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Martes por la tarde en azul

Autor: Enrique Triana

Federico se dedicaba a dar malas noticias y, en sus ratos libres, a cultivar geranios. Le llamaban para
que dijera a la señora del abrigo que, sintiéndolo mucho, ya no quedaban zapatos de color crema de la talla
siete y, en los restaurantes, para decirles a los matrimonios de mediana edad que si no tenían reservas no
les podían dar una mesa, pues estaba todo completo.
Por las mañanas, en el centro comercial, tenía que repetir varias veces que se había agotado el
último libro de la periodista de moda, y por las tardes cuidaba de sus geranios. Pero aquel martes por la
tarde estaba vaciando todas sus macetas y revisando con cuidado cada brizna, cada hoja y cada terrón de
tierra que sacaba. Había empezado sobre la mesa pero hacía un rato que la tenía totalmente llena de tierra
oscura y flores aplastadas y ya no sabía cómo seguir.
Eso mismo le había pasado poco antes en el hospital. Aquel martes por la tarde le habían llamado
para dar otra mala noticia: una funcionaria de correos, después de un parto sin demasiadas complicaciones,
había tenido un niño azul. Los médicos no se lo habían dejado ver a la madre y habían llamado a Federico
para pedir que, por favor, viniera lo más pronto posible y fuera él quien comunicara a los padres la noticia.
Federico dejó la jardinería y salió corriendo al hospital. En una sala de paredes blancas y llena de médicos
en bata verde, se encontró una enfermera, un poco pálida, con el niño azul en brazos. No estaba morado ni
congestionado, era sólo azul. No como las fichas de parchís o como las canicas, ni como el mar que sale en
las postales o las ensaladeras de plástico. Era sólo azul y Federico tenía que decírselo a sus padres. El
ginecólogo jefe de la maternidad le señaló al niño y luego a la puerta tras la cual esperaban la funcionaria y
su marido. Pero ese martes por la tarde Federico se quedó en blanco. Pasó a la habitación contigua, saludó
a los padres del niño azul y les dijo, con una discreta sonrisa, que su hijo estaba bien, que lo traerían
enseguida para que lo vieran. Pero no supo cómo seguir.
Algo parecido le pasaba ahora, que tenía toda la mesa llena de tierra oscura y flores aplastadas y aún
le quedaban varias macetas de geranios que vaciar. Podía recogerlo todo y tirarlo a la basura, o podía sacar
la mesa plegable que guardaba en el trastero, pero tenía prisa y no quería entretenerse. Sólo quedaba
tirarse al suelo y continuar bajo la mesa. A Federico le pareció una buena idea. Ójala hubiera tenido una idea
parecida cuando tuvo que hablar con los padres de aquel niño. Pero aquel martes por la tarde en el hospital
lo único que se le venía a la cabeza era el geranio que pocos días antes se había abierto azul, tan azul que
no cabía confundirlo con un morado o con un lila. Federico los había visto de rojo intenso y de blanco rojizo,
de rojo pálido y de blanco inmaculado, pero nunca azules. Le echó la culpa a cualquiera sabe qué reacción
desconocida en la gama cromática de la química molecular más profunda de los geranios. Aquel martes por
la tarde, delante de una parturienta todavía mareada por la anestesia y de un padre que mascaba chicle sin
parar, sólo podía pensar en su geranio y, quizá por eso, no supo cómo decirles que su hijo no era sonrosado
como el recién nacido de la habitación de al lado. Les dijo buenas tardes, y también que el niño estaba sano
y que se lo llevarían tan pronto le hubieran hecho los últimos análisis. Y no se le ocurrió nada más que decir,
por primera vez se había quedado en blanco.
Ahora, bajo la mesa, recordaba el momento y casi podía verse con la boca un poco abierta buscando
una frase, o tan solo una palabra, que le permitiera empezar una exposición serena sobre los colores y la
vida. Pero lo único que se le ocurría era salir corriendo a casa, vaciar todas sus macetas y examinar hasta la
última brizna y el último grano de tierra. Aquello le pareció una forma idiota de echar a perder sus geranios y,
también, de echar a perder su reputación profesional. No le volverían a llamar de los teatros para decir a los
intelectuales que habían cambiado Hamlet por un musical, ni de las tiendas de moda para decirle a las
chicas que no vendían tallas superiores a la cuarenta. Ahora, bajo la mesa y mientras vaciaba las últimas
macetas, recordaba cómo había descartado la idea de buscar en sus geranios y de arruinar su carrera, y
cómo había pedido disculpas, para salir un momento con la excusa de comprobar con los médicos si el
resultado de los últimos análisis confirmaban el resultado de los primeros. Había abandonado la habitación y
regresado a la sala donde seguía el niño. Lo habían dejado desnudo sobre una cuna y Federico pudo
comprobar que no tenía ni el más pequeño pedazo de piel que no fuera azul. También pensó que en esa sala
hacía demasiado calor, quizá porque estaba llena de médicos con bata verde y nadie se había preocupado
de abrir una ventana. El ginecólogo jefe le interrogó con la mirada y Federico negó con la cabeza.
Necesitaba pensar un momento cómo enfocar el asunto, no era nada fácil. Pidió un vaso de agua bien fría y
mientras esperaba que se lo trajesen, intentó hilvanar un discurso convincente que tranquilizara a los padres
y borrase cualquier duda sobre la actuación del personal médico.
Ahora, bajo la mesa y vaciando las últimas macetas, recordó que lo tenía casi terminado cuando llegó
esa enfermera, tan pálida y tan seria, con el vaso de agua. Estaba tan ensimismado que apenas reparó en
su presencia y siguió buscando palabras y construyendo frases. Le sacó de sus pensamientos el silencio
que, de pronto, se hizo en la sala tan llena de gente. Levantó la cabeza y vio el vaso de agua sobre la mesa.
El vaso estaba tan lleno que al dejarlo, la enfermera no había podido evitar que se derramase un poco,
formando una pequeña mancha azul sobre el tapete blanco.

