopotamia ha venido
lentamente empujada por la impetuosa fuerza de los
vientos secos del desierto. El erial tiene esa admirable cualidad de fundir
cielo y tierra en una enorme esfera ocre. Ese es el paisaje, estéril y adusto
por demás, que Rebeca ha venido contemplando desde que salió de su
tierra natal. Pero ahora, de pronto, como si un espejismo nuevo se estu­
viera concretando en el desierto, la geografía comienza a adquirir nuevas
formas y perfiles inesperados.
En medio de aquel ventisquero, a lo lejos, comienzan a verse imágenes
deleitosas de una tierra verde y fascinante. En la distancia, Rebeca puede
ver las palmeras y olivares de Canaán que se despliegan ante ella en una
estampa fantástica de bienvenida. Su corazón comienza a latir apresura­
damente. ¡Han llegado! En alguna parte de esa tierra encantada que surge
del desierto, se encuentra el hombre con quien habrá de unirse para toda
la vida. Rebeca anhela que aquel primer encuentro sea inolvidable. ¡Y lo
es!
Amigas ele Jesús

Cuando la caravana del criado de Abrahán por fin arriba a los linderos
de las tierras de su amo, Rebeca percibe la figura de un hombre que viene
hacia ellos. Es alto y de distinguido aspecto. Instintivamente sabe que es
Isaac. Su corazón es un remolino, es un reloj descompasado que ha per­
dido la hora. El criado de Abrahán corrobora su intuición, y hay entonces
un minuto en que se agota el sosiego. Hasta la minúscula actividad de
los insectos que revolotean en la enramada cesa en ese instante preciso,
el curso de la naturaleza se detiene, la vida de Rebeca tambalea ante el
precipicio del primer amor.
La caravana se detiene y Rebeca desciende del camello a esperar que
Isaac llegue hasta ella. Allí permanece, inmóvil, jadeando secretamente,
hasta que la respiración de Isaac, tibia y suave, le acaricia el rostro y la
despierta de su ensueño.
Si hubiera estado en su tierra natal, ahora habría estado junto al pozo,
llenando su cántaro a pleno sol, pero estaba aquí, junto a Isaac, en este
paraíso terrenal de donde nunca se querría ya marchar.
¡Qué historia de amor tan maravillosa! La vida de Rebeca fascina por
muchas razones. Rebeca es un enigma. Es una joya de dos caras disímiles.
Nos conmueven su presteza en obedecer la palabra de Dios, su sencillez
y confianza en el Dios Todopoderoso de Abrahán durante los años de su
juventud. Pero más tarde, en los años de su madurez, nos sorprende verla
convertida en una mujer arbitraria y ambivalente, dada al censurable
favoritismo que destruyó la vida de sus hijos y la de su familia entera.
En un principio, Rebeca entendió el plan de Dios en su vida y obedeció
los propósitos divinos. Su matrimonio con Isaac no fue un mero contrato
familiar, o un asunto puramente humano, sino una etapa decisiva en el
cumplimiento de las promesas divinas. Su unión con Isaac, además de ser
una hermosa historia de amor, prefigura la bendita esperanza futura del
pueblo de Dios presentada en el Apocalipsis como las bodas del Cordero
y su esposa, la Jerusalén celestial. Tal como con una sola mirada de amor
de Isaac, la joven Rebeca olvidó las pruebas y dificultades que pudo haber
experimentado durante su larga trayectoria desde Mesopotamia hasta la
tierra del Neguev, así también las amarguras y sufrimientos terrenales de
los hijos de Dios serán olvidados ante la mirada compasiva de nuestro
amante Jesús.
La gentileza y diligencia que Rebeca mostró hacia el criado de Abrahán
son igualmente notables. Su gesto tipifica la piedad, el gozo, la presteza y
el anhelo de Dios en socorrer a los cansados y caídos de este mundo. No
Rebeca: El infortunio de una mujer engañosa

en vano la Biblia toma tiempo para explicar el esmero de Rebeca con el


cansado siervo de Abrahán: “Se dio prisa a bajar su cántaro, lo sostuvo
entre las manos y le dio a beber. Cuando acabó de darle de beber, dijo:
También para tus camellos sacaré agua, hasta que acaben de beber. Se dio
prisa y vació su cántaro en la pila; luego corrió otra vez al pozo a sacal­
agua y sacó para todos sus camellos” (Gén. 24:18-20).
Si consideramos que Eliezer traía consigo diez camellos (vers. 10),
Rebeca tuvo que haber llenado su cántaro al menos diez veces. Pero la
muchacha no protestó, ni mostró disgusto en el servicio. Al contrario, lo
hizo todo con gozo.
¿Qué fue lo que la hizo cambiar? ¿Qué fue lo que la hizo alejarse
de los caminos del amor y la obediencia a la palabra de Dios? Rebeca
menospreció la importancia y la necesidad de que Dios fuera la autori­
dad máxima de su familia y su hogar. Estaba acostumbrada a hacer su
voluntad. Más allá de sus cualidades morales, — bondad, afecto, caridad
y hospitalidad—, Rebeca actuó por iniciativa propia, incluso en oposición
a la voluntad de Dios, y manifestó la intención de manipular. Así como
decidió dar de beber a los camellos de Eliezer y aceptar la propuesta de
matrimonio con Isaac, también decidió cuál de sus dos hijos sería el que
recibiría la bendición de su padre, aun a costa del engaño.
Al descuidar la oración ferviente dejó de doblegar su yo. Olvidó some­
ter su voluntad a Dios, y, por consiguiente, la tenaz disposición natural de
su carácter tomó un curso exacerbado. Con su conducta creó una familia
disfuncional. El papel de Isaac fue insignificante en comparación con la
importante misión que se le encargó a Rebeca. Fue a Rebeca, no a Isaac,
a quien Dios le reveló la naturaleza conflictiva de los hijos que acunaba
en su vientre: “Dos naciones hay en tu seno, dos pueblos divididos desde
tus entrañas. Un pueblo será más fuerte que el otro pueblo, y el mayor
servirá al menor” (Gén. 25:23). Fue a Rebeca a quien Dios le mostró el
futuro de Israel, y fue a ella a quien el Todopoderoso dio el poder de ser
un instrumento de bendición, por medio de su personalidad, su vocación
y su condición de mujer.
¡Qué tremenda labor desempeña la mujer piadosa dentro de las re­
laciones familiares! ¡Qué formidable es su influencia! En nuestras ma­
nos están confiadas las enseñanzas que conducen a nuestros hijos a la
salvación o a la perdición. Rebeca debió haber criado a sus hijos bajo
el influjo benefactor del amante Dios de Israel. Debió haber instado
en ellos anhelos celestiales y fomentado una confianza rotunda en el
Amigas de Jesús

Omnipotente Dios de su padre Isaac. Pero su favoritismo contribuyó a la


tensión existente entre sus dos hijos, y su capricho, su manipulación y su
desamor hacia Esaú finalmente alejaron a su hijo del hogar y lo apartaron
de las enseñanzas y normas familiares.
Quizá por causa de ella Esaú optó por los caminos de la idolatría
y la poligamia. Por esto quizá despreció la aprobación de Dios por un
mundanal plato de lentejas.
¡Cuán diferente hubieran sido las cosas si Rebeca hubiera actuado
piadosamente! La rivalidad que Rebeca fomentó en estos dos hermanos
reflejaba mucho más que un desajuste familiar. La tensión entre dos nacio­
nes prefigurada en aquellos dos hermanos: La nación israelita (los hijos de
Jacob) y los edomitas (descendientes de Esaú) no ha terminado aún. Esta
lucha entre hermanos continúa hoy en el Medio Oriente con graves conse­
cuencias. Dios hubiera llevado a cabo su plan sin la ayuda de Rebeca. Pero
la guerra, los odios étnicos y la rivalidad entre distintos grupos y razas no es
el plan de Dios. Si Rebeca hubiera utilizado su influencia para crear la paz
y el amor entre sus hijos, se habrían evitado muchas muertes y amarguras.
Dios tiene planes específicos que ningún ser humano podrá jamás
alterar. No le era necesario a Rebeca haber hecho uso del engaño y la ma­
licia para llevar a cabo la voluntad de Dios. Pero Dios en su misericordia
a veces actúa a pesar de las equivocaciones humanas para llevar a cabo sus
planes y propósitos divinos.
Nuestro Padre celestial a menudo nos utiliza a pesar de nuestra tes­
tarudez, nuestros errores y nuestra renuencia ante aquello que no comprendemos.
No por eso habremos de despreciar su conducción en nuestras decisiones.
Si seguimos los pasos de Rebeca y escuchamos sus palabras, si medi­
tamos en su temprana relación con Dios, y luego observamos la actitud
equivocada que más tarde demostró en su relación con el Todopoderoso
y en su vida familiar, nuestros ojos se abrirán a una nueva revelación de
nosotras mismas respecto de nuestra relación personal con Dios, y el
poder de nuestra influencia en el hogar y en la sociedad.

EL SACRIFICIO DE REBECA

A la deriva y al arrebato,
te exilias cuando te desconoces,
cuando esperas hallar tu verdad más allá de la Verdad.
Rebeca: El infortunio de una mujer engañosa

Tus manos mecen cunas idénticas.


Tu corazón forja despedidas sin retornos.
Oh mujer hecha de luchas y vuelos,
metida en la implacable gruta del expatriado.
Te ceñiste a la pérdida,
te amparaste en la mentira.
Para borrar a otros te borraste a ti misma
te adentraste en la oscuridad,
como en la muerte.
Sucumbiste.

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Por qué cambió tanto Rebeca? ¿Por qué pasó de ser una muchacha
amable y hacendosa a una mujer egoísta y mentirosa?
¿Qué nos enseña la relación de Rebeca con sus hijos y qué podemos apren­
der de ella respecto de la manera que tratamos a nuestros propios hijos?
¿Queda justificada la conducta de Rebeca?
Para meditar:
• La conducta cortés de Rebeca le mostró al criado de Abrahán
que ella era la mujer que Dios elegía para que fuese la esposa de
Isaac, pero con los años el corazón de la amable Rebeca cambió.
Rebeca dejó de confiar en Dios. Las promesas hechas a Abrahán
y confirmadas a su esposo Isaac eran para ella la meta suprema
de sus deseos y esperanzas, pero al ver que dicha promesa no se
cumplía en sus términos, dejó que la tenaz disposición natural de
su carácter se impusiera.
• El Señor había declarado que Jacob debía recibir la primogeni-
tura y si hubiesen esperado con confianza hasta que Dios obrara
en su favor, la promesa se habría cumplido a su debido tiempo.
La historia de Rebeca nos enseña que el favoritismo es un arma
de doble filo que ningún padre cristiano ha de utilizar en la
crianza de sus hijos. Los conflictos entre los hijos son naturales,
pero si los padres hacen que las buenas relaciones fraternales se
conviertan en una prioridad familiar, ayudarán a que sus hijos se
lleven bien y lleguen a relacionarse como buenos amigos.
Amigas de Jesús

• A continuación se exponen siete pasos para fomentar positiva­


mente la armonía entre los hermanos, tomados del libro Conflic­
tos emocionales del niño:
1. Señale siempre los aspectospositivos. Halague a sus hijos cada vez
que cooperan entre sí y jueguen juntos de una manera armoniosa.
2. Resuelvan losproblemas como equipo. Ofrezca un buen ejem­
plo en la forma en que usted y su pareja lidian con los conflictos
que se plantean, y cómo manejan la ira y la frustración. Trabajen
juntos como pareja y traten de no enfadarse ni perder el control
cuando se sientan cansados u ofendidos por las situaciones que
surjan entre los niños.
3. Siga la regla: “Todos para uno y uno para todos”. No le
entregue a uno de sus hijos un juguete que pueda ser deseado pol­
los demás; desígnelos como un regalo de la familia para todos.
4. ¡Evite cualquier tipo de favoritismo! Nunca formule juicios
cuando esté discutiendo la forma de comportarse de un niño con
su hermano. Decir algo como: “Yo sé que tu hermano puede ser
cruel en ocasiones”, pudiera sugerir que a usted le gusta o prefiere
a un niño más que a otro.
5. ¡No los compare! Las comparaciones injustas terminarán
por fomentar sentimientos de competencia y envidia entre
hermanos.
6. Enseñe a sus hijos a ponerse en el lugar de los demás. Por
ejemplo, pregúntele al niño agresor cómo cree que se sintió su
hermano cuando él le arrebató el juguete.
7. Alimente un concepto propio saludable en cada uno de sus
hijos. Ayude a cada uno de ellos a apreciar sus habilidades únicas
y su lugar en el mundo. Pase ratos a solas con cada niño y apoye
sus intereses cada vez que pueda.

Luisa Carranza, “Conflictos emocionales del niño" (Editorial Concepts, 1999),


pp. 35, 36.
C a p ít u l o 6

RAQUEL
Y LA HEREDAD
DE LA M UJER PR U D E N T E
“La casa y las riquezas son herencia de los padres,
pero don de jehová es la mujer prudente ”
(Proverbios 19:14).

U
n estridente balido de ovejas y voces iracundas despierta a Jacob
de un sueño intranquilo. Extenuado por el recuerdo de un pasado
ante el cual parecía inútil cualquier tentativa de rectificación, y los largos
y agotadores días del desierto, ha perdido la noción del tiempo. Jacob
se incorpora y ajusta la vista al paisaje. ¿Cuándo llegó? ¿Cuántas horas
llevaba durmiendo?
Frente a él un grupo de hombres burdos y mal hablados, pugnan por
sacar del medio el rebaño de una mujer que evidentemente, tal como
ellos, ha de ser una pastora. Por un momento Jacob se queda observando
lo que el paisaje le presenta: Un mar de ovejas, blancas, negras, pardas y
rojizas bajo un inmenso cielo azul. Pero algo en particular atrae a Jacob.
Le cuesta apartar la vista de aquella mujer; una extraña, una mera pastora
de ovejas en una tierra que no era la suya.
Así, desaliñada y con la piel algo áspera por las inclemencias del tiem­
po y las arduas tareas de su trabajo como pastora, aquella mujer tiene
algo indescriptible que lo atrae. En sus ojos, en sus manos hacendosas y
en su porte gentil recuerda su hogar materno y su niñez, y ve algo que lo
reconforta.
Amigas ele Jesús

Una conexión silenciosa parece haberse formado entre ambos, porque


igualmente Raquel observa a Jacob con idéntica curiosidad. Es como si
entre ambos el tiempo se hubiese detenido. Las voces de los pastores le
son indiferentes a Raquel, y el sol del mediodía ya no es tan agotador para
Jacob. El amor ha comenzado su maravillosa obra entre los dos.
La pastora Raquel era muy parecida a su tía Rebeca en carácter y,
posiblemente, también en su físico. Las Escrituras nos dicen que ambas
mujeres llamaban la atención por su belleza (Gén. 24:16, 29:17). Cu­
riosamente, ambas hacen su aparición junto a un pozo en el campo, y
coinciden, además, en su esterilidad. Ambas son mujeres marcadas por el
sello dramático de la infecundidad.
Imagino que algo vería Jacob en su prima Raquel, que instantánea­
mente le recordó a su madre, algo que lo conectó inmediatamente con
sus raíces y el hogar que había perdido. Sea por lo que íuere, Jacob se
enamoró perdidamente de Raquel tan pronto la vio. Aunque la primera
impresión era obligadamente imperfecta, para Jacob fue suficiente. Siete
años de trabajo le parecieron días; y cuando ocurrió el engaño y recibió a
Lea por mujer, trabajó otros siete años por Raquel.
El amor que sentía Jacob por Raquel le da a su historia un valor único,
pero en realidad Raquel no fue un modelo a imitar en algunos aspectos.
Las Escrituras nos dan los detalles que descubren el verdadero carácter
de Raquel.
La caravana de camellos y ganado lleva días de camino desde que
salieron de Padan-aram. Mujeres, niños y criados, cabras, ovejas y bo­
rregos listados, pintados y salpicados de diversos colores ya han cruzado
el Eufrates, y se dirigen ahora hacia los montes de Galaad, en dirección
a Canaán. El corazón del temeroso Jacob siente el peso de un posible
encuentro con su hermano Esaú, pero también piensa en su suegro Labán
y en la manera traidora en que huyó de él, y una honda tristeza empaña
su mente. Por su parte, Raquel se afana por otros asuntos.
A su lado, su hermana Lea avanza sobre su camello rodeada de sus
hijos y de los hijos de sus siervas. Su fecundidad la hace una mujer dicho­
sa, admirada por las demás mujeres, eleva su valor como ser humano y
como esposa, y hace que en su porte exhiba los signos de la prosperidad.
En ese tiempo y cultura, la progenie numerosa garantiza en gran medida
la posición de la mujer. Pero ella, la insatisfecha Raquel, la mujer que
apenas ha podido dar a luz a un solo hijo, no deja de mirar a su hermana
con resentimiento. La envidia que siente por ella hace años, ha venido
Raquel y la heredad de la mujer prudente

desgastando su gusto por la vida, pues ella solo puede darle a su marido
hijos que no llegan como un acto natural, sino por la intervención de su
sierva.
Su deseo de superar a Lea es tan voraz, que cuando su sierva Bilha
concibió y dio a luz a su hijo Dan, se apropió de éste como si fuera úni­
camente suyo. Luchó contra su hermana durante muchos años, hasta que
finalmente Raquel llevó su problema ante Dios en oración. Su petición
fue escuchada, y la fe obtuvo lo que la impaciencia y la incredulidad no
habían logrado.
Dios obró milagrosamente en la estéril Raquel y le envió un hijo. Pero
ella no percibió el milagro. La insatisfecha Raquel quería más, quería
sobrepasar a su hermana en valor e importancia, y al dar a luz a su hijo
José, alzó la voz y dijo: “Añádame Jehová otro hijo” (Gén. 30:24), lo cual
no era sino su forma atrevida de pedirle a Dios una puntuación más alta
en el juego de su rivalidad.
La insatisfacción que caracteriza a Raquel, su inconformidad, su per­
sistente deseo de algo más, indudablemente deben haber afectado a José,
quien debió crecer con la sensación de estar incompleto, de “no ser sufi­
ciente”, de vivir suspendido en la espera de otro hermano. A Raquel no
le bastó el milagro de la maternidad ni la certeza de que Dios escucha la
aflicción de sus hijos para dejar de actuar a su manera y dejar de persistir
en sus ambiciones.
Esta mañana antes de partir, cuando Labán y sus criados trasquila­
ban sus ovejas lejos de casa, y las habitaciones del hogar paterno habían
quedado en silencio, robó los ídolos de su padre. Si no hubiese sido por
Dios, que más tarde intervino para que Labán no tocara a Jacob, ¡cuántos
problemas hubiera acarreado Raquel sobre su familia con su crimen! Al
igual que Rebeca, Raquel era artificiosa, utilizaba la astucia y el engaño
para conseguir su propósito, confiando en que nadie la descubriría. Esto,
sin duda, era un rasgo familiar que también se manifestó en la vida de
Rebeca y de Jacob, y les causó muchas amarguras.
Después de siete días de camino apareció en la distancia una nube de
polvo que se movía hacia ellos, haciéndose cada vez más visible... hasta
que en lontananza apareció Labán acompañado por sus parientes e hijos.
Sin saber del robo efectuado por su mujer, Jacob escuchó pacientemente
la lista de reproches que Labán le tenía preparada: ¿Por qué huiste, enga­
llándome de esa manera tan vil? ¿Por qué no me comunicaste tus planes?
¿Por qué te luiste* sin dejar que me despidiera de mis hijas y mis nietos? Y
Amigas de Jesús

cuando Jacob creyó haber escuchado la última acusación, sintió la puña­


lada de la recriminación más acerba, el reproche que el corazón de Labán
guardaba con más prejuicio, y el motivo principal de su persecución: el
hurto de sus dioses.
“Aquel en cuyo poder halles tus dioses, ¡que no viva!” (Gén. 31:32),
se defendió Jacob. Su voz se escuchó en todo el campamento en un tono
de ira que generalmente pronostica la calamidad. Raquel la escuchó, y se
apresuró a urdir su próxima artimaña.
Las Escrituras no nos dicen cuáles fueron las intenciones de Raquel
al robarle los ídolos a Labán. Sabemos, sin embargo, que en la cultura de
Raquel los ídolos de la familia eran posesión del heredero principal, una
parte importante de su herencia. Según lo establecido por la costumbre,
una parte de lo que un hombre pagaba por la mujer con quien contraía
matrimonio debía entregársele a ella misma; pero Labán se había queda­
do con todo el dinero (Gén. 29.18). La misma Raquel expresó su disgusto
por la mezquindad: “¿No nos tiene ya por extrañas, pues que nos vendió
y hasta se ha comido del todo lo que recibió por nosotras?” (Gén. 31:15).
El hurto de Raquel pudo haber sido su manera de vengarse de su
padre, robándole a él lo que él le había robado a ella. Sea cual fuera su
motivo, apropiarse de algo que tenía un valor especial para su familia,
poseer objetos de metales preciosos, o quizá asegurarse la protección que
los ídolos representaban para la mentalidad pagana, Raquel procedió
insensatamente. No sin razón la Palabra de Dios nos recuerda que se
pueden heredar casa y riquezas de nuestros padres, pero la prudencia es
un don que solo proviene de Dios (Prov. 19:14).
Labán revisó la tienda de Jacob, la de Lea y sus dos sirvientas, pero no
encontró los ídolos que tan afanosamente buscaba. Cuando entró en la
de Raquel, ya ella había ocultado los ídolos bajo los mantos de una mens­
truación inexistente. Así, amparada tras la mentira, logró permanecer en
posesión de sus tesoros.
Raquel era envidiosa, ladrona y manipuladora. Cuando se vio tentada
por la autosatisfacción, y estimó que su vida estaba incompleta, tomó el
asunto de su infertilidad en sus manos en vez de dejárselo a Dios, y entró
en una guerra con su hermana por darle hijos a Jacob en la que utilizaron
sus siervas Bilha y Zilpa como madres sustituías sin derecho ninguno a
los hijos que parían. Finalmente, cuando Dios le permite tener un hijo
propio (Gén. 30:22-24), inmediatamente dijo: “Añádame Jehová otro
hijo” (vers. 24), en vez de recibirlo como un don de Dios.
Raquel y la heredad de la mujer prudente

Su historia termina con lo que pudiera parecer otro fracaso: Su muerte


de parto. Pero en realidad, la vida y la muerte de Raquel es una historia
de triunfo que invita al pecador a mirar más allá de su impotencia, de sus
celos, sus fracasos y su vida malograda, y fijar los ojos en el Dios Omni­
potente, que puede hacer mayores cosas por sus hijos que todo aquello
que ellos imaginan o sueñan. Dios, en efecto, empleó a Raquel, con sus
debilidades y faltas de carácter, para completar su pueblo elegido. La
bendición que el Dios de Israel pronunció sobre Sara, también se aplica
a ella: “La bendeciré y vendrá a ser madre de naciones; reyes de pueblos
nacerán de ella” (Gén. 17:16).
A pesar de que los textos bíblicos presentan a Raquel utilizando todo
tipo de artimañas para conseguir sus propósitos, su historia pone de
relieve que fue Dios mismo quien la rescató de su condición humillante.
Cuando terminan nuestras posibilidades, empiezan las suyas.
¡Qué hermoso pensamiento! No hay nada en nuestra vida, ninguna
debilidad de carácter o rasgo heredado que pueda impedir que Dios obre
a favor nuestro. Raquel nos revela que aunque tengamos ideas erróneas
acerca de Dios y su providencia, aunque disfracemos nuestra falta de
entendimiento con acciones atrevidas, Dios pacientemente nos mostrará
su misericordia.
Raquel no entendía su esterilidad y, sin embargo, Dios la hizo madre
de naciones. Su grito de derrota al morir: “Benoni”, que significa “hijo
de mi dolor, o hijo de mi tristeza”, bien podría interpretarse como una
profecía viva que la identificaba con aquella otra madre de la “Simiente”
prometida: la virgen María. Porque es en el espíritu de “Benoni” que las
Escrituras muestran la presencia de Jesucristo a través de toda la Biblia.
Más adelante el nombre de Benoni fue cambiado por Jacob por el
de Benjamín, que en hebreo significa “hijo de mi mano derecha”, en
el sentido de hijo preferido o heredero. Ambos nombres predecían el
futuro nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, a quien el profeta Isaías
llamó “despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores,
experimentado en sufrimiento” (Isa. 53:3).
Jesús, desechado por los hombres durante su vida humana, luego de
su muerte vicaria en la cruz ascendió al cielo, y se sentó a la mano derecha
de Dios; un Benjamín/Benoni, hijo de la mano derecha de Dios, el hijo
unigénito y heredero del Padre (Mar. 16:19).
¡Gloria a Dios! ¡Cuán grandes cosas puede hacer Dios en la vida del
pecador! Si usted siente que su vida lia sido una sucesión de fracasos y
Amigas de Jesús

errores provocados por sus faltas de carácter, recuerde la historia de Ra­


quel. No olvide que nuestro Señor funda su iglesia sobre la debilidad. Pero
recuerde que la debilidad debe ir tomada de la mano de la Divinidad.

LA PLEGARIA DE RAQUEL

Mis quejas se deshacen en pétalos.


Hago del llanto el pan de cada día,
hago lo que hago para esconderme del miedo.
Pienso en la muerte para saberme viva.
Truena. Les falta lluvia a mis pasos;
lluvias disueltas en silencio, ajenas al relámpago.
La voz del trueno deshace el mutis en
que se refugia el universo
y lo convierte en eco de su voz.
Y yo, ¡pobre de mí!,
dependo de otros úteros para sentirme mujer.
Como si quisiera exorcizar el miedo,
y la voz del fracaso que truena en mis entrañas.

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Por qué mintió Raquel? La familia de Raquel mentía con facilidad,
¿será acaso que la herencia juega un papel importante en nuestra vida?
¿La mentira es hereditaria?
¿Qué podemos aprender de la vida de Raquel?
Para meditar:
• No es difícil conjeturar por qué le mintió Raquel a su padre
Labán con tanta desfachatez. La honradez se aprende en el hogar,
pero cuando un padre practica la falsedad como un estilo de vida,
todos sus hijos se corrompen. Posiblemente, en el hogar paterno
de Raquel mentir era parte del patrimonio. La mentira era el
modus operandi de Labán, asomaba su fea cabeza en cada acto de
su vida, pero no solo en él, la mentira y el engaño eran también
característicos de la vida de su hermana Rebeca. Posiblemente,
Raquely la heredad de la mujer prudente

Raquel creció en un ambiente donde mentir parecía natural. Y


a mentir se aprende. Lo aprendió Jacob de su madre Rebeca y lo
aprendió Raquel de su padre Labán. Cuando Raquel descubrió
que la mentira era algo aceptable, nunca dejó de mentir.
Mentir es un patrón que se aprende, se repite y luego llena los
espacios en la vida de la persona. Al enfrentarse a los problemas
y situaciones difíciles de la vida, la persona que aprende a men­
tir recurre a la mentira para resolver sus necesidades. Pero con
el tiempo pierde la credibilidad y termina aislada y rechazada
por los que la rodean, porque la mentira rompe los lazos de la
confianza.
Los padres son el modelo más importante para los hijos Si los
niños ven a sus padres mentir, los imitarán. Si la persona que él o
ella percibe como un modelo, le dice “no mientas”, pero engaña,
el pequeño hará una de dos cosas: aceptará a esa persona como
mentirosa, y al identificarse con ella la imitará; o no la imitará
pero se sumergirá en un conflicto interior. Afortunadamente,
la vida de Raquel nos enseña que la mentira —por frustrante y
peligrosa que sea— no cambia los designios de Dios.
C apítulo 7

DINA
Y LA M UJER PRO FA N A D A
“Alégrate, joven, en tu juventud,
y tome placer tu corazón en los días de tu adolescencia.
Anda según los caminos de tu corazón
y la vista de tus ojos,
pero recuerda que sobre todas estas cosas
tejuzgará Dios ”
(Eclesiastés 11:9).

H
ay luto en las llanuras de Siquem. Un lamento de dolor sube de
la tierra acompasado por el denso calor y el olor nauseabundo
que surge de los embalses. Nada como aquella mala noche de dolor y
angustia para que el príncipe de Siquem pudiera demostrarle a Dina cuán
arrepentido estaba de su conducta, y cuánto la amaba.
Recostada sobre su tálamo de plumón en el palacio de Hamor, Dina
escucha la respiración jadeante y el quejido de dolor de Siquem, prín­
cipe de aquella tierra que lleva su nombre, y siente que la culpabilidad
estrangula su último aliento. A diferencia de Abrahán, que al apartarse
de su sobrino Lot decidió vivir apartado de las ciudades de la llanura
de Canaán, Jacob colocó sus tiendas bastante cerca de los habitantes
paganos de Siquem.
Dina sabía muy bien a los peligros que se exponía al alejarse de la
seguridad paterna. Había escuchado la historia de cómo su bisabuela
Sara y su abuela Rebeca habían sido raptadas por gobernantes locales.
Dina y la mujer profanada

Pero aun así, encontró la manera de salir de su círculo de protección para


ir a Siquem, y establecer contacto con la sociedad que se extendía a p0ca
distancia de las tiendas de su padre Jacob.
Las consecuencias de su tentación fueron desastrosas. Siquern la
tomó con violencia y deshonró su virginidad, pero su alma se apegó a
ella y, enamorado, habló a su corazón. Ahora, Siquem y todo el pueblo
sufren en carne propia las condiciones impuestas por ese amor: una
circuncisión masiva. Ese fue el requisito exigido por sus hermanos para
que Siquem redimiera la culpa de su profanación, y pudiera casarse con
ella.
Dina está segura de que algo terrible está por suceder, algo que tendrá
consecuencias funestas. Ella conoce bien la naturaleza violenta y venga­
tiva de sus hermanos, y sabe que su deshonra, que es la deshonra de su
casa, no quedará impune.
A medida que se acerca la medianoche, el canto nocturno de las aves
se va desvaneciendo, una ráfaga de aire caliente se cuela por la ventana
abierta, y con ella Dina escucha las voces de Simeón y Leví. Angustiada
con lo que su insensatez ha provocado, y con lo que advierte, se levanta
a toda prisa de la cama y corre hacia la recámara de quien quiere ser su
marido para advertirle del peligro. Pero no le da el tiempo. Simeón y
Leví, con sus espadas, ya están en el palacio.
Siquem hace un supremo esfuerzo para incorporarse cuando los ve,
pero es demasiado tarde para salvarse. Uno de ellos se abalanza sobre
la cama y le da un tajo certero en el pecho desnudo. El otro hermanóle
asesta un segundo golpe, sin piedad, y un chorro de sangre a toda presión
le salpica la cara.
“¡Malvados!” Dina lanza un grito ronco, horrorizada ante la violencia.
Pero sus hermanos se aferran a la lucha con una impavidez criminal,
hasta dar muerte al rey y a todo siervo de la casa de Siquem. Luego los
h ijos de Jacob pasaron sobre los muertos y saquearon la ciudad, tomaron
sus ovejas, vacas y asnos, lo que había en la ciudad y en el campo y todos
sus bienes. Llevaron cautivos a todos sus niños y sus mujeres, y robaron
todo lo que había en las casas (ver Gén. 34:25-29).
¡Qué escena tan triste! ¡Qué crueldad! Y todo porque Dina, tentada
por los brillos de la ciudad vecina, quiso entablar amistad con las hijas de
aquella sociedad.
¿Se imaginan cómo la habrán odiado aquellas mujeres? ¿Se imaginan
la tristeza y la culpabilidad que carcomía el corazón de la joven Dina?
Amigas de Jesús

La historia de Dina es sumamente triste. Su dignidad fue destruida


con la violación de Siquem, pero cuando parecía que podía componerse
con el amor, ese amor fue cercenado de una manera cruel y atroz. Ima­
gine la terrible carga que habrá sentido Dina luego de aquella masacre
ejecutada en su honor, consecuencia de su insensatez; un peso de culpa
que seguramente la convirtió en una mujer amargada y solitaria el resto
de su vida.
El sabio Salomón le dice a toda joven: “Alégrate, joven, en tu juven­
tud, y tome placer tu corazón en los días de tu adolescencia. Anda según
los caminos de tu corazón y la vista de tus ojos, pero recuerda que sobre
todas estas cosas te juzgará Dios. Quita, pues, de tu corazón el enojo,
y aparta de tu carne el mal; porque la adolescencia y la juventud son
vanidad” (Ecle. 11:9).
Cuando estés tentada a probar el mundo, o te atraigan las luces de las
ciudades impías a tu alrededor, recuerda la triste historia de Dina. Pide
consejo, busca a un adulto de confianza que te pueda ayudar a decidir si
lo que deseas hacer te conviene o te puede perjudicar.
La violencia física y sexual en contra de la mujer es un problema de
enormes dimensiones. Aunque a menudo no es reconocida, y hasta se
acepta como parte del orden establecido dentro de algunas sociedades,
nunca es justificada. Ni fuera, ni dentro del hogar.
Si ha sido abusada, acuda a una clínica lo antes posible y pida que le
hagan los exámenes que se aplican en esos casos. La evidencia física de
la violación será recogida por el personal de la clínica y entregada a las
autoridades policiales. Si cree que el atacante podría tener sida, coméntelo
con el médico para aplicar un plan de acción, según el caso.
La agresión sexual no brinda la oportunidad de tomar medidas de
precaución y deja lesiones físicas y emocionales. Si tal fuera el caso, hay
mucho más que debes hacer y saber. Sin importar quién sea el autor del
crimen, nunca guardes silencio ante el asalto sexual.
A pesar de que estamos enfocando aquí la violencia en contra de la
mujer, esto no implica de ninguna manera que la violencia generalizada
sea algo de menor gravedad. En realidad, la violencia contra cualquier
persona es contraria al mensaje del Evangelio de Jesús, quien enfatizó:
“Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros, como yo os he
amado” (Juan 15:12).
Dina y la mujer profanada

LA ORACIÓN DE DINA

Descúbreme, Dios, el camino del discernimiento.


Hazme entender aquello que sé pero no veo,
y cuando me asalte la violencia sin sentido,
y yo misma, débil, frágil,
camine en torno al inmenso abismo,
acerca tu luz, y cierra la boca de las fieras.
Allégate al camino manchado de sombras,
donde solo sé ser eco de un silencio eterno.
Dame el sosiego en el pavor de la noche invisible,
junto al lecho que nadie ve.
Y derrama tu voz de amaneceres en mi soledad.
Tú que todo lo riges, que todo lo puedes,
hazme renacer,
Infunde a lo mortal tu inmortalidad y restáurame.
Ya que todo fue oscuridad y noche, y noche y oscuridad,
dame, oh Dios, tu luz y tu paz.

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Cuáles fueron los resultados de la curiosidad de Dina?
¿Qué nos enseña la experiencia de Dina respecto de mezclarnos con
el mundo?
Para meditar:
• La curiosidad de Dina trajo una avalancha de desgracias: La
traición y la violencia más vil por parte de sus hermanos, la des­
trucción de toda una ciudad, la matanza injusta de centenares de
hombres de todas las edades y condición civil y la expatriación de
mujeres y niños que fueron tomados como despojos. El resultado
fue tal que Jacob consideró que “los moradores de la tierra lo
tendrían por abominable”. Y no sin razón. Además de todas
estas desgracias, el descuido de Dina provocó que su padre Jacob
profetizara una maldición contra sus hermanos Simeón y Leví
Amigas de Jesús

a la hora de su muerte. En otras palabras, éstos heredaron de su


padre una maldición en vez de una bendición.
• Dina había sido educada dentro del judaismo, y había aprendido
que Dios se manifestaba de una manera especial a Israel a través
de los profetas. Dina sabía que había un propósito divino detrás
de esta revelación. La intención de Dios era que los israelitas,
como receptores privilegiados de tal conocimiento, lo compar­
tieran con otras naciones. No es pecado que Dina haya querido
establecer contacto con la sociedad. Pero Dina no debió haber
salido sola. Sin duda alguna, Dina no desconocía los relatos de
los raptos de su bisabuela Sara y su abuela Rebeca por príncipes
locales. Aun así, la curiosidad por ver cómo era el mundo la
venció, y al salir de su lugar de protección fue asechada.
• La experiencia de Dina enseña a las jóvenes cristianas de hoy a no
jugar con las tentaciones, pero hay ocasiones en que las desgracias
ocurren sin haberlas buscado. Cualquier mujer puede sufrir una
agresión sexual, y ésta deja lesiones físicas y emocionales muy
difíciles de erradicar. Si éste ha sido su caso, hay mucho que usted
puede hacer. Atienda los consejos que le ofrece la Red Nacional
de Violación, Abuso e Incesto (RAINN por sus siglas en inglés),
que se dedica a prevenir el abuso sexual, a dar ayuda a las víctimas
y promover el enjuiciamiento y castigo de los ofensores sexuales.
RAINN está a cargo de la Línea de Crisis Nacional de Abuso
Sexual, 1-800-656-HOPE, y conduce programas extensivos de
promoción comunitaria.
Qué debo hacer si soy agredida sexualmente?
• Vaya a un lugar seguro, lejos del abusador sexual. Pídale a una per­
sona de confianza que la acompañe y le dé apoyo moral.
• Conserve la evidencia del ataque. No se bañe ni cepille sus dientes.
Escriba todos los detalles que recuerde de la agresión y del atacante.
• Llame a la Línea de Crisis Nacional de Abuso Sexual operada por
RAINN. Nunca es demasiado tarde para llamar, incluso meses
o años después del incidente. RAINN ofrece consejería gratis y
confidencial, y está disponible las 24 horas del día, siete días a la
semana.
• Obtenga atención médica inmediata. Aunque no tenga heridas físi­
cas, es importante determinar los riesgos de embarazo y protegerse de
Dina y la mujer profanada

enfermedades transmitidas sexualmente. Para conservar la evidencia


forense, pida en el hospital que le hagan una revisión ginecológica;
y si sospecha que fue drogada, pida que le hagan una prueba de
orina.
• Denuncie la violación a la policía. Una consejera puede darle la
información necesaria para entender el proceso.
• Recuerde que la agresión sexual NO es culpa suya. La recuperación
toma tiempo. Tómese todo el tiempo que necesite.
Cómo puedo reducir el riesgo de ser agredida sexualmente?
• Tenga mucho cuidado de lo que toma y no acepte bebidas en un
envase que no haya sido abierto en su presencia.
• Nunca salga sola.
• Manténgase atenta a los posibles peligros en todo momento.
• No se quede a solas con alguien que no conoce o en quien no
confía.
Cómo puedo ayudar a una amiga que ha sido agredida sexualmente?
• Escúchela. Quédese con ella. No la juzgue.
• Anímela a denunciar la violación a la policía. Una consejera puede
darle la información necesaria para ayudarla a decidirse.
• Sea paciente. Recuerde que toma tiempo procesar psicológicamente
el ataque.
• Hágale saber a su amiga que hay ayuda disponible a través de la
Línea de Crisis Nacional de Abuso Sexual, 1-800-656-HOPE.
• Anímela a que llame a la Línea de Crisis.
C a p ít u l o 8

TAMAR
Y LA LUCHA CONTRA
LA I N J U S T I C I A SOCIAL
“Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia,
y todas estas cosas os serán añadidas "
(S. Mateo 6:33).

