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FE, TRADICIÓN Y LEGADO: DÍA DE MUERTOS

Jesús Urcino Sánchez

“No queremos hermanos, que permanezcan ignorantes acerca de los que ya han muerto, para
que no se entristezcan como los que no tienen esperanza” (1 Tes 4, 13).

Recordar a nuestros seres queridos, que ya no están con nosotros, muchas veces es doloroso: nos
cuesta aceptar que ya han partido a la gloria del Padre. La tristeza, el llanto, el dolor, la
desesperanza, la angustia, el miedo… invaden nuestra alma al pensar en la muerte. No es fácil
aceptarla, pero sí lo es al verla desde otro punto de vista: la fe.

Año con año conservamos como mexicanos la tradición del “día de muertos”, un legado de
nuestros antepasados. En un principio no era como tal una celebración católica, fue con los
primeros evangelizadores quienes, valiéndose de lo ya establecido, fueron dándole un nuevo
enfoque, es decir, uniendo la tradición ancestral a la nueva fe.

La celebración del “día de muertos” ha quedado simbolizada en un altar con distintos elementos
característicos: flor de Cempasúchitl, el papel picado, los dulces y platillos típicos de nuestro país,
siete pisos (representando los siete pecados capitales que en vida se cometieron), alguna
fotografía de algún santo de devoción y la del fiel difunto, veladoras que representan la luz de
Cristo en el camino presente, entre otras cosas.

La ofrenda de muertos contiene símbolos, que representan los tres “estadios” (etapas,
temporadas) de la Iglesia:

1) La Iglesia purgante, conformada por las almas de las personas que se encuentran en el
purgatorio, es decir, que no murieron en pecado mortal; pero que están purificándose hasta poder
llegar al cielo. Se representan con las imágenes de los difuntos, a los que se acostumbra colocar
bebidas y alimentos que en vida degustaron.

2) La Iglesia triunfante, aquellas almas que ya están gozando de la presencia de Dios. Se


representa con imágenes de santos.

3) La Iglesia militante, que somos los que aún estamos en la Tierra y somos los que ponemos la
ofrenda.

A lo largo de este caminar debemos estar conscientes que somos participes de un peregrinar que
nos ha de conducir al Padre, pero no estamos solos. Jesucristo nos recuerda que Él es la luz que ha
de guiarnos a la meta.

El morir, para nosotros los cristianos, no debe de ser un motivo de desesperación. San Pablo nos
recuerda en la primera carta a los Tesalonicenses (4, 14) que “Nosotros creemos que Jesús murió y
resucitó, y que, por tanto, Dios llevará consigo a los que han muerto unidos a Jesús”, por tal
motivo debemos de esforzarnos por vivir con la certeza de que al igual como Jesucristo murió y
resucitó, así también nosotros, seremos participes de esta muerte y resurrección si
permanecemos unidos a Él.

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