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CHARLES BAUDELAIRE

ESCRITOS SOBRE
LITERATURA

BRUGUERA
Traducción: Carlos Pujol

1.* edición: octubre, 1984 t


La presente edición es propiedad de Editorial Bruguera, S. A.
Camps y Fabrés, 5. 08006 Barcelona (España)
Prólogo, traducción y notas: (, Carlos Pujol 1984 Diseño de
cubierta: Neslé Soulerry
Printed in Spain
ISBN 84 02 10163 1 I Depósito legal: B. 26.612 1984 Impreso en los
Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A. Carretera Nacional
152, km 21,650. Parets del Vallés (Barcelona) 1984

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Prólogo

¿Es el poeta un bruto inspirado o un perpetuo


niño que sólo sabe sacar música misteriosa de las
palabras? Opínese lo que se quiera, pero en el caso
de Baudelaire nada menos cierto. El mayor poeta
de su siglo es también uno de los hombres más
inteligentes que dio la Francia del xix, uno de los
que hablan de literatura con mayor lucidez,
conocimiento y profundidad.
Publicar ahora en castellano la crítica
baudeleriana no es, pues, añadir unos textos
circunstanciales al glorioso monumento de Las
flores del mal. Son éstas unas páginas sin
desperdicio, admirables, de una penetración tan
rara en su tiempo como en el nuestro; con un
humor devastadoramente amargo y justo, y una
seguridad de estilo y de matices que han de ser la
envidia de cualquier crítico contemporáneo que
conserve algún residuo de buen gusto.
La lectura de estos comentarios mueve a pensar
que en la época de Baudelaire abundaban los
perfectos imbéciles, las mediocridades
encumbradas, las glorias ficticias; los famosos cuya
identidad hoy hay que buscar en viejos libros o en
minuciosísimas historias de la literatura que apenas
les dedican una rápida mención. Sic transit. Eso es
todo lo que ha quedado, poco más de un siglo
después, de rutilantes académicos, temibles críticos,
imperecederos poetas y novelistas de fama bien
cimentada.
Una lección de humildad para nosotros. Gente
tragada por el olvido que entonces parecía ser
alguien, y que ha resultado no ser más que una
apariencia cuyo recuerdo, en breves y piadosas
notas a pie de página, nos sume en una vaga
melancolía. El señor Dupont, tan vulgar como ya
indica su apellido, ¿pudo creerse un gran poeta?
¿Quién se acuerda de Le Vavasseur, de Asselineau,
de Barbier? Al señor Augier, ¿por qué se le juzgó un
dramaturgo ge nial? Todo ese tropel de generales,
príncipes y duques que atestaba la Academia
Francesa, ¿se tomaron alguna vez en serio, se
creyeron metafóricamente inmortales?
¡Cuántos nombres olvidados que dan pie a
ataques vehementes, en los que hoy creemos ver
una cierta despro porción, o, ay, a elogios
hiperbólicos que nos hacen son reír. Decían los
latinos que el águila no caza moscas, y sin
embargo, ¡cuántos grises moscones del Segundo
Impe rio legan su borroso nombre a la posteridad
gracias a elogios de amigo o a la ira justiciera de
Baudelaire!
Es difícil hablar de los contemporáneos, nunca se
puede decir todo, la proximidad con frecuencia nos
engaña, se cambia de parecer, hay que disimular
aversiones bien arraigadas con frases de doble
sentido. A Baudelaire, ¿le gustaba tanto Dupont?
¿No son exageradas las alabanzas que dedica a
Gautier, quien tal vez no merecía la honrosa y
rimbombante dedicatoria de Las flores del mal?
Sabemos, en cualquier caso, por sus cartas, que
no le gustó Los miserables, novela de la que habla
muy bien en un largo artículo; lo cual no impide

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que en otro se ensañe con Victor Hugo. ¿Es esto
crítica literaria? ¿O es estrate gia, con sus dosis de
bilis, de venganza, de compromiso y de
compadraje? ¿Fue Baudelaire un verdadero crítico
lite rario, pueden decirnos algo, todavía hoy, sus
escritos de entonces?
Indudablemente sí, porque los excesos y defectos
de estas páginas, fáciles de subsanar para un lector
juicioso, no afectan a lo esencial; no alteran el
hecho de que Bau delaire en el fondo apenas habla
de personas, mientras que habla en cambio mucho
de las dos únicas cosas que le importaban de veras:
la Literatura con mayúscula y él mismo, dos
nombres diferentes de algo que se confundía con
su propia personalidad, con su vocación.
Qué es la Literatura y qué no es. Es Belleza y
Verdad, un fin en sí mismo. No es predicación,
moral, facilidad, desaliño, pereza, engaño. Es
talento, pero también trabajo, inspiración, desde
luego, pero más aún constancia, esfuerzo. No es
mensaje del tipo que sea, camuflando mer cancías
averiadas, no es satisfacción a los lectores en busca
del éxito. Es exigencia y sacrificio, altura. Todo un
programa sobre el que ejemplariza los casos a favor
y en contra de gente de su tiempo.
Y detrás de la Literatura está el artista, complejo y
atormentado, doloroso narciso que se mira
incansablemen te en su propia imagen crispada,
fuera de la cual sólo consigue interesarse por las
mayúsculas de la BELLEZA. Aunque la VERDAD, que
para él reside en el sufrimien to, en el dolor como
única aristocracia de este mundo, completa y
humaniza turbadoramente tan altiva visión de las
cosas.
Baudelaire que sólo habla de sí mismo, que sólo
se alude a él; que hace una crítica que es ya de por
sí Literatura, y en la que todas sus palabras, sus
cóleras y sus aficiones, sus protestas y sus
entusiasmos, remiten al propio poeta. No hay
menos Baudelaire en estas páginas que en sus
versos más célebres, ni, por lo común, están escri
tas con menos vigor, dramatismo y hondura.
El texto que abre nuestro volumen, el primer
artículo sobre Pierre Dupont (habrá otro más
matizado y distanciado) es una curiosidad histórica
que nos presenta a un Baudelaire que, en 1851,
todavía excitado por los ideales revolucionarios de
1848, hace un clamoroso elogio de un rimador
obrero, cuyo recuerdo no tardaría mucho en caer
en el más justo de los olvidos.
Nada menos baudeleriano que esa exaltación sin
límites de la poesía útil, sobre la que, años después,
al hablar de Poe, volcará los sarcasmos más feroces;
de la poesía sincera, natural, tomada como
«síntoma de unos senti mientos públicos», del
poeta como abanderado del «amor a la virtud y a la
humanidad».
Y nada más baudeleriano que su absoluta
rebeldía ante las ideas consagradas y los valores
establecidos, su necesidad de estar en contra; nada
más suyo también que su identificación con el
rebelde, en la que no falta ni una transparente
alusión familiar a la tiranía de su padrastro, el
general Aupick.
Páginas llenas de brío y de pasión —que sin duda
pos teriormente avergonzaron al poeta— en las
que declara sublime a un escritor muy mediocre, a
un poetastro, sin más razones que las de su
representatividad revolucionaria. Pero, ironías del
oportunismo crítico y de la estética ideológica:
Dupont (a quien Marx llegó a citar en El Capital) se
sometió poco gallardamente al Segundo Imperio y
se avino incluso a cantar las victorias de Napoleón
III en Crimea.
A posteriori, pues, la enseñanza de este escrito
tan de circunstancias, abona la filosofía del

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Baudelaire maduro: la vida —a diferencia del Arte,
cuya exigencia lo hace perenne— traiciona;
Dupont, arquetipo del poeta útil, re nuncia al
símbolo en el que residía todo su interés, y
entonces se convierte en la pura nada. Lección de la
que el poeta hecho crítico iba a tomar buena nota:
jamás servir a estética que pueda perder todo valor
por razones ajenas a la estética.
Con muy pocos meses de diferencia, asesta luego
dos golpes tremendos y sarcásticos, por así decirlo
a derecha y a izquierda: a la literatura ñoña y
moralizadora por un lado, a los brotes de
esnobismo neopagano por otro. Entre las fechas de
ambos artículos (noviembre de 1851 y enero de
1852), curiosa y significativamente, la del golpe de
Estado de Luis Napoleón. El Segundo Imperio
estaba en puertas.
Baudelaire se busca a sí mismo, sin romper del
todo con los acentos cándidamente humanistas y
en cierta manera razonables de su texto sobre
Dupont, en el que de todas formas es posible que
haya que atribuir una buena parte más a la amistad
personal que al convencimiento. ¿O creía aún en el
ideal de una poesía sencilla, sana y popular, con sus
ribetes de utilitarismo?
Tal vez, pero en cualquier caso, nada en la
ramplona gazmoñería del teatro de Augier, al que
dedica un violento ataque ahora que el ministerio
amenaza con patrocinar ese tipo de literatura. ¿Qué
hacemos con la virtud? Qui zá, viene a decir, vale
más practicarla que aconsejarla en versos ripiosos.
Una virtud predicada desde el escenario por Augier
y compañía enmascara los propósitos más
inconfesables, entre ellos el de sustituir
fraudulentamente el arte por la moral.
Y además, ¡qué moral! Un simulacro
acomodaticio y satisfecho para las personas de
orden que llenan los palcos y la platea, un
pancismo disfrazado de buenas costumbres, una
ética fácil y pequeñita, rentable, que el crítico
flagela sin piedad. ¿Buenos ejemplos? Según —y
aquí se escuda en frases y actitudes de Balzac—,
pero hipocresías moralizadoras, moral como la
solución más confortable para la vida, no.
No transcurren muchas semanas sin que vuelva a
po nerse ferozmente en pie de guerra, esta vez
luchando en otro frente. Empieza a hacer estragos
un neoclasicismo que representa muy bien la obra
primeriza de Théodore de Banville, de quien son
Las estalactitas en 1846, y con tra el que se dirige
sin duda este artículo. Fervores anti guos de cartón
piedra, risibles ampulosidades mitológicas que no
tardarán en dar paso, con un poco más de solidez,
a los primeros parnasianos.
Baudelaire se ensaña también con ellos, con su
presuntuoso paganismo, su ridicula amoralidad
afectada, su desdén trágico cómico por las
realidades más bien sórdidas en que tales literatos
se ven metidos a pesar suyo. Si la exaltación
sistemática de una virtud a pequeña escala le
parece una falsedad, no menos falsa es esa pose de
titanismo de guardarropía, con túnicas y clámides.
«La ley de la vida exige que quien rechaza los
goces puros de la actividad honrada sólo pueda ser
sensible a los terribles goces del vicio», escribe, y
nos deja perplejos, porque eso casi podría firmarlo
algún conspicuo moralista de la «escuela del
sentido común». ¿O está pensando en Pierre
Dupont, a quien no es el momento más oportu no
para citar después del 2 de diciembre?
Con todo, eso tiene ecos muy de su poesía. Y
añade: «El pecado contiene su infierno, y la
naturaleza dice de vez en cuando al dolor y a la
miseria: ¡ Id a vencer a esos rebeldes!» Seguimos en
el mismo tono, pero el enfoque de la cuestión ¡ nos
recuerda tanto a Las flores del mal! Es un
momento de encrucijada, en pocos meses los tres

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artículos hacen confluir, confusa y turbulentamente,
encontrados principios de estética y de ética.
Viejas polémicas para historiadores de la
literatura, podrá pensar alguien, ¿quién se acuerda
de Dupont, de Augier o de Banville? ¿Quién les lee
ahora? No nos engáñenos, aunque no les leamos,
entre nosotros están sus sucesores. El populismo
social, la blanda moralización y el paganismo
frenético tienen también sus nombres ayer mismo y
hoy, son posturas y tentaciones, no menos ridículas
que hace un siglo y medio, ni tampoco menos
presentes.
Baudelaire se orienta orientándonos con la
profundidad de su crítica implacable. Los suyos no
son textos históricos si saben leerse debidamente,
sino búsquedas difíciles, pugnas secretas del artista
consigo mismo que es posible que nunca pierdan
actualidad; que siempre sigan siendo luz para
lectores que en otras circunstancias reconocen a los
mismos fantoches con los que batallaba Baudelaire
al filo del golpe de Estado del príncipe presidente
Luis Napoleón.
El artículo sobre Madame Bovary es del otoño de
1857, cinco años y medio después del último
comentado. Las vacilaciones ya no existen, el poeta
sabe adónde va y qué caminos quiere seguir, y
cuando exalta la novela flaubertiana lo hace más
que como crítico, como escritor que se reafirma a sí
mismo mirándose en el espejo de una obra en la
que advierte no pocas afinidades sustanciales.
La primera y más obvia aparece aludida en pocas
palabras: «la moral, que por un celo ciego y
demasiado vehemente...» En este año de 1857
Madame Bovary y Las flores del mal
comparecieron ante los tribunales franceses bajo la
acusación de ofensas a la moral pública. Como es
sabido, Flaubert fue absuelto y Baudelaire
condenado a una multa y a la supresión, en
ediciones posteriores, de determinados poemas.
No puede extrañarnos, pues, el ardor de la
defensa baudeleriana, que insiste en unos cuantos
puntos capitales que le afectaban muy de cerca: la
verdad última de lo que se describe, la belleza
purificadora del arte, la justificación espiritual,
aunque paradójica, de un asunto aparentemente
poco ejemplar. Otra vez a vueltas con la moral y la
virtud, que de nuevo hay que distinguir de la
verdad y el arte.
Pero hay otra cuestión mucho más concreta que
le atañe especialmente y en la que pone un gran
interés. Pasa revista a diversos autores
contemporáneos, algunos muy olvidados hoy,
como Bárbara, otros en esa semipenumbra que
sólo frecuentan los eruditos: Champfleury, Custine,
a quien recordamos por sus Cartas de Rusia más
que por sus novelas... Otros relegados al
inframundo del folletín, como Féval, y quizá sólo el
crepitante Barbey con plena vigencia.
A todos les hace reproches, para concluir que
sólo Flaubert ha hermanado la vulgaridad del
asunto —vulgaridad deliberada, muy consciente—
con el genio del escritor. Adulterios provincianos
mezquinos, sórdidos, es cuanto merece nuestra
época, dice, lo único que puede entender, porque
está a su altura. Los demás se pierden en las nubes,
sólo Flaubert es fiel a la verdad de su siglo
retratando la zafiedad moral.
Nuestro siglo es feo y adocenado, y todo eso
tiene que pasar a la literatura, pero el escritor no
renuncia a sí mismo, y convierte en arte esos
materiales vulgares de la realidad. La fascinación
baudeleriana por lo feo tratado artísticamente,
como contrapeso realista de la sublimidad del
mismo arte, se refleja aquí en su apasionado elogio
de Flaubert.

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Tras un salto de dos años, el artículo sobre
Asselineau, cuya obra tal vez merezca mejor
fortuna, nos devuelve una vez más a aspectos
capitales de la estética de Baudelaire. El ensueño, la
ironía, «la legitimidad de lo absurdo y de lo
inverosímil», «la situación anormal de una mente»,
las alucinaciones, temas que atraían
irresistiblemente al escritor, y que comenta con una
extraordinaria vivacidad.
Asselineau, que por su cronología es un riguroso
coetáneo de Baudelaire, pertenece como tantos
otros escrito res citados hasta ahora, a esa
generación del segundo romanticismo que tenía
veintitantos años cuando se produjo el cataclismo
ilusionado de 184B. Revolución que iba a cambiar
el mundo, y en seguida contrarrevolución que lo
devolvió a su lugar más o menos de siempre.
Los que vivieron aquellas fechas siendo jóvenes, y
estuvieron —como Baudelaire— en las barricadas,
ya no volverían a ser los mismos. El romanticismo
stricto sensu había muerto, y de sus desengaños
iba a nacer la literatura del Segundo Imperio: los
profetas del «realismo» y los soñadores de un
retorno a la antigüedad, el reino de la fantasía y del
arte por el arte.
Se hablaba familiarmente de la locura, del sueño
y del desvarío con una lucidez amarga que no era la
de la generación anterior. Y así esos relatos dan pie
a Baudelaire en el fondo para glosarse a sí mismo,
para explayar su estética, para atacar a sus
enemigos y defenderse. Lo horrible y lo
maravilloso, en una extraña mezcla que se
confunde con la realidad cotidiana, están ahí como
un elemento del que participan todos esos hijos de
una revolución frustrada.
Del mismo 1859 es, no ya artículo, sino un largo
estudio que se publica tres meses más tarde, en
marzo, y que el editor Poulet Malassis recogerá en
forma de plaquette a comienzos de otoño. Un
largo y elocuente estudio sobre Théophile Gautier,
que había sido el destinatario de Las flores del mal
(«Al poeta impecable, al mago perfecto de las letras
francesas, a mi queridísimo y veneradísimo maestro
y amigo...»).
Muchos elogios eran que se completan aquí con
una serie de páginas en las que las alabanzas se
vierten a chorros. ¿Proporcionadas, merecidas? El
lector moderno se siente incómodo ante ese
despliegue tan aparatoso de veneración filial
—Gautier es para Baudelaire el padre literario
adoptivo— y ante tantas frases que nos suenan a
exageradas y a hiperbólicas.
De una parte, porque, desde un punto de vista
puramente biográfico, sabemos que Gautier se
sentía embarazado y confuso ante aquel discípulo
entusiasta, que juzgaba un poco comprometedor. El
era un escritor consagra do y prestigioso, que
llevaba diez años a Baudelaire, el último de los
románticos y el primero de los modernos; que se
ganaba el pan con la esclavitud de las crónicas
periodísticas, pero con fama de hombre de letras, y
que después de las audacias y calaveradas juveniles,
había entrado en cierta fase serena y magistral.
¡ Y aquel arrebatado discípulo asociaba su
nombre con extravagancias truculentas, con versos
que tenían un regusto blasfemo, con poemas que
hablaban desembozadamente del amor sáfico... y
que no tardarían en ser condenados por los
tribunales! Todo eso era inquietante, y lo cierto es
que la primera redacción de la dedicatoria fue
rechazada por Gautier, quien alegó que insistía
demasiado en «el aspecto escabroso del volumen».
Así pues, el padrino del mejor libro poético de los
últimos siglos fue llevado a las fuentes bautismales
un poco a rastras. Eso puede no empañar la
simpatía, la humanidad y las notables dotes
literarias del buen Théo, pero ¡de ahí a esa catarata

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de elogios que le dedica Baudelaire! Hoy, cuando
sólo en los círculos universitarios se sigue leyendo
fielmente a Gautier, estas páginas tienen que
parecemos excesivas.
Y es muy posible —hay indicios en favor de tal
suposición— que a Baudelaire también se lo
parecieran. Ya es sabido que la sinceridad absoluta
raras veces es de este mundo. Y el autor de tan
ditirámbico estudio no deja de confesar a Victor
Hugo que en su admirado Gautier ad vierte
«lagunas», y que está lejos de compartir algunas de
sus tendencias, por ejemplo, su entusiasmo por el
Progreso (en el texto hay, por otra parte, alusiones
restrictivas en este sentido).
Pero lo indudable es que la estética anunciada
por Gautier es la plataforma de la estética
baudeleriana, y el poeta reconoce —y sin duda
magnifica— la deuda contraída con su maestro. La
reconoce generosamente, aunque en su
generosidad haya también algo de necesaria
afirmación personal: no sólo al hablar de Gautier se
retrata a sí mismo, como suele hacer, sino que
además al elogiarle se siente menos huérfano,
menos solo, sin dejar de ser quien es.
«Esta aristocracia que crea a su alrededor la
soledad», como dice tajantemente, es más una
alusión autobiográfica que un comentario crítico; y
cuando nos habla de «la Idea fija», del «amor
exclusivo de la Belleza», de la «sublime función» del
escritor (lo cual es muy impropio aplicado a Gautier,
que se pasó la vida haciendo periodismo), de los
poetas como «seres fabulosos y exóticos», de sus
constantes afanes de perfección formal, ¿de quién
habla?
Gautier pasa a convertirse inevitablemente en
pretexto; por fortuna Baudelaire sólo puede hablar
de sí mismo, lo cual nos interesa muchísimo más
que todo lo que pudiera decir, con la mayor
objetividad, de los otros. En el maestro ve a la vez
caminos que ya son los suyos y limitaciones que
sabe cómo vencer. La cortesía pública es una cosa,
la convicción personal sin duda otra distinta.
En el bloque que titula «Reflexiones sobre
algunos de mis contemporáneos», de comienzos de
los años sesenta, cuando faltaban muy pocos para
su muerte, Baudelaire se muestra en toda su
madurez de criterios y de estilo. Son páginas
admirables de precisión y de agudeza, de lo mejor
de toda su obra crítica, como un tremendo repaso a
unos cuantos escritores de la época desde la atalaya
de su genio.
El largo artículo sobre Victor Hugo es, en general,
excelente como justicia apreciativa, y tiene además
una seguridad de pluma estupenda. Al menos en el
lado positivo; es decir, tiene razón en todo lo bueno
que dice de Hugo, pero calla lo que no le gusta o
aquello en lo que disiente. El magisterio estético y
moral de Victor Hugo en estos años de exilio era
muy grande, y Baudelaire matiza la sinceridad con
una fuerte dosis de prudencia.
Admira la grandiosidad, la amplitud de registros
verbales, las fulgurantes intuiciones que abundan
en la obra hugoliana; y silencia piadosamente
descuidos, caídas, énfasis desplazados, torrentes de
charlatanería y de filosofías baratas. Muy
baudelerianas son observaciones como las que
hacen referencia a la «monstruosidad» y a la
«oscuridad indispensable». No tardaremos en leerle
elogios más cohibidos y por fin palabras de una
franqueza brutal, durísima.
Curioso y significativo es el texto dedicado a
Barbier, que tiene algo de ajuste de cuentas, y que
remacha la vieja polémica de la poesía útil, con
sarcasmos que debían de hacer mella en aquellos
momentos: «Tengo comprobado que las personas
demasiado enamoradas de la utilidad y de la moral

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descuidan gustosamente la gramática», afirma muy
socarrón.
¿Que significa la poesía «honrada», la que
expresa «ideas», la que está movida por una justa
indignación? Nada. «La poesía se basta a sí misma.
Es eterna y nunca tiene que necesitar ayuda
exterior.» ¿Qué pasa entonces con el poeta social
Barbier? Que ha sido un buen poeta a pesar suyo,
concede.
Con Marceline Desbordes Valmore nos movemos
en otro terreno. A diferencia de fantoches como
Barbier o Dupont, aquí estamos ante verdadera
poesía, preludiando incluso en sus mejores
momentos la voz de Verlaine, de una «naturalidad»
—es la expresión baudeleriana— que sabe
encontrar acentos líricos de verdadero valor. Pero,
¿no había que condenar la naturalidad? ¿En qué
quedamos?
Lirismo «natural», irregular, espontáneo,
desaliñado, todo eso no podía complacer a
Baudelaire, y sin embargo, en una de esas
soberbias inconsecuencias que en el fondo tienen
pleno sentido, Baudelaire proclama su entusiasmo
por la dulce Marceline. De vez en cuando, dice, nos
vemos obligados a abrazar una causa que va contra
todos nuestros principios estéticos, y una vez más
acierta con una independencia admirable. Bien
están los principios, pero él está más alto.
Hace un elogio muy sensible de la poetisa
lionesa, viendo detrás de sus torpezas y de sus
balbuceos un sentido musical y una emoción que
todavía conmueven a nuestros contemporáneos. Y
concluye con una página de antología,
describiendo en términos metafóricos la poesía de
Marceline como un jardín brumosamente lírico y
triste, desarrollando la comparación de un modo
tan delicioso como inspirado.
Luego vuelve a hablarnos de Gautier, de su
vertiente de «mago perfecto», de poeta —como él
mismo— que lo es en la medida en que se acerca a
la perfección en el manejo de su instrumento, el
lenguaje. E imagina una «fábula» —el francés como
lengua muerta, «en las escuelas de las nuevas
naciones se enseña la lengua de un pueblo que fue
grande, del pueblo francés»— que hoy tiene
resonancias de patética profecía.
De Pétrus Borel, el Licántropo, Baudelaire parece
ocuparse con menos seriedad, permitiéndose un
paréntesis entre divertido y emocionado para
evocar la extravagante figura de uno de aquellos
frenéticos del romanticismo, más atractivos como
curiosidad que como arte. Una existencia
estrambótica y maldita tiene también un encanto
que no podía dejar de atraerle.
Al escribir sobre ese «raro», cuyas deficiencias
literarias no trata de ocultar, desplaza las
consideraciones estéticas de la zona de los grandes
ideales a la singularidad, aunque sea con un talento
más bien escaso. El Licántropo le interesa como un
ejemplo fascinante de persona irregular, distinta,
única, espejo deformado de sí mismo que se queda
en la caprichosa anécdota diferencial.
Con Moreau Baudelaire se ensaña por dos
razones que explica muy bien: es el prototipo del
desorden, de la falta de rigor, de la pereza, del
descuido, no hay peores pecados para un poeta;
pero además es una gloria útil, una fama
oportunista que conquistó sin grandes exigencias
morales. Tópicos románticos, melodramatismo
barato, latiguillos políticos de éxito fácil, todo unido
a un «fárrago de imitaciones». «El ídolo de los
haraganes y el dios de las tabernas», le define
severamente.
La aristocrática indignación baudeleriana se eleva
del caso particular (que no tiene más interés que el

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representativo, porque Moreau es un poeta muy
malo) al terreno de las ideas: es «el papagayo bobo
de los badulaques de la democracia», frase que
muchos contemporáneos no le perdonarían jamás,
y que le atrajo la enemistad de un influyente editor.
No obstante, no será la última muestra de desdén
antidemocrático que aparezca en su obra.
Los dos artículos siguientes corrigen con
discreción, pero también con firmeza, puntos de
vista ya expresados con anterioridad. En el primero
rehabilita a Banville, que en sus nuevos libros se ha
hecho acreedor a sus elogios. Pero más que hablar
de Banville, Baudelaire aquí diserta sobre el
lenguaje lírico, sobre el medio de expresión poética.
Su nuevo texto sobre Dupont sigue siendo
amistoso, cordial, pero los comentarios están
erizados de suaves reservas; sus obras no son «ni
esmeradas ni perfectas», «debe más a la naturaleza
que al arte», etc., observaciones que en su pluma
tienen un significado inequívoco. Más que crítica,
homenaje a una antigua amistad en términos
suficientemente ambiguos y educados para no
mentir del todo.
Sobre Leconte de Lisie, el maestro del Parnaso,
Baudelaire tenía que escribir con elogio, tanto por
sus afanes de perfección formal como por su
actitud de altivez: «Pertenece a esa familia de
espíritus que siente por todo lo que no es superior
un desdén tan tranquilo que ni siquiera se digna
expresarse.» Los temas exóticos, «la lengua noble,
decidida, fuerte», la exactitud de sus rimas, todo
contribuye a hacer de él un artista fraterno, en la
altura de inaccesibles ideales.
Hoy nos sorprende un tanto la identificación.
Leconte es sonoro, pero también hueco, su
ampulosa majestuosidad es acartonada, sus
poemas antiguos suenan a arqueología, sus
inquietudes de trascendencia no nos conmueven.
En realidad tienen poco que ver con Baudelaire, y
aunque coinciden en rasgos exteriores (en Leconte
mucho más pompiers). les separa el abismo del
genio.
La breve nota sobre Le Vavasseur que cierra estos
juicios pertenece al mismo tono de la dedicada al
Licántropo. La extravagancia simpática, como
hemos visto, también le atraía, y esos personajes
raros y maniáticos, esos malditos que confunden lo
original con lo excéntrico, constituyen por su misma
vida un cierto grado de litera tura viviente,
tentación destructora que Baudelaire parece
bordear a menudo.
El prólogo a Cladel, escritor al que llevaba catorce
años, es decir, ni maestro ni compañero, sino de
una generación filial, es un nuevo pretexto para
repetir su teoría del arte: «La inspiración no es más
que la recompensa del ejercicio cotidiano», nos
recuerda, y arremete otra vez contra los perezosos,
los fatuos, los ilusos, contra la vulgaridad mental
que hace creer a unos desdichados que no hay que
esforzarse por escribir bien, que basta con imitar la
manera de vivir de los bohemios literarios de
Murger.
La literatura hay que hacerla, no hay que imitarla
en la vida, viene a decir, y se hace con talento, claro
está, pero sobre todo con esfuerzo y perseverancia,
hoy diríamos con seriedad profesional. «El aprendiz
de saltimban qui ha de arriesgarse a romperse mil
veces los huesos en secreto antes de bailar ante el
público.» En otras palabras, según la magnífica
fórmula baudeleriana: La inspiración es trabajar
todos los días.
«Una reformá en la Academia» más que un
artículo de crítica es un desahogo. Baudelaire había
presentado su candidatura para el sillón del Padre
Lacordaire, y un es crito de Sainte-Beuve sobre la
politización de las elecciones académicas le impulsa

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(aunque desde el anonimato) a ajustar las cuentas a
una serie de fantasmones, en su época juzgados
ilustres, que pertenecen a la docta corporación por
razones de tipo familiar o político.
El artículo es duro y vengativo, aunque su mejor
ven ganza —postuma— se la proporciona el hecho
de que hoy nadie recuerde los nombres de aquellos
señores encumbrados por motivos tan especiales.
De todas formas, ¿podemos imaginarnos a
Baudelaire en la Academia Francesa? La hipótesis es
un tanto incongruente, pero ¡hubiese sido tan
hermoso poder leer ahora un encendido elogio
suyo del dominico Lacordaire!
Las costumbres literarias han cambiado muy
poco, y esta historia no ha perdido actualidad. En
1862 Baudelaire no ingresó en la Academia, ni
tampoco Jules Favre, el político de la oposición, el
elegido fue Octave Feuillet, autor de La novela de
un joven pobre. Seis años después Favre conseguía
su propósito, cuando ya Baudelaire había muerto
sin ser académico, aunque, seamos justos, para ser
inmortal necesitaba ese honor mucho menos que
sus rivales.
Más sorprendente es el elogio de Los miserables
que leemos a continuación. Es un artículo que no
abandona el plano moral, de pura exaltación
humanitaria («un libro de caridad, una
ensordecedora llamada al orden de una sociedad
demasiado enamorada de sí misma y demasiado
despreocupada de la inmortal ley de la
fraternidad»), con muy pocas referencias de
carácter estético. ¿Era así como lo veía Baudelaire?
Por una carta a su madre, sabemos que no, que el
libro le parecía «inmundo», y algo de eso se puede
leer entre líneas, en un texto forzado y extraño en
el que sólo ocasionalmente oímos su característica
voz. Admira la grandiosidad, comparte el amor a
los humildes, ha de elogiar su talento de visionario,
pero el conjunto es tan declamatorio y chapucero...
En el artículo siguiente, ya de 1864, sólo dos años
an tes de la parálisis que le fulminaría en Bélgica, se
quita la máscara: es una feroz diatriba contra la
literatura utilizada con fines políticos, en este
momento de signo democrático, y la cabeza de
turco es nada menos que el vene rabie exiliado
Victor Hugo. El centenario de Shakespeare, que se
quiere convertir en una apoteosis revolucionaria y
filantrópica, le inspira párrafos de una mordacidad
cruel y justiciera que no respeta a nadie.
«Shakespeare es socialista. El no lo sospechó
jamás, pero importa poco. Estamos familiarizados
con ese tipo de supercherías.» Con el «crescendo
propio de la necedad de las muchedumbres
reunidas en un solo lugar», se dará libre curso a «la
verborrea francesa», bajo el patrocinio de «ese
poeta en quien Dios, movido por un propósito de
mixtificación impenetrable, ha amalgamado la
necedad con el genio». Victor Hugo iba a sobrevivir
muchos años a Baudelaire, pero su mejor epitafio
ya quedaba escrito.
En cuanto a los dos largos estudios sobre Poe
que cierran este volumen (aunque
cronológicamente son de los años cincuenta,
suelen publicarse al final de sus artículos porque
constituyen un mundo aparte dentro de su labor
crítica), hay que apresurarse a advertir que son un
poco farragosos.
Buena parte de su contenido es demasiado
concreto (datos biográficos —algunos
clamorosamente falsos, dicho sea de pasada—) y
tiene tan sólo una finalidad informad va, que hoy
no es de gran interés. En otros aspectos es
demasiado abstracto, abundan en prolijas
discusiones, o insiste con un énfasis un tanto
desplazado en la crítica de la sociedad

20
norteamericana que no supo comprender al gran
poeta.
La necesidad de presentar un autor extranjero
descono cido al lector francés, y sobre todo la
identificación abso luta con éste, menguan las
posibilidades críticas de Baudelaire. Es mucho más
verboso que en otras ocasiones, la exposición es
confusa y atropellada, y le vemos crispado y
nervioso, queriendo decir más cosas de las que dice
y en general embarullándose.
Con todo, ambos estudios contienen pasajes
admira bles, ráfagas de juicios dignos de su talento,
enérgicas y profundas afirmaciones, gritos patéticos
cuando se identi fica plenamente con el mártir
incomprendido de la poesía que nos describe. Pero
no éste su tono habitual ni el mejor de sus acentos,
y el deslumbramiento de Poe le perjudica más que
le favorece.
Al hablar de Poe, una vez más lo que nos interesa
son los ecos personales que levanta, la afirmación
de sí mismo a través de un drama ajeno y del arte
de otro. Todos los dramas humanos y todo el arte
parecen confluir en él, y en la inteligencia y la
pasión de sus palabras asimila todo el dolor del
mundo y toda su belleza. El artista sólo sabe hablar
de sí mismo, y al hacerlo habla de todos nosotros
con una hondura en la que reconocemos nuestra
verdad.
CARLOS PUJOL
Barcelona, mayo de 1984
Pierre Dupont [I] (1)

Acabo de releer atentamente los Cantos y


canciones de Pierre Dupont y estoy convencido de
que el éxito de este nuevo poeta es un hecho de
peso, más que en razón de su valor propio, que, sin
embargo, es muy grande, a causa de los
sentimientos públicos de los cuales esta poesía es
el síntoma, y de los que Pierre Dupont se hace eco.
Para explicar mejor esta idea ruego al lector que
considere rápida y ampliamente el curso de la
poesía en los tiempos que nos han precedido. Sin
duda alguna sería una injusticia negar los servicios
que ha prestado la escuela llamada romántica. Tal
escuela nos recordó la verdad de la imagen,
destruyó los lugares comunes académicos, e incluso
desde el punto de vista superior de la lingüística, no
merece los desdenes con que la han abrumado de
un modo inicuo ciertos pedantes impotentes. Pero
por su mis mo principio la insurrección romántica
estaba condenada a una vida corta. La pueril utopía
de la escuela del arte por el arte, al excluir la moral
y a menudo incluso la pasión, era necesariamente
estéril. Se ponía en flagrante contradicción con el
genio de la humanidad. En nombre de los
principios superiores que constituyen la vida

22
universal, tenemos derecho a declararla culpable de
heterodoxia. Sin duda, unos literatos muy
ingeniosos, unos anticuarios muy eruditos, ciertos
versificadores que, hay que recono cerlo, elevaron
la prosodia casi a la altura de una creación,
anduvieron mezclados en ese movimiento, y
obtuvieron de los medios que habían aportado
entre todos efectos verdaderamente sorprendentes.
Algunos de ellos con sintieron incluso en
aprovecharse del medio político. Navarin (2) atrajo
su mirada hacia el Oriente, y el filohelenis mo
engendró un libro vistoso como un pañuelo o un
chai de la India (3). Todas las supersticiones católicas
u orientales se cantaron en ritmos doctos y
singulares. Pero, ¿cómo no preferir a esos acentos
puramente materiales, he chos para deslumhrar la
vista temblorosa de los niños o para acariciar su
perezoso oído, el lamento de esa individualidad
enfermiza que desde el fondo de un ficticio ataúd,
se esforzaba porque una agitada sociedad se
interesase por sus irremediables melancolías? (4).
Por egoísta que sea, el poeta me encoleriza menos
cuando dice: Yo, que pienso... yo, que siento..., que
el músico o el pintamonas infatigable que ha
establecido un pacto satánico con su instrumento.
La Cándida granujería del uno se ha cea perdonar;
la arrogancia académica del otro me subleva.
Pero más aún que a éste, prefiero al poeta que se
pone en permanente comunicación con los
hombres de su tiem po, e intercambia con ellos
ideas y sentimientos traducidos a un noble lenguaje
suficientemente correcto. El poe ta, situado en uno
de los puntos de la circunferencia de la humanidad,
devuelve por la misma línea en vibraciones más
melodiosas el pensamiento humano que se le
transmitió; todo verdadero poeta ha de ser una
encarnación, y para completar de una manera
definitiva mi pensamiento por un ejemplo reciente,
a pesar de todos esos trabajos literarios, a pesar de
todos esos esfuerzos efectuados fuera de la ley de
verdad, a pesar de todo ese diletantismo, ese
voluptuosismo que se prové de mil instrumentos y
de mil argucias, cuando un poeta, torpe a veces,
pero casi siempre grande, proclamó con lenguaje
de fuego la santidad de la insurrección de 1830, y
cantó las miserias de Inglaterra y de Irlanda, a
despecho de sus rimas insuficientes, a pesar de sus
pleonasmos, a pesar de sus períodos mal
redondeados, la cuestión quedó zanjada, y el arte
se hizo inseparable de la moral y de la utilidad.
El destino de Pierre Dupont fue análogo.
Recordemos los últimos años de la monarquía.
¡Qué curioso sería contar en un libro imparcial los
sentimientos, las doctrinas, la vida exterior, la vida
íntima, las modas y las costumbres de la juventud
durante el reinado de Luis Felipe! Sólo la mente
estaba sobreexcitada, el corazón no tomaba la
menor parte en el movimiento, y la famosa frase de
¡Enriqueceos! (5), la negaba por el mismo hecho de
no afirmarla. La riqueza puede ser una garantía de
saber y de moralidad, a condición de que sea bien
adquirida; pero cuando se habla de la riqueza
como de la única meta final de todos los esfuerzos
del individuo, el entusiasmo, la caridad, la filosofía y
todo lo que constituye el patrimonio común en un
sistema ecléctico y propietarista, desaparece. La
historia de la juventud durante el reinado de Luis
Felipe es una historia de lugares de libertinaje y de
restaurantes. Con menos desvergüenza, con menos
prodigalidades, con una reserva mayor, las en
tretenidas obtuvieron durante el reinado de Luis
Felipe una gloria y una importancia iguales a las
que alcanzaron bajo el Imperio. De vez en cuando
resonaba en el aire un gran estruendo de discursos
parecidos a los del Pórtico, y los ecos de la Maison

24
d'Or (6) se mezclaban con las inocentes paradojas
del palacio legislativo.
Mientras, algunos cantos puros y frescos
comenzaron a circular en conciertos y en
sociedades particulares. Era como una llamada al
orden y una invitación de la natura leza; y las
mentes más corrompidas los acogian como una
bocanada de aire puro, como un oasis. Algunas
pastorales (Los campesinos) acababan de aparecer,
y ya los pia nos burgueses las repetían con aturdido
júbilo.
Aquí empieza de una manera clara y decidida la
vida parisiense de Pierre Dupont; pero no estará de
más remon taraos más arriba, no sólo para
satisfacer una curiosidad pública legitima, sino
también para mostrar que existe una admirable
lógica en la génesis de los hechos materiales y de
los fenómenos morales. Al público le gusta conocer
la educación de los talentos a los que concede su
confianza; diríase que en eso le empuja un
sentimiento indomable de igualdad: «Has
conmovido nuestro corazón. Ahora tienes que
demostrarnos que no eres más que un hombre, y
que también existen para todos nosotros los
mismos elementos de perfeccionamiento.» Al
filósofo, al sabio, al poeta, al artista, a todo lo que
es grande, a cualquiera que le con mueva y le
transforme, el público hace la misma petición. El
inmenso apetito que sentimos por las biografías
nace de un sentimiento profundo de la igualdad.
La niñez y la juventud de Pierre Dupont se
parecen a la niñez y a la juventud de todos los
hombres destinados a hacerse célebres. Es muy
sencilla y explica la edad siguiente. El frescor de las
sensaciones familiares, el amor, la sujeción, el
espíritu de rebeldía se mezclan aquí en cantidades
suficientes para crear un poeta. Lo demás es
talento. Pierre Dupont nace el 23 de abril de 1821
en Lyon, la gran ciudad del trabajo y de las
maravillas industriales. Una familia de artesanos, el
trabajo, el orden, el espectá culo de la riqueza
cotidiana creada, todo eso dará sus frutos. Pierde a
su madre a la edad de cuatro años; un viejo
padrino, sacerdote, le acoge en su casa y comienza
una educación que debía continuarse en el
seminario menor de Largentiére. Al salir de este
centro religioso, Du pont pasa a ser aprendiz de
canut (7); pero pronto traba jará en una casa de
banca, lugar irrespirable. Las enormes hojas de
papel con líneas rojas, las horribles carpetas verdes
de los notarios y de los procuradores, llenas de
disen siones, de odios, de riñas familiares, a
menudo de crímenes desconocidos, la regularidad
cruel, implacable, de una casa de comercio, todas
esas cosas son apropiadas para completar la
creación de un poeta. Es bueno que cada uno de
nosotros, una vez en la vida, haya sentido el ago
bio de una odiosa tiranía; así se aprende a odiarla.
¡Cuán tos filósofos ha engendrado el seminario!
¡Cuántas natu ralezas rebeldes han nacido junto a
un cruel y puntilloso militar del Imperio! (8) ¡Oh,
disciplina fecundadora, cuántos cantos de libertad
te debemos! Un buen día, la naturaleza pobre y
generosa estalla, el encanto satánico se rompe, y de
él sólo queda lo que debe quedar, un recuerdo de
dolor, levadura para la masa.
Vivía en Provins un abuelo al que Pierre Dupont
visitaba de vez en cuando; allí conoció al señor
Pierre Le brun, de la Academia, y poco tiempo
después, al ser sorteado, tuvo que unirse a un
regimiento de cazadores. Afortunadamente, el libro
Los dos ángeles ya estaba escrito. Al señor Pierre
Lebrun se le ocurrió abrir una suscripción para que
un número suficiente de personas pagaran la
impresión del libro; los beneficios sirvieron para
pagar un sustituto. De este modo Pierre Dupont
comenzó su vida, por así decirlo pública,

26
redimiéndose de la esclavitud por medio de la
poesía. Para él será un gran honor y un gran
consuelo haber conseguido, siendo aún muy joven,
que la Musa desempeñara una función útil,
inmediata, en su vida.
Este mismo libro, incompleto, a menudo
incorrecto, con un aire indeciso, contiene, sin
embargo, como suele suceder, el germen de un
talento futuro que una inteligen cia elevada podía
pronosticar sin temor a equivocarse. El volumen
obtuvo un premio de la Academia, y Pierre Du pont
desempeñó desde entonces un modesto empleo en
calidad de ayudante para las tareas del Diccionario.
Me inclino a creer que tales funciones, por mínimas
que fuesen en apariencia, sirvieron para aumentar y
perfeccionar en él el gusto por la belleza del
lenguaje. Obligado a oír a menudo las tormentosas
discusiones de la retórica y de la gramática antigua
en pugna con la moderna, las querellas agitadas e
ingeniosas del señor Cousin con el señor Victor
Hugo, su mente debió de robustecerse con tal
gimnasia, y aprendió así a conocer el inmenso valor
de la palabra exacta. Tal vez eso parezca pueril a
muchas personas, pero éstas no comprenden el
trabajo sucesivo que se opera en la mente de los
escritores, y la serie de circunstancias necesarias
para crear un poeta.
Pierre Dupont acabó por hacer con la Academia
lo mismo que ya había hecho con la casa de banca.
Quiso ser libre, e hizo bien. El poeta debe vivir por
sí mismo; como decía Honoré de Balzac, ha de
ofrecer una superficie comercial. Es necesario que
su herramienta le dé de comer. Las relaciones entre
Pierre Dupont y el señor Lebrun fueron siempre
puras y nobles, y, como ha dicho Sainte-Beuve,
aunque Dupont quiso ser libre e independiente del
todo, no por ello fue menos agradecido respec to al
pasado.
Así apareció el volumen titulado Los campesinos,
cantos rústicos; una edición pulcra, ilustrada con
litografías muy estimables, y que podía presentarse
audazmente en los salones y ocupar sin desdoro un
lugar sobre los pianos de la burguesía. Todo el
mundo agradeció al poeta que por fin hubiera
introducido un poco de verdad y de natu raleza en
esos cantos destinados a alegrar las veladas. Ya no
eran aquellos indigestos manjares, las cremas y los
confites con que las familias analfabetas atiborran
imprudentemente la memoria de sus hijas. Era una
mezcla verídica de una melancolía ingenua y una
alegría inocente y turbulenta, salpicada por
robustos acentos de laboriosa vi rilidad.
Mientras tanto, Dupont, avanzando por su
camino natural, había compuesto un canto de
carácter más enérgico y más propicio para
conmover el corazón de los habitan tes de una gran
ciudad. Aún recuerdo la primera confidencia que
me hizo de él, con una candidez deliciosa y como si
estuviese indeciso acerca de su resolución. Cuando
escuché ese admirable grito de dolor y de
melancolía (El canto de los obreros. 1846), quedé
deslumhrado y lleno de emoción. ¡Hacía tantos
años que esperábamos un poco de poesía fuerte y
verdadera! Es imposible, sea cual sea el partido al
cual se pertenezca, sean cuales fueren los prejuicios
con que nos hayan alimentado, es imposible no
conmoverse ante el espectáculo de esa multitud
enfermiza, respirando el polvo de los talleres,
tragando algodón, impregnándose de albayalde, de
mercurio y de todos los venenos necesarios para la
creación de las obras maestras, durmiendo entre
piojos, en barrios donde anidan las virtudes más
humildes y las grandes al lado de los vicios más
encallecidos y de los vómitos de los presidios; de
esa multitud suspirante y languideciente a la cual la
tierra debe sus maravillas; que siente como una
sangre bermeja e impetuosa corre por sus venas
(9), que dirige una larga mirada pletórica de tristeza

28
hacia el sol y la sombra de los grandes parques, y a
la que le basta como consuelo y confortamiento,
repetir a grandes voces su estribillo salva dor:
¡Amémonos!
A partir de entonces el destino de Dupont estaba
tra zado: sólo tenía que seguir andando por aquel
camino que había descubierto. Contar las alegrías,
los dolores y los peligros de cada oficio, e iluminar
todos esos aspectos particulares y todos esos
diversos horizontes del sufrimien to y del trabajo
humano con una filosofía consoladora, tal era el
deber que le incumbía, y que cumplió
pacientemente. Tiempo vendrá en el que los
acentos de esta Mar sellesa del trabajo serán como
una contraseña masónica, y en los que el
desterrado, el abandonado, el viajero per dido, ya
sea bajo el cielo inclemente de los trópicos, ya en
los desiertos de nieve, cuando oiga esta fuerte
melodía perfumar el aire con su aroma original,
Nosotros cuya lámpara se enciende
cada mañana ante el clarín del gallo,
nosotros empujados hacia el yunque
antes del alba por un mal salario...
podrá decir: ¡Ya nada temo, estoy en Francia!
La revolución de febrero no activó esa floración
impa ciente y aumentó las vibraciones de la cuerda
popular; todas las desdichas y todas las esperanzas
de la revolución tuvieron eco en la poesía de Pierre
Dupont. Pero mien tras, la musa pastoril no
renunció a sus derechos, y a medida que se avanza
en su obra se ve siempre, se oye siempre, como en
el seno de. las atormentadas cadenas de montañas
tormentosas, al lado del camino vulgar y agita do,
el dulce susurro y el resplandor del fresco y
primitivo manantial que se filtra de las más altas
nieves:
En el fondo del valle, ¿ no escucháis
ese largo murmullo que serpea?
¿Es acaso una flauta de cristal?
Es el agua hecha voz que está
cantando.
La obra del poeta se divide naturalmente en tres
par tes, las pastorales, los cantos políticos y
socialistas y algu nos cantos simbólicos que son
como la filosofía de la obra. Esta parte quizá sea la
más personal, es el desarrollo de una filosofía un
poco tenebrosa, una especie de misticismo
amoroso. El optimismo de Dupont, su ilimitada
confianza en la bondad natural del hombre, su
amor fanático por la naturaleza, constituyen la
mayor parte de su talento. Hay una comedia
española en la que una joven pre gunta al oír el
ardiente alboroto de los pájaros entre los árboles:
¿Qué es esta voz y qué canta? Y los pájaros repiten
a coro: ¡Amor, amor! Frondas, viento del cielo, ¿qué
decís, qué ordenáis? Y el coro responde: ¡Amor,
amor! El coro de los riachuelos dice lo mismo. La
secuencia es larga y el estribillo es siempre el
mismo ni). Esta voz misteriosa canta de un modo
permanente el remedio universal en la obra de
Dupont. La belleza melancólica de la naturaleza
dejó en su alma tal huella que si quiere com poner
un canto fúnebre sobre la abominable guerra civil,
las primeras imágenes y los primeros versos que
acuden a su mente son:
La palidez del lirio tiene Francia,
ciñen su frente las verbenas grises.
Sin duda habrá quien lamente no encontrar en
esos cantos políticos y guerreros todo el fragor y
todo el brillo de la guerra, todos los transportes del
entusiasmo y del odio, las furiosas llamadas del

30
clarín, el silbo del pífano semejante a la loca
esperanza de la juventud que se precipita a
conquistar el mundo, el rugido infatigable del
cañón, el gemir de los heridos y toda la
magnificencia de la victoria, tan cara a una nación
militar como la nuestra. Pero reflexionemos, lo que
en otro sería un defecto en
Dupont se convierte en una cualidad. Porque
¿cómo va a contradecirse? De vez en cuando, un
enérgico acento de indignación surge de su boca,
pero advertimos que perdonará en seguida, al
menor signo de arrepentimiento, al primer rayo del
sol. Sólo una vez Dupont afirma, quizá sin darse
cuenta, la utilidad del espíritu de destrucción; tal
confesión se le escapa, pero veamos en qué
términos:
La espada habrá de destruir la espada,
y del combate nacerá el amor.
En definitiva, releyendo atentamente estos cantos
politicos, descubrimos en ellos un sabor particular.
Se sostie nen muy bien y están unidos entre si por
un vínculo común, que es el amor a la humanidad.
Esta última frase suscita en mí una reflexión que
ilumina del todo el éxito legítimo, pero
sorprendente, de nuestro poeta. Hay épocas en las
que los medios de ejecución en todas las artes son
suficientemente numerosos, perfeccionados y
asequibles para que todo el mundo pue da
apropiárselos en cantidad más o menos igual. Hay
tiempos en los que los pintores saben con mayor o
menor rapidez y habilidad cubrir una tela; y lo
mismo los poe tas. ¿Por qué el nombre de éste está
en todos los labios y el nombre de aquél se oculta
aún tenebrosamente en los anaqueles del librero o
duerme manuscrito en las carpetas de los
periódicos? En una palabra, ¿cuál es el secreto de
Dupont, a qué atribuir esa simpatía que le
envuelve? Voy a revelar ese gran secreto, que es
muy sencillo: no está ni en el talento ni en el
ingenio ni en la habilidad para escribir, ni en la
mayor o menor cantidad de recursos que el artista
ha extraído del fondo común del saber humano;
está en el amor a la virtud y a la humanidad, y en
ese no sé qué que se desprende incesantemente de
su poesía, y que yo me inclino a llamar el gusto
infinito de la Repú blica.
Hay algo más; sí, hay algo más.
¡La alegría!
Es singular el hecho de esa alegría que se respira
y que domina en las obras de algunos escritores
célebres, como Champfleury ha observado
agudamente a propósito de Honoré de Balzac. Por
grandes que sean los dolores que sufren, por
desoladores que sean los espectáculos huma nos,
su buen temperamento se impone a todo, y quizás
algo mejor, que es un gran espíritu de sabiduría.
Diríase que llevan en sí mismo su propio consuelo.
En efecto, la naturaleza es tan hermosa y el hombre
es tan grande, que es difícil, situándose desde un
punto de vista superior, concebir el sentido de la
palabra irreparable. Cuando un poeta afirma ante
nosotros cosas tan buenas y tan conso ladoras,
¿vamos a tener valor para resistirle?
Desapareced, pues, sombras falaces de René, de
Ober mann y de Werther na; escondeos en las
nieblas del va cío, monstruosas creaciones de la
pereza y de la soledad; como la piara de cerdos en
el lago de Genezaret, volved a sumergiros en los
bosques encantados de donde os sacaron las hadas
enemigas, corderos víctima del vértigo romántico.
El genio de la acción ya os niega todo lugar entre
nosotros.
AI releer la obra de Dupont, siento siempre que
vuelve a mi memoria, sin duda a causa de alguna
secreta afinidad, aquel sublime impulso de

32
Proudhon, lleno de ternura y de entusiasmo: oye
tararear la canción lionesa,
¡Animo, adelante, mis
buenos obreros! Trabajad
de firme, y sed los
primeros.
y exclama:
«Id, pues, al trabajo cantando, raza predestinada,
vuestro estribillo es más hermoso que el de Rouget
de Lisie.» (1) (13).
Este será el eterno honor de Pierre Dupont, haber
sido el primero en franquear la puerta. Con el hacha
en la mano, ha cortado las cadenas del puente
levadizo de la fortáleza; ahora la poesía popular
puede pasar.
Grandes imprecaciones, suspiros profundos de
esperan za, gritos de aliento infinito comienzan a
agitar los pechos. Todo eso se convertirá en libro,
poesía y canto, a pesar de todas las resistencias.
¡Qué gran destino el de la poesía! Jubilosa o
triste, siempre lleva en sí misma el divino carácter
utópico. Con tradice sin cesar el hecho, a costa de
dejar de ser. En la mazmorra se hace rebelión; en la
ventana del hospital es esperanza ardiente de
curarse; en la buhardilla desgarrada y sucia se
adorna igual que un hada con lujo y elegancias; no
sólo dice lo que es, sino que además repara. Y
siempre se hace negación de la iniquidad.
¡ Dirígete, pues, hacia el porvenir cantando, poeta
providencial, tus cantos son el calco luminoso de la
esperanzas y de las convicciones populares!

1 Aviso a los propietarios. (N. del A l


La edición a la que se ha añadido esta noticia
contiene, con cada canción, la música, que es casi
siempre del mismo poeta, melodías sencillas y de
un carácter libre y franco, pero que exigen cierto
arte para ser bien ejecuta das. Verdaderamente era
útil, para dar una ¡dea justa de tal talento,
proporcionar el texto musical, dado que gran parte
de esta poesía queda admirablemente completada
por el canto. Al igual que multitud de personas, he
oído a menudo a Pierre Dupont cantar sus propias
obras, y como todo el mundo opino que nadie las
ha cantado mejor. He oído a voces hermosas
interpretando esos acentos rústicos o patrióticos, y
sin embargo, sólo me producían un irritante
malestar. Como este libro de canciones entrará en
las casas de todos los que aman la poesía, y que
también para consuelo de la familia, para celebrar
la hos pitalidad o para alegrar las veladas de
invierno quieren ejecutarlas por sí mismos, les
comunicaré una idea que se me ha ocurrido
buscando la causa del desagrado que me han
producido muchos cantores. No basta con tener la
voz entonada y hermosa, es mucho más importante
tener sentimiento. La mayoría de los cantos de
Dupont, ya sean un estado de ánimo ya un relato,
son dramas líricos cuyas descripciones constituyen
los decorados y el fondo. Se necesita, pues, para
representar bien la obra, meterse dentro de la piel
del ser creado, dejarnos impregnar profundamente
de los sentimientos que expresa y sentirlos tan bien
que nos parezca que son nuestra propia obra. Hay
que asimilar una obra para expresarla bien; he ahí,
sin duda, una de esas verdades triviales y repetidas
mil veces, que conviene repetir una vez más. Si
alguien desdeña mi parecer, que busque otro
secreto.