E
l intenso sol del mediodía calcina las piedras y levanta piruetas de
polvo que se disuelven a lo largo del camino en un paisaje movedizo.
A esa hora del día, el camino es apenas transitado.
No hay nadie, no se mueve ni una hoja. Judá se detiene en el cruce del
camino que da a Timnat, y se lleva el dorso de la mano a la frente para
secar el sudor que le corre hasta la barbilla. En aquel instante, de modo
inesperado, percibe que hay una mujer sentada a la entrada de Enaim. Un
viento crudo revuelve un polvo rojizo, y Judá pestañea, y luego enfoca
nuevamente su vista. Pero no está viendo visiones. Es una mujer vestida
de púrpura, una ramera. Un velo también púrpura, cubre su rostro, sus
gráciles brazos están adornados con brazaletes de cobre, y en los tobillos
lleva campanitas y relucientes argollas.
Tan pronto la mujer ve aparecer a Judá, se incorpora. Desvergonzada y
provocativa, se pasea insinuando su profesión mientras sus pies de gacela
producen un campanilleo que aturden los sentidos del hombre. Judá sabe
que aquella mujer trae ruina en el leve rumor de su vestido. Se trata de
una mujer portadora de una cultura, una religión y unas costumbres con­
trarias a la mentalidad y tradiciones judías. Pero las costumbres cananeas
nunca habían dejado de tentar a los israelitas. Y olvidándose allí mismo
Turnar y la lucha contra la injusticia social

de todo lo que pudiera interponerse ante la excitación de los sentidos, le


dice: “Déjame ahora llegarme a ti” (Gén. 38:16).
Sin imaginar que con quien hablaba era su nuera Tamar, Judá esperó
la respuesta de la mujer. Un leve revuelo de seda y otro rumor de argollas,
le hizo creer que la mujer dudaba, que tal vez pesaba sus opciones. Pero
no. Esa clase numerosa de la sociedad, que había perdido toda conexión
con la religión y con la vida social bien ordenada, las rameras, por cuyas
almas nadie se interesaba, sabía bien lo que quería.
“¿Qué me darás por llegarte a mí?”, dijo la mujer comenzando un
regateo. La lucha de Tamar por la justicia no moriría en sus comienzos.
Decidida, siguiendo el plan que había designado para recuperar lo que se
le debía, exigió una garantía; la salvaguarda que más tarde la redimiría
del atrevimiento de romper todo molde y norma cultural de la sociedad
donde vivía.
“[Dame] tu sello, tu cordón y el bastón que tienes en tu mano”, le dijo.
“Judá se los dio, y se llegó a ella y ella concibió de él” (Gén. 38:14-18).
Hay quienes juzgan severamente la acción de Tamar, tildándola de
inmoral y de ser indigna de pertenecer a la genealogía de Jesús. No de­
jarán de existir quienes encuentren en las Sagradas Escrituras piedras de
tropiezo que los alejen de la gracia de Dios. Pero en realidad, la vida de
lámar contiene elementos admirables. En varios sentidos, Tamar es un
símbolo de fe que nos abre los ojos ante la magnitud de los abusos y la
discriminación que acechan a la mujer de todas las épocas.
Hay que recordar que el mundo de Tamar se caracterizaba por una
cultura decididamente patriarcal. Desde la cuna hasta el sepulcro, la
mujer era dominada por un hombre; primero por su padre, luego por
su marido, y en caso de que quedara viuda, debía esperar hasta que el
pariente más cercano a su difunto marido la redimiese. De modo que
la mujer hebrea pertenecía a los hombres de su familia biológica. Ellos
eran su sustento y su única forma de vida, y se encontraban en un plano
superior al suyo en todos sus derechos y deberes.
La ley del levirato, establecida en la ley mosaica, decía que si un hombre
moría sin tener hijos, su pariente más cercano estaba obligado a casarse
con su viuda. El primer hijo nacido de esta nueva unión se consideraba
entonces el heredero del difunto, pero esta ley no fue cumplida en la
viuda Tamar.
Tamar enviudó de Er, primogénito de Judá, sin tener hijos. Para cum­
plir con esta ley, judá la desposó con Onán, pero el segundo hijo de judá
Amigas deJesús

se negó a fecundar a Tamar porque la descendencia no habría sido suya,


y sus propios hijos no habrían podido disfrutar de la herencia primaria
(vers. 9).
Fd egoísmo con que actuó Onán fue la primera injusticia cometida
contra Tamar. Pero las injusticias continuaron golpeando a la pobre
viuda cananea toda su vida. Judá sabía que tenía que desposarla con su
tercer hijo, pero a propósito olvidó a Tamar, olvidándose también de su
condición desesperada.
El que Judá haya olvidado la viudez de Tamar era un acto indigno.
Por no tener marido, Tamar era en efecto una desechada de la sociedad y
estaba en su total derecho de buscar su heredad dentro de la familia de su
difunto esposo. Ella entendió que podía y debía luchar contra el abuso de
poder del que era víctima, y exigir que sus derechos fueran reconocidos.
No es de extrañar, que una vez descubierto el ardid de Tamar, Judá
exclamara: “¡Más justa es ella que yo!” (vers. 26).
¡Qué historia de valentía y fe en el Dios de Israel, de parte de una
mujer que ni siquiera era judía! La valentía de Tamar, que sacrifica su
honor y arriesga su vida por dar un heredero al pueblo de Israel, no siendo
israelita, es un acto de fe que no quedó olvidado de parte de Dios. Es
interesante notar que — aunque las genealogías judías incluían solo a los
descendientes varones de las familias, y en ellas nunca se nombraba a las
mujeres— Mateo con admirable osadía coloca a Tamar entre las cuatro
mujeres incluidas en la genealogía de Jesús.
Es algo inusual que Tamar sea la primera de ellas. Mateo la menciona
antes que Sara, Rebeca, Lea y Raquel, grandes y extraordinarias mujeres
de la historia sagrada.
Tamar es ensalzada como la mujer audaz que es capaz de luchar para
llevar adelante los designios de Dios. Gracias a su astucia y valor, aseguró
su lugar dentro de la línea patriarcal legítima, y aparece como la vía
insospechada por la cual Dios pudo llevar a cabo su voluntad.
¡Cuánta esperanza trae la historia de Tamar al corazón de la mujer
que se ve acorralada por las injusticias de este mundo! En el contexto de
aquella sociedad, el suyo fue un acto de valentía, humildad y perseveran­
cia. Si fuera posible separar el acto de su motivación, condenaríamos los
métodos de Tamar, pero no su corazón.
Tamar y la lucha contra la injusticia social

EL CLAMOR DE JUSTICIA DE TAMAR

En medio de tanto abismo,


ayúdame a contar estrellas.
Mientras la injusticia se ríe sigo creyendo,
creyendo que somos iguales,
creyendo que solo el justo es feliz y desdichado el injusto.
Que tus palabras me obliguen a razonar.
Que te persiga y te encuentre
en laberintos y espejos, espadas y tigres,
en inventos y posibilidades.
Más allá de la injusticia y lo abusivo,
pido y busco justificación.
Y si todavía no te encuentro,
tal vez es porque no te comprendo.
Pero tú me has hecho distinta,
por ti me he animado a ser única...
y valiente.

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Por qué considera la Biblia que la acción de Tamar fue más justa que
la de Judá?
¿Actuó Tamar con justicia?
¿Qué podemos hacer para defender nuestros derechos?
Para meditar:
La historia de Tamar nos enseña que todos los seres humanos
nacemos libres e iguales en dignidad y derechos, y tenemos la
capacidad de contribuir constructivamente al desarrollo y bien­
estar de nuestras sociedades e iglesias. Inspiradas por el mensaje
de Tamar, ojalá que cada mujer y cada sociedad comparta valores
de dignidad, equidad, justicia, tolerancia, y solidaridad.
C a p ít u l o 9

JO EA B ED :
LA MADRE P IA D O S A
“La mujer tomó al niño y lo crió ”
(Éxodo 2:9).

M
oisés fue un hombre dotado de una gran inteligencia y magnífica
capacidad constructiva, fue legislador, estadista, historiador, poe­
ta, juez y líder de una gran nación. Pero más allá de todos sus admirables
logros, fue un hombre manso y de gran fe a quien Dios llamó su amigo.
Aarón no fue menos que su hermano menor. Cuando Dios escogió
a Moisés para que comunicara sus mensajes al pueblo de Israel también
escogió a Aarón para que actuara como su portavoz. Así, mientras uno
asumía el papel de representar a Dios, el otro asumía el de su profeta.
María fue elegida y capacitada por el Señor para contribuir al cumpli­
miento del plan de liberación que formulaba el poderoso Dios de Jacob.
Fue profetisa, cantora de Israel y una dirigente innata dentro del pueblo
de Dios.
Los tres fueron personas clave dentro del gran plan divino. Lo inte­
resante es que estos tres personajes eran hermanos. Dentro de un pueblo
tan numeroso, seguramente colmado de hombres y mujeres de gran ta­
lento, podría parecer extraño que Dios haya decidido escoger a estos tres
hermanos para llevar a cabo su tremendo plan de liberación. Si bien Dios
está dispuesto a habilitar a aquella persona que llama a un ministerio,
probablemente captó en los hijos de Jocabed ciertas condiciones que los
hacían aptos para ser usados por él.
Jocabed: La madre piadosa

lSe imagina la clase de madre que debe haber sido Jocabed? Sin duda
alguna, ella merece mucho del crédito por el éxito de su progenie. Su
nombre solo se menciona dos veces en la Biblia, pero cuán extensa en sus
resultados fue la influencia de aquella humilde mujer hebrea. De ella co­
nocemos únicamente su nombre, pero todos sabemos que crió hijos que
estremecieron el mundo. A través de casi 4.000 años ha sido recordada
como una mujer sabia, valiente y con una profunda fe en Dios.
En gran medida, cada una de nosotras somos lo que fueron nuestros
padres. Nuestras condiciones físicas, nuestras disposiciones y apetitos,
nuestras aptitudes intelectuales y morales son productos de la educación
recibida en el hogar. A pesar de que la Biblia no nos da muchos detalles
sobre la vida de Jocabed, se nos hace fácil suponerla una mujer reposada
y apacible, no la percibimos como una figura carente de fe, o una mujer
vanidosa, sino más bien como una madre piadosa que influyó y modeló
con sus manos el destino de sus hijos.
Cuando notamos la iniciativa de su valiente hija María, y escuchamos
su perspicaz conversación con la hija del faraón (Éxo. 2:7, 8), deducimos
la valentía, inteligencia y determinación de una Jocabed, quien creyendo
que el tiempo de la liberación de Israel se acercaba, no temió ir en contra
del edicto del malvado faraón y ocultar a su hijo recién nacido por tres
meses. Cuando admiramos el temperamento de Moisés, un hombre de
quien se dijo que era el hombre más manso que había sobre la Tierra
(Núm. 12:3), vemos a una dócil Jocabed sembrando en sus hijos la semi­
lla que germinaría y daría fruto. Cuando vemos el dolor que el castigo de
su hermana María representó para Aarón (Números 12:10), y notamos
su presteza y su interés en socorrer a su hermana; cuando escuchamos su
desesperada súplica de intercesión a favor de ella, sentimos también el
desinteresado amor de Jocabed hacia su familia. Vemos en la actuación de
sus hijos su sincero interés hacia su prójimo y su presteza en perdonar.
¡Qué maravillosa madre fue Jocabed! ¡Qué animadora su historia
y cómo llena de aliento mi propio corazón de madre! No importa que
nuestros nombres no sean conocidos, no importa que nuestra única con­
tribución en esta vida haya sido la de haber confeccionado y calafateado
un humilde canastillo para nuestro bebé. Lo importante es la influencia
benefactora que ejerzamos dentro de este anonimato, lo importante son
los valores que podamos transmitir con humildad a los hijos que Dios ha
puesto bajo nuestro cuidado.
Amigas tic Jesús
Estoy segura de que en casa de Jocabed no había bullicio que confun­
diera los sentidos. Su espíritu sosegado y equilibrado sin lugar a dudas
contribuyó a que el bebé que escondía del malvado faraón fuera un niño
tranquilo y de ánimo sereno, de otra manera, su llanto irritado hubiese
alertado a las autoridades.
Estoy segura de que en la casa de Jocabed se cantaban himnos de ala­
banza al Todopoderoso Dios de Israel. La fiel madre probablemente usaba
la alabanza como un arma contra el desánimo; de otra manera, muchos
años después, cuando el faraón entró cabalgando con sus carros y su
gente de a caballo en el mar, y el pánico cundió dentro del campamento
de los hijos de Israel, María no habría tomado en su mano un pandero
y animado a las temerosas hijas de Israel a confiar en su Libertador por
medio de la alabanza.
Estoy segura que en la casa de Jocabed se inculcaron los principios
divinos que fortalecieron la fe de sus hijitos. Por la mañana y por la noche
la ferviente madre reunía a sus hijos en el culto a Dios, les enseñaba sus
estatutos y los educaba bajo la ley de Dios. De otra manera ninguno de
ellos habría insistido ya de adultos en repetir estos conceptos a sus hijos,
en hablar de ellos estando en su casa, y andando por el camino, cuando
se acostaban y cuando se levantaban. No los hubiesen atado por señal en
su mano, ni hubieran estado por frontales entre sus ojos, ni escrito en los
postes de su casa, ni en sus portadas (ver Deut. 6:7-9).
¡Cuán valiosa es la influencia que transmitimos a nuestros hijos y
cuán grandes resultados puede tener! No cabe duda que Jocabed fue una
buena maestra y una inspiración para sus hijos. Roguémosle a Dios que
podamos imitar su ejemplo.
Señor, dame el carácter de Jocabed, hazme una vasija receptiva de tu
amor, lista para transmitirles a mis hijos la fe, la valentía y la mansedum­
bre que Jocabed supo transmitir a Aarón, María y Moisés.

LA ESPERANZA DE JOCABED

Me deleito en la promesa.
Espero paciente tu señal.
Me incorporo en la esperanza de un pueblo libre,
una ciudad perenne, mi ciudad,
y mis hijos en ella.
Jocabed: La madre piadosa

Espero con ansias la liberación,


expectativa de aquello que todavía no es.
En cautiverio te vivo,
junto a las aguas del río,
para dibujar soles en la hojarasca de los días,
para vestirme de gala sin temor a Faraón.
Desciende, toma mi hijo, mis hijos,
el cesto de mimbre de mis esperanzas.
Y si no llegas hoy a la orilla del río,
te seguiré esperando.

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Cuál es la cualidad más notable de la vida de Jocabed?
¿Cuál fue la recompensa de su fe?
¿Qué podemos aprender de su ejemplo?
Para meditar:
“La madre tiene el privilegio de beneficiar al mundo por su in­
fluencia, y al hacerlo impartirá gozo a su propio corazón. A través
de luces y sombras, puede trazar sendas rectas para los pies de
sus hijos, que los llevarán a las gloriosas alturas celestiales. Pero
solo cuando ella procura seguir en su propia vida el camino de
las enseñanzas de Cristo, puede la madre tener la esperanza de
formar el carácter de sus niños de acuerdo con el modelo divino.
El mundo rebosa de influencias corruptoras. Las modas y las
costumbres ejercen sobre los jóvenes una influencia poderosa. Si
la madre no cumple su deber de instruir, guiar y refrenar a sus
hijos, estos aceptarán naturalmente lo malo y se apartarán de lo
bueno. Acudan todas las madres a menudo a su Salvador con la
oración: ‘¿Qué orden se tendrá con el niño, y qué ha de hacer?'
Cumpla ella las instrucciones que Dios dio en su Palabra, y le
dará sabiduría a medida que la necesite” (Elena G. de White,
Conflicto y valor, p. 138).
C a p í t u l o 10

SEFORA
Y EL A R R E P E N T I M I E N T O
“Si se humilla mi pueblo,
sobre el cual mi nombre es invocado,
y oran, y buscan mi rostro,
y se convierten de sus malos caminos;
entonces yo oiré desde los cielos,
perdonaré sus pecados y sanaré su tierra”
(2 Crónicas 7:14).

S
éfora, la esposa de Moisés conocía por experiencia propia lo que
significa el verso bíblico que he elegido para significar su historia. La
esposa de Moisés era de origen amalecita, lo cual significa que era des­
cendiente de Abrahán por la línea de Elifaz, hijo de Esaú (Gén. 36:12).
Aunque los amalecitas eran primos del pueblo de Israel, no practicaban
los ritos tradicionales del pueblo judío. Sin embargo, Séfora conocía
bien los preceptos establecidos por el Dios de Israel, dados a su siervo
Abrahán.
“Este es mi pacto —había dicho el Todopoderoso—, que guardaréis
entre mí y vosotros y tu descendencia después de ti: Todo varón de entre
vosotros será circuncidado. Circuncidaréis la carne de vuestro prepucio, y
será por señal del pacto entre mí y vosotros. A los ocho días de edad será
circuncidado todo varón entre vosotros, de generación en generación,
tanto el nacido en casa como el comprado por dinero a cualquier extran­
jero que no sea de tu linaje. Debe ser circuncidado el nacido en tu casa y
Séfora y el arrepentimiento

el comprado por tu dinero, de modo que mi pacto esté en vuestra carne


por pacto perpetuo. El incircunciso, aquel a quien no se le haya cortado
la carne del prepucio, será eliminado de su pueblo por haber violado mi
pacto” (Gén. 17:10-14).
Evidentemente, su hijo mayor, Gersón, había sido circundado de
acuerdo con las instrucciones de Dios a Abrahán. Pero este rito había sido
descuidado en el caso de Eliezer, el menor. No creyendo en la necesidad
de la circuncisión, Séfora había resistido la determinación de su esposo de
circuncidar a Eliezer en el momento señalado.
La Palabra de Dios no detalla cuáles fueron las razones por las que
Séfora se negó a que se llevara a cabo esta ceremonia. Tal vez Séfora
no estaba tan comprometida con los valores o creencias de su esposo,
y consideraba como un acto bárbaro la costumbre nacional del pueblo
hebreo. Muchas de nosotras recordamos el dolor y la molestia que la
circuncisión causó a nuestros propios hijos. Y esto pudo haber provocado
que Séfora haya querido evitar ese sufrimiento a su segunda criatura.
Otras consideraciones, como la salud del recién nacido, pudieron haber
contribuido a que Séfora se haya opuesto a la circuncisión en el caso de
Eliezer. Sea lo que fuese, la palabra de Séfora aparentemente triunfó sobre
la de Moisés.
Algún tiempo después, el Señor se le apareció a Moisés en una llama
de fuego, en medio de una zarza, y le pidió que sacara de Egipto a su pue­
blo. Moisés, en obediencia al mandato divino, se despidió de su suegro,
tomó a su mujer y a sus hijos, los puso sobre un asno y regresó a la tierra
de Egipto.
El tramo del desierto de Madián a Egipto, ya no era el mismo que
cuando lo cruzó por primera vez. Cuarenta años de su vida habían trans­
currido apacentando ovejas en los oasis de Madián (Hech. 7:30), y ahora,
a sus ochenta años, el polvo del camino asfixiaba sus pulmones, y el
inmisericorde sol que castigaba su cabeza, era una hoguera incandescente
que calcinaba las piedras y provocaba una sed insaciable.
En cierto punto del camino donde se detuvieron a descansar, algo
inusitado sucedió. Las Escrituras nos dicen que Jehová les salió al encuen­
tro, y quiso matar a Moisés (Exo. 4:24). Hay quienes piensan que Moisés
pasó por una experiencia similar a la de Jacob en Peniel (Gén. 32:24-32).
Otros han sugerido que le sobrevino una súbita y grave enfermedad.
Sea lo que fuese, la reacción inmediata de Séfora pone de manifiesto el
reconocimiento de su pecado, o su culpa, pues al ver el padecimiento tic
Amigas ele Jesús

su esposo, lo tomó como un castigo de Dios por no haber cumplido sus


órdenes.
Inmediatamente Séfora tomó una piedra afilada, tal vez porque era
lo único que tenía a mano, o quizá siguiendo el método de su esposo en
la circuncisión de su primer hijo (los cirujanos de Egipto, donde se crió
Moisés, comúnmente usaban cuchillos de piedra), y cortó el prepucio de
su hijo. Luego lo echó a los pies de Moisés, y le dijo: “A la verdad, tú eres
mi esposo de sangre... a causa de la circuncisión” (Exo. 4:25, 26).
Las Escrituras nos dicen que luego que Séfora arreglara sus cuentas
con Dios, Jehová dejó ir a Moisés, dando a entender con ello que Moisés
quedó libre de aquello que lo afligía o lo afectaba (vers. 26).
Como gobernante y libertador escogido por el mismo Dios en la
zarza, la vida personal de Moisés tenía que estar en orden antes que él
pudiera dirigir la vida espiritual del pueblo hebreo. Moisés debía dar el
ejemplo. Entre los hebreos el rito de la circuncisión marcaba la admisión a
la comunidad del pueblo escogido de Dios, y era un símbolo de sumisión
a los requerimientos divinos. Dios demandó la circuncisión de Abrahán
como señal del pacto que hizo con él y su descendencia, lo que los hizo
representantes del verdadero Dios. Y Moisés debía ser el primero en
cumplir con los reglamentos divinos.
Si Séfora no entendía eso, y su acción fue provocada, no por un genui­
no arrepentimiento, sino como el último recurso para salvar la vida de
su esposo, tal como sugieren algunos, la Biblia dice que Dios igualmente
aceptó su acto de humillación.
La aparición del ángel puso de manifiesto que la oposición de Séfora
no excusaba a Moisés de la administración del rito. Ella, aunque tal vez
no estaba arrepentida de corazón, pues sus palabras muestran reproche
y posiblemente haya practicado la circuncisión a regañadientes —no por
un deseo de obedecer a Dios sino por necesidad— , obró como debía
obrar y Dios aceptó su acción.
El gran sentido del deber de Séfora fue lo que justificó su acto. La
vida del cristiano es un constante conflicto consigo mismo. El apóstol
Pablo dijo: “Cada día muero” (1 Cor. 15:31). Su voluntad y sus deseos
estaban en conflicto diario con su deber y con la voluntad de Dios. Pero
en vez de seguir su inclinación, hizo la voluntad de Dios, sometiendo así
su naturaleza. Séfora hizo lo mismo y Dios aceptó su tardío proceder y
restauró a Moisés.
Séfora y el arrepentimiento

Encuentro aquí una gran lección para las esposas de pastores y di­
rigentes de nuestra iglesia. Puede ser que muchas veces tengamos que
actuar movidas por el deber y no por amor, puede ser que tengamos que
seguir a nuestros esposos a lugares donde predicar la Palabra de Dios se
convierta para nosotras en un sacrificio que hemos de realizar, no por
amor sino por deber. Dios igualmente acepta nuestro cometido.
Estoy segura que al mirar hacia atrás y ver los combates y triunfos que
tuvo que afrentar al lado de su esposo Moisés, el libertador del pueblo
de Dios, Séfora pudo decir: “He peleado la buena batalla, he acabado la
carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de
justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día” (2 Tim. 4:7, 8).

EL CANTO DE SÉFORA

La vereda se ha tornado desierta como una voz


que levita sobre la nada,
mi voz busca su lugar en la angustia
la angustia de no entender lo que debo hacer.
No me encuentro a mí misma en la fe de otros
y enfrento sola el huracán.
Soy mujer de desierto, entiendo de piedras, sol y
escorpiones.
Y ahora debo creer y confiar y hacer.
Cuando despierte el día mi deber habré cumplido.

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Es importante el concepto del deber en nuestra vida cristiana?
¿Tenemos el deber de cumplir algo que no nos gusta si es un pedido
de Dios?
¿Qué podemos aprender de la vida de Séfora?
Para meditar:
• El deber es una noción ética que expresa que la voluntad de una
persona es irrelevante ante la legitimidad de una acción. Séfora
Amigas de Jesús

debía hacer algo, quizá sin entenderlo, quizá sin gustarle, pero
que era lo correcto.
• Es inteligente reflexionar sobre lo que hacemos. Debemos pre­
guntarnos qué sentido tienen nuestras decisiones y actos, cuáles
pueden ser sus resultados y su costo, qué alternativas hay y por
qué no se siguen. No somos autómatas irreflexivos que cum­
plimos órdenes sin pensar. Pero en el caso de Séfora, la orden
venía de Dios mismo. No se trataba de un capricho o un deber
impersonal. Era un deber incumplido que Séfora decidió atender
tardíamente y cuyo cumplimiento Dios aprobó.
C a p í t u l o 11

M A RÍA :
DIOS Y LA M UJER LÍDER
"Cruel es la ira, e impetuoso elfuror,
pero ¿quién podrá sostenerse delante de la envidia?”
(Proverbio 27:4).

Laescuchar
conmoción del momento casi se hace audible en mi oído, puedo
el estruendo de los carros, los relinchos de los caballos
azotados por la furia del látigo, el griterío del pueblo acorralado por las
huestes de Faraón. Con el ojo de la imaginación puedo ver a los hom­
bres clamando a Dios, mientras sus mujeres, temerosas, se arremolinan
a su lado buscando protección, sollozando. Otras van y vienen, buscan
a sus hijos entre el gentío, llaman sus nombres, arrebatadas, esperando
una muerte segura.
Pero María no era una mujer común. Su confianza en la Palabra de
Dios eclipsaba su temor. ¿No habían visto la maravillosa columna de
nube guiándolos de día? ¿No acababan de ver la luz de la columna de
friego de Dios brillar sobre el campamento y sobre las olas espumosas
que un momento atrás se amontonaron y se abrieron delante de ellos
formando un imponente surco que rasgaba las aguas hasta la otra orilla
lejana?
María traducía su fe en un testimonio de acción. Se negó a permane­
cer paralizada ante la desesperación. No esperó a ver cómo el pavor de
las mujeres contagiaba a los hombres y enfermaba a los niños. No esperó
a que sus propias inseguridades terminaran debilitando su fe.
Amigas ele Jesús

Pronto la vemos. Toma un pandero en las manos y anima a otras


mujeres a alabar al Dios de su liberación, a salir de su ofuscamiento. La
profetisa María conocía bien la influencia de la mujer en el terreno del es­
píritu, conocía bien el poder que poseemos las mujeres para influir sobre la
mente y el ánimo de nuestros esposos e hijos. Sabía que podemos vivificar
tanto como destruir, sosegar o derribar, y estaba sumamente confiada de
que las mujeres hebreas tenían en sus manos la posibilidad real de avivar
la fe de sus congéneres. Así, por su propia iniciativa se dispuso a cooperar
con Dios y levantar las cargas del pueblo.
“¡Jehová el Dios de los hebreos está con nosotros! ¡Cantad a Jehová!
¡No se desalienten!... en el mar fue su camino, y sus sendas en las
muchas aguas, demos honra al que hace maravilla y se cubre de gloria.
¡No temamos! ¡Alabemos al Dios fuerte de Israel!” Casi puedo escuchar
su voz que resuena como una clarinada de esperanza sobre el espumarajo
de olas que se levantaban como murallas a ambas partes de la calzada
que Dios les había abierto. Y las mujeres, animadas por la fe y el coraje
de María, emergieron de sus temores con una fe renovada que las movía
a alabar a Dios. Con cánticos y antífonas que ensalzaban el poder del
Altísimo, salieron detrás de ella con panderos y alegría, porque de Jeho­
vá era la salvación.
Al canto de las mujeres de repente se unió el retumbar de unos
truenos secos que conmovían los cielos, y por allá, donde los caballos
relinchaban y los carros de los egipcios se enredaban entre sí en su afán
de alcanzar a los hebreos, se vio un relampaguear que pinceló el cielo
de chispazos blancos. Los grifos del cielo se abrieron, y el firmamento
se volcó sobre los egipcios. Era la mano del Altísimo, su voz de trueno
estaba en el torbellino, sus relámpagos alumbraban el mundo, y se
estremeció y tembló la tierra (Sal. 77:17, 18).
Todos los carros de Egipto, capitanes y soldados de caballería, la in­
fantería, el faraón mismo, rodeado por los grandes de su reino y por los
sacerdotes paganos que lo acompañaban perecieron delante del pueblo de
Dios, sepultados en el fondo de un insaciable mar que obedecía a la voz
de su Creador.
María fue una mujer de un liderazgo extraordinario. Su confianza
en Dios, su fortaleza interna e iniciativa propia fueron claves en el cruce
del Mar Rojo. Cuando el intransigente Faraón entró cabalgando con sus
carros y su gente de a caballo hasta la mitad del mar, y el pánico cundió
dentro del campamento de los hijos de Israel, María jugó un papel pri-
María: Dios y la mujer líder

mordial en la restauración de la fe y la tranquilidad del remiso pueblo de


Dios. Pero el Señor tuvo que enseñarle a María una lección de humildad.
El mundo cristiano de hoy acuna en su seno a un sinnúmero de
ejemplares mujeres de acción, tales como María, fieles creyentes que
son indispensables dentro del pueblo de Dios. Las mujeres que en la
actualidad desarrollan papeles protagónicos tienen la visión que les
permite dar nuevos pasos para cruzar abismos; y ven en cada dificultad
una nueva oportunidad para confiar en Dios. Nos aferramos a ellas
en nuestros momentos de más oscuridad, queremos ser sus amigas,
imitamos sus acciones, las buscamos para que oren por nosotras y
alienten nuestro corazón desfalleciente. Siempre están listas a actuar
y a resolver problemas. Son movidas por Dios de una manera especial
para socorrer y animar a las más débiles; aquellas que titubeamos ante
todo. Pero el enemigo sabe por dónde atacar a estas columnas del
pueblo de Dios, sabe cuáles son las debilidades de estas líderes, y ataca
precisamente por ahí.
El engreimiento fue la piedra de tropiezo que llevó a María a la
ruina. Su argumento contra la mujer cusita de Moisés fue una mera
forma de expresar su recelo contra Dios y su orgullo herido, al ver la
manera en que Dios escogía comunicarse con su siervo Moisés. Por eso
escuchamos su protesta: “¿Solamente por Moisés ha hablado Jehová?
¿No ha hablado también por nosotros?” (Núm. 12:2).
El orgullo y la soberbia de María le decían que, como su hermano
Moisés, ella también era una profetisa reconocida y respetada dentro del
pueblo de Israel. Los hombres la escuchaban y las mujeres la seguían,
¿por qué Dios la trataba de una manera diferente? ¿No hacían ambos el
mismo trabajo? ¿No se desvelaba también su alma bajo el peso de la tarea
encomendada por Dios?
Con su actitud de protesta, María imitó el carácter envidioso del
enemigo de Dios. Lucifer vio un reflejo de sí mismo, y con engreimien­
to se apartó de su Creador y comenzó a codiciar el poder y la autoridad
supremos. Los dones que Dios nos otorga no deben ser nunca motivo
de engreimiento. No era por ninguna sabiduría o bondad propia de
María por lo que le había sido dado el don de profetizar. Nunca puede
la persona humana de por sí alcanzar un don divino. “[Dios es más
alto] que los ciclos: ¿qué harás? Es más profundfo] que el seol: ¿cómo
Ilo] conocerás? (Job 11:8) Únicamente Dios es digno de toda honra
y gloria.
Amigas de Jesús

Al rebelarse contra su Creador, la soberbia de Lucifer provocó su


caída. La Biblia dice que “Antes del quebranto está la soberbia” (Prov.
16:18), y por esta razón Dios “resiste a los soberbios” (Sant. 4:6, 1 Ped.
5:5).
La historia de la valerosa líder María es una constante reprensión con­
tra el engreimiento y un estímulo para vivir íntegramente según el modelo
de humildad, la vida perfecta de Cristo Jesús.

EL DESAMPARO DE MARÍA

Detrás de Dios tejí la urdimbre.


Mi lengua, flecha forjada en fuego
lanzó con furia su maléflco veneno.
En ella escribí mi soberbia, como huracán,
locura del corazón.
Yo, defensora de la ley pisoteada, adalid,
toqué la trompeta y dije:
¿Quién me escuchará?
Mis cantos producen maldiciones sobre la piel,
lepra nacida de esfuerzos humanos.
Me detengo, tiemblo,
rechino como cristal roto...
hasta que apareces,
¡Dios Omnipotente!,
y las tinieblas son derrotadas,
y reconstruyes mis sueños.

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Qué podemos aprender del valor y el poder de decisión de María?
¿Usamos nuestras actitudes y atributos de liderazgo de una forma po­
sitiva, para animar, ayudar a los demás y acercarlos a Dios, o utilizamos
estos dones celestiales para beneflcio propio?
¿Cómo puede un dirigente vencer la tentación del engreimiento?
María: Dios y la mujer líder
Para meditar:
La humildad y la mansedumbre son rasgos del carácter de Dios.
La vida de Jesús ha de ser el modelo de cada líder cristiano. Para
quienes la presunción represente una tentación, han de recordar
que Dios muchas veces esconde grandes cosas de los sabios y
entendidos y las revela a los humildes, porque así agrada a Dios
(Luc. 10:21).
C a p ít u l o 12

RA H A B :
DIOS Y LA M UJER IN D IG N A
“Por la fe Rahab la ramera
no pereció juntamente con los desobedientes,
porque recibió a los espías en paz ’
(Hebreos 11:31).

T
ras la muerte de Moisés, Dios le dijo a Josué: “Mi siervo Moisés ha
muerto. Ahora, pues, levántate y pasa este Jordán, tú y todo este
pueblo, hacia la tierra que yo les doy a los hijos de Israel” (Jos. 1:2).
Obediente a la voz de Dios, Josué envió secretamente a dos espías del
pueblo de Israel para que exploraran la tierra de Jericó. Sin duda alguna,
para que esta misión pudiese llevarse a cabo, Josué requirió de hombres
jóvenes y ágiles, acostumbrados a las disciplinas del ejercicio, que fue­
sen capaces de superar lo que representaba el cruce a nado del Jordán,
franquear el muro de la ciudad y recorrer el área sin despertar sospechas
durante varios días.
Estos valientes jóvenes eran descendientes del pueblo falto de fe que
cuarenta años atrás había murmurado contra Dios en el desierto, tras haber
escuchado el informe de los doce príncipes de Israel que salieron de Parán
a recorrer la tierra de Canaán (ver Núm. 14:31-33). Es muy probable que
estos jóvenes partieran a cumplir su misión con cierto recelo. Mientras se
acercaban a Jericó, recordaban el relato transmitido por padres y abuelos
suyos a quienes Dios prohibió la entrada en la tierra prometida por su
desobediencia y falta de fe: “¿A dónde subiremos? Nuestros hermanos
Rahab: Dios y la mujer indigna

han atemorizado nuestro corazón, al decir: ‘Este pueblo es mayor y más


alto que nosotros, las ciudades son grandes y están amuralladas hasta el
cielo’” (Deut. 1:28). “La tierra que recorrimos y exploramos es tierra que
se traga a sus habitantes. Todo el pueblo que vimos en medio de ella es
gente de gran estatura. También vimos allí gigantes, hijos de Anac, raza
de los gigantes. Nosotros éramos, a nuestro parecer, como langostas, y así
les parecíamos a ellos” (Núm. 13:32, 33).
Es humano suponer que el ánimo de estos jóvenes judíos pudo igual­
mente haber decaído en cierto momento de su trayectoria al adentrarse
en aquella tierra de gigantes. Estaban cansados tras haber caminado
todo el día desde Sitim, al este del Jordán, sobre las llanuras de Moab.
La ciudad amurallada de Jericó se presentaba ahora ante ellos imponente
en la oscuridad de la noche. A poca distancia, las montañas de Judea se
elevaban abruptamente desde la planicie como guardas infernales. ¿Qué
peligros les aguardaban allí? ¿Qué riesgos encontrarían en su camino?
La Biblia nos narra que tan pronto los espías entraron en Jericó para
recorrer la ciudad, llegaron a casa de una mujer llamada Rahab, y se
hospedaron allí (Jos. 2:1) Esto sugiere que la noche ya era avanzada
cuando los jóvenes espías llegaron a Jericó, que venían cansados, y por
hallarse situada en las afueras de la ciudad, la casa de Rahab era un
refugio bastante conveniente.
La casa de Rahab no era una casa común. Es posible deducir que
era un burdel, una casa pública que igualmente servía de posada a los
caminantes, arrieros, viajeros y campesinos que por precio podían hospe­
darse o albergarse allí durante la noche. De otra manera, los espías no se
hubieran detenido allí.
Los jóvenes espías no perdieron tiempo. Esa misma noche le hicieron
saber a Rahab a qué habían venido. Pero Rahab no vivía sola en aquella
casa. Su casa era una casa pública, y alguien, tal vez uno de los inquilinos
que se hospedaban allí aquella noche, tras escuchar lo que los espías le
exponían a la madame de Jericó, no dudó en darle aviso al rey de lo que
ocurría (Jos. 2:2).
El rey mandó en seguida a decir a Rahab: “Saca a los hombres que han
venido a verte y han entrado a tu casa, porque han venido para espiar toda
la tierra” (vers. 3). Pero Rahab desatendió el mandato del rey, y no temió
las consecuencias de su ira. Y he aquí donde surge mi admiración por
Rahab, una mujer entregada al vicio, una mujer que, aunque pecadora,
supo fielmente reconocer a Dios en sus caminos y confiar en su poder.
Amigas de Jesús

El pueblo de Jericó y el rey eran enemigos de los israelitas. De ahí


que es admirable el riesgo que enfrentó una pecadora por confiar en el
poder del Dios de Israel. Los israelitas fueron testigos del poder de Dios
durante su trayectoria por el desierto. Vieron el Mar Rojo abrirse en dos,
observaron admirados su pavoroso fondo convertido en una vía transi­
table, fueron testigos oculares de la presencia del Todopoderoso sobre el
Tabernáculo, en la nube y en la llamarada de luego que los envolvía y
protegía durante el día y la noche, y observaron su omnipotencia en una
roca abierta y en el maná que los sostuvo durante cuarenta años. Aun así
eran un pueblo desconfiado.
Pecaron contra Dios al desatender su voz y olvidarse de su divina pro­
mesa de protección. Protestaron contra el Todopoderoso, acusándolo de
haberlos sacado de una tierra donde durante 400 años fueron extranjeros
y esclavos, y hasta llegaron a formular planes de asesinato, proponiendo
apedrear a Josué y a Caleb, quienes habían sido los únicos entre los espías
que recorrieron la tierra de Canaán en creer que la tierra prometida les
sería accesible gracias al poder de Dios.
Rahab, que nunca había visto a Dios, que nunca había experimentado
su extraordinario poder de una manera sobrenatural, creyó en él. ¡Qué
magnifico ejemplo de fe entre la humanidad más baja! ¡Qué bella era el
alma de Rahab!
Ella había escuchado acerca de los portentos del poderoso Dios de
Israel. Había escuchado, tal vez a través de los mercaderes que pasaban
por su casa, de cómo las aguas del Mar Rojo un día se habían abierto
delante del pueblo hebreo que salió de Egipto. Quizás estaba enterada de
lo que Dios había hecho con los pueblos enemigos de Israel que estaban al
otro lado del Jordán, y no dudó en creer que aquellos hombres venían de
parte de ese Omnipotente Dios, a quien ella también debía obedecer.
“Es verdad que unos hombres vinieron a mi casa, pero no supe de
dónde eran. Cuando se iba a cerrar la puerta, siendo ya oscuro, esos hom­
bres salieron y no sé a dónde han ido. Seguidlos aprisa y los alcanzaréis!”
Eso les dijo Rahab a los súbditos del rey (ver. 4, 5). Los hombres salieron
tras los espías por el camino del Jordán, hasta los vados, y las puertas del
burdel de Rahab volvieron a cerrarse.
En la terraza, en la parte trasera de la casa, cuya pared era el mismo
muro de la ciudad, los jóvenes espías esperaban en silencio a la prostituta
que les había salvado la vida. ¡Qué hermosa fueron las palabras de Rahab
para con ellos!: “Sé que Jehová os ha dado esta tierra, porque el temor de
Rahab: Dios y la mujer indigna

vosotros ha caído sobre nosotros, y todos los habitantes del país ya han
temblado por vuestra causa. Porque hemos oído que Jehová hizo secar
las aguas del Mar Rojo delante de vosotros cuando salisteis de Egipto,
y también lo que habéis hecho con los dos reyes de los amorreos que
estaban al otro lado del Jordán, con Sehón y Og, a los cuales habéis
destruido. Al oír esto ha desfallecido nuestro corazón, y no ha quedado
hombre alguno con ánimo para resistiros, porque Jehová, vuestro Dios,
es Dios arriba en los cielos y abajo en la tierra” (vers. 9-11). Rahab sabía
que el poderoso Dios de Israel entregaría aquella tierra a su pueblo, tal
como lo había prometido. Pero Rahab no pensó solo en sí cuando rogó a
los espías que tuvieran misericordia de ella. “Os ruego pues, ahora, que
me juréis por Jehová, que como he tenido misericordia de vosotros, así la
tendréis vosotros de la casa de mi padre, de lo cual me daréis una señal
segura; que salvaréis la vida a mi padre y a mi madre, a mis hermanos y
hermanas, y a todo cuanto les pertenece, y que libraréis nuestras vidas de
la muerte” (ver. 12, 13).
Rahab era una misionera. Pensó en su familia, en sus padres y sus
hermanos y hermanas, en un momento cuando su propia vida corría
gran riesgo. ¡Con razón el apóstol Pablo la nombra entre la gran “nube
de testigos” como modelo de fe! En su lista, Pablo menciona solo dos
mujeres, la otra es Sara.
Estoy segura que en Jericó había muchas mujeres incomparablemente
más virtuosas que Rahab. Pero Dios la escogió a ella para cumplir su
voluntad, en recompensa a su fe. Rahab se arrepintió de su pecado, y
después que cayeron los muros de Jericó se casó con un príncipe de Israel,
lúe la madre de Booz y, por tanto, está incluida en la línea materna de los
antecesores de Cristo.
Por una fe similar a la de Rahab, aunque nacida en una vida de pe­
cado, puede la mujer de hoy asirse de la gracia salvadora de Jesucristo,
no importa en qué circunstancia se encuentre. Si usted se siente indigna
delante de la presencia inmaculada del Dios que todo lo ve y todo lo sabe
porque tal vez se haya entregado a la fornicación o ha pecado contra su
cuerpo, mire a Rahab, y ponga fin a su vida de pecado.
El pensamiento más alentador es que Dios no te ha abandonado.
Pero ahora, aparte de la Ley, se ha manifestado la justicia de Dios,
testificada por la Ley y por los Profetas: la justicia de Dios por medio de la
fe en Jesucristo, para todos los que creen en él, porque no hay diferencia,
por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios, y son
Amigas ele Jesús

justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en


Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en
su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto,
en su paciencia, los pecados pasados” (Rom. 3:21-25).
Tal vez conoce a alguien que practica lo que algunos llaman “el oficio
más antiguo del mundo”. Posiblemente esa persona sufre de depresio­
nes, maltrato y es tachada socialmente. Pero existen organizaciones que
ofrecen ayuda a estas mujeres en diversas áreas. Entérate con tu gobierno
local u otras instituciones sobre algún proyecto de vivienda que ayude a
la mujer a salir de la prostitución. Muchas de estas organizaciones ofrecen
talleres educativos, laborales y psicológicos para ellas y sus hijos. Con esto,
la estarás ayudando a recuperar su valor, su dignidad y su autoestima.

