Sei sulla pagina 1di 7

Egoísmo

Autora: Luz Marina Barreto


Publicado en: Carlos Pereda et al. (Eds.): Diccionario de Justicia, Siglo XXI Editores, México.

El egoísmo ha sido considerado desde antiguo, ante todo, como un defecto de carácter asociado a
un excesivo amor por uno mismo. Así lo refiere, por ejemplo, la Ética a Nicómaco (EN) de
Aristóteles, cuyos intérpretes modernos traducen el término griego fílautos (ϕíλαυτοs) los que
se aman a sí mismos”, como “egoístas”, una palabra que deriva de la raíz latina ego y que
aparece ya reseñada por el Diccionario de la Real Academia en su edición de 1817 (Corominas,
1954). En efecto, el estagirita se refiere al fílautos o “egoísta” (como suele traducírsele) como
aquel hombre de baja condición o malo que haría todo por amor a sí mismo y que nunca actuaría
en contradicción con su propio interés o provecho. Por contraste, prosigue Aristóteles, el hombre
honorable sería aquel capaz de dejar de lado su propio interés para favorecer al amigo
(Aristóteles, 1985 y 2002: libro IX, cap. VIII, 1168b).
De acuerdo con el mismo autor, el egoísta o fílautos reserva sólo para sí el disfrute de las
riquezas o de lo que satisface sus deseos o pasiones corporales. De manera análoga, pero
interesantemente sin relacionarlo con el amor a sí mismo, María Moliner (1966) define al egoísta
como la persona que “reserva sólo para ella el disfrute de las cosas buenas que están a su
alcance”. El egoísta antepondría también “su propia conveniencia a la de los demás” y
sacrificaría “el bienestar de otros al suyo propio” (1966: 1058).
Ahora bien, este sentido negativo del concepto de egoísmo, vinculado a la avaricia en el
disfrute de bienes, ha convivido también desde antiguo con un significado positivo, asociado
habitualmente al amor a uno mismo, una cualidad que se considera apropiada, incluso deseable,
en la agencia racional. Así lo refiere, por ejemplo, el Greek-English Lexicon de Lidell y Scott,
donde fílautos (ϕíλαυτοs) es quien se ama a sí mismo “en el buen sentido” (1940: 1932). De
nuevo, debemos a Aristóteles una reflexión que desarrolla los aspectos positivos de un bueno o
racional amor a sí mismo. En el libro IX de la EN, por ejemplo, Aristóteles discurre sobre los
sentidos en los que el amor propio sería algo razonable o deseable en una persona, a la vez que
algo aborrecible si es llevado a extremos. En efecto, por una parte, cabría esperar de uno mismo
que cada uno fuera “su mejor amigo” para sí mismo, del mismo modo que es algo bueno que un
buen amigo sacrifique sus propios intereses por los de uno. Por la otra, un hombre bueno puede y
debe amarse a sí mismo para preferir para sí mismo lo mejor, entre lo cual se encuentra lo más
noble. Es decir, debería exhibir lo que hoy se consideraría autoestima o dignidad. Así, Aristóteles
daría cuenta de la intuición que sugiere que quien se inclina a las acciones mejores y
objetivamente valiosas, como las que beneficiarían a los amigos o a la patria, incluso si ellas lo
conducen a la muerte, expresaría verdadero o genuino amor a sí mismo, porque preferiría lo que
es objetivamente mejor o lo bueno. Puesto que es un amor a sí mismo orientado a fines o bienes
objetivamente valiosos, sería un amor a sí mismo racional. Esta concepción del filautós
ejemplifica, de este modo, un egoísmo deseable para la agencia racional.
El doble sentido —negativo y positivo— del concepto de egoísmo ha llegado hasta
nosotros y sus matices y variaciones definen los distintos énfasis en los usos del concepto a lo
largo de la historia de la filosofía. El Diccionario de la Lengua Española, en una de sus últimas
ediciones, trata de conciliar los dos sentidos posibles al afirmar que el egoísmo consiste en un
“inmoderado y excesivo amor a sí mismo, que hace atender desmedidamente al propio interés,
sin cuidarse de los demás” (DRAE, 2001: 587). Esta definición apoya la idea aristotélica según la
cual el egoísmo es un amor a sí mismo vuelto inmoderado o excesivo.
Hume (1739) se encuentra entre quienes consideran al egoísmo un rasgo inevitable de la
agencia racional humana, que, en condiciones normales, nunca debería ser excesivo. En realidad,
sugiere Hume, la experiencia cotidiana muestra que son tan comunes tanto los que anteponen su
propio bienestar al de otros, como los que se sacrifican para que sus familias, sus esposas y sus
hijos, se encuentren bien y sean felices. Al mismo tiempo, Hume distingue, en la preocupación
por los asuntos que conciernen a uno mismo, dos aspectos diferentes del egoísmo: el que confina
la atención a los propios asuntos y el que se preocupa por los de los familiares y amigos. Hume
llama a estos dos aspectos: egoísmo (selfishness) y generosidad limitada (limited generosity).
Puesto que no hay manera —ni tampoco sería deseable— de combatir los sentimientos que
privilegian el bienestar y los fines de quienes nos son cercanos, el antídoto para ellos no es, como
más tarde en Kant, el dolor que produciría someter las propias inclinaciones a la ley moral, sino
una convención social por la cual estaríamos seguros de respetarnos los unos a los otros en lo
que tocante a nuestra tendencia a favorecer los asuntos propios por sobre los extraños. Por esta
razón, en contraste con Kant, quien aboga por una especie de autoconstitución de la propia
persona para conformarse a la ley moral, el realismo antropológico de Hume afirma, más bien, la
necesidad de adaptar las convenciones sociales al egoísmo natural, cuya presencia se verá
