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ser que el suyo propio; no podría consistir en la tenue película de nada que separa al ser sujeto del
ser-absoluto. Si la esencia de la aparición es un aparecer que no se opone a ningún ser, hay ahí un legítimo
problema: el del ser de ese aparecer. Este problema nos ocupará aquí y será el punto de partida de nuestras
investigaciones sobre el ser y la nada.
Il. El cuerpo-para-otro
Acabamos de describir el ser de mi cuerpo para-mí. En este plano ontológico, mi cuerpo es tal como lo hemos
descrito y nada más que eso. Vano sería buscar en él vestigios de un órgano fisiológico, de una constitución
anatómica y espacial. O bien es el centro de referencia indicado en vacío por los objetos-utensilios del mundo,
o bien es la contingencia de que exista el para-sí, más exactamente, ambos modos de ser son comple-
mentarios. Pero el cuerpo conoce las mismas vicisitudes que el propio para-sí: tiene otros planos de
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su estructura fundamental: es conciencia pero como también lo era su ausencia. Los objetos me lo anuncian.
La puerta que él empuja indica una presencia humana al abrirse, lo mismo el sillón donde se sienta, etc.; pero
los objetos no dejan de darme indicaciones sobre él durante su ausencia. Ciertamente «existo Para él», él me
habla; pero yo existía igualmente ayer, cuando me enviaba ese telegrama, que ahora está sobre mi escritorio,
para anunciar su venida. Empero, hay algo nuevo: aparece ahora sobre fondo de mundo, Como un esto que
puedo mirar, captar, utilizar directamente. ¿Qué es esto? En primer lugar, que la facticidad del otro, es decir, la
conciencia de su ser es ahora explícita en vez de estar implícitamente contenida en las indicaciones laterales
de las cosas-utensilios. Esta facticidad es precisamente la que él existe en y por su para-sí; la que él vive
perpetuamente a través de la náusea como captación no-posicional de una contingencia que él es, como pura
aprehensión de sí en tanto que existencia de hecho. En una palabra, es su cenestesia. La aparición del
prójimo es delegamiento del sabor de su ser como existencia inmediata. Ahora bien, yo no capto ese sabor
Como él lo capta. La náusea, para él no es conocimiento; es aprehensión no tética de la contingencia que él
es; es un trascender en contingencia hacia posibilidades propias del para-sí; es contingencia asistida,
contingencia padecida y negada. Esa misma contingencia -Y nada de eso- es lo que capto ahora, sólo que yo
no soy esa contingencia. La trasciendo hacia mis propias posibilidades, pero este trascender es trascendencia
de otro. Me es enteramente dada y sin apelación, es irremediable. El para-sí ajeno se arranca de esta
contingencia y la trasciende perpetuamente. Pero, en tanto que trasciendo la trascendencia ajena, la fijo; ya no
es un recurso contra la facticidad: muy por el contrario, participa de la facticidad a su vez, y emana de ella.
Así, nada viene a interponerse entre la contingencia pura del prójimo como sabor para sí y mi conciencia. Lo
que Capto es precisamente ese sabor tal como es existido, aunque, por el solo hecho de mi alteridad, ese
sabor aparece como un esto conocido y dado en medio del mundo. Ese cuerpo ajeno me es dado como el
en-sí puro del ser del Otro: un en-sí entre otros en-síes, al que trasciendo hacia mis posibilidades, Ese cuerpo
ajeno se revela, pues, por dos características igualmente contingentes, está aquí y podría estar en otra parte,
es decir, las cosas-utensilios podrían disponerse de otro modo con respecto a él, indicándolo de otra manera,
las distancias entre la silla y él podrían ser otras; es un esto determinado y podría ser de otro modo, es decir,
capto su contingencia original en la forma de una configuración objetiva y contingente, pero, en realidad
ambas características constituyen una sola. La segunda no hace sino presentificar, explicitar para mí la
primera como un hecho puro. Ese cuerpo ajeno como un ser-ahí se traduce Por un ser-como-esto. Así, la
existencia misma del prójimo-objeto como-para-mí implica que se devela como un utensilio dotado de la
propiedad de conocer, y que esta propiedad de conocer está ligada a una existencia objetiva cualquiera. Es lo
que llamaremos la necesidad del otro de ser contingente para mí. Desde el momento en que hay un Prójimo,
debe concluirse, pues, que es un instrumento cualesquiera dotado de órganos sensibles. Pero estas
consideraciones no hacen sino señalar la necesidad abstracta de que el prójimo tenga un cuerpo. Ese cuerpo
ajeno, en tanto que yo lo encuentro, es el develamiento, como objeto-Para-mí, de la forma contingente que la