EL CANTO DE REGENERACIÓN DE RAHAB

De oídas escuché tu nombre cuando en la noche inmensa


te mencionan las sombras.
En el sueño que se va,
en la ignominia de la piel y
la soledad entre tantas pasiones erizadas
busqué tu rostro y perseguí tu voz de trueno
“Elohay Yishi”: Dios de mi Salvación.
Vago sola y errante tras tu nombre.
Voy convertida en harapo hacia tu morada,
dime dónde me viste,
muéstrame por qué abismos te dirigiste a mi alma
para que yo también te vea y crea.
¿Qué soy, sino la noche pavorosa que te indicó mi morada?
Lo cierto es que el sol salió sobre
la oscuridad de mis caminos.
Se han evaporado los clavos que hincaban la carne,
renovado el barro,
me yergo desde mi orfandad hasta la cima
donde la noche no me toca.
Soy más que piel, me precipito a la luz:
Núcleo que todo lo sostienes.
En ti me encuentro restaurada,
Rabal?: Dios y la mujer indigna

no soy nada sin ti


desde que tu presencia se movió sobre este abismo.

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Por qué Rahab, una mujer pecadora qué no pertenecía al pueblo de
Israel, lúe considerada justa delante de Dios?
¿Acaso acepta Dios la prostitución?
¿Podrán ser salvas las mujeres que usan su cuerpo como medio de
supervivencia?
¿A qué se refería Jesús cuando dijo en la parábola de los dos hijos: “De
cierto os digo que los publícanos y las rameras van delante de vosotros al
reino de Dios?” (Mat. 21:31).
Para meditar:
• Sería trágico pensar que Mateo, en su recuento de la parábola de
los dos hijos implica que Jesús estaba de acuerdo con la prosti­
tución. Jesús sentía un sumo respeto por la mujer, creía que las
mujeres eran indispensables en su ministerio de salvación, porque
en su capacidad de amar sostenían la vida emocional. Verlas
reducidas por una forma equivocada de vida, indiscutiblemente
tiene que haberlo hecho sufrir.
• Si Jesús apreciaba a las prostitutas no era por su manera de vivir,
sino por su capacidad de cambiar y de poner al servicio del bien
la propia capacidad de amar. La misma vida de Rahab muestra lo
que el poder de Dios es capaz de hacer por medio de una mujer
entregada a Dios. La vida del pueblo de Israel estaba en las manos
de Rahab, una mujer arrepentida que llegó a ser considerada justa
delante de Dios, porque confió en él y abandonó sus caminos de
pecado.
C ap ít ul o 13

DEBORA:
DIOS Y LA MUJER DE HOY
1Despierta, despierta, Débora.
Despierta, despierta,
entona un cántico’
(jueces 5:12).
a de Sousa Nzinga Mbande fue una famosa reina africana del siglo
VIL Hildegard Von Bingen fue una monja de la Edad Media que
se destacó como compositora y científica. Ts’eu-hi, fue la última empe­
ratriz de China que a través de sus guerreros tunguses logró infiltrarse en
Manchuria, tomar Pekín y derrocar a los Ming, imponiendo su dominio
sobre el resto de China.
Shagrat Al-Durr, fue sultana de Egipto; Isabel de Baviera, emperatriz
de Austria, y Catalina II la Grande, emperatriz de Rusia. Cleopatra,
Lucrecia Borgia, Catalina de Médicis, María Antonieta, Juana de Arco,
Madame Curie, Manuela Sáenz, Indira Gandhi y Benazir Bhutto, Eva
Perón, Rigoberta Menchú y la Madre Teresa, entre otras renombradas
mujeres alrededor del mundo, de una u otra manera dejaron sus huellas
estampadas en las páginas de la historia universal. Todas tienen sus
méritos, pero si tuviera que escoger a una mujer para que representase mi
propia historia, indudablemente escogería a la jueza y profetisa Débora
del Antiguo Testamento.
La vida de Débora me hechiza. Débora rompió todo molde de su
tiempo. En el antiguo sistema patriarcal, la mujer cumplía estrictamente
Débora: Dios y la mujer de hoy

dos papeles: el de esposa y el de madre. Cualquier desvío de esta norma


se consideraba problemático. La mujer judía tenía más desventajas que
ventajas. Su papel era mal interpretado y despreciado. Se la consideraba
como la causante de la entrada del pecado en el mundo, por lo tanto, se
la culpaba de cualquier padecimiento resultante del pecado.
La mujer no era importante, y su valor se limitaba mayormente a su
capacidad de tener hijos. Esto sugiere que la mujer que no se ajustaba a
estas reglas era considerada anómala y representaba una amenaza a las
tradiciones de la sociedad. Por consiguiente, para que Débora alcanzara
el título de jueza del pueblo y profetisa de Dios, tuvo que haber sido una
mujer excepcional, incluso dentro del predominante círculo masculino.
Esto lo sugiere la Biblia cuando habla de ella como la mujer de Lapi-
dot. Lapidot, como el hombre de su casa, tendría que haber representado
a Débora dentro de la sociedad. Curiosamente, no sabemos casi nada de
él. Es más bien Débora, en este caso, quien lo representa a él.
Débora fue una líder con funciones muy claras antes del período monár­
quico de las tribus de Israel en Canaán. La Biblia nos dice que su tribuna
estaba situada debajo de una palmera, entre Ramá y Bet-el, en los montes
de Efraín; y los hijos de Israel acudían a ella en busca de justicia (Jue. 4:5).
En esta época bíblica, el juez era el gobernante supremo del pueblo
de Israel. Por lo tanto, el juez no solamente administraba justicia, sino
que cuando era necesario, guiaba a las tribus israelitas en las batallas que
tenían que librar contra los pueblos vecinos.
En ese sentido, podemos suponer que el gobierno de Débora no di­
ferenciaba del fiero gobierno estrictamente patriarcal y guerrero de su
época. Débora tenía interiorizada la lógica de la guerra. Así, la vemos
dialogando con Barac como un guerrero: “¿No te ha mandado Jehová,
Dios de Israel, diciendo: ‘Ve, junta a tu gente en el monte Tabor y toma
contigo diez mil hombres de la tribu de Neftalí y de la tribu de Zabulón.
Yo atraeré hacia ti, hasta el arroyo Cisón, a Sisara, capitán del ejército de
Jabín, con sus carros y su ejército, y lo entregaré en tus manos’?” (Jue.
4:6, 7).
Es interesante notar la respuesta de Barac: “Si tú vas conmigo, yo iré;
pero si no vas conmigo, no iré” (vers. 8).
¿Qué hombre le pide a una mujer que lo acompañe a la guerra? Indu­
dablemente, Débora era una mujer que inspiraba confianza, seguridad y
la esperanza de victoria. De otra manera Barac no hubiera formulado tal
pedido.
Amigas eleJesús

Nunca se imaginó Barac la respuesta que recibiría de la profetisa de


Dios. “Iré contigo — le dijo Débora— ; pero no será tuya la gloria de la
jornada que emprendes, porque en manos de mujer entregará Jehová a
Sisara” (Jue. 4:9).
La respuesta de Débora en un principio da una impresión de arro­
gancia. Si Barac temió salir a la guerra contra Sisara sin el apoyo de la
valiente Débora, bien merecida tenía Débora la gloria. Pero Débora no
pensaba en ella. Débora era una mujer de fe, y como profetisa de Israel,
Dios le había revelado el triunfo de Israel, a través de un acto de valentía
de otra mujer.
Ya en el monte Tabor, la escuchamos instar a Barac a salir a la guerra:
“Levántate, porque este es el día en que Jehová ha entregado a Sisara en
tus manos: ¿Acaso no ha salido Jehová delante de ti?” (vers. 14).
Débora había visto al Capitán de las huestes celestiales delante de
ellos. Había sentido su poderosa presencia, y Dios premió su fe. Aunque
Barac siguió los carros del ejército de Sisara hasta Haroset-goim, y allí el
ejército de Sisara cayó a filo de espada, la gloria de la victoria fue dejada
en manos de una mujer: Jael.
Fue la fe de Débora y su confianza en Dios, lo que logró contener la
severidad de la opresión de Jabín (Jue. 5:6-9). Esto constituye un hecho
extraordinario en el contexto cultural en el que ocurre, y muestra la estima
que Dios otorga a la mujer que se entrega en sus manos y confía en él. Pero
Débora no se atribuyó la gloria. Honró a Dios por la victoria, y con un
espíritu de total exaltación, de su corazón agradecido brotó un hermoso
cántico de alabanza a Dios. Su cántico es uno de los ejemplos más finos de
una oda de triunfo preservada en la literatura israelita (ver Jue. 5).
¡Cada hija de Dios debería ser una Débora moderna! Debería dejar
que su vida refleje la fe e iniciativa de Débora. Pero si acaso hoy se siente
fracasada o piensa que su vida carece de valor, a usted le digo: “¡Séa como
Débora! ¡Despierte y entone un cántico al Cordero de Dios!”
Cuando se sienta subestimada como mujer, o piense que los desafíos
que le presenta una sociedad masculina —o la vida en sí— son mayores
que usted, recuerde la historia de Débora. Recuerde que por el valor de
una mujer la tierra de Israel reposó durante 40 años (Jue. 5:31).
No se desanime. Estudie, trabaje, progrese. Si puede, luche por la jus­
ticia, contra las prácticas discriminatorias y la violencia en los hogares y
las escuelas. Pero sobre todo, deje que su vida sea un cántico de alabanza a
Dios. Abra sus labios y alabe a su Redentor, tal como lo hizo Débora tras
Débora: Dios y la mujer de boy

su victoria. Componga su propio cántico de alabanza, uno que refleje su


experiencia, y ofrézcalo a su Señor.
“Padre eterno, éste es mi cántico; sacia mi sed de ti:

EL TRIUNFO DE DÉBORA

Tu nombre es el eje de la esperanza


que se refracta en mi negra noche,
es la abolición del tiempo en la memoria y el llanto,
du nombre es el instante de la posibilidad,
el eje de la conciencia.
Lo que me guía y me permite guiar.
Tu nombre es lucidez y sosiego,
fulgor que se abisma sobre las sombras y las deshace.
Tu nombre es descubrimiento,
debate entre la conciencia y la carne;
la medida que me ata y me libera.
Tu nombre, Dios Omnipotente,
es el acto del amor como revelación plena.

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


Piense en las funciones de liderazgo de Débora dentro del pueblo de
Israel.
¿Puede la mujer cristiana de hoy desempeñar responsabilidades de
liderazgo dentro de la iglesia?
¿Qué piensa de la actitud obediente de Barac hacia Débora? ¿Qué le
dice sobre el liderazgo de Débora?
¿Qué nos enseña la historia de Débora con relación al propósito de
Dios para las mujeres en el ministerio?
Para meditar:
• Los adventistas del séptimo día tenemos una posición muy dife­
rente a la de otras iglesias respecto de la participación de la mujer
en el ministerio. Al notar que Dios eligió a Elena G. de White
como mensajera prolé tica para su iglesia moderna, entendemos
Amigas de Jesús

que no fue el propósito divino limitar los dones de Efesios 4:11


al sexo masculino. Cristo ha dado a todos sus hijos la obra de
ministrar, y es deber de todo cristiano trabajar para la salvación
de sus semejantes, dentro de cualquier tipo de servicio.
“Cuando ha de realizarse una obra grande y decisiva, Dios escoge
a hombres y mujeres para hacer su obra, y esta obra sentirá la pér­
dida si los talentos de ambas clases no son combinados” (Elena
G. de White, Carta 77, 1898; citada en El evangelismo, p. 343).
“Si hubiera veinte mujeres donde ahora hay una, que hicieran de
esta santa misión su obra predilecta, veríamos a muchas más per­
sonas convertidas a la verdad. Se necesita la influencia refinadora
y suavizadora de las mujeres cristianas en la gran obra de predicar
la verdad” (Elena G. de White, RH, 2 de enero de 1879; citado
en El evangelismo, p. 345, y El ministerio pastoral, p. 88).
C a p ít u l o 14

NOEMÍ Y RUT:
Y LAS RELACIONES
PERSONALES
"Que Jehová te recompense por ello,
y que recibas tu premio de parte de Jehová Dios de Israel,
bajo cuyas alas has venido a refugiarte”
(Rut 2:12).

Lasciencia
vidas de Noemí y Rut la moabita nos enseñan a afrontar con pa
y amor los problemas que cada familia enfrenta. Son modelos
de rasgos divinos del carácter que promueven nuestra felicidad.
Noemí y sus nueras desarrollaron un grado de amor entre ellas que
pocas veces vemos en nuestra sociedad actual. Toda mujer sabe cuánto
se dificultan las relaciones interpersonales con esa otra mujer de suma
importancia en la vida de su compañero: la suegra. Yo no era diferen­
te. De recién casada intenté encarecidamente tratar a mi suegra con el
mismo amor y devoción con que trataba a mi madre, pero aunque logré
establecer una relación de respeto, nunca alcancé ese amor de madre-hija
que deseaba.
Hoy, que formo parte del otro bando, ese al que muchas nueras de hoy
llaman el insufrible “Clan Suegras”, la perspectiva es todo lo opuesto. Por
más que intento recibir de mis futuras nueras el mismo trato o el mismo
amor que yo me propongo prodigarles a ellas, existe siempre un recelo,
un temor a la entrega que nos distancia y muchas veces nos convierte en
extrañas.
Amigas deJesús

Lo cierto es que, para que exista una relación de amor entre suegra
y nuera, la entrega ha de venir de ambas partes. Ambas han de estar
dispuestas a una renuncia de sí mismas, que no es sino el amor exteriori­
zado en las relaciones humanas. Por eso me resulta tan conmovedora la
historia del amor de Rut y Noemí.
Venga conmigo a la Palestina de Elimelec y Noemí. Abra los ojos
y contemple el panorama: Las constantes sequías endurecen la tierra y
desecan campos de cosechas que no abastecen a los habitantes de los
núcleos urbanos que cada día crecen con mayor rapidez. Los agricultores
más afortunados se ven obligados a vender lo poco que han cultivado
para comprar cereales y semillas necesarias para el cultivo, y las pocas
cosechas que quedan son destruidas por hongos y plagas que cubren los
tristes campos de Palestina.
Niños y ancianos mueren por desnutrición crónica, y la hambruna
generalizada provoca que miles de desplazados y refugiados inunden los
pueblos y ciudades en busca de ayuda. Esto probablemente resultó en
epidemias de fiebre y enfermedades infecciosas.
Entre estos desplazados se encuentra la familia de Elimelec, quien
decidió establecerse en la región de Moab. Moab estaba limitado al este
y al sur por el desierto sirio-arábigo, y por el oeste, por el Mar Muerto y
el curso inferior del Jordán. Pero la llanura formada por tierra de aluvión,
era fértil y poseía tierras cultivables y deseables en comparación con el
desierto circundante. Allí, la familia de Elimelec encontró refugio y vivió
en paz. Pero después de varios años de sosiego de nuevo los alcanzó la
desgracia.
Una tragedia tras otra azotó la familia: Elimelec murió, y sus dos
hijos, Mahlón y Quelión, lo siguieron a la tumba en un corto tiempo.
Noemí y sus dos jóvenes nueras, Orfa y Rut, de repente se encuentran
solas, sin un hombre que las represente. Noemí recoge todo y decide
regresar a su tierra.
“Anden, hijas mías — le dijo a sus nueras— , vuélvanse, cada una
a la casa de su madre, y que Jehová ejerza bondad amorosa para con
ustedes, así como ustedes la han ejercido para con los hombres ya
muertos y para conmigo. Que jehová les haga una dádiva, y de veras
hallen un lugar de descanso, cada cual en la casa de su esposo” (ver
Rut 1:7-12).
¡Qué bendición tan poderosa la que pronunció Noemí a sus nueras, y
cuánto amor muestra! Con razón Orfa y Rut, tal como testificó la misma
Noemí y Rut: Dios y las relaciones personales

Noemí, supieron manifestar un amor y un respeto similar a sus hijos,


cuando estos aún contaban con vida.
Noemí besó a sus fieles nueras, y ellas se echaron a llorar. Le rogaron
que las dejara ir con ella, pero la sabia mujer, viéndose ya vieja, y sin
ningún hombre que pudiera redimirlas del hambre y la pobreza que su
desgracia acarreaba, insistió en que rehicieran sus vidas, que regresaran a
sus familias y se volvieran a casar. Pero increíblemente, ellas insistieron en
seguirla. “No, sino que contigo volveremos a tu pueblo”, le dijeron.
¡Qué gran mujer ha de haber sido Noemí para que estas mujeres, sin
hijos y sin nada que las atara ya a ella, insistieran en seguirla!
Indudablemente Noemí prodigaba a sus nueras un amor de madre, no
de suegra. Sus palabras muestran la preocupación que sentía por el bien­
estar de aquellas muchachas: “Regresad, hijas mías; ¿para qué vendríais
conmigo? ¿Acaso tengo yo más hijos en el vientre que puedan ser vuestros
maridos? Regresad, hijas mías, marchaos, porque ya soy demasiado vieja
para tener marido. Y aunque dijera: ‘Todavía tengo esperanzas’, y esta
misma noche estuviera con algún marido, y aun diera a luz hijos, ¿los
esperaríais vosotras hasta que fueran grandes? ¿Os quedarías sin casar por
amor a ellos? No, hijas mías; mayor amargura tengo yo que vosotras, pues
la mano de Jehová se ha levantado contra mí” (vers. 11-13).
En el antiguo Israel, como en muchos otros pueblos, se consideraba
una desgracia y un deshonor el que una mujer no tuviera hijos, el hombre
redimía a la mujer del hambre, de la pobreza y el deshonor, y cuando el
esposo moría, era los hijos varones quienes asumían la responsabilidad
del sustento de su madre. Por eso, cuando Noemí dijo “mayor amargura
tengo yo que vosotras”, estaba manifestando que su tristeza era mayor
pues ella no solo sufría la terrible pérdida de sus hijos, sino también el do­
lor de sus nueras viudas y sin prole que las sustentaran. ¡Estaban perdidas!
Sus vidas no tenían futuro. Esa era la preocupación de Noemí.
Después que Noemí les indicó el camino de soledad y amargura que
recorrerían si seguían con ella, Orfa decidió rehacer su vida entre la gente
de su pueblo y volver a casarse. Pero el amor que la sensible Rut sentía
por la mujer que amaba como a una madre era tan fuerte que prefirió
quedarse con ella.
Su ruego es una oración llena de admiración, devoción y amor que
conmueven las fibras más sensibles de nuestro corazón: “No me ruegues
que te deje y me aparte de ti, porque a dondequiera que tú vayas, iré yo,
y dondequiera que vivas, viviré. Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios, mi
Amigas de Jesús

Dios. Donde tú mueras, moriré yo y allí seré sepultada. Traiga Jehová


sobre mí el peor de los castigos, si no es solo la muerte lo que hará sepa­
ración entre nosotras dos” (vers. 16, 17).
Rut acababa de perder a su esposo, para ella Noemí era su madre. Por
lo tanto, en medio de su luto y su calamidad, no pensó en rehacer su vida
con un nuevo matrimonio. Ni siquiera pensó que quedándose en su tierra
natal podría encontrar la felicidad que merecía. Estaba dispuesta a dejar
la tierra donde nació porque era a su madre a quien seguía, y la tierra no
vale mucho sin aquellos a quienes amamos.
¿Qué habría hecho usted? ¿Habría seguido a su suegra? Sin hijos, y
sin nada que la atara a la familia de su difunto marido, ¿hubiera estado
dispuesta a continuar soportando las quejas de su suegra, su intromisión
en su vida y su manera de ver el mundo?
Rut lo hizo porque para ella Noemí había superado las barreras entre
extrañas y ahora representaba el vínculo humano más poderoso en su
vida. De tener una relación similar con su suegra o su madre o cualquier
otra persona, usted tampoco la desecharía. Ambas se unieron y forta­
lecieron los lazos de amor que las unía, porque antes de la calamidad
aprendieron a desarrollar las bases del verdadero amor.
¡Qué suegra extraordinaria tiene que haber sido Noemí! ¡Tremendo
testimonio tuvo que haber dado con su vida y sus acciones para que
aquellas dos muchachas cananeas dejaran sus dioses paganos y quisieran
seguirla a donde la llevaba el Dios de Israel! Pero, ¡qué extraordinarias
nueras eran también Orfa y Rut! ¡Qué amor, que compañerismo y qué
respeto mutuo!
Por otra parte, no creo que Rut fue una mártir, ni que decidió seguir
a Noemí negándose a sí misma para que el mundo viera qué gran mujer
era. Rut no seguía reglas humanas. Ella solo seguía las reglas que impone
el amor. Si usted es una suegra, ¿está dando el testimonio de fe y amor
que dio Noemí? Y si es usted una nuera, ¿respeta y ama a su suegra con el
amor desinteresado con que amó Rut a Noemí?
Ambas mujeres cultivaron el amor que lo entrega todo y que abre toda
puerta cerrada. Vaya y haga usted lo mismo, porque el amor lo cambia
todo, cambia toda circunstancia adversa, cambia lo ridículo en risa, la
riña y la crítica en avenencia y alabanza, y el desacuerdo y la angustia en
salud psíquica, bienestar y la felicidad de las parejas y los hijos.
Esta álgida y compleja rivalidad que existe entre suegra y nuera no es
un fenómeno único de un tejido sociocultural particular. No es un pro-
Noemí y Rut: Dios y las relaciones personales

blema único de las mujeres de Latinoamérica, Norteamérica o Europa,


pues las relaciones complicadas han existido a través de todas las edades
en todo el mundo. La relación de respeto, amistad y amor que existía
entre Noemí y Rut nos enseñan a todas que está de nuestra parte marcar
una diferencia.
El amor las benefició a ambas: Noemí adquirió una nueva familia y
una nueva vida, y la amargura huyó de ella cuando recuperó una vida
llena de relaciones amorosas con su familia y su comunidad. Las mujeres
del pueblo la encomiaban por haber tenido un nieto en su vejez, dicién-
dole: “Alabado sea Jehová, que hizo que no te faltara hoy pariente, cuyo
nombre será celebrado en Israel; el cual será restaurador de tu alma, y te
sostendrá en tu vejez; pues tu nuera, que te ama, lo ha dado a luz; y ella
es de más valor para ti que siete hijos” (Rut 4:14-16). Y Rut, fue aun más
feliz con Booz que con su primer esposo. Nunca volvió a padecer necesi­
dades, y el hijo que tuvo fue precursor de reyes terrenales y antepasado de
Jesucristo, el Rey de reyes.
¿Valdrá la pena seguir los caminos del amor? ¡Claro que sí!

RUMBO AL AMOR

A la deriva lanzamos la semilla marchita,


corazones hambrientos de plenitud.
Pies que se arrastran, luz que se oculta,
el viento arrastra mi voz de viuda
y ya no sé quien soy.
Raíces ya no tengo,
las voces de mi infancia no me pueden saciar.
He de plantar mi viña en nuevo sembradío
y beber con premura del agua de tu Dios.
Compartiré contigo mi pan, mi día y mi noche,
tu fe, tu amor, anhelos y esperanza,
allí donde tú estés,
estaré también yo.
Amigas deJesús

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Cómo pudo Rut llevarse bien con su suegra Noemí? ¿Era Noemí
una suegra intransigente? ¿Qué podemos hacer para establecer relaciones
armoniosas entre nueras y suegras?
¿Qué podemos aprender de Rut y Noemí?
Para meditar:
• Nuera: Simplemente, compórtese con su suegra como algún día
querrá que su nuera se comporte con usted. En su relación con
ella, ponga el respeto como requisito número uno. No discuta con
su suegra; al contrario, escúchela con atención, pídale consejos
sobre los problemas que enfrenta, y demuéstrele con su actitud
que valora su experiencia y desea aprovecharla. Pero use su propio
criterio para la elección de los consejos que quiera aceptar.
• Suegra: Es de primordial importancia que entienda que las intro­
misiones constantes desfavorecen las relaciones conyugales de su
hijo/a. No se entrometa en su vida, ni en la vida de su esposa/o.
No manipule. Actúe con sabiduría y diplomacia, y muéstrele a
su nuevo/a hijo/a que el amor sincero es capaz de destruir las
barreras más difíciles. Construya puentes, no muros.
C a p í t u l o 15

ANA
Y LA M UJER ESTÉRIL
“Jehová empobrece, y enriquece;
abate y enaltece”
(1 Samuel 2:7).

LSua fecántico
de Ana, la madre del profeta Samuel, siempre me ha conmovido.
de alabanza y de certeza en el poder de Dios es uno de
los más hermosos de toda la Biblia. Ana llegó a ser madre por fe, pero si
le contásemos su historia a los millones de mujeres que pueblan hoy el
mundo buscando una solución a sus problemas de infertilidad, muchas
la tildarían de oscurantismo, o tal vez se reirían de ella.
La infertilidad es motivo de sufrimiento y desesperación para muchas
parejas de nuestros días. Los laboratorios de embriología y las clínicas de
fertilización abundan por todo el mundo. La humanidad busca prolon­
gar su herencia a través de diferentes métodos: inducción de la ovulación,
inseminación artificial homologa o con donante, microinyección de es­
perma, y hasta por medio de los bebés de probeta o fertilización in-vitro.
Los seres humanos tienden a confiar en la ciencia en situaciones como
éstas, y olvidan que es Dios quien rige los destinos de los hombres. Pero
Ana tenía una clara concepción de lo que Dios podía hacer por ella.
La historia bíblica no expone la causa de la infertilidad de Ana. Pero
sí conocemos su aflicción. La característica sociocultural más obvia del
pueblo de Israel en la época del Antiguo Testamento era el patriarcado.
La condición de- la mujer era de notable inferioridad, y la esposa estéril era
Amigas deJesús

despreciada por la fecunda. Penina, la rival de Ana, ula irritaba, enoján­


dola y entristeciéndola porque Jehová no le había concedido tener hijos”
(1 Sam. 1:6). Pero para Ana, su vida se reducía a un problema de fe.
Cada año las familias hebreas hacían una peregrinación al templo de
Silo, donde ofrecían sus sacrificios y ofrendas. En este contexto aparece
Ana con una propuesta inusual. En vez de hacer sacrificio para su propio
beneficio como lo hacían los hombres, ella actúa de manera diferente.
Fue al templo, y tras orar una de las oraciones más hermosas de la Biblia,
aun antes de ser escuchada por Dios, le ofrece a su hijo. Ella siente que
Dios prefiere el servicio al sacrificio. Su hijo es señal de entrega, pero
también es señal de liberación. Entiende y celebra la certeza de que el
servicio a Jehová es garantía de liberación.
Y aclama a Dios: “Jehová empobrece y enriquece, abate y enaltece. El
levanta del polvo al pobre; alza del basurero al menesteroso, para hacerlo
sentar con príncipes y heredar un sitio de honor. Porque de Jehová son las
columnas de la tierra; él afirmó sobre ellas el mundo” (vers. 2:7, 8).
El Hacedor del cielo y de la Tierra era la columna segura en la cual
reposaba la fe de Ana. Y él no desatendió su pedido. Dios otorgó a Ana lo
que había pedido; recibió el regalo por el cual había implorado con tanta
fe y fervor. ¡Y cuán grande fue su recompensa!
Cuando Ana regresó al templo, ya con su hijo, con un corazón agra­
decido pudo decir: “Vive tu alma, Señor mío, yo soy aquella mujer que
estuvo aquí junto a ti orando a Jehová. Por este niño oraba, y Jehová
me dio lo que le pedí” (vers. 1:26, 27). Inmediatamente, en un gesto de
sacrificio y agradecimiento, estuvo dispuesta a devolverle a Dios aquello
por lo que tanto oraba: Su hijo.
¿Deberá la mujer de hoy entregar sus tristezas, sus luchas y sus inal­
canzables anhelos de fecundidad al Dios de la infértil Ana? ¿Se interesará
el Creador del mundo en nuestra situación particular, en los problemas
que nos abaten y roban nuestro derecho de ser madre?
¡Por supuesto que sí! Nada es demasiado complicado o demasiado
adverso para que el Todopoderoso Dios del universo no lo pueda resolver.
Mientras transitaba los caminos polvorientos de Judea, Jesús ciertamente
instó a sus seguidores a presentarle a Dios sus necesidades, gozos, tristezas
y temores.
“Pedid, y se os dará” (Mat. 7:7), nos recuerda hoy Jesús. “Pediréis en mi
nombre; y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros; porque el Padre
mismo os ama” (Juan 16:6, 27). “El que ni aún a su propio Hijo perdonó,
Ana y la mujer estéril

sino que le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos ha de dar también de
pura gracia, todas las cosas juntamente con él?” (Rom. 8:32).
¡Qué misericordia! ¡Qué consuelo nos traen las seguras palabras de
Jesús! En ellas hay vida, alegría, consuelo y esperanza para la mujer es­
téril. ¿Quieres ser bendecida como lo fue Ana? ¿Anhelas que tu vientre
se abra y tus entrañas den fruto? ¿Deseas que Dios bendiga a tus hijos?
Puedes esperar que Dios oiga y conteste tus oraciones según su divina
providencia. Mira a Ana, contémplala llorando en el templo mientras
derrama su vida delante de su Salvador, observa el fruto de su oración, y
ve y haz tú lo mismo.
Ora con la persistencia de Ana, ora a Dios con la fe de Ana. Dios puede
contestar tus oraciones, y lo quiere hacer. Pero no olvides el gran sacrificio
de Ana. No olvides que Ana tuvo que despojarse de sí misma, de aquello
que más quería en agradecimiento a Dios por su oración contestada. Ana
reconoció que incluso nuestros hijos son propiedad de Dios.
Ana le devolvió a Dios lo que más amaba: Su hijo. Entrégale tú también
a tu Creador aquello por lo que pides. Dáselo todo con gusto, aunque con
ello tengas que sacrificar lo que más amas. Y si no recibes exactamente lo
que pides, confía siempre en que Dios desea lo mejor para ti.

LA PLEGARIA DE ANA

¡Que haya luz!


Luz desvanecedora de miedos, divina y sanadora,
aún entre la bruma de la desesperanza.
Que haya luz en la madrugada triste y en el silencio
y la ventana umbría,
luz capaz de besar mi vientre y vivificarlo.
Crea vida en mí, Señor, que ya estoy muerta de temores.
Aviva en mí la luz precisa, impoluta, de la fe.
Luz que alumbre ojos,
luz que haga que el alma emerja del fondo
y resucite de la muerte silenciosa que no siendo, es.
Que entre la luz que apaga el llanto y fabrica alas.
Recorre el camino de mi soledad y hazlo calzada de alegría.
Oh, Señor, hazme madre de un hijo para ti.
Amigas deJesús

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Por qué era tan importante para Ana tener un hijo?
¿Contestará Dios la oración de fertilidad de cada mujer estéril?
Para meditar:
• Para muchas mujeres estériles la infertilidad es como un estigma
secreto, que se diferencia de otras formas de estigma solo porque
es invisible por algún tiempo. Es el propio conocimiento de esta
condición lo que las hace sentir diferentes de las demás. Para
Ana, esta situación era peor que en nuestros días, puesto que la
mujer hebrea nacía con el compromiso de la maternidad, en una
sociedad donde el valor de la mujer era medido por su capacidad
procreadora.
• La intensa agonía que su adversaria Penina le provocaba a Ana,
más la humillación a la que la sometía con sus constantes vejáme­
nes, eran motivos suficientes para que Ana deseara intensamente
la maternidad.
• Dios nos ha entregado a nuestros hijos para que los eduquemos y
para que los enseñemos a servirle. Como madres, somos respon­
sables de enseñarles a amar y obedecer a Dios. Si optamos por no
corregir a nuestros hijos cuando éstos hacen algo malo, o cuando
se comportan de una manera inaceptable, sin darnos cuenta
estamos contribuyendo a un futuro incierto para ellos .
• Hoy día muchas madres y padres se muestran irresponsables. Se
escuchan toda clase de excusas: No hay tiempo para conversar.
El trabajo, la televisión, la Internet, y otros factores confligen con
el tiempo que podríamos emplear en educar a nuestros hijos.
Y mientras tanto, aumentan la delincuencia juvenil, el uso de
drogas, la violencia y el sexo entre jóvenes. Muchos adolescentes
se alejan de la religión paterna. Ana sabía lo importante que era
mantener a su pequeño hijo ocupado en los asuntos de Dios.
Madre, ¿está desempeñando el papel que le corresponde?
C a p í t u l o 16

MICAL: LA MUJER
Y LOS CELOS
INJUSTIFICADOS
“Ponme como un sello sobre tu corazón,
como una marca sobre tu brazo;
porque fuerte como la muerte es el amor
y duros como el seol los celos.
Sus brasas son brasas de fuego,
potente llama'
(Cantares 8:6).