34
La escuela virtuosa (14)

Desde hace algún tiempo una gran fiebre de


virtud se ha apoderado del teatro y de la novela.
Los pueriles exce sos de la escuela llamada
romántica han provocado una reacción a la que
puede acusarse de una culpable torpeza, a pesar de
las intenciones puras de las que parece estar
animada. Desde luego, la virtud es una gran cosa, y
hasta hoy a ningún escritor, a menos que esté loco,
se le ha ocurrido afirmar que las creaciones del arte
debian oponerse a las grandes leyes morales. La
cuestión está, pues, en saber si los escritores
llamados virtuosos aciertan a ha cer amar y respetar
la virtud, si la virtud queda satisfecha con la manera
con que se la sirve.
Dos ejemplos acuden ya a mi memoria. Uno de
los puntos más orgullosos de la honradez
burguesa, uno de los caballeros del sentido
común, el señor Émile Augier, compuso un drama,
La cicuta na, en el que vemos a un joven
escandaloso, calavera y bebedor, un perfecto
epicúreo, enamorarse al fin de los ojos puros de
una muchacha. Sabemos de grandes libertinos que
de pronto renuncian a todo su lujo para buscar en
el ascetismo y en la pobreza amargas
voluptuosidades desconocidas. Sería al go
hermoso, aunque ya visto muchas veces. Pero tal
acti tud desbordaría las fuerzas virtuosas del
público del señor Augier. A mi juicio lo que quiso
demostrar es que en último término siempre hay
que sentar la cabeza, y que la virtud está
encantada aceptando los restos del libertinaje.
Escuchemos a Gabrielle, la virtuosa Gabrielle,
calcular con su virtuoso marido cuánto tiempo les
falta de virtuosa avaricia, contando los intereses
que se suman al capital y que producen interés,
para disfrutar de diez o veinte mil libras de renta.
Cinco años, diez años, qué más da, no recuerdo las
cifras del poeta. Entonces, dicen los dos hon rados
esposos,
¡PODREMOS PERMITIRNOS EL LUJO DE UN HIJO!
¡Por los cuernos de todos los diablos de la
impureza! ¡Por el alma de Tiberio y del marqués de
Sade! ¿Y qué harán durante todo ese tiempo?
¿Tendré que ensuciar mi pluma con los nombres de
todos los vicios a los que se verán obligados a
entregarse para cumplir su virtuoso programa? ¿O
es que el poeta espera persuadir a ese numeroso
público de gentes sencillas que los dos esposos vivi
rán en una castidad perfecta? ¿O es que acaso
quiere inducirles a tomar lecciones de los chinos
ahorrativos y del señor Malthus?
No, es imposible escribir conscientemente un
verso grá vido de semejantes abominaciones. Lo
único que pasa es que el señor Augier se ha
engañado, y en su error lleva su castigo. Ha usado
el lenguaje del comercio, el lenguaje de las
personas de mundo, creyendo usar el de la virtud.
Me aseguran que entre los escritores de esta
escuela hay frag mentos excelentes, buenos versos
e incluso inspiración. ¡Diablo! ¿Qué excusa iba a
tener el éxito si aquí no hubiese ningún valor?

36
Pero la reacción triunfa, la reacción boba y
frenética. El restallante prólogo de Mademoiselle
de Maupin o® insultaba a la necia hipocresía
burguesa, y el impertinente pancismo de la escuela
del sentido común se venga de las violencias
románticas. Porque, ay, de eso se trata, de una
venganza. Kean o Desorden y Genio (17) parecía
querer persuadirnos de que siempre hay una
relación necesaria entre estos dos términos, y
Gabrielle, para vengarse, trata a su esposo de
poeta:
¡Oh, poeta! Te amo.
¡Un notario! Ahí tenemos a esa honrada
burguesa, hecha un arrullo amoroso, apoyada en el
hombro de su ma rido y mirándole con ojos tiernos
igual que en las novelas que ha leído. Imaginamos a
todos los notarios que habrá en el teatro,
aclamando al autor que se dirige a ellos como entre
colegas, y que les venga de todos esos bribones
que contraen deudas y que creen que el oficio de
poeta consiste en expresar los impulsos líricos del
alma con un ritmo establecido por la tradición. Tal
es la clave de muchos éxitos.
Se había empezado por decir: ¡La poesía del
corazón! Así naufraga la lengua francesa y las malas
pasiones literarias destruyen su exactitud.
No estará de más observar de pasada el
paralelismo de la necedad y que las mismas
excentricidades de lenguaje reaparecen en las
escuelas extremosas. De este modo, hay una turba
de poetas embrutecidos por la voluptuosidad
pagana, y que emplean sin cesar las palabras santo,
santa, éxtasis, plegaria, etc., para calificar cosas y
seres que no tienen nada de santo ni de extático,
todo lo contrario, llevando así la adoración de la
mujer hasta la impiedad más repugnante. Uno de
ellos, en un acceso de erotismo santo, ha llegado a
exclamar: ¡Oh, mi bella católica! Lo cual equivale a
ensuciar un altar con excrementos. Todo eso es
tanto más ridículo cuanto que por lo común las
amantes de los poetas son busconas de baja estofa,
entre las cuales las menos ruines son las que se
ocupan de gui sar y no pagan a otro amante.
Al lado de la escuela del sentido común y de sus
arquetipos de burgueses correctos y vanidosos, ha
crecido y pu pula todo un pueblo malsano de
grisetas sentimentales que también mezclan a Dios
con sus asuntos, de Lisettes que se lo hacen
perdonar todo en nombre de la alegría francesa,
de mujeres de la calle que conservan no se sabe
dónde una pureza angélica, etc. Otro género de
hipocresía.
Ahora, a la escuela del sentido común podría
llamár sele la escuela de la venganza (2). ¿A qué se
debió el éxito de Jérdme Paturot nsi, esa odiosa
bajada de la Courtille ii9), donde los poetas y los
sabios se ven atacados con fango y con harina por
prosaicos graciosos? El apacible Pierre Leroux 1201,
cuyas numerosas obras son como un diccionario de
las creencias humanas, ha escrito páginas sublimes
y conmovedoras que el autor de Jéróme Paturot
quizá no haya leído. Proudhon es un escritor que
Europa nos envidiará siempre. A Victor Hugo
debemos sin duda alguna estrofas muy bellas, y no

2 Este es el origen del nombre Escuela del sentido común.


Hace unos años, en las oficinas del CorsaireSatan. cuando se
hablaba del éxito de una comedia de la mencionada escuela, uno
de los redactores exclamó en un rapto de indignación literaria: La
verdad es que hay quien cree que una comedia se hace con
sentido común. Quería decir: No es sólo con sentido común, etc. El
redactor en jefe, que era un hombre lleno de candidez, consideró
la cosa tan monstruosamente cómica que quiso que se imprimiera.
A partir de entonces el Corsaire Satan y pronto otros periódi eos
se sirvieron del término como una injuria, y los jóvenes de la
susodi cha escuela utilizaron el nombre como una bandera, como
lo habian he cho los sans-culottes. (N. del A.)

38
creo que el sabio señor Viollet le Duc sea un
arquitecto ridículo. ¡La venganza!
¡La venganza! El público bajo tiene que desquitarse.
Estas obras son caricias serviles dirigidas a pasiones
de esclavos iracundos.
Existen palabras grandes y terribles que
atraviesan incesantemente la polémica literaria: el
arte, la belleza, la utilidad, la moral. Hay una
confusa reyerta; y por falta de saber filosófico, cada
cual se lleva la mitad de la bandera, proclamando
que la otra mitad carece de todo valor.
Ciertamente, un artículo corto como éste no es el
lugar más adecuado para lucir pretensiones
filosóficas, y nada más lejos de mi ánimo que
cansar a la gente con tentativas de demostraciones
estéticas absolutas. Voy al grano y hablo el lenguaje
de las personas corrientes. Es lamentable observar
que encontramos errores parecidos en dos escuelas
opuestas: la escuela burguesa y la escuela socialista.
¡Moralicemos, moralicemos!, exclaman las dos con
auténtica fiebre misional. Claro está que una
predica la moral burguesa y otra la moral socialista.
En cualquier caso, el arte se reduce a una cuestión
de propaganda.
¿Es útil el arte? Sí. ¿Por qué? Porque es el arte.
¿Existe un arte pernicioso? Sí. El que turba las
condiciones de la vida. El vicio es seductor, hay que
pintarlo como seductor; pero arrastra con él
enfermedades y dolores morales singulares; hay
que describirlos. Estudiad todas las llagas como un
médico que está de servicio en un hospital, y la
escuela del sentido común, la escuela
exclusivamente moral, ya no tendrá donde hincar el
diente. ¿Acaso el crimen es siempre castigado y la
virtud recompensada? No; y sin embargo, si nuestra
novela, si nuestro drama está bien hecho, nadie
sentirá deseos de violar las leyes de la natu raleza.
La primera condición necesaria para hacer un arte
sano es la creencia en la unidad integral. Desafío a
que alguien me señale una sola obra de
imaginación que reú na todas las condiciones de la
belleza y que sea una obra perniciosa.
Un joven escritor a quien debemos cosas
notables, pe ro que aquel día se dejó llevar por el
sofisma socialístico, situándose en un punto de
vista limitado atacó a Balzac en la Semaine, a
propósito de la moral. Balzac, a quien las duras
recriminaciones de los hipócritas hacían sufrir
mucho, y que concedía una gran importancia a esta
cuestión, aprovechó la ocasión para disculparse
ante veinte mil lectores. No voy a repetir sus dos
artículos; son ma ravillosos por su claridad y su
buena fe. Trató la cuestión a fondo. Con una
jovialidad ingenua y cómica, empezó por contar sus
personajes virtuosos y sus personajes criminales. La
virtud seguía llevando ventaja, a pesar de la
perversidad de la sociedad, que no es obra mía,
decía él. Luego demostró que hay pocos
desalmados cuya alma fea no tenga un reverso
consolador. Después de enumerar todos los
castigos que se atraen incesantemente todos los
violadores de la ley moral, y que ya les envuelven
como un infierno en esta tierra, dirige a los
corazones inseguros y fáciles de fascinar este
apóstrofe que está a mitad de camino entre lo
siniestro y lo cómico: «Señores míos, ay de vosotros
si la suerte de los Lousteau y de los Luciendo os
inspira envidia.»
En efecto, hay que pintar los vicios tal como son
o no verlos. Y si el lector no lleva dentro de sí una
guía filosó fica y religiosa que le acompañe en la
lectura del libro, peor para él.
Un amigo mío lleva varios años martilleándome
los oídos con Berquin (22). ¡Eso sí que es un
escritor! ¡Berquin! ¡Un autor encantador, bueno,
consolador, que hace el bien, un gran escritor!
Como cuando era niño tuve la dicha o la desdicha

40
de no leer más que recios libros de hombre, no lo
conocía. Cierto día que tenía el cerebro
embarullado con ese problema tan de moda, la
moral en el arte, la providencia de los escritores
puso al alcance de mi mano un volumen de
Berquin. Lo primero que advertí es que allí los niños
hablan como las personas mayores, igual que los
libros, y que enseñan moral a sus padres. Este es un
arte falso, me dije. Pero al proseguir la lectura me di
cuenta de que lo juicioso aparecía siempre
impregnado de dulzonería y que la maldad
resultaba invariablemente ridiculizada por el
castigo. Si uno es bueno, tendrá confites, tal es la
base de esta moral. La virtud es la con dición sine
qua non del éxito. Como para dudar si Ber quin era
cristiano. Eso sí, me dije, que es un arte pernicioso.
Porque el discípulo de Berquin, cuando se vea en el
mundo, no tardará en hacer la afirmación recíproca:
el éxito es la condición sine qua non de la virtud.
Por otra parte, la etiqueta del crimen dichoso le
engañará, y con la ayuda de los preceptos del
maestro, se alojará en la posa da del vicio creyendo
alojarse en la de la virtud.
Pues bien, Berquin, el señor de Montyon (23), el
señor Émile Augier y tantas otras personas
honorables, todos son lo mismo. Asesinan la virtud
como el señor León Fau cher (24) acaba de herir de
muerte a la literatura con su decreto satánico en
favor del teatro virtuoso.
Los premios acarrean la desgracia. Premios
académicos, premios a la virtud, condecoraciones,
todas esas invenciones del diablo alientan la
hipocresía y congelan los impulsos espontáneos de
un corazón libre. Cuando veo que un hombre pide
la cruz, me parece oírle decir al soberano: He
cumplido mi deber, es verdad; pero si no se le
comunica a todo el mundo, juro no volver a
hacerlo.
¿Qué impide que dos granujas se asocien para
ganar el premio Montyon? Uno simulará la miseria,
otro la caridad. En un premio oficial hay algo que
ofende al hombre y a la humanidad, y que ofusca el
pudor de la virtud. Por lo que a mí se refiere, no
quisiera tener por amigo a un hombre que hubiese
tenido un premio a la virtud: temería encontrar en
él a un tirano implacable.
En cuanto a los escritores, su premio está en la
estima de sus iguales y en la caja de los libreros.
¿En qué demonios va a mezclarse el señor
ministro? ¿Quiere crear la hipocresía para darse el
gusto de recompensarla? A partir de ahora el
bulevar va a convertirse en un sermón perpetuo.
Cuando un autor deba varios meses de alquiler,
escribirá una comedia virtuosa; si tiene muchas
deudas, una comedia angélica. ¡Menuda institución!

Más adelante volveré sobre este asunto, y hablaré


de las tentativas que hicieron para rejuvenecer el
teatro dos grandes escritores franceses, Balzac y
Diderot (25).

42
La escuela pagana (26)

Durante el ario que acaba de terminar ha


sucedido un hecho notable. No digo que sea el más
importante, sino que es uno de los más
importantes, o mejor dicho, uno de los más
sintomáticos.
En un banquete conmemorativo de la revolución
de febrero, dedicó un brindis al dios Pan, sí, al dios
Pan, uno de esos jóvenes que pueden calificarse de
instruidos y de inteligentes.
—Pero —le decía yo—, ¿qué tiene que ver el dios
Pan con la revolución?
—¿A qué viene la pregunta? —respondía—; pero
si fue el dios Pan quien hizo la revolución. Él es la
revolución.
—Pero vamos a ver, ¿no murió hace mucho
tiempo? Yo creía que se había oído flotar una
sonora voz por encima del Mediterráneo, y que esta
voz misteriosa que resonaba desde las columnas de
Hércules hasta el litoral asiático había dicho al
mundo antiguo: ¡EL DIOS PAN HA MUERTO!
—Es un rumor que han hecho correr las malas
lenguas; pero no tiene nada de cierto. ¡No, el dios
Pan no ha muerto! El dios Pan vive —prosiguió,
alzando los ojos al cielo con una emoción no poco
extraña—. Va a volver.
Hablaba del dios Pan como del prisionero de
Santa Elena.
—No pretenderá decirme —le dije— que es
usted pagano.
—Pues sí, lo soy. Por lo visto ignora usted que el
paganismo bien interpretado, bien entendido, es lo
único que puede salvar al mundo. Hay que volver a
las verdaderas doctrinas, oscurecidas por un
instante por el infame Galileo. Además, Juno me ha
dirigido una mirada favorable, una mirada que me
ha llegado hasta el fondo del alma. Estaba yo triste
y melancólico en medio de la muchedum bre,
contemplando el cortejo e implorando con ojos de
amor a esta bella deidad, cuando una de sus
miradas, benévola y profunda, me ha exaltado y
alentado.
—Juno le ha dirigido una de sus miradas de vaca,
Boo- pis Eré ai). A lo mejor el desventurado está
loco.
—Pero ¿no ve usted —dijo un tercero— que se
trata de la ceremonia del becerro cebado en
carnaval? Miraba a todas esas mujeres vestidas de
rosa con ojos paganos, y Ernestine, que trabajaba
en el Hippodrome y que hacía el papel de Juno, le
ha dirigido una mirada llena de recuerdos, una
auténtica mirada de vaca.
—Todo lo Ernestine que quiera —dijo
refunfuñando el pagano—. Usted lo que quiere es
desilusionarme. Pero a pesar de todo el efecto
moral se ha producido, y consi dero esta mirada
como un buen presagio.
A mi juicio este exceso de paganismo es propio
de un hombre que ha leído demasiado y además
mal a Henri Heine y su literatura podrida de
sentimentalismo ma terialista.

44
Y puesto que he pronunciado el nombre de este
céle bre culpable, tanto da contar ahora mismo un
rasgo suyo que me saca de quicio cada vez que
pienso en él. Henri Heine cuenta en uno de sus
libros que cuando se paseaba por entre agrestes
montañas, al borde de terribles precipicios, en
medio de un caos de hielo y de nieves, tropieza con
uno de esos religiosos que, acompañados de un
perro, van en busca de los viajeros perdidos y
agonizantes. Hacía tan sólo unos momentos que el
autor acababa de entregarse a los solitarios
impulsos de su odio volteriano contra el clero.
Durante un rato contempla a aquel
hombre-humanidad que prosigue su santa tarea;
en su alma orgullosa se está librando un combate, y
por fin, después de una dolorosa vacilación, se
resigna y adopta una resolución heroica: ¡Pues
bien, no! ¡No escribiré contra ese hombre!
¡Cuánta generosidad! Con los pies enfundados en
cómodas pantuflas, junto a una chimenea
encendida, envuel to por las adulaciones de una
sociedad voluptuosa, el señor hombre célebre jura
no difamar a un pobre diablo de religioso que
siempre ignorará su nombre y sus blasfemias, y que
le salvaría si estuviese en peligro.
No, Voltaire nunca hubiera escrito una ruindad
semejante. Voltaire tenía demasiado gusto;
además, aún era un hombre de acción, y amaba a
los hombres.
Volvamos al Olimpo. Desde hace algún tiempo,
tengo a todo el Olimpo tras de mí, y nada más
fastidioso; me caen dioses sobre la cabeza como
suelen caer las chimeneas. Tengo la sensación de
vivir una pesadilla, de que voy dando tumbos por el
vacío y que una multitud de ídolos de madera, de
hierro, de oro y de plata caen con migo, me
persiguen en mi caída, me golpean y me rompen la
cabeza y el cuerpo.
Imposible dar un paso, pronunciar una palabra
sin tropezar con un hecho pagano.
Si uno expresa el temor, la tristeza de ver
disminuida la especie humana, de que la salud
pública degenere debido a falta de higiene, siempre
habrá a nuestro lado un poeta que responda:
«¿Cómo quiere usted que las mujeres tengan niños
hermosos en un país en que adoran a un feo
crucificado?» ¡Menudo fanatismo!
La ciudad está patas arriba. Las tiendas se cierran.
Las mujeres se apresuran a proveerse de viandas,
las calles se desadoquinan, todos los corazones se
encogen por la an siedad de un gran
acontecimiento. El suelo no tardará en inundarse de
sangre. Entonces uno encuentra a un animal que
rebosa dicha; lleva bajo el brazo libros extraños y
jeroglíficos. ¿Y usted?, le preguntamos, ¿con quién
está? Mi querido amigo, responde con voz suave,
acabo de descubrir nuevos datos curiosísimos
sobre el matrimonio de Isis y de Osiris. ¡Váyase al
diablo! Que Isis y Osiris ten gan muchos hijos y que
nos dejen en paz.
Esta locura, inocente en apariencia, a menudo
llega muy lejos. Hace unos aftos, Daumier hizo una
obra nota ble, la Historia antigua, que era por así
decirlo la mejor paráfrasis de la célebre pregunta:
¿Quién nos librará de los griegos y de los
romanos? Daumier se lanzó brutalmente sobre la
antigüedad y la mitología para escupir so bre ellas.
Y el fogoso Aquiles y el prudente Ulises, y la juiciosa
Penélope y Telémaco, aquel pazguato, y la bella
Helena, por quien se perdió Troya, y la ardiente
Safo, patrona de las histéricas, y todos en fin
aparecieron ante nuestros ojos con una fealdad
bufa que recordaba a esos carcamales de actores
clásicos que sorben rapé entre bas tidores. ¡ Pues
bien! He visto a un escritor de talento llorar ante
esos grabados, ante esa blasfemia divertida y útil.

46
Estaba indignado. Decía que era una impiedad. El
pobre cito seguía necesitando una religión.
Muchos han alentado con su dinero y con sus
aplausos la deplorable manía que tiende a hacer del
hombre un ser inerte y del escritor un fumador de
opio.
Desde el punto de vista estrictamente literario, no
es más que una imitación inútil y repugnante.
¿Cuántas risas no ha habido a costa de los
ingenuos pintamonas que se obstinaban en copiar
a Cimabue; de los escritores de daga, jubón y acero
toledano? Y vosotros, desdichados neo- paganos,
¿no hacéis lo mismo? ¡Imitación, imitación! Sin
duda habéis perdido el alma en algún lugar, quizá
no muy recomendable, y ahora os precipitáis a
través del pasado como cuerpos vacíos para
recoger la primera que encontréis entre los detritos
antiguos. ¿Qué esperáis del cielo o de la necedad
del público? ¿Una fortuna suficiente como para
elevar en vuestras buhardillas altares a Príapo y a
Baco? Los más lógicos de vosotros serán los más
cínicos. Los elevarán al dios Crepitus (28).
¿Será el dios Crepitus quien os preparará tisanas
al día siguiente de vuestras estúpidas ceremonias?
¿Acaso Venus Afrodita o Venus Mercenaria aliviará
los males que os haya causado? Todas esas
estatuas de mármol, ¿serán mujeres abnegadas el
día de la agonía, el día del remordimiento, el día de
la impotencia? ¿Bebéis tal vez caldos de ambrosía?
¿Coméis chuletas de Paros? ¿Cuánto prestan por
una lira en el Monte de Piedad?

Olvidar la pasión y la razón es matar la literatura.


Renegar de los esfuerzos de la sociedad
precedente, cristiana y filosófica, equivale a
suicidarse, rechazar la fuerza y los medios de
perfeccionamiento. Rodearse exclusivamente de las
seducciones del arte física, es crear grandes
posibilida des de perdición. Durante mucho tiempo,
muchísimo tiempo sólo podréis ver, amar, sentir lo
que es bello, nada más que lo bello. Uso la palabra
en un sentido restringido. El mundo sólo se os
mostrará bajo su forma material. Los resortes que
hacen que se mueva permanecerán ocultos durante
mucho tiempo.
¡Ojalá la religión y la filosofía puedan acudir
algún día obligadas por el grito de un desesperado!
Este será siempre el destino de los insensatos que
sólo ven en la naturaleza ritmos y formas. Y aun la
filosofía al principio sólo va a parecerles un juego
interesante, una gimnasia agradable, una esgrima
en el vacío. ¡Pero será tan grande su castigo! Todo
niño cuyo espíritu poético esté sobreexcitado, que
no tenga incesantemente ante los ojos el estimu
lante espectáculo de las costumbres activas y
laboriosas, que oiga hablar sin tregua de gloria y de
voluptuosidad, cuyos sentidos sean diariamente
acariciados, irritados, asustados, encendidos y
satisfechos por objetos de arte, se convertirá en el
más desgraciado de los hombres y hará
desgraciados a los demás. A los doce años
levantará las faldas a su nodriza, y si el poder en el
crimen o en el arte no le eleva por encima de las
fortunas vulgares, a los treinta años reventará en un
hospital. Su alma, sin cesar irritada e insatisfecha,
vaga por el mundo, el mundo ocupado y laborioso;
vaga, decía, como una prostituta, gritando: ¡Plástica,
plástica! La plástica, horrible palabra que me pone
la carne de gallina, la plástica le ha envenenado, y
sin embargo, sólo puede vivir por este veneno. Ha
desterrado la razón de su corazón, y como justo cas
tigo, la razón se niega a volver a él. Lo más feliz que
puede sucederle es que la naturaleza le hiera con
una espantosa llamada al orden. En efecto, la ley de
la vida exige que quien rechaza los goces puros de
la actividad honrada, sólo pueda ser sensible a los
terribles goces del vicio. El pecado contiene su

48
infierno, y la naturaleza dice de vez en cuando al
dolor y a la miseria: ¡Id a vencer a esos rebeldes!
Lo útil, lo verdadero, lo bueno, lo
verdaderamente amable, todas esas cosas le serán
desconocidas. Encaprichado con su sueño
agotador, querrá encaprichar y ago tar a los demás.
No pensará en su madre, en su nodriza; desgarrará
a sus amigos o sólo les querrá por su forma; a su
mujer, si tiene, la despreciará y la envilecerá.
La afición inmoderada de la forma empuja a
desórdenes monstruosos y desconocidos.
Absorbidos por la pasión feroz de la belleza, de lo
raro, de lo bonito, de lo pintoresco, porque existen
grados, las nociones de lo justo y de lo verdadero
desaparecen. La pasión frenética del arte es un
cáncer que devora todo lo demás; y como la
ausencia absoluta de lo justo y de lo verdadero en
el arte equivale a la ausencia de arte, el hombre
entero se evapora; la especialización excesiva de
una facultad conduce a la nada. Comprendo los
furores de los inconoclastas y de los musulmanes
contra las imágenes. Admito todos los
remordimientos de san Agustín acerca del placer
excesivo de los ojos. El peligro es tan grande que
disculpo la supresión del objeto. La locura del arte
es igual al abuso del espíritu. La creación de una de
esas dos supremacías engendra la necedad, la
dureza de corazón y una inmensidad de orgullo y
de egoísmo. Recuerdo haber oído decir a un artista
burlón que había recibido una moneda falsa: La
guardaré para un pobre. Aquel miserable sentía un
placer infernal robando a un pobre y gozando al
mismo tiempo de los beneficios de una reputación
de caridad. A otro le oí decir: ¿Por qué será que los
pobres no usan guantes para mendigar? Tendrían
más éxito. Y a otro: A éste no le déis nada, viste que
es un horror; sus harapos no le sientan bien.
Que nadie tome esas cosas por chiquilladas. Lo
que la boca se acostumbra a decir, el corazón se
acostumbra a creer.
Conozco a no pocos hombres de buena fe que
están, como yo, cansados, entristecidos,
horrorizados y abatidos por esta peligrosa comedia.
La literatura tiene que reponer sus fuerzas en una
atmósfera mejor. Algún día no lejano se
comprenderá que toda literatura que se niegue a
caminar fraternalmente en tre la ciencia y la filosofía
es una literatura homicida y suicida.

50
Madame Bovary, de Gustave
Flaubert (29)

I
En materia de crítica, la situación del escritor que
llega después de todo el mundo, del escritor tardío,
tiene ventajas que no tenía el escritor profeta, el
que anuncia el éxito, el que lo rige, por asi decirlo,
con la autoridad de la audacia y del sacrificio.
El señor Gustave Flaubert ya no necesita del
sacrificio, y es posible que nunca lo haya
necesitado. Numerosos artistas, y entre ellos los
más agudos y más acreditados, han comentado y
engalanado su excelente libro. A la crítica no le
queda, pues, más que indicar algunos puntos de
vista olvidados, o insistir con un poco más viveza,
en los rasgos y en las luces que a mi juicio no han
sido suficientemente elogiados y glosados. Por otra
parte, esta posición del escritor rezagado,
distanciado por la opinión, como ya trataba de
insinuar, tiene un encanto paradójico. Es más libre
porque está solo como el que se rezaga, po dría
comparársele al que resume los debates, y,
viéndose obligado a evitar las vehemencias de la
acusación y de la defensa, ha de desbrozar un
nuevo camino, sin más aguijón que el del amor de
la Belleza y de la Justicia.

II

Después de pronunciar esta palabra espléndida y


terrible, la Justicia, permítaseme —qué grato me
resulta ha cerlo— agradecer a la magistratura
francesa el brillante ejemplo de imparcialidad y de
buen gusto que ha dado en esta circunstancia.
Llamada a intervenir en favor de la moral por un
celo ciego y demasiado vehemente, invoca da por
razones que se equivocaban de terreno, situada
ante una novela, obra de un escritor que todavía
ayer era un desconocido —una novela, y qué
novela, la más imparcial, la más leal—, un campo
trivial como todos los campos, flagelado,
empapado, como la misma naturaleza, por todos
los vientos y todas las tempestades... la magis
tratura, decía, se ha mostrado leal e imparcial como
el libro que han presentado ante ella a modo de
holocausto. Mejor aún, digamos, si se nos permite
hacer conjeturas, fundadas en las consideraciones
que han acompañado la sentencia, que si los
magistrados hubieran descubierto al go de
verdaderamente reprobable en el libro, también lo
hubieran absuelto, habida cuenta de la gratitud que
mere ce la BELLEZA de que está revestido. Esta
notable preo cupación por la belleza en hombres
cuyas facultades sólo son requeridas por lo Justo y
lo Verdadero, es un sínto ma de los más
conmovedores, comparado con las ardien tes
codicias de esa sociedad que ha abjurado definitiva
mente de todo amor espiritual, y que olvidando sus
antiguas entrañas, sólo piensa en sus visceras. En
suma, pue de decirse que esta sentencia, por su
alta tendencia poéti ca, fue definitiva; que se dio la

52
razón a la Musa, y que todos los escritores, al
menos todos aquellos dignos de este nombre, han
sido absueltos en la persona del señor Gustave
Flaubert.
No digamos, pues como tantos otros afirmar con
un ligero e inconsciente mal humor, que el libro ha
debido el inmenso favor del que goza al proceso y
a la absolución. De no ser procesado, el libro
hubiera suscitado la misma curiosidad, hubiera
creado el mismo asombro, la misma agitación.
Además, contaba ya con la aprobación de todos los
hombres de letras desde hacía mucho tiempo.
Cuando apareció bajo su forma primera, en la
Revue de París, con imprudentes cortes que habían
destruido su ar monía, despertó ya un vivo interés.
La situación de Gus tave Flaubert, bruscamente
ilustre, era a la vez excelente y mala; y de esta
situación equívoca, de la cual su leal y maravilloso
talento ha sabido triunfar, voy a dar, en la medida
de mis posibilidades, las diversas razones.

III
Excelente; porque, desde la desaparición de
Balzac, meteoro prodigioso que cubrirá nuestro
país de una nube de gloria, como un oriente raro y
excepcional, como una au rora polar que inunda el
helado desierto con sus luces fantasmagóricas, toda
curiosidad relativa a la novela ha bíase aplacado y
adormecido. Hay que reconocer que se habían
hecho asombrosos intentos. Hace ya tiempo que el
señor de Custine 1301, célebre en un mundo cada
vez más enrarecido, con Aloys. El mundo tal como
es y Ethel..., el señor de Custine, creador de la joven
fea, ese tipo tan envidiado por Balzac (véase el
verdadero Mercadet) on, había dado al público
Romualdo o la vocación, obra de una torpeza
sublime, en la que hay páginas inimitables que
hacen a un tiempo condenar y absolver insipideces
y desmañas. Pero el señor de Custine es un
subgénero del genio, un genio cuyo dandismo se
eleva hasta el ideal del descuido. Esta buena fe de
aristócrata, ese ardor novelesco, esa burla leal, esa
absoluta e indolente personalidad, no son
accesibles a los sentidos del gran rebaño, y tan
precioso escritor tenía en contra a toda la mala
fortuna que merecía su talento.
El señor d'Aurevilly 1321 había atraído
violentamente la atención con Una antigua amante
y La hechizada. Su cul to de la verdad, expresado
con un terrible ardor, no podía por menos que
contrariar a la muchedumbre. D'Au revilly,
verdadero católico, evocando la pasión para ven
cerla, cantando, llorando y gritando en medio de la
tem pestad, erguido como Ayante en un peñasco
desolado, y siempre como diciendo a su rival
—hombre, rayo, dios o materia—: «¡Arrebátame o
te arrebato!», tampoco podía ser aceptado por una
especie amodorrada cuyos ojos es tán cerrados a
los milagros de la excepción.
Champfleury (33), con un espíritu infantil y
delicioso, jugaba con gran fortuna con lo
pintoresco, había dirigido su binóculo poético (más
poético de lo que él mismo cree) hacia los
accidentes y los azares burlescos o conmovedores
de la familia o de la calle; pero por originalidad o
por debilidad de la vista, voluntaria o fatalmente,
descuidaba el lugar común, el lugar de encuentro
de la multitud, la cita pública de la elocuencia.
Más recientemente aún, el señor Charles Barbara
041, alma rigurosa y lógica, empeñado en la
refriega intelectual, ha hecho algunos esfuerzos
indiscutiblemente distin guidos; ha intentado
(tentación siempre irresistible) descri bir, elucidar
situaciones excepcionales del alma, y deducir

54
consecuencias directas de posiciones falsas. Si no
digo aquí toda la simpatía que me inspira el autor
de Eloísa y de El asesinato del Puente Rojo, es
porque sólo ocasionalmente pertenece al asunto
que trato, a la condición de nota histórica.
Paul Féval 135), situado en el otro extremo de la
esfera, espíritu amante de aventuras,
admirablemente dotado para lo grotesco y lo
terrible, ha seguido las huellas, como un héroe
tardío, de Frédéric Soulié (36) y Eugéne Sue. Pero
las grandes facultades del autor de los Misterios de
Londres y del Jorobado, como tampoco las de
tantos ta lentos que se salen de lo común, no han
podido realizar el leve y súbito milagro de esta
pobre, modesta provincia na adúltera, cuya historia,
casi sin peripecia, se compone de tristezas, de
hastíos, de suspiros y de algunos desma yos febriles
arañados a una vida truncada por el suicidio.
Si todos estos escritores, unos a la manera de
Dickens, otros moldeados al estilo de Byron o de
Bullwer (37), qui zá demasiado bien dotados,
demasiado despectivos, no han sabido, como un
simple Paul de Kock (38), forzar la vacilante puerta
de la Popularidad, la única de las impúdicas que
clama porque la violen, no seré yo quien se lo
reproche... ni tampoco quien les ensalce por ello.
Del mismo modo que no juzgo ningún mérito del
señor Gustave Flaubert haber obtenido al primer
intento lo que otros buscan durante toda su vida.
Como máximo vería en ello un síntoma
suplementario de capacidad y trataría de defi nir las
razones que han hecho que el talento del autor se
orientara en un sentido más que en otro.
Pero ya he dicho también que esta situación del
recién llegado era mala; ¡ay!, por una razón
lúgubremente sen cilla. Desde hace varios años, la
parte de interés que el público concede a las cosas
espirituales se ha visto singularmente disminuida;
su presupuesto de entusiasmo ha ido menguando
cada vez más. Los últimos años de Luis Feli pe
habían visto las últimas explosiones de una
sensibilidad aún excitable por los juegos de la
imaginación; pero el nuevo novelista se encontraba
ante una sociedad absolutamente estragada, peor
que estragada, embrutecida y voraz, sintiendo
horror por la ficción, y sin amar más que lo que
podia poseer.
En condiciones así, un talento sólido, entusiasta
de la belleza, pero habituado a una esgrima audaz,
juzgando a un tiempo lo bueno y lo malo de las
circunstancias, ha debido de decirse: «¿Cuál es el
medio más seguro de conmover a todas esas viejas
almas? En realidad ignoran lo que podrían amar;
sólo sienten verdadera repugnancia por lo que es
grande; la pasión espontánea, ardiente, el
abandono poético les hace ruborizarse y les ofende.
Seamos, pues, vulgares en la elección del asunto,
dado que la elección de un asunto demasiado
grande es una impertinencia para el lector del siglo
xix. Y también guardémonos bien de las efusiones y
de hablar por cuenta propia. Seremos de hielo al
contar pasiones y aventuras en las que la ma yoría
de la gente pone ardor; seremos, como se dice aho
ra, objetivos e impersonales.
»Y por otra parte, como en estos últimos tiempos
nos han martilleado los oídos con pueriles cháchara
de escuela, como hemos oído hablar de cierto
procedi miento literario llamado realismo
—vergonzosa injuria que se echa en cara a todos
los analistas, palabra vaga y elástica que para el
vulgo significa no un método nuevo de creación,
sino una descripción minuciosa de los accesorios—,
nos aprovecharemos de la confusión de las men tes
y de la ignorancia universal. Extenderemos un estilo
nervioso, pintoresco, sutil, exacto, sobre un
cañamazo trivial. Encerraremos los sentimientos
más ardientes y más fogosos en la aventura más

56
baladí. Las palabras más solemnes, las más
decisivas, saldrán de los labios más necios.
»¿Cuál es el terreno de la necedad, el ambiente
más estúpido, el más fértil en disparates, el que más
abunda en intolerantes imbéciles?
»Las provincias.
»¿Cuáles son allí los actores más insoportables?
»La gente común que se agita desempeñando
modestas funciones cuyo ejercicio les falsea las
ideas.
»¿Cuál es el hecho más usado, el más prostituido,
la vulgaridad de las vulgaridades?
»E1 adulterio.
»No es preciso, se ha dicho el poeta, que mi
heroína sea una heroína. Con tal de que sea
suficientemente boni ta, que tenga nervios,
ambición, una aspiración irrefrena ble hacia un
mundo superior, será interesante. Así el logro será
más noble, y nuestra pecadora tendrá al menos el
mérito —comparativamente bastante raro— de
distinguirse de las fastuosas charlatanas de la
época que nos ha precedido.
»No necesito preocuparme por el estilo, por la
disposi ción pintoresca, la descripción de los
ambientes; poseo todas esas cualidades en un
grado sobreabundante; avanzaré apoyándome en
el análisis y en la lógica, y de este modo
demostraré que todos los asuntos son
indiferentemente buenos o malos, según la manera
como se tratan, y que los más vulgares pueden
llegar a ser los mejores.»
A partir de ese momento, Madame Bovary —un
reto, un verdadero reto, una apuesta, como todas
las obras de arte— ya había sido creada.
Al autor sólo le restaba, para completar su alarde,
des pojarse (en la medida de lo posible) de su sexo
y hacerse mujer. El resultado ha sido una maravilla;
porque, a pe sar de todo su celo de comediante, no
ha podido por me nos que infundir sangre viril en
las venas de su criatura, y Madame Bovary, por lo
que hay en ella de más enérgi co y de más
ambicioso, también de más soñador, Mada me
Bovary sigue siendo un hombre. Como Palas
armada, nacida del cerebro de Zeus, este extraño
andrógino ha conservado todas las seducciones de
un alma viril dentro de un encantador cuerpo
femenino.

IV

Varios críticos habían dicho: esta obra


verdaderamente bella por la minuciosidad y la
viveza de las descripciones, no contiene ni un solo
personaje que represente la moral, que hable como
la conciencia del autor. ¿Dónde está el personaje
proverbial y legendario que tiene la misión de
explicar la fábula y de dirigir la inteligencia del
lector? En otras palabras, ¿dónde está la
requisitoria?
¡Qué dislate! ¡Eterna e incorregible confusión de
las funciones y de los géneros! Una verdadera obra
de arte no necesita requisitoria. La lógica de la obra
se basta para todas las exigencias de la moral, y es
el lector quien debe sacar las conclusiones de la
conclusión.
En cuanto al personaje íntimo, profundo, de la
fábula, indiscutiblemente es la mujer adúltera; sólo
ella, la víctima deshonrada, posee todas las gracias
del héroe. De cía hace un momento que era casi un
hombre, y que el autor la había adornado (tal vez
inconscientemente) con todas las cualidades viriles.
Examinemos atentamente:
1. ° La imaginación, facultad suprema y tiránica, y
que sustituye al corazón, o a lo que se llama el
corazón, del que suele excluirse el razonamiento, y

58
que por lo común domina en la mujer lo mismo que
en el animal.
2. ° Energía súbita de acción, rapidez de decisión,
fusión mística del razonamiento y de la pasión, que
caracteriza a los hombres creados para actuar.
3.0 Afición inmoderada por la seducción, por la
dominación, e incluso por todos los medios
vulgares de seducción, rebajándose hasta el
charlatanismo de la indumentaria, de los perfumes y
de la pomada... todo lo cual se resume en dos
palabras, dandismo, amor exclusivo de dominar.
Y, sin embargo, Madame Bovary se entrega;
arrebata da por los sofismas de su imaginación, se
entrega magnifica, generosamente, de un modo
muy masculino, a unos bribones que no son sus
iguales, exactamente como los poetas se entregan
a bribonas.
Una nueva prueba de la calidad enteramente viril
que alimenta su sangre arterial es que en resumidas
cuentas esta desventurada se preocupa menos por
los defectos exte riores visibles, por los cegadores
provincianismos de su marido, que por su ausencia
total de genio, por su inferioridad espiritual bien
demostrada por la estúpida opera ción del pie
zopo.
A este propósito, releamos las páginas que
contienen este episodio, tan injustamente tratado
de parasitario, cuando la verdad es que arroja una
viva luz sobre el ca rácter de la persona. Una cólera
violenta, contenida desde tiempo atrás, estalla en la
señora Bovary; da portazos; el estupefacto marido,
que no ha sabido dar a su novelesca mujer ningún
goce espiritual, no se mueve de su habita ción.
Hace penitencia el culpable ignorante; y Madame
Bovary, la desesperada, grita como una pequeña
Lady Macbeth casada con un capitán insuficiente:
«¡Ah! Si al menos fuera la mujer de uno de esos
sabios viejos, calvos y encorvados, cuyos ojos,
protegidos por gafas de crista les verdes están
siempre fijos en los archivos de la ciencia. Podría
colgarme orgullosamente de su brazo; al menos
sería la compañera de un rey de la inteligencia;
¡pero la compañera de cadena de ese imbécil, que
ni siquiera sabe enderezar un pie deforme! ¡Oh!»
En realidad, esta mujer no puede ser más sublime
en su género, en la modestia de su ambiente y ante
su limitado horizonte.
4.° Incluso en su educación conventual veo la
prueba del temperamento equívoco de Madame
Bovary.
Las monjas descubrieron en esta joven una
asombrosa aptitud para la vida, para aprovechar la
vida, para conje turar sus goces. ¡Esto es un hombre
de acción!
Mientras, la joven se embriagaba deliciosamente
con el color de los vitrales, de los matices orientales
que las lar gas ventanas labradas proyectaban
sobre su devocionario de alumna interna; se
saciaba con la música solemne de las vísperas, y
por una paradoja cuyo único mérito corres ponde a
los nervios, sustituía en su alma el Dios verdadero
por el Dios de su fantasía, el Dios del porvenir y del
azar, un Dios de viñeta, con espuelas y bigotes; ya
teñe mos al poeta histérico.
¡La histeria! ¿Por qué este misterio fisiológico no
va a ser el fondo y el mantillo de una obra literaria,
ese miste rio que la Academia de Medicina aún no
ha resuelto, y que, mientras en las mujeres se
manifiesta por la sensa ción de una bola
ascendente y asfixiante (me refiero sólo al síntoma
principal), en los hombres nerviosos pasa a
convertirse en todas las impotencias y también en
la apti tud para todos los excesos?

60
En resumen, esta mujer es verdaderamente
grande, sobre todo digna de compasión y, a pesar
de la dureza sis temática del autor, que ha hecho
los mayores esfuerzos para estar ausente de su
obra y para desempeñar la fun ción de un titiritero,
todas las mujeres intelectuales le agra decerán que
haya elevado la mujer a tan alta potencia, tan lejos
del animal puro y tan cerca del hombre ideal, y de
haberla hecho participar en ese doble carácter de
cál culo y de ensueño que constituye el ser
perfecto.
Se ha dicho que Madame Bovary es ridicula. En
efec to, ahí la tenemos tan pronto tomando por un
héroe de Walter Scott a un individuo —¿podría
llamarle hidalgo campesino?— que viste chalecos de
caza y atuendos contrastados, como la vemos
enamorarse de un modesto pa sante de notario (que
ni siquiera sabe realizar una acción peligrosa para su
amante), y por fin, la pobre, extenuada, esa
extravagante Pasífae 139), encerrada en el estrecho
recinto de una aldea, persigue el ideal por los bailes
de can dil y los cafetines de la prefectura... ¡Qué
importa! Digá moslo, confesémoslo, es un César en
Carpentras; ¡persi gue el Ideal'
Desde luego, no voy a decir como el Licántropo
1401, de subversiva memoria, aquel rebelde que
abdicó: «Ante todas las vulgaridades y todas las
majaderías del tiempo presente, ¿acaso no nos queda
el papel de fumar y el adul terio?» Pero lo que sí
afirmaré es que al fin y al cabo, en resumidas cuentas,
incluso con balanzas de precisión, nuestro mundo es
muy duro para haber sido engendrado por Cristo, y
que no es digno de arrojar la primera piedra a la
adúltera; y que unas cuantas cornamentas más o
menos no acelerarán la rapidez rotatoria de las
esferas ni van a adelantar en un solo segundo la
destrucción final del universo. Ya es hora de que se
ponga fin a la hipocre sía cada vez más contagiosa, y
que se juzgue ridículo que unos hombres y mujeres
pervertidos hasta la trivialidad azucen los perros
contra un desventurado novelista que, con una
castidad de retor, ha querido envolver en un velo de
gloria aventuras de mesilla de noche, siempre repug
nantes y grotescas cuando la Poesía no las acaricia
con su claridad de lamparilla opalina.
Si me abandonase a esa pendiente analítica, nunca
acabaría de hablar de Madame Bovary; este libro,
esencial mente sugestivo, podría inspirar un volumen
de observa ciones. Me limitaré por el momento a
hacer notar que varios de sus episodios más
importantes han sido primiti vamente o descuidados
o vituperados por los críticos. Ejemplos: el episodio
de la fallida operación del pie zopo, y aquel otro tan
notable, tan desolado, tan verdaderamen te
moderno, en el que la futura adúltera —porque la
des dichada se encuentra tan sólo iniciando la cuesta
abajo va a pedir ayuda a la Iglesia, a la divina Madre,
a la que no tiene excusas para ser siempre solícita, a
esa farmacia donde nadie tiene derecho a dormitar. El
buen reverendo Bournisien, preocupado únicamente
por los granujas del catecismo que hacen gimnasia
por entre los asientos de coro y las sillas de la iglesia,
responde con candor: «Si está usted enferma, señora,
puesto que el señor Bovary es médico, ¿por qué no
se dirige a su marido?»
¿Qué mujer, ante esa cortedad del cura, no iría,
loca mente amnistiada, a hundir su cabeza en las
aguas turbu lentas del adulterio, y quién de nosotros,
en una edad más Cándida y en circunstancias
agitadas, no ha conocido alguna vez al clérigo
incompetente?

VI
Inicialmente, tenía el proyecto, pues tenía dos
libros del mismo autor en las manos (Madame

62
Bovary y La tentación de san Antonio, cuyos
fragmentos aún no han sido reunidos por el librero)
de hacer una especie de paralelo entre ambos. Quería
establecer igualdades y corresponden cias. Me
hubiera resultado fácil encontrar en el minucioso
tejido de Madame Bovary las altas facultades de
ironía y de lirismo que iluminan soberanamente La
tentación de san Antonio. Aquí el poeta no se había
disfrazado, y su Bovary. tentada por todos los
demonios de la ilusión, de la herejía, por todas las
lubricidades de la materia circundante... su san
Antonio, en fin, abrumado por todas las locuras que
nos asedian, hubiera encontrado mejores dis culpas
que esta minúscula ficción burguesa. En esta obra, de
la que por desdicha el autor sólo nos ha dado
fragmen tos, hay pasajes deslumbrantes; no hablo tan
sólo del pro digioso festín de Nabucodonosor, de la
maravillosa apari ción de esa pequeña loca que es la
reina de Saba, minia tura que danza en la retina de un
asceta, de la charlata nesca y enfática escenografía de
Apolonio de Tiana, seguí do de su cornac, o, mejor
dicho, de su mantenedor, el millonario imbécil que le
arrastra mundo a través; quisie ra sobre todo llamar
la atención del lector acerca de esa facultad doliente,
subterránea y rebelde que atraviesa to da la obra, ese
filón tenebroso que ilumina —lo que los ingleses
llaman el subcurrent— y que sirve de guía en esa
confusión, ese pandemónium de la soledad.
Me hubiera sido fácil señalar, como ya he dicho,
que el señor Gustave Flaubert ha encubierto
voluntariamente en Madame Bovary las altas
facultades líricas e irónicas manifestadas sin reserva
en la Tentación y que esta última obra, cámara
secreta de su talento, sigue siendo evidente mente la
más interesante para los poetas y los filósofos.
Tal vez en otra ocasión tenga el placer de llevar a
cabo esta tarea.
La doble vida,
de Charles Asselineau (41)

Once breves narraciones se nos presentan bajo este


título general: La doble vida. El sentido del título se
descubre felizmente después de la lectura de algunos
de los frag mentos que componen este elegante y
elocuente volumen. Hay un capítulo de Buffon que se
titula Homo dúplex, y cuyo contenido no recuerdo
ya con exactitud, pero cuyo título breve, misterioso,
grávido de ideas, siempre me ha precipitado a la
meditación, y que todavía hoy, en el mo mentó en
que me propongo dar una idea del espíritu que
anima la obra del señor Asselineau, se presenta
bruscamente a mi memoria, y la provoca y la
confronta como una idea fija. ¿Quién de entre
nosotros no es un homo dúplex? Me refiero a
aquellos cuyo espíritu fue desde la niñez touched
with pensiveness (42); siempre doble, acción e
intención, ensueño y realidad; siempre lo uno
estorbando a lo otro, usurpando la parte del otro.
Unos emprenden viajes lejanos dejando atrás un
hogar cuyas dulzuras no saben reconocer; y otros,
ingratos para con las aventuras con que la
Providencia les regala, acarician el sueño de una vida
casera, encerrada en un espacio de pocos metros. La
intención que se deja a medio camino, el sueño

64
olvidado en una posada, el proyecto truncado por el
obstáculo, la desdicha y los achaques surgiendo del
éxito co mo las plantas venenosas de una tierra fértil
y descuidada, la añoranza que se mezcla con la ironía,
la mirada hacia atrás como la de un vagabundo que
se detiene por un instante para reflexionar, el
incesante mecanismo de la vida terrena, hostigando y
desgarrando a cada minuto la trama de la vida ideal:
tales son los principales elementos de este libro
exquisito que, por su espontaneidad, su sencillez de
buen trato y su sinceridad sugestiva participa del
monólogo y de la carta íntima confiada al buzón para
países lejanos.
La mayoría de los pasajes que componen su
totalidad son muestras de la desventura humana
comparada con las dichas del ensueño.
Así, La taberna de los areneros, a la que dos
jóvenes acuden regularmente a unas cuantas leguas
de la ciudad para consolarse de las penas e
inquietudes que se la hacen intolerables, olvidando
en el paisaje horizontal de los ríos la vida tumultuosa
de las calles y la angustia confinada en un domicilio
devastado; así, La posada: un viajero, un hombre de
letras, que inspira a la posadera una simpatía tan viva
que llega a ofrecerle a su hija en matrimonio, aunque
acaba por volver bruscamente al círculo en el que le
encierra su fatalidad. El viajero hombre de letras, al oír
ese ofrecimiento generoso e ingenuo, prorrumpe en
una carcajada inhumana, que desde luego hubiese
escandalizado al buen Jean Paul (43), siempre tan
angélico, aunque tan burlón. Pero suponemos con
razón que al encontrarse de nuevo en el camino o
devuelto a su rutina, el viajero pensativo y filósofo
habrá corrido su risa maligna, y se habrá dicho con un
poco de remordimiento, un poco de pesar y el
suspiro indolente del escepticismo, siempre
atemperado por una leve sonrisa: «Al fin y al cabo, la
buena posadera es muy posible que tuviese razón; los
elementos de la felicidad humana son menos
numerosos y más sencillos de lo que enseñan el
mundo y su doctrina perversa.» Así, Las promesas de
Timothée. abominable lucha entre el que promete
engañosamente y su víctima; el primero, ese ladrón
de una especie tan particular, recibe su merecido,
palabra, y agradezco mucho al señor As selineau que
acabe mostrándonos a su víctima salvada y
reconciliada con la vida gracias a un hombre de mala
re putación. Así ocurre con frecuencia, y el Deus ex
machina de los desenlaces felices es, más a menudo
de lo que quiere admitirse, uno de esos que el mundo
llama sujetos poco recomendables o incluso granujas.
Mi primo Don Quijote es una historia muy notable y
sumamente adecúa da para poner de relieve las dos
grandes cualidades del autor, que son el sentimiento
de la belleza moral y la ironía que nace del
espectáculo de la injusticia y de la necedad. Ese
primo, cuya cabeza hierve de proyectos de
educación, de felicidad universal, cuya sangre siempre
jo ven se enciende con un entusiasmo desbordante
por los helenos (44), ese déspota del heroísmo que
quiere moldear y moldea a su familia a su imagen, es
más que interesante; es conmovedor; eleva el alma
haciéndola avergonzarse de su ruindad cotidiana. La
ausencia del nivel entre ese nuevo Don Quijote y el
alma del siglo produce un efecto indudable de
comicidad conmovida, aunque, para atener nos a la
verdad, la risa provocada por una debilidad su blime
es casi la condenación del que ríe, y el Sancho
universal, de que está rodeado el maníaco
magnánimo, no despierta menos desdén que el
Sancho de la novela. Más de una anciana leerá con
una sonrisa, y tal vez entre lágrimas, La novela de
una devota, un amor de quince años, sin confidente,
sin confidencia, sin acción, y siempre ignorado por el
objeto de este amor, un puro monólogo mental.

66
La mentira representa bajo una forma a un tiempo
sutil y natural la preocupación general del libro, que
po dría llamarse. Sobre el arte de escapar a la vida
cotidiana. Los grandes señores turcos encargan a
veces a nuestros pintores decorados que representan
aposentos adornados de muebles suntuosos, con
vistas a horizontes ficticios. Mandan así a tan
singulares soñadores un magnífico salón en una tela,
arrollado como un cuadro o un mapa. Así obra el
héroe de Mentira, y es un héroe mucho menos
insólito de lo que podría creerse. Una mentira
perpetua adorna y viste su vida. Ello le reporta en su
vida cotidia na unas cuantas sacudidas y algunos
accidentes; pero na die puede eludir pagar un precio
por su felicidad. No obs tante, un día, a pesar de
todos los inconvenientes de su delirio voluntario y
sistemático, la felicidad, la verdadera felicidad, se le
ofrece, queriendo ser aceptada y sin hacer se de
rogar; sin embargo, para merecerla, habría que cum
plir una pequeñísima condición, confesar una mentira.
De moler una ficción, desmentirse, destruir un
armazón ideal, aunque sea a cambio de una felicidad
afectiva, he ahí un sacrificio imposible para nuestro
soñador. Seguirá pobre y solitario, pero fiel a sí
mismo y se obstinará en extraer de su cerebro todo el
adorno de su vida.
Una gran muestra de talento en el señor Asselineau
es comprender y expresar tan bien la legitimidad de
lo absurdo y de lo inverosímil. Intuye y calca, a veces
con una fidelidad rigurosa, los extraños
razonamientos del ensueño. En pasajes de esa
naturaleza, su desaliño, su atestado mondo y lirondo,
alcanza un gran efecto poético. Citaré, por ejemplo,
unos cuantos renglones que proceden de un cuento
singular, La pierna.
«Lo sorprendente en la vida del ensueño no
consiste tanto en verse transportado a regiones
fantásticas en las que se alteran todas nuestras
costumbres y se contradicen todas las ideas que nos
sustentaban; donde a menudo in cluso (lo cual
todavía asusta más) lo imposible se mezcla con lo
real. Lo que me impresiona aún mucho más es el
asentimiento que damos a esas contradicciones, la
facilidad con la que los paralogismos más
monstruosos se aceptan como algo completamente
natural, de tal manera que hay que creer en
facultades o naciones de un orden particular y ajenas
a nuestro mundo.
»Un día sueño que en la avenida principal de las Tu
Herías asisto en medio de una compacta
muchedumbre a la ejecución de un general. Un
silencio respetuoso y so lemne reina entre la
asistencia.
»Traen al general en un baúl. Sale de él con
uniforme de gala, la cabeza descubierta, y
salmodiando en voz baja un canto fúnebre.
»De pronto, un caballo de guerra, ensillado y con
ca parazón, aparece caracoleando en la terraza de la
derecha, la que da a la plaza de Luis XV (45).
»Un gendarme se acerca al condenado y le entrega
respetuosamente un fusil amartillado: el general
apunta, dis para y el caballo cae.
»Y la muchedumbre se dispersa, y me retiro yo
también, íntimamente convencido de que era la
costumbre, cuando se condenaba a muerte a un
general, que si su caballo aparece en el lugar de
su ejecución y él lo mata, el general está
salvado.»
Hoffmann no hubiese definido mejor, con la
naturali dad de su estilo, la situación anormal de una
mente.
Los dos fragmentos principales, La segunda vida y
El infierno del músico, son fieles a la idea matriz del
volumen. Creer que querer es poner, tomar al pie de
la letra la hipérbole del proverbio, arrastra a un
soñador, de decep ción en decepción, hasta el
suicidio. Por una merced es pecial de ultratumba,
todas las facultades tan ardientemen te envidiadas y

68
queridas se le conceden de golpe, y, provisto de todo
el genio concedido en ese segundo nacimiento,
vuelve a la tierra. Tan sólo no se habían previsto un
solo dolor, un solo obstáculo, que no tardaron en
hacerle imposible la existencia y le obligaron a
refugiarse de nuevo en la muerte: todos los
inconvenientes, todas las inco modidades, todos los
equívocos resultantes de la despro porción que hay a
partir de ahora entre él y el mundo terreno. El
equilibrio y la ecuación han sido destruidos, y como
un Ovidio demasiado sabio para su antigua patria,
puede decir:
Barbarus hic ego sum, quia non intelligor illis
(46).