necesidad de esa contingencia asume Todo prójimo debe tener órganos sensibles, pero no necesariamente
estos órganos sensibles, no un rostro, y, por último, no este rostro. Pero el rostro, los órganos sensibles, la
presencia, todo ello no es otra cosa que la forma contingente de la necesidad del prójimo de existirse como
perteneciente a una raza, una clase, un medio, etc., en tanto que esta forma contingente es trascendida por
una trascendencia que no ha-Yo existirla. Lo que es sabor de sí para el prójimo se convierte para mí en la
carne del otro. La carne es la contingencia pura de la presencia. Está de ordinario enmascarada por la ropa,
los hábitos, el corte del cabello o de la barba, la expresión, etc. Pero, en el curso de un largo trato con una
persona, llega Siempre un instante en que todas esas máscaras se deshacen y me encuentro en presencia de
la contingencia pura de su presencia; en este caso, en un rostro o en los demás miembros de un cuerpo tengo
la intuición pura de la carne. Esta intuición no es sólo conocimiento: es aprehensión afectiva de una
contingencia absoluta, y esa aprehensión es un tipo particular de náusea.
El cuerpo ajeno es, pues, la facticidad de la trascendencia-trascendida en tanto que se refiere a mi
facticidad. No capto jamás al prójimo como cuerpo sin captar a la vez, de modo no explícito, mi cuerpo como
el centro de referencia indicado por el otro. Pero, igualmente, sería imposible percibir el cuerpo ajeno como
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me la han enseñado, los Otros pueden diagnosticarla; está presente para los Otros, aun cuando no tenga
conciencia de ella. Es, pues, en su naturaleza profunda un puro y simple ser para otro. Y cuando no padezco,
hablo y me comporto respecto de ella como lo haría con un objeto que por principio está fuera de mi control y
del cual son depositarios los otros. No bebo vino, si tengo cólicos hepáticos, para no despertar mis dolores de
hígado. Pero mi objetivo preciso de no despertar mis dolores de hígado, no se distingue en modo alguno de
este otro: obedecer a las prohibiciones del médico, que me los ha revelado. Así, el responsable de mi
enfermedad es otro. Y sin embargo, ese objeto que me viene por los otros, conserva ciertas características de
espontaneidad degradada que provienen de que lo capto a través de mi Dolor. Nuestra intención no es
describir este nuevo objeto ni insistir en sus características de espontaneidad mágica, de finalidad destructora,
de Potencia maligna, en su familiaridad conmigo y en sus relaciones concretas con mi ser (pues es, ante todo,
mi enfermedad. Sólo queremos hacer notar que, en la enfermedad misma, el cuerpo es dado; así como éste
era el soporte del dolor, es ahora la sustancia de la enfermedad, lo destruido por el aquello a través de lo cual
se extiende esa forma destructora. Así, el estómago lesionado está presente a través de la gastralgia como la
gastralgia está hecha. Está ahí; se da como presencia a cuenta de que esto lo aprehendo a través del dolor
padecido, con sus características, por intuición Y por la llamada «endoscopia»; por lo roído, como «un saco en
forma de gaita», etc. No lo capto completamente, pero sé que es mi dolor. De ahí esos fenómenos los veo,
ciertamente. En realidad, el propio dolor no me enseña nada diferente sobre mi estómago, contra lo que
pretende Saber, sino que, por el dolor, mi saber constituye un estómago-para-otro que me aparece como una
ausencia concreta y definida con tantas características objetivas, cuantas he podido llegar a conocer. Pero,
por principio, el objeto así definido es como el polo de alienación de mi dolor; es, por principio, lo que soy sin
haber de serlo y sin poder trascenderlo hacia otra cosa. Así, tal como un ser-para-otro infesta mi facticidad
no-téticamente vivida, igualmente el ser-objeto-para-otro infesta, como una dimensión de escape de mi cuerpo
psíquico, la facticidad constituida en cuasi-objeto por la reflexión cómplice. Del mismo modo, la pura náusea
puede ser trascendida hacia una dimensión de alienación: me entregará entonces mi cuerpo para otro en su
«traza», su «aire», su «fisonomía»; se dará entonces como asqueado disgusto de mi rostro, de mi carne
demasiado blanca, de mi expresión demasiado fija, etc. Pero hay que invertir los términos: no tengo un
disgusto asqueado de todo eso, sino que la náusea es todo eso como existido no téticamente, y mi
conocimiento la prolonga hacia lo que ella es para otro. Mi náusea capta al prójimo como carne, precisamente,
y en el carácter nauseabundo de toda carne.