D
os veces por día, el gigante filisteo se pasea entre los dos montes
que flanquean el valle de Ela, dentro de su imponente armadura de
bronce. Su presencia es una afrenta al espíritu de los israelitas, no por la
humillación que significa una derrota ante los filisteos, sino por el triste
espectáculo que ofrecería el enfrentamiento con el gigante.
Mical sabe que su padre, el rey Saúl, carece de valor para enfrentar al
hostigador de Israel. Y eso le repugna. A él le tocaba salir y hacer frente
al gigante, con valor y serenidad, con total confianza en el Dios de Israel.
Pero Saúl solo sabe lamentarse. Sintiéndose derrotado de antemano, y
sin saber qué hacer, se pasea por el palco real delante de sus criados y sus
hijos, analizando cómo hacer frente al desafío del filisteo, quien demanda
un hombre de sus filas para que pelee con él.
Después de cuarenta días de humillación y escarnio, otro personaje
irrumpe en el campo de batalla. Se llama David, y su poderosa confianza
en Dios hace que el pueblo comience a alentar la esperanza del triunfo.
Amigas de Jesús

La voz del valiente muchacho se escucha por todo el valle como un


magistral cántico de victoria contra Goliat y el ejército filisteo:
“Tú vienes contra mí con espada, lanza y jabalina; pero yo voy contra
ti en el nombre de Jehová de los ejércitos, el Dios de los escuadrones de
Israel, a quien tú has provocado. Jehová te entregará hoy en mis manos,
yo te venceré y te cortaré la cabeza. Y hoy mismo entregaré tu cuerpo y
los cuerpos de los filisteos a las aves del cielo y a las bestias de la tierra,
y sabrá toda la tierra que hay Dios en Israel. Y toda esta congregación
sabrá que Jehová no salva con espada ni con lanza, porque de Jehová es la
batalla y él os entregará en nuestras manos” (1 Sam. 17:45-47).
¡Qué palabras! ¡Qué denuedo! La confianza de David en el “Elohay
Tzvaot”, el Comandante en jefe de los ejércitos del cielo y de su pueblo Is­
rael, se hizo notoria en tocio Israel y en toda Judá, y aun mas allá. Entonces,
animado por la le en el poder divino, el pueblo se levantó y dando gritos de
guerra siguieron tras los filisteos hasta el valle y las puertas de Ecrón y ob­
tuvo una contundente victoria. Los filisteos cayeron heridos por el camino
de Saaraim hasta Gat y Ecrón, y los hijos de Israel regresaron de perseguir
a los filisteos, y saquearon su campamento (ver 1 Sam. 17:52-54).
Saúl esperaba al campeón de Israel en su palacio real, sentado en su
silla con respaldo de oro y asiento de grana. Junto a él sus criados, su
esposa Ahinoam, sus hijos Jonatán, Is-boset y Malquisúa, y sus dos hijas:
la mayor, Merab, a quien había prometido dar como dádiva a quien
venciera al filisteo Goliat, y su hija menor, Mical (ver 1 Sam. 14:49, 50).
Todos esperaban para ver quién era el valeroso guerrero que había dado
muerte al hombre que día y noche afrentaba al pueblo de Israel.
Cuando David entró con Abner, general del ejército de Saúl, llevando
todavía en su mano la ensangrentada cabeza de Goliat (ver 1 Sam. 17:57),
hubo un murmullo entre los presentes de terror y admiración. El aire
pareció llenarse de los aromas y sonidos del campo de batalla. A Mical
la asaltaron sensaciones de horror, admiración e intriga que más tarde
desembocaron en el poderoso río del amor (ver 1 Sam. 18:20).
Todas las miradas se posaron sobre el atractivo muchacho, que ade­
más de hermoso, era también un valiente y vigoroso hombre de guerra.
Mical ya lo conocía, ¡era David!, el joven pastor de ovejas hijo de Isaí de
Belén, y el arpista que un tiempo atrás hubo pulsado su arpa para calmar
los nervios de su padre. Y David tocaba —recuenta la Biblia—, y Saúl
se aliviaba y se sentía mejor, y el espíritu malo se apartaba de él’ (1 Sam.
16:18-23).
Mical: La mujer y los celos injustificados

Ella lo había buscado con la mirada entre los criados y asistentes del
rey, pero David había dejado la corte para apacentar de nuevo las ovejas
de su padre en Belén (1 Sam. 17:15). Ahora que volvía a verlo, después
de haber realizado él tan grande hazaña, su corazón era de nuevo un
río desembocado que la atraía inexorablemente hacia el joven guerrero.
La voz de David la laceraba con espadas y espinas que abrían en ella un
ardiente camino de nuevos anhelos, pero su corazón enamorado no podía
olvidar que su hermana Merab ya le había sido prometida.
David salía a dondequiera que Saúl lo enviaba, y se portaba pruden­
temente. Entonces Saúl lo puso al frente de su gente de guerra, y era
bien visto por todo el pueblo, y también por los siervos de Saúl (1 Sam.
18:5). Pero cuando llegó el tiempo en que Merab, hija de Saúl, debía ser
entregada a David, fue dada por mujer a Adriel, el meholatita (vers. 19).
La Biblia no dice que David haya lamentado el hecho, pero sí constata
que cuando Saúl, con la malévola intención de que David pereciera en
el campo de batalla, le propuso matar a cien hombres de los filisteos y
traer sus prepucios como dote de casamiento por su otra hija, Mical,
David se levantó, y antes de que el plazo que le puso el rey se cumpliera,
se fue con su gente y mató a doscientos hombres de los filisteos, y trajo
los prepucios de ellos y los entregó todos al rey, a fin de hacerse yerno
del rey.
Entonces Saúl le dio a su hija Mical por mujer. Y las Escrituras nos
dejan saber que cuando Saúl observó el apremio y la valentía con que Da­
vid respondió a su reto, y que su hija Mical lo amaba, comprendió que no
solamente Jehová estaba con David, sino que también había encontrado
el amor (1 Sam. 18:22-28).
David y Mical nunca fueron felices. Su amor se vio muy pronto tron­
chado por la enemistad y los celos de Saúl. Luego de que Mical descolgara
a su marido por una de las ventanas de su casa y lo pusiera a salvo de la
malevolencia de su padre, David huyó de Saúl, y éste, en venganza por la
traición de su hija la desposó con Palti hijo de Lais, que era de Galim (1
Sam. 25:44).
¿Se imagina el dolor de Mical? ¿Imagina sus noches de sufrimiento?
En tiempos de Mical, la mujer no tenía ninguna posibilidad de autode­
terminación o autonomía. Llabía sido enseñada a conformarse con jugar
ese papel insignificante. Sus padres, esposos y hermanos decidían la
suerte de su vida. Y para Mical no había cielo ni estrellas, nada sino una
herida que el amor y el odio habían abierto. Y sin que nadie supiera dónde
Amigas de Jesús

o cómo latía su corazón, tuvo que disponerse a vivir con Palti aunque
todavía amara a David.
Las Escrituras nos dicen que David no olvidó a Mical. Cuando el
general del ejército de Saúl envió mensajeros a David para que pactara
con él y recuperara a Israel de las manos de Saúl, lo primero que David
pidió fue que le restituyeran a Mical: “Haré pacto contigo, pero una cosa
te pido: No te presentes ante mí sin que primero traigas a Mical, la hija
de Saúl, cuando vengas a verme” (2 Saín. 3:13).
Después de esto, David envió mensajeros a Is-boset, hijo de Saúl,
diciendo: “Restitúyeme a Mical, mi mujer, la cual desposé por cien
prepucios de filisteos” Entonces Is-boset mandó quitársela a su marido
Paltiel hijo de Lais (vers. 14).
La Biblia no nos dice cómo se sintió Mical. Tal vez, aunque nadie lo
vio, se hizo una tormenta en su corazón. Sintió de nuevo el olor a guerra,
lanzas y sudor del hombre que había amado tanto. Lo que sí nos mues­
tran las Escrituras es que Mical posiblemente había desarrollado ya una
relación sentimental con Paltiel, porque éste “fue con ella, siguiéndola y
llorando hasta Bahurim”, hasta que el sanguinario Abner le ordenó que
se regresara, y él se volvió (vers. 16).
¡Qué triste, y que conmovedor! La historia de Mical, la hija del rey
Saúl, es una fascinante historia de amor, un amor tronchado por la ene­
mistad, el desencuentro y el abismo de los celos. Los altibajos del amor
entre Mical y David tuvieron que haber producido en la hija menor del
rey Saúl una terrible inseguridad, y un terror a la pérdida que finalmente
la llevó a malograr el amor de su vida. La Biblia nos relata que un tiempo
después de su reencuentro, cuando David llegaba a la ciudad con el arca
del pacto, Mical escuchó el jubilo de Israel y el sonido de trompeta, y se
asomó a la ventana a recibir a su marido, pero al contemplar que el rey,
acompañado por toda la casa de Israel, saltaba y danzaba con toda su
fuerza delante de Jehová, lo despreció en su corazón (2 Sam. 6:16).
Ese “desprecio” al que se refiere la Biblia en realidad no era desdén, o el
menosprecio que pudiera haber sentido al ver que David se rebajaba ante
sus súbditos dando brincos de alegría. Permítame sugerir que el desprecio
que sintió Mical por David, estaba más relacionado con los celos.
David era una figura pública, admirada por un pueblo acostumbrado
a la veneración de sus líderes. El poder que ejercía sobre las muchedum­
bres lo convertía en un hombre admirado por las mujeres de todas las
ciudades, quienes lo alababan y le cantaban con danzas y panderos, con
Mical: La mujer y los celos injustificados

alegrías y sonajas diciendo: “Saúl hirió a sus miles y David a sus diez
miles" (1 Sam. 18:6, 7). Mical observó a David bailando delante del arca
junto a las mujeres de Israel, y enseguida asomó en ella el celo y el terror
a perder nuevamente a su marido. Sus mismas palabras corroboran sus
sentimientos.
Las Escrituras nos dicen que tan pronto David llegó, ella salió a re­
cibirlo, y lo reprochó con duras palabras que solo podían brotar de un
corazón consumido por los celos: “¡Cuán honrado ha quedado hoy el rey
de Israel, descubriéndose hoy delante de las criadas de sus siervos, como
se descubre sin decoro un cualquiera!” (vers. 20).
La persona celosa tiende a controlar la libertad y los movimientos de su
pareja, la comunicación se ve reducida a las preocupaciones y pensamien­
tos del celoso. Entonces aparecen el reproche, el reclamo y la exigencia, y
la relación afectiva comienza a deteriorarse. Iodos estos factores, sugieren
que Mical sentía celos.
Los celos surgen debido a tres factores: comparación, competencia y
el temor a ser reemplazado, y hay que recordar que para ese entonces ya
Mical no era la única esposa de David. Abigail, y Ahinoam de Jezreel
eran también sus esposas (1 Sam. 25:43, 44), David las tomó después que
Mical había sido entregada a Palti.
¡Qué desgraciada se sentía ahora Mical! Al no poder controlar sus
sentimientos se tornó cada vez más insegura e hipervigilante, generando
como consecuencia reacciones agresivas, tal como lo muestra su escena de
celos. Entonces David respondió a Mical: “Fue delante de Jehová, quien
me eligió en preferencia a tu padre y a toda tu casa, para constituirme
como príncipe sobre el pueblo de Jehová, sobre Israel. Por tanto, danzaré
delante de Jehová. Y me humillaré aún más que esta vez; me rebajaré a
tus ojos, pero seré honrado delante de las criadas de quienes has hablado.
V Mical, hija de Saúl, no tuvo ya hijos hasta el día de su muerte” (vers.
21-23).
La Biblia no dice que Mical era estéril, por lo que se da a entender
que el amor entre ellos terminó, y que David nunca más tuvo relaciones
íntimas con ella. Es muy probable que David haya querido tener un hijo
de su matrimonio con Mical, la hija de Saúl. De ese modo se habría for­
talecido la unión entre Judá e Israel, ya que las tribus del Norte habrían
visto en el hijo de Mical al heredero de Saúl. Pero esa esperanza quedó
frustrada a causa de esta disputa, que separó a David de Mical sin que
hubieran tenido hijos.
A rnigas de Jesús

¡Qué triste consecuencia de los celos! Hay muchas mujeres que dan
su propia interpretación a las acciones de sus esposos. Ven y escuchan a
través del filtro de sus celos hasta que terminan entendiendo las cosas tal
y como temen que sean, logrando así que los hechos se distorsionen y se
formen opiniones equivocadas.
El bienestar de la pareja afectada por los celos se va debilitando pau­
latinamente. Donde los celos predominan, se presenta la frustración y el
dolor que provocan odio y agresión. La pareja entonces llega a preguntar­
se si realmente hay amor entre ellos.
¡Qué terribles son los celos, y cuánto daño producen en las relaciones
de pareja! ¿Es usted una mujer celosa? ¿Ve, escucha y piensa cosas que
quizá no son? ¡Cuidado! Puede poner su amor en peligro. No permita
que lo que podría ser el gran amor de toda la vida quede tronchado como
el amor de Mical.
Le propongo que haga una revisión de su archivo mental. Quizá sea
oportuno que de una vez por todas se deshaga de las impresiones que ha
formado sin tener evidencias. Es mejor interpretarnos bien unos a otros y
tratarnos según la regla de oro. Esto proveerá una base más confiable para
sus percepciones, y preservará la verdad y el amor entre los esposos.

EL GRITO DE MICAL

Amo la espada invencible que eres tú,


tu corazón humedecido de praderas.
En el campo de batalla que soy
ondea la bandera de tu signo
y sin embargo,
qué sola me encuentro,
¡y cuál profundo pozo es mi alma!
En sus tinieblas de amargura caigo,
en el inmenso vacío del celo irascible,
y apenas puedo reemprender mi camino hacia ti.
Deseando sentir tu fuego en mis venas,
el gozo complicado de tu compañía,
regreso siempre a la lobreguez en que perezco.
¡Oh, corazón mío!
Pequeño e inseguro de ti mismo,
Mical: La mujer y los celos injustificados

tan acostumbrado a ver sombras


que olvidaste la luz
y apagaste el amor que alegraba mi vida.

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


Los celos, ¿son buenos o destructivos?
¿Cuál es la diferencia entre celos normales y enfermizos?
¿Qué podemos aprender de la experiencia de Mical?
Para meditar:
Los celos adquieren un carácter patológico cuando se tornan en
delirio. Esto es cuando una persona empieza a celar a su pareja de
modo obsesivo e interpreta cualquier conducta o señal como una
evidencia de infidelidad actual o inminente. Luego desarrolla
una serie de actos con el propósito de controlar y vigilar a la otra
persona, llegando en ocasiones a una verdadera persecución que
puede incluir la violencia como una forma de controlar a través
del miedo o de castigar la supuesta traición.
C a p ít u l o 17

A B IG A IL
Y LA MUJER SENSATA
“Mujer virtuosa, ¿quién la hallará?
Su valor sobrepasa largamente al de las piedras preciosas”
(Proverbios 31:10).

Lavid,tierray elretumba bajo el fragor de los caballos de los guerreros de Da­


cielo de Carmel, al sur de Hebrón, se torna de un azul prusia
que anticipa la masacre. Los hombres de David se acercan, ella ya puede
escuchar el retumbar de su galope. Pero Abigail sabe lo que tiene que
hacer para proteger su casa de la inminente destrucción que se avecina.
Se apresura y vuelve a contar los enseres empacados sobre los asnos:
Doscientos panes, dos cueros de vino, cinco ovejas guisadas, cinco me­
didas de grano tostado, cien racimos de uvas pasas y doscientos panes de
higos secos. Todo está en orden. Si toma el atajo que baja hasta Carmel
podrá salirle al encuentro a David, quien había jurado contra Nabal:
“ Traiga Dios sobre los enemigos de David el peor de los castigos, que de
aquí a mañana no he de dejar con vida ni a uno solo de los que están con
él” (1 Sam. 25:22), y persuadirlo a optar por los caminos de la paz.
Abigail sabe que la costumbre dicta que las bandas armadas brinden
protección a quienes practiquen la hospitalidad con ellos, e intimiden
y destruyan a todo aquel que se las niegue. Según esta regla no escrita,
David y su ejército están en su derecho de aniquilar a cada alma viviente
que pertenezca a la casa de Nabal.
Abigaily la mujer sensata

Ella sabe que su marido ha obrado insensatamente al devolverles


mal por bien a aquellos hombres que día y noche dieron protección a
sus criados mientras estos apacentaban sus ovejas en los montes donde
David y su ejército acampaban. David y sus guerreros habían mostrado
amabilidad con sus criados, y cuando éstos estaban en el campo nun­
ca recibieron un solo maltrato de su parte, ni les faltó nada en todo el
tiempo que anduvieron con ellos (ver 1 Sam. 25:15, 16). Pero incluso si
la protección recibida no era un motivo suficientemente poderoso para
que Nabal practicara la hospitalidad con David y sus hombres, ¿acaso no
era éste un tiempo de regocijo? ¿Acaso no estaban en la temporada de la
esquila, época de fiesta y júbilo en la que se practicaba la hospitalidad y se
acostumbraba dar regalos a las personas necesitadas? (2 Sam. 13:23, 24).
El juicio y recto sentido moral de Abigail se anteponen a la insensatez
y hostilidad de Nabal. 1iembla al pensar en las consecuencias que le
acarreará aquello que está a punto de hacer. El trato afable, la conside­
ración, la equidad, la disciplina personal y la paciencia no son atributos
de carácter en su marido. Nabal es un hombre burdo, rudo y de mala
conducta (vers. 3), dado a maltratar a sus semejantes. A pesar de la vio­
lencia psicológica que Nabal ejerce sobre ella, a pesar de los insultos y
del desprecio que manifiesta ese hombre hacia la condición femenina,
Abigail no piensa que ella merece tal trato. También sabe que oponerse
a Nabal y humillarlo con su actuación premeditada podría destituirla de
sus derechos maritales, y hasta causarle la muerte.
Pero Abigail sabe en quién cree. Sabe que de Jehová es la mujer pru­
dente, y que ese Dios en quien confía le dará la fuerza necesaria para
aplacar con sus palabras y su gesto de bondad la ira que su marido provo­
có en ese otro hombre tan diferente, que aunque también violento, por la
normativa de su cargo militar, teme a Dios, y sabe escuchar juicio.
Monta a toda prisa en un asno, y desciende por un camino secreto
del monte, mientras David y sus hombres vienen en dirección a ella.
Su corazón se apresura cuando escucha el frío y rítmico galope de los
caballos de los cuatrocientos hombres del ejército de David, mientras un
ruego silencioso sube de sus labios al Dios de Israel. El último recodo del
camino por fin descubre ante la vista de Abigail el peligroso ejército, y
enseguida se baja del asno, se inclina ante David y se postra en tierra. Su
voz flota sobre la enramada como un armonioso tintineo de afabilidad
entre tanta beligerancia.
Amigas deJesús

“¡Que caiga sobre mí el pecado!, señor mío, pero te ruego que permitas
que tu sierva hable a tus oídos, y escucha las palabras de tu sierva” (vers.
23, 24).
La repentina visión fue impactante para David. Una hermosa mujer
sale de la nada y se postra ante él, anunciando con su comportamiento
que reconoce la posición de David en el pueblo de Israel como el ungido
de Jehová. Detrás de ella, poco a poco comienzan a aparecer los asnos
cargados con los abastecimientos. El olor de las ovejas guisadas cunde los
aires animando el apetito de los hambrientos guerreros, que se fijan en los
racimos de uvas, las pasas y las cestas de panes de higos secos. Pero David
no ve nada, cautivado como esta con las palabras de aquella mujer.
“No haga caso ahora mi señor de ese hombre perverso, de Nabal;
porque conforme a su nombre, así es. Él se llama Nabal, y la insensatez lo
acompaña; pero yo, tu sierva, no vi a los jóvenes que tú enviaste. Ahora
pues, señor mío, ¡vive Jehová, y vive tu alma!, que Jehová te ha impedido
venir a derramar sangre y vengarte por tu propia mano. Sean, pues,
como Nabal tus enemigos, y todos los que procuran el mal contra mi
señor. En cuanto a este presente que tu sierva te ha traído, que sea dado
a los hombres que siguen a mi señor, le ruego que perdones a tu sierva
esta ofensa; pues Jehová hará de cierto una casa perdurable a mi señor,
por cuanto mi señor pelea las batallas de Jehová, y no vendrá mal sobre
ti en todos tus días. Aunque alguien se haya levantado para perseguirte y
atentar contra tu vida, con todo, la vida de mi señor será atada al haz de
los que viven delante de Jehová tu Dios, mientras que él arrojará las vidas
de tus enemigos como quien las tira con el cuenco de una honda. Cuan­
do Jehová haga con mi señor conforme a todo el bien que ha hablado
de ti, y te establezca como príncipe sobre Israel, entonces, señor mío, no
tendrás motivo de pena ni remordimientos por haber derramado sangre
sin causa, o por haberte vengado con tu propia mano. Guárdese, pues,
mi señor, y cuando Jehová haya favorecido a mi señor, acuérdate de tu
sierva” (vers. 25-31).
¡Qué palabras tan sabias! ¡Qué sermón tan lleno de juicio, de confian­
za en Dios y valor! ¡Y qué enseñanza!
Abigail primeramente se despojó de sí misma apropiándose la falta de
su marido, como si ella hubiera acarreado la desgracia que estaba a punto
de suceder. “Te ruego que perdones a tu sierva esta ofensa” (vers. 28). En
su desgracia mostró su verdadero carácter, su altruismo, abnegación y
Abigaily la mujer sensata

sacrificio por sus semejantes, pues toda su casa estaba bajo sentencia de
muerte.
Luego, con un argumento lleno de fe en la Palabra de Dios y su poder,
impartió esperanza y valor al corazón desanimado de David, quien des­
alentado en su lucha contra Saúl, muchas veces perdía de vista la promesa
recibida respecto del trono de Israel.
“Aunque alguien se haya levantado para perseguirte y atentar contra
tu vida, con todo, la vida de mi señor será atada al haz de los que viven
delante de Jehová tu Dios, mientras que él arrojará las vidas de tus enemi­
gos como quien las tira con el cuenco de una honda” (vers. 29).
Abigail le predijo, a través de la fe, un futuro próspero, y luego de
armar un escenario en el que David pudo contemplar su futuro, tal como
Dios se lo había predicho, lo persuadió con sabias palabras a prevenir
el remordimiento que una acción apresurada podría acarrearle en ese
futuro feliz; y luego, como última instancia, rogó que perdonara la falta
de Nabal, por la cual ella se hacía responsable.
Impresionado con la sabiduría y el juicio de Abigail, no es raro notar
la respuesta llena de admiración de David: “Bendito sea Jehová, Dios
de Israel, que te envió para que hoy me encontraras. Bendito sea tu
razonamiento y bendita tú, que me has impedido hoy derramar sangre y
vengarme por mi propia mano. Porque, ¡vive Jehová, Dios de Israel!, que
me ha impedido hacerte mal, que de no haberte dado prisa en venir a mi
encuentro, mañana por la mañana no le habría quedado con vida a Nabal
ni un solo hombre” (vers. 32-34).
David recibió de sus manos lo que ella le había traído, y Abigail subió
en paz a su casa, pues él escuchó su petición y se la concedió. ¡Cuánta
sangre inocente salvó Abigail con su sensatez y comportamiento! ¡Y cuán
cruel remordimiento le evitó a David! Su vida es un ejemplo a imitar.
Es muy probable que Abigail haya vivido una vida muy poco plácida
junto a Nabal. Pero su infelicidad no evitó que ella cumpliera con su
deber de proteger a quienes servían fielmente la casa de su marido y ac­
tuara con sabiduría. La indecisión y la debilidad de propósito no hallaban
cabida en sus esfuerzos. Estaba dispuesta incluso a morir por tal de seguir
los caminos del bien.
El sentido de la responsabilidad que descansaba sobre ella purificaba
y enriquecía su vida; y la gracia del cielo se revelaba en sus palabras
y comportamiento. Con el poder de la omnipotencia, Dios obró por
Amigas deJesús

intermedio de Abigail para evitarle a David una carga de remordimiento


innecesario que indudablemente lo habría afectado toda su vida.
Puede ser que la tarea que tengamos que desempeñar en esta tierra
no sea fácil, puede ser que vivamos en hogares donde el alcohol y el
abuso es la norma, o que tengamos por esposos a Nabales modernos que
desconocen los finos caminos de la gentileza y la espiritualidad, pero no
debemos olvidar que nuestro poder femenino, el cual se desarrolla desde
la sensibilidad, la belleza, la sutileza, la sensualidad, la inteligencia intui­
tiva, la receptividad y el tacto, bien usado y unido a la confianza en Dios
puede lograr grandes cambios en las personas y, por ende, en el mundo.
La mujer cristiana debe reconocer el gran don otorgado por su Creador,
y abrirse paso entre las vicisitudes y percances creados por una sociedad
muchas veces machista y discriminatoria, vislumbrando siempre nuevas
perspectivas de progreso y trascendencia.
Use su poder de persuasión, su buen juicio y su bondad para atraer a
sus hijos y a su familia a Dios. Haga uso de toda esa corriente positiva
que se desborda del corazón de la mujer, de ese sentido de convicción,
certeza, esperanza, fe y amor que viven en usted, para cambiar rumbos,
para alterar caminos equivocados, para desbaratar la ira, para convencer
y enmendar corazones rotos. No deje que el miedo la detenga. Haga uso
de todas las herramientas que su Creador le dio como mujer, y verá que
el mundo será transformado por su toque.
Valiéndonos del juicio, la bondad, la ternura, la empatia, la comprensión,
la belleza y el amor, ¡cuantas cosas podríamos lograr! Abigail vio cumplido
todo lo que deseó, y hasta lo que nunca soñó: El amor de un rey.
El relato biblico comprueba que Nabal, si no era alcohólico, se em­
briagaba con facilidad. Era burdo, de poco discernimiento y dado a
toda clase de excesos. No es difícil imaginar que Abigail vivía una vida
triste a su lado. Posiblemente estaba acostumbrada al maltrato y al abuso
verbal. Con frecuencia era acusada, humillada, maltratada, ridiculizada
y utilizada.
El alcoholismo es una enfermedad que afecta a toda la familia del en­
fermo y a todos los que lo rodean. Muchas veces, la esposa del alcohólico
se torna sumisa, asume sentimientos de culpa, y se apropia cada problema
provocado por el alcohólico.
Si usted es esposa de un alcohólico, posiblemente su vida se ha visto
afectada por una serie de circunstancias que van desde los problemas
emocionales, físicos y financieros, basta una baja estima propia. Es pro-
Abigaily la mujer sensata

bable que su descuido personal sea evidente. Quizá su salud ha decaído,


y encuentra que ha dejado de luchar por alcanzar sus propias metas. El
alcohólico se ha convertido en el centro de su vida. ¿Qué puede hacer?
Observe a Abigail.
Si Abigail se hubiera descuidado física y espiritualmente, el rey David
no le habría prestado la atención que merecía. Habría sido una mujer con
baja estima propia, triste y frustrada. Por contraste, Abigail era una mujer
segura de sí misma, exitosa e influyente. Obviamente había aprendido
a proteger su identidad y a valorarse a sí misma como Dios lo hace. Si
necesita, busque ayuda profesional, pero no olvide el amor de Dios.

EL TRIUNFO DE ABIGAIL

Soy tu sierva, para esto he nacido,


para servirte a ti, a tu rey y a tu pueblo.
Para ser lo que quieras que sea, aunque me cueste la vida.
Pero, ¡ay!, que no se vierta sangre inocente.
¡Ay!, que no se manche tu nombre.
Que no se nublen tus ojos con el humo del desvelo,
que mi vida no se torne un bosque perdido,
ni huya de la voz por la que hoy vivo.

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Qué tipo de mujer era Abigail?
¿Utiliza usted su poder de persuasión para edificar, o para destruir y
salirse con la suya?
Para meditar:
• La persuasión es una poderosa arma a disposición de toda mujer.
Nuestras palabras tienen recursos sobrados para instigar la fe y
fomentar el valor, o bien para manipular y reducir la capacidad
de pensar, sentir, querer y decidir de aquellos con quienes nos
relacionamos. Tenía razón el filósofo alemán Martin Heidegger
al afirmar que “laspalabras son a menudo en la historia más pode­
rosas que Ias rosas y los hechos
Amigas de Jesús

• Toda hija de Dios debe recordar que ningún poder o influencia


ha de usarse sin bondad y mansedumbre. Siempre es necesario
el amor sincero. Si ejercemos nuestra influencia injustamente,
ofendemos al Espíritu del Señor y la bendición de Dios se retirará
de nosotras.
C apítulo 18

BETSA B E
Y LA M UJER IN SEN SA TA
“Honroso sea en todos el matrimonio y el lecho sin mancilla;
pero a losfornicarios y a los adúlteros losjuzgará Dios”
(Hebreos 13:4).

S
e puede decir que Betsabé es la antípoda de Abigail. ¡Cuánto dolor
hubiese podido evitar Betsabé de haber utilizado su poder femenino
positivamente! Pero Betsabé no actuó con la sensatez de Abigail, y en vez
de prevenir la calamidad, se cubrió con ella atrayendo sobre sí y sobre la
vida de David una terrible desgracia.
En las faldas de las colinas de Jerusalén, las casas eran construidas
sobre terrazas. En aquel relieve de plataformas naturales, el palacio del
rey David estaba situado en un plano elevado desde el cual podía divisar
toda la ciudad. Las Escrituras nos dicen que era tiempo en que los reyes
salían a la guerra (2 Sam. 11:1), lo que nos anima a deducir que era época
de primavera, ya que las guerras no se libran en invierno, salvo en caso de
necesidad, ni tampoco en época de calor. Tampoco los fríos crepúsculos de
otoño habrían favorecido los baños a la intemperie de Betsabé.
El ejército de David y su guardia imperial combatían contra los amoni­
tas bajo el liderazgo de su comandante en jefe, Joab, y en esos momentos
le ponían sitio a la ciudad de Rabá, capital del reino de Amón, al este del
río Jordán. David no había salido a combatir, lo que indica que su reinado
había entrado en una etapa en la cual ya no se exigía que el rey se expusiera
Amigas deJesús

a los peligros de la guerra, tanto como que se ocupara de cumplir con sus
funciones regulares de gobernante.
Entre los soldados que luchaban en Raba se encontraba Urías, el hitita,
esposo de Betsabé. Posiblemente Betsabé llevaba días sin ver a su marido, la
guerra se alargaba, y la soledad comenzó a incitar en ella una extraña con­
ducta. Sospecho que la práctica de Betsabé de exponerse en público de forma
espontánea, sabiendo que podía ser observada desde las otras terrazas, particu­
larmente desde el palacio real, pudo haber sido una forma de exhibicionismo,
una acción premeditada que no dejó de ser observada por David.
Es muy probable que David no mandara a buscar a Betsabé desde
la primera vez que la vio, y que ella estuviera en pleno conocimiento de
que el rey la observaba. El pecado atrae, la naturaleza pecaminosa busca
prolongar las cosas que la incitan, y el juego de Betsabé y David pudo haber
durado días, prolongándose incluso después que David se enterara que
Betsabé era esposa de uno de sus soldados.
A cierta hora de la tarde comenzaba la función. Cada uno por su cuenta,
y en silencio, se comunicaban en su complicidad: Ella salía a bañarse, y él a
observarla. El aire fresco de la primavera jugaba entre los pinos, eucaliptos,
olivos y acacias que bordean el palacio real, y el sol era una pepa gigante
de oro que se hundía lentamente en la lejanía tras los escarpados riscos de
piedra y cal que bordeaban el mar. La naturaleza era propicia al encuentro,
a las miradas lúbricas y al pecado que siguió. ¡Y qué terrible historia de
sangre y duelo acompañó al adulterio de David y Betsabé!
Las Escrituras nos dicen que David envió mensajeros que la trajeran,
y la tomó. Luego ella “se purificó de su inmundicia, y regresó a su casa”
(vers. 4). Hay quienes podrán decir que en realidad el texto no dice nada
sobre la actitud o los sentimientos de Betsabé, pues no aclara si fue víctima
o cómplice de David, o las dos cosas a la vez. Esto podría redimirla, pero
la pasividad con que Betsabé actuó en estas circunstancias contrasta am­
pliamente con la iniciativa manifestada más tarde cuando abogó ante el rey
por su hijo Salomón para que a éste se le diera el reinado (1 Rey. 1: 15-31).
El silencio de Betsabé me indica que ella fue partícipe conjuntamente
con David del pecado de adulterio. ¡Qué diferente historia hubiera sido la
de Betsabé, si cuando el rey la mandó a buscar ella le hubiera hablado con
la entereza y la sabiduría de Abigail, quien antes había persuadido a David
a desistir de sus caminos equivocados!
Si Betsabé se hubiese resistido al pedido del rey, si no hubiera consenti­
do al adulterio bajo ninguna circunstancia, como era su deber, las terribles
Betsabé y la mujer insensata

consecuencias que siguieron a su pecado no hubieran quedado escritas


en las páginas sagradas para que la humanidad tomara cuenta de lo que
acarrea una conducta insensata.
Lo que siguió a un acto de adulterio ignominioso, fueron peores actos de
encubrimiento, intriga y asesinato premeditado. Y el nombre de Betsabé que­
dó unido para siempre a la terrible crueldad del pecado cometido por David.
¡Qué caro pagó su insensatez! Aunque Betsabé se salvó de morir ape­
dreada por este delito, como mandaba la ley, se vio afectada por la desgracia
más terrible que puede sufrir una mujer. Su primer hijo murió a los siete
días de nacido. La Biblia dice que la cadena subsiguiente de muerte y
luchas internas (incluyendo una guerra civil) que plagaron la vida posterior
de David, fueron resultados adicionales del pecado de ambos.
Aunque Dios conduce el curso de la historia, no por eso sus hijos que­
damos privados de nuestra responsabilidad o capacidad de decisión. Si así
fuera, las Escrituras no habrían puesto tanto empeño en narrar, con realis­
mo y profunda sensibilidad humana, las acciones de hombres y mujeres y
las consecuencias positivas o nefastas de sus acciones.
El pecado no es una mera cuestión psicológica o social. Es un aconte­
cimiento que abarca nuestra vida entera, afecta nuestra relación con Dios
y altera nuestra jerarquía de valores. Además de causar daños a la persona,
el pecado es ante todo traición contra Dios, lo que nunca puede quedar sin
funestas consecuencias.
La historia de Betsabé es una advertencia a toda mujer que juega con el
pecado y emplea sus poderes femeninos de una manera equivocada o dañi­
na. Dios exige que todos nuestros caminos sean rectos en su presencia.

LA PLEGARIA DE BETSABÉ

¿Será que me escuchas?


¿Será que te escucho?
Cantos hambrientos de avernos contiene mi alma.
Sed de abismos acumulada en tardes muertas.
¿Acaso no escuchas la oscura melodía?
La risa se ha estancado donde tu voz no llega,
y aquí estoy, sin saber qué hago.
Amigas de Jesús

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Sabía Betsabé que era observada por David? ¿Fue prudente Betsabé?
¿Podría Betsabé haberle dicho “no” a un rey?
¿Se puede prevenir el adulterio?
¿Podemos aplicar la historia de Betsabé a nuestros tiempos presentes?
Para meditar:
• Si Betsabé tuvo suficiente valor para declararle al rey su condi­
ción de embarazo, igualmente pudo haberlo prevenido de pecar
contra Dios, como hizo su contraparte Abigail. Pero su impru­
dencia culminó en una historia de adulterio con una triste estela
de engaños, corrupción, intrigas, muertes, revoluciones y una
sangrienta guerra civil que destrozó la familia real y al pueblo.
• Tan malo es pecar como hacer pecar. No dudo que Betsabé oraba
pidiendo a Dios que no la dejase caer en tentación, pero luego
decidió bañarse en la terraza y ser un objeto de tentación. Betsabé
debió haberse negado a ser la piedra de tropiezo que hizo que ella
y todo el pueblo pasasen por terribles vicisitudes.
• La historia de Betsabé y David nos enseña que Dios no tolera el
pecado. David fue llamado un “hombre según el corazón de Dios”
cuando anduvo de acuerdo con su consejo. Cuando pecó, dejó de
serlo hasta que volvió al Señor por medio del arrepentimiento.
• “La tentación y las pruebas nos asaltan a todos, pero no necesi­
tamos ser vencidos por el enemigo. Nuestro Salvador ha vencido
por nosotros. Satanás no es invencible... Cristo fue tentado para
que supiera cómo ayudar a cada alma que después sería tentada.
La tentación no es pecado; el pecado está en ceder a la tentación.
La tentación significa victoria y gran fortaleza para el alma que
confía en Jesús” {Nuestra elevada vocación, p. 89).
C a p í t u l o 19

VASTI
Y LA OBEDIENCIA
INCONDICIONAL
“Vosotros, maridos, igualmente,
vivid con ellas sabiamente,
dando honor a la mujer como a vaso másfrágil
y como a coherederas de la gracia de la vida,
para que vuestras oraciones no tengan estorbo”
(1 Pedro 3:7).

Laciona
Palabra de Dios no nos habla mucho de Vasti. Es más, solo men­
lo que la reina persa hizo, como referencia a la historia de Ester.
Pero aunque Vasti nunca aparece en primera persona, ni habla, ni dice
cuáles fueron sus motivos de disgustos o las razones por las cuales se negó
a obedecer a su esposo, por algo su historia quedó plasmada en el libro
de Dios. Por algo su nombre se ha venido escuchando de generación en
generación.
Venga conmigo al palacio real de Asuero. Mire a su alrededor, vea la
opulencia, la belleza del pabellón del rey, con sus velos y céfiros blancos,
verdes y azules. Vea las cuerdas de lino y púrpura, las anillas de plata que
rodean las columnas de mármol. Contemple los reclinatorios de oro y de
plata, sobre losado de pórfido y de mármol, de alabastro y de jacinto, y
escuche las voces, las risas.
Un gran banquete se celebra. Príncipes, cortesanos, los hombres más
poderosos de Persia y de Media, gobernadores y soberanos de provincias
se han reunido allí, porque el rey Asuero, monarca del imperio persa (uno
Amigas de Jesús

de los imperios más grandes de la historia que se extendía desde la India


hasta Etiopía), quiere mostrarle al mundo entero el esplendor de la gloria
de su reino, y el brillo y la magnificencia de su poder (Ester 1:4, 6).
Después de ciento ochenta días, al cierre de aquella fiesta, el rey ofreció
otro banquete por siete días más, en el patio del huerto del palacio real.
Todo el pueblo de Susa, capital del reino, estaba invitado, desde el mayor
hasta el menor. Mesas repletas de los mejores manjares de la casa real,
corderos asados y cocidos, grano tostado, quesos, racimos de uvas pasas,
panes de higos secos y abundante vino real, que era servido en vasos de
oro de diversos diseños.
¿Se puede imaginar en qué condiciones estaban aquellos invitados
el último día de la fiesta, cuando Asuero mandó a llamar a Vasti para
mostrarle al pueblo y a los príncipes su belleza? (vers. 10, 11).
La embriaguez, la depravación y la perversión sexual se evidenciaba
con todo vigor en el corazón del imperio persa. Las palabras obscenas
se escuchaban por todas partes, hombres de pasos inciertos se daban
golpes desequilibrados, y la homosexualidad y el masoquismo cundían
los salones del palacio real.
La reina Vasti sabía bien que la autoridad del marido, y sobre todo
la del rey, era indiscutida. Quién no obedecía moría. Pero Vasti era
una mujer digna que sabía respetarse a sí misma, y rechazó aparecer
ante aquel grupo de hombres que habrían rebajado su dignidad con su
comportamiento.
Vasti sabía con toda seguridad cuáles serían las consecuencias de su
negación. Pese a ello se negó a presentarse. Demostró que consideraba de
más valor su dignidad como mujer que el mismo favor de un rey que le
exigía la deshonra de exhibirse socialmente.
¡Qué ejemplo! ¡Qué entereza la de la reina Vasti! ¡Con razón la Biblia
habla de ella! Su desobediencia estaba justificada. Toda hija de Dios ha
de ser cautelosa con la intransigencia de su pareja. Hemos de fortalecer y
anudar nuestros espacios personales y no permitir que desdibujen nues­
tros límites.
El apóstol Pablo nos dice que la esposa ha de estar sometida a la auto­
ridad del marido en el hogar. Pero no cabe la menor duda que cualquier
exigencia del marido contraria a las leyes de Dios ha de ser rechazada por
la mujer. Y lo mismo se aplica a lo que afecta a su dignidad como mujer.
La historia de la reina Vasti es un llamado a la conciencia en la lucha
de las mujeres por sus derechos y su emancipación social. No quiero decir
Vasti y la obediencia incondicional

que la mujer ha de perder su femineidad, ni deba rechazar el apoyo o el


liderazgo de un esposo sensato, sino que no debemos permitir que la mas-
culi nidad estructure, atrape y se apropie de nuestro derecho fundamental
como seres humanos: La capacidad de pensar.
Dios creó al hombre y a la mujer para que se ayuden mutuamente en
todo, y para que vivian en amor en el matrimonio y disfruten juntos las
glorias de su creación.

LA RENUNCIA DE VASTI

Cuando la paz significa rendirse,


renunciar a lo que soy y lo que quiero ser,
entonces no es paz.
Es suicidio.
No hay aquí sino niebla, lujuria, llanto,
vena abierta por los vicios del ojo.
No seré tu objeto decorativo,
signo externo de tu poder.
Más que ornamento de carne,
soy ave que besa el infinito,
sola en la constelación del universo.
Sola pero viva.

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


Aunque la Biblia no nos dice mucho de la reina Vasti, ¿hay algo en ella
qué podemos admirar?
¿Cuándo la autoridad se convierte en abuso?
¿Qué nos enseña Vasti a la mujer de hoy respecto a su papel de
esposa?
Para meditar:
• La autoridad es buena; ejercerla es un servicio necesario. Quien
dispone de autoridad debe prestar atención a lo que Jesús enseña:
“El que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor,
y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo;
Amigas de Jesús

como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para
servir y para dar su vida en rescate por todos” (Mat. 20:26-28).
Es por eso que el apóstol Pablo, tras decir a las mujeres: “Casadas,
estad sujetas a vuestros maridos, como conviene en el Señor”,
también les recuerda a los hombres que su autoridad no significa
hacer sufrir a la mujer: “Maridos, amad a vuestras mujeres y no
seáis ásperos con ellas” (Col. 3:18, 19).
Hay una marcada diferencia entre la autoridad como un servicio
y el sometimiento, la subyugación, la prepotencia, la explotación
y el machismo que se deriva de una autoridad equivocada. Con­
seguir que alguien actúe en discordancia con la ley natural o con
su conciencia, es violar su dignidad. Si se intenta tal cosa a la
fuerza, como pretendió el rey Asuero con Vasti, es una violación
aun mayor de la libertad humana básica.
Aunque el pedido de Asuero no fue acompañado por una ame­
naza directa, igualmente era un pedido insensato que denigraba
a su mujer. Lo admirable es que aunque el miedo pucio jugar un
papel importante en la decisión de Vasti, ésta se mantuvo fiel a
sus convicciones como ser humano y como mujer.
C a p ít u l o 20

ESTER
Y LA M UJER DE ORACIÓN
“Por nada estéis angustiados,
sino sean conocidas vuestras peticiones
delante de Dios en toda oración y ruego,
con acción de gracias”
(Filipenses 4:6).