El infierno del músico representa el caso de


alucinación formidable que sufriría un compositor
condenado a oír simultáneamente todas sus
composiciones ejecutadas, bien o mal, en todos los
pianos del globo. Huye de ciudad en ciudad, siempre
persiguiendo el sueño como una tierra prometida,
hasta que, loco de desesperación, pasa al otro
hemisferio, en el que la noche, ocupando el lugar del
día, le otorga por fin cierto descanso. En esta tierra
lejana encuentra además el amor, que, a modo de
una enérgica medicina, devuelve cada facultad a su
sitio, y pacifica todos sus órganos perturbados. «El
pecado de orgullo ha sido redimido por el amor.»
El análisis de un libro es siempre un esqueleto sin
car ne. Sin embargo, a un lector inteligente este
análisis le bastará para hacerle adivinar el espíritu de
búsqueda que anima el trabajo del señor Asselineau.
A menudo se repi te: El estilo es el hombre; pero,
¿acaso no podría decirse con igual precisión: La
elección de los asuntos es el hombre? De la carne
del libro puedo decir que es buena, sa brosa, elástica
al tacto; pero el alma interior es sobre todo lo que
merece estudiarse. Este encantador librito, personal,
excesivamente personal, es como un monólogo de
invierno, murmurado por el autor, con los pies en los
morillos de la chimenea. Tiene todos los encantos del
monólogo, el aire de confidencia, la sinceridad de la
confidencia, y hasta ese descuido femenino que
forma parte de la sinceridad. ¿Nos atreveríamos a
afirmar que nos gustan siempre, que adoramos sin
tregua esos libros cuyo pensamiento, tensado al
máximo, hace temer en todo momento al lector que
está a punto de romperse, llenándole, por así decirlo,
de una trepidación nerviosa? Este quiere ser leído tal
como se escribió, en bata de andar por casa y los pies
arrimados a la chimenea. ¡Dichoso el autor que no
teme mostrarse yendo de trapillo! Y a pesar de la
humillación eterna que el hombre siente al sentirse
confesado, dichoso el lector pensativo, el homo
dúplex que, sabiendo reconocer en el autor su espejo
, no teme exclamar: Thou art the man! m ¡Este es mi
confesor!

70
Théophile Gautier (48)

Aunque no hayamos dado de beber a


ninguna vieja, nos sucede lo mismo que a
la muchacha de Perrault; no podemos abrir
la boca sin que de ella salgan en seguida
monedas de oro, diamantes, rubíes y perlas;
ya quisiéramos de vez en cuando vomitar
un sapo, una culebra y un ratón colorado,
aunque sólo fuese por variar; pero no nos
es posible.
THÉOPHILE GAUTIER, Caprichos y zigzags

I
No conozco sentimiento más embarazoso que la
admi ración. Por la dificultad de expresarse
convenientemente se parece al amor. ¿Cómo
encontrar expresiones con la suficiente fuerza
colorista, o matizadas de una manera lo bastante
delicada como para responder a las necesidades de
un sentimiento exquisito? El respeto humano es una
calamidad en todo orden de cosas, dice un libro de
filosofía que por azar tengo ante los ojos; pero no se
crea que el innoble respeto humano es la causa de mi
turbación: mi perplejidad no tiene más origen que el
temor de no hablar de mi asunto de una manera
suficientemente noble.
Hay biografías fáciles de escribir; por ejemplo, las
de los hombres cuya vida hormiguea de sucesos y
aventuras; entonces no hay más que registrar y
clasificar hechos con sus fechas; pero en este caso,
nada de esa variedad mate rial que reduce la tarea
del escritor a la de un compilador. ¡Nada más que una
inmensidad espiritual! La biografía de un hombre
cuyas aventuras más dramáticas transcurren
silenciosamente bajo la cúpula de su cerebro es un
traba jo literario de un orden muy distinto. Hay astros
nacidos con funciones peculiares, y lo mismo podría
decirse de los hombres. Cada cual cumple magnífica y
humildemente su papel de predestinado. ¿Quién
puede concebir una biogra fía del sol? Es una historia
que, desde que el astro ha dado señales de vida, está
llena de monotonía, de luz y de grandeza.
Dado que, en resumidas cuentas, tengo que escribir
la historia de una idea fija, que por otra parte ya me
ocupa ré de definir y analizar, en rigor importa poco
que informe o que no informe a mis lectores de que
Théophile Gautier nació en Tarbes en 1811. Hace ya
largos años que tengo la fortuna de ser su amigo, e
ignoro completa mente si en la niñez reveló sus
futuros talentos mediante éxitos de colegial, con esas
pueriles coronas que a menú do no saben conquistar
los niños sublimes m, y que en cualquier caso se ven
obligados a compartir con una multitud de horribles
necios, marcados por la fatalidad. De esas
pequeñeces no sé absolutamente nada. El propio
Théophile Gautier tal vez tampoco sepa nada, y si por
casualidad lo recuerda, estoy seguro de que no le
resulta ría agradable ver remover todo ese fárrago
de sus años escolares. Nadie lleva más lejos que él

72
el pudor majestuoso del verdadero hombre de
letras, y nadie tiene más horror de exhibir todo lo
que no está hecho, preparado y maduro para el
público, para la edificación de las almas
enamoradas de la Belleza. Que nadie espere de él
memorías, ni tampoco confidencias, ni recuerdos,
ni nada que no sea la sublime función.
Hay una circunstancia que aumenta la alegría que
sien to al explicar una idea fija, la de hablar por fin,
y a mis anchas, de un hombre desconocido. Todos
los que hayan meditado sobre los errores de la
historia o sobre sus jus ticias tardías comprenderán
lo que significa la palabra desconocido, aplicada a
Théophile Gautier. Alguien que desde hace no
pocos años llena París y las provincias con el eco de
sus artículos, es cierto; es indiscutible que muchos
lectores, curiosos de todas las cosas literarias,
esperan impacientemente su juicio sobre las obras
dramáticas de la semana anterior; aún más
indiscutible que sus crónicas de los Salones, tan
serenas, tan espontáneas y llenas de majestad, son
oráculos para todos los desterrados que no pueden
juzgar y sentir por sus propios ojos. Para todos esos
públicos diversos. Théophile Gautier es un crítico
incomparable e indispensable; y, sin embargo, sigue
siendo un hombre desconocido. Me explicaré.
Imagino a alguien instalado en un salón burgués
y tomando café después de la cena con el dueño
de la casa, su señora y las señoritas. Detestable y
risible jerga, de la que la pluma debería abstenerse,
del mismo modo que el escritor debería abstenerse
de frecuentar compañías tan enervantes. Poco
después se hablará de música, tal vez de pintura,
pero infaliblemente de literatura. Y Théophile
Gautier no tardará en ser tema de conversación;
pero, después de haberle concedido una serie de
elogios triviales («¡qué talento!», «¡qué divertido
es!», «¡qué bien escribe, y qué estilo tan fluido el
suyo...!» el premio de estilo fluido se otorga
indistintamente a todos los escritores co nocidos,
porque es probable que el agua clara sea el sím
bolo más claro de belleza para las personas que no
pier den el tiempo pensando), si se hace observar
que se omite su mérito principal, su mérito
indiscutible y más deslum brante, en una palabra,
que olvidan decir que es un gran poeta, veremos
pintarse en todos los rostros la mayor de las
sorpresas. «Sin ningún género de dudas, tiene un
estilo muy poético», dirá el más sutil de la cuadrilla,
ignorando que se trata de ritmos y de rimas. Toda
esa gente ha leído el artículo del lunes, pero nadie,
desde hace una porción de años, ha encontrado
dinero u ocio para leer Albertos. La comedia de la
muerte y España iso». He ahí algo muy duro de
confesar para un francés, y si no habla se de un
escritor que está a la altura suficiente como para
asistir con toda tranquilidad a todas las injusticias,
creo que hubiese preferido ocultar esa tara de
nuestro público. Pero así son las cosas. Y sin
embargo, las ediciones se han multiplicado, y se
han vendido fácilmente. ¿Dónde han ido a parar?
¿En qué armarios se han sepultado esas admirables
muestras de la más pura belleza francesa? Lo
ignoro; sin duda, en alguna región misteriosa
situada muy lejos del faubourg Saint Germain o de
la Chaussée d'An tin, para hablar como la geografía
de los cronistas mun danos. Sé bien que no existe
ningún hombre de letras, un artista un poco
soñador cuya memoria no esté amueblada y
adornada con esas maravillas; pero la gente de
mundo, los mismos que se embriagaron o que
fingieron embriagarse con las Meditaciones y las
Armonías (51), ignoran ese nuevo tesoro de goce y
de belleza.
Ya he dicho que ésta era una confesión dolorosa
para un corazón francés; pero no basta con

74
establecer un hecho, hay que tratar de explicarlo. Es
cierto que Lamartine y Victor Hugo han disfrutado
durante más tiempo de un público más curioso de
los juegos de la Musa que aquel que ya iba
embotándose en la época en que Théophile Gautier
se convertía definitivamente en un hombre famoso.
Desde entonces ese público ha ido disminuyendo
gradualmente la parte legítima de tiempo dedicado
a los placeres del espíritu. Pero ésta seria una
explicación insufi ciente; porque, para dejar de lado
al poeta que es el centro de este estudio, observo
que el público sólo ha espiga do cuidadosamente
en las obras de los poetas que estaban ilustradas (o
mancilladas) por una especie de viñeta política, un
condimento apropiado a la naturaleza de sus
pasiones actuales. Ha aprendido de memoria la
Oda a la Columna, la Oda al Arco de Triunfo, pero
ignora las partes misteriosas, sombrías, las más
atrayentes de Victor Hugo. Recita a menudo los
Yambos de Auguste Barbier (52) sobre las jornadas
de Julio, pero no ha vertido su pianto con el poeta
sobre la Italia desolada, ni le ha seguido en su viaje
por el Lázaro del Norte.
Ahora bien, el condimento con el que Théophile
Gau tier espolvorea sus obras, que para los
aficionados al arte es de los más exquisitos y de la
sal más ardiente, tiene muy poca o ninguna acción
sobre el paladar de la muchedumbre. Para hacerse
completamente popular, ¿no hay acaso que
consentir merecer serlo, es decir, no hay, por un
aspecto casi secreto, una minucia llamativa, que
mostrarse un poco populachero? En literatura,
como en moral, es un peligro, y al mismo tiempo
un honor, ser delicado. La aristocracia nos aisla.
Confesaré francamente que no soy de esos que
ven en ello un mal muy deplorable, y que quizá he
llevado demasiado lejos mi encono contra los
pobres filisteos. Recriminar, oponerse e incluso
reclamar justicia, ¿no es acaso filisteizarse un poco?
Olvidamos constantemente que injuriar a una
multitud equivale a encanallarse a uno mismo. Una
vez situados a gran altura, toda fatalidad nos
parece justicia. Saludemos, pues, por el contrario,
con todo el respeto y el entusiasmo que merece, a
esta aristocracia que crea a su alrededor la soledad.
Vemos, por otra parte, que tal facultad es más o
menos estimada según el siglo, y que en el curso de
las edades hay también lugar para espléndidos
desquites. Todo puede esperarse de la extra
vagancia humana, incluso la equidad, aunque nada
más cierto que la injusticia le resulta infinitamente
más natu ral. ¿Acaso no decia hace poco un escritor
político que Théophile Gautier goza de una
reputación exagerada?

II
Mi primera entrevista con este escritor —que el
universo nos envidiará, como nos envidia a
Chateaubriand, a Víctor Hugo y a Balzac— está
ahora presente en mi me moria. Había ido a su casa
para entregarle un volumito de versos de parte de
dos amigos ausentes. Le encontré, no con tan
buena presencia como hoy, pero ya majestuo so,
natural y espontáneo en su flotante indumentaria.
Lo que primero llamó mi atención en su acogida
fue la au sencia total de esa sequedad, tan
excusable por otro lado, en todos los hombres
acostumbrados por su situación a temer a los
visitantes. Para caracterizar su manera de re cibirme
me serviría de la palabra campechano, si no fuese
tan trivial; en ese caso sólo podría emplearse
sazonada y realzada, según la receta de Racine, por
un hermoso ad ietivo como asiático u oriental,

76
para expresar un talante a la vez sencillo, digno y
delicado. En cuanto a la conversación (¡qué
solemne es una primera conversación con un
hombre ilustre que nos supera aún más por el
talento que por la edad!) se ha moldeado asi
mismo muy bien en el fondo de mi mente. Cuando
me vio con un volumen de poesía en la mano, su
noble rostro se iluminó con una atractiva sonrisa;
tendió los brazos con una especie de avidez
infantil; porque es curioso hasta qué punto ese
hombre, que sabe expresarlo todo y que tiene más
derecho que cualquier otro a sentirse hastiado,
tiene la curiosidad fácil y asaeta vivamente con su
mirada el no-yo. Después de haber hojeado
rápidamente el tomito (53), me hizo observar que
los poetas en cuestión se permitían demasiado a
menudo sonetos libertinos, es decir, no ortodoxos,
y siempre dispuestos a eximirse de la regla de la
cuádruple rima. Luego me preguntó, con una
mirada curiosamente recelosa, y como si quisiera
ponerme a prue ba, si me gustaba leer diccionarios.
Eso me lo dijo como lo dice todo, con una enorme
tranquilidad, y con el mismo tono que otro
adoptaría para informarse de si yo pre feria la
lectura de los libros de viaje a la de las novelas.
Afortunadamente, siendo aún muy joven ya había
caído en la lexicomanía, y vi que mi respuesta me
granjeaba su aprecio. Precisamente acerca de los
diccionarios añadió que «el escritor que no sabía
decirlo todo, aquel a quien una idea tan extraña,
tan sutil como pueda imaginarse, tan imprevista,
cayendo como una piedra de la luna, le sorprende
desprovisto y sin material para darle cuerpo, éste
no era un escritor». Luego conversamos sobre la
higiene, sobre los miramientos que el literato ha de
tener con su cuerpo y acerca de su sobriedad
obligada. Aunque para ilustrar la materia creo que
eché mano de unas comparaciones de la vida de
las bailarinas y de los caballos de carreras, el
método con que abordó el asunto (la sobrie dad
como prueba de respeto debido al arte y a las facul
tades poéticas) me recordó lo que dicen los libros
piado sos sobre la necesidad de respetar nuestro
cuerpo como templo de Dios. Conversamos
también sobre la gran fa tuidad del siglo y sobre la
locura del progreso. En libros que publicó
posteriormente he leído algunas de las fórmu las
que entonces le sirvieron para resumir sus
opiniones; por ejemplo, ésta: «Hay tres cosas que
una persona civilizada nunca podrá crear: un jarrón,
un arma, un arnés.» Inútil es decir que aquí se
refiere a la belleza y no a la utilidad. Yo le hablaba
con entusiasmo de la asombrosa imaginación que
había mostrado en el género bufo y grotesco; pero
ante ese cumplido replicó ingenuamente que en el
fondo sentía horror por el ingenio y la risa, ¡esa risa
que deforma la criatura de Dios! «A veces es lícito
mostrar ingenio, como al sabio se le permite una
francachela para demostrar a los necios que podría
ser igual que ellos; pero ello no es necesario.»
Aquellos a quienes podría sorprender esta opinión
profesada por él no han advertido que como su
ingenio es un espejo cosmopolita de belleza, en el
que, en consecuencia, la Edad Media y el Renaci
miento se han reflejado con absoluta legitimidad y
mag níficamente, muy pronto se dedicó a
frecuentar a los griegos y la Belleza única, hasta el
punto de desconcertar a sus admiradores que no
poseían la verdadera llave de su cámara espiritual.
A ese propósito, consúltese Mademoiselle de
Maupin, donde se defendió vigorosamente la
belleza griega en plena exuberancia romántica.
Todo eso se dijo con claridad y decisión, pero sin
dic tadura, sin pedantería, con mucha sutileza, pero
sin nin gún exceso de quintaesencia. Al escuchar
esa elocuencia de conversación, tan alejada del

78
siglo y de su violenta algarabía, no podía por
menos que pensar en la lucidez antigua, en no sé
qué eco socrático, familiarmente traído sobre el ala
de un viento oriental. Me retiré conquistado por
tanta nobleza y naturalidad, subyugado por esa
fuer za espiritual a la que la fuerza física sirve, por
así decirlo, de símbolo, como para ilustrar una vez
más la verdadera doctrina y confirmarla con un
nuevo argumento.
Desde aquella minúscula fiesta de mi juventud,
¡cuántos años de plumaje variado han agitado sus
alas y levan tado el vuelo hacia el cielo ávido! Sin
embargo, ahora mismo no puedo dejar de pensar
en ella sin cierta emoción. Esta es mi mejor excusa
ante aquellos que tal vez me hayan juzgado muy
osado y con un aire un tanto de advenedizo al
hablar de un modo tan personal, al comienzo de
este trabajo, de mi intimidad con un hombre
célebre. Pero que se sepa que si algunos de
nosotros se han tomado confianzas con Gautier es
porque al permitirlas parecía desearlas. Se
complace inocentemente en una afectuosa y
familiar paternidad. Este es otro de sus rasgos que
recuerda al de aquellos tipos ilustres de la
antigüedad a quienes gustaba la compañía de los
jóvenes, y que paseaban con ellos su sólida
conversación bajo copiosos verdores, a orillas de
los ríos o bajo arquitecturas nobles y sencillas como
sus almas.
Este retrato, esbozado de forma familiar,
necesitaría la ayuda del grabador.
Afortunadamente, Théophile Gautier ha
desempeñado en diversos volúmenes funciones
general mente relativas a las artes y al teatro, que
han hecho de él uno de los personajes de París más
públicamente conocidos. Casi todo el mundo
conoce sus cabellos largos y sueltos, su porte noble
y lento, y su mirada llena de una ensoñación felina.
III
Todo escritor francés, ansioso por la gloria de su
país, no puede, sin orgullo y sin añoranza, volver
sus miradas hacia esa época de crisis fecunda en la
que la literatura romántica florecía con tanto vigor.
Chateaubriand, siem pre lleno de fuerza, pero como
tendido en el horizonte, parecía un Athos que
contempla indolentemente el hormigueo de la
llanura; Víctor Hugo, Sainte-Beuve, Alfred de Vigny
habían rejuvenecido, más aún, habían resucitado la
poesía francesa, que estaba muerta desde Corneille.
Pues André Chénier, con su blanda antigüedad a lo
Luis XVI, no era un síntoma de renovación
suficientemente vigorosa, y Alfred de Musset,
femenino y sin doctrina, hubiera podido existir en
todas las épocas, y nunca hubiese sido más que un
perezoso de graciosas efusiones. Alexandre Dumas
nos daba sin tregua sus fogosos dramas, en los que
la erupción volcánica resultaba atemperada por la
destreza de un hábil irrigador. ¡Qué ardor en el
hombre de letras de aquel tiempo, y qué
curiosidad, qué calor en el público! ¡Oh,
esplendores eclipsados, oh sol caído tras el
horizonte! Una segunda fase se produjo en el
movimiento literario moderno, que nos dio a
Balzac, es decir, al verdadero Balzac, a Auguste
Barbier y a Théophile Gautier. Pues hay que hacer
observar que, aunque este último no haya sido un
literato decididamente muy leído hasta des pués de
publicarse Mademoiselle de Maupin, su primer
libro de poesía, valientemente lanzado en plena
revolu ción, data de 1830. Creo que hasta 1832
Albertos no se unió a esos primeros versos. Por
vivaz y abundante que hubiera sido hasta entonces
la nueva savia literaria, hay que admitir que le había
faltado un elemento, o al menos que habia algo
que sólo aparecía raramente, como por ejemplo en

80
Nuestra Señora de París, ya que Victor Hugo sin
ninguna duda era la excepción por el número y la
amplitud de sus facultades; me refiero a la risa y al
sentido de lo grotesco. Los Jóvenes-Francia (54) no
tardaron en demostrar que la escuela se
completaba. Por ligera que esta obra pueda parecer
a algunos, contiene grandes méritos. Además de la
belleza del diablo, es decir, la gracia encantadora y
la osadia de la juventud, contiene la risa, y la mejor
risa. Evidentemente, en una época llena de
embaucadores, un autor se instalaba en plena
ironía y demostraba que no se dejaba embaucar.
Un vigoroso sentido común le salvaba de las
parodias y de las religiones a la moda. Con un matiz
más, Una lágrima del Diablo (55) continuaba ese
filón de rica jovialidad. Mademoiselle de Maupin
sirvió para definir aún mejor su posición. Muchos
son los que durante largo tiempo han hablado de
esta obra como respondiendo a pueriles pasiones,
como si hechizase más por su asunto que por la
doctísima forma que la distingue. Verdaderamente
es forzoso que haya per sonas que rebosen pasión
para poder verla así en todas partes. Es la nuez
moscada de que se sirven para sazonar todo lo que
comen. Por su estilo prodigioso, por su belleza
estricta y depurada, pura y florida, este libro era un
verdadero acontecimiento. Así lo supo ver Balzac,
quien se apresuró a conocer a su autor. Tener no
sólo un estilo, sino además un estilo personal, era
una de las mayores ambiciones, si no la mayor, del
autor de La piel de zapa y de La búsqueda del
Absoluto. A pesar de los excesos y los
intrincamientos de su frase, siempre fue uno de los
conocedores más agudos y más exigentes. Con
Mademoiselle de Maupin nacía para la literatura el
diletantismo, que, por su carácter exquisito y
superlativo, es siempre la mejor prueba de las
facultades indispensables para el arte. Esta novela,
este cuento, este cuadro, este ensueño continuado
con la obstinación de un pintor, esa especie de
himno a la Belleza, conseguía sobre todo el gran
resultado de establecer definitivamente la
condición generadora de las obras de arte, es decir,
el amor exclusivo de la Belleza, la Idea fija.
Las cosas que tengo que decir acerca de este
asunto (y las diré muy brevemente) fueron
archisabidas en otros tiempos. Luego su
conocimiento se oscureció, hasta ser
definitivamente olvidadas. Hubo extrañas herejías
que se infiltraron en la crítica literaria. Dios sabe
qué opaca nube, venida de Ginebra, de Boston o
del infierno, interceptó los hermosos rayos del sol
de la estética. La famosa doctrina de la
indisolubilidad de la Belleza, la Verdad y el Bien es
una invención de filosofastros modernos (¡extraño
contagio que hace que al definir la locura,
hablemos en su jerga!). Los diferentes objetivos de
la búsqueda espiri tual exigen facultades que les
son eternamente apropiadas; a veces tal objetivo
sólo exige una, a veces todas juntas, lo cual no deja
de ser muy raro, y en cualquier caso nun ca con una
dosis o un grado igual. También hay que ha cer
observar que cuantas más facultades exige un
objetivo, menos noble y puro es, es más complejo,
contiene mayor bastardía. La Verdad sirve de base
y de meta a las ciencias; apela sobre todo al
intelecto puro. Aquí la pureza del estilo encajará
bien, pero la belleza de estilo puede considerarse
como un elemento de lujo. El Bien es la base y el
objeto de las investigaciones morales. La Belleza es
la única ambición, la única meta del Gusto. Aunque
la Verdad sea una meta de la historia, hay una Musa
de la historia para indicar que algunas de las
cualidades que necesita el historiador dependen de
la Musa. La Novela es uno de esos géneros
complejos en los que puede concederse una parte
mayor o menor ya sea a la Verdad, ya sea a la

82
Belleza. La parte de la Belleza en Mademoiselle de
Maupin era excesiva. El autor tenía derecho a
hacerla tal. La ambición de esta novela no era
expresar las costumbres, ni tampoco las pasiones
de una época, sino una pasión única, de una
naturaleza muy peculiar, universal y eterna, bajo el
impulso de la cual el libro entero fluye, por así
decirlo, en el mismo cauce que la Poesía, pero sin
confundirse del todo con ella, ya que está privado
del doble elemento del ritmo y de la rima. Esta
meta, este objetivo, esta ambición consistía en
manifestar, en un estilo apropiado, no el furor del
amor, sino la belleza del amor y la belleza de los
objetos dignos de amor, en una palabra, el
entusiasmo (cosa muy distinta de la pasión) creado
por la belleza. Verdaderamente, éste es, para una
mente que no ha sido arrastrada por la moda del
error, un motivo de asombro enorme la confusión
total de los géneros y de las facultades. Al igual que
los diferentes oficios requieren herramientas
distintas, los diferentes objetos de búsqueda
espiritual requieren sus facultades
correspondientes. De vez en cuando es lícito, a mi
entender, citarse a sí mismo, sobre todo para evitar
parafrasearse. Repetiré, pues (56):
«...Hay otra herejía... Un error más difícil de
desarrai gar, me refiero a la herejía de la
enseñanza, que comprende como corolarios
inevitables las herejías de la pasión, de la verdad y
de la moral. Una multitud de personas se figuran
que el objeto de la poesía es una enseñanza
cualquiera, que debe tan pronto robustecer la
conciencia como perfeccionar las costumbres,
cuando no demostrar al go útil... La Poesía, por
poco que se quiera descender en uno mismo,
interrogar al alma, evocar sus recuerdos de
entusiasmo, no tiene más objetivo que Ella misma;
no puede tener otro, y ningún poema será más
grande, más noble, más verdaderamente digno del
nombre de poema, que aquel que haya sido escrito
únicamente por el placer de escribir un poema.
»No quiero decir que la poesía no ennoblezca las
costumbres —entiéndaseme bien—, que su
resultado final no sea elevar al hombre por encima
del nivel de los intereses vulgares; eso seria
evidentemente un absurdo. Lo que digo es que si el
poeta aspira a una meta moral, disminuye su fuerza
poética; y no es imprudente apostar que su obra
será mala. Bajo pena de muerte o de decaimiento, la
poe sía no puede asimilarse a la ciencia o a la moral;
no tiene por objeto la Verdad, sólo se tiene a Sí
misma. Los mo dos de demostración de verdades
son distintos y tienen que buscarse por otros
medios. La Verdad no tiene nada que ver con las
canciones. Todo lo que determina el en canto, la
gracia, lo irresistible de una canción, quitaría a la
Verdad su autoridad y su poder. Frío, tranquilo,
impa sible, el talante demostrativo rechaza los
diamantes y las flores de la Musa; es, pues,
exactamente todo lo contrario del talante poético.
»E1 Intelecto puro apunta a la Verdad, el Gusto
nos muestra la Belleza, y el Sentido Moral nos
enseña el De ber. Es cierto que el sentido de
enmedio mantiene íntimas relaciones con los dos
extremos, y que sólo está separado del Sentido
Moral por una diferencia tan ligera que Aristóteles
no dudó en situar entre las virtudes algunas de sus
delicadas operaciones. Por eso lo que exaspera
sobre todo el hombre de gusto en el espectáculo
del vicio es su deformidad, su desproporción. El
vicio atenta contra lo justo y lo verdadero, subleva
al intelecto y a la conciencia; pero, como ofensa a la
armonía, como disonancia, aún ofende rá de un
modo más particular a ciertos espíritus poéticos; y
no creo que pueda escandalizar el considerar toda
infracción a la moral, a la belleza moral, como una

84
especie de error que atenta contra el ritmo y la
prosodia universales.
»Este admirable, este inmortal instinto de la
Belleza es lo que nos hace considerar la Tierra y sus
espectáculos como un atisbo, como una
correspondencia del Cielo. La sed insaciable de
todo lo que está más allá, y que revela la vida, es la
prueba más viva de nuestra inmortalidad. Por la
poesía y al mismo tiempo a través de la poesía, por
la música y a través de ella, el alma entrevé los es
plendores situados detrás de la tumba; y cuando un
poema exquisito trae lágrimas a los ojos, esas
lágrimas no son la prueba de un exceso de goce,
sino que son más bien el testimonio de una
melancolía irritada, de una postulación de los
nervios, de una naturaleza desterrada en lo
imperfecto, y que quisiera conquistar
inmediatamente, en esta misma tierra, un paraíso
revelado.
»Así, el principio de la poesía es, estricta y
sencillamente, la aspiración humana hacia una
Belleza superior, y la manifestación de ese principio
está en un entusiasmo, un arrebato del alma;
entusiasmo completamente indepen diente de la
pasión, que es la embriaguez del corazón, y de la
verdad, que es el pasto de la razón. Porque la pa
sión es cosa natural, incluso demasiado natural,
para no introducir un tono hiriente, discordante, en
el dominio de la Belleza pura; demasiado familiar y
demasiado violenta para no escandalizar a los puros
Deseos, a las graciosas Melancolías y a las nobles
Desesperaciones que habitan las regiones
sobrenaturales de la Poesía.»
Y en otro lugar escribía: «En un país en el que la
idea de utilidad, la más hostil del mundo a la idea
de belleza, se antepone a todas las cosas y las
domina, el perfecto crítico será el más honorable,
es decir, aquel cuyas tendencias y deseos se
aproximen más a las tendencias y deseos de su
público... aquel que, confundiendo las facultades y
los géneros de producción, asigne a todos una
meta única... aquel que busque en un libro de
poesía los medios de perfeccionar la conciencia.»
En efecto, desde hace unos años un gran furor de
honradez se ha adueñado del teatro, de la poesía,
de la novela y de la critica. Dejo de lado la cuestión
de saber qué beneficios puede reportar a la
hipocresía esa confusión de funciones, qué
consuelos puede sacar de ella la impotencia
literaria. Me contento con anotar y analizar el error,
suponiéndolo desinteresado. Durante la época
desordena da del romanticismo, época de ardiente
efusión, a menú do se usaba esta fórmula: ¡La
poesía del corazón! Así se concedían plenos
derechos a la pasión; se le atribuía una especie de
infalibilidad. ¡Cuántos contrasentidos y sofis mas
puede imponer a la lengua francesa un error de
estética! El corazón contiene la pasión, el corazón
contiene la abnegación, el crimen; sólo la
Imaginación contiene la poesía. Pero hoy el error ha
tomado otro curso, y de mayores proporciones. Por
ejemplo, una mujer, en un momento de agradecido
entusiasmo, dice a su marido, que es abogado:
¡Oh, poeta! ¡Te amo!
¡Intrusión del sentimiento en el dominio de la
razón! ¡Verdadero razonamiento de mujer que no
sabe adecuar las palabras a su uso! Ahora bien, esto
quiere decir: «Eres un hombre honrado y un buen
esposo; por lo tanto, eres poeta, y mucho mejor
poeta que todos aquellos que se sirven del metro y
de la rima para expresar ideas de belle za. Yo
incluso me atrevería a afirmar —prosigue valiente
mente esa "preciosa" al revés— que todo hombre
honra do que sabe gustar a su mujer es un poeta

86
sublime. Más aún, declaro en mi infalibilidad
burguesa, que cualquiera que escriba
admirablemente versos es mucho menos poeta que
cualquier hombre cabal que se consagra a su hogar;
porque el talento de componer versos perfectos
evidentemente perjudica a las facultades del
esposo, ¡que son la base de toda poesía!»
Pero que el académico que ha cometido este
error, tan halagador para los abogados, se
consuele. No está solo, sino en numerosa e ilustre
compañía; pues el viento del siglo es de sinrazón; el
barómetro de la razón moderna señala tempestad.
¿Acaso no hemos visto recientemente a un escritor
ilustre y de los más acreditados (57), situar, en
medio de unánimes aplausos, toda poesía, no en la
Belle za, sino en el amor? ¡En el amor vulgar,
doméstico y en zapatillas! ¿Y acaso no exclama en
su odio por toda be lleza: Un buen sastre es mejor
que tres escultores clásicos? Y luego afirma que si
Raimundo Lulio se hizo teólogo fue porque Dios le
castigó por haber retrocedido ante el cáncer que
devoraba el pecho de una dama, objeto de sus
galanterías. Si hubiese amado de veras, añade, el
mal la hubiese embellecido a sus ojos. ¡ Por eso
llegó a ser teólogo! ¡Pues, palabra, que es una
opinión nada desdeñable! El mismo autor aconseja
al marido-providencia que azote a su mujer cuando
ésta acude a él, suplicante, exigiendo el alivio de la
expiación. ¿Y qué castigo nos permitirá infligir a un
viejo sin majestad, febril y femenino, jugando con la
muñeca, componiendo madrigales en honor de la
enfermedad y revolcándose con delicia en la ropa
sucia de la humanidad? Por lo que a mí respecta,
sólo conozco uno: es un suplicio que marca
profundamente y para la eternidad; porque, como
dice la canción de nuestros mayores, aquellos
mayores vigorosos que sabían reír en to das las
circunstancias, incluso en las más definitivas:
Corta más y mejor el ridículo
que la cuchilla de la guillotina.
Abandono ese atajo al que me ha empujado la
indig nación, y vuelvo al tema importante. La
sensibilidad de corazón en modo alguno es
favorable al trabajo poético. Una extremada
sensibilidad de corazón incluso puede perjudicar en
ese caso. La sensibilidad de la imaginación es de
naturaleza distinta; sabe elegir, juzgar, comparar,
huir de eso, buscar aquello, rápida,
espontáneamente. De esa sensibilidad, que suele
llamarse Gusto, extraemos la fuerza para evitar el
mal y perseguir el bien en materia poética. En
cuanto a la honradez de corazón, una cortesía
banal nos manda suponer que todos los hombres,
incluso los poetas, la poseen. Si el poeta cree o
deja de creer que es necesario dar a sus trabajos el
fundamento de una vida pura y ordenada, la
cuestión sólo atañe a su confesor o a los tribunales;
en lo cual su condición es absolutamente parecida
a la de todos sus conciudadanos.
Vemos, pues, que en los términos en que he
planteado el asunto, si limitamos el sentido de la
palabra escritor a los trabajos que tienen que ver
con la imaginación, Théophile Gautier es el escritor
por excelencia; porque es escla vo de su deber,
porque obedece sin cesar a las necesida des de su
función, porque el gusto de la Belleza es para él un
fatum. porque ha convertido su deber en una idea
fija. Con su luminoso sentido común (hablo del
sentido común del genio, y no del sentido común
del vulgo) des cubrió en seguida el camino real.
Cada escritor está más o menos marcado por la
principal de sus facultades. Chateaubriand cantó la
gloria dolorosa de la melancolía y del tedio. Victor

88
Hugo, grande, terrible, inmenso como una creación
mítica, ciclópeo, por así decirlo, representa las
fuerzas de la naturaleza y su lucha armoniosa.
Balzac, grande, terrible, complejo también, figura el
monstruo de una civilización y todas sus luchas, sus
ambiciones y sus furores. Gautier es el amor
exclusivo por la Belleza, con todas sus
subdivisiones, que se expresa en el lenguaje más
apropiado. Y obsérvese que casi todos los
escritores im portantes, en cada siglo, los que
podríamos llamar prime ros papeles o capitanes,
tienen debajo de ellos a otros análogos, si no
parecidos, que pueden reemplazarles. Así, cuando
una civilización muere, basta que se descubra un
poema de un género determinado para dar idea de
los análogos desaparecidos y permitir al espíritu
crítico restablecer sin lagunas la cadena de
generación. Ahora bien, por su amor a la Belleza,
amor inmenso, fecundo, incesantemente
rejuvenecido (compárense, por ejemplo, sus úl
timas crónicas sobre San Petersburgo y el Neva con
Italia o Tra los montes), Théophile Gautier es un
escritor de un mérito a la vez nuevo y único. De él
podría decirse que hasta ahora no hay quien pueda
hacer sus veces.
Para hablar dignamente de la herramienta que
tan bien sirve a esa pasión de la Belleza, me refiero
a su estilo, necesitaría gozar de recursos
semejantes a los suyos, de ese conocimiento de la
lengua que jamás tiene un fallo, de ese magnífico
diccionario cuyas hojas, agitadas por un soplo
divino, se abren tan sólo para dejar brotar la
palabra justa, la palabra única, en fin, de ese
sentimiento del orden que pone cada rasgo y cada
pincelada en su lugar natural y que no omite
ningún matiz. Si reflexionamos sobre el hecho de
que a esa maravillosa facultad Gautier une una
inmensa comprensión innata de la
correspondencia y del simbolismo universales,
repertorio de toda metáfora, entiende que pueda
sin cesar, sin fatiga y sin error, definir la actitud
misteriosa que los hombres de la creación tienen
ante la mirada del hombre. En la palabra, en el
verbo, hay algo sagrado que nos prohibe
convertirlo en un juego de azar. Manejar
doctamente una lengua equiva le a practicar una
especie de hechicería evocatoria. Entonces el color
habla, como una voz profunda y vibrante; los
monumentos se yerguen y destacan ante el espacio
profun do; los animales y las plantas,
representantes de la feal dad y del mal, articulan su
mueca sin equívoco; el perfume provoca el
pensamiento y el recuerdo correspondien tes; la
pasión murmura o ruge su lenguaje eternamente
parecido. En el estilo de Théophile Gautier hay una
precisión que maravilla, que sorprende y que hace
pensar en esos milagros producidos en el juego por
una profunda ciencia matemática. Recuerdo que,
siendo muy joven, cuando saboreaba por vez
primera las obras de nuestro poeta, la sensación del
toque exacto, de la palabra justa, me hada
estremecer, y que la admiración engendraba en mí
una especie de convulsión nerviosa. Poco a poco
me acostumbré a la perfección y me abandoné al
fluir de ese bello estilo, ondulante y lustroso, como
un hombre que monta un caballo seguro que le
permite la ensoñación, o embarcado en una nave lo
suficientemente sólida como para desafiar el
tiempo no previsto por la brújula, y que puede
contemplar a su sabor los magníficos decorados sin
tacha que construye la naturaleza en sus horas de
genio. Gracias a esas facultades innatas, tan
preciosamente cultivadas, Gautier a menudo ha
podido (todos lo hemos visto) sentarse a una mesa
trivial, en un escritorio de diario, e improvisar,
crítica o novela, algo que tenía el carácter de una

90
perfección irreprochable, y que al día siguiente
provocaba en los lectores tanto placer como
asombro había suscitado entre los cajistas de la
imprenta la rapidez de la ejecución y la belleza del
lenguaje. Esa prontitud en resolver todo problema
de estilo y de composición hace pensar en la severa
máxima que una vez dejó caer ante mí en la
conversación, y que sin duda ha convertido en un
deber constante: «Cualquiera, a quien una idea, por
sutil e imprevista que pueda llegar a ser, sorprende
sin recursos, no es un escritor. Lo inexpresable no
existe.»
IV
Esa permanente preocupación, involuntaria a
fuerza de ser natural, por la belleza y lo pintoresco,
debía empujar al autor hacia un género de novela
apropiado a su tempe ramento. La novela y el
cuento tienen un privilegio de flexibilidad
maravilloso. Se adaptan a todas las naturale zas,
envuelven todos los asuntos y persiguen a su aire
metas diferentes. Tan pronto es la busca de la
pasión como la busca de lo verdadero; esa novela
habla a las muche dumbres, esa otra a los iniciados;
ésta retrata la vida de épocas desaparecidas, y
aquélla dramas silenciosos que se desarrollan en un
solo cerebro. La novela, que ocupa un lugar tan
importante al lado del poema y de la historia, es un
género bastardo cuyo dominio carece
verdaderamen te de límites. Como muchos otros
bastardos, es una favorita de la fortuna y todo le
sale bien. No sufre otros in convenientes ni conoce
más peligros que su infinita liber tad. El cuento, más
conciso, más apretado, goza de los beneficios
eternos de la limitación: su efecto es más inten so; y
como el tiempo que se dedica a la lectura de un
cuento es mucho menor que el necesario para la
digestión de una novela, no se pierde nada de la
tonalidad del efecto.
La imaginación de Théophile Gautier, poética,
pintoresca, meditativa, tenía que complacerse en
esa forma, acariciarla y vestirla con los diferentes
ropajes que más se acomodan a su manera de ser.
Por eso ha triunfado pie namente en los diversos
géneros de relatos que ha decidido cultivar. En lo
grotesco y en lo bufo, está en su terre no. Aquí
encontramos la alegría solitaria de un soñador que
de vez en cuando abre la esclusa a una efusión de
jovialidad reprimida, y conserva siempre esa gracia
sui géneris que siempre aspira a agradarse a sí
mismo. Pero donde más se ha elevado, donde ha
mostrado el talento más sólido y más grave, es en
el cuento que yo llamaría el cuento poético. Puede
decirse que entre las innumerables formas de
novelas y de cuentos que han ocupado o diver tido
la imaginación humana, el más favorecido ha sido
la novela de costumbres; es la que mejor se adapta
a los gustos de la muchedumbre. Como a París lo
que más le gusta es oír hablar de París, la gente se
complace en los espejos en los que puede mirarse.
Pero cuando la novela de costumbres no queda
realzada por el alto gusto natural del autor, corre
un grave riesgo de ser vulgar, e incluso, como en
materias de arte la utilidad puede juzgarse como
un grado de nobleza, completamente inútil. Si
Balzac hizo de ese género plebeyo algo admirable,
siempre curioso y siempre sublime, fue porque
arrojó en él todo su ser. Siempre me ha asombrado
que la gran gloria de Balzac estribara en que se le
viese como un observador; siempre me había
parecido que su principal mérito estaba en ser un
visionario, y un visionario apasionado. Todos sus
per sonajes están dotados del ardor vital que él
mismo poseía. Todas sus visiones tienen la misma
profundidad de color que los sueños. Desde las

92
alturas de la aristocracia hasta los bajos fondos de
la plebe, todos los actores de su Comedia tienen
más avidez de vida, son más activos y astutos en la
lucha, más pacientes en la desgracia, más
voluptuosos en el goce, más angélicos en la
generosidad de lo que la comedia del verdadero
mundo nos los muestra. En resumen, en Balzac
todo el mundo, incluso las porteras, tienen genio.
Todas las almas son almas cargadas de voluntad
hasta los dientes. He ahí el vivo retrato del propio
Balzac. Y como todos los seres del mundo exterior
se ofrecían a la mirada de su imaginación con un
relieve pode roso y una mueca impresionante, hizo
convulsionar sus figuras; ennegreció sus sombras y
reforzó sus luces. Su prodigiosa afición por el
detalle, que se debe a una inmo derada ambición
de verlo todo, de hacerlo ver todo, de adivinarlo
todo, de hacerlo adivinar todo, le obligaba por otra
parte a señalar con mayor fuerza las lineas principa
les, para salvar la perspectiva del conjunto. A veces
me hace pensar en uno de esos aguafortistas que
nunca se dan por satisfechos con lo que hace el
mordiente, y que transforman en barranca" las
excoriaciones principales de la plancha. De esa
sorprendente disposición natural nacie ron
maravillas. Pero tal disposición suele definirse
como: los defectos de Balzac. Seria mucho mejor
decir que precisamente ahí están sus cualidades.
Pero ¿quién puede jactarse de estar tan felizmente
dotado y de poder aplicar un método que le
permita revestir con seguridad de luz y de púrpura
la trivialidad pura? ¿Quién puede hacer eso? Ahora
bien, quien no lo haga, a decir verdad no hace gran
cosa.
La musa de Théophile Gautier habita un mundo
más etéreo. Se preocupa muy poco —demasiado
poco, según algunos— por la manera como el
señor Coquelet, el señor Pipelet o el señor Todo el
Mundo se distribuye el día, o por si la señora
Coquelet prefiere las galanterías del alguacil, su
vecino, a los bombones del droguero, que en sus
buenos tiempos fue uno de los bailarines más
entusiastas del Tívoli. Tales misterios no le quitan el
sueño. Se complace en alturas menos frecuentadas
que la rué des Lom bards: gusta de los paisajes
terribles, ásperos o de los que exhalan un encanto
monótono; las riberas azules de la Jonia o las
arenas cegadoras del desierto. Habita complacida
en pisos suntuosamente adornados en los que
circula el vapor de un perfume selecto. Sus
personajes son los dioses, los ángeles, el sacerdote,
el rey, el amante, el rico, el pobre, etc. Gusta de
resucitar las ciudades difuntas y de hacer que los
muertos, redivivos, insistan en sus pasiones
interrumpidas. Toma prestadas del poema, no el
me tro y la rima, sino la pompa y la concisa energía
de su lenguaje. Librándose así del ajetreo ordinario
de las realidades presentes, persigue con más
libertad su sueño de Belleza; pero mucho
arriesgaría si no fuese tan dúctil y tan obediente,
hija de un amo que sabe dotar de vida todo lo que
quiere mirar, y que ha de convertirse en visible y
tangible. En fin, para dejar de lado la metáfora, el
cuento de género poético gana inmensamente en
dignidad; tiene un tono más noble, más general;
pero está expuesto a un grave peligro, que es el de
perder mucho por el lado de la realidad, o magia
de la verosimilitud. Y sin embar go, ¿quién no
recuerda el festín del Faraón, y la danza de las
esclavas, y el retorno del ejército triunfante, en La
novela de la momia? La imaginación del lector se
siente transportada a lo verdadero, respira lo
verdadero; se em briaga de una segunda realidad
creada por la hechicería de la Musa. No he elegido
el ejemplo; he tomado el primero que me ha

94
venido a la memoria; hubiera podido citar otros
veinte.
Al hojear las obras de un poderoso maestro,
siempre seguro de su voluntad y de su mano, es
difícil elegir, porque todos los fragmentos se
presentan a la mirada o a la memoria con el mismo
carácter de precisión y de acaba do. No obstante,
yo recomendaría de buena gana, no só lo como
muestra del arte de bien decir, sino también de
delicadeza misteriosa (porque en nuestro poeta el
teclado del sentimiento es mucho más amplio de lo
que suele creer se) la historia tan conocida del Rey
Candaule. Ciertamen te, era difícil elegir un asunto
más trillado, un drama que tuviera un desenlace
más umversalmente previsto; pero los verdaderos
escritores se complacen en esas dificultades. Todo
el mérito (haciendo abstracción de la lengua)
estriba, pues, en la interpretación. Si hay un
sentimiento vulgar, habitual, al alcance de todas las
mujeres, es sin duda el pudor: Pero aquí el pudor
tiene un carácter superlativo que lo hace semejante
a una religión; es el culto de la mujer por ella
misma; es un pudor arcaico, asiático, que participa
de la enormidad del mundo antiguo, una verdadera
flor de invernadero, harem o gineceo. La mirada pro
fana podría mancillarlo tanto como la boca o la
mano. Contemplación es posesión. Candaule ha
mostrado a su amigo Gygés las bellezas secretas de
la esposa; luego Candaule es culpable, morirá.
Gygés se ha convertido ya en el único esposo
posible para una reina tan celosa de sí misma. Pero
¿acaso no tiene Candaule una fortísima excusa?
¿No es víctima de un sentimiento tan imperioso
como extravagante, víctima de la imposibilidad para
un hombre nervioso y artista de llevar sin
confidente el peso de una inmensa felicidad? Sin
duda esa interpretación de la his toria, ese análisis
de los sentimientos que han originado los hechos,
es muy superior a la fábula de Platón, quien se
limita a hacer de Gygés un pastor, poseedor de un
talismán con la ayuda del cual le resulta fácil seducir
a la esposa de su rey.
Así es, con su variado porte, esa extraña musa de
ro pajes múltiples, musa cosmopolita dotada de la
flexibilidad de Alcibíades; a veces con la frente
ceñida por la mitra oriental, la apariencia grandiosa
y sagrada, las cintas al viento; otras, pavoneándose
como una reina de Saba un poco chispa, con su
pequeño parasol de cobre en la mano, sobre el
elefante de porcelana que decora las chimeneas del
siglo galante. Pero lo que más le gusta es
permanecer de pie en las orillas perfumadas del
mar Interior, contándonos con su palabra de oro
«esa gloria que fue Grecia y esa grandeza que fue
Roma»; y entonces sí que es «la verdadera Psique
que vuelve de la verdadera Tierra Santa» (58).
Ese gusto innato por la forma y por la perfección
en la forma debía hacer necesariamente de
Théophile Gautier un autor critico excepcional.
Nadie mejor que él ha sabi do expresar el goce que
proporciona a la imaginación ver un hermoso
objeto de arte, aunque sea el más desolado y el
más terrible que pueda suponerse. Este es uno de
los privilegios prodigiosos del arte, el de que lo
horrible, ar tísticamente expresado, se convierta en
belleza, y el dolor ritmado y con cadencia llene el
alma de una serena alegría. Como crítico, Théophile
Gautier ha conocido, amado, explicado en sus
Salones y en sus admirables relatos de viajes, la
belleza asiática, la belleza griega, la belleza romana,
la belleza española, la belleza flamenca, la belleza
holandesa y la belleza inglesa. Cuando las obras de
todos los artistas de Europa se reunieron
solemnemente en la avenida Montaigne (59), como
en una especie de concilio estético, ¿quién fue el
primero en hablar y quién habló mejor de esa

96
escuela inglesa que los más doctos entre el público
apenas podía juzgar más que por algunos
recuerdos de Reynolds y de Lawrence? ¿Quién
comprendió en el acto los diversos méritos,
esencialmente nuevos, de Leslie, de los dos Hunt,
uno el naturalista, otro el jefe del prerrafaelismo, de
Maclise, el audaz compositor fogo so y seguro de sí
mismo, de Millais, ese minucioso poeta, de J.
Chalón, el pintor de las fiestas de tarde, en los
parques, galante como Watteau, ensoñado como
Claude, de Grant, ese heredero de Reynolds, de
Hook, el pintor de los sueños venecianos; de
Landseer, cuyos animales tienen los ojos llenos de
pensamiento; de ese extraño Patón, que evoca a
Fuseli, y que borda con una paciencia de otros
tiempos concepciones panteístas; de Cattermole,
ese acuarelista pintor de historia; y de ese otro cuyo
nombre no recuerdo (¿Cockerell o Kendall?),
arquitecto soñador que construye sobre el papel
ciudades cuyos puentes tienen elefantes por pilares,
y dejan pasar entre sus piernas, con las velas
desplegadas, gigantescos veleros de tres palos?
¿Quién supo inmediatamente britanizar su genio?
¿Quién encontró palabras adecuadas para pintar
esos frescores deliciosos y esas profundidades
huidizas de la acuarela inglesa? Donde hay un
producto artístico que describir y que explicar,
Gautier está presente y siempre dispuesto.
Estoy convencido de que gracias a sus crónicas
innu merables y a sus excelentes relatos de viajes,
todos los jóvenes (los que tenían el gusto innato de
la belleza) han adquirido la educación
complementaria que les faltaba. Théophile Gautier
les ha dado el amor de la pintura, como Víctor
Hugo les había aconsejado la afición a la
arqueología. Ese trabajo permanente, continuado
con tanta paciencia, era más duro y más meritorio
de lo que puede parecer; porque recordemos que
Francia, quiero decir el público francés (si
exceptuamos a algunos artistas y a unos cuantos
escritores), no es artista, no es naturalmente artista;
ese público es filósofo, moralista, ingeniero,
aficiona do a relatos y a anécdotas, todo lo que se
quiera, pero nunca espontáneamente artista.
Siente, o mejor dicho, juz ga, sucesiva,
analíticamente. Otros pueblos, más favorecidos,
sienten en seguida, a la vez, sintéticamente.
Donde sólo hay que ver lo bello, nuestro público
sólo busca lo verdadero. Cuando hay que ser
pintor, el francés se hace hombre de letras. Cierto
día vi en el Salón de la exposición anual a dos
soldados que contemplaban perple jos un interior
de cocina: «Pero ¿dónde está Napoleón?», decía
uno de ellos (el catálogo se había equivocado de
número, y a la cocina se había atribuido una cifra
que pertenecía legítimamente a una batalla
célebre). «¡Imbécil!», dijo el otro. «¿No ves que
están preparando la sopa para cuando vuelva?» Y
se alejaron contentos del pintor y contentos de sí
mismos. Así es Francia. Una vez conta ba yo esa
anécdota a un general, quien vio en ella un motivo
para admirar la prodigiosa inteligencia del soldado
francés. Hubiera tenido que decir: ¡La prodigiosa in
teligencia de todos los franceses en materia de
pintura! ¡Esos soldados hombres de letras!