No hemos agotado, con las precedentes observaciones, la descripción de las apariciones de mi cuerpo.
Falta describir lo que llamaremos un tipo aberrante de aparición. En efecto, puedo verme las manos, tocarme
la espalda, oler mi sudor. En ese caso, mi mano, por ejemplo, me aparece como un objeto entre esos otros
objetos. Ya no es indicada por los entornos como él centro de referencia: se organiza con los entornos en el
mundo y, como ellos, indica mi cuerpo como centro de referencia. Forma parte del mundo. Del mismo modo,
no es ya el instrumento que no puedo manejar con instrumentos; al contrario, forma parte de los utensilios que
descubro en medio del mundo; puedo utilizaría por medio de mi otra mano, por ejemplo, como cuando golpeo
con la diestra sobre mi puño izquierdo que contiene una almendra o una nuez. Mi mano se integra entonces
en el sistema infinito de los utensilios-utilizados. Nada hay en este nuevo tipo de aparición que pueda
inquietarnos o hacernos volver sobre las consideraciones Precedentes. Sin embargo, era necesario
mencionarlo. Debe poder ser aplicado fácilmente, a condición de situarlo en su lugar en el orden de tus
apariciones del cuerpo, es decir, a condición de que se lo examine en el mismo lugar como una «curiosidad»
de nuestra constitución. Esa aparición de mi mano significa simplemente, en efecto, que, en ciertos casos bien
indicados, Podemos adoptar sobre nuestro cuerpo el punto de vista del prójimo, si se quiere, que nuestro
propio cuerpo puede aparecérsenos como el cuerpo ajeno. Los pensadores que han partido de esta aparición
para construir una teoría general del cuerpo han invertido radicalmente los términos del problema y se han
expuesto a no comprender en absoluto la cuestión. Hay que señalar, en efecto, que esa posibilidad de nuestro
cuerpo es un puro dato de hecho, absolutamente contingente. No Podría deducirse ni de la necesidad para el
para-sí de «tener» un cuerpo ni de las estructuras de hecho del cuerpo-para-otro. Se podrían concebir
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encarnación de la otra; cada turbación ha hecho nacer la turbación del otro y se ha incrementado en la misma
medida. En cada caricia, siento mi propia carne y la del otro a través de la mía, y tengo conciencia de que esa
carne que siento y de la que apropio por mi carne es carne-sentida-por-el-otro. Y no es un azar que el deseo,
aun apuntando a todo el cuerpo, lo alcance sobre todo a través de las masas de carne menos diferenciadas,
más groseramente inervadas, menos capaces de movimiento espontáneo: los senos, las nalgas, los muslos,
el vientre, que son como la imagen de la facticidad pura. Por eso, también, la verdadera caricia es el contacto
de dos cuerpos en sus partes más carnales, el contacto de los vientres y los pechos: la mano que acaricia
está, pese a todo, desligada, demasiado próxima a un utensilio perfeccionado. Pero la dilatación de las carnes
la una contra la otra y la una por la otra es el verdadero objetivo del deseo.
