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La música instrumental de Beethoven

[p. 62] Siempre que se habla de la música como arte independiente, ¿no habría de referirse a la música
instrumental, que, despreciando todo auxilio, toda intervención de otro arte (la poesía), expresa con toda
pureza la esencia propia de este arte, sólo en ella reconocible? Es la más romántica de todas las artes; se
podría decir que casi la única romántica, pues el infinito es su único tema. La lira de Orfeo abrió las puertas
del Orco. La música abre al hombre un reino desconocido, un mundo que no tiene nada en común con el
mundo de los sentidos que le rodea y en el que deja tras de sí todas las sensaciones definidas para
entregarse a un anhelo inexpresable.
Vosotros, pobres compositores de la música instrumental, que os torturáis con esfuerzo por representar
determinadas emociones, incluso acontecimientos, ¿habéis vislumbrado al menos esta esencia particular?
¿Cómo se os ha podido ocurrir siquiera tratar plásticamente el arte opuesto a la plástica? Vuestros
amaneceres, vuestras tormentas, vuestras [p. 63] batailles des trois empereurs, etc., no han sido
regularmente más que ridículas confusiones y se castigan, merecidamente, con el olvido más completo.
En el canto, en el que la poesía insinúa mediante palabras efectos determinados, la fuerza mágica de la
música actúa como el maravilloso elíxir de los sabios, unas gotas del cual convierten a cualquier bebida en
deliciosa y maravillosa. Toda pasión…, amor…, ira…, desesperación, etc., tal y como nos lo presenta la ópera,
envuelve a la música en el destello púrpura del romanticismo e incluso lo sentido en la vida nos conduce
fuera de la vida para trasladarnos al reino de lo infinito. Esa es la fuerza que posee la magia de la música y,
haciéndose cada vez más poderosa, tenía que romper las trabas de cualquier otro arte.
Pero con toda seguridad no es exclusivamente a la mejora de los medios de expresión
(perfeccionamiento de los instrumentos, mayor [virtuosismo] de los músicos ejecutantes) a lo que se debe el
hecho de que los compositores geniales hayan elevado la música instrumental hasta la altura actual, sino
también a un más profundo e intenso conocimiento de la esencia específica de la música.
Mozart y Haydn, los creadores de la música instrumental actual, son los primeros en mostrarnos el arte
en la plenitud de su gloria. Quien contempló con amor pleno y penetró hasta su ser más profundo es…
¡Beethoven! Las composiciones musicales de los tres maestros respiran un mismo espíritu romántico, que
yace de una íntima captación de la esencia peculiar del arte. Sin embargo, el carácter de sus composiciones
es notablemente diferente. En las composiciones de Haydn domina la expresión de un ánimo alegre e
infantil. Sus sinfonías nos conducen a interminables florestas verdes, a una multitud alegre y multicolor de
gentes felices. Jóvenes y muchachas pasan danzando en corros, niños sonrientes se lanzan flores entre
bromas, escondidos y al acecho detrás de los árboles, de los arbustos de rosas. Una vida llena de amor, de
felicidad, como antes del pecado, de eterna juventud. No hay sufrimiento o dolor, sino una dulce y
melancólica añoranza del ser querido, que se mece a lo lejos en el brillo del crepúsculo, y no se acerca ni
desaparece. Y mientras está presente no anochece, pues él mismo es el crepúsculo que enciende el monte y
el bosque. Mozart nos conduce a las profundidades del reino del espíritu. El temor nos envuelve, pero sin el
martirio es más bien el presentimiento de lo infinito.
El amor y la melancolía resuenan en voces espirituales. La noche se levanta en un brillo púrpura, y con
un anhelo inexpresable vamos tras las figuras que nos llaman amablemente junto a sí, mientras vuelan a
través de las nubes en un eterno baile de esferas (la Sinfonía en Mi bemol mayor de Mozart, conocida como
‘Canto del cisne’).