V
¡Ay! Francia tampoco tiene mucho de poeta.
Todos nosotros, hasta los menos patrioteros,
hemos sabido defender a Francia en las mesas
redondas, en países lejanos; pero aquí, entre
nosotros, en familia, sepamos decir la verdad:
Francia no es poeta, incluso, para ser francos, siente

98
un horror congénito por la poesía. Entre los escri
tores que utilizan el verso, siempre preferirá a los
más prosaicos. Verdaderamente, creo
—¡perdonadme, verdaderos amantes de la Musa!—
que me ha faltado valor al comienzo de este
estudio al decir que para Francia la Be lleza sólo era
fácilmente digerible aderezada por el condi mentó
político. Lo que hubiera tenido que decir es todo lo
contrario: por político que sea el condimento, la
Belleza significa indigestión, o, mejor dicho, el
estómago francés la rechaza inmediatamente. A mi
entender, ello se debe no sólo a que Francia fue
providencialmente creada para la busca de la
Verdad, con preferencia a la Belleza, sino también a
que el carácter utópico, comunista, alquímico de
todos sus cerebros no le permite más que una
pasión exclusiva, la de las fórmulas sociales. Aquí,
cada cual quiere parecerse a todo el mundo, a
condición de que todo el mundo se le parezca. De
esa tiranía contradictoria resulta una lucha que sólo
se aplica a las formas sociales, es decir, un nivel, una
similaridad general. De ahí la ruina y la opresión de
todo carácter original. No es solamente en el orden
literario que los verdaderos poetas aparecen como
seres fabulosos y exóticos; puede decirse que en
todos los géneros de invención, el gran hombre
aquí es un monstruo. Por el contrario, en otros
países la originalidad se da frondosa, abundante,
como la hierba silvestre. Allí las costumbres se lo
permiten.
Amemos, pues, a nuestros poetas secretamente y
sin que se sepa. En el extranjero tendremos derecho
a vana gloriarnos de ellos. Nuestros vecinos dicen:
¡Shakespeare y Goethe! Nosotros podemos
responderles: ¡Víctor Hugo y Théophile Gautier! Tal
vez parezca sorprendente que acerca del género
que constituye el honor principal de es te último, su
principal título de gloria, me extienda menos de lo
que he hecho con otros. Ciertamente, no puedo dar
aquí un curso completo de poética y de prosodia. Si
existen en nuestra lengua términos lo
suficientemente nume rosos, lo suficientemente
sutiles, para explicar cierta poe sía, ¿voy a saber
encontrarlos? En algunos versos pasa lo que con
ciertas mujeres hermosas, en las que se han fun
dido la originalidad y la corrección; no se pueden
definir, sólo se pueden amar. Théophile Gautier ha
prolongado, por una parte, la gran escuela de la
melancolía creada por Chateaubriand. Su
melancolía tiene incluso un carácter más tangible,
más carnal, y que a veces linda con la tristeza
antigua. Hay poemas en La comedia de la Muerte
y en algunos de los que le inspiró su estancia en
España, donde se manifiestan el vértigo y el horror
de la nada. Releed, por ejemplo, los versos sobre
Zurbarán y Valdés Leal; el admirable párrafo de la
sentencia escrita en la esfera del reloj de Urrugne
m'. Vulnerat omnes, ultima necat (61); finalmente,
la prodigiosa sinfonía que se titula Tinieblas. Digo
sinfonía porque ese poema a veces me hace pensar
en Beethoven. E incluso se da el caso de que el
poeta, acusado de sensualidad, caiga de lleno,
hasta tal punto la melancolía se hace intensa, en el
terror católico. Por otra parte, ha introducido en la
poesía un elemento nuevo, que yo llamaría el
consuelo por las artes, por to dos los objetos
pintorescos que alegran los ojos y divier ten la
imaginación. En ese sentido, es verdaderamente un
innovador; ha hecho decir al verso francés más de
lo que había dicho hasta ahora; ha sabido adornarlo
con mil de talles que le han dado luminosidad y
relieve sin perjudicar al estilo del conjunto o a la
silueta general. Su poesía, a un tiempo majestuosa
y rebuscada, avanza magníficamen te como los
cortesanos vestidos de gran gala. Por lo de más,
corresponde a la verdadera poesía tener un fluir

100
regular, como los grandes ríos que se acercan al
mar, su muerte y su infinito, y evitar la precipitación
y las sacudi das. La poesía lírica se eleva, pero
siempre con un movi miento elástico y ondulante.
Todo lo que es quebrado y brusco le desagrada, y
lo remite al drama y a la novela de costumbres. El
poeta, del que tan apasionadamente admi ramos el
talento, conoce a fondo esas grandes cuestiones, y
lo ha demostrado cumplidamente introduciendo de
modo sistemático y continuo la majestad del
alejandrino en el verso octosilábico (Esmaltes y
camafeos). Allí es sobre todo donde aparece el
resultado que puede obtenerse de la fusión del
doble elemento, pintura y música, de la en
vergadura de la melodía y de la púpura regular y
simétrica de una rima más que exacta.
Recordemos además esa serie de poemillas de
pocas estrofas, que son intermedios galantes o
soñadores, y que evocan, unos esculturas, otros
flores, otros en fin alhajas, pero todos revestidos de
un color más fino o más brillan te que los colores
de la China y de la India, y todos con perfiles más
puros y más enérgicos que objetos de mármol o de
cristal. Quien ama la poesía se los sabe de corrido.
He tratado (aunque no sé si con acierto) de
expresar la admiración que me inspiran las obras de
Théophile Gau tier, y de deducir las razones que
legitiman tal admiración. Alguien habrá, incluso
entre los escritores, que no comparta mis juicios.
Algún día no lejano las adoptará todo el mundo.
Para el público hoy no es más que un delicioso
escritor; para la posteridad será uno de los mayores
escri tores, no sólo de Francia, sino de toda Europa.
Por su espíritu burlón, su guasa, su firme decisión
de no dejarse engañar jamás, es un poco francés;
pero si fuera completamente francés no seria poeta.
¿Hay que decir algo de sus costumbres, tan puras
y tan afables, de su carácter servicial, de su
franqueza cuando puede tomarse franquezas,
cuando no está ante el filisteo enemigo, de su
puntualidad de reloj en el cumplimiento de todos
sus deberes? ¿Para qué? Todos los escri tores han
podido, en muchas ocasiones, apreciar tan nobles
cualidades.
A veces se le reprochan huecos en el lugar de la
religión y de la política. Si quisiera, podría escribir
un nuevo artículo que refutase victoriosamente ese
injusto error. Sé, y eso me basta, que las personas
de talento me comprenderán si les digo que la
necesidad de orden que impregna su gran
inteligencia basta para preservarle de todo error en
materia de política y de religiones, y que posee más
que ningún otro el sentimiento de universal
jerarquía, inscrita en toda la naturaleza, en todos los
grados del infinito. Otros han hablado a veces de su
frialdad aparente, de su falta de humanidad.
También en ese reproche hay ligereza, irreflexión.
Todo amante de la humanidad no deja nunca, en
ciertas materias que se prestan a la declamación
filantrópica, de citar la famosa frase:
Homo sum; nihil humani a me alienum puto (62).
Un poeta tendría derecho a responder: «Me he
impues to deberes tan altos que quidquid humani
a me alienum puto (63). ¡Mi función es
extra-humana!» Pero sin abusar de su prerrogativa,
éste podría replicar sencillamente (yo que conozco
su corazón tan manso y compasivo, sé que tiene
derecho a ello): «Me creéis frío y no me veis que
me impongo una calma artificial que quieren turbar
incesan temente vuestra fealdad y vuestra barbarie,
¡oh, hombres de prosa y de crimen! Lo que llamáis
indiferencia no es más que la resignación de los
desesperados; sólo muy de tarde en tarde puede
conmoverse quien considera a los malvados y a los

102
necios como incurables. Para evitar el espectáculo
desolador de vuestra demencia y de vuestra
crueldad, mis ojos permanecen obstinadamente
orientados hacia la Musa inmaculada.»
Sin duda, esa misma desesperación de persuadir
o de enmendar a quien sea, ha hecho que en estos
últimos años hayamos visto a veces flaquear a
Gautier, al menos en apariencia, y conceder de vez
en cuando algunas palabras laudatorias a
monseñor Progreso y a la todopoderosa Do ña
Industria. En semejantes ocasiones, no hay que
apresurarse a tomarle al pie de la letra, y nunca más
oportuno aquello de que el desdén a veces hace
demasiado buena el alma. Porque entonces
guarda para sí su verdadero pensamiento,
demostrando sencillamente por medio de una
ligera concesión (que comprenden los que saben
ver claro en el crepúsculo) que quiere vivir en paz
con todo el mundo, hasta con la Industria y el
Progreso, esos despóticos enemigos de toda
poesia.
He oido a varias personas lamentarse de que
Gautier nunca haya tenido cargos oficiales. Sin
lugar a dudas, en muchas cosas, particularmente en
lo que se refiere a las bellas artes, hubiera podido
prestar a Francia eminentes servicios. Pero,
pensándolo bien, es mejor que sea así. Por vasto
que sea el genio de un hombre, por grande que sea
su buena voluntad, la función oficial siempre le
disminuye un poco; tan pronto es su libertad la que
se resiente, como es incluso su clarividencia. En
cuanto a mí, prefiero ver al autor de La comedia de
la Muerte, de Una noche de Cleopatra, de La
Muerte enamorada, de Tra los montes, de Italia,
de Caprichos y zigzags y de tantas obras maestras,
seguir siendo lo que ha sido hasta hoy: el igual de
los más grandes en el pasado, un modelo para los
que vendrán, un diamante cada vez más raro en
una época borracha de ignorancia y de materia, es
decir, UN PERFECTO HOMBRE DE LETRAS.

104
Reflexiones sobre algunos de mis
contemporáneos (64)

I. Víctor Hugo

I
Hace ya muchos años que Víctor Hugo no está
entre nosotros (65). Recuerdo una época en la que
su rostro era uno de los que más a menudo podía
verse entre la multitud; y muchas veces me
preguntaba, al verle tan frecuen temente en la
turbulencia de las fiestas o en el silencio de los
lugares solitarios, cómo podía conciliar las
necesidades de su trabajo asiduo con esa afición,
sublime pero peligrosa, por los paseos y las
ensoñaciones. Esta contradicción aparente es sin
duda el resultado de una existencia bien
reglamentada y de una fuerte constitución
espiritual que le permite trabajar mientras anda, o,
mejor dicho, de no poder andar más que
trabajando. Sin cesar, en todos los lugares, a la luz
del sol, entre el torbellino de la muche dumbre, en
los santuarios del arte, a lo largo de las bibliotecas
polvorientas expuestas al viento, Victor Hugo,
pensativo y sereno, parecía decir a la naturaleza
exterior: «Entra a raudales por mis ojos para que me
acuerde de ti.»
En la época de la que hablo, época en la que
ejercia una verdadera dictadura en las cosas
literarias, le encon traba a veces en compañía de
Edouard Ourliac (66), por quien conocí también a
Pétrus Borel y a Gérard de Ner val. Entonces me
pareció un hombre afabilísimo, podero sísimo,
siempre dueño de sí mismo, y apoyándose en una
sabiduría abreviada hecha de unos cuantos
axiomas irre futables. Hacía ya tiempo que había
demostrado, no sólo en sus libros, sino también en
el adorno de su existencia personal, una gran
afición por los monumentos del pasa do, por los
muebles pintorescos, las porcelanas, los gra bados,
y por todo el misterioso y brillante decorado de la
vida antigua. El crítico cuya mirada descuidase ese
pormenor, no sería un verdadero crítico; pues no
sólo esa afi ción por lo bello e incluso por lo
extravagante, expresada por medio de la plástica,
confirma el carácter literario de Victor Hugo; no
sólo confirmaba su doctrina literaria revolucionaria,
o mejor dicho, renovadora, sino que además
aparecía como complemento indispensable de un
carácter poético universal. Que Pascal, inflamado
de ascetismo, se obstine en vivir entre cuatro
paredes desnudas con sillas de paja; que un
párroco de Saint Roch (ya no recuerdo cuál), con
gran escándalo de los prelados amigos del confort,
haga almoneda de todo su mobiliario, está bien, es
hermoso y es ejemplar. Pero si veo a un literato
que no está agobiado por la miseria, prescindir de
lo que es el goce de los ojos y la diversión de la
imaginación, estoy al borde de creer que es un
hombre de letras muy incomple to, por no decir
algo peor.
Hoy día, cuando leemos los poemas recientes de
Victor Hugo, vemos que sigue siendo tal como era:

106
un pa seante pensativo, un hombre solitario pero
entusiasta de la vida, una mente soñadora e
interrogadora. Pero ya no es por las boscosas y
floridas afueras de la gran ciudad, por los
accidentados muelles del Sena, por los paseos
hormigueantes de niños por donde deja vagar sus
pies y sus ojos. Al igual que Demóstenes, conversa
con el mar y el viento; tiempo atrás, erraba solitario
por lugares que bullían de vida humana; hoy,
recorre soledades pobladas por su pensamiento.
Así tal vez sea aún más grande y más singular. Los
colores de sus encuentros se han teñido de
solemnidad, y su voz se ha hecho más grave,
rivalizando con la del Océano. Pero allí como aquí
se nos aparece siempre como la estatua de la
Meditación que anda.

II
En los tiempos ya tan lejanos de los que acabo de
ha blar, tiempos dichosos en los que los literatos
eran unos para otros una sociedad cuyos
supervivientes echan de menos y de la que no
volverán a encontrar otra análoga, Victor Hugo
representaba la figura hacia la que todo el mundo
vuelve la mirada para pedir la consigna. Jamás hubo
realeza más legítima, más natural, más aclamada
por el reconocimiento, más confirmada por la
impotencia de la rebelión. Cuando recordamos lo
que era la poesía francesa antes de que él
apareciese y qué rejuvenecimiento experimentó con
su llegada; cuando se imagina lo poco que hubiese
sido de faltar él; cuántos sentimientos misteriosos y
profundos que han sido expresados, hubiesen
permanecido mudos; cuántas inteligencias ha
ayudado a florecer, cuántos hombres brillantes
gracias a él hubieran quedado en la sombra, es
imposible no considerarle como uno de esos
espíritus raros y providenciales que operan, en el
orden literario, la salvación de todos, como otros en
el orden moral y otros en el orden político. El
movimiento suscitado por Victor Hugo continúa
existiendo aún ante nuestros ojos. Que haya sido
poderosamente secundado, nadie lo niega; pero si
hoy hombres maduros, jóvenes, mujeres de mundo
poseen en el sentimiento de la buena poesía, de la
poesía profundamente ritmada y vivamente
coloreada, si el gusto público se ha alzado hasta
goces que había llegado a olvidar, todo eso se debe
a Victor Hugo. Gracias también a su enérgica
instigación, la mano de los arquitectos eruditos y
entusiastas repara nuestras catedrales y consolida
nuestros viejos recuerdos de piedra. Nadie tendrá
inconveniente en confesar todo eso, salvo aquellos
para quienes la justicia no es una voluptuosidad.
Aquí sólo de un modo abreviado puedo hablar de
sus facultades poéticas. Sin duda en diversos
puntos no haré más que resumir muchas cosas
excelentes que ya se han dicho; tal vez tenga la
dicha de acentuarlas más vivamente.
Victor Hugo era desde el principio el hombre
mejor dotado, el más visiblemente elegido para
expresar por medio de la poesía lo que llamaré el
misterio de la vida. La naturaleza que se exhibe
ante nosotros, sea cual sea el lugar al que miremos,
y que nos rodea como un misterio, se presenta bajo
varios estados simultáneos, cada uno de los cuales,
según sea más inteligible, más sensible para
nosotros, se refleja más vivamente en nuestros
corazones: forma, actitud y movimiento, luz y color,
sonido y armonía. La música de los versos de Victor
Hugo se adapta a las profundas armonías de la
naturaleza; como escultor, cincela en sus estrofas la
forma inolvidable de las cosas; como pintor, las
ilumina con el color más propio. Y, como si salieran
directamente de la naturaleza, las tres impresiones

108
impregnan simultáneamente el cerebro del lector.
El resultado de esa triple impresión es la moral de
las cosas. Ningún artista es más universal que él,
ninguno más apto para ponerse en contacto con las
fuerzas de la vida universal, ninguno más dispuesto
que él a bañarse sin cesar en la naturaleza. No sólo
expresa claramente, traduce literalmente la letra
nítida y clara; sino que expresa, con la oscuridad
indispensable lo que es oscuro y confusamente
revelado. Sus obras abundan en rasgos
extraordinarios de ese género que podríamos
llamar alardes, si no supiéramos que son
esencialmente naturales. El verso de Victor Hugo
sabe traducir para el alma humana no sólo los
placeres más directos que extrae de la naturaleza
visible, sino además las sensaciones más fugitivas,
las más complicadas, las más morales (uso a
propósito la palabra morales) que nos transmite el
ser visible por medio de la naturaleza inanimada, o
que se llama inanimada; no sólo la figura de un ser
exterior al hombre, vegetal o mineral, sino además
su fisonomía, su mirada, su tristeza, su dulzura, su
júbilo triunfal, su odio repulsivo, su encanto o su
horror; en fin, para emplear otros términos, todo lo
que hay de humano en cualquier cosa, y también
todo lo que pueda haber en ella de divino, de
sagrado o de diabólico.
Los que no son poetas no comprenden esas
cosas. Un buen día Fourier (67) nos anunció, con
demasiada pompa, que iba a revelarnos los
misterios de la analogía. No niego el valor de
algunos de sus minuciosos descubrimientos,
aunque a mi juicio su cerebro estaba demasiado
apegado a la exactitud material para no cometer
errores y para alcanzar en seguida la certidumbre
moral de la intuición. Hubiera podido revelar no
menos valiosamente a todos los excelentes poetas
en quienes la humanidad lectora se educa tanto
como en la contemplación de la naturaleza. Por su
parte, Swedenborg (68), que poseía un alma mucho
más grande, ya nos había enseñado que el cielo es
un hombre grandísimo; que todo, forma,
movimiento, núme ro, color, perfume, en lo
espiritual como en lo natural, es significativo,
reciproco, converso, correspondiente. Lava ter (69),
limitando al rostro del hombre la demostración de
la universal verdad, nos había traducido el sentido
espiri tual del contorno, de la forma, de la
dimensión. Si exten demos la demostración (no
sólo tenemos derecho a hacer lo, sino que nos sería
infinitamente difícil obrar de otro modo), llegamos
a la verdad de que todo es jeroglifo, y sabemos que
los símbolos no son oscuros más que de una
manera relativa, es decir, según la pureza, la buena
volun tad o la clarividencia natural de las almas.
Ahora bien, ¿qué es un poeta (tomo la palabra en
su acepción más amplia) sino un traductor, un
descifrador? En los buenos poetas no hay metáfora,
comparación o epíteto que no sea una adaptación
matemáticamente exacta en la circuns tancia actual,
porque esas comparaciones, esas metáforas y esos
epítetos proceden del inagotable fondo de la
analogía universal, y no pueden salir de otra parte.
Ahora yo pregunto si es posible encontrar,
buscando afanosamente, no tan sólo en nuestra
historia, sino en la historia de todos los pueblos,
muchos poetas que sean como Víctor Hu go un
repertorio tan magnífico de analogías humanas y
divinas. Veo en la Biblia un profeta a quien Dios
ordena comerse un libro. Ignoro en qué mundo
Victor Hugo co mió previamente el diccionario de la
lengua que estaba destinado a hablar; pero veo que
el léxico francés, al salir de sus labios, se ha
convertido en un mundo, en un uni verso
coloreado, melodioso y lleno de movimiento. Por
qué encadenamiento de circunstancias históricas,

110
fatalidades filosóficas, conjunciones siderales, ese
hombre nació entre nosotros, yo no lo sé, y no creo
que sea mi deber examinarlo aquí. Tal vez
sencillamente porque Alemania había tenido a
Goethe e Inglaterra a Shakespeare y a Byron, Víctor
Hugo era algo que se debía legítimamente a
Francia. Veo por la historia de los pueblos que
todos se turnan en la misión de conquistar el
mundo; quizá suceda lo mismo con la dominación
poética que con el reino de la espada.
De esa facultad de absorción de la vida exterior,
única por su amplitud, y de esa otra facultad tan
poderosa de meditación, resulta en Victor Hugo un
carácter poético particularísimo, interrogativo,
misterioso, y, como la naturaleza, inmenso y
minucioso, sereno y agitado. Voltaire no veía
misterio en nada, o en muy pocas cosas. Pero Victor
Hugo no corta el nudo gordiano de las cosas con la
petulancia militar de Voltaire; sus sentidos sutiles le
revelan abismos; ve misterio en todas partes. Y en
realidad, ¿dónde no lo hay? De ahí procede ese
sentimiento de espanto que impregna algunos de
sus poemas más hermosas; de ahí esas
turbulencias, esas acumulaciones, esos
derrumbamientos de versos, esas masas de
imágenes tempestuosas, arrebatadamente
expresadas con la velocidad de un caos que huye;
de ahí esas repeticiones frecuentes de palabras,
todas destinadas a expresar tinieblas cautivadoras o
la enigmática fisonomía del misterio.

III
Victor Hugo posee, pues, no sólo la grandeza,
sino además la universalidad. ¡Qué variado es su
repertorio! Y aunque siempre uno y compacto, ¡qué
multiforme es! No sé si entre los aficionados a la
pintura hay muchos que se me parecen, pero no
puedo por menos de experimentar un intenso mal
humor cuando oigo hablar de un paisajista (por
perfecto que sea), de un pintor de animales o de un
pintor de flores, con el mismo énfasis con que
podría elogiarse a un pintor universal (es decir, un
verdadero pin tor), como Rubens, Veronese,
Velázquez o Delacroix. A mi juicio, el que no sabe
pintarlo todo no merece ser lia mado pintor. Los
hombres ilustres que acabo de citar expresan
perfectamente todo lo que expresa cada uno de los
especialistas, y además poseen una imaginación y
una facultad creadora que habla vivamente al
espíritu de to dos los hombres. Cuando queréis
darme la idea de un artista perfecto, mi mente no
se detiene en la perfección en un género de
asuntos, sino que concibe inmediatamen te la
necesidad de la perfección en todos los géneros. Lo
mismo ocurre en la literatura en general y en la
poesía en particular. Quien no es capaz de pintarlo
todo, los pala cios y las chozas, los sentimientos de
ternura y los de crueldad, los limitados afectos de la
familia y la caridad universal, la gracia del vegetal y
los milagros de la arquitectura, lo más atractivo y lo
más horrible que pueda exis tir, el sentido íntimo y
la belleza exterior de cada religión, la fisonomía
moral y física de cada nación, en fin, todo, desde lo
visible hasta lo invisible, desde el cielo hasta el
infierno, éste como decía, no es verdaderamente
poeta en la inmensa extensión de la palabra y
según el corazón de Dios. De uno se dice: es un
poeta de interiores, o de fa milia; de otro, es un
poeta del amor, y de aquel otro: es un poeta de la
gloria. Pero, ¿con qué derecho se limita así el
alcance de los talentos de cada cual? ¿Acaso quié
rese afirmar que quien ha cantado la gloria, por esa
misma razón es inepto para celebrar el amor? De

112
ese modo se debilita el sentido universal de la
palabra poesía. A no ser que de esa manera
queramos tan sólo dar a entender que unas
circunstancias, que no se deben al poeta, hasta
ahora le han confinado en una especialidad, creeré
siem pre que se está hablando de un pobre poeta,
de un poeta incompleto, por hábil que sea en su
género.
¡ Ah! Con Victor Hugo no hay que establecer tales
dis tinciones, porque es un genio sin fronteras. Ante
él per manecemos deslumhrados, hechizados y
envueltos, como por la vida misma. La
transparencia de la atmósfera, la cúpula del cielo, la
figura del árbol, la mirada del animal, la silueta de la
casa se pintan en sus libros con el pincel del más
consumado paisajista. Pone en todo la palpitación
de la vida. Si pinta el mar, ninguna marina igualará
a las suyas. Los navios que rayan su superficie o que
atraviesan sus hervores, tendrán, más que los de
cualquier otro pintor, esa fisonomía de luchadores
apasionados, ese carácter de voluntad y de
animalidad que se desprende tan misteriosamente
en un aparejo geométrico y mecánico de madera,
hierro, cuerdas y tela; animal monstruoso creado
por el hombre, al cual el viento y las aguas añaden
la belleza de lo que se mueve.
En cuanto al amor, a la guerra, a las alegrías de la
familia, a las tristezas del pobre, a las
magnificencias na cionales, a todo lo que es más
particularmente el hombre y que constituye el
dominio del pintor de género y del pintor de
historia, ¿hemos visto algo más rico y más concreto
que la poesía lírica de Victor Hugo? Sin duda aquí
deberíamos, si el espacio lo permitiera, analizar la
atmósfera moral que domina sus poemas y que
circula por su interior, atmósfera que participa muy
sensiblemente del temperamento propio del autor.
A mi entender tiene un carácter muy manifiesto de
amor igual por lo que es muy fuerte y por lo que es
muy débil, y la atracción ejercida sobre el poeta por
esos dos extremos se debe a un origen único, que
es la fuerza misma, el vigor original del que está
dotado. La fuerza le encanta y le embriaga; va hacia
ella como movido por un parentesco: atracción
fraternal. Por eso se siente irresistiblemente
arrastrado hacia todo símbolo de lo infinito, el mar,
el cielo; hacia todos los representantes antiguos de
la fuerza, gigantes homéricos o bíblicos, paladines,
caballeros; hacia las bestias enormes y temibles.
Acaricia jugando lo que inspiraría miedo a unas
manos débiles; se mueve en el seno de la
inmensidad sin vértigo. En cambio, pero por una
tendencia diferente cu yo origen es sin embargo el
mismo, el poeta se muestra siempre el amigo
conmovido de todo lo que es débil, solitario,
atribulado; de todo lo que es huérfano: atracción
paternal. El fuerte que adivina un hermano en todo
lo que es fuerte, ve a sus hijos en todo lo que
necesita ser protegido o consolado. De la misma
fuerza y de la certi dumbre que da a aquel que la
posee, deriva el espíritu de justicia y de caridad. Así
oímos sin cesar en los poemas de Victor Hugo esos
acentos de amor por las mujeres caí das, por las
pobres gentes trituradas en los engranajes de
nuestras sociedades, por los animales mártires de
nuestra glotonería y de nuestro despotismo. Pocas
personas han observado el encanto y el
encantamiento que la bondad añade a la fuerza, y
que se advierte tan frecuentemente en las obras de
nuestro poeta. Una sonrisa y una lágrima en la cara
de un coloso es una originalidad casi divina. Hasta
en esos poemillas consagrados al amor sensual, en
esas estrofas de una melancolía tan voluptuosa y
tan melodio sa, se oye, como el acompañamiento
permanente de una orquesta, la voz profunda de la
caridad. Tras el amante descubrimos a un padre y a

114
un protector. No se trata aquí de esa moral
sermoneadora que, con su aire de pe dantería, con
su tono didáctico, puede estropear los mejores
pasajes poéticos, sino de una moral inspirada que
se desliza invisible en la materia poética, como los
fluidos inponderables de toda la máquina del
mundo. La moral no entra en ese arte a título de
objetivo; se mezcla con él y se confunde con él
como en la vida misma. El poeta es moralista sin
quererlo, por abundancia y plenitud de naturaleza.
IV
Lo excesivo, lo inmenso es el dominio natural de
Victor Hugo; en él se mueve como en su atmósfera
natal. El genio que ha desplegado siempre en la
pintura de toda la monstruosidad que envuelve al
hombre es verdaderamente prodigioso. Pero ha
sido sobre todo en estos últimos años cuando ha
sufrido la influencia metafísica que se exhala de
todas esas cosas, curiosidad de un Edipo
obsesionado por innumerables esfinges. No
obstante, ¿quién no recuerda La pendiente del
ensueño, que data de tiempos tan antiguos? Una
gran parte de sus obras recientes parece el
desarrollo, tan regular como enorme, de la facultad
que presidió la concepción de ese poema
embriagador. Diríase que desde entonces la
interrogación se ha erguido con ma yor frecuencia
ante el poeta soñador, y que a sus ojos todos los
aspectos de la naturaleza se han erizado
incesantemente de problemas. ¿Cómo es posible
que el padre uno haya podido engendrar la
dualidad y se haya metamorfoseado por fin en una
población innumerable de números? ¡Misterio! La
totalidad infinita de los números ¿debe o puede
concentrarse de nuevo en la unidad original? ¡Mis
terio! La contemplación sugestiva del cielo ocupa
un lu gar inmenso y dominante en las últimas obras
del poeta. Sea cual fuere el asunto tratado, el cielo
lo domina y lo abarca como una cúpula inmutable
desde la cual se cierne el misterio con la luz, desde
la cual el misterio refulge o el misterio invita a la
ensoñación curiosa o el misterio rechaza al
pensamiento desalentado. ¡Ah! A pesar de Newton
y a pesar de Laplace, la certidumbre astronómica
todavía hoy no es tan grande que el ensueño no
pueda alojarse en las vastas lagunas todavía no
exploradas por la ciencia moderna. Con toda
legitimidad, el poeta deja vagar su pensamiento por
un dédalo embriagador de con jeturas. No existe
problema, abordado y debatido en cualquier
tiempo o por cualquier filosofía, que no exija
fatalmente su lugar en las obras del poeta. El
mundo de los astros y el mundo de las almas, ¿son
finitos o infinitos? La eclosión de los seres, ¿es
permanente en la inmensidad como en la
pequeflez? Lo que estamos tentados de tomar por
la multiplicación infinita de los seres, ¿no podría ser
un movimiento de circulación que devuelve esos
mismos seres a la vida en épocas y en condiciones
señaladas por una ley suprema y omnicomprensiva?
La materia y el movimiento, ¿no son la respiración
de un Dios que ora lanza mundos a la vida, ora los
reabsorbe en su seno? Todo lo que es múltiple,
¿llegará a convertirse algún día en uno, y nuevos
universos, brotando del pensamiento de Aquel cuya
única dicha y única función son producir sin cesar,
reemplazarán a nuestro universo y a todos los que
vemos suspendidos en torno a nosotros? Y la
conjetura sobre la apropiación moral, sobre el
destino de todos esos mundos, nuestros
desconocidos vecinos, ¿acaso no ocupa con toda
naturalidad su lugar en los inmensos dominios de la
poe sía? Germinaciones, eclosiones, floraciones,
erupciones su cesivas, simultáneas, lentas o
repentinas, progresivas o completas, de astros, de

116
estrellas, de soles, de constelaciones, ¿sois
simplemente las formas de la vida de Dios, o
habitaciones preparadas por su bondad o su justicia
para almas a las que quiere educar y acercar
progresivamente a sí mismo? Mundos eternamente
estudiados, tal vez desconocidos para siempre, ¡oh!,
decid, ¿será vuestro destino ser paraísos, infiernos,
purgatorios, mazmorras, quintas, palacios, etc.? Que
unos sistemas y unos grupos nuevos, adoptando
formas inesperadas, combinaciones imprevistas,
obedeciendo a leyes que no conocemos, imitando
todos los caprichos providenciales de una
geometría dema siado vasta y demasiado
complicada para el alcance humano, puedan nacer
limbos del futuro, ¿qué tiene ese pensamiento de
tan exorbitante, de tan monstruoso, que se salga
de los limites legítimos de la conjetura poética?
Insisto en esta palabra, conjetura, que sirve para
definir medianamente el carácter extracientífico de
toda poesía. En las manos de cualquier otro poeta
que no fuese Victor Hugo, semejantes temas,
semejantes asuntos hubieran podido adoptar con
demasiada facilidad la forma didáctica, que es la
mayor enemiga de la verdadera poesía. Contar en
verso las leyes conocidas, según las cuales se
mueve un mundo moral o sideral, es describir lo
que ya está descubierto y que puede examinarse
por completo con un telescopio o con los recursos
de la ciencia, es reducirse a los deberes de la ciencia
y entrometerse en sus funciones, es sobrecargar su
lenguaje tradicional con el adorno superfluo y aquí
peligroso de la rima; pero abandonarse a todas las
ensoñaciones sugeridas por el espectáculo infinito
de la vida sobre la tierra y en los cielos, es el
derecho legítimo de cualquiera, y por lo tanto
también del poeta, a quien se concede entonces
traducir, en un lenguaje mag nífico, distinto al de la
prosa y al de la música, las conjeturas eternas de la
curiosa humanidad.
Al describir lo que es, el poeta se degrada y
desciende a la categoría de profesor; al contar lo
posible, sigue siendo fiel a su función; es un alma
colectiva que interroga, que llora, que espera y que
a veces adivina.

V
Una nueva prueba del mismo gusto infalible se
manifiesta en la última obra de la que Victor Hugo
nos ha concedido el goce, me refiero a La leyenda
de los siglos. Excepto en la aurora de la vida de las
naciones, cuando la poesía es a un tiempo la
expresión de su alma y el repertorio de sus
conocimientos, la historia en verso es una derogación
a las leyes que gobiernan ambos géneros, la historia y
la poesía; es un ultraje a las dos musas. En los
períodos extremadamente cultos, se opera en el
mundo espiritual una división de trabajo que fortalece
y per fecciona cada género; y quien entonces intente
crear el poema épico, tal como lo entendían las
naciones más jóvenes, corre el riesgo de disminuir el
efecto mágico de la poesía, aunque sólo sea por la
insoportable longitud de la obra, y al mismo tiempo
de arrebatar a la historia una parte del saber y de la
severidad que exigen de ella las naciones adultas. La
mayoría de las veces el resultado es una ridiculez
fastidiosa. A pesar de todos los honorables esfuerzos
de un filósofo francés, quien ha creído que se podía
súbitamente, sin una gracia antigua y sin largos es
tudios, poner el verso al servicio de una tesis poética,
Na poleón es aún hoy en día demasiado histórico
para con vertirse en leyenda (70). Al hombre, aunque
sea un hombre de genio, no le está permitido, ni le es

118
posible, hacer retroceder así los siglos artificialmente.
Semejante idea sólo podía germinar en la mente de
un filósofo, de un pro fesor, es decir, de un hombre
ausente de la vida. Cuando Victor Hugo, en sus
primeros poemas, trata de mostrar nos a Napoleón
como un personaje legendario, todavía es un
parisiense quien habla, un contemporáneo
conmovido y soñador; evoca la leyenda posible del
futuro; no la re duce con su autoridad al estado de
pasado.
Ahora bien, para volver a La leyenda de los siglos,
Victor Hugo ha creado el único poema épico que
puede crear un hombre de su tiempo para lectores de
su tiempo. En primer lugar, los poemas que
constituyen la obra son generalmente cortos, e
incluso la brevedad de algunos no es menos
extraordinaria que su energía. Esto ya es una
consideración importante que prueba un
conocimiento ab soluto de todo lo posible de la
poesía moderna. Luego, queriendo crear el poema
épico moderno, es decir, el poema que tiene su
origen, o, mejor dicho, su pretexto en la historia, se
ha guardado mucho de pedir prestada a la historia
algo que no sea lo que ésta puede legítima y
fructuosamente prestar a la poesía: me refiero a la
leyenda, el mito, la fábula, que son como
concentraciones de vida nacional, como depósitos
profundos donde duermen la sangre y las lágrimas
de los pueblos. Y finalmente no ha cantado de un
modo particular tal o cual nación, la pasión de tal o
cual siglo; ha escalado en seguida una de esas
alturas filosóficas desde donde el poeta puede
contemplar todas las evoluciones de la humanidad
con una mirada igualmente curiosa, colérica o
conmovida. Con qué majestad ha hecho desfilar los
siglos ante nosotros, como fantasmas que saliesen
de una pared; con qué autoridad los ha hecho
moverse, cada uno de ellos dotado con su perfecto
ropaje, con su verdadero rostro, con su genuino
talante, todos lo hemos visto. Con qué arte sublime
y sutil, con qué familiaridad terrible ese
prestidigitador ha hecho hablar y gesticular a los
siglos; no me sería posible explicarlo, pero lo que sí
quisiera sobre todo hacer observar es que este arte
sólo podía moverse a sus anchas en el medio
legendario, y que (haciendo abstracción del talento
del mago) la elección del terreno es lo que facilita
las evoluciones del espectáculo.
Desde la lejanía de su destierro, hacia el cual se
tienden nuestras miradas y nuestros oídos, el poeta
querido y venerado nos anuncia nuevos poemas. En
estos últ: nos tiempos nos ha demostrado que, por
verdaderamente limitado que sea, el dominio de la
poesía, por el derecho del genio, no por eso deja de
ser casi ilimitado. ¿En qué orden de cosas, por qué
nuevos medios renovará su prueba?
¿Será por lo bufo, por ejemplo (lo mencionó al
azar), por la inmortal alegría, por el júbilo, por lo
sobrenatural, por lo fantástico y lo maravilloso,
dotados por él de ese ca rácter inmenso,
superlativo, con el que sabe dotar a todas las cosas,
como querrá ahora experimentar encantamientos
desconocidos? No le es lícito a la crítica decirlo;
pero lo que puede afirmar sin temor a equivocarse,
porque dispone ya de las pruebas sucesivas, es que
es uno de esos mortales tan raros, más raros aún en
el orden literario que en cualquier otro, que extraen
una nueva fuerza de los años, y que, por un milagro
incesantemente repetido, van rejuveneciéndose y
fortaleciéndose hasta la tumba.

II. Auguste Barbier (71)

120
Si dijese que el objetivo de Auguste Barbier ha
sido la busca de la belleza, su búsqueda exclusiva y
primordial, imagino que se enojaría, y visiblemente
tendría todo el derecho para hacerlo. Por
magníficos que sean sus versos, el verso en sí
mismo nunca ha sido su amor principal.
Evidentemente, se había propuesto una meta que él
cree de una naturaleza mucho más noble y más
alta. Yo carezco de autoridad y de elocuencia para
hacerle cambiar de parecer; pero aprovecharé la
ocasión que se me ofrece para tratar una vez más
esa enojosa cuestión de la alianza del Bien con la
Belleza, que si se ha convertido en oscura e incierta
sólo se debe al debilitamiento de las mentes.
Mi tarea es tanto más fácil cuanto que, por una
parte, la gloria de este poeta está ya establecida, la
posteridad no va a olvidarle, y por otra, se da la
circunstancia de que yo mismo siento por su
talento una admiración inmensa y ya antigua. Se le
deben versos soberbios; es naturalmente elocuente;
su alma tiene impulsos que arrebatan al lector. Su
lenguaje, vigoroso y pintoresco, posee casi el
mismo encanto que el latín. Despide fulgores
sublimes. Sus primeras composiciones permanecen
en todas las memorias. Su gloria es una de las más
merecidas. Todo eso es indiscutible.
Pero el origen de esta gloria no es puro; porque
nació de la ocasión. La poesía se basta a sí misma.
Es eterna y nunca tiene que necesitar ayuda
exterior. Ahora bien, una parte de la gloria de
Auguste Barbier la debe a unas circunstancias en
medio de las cuales arrojó sus primeros poemas. Lo
que los hace admirables es el movimiento lí rico
que los anima, y no, como él cree sin duda, los
pensamientos honrados que estos versos tienen
que expresar. Facit indignatio versum (72), nos dice
un poeta antiguo, que, por grande que fuese, tenía
no poco interés en decirlo; ello es verdad; pero no
es menos verdad que el verso hecho por simple
amor del verso, tiene más posibilidades de llegar a
ser bello que el verso hecho por indignación. El
mundo está lleno de gentes indignadísimas que, sin
embargo, nunca escribirán buenos versos. Por eso
afirmamos desde el inicio que si Auguste Barbier ha
sido un gran poeta, es porque poseía las facultades
o una parte de las facultades que hacen al gran
poeta, y no porque expresa se el indignado
pensamiento de las personas dignas.
En efecto, en el error público hay una confusión
muy fácil de aclarar. Tal poema es bello y honrado;
pero no es bello porque sea honrado. Tal otro, bello
e indigno; pero su belleza no la debe a su
inmoralidad, o, mejor dicho, para hablar
claramente, lo bello no es más honrado que lo falto
de honradez. Ya sé que lo que ocurre con mayor
frecuencia es que la poesía verdaderamente bella
eleva las almas a un mundo celestial; la belleza es
una cualidad tan fuerte que no puede por menos
que ennoblecer las almas; pero esa belleza es una
cosa completamente incondicional, y lo más
probable es que si tú, poeta, quieres imponerte por
anticipado una meta moral, disminuyas
considerable mente tu fuerza poética.
Con la condición de moralidad impuesta a las
obras de arte sucede lo mismo que con esa otra
condición no me nos ridicula que algunos se
empeñan en imponerles, el expresar pensamientos
o ideas que proceden de un mundo ajeno al arte,
ideas científicas, ideas políticas, etc. Tal es el punto
de partida de los que razonan mal, o, al menos, de
los que, sin tener nada poético, se obstinan en
razonar con la poesía. La idea, dicen, es lo más
importante (cuan do deberían decir: la idea y la
forma son dos seres en uno); natural y fatalmente,
no tardan en decirse: Puesto que la idea es la cosa
importante por excelencia, la for ma, menos

122
importante, puede descuidarse sin peligro. El
resultado es el aniquilamiento de la poesía.
Ahora bien, en Auguste Barbier, poeta genuino, y
gran poeta, la perpetua y exclusiva preocupación de
expresar sus pensamientos honrados o útiles ha
conducido poco a poco a un ligero desdén por la
corrección, por el esmero y el acabado, que bastaría
por sí solo para constituir una decadencia.
En La tentación (su primer poema, suprimido en
las ediciones posteriores de sus Yambos), había
mostrado ya una grandeza, una majestad de estilo,
que es su verdadera distinción y que nunca le ha
abandonado, ni siquiera en los momentos en que
ha sido más infiel a la idea poética pura. Esa
grandeza genuina, esa elocuencia lírica, se
manifestaron de un modo magnífico en todos los
poemas adaptados a la revolución de 1830 y a las
turbulencias espirituales o sociales que la siguieron.
Pero esas comnosiciones, repito, eran adaptadas a
circunstancias, y, por bellas que fuesen, aparecen
selladas por el lamentable carácter de la
circunstancia y de la moda. Aunque rudo, mi verso
es honrado en el fondo, exclama el poeta; pero
¿era acaso como poeta que recogía en la
conversación burguesa los lugares comunes de la
moral más boba? ¿O acaso en su condición de
hombre honrado quería volver a traer a nuestra
escena a Melpómene. la de túnica blanca (¿qué
tiene que ver Melpómene con la honradez?) y
expulsar de ella los dramas de Victor Hugo y de
Alexandre Dumas? Tengo comprobado (lo digo sin
chanza) que las personas demasiado enamoradas
de la utilidad y de la moral descuidan
gustosamente la gramática, lo mismo que las
personas apasionadas. Es doloroso ver a un poeta
tan bien dotado suprimir los artículos y los
adjetivos posesivos cuando esos monosílabos y
esos bisílabos le estorban, y emplear una palabra en
el sentido contrario al que exige el uso porque esta
palabra tiene el número de sílabas que le conviene.
En tales casos yo no creo en la incapacidad; acuso
más bien a la indolencia natural de los inspirados.
En sus cantos sobre la decadencia de Italia y sobre
las calamidades de Inglaterra y de Irlanda (II Pianto
y Lázaro), tiene, como siempre, lo repito, acentos
sublimes; pero la misma afectación de utilidad y de
moral estropea las impresiones más nobles. Si no
temiese calumniar a un hombre tan digno de
respeto por todos conceptos, diría que todo eso se
parece un poco a una mueca. ¿Es posible imaginar
a una Musa haciendo visajes? Y luego aquí apa
rece un nuevo defecto, una nueva afectación, no la
de la rima descuidada o de la supresión de los
artículos: me refiero a una cierta solemnidad trivial
o a cierta trivialidad solemne, que tiempo atrás se
consideraba como una sencillez majestuosa y
conmovida. Hay modas en literatura como en
pintura, al igual que en la indumentaria; hubo un
tiempo en que en la poesía, en la pintura, lo
ingenuo resultaba de un gran rebuscamiento,
como una nueva especie de preciosismo. La
vulgaridad pasaba a ser una gloria, y recuerdo que
Edouard Ourliac me citaba riendo, como modelo
del género, el verso siguiente, de su propia minerva:
Campanas del convento de Santa Magdalena
Pueden leerse muchos parecidos en las obras de
Bri zeux, y no me sorprendería que la amistad de
Antony Deschamps y de Brizeux mi haya servido
para inclinar a Auguste Barbier hacia esa mueca
dantesca.
En el curso de toda su obra volvemos a encontrar
los mismos defectos y la mismas cualidades. Todo
parece improvisado, espontáneo; el rasgo vigoroso,
a la manera la tina, brota sin cesar por entre los
tropiezos y las torpezas. Supongo que no necesito

124
hacer observar que Soborno, Eróstrato, Cantos
civiles y religiosos son obras cada una de las cuales
tiene un objetivo moral. Hago gracia de un leve
volumen de Pequeñas odas, que no es más que un
lastimoso esfuerzo por alcanzar la gracia antigua, y
llego a Rimas heroicas. Aquí, para hablar con
franqueza, apa rece y resplandece toda la locura del
siglo en su incons ciente desnudez. Con el pretexto
de componer sonetos en honor de los grandes
hombres, el poeta ha cantado el pararrayos y la
máquina de tejer. Ya puede suponerse has ta qué
grados de prodigiosa ridiculez podría conducirnos
tal confusión de ideas y de funciones. Uno de mis
amigos ha trabajado en un poema anónimo sobre
la invención de un dentista; nada se opone a que
los versos fueran buenos y el autor lleno de
convicción. Sin embargo, ¿quién se atrevería a decir
que, incluso en tal caso, se trata de poesía?
Confieso que cuando veo semejantes dilapidado
nes de ritmos y de rimas siento una tristeza tanto
más grande cuanto mayor es el poeta; y creo, a
juzgar por numerosos síntomas, que hoy en día, sin
hacer reír a nadie, podría afirmarse el más
monstruoso, el más ridículo y el más insostenible de
los errores, a saber que el objeto de la poesía es
difundir las luces entre el pueblo, y. con la ayuda
de la rima y del cómputo silábico, fijar más
fácilmente los descubrimientos científicos en la
memoria de los hombres.
Si el lector me ha seguido atentamente, no se
extraña rá que resuma así este artículo, en el que
he puesto aún más dolor que burla: Auguste
Barbier es un gran poeta, y en justicia siempre
será tenido por tal. Pero ha sido un gran poeta a
pesar suyo, por así decirlo; se ha esforzado por
estropear por medio de una idea falsa de la
poesía facultades poéticas soberbias;
afortunadamente, esas facultades eran lo
bastante fuertes como para resistir incluso al
poeta que quería disminuirlas.

III. Marceline Desbordes- Valmore (74)

Más de una vez, algún amigo nuestro, cuando le


he mos confiado alguno de nuestros gustos o de
nuestras pa siones, no ha dejado de decirnos:
«¡Pues sí que es raro! Porque eso está en completo
desacuerdo con todas tus demás pasiones y con tu
doctrina.» Entonces hemos res pondido: «Es
posible, pero es así; me gusta eso, me gusta
probablemente a causa de la violenta contradicción
que todo mi ser descubre en ello.»
Tal es mi caso respecto a la señora
Desbordes-Valmore. Si el grito, si el suspiro
natural de un alma selecta, si la ambición
desesperada del corazón, si las facultades es
pontáneas, irreflexivas, si todo lo que es gratuito y
viene de Dios basta para hacer al gran poeta,
Marceline Valmore es y será siempre un gran
poeta. Es cierto que si uno repara en todo lo que
carece y que puede adquirirse por medio del
trabajo, su grandeza va a verse singularmente
disminuida; pero en el mismo momento en que
nos sinta mos más irritados y desolados por la
negligencia, por el traqueteo, por la confusión,
que nosotros, hombres re flexivos y siempre
responsables, tomamos por una actitud de
pereza, una belleza súbita, inesperada,
inigualable, se yergue ante el lector, y nos vemos
irresistiblemente arre batados hasta las alturas del
cielo poético. Jamás un poeta fue más natural;
ninguno fue jamás menos artificial.' Nadie ha

126
podido imitar ese encanto, porque es
absolutamente original y genuino.
Si alguna vez un hombre deseó para su mujer o
para su hija los dones y los honores de la Musa,
no pudo de searlos de una naturaleza distinta de
los que fueron con cedidos a la señora Valmore.
Entre la nómina no poco numerosa de las mujeres
que en nuestros días se han con sagrado a las
tareas literarias, muy pocas hay cuyas obras no
hayan sido, si no una desolación para su familia,
para su mismo amante (porque los hombres
menos púdicos gus tan del pudor en el objeto
amado) al menos víctimas de una de esas
ridiculeces masculinas que en la mujer toman las
proporciones de una monstruosidad. Hemos visto
a la mujer-autor filántropo, a la sacerdotisa
sistemática del amor, a la poetisa republicana, a la
poetisa del futuro, fourierista o sansimoniana; y
nuestros ojos, enamorados de la belleza, nunca
han podido acostumbrarse a todas esas fealdades
afectadas, a todas esas perversidades impías (hay
incluso poetisas de la impiedad), a todas esas
sacrí legas parodias del talante viril.
La señora Desbordes Valmore fue mujer, fue
siempre mujer y no fue nada más que mujer; pero
fue en un gra do extraordinario la expresión poética
de todas las bellezas naturales de la mujer. Tanto si
canta las languideces del deseo en la doncella, la
sombría desolación de una Ariadna abandonada o
los cálidos entusiasmos de la caridad maternal, su
canto conserva siempre el acento delicioso de la
mujer; ningún artificio, ningún ornato postizo, nada
más que el eterno femenino, como dice el poeta
ale mán. Es, pues, en su misma sinceridad donde la
señora Valmore encontró su recompensa, es decir,
una gloria que nos parece tan duradera como la de
los artistas perfectos. Esta antorcha que agita ante
nuestros ojos para iluminar las misteriosas florestas
del sentimiento, cuando no la aplica, para
reavivarlo, en nuestro más íntimo recuerdo, amo
roso o filial, la ha encendido en lo más profundo de
su propio corazón. Victor Hugo ha expresado
magníficamen te, como todo lo que él expresa, las
bellezas y los encantos de la vida de familia; pero
sólo en la poesía de la ardiente Marceline es
posible encontrar ese calor de nida da maternal, de
la que algunos, entre los hijos de la mu jer, menos
ingratos que los demás, han conservado el
delicioso recuerdo. Si no temiera que una
comparación de masiado animal pareciese una falta
de respeto para esa adorable mujer, diría que veo
en ella la gracia, la inquietud, la agilidad y la
violencia de la hembra, gata o leona, que ama a sus
cachorros.
Se ha dicho que la señora Valmore, cuyos
primeros poemas datan ya de antiguo (1818), en
nuestro tiempo había sido rápidamente olvidada.
¿Olvidada por quién, pregunto? Por aquellos que,
debido a no sentir nada, no pueden acordarse de
nada. Ya que posee las grandes y vigorosas
cualidades que se imponen a la memoria, las
brechas profundas hechas de improviso en el
corazón, las explosiones mágicas de la pasión.
Ningún autor responde con más exactitud a la
fórmula única del sentimiento, lo sublime que
ignora que lo es. Del mismo modo que los
esfuerzos más sencillos y más fáciles son un
obstáculo in vencible para esa pluma fogosa e
inconsciente, en cambio, lo que para cualquier otro
exige una laboriosa búsqueda, acude naturalmente
a ofrecerse a ella; es un perpetuo ha llazgo. Traza
maravillas con la despreocupación que suele ser
propia de las esquelas que se confían al correo.
Alma caritativa y apasionada, como muy bien se
define, pero siempre involuntariamente, en este
verso:

128
Cuando aún puede darse, no podemos morir.
Alma demasiado sensible, en la que las asperezas
de la. vida dejan una huella imborrable, ella sobre
todo, deseo sa del Leteo, es la que puede
exclamar:
Si jamás sanaremos de lo que es la
memoria,
¿de qué sirve, alma mía. de qué sirve
morir?
Sin duda, nadie con más derecho que ella para
escribir encabezando un volumen reciente:
¡Este libro contiene toda un alma cautiva!
Cuando la muerte vino para llevársela de este
mundo en el que ella sabía tan bien sufrir, para
llevarla al cielo cuyos serenos goces deseaba tan
ardientemente, la señora Desbordes Valmore,
sacerdotisa infatigable de la Musa, y que no sabía
callar, porque estaba siempre llena de clamo res y
de cantos que pedían expresión, preparaba aún
un volumen, cuyas pruebas iban esparciéndose
una a una sobre el lecho del dolor que ya no
abandonaba desde hacía dos años. Los que la
ayudaban piadosamente en esa pre paración de
sus adioses me han dicho que encontraremos en
estos versos toda la fuerza de una vitalidad que
nunca se sentía vivir tan bien como en el dolor.
¡Av! Ese libro será una corona póstuma que
vendrá a añadirse a todas aquellas, ya tan
brillantes, con las que debe adornarse una de
nuestras tumbas más floridas.
Siempre me ha complacido en buscar en la
naturaleza exterior y visible los ejemplos y las
metáforas de que me sirvo para caracterizar los
goces y las impresiones de un orden espiritual.
Recuerdo lo que me hacía sentir la poe sía de la
señora Valmore cuando la leía con esos ojos de la
adolescencia que son, en los hombres nerviosos, a
la vez tan ardientes y tan lúcidos. Esta poesía me
parece como un jardín; pero no es la solemnidad
grandiosa de Versalles; ni tampoco el
pintoresquismo vasto y teatral de la docta Italia,
que conoce tan bien el arte de edificar jardines
(aedificat hortos); ni siquiera, no, ni siquiera el
Valle de las Flautas o el Ténaro de nuestro viejo
Jean Paul. Es un simple jardín inglés, romántico y
romances co. En él macizos de flores representan
las abundantes expresiones del sentimiento.
Estanques, límpidos e inmóviles, que reflejan todas
las cosas, apoyándose al revés sobre la bóveda
invertida de los cielos, figuran la profun da
resignación, salpicada dp recuerdos. Nada falta en
ese encantador jardín de otros tiempos, ni unas
ruinas góticas ocultándose en un lugar agreste, ni
el mausoleo descono cido que, en una vuelta del
sendero, sorprende nuestra alma aconsejándole
que piense en la eternidad. Avenidas sinuosas y
sombreadas conducen a horizontes súbitos. Asi el
pensamiento del poeta, después de haber seguido
caprichosos meandros, desemboca en las vastas
perspectivas del pasado o del porvenir; pero tales
cielos son demasiado vastos para ser enteramente
puros, y la temperatura del clima demasiado cálida
para no engendrar tempestades. El paseante, al
contemplar esas extensiones veladas de luto, siente
ascender hasta sus ojos los llantos de la histeria,
hysterical tears. Las flores se doblegan, vencidas, y
los pájaros solamente hablan en voz baja. Tras un
relámpago precursor, ha retumbado el trueno: es la
explosión lírica; por fin, un diluvio inevitable de
lágrimas devuelve a todas esas cosas, postradas,
dolientes y desalentadas, el frescor y la solidez de
una nueva juventud.

130
IV. Théophile Gautier

El grito del sentimiento siempre es absurdo; pero


es sublime porque es absurdo. Quia absurdum!
Pide el republicano corazón,
hierro y pan. Corazón para
vengarse, hierro para el
extranjero y pan para sus
hermanos.
Eso es lo que dice La Carmañola. He ahí un grito
absurdo y sublime.
¿Se desea tal vez, en otro orden de sentimientos,
el exacto equivalente? Acudamos a Théophile
Gautier: la amante valerosa y ebria de su amor
quiere huir con un hombre, cobarde, indeciso, que
se resiste y objeta que el desierto carece de sombra
y de agua, y que la fuga está erizada de peligros.
¿En qué tono responde ella? En el tono absoluto del
sentimiento:
Sombra te harán mis pestañas,
dormiremos al amparo de la
tienda de mi pelo. Huyamos,
huyamos.
La dicha me está inundando. Si
falta el agua, las lágrimas
beberás de mi alegría.
¡Huyamos, huyamos!
Será fácil encontrar en el mismo poeta otros
ejemplos parecidos:
He pedido la vida al amor que la
otorga. Pero en vano...
exclama Don Juan, a quien el poeta, en el país de
las almas, ruega que le explique el enigma de la
vida.
He querido empezar demostrando que Théophile
Gau tier poseía, igual que si no fuese un perfecto
artista, esa famosa cualidad que los pasmados de la
crítica se obstinan en negarle: el sentimiento.
¡Cuántas veces lo ha expre sado, y con qué magia
de lenguaje, lo más delicado que hay en la ternura y
en la melancolía! Pocos se han digna do a estudiar
esas flores maravillosas, no sé muy bien por qué, y
no veo otro motivo para ello que la repugnancia
genuina que sienten los franceses por la perfección.
Entre los innumerables prejuicios de los que Francia
está tan orgullosa, subrayemos esa idea que es del
dominio público, y que naturalmente está escrita
encabezando los preceptos de la crítica vulgar, a
saber, que una obra demasiado bien escrita debe
carecer de sentimiento. El sentimiento, por su
naturaleza popular y familiar, atrae exclusivamente
a la multitud, cuyos preceptores habituales alejan
todo lo posible de las obras bien escritas.
Confesémos lo sin más tardanza, Théophile Gautier,
cronista de mucho prestigio es mal conocido como
novelista, mal apre ciado como narrador de viajes y
casi desconocido como poeta, sobre todo si se
quiere comparar la escasa popularidad de sus
poemas con sus brillantes e inmensos méritos.
Víctor Hugo, en una de sus odas, nos describe
París como una ciudad muerta, y en ese sueño
lúgubre y lleno de grandeza, en ese
amontonamiento de ruinas sucias, la vadas por un
agua que rompía en todos los puentes sonoros,
devuelta ahora a los juncos susurrantes e
inclinados, descubre aún tres monumentos de una
naturaleza más sólida, más indestructible, que se
bastan para contar núes tra historia. Figuraos, por
favor, la lengua francesa en un estado de lengua

132
muerta. En las escuelas de las nuevas naciones, se
enseña la lengua de un pueblo que fue gran de, del
pueblo francés. ¿En qué autores podemos suponer
que los profesores, los lingüistas de entonces, se
fundarán para conocer los principios y los
atractivos de la lengua francesa? ¿Será tal vez en
los batiburrillos del sentimien to, o de lo que suele
llamarse sentimiento? Porque esas producciones,
que son las preferidas del lector, serán de bido a su
incorrección, laj menos inteligibles y las menos
traducibles; pues nada más oscuro que el error y el
desor den. Si en esas épocas, tal vez situadas
menos lejos de lo que imagina el orgullo moderno,
algún sabio amante de la belleza descubre la
poesía de Théophile Gautier, adivino, comprendo,
veo ya su júbilo. ¡He ahí la verdadera lengua
francesa! La lengua de los grandes talentos y de los
espíritus refinados. ¡Con qué delicia va a pasear sus
ojos por esos poemas tan puros y tan
preciosamente ador nados! Todos los recursos de
nuestra hermosa lengua, in completamente
conocidos, serán adivinados y apreciados. ¡Y qué
gloria para el traductor inteligente que quiere
medirse con ese gran poeta, inmortalidad
embalsamada en escombros más esmerados que la
memoria de sus contem poráneos! Cuando vivía,
sufrió la ingratitud de los suyos; tuvo que esperar
largo tiempo; pero por fin alcanza su recompensa.
Comentaristas clarividentes establecen los vínculos
literarios que nos unen al siglo xvi. La historia de las
generaciones se ilumina. Victor Hugo es enseñado
y parafraseado en las universidades; pero ningún
letrado ig ñora que el estudio de sus fulgurantes
versos ha de com pletarse con el estudio de la
poesía de Gautier. Hay quien observa incluso que,
mientras el majestuoso poeta se veía arrastrado
por entusiasmos a veces poco propicios a su arte,
el poeta precioso, más fiel, más concentrado, nunca
salió de él. Otros advierten que hasta añadió
fuerzas a la poesía francesa, cuyo repertorio
agrandó, y aumentó el diccionario, sin faltar jamás
a las reglas más severas de la lengua que su
nacimiento le exigía hablar.
¡Hombre dichoso! ¡Hombre digno de envidia!
Sólo ha amado la Belleza; sólo ha buscado la
Belleza; y cuando un objeto grotesco u horrible se
ha ofrecido a sus ojos, también ha sabido extraer
de él una misteriosa y simbóli ca belleza. Hombre
dotado de una facultad única, pode rosa como la
Fatalidad, ha expresado sin fatiga, sin es^ fuerzo,
todas las actitudes, todas las miradas, todos los
colores que adopta la naturaleza, al igual que el
sentido íntimo contenido en todos los objetos que
se ofrecen a la contemplación de los ojos humanos.
Su gloria es doble y una al mismo tiempo. Para él,
la idea y la expresión no son dos cosas
contradictorias, que sólo es posible conciliar
mediante un gran esfuerzo o ha riendo ruines
concesiones. Tal vez sólo él pueda decir sin énfasis:
¡No hay ideas inexpresables! Si, para arrancar al
futuro la justicia que se debe a Théophile Gautier,
he ima ginado que Francia había desaparecido, es
porque sé que la mente humana, cuando acepta
salirse del presente, concibe mejor la idea de
justicia. Como el viajero que, al elevarse,
comprende mejor la topografía del país que le
rodea. No quiero clamar, como los profetas crueles.
¡Este tiempo está cerca! No anuncio ningún
desastre, ni siquie ra para dar la gloria a mis
amigos. He construido una fábula para facilitar la
demostración a las mentes cortas o ciegas. Porque
entre los vivos clarividentes, ¿quién no comprende
que se citará algún día a Théophile Gautier como se
cita a La Bruyére, Buffon o Chateaubriand, es decir,
como uno de los maestros más seguros y más raros
en materia de lengua y de estilo?