atenuada siempre por el amor a nuestros seres queridos. En último término, el propósito de esta
convención es el de posibilitar el respeto a la propiedad privada y la atención a las
consideraciones de justicia (Hume, 1990, libro III, II, sección 2).
En la Crítica de la razón práctica (1781), Kant llama a todo el sistema de las
inclinaciones naturales de la persona, que se supone la ley moral debe mantener a raya dada su
tendencia a actuar en contradicción con la ley moral racional, “egoísmo” (Selbstsucht), que
considera una forma de solipsismo. Este egoísmo puede definirse o bien como amor por sí
mismo (Selbstliebe), que implica una predilección especial por el propio bienestar (filautía,
φι^λαυτ-ία) o bien como la satisfacción en uno mismo (aarrogantia), una forma de autoengaño.
La tarea de la razón pura práctica sería la transmutar la tendencia natural al amor por uno
mismo por un amor propio racional. En cuanto al autoengaño y la satisfacción en las propias
ideas, éstos deberían estar subordinados al respeto que despierta la ley moral, en la medida en
que la razón pura práctica, que la fundamentaría, debe regir las condiciones para estimar una
opinión (Kant, 1781: Erstes Buch, III Haupstück).
En su Anthropologie in pragmatischer Hinsicht de 1798 (2006), Kant también vincula el
egoísmo moral con una suerte de egocentrismo originario o más general que nace en el momento
en que un individuo puede representarse su propio sí mismo. Kant pensaba que esta capacidad de
representarse a sí mismo en la unidad de su conciencia es la fuente de todo egoísmo, que, como
decíamos, Kant relaciona con un egocentrismo natural parecido al que Jean Piaget observa en los
bebés, egocentrismo que elevaría el sentido de la propia importancia por encima de todo lo
demás. Es interesante observar que, para Kant, este egocentrismo primario que afirma la
centralidad de la propia persona tiene un origen etiológico en los cuidados y cariños de las
personas que protegen al infante y que tenderían, movidas por ese cariño, a complacer al bebé —
o “pequeño tirano” como dice nuestro autor— en todos sus inocentes caprichos. De este modo,
en Kant, el egoísmo es un impulso básico e inevitable de la naturaleza humana que, en ausencia
de una educación contraria, impulsará siempre “su amado sí mismo” cada vez que pueda y en
toda oportunidad posible, incluso bajo el engañoso disfraz de la abnegación y la modestia.
Este egoísmo (Selbstsucht) tomaría tres formas distintas en Kant: puede ser lógico (como
presunción del entendimiento), estético (como expresión del gusto) o práctico (como expresión
del interés). El egoísta lógico no cree necesario someter su juicio al escrutinio crítico de otros
(criterium veritatis externum), escrutinio que sería para Kant la única manera de encaminar la
reflexión propia en dirección de la verdad y que ofrecería, entre otras cosas, un argumento en
favor de la libertad de prensa. El egoísta estético no confiaría sino en su propio gusto en lo que
respecta a distintas formas de arte y “se aplaudiría sólo a sí mismo” cuando se cree el único juez
autorizado de la belleza artística.
Finalmente, el egoísta moral privilegiaría sólo sus fines por encima de los fines de los
demás y, dejando de lado cualquier sentido del deber, actuaría sólo para impulsar y promover su
propia utilidad y su propia felicidad. Kant lo llama un eudaimonista, en el sentido de no
anteponer a su preferencia un principio de acción universalmente válido.
En este texto, el concepto opuesto al de egoísmo sería el de pluralismo, una actitud en la
que un individuo no se concibe como si fuera el mundo entero, sino que se conduce “como un
mero ciudadano del mundo” (Kant, 2006: §§ 1 y 2).
Puesto que distintas tradiciones del concepto de egoísmo lo han vinculado al de amor a sí
mismo o lo definen como un amor propio que ha perdido sindéresis y mesura, distintas corrientes
modernas y contemporáneas de la filosofía moral y la filosofía política han intentado convalidar
desde un punto de vista ontológico y antropológico la existencia en nosotros de ese tipo de amor
egoísta por uno mismo. La intuición que subyace a todos estos intentos es la de que valdría la
pena concebir un sistema de filosofía moral, política o económica, que aproveche o no
contradiga nuestro egoísmo natural, que parece universal, inevitable e imposible de combatir,
con el fin de ponerlo al servicio del bien común, la racionalidad o la felicidad del individuo.
A esta tradición pertenece la idea de “la mano invisible” de Adam Smith, de acuerdo con
la cual un conjunto de personas que interactúan velando únicamente por su propio interés
terminará favoreciendo el bienestar común. Cada ser humano posee cierta rapacidad y egoísmo
naturales que pueden ser puestos al servicio de la sociedad en la medida en que cada persona
tiene que ofrecer los productos de su trabajo en una sociedad cuyos miembros pueden adquirirlos
libremente (Smith, 1999: libro IV, cap. II; Richards, 2009) en virtud que cada quien quiere
satisfacer sus deseos, en la medida en que un agente racional sea capaz de satisfacer sus propios
deseos estará satisfaciendo los deseos de los demás. Por esta razón, Smith afirma que no es
gracias a la benevolencia del carnicero o del panadero que recibiremos nuestra cena, sino por la
atención de ellos a su propio interés egoísta (Smith, 1999: libro I, cap. II). La imagen de la mano
invisible de Smith da cuenta de la intuición que afirma que si cada quien trabaja al máximo de