Empero, el propio deseo está condenado al fracaso. Hemos visto que el coito, que de ordinario le da fin,
no es, en efecto su objetivo propio. Ciertamente, muchos elementos de nuestra estructura sexual son la
traducción necesaria de la naturaleza del deseo; en particular, la erección del pene y el clítoris no es, sino la
afirmación de la carne por la carne, pues es absolutamente necesario que no se produzca voluntariamente, o
que no podamos usar de ella como de un instrumento, sino que se trate, por el contrario, de un fenómeno
biológico y autónomo cuya expansión, normal e involuntaria acompaña y significa el hundimiento de la auto-
conciencia en el cuerpo. Es necesario entender con claridad que ningún órgano desligado, prensil y unido a
músculos estriados podría ser un órgano sexual, un sexo: el sexo, para que apareciese como órgano, no
podía ser sino manifestación de la vida vegetativa. Pero la contingencia reaparece si consideramos que,
justamente, hay sexos y tales sexos. En particular, la penetración del macho en la hembra, aunque conforme
con esa encarnación radical que el deseo quiere ser (advirtamos, en efecto, la pasividad orgánica del sexo en
el coito: el cuerpo entero avanza y retrocede, lleva al sexo hacia adelante o lo retira; las manos ayudan a la
introducción del pene; el pene mismo aparece como un instrumento que se maneja, que se introduce, que se
retira, que se utiliza y, análogamente, la apertura y la lubricación de la vagina no pueden obtenerse de modo
voluntario), sigue siendo una modalidad perfectamente contingente de nuestra vida sexual. También es una
contingencia pura la voluptuosidad sexual propiamente dicha. A decir verdad, es normal que el enviscamiento
de la conciencia en el cuerpo tenga su punto de llegada, es decir, una suerte de éxtasis particular en el que la
conciencia no sea ya sino conciencia (del) cuerpo, y, por consiguiente, conciencia reflexiva de la corporeidad.
El placer, en efecto -como un dolor demasiado vivo-, motiva la aparición de una conciencia reflexiva que es
atención al placer. Ahora bien, el placer es fracaso, la muerte del deseo, Es la muerte del deseo, porque no es
sólo su culminación sino también su término y su fin. Esto, por otra parte, no es sino una contingencia
orgánica: ocurre que la encarnación se pone de manifiesto por la erección y que la erección cesa con la
eyaculación. Pero, además, el placer es la esclusa del deseo, porque motiva la aparición de una conciencia
reflexiva de placer, de la cual el goce se convierte en objeto, es decir, que es atención a la encarnación del
Para-sí reflexivo y, por lo mismo, olvido de la encarnación del otro. Esto no pertenece ya al dominio de la con-
tingencia. Sin duda, es contingente que el paso a la reflexión fascinada se Pare con ocasión de ese modo
particular de encarnación que es el placer -en efecto, hay muchos casos de paso a lo reflexivo sin intervención
del Placer-, Pero lo que constituye un peligro permanente del deseo en tanto que tentativa de encarnación es
que la conciencia, al encarnarse, pierda de Vista la encarnación del Otro y que su propia encarnación la
absorba hasta convertirse en su objetivo último. En tal caso, el placer de acariciar se transforma en Placer de
ser acariciado; lo que el Para-sí pide es sentir su cuerpo expandirse en él hasta la náusea. A causa de esto,
hay una ruptura del con-tacto y el deseo falla su objetivo. Hasta ocurre a menudo que este fracaso del deseo
motive una transición al masoquismo, es decir, que la conciencia, al captarse en su facticidad, exija ser
captada y trascendida como cuerpo-para-otro por la conciencia del Otro: en ese caso, se desmorona el Otro-
objeto, aparece el Otro-mirada, y mi conciencia es conciencia plasmada en su carne bajo la mirada del Otro.
Pero, inversamente, el deseo está en el origen de su Propio fracaso en tanto que es deseo de tomar y de
apropiarse. No basta, en efecto que la turbación haga nacer la encarnación del Otro: el deseo es deseo de
apropiarse de esa conciencia encarnada. Se prolonga, Pues, naturalmente, no ya en caricias, sino en actos de
prehensión y de penetración. La caricia no tenía por objeto sino impregnar de conciencia y de libertad el
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De este modo, tanto si lo acepto como si lo rechazo con repulsión el propio ser de ese existente, o, si se
prefiere, la totalidad del alimento, me propone cierto modo de ser del ser que acepto o que rechazo. Esta
totalidad está organizada como una forma, en la cual las cualidades de densidad y temperatura, más sordas,
se borran tras el sabor propiamente dicho que las expresa. Lo «azucarado», por ejemplo, expresa lo viscoso,
cuando tomamos una cucharada de miel o de melaza, como una curva geométrica se expresa por una función
analítica. Esto significa que todas las cualidades que no son el sabor propiamente dicho, reunidas, fundidas,
sumergidas en el sabor, vienen a representar la materia de éste. (En este bizcocho con chocolate que primero
resiste al diente y después cede de pronto y se desmenuza, su resistencia primero y su desmenuzamiento
después son chocolate.) Por otra parte, esas cualidades se unen a ciertas características temporales del
sabor, es decir, a su modo de temporalización. Ciertos sabores se dan de una sola vez, otros son como
cohetes de efecto retardado, otros se entregan gradualmente, algunos se atenúan lentamente hasta
desaparecer, y otros se desvanecen en el momento mismo en que uno cree apoderarse de ellos.