134
V. Pétrus Borel

Hay nombres que se convierten en proverbios y


adjetivos. Cuando en 1859 un periodiquillo quiere
expresar todo el asco y el desdén que le inspira una
poesía o una novela de carácter sombrío y
exagerado, lanza el nombre: ¡Pétrus Borel! Y todo
queda dicho. Se ha pronunciado la sentencia, el
autor está fulminado.
Pétrus Borel o Champavert el Licántropo, autor
de Rapsodias, de Cuentos inmorales y de Madame
Putifar, fue una de las estrellas del sombrío
firmamento románti co. Estrella olvidada o
apagada, ¿quién se acuerda hoy de ella, o quién la
conoce lo suficiente como para arrogarse el
derecho de hablar del asunto con plena conciencia?
« Yo». me atrevería a decir como Medea. «digo yo
y que eso baste». Edouard Ourliac, su camarada, se
reía de él sin el menor empacho; pero Ourliac era
un pequeño Voltaire aldeano, a quien todo exceso
repugnaba, sobre todo el exceso del amor del arte.
Sólo Théophile Gautier, cuyo amplio espíritu se
complace en la universalidad de las cosas, y que,
por más que lo quisiera firmemente, no podría
dejar de interesarse por algo que fuese interesante,
sutil o pintoresco, sonreía con placer ante las
extravagantes elu cubraciones del Licántropo.
¡Bien llamado Licántropo' Hombre lobo, ¿qué
hada o qué demonio le arrojó a los lúgubres
bosques de la melan eolia? ¿Qué espíritu maligno
se inclinó sobre su cuna y le dijo: Te prohibo
gustar? Hay en el mundo espiritual algo misterioso
que se llama la mala suerte, y ninguno de nosotros
tiene derecho a discutir con la Fatalidad. Es la diosa
que da menos explicaciones, y que posee, más que
todos los papas y los lamas, el privilegio de la
infalibili dad. Muy a menudo me he preguntado
cómo y por qué un hombre como Pétrus Borel, que
había demostrado un talento verdaderamente
épico en varias escenas de su Madame Putifar
(sobre todo en las escenas del comienzo, donde se
pinta la embriaguez salvaje y septentrional del
padre de la heroína; en aquella en la que el caballo
favorito devuelve a la madre, antaño violada, pero
siempre llena del odio de su deshonra, el cadáver
de su hijo bien amado, del pobre Venganza, el
valeroso adolescente caí do en el primer encuentro,
y que ella habia educado con tanto esmero para la
vengaza; finalmente, en la descrip ción de los
horrores y de las torturas de la mazmorra él alcanza
el vigor de un Maturin) 1751; decía que me he pre
guntado cómo el poeta capaz de concebir ese
extraño poe ma, de una sonoridad tan clamorosa y
de un color casi primitivo a fuerza de intensidad,
que sirve de prólogo a Madame Putifar. luego
pudo mostrar en muchos pasajes tanta torpeza,
tropezar con tantos topetazos y sacudidas, caer en
el fondo de tantas malas suertes. No tengo ningu
na explicación inteligible que dar; sólo puedo
indicar sin tomas, síntomas de una naturaleza
morbosa, enamorada de la contradicción por la
contradicción, y siempre dis puesta a ir contra
todas las corrientes, sin calcular su fuer za, como
tampoco la propia fuerza. Todos los hombres, o
casi todos, al escribir inclinan la letra hacia la
derecha; Pétrus Borel tumbaba por completo la
suya a la izquier da, de tal modo, que todas las
letras, por otra parte tra zadas con mucho cuidado,
parecían hileras de soldados abatidos por la
metralla. Además, trabajar era para él algo tan
doloroso, que la menor carta, la más baladí, una
invitación, un envío de dinero, le costaba dos o tres
horas de agobiantes meditaciones, sin contar las
tachaduras y las enmiendas. Finalmente, la
extravagante ortografía que se pavonea en

136
Madame Putifar, como una deliberada afrenta a las
costumbres de la mirada pública, es un ras go que
completa esa fisonomía gesticulante. Desde luego,
no es una ortografía mundana, en el sentido de las
coci ñeras de Voltaire y del señor Erdan (76i, sino,
por e! contrario, una ortografía archipintoresca y
que aprovecha to das las ocasiones para recordar
fastuosamente la etimolo gía. No puedo
imaginarme sin un simpático dolor todas las
fatigosas batallas que, para realizar su sueño
tipográ fico el autor ha tenido que librar con los
cajistas encarga dos de imprimir su manuscrito. Así,
no sólo gustaba de violar las costumbres morales
del lector, sino también de contrariar y de
desconcertar por la expresión gráfica.
Más de uno se preguntará sin duda por qué
concede mos un lugar en nuestra galería a un
escritor que nosotros mismos juzgamos tan
incompleto. Pues no sólo porque ese escritor, por
tosco, por chillón, por incompleto que sea, a veces
enviaba al cielo una nota clamorosa y justa, sino
también porque en la historia de nuestro siglo
desem peñó un papel que no carece de
importancia. Su especialidad fue la licantropía. Sin
Pétrus Borel habría una lagu na en el romanticismo.
En la primera fase de nuestra revolución literaria, la
imaginación poética se orientó sobre todo hacia el
pasado; adoptó a menudo el tono melodio so y
conmovido de las añoranzas. Más tarde, la melanco
lía tomó un acento más enérgico, más salvaje y más
terre nal. Un republicanismo misantrópico se alió
con la nueva escuela, y Pétrus Borel fue la expresión
más exacerbada y más paradójica de los
bousingots o del bousingo mr, por que sigue
cabiendo la duda en la manera de ortografiar esas
palabras que son productos de la moda y de la
circunstancia. Ese espíritu, a un tiempo literario y
república no, a la inversa de la pasión democrática
y burguesa que más tarde nos ha sojuzgado con
tanta crueldad, se veía sacudido a la vez por un
odio aristocrático sin límites, sin restricciones, sin
piedad, contra los reyes y contra la burguesía, y de
una simpatía general por todo lo que en arte
representaba el exceso en el color y en la forma,
por todo lo que era a la vez intenso, pesimista y
byroniano; diletantismo de una naturaleza singular,
y que sólo puede explicar las odiosas circunstancias
en que se había encerra do una juventud hastiada y
turbulenta. Si la Restauración se hubiese
desarrollado regularmente en la gloria, el Ro
manticismo no se hubiera separado de la realeza; y
esa nueva secta, que profesaba el mismo desdén
por la oposición política moderada, por la pintura
de Delaroche o la poesía de Delavigne, y por el rey
que presidia la fórmula del justo término medio,
no hubiera encontrado razones de existir.
En cuanto a mí, confieso sinceramente que, a
pesar de ver en él un cierto ridículo, siempre he
sentido simpatía por ese desventurado escritor,
cuyo genio fallido, lleno de ambición y de torpeza,
no ha sabido producir más que esbozos
minuciosos, relámpagos de tormenta, figuras en las
que algo demasiado extravagante en los ropajes o
en la voz, estropeaban su genuina grandeza. En
resumen, en él hay un color propio, un sabor sui
géneris; aunque sólo fuese el encanto de la
voluntad, ya es mucho. Pero ama ba ferozmente las
letras, y hoy en día sobran escritores acicalados y
hábiles siempre dispuestos a vender a la Musa por
el campo del alfarero (78).
El año pasado, cuando terminábamos de escribir
estas notas, tal vez demasiado severas, recibimos la
noticia de que el poeta acababa de morir en
Argelia, donde se había retirado, lejos de la vida
literaria, desalentado o despectivo, antes de haber

138
dado al público un Tabarin anunciado desde
tiempo atrás.
VI. Hégésippe Moreau (79)
La misma razón que hace feliz un destino hace
que otro sea desventurado. A Gérard de Nerval, su
vagabun deo, que fue durante tanto tiempo el
mayor de sus placeres, le ocasionará una melancolía
de la que finalmente el suicidio llegará a ser su
último término y la única cura ción posible. Edgar
Poe, que era un gran genio, se tenderá en el arroyo,
vencido por la embriaguez. Largos aulli dos,
implacables maldiciones seguirán a esas dos
muertes. Todo el mundo querrá excusarse de la
compasión y repe tirá el juicio apresurado del
egoísmo: ¿Por qué compadecer a aquellos que
merecen sufrir? Además, el mundo siempre está
dispuesto a considerar al desdichado como un
impertinente. Pero si ese desdichado une el talento
a la desgracia, si está, como Gérard, dotado de una
inteligencia brillante, activa, luminosa, pronta a
instruirse; si es, como Poe, un vasto genio,
profundo como el cielo y como el infierno, oh,
entonces la impertinencia de la desdicha se hace
intolerable. ¡El genio puede parecer un reproche y
un insulto para la multitud! Pero si en el desdichado
no hay ni genio ni saber, si no es posible encontrar
en él nada superior, nada impertinente, nada que
impida a la multitud ponerse a su mismo nivel y
tratarle en consecuencia de igual a igual, en ese
caso advertimos que la desgracia e incluso el vicio
pueden llegar a convertirse en una inmensa fuente
de gloria.
Gérard escribió numerosos libros, viajes o relatos,
todos con el sello del buen gusto. Poe produjo al
menos setenta y dos cuentos, uno de ellos tan
largo como una novela; poemas exquisitos de un
estilo prodigiosamente original y perfectamente
correcto, al menos ochocientas páginas de
misceláneas críticas y finalmente un libro de alta
filosofía. Ambos, Poe y Gérard, eran en suma, a
pesar del vicio de su proceder, excelentes hombres
de letras, en la acepción más amplia y más delicada
del con cepto, doblegándose humildemente bajo la
ley inevitable, trabajando, es cierto, cuando quería,
a su aire, según un método más o menos
misterioso, pero activos, laboriosos, utilizando sus
ensueños o sus meditaciones; en una pala bra,
ejerciendo alegremente su profesión.
Hégésippe Moreau, que fue como ellos un árabe
nóma da en un mundo civilizado, es casi lo
contrario de un hombre de letras. Su impedimenta
no era pesada, pero su misma ligereza le ha
permitido llegar más aprisa a la glo ría. Unas
cuantas canciones, unos cuantos poemas de un
gusto mitad clásico mitad romántico, no asustan a
las memorias perezosas. En fin, para él todo ha
resultado bien; jamás fortuna espiritual fue más
dichosa. Su miseria se le computó como trabajo, el
desorden de su vida como genio incomprendido.
Se paseó y cantó cuanto tuvo ganas de cantar.
Conocemos esas teorías, que engendran la pe reza,
que, fundadas únicamente en metóforas, permiten
al poeta considerarse como un pájaro locuaz,
ligero, irres ponsable, inasible y transportando su
domicilio de una a otra rama. Hégésippe Moreau
fue un niflo mimado que no merecía serlo. Pero hay
que explicar esa maravillosa fortuna, y antes de
hablar de las facultades seductoras que permitieron
creer por un instante que se convertiría en un
verdadero poeta, quisiera mostrar el frágil, pero
inmenso armazón de su popularidad excesiva.
De ese armazón, cada haragán y cada vagabundo
es un pilar. De esa conspiración, todo indeseable
sin talento es naturalmente cómplice. Si se tratase
de un verdadero gran hombre, su genio serviría

140
para disminuir la compasión que inspiran sus
desdichas, mientras que muchos hombres
mediocres pueden pretender, sin sentirse dema
siado ridículos, elevarse a la misma altura que
Hégésippe Moreau, y si son desventurados sentir el
natural interés por demostrar, por el ejemplo de
éste, que todos los desventurados son poetas.
¿Acaso me faltaban motivos para decir que el
armazón es inmenso? Ha sido construido en pleno
corazón de la mediocridad; está construido con la
vanidad de la desgracia; ¡materiales inagotables!
He dicho vanidad de la desgracia. Hubo un
tiempo en que entre los poetas estaba de moda el
quejarse, no ya de dolores misteriosos, vagos,
difíciles de definir, especie de enfermedad
congénita de la poesía, sino de sufrimientos visibles
y palpables bien determinados, de la pobreza, por
ejemplo; se decía orgullosamente: ¡Tengo hambre y
paso frío! Era honroso poner en verso esas
ruindades. Ningún pudor avisaba al rimador que,
mentira por mentira, era mejor para él presentarse
al público como un hombre em briagado de una
riqueza asiática y viviendo en un mundo de lujo y
de belleza. Hégésippe cayó también en ese gran
defecto antipoético. Habló mucho de sí mismo y
lloró mucho por sí mismo. Remedó más de una vez
las actitu des fatales de los Antony (80) y de los
Didier, pero les agregó lo que él creía una gracia
más, la mirada colérica y enfurruñada del
demócrata. El mimado por la naturale za, hay que
reconocerlo, pero que trabajaba muy poco para
perfeccionar sus dones, empezó arrojándose entre
la muchedumbre de los que gritan sin cesar: ¡Oh,
madrastra naturaleza! Y de los que reprochan a la
sociedad haberles robado la parte que era suya. Se
convirtió a sí mismo en un cierto personaje ideal,
condenado pero inocente, desti nado desde la
misma cuna a sufrimientos inmerecidos.
Sí, fue un ogro olfateando carne fresca de niño
que con ropas de cura me raptó entre vagidos, y
crecí, prisionero, entre aquellos maestros. negros
zánganos que Montrouge tsit cría a millares.
¡Reconozcamos que ese ogro (un clérigo) tenía
que ser verdaderamente desnaturalizado para
llevarse así al pequeño Hégésippe entre vagidos,
con ropas de cura, con la apestosa y repulsiva ropa
de cura (sotana) ¡Cruel raptor de niños! La palabra
ogro implica un gusto decidido por la carne cruda;
por eso andaba olfateando carne fresca de niño. Y
no obstante vemos por el verso siguiente que el
joven Hégésippe no fue devorado, puesto que, por
el contrario creció (eso sí, prisionero), como
quinientos otros condiscípulos que el ogro
tampoco se comió, y a quienes enseñaba latín, lo
cual permitirá al mártir Hégésippe es cribir su
lengua un poco menos mal que todos los que no
han tenido la desdicha de ser raptados por un
ogro. Sin duda el lector ya ha reconocido las
trágicas ropas de cura. las viejas sotanas robadas
en el vestuario de Claudio Frollo y de Lamennais
(82). Este es el toque romántico a lo Hégésippe
Moreau; veamos ahora la nota democrática:
¡Negros zánganos.' ¿Captamos bien toda la
profundidad de la expresión? Zángano es la
antítesis de abeja, insecto más interesante porque
es por su nacimiento laborioso y útil, como el joven
Hégésippe, pobre abejita cautiva de los zánganos.
Ya vemos que en cuanto a sentimientos de
mocráticos no es mucho más delicado que por lo
que res pecta a expresiones románticas, y que
entiende el asunto a la manera de los albañiles, que
acusan a los curas de holgazanes y de inútiles.
Esos cuatro versos desdichados resumen con
toda cía ridad la nota moral en la poesía de
Hégésippe Moreau. Un lugar común romántico

142
pegado, no amalgamado, a un lugar común
dramático. Todo en él no es más que una colección
de lugares comunes reunidos y acarreados con
juntamente. Todo eso no forma una sociedad, es
decir, un todo, sino algo así como la suma de los
viajeros de un ómnibus. Victor Hugo, Alfred de
Musset, Barbier y Bar thélemy i83i le proporcionan
uno tras otro los materiales. Toma prestada de
Boileau su forma simétrica, seca, dura, pero
brillante. Nos resucita la antigua perífrasis de De
lille (84i, vieja presuntuosa inútil, que se pavonea
desconcertantemente en medio de las imágenes
desvergonzadas y crudas de la escuela de 1830. De
vez en cuando echa una cana al aire y se embriaga
clásicamente, según el método habitual en el
Caveau i85i, o bien encaja los sentimientos líricos
en canciones, a la manera de Béranger y de
Désaugiers (86); y consigue casi tan bien como ellos
la oda compartimentada. Veamos, por ejemplo, Los
dos amores. Un hombre se entrega al amor trivial,
con la memoria aún llena del amor ideal. Aquí no es
el sentimiento, el asunto, lo que censuro; aunque
no poco vulgar, es de naturaleza profunda y
poética. Pero está tratado de una manera
antihumana. Los dos amores alternan, como
pastores de Virgilio, con una simetría matemática
desoladora. Esta es la gran desgracia de Moreau.
Sea cual sea el asunto y el género que trata,
siempre es discípulo de alguien. A una forma
prestada, sólo añade de original el mal tono, si es
que una cosa tan universal como el mal tono puede
lia marse original. Aunque siempre discípulo, es
pedante, e incluso en los sentimientos más
adecuados para escapar a la pedantería, aporta no
sé qué costumbres de la Sorbona y del Barrio
Latino. No es la voluptuosidad del epicúreo, sino
más bien la sensualidad enclaustrada, asfixiante, del
fámulo, sensualidad de prisión y de dormitorio
común. Sus devaneos amorosos tienen la grosería
de un colegial en vacaciones. Lugares comunes de
moral lúbrica, sobras del siglo pasado que
recalienta y que nos ofrece con la perversa
candidez de un niño o de un pilluelo.
¡Un niño! Esta es la palabra, y de esa palabra y de
todo el significado que contiene extraeré cuanto
voy a decir de elogioso sobre él. Sin duda no faltará
quien juzgue, aun suponiendo que piense igual que
yo, que he ido demasiado lejos en la crítica, que he
exagerado la expresión. Pensándolo bien, es
posible; y aunque así fuera, no me parece muy mal
ni me siento demasiado culpable. Acción, reacción,
favor, crueldad se hacen alternativamente
necesarios. Conviene restablecer el equilibrio. Así es
la ley, y la ley está bien hecha. Piénsese que
estamos hablando de un hombre a quien se quería
elegir el príncipe de los poetas en el país que ha
visto nacer a Ronsard, a Victor Hugo, a Théophile
Gautier, y que recientemente se anuncia ba a
bombo y platillos una suscripción para elevarle un
monumento, como si se tratase de uno de esos
hombres prodigiosos cuya descuidada tumba es un
baldón en la historia de un pueblo. ¿Estamos ante
una de esas voluntades en lucha con la adversidad,
como Soulié y Balzac, un hombre abrumado por
grandes deberes, aceptándolos humildemente y
debatiéndose sin tregua contra el mons truo cada
vez mayor de la usura? A Moreau no le gustaba el
dolor; no admitía que tuviera efectos benéficos y
no adivinaba su aristocrática belleza. Por otra parte,
tampoco conoció esos infiernos. Para poder exigir
de nosotros tanta compasión, tanta ternura, el
personaje tendría que ser tierno y digno de
compadecerse. ¿Conoció las torturas de un corazón
insatisfecho, los dolorosos desmayos de un alma
amante e incomprendida? No. Pertenecía a la clase
de esos viajeros que se contentan con lo más

144
barato, y a quienes bastan el pan, el vino, el queso
y la primera que les sale al paso.
Pero fue un niño, siempre desvergonzado, a
menudo gracioso, a veces encantador. Tiene la
agilidad y la espontaneidad de la niflez. En la
juventud literaria, al igual que en la juventud física,
existe una cierta belleza del diablo que hace
perdonar muchas imperfecciones. Aquí tropezamos
con algo peor que imperfecciones, pero también de
vez en cuando nos encanta algo mejor que la
belleza del diablo. A pesar de ese fárrago de
imitaciones, a las cuales, niño y colegial como lo fue
siempre, Moreau no pudo sustraerse, encontramos
de vez en cuando el acento de la verdad genuina, el
acento súbito, auténtico, que no puede confundirse
con ningún otro. Posee verdaderamente la gracia,
el don gratuito; él, tan neciamente impío, él, el
papagayo bobo de los badulaques de la
democracia, hu biera tenido que dar mil veces
gracias por esa gracia a la que lo debe todo, su
celebridad y el perdón de todos sus vicios literarios.
Cuando descubrimos en ese amasijo de
préstamos, en esa maraña de plagios vagos e
involuntarios, en ese petar deo de ingenio
burocrático o escolar, una de esas maravi lias
inesperadas de las que hablábamos hace un
momento, experimentamos algo que se parece a
una inmensa pena. Es indudable que el escritor que
ha encontrado, en una de sus horas buenas. La
Voulzie y la canción de La gran ja y la granjera,
podía aspirar legítimamente a mejores destinos. Si
Moreau pudo sin estudio, sin trabajo, a pesar de las
malas compañías, sin la menor inquietud por recu
perair voluntariamente las horas más favorables,
ser a ve ees tan franca, sencilla y graciosamente
original, ¡cómo no lo hubiese sido más y más a
menudo, de aceptar la norma, la ley del trabajo, si
hubiese madurado, morigera do y estimulado su
propio talento! Todo induce a creer que se hubiese
convertido en un notable hombre de letras. Pero,
eso si, no sería el ídolo de los haraganes y el dios
de las tabernas. He ahí sin duda una gloria a la que
nada puede reemplazar, ni siquiera la verdadera
gloria.

VII. Théodore de Banville

Théodore de Banville fue célebre siendo aún muy


joven. Las cariátides datan de 1841. Recuerdo que
hojeába mos con asombro este volumen donde
tantas riquezas un poco confusas, en desorden, se
encuentran amontonadas. Todo el mundo hablaba
de la edad del autor, y pocos eran los que
aceptaban admitir una precocidad tan
sorprendente. París no era entonces lo que es hoy
en día, un barullo, un caos, una Babel poblada de
imbéciles y de inútiles, poco exigentes en cuanto a
la manera de matar el tiempo, y absolutamente
rebeldes a los goces literarios. En aquellos tiempos
el todo París se componía de esa selección de
hombres encargados de forjar la opinión de los
demás, y que, cuando un poeta acaba de nacer, son
los primeros en enterarse. Ellos saludaron
naturalmente al autor de Las cariátides como un
hombre que tenía ante sí una larga carrera.
Théodore de Banville se manifestaba como uno de
esos talentos de excepción, para quien la poesía es
la lengua más fácil de hablar, y cuyo pensamiento
se moldea por sí mismo en un ritmo.
Las cualidades suyas que saltaban a la vista eran
la abundancia y la brillantez; pero las numerosas e
involun tarias imitaciones, la misma variedad del
tono, según que el joven poeta sufriese la influencia

146
de tal o cual de sus predecesores, contribuyeron en
buena medida a desviar la atención de los lectores
de la facultad principal del poeta, la que más tarde
debía ser su gran originalidad, su gloria, su marca
de fábrica, me refiero a la certidumbre en la
expresión lírica. No niego, adviértase bien, que Las
cariátides contengan algunos de esos admirables
pasajes que el poeta podría sentirse orgulloso de
firmar incluso hoy mismo; sólo quiero hacer notar
que el conjunto de la obra, con toda su brillantez y
su variedad, no revelaba de golpe la naturaleza
particular del autor, ya fuese porque tal na turaleza
aún no estuviese constituida, ya porque el poeta se
encontrase aún situado bajo el hechizo fascinador
de todos los poetas de la gran época.
Pero en Las estalactitas (1843-1845) el
pensamiento aparece más claro y más definido; el
objeto de la búsqueda se deja adivinar mejor. El
color, menos prodigado, brilla no obstante con luz
más intensa, y los contornos de cada objeto
perfilan una silueta más firme. Las estalactitas son,
en el crecimiento del poeta, una fase peculiar en la
que se diría que ha querido reaccionar contra su
primitiva facultad de expansión, demasiado
pródiga, demasiado indisciplinada. Varios de los
mejores fragmentos que componen ese volumen
son muy cortos y tratan de las elegancias que
contiene la alfarería antigua. Sin embargo, sólo más
tarde, después de haber vencido mil dificultades, en
mil gimnasias que sólo los verdaderos enamorados
de la Musa pueden apreciar en su justo valor, el
poeta, reuniendo en un acorde perfecto la
exuberancia de su naturaleza primitiva, y la
experiencia de su madurez, producirá, poniendo
una al servicio de la otra, poemas de una habilidad
consumada y de un encanto sui géneris, tales como
La maldición de Venus, El ángel melancólico y
sobre todo ciertas estrofas sublimes que carecen de
titulo, pero que pueden leerse en el sexto libro de
sus poesías completas, estancias dignas de Ronsard
por su audacia, su elasticidad y su amplitud, y cuyo
mismo comienzo está lleno de grandilocuencia y
anuncia impulsos sobrehumanos de orgullo y de
júbilo:
Oh, vosotros que sois una aurora más joven,
sé que tenéis que amarme, juventud de
unos tiempos no nacidos aún, batallones
sagrados.
Pero, ¿cuál es ese encanto misterioso que el
mismo poeta ha reconocido tener, y que ha ido
acreciendo hasta convertirlo en una cualidad
permanente? Si no podemos definirlo con
exactitud, tal vez encontremos algunas palabras
para describirlo, tal vez sepamos descubrir cuál es
en parte su origen.
He escrito, ya no me acuerdo dónde: «La poesía
de Banville representa las mejores horas de la vida,
es decir, las horas en las que nos sentimos dichosos
de pensar y de vivir.»
Leo en un critico: «Para adivinar el alma de un
poeta, o al menos su principal preocupación,
busquemos en sus obras cuál es la palabra o cuáles
son las palabras que allí aparecen con mayor
frecuencia. La palabra delatará la obsesión.»
Si, cuando escribí: «El talento de Banville
representa las mejores horas de la vida», mis
sensaciones no me engañaron (lo cual, por otra
parte, comprobaremos acto se guido), y si
encuentro en sus obras una palabra que, por su
frecuente repetición, parece denunciar una
inclinación natural y un propósito decidido, tendré
derecho a concluir que esa palabra puede servir
para caracterizar, mejor que cualquier otra, la
naturaleza de su talento, al mismo tiem po que las

148
sensaciones contenidas en las horas de la vida en
que mejor nos sentimos vivir.
Esta palabra es la palabra lira, que evidentemente
para el autor tiene un sentido prodigiosamente
amplio. La lira expresa en efecto ese estado casi
sobrenatural, esa intensidad de vida en la que el
alma canta, en la que está obligada a cantar, como
el árbol, el pájaro y el mar. Por un razonamiento
que tal vez incurra en el error de recordar los
métodos matemáticos, llego, pues, a la conclusión
de que ya que la poesía de Banville sugiere
inicialmente la idea de las mejores horas y luego
presenta una y otra vez a nuestros ojos la palabra
lira, y dado que la lira tiene la misión específica de
expresar las mejores horas, la ardiente vitalidad
espiritual, el hombre hiperbólico, el talento de
Banville es, en suma, esencial, decidida y
voluntariamente lírico.
En efecto, hay una manera lírica de sentir. Los
hombres más desaventajados por la naturaleza,
aquellos a quienes la fortuna concede menos ocios,
experimentan a veces esa especie de impresiones
tan ricas que el alma parece como iluminada, tan
intensas que parece elevarse. En esos instantes
maravillosos, todo el ser interior asciende en el aire
por exceso de ligereza y de dilatación, como para
alcanzar una región más alta.
Existe, pues, también necesariamente una manera
lírica de hablar, y un mundo lírico, una atmósfera
lírica, paisajes, hombres, mujeres, animales, todos
participando del carácter que singulariza a la Lira.
Empecemos por observar que la hipérbole y el
apóstrofe son formas de lenguaje que no sólo le
resultan muy agradables, sino que son de las más
necesarias, puesto que esas formas derivan
naturalmente de un estado exagerado de la
vitalidad. Veamos luego que toda modalidad lírica
de nuestra alma nos obliga a considerar las cosas
no bajo su aspecto particular, excepcional, sino en
los rasgos principales, generales, universales. La lira
rehuye gustosamente todos los pormenores en los
que se complace la novela. El alma lírica da
zancadas grandes como síntesis; el espíritu del
novelista se deleita en el análisis. Esta con
sideración sirve para explicarnos la comodidad y la
belleza que el poeta encuentra en las mitologías y
en las alego rías. La mitología es un diccionario de
jeroglifos vivos, jeroglifos que todo el mundo
conoce. Aquí, el paisaje está revestido, como las
figuras, de una magia hiperbólica; se convierte en
decorado. La mujer no es tan sólo un ser de una
belleza suprema, comparable a la de Eva o a la de
Venus; no sólo para expresar la pureza de sus ojos
el poeta empleará comparaciones que proceden de
los mejores reflectores y de todas las
cristalizaciones más bellas de la naturaleza
(observemos de pasada la predilección que siente
Banville en este caso por las piedras preciosas), sino
que además tendrá que dotar a la mujer de un
género de belleza tal que la mente no pueda
concebirla si no es existiendo en un mundo
superior. Ahora bien, recuerdo que en tres o cuatro
pasajes de sus poesías nuestro poeta, queriendo
adornar a mujeres de una belleza incomparable e
inigualable, dice que tienen cabezas de niña. Este
es una especie de rasgo de genio particularmente
lírico, es decir, amante de lo sobrehumano. Es
evidente que esa expresión contiene
implícitamente el siguiente pensamiento: que el
más hermoso de los rostros humanos es aquel cuya
super ficie jamás se ha visto oscurecida ni arrugada
por la vida, la pasión, la cólera, el pecado, la
angustia, la inquietud. Todo poeta lírico, en virtud
de su naturaleza, opera fatal mente un retorno
hacia el Edén perdido. Todo, hombres, paisajes,
palacios, en el mundo lírico, pasa a ser, por así
decirlo, una apoteosis. Ahora bien, a consecuencias

150
de la infalible lógica de la naturaleza, la palabra
apoteosis es una de las que se presentan
irresistiblemente bajo la plu ma del poeta cuando
tiene que describir (y no es poco el placer que
siente al hacerlo) una mezcla de gloria y de luz. Y el
poeta lírico encuentra la ocasión de hablar de sí
mismo, no se pintará encorvado sobre una mesa,
llenan do una página en blanco con horribles
signitos negros, batiéndose con la frase rebelde o
luchando contra la incu ria del corrector de
pruebas, como tampoco en un cuarto pobre, triste
o en desorden; al igual que, si quiere aparecer
como muerto, no se representará pudriéndose en la
mortaja, dentro de un ataúd. Eso sería mentir.
¡Horror! Sería contradecir la verdadera realidad, es
decir, su pro pia naturaleza. El poeta muerto, por lo
que se refiere al servicio, apenas se conforma con
las ninfas, las huríes y los ángeles. Sólo puede
reposar en el verdor de unos Cam pos Elíseos, o en
palacios más bellos y más profundos que las
arquitecturas de vapor que construye el sol
poniente:
Yo, vestido de púrpura, entre fiestas eternas
en que me invitarán,
voy a beber el néctar donde habitan
poetas,
muy cerca de Ronsard.
Allí, donde todo es un esplendor
divino, ondas, acordes, luz.
embriagarán los ojos las formas
femeninas, más bellas que los cuerpos.
Y los dos disfrutando de espectáculos
mágicos que siempre durarán,
nos podremos contar nuestras batallas
líricas y recuerdos de amor.
Mé gusta eso; descubro en ese amor del lujo que
va más allá de la tumba un signo confirmativo de
grandeza. Me conmueven las maravillas y las
magnificencias que el poeta decreta en favor de
cualquiera que pulse la lira. Me hace dichoso ver
plantear así, sin ambages, sin modestia, sin
precauciones, la absoluta divinización del poeta, e
incluso juzgaría poeta de mal gusto a aquel que, en
esta circunstancia, no fuese de mi parecer. Pero
confieso que para atreverse a esa Declaración de
los derechos del poeta, hay que ser absolutamente
lírico, y pocos son los que tienen el derecho de
atreverse.
Pero, se me dirá, por lírico que sea el poeta, ¿es
posible que jamás descienda de las regiones
etéreas, que nunca sienta la corriente de la vida
ambiental, que nunca vea el espectáculo de la vida,
el carácter perpetuamente grotesco de la bestia
humana, la nauseabunda necedad de la mujer, etc.?
¡Pues claro que sí! El poeta sabe descender hasta la
vida; pero sepamos que si consiente en hacerlo, no
será porque sí, y sabrá obtener provecho de su
vida. De la fealdad y de la estulticia hará nacer un
nuevo género de hechizos. Pero también entonces
su bufonería conservará algo de hiperbólico; el
exceso destruirá su amargura, y la sátira, por un
milagro que se debe a la naturaleza misma del
poeta, se descargará de todo su odio en una
explosión de alegría, inocente a fuerza de ser car
navalesca.
Hasta en la poesía ideal, la Musa puede, sin
perder sus prerrogativas, codearse con los vivos. En
todas partes sabrá recoger un nuevo ornato. Un
oropel moderno puede añadir una gracia exquisita,
un estímulo nuevo (un exci tante como se decía
antaño) a su belleza de diosa. Fedra con tontillo
deleitó a las sensibilidades más delicadas de
Europa; con mayor motivo, Venus, que es inmortal
pue de, cuando se digna visitar París, hacer
descender su carroza entre la vegetación del

152
Luxemburgo. ¿Desde cuándo semejante
anacronismo va a ser una infracción a las re glas
que el poeta se ha impuesto, a lo que podemos lia
mar sus convicciones líricas? Porque ¿es posible
cometer un anacronismo en la eternidad?
Para decir todo lo que creemos la verdad,
Théodore de Banville debe considerarse como un
original de la es pecie más elevada. En efecto, si
echamos un vistazo general a la poesía
contemporánea y a sus mejores represen tantes, es
fácil advertir que ha alcanzado un estado mixto de
una naturaleza muy compleja; el genio plástico, el
sen tido filosófico, el entusiasmo lírico, el talento
humorístico, en ella se combinan y se mezclan
según dosificaciones infinitamente variadas. La
poesía moderna tiene a la vez algo de la pintura, de
la música, de la estatuaria, del arte arabesco, de la
filosofía burlona, del espíritu analítico, y, por feliz y
hábilmente organizada que sea, se presenta con los
signos visibles de una sutileza que toma prestada a
diversas artes. Algunos podrían tal vez ver en ello
síntomas de depravación. Pero éste es un asunto
que prefiero no elucidar aquí. Sólo Banville, ya lo he
dicho, es pura, natural y voluntariamente lírico. Ha
vuelto a los medios antiguos de expresión poética,
a los cuales sin duda juzga completamente
suficientes y perfectamente adaptados a su objeto.
Pero lo que digo acerca de la elección de los
medios se aplica con no menos exactitud a la
elección de los asuntos, al tema considerado en sí
mismo. Hasta un punto bastante avanzado de los
tiempos modernos, el arte, sobre todo la poesía y la
música, no tenía más objeto que el de encantar la
imaginación presentándole escenas de beatitud, en
contraste con la horrible vida de tensión y de lucha
en la que estamos metidos.
Beethoven empezó a remover los mundos de
melanco lía y de desesperación incurable
acumulados como nubes en el cielo interior del
hombre. Maturin en la novela, Byron en la poesía,
Poe en la poesía y en la novela ana lítica, uno a
pesar de su prolijidad y de su verborrea, tan
detestablemente imitadas por Alfred de Musset;
otro, a pesar de su irritante concisión, han
expresado admirablemente la parte blasfema de la
pasión; han proyectado fulgores espléndidos,
deslumbrantes, sobre el Lucifer latente que está
entronizado en todo corazón humano. Quiero decir
con ello que el arte moderno tiene una tendencia
esencialmente demoníaca. Y al parecer esa parte
infernal del hombre, que el hombre gusta de
explicarse a sí mismo, aumenta de día en día, como
si el Diablo se compla ciera en engordarla por
procedimientos artificiales, al mar gen de los
engordadores, cebando pacientemente al género
humano en sus corrales para prepararse un
alimento más suculento.
Pero Théodore de Banville se niega a inclinarse
sobre esos pantanos de sangre, sobre esos abismos
de lodo. Al igual que el arte antiguo, sólo expresa lo
que es bello, alegre, noble, grande, rítmico. Así, en
sus obras no es posible oír las disonancias, las
discordancias de las músi cas del aquelarre, como
tampoco los chillidos de la ironía, que es la
venganza del vencido. En sus versos todo suena a
fiesta y a inocencia, hasta la voluptuosidad. Su
poesía no es sólo una añoranza, una nostalgia, sino
que es inclu so un retorno completamente
deliberado al estado paradisíaco. Desde este punto
de vista, podemos considerarle, pues, como un
original de la naturaleza más animosa. En plena
atmósfera satánica o romántica, en medio de un
concierto de imprecaciones, tiene la audacia de
cantar la bondad de los dioses y de ser un perfecto
clásico. Quiero que esta palabra se entienda aquí
en su sentido más noble, en el sentido
verdaderamente histórico.

154
VIII. Pierre Dupont [II]

Después de 1848 el de Pierre Dupont fue un


nombre muy glorioso. Los amantes de la literatura
severa y esmerada opinarán tal vez que esta gloria
era excesiva; pero hoy en día se han vengado
cumplidamente, pues ahora Pierre Dupont sufre un
olvido mayor del que merece.
En 1843, 44 y 45 una inmensa, inacabable nube,
que no venía de Egipto, se abatió sobre París. Esta
nube vomitó los neoclásicos, que desde luego bien
pudieran com pararse con diversas oleadas de
langostas. El público es taba tan cansado de Victor
Hugo, de sus infatigables fa cultades, de sus
indestructibles bellezas, tan irritado de oírle llamar
siempre el justo, que desde hacía algún tiem po
había decidido, en su alma colectiva, aceptar por
ídolo al primer tarugo que le cayese en la cabeza.
Siempre es una buena historia que contar la
conspiración de todas las necedades en favor de
una mediocridad; pero lo cierto es que hay casos en
que, por verídico que se sea, hay que renunciar a
que le crean a uno.
Ese nuevo entusiasmo de los franceses por la
bobería clásica amenazaba con durar mucho
tiempo; por fortuna, de vez en cuando se advertían
síntomas vigorosos de resistencia. Ya Théodore de
Banville había, aunque en va no, dado a conocer
Las cariátides: todas las bellezas que contenía la
obra eran de un género que el público debía por el
momento rechazar, por ser el eco melodioso de la
poderosa voz que se quería sofocar.
Pierre Dupont nos aportó entonces su pequeña
ayuda, y esa ayuda tan modesta produjo un efecto
inmenso. Ape ló a todos aquellos de nuestros
amigos que ya en aquellos tiempos se habían
consagrado al estudio de las letras y que se sentían
afligidos por la renovada herejía, y creo que
reconocerán como yo que Pierre Dupont fue una
dis tracción excelente. Fue un verdadero dique que
sirvió pa ra desviar el torrente, en espera de que se
secase y se agotase por sí mismo.
Nuestro poeta hasta entonces había
permanecido inde ciso, no en sus simpatías, sino en
su manera de escribir. Había publicado algunos
poemas de un gusto prudente, moderado, que
dejaba entrever buenos estudios, pero de un esti'o
bastardo y que no tenía metas mucho más altas
que el de Casimir Delavigne (87) De pronto tuvo una
iluminación. Recordó sus emociones de la niñez, la
poesía latente de la niñez, antaño provocada tan a
menudo por lo que podemos llamar la poesía
anónima, la canción, no la del que se llama a sí
mismo un hombre de letras, en corvado sobre una
mesa oficial y utilizando sus ocios de burócrata,
sino la canción de cualquiera, del labriego, del
albañil, del carretero, del marinero. El álbum de Los
campesinos estaba escrito en un estilo claro y
enérgico, fres co, pintoresco, crudo, y la frase era
llevada, como un jinete por su caballo, por
melodías de un gusto ingenuo, fáciles de recordar y
compuestas por el propio poeta. To dos
recordamos aquel éxito. Fue muy grande, fue
universal. Los hombres de letras (me refiero a los
verdaderos) lo juzgaron digno de leerse. La
sociedad no fue insensible a su encanto rústico.
Pero la gran ayuda que significó para la Musa fue
orientar de nuevo la atención del pueblo hacia la
verdadera poesía, que por lo que parece es más
incómoda y más difícil de apreciar que la rutina y
las antiguas modas. Se había recobrado el
bucolismo; como el falso bucolismo de Florian,
tenía su encanto, pero po seía sobre todo un
acento penetrante, profundo, debido al mismo
tema, y que derivaba muy pronto hacia la

156
melancolía. Aquí la gracia era algo natural, y no
postizo, debido a procedimientos artificiales de los
que se valían en el siglo XVIII los pintores y los
literatos. Incluso algu ñas crudezas contribuían a
hacer más visibles las delicadezas de los rudos
personajes de quienes esos poemas contaban la
alegría o el dolor. Que un campesino confiese sin
empacho que la muerte de su mujer le afligiría
menos que la muerte de sus bueyes a mí me
escandaliza tan poco como ver a unos
saltimbanquis que dedican más cuidados
paternales, mimosos y caritativos a sus caballos que
a sus hijos. Bajo el horrible idiotismo del oficio está
la poesía del oficio; Pierre Dupont supo encontrarla,
y la ha expre sado a menudo de un modo muy
brillante.
En 1846 o 1847 (más bien creo que fue en el 46),
Pierre Dupont, en una de nuestras largas paseatas
(felices pasea tas de un tiempo en el que aún no
escribíamos con la mirada fija en un reloj, delicias
de una juventud pródiga, oh mi querido Pierre, ¿te
acuerdas?), me habló de un poemilla que acababa
de componer y sobre cuyo valor estaba aún
indeciso. Me cantó, con aquella voz deliciosa que
poseía entonces, el magnífico Canto de los
obreros. La verdad es que estaba muy inseguro, no
sabía qué pen sar de su propia obra: no creo que
me guarde rencor por divulgar ese detalle, por otra
parte bastante cómico. El hecho es que para él era
una vena nueva; digo para él, porque una mente
más avezada que la suya a seguir sus propias
evoluciones hubiera podido adivinar que después
del álbum de Los campesinos, no tardaría en cantar
las penas y las alegrías de todos los pobres.
Por retor que tenga que ser, por retor que sea y
por orgulloso que esté de serlo, ¿por qué voy a
avergonzarme de confesar que me sentí
profundamente conmovido?
Mal vestidos, viviendo en cuchitriles, en
buhardillas o habitando entre escombros,
compartimos la vida de los buhos y del
ladrón, amigo de las sombras.
Y no obstante es bermeja nuestra
sangre y corre impetuosa por las
venas; quisiéramos vivir donde haya
sol, en encinares, bajo verdes frondas.
Ya sé que las obras de Pierre Dupont no son
esmeradas ni perfectas; pero tiene el instinto, ya
que no el sentimiento razonado, de la belleza
perfecta. He aquí un ejemplo: ¿Hay algo más vulgar,
más trivial que la mirada que la pobreza dirige a la
riqueza, su vecina? Pero aquí el sentimiento se
complica con orgullo poético, con una
voluptuosidad entrevista y de la que el poeta se
siente dig no; es un verdadero rasgo de genio. ¡Qué
suspiro tan largo! ¡Qué aspiración! También
nosotros comprendemos la belleza de los palacios
y de los parques. ¡También nosotros adivinamos
el arte de ser felices!
¿Era este canto uno de esos átomos volátiles que
flotan en el aire y cuya aglomeración se convierte
en tormén ta, tempestad, acontecimiento? ¿Era uno
de esos síntomas precursores como los hombres
clarividentes tantos vieron entonces en la atmósfera
intelectual de Francia? No lo sé; lo que sí sé que es
poco tiempo, muy poco tiempo des pués, este
himno resonante se adaptaba admirablemente a
una revolución general en la política y en las
aplicaciones de la política. Se convertía casi
inmediatamente en el gri to que convocaba a las
clases desheredadas.
El impulso de esta revolución arrastró día a día el
ta lento del poeta. Todo lo que sucedió tuvo eco en
sus ver sos. Pero he de hacer observar que aunque
el instrumento de Pierre Dupont es de una

158
naturaleza más noble que el de Béranger, tampoco
es uno de esos clarines guerreros que las naciones
quieren oír en el minuto que precede a las grandes
batallas. No se parece a
... Las trompetas, los címbalos
cuyos sones embriagan al más hosco
soldado, y le arrojan, alegre, entre lluvias de
balas, infundiendo en su pecho el furor del
combate (3).
Pierre Dupont es un alma tierna, inclinada a la
utopía, y por ello mismo verdaderamente bucólica.
En él todo acaba convirtiéndose en amor, y la
guerra, tal como la concibe, no es más que un
modo de preparar la universal reconciliación:
La espada romperá cualquier espada
y del combate nacerá el amor.
El amor es más fuerte que la guerra, dice
también en el Canto de los obreros.
Hay en su talento una cierta fuerza que implica
siempre la bondad; y su naturaleza, poco propicia a
resignarse a las leyes eternas de la destrucción,
sólo quiere aceptar las ideas consoladoras en las
que puede encontrar elementos que le sean
análogos. El instinto (¡qué instinto más noble el
suyo!) domina en él a la facultad de razonar. El
manejo de las abstracciones le repugna, y
comparte con las mujeres el singular privilegio de
que todas sus cualida des poéticas, al igual que sus
defectos, los debe al sentimiento.
A esta gracia, a esa ternura femenina Pierre
Dupont debe sus primeros cantos.
Afortunadamente, la actividad revolucionaria, que

3 Pétrus Borel, Prólogo en verso a Madame Putiphar. (N. del A.)


en esa época arrastraba a casi todos los talentos,
no había desviado en nada el suyo de su camino
natural. Nadie ha expresado en términos más
suaves e intensos las modestas alegrías y las
grandes penas de los humildes. El volumen de sus
canciones representa todo un microcosmos en el
que el hombre deja oír más suspiros que gritos de
júbilo, y en el que la naturaleza, cuyo inmortal
frescor nuestro poeta capta admirablemen te,
parece tener la misión de consolar, de aplacar, de
mecer al pobre y al abandonado.
Todo lo que pertenece a la clase de los
sentimientos dulces y tiernos es expresado por él
con un acento rejuvenecido, renovado por la
sinceridad del sentimiento. Pero al sentimiento de
la ternura, de la caridad universal, aña de un tipo de
talento contemplativo que hasta entonces había
sido ajeno a la canción francesa. La contemplación
de la belleza inmortal de las cosas se mezcla sin
cesar en sus poemas cortos a la pena causada por
la necesidad y la pobreza del hombre. Posee a no
dudarlo un cierto turn of pensiveness (88) que le
acerca a los mejores poetas didácti eos ingleses. La
misma picardía (porque hay picardía, e incluso de
una especie refinada, en ese cantor de las rus
deidades) posee en sus versos un carácter
pensativo y con movido. En muchas de sus
composiciones ha mostrado, con acentos más
repentinos que doctamente modulados, hasta qué
punto era sensible a la gracia eterna que fluye de
los labios y de la mirada de la mujer:
Hiló su gracia la naturaleza con el hilo
más bello de sus husos.
Y en otro lugar, olvidando revoluciones y guerras
sociales, el poeta canta, con un acento delicado y
vo luptuoso:

160
Antes de que tus bellos ojos cierre
ese sueño celoso, beldad mía.
descendamos los dos hasta la orilla y
soltemos amarras de la barca.
Ese aire tan tibio, la luz suave de
estrellas que se bañan en las aguas, el
rumor de los remos que se quejan,
todo respira voluptuosidad.
¡Amada mía! ¡Oh.
deseo mío!
¡Aprovechemos la hora
feliz!
Nuestra barca de amor está repleta
de perfumes que son como fulgores;
creo ver ramilletes olorosos
deshojándose ahora entre tu aliento;
tus ojos, que la luna hace más
pálidos, parece que se llenan de
violetas; tus labios son igual que
pebeteros y tu cuerpo perfuma como
un lirio.
¿No ves brillar el eje de los mundos,
esa estrella polar que es inmutable?
A su entorno los astros en el aire
giran en torbellinos como arena.
¡Oh, qué calma! Los cielos son tan grandes,
desprenden tal murmullo armonioso! Mi
mano, que acaricia tu cabello, siente
estremecimientos fugitivos.
Letras que son aún más numerosas
que todo el alfabeto de la China,
¡oh. grandes jeroglíficos dorados, os
estoy descifrando, adivinando!
La noche, que es más bella que los
días, escribe en su lenguaje que no
muere la palabra que nace en nuestros
labios, ese nombre infinito del Amor.
¡Amada mía! ¡Oh,
deseo mío!
¡Aprovechemos la hora
feliz!
Por medio de una transformación imaginativa
que es muy propia de los enamorados cuando son
poetas, o de los poetas cuando están enamorados,
la mujer se embellece con todos los encantos del
paisaje, y el paisaje se adue ña ocasionalmente de
los encantos que la mujer amada derrama sin darse
cuenta sobre el cielo, sobre la tierra y sobre las
aguas. Este es otro de los rasgos más frecuentes
que caracterizan el estilo de Pierre Dupont cuando
se arroja confiadamente en los medios que le son
favorables y cuando se abandona sin preocuparse
por las cosas que no puede llamar verdaderamente
suyas, al libre desarrollo de su naturaleza.
Hubiese querido extenderme más ampliamente
sobre las cualidades de Pierre Dupont, quien, a
pesar de una propensión demasiado fuerte por las
categorías y las divisiones didácticas —que a
menudo en poesía no son más que un indicio de
pereza, ya que el desarrollo lírico natural debe
contener los suficientes elementos didácticos y des
criptivos—, a pesar de numerosos descuidos de
lenguaje y de unas negligencias formales
verdaderamente inconcebibles, es y quedará como
uno de nuestros poetas más va liosos. He oído decir
a muchas personas, por otra parte no poco
competentes, que el acabado, el esmero, en resu
men, la perfección, les contrariaban y les impedían,
por así decirlo, tener confianza en el poeta. Esta
opinión (pa ra mí singular) es muy adecuada para
inclinarnos a la resignación por lo que respecta a las

162
incompatibilidades entre el ingenio de los poetas y
el temperamento de los lectores. Gocemos, pues,
de los poetas, con la única condición de que posean
las cualidades más nobles, las cuali dades
indispensables, y aceptémosles tal como Dios le ha
hecho y nos los da, puesto que se nos afirma que
esa cualidad sólo se acrece por medio del sacrificio
más o menos completo de otra.
Me veo forzado a abreviar. Para terminar en
pocas palabras, Pierre Dupont pertenece a esa
aristocracia natural de los espíritus que deben
infinitamente más a la na turaleza que al arte, y que,
como otros dos grandes poetas, Auguste Barbier y
la señora Desbordes-Valmore, sólo por la
espontaneidad de su alma encuentran la expresión,
el canto, el grito, destinados a grabarse
eternamente en todas las memorias.