Así también la música instrumental de Beethoven nos abre el reino de lo inmenso, de lo
inconmensurable. Rayos ardientes cruzan la profunda noche de este reino, y entonces percibimos
gigantescas sombras que fluctúan, ascienden y descienden, nos envuelven cada vez más y más
estrechamente y nos destruyen, pero no destruyen el dolor del eterno anhelo en el que se sumerge y se
hunde la alegría que había ascendido rápidamente en jubilosas notas. Y sólo en ese dolor, que devorando, [p.
64] más no destruyendo, el amor, la esperanza, y la alegría, intenta hacer estallar nuestro pecho con la
asonancia plena de todas las pasiones, continuamos viviendo y somos entusiasmados visionarios.
El gusto romántico es escaso, aún más escaso el talento romántico; seguramente por ello son tan pocos
los capaces de pulsar aquella lira cuyo sonido abre el maravilloso reino de lo romántico.
Haydn concibe románticamente lo humano en la vida humana: es más conmensurable, más
comprensible para la mayoría.
Mozart recurre más a lo sobrehumano, lo maravilloso que habita en el espíritu interior.
La música de Beethoven apela al miedo, al estremecimiento, al espanto, al dolor y despierta
precisamente ese eterno anhelo que es la esencia del Romanticismo. Por eso es un compositor romántico
puro. ¿No será por eso por lo que es menos lograda su música vocal, ya que ésta no admite el carácter de
anhelo indeterminado, sino que sólo representa a través de palabras ciertos efectos, como sentidos en el
reino de lo infinito?
El poderoso genio de Beethoven aplasta al populacho musical que en vano pretende levantarse contra
él. Pero los sabios jueces, mirando con gesto altanero a su alrededor afirman: a ellos, hombres de gran
razonamiento y penetrante sagacidad, habría que creerles a pies juntillas que al bueno de Beethoven no le
falta un ápice de fantasía, rica y viva, pero no sabe refrenarse. No se puede hablar en absoluto de selección y
formación de las ideas, sino que, siguiendo el llamado método genial, lo acumula todo tal y como en ese
momento le da a entender su febril fantasía. ¿Y qué ocurre si la profunda coherencia interna de toda
composición de Beethoven escapa sólo a vuestra débil visión; si es únicamente culpa vuestra el no entender
el lenguaje del maestro, comprensible para los iniciados; si las puertas del más íntimo santuario han estado
cerradas para vosotros? En verdad, el maestro (dejando a un lado la serenidad de Haydn y de Mozart) separa
su yo del reino íntimo de los sonidos y gobierna sobre él como un señor ilimitado. Los artistas estetas han
lamentado a menudo la total falta de unidad y coherencia interna de Shakespeare y, sin embargo, a la mirada
profunda le nace un bello árbol que a partir de una semilla hace crecer hojas, flores y frutos. De la misma
manera, al introducirse profundamente en la música instrumental de Beethoven, se desarrolla una gran
serenidad, inseparable del genio auténtico y que se alimenta del estudio del arte. ¿Y qué música
instrumental de Beethoven confirma todo esto en mayor medida que la Sinfonía en do menor, excelente y
profunda más allá de toda medida? De qué modo esta maravillosa composición conduce al oyente en un
clímax ascendente y sin interrupción al mundo espiritual de lo infinito. Nada hay más sencillo que la idea
fundamental del primer allegro, que consta sólo de dos compases, que al comienzo, en el unísono, ni
siquiera da el tono al oyente. El melodioso tema secundario aclara aún más el carácter de anhelo
atemorizado e inquieto que esta frase encierra.