Relato finalista de la III Edición del Concurso de Relato Fotográfico, organizado por la Escuela de Escritores.
El festival

Autor: Rosario Barros

Antonio coloca una tabla, y otra, y otra. Ve su reflejo en el agua y pone una tabla encima. Ve el vuelo
de una gaviota y quiere detenerlo con una tabla más. Los dientes apretados, los ojos enrojecidos.
Nunca le había gustado el Festival. Prefería el pueblo silencioso y lejano, visto desde el muelle, al
que solo se acercan algunas mujeres, para reparar las redes o recoger los peces que sus hombres les traen
y muchos hombres, que salen a la mar, con sus barcas vacías, ateridos y huraños y vuelven con ellas
rebosando peces y la alegría en los ojos.
A Antonio le gustaba verlos subir, muelle arriba, bromeando y riendo, y atravesar su puerta con las
últimas luces de la tarde. Sobre las mesas les esperaban las barajas, las fichas de dominó y las tazas para el
vino.
La taberna tiene un rótulo sobre la puerta, un grueso tablón en el que se lee un nombre grabado a
fuego: “Yacaré”. Su padre le contó que aquel era el nombre de su madre, pero nadie en el pueblo lo
pronuncia. Cuando él era pequeño, la gente decía, la taberna de Anselmo, el venezolano; después dijeron la
taberna del hijo del venezolano, hasta que, con el tiempo, se quedó en la casa de Antonio.
En el terreno lleno de hortensias que compró para Silvia, Antonio conserva los tableros con los que
pensó construir una casa para ella, con ventanales que recogieran el sol, balcones donde cubrirla de besos y
suelos brillantes donde jugaran sus hijos.
Antonio, en su taberna, vendía también fruta, verduras, café, azúcar o harina, pero, cuando ocurrió lo
de Silvia, las mujeres dejaron de entrar en la tienda y él se limitó a servir tazas de vino a los hombres, que
continuaron llegando al atardecer, con un guiño malicioso en los ojos, para cerrar el día con una taza en la
mano y un reniego en los labios.
Y, desde lo de Silvia, Antonio, con las manos huérfanas de quehaceres, espera la anochecida
cortando las tablas, puliéndolas y barnizándolas, como si fueran escaleras para subir a un cielo imaginado.
El Festival, que había empezado como un juego de adolescentes, creció pronto y al pueblo no le
gustó, como no le había gustado que Anselmo emigrara en busca de fortuna, ni que volviera de Venezuela
con una mujer morena de largas trenzas y unos pesos fuertemente apretados en un calcetín. Pocos pesos
para los proyectos que habían realizado ambos en la cubierta del barco.
Tuvieron que conformarse con un terreno pedregoso al borde de la ría, y trabajar sin horas hasta que
la tienda y un pequeño cuarto fueron tomando forma y el vientre de Yacaré se redondeó, mientras sus ojos
se suavizaban con luces de ternura.
A Anselmo no le importó el esfuerzo, ni la hostilidad del pueblo, pero renegó contra ambos cuando
cogió en sus brazos al niño que lloraba y miró los ojos sin vida de Yacaré.
Antonio creció solo, sin entender la mirada hosca de su padre, ni las caricias compasivas de las
mujeres del pueblo que, después de la desgracia, acudieron a la casa, pensando que el descarriado ya
había tenido bastante castigo con aquella muerte y que su decisión de colocar a la mujer cubierta de flores
en una parihuela y dejarla sobre las olas fue acertada, como acertada había sido la decisión del cura de no
querer enterrarla en sagrado.
Antonio dormía bajo el mostrador, sin importarle las voces de su padre, ni las de los hombres que
golpeaban las mesas. Tampoco le importaba el olor a brea, a algas y a pescado que despedían los
marineros, ni el del tabaco fuerte que liaban con dedos tan amarillos como sus dientes, ni el del vino, el
aguardiente, las verduras y el café que llenaban el recinto.
Y se crió, lo suficiente para que, al morir su padre, pudiera hacerse cargo de la tienda.
Nunca fue al pueblo. Ni siquiera cuando las mujeres insistieron en que se pusiera una camisa gris y
un brazalete negro en la chaqueta para el entierro. No lo acompañó. Lo vio partir a hombros de cuatro
marineros, sus amigos, y no quiso saber en que hoyo lo habían depositado.
Su padre no había conocido el Festival, porque éste llegó mucho después, con el pueblo cambiado,
porque hubo más hombres que emigraron, y las casas de piedra, con escudos en la fachada, tuvieron que