IX. Leconte de Lisle

A menudo me he preguntado, sin acertar a


responderme, por qué los criollos no aportaban,
por lo común, en los trabajos literarios, ninguna
originalidad, ninguna fuerza de concepción o de
expresión. Diríase que tienen almas femeninas,
hechas únicamente para contemplar y para gozar.
Su misma fragilidad, lo grácil de sus formas físicas,
sus ojos de terciopelo que miran sin examinar, la
estrechez singular de sus frentes, enfáticamente
altas, todo lo que con frecuencia hay en ellos de
atractivo les delata como enemigos del trabajo y
del pensamiento. Languidez, gracia, una facultad
natural de imitación que comparten por otro lado
con los negros, y que da casi siempre a un poeta
criollo, sea cual sea su excelencia, un cierto aire
provinciano, eso es lo que hemos podido observar
por lo común en los mejores de ellos.
El señor Leconte de Lisie es la primera y única
excepción que he descubierto. Aun suponiendo que
pueda en contrar otras, sin duda alguna seguirá
siendo la más sorprendente y la más vigorosa. Si
unas descripciones demasiado bien hechas,
demasiado embriagadoras para no haberse
moldeado en recuerdos de niñez, no revelasen de
vez en cuando a la mirada del crítico el origen del
poeta, sería imposible averiguar que vio la primera
luz en una de esas islas volcánicas y perfumadas, en
las que el alma humana, blandamente mecida por
todas las voluptuosidades de la atmósfera, olvida
todos los días el ejercicio del pensamiento. Incluso
su personalidad física es un mentís a la idea
habitual que solemos hacernos de un criollo. Una
frente enérgica, una cabeza fuerte y ancha, ojos
claros y fríos, proporcionan ya desde el principio la
imagen de la fuerza. Por debajo de esos rasgos
dominantes, los primeros que se advierten, se
chancea una boca sonriente animada de una
incesante ironía. Finalmente, para completar el
mentís tanto en lo espiritual como en lo físico, su
conversación, sólida y grave, está siempre, en todo
momento, sazonada por esa burla que confirma la
fuerza. No sólo es, pues, erudito, no sólo ha
meditado, no sólo posee esa mirada poética que
sabe extraer el carácter poético de todas las cosas,
sino que además tiene talento, cualidad rara en los
poetas; talento en el sentido popular y en el sentido
más elevado de la palabra. Si esa capad dad de
burla y de bufonería no aparece (al menos de una
manera muy visible) en sus obras poéticas, es
porque quie re ocultarse, porque ha comprendido
que era su deber ocultarse. Leconte de Lisie,
verdadero poeta, serio y meditativo, siente horror
por la confusión de los géneros, y sabe que el arte

164
sólo obtiene sus efectos más poderosos por medio
de sacrificios proporcionados a la singularidad de
su objetivo.
Intento definir el lugar que ocupa en nuestro
siglo este poeta tranquilo y vigoroso, uno de los
que más amamos y de los que tienen más valor. El
carácter distintivo de su poesía es un sentimiento
de aristocracia intelectual que bastaría por si solo
para explicar la impopularidad del autor, si por otra
parte no supiéramos que la impopularidad en
Francia es inseparable de todo lo que aspira a
cualquier género de perfección. Por su gusto innato
de la filosofía y por su facultad de descripción
pintoresca, se eleva muy por encima de esos
melancólicos de salón, de esos fabricantes de
álbumes y de keepsakes (89), en los que todo,
filosofía y poesía, se acomoda al sentimiento de
unas damiselas. Sería como equiparar las insulseces
de Ary Scheffer (90) y las anodinas imágenes de
nuestros misales con las robustas figuras de
Cornelius (9i). El único poeta a quien, sin absurdo,
sería posible comparar Leconte de Lisie es
Théophile Gautier. Ambos se complacen
igualmente en los viajes; ambas imaginaciones son
naturalmente cosmopolitas. Ambos gustan de
cambiar de atmósfera y de vestir su pensamiento
con las variables modas que el tiempo desparrama
por la eternidad. Pero Théophile Gautier da al
detalle un relieve más intenso y un color más
encendido, mientras que Leconte de Lisie se
interesa sobre todo por el armazón filosófico.
Ambos aman el Oriente y el desierto; ambos
admiran el reposo como un principio de belleza.
Ambos inundan su poesía de una luz apasionada,
más centelleante en Théophile Gautier, más
reposada en Leconte de Lisie. Ambos son
igualmente indiferentes a todas las fullerías
humanas, y saben, sin esfuerzo, no dejarse nunca
engañar. Hay otro hombre, aun que pertenezca a
un orden distinto, que puede nombrarse al lado de
Leconte de Lisie, Ernest Renán. A pesar de la
diversidad que les separa, toda persona clarividente
comprenderá esta comparación. Tanto en el poeta
como en el filósofo, descubro esa ardiente pero
imparcial curiosidad por las religiones, y ese mismo
espíritu de amor universal, no por la humanidad
considerada en sí misma, sino por las diferentes
formas con que el hombre, a través de las edades y
de los climas, ha revestido la belleza y la verdad. Ni
en el otro, jamás la impiedad absurda. Pintar en
hermosos versos, de una naturaleza luminosa y
tranquila, las diversas maneras según las cuales el
hombre ha adorado hasta hoy a Dios, buscando la
belleza, tal es, por lo que puede juzgarse en el más
completo de sus libros, la meta que Leconte de
Lisie ha asignado a su poesía.
Su primera peregrinación fue para Grecia; y al
comienzo sus poemas, eco de la belleza clásica,
llamaron la aten ción de los entendidos. Más tarde
se dedicó a una serie de imitaciones latinas que, por
lo que a mí respecta, me interesan más. Pero para
ser completamente justos, he de confesar que tal
vez mi afición por el asunto es aqui más fuerte que
mi juicio, y que mi predilección natural por Roma
me impide sentir todo lo que hubiera debido
apreciar en la lectura de sus poemas griegos.
Poco a poco, su talante viajero le arrastró hacia
mun dos de belleza más misteriosa. La atención que
ha presta do a las religiones asiáticas es enorme, y
allí es donde expresa con majestuoso ímpetu su
repugnancia natural por las cosas transitorias, por
las trivialidades de la vida, y su amor infinito por lo
inmutable, por lo eterno, por la Di vina Nada. Otras
veces, con una brusquedad de capricho aparente,
emigraba hacia las nieves de Escandinavia, y nos
hablaba de las divinidades boreales, arrolladas y

166
disipadas como brumas por el radiante Nifio de
Judea. Pero sean cuales fueren la majestad de
maneras y la solidez de razón que Leconte de Lisie
ha desarrollado en esos asun tos tan diversos, lo
que prefiero entre sus obras es un cierto filón muy
nuevo y que es bien suyo y nada más que suyo. Las
composiciones de esa clase son raras, y quizá
porque este género era su género más natural, es el
que más ha descuidado. Me refiero a los poemas en
los que, sin preocuparse por la religión y las
sucesivas formas del pensamiento humano, el
poeta ha descrito la belleza tal como aparecía ante
su ojo original e individual: las formas imponentes,
abrumadoras de la naturaleza; la ma jestuosidad del
animal en su carrera o en su reposo; la gracia de la
mujer en climas favorecidos por el sol, en fin, la
divina serenidad del desierto o la temible magnifi
cencía del océano. Aquí Leconte de Lisie es un
maestro, y un gran maestro. Aquí, la poesía
triunfante no tiene más objetivo que ella misma.
Los verdaderos entendidos saben que me refiero a
composiciones como Los aulladores. Los elefantes.
El sueño del cóndor, etc., sobre todo a El Manchy.
que es una obra maestra excepcional, una
verdadera evocación en la que brillan, con todas
sus misteriosas gracias, la belleza y la magia
tropicales, con las que ninguna belleza meridional,
griega, italiana o españo la, puede parangonarse.
Poco tengo ya que añadir. Leconte de Lisie posee
el gobierno de su idea; pero ello no seria casi nada
si no poseyera también el dominio de su
herramienta. Su lengua es siempre noble, decidida,
fuerte, sin notas chillonas, sin falsos pudores; su
vocabulario, muy extenso; sus emparejamientos de
palabras son siempre notables y encajan
perfectamente con la naturaleza de su talento.
Utiliza el ritmo con amplitud y seguridad, y su
instrumento tiene el tono suave, pero amplio y
profundo del alto. Sus rimas, exactas sin exceso de
afectación, cumplen la condición de belleza
requerida y responden regularmente a ese amor
contradictorio y misterioso del espíritu humano por
la sorpresa y la simetría.
En cuanto a la impopularidad de la que hablaba
al comienzo, creo ser eco del pensamiento del
propio poeta al afirmar que no le causa ninguna
tristeza, y que lo con trario no añadiría nada a su
contento. Le basta con ser popular entre aquellos
que a su vez son dignos de agradarle. Pertenece,
por otra parte, a esa familia de espíritus que
sienten por todo lo que no es superior un desdén
tan tranquilo que ni siquiera se digna expresarse.

X. Gustave Le Vavasseur (92)

Hace ya bastantes años que no he visto a


Gustave Le Vavasseur, pero mi pensamiento vuelve
siempre con gusto a la época en la que le
frecuentaba asiduamente. Recuer do. que más de
una vez, al entrar en su casa por la maña na, le
sorprendí casi desnudo, sosteniéndose
peligrosamen te en equilibrio sobre un andamiaje
de sillas. Trataba de repetir los malabarismos que la
víspera habíamos visto realizar por personas que
tienen esa profesión. El poeta me confesó que
sentía envidia de todas las hazañas de fuerza y de
habilidad, y que a veces había conocido la dicha de
demostrarse a sí mismo que no era incapaz de
hacer otro tanto. Pero, después de esta confesión,
crea el lector que el poeta no me parecía por ello
ridículo o dis minuido; por el contrario, le hubiese
elogiado por su fran queza y por su fidelidad a su
propia naturaleza; además, me acordaba de que
muchos hombres, de condición tan rara y elevada

168
como la suya, habían sentido envidias se mejantes
respecto al torero, al cómico y a todos los que,
haciendo de su persona un glorioso espectáculo
público, despertaban el entusiasmo del circo y del
teatro.
Gustave Le Vavasseur siempre ha amado
apasionada mente lo difícil. Para él una dificultad
guarda todas las seducciones de una ninfa. El
obstáculo le fascina; la agu deza y el juego de
palabras le embriagan; no hay música que le sea
más grata que la de una rima triple, cuádruple,
multiplicada, es genuinamente complicado. Jamás
he co nocido a nadie tan pomposa y francamente
normando. Por ello, Pierre Corneille, Brébeuf (93),
Cyrano le inspiran más respeto y afecto que a
cualquier otro menos aficiona do a lo sutil, a lo
retorcido, a la agudeza que es remate y estallido
como una flor pirotécnica. Hay que imaginar, junto
a esa afición ingenuamente extravagante, una rara
distinción de corazón y de mente, y una cultura tan
sólida como vasta, y quizás alguien pueda formarse
así una idea de ese poeta que ha vivido entre
nosotros, que vive desde hace tiempo refugiado en
su tierra, y que sin duda pone en sus nuevas y
graves funciones el mismo celo ardiente y
minucioso que ponía antaño para elaborar sus
brillantes estrofas, de una sonoridad y de un reflejo
tan metálicos. Vire y los virois es una pequeña obra
maestra, y la muestra más perfecta de ese talento
rebuscado, que recuerda las complicadas astucias
de la esgrima, pero que no exclu ye, como algunos
podrían creer, ya lo vemos, el ensueño y el vaivén
de la melodía. Porque, hay que repetirlo, Le
Vavasseur es una inteligencia vastísima, y no
olvidemos eso, uno de los conversadores más
delicados y más hábiles que hemos conocido, en un
tiempo y en un país en que la conversación puede
compararse a las artes desaparecidas. Aun siendo
muy chispeante, su conversación no deja de ser
sólida, nutritiva, sugestiva, y la agilidad de su
mente, de la que puede estar tan orgulloso como
de la de su cuerpo, le permite comprenderlo todo,
apreciarlo todo, sentirlo todo, incluso lo que a
primera vista parece más alejado de su naturaleza.
Los mártires ridículos, de Léon
Cladel (94)

Un amigo mío, que es al mismo tiempo mi editor,


me rogó que leyera este libro, diciéndome que sería
de mi agrado. Acepté con no pocas reservas; ya que
me habían dicho que el autor era joven, y la
Juventud en los tiempos que corren, me inspira por
sus nuevos defectos una desconfianza ya muy bien
justificada por aquellos que la han representado en
todas las épocas. Ante la Juventud experimento la
misma sensación de malestar que cuando tropiezo
con un olvidado camarada de colegio, convertido
en bolsista, y a quien los veinte o treinta años
transcurridos no impiden tutearme o darme unas
palmadas en el vientre. En resumen, me siento en
mala compañía.
No obstante, el amigo en cuestión no se
equivocaba; algo le había atraído y debía atraerme
también a mí; des de luego, no es la primera vez
que me he engañado; pero estoy seguro de que ha

170
sido la primera en que me he alegrado tanto de
engañarme.
Existen en la gentry (95) parisiense cuatro
juventudes distintas. Una, rica, necia, ociosa, que no
adora más divinidades que el libertinaje y la gula,
esa musa del viejo sin honor: ésta no nos interesa
en lo más mínimo. Hay otra necia, sin más
preocupación que el dinero, tercera divinidad del
viejo; ésta, destinada a hacer fortuna, tam poco nos
interesa para nada. Sigamos adelante. Hay una
tercera especie de jóvenes que aspiran a hacer la
felicidad del pueblo y que han estudiado teología y
política en el periódico Le Siécle; suelen ser
abogadillos que, como tantos otros, conseguirán
aderezarse para subir a la tribuna, imitar a
Robespierre y declamar, siguiendo su ejemplo,
cosas graves, pero con menos pureza que él, sin
ningún género de dudas; porque la gramática no
tardará en ser algo tan olvidado como la razón, y el
paso que llevamos hacia las tinieblas, es de esperar
que en el año 1900 este mos ya sumidos en la
oscuridad absoluta.
En sus últimos tiempos, el reinado de Luis Felipe
ya proporcionaba numerosas muestras de tosca
juventud epicúrea y de juventud agiotista. La
tercera categoría, la ban da de los políticos, nació
de la esperanza de ver renovarse los milagros de
febrero (96).
Por lo que se refiere a la cuarta, aunque yo la
haya visto nacer, ignoro cómo nació. Sin duda
alguna por sí misma, espontáneamente, como los
seres infinitamente pe queños en una garrafa de
agua pútrida, la gran garrafa francesa. Es la
juventud literaria, la juventud realista,
entregándose al salir de la niñez al arte realista
(¡para cosas nuevas se requieren palabras nuevas!)
Lo que la caracteri za claramente es un odio
enérgico, innato, por los museos y las bibliotecas.
Sin embargo, tiene sus clásicos, sobre todo Henri
Murger y Alfred de Musset. Ignora con qué amarga
zumba hablaba Murger de la Bohemia; y en cuan
to al otro, no va a imitarle en sus nobles actitudes,
sino en sus crisis de facultad, en sus fanfarronadas
de pereza, en la hora en que, con contoneos de
viajante de comercio, un cigarro entre los dientes,
escapa de una cena en la embajada para ir a una
casa de juego o a! salón de con versación. Con una
absoluta confianza en el genio y en la inspiración,
se arroga el derecho de no someterse a ningu na
gimnasia. Ignora que el genio (si es que puede
llamarse así el germen indefinible del gran
hombre), al igual que el aprendiz de saltimbanqui,
ha de arriesgarse a romperse mil veces los huesos
en secreto antes de bailar ante el público; en una
palabra, que la inspiración no es más que la
recompensa del ejercicio cotidiano. Tiene malas
costum bres, amores necios, tanta fatuidad como
pereza, establece su vida sobre el patrón de ciertas
novelas, como las entretenidas se afanaban, veinte
años atrás, por parecerse a los grabados de Gavarni
(97), quien es posible que nunca pusiera los pies en
un baile popular. Así es como el hom bre de talento
moldea al pueblo y el visionario crea la realidad. He
conocido a algunos desdichados embriagados por
Ferragus XXIII (98), y que planeaban en serio formar
una coalición secreta para repartirse, como una
horda se reparte un imperio conquistado, todas las
funciones y las riquezas de la sociedad moderna.
Esta deplorable pequeña casta es la que el señor
Léon Cladel ha querido pintar; el lector verá con
qué rencorosa energía. El título me había intrigado
vivamente por su construcción antitética, y poco a
poco, a medida que me sumergía en las costumbres
del libro, apreciaba más su viva significación. Vi
desfilar los mártires de la necedad, de la fatuidad,
de la crápula, de la pereza encaramada en la

172
esperanza, de los amoríos presuntuosos, de la
sensatez egoísta, etc.; todos ridículos, pero
verdaderamente mártires; porque sufren por amor
de sus vicios, y se sacrifican a ellos con una
extraordinaria buena fe. Comprendí entonces por
qué me habían anunciado que la obra iba a
seducirme; vi que era de esos libros satíricos, uno
de esos libros socarrones cuya comicidad se hace
comprender mucho mejor por el hecho de ir
acompañada del énfasis inseparable de las
pasiones.
Toda esa mala sociedad, con sus costumbres
viles, su modo de vivir aventurero, sus incurables
ilusiones, ya fue pintada por un pincel tan agudo
como el de Murger; pero el mismo asunto,
sometido a concurso, puede proporcio nar varios
cuadros igualmente notables por razones diver sas.
Murger bromea contando cosas que a menudo son
tristes. El señor Cladel, a quien no falta humor,
como tampoco la tristeza, cuenta con una
solemnidad artística hechos deplorablemente
cómicos. Murger pasa rápidamen te y huye ante
escenas cuya contemplación persistente ape naría
demasiado su blando carácter. El señor Cladel insis
te con furor; no quiere omitir ni un detalle, olvidar
ni una confidencia; abre la herida para mostrarla
mejor, la cierra, pellizca los amoratados bordes, y
hace brotar una sangre amarilla y pálida. Maneja el
pecado como un curioso, le da una y más vueltas,
examina complacidamente las circunstancias, y
despliega en el análisis del mal el concienzudo
ardor de un casuista. Alpinien, el principal mártir,
no descansa; tan pronto acaricia sus vicios como los
maldice, y ofrece en su perpetua oscilación el
instructivo espectáculo de la enfermedad incurable
enmascarada por el arrepentimiento periódico. Es
un autoconfesor que se absuelve y se gloria de las
penitencias que él mismo se inflige, esperando
obtener, con nuevas necedades, el honor y el
derecho de condenarse de nuevo. Confío en que
algunos de este siglo sabrán reconocerse en él con
placer.
La desproporción del tono con el asunto,
desproporción que sólo advertirá el sabio
desinteresado, es un me dio de comicidad cuya
fuerza salta a la vista; a mí hasta me sorprende que
no se haya empleado más a menudo por los
pintores de costumbres y los escritores satíricos,
sobre todo en las materias concernientes al Amor,
verdadero almacén de comicidad poco explotada.
Por grande que sea un ser, y por insignificante que
resulte en relación con el infinito, el pathos y el
énfasis son cosas que le están permitidas y que le
son necesarias; la Humanidad es como una colonia
de esas efímeras de Hypanis (99), de las que se han
escrito tan hermosas fábulas, y las mismas
hormigas, para sus cuestiones políticas, pueden
echar mano de la trompeta de Corneille,
proporcionada a su boca. En cuanto a los insectos
enamorados, no creo que las figuras de retórica de
las que se sirven para gemir sus pasiones sean
mezquinas; todas las buhardillas escuchan todas las
noches trágicos recitados que la Comedia Francesa
no podrá nunca aprovechar. La penetración síquica
del señor Cladel es muy grande, es su cualidad
mayor; su arte, minucioso y brutal, turbulento y
febril, sin duda alguna se restringirá más tarde en
una forma más severa y más fría, que expondrá sus
cualidades morales a una luz más intensa, más al
desnudo. Hay casos en que, debido a esa
exuberancia, ya no se puede distinguir la cualidad
del defecto, lo cual sería excelente si la amalgama
fuese com pleta; pero, por desgracia, al mismo
tiempo que su lucí dez se ejerce con voluptuosidad,
su sensibilidad, furiosa por haberse reprimido,
estalla de un modo súbito e indiscreto. Así, en uno
de los mejores pasajes del libro, nos presenta a un
buen hombre, un oficial lleno de honor y de claro

174
entendimiento, pero de una vejez prematura, y a
quien enervantes congojas y la falsa higiene de la
embria guez, entregan a las mofas de una pandilla
de cafetín. El lector conoce la antigua grandeza
moral de Pipabs, y ese mismo lector sufrirá también
el martirio de ese antiguo valiente, haciendo
zalemas, brincando, arrastrándose, declamando,
dándoselas de gracioso, para obtener de aquellos
jóvenes verdugos... ¿el qué? La limosna de un
último vaso de ajenjo. De pronto, la indignación del
autor se manifiesta de una manera estentórea, por
boca de uno de los personajes, que hace justicia
inmediatamente de aquellas diversiones de
aprendices de pintor. El discurso es muy elocuente
y arrebatadísimo; por desdicha, la nota personal del
autor, su sinceridad exasperada, no se disimula
suficientemente. El poeta, bajo su máscara, aún se
deja ver. El arte supremo hubiese consistido en
permanecer gla cial y hermético, y en dejar al lector
todo el mérito de la indignación. El efecto de horror
hubiese sido mucho más eficaz. Que la moral oficial
se encuentre aquí justificada, es indiscutible; pero el
arte sale perdiendo, y con el arte verdadero la
verdadera moral: la suficiente nunca pierde nada.
Los personajes del señor Cladel no retroceden
ante nin guna confesión; se muestran con una
instructiva desnudez. Las mujeres, una a quien su
calma animal, tal vez su vaciedad, le presta a los
ojos del amante hechizado, un falso aire de esfinge;
otra, presuntuosa modista, que ha excitado su
imaginación con todas las ortigas de George Sand,
se prodigan reverencias de otro mundo, y se
llaman ¡Señora! como un triunfo. Dos enamorados
pasan la velada en las Variétés y asisten a la Vida
de Bohemia: de regreso a su cuchitril, riñen según
el estilo de la obra que acaban de ver; mejor aún,
cada uno de ellos, olvidando su propia
personalidad, o, mejor dicho, confundiéndola con
el personaje que más le gusta, se dejará interpelar
con el nombre del personaje en cuestión; y
ninguno de los dos se dará cuenta del disfraz.
Murger (¡pobre sombra!), transformado, pues, en
intérprete, en diccionario de len gua bohemia, en
Perfecto secretario de los enamorados del año de
gracia de 1861. No creo que después de semejante
cita pueda discutírseme el vigor siniestramente
caricaturesco del señor Cladel. Un ejemplo más:
Alpinien, el mártir protagonista de esta cohorte de
mártires ridículos (siempre hay que volver al título),
un buen día decide, para distraerse de las
intolerables penas que le causan sus malas
costumbres, su holgazanería y sus vagas ensoñado
nes, emprender la más extraña peregrinación que
pueda imaginarse en las locas religiones inventadas
por los solitarios ociosos e impotentes. Como el
amor, es decir, el libertinaje, la crápula erigida en
una especie de contra re ligión, no le ha
proporcionado las recompensas que espe raba,
Alpinien aspira a la gloria, y vaga por los cemente
rios implorando a las imágenes de los grandes
hombres difuntos; besa sus bustos, les suplica que
le confíen su secreto, el gran secreto: «¿Qué es lo
que hay que hacer pará convertirse en alguien tan
grande como vosotros?» Las estatuas, si fuesen
buenas consejeras, podrían respon der: «¡Quédate
en casa, medita y ensucia mucho papel!» Pero ese
medio tan sencillo no está al alcance de un soñador
histérico. La superstición le parece más natural. Lo
cierto es que esta invención tan tristemente jocosa
hace pensar en el nuevo calendario de los santos
de la escuela positivista.
¡La superstición!, decíamos. Desempeña un gran
papel en la tragedia solitaria e interior del pobre
Alpinien, y no sin un delicioso y doloroso
enternecimiento vemos cómo su obsesionada
mente —en la que la superstición más pue ril,

176
simbolizando oscuramente, como en el cerebro de
las naciones, la verdad universal, se amalgama con
los senti mientos religiosos más puros— se orienta
hacia las salvadoras impresiones de la niñez, hacia
la Virgen María, ha cía el canto robustecedor de las
campanas, hacia el ere púsculo consolador de la
Iglesia, hacia la familia, hacia su madre...; la madre,
ese regazo siempre abierto para los frutos secos,
los pródigos y los ambiciosos más torpes. Puede
suponerse que a partir de ese momento, Alpinien
está ya salvado a medias; no le falta más que
convertirse en un hombre de acción, un hombre de
deber, un día tras otro.
Muchos creen que la sátira está hecha con
lágrimas, con lágrimas brillantes y cristalizadas. En
este caso, ben ditas sean las lágrimas que nos dan
ocasión de reír, una risa tan deliciosa y tan insólita,
y cuyo estallido demues tra por otra parte la
admirable salud del autor.
En cuanto a la moraleja del libro, brota de él
naturalmente como el calor de ciertas mezclas
químicas. Es lícito emborrachar a los ilotas para
curar de la embriaguez a los nobles.
En cuanto al éxito, cuestión sobre la cual nada
puede presagiarse, diré tan sólo que lo deseo,
porque es posible que de este modo el autor
recibiera un nuevo estímulo, pero que ese éxito, por
otra parte tan fácil de confundir con una boga
momentánea, no disminuiría en nada todo el bien
que el libro me hace conjeturar del alma y del
talento que lo han engendrado al unísono.
Una reforma en la Academia(100)

El gran artículo del señor Sainte BeuVe sobre las


próximas elecciones de ta Academia non ha
constituido un verdadero acontecimiento. Hubiese
sido muy interesante para un profano, un nuevo
Diablo cojuelo asistir a la sesión académica del
jueves siguiente a la publicación de tan curioso
manifiesto. El señor Sainte-Beuve atrae sobre su
cabeza todos los rencores de ese partido político,
doctrinario, orleanista, hoy religioso por espíritu de
oposición, digamos sencillamente hipócrita, que
quiere llenar el Instituto de sus criaturas predilectas
y transformar el santuario de las musas en un
parlamento de descontentos; «los hombres de
Estado sin obra», como les llama desdeñosamente
otro académico que, aun siendo de noble cuna, es,
literariamente hablando, hijo de sus obras. El poder
de los intrigantes viene de muy lejos; porque
Charles Nodier, hace ya mucho tiempo,
dirigiéndose a quien acabamos de aludir, le
suplicaba que se presentase y que prestara a sus
amigos la autoridad de su nombre para frustrar la
conspiración del partido doctrinario, «de esos
políticos que vienen vergonzosamente a robar un
sillón debido a algún pobre hombre de letras».

178
El señor Sainte-Beuve, que en todo su valeroso
artícu lo no oculta demasiado el mar humor de un
viejo hombre de letras contra los príncipes, los
grandes señores y los politicastros, espera sin
embargo al final para abrir la es clusa de toda su
bilis concentrada: «Verse amenazado de no salir de
un mismo matiz y pronto de una misma familia,
estar destinado, si se viven veinte años más, a ver
verificarse el augurio del señor Dupin: "Dentro de
veinte años aún habrá en la Academia un discurso
doctrinario"; y ello cuando todo cambia y avanza a
nuestro alrededor... No lo aguanto más, y no soy el
único; más de uno de mis colegas es como yo; ¡a la
larga es asfixiante! ¡Es sofocante!»
«Por eso he dicho a todo el mundo muchas cosas
que hubiera preferido poder desarrollar a puerta
cerrada ante unos cuantos. He elevado mi informe
al Público.»
Y en otro lugar: «Alguien que se divierte
contando con los dedos esa clase de cosas, ha
observado que si el señor Dufaure hubiese
consentido en la dulce violencia que que rían
hacerle, hubiera sido el decimoséptimo ministro de
Luis Felipe en el Instituto, y el noveno en la
Academia Francesa.»
Todo el artículo es una obra maestra llena de
buen humor, de jocosidad, de penetración, de
sentido común y de ironía. Los que tienen el honor
de conocer íntimamen te al autor de Joseph
Delorme y de Voluptuosidad saben apreciar en él
una facultad de la que el público no puede gozar,
nos referimos a una conversación cuya elocuencia
caprichosa, ardiente, sutil, pero siempre razonable,
no tiene igual, ni siquiera entre los conversadores
de mayor fama. ¡Pues bien! Toda esa elocuencia
familiar está contenida aquí. Nada se echa de
menos, ni el juicio irónico de las falsas celebridades,
ni el acento profundo, convencido, de un escritor
que quisiera dejar a salvo el honor de la
corporación a la que pertenece. Todo está aquí,
incluso la utopía. El señor Sainte-Beuve, para
eliminar de las elecciones la vaguedad, tan
naturalmente querida por los grandes señores,
desea que la Academia Francesa, asimilada a las
demás academias, se divida en secciones que
correspondan a los diversos méritos literarios:
lengua, teatro, poesía, historia, elocuencia, novela
(«ese género tan moderno, tan variado, al que la
Academia ha concedido hasta hoy tan poco lugar»),
etc. De este modo, dice, será posible discutir,
verificar los méritos y hacer comprender al público
la legitimidad de una elección.
Pero, ¡ay!, en la tan razonable utopía del señor
Sainte Beuve hay una vasta laguna, es la famosa
sección de la vaguedad, y es muy de temer que
este olvido voluntario haga impracticable para
siempre la reforma.
El poeta periodista nos da de pasada, en su
apreciación de los méritos de algunos candidatos,
los detalles más divertidos. Nos enteramos, por
ejemplo, de que el señor Cuvillier Fleury 11021,
crítico «ingenioso con el sudor de su frente, que
quiere verlo todo, incluso la literatura, por el
tragaluz del orleanismo, y a quien nunca hay que
desafiar a que cometa una torpeza, porque las
comete aun cuando nadie se lo pida», nunca deja
de decir hablando de sus méritos: «La mejor de mis
obras está en Inglaterra.» ¡Uf, qué olor de antesala y
de pedagogía! Queriendo elogiar al señor Thiers, un
día le llamó «un Marco-Saint Hilaire elo cuente».
Admirable elogio que produce el efecto contra rio.
«Al presentar su candidatura cuenta con los votos
de sus colaboradores en el Journal des Débats que
son miembros de la Academia, y con varios otros
amigos políticos. Los Débats, Inglaterra y Francia,
no es poco. Tiene posibilidades.»

180
El señor Sainte-Beuve sólo se muestra favorable e
in dulgente con los escritores. Así, de pasada hace
justicia a Léon Gozlan (103). «Es de los que tienen
más que ganar en una discusión y una conversación
sobre títulos publicados; no es suficientemente
conocido de la Academia.» El autor invita al señor
Alexandre Dumas hijo a presentar su can didatura.
Se adivina que esta nueva candidatura libraría su
conciencia de un gran peso. La misma invitación se
dirige al señor Jules Favre, para el sillón de
Lacordaire iiwi. Por poca buena fe que se tenga, sea
cual fuere el partido al que se pertenece, hay que
reconocer que el señor Jules Favre es el gran orador
de nuestro tiempo, y que sus discursos son los
únicos que pueden leerse con placer. El señor
Charles Baudelaire, de quien más de un académico
ha tenido que deletrear el nombre bárbaro y
desconocido, sufre más que arañazos, unas
cosquillas: «El señor Baudelaire ha encontrado la
manera de construirse, en la extremidad de una
lengua de tierra juzgada como inhabitable, y más
allá de los confines del mundo romántico conocido,
un quiosco extravagante, muy adornado, muy
recargado, pero atractivo y misterioso... Tan
singular quiosco, hecho de taracea, de una
originalidad delibe rada y muy elaborada, que
desde hace algún tiempo atrae la atención, en la
extremidad del Kamschatka romántico, es lo que yo
llamaría la Folie Baudelaire nos). El autor está
satisfecho de haber hecho algo imposible.» Diríase
que el señor Sainte Beuve ha querido vengar al
señor Baudelaire de las personas que le pintan
como un terrible duende de mala fama y
desmelenado; porque un poco más lejos le
presenta, paternal y familiarmente, como «un buen
muchacho, de lenguaje pulcro y muy clásico de
formas».
La odisea del infortunado señor de Carné, eterno
can didato, quien «vaga ahora como una sombra
por los confines de las dos elecciones», es un pasaje
de alta y sucu lenta ironía.
Pero donde lo bufo estalla en toda su magistral
amplitud es a propósito de la candidatura más bufa
y abraca dabrante que jamás se inventó en los
anales de la Acade mia. «¡Es el sol que aparece,
retiraos, estrellas!» IIOÓ).
¿Quién es, pues, ese candidato cuya radiante
fama hace palidecer a todos los demás, como el
rostro de Cloe, antes incluso de lavarse la cara,
borra los esplendores de la aurora? ¡Ah! Es forzoso
decirlo, pues de otro modo nadie lo adivinaría
nunca: El señor príncipe de Broglie, hijo del señor
duque de Broglie, académico. El general Philippe
de Segur ha podido sentarse al lado de su padre, el
anciano conde de Ségur; pero el general había
bebido en las fuentes de Tácito y había escrito la
Historia de la Grande Armée, que es un libro
soberbio. En cuanto al señor príncipe, es pura y
simplemente un porfirogeneta. «También él se ha
tomado la molestia de nacer... En su escrupulosa
conciencia habrá juzgado que era su deber hacer
un elogio público del padre Lacordaire, y a ello se
consagra.»
Alguien que conoció, hace veintidós o veintitrés
años, a ese monigote decadente, nos afirma que ya
en la escuela había adquirido tal velocidad de
pluma que podía seguir la palabra y presentar a su
profesor su lección íntegra, estricta, con todas las
repeticiones e incluso los inevitables descuidos. Si
el profesor había cometido inadvertidamente algún
error, volvía a encontrarlo cuidadosamente
reproducido en el manuscrito del principito. ¡Qué
obediencia! ¡Y qué habilidad!
Desde entonces, ¿qué ha hecho este candidato?
Siempre lo mismo. De mayor, repite la lección de

182
sus profesores actuales. Es un perfecto loro a quien
no podría imitar ni el mismo Vaucanson.
El artículo del señor Sainte-Beuve debía
inevitablemen te poner sobre aviso a la prensa. En
efecto, acaban de publicarse dos nuevos artículos
sobre el mismo asunto, uno del señor Nefftzer, otro
señor Texier. La conclusión de este último es que
todos los escritores de algún mérito deben
olvidarse de la Academia y dejarla morir en el
olvido. Finís Poloniae uo7i. Pero hombres como los
señores Mérimée, Sainte-Beuve y de Vigny, que
quisieran dejar a salvo el honor de la corporación a
la que pertenecen, no pueden favorecer una
resolución tan desesperada.
Los miserables (108), de Victor
Hugo

I
Hace unos meses escribía yo a propósito del gran
poe ta, el más vigoroso y el más popular de Francia,
los ren glones siguientes, que iban a tener, en un
espacio de tiempo brevísimo, una aplicación más
evidente aún que Las contemplaciones y La
leyenda de los siglos:
«Si el espacio lo permitiera, sin duda aquí habría
que analizar la atmósfera moral que domina y que
circula en estos poemas, y que participa muy
sensiblemente del tem peramento propio del autor.
A mi juicio manifiesta un carácter muy claro de
amor igual por lo que es muy fuerte y por lo que es
muy débil, y la atracción que ejercen sobre el poeta
esos dos extremos procede de una fuente única,
que es la misma fuerza, el vigor original del que
está dotado. La fuerza le encanta y le embriaga; va
hacia ella como hacia algo familiar: atracción
fraterna. Por eso se siente irresistiblemente
empujado hacia todo símbolo del infinito, el mar, el

184
cielo; hacia todos los representantes antiguos de la
fuerza, gigantes homéricos o bíblicos, paladines,
caballeros; hacia los animales enormes y temibles.
Acaricia jugando lo que inspiraría miedo a unas
manos débiles; se mueve en la inmensidad sin
sentir vértigo. En contraste, por una tendencia
distinta cuyo origen es sin embargo el mismo, el
poeta se muestra siempre el conmovido amigo de
todo lo que es débil, solitario, afligido; de todo lo
que es huérfano: atracción paterna. El fuerte
adivina un hermano en todo lo que es fuerte, pero
ve hijos en todo lo que necesita ser protegido o
consolado. De la misma fuerza y de la certidumbre
que da a quien la posee, deriva el espíritu de
justicia y de caridad. Así se producen sin cesar en
los poemas de Victor Hugo esos acentos de amor
por las mujeres caídas, por las pobres gentes
trituradas en los engranajes de nuestras
sociedades, por los animales mártires de nuestra
glotonería y nuestro despotismo. Pocas personas
han advertido el atractivo y el hechizo que la
bondad añade a la fuerza, y que se ma nifiesta tan
frecuentemente en las obras de nuestro poeta. Una
sonrisa y una lágrima en el rostro de un coloso es
una originalidad casi divina. Hasta en esos
poemillas de dicados al amor sensual, en esas
estrofas de una melanco lía tan voluptuosa y tan
melodiosa, se oye, como el acom pañamiento de
una orquesta, la voz profunda de la caridad. Tras
el amante se adivina a un padre y a un protec tor.
No se trata aquí de esa moral sermoneadora que,
por su aire de pedantería, por su tono didáctico,
puede estropear los versos más hermosos, sino de
una moral inspira da que se desliza invisible en la
materia poética, como los fluidos imponderables en
toda la máquina del mundo. La moral no entra en
ese arte a título de meta. Se mezcla, se confunde
con él como en la misma vida. El poeta es mo ralista
sin proponérselo, por abundancia y plenitud de
naturaleza.»
Aquí sólo hay una línea que haya que cambiar;
porque en Los miserables la moral entra directa
a titulo de meta, como se advierte por otra parte
en la misma confesión del poeta, situada, a
manera de prólogo, encabezando el libro:
Mientras exista, por el hecho de las leyes y de las
costumbres, una condena social que crea
artificialmente, en plena civilización, infiernos,
complicando con una fatali dad humana el destino,
que es divino... mientras haya en la tierra ignorancia
y miseria, libros como éste podrán no ser inútiles.
«¡Mientras...!» ¡Ay! ¡Ello equivale a decir SIEMPRE!
Pero no es éste el lugar para analizar semejantes
cuestiones. Queremos sencillamente hacer justicia
al extraordinario talento con que el poeta se
adueña de la atención pública y la inclina, como la
cabeza recalcitrante de un colegial perezoso, hacia
los prodigiosos abismos de la miseria social.

II
El poeta, en su exuberante juventud, puede
complacerse sobre todo en cantar las pompas de la
vida; porque todo lo que la vida contiene de
espléndido y de rico atrae particularmente la
mirada de la juventud. La edad madura, por el
contrario, se vuelve con inquietud y curiosidad
hacia los problemas y los misterios. Hay algo tan
absolu tamente extraño en esa mancha negra que
forma la pobre za en el sol de la riqueza, o, si se
prefiere, en esa mancha espléndida de la riqueza en
las inmensas tinieblas de la miseria, que un poeta,

186
un filósofo, un literato tendrían que ser verdaderos
monstruos para no sentirse a veces con movidos e
intrigados hasta la angustia. Ciertamente, ese
literato no existe; no puede existir. Pues todo lo que
distingue a uno de otro, la única divergencia,
consiste en sa ber si la obra de arte no debe tener
más objetivo que el arte, si el arte no debe expresar
adoración más que por sí mismo, o si puede
imponérsele un objetivo más o menos noble,
inferior o superior.
Decía que es en su plena madurez cuando los
poetas sienten que su cerebro se apasiona por
ciertos problemas de una naturaleza siniestra y
oscura, extraños abismos que les atraen. No
obstante, caeríamos en un grave error situando a
Victor Hugo entre los creadores que han espera do
tanto para hundir una mirada inquisitiva en todas
esas cuestiones que afectan en el grado máximo a
la concien cia universal. Desde el principio,
digámoslo, desde los inicios de su fulgurante vida
literaria, encontramos en él esa preocupación por
los débiles, los proscritos y los maldi tos. La idea de
justicia se advierte muy pronto en sus obras
manifestada por su insistencia en la rehabilitación.
¡Oh, no insultéis nunca a una mujer caída!. Un
baile en el ayuntamiento. Marión de Lorme. Ruy
Blas. El Rey se divierte son poemas que prueban
suficientemente esta ten dencia ya antigua, nos
atreveríamos casi a decir esta obsesión.

III
¿Es acaso necesario hacer el análisis material de
Los miserables, o, mejor, de la primera parte de
Los misera bles? La obra está actualmente en todas
las manos, y no hay quien ignore su fábula y su
contextura. Más importante me parece observar el
método de que se ha servido el autor para arrojar
luz sobre las verdades a las que quie re servir.
Este libro es un libro de caridad, es decir, un libro
escrito para excitar, para provocar el espíritu de
caridad; es un libro interrogativo, planteando casos
de complejidad social de una naturaleza terrible y
desgarradora, diciendo a la conciencia del lector:
«Pues bien. ¿Qué piensas de todo eso? ¿Qué
conclusión sacas?»
En cuanto a la forma literaria del libro, más
poema que novela, tenemos de él un síntoma
precursor en el prólogo de María Tudor. lo cual nos
proporciona una nueva prueba de la fijeza de las
ideas morales y literarias de Victor Hugo:
«...El escollo de lo verdadero es lo pequeño; el
esco lio de lo grande es lo falso... ¡Admirable
omnipotencia del poeta! Hace cosas más altas que
nosotros, que viven como nosotros. Hamlet, por
ejemplo, es tan verdadero como cualquiera de
nosotros, y más grande. Hamlet es colosal, y sin
embargo real. Porque Hamlet no sois voso tros, no
soy yo, somos todos nosotros. Hamlet no es un
hombre, es el Hombre.
«Extraer perpetuamente lo grande de entre lo
verdadero, lo verdadero de entre lo grande, tal es,
pues, según el autor de este drama, la meta del
poeta en el teatro. Y estas dos palabras, grande y
verdadero, lo contienen to do. La verdad contiene
la moral, lo grande contiene la belleza.»
Es evidente que el autor ha querido en Los
miserables crear abstracciones vivas, figuras ideales
cada una de las cuales, representando uno de los
tipos principales necesa rios para el desarrollo de su
tesis, se elevara hasta una altura épica. Es una
novela construida al modo de un poema, y en la
que cada personaje sólo es excepción por la
manera hiperbólica con la que representa una
generalidad. El modo como Victor Hugo ha
concebido y construido esta novela, arrojando en

188
una indefinible fusión, para obtener un nuevo metal
corintio, los ricos elementos consagrados
generalmente a obras especiales (el sentido lírico, el
sentido épico, el sentido filosófico), confirma una
vez más la fatalidad que le empujó, siendo más
joven, a transformar la antigua oda y la antigua
tragedia, hasta el pun to, es decir hasta los poemas
y los dramas que conocemos.
Pues Monseñor Bienvenu es la caridad
hiperbólica, es la fe perpetua en el sacrificio de sí
mismo, es la confianza absoluta en la Caridad
considerada como el medio más perfecto de
enseñanza. Hay en la pintura de este persona je
toques y pinceladas de una delicadeza admirable.
Vemos que el autor se ha recreado en perfeccionar
ése mo délo angélico. Monseñor Bienvenu lo da
todo, no posee nada y no conoce otro placer que el
de sacrificarse a sí mismo, siempre, sin reposo, sin
pesar, a los pobres, a los débiles e incluso a los
culpables. Inclinándose humildemente ante el
dogma, pero sin empeñarse en comprender lo, se
consagra especialmente a la práctica del Evangelio.
«Más galicano que ultramontano», por otra parte
hombre de fino trato social, y dotado como
Sócrates del poder de la ironía y de la palabra
ingeniosa. He oído contar que, en uno de los
reinados precedentes, cierto párroco de Saint Roch,
pródigo de sus bienes para con los pobres, al ser
sorprendido cierta mañana sin medios para atender
nuevas peticiones, se apresuró a mandar a la
almoneda todo su mobiliario, sus cuadros y sus
objetos de plata. Ese rasgo concuerda plenamente
con el carácter de Mon señor Bienvenu. Pero se
añade, para continuar la historia del párroco de
Saint Roch, que la noticia de tal hecho, muy sencillo
y natural según el corazón del hombre de Dios,
pero demasiado hermosa según la moral del mun
do, fue de boca en boca, llegó hasta el rey y que
finalmente ese cura comprometedor fue llamado al
arzobispa do para ser objeto de una suave
reprimenda. Porque ese género de heroísmo podía
considerarse como una crítica indirecta de todos
los párrocos demasiado débiles para ponerse a su
altura.
Valjean es el bruto ingenuo, inocente; es el
proletario ignorante, culpable de un delito que
nosotros absolveríamos sin la menor duda (el robo
de un pan), pero que al castigarse legalmente le
arroja a la escuela del Mal, es decir, al Presidio. Allí
su mente se forma y se afina en las morosas
meditaciones de la esclavitud. De allí sale
finalmente sutil, temible y peligroso. Paga la
hospitalidad del obispo con un nuevo robo; pero
éste le salva con una hermosa mentira, convencido
de que el Perdón y la Cari dad son las únicas luces
que pueden disipar todas las tinieblas. En efecto, se
produce la iluminación de esta con ciencia, pero no
lo suficientemente aprisa como para que el animal
rutinario que habita aún en el hombre no le arrastre
a una nueva recaída. Valjean (ahora el señor
Madeleine) se ha convertido en honrado, rico y
poderoso. Ha enriquecido, casi civilizado, un
municipio, pobre an tes de su llegada, del que es
alcalde. Se ha envuelto en un admirable manto de
respetabilidad; se ha cubierto y acorazado con
buenas obras. Pero llega un día aciago en el que
descubre que un falso Valjean, un sosias inepto,
abyecto, va a ser condenado en su lugar. ¿Qué
hacer? ¿Está completamente seguro de que la ley
interior, la Conciencia, le ordena demoler él mismo,
denunciándose, todo el difícil y glorioso andamiaje
de su vida nueva? «La luz que todo hombre al
nacer trae a este mundo», ¿basta para iluminar tan
complejas tinieblas? El señor Madeleine sale
vencedor, pero no sin librar espantosas luchas, de
ese mar de angustia, y vuelve a ser Valjean por
amor a la Verdad y a la Justicia. El capítulo en que

190
se retrata minu ciosa, lenta, analíticamente, con sus
dudas, sus restricciones, sus paradojas, sus falsos
consuelos, sus desesperadas trampas, esa pugna
del hombre consigo mismo (Tormenta dentro de
un cráneo), contiene páginas que pueden
enorgullecer para siempre, no sólo a la literatura
francesa, sino incluso a la literatura de la
Humanidad pensante. ¡Es glorioso para el Hombre
Racional que estas páginas se hayan escrito! Habría
que buscar mucho y durante mucho tiempo,
durante muchísimo tiempo, para encontrar en otro
libro páginas iguales a éstas, en las que se expone
de una manera tan trágica toda la espantosa
Casuística inscrita desde el Comienzo en el corazón
del Hombre Universal.
Hay en esa galería de dramas funestos una figura
horri ble, repugnante, la del gendarme, el cómitre,
la justicia estricta, inexorable, la justicia que no sabe
comentar, la ley no interpretada, la inteligencia
salvaje (¿puede llamar se a eso una inteligencia?)
que nunca ha comprendido las circunstancias
atenuantes, en una palabra, la Letra sin el Espíritu: el
abominable Javert. He oído a algunas perso ñas,
por otra parte juiciosas, que a propósito de ese
Javert decían: «Al fin y al cabo, es un hombre
honrado; hay en él cierta grandeza.» Es la ocasión
de citar a De Maistre: «¡No sé lo que es un hombre
honrado!» En cuan to a mí, lo confieso, aceptando
el riesgo de que se me crea culpable («los que
tiemblan se sienten culpables», de cía aquel loco de
Robespierre), Javert me parece un monstruo
incorregible, famélico de justicia como el animal
feroz lo está de carne sangrante, en una palabra, el
Enemigo absoluto.
Ahora quisiera sugerir aquí una pequeña critica.
Por enormes, por enérgicas de trazo y de actitud
que sean las figuras ideales de un poema, tenemos
que suponer que, como las figuras reales de la vida,
han tenido un comien zo. Ya sé que el hombre
puede aportar algo más que fer vor en todas las
profesiones. Se convierte en perro de caza y perro
de combate en todas las funciones. Esta es,
ciertamente, una belleza, que tiene su origen en la
pasión. Es posible, pues, ser agente de policía con
entusiasmo; pero, ¿se entra en la policía por
entusiasmo? ¿O es, por el contrario, una de esas
profesiones en las que sólo es posible ingresar
empujado por ciertas circunstancias y por razones
completamente ajenas al fanatismo?
Imagino que no es necesario contar y explicar
todas las bellezas tiernas, estremecedoras, que
Victor Hugo ha vertido en el personaje de Fantine,
la griseta caída, la mujer moderna situada entre la
fatalidad del trabajo im productivo y la fatalidad de
la prostitución legal. Hace ya mucho tiempo que
sabemos que es hábil expresando el grito de la
pasión en el abismo, los gemidos y los furiosos
llantos de la leona madre privada de sus cachorros.
Aquí, como una derivación que no puede ser más
natural, tenemos que reconocer una vez más con
qué seguridad y con qué ligereza de mano ese
pintor robusto, ese creador de colosos, colorea las
mejillas de la infancia, enciende sus ojos y describe
su gesto petulante y Cándido. Diríase un Miguel
Angel complaciéndose en rivalizar con Lawrence o
Velázquez.

IV
Los miserables es, pues, un libro de caridad, una
ensordecedora llamada al orden de una sociedad
demasiado enamorada de sí misma y demasiado
despreocupada de la inmortal ley de fraternidad; un
alegato en favor de los miserables (los que sufren
miseria, aquellos a quienes la miseria deshonra), en

192
los labios más elocuentes de nuestro tiempo. A
pesar de todo lo que puede haber de engaño
voluntario o de inconsciente parcialidad en la
manera en que, a los ojos de la estricta filosofía, se
plantean los términos del problema, pensamos,
exactamente igual que el autor, que libros de esta
naturaleza nunca son inútiles.
Victor Hugo está a favor del Hombre, y sin
embargo no está contra Dios. Tiene confianza en
Dios, y sin em bargo no está contra el Hombre.
Rechaza el delirio del Ateísmo en rebeldía, y sin
embargo no aprueba las glotonerías sanguinarias
de los Molocs y de los Teutates.
Cree que el Hombre nació siendo bueno, y sin
embargo, aun enfrentado a sus desastres
permanentes, no acusa de ferocidad y de malicia a
Dios.
Creo que para aquellos que ven en la doctrina
ortodoxa, en la pura teoría católica, una explicación,
si no completa, al menos la más amplia posible de
todos los misterios inquietantes de la vida, el nuevo
libro de Victor Hugo ha de ser Bienvenido (como el
obispo cuya victoriosa caridad cuenta); un libro al
que hay que aplaudir, un libro al que hay que dar
las gracias. ¿Acaso no es útil que de vez en cuando
el poeta, el filósofo, cojan un poco por los cabellos
a la Felicidad egoísta y le digan, hundiéndole el
hocico en la sangre y en la basura: «Ve tu obra y
bebe tu obra»?
Pero, ¡ay!, incluso después de tantos progresos
prometidos desde hace tanto tiempo, ¡siempre
quedarán tantas huellas del Pecacjo Original para
que podamos comprobar su inmemorial realidad!
Aniversario del nacimiento de
Shakespeare (109)*

Al señor redactor jefe del Fígaro


Muy señor mió:
Más de una vez, leyendo el Fígaro, me he sentido
es candalizado por el descaro vulgar que constituye
por desgracia una parte del talento de sus
colaboradores. Para hablar francamente, ese tipo de
literatura criticona que asociamos al «petit journal»,
a mí no me divierte lo más mínimo, y casi siempre
hiere mis instintos de justicia y de pudor. No
obstante, cada vez que una necedad monumen tal,
una hipocresía monstruosa, una de esas que
nuestro siglo produce con inagotable abundancia,
se yergue ante mí, inmediatamente comprendo la
utilidad del «petit jour nal». Por lo tanto, como ya
ve usted, me quito la razón muy gustoso.
Por ese motivo me ha parecido conveniente
denunciarle una de esas barbaridades, una de esas
bufonerías, antes de que haga definitivamente
explosión.
El 23 de abril es la fecha en que, hasta la misma
Finlandia debe, según dicen, celebrar el tercer
centenario del nacimiento de Shakespeare. Ignoro

194
si Finlandia tiene al gún interés misterioso en
honrar a un poeta que no nació en su suelo, si
desea ofrecer, a propósito del poeta y co mediante
inglés, algún brindis malicioso. En último térmi no
comprendo que los literatos de toda Europa
quieran participar en un impulso común de
admiración por un poeta cuya grandeza (como la
de varios otros grandes poe tas) hace cosmopolita;
sin embargo, podríamos comentar de pasada que,
si es razonable honrar a los poetas de todos los
países, aún sería más justo que cada cual empe zara
por honrar a los propicios. Cada religión tiene sus
santos, y compruebo con pena que hasta hoy aquí
nadie se ha preocupado demasiado por celebrar el
aniversario del nacimiento de Chateaubriand o de
Balzac. Se me ob jetará que su gloria es aún
demasiado joven. Pero, ¿y la de Rabelais?
Ya tenemos, pues, un hecho aceptado.
Suponemos que, movidos por una gratitud
espontánea, todos los literatos de Europa quieren
honrar la memoria de Shakespeare con absoluta
sinceridad.
Pero, ¿es que los literatos parisienses se ven
impulsa dos por un sentimiento tan desinteresado?
¿No será que obedecen, aun sin saberlo, a una
diminuta camarilla que persigue una meta personal
y particular, muy distinta de la gloria de
Shakespeare?
A ese respecto, he sido el confidente de ciertas
bromas y de algunas quejas que quisiera hacer
llegar hasta usted.
En algún lugar, da lo mismo donde, se celebró
una reunión. El señor Guizot debía formar parte de
la junta. Sin duda se quería honrar en él al firmante
de una medio ere traducción de Shakespeare. El
nombre del señor Ville main también figuraba allí.
Tiempo atrás habló, con ma yor o menor acierto,
del teatro inglés. Es un pretexto suficiente, aunque
esta mandrágora sin alma, a decir verdad, esté
destinada a hacer un papel un tanto ridículo ante la
estatua del poeta más apasionado del mundo.
Ignoro si el nombre de Philaréte Chasles, que
tanto ha contribuido a popularizar entre nosotros la
literatura in glesa, se incorporará a la junta; lo dudo
mucho, y no me faltan buenas razones para
dudarlo. Aquí, en Versalles, a pocos pasos de donde
vivo moi, habita un viejo poeta que figuró, no sin
honor, en el movimiento literario romántico; me
refiero al señor Emile Deschamps, traductor de
Romeo y Julieta. Pues bien, señor mío, ¿me creerá
usted que este nombre no ha sido aceptado sin
algunas objeciones? Si le rogase que adivinara por
qué, nunca llegaría a adivinarlo. El señor Emile
Deschamps fue durante largo tiempo uno de los
principales funcionarios del Ministerio de Finanzas.
Es cierto que, hace también largo tiempo, presentó
su dimisión. Pero, en materia de justicia los señores
factótums de la literatura democrática no hilan tan
delgado, y esa caterva de jovencitos está tan
ocupada en sus asuntos que a veces descubre con
asombro que tal o cual venerable anciano al que
debe mucho aún no ha muerto. A usted no le
sorprenderá enterarse de que el señor Théophile
Gautier ha estado a punto de ser excluido por
soplón. (Soplón es un término que significa autor
que escribe artículos sobre teatro y pintura en el
periódico oficial del Estado.) A mí no me ha
sorprendido en lo más mínimo, y sin duda a usted
tampoco, que el nombre del señor Philoxéne Boyer
haya suscitado muchas recriminaciones. El señor
Boyer es un hombre de talento, de mu cho talento,
en el mejor sentido de la palabra. Es una
imaginación ágil y poderosa, un escritor muy
erudito que, hace tiempo, comentó las obras de
Shakespeare en brillantes improvisaciones. Todo
eso es verdadero, in discutible; pero, ¡ay!, el

196
desventurado ha dado algún que otro indicio de un
lirismo monárquico un poco intenso.
En lo cual sin duda era sincero; pero ¡qué importa!
Esas odas desafortunadas, a los ojos de tales
señores anulan todo su mérito como comentarista
de Shakespeare. En cuanto a Auguste Barbier,
traductor de Julio César, y a Berlioz, autor de un
Romeo y Julieta, no sé nada. El señor Charles
Baudelaire, cuya afición por la literatura
anglosajona es bien conocida, había sido olvidado.
Eugé ne Delacroix ha tenido no poca suerte de
haber muerto. Sin duda alguna, le hubieran cerrado
las puertas del festín en las narices, a él, traductor a
su modo de Hamlet iiii), pero también miembro
corrupto del Consejo municipal; a él, genio
aristocrático que extremaba la ruindad hasta ser
cortés, incluso con sus enemigos. En cambio,
veremos al demócrata Biéville, hacer un brindis, con
restricciones, por la inmortalidad del autor de
Macbeth, y al delicioso Logouvé, y a Saint-Marc
Girardin 11121, ese horrible cortesano de la
juventud mediocre, y al otro Girardin (ii3), inventor
de la brújula de los caracoles y de la suscrip ción a
un sueldo por cabeza para abolir la guerra.
Pero el colmo de lo grotesco, el nec plus ultra de
la ridiculez, el síntoma irrefutable de la hipocresía
de la manifestación, es el nombramiento del señor
Jules Favre co mo miembro de la junta. ¡Jules Favre
y Shakespeare! ¿Ad vierte usted todo el alcance de
semejante barbaridad? Sin duda el señor Jules
Favre es un hombre lo suficientemente culto como
para apreciar las bellezas de Shakespeare, y por
esta razón es admisible; pero si tiene una onza de
sentido común y si está decidido a no
comprometer al antiguo poeta, tendría que
rechazar el honor absurdo que se le confiere. ¡Jules
Favre en una junta shakespeariana' ¡Es algo más
grotesco que un Dufaure en la Academia!
Pero la verdad es que los señores organizadores
de la fiestecilla tienen otras cosas que hacer
además de glorifi car la poesía Dos poetas que
asistieron a la primera reu nión de la que le hablaba
hacían observar tan pronto que se olvidaba a éste o
a aquél, tan pronto que habría que hacer esto o lo
otro; y sus observaciones se orientaban únicamente
en un sentido literario; pero cada vez uno de
aquellos pequeños humanitarios les respondía: «No
com prenden ustedes de qué se trata.»
Ninguna ridiculez va a echarse de menos en esta
solem nidad. Como es lógico, habrá que honrar a
Shakespeare en el teatro. Cuando se trata de una
representación en honor de Racine, se pone en
escena, después de la oda de circunstancia. Los
litigantes y Británico; si es Corneille a quien se
honra, será El mentiroso y El Cid; si es Moliére,
Pourceaugnac y El misántropo. Ahora bien, el
director de un gran teatro, hombre de cordura y de
moderación, cortesano imparcial de unos y de
otros, decía recientemente al poeta encargado de
componer algo en honor del trágico inglés: «Haga
lo posible por colar el elogio de los clá sicos
franceses, y luego, para honrar mejor a Shakespea
re, representaremos Nunca se debe jurar nada.»
Un pe queño proverbio de Alfred de Musset.
Hablemos un poco del verdadero objetivo de ese
gran jubileo. Como usted ya sabe, en 1848 se
estableció una alianza adúltera entre la escuela
literaria de 1830 y la de mocracia, una alianza
monstruosa y extravagante. Olym pió (ii4i renegó
de la famosa doctrina del arte por el arte. y desde
entonces, él, su familia y sus discípulos no han
dejado de predicar al pueblo, de hablar para el
pueblo y de mostrarse en toda ocasión los amigos
y los patronos asiduos del pueblo. «¡Tierno y
profundo amor del pue blo!». Desde entonces,
todo lo que le gusta en literatura ha tomado el

198
color revolucionario y filantrópico. Shakes peare es
socialista. El no lo sospechó jamás, pero importa
poco. Una especie de crítica paradójica ha tratado
ya de disfrazar al monárquico Balzac, el hombre del
altar y del trono, en hombre de subversión y de
demolición. Estamos familiarizados con ese tipo de
supercherías. Ahora bien, ya sabe usted que
vivimos un tiempo de sucesiones testa mentarías,
que existe una clase de hombres cuyo gaznate está
obstruido con brindis, discursos y gritos no utiliza
dos, que, como es muy natural, buscan
afanosamente don de colocar. He conocido
personas que vigilaban con la máxima atención las
listas de difuntos, sobre todo entre las
celebridades, y que se precipitaban a los domicilios
de las familias y a los cementerios para hacer el
elogio de personas a las que nunca habían
conocido. Puedo decirle que el señor Victor Cousin
es el príncipe del género.
Cualquier banquete, cualquier fiesta es una
buena oca sión para satisfacer la verborrea
francesa; los oradores nunca faltan; y la camarilla
caudataria de ese poeta msi (en quien Dios, movido
por un propósito de mixtificación impenetrable, ha
amalgamado la necesidad con el genio) ha juzgado
que era el momento oportuno para utilizar esa
indomable manía en provecho de los objetivos
siguien tes, a los cuales el nacimiento de
Shakespeare sólo servirá de pretexto:
1. ° Preparar e impulsar el éxito del libro de
Victor Hugo sobre Shakespeare, libro que, como
todos los suyos, está lleno de bellezas y de
necesidades, y que es posible que vuelva a dejar
desolados a sus admiradores más sinceros.
2. ° Brindar.por Dinamarca. La cuestión es
candente, y es lo menos que puede hacerse por
Hamlet, que es el más conocido de ios príncipes de
Dinamarca. Por otra parte, hay que reconocer que
será algo un poco más adecuado que el brindis por
Polonia que se hizo, según he oído decir, en un
banquete ofrecido al señor Daumier.
Luego, según lo que se les ocurra y el crescendo
propio de la necedad de las muchedumbres
reunidas en un solo lugar, brindarán por Jean
Valjean, por la abolición de la pena de muerte, por
la abolición de la miseria, por la Fraternidad
universal, por la difusión de las luces, por el
verdadero Jesucristo, legislador de los cristianos,
como se decía antaño, por el señor Renán, por el
señor Havin, etc., en fin, por todas las estupideces
propias de este siglo XIX, en el que tenemos la
fatigosa dicha de vivir, y en el que, por lo que
parece, se priva a todo el mundo del derecho
natural de elegir sus hermanos.
Olvidaba decirle que las mujeres estaban
excluidas de la fiesta. Bellos hombros, bellos brazos,
bellos rostros y brillantes atavíos hubieran podido
perjudicar la austeridad democrática de semejante
solemnidad. Sin embargo, creo que podría invitarse
a algunas cómicas, aunque sólo fuese para darles la
idea de representar un poco a Shakespeare y de
rivalizar con los Smithson y los Faucit.
Puede reproducir mi firma si lo prefiere; suprímala
si juzga que carece de suficiente valor.
Le ruego que acepte el testimonio de mi mayor
consideración.