Sería, acaso, como en nuestros tiempos, que en los concursos de belleza


del tiempo de Ester las concursantes debían medir más de 1.68 metros
de altura, pesar mucho menos de lo recomendado por las normas de sa­
lud, y si tenían algún defecto, eliminarlo de inmediato en el quirófano?
Tal vez no. Lo que sí sabemos es que cuando el rey Asuero se acordó
de Vasti, y vio que la sentencia que le había impuesto por negarse a su
pedido de exhibirse ante los invitados y los príncipes reunidos por él lo
había dejado solo y deprimido, sus cortesanos le dieron un consejo que lo
llenó de esperanza y le devolvió el júbilo.
Le dijeron: “Busquen para el rey jóvenes vírgenes de buen parecer.
Nombre el rey personas en todas las provincias de su reino que lleven
a todas las jóvenes vírgenes de buen parecer a Susa, residencia real, a la
casa de las mujeres, al cuidado de Hegai, eunuco del rey, guardián de las
mujeres, y que les den sus atavíos; y la joven que agrade al rey, reine en
lugar de Vasti” (Est. 2:2-4).
Esto sugiere que si entre tanta belleza Asuero se sintió cautivado por
Ester, ésta debe haber sido extraordinariamente bella, capaz de destacarse
Amigas de Jesús

entre candidatas de 127 provincias gobernadas por Asuero, desde la India


hasta Etiopía (Ester 1:1).
¿Imagina el ajetreo en la casa de las mujeres al cuidado de Hegai,
las risitas, los velos, la cantidad de afeites para embellecer los ojos, los
diferentes tipos de tinturas para teñir el cabello, los peines de marfil y
la abundancia de cremas embellecedoras y polvos de todo tipo? Aquellas
hermosas jóvenes tenían seis meses para embellecerse con régimen de
ungüentos de aceite de mirra, y otros seis para que su piel se suavizara
a base de magníficos perfumes aromáticos. Después de un largo año de
preparativos, cada una de las jóvenes debía presentarse por turno ante el
rey (vers. 12).
El refinamiento de los cuidados estéticos era enorme. Fórmulas secre­
tas embellecían a las reinas del imperio persa. Los peinados, los tintes de
cabello y ojos, los baños de leche, las estilizadas siluetas, todo formaba
parte de una cultura de lo artificial. Pero para la bella Ester, la vida tenía
un significado más profundo que el mero vuelo pasajero de una belleza
compuesta.
En Susa, una de las capitales del imperio, situada en el este de lo que
es hoy el actual Irán, se encontraba la ciudadela, con sus palacios y forti­
ficaciones. Allí también vivía Mardoqueo, del linaje de Benjamín, el cual
había sido deportado de Jerusalén con los cautivos que fueron llevados
con Jeconías, rey de Judá, en la deportación que hizo Nabucodonosor,
rey de Babilonia. Y Mardoqueo había criado a Hadasa, es decir, a Ester,
hija de su tío, porque ella era huérfana.
Dicen las Escrituras que la joven Ester era de hermosa figura y de buen
parecer, y cuando se divulgó el mandamiento y el decreto del rey, y habían
reunido a muchas jóvenes en Susa, a cargo de Hegai, Ester también lúe
llevada a la casa del rey (Est. 2:5-8). Ester debe haber causado un impacto
poderoso, pues parece que inmediatamente halló gracia en el eunuco de
Asuero, quien la colmó de regalos, además de poner a su disposición siete
doncellas escogidas de la casa del rey para que la sirvieran, y la llevaran a
lo mejor de la casa de las mujeres. Pero, ¿lúe realmente la belleza de Ester
lo que la hacía tan cautivante?
No lo creo. La belleza se refiere a los estímulos sensoriales positivos
que despierta una persona u objeto. También responde al conjunto de ca­
racterísticas externas que una sociedad considera generalmente deseables.
Pero la belleza física sin belleza interna es una belleza incompleta, una
belleza vacía, que no genera una atracción total.
Ester y la mujer de oración

Ester se ganaba el favor de todos los que la veían (vers. 15). ¿Por qué?
Porque no solamente era físicamente bella, sino también era bella de espí­
ritu. Su valor es indudable, y se hizo patente al arriesgar su vida cuando
apareció ante Asuero sin ser llamada. Sus palabras: “Si perezco, que pe­
rezca” (Est. 4:16), es un hermoso canto de fe y valor que resuena todavía
como una demostración de un carácter noble, digno de ser imitado.
Cuando una joven se presentaba ante el rey, se le daba todo cuanto
pedía, para que fuera ataviada con ello desde la casa de las mujeres hasta
la casa del rey. Iba por la tarde, pasaba la noche con el rey, y a la mañana
siguiente pasaba a la segunda casa de las mujeres, a cargo de Saasgaz,
eunuco del rey, guardián de las concubinas. Pero no se volvía a presentar
más ante el rey, a menos que éste lo deseara y la llamara expresamente.
No sucedió así con Ester. Cuando le llegó su turno para presentarse ante
Asuero, no pidió nada, sino lo que le aconsejó Hegai. Y el rey vio en ella
tanta belleza unida a una entereza de carácter tan magistral, que hizo que
la amara más que a todas las otras mujeres.
Las Escrituras nos dejan saber que el rey Asuero halló en ella más
elegancia, más donaire y bondad que todas las demás vírgenes que se
presentaron ante él. Por eso no dudó en colocarle la corona real sobre su
cabeza, y hacerla reina en lugar de Vasti (2:17).
Sin duda alguna, Ester fue una mujer admirable. Pero lo más sorpren­
dente es que su extraordinaria belleza no la llenó de orgullo o arrogancia,
sino que utilizó sus dones físicos para propósitos mayores.
Antes de entrar al palacio real, Ester había aprendido lo que significa
el poder de la oración, y cuando el malvado Amán tramó la destrucción
de los judíos, en medio de las vicisitudes que afectaban su pueblo, Ester
decidió aprender qué sucede cuando una hija de Dios con necesidades
verdaderas se presenta ante un rey terrenal y formula sus peticiones.
El número de judíos que siguieron viviendo en diversas regiones del
reino persa era considerable. Amán reunió a los escribanos del rey el día
trece del primer mes del año, víspera de la celebración de la Pascua (Éxo.
12: 2-6, Núm. 9:1-3; 33:3; Jos. 4:19; Eze. 45:18, 21), y envió edictos a
todas las provincias del rey, con la orden de destruir, matar y aniquilar
a todos los judíos, jóvenes y ancianos, niños y mujeres, y apoderarse de
sus bienes, todo en un mismo día. “En toda provincia y lugar donde el
mandamiento del rey y su decreto llegaba, hubo entre los judíos gran
luto, ayuno, lloro y lamentación. Saco y ceniza llegó a ser la cama de
muchos” (Est. 4:3).
Amigas de Jesús

Mardoqueo mandó contarle a Ester lo que sucedía. Le envió la copia


del decreto que había sido publicado en Susa para que fueran extermi­
nados los judíos, y le rogó que fuera ante el rey a suplicarle y a interceder
delante de él por su pueblo. Ester sabía lo que eso significaba. Todos los
siervos del rey y el pueblo de las provincias del rey sabían que había una
ley que condenaba a muerte a cualquier hombre o mujer que entrara a ver
el rey sin haber sido llamado, y ella no había sido llamada para ver al rey
hacía ya un mes.
¿Qué esperanza tenía ahora de ser llamada? ¿Qué sucedería si ella
entraba en la presencia del rey sin ser llamada, y él no extendía el cetro
de oro y perdonaba su vida? Y con qué palabras llenas de fe le respondió
Mardoqueo: “Si callas absolutamente en este tiempo, respiro y liberación
vendrá de alguna otra parte para los judíos; mas tú y la casa de tu padre
pereceréis. ¿Y quién sabe si para esta hora has llegado al reino?” (vers. 14).
Entonces, el altar de la fe de Ester se encendió, y se prendieron en su
mente los carbones de la confianza en el Dios de Israel. Casi puedo verla
alzando la vista al cielo, casi puedo escuchar su voz henchida del valor
que provenía de la fe: “¡Ve y reúne a todos los judíos que se hallan en Susa,
ayunad por mí y no comáis ni bebáis durante tres días y tres noches.
También yo y mis doncellas ayunaremos, y entonces entraré a ver al rey,
aunque no sea conforme a la ley; y si perezco, que perezca! ’ (vers. 16).
Me conmueven el valor y la fe de Ester. Me conmueve el poder de
la oración, y lo que Dios es capaz de hacer cuando su pueblo se reúne a
orar en un espíritu de unanimidad y ruego con acción de gracias. Y Dios
maniobró y respondió, y niños, mujeres y hombres se salvaron de perecer
bajo el cruel edicto de un hombre que desconocía el poder ilimitado del
Dios en quien creía Ester.
Ester utilizó su ingenio y su belleza para rescatar a su pueblo. “Si place
al rey, si he hallado gracia en su presencia, si le parece acertado al rey y soy
agradable a sus ojos, que se dé orden escrita para revocar las cartas que
autorizan la trama de Amán hijo de Hamcdata, el agagueo, dictadas para
exterminar a los judíos que están en todas las provincias del rey. Porque
¿cómo podré yo ver el mal cuando caiga sobre mi pueblo? ¿Cómo podré
yo ver la destrucción de mi nación?” (ver Est. 8:5, 6). Y me pregunto:
¿Estamos siguiendo el ejemplo de Ester?
Las mujeres somos especiales. Somos la culminación de la creación, la
obra más exclusiva del Creador, el gran finale esperado por Adán. Pero,
¿qué haces con tu belleza, cómo empleas tus cualidades femeninas, cómo
Ester y la mujer de oración

utilizas los dones que Dios te ha dado? ¿Honras a tu Creador con ellos, o
los has dedicado a satisfacer tu egoísmo?
La historia de Ester nos anima a buscar cualidades estéticas, pero
también nos anima a embellecer nuestro espíritu, a desarrollar un carác­
ter íntegro, que ligado a la fe y la oración logren hacernos una mujer tan
bella como Ester.

LA OFRENDA DE ESTER

En tu tabernáculo escondo mi fragilidad


mientras a los lejos se escucha la jauría.
Tu pueblo está en peligro,
pero el fuego encendido sobre el altar no se apagará.
Ni tampoco menguará mi amor por ti.
Me ofrezco toda, Jehová de los ejércitos,
lo que soy es tuyo, y si lo que soy deja de ser
me basta con haber sido tu sierva.

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Por cuantos días oró Ester? ¿Oró ella sola?
¿Tiene algún poder la oración de fe? ¿Qué nos enseña la Biblia al
respecto?
Para meditar:
• Jesús, nuestro modelo, orabasin cesar. Ayunóyoródurantecuarenta
días y cuarenta noches y soportó los más fieros embates. Cuánto
más nosotros, seres finitos y destituidos de la gloria de Dios,
necesitamos encontrarnos con él.
• “Satanás induce a muchos a creer que la oración a Dios es inútil,
que no es sino una forma. Bien sabe él cuan necesarias son la
meditación y la oración para mantener despiertos a los seguidores
de Cristo para que resistan su astucia y sus engaños. Los ardides
de Satanás apartarán la mente de estas prácticas importantes para
que el alma no se apoye en el Poderoso para recibir ayuda y ob­
tener fuerza para resistir sus ataques. Se me mostró que el pueblo
Amigas de Jesús

de Dios de la antigüedad hacía fervientes y efectivas oraciones...


Daniel oraba a su Dios tres veces al día, y Satanás se enfurece
cuando escucha el clamor de una oración ferviente, porque sabe
que perderá la batalla” (Elena G. de White, Testimonies, t. 1, p.
295).
C a p í t u l o 21

LA M UJER DE JOB
Y LAS P R U E B A S
“Entonces le dijo su mujer:
¿Aún te mantienes en tu integridad?
¡Maldice a Dios y muérete!”
(Job 2:9).

Lanomujer de Job juega un papel importante en las Escrituras, aunque


lo parezca. Es una mujer a la cual se juzga apresuradamente y
se malinterpreta en todos los sentidos. Es cierto que en el momento en
que Job necesitaba palabras de aliento y simpatía en su hora de prueba
y dolor, su esposa pareció atacarlo con rudas palabras que muestran su
descontento, su fastidio con la enfermedad de Job y las lamentaciones de
éste. Sin duda también muestran un terrible resentimiento contra Dios.
Sus amargas palabras parecen resonar en medio de la resequedad
del polvo y las cenizas donde Job se sentaba a rascarse la carne con un
trozo de tiesto: “¿Aún te mantienes en tu integridad? ¡Maldice a Dios y
muérete!” (Job 2:9).
Hay quienes sugieren que lo que la mujer de Job le sugería era exac­
tamente lo que Satanás había predicho que sucedería (Job 1:11). Pero en
realidad, el texto hebreo utiliza el verbo “bendecir” {berak) y no el otro
verbo que expresa lo contrario (qillel ou arar), que equivale a “maldecir”.
En la Biblia, la palabra “maldecir” a menudo aparece en contraposición
con “bendecir”. La forma causativa del verbo expresa la idea de “aligerar”,
Amigas ele Jesús

“quitar una carga”: “Quizás aligere su mano sobre vosotros” (1 Sam. 6.5);
“Así se aliviará tu carga” (Exo. 18.22).
En su desaliento, la mujer de Job lo que en realidad le estaba diciendo
a su esposo era: Deja de persistir en vivir una vida piadosa, ¿acaso no
ves que la enfermedad y la muerte proceden de Dios? \Bendicelo, pero
olvídate de él para que así te envíe una muerte pronta!
Es por eso que Job la llama insensata. Su mujer no veía que Satanás
era el autor del pecado y de todos sus resultados, que había inducido a
los hombres a considerar la enfermedad y la muerte como procedentes de
Dios, como castigos por el pecado. No es que la mujer de Job fuera una
mujer necia, pero en ese momento, en su terrible desaliento habló como
si lo fuera. Job la llama insensata, es decir, con razonamientos propios de
una persona impía (ver 1 Sam. 25:25; Sal. 14:1; Prov. 1:7).
Job sabía el poder que tienen las palabras. Hablar palabras de duda era
darle lugar a Satanás y reforzar la desconfianza en Dios. Job quería ha­
cerle saber a su mujer que cuando Satanás aflige nuestras almas, nuestros
labios debieran estar sellados a palabras de duda o tinieblas. Si elegimos
abrir la puerta a las sugestiones del enemigo de Dios, nuestra mente se
llenará de desconfianza y rebelión, y cada palabra expresada dejará un
hondo abismo en la fe de quienes nos escuchen, que tal vez sea imposible
contrarrestar.
Es muy posible que el sufrimiento de Job provocara en su mujer un
dolor indecible. También le resultaba penosa la pérdida de todos sus
bienes materiales, pero ese dolor no podía compararse con el terrible
dolor que la pérdida de sus hijos le causaba. Fueron siete hijos los que la
mujer de Job tuvo que enterrar en un mismo día. ¿Se imagina el dolor,
el terrible sentimiento de vacío? Desde el punto de vista emocional y
psicológico, esa fue la tragedia que más tuvo que haberla afectado, y sin
embargo soportó su dolor con resignación, en silencio. Amaba a Job, era
todo lo que le quedaba en el mundo, y el dolor que le causaba verlo en
aquellas condiciones indudablemente debe haberle resultado muy difícil
de soportar.
Comprendiendo el dolor de su mujer, Job le pregunta: “¿Qué? ¿Recibi­
remos de Dios el bien, y el mal no lo recibiremos?” (Job 2:10). Job quería
transmitirle desesperadamente a su esposa la idea de que si Dios les había
otorgado todos sus bienes para que los administraran, incluyendo a sus
hijos, y lo habían hecho con alegría y fidelidad, ahora, por amor a él les
tocaba soportar el sufrimiento. Por lo tanto, ella debía aferrarse a la fe.
La mujer de Job y las pruebas

En donde otros ven solo queja y resentimiento contra Dios, yo veo a


una mujer que habló con poca fe, movida por la terrible tragedia que la
afectaba. También veo a un hombre que dentro de su dolor supo consolar
a su esposa y animarla a buscar a Dios. Pero sobre todas las cosas, y por
encima de ellos, puedo ver al Salvador del mundo contemplándolos a los
dos con ojos llenos de amor y compasión.

EL CANTO DE LA MUJER DE JOB

Muerdo el polvo, me visto de espanto.


Suspiro para no ver piel muerta, sin savia.
Mis sueños de eternidad
se disipan ante el músculo carcomido.
La luz se apaga lentamente
y caen los pétalos de mi esperanza.
¿Dónde estás, Señor?... Si es que estás.
Quiero creer, pero es crudo el dolor,
el lenguaje secreto de los sepulcros
que claman desde las sombras.
¿Estas ahí, o estoy soñando?

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Por qué habló así la mujer de Job?
¿Veía Dios su sufrimiento, o solo estaba al tanto del sufrimiento de su
siervo?
Para meditar:
Job fue fieramente afligido por el enemigo de Dios. Sus amigos
procuraron recargar su alma con el pensamiento de que su su­
frimiento era el resultado de su pecado. Hicieron todo lo que
estaba a su alcance para condenarlo y expusieron su aflicción
como ejemplo de lo que ocurre a todo gran pecador. El Señor los
reprendió por la forma inicua en que juzgaron a su fiel siervo y
malinterpretaron la naturaleza divina, pero la Biblia no dice que
l )ios reprendiera a la mujer de Job por sus palabras.
C a p ít u l o 22

M A RÍA :
LA M UJER QUE (R E Y Ó
“Bienaventurada la que creyó,
porque se cumplirá lo que lefue dicho de parte del Señor”
(S. Lucas 1:45).

C
ada una de las mujeres que transitaron por la pasarela de las Sagradas
Escrituras de una manera u otra nos revelaron con su vida que fueron
tan humanas como usted y yo. En sus luchas, en su desconfianza y actos
de fe, en sus desafíos, errores y caídas, en sus momentos de valentía o de
arrebato, todas ellas se identifican con la mujer contemporánea. Sus vidas
dejan establecido que no nacieron predestinadas a la salvación, ni favore­
cidas en virtud de algún logro personal, dones, facultades o la herencia.
Pero en María, por ser elegida por Dios para jugar un papel directo y único
como la madre del Salvador del mundo, todo cambia.
Algunos presentan a María como un ser inmaculado, más allá de la
mujer común. Hay toda una teología que preserva a María del pecado
original. ¿Qué, pues, podría conectar a María con la mujer actual? ¿Qué
lección tiene que ofrecerle a la hija de Dios que lucha en este mundo por
vivir en armonía con Dios?
En realidad la Biblia enseña que María fue una mujer suficientemente
modesta y sin pretensiones como para que podamos identificarnos con
ella, y que a la vez fue capaz de entregarse totalmente en las manos de Dios
en el gran experimento de la encarnación. Su fe, entre sus muchas virtudes,
María: La mujer que creyó

es quizá la más sobresaliente. Pero para comprender esto, sin embargo,


tenemos que ir un poco más allá de María.
Venga conmigo en el vuelo de la imaginación al templo de Jerusalén,
y vea allí al sacerdote Zacarías moviendo su incensario sobre el altar que
está delante del lugar santísimo. Véalo ataviado con sus vestimentas sacer­
dotales: El pectoral con el Urimy el Tumim, el efod de oro, azul, púrpura,
carmesí y lino torcido, todo de “obra primorosa.” Vea el manto azul con
sus orlas alternadas en campanillas de oro y granadas, su túnica bordada,
la mitra y el cinturón, y sienta la presencia del Dios todopoderoso de Israel,
mientras el humo del incienso sube, se expande y llena el templo.
Por ser Zacarías un sacerdote de la clase de Abías, le toca ejercer en uno
de los 24 turnos sacerdotales durante una semana, dos veces cada año (Luc.
1:8, 1 Crón. 24:10), pero hay tantos sacerdotes entre el pueblo de Israel,
que por lo general cada uno tiene oportunidad de ofrecer el incienso solo
una o dos veces en su vida. Y esta es la oportunidad de Zacarías. Este es su
momento especial; está nervioso. La ocasión es importante; y la ceremonia
de servir en el templo, sumamente sagrada.
Mientras Zacarías ofrece el incienso, afuera la multitud espera por él
mientras ora. Ya casi está por terminar la ceremonia, pero de pronto, de
pie, a la derecha del altar del incienso, ve un ser majestuoso. Instintivamen­
te Zacarías sabe que está ante un ser divino. Turbado con la presencia del
ángel, lo asalta un gran temor. Pero el ángel del Señor lo calma y corrobora
su divinidad, anunciándole que su esposa, Elisabet, estéril y entrada en
años, concebirá un hijo. Le dice:
“Tú mujer Elisabet dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Juan.
Tendrás gozo y alegría, y muchos se regocijarán por su nacimiento, porque
será grande delante de Dios. No beberá vino ni sidra, y será lleno del
Espíritu Santo aun desde el vientre de su madre. Hará que muchos de los
hijos de Israel se conviertan al Señor, su Dios, e irá delante de él con el
espíritu y el poder de Elias, para hacer volver los corazones de los padres a
los hijos y de los rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor
un pueblo bien dispuesto” (Luc. 1:13-17).
Era un poderoso mensaje destinado no solo a él, sino a todo el pueblo
judío, un mensaje que trascendía la infertilidad de Elizabet y el nacimiento
de su hijo, y tenía el propósito de recordarle al sacerdote Zacarías las decla­
raciones proféticas de Isaías, el cual había dicho:
“Saldrá una vara del tronco de Isaí; y un vástago retoñará de sus raíces.
Y reposará sobre él el espíritu de Jehová: espíritu de sabiduría y de inteli-
Amigas de Jesús

gencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor


de Jehová... y será la justicia cinto de sus caderas, y la fidelidad ceñirá su
cintura” (Isa. 11:1-5).
“El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz; los que moraban en
tierra de sombra de muerte, luz resplandeció sobre ellos... porque un niño
nos ha nacido, hijo nos ha sido dado, y el principado sobre su hombro. Se
llamará su nombre 'Admirable, Consejero’, ‘Dios fuerte’, 'Padre eterno’,
‘Príncipe de paz’ ” (Isa. 9:2-6).
Pero Zacarías recibió el mensaje divino de salvación con incredulidad.
Fue azotado con la mudez por su poca fe, para que en su silencio pudiera
descubrir por sí mismo el plan divino en la redención del mundo.
Lucas cuenta acerca de la incredulidad de Zacarías como para ir descu­
briendo en etapas el tesoro de la fe de María, evidente en la anunciación del
ángel y la confianza con que ella recibió el mensaje divino del nacimiento
de Cristo. Zacarías nos permite apreciar por contraste la fe y confianza de
María en el Dios de Israel, y su disposición a aceptar los designios que el
Altísimo tenía para ella.
Asombrada con el anuncio del ángel, María no duda del propósito de
Dios, pero pregunta: “¿Cómo será esto?, pues no conozco varón”. Después
que el ángel le explica que iba a concebir por el poder del Espíritu Santo
para dar a este mundo un Salvador, entonces de su corazón creyente y
agradecido salen las palabras que corroboran la obediencia y sumisión que
sucedieron a su fe: “Aquí está la sierva del Señor; hágase conmigo conforme
a tu palabra” (Luc. 1:38).
¡Qué respuesta! ¡Qué fe la de María! María creyó, y su fe es alabada
más tarde por su prima Elisabet, quien tras experimentar la tragedia que
la falta de fe de su esposo Zacarías provocó, pudo exclamar al verla: “Bien­
aventurada la que creyó, porque se cumplirá lo que le fue dicho de parte
del Señor” (Luc. 1:45).
La sumisión a la voluntad de Dios por parte de María es admirable.
Aunque no había mayor privilegio que ser escogida para criar y nutrir al
Salvador del mundo, María no desconocía los desafíos que tendría que
enfrentar toda su vida. Estaba consciente que el pecado de adulterio bajo la
ley judía era castigado con la muerte por apedreamiento (Lev. 20:10), y que
con toda seguridad, ella sería juzgada como tal. Pero su corazón tomaba
aliento al pensar que el niño anunciado no tenía otro padre que Dios.
Con corazón humilde, más rendida a Dios que nunca, María magnificó
el nombre del Señor con un canto lleno de fe y alabanza a Dios por lo que
María: La mujer que creyó

había hecho con ella. Dijo: “Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se


regocija en Dios mi Salvador, porque ha mirado la bajeza de su sierva, pues
desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones, porque me ha
hecho grandes cosas el Poderoso. ¡Santo es su nombre, y su misericordia es
de generación en generación a los que le temen! (Luc. 1:46-50).
Este precioso canto de alabanza provenía de lo profundo de su corazón,
y en su riqueza y alcance proyecta una verdad espiritual de gran envergadu­
ra. Por este canto podemos percibir que María conocía que su propio hijo
sería también su Salvador. La única esperanza de redención para nuestra
especie caída está en Cristo; María podría hallar la salvación únicamente
por medio del Cordero de Dios. En sí misma no poseía méritos. Su rela­
ción con Jesús no la colocaba en una relación espiritual con él diferente de
la de cualquier otro ser humano. Así lo indicaron las palabras del Salvador.
Jesús aclara la distinción que hay entre su relación con ella como Hijo del
hombre y como hijo de Dios. El vínculo carnal que había entre ellos no la
ponía de ninguna manera en igualdad con él.
¿Que lección tiene María para las hijas de Dios de nuestros días? Una
lección de fe y confianza absoluta en nuestro Redentor. La relación de Ma­
ría con Jesús en su papel de madre no la hace más digna o más meritoria del
cielo que ninguna de nosotras. Si hubo en ella virtud fue por su relación
con su Salvador, y a cada una de las hijas de Dios se nos ofrece la misma
oportunidad. Nuestro Padre Celestial nos ha capacitado para que esto sea
posible. El quiere que seamos una con él. La raza caída ha de estar sujeta
al Redentor del mundo.
El nos invita a obedecer, creer, recibir y vivir.

LA ALABANZA DE MARÍA

Para derrocar en la carne el dolor de todos


tómame tal cual soy.
He aquí tu sierva.
Mi vientre de carne sea aposento del Altísimo,
estrella luminosa que tiembla en las entrañas,
con el pacto, la promesa
y el fin de las heridas y opresiones.
El fruto de mi cuerpo cambiará el llanto en poema,
el poema en himno, el himno en aplauso,
Amigas de Jesús

el aplauso en asombro de todos los hombres.


Y cuando ya no te sea por cuna, ni sombra, ni pan
serás tú el que calme la sed de la "fierra.
Ven, tómame tal cual soy,
esta morada de sangre será tuya,
hasta que sea tu muerte
la que nos devuelva la vida.

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Se le hizo fácil a María su experiencia del embarazo en la sociedad en
que vivía?
¿Cómo podemos obtener la fe de María para creer y obedecer la Palabra
de Dios?
¿Qué piensa usted sobre la problemática de la madre soltera en nuestra
sociedad? ¿Cree en el aborto como alternativa al embarazo no planeado?
Para meditar:
• Ser madre soltera no fue cosa fácil para las mujeres en los tiempos
de Jesús, ni lo es tampoco hoy para las de nuestra sociedad. Ser
madre soltera conlleva responsabilidades con conexiones muy
estrechas con el futuro de una criatura que no pidió venir al
mundo. El aborto es, ante todo, el asesinato de un inocente, pero
además supone graves riesgos para la mujer que lo practica.
• Las secuelas físicas del aborto son tan serias que pueden conducir a
la muerte. Las primeras causas de muerte en relación con el abor­
to son la hemorragia, la infección, la embolia, la anestesia, y los
embarazos ectópicos sin diagnosticar. El aborto legal constituye la
quinta causa de muerte de gestantes en los Estados Unidos, aunque
de hecho se sabe que la mayoría de la muertes relacionadas con el
aborto no son registradas oficialmente como tales. Otros tipos de
complicaciones relacionados con el aborto, son:
* Cáncer de mama.
* Cáncer de ovarios, hígado y cervical (cuello uterino).
* Perforación del útero.
* Desgarros cervicales (cuello del útero).
* Placenta previa.
María: La mujer que creyó

* Recién nacidos discapacitados en posteriores embarazos.


* Embarazo ectópico.
* Afección inflamatoria pélvica.
* Endometritis.
* Complicaciones inmediatas.
* Riesgos añadidos para las mujeres con múltiples abortos.
* Riesgos añadidos para las adolescentes.
* Peor estado de salud general.
* Riesgo añadido por factores que hacen peligrar la salud.
A estos riesgos físicos, habría que agregarle, además, las conse­
cuencias psíquicas que conlleva el aborto:
* Disfunción sexual.
* Trastornos por estrés post-traumático (en inglés PTSD o PAS).
+ Planteamientos suicidas e intentos de suicidio.
* Refuerzo del hábito de fumar con los correspondientes efectos
negativos para la salud.
* Abuso del alcohol.
* Abuso de las drogas.
* Trastornos alimenticios.
* Descuido de los niños o conducta abusiva hacia ellos.
* Divorcio y problemas crónicos de relación.
* Abortos de repetición.
Cada hija de Dios debe pensar que la vida es un valioso don otor­
gado por el Creador, y que Dios es el dador y sustentador de toda vida.
Nuestro Salvador exige la protección de la vida humana, y considera
culpables a aquellos que la destruyen (Gén. 9:5, 6; Éxo. 20:13; 23:7;
Deut. 24:16; Prov. 6:16, 17; Jer. 7:3-34; Miq. 6:7; Apoc. 21:8).
Es cierto que Dios da al ser humano libre albedrío, aunque
ello lo permita pecar y coseche consecuencias trágicas. Su de­
terminación a no imponer su voluntad sobre el ser humano para
lograr su obediencia, lo llevó al sacrificio de su propio Hijo, pero
él desea que usemos sus dones de acuerdo con su voluntad. Por
eso nos pide que tomemos decisiones morales correctas.
Referencias bibliográficas
'K aunitz, “Causes of Maternal Mortality in the United States”,
65:5, mayo 1985.
Obstetrics and Gynecology,
Amigas ele Jesús
2Frank, et al., “Induced Abortion Operations and Their Early
Sequelae”, Journal ofthe Royal College of General Practitioners, abril 1985.
3Kent, et al., “Bereavement in Post-Abortive Women: A Clinical
Report”, WorldJournal of Psychosynthesis {otoño-invierno 1981), 13:3-4.
C a p í t u l o 23

ANA LA P R O F E T I S A
Y LA A N C IA NID AD
“Esta, presentándose en la misma hora,
daba gracias a Dios y hablaba del niño
a todos los que esperaban la redención en Jerusalén ”
(Lucas 2:38).
ué inspiradora es la historia de Ana la profetisa! Aunque las Escritu­
O ras no nos revelan mucho sobre la vida de esta mujer, su influencia

llegalh nosotras como un fragante ramillete de flores que ha sabido
llegaTíasta
capturar su esencia a través de los siglos.
Por lo que nos dice la Biblia, sabemos que Ana era ya muy anciana
cuando el niño Jesús fue traído al templo de jerusalén para ser presen­
tado. Estuvo casada por un período de siete años, y había permanecido
viuda por más de ocho décadas. Pero su avanzada edad no representaba
impedimento para que Ana sirviera fielmente en el templo con ayunos y
oraciones.
Ana era una mujer piadosa que vivía con la vista fija en el cumplimien­
to de la promesa del Mesías como el que había de aliviar a los oprimidos,
libertar a los cautivos, sanar a los afligidos, devolver la vista a los ciegos
y revelar al mundo la luz de la verdad. Ella conocía bien las Escrituras,
obedecía la ley de Dios, y el Santo Espíritu, lleno de gracia y poder,
obraba en su mente y corazón.
No fue por casualidad que Ana se presentara en el templo justo a
la misma hora que el ferviente Simeón. Ambos ancianos amaban pro-
Amigas de Jesús

fundamente a Dios y esperaban la consolación de Israel, al Mesías


profetizado, al Príncipe de paz que el pueblo judío había rechazado por
tanto tiempo. Ambos fueron impulsados por el Espíritu Santo a venir al
templo a esa hora. Dios, quien todo lo ve, quiso condecorar la fidelidad
de estos ancianos, y dejó grabada su experiencia como ejemplo para la
posteridad.
Era una ocasión única, asombrosa: El Hijo de Dios iba a ser presenta­
do delante de los hombres como ser humano. Se revelaba ante el mundo
como el Salvador de la raza caída en la forma de un recién nacido. Y estos
fervientes ancianos que vivían con la vista fija en la esperanza arrobadora
del nacimiento del Hijo de Dios, fueron vivos testigos del cumplimiento
de la promesa en el niño Jesús, como cumplimiento vivo de las profecías
concernientes al Mesías.
“Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra,
porque han visto mis ojos tu salvación” (Luc. 2:29), —exclamó Simeón
llenó del Espíritu Santo. Sin duda alguna, sus palabras representan el
mismo sentir de Ana.
La historia de Ana no puede separarse de la de Simeón. Ella también
esperaba ver con sus ojos al Salvador del mundo para sentirse completa. Ya
podían morir. Sus ojos habían visto a Aquel que sería luz para los gentiles
y gloria de su pueblo Israel. Su poderosa oración conmovió el corazón de
Ana con un poder que la instó a servir a su Dios más que nunca. El flujo
del Espíritu Santo quebrantó las barreras de la ancianidad, y mientras
Ana contemplaba en el niño el rostro del Dios de universo, íue inspirada
a alabar a su Señor. “Daba gracias a Dios — recuenta el Evangelio— y
hablaba del niño a todos los que esperaban la redención en Jerusalén”
(Luc. 2:38).
Imagino a Ana un poco encorvada por los años, postrada en fervorosa
oración. Imagino sus trémulos labios anunciando la maravillosa verdad
que sus ojos habían visto; imagino sus manos arrugadas que se alzan al
cielo en una alabanza de gratitud que ya no cabe en su corazón. La imagi­
no confirmando lo que habían anunciado los profetas que la precedieron,
instando con fe al pueblo que durante siglos había rechazado al Dios del
pacto, a buscar su rostro en la persona del niño Dios nacido en Belén.
La anciana Ana despertaba sueños de esperanza en quienes por
lo general no soñaban, afirmaba los corazones de aquellos en cuyo
espíritu prevalecía el desánimo, y animaba a los de corazón abrumado
por el luto a buscar al Dios de la vida. Ana nos hace pensar en la
Ana la profetisa y la ancianidad

esperanza mesiánica, en la consolación de Israel y de toda la raza hu­


mana a través del nacimiento de Jesucristo, en quien nuestros pecados
son perdonados. Ana parece decirnos: “¡Cantad, cielos, alabanzas, y
alégrate, tierra! ¡Montes, prorrumpid en alabanzas, porque Jehová
ha consolado a su pueblo y de sus pobres tendrá misericordia!” (Isa.
49:13).
¡Qué hermosa anciana era Ana! ¡Y qué gran ejemplo nos deja! Ana le
habla a la edad tercera e insta a las ancianas de nuestros tiempos a conti­
nuar creyendo y predicando la Palabra de Dios, sin importar la edad.
Inestimables son a los ojos de Dios los ancianos que se arrodillan
ante el trono de la gracia para pedir por su pueblo e interceder por los
sufrientes. Inestimable es la mujer entrada en años que ora por el joven
descarriado y da un consejo apropiado a la joven que busca comenzar un
nuevo sendero. Preciosa es la hija de Dios que al final de su vida todavía
es una lumbrera para quienes la conocen. Aprendamos de Ana, y oremos
y creamos como ella.
Ana también habla a las viudas. Su ejemplo exhorta a todas las
viudas de nuestra iglesia a imitarla en piedad y en su vida de oración.
El joven Timoteo, tal vez inspirado en la historia de la fiel Ana, insta
a la viuda de su tiempo: “Pero la que en verdad es viuda y ha quedado
sola, espera en Dios y es diligente en súplicas y oraciones noche y día.
Pero la que se entrega a los placeres, viviendo está muerta” (1 Tim.
3:5, 6).
Ana no descendía de la tribu de Judá. Era hija de Fanuel, de la tribu
de Aser, una de las tribus dispersas de Israel, pero la anciana anunció las
buenas nuevas del Mesías en Jerusalén hasta el día de su muerte. Ana no
representaba a las nuevas generaciones, al contrario, pertenecía al Israel
que moría. Pero Ana anunció y alabó al Mesías no como representante
del pasado, sino como triunfante Rey del futuro. Tómala como ejemplo,
y haz lo mismo.
No importa cual sea tu trasfondo, no importa que ya tu cuerpo co­
mience a doblegarse bajo el peso de los años, anuncia al Cristo que está
por venir, dondequiera que estés.
El testimonio de Ana en el templo fue la última voz de la profecía
mesiánica. La profecía había cumplido su cometido. Jesús, el Cordero de
Dios, ya estaba en la tierra.
Hoy Ana te dice a ti, compañera de viaje: “Súbete sobre un monte
alto, anunciadora de Sión; levanta con fuerza tu voz, anunciadora de
Jerusalén. ¡Levántala sin temor! Di a las ciudades de Judá: ¡Ved aquí al
Dios vuestro!’’ (Isa. 40:9).
LA CONFESIÓN DE ANA

En los laberintos trazados en el suelo de mi vida,


camino buscándote, siempre el ser muriendo.
Y ahora, en la estación sin retorno de mi vejez,
veo que el cielo se nos derrama envuelto en pañales.
Lenta me arrimo,
la mano fatigada de años palpa la divina faz,
y ya no soy tierra, ni ósculo ni cúmulo de huesos.
En los que fueron y son, y en los que vendrán
te haces Palabra encendida,
fin del llanto que carcome el corazón afligido del hombre,
para alcanzar un día la luz,
para apagar con tu sangre el dolor de la tierra.
Ha concluido la espera,
mis ojos cansados de días han visto al Eloah,
dispongo mis huesos, y me despido en paz.