Parece como si el pecho, oprimido y angustiado por el presentimiento de lo monstruoso, que amenaza
destrucción, quisiera, con sonidos cortantes, buscar aire, pero pronto se presenta, brillante, una figura [p. 65]
amable que ilumina una oscura y negra noche. (El agradable tema en Sol mayor que tocó en primer lugar la
trompeta en Mi bemol mayor). Qué sencillo es (repitámoslo de nuevo), el tema que el maestro situó como
base, pero qué maravillosamente se van enlazando todas las frases secundarias e intermedias, de forma que
su finalidad es tan sólo desarrollar cada vez en mayor medida el carácter del allegro que aquel tema principal
sólo indicara. Todas las frases son cortas, casi todas ellas constan únicamente de dos, tres compases y
repetidas además en un continuo intercambio entre los instrumentos de aire y de cuerda. Se podría pensar
que con tales elementos sólo podría surgir algo desmembrado, incomprensible. Sin embargo, es
precisamente esta organización del todo, junto con la continua y consecutiva repetición de las frases y
acordes aislados, lo que lleva a un grado máximo la sensación de anhelo indescriptible. Y dejando a un lado
el hecho de que el tratamiento contrapuntístico nos atestigua su profundo estudio del arte, son también,
precisamente las frases intermedias, las continuas alusiones al tema principal, quienes muestran cómo el
gran maestro comprendió y concibió en su espíritu el todo con todos los rasgos pasionales. ¿Es que el dulce
tema en La bemol mayor del andante con moto no suena como una dulce voz espiritual que llena nuestro
pecho de esperanza y consuelo? Pero también aquí a cada momento, entre las nubes de tormenta en las que
se había ocultado, aparece amenazador el espíritu horrible en que el allegro conmovió nuestro ánimo y nos
angustió, y que hace que las amables figuras que nos rodean huyan veloces ante sus rayos.
¿Y qué puedo decir del minueto? Escuchad sus especiales modulaciones, los finales en el acorde
dominante en tono mayor que el bajo toma como tónica del siguiente tema en menor, ¡el tema que siempre
se amplía unos cuantos compases! ¿No os vuelve a sobrecoger aquel indescriptible anhelo lleno de
inquietudes, aquella premonición del maravilloso reino espiritual en el que el maestro gobierna? Más el
magnífico tema de la fase final en el alegre júbilo de toda la orquesta brilla como cegadora luz solar. ¡Que
maravillosos enlaces contrapuntísticos se unen aquí de nuevo para formar el todo! Es posible que para
alguno pase todo en un murmullo, como si fuera una rapsodia genial, pero con toda seguridad el ánimo del
oyente atento se verá profunda e íntimamente conmovido por la sensación que no es más que aquel
inenarrable anhelo lleno de presentimientos, y hasta el acorde final, e incluso hasta los momentos tras el
mismo, no podrá salir del maravilloso reino espiritual en que le abrazan, en forma de notas, el dolor y la
alegría.
Las frases, por su organización interna, su realización, su instrumentación, su modo de estar enlazadas
entre sí, conducen a un mismo punto. Pero es sobre todo el íntimo parentesco de los temas entre sí lo que
produce esa unidad, la única capaz de retener al oyente en un estado de ánimo. A menudo esta unidad
resulta clara para el oyente al escuchar el enlace de dos frases o cuando descubre un bajo continuo común
en dos frases diferentes, pero el parentesco más profundo, que no se manifiesta de ese modo, habla a
menudo sólo de espíritu a espíritu, y es precisamente éste el que existe entre las frases de ambos [p. 66]
allegros y del minueto, y quien anuncia magníficamente la serena genialidad del maestro.
¡Con que profundidad se ha grabado en mí tú ánimo, gran maestro, tus maravillosas composiciones
para piano! ¡Que pálido e insignificante me parece todo lo que no te pertenece a ti, al ingenioso Mozart o al
poderoso genio de Sebastián Bach! ¡Con que alegría recibí tu septuagésima obra, los dos maravillosos tríos,
pues bien sabía yo que, tras un poco de práctica, los escucharía magníficamente! Y así de bien me he sentido
hoy. Como alguien que camina por el intrincado laberinto de un parque fantástico cubierto de toda suerte de
árboles y platas extrañas y maravillosas flores y se va introduciendo cada vez más y más en él, del mismo
modo ahora no puedo salir de los maravillosos giros y encajes de tus tríos. Las dulces voces de sirena de tus
frases, resplandecientes en multicolor diversidad, me atraen y arrastran cada vez más al fondo. La ingeniosa
dama de hoy, en honor del director de orquesta Kreisler, ha tocado para mí con tal esplendor el trío nº 1 y
ante cuyo piano aún sigo sentado y estoy escribiendo, me ha hecho ver claramente cómo sólo hay que tener
consideración con aquello que da el espíritu; todo lo demás es perjudicial.