200
Edgar Poe, su vida y sus obras
((116)

...Algún maestro desventurado a quien la


inexorable Fatalidad ha perseguido
encarnizadamente, cada vez más
encarnizadamente, hasta que sus cantos se
reducen a un único estribillo, hasta que los
cantos fúnebres de su Esperanza adoptan este
melancólico estribillo: ¡Nunca! ¡Nunca más!
EDGAR POE, El cuervo
En su trono de bronce el Destino burlón
ha empapado su esponja en la hiél más
amarga,
y la Necesidad atenaza sus vidas.
THÉOPHILE GAUTIER. Tinieblas

I
En estos últimos tiempos un desdichado fue
llevado ante nuestros tribunales, y en su frente se
leía un raro y singular tatuaje: ¡No hubo suerte!
Llevaba así encima de sus Ojos la etiqueta de su
vida, como un libro exhibe su título, y el
interrogatorio demostró que aquel extravagante
rótulo era cruelmente verídico. En la historia literaria
existen destinos análogos, verdaderas condenas...
hombres que llevan la mala suerte escrita en
caracteres misteriosos en los sinuosos pliegues de
su frente. El Ángel ciego de la expiación se ha
adueñado de ellos y les azota implacablemente
para edificación de los demás. En vano su vida
muestra talentos, virtudes, gracias; la Sociedad
guarda para ellos un anatema especial, y acusa en
ellos las deformaciones que su persecución les han
producido. ¿Qué fue lo que no hizo Hoffmann para
desarmar al Destino y qué fue lo que no empren dió
Balzac para conjurar a la fortuna? ¿Existe, pues, una
Providencia diabólica que prepara la desgracia
desde la cuna, que arroja con premeditación a
natura lezas espirituales y angélicas a ambientes
hostiles, como si fueran mártires en mitad del circo?
¿Existen, pues, almas sagradas, dedicadas al altar,
condenadas a dirigirse a la muerte y a la gloria a
través de sus propias ruinas? La pesadilla de las
Tinieblas, ¿acechará eternamente a esas almas
privilegiadas? Será inú til que se debatan, será inútil
que se adapten al mundo, a sus previsiones, a sus
astucias; perfeccionarán la pruden cia, cegarán
todas las salidas, acolcharán las ventanas contra los
proyectiles del azar; pero el Diablo entrará por una
cerradura; una perfección será el defecto de su cora
za, y una cualidad superlativa el germen de su
perdición.
Desde lo alto del cielo ha de abatirle el águila
arrojando en su frente ta tortuga, pues ellos
tienen que perecer inevitablemente.
Su destino está escrito en toda su complexión,
brilla con fulgor siniestro en sus miradas y en sus

202
ademanes, circula por sus arterias con cada uno de
sus glóbulos sanguíneos.
Un célebre escritor de nuestro tiempo ha escrito
un libro para demostrar que el poeta no podía
encontrar un buen lugar ni en una sociedad
democrática ni en una aris tocrática, ni en una
repúbica ni en una monarquía abso luta o
temperada. ¿Y quién ha sabido responderle peren
toriamente? Hoy yo aporto una nueva leyenda en
apoyo de su tesis, añado un santo nuevo al
martirilogio: he es crito la historia de uno de esos
ilustres desventurados, de masiado rico en poesía y
en pasión, que después de tantos otros viene a
hacer en este bajo mundo el triste aprendí zaje del
genio entre las almas inferiores.
¡Lamentable tragedia la vida de Edgar Poe' Su
muer te, ¡desenlace horrible a cuyo horror se
agrega la triviali dad' De todos los documentos que
he leído me he queda do con la convicción de que
los Estados Unidos no fueron para Poe más que
una vasta prisión que él recorría con la agitación de
un ser nacido para respirar en un mun do más
amoral, una gran barbarie iluminada por el gas, y
que su vida interior, espiritual, de poeta o incluso
de borracho, no era más que un perpetuo esfuerzo
para escapar a la influencia de esta atmósfera
antipática. Impla cable dictadura la de la opinión en
las sociedades demo cráticas; no imploréis de ella
ni caridad ni indulgencia ni elasticidad ninguna en
la aplicación de sus leyes a los múl tiples y
complejos casos de la vida moral. Diríase que del
amor impío de la libertad nació una tiranía nueva,
la tiranía de las bestias o zoocracia, que por su
feroz insensi bilidad recuerda al ídolo de
Jaggernaut. Un biógrafo nos dirá gravemente
—porque el buen hombre es bien inten cionado—,
que Poe, si hubiese querido regularizar su ge nio y
aplicar sus facultades creadoras de un modo más
apropiado al suelo americano, hubiese podido
convertirse en un autor de dinero, a money making
author; otro —éste es un cínico ingenuo—, que por
muy grande que fuera el genio de Poe, para él
hubiera sido mejor tener sólo talento, porque el
talento se impone siempre con mayor facilidad que
el genio. Otro, que ha dirigido periódicos y revistas,
un amigo del poeta, confiesa que era difícil em
plearle, y que estaban obligados a pagarle menos
que a los demás, porque escribía en un estilo
demasiado por encima del vulgo. ¡Cómo apesta a
tendero!, como decía Joseph de Maistre.
Hay quien se ha atrevido a más, y uniendo la
obtusa tosquedad de su cerebro a la ferocidad de la
hipocresía burguesa, le han insultado a placer; y
después de su súbita desaparición, han reprendido
ásperamente a ese cadáver, sobre todo el señor
Rufus Griswold, quien, para citar aquí la expresión
vengativa del señor George Graham, cometió
entonces una inmortal infamia. Poe, teniendo tal
vez el siniestro presentimiento de una muerte
súbita, ha bía nombrado a los señores Griswold y
Willis para orde nar sus obras, escribir su vida y
rehabilitar su memoria. Ese pedagogo-vampiro
difamó largamente a su amigo en un enorme
articulo, vulgar y venenoso, que precisamente
encabezaba la edición póstuma de sus obras. ¿No
existe, pues, en Norteamérica ninguna ley que
prohiba a los perros la entrada en los cementerios?
En cuanto al señor Willis, ha demostrado, por el
contrario, que la benignidad y la decencia iban
unidas al verdadero talento, y que la caridad para
con nuestros colegas, que es un deber moral, era
también una de las exigencias del buen gusto.
Hablad de Poe con un noteamericano, tal vez
reconoz ca que tenía genio, tal vez incluso se

204
muestre orgulloso de él; pero en un tono sardónico
superior que delata al hom bre práctico, nos hablará
de la vida desordenada del poeta, de su aliento
alcoholizado que habrá ardido a la llama de una
bujía, de sus costumbres de vagabundo; nos dirá
que era un ser errático y heteróclito, un planeta
desorbitado, que daba tumbos de Baltimore a
Nueva York, de Nueva York a Filadelfia, de Filadelfia
a Boston, de Boston a Baltimore, de Baltimore a
Richmond. Y si, con el corazón conmovido por estos
preludios de una historia lastimosa, uno da a
entender que el individuo quizá no sea el único
culpable, y que debe de ser difícil pensar y escribir
cómodamente en un país donde hay millones de
soberanos, un país sin capital propiamente dicha, y
sin aristocracia... entonces les veremos abrir mucho
los ojos, que despiden chispas, con la baba del
patriotismo a punto de salir de sus labios, y
América, por su boca, lanzará injurias a Europa, su
vieja madre, y a la filosofía de los tiempos antiguos.
Repito que yo he llegado al convencimiento de
que Edgar Poe y su patria no estaban a la misma
altura. Los Estados Unidos son un país gigantesco e
infantil, naturalmente celoso del viejo continente.
Satisfecho de su crecimiento material, anormal y
casi monstruoso, este recién llegado a la historia
tiene una fe ingenua en la omnipoten cia de la
industria; está convencido, como algunos
desventurados entre nosotros, de que terminará
por devorar al Diablo. ¡El tiempo y el dinero tienen
allí un valor tan grande! La actividad material,
exagerada hasta las proporciones de una manía
nacional, deja en los espíritus muy poco lugar para
las cosas que no son de la tierra. Poe, que era de
buen linaje, y que por otra parte creía firmemente
que la mayor desgracia de su país era la de carecer
de aristocracia de raza, dado que, decía, en un
pueblo sin aristocracia, el culto de la Belleza sólo
puede corromper se, menguar y desaparecer... que
reprochaba a sus conciu dadanos, hasta en su lujo
enfático y costoso, todos los síntomas del mal
gusto característico de los advenedizos; que
consideraba el Progreso, la gran idea moderna,
como un éxtasis de papanatas, y que llamaba a los
perfeccionamientos de la vivienda humana,
cicatrices y abominado nes rectangulares... Poe era
en su país un cerebro singu larmente solitario. Sólo
creía en lo inmutable, en lo eter no, en lo selfsame,
y gozaba —cruel privilegio en una sociedad
enamorada de sí misma— de ese enérgico senti do
común a lo Maquiavelo que precede al sabio como
una columna luminosa a través del desierto de la
historia. ¿Qué hubiese pensado, qué hubiese escrito
el infortunado de oír a la teóloga del sentimiento
suprimir el Infierno por amistad para con el género
humano, al filósofo de las cifras proponer un
sistema de seguro, una suscripción de un sueldo
por cabeza para la supresión de la guerra... y la
abolición de la pena de muerte y de la ortografía,
esas dos locuras correlativas, y tantas otras
enfermedades que escriben, con la oreja tendida al
viento, fantasías giratorias tan huecas como el
elemento que las dicta? Si añadimos a esta visión
impecable de lo verdadero, auténtica enfermedad
crónica en ciertas circunstancias, una delicadez
exqui sita de los sentidos, para la que una nota
falsa era una tortura, una finura de gusto que,
excepto la proporción exacta, todo hería, un amor
insaciable de la Belleza, que había adquirido la
fuerza de una pasión morbosa, nadie puede
extrañarse de que para semejante hombre la vida
se convirtiera en un infierno, y que haya tenido un
mal fin; lo admirable es que haya podido durar
tanto tiempo.

206
II

La familia de Poe era una de las más respetables


de Baltimore. Su abuelo materno había servido
como quar- ter-mas ter-general en la guerra de la
Independencia, y La Fayette sentía por él gran
estima y amistad. Este, con motivo de su último
viaje a los Estados Unidos, quiso visitar a la viuda
del general para expresarle su gratitud por los
servicios que le había prestado su marido. El
bisabuelo había contraído matrimonio con una hija
del almirante inglés Mac Bride, que estaba
emparentado con las familias más nobles de
Inglaterra. David Poe, padre de Edgar e hijo del
general, se enamoró perdidamente de una actriz
inglesa, Elisabeth Arnold, célebre por su belle za;
huyó con ella y se casaron. Para unir más
íntimamente su destino al suyo, se hizo cómico y
trabajó con su mujer en diferentes teatros en las
principales ciudades de la Unión. Los dos esposos
murieron en Richmond casi al mismo tiempo,
dejando en la pobreza y en el abandono más
completo a tres hijos de corta edad, uno de ellos
Edgar.
Edgar Poe había nacido en Baltimore en 1813.
Me fundo en sus propias palabras al dar esta fecha,
ya que él mismo protestó contra la afirmación de
Griswold, quien sitúa su nacimiento en 1811. Si
alguna vez el espíritu nove leseo, para servirme de
una expresión de nuestro poeta, presidió un
nacimiento —¡espíritu siniestro y tormentoso!—,
sin duda alguna presidió el suyo. Poe fue
verdaderamente el hijo de la pasión y de la
aventura. Un rico negociante de la ciudad, el seflor
Alian, se prendó de aquel encantador desdichado a
quien la naturaleza había dota do de una
apariencia muy atractiva, y como no tenía hi jos, le
adoptó. Así se llamó, pues, desde entonces Edgar
Allan Poe. Se crió en un ambiente acomodado y
con la legítima esperanza de heredar una de esas
fortunas que dan al carácter una soberbia
certidumbre. Sus padres adoptivos le llevaron a un
viaje que hicieron por Ingla térra, Escocia e Irlanda,
y antes de regresar a su país le dejaron con el
doctor Bransby, que dirigía un importante centro
educativo en Stoke-Newington, cerca de Londres.
En William Wilson el propio Poe describió esta
extraña mansión, construida en el antiguo estilo
isabelino, y las impresiones de su vida de colegial.
Volvió a Richmond en 1822 y continuó sus
estudios en América bajo la dirección de los
mejores maestros del lugar. En la Universidad de
Charlottesville, donde ingresó en 1825, destacó no
sólo por una inteligencia casi milagrosa, sino
también por una abundancia casi siniestra de pa
siones —una precocidad verdaderamente
americana— que fue la causa de su expulsión. Hay
que hacer notar de pasada que ya en Charlottesville
Poe había manifestado una aptitud de las más
notables por las ciencias físicas y matemáticas. Más
tarde hará de ellas un uso frecuente en sus extraños
cuentos, obteniendo efectos de los más ines
perados. Pero tengo razón para sospechar que a
ese tipo de cosas no les concedía gran importancia
—tal vez a causa de esa misma aptitud precoz—, y
que no estaba lejos de considerarlas como fáciles
juegos, al lado de las obras de pura imaginación.
Unas desdichadas deudas de juego condujeron a
una riña momentánea entre él y su padre adoptivo,
y Edgar —hecho curiosísimo, y que demuestra, a
pesar de todo lo que se ha dicho, una dosis de
senti mientos caballerescos muy fuerte en su
impresionable cerebro— concibió el proyecto de
luchar en la güera de los helenos y de combatir a

208
los turcos. Partió, pues, para Grecia. ¿Qué fue de él
en Oriente, qué hizo allí, estudió las orillas clásicas
del Mediterráneo, por qué volvemos a encontrarle
en San Petersburgo sin pasaporte, comprometido
en no sabemos qué asunto, obligado a llamar al em
bajador norteamericano Henry Middleton, para
escapar a las leyes rusas y volver a su patria? Se
ignora. Hay una laguna que sólo él hubiera podido
llenar. La vida de Edgar Poe, su juventud, sus
aventuras en Rusia y su correspondencia han sido
repetidamente anunciadas por los periódicos
norteamericanos, pero nunca han visto la luz.
De regreso a los Estados Unidos, en 1829
manifestó el deseo de entrar en la escuela militar
de West Point; fue admitido en ella, y allí como en
todas partes dio indicios de una inteligencia
admirablemente dotada, pero indisciplinable, y al
cabo de pocos meses se le expulsó. Al mismo
tiempo se producía en su familia adoptiva un
acontecimiento que debía tener consecuencias
gravísimas para toda su vida. La señora Alian, por
quien parece haber sentido un afecto realmente
filial, murió, y el señor Alian contraía nuevas
nupcias con una mujer mucho más joven que él.
Aquí se sitúa una disputa doméstica, una historia
extraña y tenebrosa que no puedo contar porque
ningún biógrafo la ha explicado claramente. No es,
pues, de extra ñar que se vea definitivamente
separado del señor Alian, y que éste, que tuvo hijos
de su segunda unión, le olvida ra por completo en
su herencia.
Poco tiempo después de haber dejado Richmond,
Poe publicó un breve volumen de poemas; lo cierto
es que se trataba de una aurora radiante. Para
quien sabe comprender la poesía inglesa, existe ya
aquí el acento extraterrestre, la calma en la
melancolía, la solemnidad deliciosa, la experiencia
precoz —creo que iba a decir la experiencia
innata— que caracterizan a los grandes poetas.
La miseria le empujó durante un tiempo a ser
soldado, y es de suponer que aprovechó los
morosos ocios de la vida de guarnición para
preparar los materiales de sus futuras obras... obras
extrañas, que parecen haberse creado para
demostrarnos que lo extraño es parte integrante de
la belleza. Devuelto a la vida literaria, el único
elemento en el que pueden respirar ciertos seres
desplazados, Poe moría en una extrema miseria
cuando un feliz azar le alargó la mano. El
propietario de una revista acababa de fundar dos
premios, uno para el mejor cuento, otro para el
mejor poema. Una letra singularmente hermosa
atrajo la atención del señor Kennedy, que presidía el
jurado, y le inspiró el deseo de examinar por sí
mismo los manuscri tos. Resultó que Poe había
ganado los dos premios; pero sólo se le concedió
uno. El presidente del jurado sintió curiosidad por
ver al desconocido. El editor del periódico le
presentó a un joven de una apostura asombrosa, en
andrajos, abotonado hasta la barbilla, y que parecía
un noble tan orgulloso como hambriento. Kennedy
se portó muy bien. Presentó a Poe a un tal Thomas
White, que fundaba en Richmond el Southern
Literary Messenger. El señor White era un hombre
audaz, pero sin ningún talento literario; necesitaba
que alguien le ayudase. Poe se encontró así, muy
joven aún, a los veintidós años, director de una
revista cuyo destino dependía enteramente de él.
Su prosperidad fue obra suya. El Southern Literary
Messenger ha reconocido posteriormente que
debía su clientela y su fructuosa notoriedad a aquel
excéntrico maldito, a aquel borracho incorregible.
En esta publicación apareció por vez primera la
Aventura sin igual de un cierto Hans Pfaall y varios

210
relatos más que nuestros lectores verán desfilar
ante sus ojos. Durante cerca de dos años, Edgar
Poe, con un entusiasmo prodigioso, sorprendió a su
público con una serie de composiciones de un
género nuevo y con artículos críticos cuya vivacidad,
claridad y severidad razonadas tenían forzosamente
que atraer la atención. Estos artículos se ocupaban
de libros de todo género, y la sólida educación que
el joven había conseguido le servía de mucho. No
está de más que se sepa que esta tarea
considerable se hacía por quinientos dólares, es
decir, dos mil setecientos francos al año.
Inmediatamente —dice Griswold, lo cual quiere
decir: el muy imbécil se creía, pues, ya rico— se
casó con una joven hermosa, encantadora, de
carácter amable y heroico, pero sin un céntimo,
añade el mismo Griswold con un matiz de desdén.
Era la señorita Virginia Clemm, su prima.
A pesar de los servicios prestados a su periódico,
el señor White despidió a Poe al cabo de dos años,
poco más o menos. La razón de esta riña se
encuentra evidentemente en los excesos de
hipocondría y en las crisis alcohólicas del poeta,
accidentes característicos que ensombrecían su
cielo espiritul, como esas nubes lúgubres que dan
súbitamente al paisaje más romántico un aire de
melancolía en apariencia irreparable. A partir de
entonces, veremos al desventurado desplazar su
tienda como un hombre del desierto y transportar
sus ligeros penates a las principales ciudades de la
Unión. En todas partes dirigirá revistas o colaborará
en ellas de un modo brillantísimo. Dará a conocer
con deslumbrante rapidez artículos críticos y
filosóficos, cuentos llenos de magia que aparecen
reunidos bajo el título de Tales of the Grotesque
and the Arabesque... título notable e intencionado,
ya que los adornos grotescos y arabescos excluyen
la figura humana, y ya veremos que en muchos
aspectos la literatura de Poe es extra o
sobrehumana. Nos enteraremos por notas hirientes
y escandalosas insertas en los periódicos que el
señor Poe y su mujer se encuentran gravemente
enfermos en Fordham y en una absoluta miseria.
Poco tiempo después de la muerte de la señora
Poe, el poeta sufrió los prime ros ataques de
delirium tremens. Una nueva nota aparece
súbitamente en un periódico —ésta más que
cruel— que le acusa de desdén y de repugnancia
del mundo, hacién dolé uno de esos procesos de
intención, verdaderas requi sitorias de la opinión
púbica, contra las cuales siempre tuvo que
defenderse, una de las luchas más estérilmente
fatigosas que conozco.
Sin duda ganaba dinero, y sus trabajos literarios
le permitían subsistir. Pero poseo pruebas de que
tenía que su perar continuamente las dificultades
más atroces. Como tantos otros escritores, soñaba
con una revista propia, quería tener algo suyo, y el
hecho es que había sufrido suficientemente como
para desear con ardor ese refugio definitivo para su
pensamiento. Para llegar a ese resultado, para
procurarse una suma de dinero que le bastara,
recurrió a las lecturas. Ya es sabido lo que son esas
lecturas, una especie de especulación, el Colegio de
Francia a disposición de todos los literatos, un
autor que no publica su lectura más que después
de haber sacado de ella todo el dinero que ha
podido proporcionarle. Poe ya había da do en
Nueva York una lectura de Eureka, su poema
cosmogónico, que ya había suscitado tremendas
discusiones. Imaginó esta vez dar lecturas en su
tierra natal, en Virgi nia. Contaba, como escribió a
Willis, hacer una gira por el oeste y el sur, y
esperaba la ayuda de sus amigos literarios y de sus

212
antiguas amistades de colegio y de West Point.
Visitó, pues, las principales ciudades de Virginia, y
Richmond volvió a ver a quien había conocido tan
joven, tan pobre, tan desastrado. Todos aquellos
que no habían visto a Poe desde los días de su
oscuridad se precipitaron para ver de cerca a su
ilustre compatriota. Apareció apuesto, elegante,
correcto como el genio. Creo incluso que desde
hacía algún tiempo había llevado su
condescendencia hasta hacerse admitir en una
sociedad de templanza. Eligió un asunto tan vasto
como elevado: el Principio de la Poesía, y lo
desarrolló con esa lucidez que es uno de sus
privilegios. Creía, como verdadero poeta que era,
que el objetivo de la poesía es de la misma
naturaleza que su pincipio, y que no debe pensar
en otra cosa más que en sí misma.
La. buena acogida que se le atribuyó inundó su
pobre corazón de orgullo y de alegría; estaba tan
alborotado, que hablaba de establecerse
definitivamente en Richmond y de terminar su vida
en los lugares que su niñez le había hecho tan
queridos. Mientras, tenía qué hacer en Nueva York,
y partió el 4 de Octubre, quejándose de escalofríos
y de flojeras. Como al llegar a Baltimore el día 6
seguía encontrándose mal, por la noche hizo llevar
su equipaje al embarcadero, desde donde debía
dirigirse a Filadelfia, y entró en una taberna para
tomar cualquier estimulante. Allí, por desdicha,
encontró a antiguos amigos, y perma neció más
tiempo del que suponía. Al día siguiente por la
mañana, a las pálidas y tenebrosas luces del alba,
se encontró un cadáver en la vía pública —¿es así
como hay que decirlo?—, no, un cuerpo vivo aún,
pero al que la Muerte había marcado con su real
sello. En este cuerpo, del que se ignoraba el
nombre, no se encontraron ni pa peles ni dinero, y
se le llevó a un hospital. Allí murió Poe, la misma
noche del domingo 7 de octubre de 1849, a la
edad de treinta y siete años, vencido por el
delirium tremens, ese terrible visitante que ya
había habitado su cerebro en una o dos ocasiones.
Así desapareció de este mundo uno de los mayores
héroes literarios, el hombre de genio que había
escrito en El gato negro estas palabras fatídicas:
¿Qué enfermedad es comparable al Alcohol?
Esta muerte es casi un suicidio, un suicidio
preparado desde mucho tiempo atrás. Al menos
causó el mismo es cándalo. El clamor fue grande, y
la virtud dejó oír su cant enfático, libre y
voluptuosamente. Las oraciones fúnebres más
indulgentes no acertaron a no dar lugar a la
inevitable moral burguesa, que no se dejó perder
una oca sión tan admirable. El señor Griswold
difamó; el señor Willis, sinceramente afligido,
estuvo por encima de lo conveniente. ¡Ay! Aquel
que había alcanzado las altu ras más arduas de la
estética y que se había sumergido en los abismos
menos explorados del intelecto humano, aquel que
en el curso de una vida que se asemeja a una
tempestad sin un respiro de bonanza había
descubierto medios nuevos, procedimientos
desconocidos para sorprender la imaginación, para
seducir a los espíritus sedien tos de belleza,
acababa de morir en pocas horas en la cama de un
hospital. ¡Qué destino! ¡Y tanta grandeza y tanta
desdicha para levantar un torbellino de fraseología
burguesa, para convertirse en pasto y en tema de
los gaceteros virtuosos!
Ut declamatio fias!
Tales espectáculos no son nuevos; es raro que
una sepultura reciente e ilustre no se convierta en

214
lugar de cita de escándalos. Por otro lado, a la
Sociedad no le gustan esos furiosos desventurados,
y ya sea porque aguan las fiestas, ya porque los
juzga cándidamente como un remordimiento,
indudablemente tiene razón. ¿Quién no recuer da
las declaraciones parisienses cuando la muerte de
Bal zac, quien, sin embargo, murió, con todo
decoro? Y más recientemente aún —hoy, 26 de
enero, hace exactamente un año—, cuando un
escritor de honradez admirable, de una gran
inteligencia, y que siempre fue lúcido, fue
discretamente, sin molestar a nadie —tan
discretamente que su discreción se parecía al
desdén— a entregar su alma en la calle más negra
que pudo encontrar... ¡qué repugnantes homilías!
¡Qué asesinato más refinado! Un célebre gacetero,
a quien Jesús no enseñará nunca las maneras
generosas, consideró el hecho tan jovial como para
celebrarlo con un grosero juego de palabras. Entre
la numerosa enumeración de los derechos del
hombre que la sabiduría del siglo xix recomienda
tan a menudo y con tanta complacencia, dos no
poco importantes han sido olvidados, que son el
derecho a contradecirse y el derecho a partir. Pero
la Sociedad considera al que se va cómo un
insolente; castigaría muy gustosa a algunos
despojos fúnebres, como aquel desdichado
soldado, aquejado de vampirismo, a quien la visión
de un cadáver exasperaba hasta el furor. Y, sin
embargo, puede decirse que, en ciertas
circunstancias, después de un ponderado examen
de ciertas incompatibilidades, con firmes creencias
en ciertos dogmas y metemsicosis... puede decirse
sin énfasis y sin retruécano, que el suicidio es a
veces la acción más razonable de la vida. Y así se
forma una compañía de fantasmas ya numerosa,
que nos visita familiarmente, y de la que cada
miembro acude para elogiarnos su reposo actual y
verternos sus persuasiones.
Reconozcamos, sin embargo, que el lúgubre final
del autor de Eureka suscitó algunas consoladoras
excepciones, sin las cuales habría que desesperar, y
este mundo sería ya invivible. El señor Willis, como
ya he dicho, habló dignamente, e incluso con
emoción, de las buenas relacio nes que siempre
había mantenido con Poe. Los señores John Neal y
George Graham recordaron al señor Griswold la
necesidad del pudor. El señor Longfellow —y éste
es aún más meritorio, puesto que Poe le había
cruelmente maltratado— supo elogiar de una
manera digna de un poeta su poderosa inspiración
como poeta y como prosista. Un desconocido
escribió que la Norteamérica literaria había perdido
su mejor talento.
Pero el corazón destrozado, el corazón
desgarrado, el corazón atravesado por siete
espadas fue el de la señora Clemm. Edgar era a un
tiempo su hijo y su hija. Terrible destino, dice Willis,
de quien tomo estos detalles casi pa labra por
palabra, terrible destino el que ella custodiaba y
protegía. Porque Edgar Poe era un hombre
embarazoso; además de escribir con una fastidiosa
dificultad y en un estilo que estaba demasiado por
encima del nivel intelectual común para que se le
pudiera pagar bien, siempre andaba metido en
agobios de dinero, y a menudo él y su mujer
enferma carecían de las cosas más necesarias para
la vida. Un día Willis vio entrar en su oficina a una
mujer, vieja, grave, llena de mansedumbre. Era la
señora Clemm. Iba a pedir trabajo para su querido
Edgar. El biógrafo dice que quedó singularmente
impresionado, no solamente por el magnífico
elogio, por la justa apreciación que tenía del talento
de su hijo, sino además por toda su apariencia
exterior... por su voz suave y triste, por sus modales
un poco anticuados, pero hermosos y dignos. Y

216
durante varios años, añade, vimos a aquel
infatigable servidor del genio, pobre e
insuficientemente vestido, yendo de periódico en
periódico para vender, tan pronto un poema como
un artículo, diciendo a veces que él estaba enfermo,
única explicación, única razón, invariable excusa
que daba cuando su hijo sufría momentáneamente
una de esas esterilidades que conocen los
escritores nerviosos: y sin permitir nunca que de sus
labios escapara ni una silaba que pudiera
interpretarse como una duda, como una falta de
confianza en el genio y en la voluntad de su bien
amado. Cuando su hija murió, siguió al lado del
super viviente de la desastrosa batalla con un ardor
maternal redoblado, vivió con él, cuidó de él,
vigilándole, defendiéndole de la vida y de sí mismo.
Ciertamente —conclu ye Willis, con una alta e
imperfecta razón— si la abnega ción de la mujer,
nacida con un primer amor y sostenida por la
pasión humana, glorifica y consagra su objeto, ¿qué
decir del que inspira una abnegación como ésta,
pura, desinteresada y santa como una centinela
divina? Los de tractores de Poe hubieran tenido que
advertir que hay se ducciones tan poderosas que
no pueden ser más que virtudes.
Se adivina qué terrible fue la noticia para aquella
des venturada mujer. Escribió a Willis una carta de
la que reproducimos unas líneas:
«Esta mañana me he enterado de la muerte de mi
que ridísimo Eddie... ¿Puede usted darme algunos
detalles, contarme algunas circunstancias? ¡Oh, no
abandone a su pobre amiga en esa amarga
aflicción! Diga al señor... que venga a verme; tengo
que decirle algo de parte de mi pobre Eddie... No
necesito rogarle que anuncie su muerte y que hable
bien de él. Sé que usted lo hará así. Pero diga
sobre todo qué hijo más afectuoso era para mí. su
pobre madre desolada...»
Esta mujer se me figura con una grandeza mayor
que las de la antigüedad. Después de sufrir una
irreparable herida, sólo piensa en la reputación de
aquel que lo era todo para ella, y no basta para
contentarla que se diga que era un genio, necesita
que se sepa también que era un hombre de deber y
de cariño. Es evidente que esta madre —antorcha y
hogar encendidos por un rayo de los más altos
cielos— nos ha sido dada como ejemplo a los
hombres, demasiado olvidadizos de la abnegación,
del heroís mo y de todo lo que está más allá del
deber. ¿No era justo encabezar las obras del poeta
con el nombre de la que fue el sol moral de su
vida? Embalsamará en su glo ria el nombre de la
mujer cuya ternura sabía restañar sus heridas, y
cuya imagen volará incesantemente sobre el
martirilogio de la literatura.

III

La vida de Poe, sus costumbres, sus maneras, su


ser físico, todo lo que constituye el conjunto de su
personaje, se nos aparece como algo a un tiempo
tenebroso y brillante. Su persona era singular,
seductora, y, como sus obras, marcada con un
indefinible sello de melancolía. Por otra parte,
estaba notablemente bien dotado en todos los sen
tidos. De joven había mostrado una rara aptitud
para todos los ejercicios físicos, y aun siendo de
corta estatura, con pies y manos de mujer, todo su
ser tenía ese carácter de delicadeza femenina, era
más que robusto y capaz de extraordinarios rasgos
de fuerza. En su juventud ganó una apuesta de
natación que sobrepasa la medida ordinaria de lo

218
posible. Diríase que la Naturaleza da a aquellos de
quienes quiere conseguir grandes cosas un
temperamento enér gico, como otorga una
poderosa vitalidad a los árboles encargados de
simbolizar el luto y el dolor. Esos hombres, a veces
con apariencias débiles, tienen posibilidades de
atleta, resistencia para la orgía y para el trabajo,
están inclinados a los excesos y son capaces de
asombrosas sobriedades.
Hay algunos puntos relativos a Edgar Poe sobre
los cuales hay acuerdo unánime, por ejemplo su
gran distinción natural, su elocuencia y su apostura,
que, por lo que dicen, le inspiraba un poco de
vanidad. Sus modales, mezcla singular de altivez y
de una exquisita suavidad, estaban llenos de
certidumbre. Fisonomía, andares, gestos, porte de
la cabeza, todo le designaba, sobre todo en sus
buenos tiempos, como un ser de elección. Todo su
ser respiraba una solemnidad impresionante. Era
alguien real mente privilegiado por la naturaleza,
como esas figuras de transeúntes que atraen la
mirada del observador y que se apegan a su
memoria. El pedante y agrio Griswold no deja de
reconocer que cuando fue a visitar a Poe y le
encontró pálido y enfermo aún por la muerte y la
enfer medad de su esposa, quedó impresionado no
sólo por la perfección de sus maneras, sino también
por la fisonomía aristocrática, por la atmósfera
perfumada de su piso, por otra parte muy
modestamente amueblado. Griswold ignora que el
poeta tiene, más que todos los demás hombres, ese
maravilloso privilegio atribuido a la mujer parisiense
y a la española, de saber adornarse con nada, y que
Poe, enamorado de la belleza en todas las cosas, no
podía dejar de descubrir el arte de transformar una
choza en un palacio de una nueva especie. ¿No
escribió acaso, del modo más original y más
curioso, proyectos de mobiliarios, planos de casas
de campo, de jardines y de reformas de paisajes?
Existe una carta deliciosa de la señora Francés
Osgood, que fue una de las amigas de Poe, y que
nos da sobre sus costumbres, sobre su persona y
sobre su vida hogareña, los detalles más curiosos.
Esta mujer, que era también una notable escritora,
niega valerosamente todos los vicios y todas las
flaquezas que se han atribuido al poeta. «Con los
hombres —dice a Griswold—, tal vez era tal como
usted le pinta, y como hombre es posible que tenga
usted razón. Pero le aseguro que con las mujeres
era muy distinto, y que jamás hubo mujer que
conociera al señor Poe sin sentir por él un profundo
interés. Para mí sólo fue un dechado de elegancia,
de distinción y de ge nerosidad...»
«La primera vez que nos vimos fue en
Astor-House. Willis me había entregado en la mesa
común El cuervo. sobre el cual el autor, me dijo,
deseaba conocer mi opi nión. La música misteriosa
y sobrenatural de ese poema extraño caló en mí de
un modo tan hondo, que cuando supe que Poe
quería conocerme, experimenté un senti miento
singular que se parecía al espanto. Compareció
ante mí con su hermosa y altanera cabeza, sus ojos
som bríos que despedían una luz-única, una luz de
sentimiento y de pensamiento, con sus modales
que eran una mezcla intraducibie de altivez y de
suavidad; me saludó tranqui lo, grave, casi frío; pero
bajo aquella frialdad vibraba una simpatía tan
acentuada que no pude por menos que sentirme
profundamente impresionada. A partir de aquel
momento y hasta su muerte fuimos amigos... y sé
que en sus últimas palabras tuve mi parte en sus
recuerdos, y que me dio, antes de que su razón
fuese abatida de su trono de soberana, una prueba
suprema de su fidelidad en amistad.

220
»Era sobre todo en su intimidad, a un tiempo
sencillo y patético, donde el carácter de Edgar Poe
aparecía para mí en su luz más hermosa. Travieso,
afectuoso, ingenio so, tan pronto dócil como
maligno igual que un niño mimado, tenía siempre
para su joven, dulce y adorada esposa, y para todos
los que acudían a su casa, incluso en medio de las
tareas literarias más agotadoras, una palabra
amable, una sonrisa benévola, atenciones graciosas
y cor teses. Pasaba interminables horas en su
escritorio, bajo el retrato de su Lenore, la amada y
la muerte, siempre constante, siempre resignado y
fijando con su admirable letra las brillantes
fantasías que cruzaban por su asombroso cerebro
incesantemente alerta. Recuerdo haberle visto una
mañana más animado y jubiloso que de costumbre.
Virginia, su dulce esposa, me había rogado que les
fuera a visitar, y me era imposible resistir a sus
ruegos... Le en contré trabajando en la serie de
artículos que publicó ba jo el título de The Literati
of New York. "Ya verá —me dijo, desplegando con
una risa triunfal varios rollitos de papel (escribía en
tiras estrechas, sin duda para adaptar sus originales
a la justificación de los periódicos)—, voy a
mostrarle por la diferencia de las longitudes los
diversos grados de estima que siento por cada
miembro de su gremio literario. En cada uno de
estos papeles, uno de ustedes es estudiado y
debidamente discutido. ¡Ven aquí, Virginia, y
ayúdame!" Y los desenvolvieron todos uno a uno. Al
final había uno que parecía interminable. Virginia,
riendo, retrocedía hasta un rincón del cuarto,
sujetándolo por una punta, y su marido iba hacia el
otro rincón con el otro extremo. "¿Y quién es el
afortunado —pregunté— que ha juzgado usted
digno de este inconmensurable regalo?" "¿No la
oyes? —exclamó—. ¡Como si su vanidoso
corazoncito no le hubiera hecho saber que es ella!"
«Cuando me vi obligada a viajar por motivos de
salud, mantuve una correspondencia regular con
Poe, obedeciendo así a las vivas solicitaciones de su
mujer, que creía que yo podía tener sobre él una
influencia y un ascendiente saludables... En cuanto
al amor y a la confianza que existían entre su mujer
y él, y que eran para mí un espectáculo delicioso,
nunca podré hablar con suficiente convicción, con
suficiente calor. No voy a mencionar ciertos
episodios poéticos a los que le empujó su
temperamento novelesco. Creo que ella era la única
mujer a la que ver daderamente amó...»
En los relatos de Poe nunca hay amor. Al menos,
Ligeia y Eleonora no son, propiamente hablando,
historias de amor, porque la idea principal sobre la
que gira la obra es muy distinta. Tal vez creía que la
prosa no es una lengua que esté a la altura de ese
extraño y casi inexpresable sentimiento; ya que sus
poemas, en cambio, están fuertemente
impregnados de amor. La divina pasión apa rece en
ellos magnífica, estrellada y siempre velada por una
irremediable melancolía. En sus artículos habla a ve
ees del amor, e incluso como algo cuyo nombre
hace estremecer la pluma. En The Domain of
Arnheim afirmará que las cuatro condiciones
elementales de la felicidad son: la vida al aire libre,
el amor de una mujer, el despego de toda
ambición y la creación de una nueva Belleza. Lo
cual corrobora la idea de la señora Francés Osgood
acer ca del respeto caballeresco de Poe por las
mujeres, es el hecho de que, a pesar de su
prodigioso talento por lo grotesco y lo horrible, no
hay en toda su obra ni un solo pasaje que tenga
que ver con la lubricidad, ni siquiera con los goces
sensuales. Sus retratos de mujeres son, por así
decirlo, aureolados; tjrillan en el seno de un vapor

222
sobrenatural y están pintados a la manera enfática
de un adorador. En cuanto a ciertos episodios
poéticos, ¿podemos sorprendernos de que un ser
tan nervioso, cuya sed de Belleza era tal vez el
rasgo principal, haya cultivado a veces con un ardor
apasionado la galantería, esa flor vol cánica y
perfumada para la que el hirviente cerebro de los
poetas es una tierra de predilección?
De su singular apostura personal, de la que
hablan varios biógrafos, creo que podemos
formarnos una idea aproximada recurriendo a
todas las nociones vagas, pero características, que
contiene la palabra romántico, palabra que sirve
por lo común para expresar los tipos de belleza que
consisten sobre todo en la expresión. Poe tenía una
frente amplia, dominadora, en la que ciertas
protuberancias delataban las facultades
desbordantes que tienen la misión de representar
—construcción, comparación, ca sualidad— y en la
que se advertía en un tranquilo orgullo el
sentimiento de la idealidad, el sentido estético por
exce lencia. Sin embargo, a pesar de esos dones, o
si se quiere a causa de esos privilegios exorbitantes,
la cabeza, vista de perfil, tal vez no ofreciese un
aspecto agradable. Como en todas las cosas
excesivas por algún concepto, de la abundancia
podía resultar una insuficiencia, de la usurpa ción
una pobreza. Tenía ojos grandes, a un tiempo som
bríos y llenos de luz, de un color indeciso y
tenebroso, próximo al violeta, la nariz noble y
sólida, la boca fina y triste, aunque ligeramente
sonriente, la piel morena clara, el rostro
generalmente pálido, la fisonomía un poco
distraída e imperceptiblemente enmascarada por
una melancolía habitual.
Su conversación era muy notable y esencialmente
instructiva. No era lo que suele llamarse un buen
conversador —algo horrible—, y por otra parte su
palabra, como su pluma, sentía horror por lo
convencional; pero un vas to saber, un buen
conocimiento de la lengua, profundos estudios,
impresiones recogidas en países diversos, hadan de
esta palabra una enseñanza. Su elocuencia, esencial
mente poética, llena de método, y moviéndose sin
embargo fuera de todo método conocido, un
arsenal de imáge nes extraídas de un mundo poco
frecuentado por la mayoría de las mentes, un arte
prodigioso para deducir de una proposición
evidente y absolutamente aceptable visio nes
secretas y nuevas, para abrir sorprendentes
perspectivas, y, en una palabra, el arte de arrebatar,
de hacer pensar, de hacer soñar, de arrancar las
almas del fangal de la rutina, tales eran las
deslumbrantes facultades de las que muchos
conservan el recuerdo. Pero sucedía a veces —al
menos así lo dicen— que el poeta, complaciéndose
en un capricho destructor, devolvía bruscamente a
sus amigos a la tierra con un terrible cinismo y
demolía brutalmente su obra de espiritualidad. Por
otra parte hay que hacer notar que era muy poco
exigente en la elección de sus oyen tes, rasgo que
creo que el lector encontrará sin dificultad en la
historia de otras inteligencias grandes y originales,
para las que cualquier compañía era buena. Ciertos
espí ritus, solitarios en medio de la multitud, y que
se compla cen en el monólogo, manifiestan poca
delicadeza en materia de público. Esta es, en suma,
una especie de fraternidad fundada en el desprecio.
Del vicio de la embriaguez —del que se ha
hablado tanto y que se le ha reprochado con una
insistencia que podría hacer suponer que todos los
escritores de los Estados Unidos son ángeles de
sobriedad— conviene que hablemos. Hay varias
interpretaciones plausibles, y ninguna excluye a las

224
demás. Ante todo, estoy obligado a observar que
Willis y la señora Osgood afirman que una cantidad
muy pequeña de vino o de licor bastaba para
perturbar completamente su organismo. Por otro
lado es fácil imaginar que un hombre tan realmente
solitario, tan profundamente desgraciado, y que a
menudo pudo ver todo el sistema social como una
paradoja y una impostura, un hombre que, acosado
por un destino sin piedad, repetía con frecuencia
que la sociedad no era más que un hatajo de
miserables (es Griswold quien nos cuenta eso, tan
escandalizado como un hombre que puede pensar
lo mismo, pero que no lo dirá nunca); es natural,
decía, suponer que ese poeta, arrojado desde niño
a los azares de la vida libre, con el cerebro asediado
por un trabajo áspero y continuo, haya buscado a
veces una voluptuosidad de olvido en las botellas.
Rencores literarios, vértigos del infinito, conflictos
domésticos, insultos de la miseria, Poe huía de todo
precipitándose a la negrura de la embriaguez como
en una tumba preparatoria. Pero por buena que
parezca esta explicación, no me parece
suficientemente amplia, y desconfío de ella a causa
de su deplorable simplicidad.
He sabido que no bebía como un sibarita, sino
como un bárbaro, con una prisa y una economía de
tiempo muy americanas, como cumpliendo una
función homicida, como si tuviese dentro de él algo
que matar, a worm that would not die. Se cuenta
que un día, cuando iba a volverse a casar (se habían
publicado las amonestaciones, y cuando se le
felicitaba por una unión que ponía en sus manos las
mejores condiciones de dicha y de bienestar, dijo:
«Es posible que hayáis visto las amonestaciones, pe
ro podéis estar seguros de que no me casaré»), fue,
escandalosamente borracho, a escandalizar al
vecindario de la que debía ser su mujer, recurriendo
así a su vicio para librarse de un perjurio para con la
pobre muerta, cuya imagen seguía viviendo en él, y
a la que había cantado admirablemente en su
Annabel Lee. Considero, pues, en un gran número
de casos, el hecho infinitamente significativo de
premeditación como algo sabido y comprobado.
Leo por otra parte en un largo artículo del
Southern Literary Messenger —la misma revista
que le debía el inicio de su prosperidad—, que
jamás la pureza, el acabado de su estilo, jamás la
claridad de su pensamiento, jamás su ardor por el
trabajo se vieron alterados por su terrible
costumbre; que la redacción de la mayoría de sus
excelen tes páginas precedió o siguió a una de sus
crisis; que des pués de la publicación de Eureka
cedió lamentablemente a su inclinación, y que en
Nueva York, la misma mañana en que aparecía El
cuervo, mientras el nombre del poeta estaba en
todos los labios, atravesaba Broadway tamba
leándose vergonzosamente. Obsérvese que las
palabras precedió o siguió implican que la
embriaguez podía servir lo mismo de estimulante
que de reposo.
Ahora bien, es indiscutible que —como esas
impresio nes fugitivas y fulminantes, tanto más
fulminantes en sus retornos por el hecho de ser
fugitivas, que siguen a veces a un síntoma exterior,
una especie de aviso, como una campanada, una
nota musical o un perfume olvidado, y que a su vez
son seguidas por un acontecimiento parecido a un
acontecimiento que ya conocemos y que ocupaba
el mismo lugar en una cadena anteriormente
revelada... como esos singulares sueños periódicos
que se repiten en nuestras noches... existen en la
embriaguez no sólo enea denamientos de sueños,
sino también de series de razona mientos que
necesitan, para reproducirse, del ambiente que les

226
dio vida. Si el lector me ha seguido sin repugnan
cia, habrá adivinado ya mi conclusión: creo que en
mu chos casos, aunque no ciertamente en todos, la
embriaguez de poe era un medio mnemónico, un
método de trabajo, método enérgico y mortal, pero
apropiado a su na turaleza apasionada. El poeta
había aprendido a beber como un escritor
esmerado se dedica a sus cuadernos de notas. No
podía resistir al deseo de volver a encontrar las
visiones maravillosas o espantosas, las
concepciones suti les que había entrevisto en una
tempestad precedente; eran como antiguos
conocidos que le atraían de un modo im perativo, y
para volver a su lado tomaba el camino más
peligroso, pero el más directo. Una parte de lo que
hoy es nuestro goce fue lo que le mató.
IV

De las obras de este genio singular tengo poco


que decir; el público dirá lo que piensa de ellas. Tal
vez me sería difícil, aunque no imposible, introducir
al lector en los misterios de su elaboración,
extenderme largamente sobre esa faceta del genio
norteamericano que le hace exultar ante una
dificultad vencida, un enigma que se resuel ve, un
esfuerzo coronado por el éxito, que le empuja a
hacer malabarismos, con una voluptuosidad infantil
y casi perversa, en un mundo de probabilidades y
conjeturas, y a crear fábulas a las que su arte sutil
ha dado una vida verosímil. Nadie negará que Poe
es un malabarista mara villoso, y sé que él daba
sobre todo su aprecio a otra parte de sus obras.
Tengo algunas observaciones más im portantes
que hacer, por otro lado muy breves.
No son sus milagros materiales, a los que sin
embargo debe su fama, los que le permitirán
conquistar la admiración de los lectores pensantes,
sino por su amor a la be lleza, por su conocimiento
de las condiciones armónicas de la belleza, por su
poesía profunda y dolorida, aunque muy bien
trabajada, transparente y perfecta como una al haja
de cristal; por su admirable estilo, puro y
extravagante, tupido como las mallas de una
armadura, complacien te y minucioso, y en el que la
más leve de las intenciones sirve para empujar
suavemente al lector hacia el objetivo deseado; y
finalmente sobre todo por ese genio tan peculiar,
por ese temperamento único que le permitió pintar
y explicar de una manera impecable, impresionante,
terrible, la excepción en el orden moral. Diderot,
para elegir un ejemplo entre ciento, es un autor
sanguíneo; Poe es el escritor de los nervios, e
incluso de algo más, y el mejor que conozco.
En él, toda entrada en materia es atractiva sin
violen cia, como un torbellino. Su solemnidad
sorprende y mantiene en vilo. Comprendemos en
seguida que se trata de algo grave. Y lentamente,
poco a poco, se desarrolla una historia cuyo único
interés reposa en una imperceptible desviación del
intelecto y en una hipótesis audaz, en una dosis
imprudente de la Naturaleza en la amalgama de las
facultades. El lector, prisionero del vértigo, se ve
obliga do a seguir al autor en sus irresistibles
deducciones.
Ningún hombre, lo repito, ha contado con más
magia las excepciones de la vida humana y de la
naturaleza; los ardores de curiosidad de la
convalecencia; el fin de las estaciones, cargadas de
esplendores que desasosiegan, los tiempos
calurosos, húmedos y brumosos, cuando el vien to
del sur reblandece y distende los nervios como las

228
cuer das de un instrumento y los ojos se llenan de
lágrimas que no salen del corazón; la alucinación,
que al comienzo deja cierto lugar a la duda, y que
no tarda en provocar el convencimiento y en
razonar como un libro; el absurdo instalándose en
la inteligencia y gobernándola con una espantosa
lógica; la histeria usurpando el lugar de la voluntad,
la contradicción establecida entre los nervios y la
mente, y el hombre desavenido hasta el punto de
expresar el dolor por la risa. Analiza lo que hay de
más fugitivo, sopesa lo imponderable y describe, de
esa manera minu ciosa y científica cuyos efectos
son terribles, todo lo ima ginario que flota en torno
al hombre nervioso y que le conduce a la perdición.
El mismo ardor con que se arroja a lo grotesco
por amor de lo grotesco y a lo horrible por amor a
lo horrible, me sirve para verificar la sinceridad de
su obra y el acuerdo del hombre con el poeta. Ya
he observado que en algunos hombres ese ardor
era a menudo el resultado de una vasta energía
vital inocupada, a veces de una obstinada castidad
y también de una profunda sensibilidad reprimida.
La voluptuosidad sobrenatural que el hombre
puede sentir al ver correr su propia sangre, los
impulsos súbitos, violentos, inútiles, los clamores en
que se prorrumpe sin que la mente haya dado
ninguna orden a la garganta, son fenómenos que
pertenecen al mismo orden de cosas.
En el seno de esa literatura en la que el aire es
enrare cido, la mente puede experimentar esa vaga
angustia, ese miedo que está al borde de las
lágrimas y esas náuseas del corazón que habitan los
lugares inmensos y singulares. Pero la admiración
es más fuerte, y por otra parte ¡el arte es tan
grande! Los fondos y los accesorios son los
apropiados a los sentimientos de los personajes.
Soledad de la naturaleza o trepidación de las
ciudades, todo se describe aquí nerviosa y
fantásticamente. Como nuestro Eugéne Delacroix,
que ha elevado su arte a la altura de la gran poesía,
a Edgar Poe le gusta agitar sus figuras sobre fondos
violáceos y verdosos, donde se revelan la
fosforescencia de la podredumbre y el olor de la
tempestad. La naturaleza llamada inanimada
participa de la naturaleza de los seres vivos, y como
ello se estremece con un esca lofrío sobrenatural y
galvánico. El espacio se hace más profundo gracias
al opio; el opio da un sentido mágico a todos sus
colores, y hace vibrar todos los ruidos con una
sonoridad más significativa. A veces, perspectivas
magnificas, henchidas de luz y de color, se abren
bruscamente en sus paisajes, y vemos aparecer al
fondo de sus horizontes ciudades orientales y
arquitecturas vaporizadas por la distancia, donde el
sol arroja lluvias de oro.
Los personajes de Poe, o, mejor dicho, el
personaje de Poe, el hombre de facultades
aguzadas, el hombre de ner vios distendidos, el
hombre cuya voluntad ardiente y pa ciente
constituye un desafío para las dificultades, aquel
cuya mirada se tensa con la rigidez de una espada
claván dose en objetos que se agrandan a medida
que él los mi ra... es el mismo Poe. Y sus mujeres,
todas luminosas y enfermas, que mueren de
extraños males, que hablan con una voz que parece
música, son también él mismo; al me nos, por sus
aspiraciones raras, por su saber, por su me lancolía
incurable, participan fuertemente de la naturaleza
de su creador. En cuanto a su mujer ideal, a su
Titánida, se muestra bajo diferentes retratos
desparramados en sus poemas, por desgracia poco
numerosos; retratos, o, me jor dicho, maneras de
sentir la belleza, que el tempera mentó del autor
acerca y confunde en una unidad vaga, pero

230
sensible, y en los que vive, más delicadamente
quizá que en ningún otro lugar, ese amor insaciable
de la Belleza que es el mayor de sus méritos, es
decir, el compendio de todo lo que en él merece el
afecto y el respeto de los poetas.
Reunimos bajo el título de Historias
extraordinarias di versos cuentos elegidos de entre
el conjunto de la obra de Poe. Esta obra se
compone de un número considerable de relatos, de
una cantidad no menos de artículos críticos y de
artículos diversos, de un poema filosófico (Eureka),
de poemas y de una novela puramente humana (La
narración de Arthur Gordon Pym). Si más adelante
se me ofrece.
tal como espero, la ocasión de hablar de este poeta,
daré el análisis de sus opiniones filosóficas y
literarias, asi como, en términos generales, de las
obras cuya traducción completa tendría pocas
posibilidades de éxito entre un público que prefiere
con mucha diferencia la diversión y la emoción a la
más importante verdad filosófica.
Nuevas notas sobre Edgar Poe
(117)

¡Literatura decadente! Palabras vacías que oímos


caer a menudo, con la sonoridad de un bostezo
enfático de los labios de esas esfinges sin enigma
que velan ante las puertas santas de la Estética
clásica. Cada vez que resuena el irrefutable oráculo,
puede afirmarse que se trata de una obra más
divertida que la litada. Evidentemente aluden a un
poema o a una novela cuyas partes están todas
hábilmente dispuestas para provocar la sorpresa,
cuyo estilo está magníficamente adornado y en la
que los recursos de la lengua y de la prosodia se
utilizan de una manera impecable. Cuando oigo
retumbar el anatema —que, dicho sea de paso, cae
generalmente sobre algún poeta preferido—, siento
siempre el deseo de responder: ¿Acaso me toman
por un bárbaro como ustedes, me creen capaz de
divertirme tan tristemente como se divierten
ustedes? Entonces, /grotescas comparaciones se
agitan dentro de mi cerebro; me parece ser
presentado a dos mujeres: una, matrona rústica,
repugnante de salud y de virtud, sin elegancia y sin
personalidad, en resumen, debiéndolo todo a la
simple naturaleza; la otra, una de esas bellezas que
dominan y sojuzgan el recuerdo, uniendo a su

232
encanto profundo y originalidad toda la elocuencia
del atavio, dueña de un modo personal de moverse,
consciente y soberana de sí misma... una voz que
suena como un instrumento bien afinado, y unas
miradas grávidas de pensamiento y dejando
traslucir tan sólo lo que desean. Mi elección no
puede ser dudosa, y sin embargo hay esfinges
pedagógicas que me reprocharían faltar al honor
clásico... Pero, dejando de lado las parábolas, creo
que me es lícito pregun tar a esos hombres sabios
si comprenden debidamente to da la vanidad, toda
la inutilidad de su sabiduría. La expresión literatura
decadente implica que hay una escala de
literaturas, una balbuciente, una pueril, una
adolescente, etc. Me refiero a que esta expresión
supone algo fatal y providencial, como un decreto
ineluctable; y nada más injusto que reprocharnos el
que nos inclinemos ante la ley misteriosa. Todo lo
que acierto a comprender en la sen tencia
académica es que es vergonzoso obedecer a esta
ley con placer, y que somos culpables de
regocijarnos por nuestro destino. Ese sol que hace
unas horas lo aplastaba todo con su luz directa y
blanca, no tardará en inundar el horizonte del ocaso
con variados colores. En las metamorfosis de ese
sol agonizante ciertos espíritus poéticos
descubrirán nuevas delicias; descubrirán columnas
deslumbrantes, cascadas de metal fundido, paraísos
de fuego, un esplendor triste, la voluptuosidad de
la añoranza, todas las magias del ensueño, todos
los recuerdos del opio. Y la puesta de sol les
aparecerá así como la maravillosa alegoría de un
alma cargada de vida, que desciende detrás del
horizonte con una magnífica provisión de
pensamientos y de sueños.
Pero a los irreductibles profesores no se les ha
ocurrí do pensar que en el movimiento de la vida
puede haber complicaciones y combinaciones
completamente inesperadas para su sabiduría
académica. Y entonces su lengua insuficiente se
queda corta, como en el caso —fenómeno que se
multiplicará tal vez con variantes— de una nación
que comienza por la decadencia, y que empieza
por donde terminan los demás.
Entre las inmensas colonias del siglo presente
nacen nuevas literaturas, y en ellas se producirán
con toda segu ridad accidentes espirituales de una
naturaleza desconcertante para la mentalidad
académica. Joven y vieja a un tiempo, Norteamérica
balbucea y chochea con una volu bilidad
asombrosa. ¿Quién puede contar sus poetas? Son
innumerables. ¿Sus damas sabihondas? Inundan las
revis tas. ¿Sus críticos? Puede creerse que posee
pedantes que no tienen nada que envidiar a los
nuestros y que recuer dan sin cesar al artista lo que
es la belleza antigua, ponen en duda la moralidad
del objetivo de un poeta o de un novelista y la
calidad de sus intenciones. Allí como aquí, quizá
más aún que aquí, hay escritores que ignoran la
ortografía; una actividad pueril, inútil; multitud de
com piladores, de repetidores, de plagiarios de
plagios y de críticos de críticas. En ese hervidero de
mediocridades, en ese mundo enamorado de los
perfeccionamientos materiales —escándalo de un
nuevo tipo que hace comprender la grandeza de
los pueblos holgazanes—, en esa sociedad ávida de
sorpresas, prendada de la vida, pero sobre todo de
una vida llena de excitaciones, apareció un hombre
que era grande, no sólo por su sutileza metafísica,
por la belleza siniestra o fascinante de sus
concepciones, por el rigor de su análisis, sino que
era grande también, y no menos grande, como
caricatura. Tengo que explicarme bien; porque,
recientemente, un crítico imprudente se servía, para
denigrar a Edgar Poe y para poner en duda la
sinceridad de mi admiración, de la palabra
malabarista, que yo mismo apliqué al noble poeta
casi como un elogio.