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Por qué la anciana Ana, tal como Simeón, expresó que ya podía
morir en paz, tras haber visto a Jesús?
¿Existe todavía hoy el don de profecía en la iglesia?
¿Dice la Biblia algo acerca de hasta cuándo habría profetas?
Para meditar:
• “Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a
otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfec­
cionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación
del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de
la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a
la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efe. 4:11-13).
¿Qué dice esto acerca de nuestro deber de apoyarnos unos a
Ana la profetisa y la ancianidad

Es evidente que la iglesia no ha llegado a la estatura de la plenitud


de Cristo, y que lo perfecto no ha venido. Por lo tanto, el don
de la profecía todavía es necesario en la iglesia de nuestros días.
Medite en los siguientes pasajes: “[Porque] en parte conocemos,
y en parte profetizamos; pero cuando venga lo perfecto, entonces
lo que es en parte se acabará” (1 Cor. 13:9, 10). “No apaguéis
al Espíritu. No menospreciéis las profecías. Examinadlo todo;
retened lo bueno” (1 Tes. 3:19-21).
El hecho de que el don de la profecía ha de ser revelado aún en
nuestros días, nos plantea un desafío: ¿cómo hemos de saber si
alguien es un profeta de Dios? Contestar esta pregunta es parti­
cularmente pertinente en nuestros días cuando muchos hablan
en nombre de Dios, pretendiendo tener revelaciones inspiradas
por el Espíritu Santo. Simplemente ignorarlas no es la solución.
Entonces, ¿cómo podemos identificar a un profeta verdadero de
uno falso?
Es de suma importancia poner a prueba al que pretende ser pro­
feta y su mensaje, usando la Biblia como parámetro (ver Isa.
8 :20).
Dios no se puede contradecir. Dios no se retracta de su palabra.
Por lo tanto, todo lo que diga un profeta que pretenda hablar en
su nombre, tiene que estar de acuerdo con lo ya revelado.
La Biblia nos presenta otras pruebas inequívocas de un profeta
verdadero. Veamos a continuación algunas de ellas:
1. Exalta a Cristo. “Amados, no creáis a todo espíritu, sino
probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas
han salido por el mundo. En esto conoced el Espíritu de Dios:
todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es
de Dios; y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido
en carne, no es de Dios; y este es el espíritu del Anticristo, el cual
vosotros habéis oído que viene, y que ahora ya está en el mundo
(1 Juan 4:1-3).
2. Se cumple lo que profetiza.
3. “Por sus frutos los conoceréis". ¿A qué frutos se refería Cris­
to en su advertencia? (ver Mat. 7:21-23). En las últimas déca­
das, muchos cristianos de diferentes denominaciones han sido
grandemente chasqueados por predicadores y evangelistas que
pretendían recibir revelación directa de Dios. Su desengaño no
Amigas de Jesús

fue producto de discrepancias bíblicas, sino que la vida y com­


portamiento de estos hombres delataron su falsedad. Sus vidas
carecían de los frutos de obediencia a la voluntad de Dios. El
profeta verdadero ha de respaldar sus enseñanzas por una vida
santa que testifique de la autenticidad de su mensaje.
C a p í t u l o 24

LA M UJER EN FERM A :
EL PODER DE LA FE
“El le dijo: ‘Hija, tu fe te ha salvado'.
Vete en paz y queda sana de tu enfermedad"
(S. Marcos 5:34).

Lospadeaojossobre
de la muchedumbre se concentran en la titilante luz que par­
las crestas de las olas en la distancia. Al otro lado del mar
queda Gadara, y de allí regresan Jesús y sus discípulos. Jóvenes y viejos,
artesanos, agricultores, pescadores, sacerdotes, jefes religiosos y políticos
del pueblo, y mujeres de todos los oficios esperan al Maestro apiñados a
las orillas del Mar de Galilea. Cada cual ha venido buscando a Jesús por
diferentes razones. Los ciegos, los lisiados, los mudos, los mancos y los
leprosos se ponen a la merced del Hijo de Dios, pero hay quienes están
allí por simple curiosidad.
Los porcicultores de la región vecina de Gadara han conmocionado
al pueblo con la historia de un reciente milagro ocurrido en el territorio
de las grutas. Los hombres y mujeres que esperan a Jesús conciben en sus
mentes aquel tenebroso pedazo de tierra, y tiemblan. Por allí nadie tran­
sita. Se trata de un lugar donde de pronto el paisaje se disuelve ante los
ojos del viajero y cae en grotescas pendientes de piedra gris que albergan
cuevas sepulcrales en oscuras laderas.
El lugar, temido por los supersticiosos, era en efecto la morada de
un poseído que por mucho tiempo nadie podía dominar. Lo llamaban
el endemoniado de Gadara, y los demonios que lo poseyeron por tanto
Amigas de Jesús

tiempo borraron de él toda facción humana, de modo que quienes se


encontraban con él más veían a una fiera que a un hombre. Se decía que
había roto las cadenas con que lo amarraban y que de día y de noche
deambulaba desnudo entre las tumbas y los montes gritándole al viento.
Los que lo habían visto hablaban del terrible espectáculo de un cuerpo
descarnado y ensangrentado por las heridas que se autoinflingía con pun­
zantes piedras. Pero ahora los vecinos de las grutas aseguran que Gadara
ya no es la misma. El poseído por los demonios camina entre la gente y
glorifica al Hijo de Dios, delante de quien los demonios tiemblan. Por
eso lo buscan. Por eso todos quieren ver a ese Jesús al que sus discípulos
llaman Maestro, y cuya fama ya recorre pueblos y campos.
Tan pronto el barco de pescadores aparece en la estática bruma de la
mañana, la heterogénea multitud se acerca más al borde del agua que
se encrespa a sus pies formando remolinos de blanca espuma. Detrás de
ellos, por el paisaje salpicado de arbustos y olivos retorcidos, se acerca
una mujer. Tambalea, se ve débil y demacrada, y de cuando en cuando
se apoya en las piedras oscuras que se ven aquí y allá en el camino para
no caer.
La mujer no sabe cómo acercarse al Maestro ni mucho menos cómo
hacerle saber lo que la aflige. La hemorragia que por doce años ha venido
debilitando su cuerpo la ha dejado agotada física y emocionalmente. Ade­
más del desánimo que representan los vanos intentos médicos que nunca
han logrado curarla, a su congoja se le suma la naturaleza embarazosa de
la enfermedad, pues la hemorragia hace a la mujer impura desde el punto
de vista del religioso judío.
Durante doce largos años se ha atenido a la ley que estipula que cuando
una mujer tiene flujo de sangre dentro o fuera del tiempo de su menstrua­
ción ha de considerársele impura. “ loda cama en que duerma mientras
dura su flujo será como la cama de su menstruación, y todo mueble sobre
que se siente será inmundo como la impureza de su menstruación. Cual­
quiera que toque esas cosas será impuro y lavará sus vestidos, se lavará a sí
mismo con agua. Y quedará impuro hasta la noche” (Lev. 15:26, 27).
Se trataba pues de una mujer indigna, deshonrada por doce años, una
mujer a quien se le prohibía la participación en el culto y se la obligaba a
practicar ciertos ritos de purificación que consumían energía, tiempo y
dinero. Cansada y decepcionada, ya se había resignado a sufrir su enfer­
medad en silencio. Pero había escuchado hablar de Jesús, y sus esperanzas
revivieron al enterarse de sus milagrosas curaciones.
La mujer enferma: El poder de la fe

Estaba segura que si podía tan solo acercarse a él, sería sanada. No
tenía que pedir nada, no tenía que implorar su misericordia. Su fe era tal,
que creía que con solo tocarlo sería sana. Con debilidad y angustia llegó
hasta la orilla del mar. Trató de atravesar la multitud para llegar hasta él,
pero fue en vano. Su agotamiento físico y emocional recrudeció cuando
vio que el Rabí, seguido de sus discípulos y la muchedumbre, tomaba el
camino de polvo rumbo a la casa de un alto dignatario de la sinagoga
llamado Jairo.
Ahora sí sería prácticamente imposible llegar hasta él. Sus esperanzas
de curación rodaron con el polvo del camino, pero no perdió su fe.
Con la vista fija en el Maestro de Galilea, levantó el brazo hacia la
figura furtiva del Salvador que se perdía entre la multitud, confesándole
con el corazón su necesidad. De pronto, como si el cielo hubiera escucha­
do su silencioso clamor, vio que el Maestro comenzó a abrirse paso por
entre la multitud y caminaba hacia ella.
Se incorporó. Su corazón era una fuente donde el gozo que produce la
fe burbujeaba animado por el soplo del Espíritu Santo. El Maestro estaba
cada vez más cerca, pero el nudo en su garganta le impedía confesarle lo
que la afectaba. Temerosa de perder su única oportunidad de ser sanada,
decidió abrirse paso en dirección a la fuente de su esperanza entre el
gentío que la apretaba y empujaba. Un solo pensamiento la animaba
a continuar: “Si tan solo pudiera tocar el borde de su manto... si tan
solo...”
En aquel pensamiento concentró todas sus fuerzas. El Médico Divino,
el Sanador de la raza humana, estaba a pocos pasos de ella, y en medio de
aquel mar de gente que buscaba sus propios intereses, se inclinó, extendió
la mano y apenas logró tocar el borde del manto de Jesús.
Inmediatamente su hemorragia se secó. Una ráfaga de vigor invadió su
débil cuerpo, y de pronto se sintió restablecida. Sabía que estaba sana. El
paisaje y la multitud se borraron entonces de su vista, el ruido y las voces
de la gente que la apretaba callaron. Ahora no podía pensar en otra cosa
que no fuera aquello que sentía en su cuerpo y en su corazón. Rebosando
de gratitud que no podía expresar audiblemente, alabó al Salvador en
silencio mientras ahora se disponía a alejarse de la muchedumbre.
Buscaba pasar inadvertida, pero Jesús se detuvo y con él la multitud.
El Señor había reconocido el toque de la fe entre los demás toques, y supo
que había ocurrido un acto de sanidad. Ahora buscaba con la vista a la
mujer entre la multitud que lo empujaba de todos lados (ver Mar. 5:32).
Amigas de Jesús

“¿Quien me ha tocado?”, preguntó con una voz que toda la multitud


alcanzó a escuchar. Un rumor de asombro se posó sobre el gentío, que
extrañado con una pregunta aparentemente absurda, miraba a Jesús con
desconcierto. Sus discípulos tampoco podían entenderlo: “Ves que la
multitud te aprieta, y preguntas: ¿Quién me ha tocado?” (Mar. 5:31).
Pero los ojos del Salvador continuaron buscando a la persona que lo había
tocado con fe.
No era el toque casual de la muchedumbre lo que había sentido el
Salvador. Podía distinguir el toque de la fe de cualquier otro toque,
y precisaba reconocer públicamente la fe de aquella mujer que había
depositado en él silenciosamente toda su esperanza.
Sintiéndose descubierta, la mujer se detuvo. Apenas se atrevía a respi­
rar. Sentía la mirada divina de Jesús sobre su espalda, era a ella a quien sus
ojos buscaban, por ella había salido virtud del Hijo de Dios. Iemblando,
reconociendo el milagro realizado en ella, llegó hasta él, se postró y
confesó toda su verdad.
Ya no sentía miedo, ya no tenía vergüenza de ser descubierta ni de
revelar la deshonra de su enfermedad. Delante del Hijo de Dios la mal­
dición había huido. Con lágrimas de felicidad agradeció a Jesús por lo
que había hecho en ella y con su agradecimiento entregó su corazón al
Maestro. Y Jesús premió su canto interno con las palabras más dulces que
jamás la mujer escuchó:
“Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz y queda sana de tu enfermedad
(vers. 34). Este es el único pasaje de todo el Nuevo 1estamento en el que
Jesús alguna vez usó la palabra “hija”. Trata tiernamente a esta pobre
mujer, ya nada podía afectarla. El milagro no era reversible, su sanidad
no era pasajera. Era una realidad que traspasaría el tiempo y las edades.
¿Cómo podría pagar tal cosa? ¿De qué manera pagaría al Médico Divino
su misericordia y bondad hacia ella?
Las palabras de consuelo del Salvador fueron un manantial de gozo
para aquella mujer, pero había más. Con aquellas palabras Jesús quería
asegurarle a cada hija suya de todos los tiempos que la fe verdadera to­
davía hoy tiene el mismo poder de antaño, y que la confianza que depo­
sitamos en nuestro Salvador nunca será chasqueada. Está en nosotras el
extender la mano y tocar el manto divino. Puede ser que una multitud de
problemas le impidan el paso, puede ser que la ansiedad le opriman tanto
el pecho que no logre tan siquiera arrodillarse. Pero persista. Aférrese de
Aquel en quien ha creído, su Salvador. 1al como hizo la mujer con el flujo
La mujer enferma: El poder de la fe

de sangre, aunque tenga que pasar toda una vida tratando, aférrese a Dios
por fe, hasta que se sienta restablecida.
“La fe genuina es vida. Una fe viva significa un aumento de vigor, una
confianza implícita por la cual el alma llega a ser una potencia vencedora”
{El Deseado de todas las gentes, p. 313).
Hay quienes viven preguntándose qué tipo de enfermedad afligía a la
mujer con flujo de sangre que tocó el manto de Jesús. Puede haber sido
un quiste uterino o pólipos, una lesión vaginal, verrugas genitales, úlceras
o rastros de un aborto. lal vez la Biblia no lo aclara para que sepamos
que en toda enfermedad, y bajo cualquier circunstancia, la fe del creyente
todavía puede resultar en una bendición tan grande como la que obtuvo
la mujer con flujo de sangre que tocó el borde del manto de Jesús.
El milagro de la mujer con flujo de sangre no podía quedar en el
anonimato. Contiene dos lecciones importantes: Nos muestra que Dios
se complace en honrar la fe de sus hijos, y la necesidad de reconocer la
bendición recibida.
Las bendiciones de Dios no son dadas para que las disfrutemos en
secreto. Las maravillas que él obra en nuestras vidas han de ser compar­
tidas con los demás con un corazón rebosante de gratitud y admiración.
Nuestra confesión pública, el compartir con otros nuestra experiencia
personal, es el mejor sermón que podemos ofrecerle al mundo. Así es
como se revela Cristo al mundo. “Somos testigos de Dios mientras re­
velamos en nosotros mismos la obra de un poder divino. Cada persona
tiene una vida distinta de todas las demás y una experiencia que difiere
esencialmente de la suya. Dios desea que nuestra alabanza ascienda a
él señalada por nuestra propia individualidad” {El Deseado de todas las
gentes, p 313).

LA PLEGARIA DE LA MUJER ENFERMA

Mi sangre, tu sangre,
derramo la mía en ignominia,
tú sufrirás en el madero de la entrega y la gloria.
Mi llaga nunca termina de cicatrizar.
Mi piel nunca termina de ser piel.
Me escondo en tu presencia
para huir de un caos permanente.
Amigas deJesús

Para no ser yo misma te invoco,


para tragar los miedos que hay que tragar en silencio.
En ti vivo, y me muevo y soy.
Acalla el eco que llevo en las venas como campanas de luto,
y unta con tu sangre redentora mi frente,
mi vientre y mi corazón.

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Tiene algo que enseñarnos la mujer enferma con flujo de sangre?
¿Qué piensa sobre su perseverancia?
¿Hay algo que me haga tan impura que no pueda acudir a Jesús?
Para meditar:
Definición de sangrado uterino disfuncional:
Es un sangrado vaginal anormal que no se debe a una causa física
(anatómica) que ocurre en las mujeres en sus años reproductivos (es decir,
quienes previamente han comenzado a menstruar y no han llegado a
la menopausia).
Nombres alternativos:
Sangrado disfuncional del útero, sangrado anovulatorio, DUB.
Causas, incidencia y factores de riesgo:
El sangrado uterino disfuncional (DUB) se diagnostica después de
descartar todas las otras causas de sangrado uterino anormal, tales
como infección, tumores, enfermedad, trastornos por embarazo precoz
o problemas estructurales.
El sangrado uterino disfuncional puede ser causado por un desequi­
librio de una de las hormonas relacionadas con la ovulación (estrógenos
o progesterona).
Aproximadamente el 20 por ciento de los casos de este tipo de sangra­
do se presenta en adolescentes y el 40 por ciento en mujeres mayores de
40 años de edad. Los factores de riesgo pueden ser la obesidad, el ejercicio
excesivo y el estrés emocional.
Tratamiento:
El sangrado no se trata en las mujeres jóvenes cuando se presenta al
poco tiempo del primer período, a menos que los síntomas sean excep­
La mujer enferma: El poder de la fe

cionalmente severos, tales como una pérdida abundante de sangre que


cause anemia.
El objetivo del tratamiento en otras mujeres es controlar el ciclo mens­
trual y para ello a menudo se utilizan anticonceptivos orales y progestá-
geno. Si la mujer tiene anemia, se pueden recomendar suplementos de
hierro.
Si la paciente desea quedar embarazada, se le pueden suministrar me­
dicamentos para estimular la ovulación.
Las mujeres cuyos síntomas sean muy graves y resistentes a la terapia
médica pueden requerir tratamientos quirúrgicos, incluyendo extirpación
del endometrio (un procedimiento con el que se cauteriza o se extirpa el
revestimiento del útero) o una histerectomía.
En las mujeres mayores, que puedan estar llegando a la menopausia,
el tratamiento puede consistir en suplementos hormonales o cirugía
para aliviar los síntomas. Se debe buscar asistencia médica si se presenta
sangrado vaginal inusual.
Referencias bibliográficas
'P. Rakel, ed., Conn’s Current Therapy (Filadelfia, PA: WB Saunders, 2005),
pp. 1286-1288.
’A. Stenchever, Comprehensive Gynecology (St. Louis, M ü: Mosby, 2001),
pp. 1082-1084.
’Melanie N. Smith, Departmento de Obstetricia y Ginecología, Brigham and
Women’s Hospital (Boston, MA). Resumen provisto por VeriMed Healthcare
NetWork.
C a p ít u l o 25

LA H IJA DE JA IR O :
SIN L ÍM IT E S DE EDAD
“De cierto os digo que si no os volvéis
y os hacéis como niños,
no entraréis en el reino de los cielos”
(S. Mateo 18:3).

N
o sé por qué, de niña a menudo soñaba que podía volar. En mis
sueños tenía la convicción que podía levantarme de la tierra y
emprender el vuelo de los pájaros. Por supuesto, advertía que mi consti­
tución física no estaba capacitada para el vuelo. Para volar se requería el
esqueleto de las aves, huesos huecos, un cráneo aerodinámico y un siste­
ma muscular, nervioso, circulatorio, respiratorio y digestivo optimizados
para el vuelo.
Sabía que no poseía alas que pudieran actuar como hélices, plumas
que distribuyeran el flujo de aire equitativamente, o una cola que operara
como timón. Pero aún así, a veces contemplaba mis manos y brazos
esperando la transformación de mis extremidades en alas: plumas y
plumones, húmeros, radios, cárpales y falanges que me concedieran el
privilegio del vuelo.
Lo que yo esperaba ver nunca ocurría en la realidad, pero mi imagi­
nación era otra cosa. En mi mundo de fantasía abría la boca, inundaba
mis pulmones de oxígeno y comenzaba a batir los brazos. Batía y batía
hasta que finalmente mis pies comenzaban a despegarse de la tierra, mi
vista se clavaba en las alturas y me alzaba en un magnífico vuelo que me
La hija de Jaira: Sin límites de edad

remontaba hacia los picos más altos y las montañas más lejanas. Abajo
iba quedando el mundo, haciéndose cada vez más pequeño, más insigni­
ficante en la grandeza del majestuoso panorama.
La niñez es tan fascinante como el vuelo de los pájaros, es la etapa de
la vida del ser humano que más intensamente se vive. Parte de la belleza
de la niñez consiste en que se vive un día a la vez, pues el niño vive el
instante sin preocuparse por el futuro. La fe nace en el corazón del niño
tan naturalmente como los capullos de rosa de mi jardín se abren cada
mañana con la primera luz del día. No sin razón, Jesús dijo que el reino
de Dios pertenece a los que se asemejan a los más pequeños (ver Mat.
18:3). Por eso, no es de extrañar que Jesús se preocupara por el bienestar
de una niña que estaba a punto de morir.
El camino de tierra al lado del Mar de Galilea se atestaba cada vez
más de gente, multitudes salían de los páramos colindantes y las regiones
montañosas de Naím, Caná y Nazaret buscando ver al hombre que podía
caminar sobre el mar y hacer enmudecer a los demonios. Jesús acababa de
sanar a la mujer que padecía de flujo de sangre, la multitud que esperaba
ver en el Rabí de Nazaret a su nuevo héroe nacional, lo aclamaba y le
pedía alguna revelación sensacionalista de su poder, pero el corazón del
compasivo Jesús miraba más allá de las expectativas humanas.
Entre la afanosa multitud Jesús buscaba a aquellos postrados por el
dolor para curar su alma y restablecer su cuerpo. Buscaba al pecador arre­
pentido y al enfermo desahuciado para ofrecerles vida eterna, y cuando
los siervos de Jairo llegaron a avisarle a éste que su pequeña hija había
muerto, el sentido de misericordia de Jesús lo llevó a responder.
Mientras el Salvador del mundo aún hablaba con la mujer que aca­
baba de sanar, vinieron los criados de Jairo y le comunicaron la terrible
noticia: “ Tu hija ha muerto, ¿para qué molestas más al Maestro?” Pero
Jesús, que también oyó sus palabras, le aseguró a Jairo que su hija iba
a estar bien.
“No temas, cree solamente”, —le dijo— (Mar. 5:35, 36). ¡Cree en mi
palabra! ¡Cree en mi poder omnipotente! ¡Cree que soy capaz de sostener
los mundos y ahuyentar la muerte! ¡Cree que puedes volar, y volarás! Y
¿no es acaso eso precisamente lo que hacen los niños?
El niño cree de todo corazón. Cree en su progenitor como el susten­
tador de su vida. Y eso es lo que quiere Jesús de nosotros. Aun antes de
llegar a la casa de Jairo ya se podía escuchar el alboroto. Los lamentos de
las plañideras profesionales a quienes se pagaba para llorar se mezclaban
Amigas de Jesús

con la música fúnebre de las flautas que acentuaba el ambiente de duelo.


Aturdidos, los criados corrían de acá para allá atendiendo las necesidades
más apremiantes, mientras la gente, incluyendo a fariseos y dignatarios
de la sinagoga, se apiñaba dentro y en los alrededores de la casa, a la
expectativa de lo que ocurriría.
Al verlos, Jesús captó la ansiedad en el ambiente y exclamó: “¿Por qué
alborotáis y lloráis? La niña no está muerta, sino dormida”. Y se burlaban
de él. Pero él, echando fuera a todos, tomó al padre y a la madre de la
niña, y a los que estaban con él, y entró donde estaba la niña (vers. 39). ¡Y
qué escena tan grandiosa siguió, qué acto tan maravilloso de compasión
y ternura!
Jesús se acercó a la niña muerta y le tomó la mano. Luego, con el
mismo poder con que ordenó a los demonios salir de cuerpo del poseído
que habitaba en los sepulcros, ordenó que la vida retornara al cuerpo de
la niña. Como un padre amoroso que toma a su hija de la mano para
despertarla, le dijo: ¡Talita cumi!... “niña, a ti te digo, levántate” (vers. 41,
42). Y la niña se levantó.
¡Qué cuadro tan hermoso! ¡Qué ternura por parte de Jesús muestra
este acto! Y qué amor y compasión. Jesús podía haber ordenado que la
niña resucitara sin necesidad del contacto físico. Había suficiente poder
en él para despertarla, había suficiente autoridad en su voz para que la
muerte huyera ante su mandato. Pero Jesús prefirió tocarla. ¿No lo hu­
biera preferido usted también, de haber sido la madre de la niña muerta?
¡Claro que sí!
A través del contacto se desatan cuerdas más íntimas de afecto. El
contacto inspirado por el amor expresa ternura, compasión, amistad,
preocupación y aprecio. Quizás en este caso no bastaba el mandato de
su voz para que la muerte dejara en libertad a la niña. El poder del amor
contenido en el toque de Jesús era imprescindible no solo para la niña,
sino también para los padres de la niña. Con aquel toque, Jesús aseguró
a los padres de la niña que todo estaba bien, que el Creador del universo
sostenía la vida de su hija.
¡Oh!, como quisiera yo sentir la mano de mi amante Jesús en la mía
cuando mi cuerpo corrupto sea levantado del polvo, cómo anhela mi
corazón que esas manos amorosas que un día fueron clavadas por mí en
la cruz del Calvario tomen las mías entre las suyas para dar el mandato
que me restaurará: “¡Mujer, es hora de que te levantes!”
La hija dejairo: Sin límites de edad

La actitud de Jesús hacia la mujer, (.11 como qurd.i u llcj.ul.i i n lo .


Evangelios, es realmente admirable. I.n cada uno de sus <iu u< ...............
mujeres, violó las costumbres de su época por amor a ellas. Su (orina d<
relacionarse con las mujeres de su tiempo se basaba eu las necesidades de
éstas y no en las reglas sociales, y ni las condiciones humanas ni la edad
jugaban papel alguno. Su amor se revelaba en toda su intensidad en cada
uno de los casos.
Jesús habla a la mujer en su tercera edad a través de Ana la profetisa, y
habla a la mujer en su temprana edad en la vida y la resurrección de la hija
de Jairo. La edad no es requisito para ser amigas de Jesús. Sin importar
nuestra condición, Dios ha creado un camino especial para cada una
de nosotras. Implica una gran gracia de su parte, pero también un gran
compromiso de la nuestra. Para que el Señor Jesús pueda habitar en
nosotros, es esencial que nuestra alma esté siempre dispuesta a escuchar
su voz, y responder a su amor como hacen los niños.
Todas las mujeres podemos crecer hasta alcanzar una vida plena.
Dios nos alienta a ello y desea brindarnos, mediante la fe, la serenidad
y el entendimiento que necesitamos para hacerlo. Deje que el amor y la
confianza en Dios le devuelvan su niñez.

ME HAN CRECIDO ALAS

¡Oh corazón que quiere volar!


No hay edad para las alas,
crecen a tiempo, a destiempo y a contratiempo.
A veces no las vemos.
Crecen adentro y nos llenan de vuelos íntimos,
nos saturan de luz y de alturas.
No se ven, pero se palpan en el alma.
Les crecen alas únicamente a los de corazón sensible,
a los niños, seres alados como la poesía.
A los que tocas con tu mano y levantas,
y nos pones plumas para que no muramos en la apatía.
Cierro los ojos, y me encuentro entre la tierra y el cielo.
Siento tu toque y me levanto, y vuelo.
A rnigas de Jesús

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Existe una edad perfecta para buscar a Dios?
¿Pueden los niños llegar a tener una relación personal con Cristo?
¿Por qué dice Jesús que debemos ser como niños?
Para meditar:
• No hay una edad particular para allegarnos a Dios. Nuestro
Salvador nos ofrece un reino en el que la edad no cuenta. Al leer
los Evangelios percibimos el gran amor y el especial interés que el
Señor mostró por los niños (Mat. 11:25; 18:1-14; 19:14; 21:16). A
nuestro Salvador le place escuchar a los niños alabar su nombre.
Cuando los principales sacerdotes murmuraban contra los niños,
el Señor les imponía silencio citando sus propias Escrituras: “De
la boca de los niños y de los que aún maman, perfeccionaste la
alabanza” (Mat. 21:16).
• “Los padres y los líderes de la iglesia son responsables de instruir a
los niños acerca de la importancia y la santidad de las ceremonias.
Los niños que hayan captado el significado del poder salvador de
la muerte de Cristo están listos, no solo para participar de las
ceremonias, sino también para ser bautizados. En otras palabras,
en lugar de permitirles participar de las ceremonias antes de ser
bautizados, bautícenlos. Que se unan con nosotros a la mesa del
Señor. Esto requiere un nivel de madurez cronológica y espiritual
que permita a los niños tomar una decisión adecuada, bajo la
guía de sus padres.
“Los niños generalmente quieren hacer lo que ven que hacen
sus padres, aun cuando no estén listos para hacerlo por sí mis­
mos. Deberíamos enseñarles que la gratificación instantánea no
siempre es correcta; algunas veces, es mejor esperar. La espera
podría ser una lección maravillosa en su crecimiento emocional,
la formación del carácter y la expectación espiritual’ [ver Angel
M. Rodríguez, “Los niños y la Santa Cena”, documento del Ins­
tituto de Investigación Bíblica\.
C a p ít u l o 26

LA VIUDA EN EL TEM PLO :


El QUE CONOCE
N U ESTR O CORAZÓN
‘'Porque Jehovd conoce el camino de losjustos,
mas la senda de los malos perecerá ”
(Salmos 1:6).

U
na luz plomiza, precursora de lluvia, opacaba la atmósfera incluso
dentro del templo. Un estrépito de alas de palomas y balidos de
ovejas se mezclaba con las voces de los vendedores y cambistas que traji­
naban fuera del templo. Junto al jolgorio, un tufo de animales y hombres
llegaba en la forma de un vaho caliente hasta el atrio, donde los adorado­
res y peregrinos que venían de ciudades tan lejanas como Naín y Cana se
reunían esperando que el sacerdote de turno abriera las Escrituras.
Entre aquella muchedumbre a veces se divisaba al Hijo de Dios. Jesús
visitaba el templo con frecuencia. Había viajado hasta allí para la fiesta de
los tabernáculos (ver Juan 7:10), enseñó en las cortes del templo (ver Mar.
14:49) y utilizó su autoridad mesiánica al reprender a los comerciantes y
cambistas que comercializaban el culto a Dios, y llamó al templo “la casa
de mi Padre’ (Juan 2:16). Pero esta vez, el Salvador del mundo tenía otra
lección que enseñarles a los displicentes hijos de Israel.
Por encima del ruido y del tumulto, sus mansos ojos se concentran
en sus alrededores. En silencio estudia la multitud, observa cada rostro y
cada ademán de quien se reúne allí por razones y motivos diferentes. El es
el sustentador del mundo, el Creador de seres que no atinan a compren-
Amigas de Jesús

der que el Hijo de Dios ha descendido del cielo para habitar en medio de
ellos. Jesús sabe lo que hay en el corazón de cada hombre.
En las primeras bancas observa a los saduceos y a las principales fa­
milias sacerdotales, aquel grupo que constituye una especie de partido
compuesto por los hombres más ricos e influyentes de la sociedad. Es
casi imposible dudar de su importancia. Están también los miembros
del Sanedrín, los intelectuales judíos que regían el pensamiento de la
nación. Jesús los observa conversando entre ellos, tan autosuficientes y
tan alejados del Dios vivo, y siente piedad.
Delante de él, mirando hacia la congregación, están los escribas ata­
viados en sus ostentosas vestimentas. Ellos son los especialistas de la Ley,
los jefes y miembros influyentes de las comunidades de fariseos que inter­
pretan la Ley y ejercen la justicia. Debían ser un ejemplo de lo que dicen
ser, pero porque pertenecen a ese grupo de la aristocracia intelectual judía
que llegaba al poder no desde el dinero, como los ancianos o senadores, ni
por la sangre o familia, como los sacerdotes, sino por su saber, utilizan su
conocimiento como pretexto para el engreimiento. Les encanta saludarse
en las plazas y sentarse en las primeras bancas en las sinagogas y en los
mejores asientos en los banquetes (Mar. 12:38, 39).
El pueblo de Israel había sido escogido entre todas las naciones del
mundo para ser el instrumento por el cual se proclamara la verdad, pero
la naturaleza egoísta de sus líderes no les permitía apreciar las misericor­
dias de Dios para con ellos, ni sus propias obligaciones como guardianes
y conductores del pueblo escogido. Y verlos en sus desesperados intentos
de grandeza entristecía el corazón de Jesús.
Los sacerdotes y levitas de menor categoría se encargan de colocar
las urnas de las ofrendas delante del pueblo. Jesús observa ahora a los
grandes de Israel en la observancia de ritos huecos. Aquellos hombres
acostumbrados a dictar leyes injustas, que decretaban vejaciones contra
los pobres para quitarles sus derechos, que despojaban a las viudas y
robaban a los huérfanos (ver Isa. 10:1-2), pasaban adelante y ofrendaban
grandes cantidades de dinero. Jesús, el conocedor por excelencia del
corazón humano sabe que ofrendan para ostentar lo que tienen. Uno tras
otro, pasan ante las urnas en una suerte de pasarela que ejemplifica la
influencia comprada por sus riquezas.
En eso una mujer se acerca. Aunque aseada, la sencillez de su atavío indica
su condición de pobre. Tal vez nadie la conoce, tal vez nadie se fija en ella ni
en su temblor cuando avanza silenciosa por el pasillo hasta una de las urnas y
La viuda en el templo: El que conoce nuestro corazón

deposita en ella una moneda de cobre de muy poco valor. Pero Jesús sí la ve.
El la conoce, sabe que es una pobre viuda y que su donativo, a diferencia de
quienes daban de lo que les sobraba, era el fruto de su abnegación, un gesto
de sacrificio por el bien de los demás hecho con amor, fe y benevolencia. Y no
dejó que aquel acto de caridad y fe pasaran inadvertidos.
Llamó a sus discípulos y les dijo: “De cierto os digo que esta viuda
pobre echó más que todos los que han echado en el arca, porque todos
han echado de lo que les sobra, pero esta, de su pobreza echó todo lo que
tenía, todo su sustento” (vers. 43, 44).
¡Qué diferencia entre ella y quienes utilizaban sin honradez lo que
pertenecía a otros como si fuera lo suyo propio! La ofrenda de la viuda ha
sido tema de inspiración a través de los siglos, se ha ampliado y profun­
dizado y ha contribuido en mil direcciones a la extensión de la verdad y
al alivio de los necesitados. Quizá lo que más me conmueve es que Jesús
amaba y conocía bien a aquella mujer que por su condición minoritaria
de mujer, viuda, pobre y desamparada representaba poca cosa para los
prepotentes que ofrendaban de lo que les sobraba.
Solo Jesucristo puede descubrir los verdaderos motivos del corazón
de las personas (Juan 2:25). Ni siquiera nosotras mismas nos conocemos
tanto como nos conoce Jesús. Puede estar segura que el Creador del
universo conoce su nombre y sabe por lo que está pasando. La historia
de la viuda que ofrendó todo lo que tenía no solo ha de servirnos para
instigar en nosotras un espíritu genuino de liberalidad, sino también
para recordar que Jesús sabe quiénes somos, conoce los anhelos más caros
de nuestro corazón y cada carga que llevamos. Nos dice: “No os dejaré
huérfanos, vendré a vosotros” (Juan 14:18).
¡Qué promesa tan maravillosa! Creamos que Dios cumplirá lo que ha
prometido.
LO QUE TENGO TE DOY

¿A dónde me iré para esconderme de mí misma?


¿Cómo ocultarme de ti cuando tus ojos lo llenan todo?
Tómame, vaso empobrecido que soy,
porque todo lo que tengo te doy.
Ofrenda viva: Me entrego a ti.
Amigas deJesús

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Exige Dios que diezmemos?
¿En qué aspecto nos ayuda ofrendar?
Para meditar:
• Jesús instruyó que los obreros evangélicos deben ser sostenidos
económicamente por la iglesia (Mat. 10:9-14; Luc. 10:4-8, 16). Y
Pablo se expresa en términos similares (1 Cor. 9:13-14; Gál. 6:6;
1 Tim. 5:18). La iglesia cristiana llegó a considerar que el modelo
bíblico es el que mejor resuelve la cuestión del sostenimiento del
ministerio evangélico.
• En 1 Corintios 9:7-14, Pablo proyecta el sistema del sostenimiento
del sacerdocio levítico del Antiguo Testamento a los predicadores
del evangelio del Nuevo Testamento, y la escritora Elena G. de
White lo comenta en ese sentido. “En su primera carta a la iglesia
de Corinto, Pablo instruyó a los creyentes respecto a los princi­
pios generales sobre los cuales se funda el sostén de la obra de
Dios en la tierra” (Consejos sobre mayordomía cristiana, p. 74). Así
como el primer diezmo en Israel era destinado exclusivamente
al ministerio levítico (ver Núm. 18), el diezmo en la actualidad
debe emplearse para la manutención del ministerio evangélico.
• Dios tiene una promesa especial para aquellos que ofrendan
gustosamente. Se nos dice: “Dad y se os dará; medida buena,
apretada, remecida y rebosando darán en vuestro regazo; porque
con la misma medida con que medís, os volverán a medir’ (Luc.
6:38). Diezmar y ofrendar es un privilegio para quienes escogen
ejercer su fe. Diezmar y ofrendar no compra la bendición de
Dios, pero sí permite que sea derramada sobre nuestras vidas.
• El acto de la viuda nos invita a considerar nuestras prioridades.
Pídale a Dios que la ayude a establecer un orden de prioridades
según su voluntad.
C a p í t u l o 27

LA M UJER CANANEA
Y LA IN T E R C E S IÓ N
“¡Mujer, grande es tufe!
Hágase contigo como quieres.
Y su hija fue sanada desde aquella hora'
(S. Mateo 15:28).