Ahora mismo acabo de repetir de memoria al piano algunas notables variaciones de ambos tríos. Pero
ciertamente el piano de cola es un instrumento más apropiado para la armonía que para la melodía. La más
delicada expresión de que es capaz el instrumento no da a la melodía la vida ágil de miles y miles de matices
que es capaz de crear el arco del violinista o el aliento del instrumentista de viento. El ejecutante lucha en
vano con la dificultad insalvable con que le enfrenta el mecanismo que hace vibrar y sonar las cuerdas por
medio de un golpe. Por el contrario (excepto el arpa, aún mucho más limitada) no hay ningún instrumento
que abarque, como el piano, en acordes plenos, el reino de la armonía y muestre al conocedor sus tesoros
en las formas y figuras más maravillosas. Si la fantasía del maestro ha concebido todo un cuadro de sonidos
con grandes grupos, luces claras y profundos sombreados, puede darle vida, de forma que surja del mundo
interior colorido y brillante. La partitura de todas las voces, ese auténtico libro de magia musical que guarda
en sus signos todos los milagros de arte de los sonidos, el misterioso coro de los más diversos instrumentos,
adquiere vida al piano entre las manos del maestro, y una obra de este tipo, bien ejecutada y a todas sus
voces, tal como marca la partitura, sería comparable al más perfecto grabado en cobre tomado de una gran
pintura. El piano es, por ello, extraordinariamente adecuado para fantasear, para ejecutar partituras, para
sonatas aisladas, acordes, etc., del mismo modo que los tríos, cuartetos, quintetos, etc., donde se incorporan
los instrumentos de cuerda normales, pertenecen por completo al reino de la composición para piano,
porque si verdaderamente están compuestas de forma auténtica, es decir, a cuatro o cinco voces, lo que
realmente importa es el desarrollo armónico, que excluye por sí solo al que sobresalgan instrumentos
aislados en pasajes brillantes.
Albergo una auténtica aversión contra todos los conciertos para piano (los de Mozart y Beethoven no
son tanto conciertos como sinfonías con [p. 67] piano obligado). En ellos hay que hacer notar [el virtuosismo]
de cada ejecutante en ciertos pasajes y en la expresión de la melodía, pero el mejor pianista con el más
hermoso piano intenta en vano lograr eso que por ejemplo el violinista alcanza con leve esfuerzo.
Cada solo suena rígido y pálido tras el tut de violines e instrumentos de viento, y se admira la agilidad
de los dedos y otros aspectos semejantes sin que el ánimo se sienta verdaderamente afectado.
¡Cómo ha comprendido el maestro el espíritu peculiar del instrumento y cómo se ha ocupado con ello
en la forma más adecuada!
En la base de cada frase hay siempre un tema cantable, sencillo, pero fértil, apto para los más diversos y
contrapuntísticos giros y abreviaturas, etcétera. El resto de los temas secundarios y figuras está íntimamente
emparentado con la idea principal, de forma que todo se enlaza y ordena hasta formar una unidad superior a
través de todos los instrumentos. Así es la estructura del todo; pero en esta construcción artificial se suceden
en un vuelo sin pausa las imágenes más maravillosas, en las que aparecen juntos y entremezclados la alegría,
el dolor, la tristeza y la felicidad. Extrañas figuras emprenden un alegre baile y pronto se deslizan hacía un
punto de luz en el que desaparecen, separándose entre centelleos y chisporroteos y se persiguen y dan caza
en múltiples grupos. Y en medio de este abierto reino espiritual el alma entusiasmada escucha con atención
el lenguaje desconocido y entiende los presentimientos más secretos que la embargan.