aceptar como vecinas a las casitas de materiales baratos y a los edificios que, ventana sobre ventana,
ocultaban los suaves verdes y los azules infinitos de la ría y los verdes intensos, los ocres y los dorados de la
montaña.
El Festival nació la noche en que unos chicos extraños llegaron con sus mochilas y se tendieron en la
playa para contemplar las estrellas.
Cuando sus risas, sus voces y el sonido de las guitarras llenaron la playa, los hombres dejaron las
fichas de dominó y los naipes sobre las mesas y se asomaron a la puerta de la taberna. Antonio también se
asomó. Y les pareció bien, porque la hoguera ponía luz a la noche y los muchachos la llenaban de alegría.
Al año siguiente, aquellos chicos trajeron otros y al siguiente vinieron más, con guitarras y canciones
nuevas. Y hubo peleas, y suciedad en la playa, y en las calles. Vinieron periodistas que husmearon través de
las ventanas. Y el Festival salió en los periódicos de la capital. Y el nombre del pueblo fue pronunciado por
muchas voces.
Pero a ellos no querían que gentes extrañas invadieran sus calles y rompieran su quietud. Por eso,
no les gustaba el Festival. Dejaba algún dinero, sí, pero también desperfectos, suciedad y la imagen de
costumbres licenciosas, tan lejanas del sentir de sus gentes.
Antonio ni entraba ni salía en las discusiones de sus parroquianos, pero a él le gustaban los chicos de
la playa y se alegraba de que en la semana del Festival sus ganancias fueran mayores, aunque, mientras no
conoció a Silvia, nunca supo que podía hacer con ellas.
Antonio pule una o dos tablas diarias, por eso cada jornada le cuesta más colocar el camino. Y la
angustia y la rabia enturbian sus ojos, al sentir sobre su cuerpo cansado la mirada inquieta de los hombres
que le observan, desde la puerta de “Yacaré” y cuchichean que el Festival es el culpable de su locura.
Lo hombres fueron los primeros en hablar de la chica que bailaba descalza en la playa. “Está drogada”,
dijeron unos. “Borracha”, señalaron otros. “Quizás se trata de una subnormal”, apuntaron otros.
Las mujeres lo hicieron después, cuando el Festival terminó y ella se quedó entre los restos de la
fiesta. “Es una libertina, una depravada”, apuntillaron. Antonio no dijo nada, pero la vio brillar entre el grupo
anodino que colocó su tienda en la zona cercada a “Yacaré”. Admiró sus manos largas que acariciaban las
cuerdas de la guitarra, su voz, como de brisa, que modulaba canciones que le hacían soñar. Compartió su
risa cuando en el fondo de los grandes bolsillos de su falda de colores buscaba monedas para pagar los
cartones de leche y las botellas de vino con que el grupo parecía alimentarse. Y la vio correr, descalza,
cuando la bajamar permitía el paso de la ría hasta la otra orilla. Imaginó la tibieza de su piel blanca y el fuego
de sus ojos del color de las castañas maduras, se enamoró de su boca y supo que la amaría siempre cuando
ella le dijo que se llamaba Silvia.
Las mujeres dijeron que había que recluirla, que no podía quedarse tirada por las calles durante el día
y durmiendo en la playa por las noches.
Los hombres soñaron con la tibieza de su cuerpo y el tacto suave del pelo rubio que cubría los
hombros desnudos.
Antonio la llevó a la taberna, le hizo un hueco bajo el mostrador, le dijo que llenara el local de
canciones y esperó a que ella aprendiera a quererlo, mientras compraba un terreno donde florecían las
hortensias y lo llenaba de maderas para construir una casa. Una tarde la llevó a verlos y la besó por primera
vez. Pero, al decirle que todo aquello le pertenecía y que él era también suyo para toda la vida, Silvia
enrojeció, su cuerpo empezó a temblar y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Las mujeres del pueblo lo sabían. Los hombres bajaban la voz cuando lo comentaban y los niños
miraban a la chica extranjera sin disimulo, buscando en la levedad de su cuerpo las huellas de las manos de
sus padres.
Por eso, a nadie le extrañó su desaparición.
Antonio no quiso escuchar. Tampoco habló. Se dedicó a esperar que el mar o el viento se la
devolvieran. Pero no lo hicieron, ni el Festival tampoco. Y cada tarde va en su busca, en bajamar, por el
camino de sueños que hace con los tableros que ya no le servirán para la casa.