S
e ha preguntado alguna vez por qué, tras la alimentación de los
cinco mil, Jesús decidió retirarse de Galilea e irse a territorio de los
gentiles, a la región de Tiro y de Sidón? (Mat. 15:21). Estoy conven­
cida que por mucho que las mujeres y los hombres buscaron a Jesús
durante sus años de ministerio aquí en la Tierra, nadie lo buscó tanto
como él a ellos.
Vez tras vez los Evangelios nos presentan que Jesús dejaba lo que
hacía para encontrarse con quien más lo necesitaba. Tomaba atajos,
navegaba mares encrespados y transitaba caminos escabrosos para que
aquel que precisaba su bendición con desesperación, la recibiese. Una
de las historias de fe más espectaculares que encontramos en la Biblia
nos la presenta la mujer sirofenicia, a quien Jesús fue a buscar entre los
gentiles.
Tiro y Sidón eran antiguas ciudades fenicias situadas en la costa
mediterránea, al norte del Mar de Galilea. Su historia se remontaba
a una época de idolatría suprema y al culto pagano de Baal y Astarté,
instituidos por la perversa Jezabel (ver 1 Rey. 16:31). En el tiempo de
Jesús, estas ciudades eran centros de comercio y cultura pagana. Y fue
Amigas ele Jesús

allí donde la mujer sirofenicia salió al paso de Jesús gritando: ¡Señor,


Hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija es gravemente atormen­
tada por un demonio” (Mat. 15:22).
A la luz de la tradición hebrea y las actitudes judías dominantes en la
sociedad en la que se desarrolla esta historia, imagino el desagrado que
habrán sentido los discípulos de Jesús por esta mujer, que además de
atreverse a interrumpir el retiro de Jesús, era una marginada de pocos
recursos.
Primeramente, era mujer, y las costumbres sociales no admitían
conversaciones entre mujeres y hombres. No era judía. Era griega de
nacionalidad y de origen sirofenicio, lo que implicaba que era pagana. Por
su raza se la identificaba con la religión idólatra de I iro y Sidón. Mateo
es aún más explícito y la describe como cananea, un término peyorativo
con que se referían en el Antiguo Testamento a los habitantes paganos de
la tierra prometida. Pero esta mujer, esta marginada de la sociedad, nos
sorprende a todos.
Ella no desconoce las reglas de la sociedad. Pero su necesidad de
encontrarse con el Hijo de Dios supera toda barrera. Es probable que al
enterarse que Jesús se había recluido en cierta casa y quería pasar desaper­
cibido intentara pasar y le fuera negado. Quizá por eso la vemos gritando,
tal vez desde la calle, tal vez desde una ventana, tratando de llamai la
atención del Maestro (Mat. 15:22; Mar. 7:24). ¡Y cómo lo logró!
Es importante notar que la mujer sirofenicia no clamó a Jesús de una
manera desconsiderada. Aunque era pagana, se refirió a él por su título
mesiánico. La desesperación la motivaba a insistir en Dios, a apelar a su
misericordia hasta que el cielo la escuchara. Y no rogaba por ella, sino
por su hija.
La historia de esta mujer toca cada fibra de mi ser y me insta a afe­
rrarme a mi Salvador, aunque a veces parezca una tarea fútil. Su ejemplo
de intercesión parece sugerir que sin la intercesión no se desata la acción
celestial. El ejemplo mayor nos lo ofrece el mismo Señor Jesucristo, de
quien se dijo: “Por eso puede también salvar perpetuamente a los que por
él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (ver Heb.
7:25).
Los discípulos de Jesús no razonaban así. Absortos en sus costumbres,
no escucharon las poderosas palabras de la mujer, ni percibieron el senti­
do que ellas connotaban. Su ruego, sin lugar a dudas, fue visto como una
imnerrinencia. Su desprecio recrudeció al percibir que Jesús respondía a
La mujer cananeay la intercesión

la impertinencia de la mujer con silencio. Pensando que Jesús compartía


sus sentimientos, lo instaron a que la echara. “¡Despídela, pues viene
gritando detrás de nosotros;” (Mat. 15:23).
Casi puedo percibir su repudio. Imagino el fastidio que denotaba el
timbre de su voz ante la mujer, en su posición de marcada inferioridad
frente a ellos. Para los discípulos, la respuesta de Jesús a la mujer fue
adecuada y hasta necesaria:
“No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mat.
15:24), le dijo Jesús a la mujer, infiriendo con ello el privilegio judío como
nación y su prioridad histórica. Pero, ¡qué fe la de la mujer sirofenicia!
¡Qué poder de intercesión!
Insistiendo en que de ninguna manera su raza o su religión limitaba la
gracia asombrosa de Dios, se postró entonces ante el Salvador indicando
con ello su entrega total y continuó rogándole: “¡Señor, socórreme, tú lo
sabes todo! ¡No puedo más con mi dolor! ¡Sólo tú puedes ayudarme!” Y
cuánto simbolismo había en sus palabras. Toda su humanidad se vaciaba
en ellas. Poi otra parte, Dios, guiado por su gracia y su sublime miseri­
cordia, comprendía cabalmente su clamor.
Por eso puede resultar extraño que Jesús, probando aun más la fe de
la mujer, y queriendo dejar establecido entre sus discípulos el concepto
de la inclusión de toda la humanidad en su plan de salvación, continuara
aparentando indiferencia. Sus palabras de aparente rechazo fueron: “No
está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perros” (vers. 26).
Los judíos llamaban perros a los gentiles; y Jesús emplea aquí el
término con sutil ironía, en vista de la actitud de los discípulos. ¡Pero qué
sorpresa Ies esperaba!
Llorosa, con la vista fija en Jesús, la mujer responde desde el suelo: “Sí,
Señor; pero aun los perros comen de las migajas que caen de la mesa de
sus amos . Sí, entiendo que en el contexto histórico y social en el que vivo soy
considerada menos que un perro, pero no a tus ojos, no ante los ojos del Hijo
de Dios, a quien mi alma se aferray en quien deposito toda mije. Sí, Padre
celestial, entiendo que los judíos se apoyan en su historia, pero la elección
divina no es en base al privilegio, sino a tu gracia sin par que se ofrece a todos
los pueblos de la tierra.
La mujer, en su humildad y dependencia, confiesa ante los discípulos
que Jesús es el Señor. De los labios de una mujer pagana se escucha
precisamente lo que Jesús deseaba dejar establecido. La gracia de Dios
es para todos; no excluye a nadie. Para confirmar el mensaje de la mujer,
Amigas deJesús

Jesús declara: “‘¡Mujer, grande es tu fe! Hágase contigo como quieres’. Y


su hija fue sanada ciesde aquella hora” (vers. 28).
¡Qué maravilloso testimonio de fe nos dan las mujeres de la Biblia!
No ha de extrañarnos que Jesucristo haya mostrado un amor especial
hacia sus amigas. Imagino el gozo de aquella mujer al llegar a su casa y
encontrar que su hija estaba sanada. ¡Cómo había orado y suplicado! Pero
todo valió la pena.
La intercesión es una tarea realizada por amor. Rogamos por aquellos
a quienes amamos. Oramos por nuestros cónyuges y nuestros hijos, y
por aquellos que de una manera u otra juegan un papel trascendental en
nuestras vidas, pero muchas veces, como en el caso de la mujer sirofenicia,
jesús mismo porfía con nosotras. A veces tarda en contestarnos, continúa
probando nuestra fe, parece que se ríe. Pero no debemos rendirnos.
¿Cuál es su necesidad? ¿Cuál es su crisis? ¿Cuál es su temor? Lléveselo todo
a Jesús, llévele el problema que afecta a sus hijos, las tentaciones que enfrentan,
su rebelión, sus engaños, las relaciones perjudiciales. Interceda por ellos ante
el trono inagotable de la gracia. Jesús puede y quiere resolver sus problemas.
Cristo es el mismo Médico Divino que anduvo por los polvorientos caminos
de esta Tierra empeñado en sanar y restablecer a los hombres.
Toda hija de Dios debe rogar por los hijos que Dios le encomendó
con tanto empeño como la mujer sirofenicia. Pero conviene recordar que
a la terapia de la fe y la esperanza, muchas veces es necesario añadirle los
variados métodos de tratamiento que ofrece la medicina moderna. Esto
no indica falta de fe. Al contrario, a Dios le agrada que nuestra fe sea
acompañada por la acción.
Nuestros jóvenes muy a menudo enfrentan crisis difíciles que
requieren ayuda profesional humana, unida al poder de Dios. Los
contactos sexuales tempranos, el embarazo precoz, la prostitución de
adolescentes, el uso de alcohol, de tabaco y otras drogas, los problemas
de aprendizaje, los trastornos alimentarios, la depresión y el suicidio,
son algunos de los graves problemas que afectan la salud física y
mental de nuestros hijos. Todo esto demanda una urgente atención
de parte de los padres.
Entérese de los diferentes programas asistenciales que ofrece su co­
munidad, consulte a profesionales especializados en la orientación a la
familia, y controle el tiempo y el dinero de sus hijos adolescentes, sin
olvidar que la intercesión es un aspecto importante en la vida de oración
cristiana. “La oración eficaz del justo puede mucho’ (Sant. 5:16). Esta
l a mujer cananea y la intercesión

clase de oración es un incienso fragante a Dios, como el incienso simbó­


lico que le ofreció a Jesús la mujer sirofenicia.

EL ANHELO DE LA MUJER CANANEA

La oscuridad es una piedra en el pecho.


¿Retornará el día para reanudar los latidos de mi corazón?
¿Quedaré atrapada en esta cárcel de miedos sin nombre?
¿Quién soy yo para pedir luz?
Pero mi muerte me obliga a mirar hacia arriba,
a clamar, aferrada a una luz que avanza
y no se detiene.

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Qué nos enseña la mujer cananea respecto de la oración y la
perseverancia?
¿Qué nos enseña la mujer sirofenicia respecto de la oración por
nuestros hijos?
Para meditar:
• Estimada amiga, permita que su corazón se abra mansamente
a su Salvador. Deje que las palabras pronunciadas por nuestro
Señor Jesucristo repercutan en sus oídos y traigan esperanza
a su vida. “Velad y orad” (Mat. 26:41), le dice su Redentor, y
por algo lo dice. La oración y el poder obtenido a través de la
oración se necesitan ahora más que nunca antes en la historia de
la humanidad.
• La oración se aterra de la Omnipotencia y nos da la victoria.
El cristiano obtiene de rodillas la fortaleza para resistir la tenta­
ción... La oración del alma, silenciosa y ferviente, se eleva como
santo incienso hacia el trono de la gracia, y será tan aceptable a
Dios como si hubiera sido ofrecida en el santuario. Para todos los
que lo buscan de este modo, CVisto llega a ser una ayuda efectiva
en tiempo de necesidad. Serán fuertes en el día de la prueba” (La
maravillosa gracia, p. 86).
C a p í t u l o 28

MARTA:
JE SÚ S Y LA M UJER AFANOSA
“¡Buscad a Jehovd mientras puede ser hallado,
llamadle en tanto que está cercano!”
(Isaías 55:6).

E
s fácil identificarnos con las mujeres de los relatos bíblicos. Pareciera
que cada una de ellas posee características parecidas a las nuestras.
Pero quizá hay una entre todas que nos impacta de una manera peculiar.
Quizá nos intranquiliza y nos impele a estudiar un poco más la historia
de su vida, con más fascinación tal vez porque nuestra vida se ve reflejada
en la suya, y lo que aprendemos de ella es inestimable.
La historia de Marta la afanosa se parece un tanto a la mía. El desor­
den me aturde, los afanes de una casa limpia me persiguen como zum­
bidos de abejas. Desempolvar, barrer, baldear, enjuagar, fregar, lavar, son
preocupaciones que no me abandonan, hurtan mi energía, me aíslan de
mis seres queridos y a menudo se interponen en mis encuentros con Jesús.
¡Cómo me veo entonces reflejada en la vida de Marta!
El camino de Jericó a Betania era largo y agotador. Durante los largos
veranos, calurosos y secos, los vientos del desierto levantaban piruetas de
polvo que se pegaban a la piel e irritaban los ojos de los viajeros. Parada
a la puerta de su acogedora casa, Marta espera ansiosa la llegada de sus
invitados para aliviarles las penurias del camino. En toda la aldea de
Betania, Marta tiene fama de ser una excelente anfitriona, pero esta vez se
sobre esmera en agasajar a sus invitados, pues a quien espera es al Maestro
Alaría: Jesús y la mujer afanosa

Con la vista fija en el altozano donde termina la aldea, cuenta los


minutos que faltan, ansiosa, hasta que a lo lejos por fin cree ver algo.
Emocionada, se acomoda el indócil rizo que se le ha escapado de la
peineta, y escudriña el horizonte protegiéndose la vista del intenso sol
con una mano. ¡Sí, ya llegan! Algo, o alguien, se mueve por allá donde el
polvo del camino crea espejismos.
Tan pronto Marta distingue que las siluetas que vienen bajando efecti­
vamente son la de Jesús y sus amigos, entra corriendo a dar la noticia a sus
hermanos. Exaltada, sus ojos captan todo de a una: el piso, las ventanas,
los muebles, cerciorándose que todo esté en perfecto orden.
Mientras corre a ponerse el delantal, con un dedo quita el polvillo
que ve acumulado de nuevo sobre la mesita, a la entrada. Al pasar por el
comedor, se detiene y acomoda una vez más las flores del búcaro. En la
cocina, se apresura con los últimos detalles. El menú aún no está com­
pleto, pues las ensaladas habrá que aderezarlas justo antes del almuerzo
para que los sabores se retengan. Y todavía falta esto, aquello y lo otro...
y mientras Marta enjuaga los últimos platos y saca brillo a los vasos de
colorida cerámica, desde la sala le llega la tenue risa de María.
Es la risa del pecador perdonado, es la exteriorización del gozo de
aquel que ha recobrado su paz interior a los pies del Salvador. Pero lo que
esa risa le recuerda a Marta es que su hermana se ha portado injustamente
con ella. Marta no comprende la dicha de beber cada palabra que sale de
la boca de Jesús, no sabe lo que es llorar contrita bajo el peso del pecado
como lo hace María, no atina a captar, como su hermana, lo que repre­
senta tornarse al Divino Maestro en busca de refugio. Se siente enojada
al verse a sí misma asfixiada bajo tantos quehaceres mientras su hermana
evade su responsabilidad.
Molesta, se seca las manos en el delantal y sale a exponer su caso. Está
dispuesta a lo que sea, está dispuesta a jugárselo todo, hasta el ridículo,
con tal de que se haga justicia y su hermana pague por su descuido del
deber, pues sabe que el justo Maestro de Nazaret entenderá su queja.
Marta es transparente, dice lo que piensa y cómo se siente sin guardar
apariencias. No oculta su desagrado hacia aquello que le parece injusto, y
reclama justicia, por trivial que sea el asunto, a quien, sin duda, juzgará
bien. ¡Pero qué sorpresa se llevaría Marta! ¡Cuán equivocada estaba, y
cuánto tenía que aprender!
“Señor, ¿no te da cuidado que mi hermana me deje servir sola? Dile,
pues, que me ayude” (Luc. 10:40). Era un reclamo sincero, era un grito
Amigas de Jesús

que pedía justicia ante una autoridad superior, pero Marta fue sorpren­
dida por las palabras de Jesús: “Marta, Marta, afanada y turbada estás
con muchas cosas. Pero solo una cosa es necesaria, y María ha escogido
la buena parte, la cual no le será quitada” (vers. 41, 42).
Casi puedo percibir el súbito temblor de Marta, casi puedo sentir
lo que sintió la afanosa mujer en aquel momento: Vergüenza propia al
entender que ni siquiera el cumplimiento del deber podía compararse a
encontrarse en la presencia del Señor, y luego el dolor que le ocasionaba
contemplarse a sí misma y comprender su terrible necesidad de Dios. Y
esto lo puedo decir con convicción, porque percibo mis propios senti­
mientos en la historia de Marta, sentimientos que me doblegan delante
del Señor cuando mis obsesiones me apartan de su presencia divina.
¡Cuán oportunas fueron las palabras de Jesús a Marta! En realidad,
sus palabras y el mensaje que ellas contienen, no fueron únicamente
para aquella afanosa mujer de antaño que pensó que preocuparse por lo
cotidiano tenía más valor que preocuparse por lo espiritual. No. Fueron
también para usted y para mí. El Creador y Sustentador de la humanidad
sabía que este pobre mundo está colmado de afanosas Martas. Martas que
surten, Martas que administran, Martas que cocinan y limpian, Martas
que proveen para su familia y la iglesia, Martas que sostienen y dedican su
vida al cuidado de los demás, y olvidan, en su afán, que aquello por lo que
realmente vale la pena vivir, es sentarse a los pies del Salvador y alimentarse,
surtirse, armarse, fortalecerse y vestirse de él, como lo hizo María.
Las palabras de Jesús a Marta no fueron un regaño. Al contrario, eran
la clave de su felicidad, y también de la mía. En esos momentos cuando
el continuo trajinar de la vida llega a desesperarme, es cuando me parece
estar escuchando la voz del amante Jesús dándole sus sabios consejos a
Marta. ¡Y qué diferencia hacen estas palabras entonces en mi vida!
Me abren los ojos. Me hacen advertir que mis cortos e infrecuentes
momentos a los pies de Jesús no son suficientes. Me hacen recapacitar y
también me llevan directamente a la oración intensa donde me olvido
de toda preocupación y los problemas comienzan a perder importancia
porque mis ojos están únicamente enfocados en mi precioso Salvador.
Mi corazón agradecido entonces se abre a la luz que desciende del cielo
con la fragancia de un capullo de rosa. Y estoy segura que así fue también
con Marta.
Ojalá aprendamos a permanecer a los pies de Jesús, que aprendamos a
beber de las palabras de ese Jesús que está disponible para cada hijo suyo
Marta: Jesús y la mujer afanosa
que lo busca, en cualquier tiempo y en cualquier hora. No tenga miedo.
Haga de Jesús su amigo, tal como lo hizo Marta.

LA ENTREGA DE MARTA

Por los caminos de la vida andamos juntas,


mi alma y yo.
Enredada al péndulo de las horas perece
porque no ve el milagro de las aves.
Sus ojos velados no ven
aquella rosa en el jardín que no acaba de abrirse.
Ven, no me dejes vagar buscando tu puerta,
deshazme en pétalos para que llegue a ser flor, si quieres.
Peí o que tu mano nunca deje de asir la mía.

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿I 01 qué Maita se afanaba tanto? ¿Cree que podría haber tenido ten­
dencia al perfeccionismo?
¿Sabe usted íeconocer la dependencia emocional del orden excesivo y
la rigidez en su propia vida?
Para meditar:
Iodos tenemos pequeñas manías y obsesiones. Pero hay cier­
tos compoi tamientos obsesivos o compulsivos que nos causan
angustia, sufrimiento y confusión. La tendencia al perfeccionis­
mo, caracterizada por la necesidad de control sobre cualquier
situación, la necesidad de orden o de una rutina firmemente
establecida, los pensamientos, imágenes o impulsos persistentes y
iecuirentes, las conductas o pensamientos repetitivos destinados
a aliviai la ansiedad producida por los pensamientos obsesivos,
son comportamientos que identifican la personalidad obsesiva
compulsiva. Si alguna de estas formas de actuar le resulta fami­
liar, debería buscar ayuda psicológica.
Lsic tipo de conducta frecuentemente es acompañada por la
depiesion, los problemas de alimentación (anorexia, bulimia) y
Amigas de Jesús

las manifestaciones de ansiedad. Para huir de la presión que estas


conductas provocan, muchas personas se refugian en el alcohol,
las drogas o el sexo, y perjudican seriamente su vida social, perso­
nal y laboral.
• La fe juega un papel muy importante en el tratamiento de este
tipo de problemas. Cuando en nuestras debilidades y problemas
reconocemos que nada podemos hacer por nosotras mismas, y
con firme y completa confianza nos aferramos a nuestro Sal­
vador, se nos imparte poder celestial que nos permite enfrentar
cualquier crisis. Necesitamos aprender a confiar en Jesús como
una fuente inconmovible de apoyo y esperanza.
Lecturas recomendadas:
P. Moreno, Superar la ansiedad y el miedo. Un programa paso a paso. (Bilbao:
Editorial Desclée de Brower, 2002).
P. Moreno, y J. Martín, Dominar las crisis de ansiedad. Una guía para pacientes.
(Bilbao: Editorial Desclée de Brower, 2004).
C a pít u l o 29

M A RÍA MAGDALENA:
N U E S T R A ENTREGA
“Porque tú, Señor, eres bueno y perdonador,
y grande en misericordia
para con todos los que te invocan ”
(Salmos 86:5).

E
n casa de Simón hay revuelo de fiesta. La amplia mesa brinda un
exquisito espectáculo en toda la gama de manjares que la adornan,
y los almohadones donde se reclinan los invitados están recubiertos
de lienzos nuevos. I odos los habitantes de Betania saben que aunque
fariseo, Simón es discípulo de Jesús, y que en agradecimiento por haber
sido restablecido de la lepra, le ofrece aquel festín.
Apenas faltan escasos días para la celebración de la Pascua. Jesús, de
paso hacia Jerusalén, había decidido hospedarse en casa de sus amigos de
Betania, y aprovechando la ocasión, Simón quiso honrarlo. La pequeña
aldea se ha convertido ahora en el centro de la atención de la comarca.
Una nota de expectación cunde el aire en casa del fariseo. Lázaro, quien
acaba de resucitar de la muerte, está presente, y todos quieren verlo y
escucharlo contar su experiencia de ultratumba. Pero es más que eso. Es
algo más importante lo que hace que gente de todas partes se alleguen.
La fama de Jesús se ha extendido por todo Israel, y una multitud
de peregrinos que en camino a Jerusalén se han detenido en Betania,
buscan verlo. Mientras los instrumentos de cuerda que tocan los músicos
invitados por Simón comienzan a escucharse en dulces notas por toda
V
Amigas deJesús

la casa, de cada recoveco de Betania va llegando todo tipo de gente. Los


pensamientos de los partidarios de Jesús que lo han seguido hasta allí
se concentran en la esperanza de que su Maestro sea coronado rey en
ocasión de la Pascua, y mientras hablan de sus expectativas, van llegando
también los enemigos de Jesús, aquellos que desean verlo muerto y que
ahora observan cada movimiento suyo para ver de qué manera pueden
acusarlo.
Algunos, como Simón, están allí en agradecimiento por haber sido
restablecidos de alguna enfermedad o aflicción. A otros simplemente los
mueve la curiosidad de conocer al hombre que tiene poder para resucitar
a los muertos. Cada cual ha venido allí guiado por motivos diferentes.
Pero hay alguien cuya gratitud no puede ser expresada de forma común.
Está allí porque su corazón ha sido atado para siempre al de Jesús. El
deseo de estar cerca de su Maestro acrecienta con la paz que él ha traído
a su atribulada vida. Necesita a su Maestro, le urge sentarse a sus pies y
beber de sus palabras, que se han convertido en el caudal benéfico que
calma y satisface cada uno de sus anhelos más caros.
Es María Magdalena, una mujer marginada por la sociedad en que
vive y conocida en la ciudad como pecadora. Nadie la ve al principio.
Nadie se interesa en ella, o en las circunstancias que la condujeron al
vicio. Porque no es nadie. Porque ha sido reducida a una triste sombra.
Pero en su alma ha brotado la esperanza. Ha sido sanada, restablecida y
aceptada por el Maestro, y su corazón rebosa de agradecimiento.
Un fuerte perfume de nardos comienza a esparcirse de repente pol­
la habitación saturada de voces y otros olores. Poco a poco, curiosos e
invitados dejan de hablar y se concentran en buscar de dónde proviene
aquella fragancia. Hasta que por fin la ven.
Un murmullo nuevo se mezcla con la fragancia que inunda la habi­
tación. Cada cual susurra en el oído de su compañero. Es el susurro de
la crítica, es el bisbiseo de quienes condenan a la mujer que a los pies de
Jesús ha quebrado el vaso de alabastro cié nardo puro.
María Magdalena no se da cuenta en un principio que ha sido des­
cubierta. Es una rosa temblorosa en su desbordante emoción. Todos los
atributos de la entrega se descubren en su acto: Sacrificio, sometimiento,
renuncia, retribución, reconocimiento, satisfacción, gratificación, obli­
gación, complacencia y gratitud. Lava los pies de su Salvador con sus
lágrimas y los seca con sus cabellos. Su corazón agradecido no sabe cómo
expresar de otra forma el amor que siente por su Redentor. Siete veces
María Magdalena: Nuestra entrega

había escuchado la voz de Jesús rogando al Padre por ella, siete demonios
habían salido de ella bajo la autoridad de su voz, y por la misma autoridad
la muerte había sido reprendida y su hermano Lázaro devuelto a la vida.
¿Cómo dejar de ensalzar a Aquel a quien tanto debía?
María Magdalena sabe que fue una gran pecadora. Sabe cuánto odia­
ba el cielo el pecado, sabe que había sido una muerta en vida hasta el
momento en que conoció a Jesús, y al ser perdonada había recobrado
su dignidad y los mismos deseos de vivir. Había escuchado que jesús
estaba a punto de ser coronado rey, y en su mente comenzó a anidar una
idea y un plan. El vaso de alabastro de nardo puro que había adquirido
para su sepultura le serviría ahora para ser la primera en honrarlo como
rey. ¡Cómo palpitaba en su pecho agradecido el anhelo de honrar a su
Maestro! Pero de repente se da cuenta que es el centro de atención de
todos los presentes, que los ojos de todos la observan; acusadores. Y se
siente perdida.
María Magdalena no desconoce que para cada uno de los que están
allí ella es todavía la inmunda María Magdalena de antaño. Sabe que
la situación es escandalosa para Simón porque Jesús ha permitido que
una mujer lo toque en público, y no otra sino ella: una pecadora pú­
blicamente conocida. Ahora, al sentir el peso de tales acusaciones, se
pregunta si acaso ha actuado bien al ungir al Maestro. No sabe qué hacer.
Iemblando, con el corazón hecho pedazos, intenta huir. Pero el acto de
agradecimiento y reconocimiento de María Magdalena no habría de
quedar en el anonimato. Jesús, que conoce mejor que nadie el corazón del
hombre, no quería que el amor de un pecador arrepentido como María
pasara desapercibido.
Ninguna alabanza queda sin ser escuchada por Dios, ningún acto de
agradecimiento que salga de un corazón sincero quedará en la oscuridad.
Cada pensamiento dirigido hacia nuestro Padre Celestial, cada acto de
honra que salga del corazón arrepentido del pecador será esencia de gozo
en el cielo.
¡Cuán diferente es el hombre! La reacción de Simón no fue inespe­
rada. Simón conocía bien a María Magdalena. Él había sido uno de
los hombres que la habían usado y abandonado. Al percibirla todavía
como una pecadora, juzgó a Jesús en silencio. Pero el Hijo de Dios leía
perfectamente la mente de Simón. Su parábola de los dos deudores iba
dirigida a la raíz de su problema: Un celo religioso carente de gracia. ¡Y
Amigas de Jesús

cuánta esperanza trajo Jesús al corazón de la afligida María Magdalena


con sus palabras!
El mundo podría juzgarla, pero ella veía con claridad que la autoridad
y la misericordia de Jesús abrían una nueva puerta a los marginados como
ella, y le ofrecían gracia, perdón y una vida nueva. La salvación de todos
los perdidos estaba garantizada en Jesús. ¡Con razón amó tanto María
Magdalena a Jesús! Por un lado, la sociedad la condenaba; por el otro,
Jesús la perdonaba total y cabalmente.
María Magdalena fue la única persona que ungió la cabeza de Jesús y
lavó sus pies con sus lágrimas. Fue María Magdalena quien se sentaba a
los pies del Salvador con corazón anhelante, consciente y conocedora que
de Jesús fluían ríos de agua viva. No desperdició ni una sola oportunidad
de aprender de su Maestro. Lo siguió en el camino del discipulado desde
Galilea. Cuando los discípulos de Jesús lo abandonaron en el momento
más crucial de su vida, ella continuó sirviéndolo y lo acompañó hasta
la misma cruz. Vio donde lo sepultaron, lo honró ungiendo su cuerpo,
y fue la primera en ir a la tumba de Jesús después de su muerte. ¡No sin
razón María Magdalena tuvo el admirable privilegio de ser la primera en
proclamar a Jesús resucitado!
¡Oh, yo también quiero amar a Jesús como lo amó María Magdalena!
Yo también quiero manifestarle a mi Salvador mi agradecimiento y que­
brar ante sus pies mi propio vaso de alabastro.
El costoso perfume que María Magdalena vertió representaba la en­
trega total de su vida, aquello que más puede valorar una persona. Y es
eso, y no menos, lo que debemos ofrendar a nuestro Salvador.
Tal como hizo con María Magdalena, Dios ha creado un camino
especial para cada una de nosotras, un camino que nos ha desviado de
la ruina y la miseria, y nos ofrece una vida superior. Es esencial que le
demostremos a nuestro Salvador cuán agradecidas estamos por lo que
ha hecho en nuestro favor. Toda mujer tiene un vaso de alabastro que
es exclusivo, pues representa su vida. Ofrécele ese vaso de alabastro a tu
Redentor.
En ese vaso están sus anhelos más caros, también están sus luchas y
sus desafíos. Presénteselo todo a Jesús, vierta ese perfume de su vida a los
pies de su Salvador en agradecimiento y honra por lo que ha hecho por
usted. Olvídese de quienes la juzgan o creen que es demasiado pecadora
para que Cristo la pueda perdonar. Olvídese de quienes la critican y le
María Magdalena: Nuestra entrega

apuntan con un dedo acusador para decirle que sus pecados son demasia­
do grandes para que Dios se digne a cubrirla con su manto de gracia.
María Magdalena fue restaurada de su vida de pecado porque, aunque
los seres humanos veían en ella la deshonra de una mujer pecadora, el
Salvador veía en ella una joya preciosa. Y ocurre lo mismo con cada una
de sus hijas terrenales.
Ande, vaya a su Salvador en este instante. No olvide que él es bueno
y perdonador, y grande en misericordia para todos los que le invocan.
Acérquese a él, y dígale todo lo que su corazón, guiado por el Espíritu
Santo, la impulsa a decirle o a hacer en su nombre.

EL CANTO DE MARÍA MAGDALENA

Amparada en el silencio de un abismo,


cubierta por agua y espuma y noches perjuras,
sin esperanzas de ser rescatada,
esa era yo.
Moriré y conmigo morirá el demonio de mi sed,
mis ansias de ser lo que no soy,
de vivir como no vivo,
de ser.
Pero esta es mi última plegaria,
la que romperá el alabastro,
el frasco de una que no es nada sin ti.
Rompo porque tú rompes,
rompes la oscuridad de mi noche.
En la profundidad de mi existencia y en mi llanto sin
lágrimas
apareces como el gran “Yo Soy”.
¿Por qué llegas a mí, de pronto,
entre la niebla de mi triste camino?
¿Qué ves en mí que te conmueve?
Lo cierto es que a tu llegada concluyó mi noche pavorosa
y brilla en mi vida tu presencia celeste.
Amigas de Jesús

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Qué pasos dio María Magdalena que la llevaron a caer bajo el domi­
nio de Satanás? (Luc. 8:2).
¿Podemos mantenernos a salvo del enemigo? ¿Hay alguna
protección?
Para meditar:
• Cuando el pecado entró en el mundo a través de nuestros prime­
ros padres, la raza humana quedó separada de Dios. Desde ese
terrible momento, la mayor preocupación del enemigo de Dios
fue destruir a sus criaturas. Satanás conoce los puntos más vulne­
rables de nuestro carácter, y nos induce a la ruina atacándonos en
aquellos asuntos en los cuales somos más propensos a caer. María
Magdalena vivió tanto tiempo dentro del mundo de la adicción
al sexo y los placeres, que sus pensamientos llegaron a tornarse
impuros y su imaginación corrupta.
• Satanás intenta hacer lo mismo con cada hijo de Dios que vive
una vida empeñada en servir a su Hacedor. Pero nunca hallará
cabida en nuestro corazón, a menos que le abramos libremente la
puerta.
• “Mirando a Jesús, el autor y consumador de nuestra le, podre­
mos mantenernos como viendo al Invisible, y esto impedirá que
nuestras mentes sean nubladas por la sombra de la incredulidad
{Reflejemos a Jesús, p. 344).
C a p ít u l o 30

LA MUJER
S A M A R IT A N A :
EL ENCUENTRO (O N JE SÚ S
Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que según su grande misericordia
nos hizo renacer para una esperanza viva ”
(1 Pedro 1:3).

E
sol de mediodía calcina la tierra de Sicar. En la distancia, el paisaje produ-
e una imagen invertida como si se reflejara en una superficie líquida. Es el
intenso calor que abrasa el polvo seco del camino; un camino que a esta hora
del día no es sino un erial fantasmagórico por donde nadie quiere caminar.
A esa hora del día una solo puede dormir o sentarse bajo la sombra de
una higuera a esperar que la misericordia del atardecer refresque el aire
candente. En esa soledad que se interpone en la ruta del sol, cruza alguien
que rompe todo esquema.
Es alguien que no es nadie. Es una mujer a quien no le importa el
calor, ni las miradas acusadoras de la gente, porque está acostumbrada
a ser diferente. Haber nacido mujer es ya en sí una circunstancia que
anula su valor. Pero ser una mujer como ella, es peor aún. Ni siquiera se
le permite la dignidad de un nombre. Su lugar de nacimiento le concede
su única identidad, por eso se la conoce como Ha samaritana”.
Mírela, allí viene bajando la colina que conduce al pozo. Las horas
frescas de la mañana, cuando el resto de las mujeres de la aldea suelen
Amigas deJesús

dirigirse al pozo, les son prohibidas. Ella es un paria, una mujer con la
cual nadie quiere identificarse. Por eso se ve obligada a salir cuando los
demás se esconden, a sufrir el sol cruel y asfixiante como la crítica de
sus congéneres. Ella conoce muy bien su lugar en la aldea. Por eso no
protesta, y sale por agua cuando nadie sale; como siempre hace y siempre
habrá de ser.
Ya casi llegando al pozo, la mujer distingue la figura de alguien que
como ella no le teme al sol. El forastero que está sentado junto al círculo
de piedras es judío, y tan pronto la ve llegar, le pide de beber agua... a
ella, una mujer, y para eso samaritana.
Los judíos condenaban todo trato social con los samaritanos. Pedir
agua a una mujer samaritana era atentar contra uno de los esquemas más
implacables de la época. Con sus palabras y obras, aquel hombre retaba a
sus contemporáneos a aceptar que Dios no hace acepción de personas.
Por su parte, la samaritana está acostumbrada a decir lo que siente.
Basándose en las diferencias religiosas entre judíos y samaritanos, sor­
prendida le pregunta: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber,
que soy mujer samaritana?" (Juan 4:9).
Tal vez, la mujer samaritana esperaba abrir un diálogo de índole re­
ligioso cultural, tal como lo vemos más adelante en su conversación
con Jesús; un diálogo que bien podría haber sido un reflejo de su vida
de resentimiento, de su cansancio y su lucha contra el prejuicio que la
convierte en “la samaritana”, una mujer de poca honra, miembro de un
grupo de “casi” judíos. En efecto, toda Samaría era un paria, una rama
del judaismo despreciada por el centro.
Ese no era el propósito del Salvador. Desde hacía mucho tiempo, ella
estaba en su lista de perdidos. La mujer samaritana necesitaba desespera­
damente la garantía de su salvación, y el Hijo de Dios ya la había ubicado
dentro de su plan divino.
jesús conocía el tremendo potencial de la mujer samaritana. Conocía
la gran obra que aquella arrinconada de Samaría podía hacer bajo la
influencia regeneradora del Espíritu Santo. Para eso había venido a Sa­
maría, por eso el Evangelio dice que “le era necesario pasar por Samaría
(vers. 4).
Vez tras vez, Jesús salió de su camino para buscar al perdido. Y aunque
en este punto de la historia la mujer samaritana no capta este concepto en
su total plenitud, ya ha comenzado a admirar a su interlocutor, presiente
que está ante alguien diferente, alguien con potestad. Y no se equivoca.
La mujer samaritana: El encuentro con Jesús

Olvidando las diferencias entre samaritanos y judíos, Jesús le dice: “Si


conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: ‘Dame de beber’, tú le
pedirías, y él te daría agua viva (vers. 10). ¡Cómo habría de mantener su
rivalidad con aquel judío! ¿Quién, si no Dios, podía ofrecerle agua viva?
La mujer samaritana es una mujer inteligente. En las palabras de Jesús
advierte poder. Siente su autoridad y en seguida lo insta a continuar
hablando para que el mismo Jesús sea quien le revele lo que desde ya sos­
pecha. “Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo. ¿De dónde,
pues, tienes el agua viva? ¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Jacob,
que nos dio este pozo, del cual bebieron él, sus hijos y sus ganados?” (vers.
11, 12).
¡Oh, su corazón ya lo sabía! Ella ya sabía que Jesús era mayor que
Jacob, y mayor aun que Abrahán. Pero anhelaba escucharlo de los propios
labios de Jesús. Y Jesús accedió a sus anhelos.
Cualquiera que beba de esta agua volverá a tener sed; pero el que
beba del agua que yo le daré no tendrá sed jamás, sino que el agua que
yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (vers.
13, 14). ¡Y ella qué cansada estaba de tener sed! Qué abrumada se sentía
de tener que vagar por ese desierto de la vida sin honra, sin un amor
genuino, y sin la esperanza de que su triste existencia tuviera un cambio.
Miraba hacia atrás, hacia los antepasados que les dieron aquel pozo,
pensaba en la esperanza en la que habían creído y el anhelo de que Jesús
fuera aquel Mesías se hizo real. Abrumada por la sed de su alma, una sed
que el pozo de Sicar nunca podría calmar, expresó el anhelante ruego:
Señor, dame esa agua ... dame de ti para que ya no tenga sed... dame,
Señor, te ruego, de esa agua viva que proviene del Hijo de Dios, porque
cansada vivo de mí misma y esta vida de ausencias.
¡Eso era lo que buscaba Jesús! ¡Para eso había venido a Samaría! Ahí
estaba esa mujer, pecadora y despreciada por todo un pueblo, pero con
tanto potencial para la edificación de su obra. En una mujer condenada
por su pasado, Jesús vio lo que otros no podían ver. Ella necesitaba un
cambio de vida, un encuentro genuino con su Salvador. Y para eso había
venido el Señor a aquella ardiente aldea.
Ve, llama a tu marido, y ven acá , le responde Jesús. La mujer samari­
tana capta que Jesús lo sabe todo; que ve toda su vida desplegada delante
de él, y aunque siente que no la condena ni la rechaza, avergonzada baja
la cabeza para no tropezar con aquella mirada conocedora. “No tengo
marido — le dice soslayando el tema. “Bien has dicho — responde él;
Amigas de Jesús

porque cinco maridos has tenido y el que ahora tienes no es tu marido.


Esto has dicho con verdad” (vers. 17, 18).
¿Quién, sino el Cristo esperado podía revelar secretos tan íntimos?
Cinco veces había sido repudiada. Cinco maridos la habían tomado bajo
su protección en matrimonio para luego descartarla, y ahora no era más
que la concubina del hombre que la había tomado como suya. Se siente
aturdida ante aquella revelación, busca cambiar de tema; un tema que
la avergüenza, un tema que ya la cansa. Pero mientras Jesús habla, el
Espíritu Santo la conmueve. Le ha sido revelada la naturaleza mesiánica
de Jesús. Ella acostumbra decir lo que siente, pero esta vez está delante
del Hijo de Dios y no atina a preguntar con franqueza aquello que debe
ser corroborado.
“Sé que ha de venir el Mesías, llamado el Cristo; cuando él venga nos
declarará todas las cosas”. Pero Jesús ya no tiene que continuar ocultando
su naturaleza divina. La verdad ya había penetrado en el corazón de la
mujer samaritana. Bajo la dulce influencia del Espíritu Santo, ha recono­
cido un hecho extraordinario. Entonces, por encima de todo ruido hu­
mano, más allá del intenso calor que calcinaba la tierra, la mujer escucha
la voz de su Redentor: “Yo soy, el que habla contigo” (vers. 25, 26).
¡Oh, ya no importaba el agua que había venido a buscar! A partir de
ese momento ella tenía acceso directo al agua de vida eterna, a pesar de
su marginación social y religiosa. Su alma rebosaba de gozo, un gozo que
hacía tiempo no sentía. Dejó su cántaro y corrió hacia el pueblo.
Era tan extraordinaria la información obtenida, tan poderosa su con­
vicción, que no podía callársela. “¡Venid!, ved a un hombre que me ha
dicho todo cuanto he hecho. ¿No será este el Cristo? , proclamó en todo
el pueblo. Y toda la ciudad salió tras ella para encontrarse con Jesús.
¡Qué manera de romper las barreras que construye el exclusivismo!
Una mujer no judía, pecadora, se convierte en una de las primeras evan-
gelizadoras, gracias al poder de su testimonio.
Hay tanto poder en esta historia; tanto perdón y renovación, que no
me queda más que postrarme a los pies de Jesús y reconocerlo como mi
Salvador personal. Un día, Jesús nos encontró a usted y a mí junto al
pozo de la vida. Yo no sé cuáles fueron las circunstancias que hicieron
que Jesús pasara por su pueblo para encontrarte. Pero puede estar segura
que usted estaba en sus pensamientos. Junto al pozo la encontró, el pozo
de sus requiebros, sus pecados y desatinos.
La mujer samaritana: El encuentro con Jesús

El encuentro de la mujer samaritana con Jesús dio un giro de noventa


grados a su triste existencia de relaciones insatisfechas. ¿Cómo son sus
relaciones personales? ¿Acaso se ve reflejada en la vida de la mujer samaritana?
¿Une hoy su vida, de nuevo, al hombre equivocado? Esas relaciones, ¿la
acercan a Dios o la apartan de su presencia divina?
Mire a su Salvador, junto al pozo de su vida, allí está, esperándola
para darle su bendición en el pleno mediodía de su experiencia. Ningún
mortal podrá ofrecerle jamás lo que le ofrece Jesús.
1al vez esté pensando que ya no tiene remedio, que ha ido tan lejos en
su vida de pecado que ya Dios no puede perdonarla, pero fíjese en esto: A
ninguno de los judíos que se consideraban justos vio Dios a bien revelarle
su naturaleza divina, como lo hizo con la pecadora samaritana. ¡Qué
privilegio! Jesús vio en ella a una misionera. Vio a una mujer más que
dispuesta a compartir con otros lo que se le había revelado. Y lo mismo
puede pasar con usted.

ODA A LA SAMARITANA

Su nombre se hace polvo camino al pozo.


No entra ni sale, no hay adentro ni afuera.
Vive y se mueve en mediodías de soles,
persigue una idea madre de ilusiones,
clama y no hay quien le responda.
Meandros de sed la condenan al abismo que la inmoviliza.
¿Deberás vagar buscando
y encontrándote para perderte de nuevo?
¡Oh, llégate al pozo donde manan manantiales vivos!
Allí te espera el Divino Maestro
para restablecer tu alma errante.