sus capacidades y para alcanzar el mayor valor posible para su trabajo, aunque no intente
favorecer el interés común, sino sólo su mayor ganancia, terminará en la mayoría de los casos,
favoreciendo tanto el bien común como el suyo propio. La idea aquí es que cada uno de los
agentes racionales sabe más que los políticos sobre lo que conviene a cada uno de los miembros
de una comunidad. La premisa que guía a Smith es la misma que la de Aristóteles: el individuo
racional pone al inicio de su acción la preocupación por sí mismo, la que, al conducirlo a lo
mejor, terminará beneficiando a los demás.
De esta manera, la idea que hace descansar la agencia moral en la preocupación e incluso
en el amor por uno mismo se encuentra en la base de los sistemas de filosofía moral y política
que consideran, en general, al egoísmo racional, o a un egoísmo saludable, como una virtud, y
que rechazan, no sólo como inhumana, sino también como perniciosa, la solidaridad con otros
que da la espalda a la satisfacción de los gustos e intereses personales del agente. Así, por
ejemplo, John Maynard Keynes descartaba la solidaridad indiscriminada y el imperativo de
igualdad típicos de los sistemas de economía política socialista, porque pensaba que la presencia
de millonarios con gustos exquisitos era beneficiosa para el enriquecimiento cultural de una
sociedad (Skidelsky, 2010). La misma idea aparece en Ronald Dworkin (1993), para quien el
millonario que puede satisfacer su gusto por obras maestras del Renacimiento, por ejemplo,
sería, al final, beneficioso para una sociedad, como, en efecto, pueden atestiguarlo las ciudades
que poseen museos bien dotados. En mi opinión, podemos encontrar una posición incluso más
extrema, en la escritora y filósofa norteamericana Ayn Rand (1961), para quien el egoísmo es la
primera virtud socialmente beneficiosa. Quien se ama a sí mismo y persigue lo que quiere
conforme a lo que aconsejaría una “ética objetiva”, puede ser egoísta en un sentido que sería
inmediatamente productivo y positivo. Por la misma razón, Rand repudiaba la solidaridad, el
altruismo y la generosidad por considerar que ellos sabotean la posibilidad de alcanzar una moral
verdaderamente racional. En las antípodas de la filosofía moral kantiana, Rand consideraba que
la moral debe contemplar, ante todo, un sistema de “obligaciones morales” referidas al agente
racional mismo (Rand, 1961).
Entre quienes afirman la necesidad de sustentar los sistemas de filosofía moral en la
atención, por parte del agente racional, a sus propios intereses egoístas, se encuentra el filósofo
David Gauthier (1998), para quien toda moral debería consistir en el acuerdo, mutuamente
beneficioso, entre agentes que actúan, fundamentalmente, en razón del interés propio. Una moral
que desatiende el propio interés no sólo es ilusoria: también sería irrealizable o incluso
impensable. Pero, a diferencia de Rand y más en línea con Adam Smith, Gauthier considera que
el egoísta no debe descuidar los principios de la racionalidad estratégica al actuar racionalmente.
Un agente racional debe saber que cooperando con otros y procurando favorecer las
disposiciones que lo inclinan a ello, tanto en sí mismo como en los demás, satisface su interés
personal. De este modo, dejará de ser un “egoísta incompleto” (Gauthier, 1998: 67).
Finalmente, cabe preguntarse, sin embargo, ¿no estamos sugiriendo aquí que, en ausencia
de criterios objetivos para disminuir la incertidumbre propia de la agencia racional, nunca sería
posible considerar al egoísmo un defecto de carácter? ¿En qué condiciones podemos honrar la
antigua intuición que considera al egoísmo también un defecto de personalidad? Mientras
numerosas tradiciones filosóficas, como hemos visto, consideran al egoísmo como un amor
propio que, o bien es excesivo, o bien persigue fines inadecuados, es posible reconocer en el
siglo XX, en la reflexión psiquiátrica sobre los trastornos de personalidad, una concepción del
egoísmo que lo hace descansar, no en el amor por uno mismo, sino en una suerte de desamor
propio o vacío interior.
De acuerdo con esta concepción, en los trastornos de personalidad narcisista, el egoísmo
está asociado a la envidia de que otros tengan algo que uno puede darles. En efecto, Otto
Kernberg (1993) afirma que en la raíz de la envidia egoísta que impide que uno pueda dar a otros
algo que los haga felices, no se encontraría, por cierto, un excesivo amor por uno mismo, sino,
muy por el contrario, el vacío interior o la ausencia de amor propio. De este modo, en los
trastornos de personalidad que impiden la empatía y el amor a otros se expresa la incapacidad de
amarse a uno mismo, de forma que nada haría realmente feliz al narcisista y nada lo llenaría
realmente: no habría nada allí que el que no se ama a sí mismo quiera conservar ávidamente para
sí. Este vacío, esta ausencia de amor propio, es lo que explicaría el egoísmo: se trata, más bien,
de la incapacidad de disfrutar realmente de aquellos placeres que, de acuerdo con Aristóteles, se
supone que habrían de deleitar al egoísta, incapacidad de disfrute que provocaría, a la postre, la
envidia que le impide ser generoso. Esta incapacidad, que se explica no por la ausencia de un
“verdadero” amor propio, sino por la carencia pura y simple de amor por uno mismo,
desencadenaría la crónica envidia que vuelve al individuo una persona incapaz de dar o un
egoísta en sentido negativo.