Estas cualidades se articulan con la densidad y la temperatura; expresan, además, en otro plano, el
aspecto visual del alimento. Si como un pastel rosado, el sabor es rosado; el leve perfume azucarado y la
untuosidad de la crema de mantequilla son lo rosado. Así, comemos rosado como vemos azucarado. Se
comprende que, con ello, el sabor recibe una arquitectura compleja y una materia diferenciada: esta materia
estructurada -la cual nos evoca un tipo de ser singular- es lo que podemos o asimilar o rechazar con náuseas,
según nuestro proyecto original. No es, pues, en modo alguno indistinto que nos gusten las ostras o las ostras,
los caracoles o las langostas, por poco que sepamos dilucidar la significación existencial de tales alimentos.
De modo general, ningún gusto ni tampoco ninguna inclinación son irreductibles: todos ellos representan cierta
elección de apropiación del ser. Al psicoanálisis existencial corresponde compararlos y clasificarlos. Aquí, la
ontología nos abandona: simplemente nos ha permitido determinar los fines últimos de la realidad humana,
sus posibilidades fundamentales y el valor que la infestan. Cada realidad humana es a la vez proyecto directo
de metamorfosear su propio para-sí en en-síi-para-síi, y proyecto de apropiación del mundo como totalidad de
ser-en-sí, bajo las especies de una cualidad fundamental. Toda realidad humana es una pasión, por cuanto
proyecta perderse para fundar el ser y para constituir al mismo tiempo el en-sí que escaparía a la contingencia
siendo fundamento de sí mismo, el Ens causa sui que las religiones llaman Dios. Así, la pasión del hombre es
la inversa de la de Cristo, pues el hombre se pierde en tanto que hombre para que Dios nazca. Pero la idea de
Dios es contradictoria, y nos perdemos en vano: el hombre es una pasión inútil.
CONCLUSION
En-sí y Para-sí: perspectivas metafisicas
1. Ahora podemos concluir. Desde nuestra introducción, hemos develado la conciencia como el llamado de
ser, y hemos revelado que el cogito remitía de inmediato a un ser-en-sí objeto de la conciencia. Más, tras de
revelar el en-sí y el para-si, nos había parecido difícil establecer un nexo entre ambos, y habíamos temido caer
en un dualismo insuperable. A más, este dualismo nos amenaza de otra manera: en efecto, en la medida en
que puede decirse que el para-si es, nos hallamos frente a dos modos de ser totalmente distintos: el del para-
sí que tiene de ser lo que es, es decir, que es lo que no es y que no es lo que es, y el del en-sí, que es lo que
es. Nos preguntábamos pues si la revelación de estos dos tipos de ser no concluye al establecer un hiato que
escindiera al Ser, como categoría general perteneciente a todos los existentes, en dos zonas incomunicables,
en cada una de las cuales la noción de Ser debía ser tomada en una acepción originaria y singular.
2. Nuestras investigaciones nos han permitido responder a la primera de esas preguntas: el Para-sí y el En-si
están reunidos por una conexión sintética que no es otra que el propio Para-sí. El Para-sí, en efecto, no es
sino la pura nihilización del En-si: es como un agujero de ser en el seno del Ser. Conocida es la amena ficción
con que ciertos divulgadores acostumbran ilustrar el principio de conservación de la energía: si ocurriera,
dicen, que uno solo de los átomos constituyentes del universo se aniquilara, resultaría una catástrofe que se
extendería al universo entero, y sería, en particular, el fin de la Tierra y del sistema estelar.
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