El compositor sólo se introduce verdaderamente en los misterios de la armonía si a través de ella es
capaz de influir en el ánimo del hombre. Las proporciones numéricas, que para el gramático sin genio no son
más que rígidos y muertos ejemplos aritméticos, son para el compositor pócimas mágicas de las que hace
surgir un mundo mágico.
A pesar de la apacibilidad que reina, sobre todo en el primer trío, sin excluir siquiera el melancólico
largo, el genio beethoveniano sigue siendo serio y ceremonioso. Parece que el maestro pensara que las cosas
profundas y misteriosas, aunque el espíritu esté íntimamente familiarizado con ellas y se sienta ensalzado,
alegre y feliz, jamás se pueden hablar con expresiones vulgares, sino sólo con palabras elevadas y sublimes.
El baile de los sacerdotes de Isis sólo puede ser un himno jubiloso.
La música instrumental ha de evitar todo lo insignificantemente cómico, todas las frívolas Lazzi, siempre
que deba actuar sólo cómo música y no servir a un determinado fin dramático. Pues un espíritu profundo
busca una expresión más elevada que la que puedan facilitar las modestas palabras, propias sólo de apocado
regocijo terrenal para poder manifestar los presentimientos de la alegría que, llegada de un país
desconocido, prende una vida llena de felicidad en el pecho humano con más belleza y primor que la de este
mundo reducido y limitado. Esta misma seriedad de toda la música instrumental y para piano de Beethoven
proscribe todos estos peliagudos pasajes en los que ambas manos corren arriba y abajo, todos esos saltos
extraños, los capriccios bufonescos, las notas construidas en el aire con una base de 5 y 6 barras, de las que
están llenas las composiciones para piano a la última moda.
[p. 68] Si hablamos exclusivamente de simple agilidad en los dedos, las composiciones para piano
carecen de dificultades especiales, puesto que las pocas escalas, tresillos, etc., son algo que cualquier
pianista con práctica puede realizar. Y sin embargo su ejecución es relativamente difícil. Algún que otro
llamado virtuoso rechaza la composición para piano del maestro con el reproche de ‘¡muy difícil!’,
añadiendo: ‘¡Y muy ingrata!’.
Mas por lo que se refiere a su dificultad, una ejecución correcta de una composición beethoveniana
exige nada menos que el ser comprendida, que se penetre profundamente en su esencia, que uno, con la
conciencia de la unción propia, resuelva adentrarse en el círculo de las mágicas apariciones que su poderoso
encanto provoca. Quien no sienta en sí esa unción, quien considere a la sagrada música únicamente como un
juego que sirve sólo para pasar el tiempo en las horas vacías y seducir por un momento a los oídos sordos o
para la propia ostentación, que se aleje de ella. Sólo alguien así dirige el reproche ‘¡y sumamente ingrata!’ El
artista auténtico vive únicamente en la obra, que interpreta según el sentido del maestro, y así la ejecuta.
Rehúsa hacer valer de algún modo su propia personalidad, y todo su arte y su esfuerzo tienen un único fin:
dar una vida ágil, multicolor, brillante a todas las maravillosas y dulces imágenes y apariciones que el
maestro encerró, con su poder mágico, en la obra, de forma que rodeen a los hombres en sus claros y
luminosos corros y, encendiendo su fantasía, su ánimo más íntimo, le lleven en un rápido vuelo al lejano
reino espiritual de las notas.

HOFFMANN, ERNST THEODOR (WILHELM) AMADEUS . “4. La música instrumental de Beethoven” en Fantasías a
la manera de Callot. Trad. Celia y Rafael Lupiani, Editorial Anaya, Madrid, 1986, 62-68 pp., 352
pp.

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