Bibliografía
AA.VV. (2001), Diccionario de la Real Academia Española, XXII edición, Madrid.
Aristóteles (1985), Ética a Nicómaco, Madrid: Gredos [trad. Julio Pallí; Ética a Nicómaco
(1994), Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, traductores: María Araujo y Julián
Marías].
Corominas, J. (1954), Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana, Madrid: Gredos.
Dworkin, R. (1993), Ética privada e igualitarismo político, Barcelona: Paidós.
Gauthier, D. (1998), Egoísmo, moralidad y sociedad liberal, Barcelona: Paidós.
Hume, D. (1990), A Treatise of Human Nature, Oxford: Oxford University Press.
Kant, I. (1781), Kritik der praktischen Vernunft, varias ediciones.
——— (2006), Anthropology from a Pragmatic Point of View. Robert B. Louden (ed.), (1798),
Cambridge Text in the History of Philosophy, Cambridge University Press.
Kernberg, O. (1993), Desórdenes fronterizos y narcisismo patológico, Barcelona: Paidós.
Lidell, H. G. y R. Scott. (1940), Greek-English Lexicon, Oxford Clarendon Press.

Moliner, M. (1966), Diccionario del uso del español, Madrid: Gredos.


Rand, A. (1961), The Virtue of Selfishness, Signet Books, New York, NY.
Richards, J. W. (2009), Money, Greed and God. Why Capitalism Is the Solution and Not the
Problem, Harpers and Collins Publishers, New York, NY.
Skidelsky, R. (2010), Keynes: The Return of the Master, Public Affairs, New York.
Smith, A. (1999), The Wealth of Nations (1776), London: Penguin Books.

Luz Marina Barreto


 

Potrebbero piacerti anche