234
Desde el seno de un mundo glotón, hambriento
de ma terialidades, Poe surgió elevándose a los
sueños. Asfixia do como estaba por la atmósfera
americana, escribió encabezando Eureka: «¡Ofrezco
este libro a aquellos que han puesto su fe en los
sueños como si fuesen las únicas realidades!» Hizo
así una admirable profesión de fe; la hizo a su
manera, in his own way. El autor que en el
Coloquio entre Monos y Una, lanza a torrentes su
desprecio y su asco por la democracia, por el
progreso y la civilización, este autor es el mismo
que para arrancar la credulidad, para quitar la
bobería de los suyos, ha afirmado con mayor
energía la soberanía humana y ha elabora do con el
máximo ingenio unas fábulas de lo más halagador
para el orgullo del hombre moderno. Desde este
punto de vista, Poe me parece como un ilota que
quiere conseguir que se ruborice su amo. En fin,
para reafirmar mi pensamiento de un modo aún
más claro, Poe fue siempre grande, no sólo en sus
concepciones nobles, sino también como bromista.

II
¡Porque nunca se dejó engañar! No creo que el
virginiano que escribió tranquilamente, en pleno
desbordamiento democrático: «El pueblo no tiene
nada que ver con las leyes, excepto obedecerlas»,
haya sido jamás víctima de la sabiduría moderna; y
«La nariz del populacho es su imaginación; tirando
de ella se le podrá siempre conducir fácilmente», y
cien otros pasajes en los que hace llover chanzas
como metralla, aunque siempre de un modo
despreocupado y altivo. Los swedenborgianos le
felicitan por su Revelación magnética, como
aquellos inocentes iluminados que antaño veían en
el autor del Diablo enamorado un revelador de sus
misterios; le dan gracias por las grandes verdades
que acaba de proclamar, pues han descubierto (¡oh,
verificadores de lo que no puede verificarse!) que
todo lo que él ha enunciado es absolutamente
cierto; aunque al principio, confiesan esas pobres
gentes, hubiesen tenido la sospecha de que podía
tratarse de una simple obra de imaginación. Poe
responde que, por lo que a él respecta, no lo ha
dudado jamás. Citemos también ese breve pasaje
que me salta a la vista al hojear por centésima vez
sus divertidos Marginalia, que son como la cámara
secreta de su mente: «La enorme multiplicación de
los libros en todas las ramas del conocimiento es
uno de los mayores azotes de nuestra época.
Porque es uno de los obstáculos más graves que se
oponen a la adquisición de todo conocimiento
efectivo.» Aristócrata por naturaleza que aún que
por nacimiento, el virginiano, el hombre del Sur, el
Byron extraviado en un mundo que no es el suyo,
conservó siempre la impasibilidad filosófica, y tanto
si define la nariz del populacho como si se burla de
los fabricantes de religiones o escarnece las
bibliotecas, sigue siendo lo que fue y será siempre
el verdadero poeta: una verdad vestida de una
manera extravagante, una paradoja aparente que
no quiere codearse con la muchedumbre, y que se
precipita al extremo oriente cuando los fuegos
artificiales se disparan por el poniente.
Pero he aquí algo más importante que todo lo
demás: advirtamos que este autor, producto de un
siglo tan satisfecho de sí mismo, hijo de una nación
más satisfecha de sí misma que ninguna otra, vio
claramente, afirmó imperturbablemente la maldad
natural del Hombre. Hay en el hombre, dice, una
fuerza misteriosa que la filosofía moderna no
quiere tener en cuenta; y sin embargo, sin esa
fuerza sin nombre, sin esa inclinación primordial,
una multitud de acciones humanas permanecerán

236
sin explicarse, inexplicables. Estas acciones sólo
tienen atractivo porque son malas, peligrosas;
poseen la atracción del abismo. Esta fuerza
primitiva, irresistible, es la Perversidad natural, que
hace que el hombre sea sin cesar y al mismo
tiempo homicida y suicida, asesino y verdugo;
porque, añade, con una sutileza notablemente
satánica, la imposi bilidad de encontrar un motivo
razonable suficiente para ciertas acciones malas y
peligrosas podría conducirnos a considerarlas
como el resultado de las sugerencias del Diablo, si
la experiencia y la historia no nos enseñasen que
Dios a menudo se sirve de ellas para establecer el
orden y castigar a los infames; ¡después de
haberse servido de los mismos infames como
cómplices! Tal es la frase que se desliza, lo admito,
en mi mente, como un sobreentendido tan pérfido
como inevitable. Pero por ahora sólo quiero tener
en cuenta la gran verdad olvidada —la perversidad
primordial del hombre—, y no sin cierta satisfacción
veo como algunos restos de la antigua sabiduría
vuelven a nosotros desde un país donde no
esperábamos que existieran. Es agradable que
algunos estallidos de vieja verdad salten así al
rostro de todos esos aduladores de la humanidad,
de todos esos mimosos adormecedores que
repiten en todas las variaciones posibles de tono:
«¡Yo nací bue no, y usted también, y todos
nosotros, todos nacimos buenos!», olvidando —no,
fingiendo olvidar—, ¡oh, igualitarios por el
despropósito!, que todos nacimos marcados por el
mal.
¿Por qué mentira podía dejarse engañar aquel
que a veces —dolorosa necesidad de los medios—
las denuncia ba con tanto rigor? ¡Qué desdén por
los filosofastros en sus días buenos, en los días en
que estaba, por así decir lo, iluminado! Ese poeta,
de quien diversas ficciones parecen pensadas
precisamente para confirmar la pretendida
omnipotencia del hombre, quería a veces
purificarse a sí mismo. El día en que escribió: «Toda
certidumbre reside en los ensueños», arrinconaba
su propio americanismo en la región de las cosas
inferiores; en otras ocasiones, volviendo al
verdadero camino de los poetas, obedeciendo sin
duda a la inesquivable verdad que nos asedia como
un demonio, prorrumpía en los ardientes suspiros
del ángel caído que se acuerda de los Cielos; se
sentía nostálgico de la Edad de oro y del Edén
perdido; lloraba toda esa magnificencia de la
Naturaleza, ovillándose ante el cálido aliento de
los hornos; finalmente, lanzaba esas admirables
páginas del Coloquio entre Monos y Una, que
hubiesen encantado y turbado al impecable De
Maistre.
Fue él quien dijo a propósito del socialismo, en la
épo ca en que éste aún no tenía nombre, o al
menos este nombre aún no se había vulgarizado
del todo: «El mundo actualmente está infestado
por una nueva secta de filósofos, que aún no se
identifican como formando una secta, y que en
consecuencia todavía no han adoptado un nombre.
Son los creyentes en todas las antiguallas (como
quien diría, los predicadores de lo viejo). El Sumo
Sacerdote en el Este es Charles Fourier, en el Oeste
Horace Greely; y son sumos sacerdotes de un
modo muy consciente. El único vínculo común
entre la secta es la Credulidad; llamemos a esto
Demencia, y dejémoslo correr; y si uno es
concienzudo (los ignorantes generalmente lo son),
os dará una respuesta análoga a la que dio
Talleyrand cuando le preguntaron por qué creía en
la Biblia: «Creo en ella, dijo, en primer lugar porque
soy obispo de Autun, y en segundo lugar porque
no comprendo absolutamente nada de lo que
dice.» Lo que esos filósofos llaman argumento es

238
una manera muy suya de negar lo que es y de
explicar lo que no es.
El progreso, esa gran herejía de la decrepitud,
tampoco podía escapar a sus ataques. El lector verá,
en diferentes pasajes, de qué términos se servía
para caracterizarlo. Verdaderamente, diríase por el
ardor con que se ocupa del asunto, que quería
vengarse, como de una molestia pública, como de
una plaga callejera. ¡Cuánto hubiese reído, con esa
risa despectiva del poeta que nunca engrosa el
racimo de los bobos, si hubiese podido leer, como
me ha ocurrido recientemente a mí, esa frase
mirífica, que hace pensar en los dislates bufos y
voluntarios de los payasos, y que he visto
pavoneándose pérfidamente en un periódico de lo
más grave: El incesante progreso de la ciencia ha
permitido en tiempos muy recientes volver a
encontrar el secreto perdido y que se buscaba
desde hacía mucho, de... (fuego griego, temple del
cobre, cualquier cosa desaparecida), cuyas
aplicaciones más afortunadas se remontan a una
época bárbara y muy antigua... He ahí una frase
que puede llamarse un verdadero hallazgo, un
magnífico des cubrimiento, incluso en un siglo de
incesante progreso; pero creo que la momia de
Alamistakeo no dejaría de preguntar, en el tono
suave y discreto de la superioridad, si fue gracias al
progreso incesante —a la ley fatal, irresistible, del
progreso— como tan famoso secreto se per dió.
Por otra parte, para abandonar el tono de la farsa,
en un asunto que contiene tantas lágrimas como
risas, ¿no es algo verdaderamente portentoso ver a
una nación, varias naciones, pronto a la humanidad
entera, decir a sus sabios, a sus hechiceros: Os
amaré y os haré grandes si me convencéis de que
progresamos sin quererlo, inevitablemente...
durmiendo; libradnos de la responsabilidad,
ocultadnos la humillación de las comparaciones,
falsead la historia y entonces podréis llamaros los
sabios de los sabios? ¿No es asombroso que esta
idea tan sencilla no ilumine todos los cerebros; que
el Progreso (en la medida en que hay progreso)
perfecciona el dolor en la proporción en que afina
la voluptuosidad, y que si la epidermis de los
pueblos se hace cada vez más delicada,
evidentemente sólo persiguen una Italiam
fugientem, una conquista que pierden al minuto
siguiente, un progreso que se niega sin cesar a sí
mismo?
Pero esas ilusiones, por otra parte interesadas,
proceden de un fondo de perversidad y de mentira
—meteoros de los pantanos— que empujan al
desprecio a las almas enamoradas del fuego
eterno, como Edgar Poe, y exasperan las
inteligencias oscuras, como la de Jean-Jacques, en
quien una sensibilidad herida y propensa a la
rebelión hace las veces de filosofía. Que éste
tuviera razón contra el Animal depravado es
indiscutible; pero el animal depravado tiene
derecho a reprocharle que invoque la simple
naturaleza. La naturaleza sólo engendra monstruos,
y toda la cuestión está en ponerse de acuerdo
sobre la palabra salvajes. Ningún filósofo se
atreverá a proponer como modelo esas
desventuradas hordas corrompidas, víctimas de los
elementos, pasto de las fieras, tan incapaces de
fabricar armas como de concebir la idea de un
poder espiritual y supremo. Pero si se quiere
comparar al hombre moderno, al hombre civilizado,
con el hombre salvaje, o mejor dicho, a una nación
llamada civilizada con una nación llamada salvaje,
es decir, privada de todas las ingeniosas
invenciones que dispensan al individuo del
heroísmo, ¿quién puede dejar de ver que todo el
honor corresponde al salvaje? Por su naturaleza,
incluso por necesidad, es enciclopédico, mientras
que el hombre civilizado se encuentra confinado en

240
las regiones infinitamente pequeñas de la
especialidad. El hombre civilizado inventa la
filosofía del progreso para consolarse de su
abdicación y de su degradación; mientras que el
hombre salvaje, esposo temido y respetado,
guerrero obligado al valor personal, poeta en las
horas melancólicas en las que el sol declinante
invita a cantar el ayer y los antepasados, se acerca
mucho más a los lindes del ideal. ¿Qué laguna nos
atreveremos a reprocharle? Tiene al sacerdote,
tiene al hechicero y al médico. Pero, ¿qué digo?,
tiene al dandy, suprema encarnación del ideal de la
belleza trasladado a la vida material, aquel que
dicta la forma y regula las maneras. Sus vestidos,
sus adornos, sus armas, su pipa demuestran una
facultad inventiva que desde hace mucho tiempo
ya nos ha abandonado. ¿Compararemos nuestros
ojos perezosos y nuestras orejas ensordecidas con
esos ojos que atraviesan la bruma, con esas orejas
que oirían crecer la hierba? Y el salvajismo, en el
alma sencilla e infantil, animal obediente y cariñoso,
que se da por entero sabiendo que no es más que
la mitad de un destino, ¿lo declararemos inferior a
la dama norteamericana de la que el señor
Bellegarigue (¡redactor del Monitor de los
Ultramarinos!) ha crei do hacer un elogio diciendo
que era el ideal de la mujer entretenida? Esta
misma señora, cuyas costumbres excesivamente
prácticas, inspiraron a Edgar Poe —aun siendo tan
galante, tan respetuoso con la belleza— las tristes li
neas siguientes: «Esos inmensos bolsos, parecidos
al pepino gigante, que están de moda entre
nuestras beldades, no tienen, a pesar de lo que
suele creerse, un origen parisiense; son
completamente indígenas. ¿Por qué semejante
moda en París, donde una mujer en su bolso sólo
guarda el dinero? Pero ¡qué decir del bolso de una
norteamericana! El bolso tiene que ser lo
suficientemente grande como para que pueda
contener todo su dinero... y además toda su alma.»
En cuanto a la religión, no voy a hablar de
Vitziputzli tan a la ligera como lo hizo Alfred de
Musset; confieso sin reparo que prefiero con
mucho el culto de Teutates (118) al de Mammón; y
el sacerdote que ofrece al cruel solicitador de
hostias humanas víctimas que mueren
honrosamente, víctimas que quieren morir, me
parece alguien muy manso y humano al lado del
financiero que sólo inmola a las poblaciones a su
propio interés. Muy de tarde en tarde, tales cosas
se entrevén aún, y una vez lei en un articulo del
señor Barbey d'Aurevilly una exclamación de
tristeza filosófica que resume todo lo que me
gustaría decir acerca de este asunto: «Pueblos
civilizados que arrojáis sin cesar la piedra a los
salvajes, ¡pronto no mereceréis ni siquiera ser
idólatras!»
Semejante ambiente —ya lo he dicho, pero no
puedo resistir la tentación de repetirlo— no es el
más propicio a los poetas. Lo que una mente
francesa, supongamos la más democrática,
entiende por Estado, sería una idea inaceptable en
una mente norteamericana. Para toda inteligencia
del viejo mundo, un Estado político tiene un cen tro
motor que es su cerebro y su sol, recuerdos
antiguos y gloriosos, largos anales poéticos y
militares, una aristocracia a la que la pobreza, hija
de las revoluciones, sólo puede añadir un
paradójico lustre; pero ¡Eso! Esa caterva de
vendedores y compradores, lo que no tiene
nombre, ese monstruo sin cabeza, ese deportado
más allá del océano, ¡Estado! Aceptémoslo si una
inmensa taberna donde el consumidor acude y
hace sus negocios sobre unas mesas manchadas,
en medio de la barahúnda de palabras
malsonantes, puede asimilarse a un salón, a lo que

242
llamábamos antaño un salón, república del ingenio
presidida por la belleza.
Siempre será difícil ejercer, a un tiempo noble y
fructuosamente, la profesión de hombre de letras
sin exponerse a la difamación, a la calumnia de los
impotentes, a la envidia de los ricos —¡esa envidia
que es su castigo!—, a las venganzas de la
mediocridad burguesa. Pero lo que es difícil en una
monarquía moderada o en una república regular, se
hace casi impracticable en una especie de olla de
grillos en la que cada cual, gendarme de la opinión,
vigila en beneficio de sus vicios— o de sus virtudes,
que viene a ser lo mismo—, donde un poeta, un
novelista de un país con esclavos es un escritor
detestable a los ojos de un crítico abolicionista;
donde no se sabe cuál es el mayor escándalo: el
desmelenamiento del cinismo o la imper
turbabilidad de la hipocresía bíblica. Quemar a
negros encadenados, culpables de haber sentido en
su negra mejilla el hormigueo del rojo del honor,
disparar el revólver en la platea de un teatro,
establecer la poligamia en los países del Oeste, que
los salvajes (término que parece una injusticia) aún
no habían mancillado con esas bochornosas
utopías, pegar unos carteles que anuncian, sin duda
para reafirmar el principio de la libertad ilimitada, la
curación de las enfermedades de nueve meses,
tales son algunos de los rasgos sobresalientes,
algunas de las ilustra ciones morales del noble país
de Franklin, el inventor de la moral del mostrador,
el héroe de un siglo consagrado a la manera. No
está de más llamar la atención incesante mente
sobre esas maravillas de brutalidad, en un tiempo
en el que la americanomanía se ha convertido casi
en una pasión de buen tono, hasta el punto de que
un arzobispo ha podido prometernos muy en serio
que la Providencia no tardaría mucho en
permitirnos disfrutar de ese ideal trasatlántico.
III
Semejante medio social engendra
necesariamente erro res literarios proporcionados.
Contra esos errores Poe reaccionó tan a menudo
como le fue posible y con todas sus fuerzas. No
debemos, pues, sorprendernos de que los escritores
norteamericanos, sin dejar de admitir sus singulares
dotes como poeta y como narrador, siempre hayan
querido rebajar su valor como crítico. En un país en
el que la idea de utilidad, la más hostil del mundo a
la idea de belleza, lo domina todo, el crítico
perfecto será el más honorable, es decir, aquel
cuyas tendencias y deseos estén más cerca de las
tendencias y de los deseos de su público; aquel
que, confundiendo las facultades y los géneros de
producción, asigne a todos un objetivo único; aquel
que busque en un libro de poesía los medios de
perfeccionar la conciencia. Naturalmente, no
tardará en despreocuparse de las bellezas reales,
efectivas, de la poesía, y cada vez será menos
sensible a las imperfecciones e incluso a los errores
de la ejecución. Por el contrario, Edgar Poe,
dividiendo el mundo del espíritu en Intelecto puro,
Gusto y Sentido moral, aplicaba la crítica según el
objeto de su análisis perteneciente a una de esas
tres divisiones. Antes que nada era sensible a la
perfección del plan y a la corrección de la ejecución;
desmontando las obras literarias como piezas
mecánicas defectuosas (para el objeto que
deseaban tener), observando cuidadosamente los
vicios de fabricación; y cuando pasaba al detalle de
la obra, a su expresión plástica, en una palabra, al
estilo, escudriñando sin omisión los errores de
prosodia, las faltas gramaticales y toda esa masa de
escorias que, en los escritores que no son artistas,
ensucian las mejores intenciones y deforman las
concepciones más nobles.

244
Para él, la Imaginación es la reina de las
facultades; pero para él esta palabra es algo más
grande que lo que suele entender el común de los
lectores. La Imaginación no es la fantasía; tampoco
la sensibilidad, aunque sea difícil concebir a un
hombre imaginativo que no sea sensible. La
Imaginación es una facultad casi divina que per cibe
en primer lugar, al margen de los métodos
filosóficos, las relaciones íntimas y secretas de las
cosas, las correspondencias y las analogías. Los
honores y las funciones que confiere a esta facultad
le otorgan tal valor (al menos cuando se
comprende debidamente el pensamiento del autor)
que un sabio sin imaginación sólo resulta un falso
sabio, o al menos un sabio incompleto.
Entre los dominios literarios en que la
imaginación puede obtener los resultados más
curiosos, recoger los tesoros, no más ricos ni de
más valor (porque éstos pertenecen a la poesía),
pero sí los más numerosos y variados, existe uno
por el que el Poe siente una particular atracción, el
cuento. Este tiene sobre la novela larga la inmensa
ventaja de que su brevedad contribuye a la
intensidad del efecto. La lectura, que puede hacerse
de una tirada, deja en la mente un recuerdo mucho
más fuerte que el de una lectura rota, interrumpida
a menudo por el ajetreo de los quehaceres y el afán
de los intereses mundanos. La unidad de impresión,
la totalidad de efecto es una ventaja inmensa que
puede dar a esa forma literaria una superioridad
muy peculiar, hasta el punto de que un cuento
demasiado corto (y ello es sin duda un defecto)
todavía es preferible a un cuento demasiado largo.
El artista, si es hábil, no acomodará sus
pensamientos a los incidentes, sino que, después
de concebir deliberadamente, con toda calma, un
efecto que quiere producir, inventará los incidentes,
combinará los hechos más adecuados para que
conduzcan al efecto deseado. Si la primera frase no
se escribe con objeto de preparar esta impresión
final, la obra está fallida desde el comienzo. En todo
el relato no debe haber ni una sola palabra que no
contenga una intención, que no tienda, directa o
indirectamente, a perfeccionar el objetivo
propuesto.
Hay un aspecto en el cual el cuento es superior
incluso al poema. El ritmo es necesario para el
desarrollo de la idea de belleza, que es el objetivo
mayor y más noble del poema. Ahora bien, los
artificios del ritmo son un obstáculo insuperable
para este desarrollo minucioso de pensamientos y
de expresiones que tiene por meta la verdad.
Porque la verdad puede ser a menudo la meta del
cuento, y el razonamiento la mejor herramienta
para la construcción de un cuento perfecto. Por
este motivo, esta forma literaria, que no es tan
elevada como la poesía pura, puede producir obras
más variadas y más fácilmente apreciables para la
mayoría de los lectores. Además, el autor de un
cuento tiene a su disposición una multitud de
tonos, de matices de lenguaje, el tono razonador, el
sarcástico, el humorístico, que repudia la poesía, y
que son como disonancias, ofensas a la idea de
belleza pura. Esta es también la causa de que el
autor que en un cuento se propone un simple
objetivo de belleza, tenga que trabajar
enfrentándose con grandes inconvenientes, ya que
está privado de uno de los instrumentos más útiles,
el ritmo. Ya sé que en todas las literaturas se han
hecho intentos, a menudo coronados por el éxito,
para crear cuentos puramente poéticos; el propio
Edgar Poe escribió algunos muy hermosos. Pero
son luchas y esfuerzos que sólo sirven para
demostrar la fuerza de los verdaderos medios
adaptados a las metas correspondientes, y casi me
inclino a creer que en algunos autores, los más
grandes que pueda elegirse, tales tentaciones
heroicas proceden de la desesperación.

246
IV
«Genus irritabile vatum! Que los poetas (nos
servimos de la palabra en su acepción más amplia y
como abarcando a todos los artistas) constituyen
una casta irritable, es bien sabido; pero el porqué
de ello no parece que todo el mundo lo haya
comprendido bien. Un artista sólo es un artista
gracias a su exquisito sentido de la Belleza, sentido
que le procura goces embriagadores, pero que al
mismo tiempo implica, contiene un sentido
igualmente exquisito de toda deformidad y de toda
desproporción. Por eso un agravio, una injusticia
hecha a un poeta que sea verdaderamente un
poeta, le exaspera hasta un punto que puede
parecer, a los ojos de la mayoría, que existe una
completa desproporción respecto a la injusticia
cometida. Los poetas ven la injusticia, nunca donde
no existe, pero muy a menudo donde los ojos no
poéticos no ven nada injusto. Por eso la famosa
irritabilidad poética no tiene nada que ver con el
temperamento, entendido en el sentido vulgar,
sino que está en relación con una clarividencia que
va más allá de lo ordinario, relativa a lo falso y a lo
injusto. Esta clarividencia no es más que un
corolario de la viva percepción de lo verdadero, de
la justicia, de la proporción, en una palabra, de la
belleza. Pero hay algo que está muy claro: el
hombre que no es (según el juicio del común de las
gentes) irritabilis, no tiene nada de poeta.»
Así habla el propio poeta, proporcionando una
excelente e irrefutable apología a todos los de su
casta. Poe mostraba esta sensibilidad en las
cuestiones literarias, y la extremada importancia
que atribuía a las cosas de la poesía le movía a
menudo a adoptar un tono en el que, a juicio de los
débiles, la superioridad se hacía notar demasiado.
Creo que ya he observado que varios de los prejui
cios que tenía que combatir, de las ideas falsas, de
los juicios vulgares que circulaban a su alrededor,
hace ya tiempo que han infectado la prensa
francesa. No será, pues, inútil dar cuenta
sumariamente de algunas de sus más importantes
opiniones relativas a la composición poética. El
paralelismo del error hará su aplicación muy fácil.
Pero, antes que nada, debo decir que después de
reco nocer lo que corresponde al poeta natural, a lo
innato, Poe concedía una gran importancia a la
ciencia, al traba jo y al análisis, que parecerá
exorbitante a los orgullosos no eruditos. No sólo
dedicó esfuerzos considerables para someter a su
voluntad el demonio fugitivo de los minutos felices,
para evocar a su antojo esas sensaciones exquisitas,
los anhelos espirituales, los estados de salud
poética, tan raros y tan preciosos que
verdaderamente podríamos considerarlos como
gracias exteriores al hombre y como revelaciones;
sino que también sometió la inspiración al método,
al análisis más severo. ¡La elección de los medios!
Una y otra vez vuelve a lo mismo, insiste con una
docta elocuencia en la adecuación del medio al
efecto, en el uso de la rima, en el
perfeccionamiento del estribillo, en la adaptación
del ritmo al sentimiento. Afirmaba que quien no
sabe captar lo intangible no es poeta; que sólo es
poeta quien es dueño de su memoria, soberano de
las palabras, registro de sus propios sentimientos
siempre a punto para dejarse hojear. ¡Todo para el
desenlace!, repetía a menudo. Hasta un soneto
requiere un plan, y la construcción, el armazón, por
así decirlo, es la garantía más importante de la vida
misteriosa de las obras de imaginación.
Recurro naturalmente al artículo titulado The
Poetic Principie, y en él descubro, ya en su mismo
comienzo, una vigorosa protesta contra lo que
podría llamarse, en materia de poesía, la herejía de
la longitud o de la dimensión, el absurdo valor
atribuido a los poemas extensos. «Un poema largo
no existe; lo que se entiende por un poema largo es

248
una absoluta contradicción de términos.» En efecto,
un poema sólo merece este nombre en la medida
en que excita, que arrebata el alma, y el valor
efectivo de un poema depende de esta excitación,
de este arrebato del alma. Pero, por necesidad
psicológica, todas las excitaciones son fugitivas y
transitorias. Ese estado singu lar en el cual el alma
del lector ha sido, por así decirlo, violentada, sin
duda alguna no puede durar tanto como la lectura
de un poema que supera la tenacidad de
entusiasmo de que es capaz la naturaleza humana.
Evidentemente, ya hemos condenado, pues, al
poema épico. Porque una obra de tales
dimensiones no puede considerarse como poética
más que en la medida en que se sacrifica la
condición vital de toda obra de arte, la Unidad; no
me refiero a la unidad en la concepción, sino a la
unidad en la impresión, a la totalidad del efecto,
como ya he dicho al comparar la novela con el
cuento. El poema épico se nos aparece, pues,
estéticamente hablando, como una paradoja. Es
posible que en épocas remotas se compusiesen
series de poemas líricos, fundidos posteriormente
por los compiladores para hacer poemas épicos;
pero toda intención épica procede evidentemente
de un sentido imperfecto del arte. El tiempo de esas
anomalías artísticas ha pasado, e incluso es muy
dudoso que un poema largo haya podido ser
alguna vez verdaderamente popular en toda la
extensión del término.
Hay que añadir que un poema demasiado corto,
el que no proporciona un pabulum que baste a la
excitación creada, el que no iguala al apetito natural
del lector, es también muy defectuoso. Por brillante
e intenso que sea su efecto, no es duradero; la
memoria no lo retiene; es como un sello que se
aplica con demasiada suavidad y demasiado aprisa,
y que no tiene tiempo de grabar su imagen en la
cera.
Pero existe otra herejía que, gracias a la
hipocresía, a la tosquedad y a la bajeza de los
espíritus es mucho más temible y tiene
posibilidades de duración mayores, un error más
persistente; me refiero a la herejía de la enseñanza,
que comprende como corolarios inevitables la
herejía de la pasión, de la verdad y de la moral.
Una multitud de personas están persuadidas de
que el objetivo de la poesía es enseñar algo, que
debe robustecer la concien cia, perfeccionar las
costumbres o demostrar algo útil. Edgar Poe
asegura que los norteamericanos han patrocinado
de manera especial esta idea heterodoxa; ¡Xay! No
es preciso ir a Boston para encontrar la herejía en
cuestión. Aquí mismo nos asedia y todos los días
lanza embates contra la verdadera poesía. La
poesía, por poco que se quiera descender hasta el
fondo de uno mismo, interrogar al alma, evocar sus
recuerdos de fervor, no tiene más ob jeto que ella
misma; no puede tener otro, y ningún poe ma será
tan grande, tan noble, tan verdaderamente digno
del nombre de poema como el que se habrá escrito
únicamente por el placer de escribir un poema.
No quiero decir con eso que la poesía no
ennoblezca las costumbres —que quede claro—,
que su resultado final no sea elevar al hombre por
encima del nivel de los intereses vulgares; eso sería
evidentemente un absurdo. Lo que digo es que si el
poeta persigue un fin moral, disminuye su fuerza
poética; y no es imprudente apostar que su obra
será mala. La poesía no puede, bajo pena de
muerte o de extinción, asimilarse a la ciencia o a la
moral; no tiene la Verdad por objeto, sólo se tiene a
sí misma. Los modos de demostración de verdad
son otros, pertenecen a otro ámbito. La Verdad no
tiene nada que ver con las canciones. Todo lo que
constituye el encanto, la gracia, lo irresistible de una
canción quitaría a la Verdad su autoridad y su
poder. Frío, sereno, impasible, el talan te

250
demostrativo rechaza los diamantes y las flores de
la musa; es, pues, todo lo contrario del talante
poético. El Intelecto puro aspira a la Verdad, el
Gusto nos muestra la Belleza y el Sentido moral nos
enseña el Deber. Es cierto que el sentido intermedio
mantiene íntimas relaciones con los dos extremos, y
que sólo está separado del Sentido moral por una
diferencia tan ligera que Aristóteles no vaciló en
situar entre las virtudes algunas de sus delicadas
operaciones. Por otra parte, lo que exaspera sobre
todo al hombre de gusto en el espectáculo del vicio
es su deformidad, su desproporción. El vicio atenta
contra lo justo y lo verdadero, subleva al intelecto y
a la conciencia; pero, como atentado contra la
armonía, como disonancia, ofenderá aún más
particularmente a ciertos espíri tus poéticos; y no
creo que sea escandaloso considerar toda
infracción a la moral, a la belleza moral, como una
especie de fallo en el ritmo y en la prosodia
universales.
Este admirable, este inmortal instinto de la
Belleza es lo que nos hace considerar la Tierra y sus
espectáculos como un anticipo, como una
correspondencia del Cielo. La sed insaciable de
todo lo que está más allá y que reve la la vida es la
prueba más efectiva de nuestra inmortali dad. A un
tiempo por la poesía y a través de la poesía, por la
música y a través de ella, el alma entrevé los
esplendores situados tras la tumba; y cuando un
poema exquisito hace brotar las lágrimas, esta
lágrimas no son la prueba de un exceso de goce,
sino más bien el testimonio de una melancolía
irritada, de una súplica de los nervios, de una
naturaleza desterrada en lo imperfecto y que qui
siera apoderarse inmediatamente, ya en esta misma
tierra, de un paraíso revelado.
Así, el principio de la poesía es estricta y
sencillamente la aspiración humana hacia una
belleza superior, y la manifestación de este
principio está en un entusiasmo, una excitación del
alma —entusiasmo que es completamente
independiente de la pasión, que es la embriaguez
del co razón, y de la verdad, que es el alimento de
la razón—. Porque la pasión es natural, demasiado
natural para no introducir un tono hiriente,
discordante, en el dominio de la belleza pura,
demasiado familiar y demasiado violenta para no
escandalizar a los puros Deseos, las graciosas
Melancolías y las nobles Desesperaciones que
habitan las regiones sobrenaturales de la poesía.
Esta extraordinaria elevación, este exquisita
delicadeza, ese acento de inmortalidad que Edgar
Poe exige de la Musa, no le hace menos atento a las
prácticas de ejecución, sino que por el contrario le
empuja a aguzar incesantemente su genio efectivo.
Muchos, sobre todo los que han leído el singular
poema titulado El cuervo, se escandalizarían si yo
analizase el artículo en el que nuestro poeta, en
apariencia ingenuamente, pero con una leve
impertinencia que no me parece mal, explicó
minuciosamente el modo de construcción
empleado, la adaptación del ritmo, la elección de
un estribillo —lo más breve posible y lo más
susceptible de aplicaciones diversas, y al mismo
tiempo el más representativo de melancolía y de
desesperación, adornado con la rima más sonora
de todas (nevermore, nunca más)—, la invención
de un pájaro capaz de imitar la voz humana, pero
de un pájaro —el cuervo— que en la imaginación
popular tiene un carácter funesto y fatal; la elec
ción del tono más poético de todos, el tono
melancólico, del sentimiento más poético, el amor
por una mujer muer ta, etc. «Y no situaré, dice, al
héroe de mi poema en un ambiente pobre, porque
la pobreza es trivial y contraria a la idea de Belleza.
Su melancolía se albergará en una estancia

252
magnífica y poéticamente amueblada.» El lector
sorprenderá en varios de los cuentos de Poe
síntomas curiosos de esa afición inmoderada por
las formas bellas, sobre todo por las formas bellas
singulares, por los ambientes adornados y las
suntuosidades orientales.
Ya he dicho que ese artículo me parecía tocado
de una ligera impertinencia. De todos modos, los
partidarios de la inspiración no dejarán de ver en él
una profanación y una blasfemia; pero creo que el
artículo se escribió espe cialmente para ellos. Frente
a ciertos escritores que afectan el abandono,
aspirando a la obra maestra con los ojos cerrados,
llenos de confianza en el desorden y esperando que
las letras arrojadas al techo vuelvan a caer en forma
de poema sobre el suelo, Edgar Poe —uno de los
hombres más inspirados que conozco— tiene la
afectación de ocultar la espontaneidad, de simular
sangre fría y deliberación. «Creo poder jactarme
—dice con un orgullo divertido y que no me parece
de mal tono— que ningún aspecto de mi poema ha
sido abandonado al azar, y que la obra entera
avanza paso a paso hacia su objetivo con la
precisión y la lógica rigurosa de un problema de
matemáticas.» Decia que sólo los amantes del azar,
los fatalistas de la inspiración y los fanáticos del
verso blanco pueden juzgar extravagantes esas
minucias. En materia de arte no existen minucias.
A propósito de versos blancos, añadiré que Poe
concedía una importancia extremada a la rima, y
que en el análisis que hizo del placer matemático y
musical que la mente obtiene con la rima, puso
tanto cuidado y tanta sutileza como en todas las
cuestiones relativas al oficio poético. Del mismo
modo que había demostrado que el estribillo es
susceptible de aplicaciones infinitamente variadas,
trata también de rejuvenecer, de redoblar el placer
de la rima, añadiéndole ese elemento inesperado, la
extrañeza, que es como el condimento
indispensable de toda belleza. Hace un magnífico
uso de las repeticiones del mismo verso o de varios
versos, retornos obstinados de frases que simulan
las obsesiones de la melancolía o de la idea fija, del
estribillo pu/o y simple, pero que reaparece de
diversas maneras distintas, del estribillo con
variante, que finge la indolencia y la distracción, de
las rimas redo bladas o triplicadas, y también de un
género de rima que introduce en la poesía
moderna, pero con más precisión e intención, las
sorpresas del verso leonino.
Es evidente que el valor de todos esos medios
sólo puede verificarse por la aplicación; y una
traducción de poemas tan deliberados, tan
concentrados, puede ser un sueño tentador, pero
no será más que un sueño. Poe compuso pocos
poemas; a veces se lamentaba de no poder
entregarse, no más a menudo, sino exclusivamente
a ese tipo de trabajo, que consideraba como el más
noble. Pero su poesía es siempre de un poderoso
efecto. No es la efusión ardiente de Byron, no es la
melancolía blanda, armoniosa, distingüida, de
Tennyson, por quien sentía, dicho sea de paso, una
admiración casi fraterna. Es algo profundo y
espejeante como el sueño, misterioso y perfecto
como el cristal. Supongo que no necesito decir que
los críticos norteamericanos han denigrado a
menudo esta poesía. Recien temente leía en un
diccionario de biografías norteamericanas un
artículo en la que se la declaraba extraña, y se
reconocía que era de temer que esa musa de
doctos ropajes hiciese escuela en el glorioso país de
la moral útil, para terminar lamentando que Poe no
hubiese dedicado su talento a la expresión de las
verdades morales, en vez de malgastarlo en la
búsqueda de un ideal extravagante y de prodigar

254
en sus versos una voluptuosidad misteriosa, es
cierto, pero sensual.
Ya conocemos esa leal esgrima. Los reproches
que los malos críticos hacen a los buenos poetas
son los mismos en todos los países. Al leer este
artículo me parecía leer la traducción de una de
esas numerosas requisitorias que los críticos
parisienses disparan contra aquellos de nuestros
poetas más enamorados de la perfección. Nuestras
predilecciones son fáciles de adivinar, y toda alma
prendada de poesía pura me comprenderá cuando
diga que, entre nuestra casta antipoética, Victor
Hugo sería menos admirado si fuese perfecto, y que
sólo ha podido hacerse perdonar todo su genio
lírico introduciendo a la fuerza y brutalmente en su
poesía lo que Edgar Poe consideraba como la
mayor de las herejías modernas: la enseñanza.
Notas

(1) Publicado en 1851. Pierre Dupont (1821-1870)


fue uno de los poetas obreros más famosos de su
época. Después de cantar la revolución de 1848,
después del golpe de Estado de diciembre de 1851 se
le condenó a siete años de deportación, pero fue
incluido en una amnistía.
(2) Batalla naval librada en octubre de 1827, y en la
que la escuadra de los aliados (Gran Bretaña, Rusia y
Francia) derrotó a la turcoegipcia.
(3) Alusión al libro Las orientales (1829) de Victor
Hugo.
(4) Alusión al libro de Sainte-Beuve, Vida, poesía y
pensamientos de Joseph Delorme (1829).
(5) Consigna atribuida a Franfois Guizot, uno de los
políticos más influyentes del reinado de Luis Felipe.
(6) Famoso restaurante del bulevar de los Italianos.
(7) Nombre que se daba a los obreros lioneses de la
seda.
(8) Indudable alusión al padrastro de Baudelaire, el
general Aupick.
(9) Las cursivas corresponden a dos citas de poemas
de Dupont.
(10) De 1848.
(11) El mágico prodigioso, de Calderón de la Barca
(III, 5).
(12) Tres prototipos de taciturnos héroes
románticos, según las novelas de Chateaubriand,
Sénancour y Goethe.
(13) El autor de la Marsellesa.
(14) Publicado en noviembre de 1851.

256
(15) Estrenado en 1844. Los principales títulos
dramáticos de Émile Augier (1820-1889) pertenecen a
la época del Segundo Imperio.
(16) La famosa novela de Gautier (1836).
(17) Drama de Alexandre Dumas (1836).
(18) Novela satírica (1842) de Louis Reybaud.
(19) Fiesta carnavalesca del antiguo barrio
parisiense de La Courtille.
(20) Filósofo y político (1797 1871), portavoz del
sansimonismo.
(21) Étienne Lousteau y Lucien de Rubempré,
personajes de la Comedia Humana.
(22) Arnaud Berquin (1747-1791), autor de un
empalagoso libro titulado El amigo de los niños.
(23) El barón de Montyon instituyó en 1782 unos
premios a la virtud y a los libros que la fomentaran.
(24) Ministro del Interior que por un decreto de
octubre de 1851 se proponía alentar el teatro que
tuviera un fin moral y educativo.
(25) No hay noticia de que Baudelaire escribiera
semejante artículo.
(26) Publicado en enero de 1852.
(27) En griego, «Hera, la de los ojos vacunos», la
diosa identificada por los romanos con Juno.
(28) En latín, crujido de dientes.
(29) Publicado en octubre de 1857.
(30) El marqués Astolphe de Custine (1790-1857),
autor de dos famosos libros de viajes —España bajo
Fernando Vil (1838) y Rusia en 1839 (1843)— además
de las novelas citadas por Baudelaire: Aloys (1829), El
mundo tal como es (1835), Ethei (1839) y Romualdo
o la vocación (1848).
(31) Comedia de Balzac.
(32) Jules Barbey d'Aurevilly (1808 1889), el más
famoso de estos novelistas de entonces que comenta
Baudelaire. Una antigua amante es de 1849 y La
hechizada de 1854.
(33) Seudónimo de Jules Husson (1821 1869),
adelantado y teórico del movimiento llamado
realista.
(34) Charles Barbara (nacido en 1822) es el más
oscuro de los autores citados en este pasaje. Fue
amigo de juventud de Baudelaire y publicó en 1855
la novela El asesinato del Puente Rojo.
(35) Paul Féval (1817-1887) es un conocido
folletinista de la época, autor de Los misterios de
Londres (1848) y El jorobado (1858).
(36) Frédéric Soulié (1800-1847), rival de Balzac en
los primeros años de la novela de folletín, autor de
las extensísimas Memorias del Diablo (8 vol.,
1837-1838).
(37) Bulwer-Lytton (1803-1873), novelista inglés
muy famoso en su tiempo: Pelham (1828), Eugene
Aram (1832),' Los últimos días de Pompeya (1834).
(38) Paul de Kock (1793-1871), novelista popular,
uno de los más leídos de su siglo.
(39) Mitológica esposa de Minos famosa por sus
amores contra natura con el toro de Creta.
(40) Sobrenombre del escritor Pétrus Borel
(1809-1859), a quien Baudelaire dedica unas páginas
más adelante.
(41) Charles Asselineau (1821-1874) acababa de
publicar el volumen de cuentos La doble vida. La
critica de Baudelaire es de enero de 1859.
(42) En inglés, «herido por la melancolía».
(43) Johann Paul Friedrich Richter, más conocido
por Jean- Paul (1763-1825), escritor romántico
alemán.
(44) La causa de la independencia griega.
(45) Hoy de la Concordia.
(46) «Aqui me juzgan bárbaro porque no me
comprenden», (Tristes. V. 10).
(47) En inglés, «tú eres el hombre», cita de Las
confesiones de un fumador de opio, de De Quincey.
(48) Publicado en marzo de 1859.
(49) Sobrenombre dado en su adolescencia a Victor
Hugo.
(50) Tres obras poéticas de Gautier, respectivamente
de 1833, 1838 y 1845.
(51) Dos famosos libros de poesía de Lamartine.
(52) Poeta (1805 1882) al que Baudelaire dedicará
un estudio. Las sátiras de sus Yambos (1830-1831) le
hizo famoso, pero entre sus restantes obras figuran
también II Pianto (1833) y Lázaro (1837), sobre las
miserables condiciones de vida de los obreros
ingleses.
(53) Seguramente, el volumen colectivo Versos,
publicado en 1843, lo cual permite datar la primera
visita de Baudelaire a Gautier.
(54) Libro satírico de Gautier (1833) donde pone en
solfa al esnobismo literario romántico.
(55) De 1839.
(56) Baudelaire cita aquí un fragmento de sus
Nuevas notas sobre Edgar Poe.
(57) Michelet en El amor (1859).
(58) Cita de Poe, Estancias a Helena.
(59) Con motivo de la Exposición universal de 1855.

258
(60) Aldea del departamento de los Bajos Pirineos,
a veinticinco quilómetros de Bayona.
(61) «Todas hieren, la última mata».
(62) «Soy hombre y no juzgo ajeno nada humano».
(63) «Cualquier cosa humana la considero ajena».
(64) Textos publicados en la «Revue Fantaisiste» en
1861.
(65) Después del golpe de Estado de diciembre de
1851, Víctor Hugo se exilió voluntariamente y no
regresó a Francia hasta después de la caída del
Segundo Imperio, en 1870.
(66) Novelista (1813-1848) hoy completamente
olvidado. La frase parece sugerir un trato asiduo
entre Baudelaire y Víctor Hugo, pero sabemos que
sus relaciones personales fueron muy escasas y
esporádicas.
(67) Charles Fourier (1772-1837), una de las
principales figuras del llamado socialismo utópico.
(68) Emmanuel Swedenborg (1688-1772),
famosísimo teósofo.
(69) Johan Raspar Lavater (1741-1801), autor de la
Fisiognomía (1775-1778), sobre la manera de
descubrir el carácter por los rasgos de la cara, teoría
que ejerció una gran influencia en todo el siglo xix.
(70) Edgar Quinet (1803-1875), profesor del Colegio
de Francia, publicó en 1836 un mediocre poema
épico sobre Napoleón.
(71) Sobre Barbier, véase la nota 52.
(72) «La indignación inspira la poesía» (Juvenal,
Sátiras).
(73) Dos poetas románticos menores, Auguste
Brizeux (1803-1858) y Antony Deschamps
(1800-1869).
(74) Poetisa (1786-1859) que, a diferencia de tantos
otros oscuros autores románticos que comenta
Baudelaire, hoy seguimos leyendo con placer y
admiración.
(75) Charles-Robert.Maturin (1782 1824), novelista
irlandés autor de la famosa novela gótica Melmoth
(1820).
(76) André-Alexandre Erdan, partidario de la
ortografía fonética.
(77) Nombre dado, poco después de la revolución
de 1830, a jóvenes que mostraban un afectado
desaliño y que eran de ardientes convicciones
democráticas.
(78) Alusión al pasaje evangélico donde se habla del
destino que se da a las treinta monedas de Judas
después de su muerte (Mt. 27,3-7).
(79) Poeta (1810-1838) de vida desastrada, que
murió de privaciones en un hospital dejando un único
libro, El miosotis (1838).
(80) Protagonista del drama romántico de Dumas
(1831).
(81) El seminario.
(82) Claudio Frollo es el perverso clérigo de Nuestra
Señora de París, de Victor Hugo. Lamennais
(1752-1854) se cita aquí como símbolo del sacerdote
de ideas liberales que se separó de la Iglesia.
(83) Poeta satírico (1796-1867).
(84) Poeta didáctico (1738-1813) que gozó de una
fama tan inmensa como inmerecida.
(85) La société du Caveau, fundada en 1729, fue una
especie de club de la canción, sobre todo en los
géneros báquico y satírico, que tuvo una larga vida,
hasta muy entrado el siglo xix.
(86) Pierre-Jean de Béranger (1780-1857) fue el
cancionero más célebre de todo el siglo, con un
repertorio epicúreo y político, sorprendentemente
admirado por las mayores figuras de su tiempo.
Marc-Antoine Désaugiers (1772-1827) fue otro
popularísimo autor de canciones, sobre todo de
asunto parisiense. A diferencia del liberal Béranger,
era de convicciones monárquicas.
(87) Poeta (1793-1843) considerado como el mejor
de Francia en la época de la Restauración, y en
seguida barrido por los grandes románticos.
(88) «Talante melancólico».
(89) Especie de libro-álbum, generalmente con
grabados.
(90) Pintor francés (1795-1858) de carácter
romántico.
(91) Peter von Cornelius (1783-1867), pintor alemán
que formó parte del grupo de los nazarenos.
(92) Poeta (1819-1896) que también fue amigo de
Baudelaire.
(93) Georges de Brébeuf (1618-1661), poeta que
dejó una obra escasísima y muy poco leída.
(94) Publicado en 1861 y que al año siguiente
reapareció como prólogo a la novela de Cladel
(1835-1892).
(95) Personas educadas y de buena cuna.
(96) La revolución de 1848.
(97) Paul Gavarni (1804-1866), el más popular de los
grabadores franceses de asunto costumbrista.

260
(98) Alusión al pequeño ciclo balzaquiano de La
historia de los Trece, una de cuyas novelas se titula
Ferragus.
(99) Las hypanis son unas mariposas que llevan el
nombre de un río de la antigua Sarmacia.
.(100) Articulo aparecido anónimamente en la «Revue
anecdotique» a fines de enero de 1862.
(101) «Le Constitutionnel», 20 de enero de
1862.
(102) Alfred-Auguste Cuvillier-Fleury (1802-1887),
que había sido preceptor del duque de Aumale,
cuarto hijo del rey Luis Felipe.
(103) Periodista y escritor (1803-1866), que fue
secretario de Balzac, sobre quien dejó un curiosísimo
libro de recuerdos.
(104) Jules Favre (1809-1880) fue un abogado y
político enér gicamente opuesto al Segundo Imperio.
Al sillón que acababa de dejar vacante la muerte de
Lacordaire aspiraba también el propio Baudelaire.
Ninguno de los dos fue elegido, pero en 1868 Favre
consiguió ingresar en la Academia.
(105) Juego de palabras intraducibie. «Folie» es al
mismo tiempo locura y casa de recreo muy lujosa.
(106) Verso de Georges de Scudéry sobre La viuda,
de Pierre Corneille.
(107) «Este es el fin de Polonia», frase atribuida al
patriota polaco Kosciuszko, y que aquí se usa, claro
está, irónicamente.
(108) Publicado en abril de 1862.
(109) Artículo en forma de carta, aparecido
anónimamente en «Le Figaro» el 14 de abril de 1864.
(110) Verosímilmente se encontraba en Versalles
huyendo de sus acreedores.
(111) Por sus cuadros de tema hamletiano como
Hamlet y Horacio y Hamlet y Polonio.
(112) Saint-Marc Girardin (1801-1873) fue un
mediocre crítico literario muy respetado en su época.
(113) «El otro Girardin» es Emile de Girardin
(1806-1881), gran periodista, el fundador de «La
Presse», diario con el que revolucionó los hábitos de
lectura de todo el país. Aquí se alude a un artículo
publicado en 1850 en «La Presse» sobre la teoría de
que los caracoles se comunicaban entre sí por medio
de brújulas simpáticas, y, tal como dice Baudelaire, a
una suscripción patrocinada por el periódico para
conseguir la abolición de la guerra.
(114) Victor Hugo.
(115) Naturalmente, sigue aludiendo a Victor
Hugo.
(116) Publicado en 1855.
(117) Publicado en 1857.
(118) Divinidad de los antiguos celtas.

262
Indice

Prólogo. 5
Pierre Dupont,
La escuela virtuosa,
La escuela pagana,
Madame Bovary. de Gustave Flaubert,
La doble vida, de Charles Asselineau,
Théophile Gautier,
Reflexiones sobre algunos de mis contemporáneos,
I. Victor Hugo,
II. Auguste Barbier,
III. Marceline Desbordes-Valmore,
IV. Théophile Gautier,
V. Pétrus Borel,
VI. Hégésippe Moreau,
VII. Théodore de Banville,
VIII. Pierre Dupont,
IX. Leconte de Lisie,
X. Gustave Le Vavasseur,
Los mártires ridículos, de Léon Cladel,
Una reforma en la Academia,
Los miserables, de Victor Hugo,
Aniversario del nacimiento de Shakespeare,
Edgar Poe, su vida y sus obras,
Nuevas notas sobre Edgar Poe,
Notas,

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