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Por qué le dijo Jesús a la mujer samaritana “ve y busca a tu marido”?
¿Le interesa a Dios nuestras relaciones personales?
Amigas de Jesús

Los jóvenes de hoy aseguran que las relaciones sexuales antes del
matrimonio con múltiples parejas son aceptables y algo normal. ¿Qué
piensa usted? ¿Qué opina sobre el amor libre y la píldora?
¿Encontró la mujer samaritana la verdadera felicidad en Jesús?
Para meditar:
• La Palabra de Dios no nos dice si la mujer samaritana padecía al­
gunas de las enfermedades contagiosas de transmisión sexual que
afectan hoy a una gran parte de nuestra sociedad. Pero es posible
que sí. Existen más de cincuenta enfermedades que se transmiten
por la vía sexual. Algunas de estas enfermedades pueden tener
graves consecuencias para la salud, e incluso ser mortales.
• La enfermedad pélvica inflamatoria, la clamidia o cervicitis,
la uretritis gonocócica, la Hepatitis B, la vaginitis, las verrugas
venéreas, la sífilis, la gonorrea, el herpes genital y el sida, son
solo algunas de las enfermedades más importantes, o de mayo­
res consecuencias. En la actualidad hay un incremento de estas
enfermedades, y está comprobado científicamente que la causa
primordial de este fenómeno son las relaciones sexuales múlti­
ples. Algunos de los síntomas iniciales incluyen: Urgencia o un
aumento en la frecuencia, la incontinencia, la descarga vaginal,
dolor o quemazón al orinar, relación sexual dolorosa y úlceras en
la garganta.
• Debe ser capaz de reconocer las señales de una infección y bus­
car atención médica inmediata. Si piensa que puede tener una
enfermedad de transmisión sexual, consulte a su médico inme­
diatamente para un diagnóstico y un tratamiento. No deje que la
vergüenza o la ignorancia le impidan buscar ayuda.
• Los especialistas en enfermedades infecciosas establecen como
medidas preventivas las relaciones sexuales con una sola pareja.
Eso lo sabía Jesús cuando habló con la mujer samaritana junto
al pozo de Jacob. También sabía que el mundo solo ofrece pro­
mesas vacías y sueños insatisfechos, y que la mujer samaritana
necesitaba a Dios desesperadamente. Dios también la conoce a
usted. Si siente que su vida no tiene estabilidad, que el pecado la
ha apartado de Dios, no espere a que Jesús tenga que decirle “ve,
llama a tu marido”.
La mujer samaritana: El encuentro con Jesús
FUENTES ADICIONALES DE INFORMACIÓN:
CDC NATIONAL STD HOTLINE
Teléfono: 1-800-227-8922. Horario: 8 AM-11 PM (ET) de lunes
viernes
Las llamadas son gratuitas y todo se lleva a cabo bajo estricta confi
dencia. Si lo desea, puede adquirir información escrita sobre las enferme
dades de transmisión sexual.
AMERICAN SOCIAL HEALTH ASSOCIATION
http://www.ashastd.org/
PLANNED PARENTHOOD
STD Awareness page
http://www.plannedparenthood.org
DIVISION OF HIV/AIDS PREVENTION
U.S. Centers for Disease Control and Prevention
http://www.cdc.gov/nchstp/hiv_aids/pubs/facts.htm
C a p ít u l o 31

LA SUEGRA DE PEDRO:
LA G RANDEZA DEL SERVICIO
Al que nos ama,
y con su sangre nos libró de nuestros pecados,
)/ nos constituyó en un reino de
sacerdotes para servir a Dios, su Padre.
A él sea gloria e imperio
para siempre jamás,
(ver Apocalipsis 1:5, 6).
ara escribir, usualmente tengo que vivir en sentimiento y mente
el pasaje del cual escribo. Aprendí a captar los detalles contenidos
en la historia de la suegra de Pedro, varios años atrás, cuando me tocó
acompañar a mi esposo a una iglesia en California donde tenía que
predicar. Era una iglesia grande, de muchos miembros, y su pastor vivía
ocupado en muchísimas labores y responsabilidades que a menudo lo
alejaban de su hogar. Su joven esposa quedaba al cuidado de la casa y
sus dos pequeñas hijas sin la ayuda de su esposo. Pero esta mujer era
privilegiada, no estaba sola. Contaba con la inapreciable ayuda de su
madre; una activa y ferviente mujer quien jugaba un papel central en
aquel hogar.
Esta entusiasta mujer, una cristiana dedicada al servicio de Dios y
su familia, socorría a su hija en todos sus quehaceres cotidianos con un
corazón agradecido y alegre. Recuerdo particularmente el almuerzo que
nos tenía preparado aquel sábado; un banquete para homenajear a los
La suegra de Pedro: La grandeza del servicio

ministros y dirigentes que habían venido de lejos para aquella ocasión


especial. Su presencia en aquel hogar era tan benéfica y valiosa, que no
podía imaginarme lo que habría sido de aquella familia sin ella. Por
alguna razón, mi mente la conecta con el relato bíblico sobre la suegra
de Pedro.
Pedro era un evangelista. Pasaba mucho tiempo fuera de casa en su
misión evangelizadora. Pero la esposa de Pedro, como la mujer de mi
historia, contaba con la valiosa ayuda de su madre.
Durante su ministerio, Jesús y sus discípulos acostumbraban recorrer
largos caminos agobiados por el polvo y la sed, a menudo bajo un sol
agotador. Durante los intervalos que transcurrían entre sus viajes de un
lugar a otro, parece que Jesús solía encontrar refugio en casa de Pedro.
¿Por qué crees que a Jesús y a sus discípulos les gustaba visitar la casa de
su amigo el pescador?
En casa de Pedro, el Maestro y sus discípulos eran siempre bien re­
cibidos. Allí en Capernaúm vivían dos mujeres dedicadas al servicio de
Dios que siempre los recibían con afecto y con una hogaza de pan en el
horno.
En la casa de Pedro la temperatura y el ambiente eran siempre agra­
dables. Allí siempre había un vaso de agua fresca y un lugar limpio y
disponible para el Salvador y los discípulos. ¡Cuán agradable era salirse
del tumulto y buscar refugio allí! Pero un día, aquel hogar se vio opacado
por una triste sombra.
Jesús había estado ocupado todo ese día en la predicación. Muchos
dolientes habían sido curados y restablecidos por el Médico Divino.
Imagino que al final de aquella tarde el Maestro anhelaba el sosegado
reposo que encontraría en la casa de Pedro. Pero esta vez no fue recibido
con el regocijo con que aquellas dos mujeres, que daban lo mejor de sí
por atenderlo, acostumbraban recibirlo.
La suegra de Pedro está enferma. La hija, preocupada por su ma­
dre, apenas logra explicar lo que sucede. Tal vez piensa que su madre
va a morir, tal vez está segura que no pasará de la madrugada. La
ha visto delirar por largas horas abatida por una fuerte fiebre, pero
ahora, al mirarse en los amables ojos de Jesús, el miedo retrocede. Ya
no hace más preguntas, ya deja de preocuparse. En silencio, se ade­
lanta al Maestro en dirección a la habitación en penumbras de donde
llega un jadeo profundo. La luz de una vela amarilla titila sobre una
Amigas ele Jesús

pequeña mesa y esparce diseños de sombras vacilantes en las paredes


y el techo.
Allí está la enferma, la suegra de Pedro, la mujer que siempre ha servi­
do a su Maestro con sincera devoción y alegría. Ha caído bajo los eHuvios
funestos de Satanás, y a veces entra en un profundo sopor de muerte del
cual parece que nunca va a salir.
Jesús la contempla y sus ojos se llenan de lágrimas. No la llama,
no pronuncia su nombre como ha hecho con otros enfermos que ha
curado. La emoción embarga su garganta. Su corazón se conduele por
aquella mujer que tantas veces le ha servido con corazón dispuesto. Y
prefiere hacer algo por ella que llamaría la atención de todo aquel que
a través de las generaciones se ha fijado en los detalles de su milagro.
Se acerca al borde de la cama donde la suegra de Pedro delira, y toca
su mano.
Bien podía el Médico Divino haber tocado la frente afiebrada de la
suegra de Pedro, bien podía haber ordenado a la enfermedad abandonar
el cuerpo de la afligida. Pero el Salvador prefirió tocar su mano, porque
era allí donde deliberadamente quería exhibir su poder (Mat. 8:15).
Fue un toque intencional. Aquellas manos que tanto habían servido al
Salvador, que tanto bien habían hecho por él, ahora iban a ser objeto de
uno de sus actos de bondad. Iban a ser el escenario de la omnipotencia y
la compasión de Jesucristo. ¡Y cuán grandes cosas me muestran este acto
de amor por parte de Jesús!
Nada de lo que hacemos por Dios, o por su obra, pasa inadvertido
para el cielo. Ningún trabajo ofrecido a Dios, por humilde que sea, que­
dará en el anonimato. Pero esta historia de amor y agradecimiento, no
termina aquí. Tan pronto Jesús reprendió la dolencia que afectaba a la
suegra de Pedro, ésta se levantó e inmediatamente continuó atendiendo
las necesidades del Maestro y sus discípulos.
Para eso vivía, para servir a Dios. Y mientras tuviera vida, eso haría.
¡Cuánto nos tiene que enseñar la suegra de Pedro, y qué preciosas leccio­
nes nos ha dejado como legado esta digna mujer!
El apóstol Pablo, en su epístola a los Romanos, nos recuerda que a
cada hijo de Dios se le ha dado un don especial, el cual debe ser desem­
peñado con alegría (Rom. 12:3-8). Puede ser que algunas entre nosotras
sean ilustres predicadoras o grandes maestras. Puede ser que otras tengan
el don de exhortar o de curar, pero a todas sin excepción se nos ha dado
el don del servicio.
La suegra de Pedro: La grandeza del servicio

Aquel que con su sangre nos libró de nuestros pecados nos ha consti­
tuido en un reino de sacerdotes y sacerdotisas para servir a Dios. Este es
nuestro mayor privilegio.
TODO LO QUE TENGO

He aquí mis manos, Señor,


no tienen mucho que ofrendarte,
mas de lo que tengo te doy.
Te doy el finjo incesante de mis pensamientos
El tic-tac acompasado de mi pecho cuando moro en luz,
y el flechazo que hiere mi carne cuando habito en sombras.
Todo aquello que soy, o que me falta ser,
lo entrego a tu servicio de amor.
Y cuando ya no sea ni albor ni lobreguez,
ni sombra ni luz,
concédeme, Señor, la caricia benéfica de tu mano
sobre estas mías que son tuyas.

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


Servir a los demás con alegría y buena disposición, ¿aumenta nuestra
felicidad, o nos hace infelices?
¿Estaba obligada la suegra de Pedro a servir a Jesús? ¿Por qué cree
que tan pronto recuperó su salud volvió a servir al Maestro y sus
discípulos?
Para meditar:
• El verdadero servicio debe ser espontáneo, brindado con amor y
guiado por la compasión. Si no es así, lo que habrá serán buenas
intenciones, diversidad de motivaciones y frecuente fanatismo.
Cada hijo de Dios debe comprender que ningún ser humano
ha de vivir para sí mismo, y que solo cuando el amor de nuestro
Señor Jesucristo se exteriorice como servicio, podrá el hombre
alcanzar la altura de su capacidad innata.
• “Siendo la ley del amor el fundamento del gobierno de Dios, la
felicidad de todos los seres inteligentes depende de su perfecto
Amigas de Jesús

acuerdo con los grandes principios de justicia de esa ley. Dios


desea de todas sus criaturas el servicio que nace del amor, de
la comprensión y del aprecio de su carácter. No halla placer
en una obediencia forzada, y otorga a todos libre albedrío
para que puedan servirle voluntariamente” (Exaltad a Jesús, p.
44).
C a p ít u l o 32

LA M UJER ADÚLTERA
Y LA V IS IÓ N DE JE S Ú S
“Dios no envió a su Hijo al mundo
para condenar al mundo,
sino para que el mundo sea salvo por él ”
(S. Juan 3:17).

A
noche, en las noticias escuché la increíble historia de una joven de
Arabia Saudita quien, tras haber sido brutalmente violada múltiples
veces por una pandilla de siete maleantes, en vez de ser defendida por la
ley, fue sentenciada por un tribunal saudí a noventa latigazos. Y todo,
porque en desacato a la ley de segregación de sexos, al momento del
ataque se encontraba en un automóvil con un hombre que no pertenecía
a su familia. Cuando esta joven intentó apelar a la justicia ante los medios
de comunicación, su condena fue entonces rematada con seis meses de
cárcel y 200 latigazos más; una práctica de la tradición islámica que data
de hace 1.400 años.
Estas prácticas islámicas eran parecidas a las establecidas en Israel
en el tiempo de Jesús. Si 200 latigazos nos parece tan brutal que apenas
podemos imaginárnoslo, ¿se imagina lo que sería la aflicción mordaz de
las piedras?
La mujer que han arrastrado hasta el patio interno del templo se coloca
en posición fetal sobre el suelo esperando una muerte certera. La imagen
que proyecta contrasta con la sobriedad del templo. Está sucia de lodo,
tiene las manos y piernas cubiertas de sangre por los rasguños y heridas
Amigas de Jesús

que le han infligido al arrastrarla hasta allí, y su cuerpo, semidesnudo, es


visiblemente sacudido por temblores.
Todo lo que acaso le ofrece cierto alivio a su humillación es la maraña
de cabellos que cubre su rostro. Tras ellos se oculta para no escuchar las
voces de los verdugos que deciden su suerte impunemente. Con ma­
nos magulladas cubre fuertemente ambos oídos, anticipando el terrible
zumbido de las primeras piedras. Pero la muerte se pospone, pues sus
acusadores tienen planes de poner a Jesús en conflicto con Moisés.
Esto ocurre a la mañana del octavo día de la Fiesta de los Taber­
náculos. Los sucesos que se han venido desarrollando durante la fiesta
han dejado los ánimos fragmentados. Los seguidores de Jesús aumentan.
En el mismo Sanedrín aparecen nuevos partidarios, pero el pueblo está
dividido y los ánimos contrarios se enconan. Los escribas y fariseos han
preparado una nueva estratagema contra Jesús que les parece genial. Van
a confrontarlo con el sistema de religión bajo el cual viven los judíos, en
contraposición con la misericordia y el perdón tantas veces predicados
por el Divino Maestro. Y para ello, ¿qué mejor que desenmascararlo ante
una adúltera sorprendida en el acto mismo del adulterio? (Juan 8:3).
Mientras la mujer tiembla agazapada en el suelo, se acerca el manso
Jesús. Los escribas y fariseos, cargando consigo piedras de toda forma
y tamaño, creen que cualquiera que sea la respuesta de Jesús podrán
hacerlo caer en condenación. Y en seguida le tienden el lazo con el cual
están seguros de atraparlo.
“Maestro, esta mujer ha sido tomada en el mismo acto del adulterio,
y en la Ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué
dices?” (vers. 4, 5).
Se sabían la ley al dedillo. Si un hombre cometía adulterio con la
mujer de su prójimo, el adúltero y la adúltera indefectiblemente debían
ser apedreados. Levítico prescribía la pena de muerte para estos casos
(Lev. 20:10), y Deuteronomio mandaba que los pecadores fueran sacados
fuera de la ciudad y se los lapidara (Deut. 22:22). Pero extrañamente, han
acusado y arrastrado hasta allí únicamente a la mujer. Reflejan, sin darse
cuenta, no solo su fascinación por el castigo y su desprecio cultural de
la mujer, sino la manera en que la tradición humana había pervertido el
plan de salvación haciendo resaltar las formas de la religión antes que sus
propósitos espirituales y morales.
Están seguros de que esta vez no hay escapatoria para Jesús. Sin duda,
conocían su cualidad perdonadora y esperaban que recomendara benig-
La mujer adúltera y la visión de Jesús

nidad. En este caso, si Jesús optaba por el perdón, podrían acusarlo de


soslayar el castigo exigido por la ley; pero si aconsejaba que se cumpliera
el castigo, podían entonces acusarlo de que usurpaba la autoridad de
Roma, que en ese tiempo se había reservado la decisión de los casos de
pena capital. En sus mentes resentidas no había otra opción.
Ante esta conspiración, Jesús reacciona con un silencio sereno. Ni las
miradas ni las intenciones de sus enemigos intranquilizan al Maestro. Se
inclina junto a la temblorosa mujer, y comienza a escribir con el dedo en
la tierra.
En cierto modo, aquellos hombres faltos de misericordia tenían razón.
El sistema de religión bajo el cual vivían los judíos había sido divinamen­
te ordenado, fue el mismo Cristo quien instituyó aquellas leyes, hablando
por medio de Moisés y los profetas (1 Ped. 1:9, 10). Pero la tradición
humana había pervertido gradualmente aquellas leyes. Ahora el Hijo de
Dios se encontraba en persona en la Tierra para confirmar las grandes
verdades eternas reveladas a esos santos hombres de la antigüedad y res­
taurar la ley a su lustre original sin las manchas de la tradición humana.
Aquel que habló “en otro tiempo a los padres por los profetas”, ahora
hablaba a los hombres por medio de su propio Hijo (Heb. 1:1-2). Pero los
escribas y fariseos son ciegos a la verdad. No ven, ni entienden que Jesús
ha venido para revelar al Padre en su verdadero carácter, y convencer a
los hombres de que practiquen justicia y misericordia y se humillen ante
Dios (Miq. 6:6-8). Ellos prefieren el castigo al perdón, ellos prefieren la
muerte de la mujer a la restauración que ofrece Jesús.
El dedo del Creador continúa escribiendo en el objeto creado: la tierra.
El Hijo de Dios evita cruzar su mirada con las miradas llenas de odio y de
malicia de los acusadores, pero tiene algo que enseñarles a los hombres,
ha venido al mundo a enseñarle a los hijos de Adán que si la ley que con­
dena a los hombres fue dada por medio de Moisés, la gracia redentora que
salva al hombre de su culpa era dada a través del Hijo de Dios, a quien
tenían delante de ellos. Y comienza a escribir en tierra los pecados de los
acusadores que velan cada movimiento suyo, listos a lanzar la primera
piedra {El Deseado de todas las gentes, p. 425).
Su santo silencio es una oportunidad para el escudriñamiento íntimo.
A la mente de cada uno de los acusadores llegan imágenes de sus propios
pecados como flechazos de luz. Ven sus actos de lascivia, sus mentiras,
sus robos y maltratos, y se contemplan a sí mismos tal como son: Tan
pecadores como aquel guiñapo de mujer, faltos, inmerecedores de la
Amigas de Jesús

gracia divina. Aun así, se creen demasiados justos, muy por encima de la
mujer que gime a sus pies acorralada por el miedo. Por eso insisten en que
el Hijo de Dios responda según la justicia inadecuada y enana de ellos,
según su criterio egoísta, mientras desbaratan bajo sus pies la lección de
perdón que el Divino Maestro trataba de enseñarles.
Viendo su insistencia, a Jesús no le queda más que enderezarse y decir:
“El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra
contra ella” (Juan 8:7). Si te parece que eres más justo que esta pecadora,
si acaso piensas que tu pureza y tu vida sin tacha de pecado te conceden
el derecho a actuar como Dios para herir a tu semejante, entonces levanta
tu mano y tira la primera piedra. Se inclinó entonces junto a la mujer, a
su nivel, y continuó escribiendo en tierra.
¡Qué espectáculo! ¡Qué oportuna lección! Jesús quería enseñar a aque­
llos hombres que se adjudicaban su propia justicia y pureza, que tomaban
las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, que tomaban lo amargo por
dulce y lo dulce por amargo (Isa. 5:20), y que teniendo frente a ellos al
inmaculado Hijo de Dios no pudieron reconocer la suave voz de su gracia
y su perdón.
La humillación a la que se vieron sometidos los escribas y fariseos
fue completamente merecida. Condenados por la verdad, uno tras uno,
encabezados por el más viejo, comenzaron a alejarse. Cabizbajos, en si­
lencio, temerosos de hacerse aborrecibles ante la publicidad de sus propios
pecados, se alejaban volteando la cabeza una vez más para ver el perdón
humanizado; el perdón en la acción de Jesús hacia la mujer y hacia ellos
mismos. Hasta que por fin quedaron solos Jesús y la mujer.
Ambos quedan en silencio. La mujer que hasta hacía poco temblaba
en el suelo, levanta la cabeza suavemente, y a través de los largos cabellos
que ocultan su rostro, se atreve a contemplar a su Salvador. ¡Está viva! No
hay nadie que la condene, ni siquiera el Hijo de Dios requiere que pague
su pecado con su vida. ¡Ha vuelto a renacer en la presencia de su Salvador!
No puede ni quiere apartar la vista de su Salvador. Ha vuelto a renacer
en su presencia, y aunque su pecado la revela sucia e inmunda ante el
Redentor del mundo, no se siente condenada. La mujer adúltera sabe que
todavía tiene que esperar la decisión de Jesús, ahora debe esperar que sea
el mismo Dios quien decida su suerte. Mas no teme, su terrible pecado
la ha llevado a los benditos pies de la Gracia hecha persona. Debió haber
muerto, pero su vida había sido preservada por amor.
La mujer adúltera y la visión de Jesús

Conmovida, las primeras lágrimas de constricción ruedan por su


rostro embadurnado de lágrimas y polvo. La voz de su benefactor frag­
menta el silencio: “Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿ninguno te
condenó?” Y ella, todavía con la vista fija en los amables ojos de Jesús, le
responde: “¡Ninguno, Señor!” (vers. 10, 11)... ¡Solo faltas tú, Padre, ahora
te toca a ti decidir mi suerte, en tus manos está mi vida; haz con ella
lo que quieras! Y Jesús le ofrece una escapatoria, una alternativa que la
mujer adúltera jamás podrá olvidar: “Ni yo te condeno; vete y no peques
más” (ver. 11).
Hoy, a dos mil años de haber sido dichas estas palabras resuenan en
mis oídos como un glorioso canto; un canto de misericordia y salvación
inmerecida que cada una de nosotras podemos cantar. Jesús le estaba
ofreciendo a aquella pecadora un nuevo comienzo, una pausa milagrosa
en su miserable vida para que saltara el abismo tenebroso del pasado y
tuviera derecho a un nuevo futuro. No la condenaba, el Salvador no esta­
ba interesado en la muerte de aquella pecadora, sino en su regeneración.
Y la exhorta a un nuevo modo de vida de confianza y dependencia de su
Padre Celestial.
Es esa, precisamente, la obra de Dios con cada pecador. Dios sabe que
pecar es propio de nuestra naturaleza corrupta y destituida de Dios. Pero
en vez de condenarnos, nos da la mano para que salgamos del lodo del
pecado, a la vez que nos insta a dejar nuestros caminos de perdición. Y
está dispuesto a hacer lo mismo, vez tras vez.
Estimada amiga, ¿acaso se ve en la vida de la mujer adúltera? ¿Acaso le
tiene que decir hoy Jesús: “Vete y no peques más”? Tal vez ya ni le impor­
ten sus acusadores. Tal vez su pecado la ha llevado tan lejos que lo único
que ahora le interesa es sobrevivir. Está muriendo por dentro, y se siente
tan lejos de Dios que ya ni puede arrodillarse a pedirle ayuda. Quédese
ahí en el piso donde está, allí, ante sus acusadores, donde su vida de pe­
cado la ha conducido, y espere la sentencia de su Redentor. Su sentencia
es lo mismo que le ofreció a la mujer adúltera; su perdón acompañado de
una amonestación: “Ni yo te condeno; vete y no peques más”.
Amiga mía, agárrese de ese salvavidas que le lanza Jesús desde el cielo.
Si echa mano de él estará a salvo, pero si lo deja, si deja que las aguas
turbulentas del pecado lo alejen de usted, entonces estará perdida.
Mire lo que le dice Jesús: “Al que oye mis palabras y no las guarda,
yo no lo juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar
al mundo. El que me rechaza y no recibe mis palabras, tiene quien lo
Amigas de Jesús

juzgue: la palabra que he hablado, ella lo juzgará en el día final” (Juan


12:47, 48). ¿Entiende bien esto? ¿Ha captado lo que significa?
Quizás usted misma está viviendo una vida de pecado, quizá ha caído
en la trampa del adulterio, pero el Espíritu Santo todavía la mueve a
buscar a Dios. Quizás es una que uoye [sus]... palabras y no las guarda”.
Dios no la condena, porque él no vino al mundo a condenar, sino a salvar
(Juan 12:47). Lo que él quiere de usted es aquello que quiso de la mujer
pecadora. Le dice: “Te perdono, es hora de que abandones tu pecado”.
Hay una gran diferencia entre pecar impunemente y pecar con el
dolor de sabernos pecadores impotentes. Ojalá que nunca pequemos y
continuemos pecando sin prestar oídos a las súplicas divinas del Espíritu
Santo. Si ya ha escuchado la voz de tu Salvador diciéndole “Vete y no
peques más”, hágale caso.
No espere a que las aguas del pecado continúen subiendo y llegue
a sentir que ya no tiene escapatoria. Estoy segura de que aquella mujer
cuyo pecado la llevó tan cerca de la muerte, atendió el consejo de Jesús.
Cada vez que se acordaba de aquel terrible día, cada vez que las palabras
llenas de amor y sabiduría del Salvador volvían a repicar en sus oídos, más
se aferraba al Señor que podía mantenerla en el bien. ¿No hará usted lo
mismo?

EL CANTO DE LA MUJER ADÚLTERA

La vereda se ha tornado un infierno.


En la soledad donde lloro mi espanto
solo hay piedras y odios, odios y piedras.
También temo las miradas,
y las palabras que hieren tanto
como las piedras que empuñan sus manos.
Entonces...
sobre los senderos azides de mi agonía
escucho pasos distintos, veo, siento un manto blanco.
No alcanzo a voltearme,
el temor me congela y tenso mi cuerpo,
lista para el encuentro fatal entre roca y piel.
Algo sucede, una pausa sagrada,
una mano escribe en el polvo, junto a mí
La mujer adúltera y la visión de Jesús

y mis captores se van alejando.


¿Qué habrás hecho, Maestro, dulce Presencia?
¿Por qué no me condenas como los demás?
¿Por qué contigo siento que no soy imperfecta,
¿Que puedo ser amada,
que en el lago profundo de mi llanto
has colocado un puente hacia la eternidad?

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Cree que la mujer adúltera siguió el consejo de Jesús?
¿Se puede prevenir el adulterio?
¿Es siempre el adulterio un motivo para el divorcio?
¿Qué podemos hacer para reavivar nuestro matrimonio?
Para meditar:
• La infidelidad marital no solo destruye la vida personal de quienes
ceden a la tentación, sino que destruye matrimonios y familias.
El adulterio ciega de tal manera los ojos de quienes incursionan
en él, que éstos apenas perciben su autodestrucción. El enemigo
los engaña presentándoles un panorama excitante, pero cuando
aceptan sus mentiras, descienden un hondo abismo del cual solo
podrán ascender con el alma hecha pedazos.
• Hablando del matrimonio, la sierva del Señor expresó: “Como to­
das las demás excelentes dádivas que Dios confió a la custodia de
la humanidad, el matrimonio fue pervertido por el pecado; pero
el propósito del evangelio es restablecer su pureza y hermosura.
Eanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, se emplea el
matrimonio para representar la unión tierna y sagrada que existe
entre Cristo y su pueblo, los redimidos a quienes él adquirió al
precio del Calvario... La gracia de Cristo, y solo ella, puede hacer
de esta institución lo que Dios deseaba que fuese: un medio de
beneficiar y elevar a la humanidad. Así las familias de la tierra,
en su unidad, paz y amor, pueden representar a la familia de los
cielos {Ll discurso maestro de Jesucristo, pp. 57, 58).
C a pít u l o 33

LAS D IS C ÍP U L A S
DE JE SÚ S
Y LA M UJER DE HOY
El les dijo: “Vengan a ver”.
Fueron, pues, vieron dónde vivía
y se quedaron con él...
(ver S. Juan 1:39).

E
s bien conocido que un grupo de doce hombres de distintos tem­
peramentos y clases sociales fueron escogidos para ser los discípulos
de Jesús durante su ministerio aquí en la Tierra. ¿Quién no conoce la
historia del impulsivo Pedro? ¿Quién no ha escuchado alguna vez hablar
de Juan, el discípulo amado, o del incrédulo Tomás o el traidor Judas?
De lo que se habla poco, o casi nada, es que Jesús tuvo otro grupo de
seguidores que rompió todos los esquemas de su tiempo. Me refiero a las
discípulas de Jesús, mujeres que en total igualdad de condiciones con los
discípulos, fueron protagonistas en su ministerio.
La Biblia nos enseña que Jesús iba por todas las ciudades y aldeas
predicando y anunciando el evangelio del reino de Dios, pero con él y sus
discípulos iban también sus discípulas (Luc. 8:1-3). ¿Qué vieron en Jesús
aquellas mujeres, me pregunto, para que estuvieran dispuestas a salir de
sus casas y ser asimiladas en un grupo mixto con hombres que no eran
sus esposos?
¿Se imagina el espectáculo que estas fervientes mujeres han de haber
sido para aquel pueblo dominado por las leyes del patriarcado? Segu­
ramente fueron severamente criticadas y mal interpretad as, pero a estas
Las discípulas de Jesús y la mujer de hoy

mujeres nadie les iba a impedir estar cerca de Jesús; ni siquiera las leyes o
costumbres de su tiempo.
Las experiencias que condujeron a cada una de ellas a Jesús segura­
mente fueron muy similares a las de los discípulos. A través del testimo­
nio personal del apóstol Juan vemos cómo Jesús atraía a sus seguidores
hacia sí. Juan y su amigo Andrés, originalmente discípulos de Juan el
Bautista, fueron movidos a seguir a Jesús cuando comenzaron a captar
que éste era el Cordero de Dios (Juan 1:36). En silencio, pero llenos de
preguntas, siguieron al Maestro hasta que éste se volvió y les preguntó:
“¿Qué buscáis?”
Curiosamente, los discípulos responden a Jesús con otra pregunta,
una que en realidad no tenía nada que ver con los verdaderos anhelos de
su corazón. “Rabí — que significa Maestro—, ¿dónde vives?” (vers. 38).
Su pregunta no era sino su imperiosa necesidad de conocerlo más ínti­
mamente. ¿Quién eres? ¿Acaso eres el Mesías anunciado por los profetas?
¿Dónde vives? Estas preguntas no eran sino un pretexto para acercársele.
Y Jesús, leyendo la intención oculta de su corazón, los invita a convivir
con él, de manera que ellos mismos puedan formar su propia opinión
sobre él.
La pedagogía de Jesús es diferente a la del maestro común. No les dice
“Yo Soy el que Soy”, no coacciona, no espera una aceptación forzada.
“Venid y ved”, les dice simplemente. Y ellos fueron, y viendo dónde vivía,
decidieron permanecer con él (Juan 1:33-39).
En realidad, lo que los atrajo no era tanto el lugar donde vivía el
Maestro, sino el Maestro mismo. Su testimonio les impactó tanto, que
interiormente lo único que deseaban era quedarse a su lacio. Y lo mismo
sucedió con las discípulas de Jesús.
¡Era imposible conocer a Jesús y no sentirse atraído por él! Pero en el
caso de las discípulas de Jesús, me atrevo a ir un poco más lejos y decir
que es probable que su experiencia con el Hijo de Dios sobrepasara en
profundidad a la de los discípulos. Me atrevo a postular que su encuentro
con Jesús fue más significativo y emocionalmente explosivo por causa de
su condición marginada de mujer en el primer siglo.
Para estas mujeres, seguir a Jesús significaba algo más sublime que
luchar por una buena causa, o el logro de metas comunes. Seguir a Jesús
era el resultado de algo maravilloso. Representaba su agradecimiento por
la restauración de sus vidas, la restauración de su salud, la restauración
de sus relaciones personales, la restauración de su estima propia y su
Amigas de Jesús

restablecimiento en la sociedad. Al quebrantar Jesús la cadena que las


mantenía esclavizadas a Satanás, volvieron a nacer.
Ninguno de los discípulos tuvo que ser sanado de la enfermedad, nin­
guno de ellos fue librado de siete demonios. Jesús escogió a sus discípulos.
Las discípulas escogieron a Jesús. Fue la necesidad y la desesperación el
móvil que las llevó a seguir al Divino Maestro. La ruina había embargado
su mente, su alma y su cuerpo hasta el día en que Jesús las libró de
la ignominia del fracaso (Luc. 8:1-3). Habían sido perdonadas de sus
pecados y restablecidas a una vida fructífera y productiva. La sociedad las
marginaba, pero Jesús las valoraba por lo que significaban para el cielo. El
Maestro a quien ellas seguían las había levantado del polvo donde Satanás
las había arrastrado, las había alzado del muladar donde la enfermedad y
la sociedad las colocó, para hacerlas sentar con los príncipes de su nuevo
reino (ver Sal. 113:7, 8).
Simplemente, estas mujeres encontraron en Jesús toda su razón de ser
y vivir. Nada ni nadie podía hacerlas sentir tan felices y realizadas como
cuando estaban en la presencia del Divino Maestro.
¡Con razón vemos a María Magdalena sentada a los pies de Jesús
cada vez que tenía una oportunidad! ¡Con razón vemos a estas mujeres
acompañando a Jesús desde Galilea hasta Jerusalén! ¡Con razón las vemos
seguirlo hasta la cruz y permanecer cerca hasta llegar a ser las primeras
testigos de su resurrección! (Mar. 15:40, 41; Mat. 27:55, 56, Luc. 23:49,
Juan 19:25). Su más grande consuelo, su mayor causa de alegría, era saber
que el Hijo de Dios se les había manifestado en la persona de Jesús, ese
maravilloso paladín que había venido al mundo para hacerle frente al
tentador en el campo cié batalla, y para vencerlo en favor de ellas.
Nadie puede entablar una relación genuina con Cristo sin ser impac­
tado por él. Jesús hizo tanto por estas mujeres que el apostolado de éstas
brotó en sus vidas como brota naturalmente una flor al ser tocada por el
sol. No tenían otra opción que seguirlo, servirlo con su vida, y apoyar su
ministerio con sus talentos y sus bienes. De cerca o de lejos, con sus vidas
o su dinero, se entregaron por completo al Hijo de Dios.
María Magdalena, Juana, mujer de Chuza intendente de Herodes,
Susana, María la madre de Jacobo el menor y de José, Salomé, la mujer
cananea, la mujer de Pilato, la mujer samaritana, la pecadora arrepentida,
las criadas de Caifás, Lidia, Loida, Febe, la patrocinadora de Pablo en
Cencreas, y Prisca, quien junto con su esposo Aquila fue una destacada
misionera, encabezan la lista de las discípulas de Jesús, antes y después de
Las discípulas deJesús y la mujer de hoy

su resurrección. Todas ellas, de una manera u otra, fueron tocadas por la


gracia santificadora de nuestro Señor Jesucristo.
¿No ha hecho Jesús lo mismo con usted? ¿La ha sanado de enfermeda­
des? ¿La ha protegido de los ataques del enemigo? ¿La ha librado de una
muerte segura? ¿Ha visto su mano protectora en su vida personal? ¿La ha
acompañado en los momentos difíciles? ¿Le ha devuelto la paz? ¿La ha
levantado del polvo donde el enemigo la había colocado? ¿Acaso no mu­
rió en la cruz para que sus pecados cayeran sobre su cabeza inmaculada?
Entonces, ¡sígalo! Sígalo hasta el sepulcro, como hicieron sus discípulas.
Puede estar segura de que allí lo volverá a ver.
Lamentablemente, el sepulcro reúne a la raza humana en un mismo
lugar. Allí termina todo. Fermina nuestro afán, nuestras tristezas y cada
una de nuestras pruebas. Pero también podemos gozarnos en el significa­
do del sepulcro, porque allí es donde comienza una vida nueva. Esta vida
nueva es más que volver a vivir. Es una existencia gloriosa, eterna, hecha
posible a través de la muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo.
Allí, en ese lugar de encuentro, nos reuniremos finalmente con nues­
tro Salvador. Seguirlo hasta allí es su mejor opción. Allí él la renovará y le
devolverá lo que un día Satanás le robó: la eternidad. Grande es su misión
como mujer, grande es la bendición que puede representar para todos los
que la rodean. Es amiga de Jesús, se le ha dado el poder de ejercer una
influencia benéfica y poderosa para el bien si decide seguir al Maestro
hasta el último día de su vida. Has como aquellas piadosas mujeres de
antaño y síguelo.

NUESTRO LLAMADO

Seguirte, Maestro, sea tal vez emprender


un sendero llamado Calvario,
sea perderme en la noche de un yo desolado,
sin luz en mis pupilas,
en que toda lámpara se apaga para que tú brilles.
Seguirte sea tal vez escalar el monte del sacrificio,
dejar que tus brasas quemen esta vasija de tierra y pétalos.
Seguirte sea acaso transitar sin ver delante de mí tu huella,
o descender el piélago más profundo
donde tu silencio acose mi soledad más triste.
Amigas de Jesús

Pero acostúmbrame, Maestro,


a concebir detrás de mí tu sombra,
a conocerte cuando mis ojos no te vean.
Ante los embates enfurecidos del viento,
muéstrame tu mano escondida detrás del frenesí.
Porque si contigo ando a tientas,
antes de ti todo era aridez, abandono y muerte.
Por eso busco en ti la estabilidad de la roca
y la sangre redentora en el costado abierto.
Por eso te sigo,
porque seguirte sea tal vez mi última calma
y la luz al otro lado de la vida.

Preguntas sugerentes para estudio y discusión:


¿Qué era lo atrayente de Jesús para una mujer?
¿Puede usted enfrentar el repudio de los demás por seguir a Jesús?
¿Qué motivo de agradecimiento tiene usted para el Maestro?
Para meditar:
Siga al Maestro. Vaya con él por los caminos donde la vida la
lleve. Camine a su lado de noche y de día, en la alegría y en la
tristeza, en su juventud y en la ancianidad. Camine junto al
Maestro cuando tenga que subir imponentes montañas o cuando
tenga que descender por tenebrosos abismos. Sígalo a todas par­
tes, que él jamás la abandonará.
Hijas de Eva, hermanas de Sara, Rebeca y Rahab, < is del H SKE
a captado alguna vez la extraordinaria bendición de ser una
H mujer amada por Jesús? ¿Será que hay algo en nosotras que
nos permite acercarnos de una manera única al Salvador? Cada
mujer es una mezcla compleja de luces y sombras, bondades
y defectos, pasiones y tristezas. Percibimos nuestro entorno
desde el corazón: muchas veces confiadas, vulnerables; otras
veces desafiantes y altivas, simultáneamente sufridas y rebeldes.
A m ig a s de Jesús revela que en las mujeres de la Biblia se
representa toda la gama de lo que somos. También
conecta sus experiencias con nuestros desafíos modernos:
el abuso, la violencia familiar, la importancia del perdón,
la maternidad, los hijos, las relaciones personales, los
celos, la oración y la ancianidad. Ellas, las de la
Biblia, no fueron perfectas; no obstante, Dios
las usó en su infinita misericordia para cumplir
su plan perfecto. Y también hoy nos usará a
nosotras como conducto para revelar su
gracia al mundo.

OLGA L. VALDIVIA es autora de varios libros,


incluyendo U n sitio en la c u m b re y D e s c u b ra m o s
sus cam inos, y fue coautora del Libro Devocional
de 2006, H ere d e ro s d e p ro m e sa s. Es asistente
legal en la Oficina del Pro­
curador General del
Estado de Idaho,
y disfruta de la
jardinería y la
lectura. Ella
y su esposo
tienen tres
hijos adultos.

ISBN 13:978-0-8163-9320-6
ISBN 10:0-8163-9320-6

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