Relato finalista de la III Edición del Concurso de Relato Fotográfico, organizado por la Escuela de Escritores.
Deshaciendo el silencio

Autor: Lola Sanabria García

Cuando vuelva a verla hoy, será como todos los días, un camino cortado. Pasará cerca, me mirará
con la sonrisa de indiferencia de siempre, saludará como quien echa una paloma al aire y a mí se me
volverán a atascar las palabras. Esta soledad de madera y agua embarrada, la llevo dentro.
Me cala día a día, me detiene en mitad de la vida. Avanza el tiempo y sigo solo, cada vez con más
desgana de compañía. Aquí vivo conmigo el silencio de la extensión infinita donde pongo una y otra palabra
mordida para cruzar al otro lado. No sé qué habrá en la orilla opuesta. Antes sí, antes veía con claridad la
casa de tejas rojas y fachada encalada. Veía mi chimenea de humo. Veía las garzas pasar por encima de las
aguas pantanosas, rozar la superficie, desdoblándose, y volver a subir con una culebra en el pico. Entonces
podía verla a ella con mucha claridad, muchacha de delantal a rayas, blusa blanca y falda roja, sentada cada
tarde en su silla de anea cerca de la puerta, esperándome. Pero se le han ido borrando los contornos y
ahora es transparente y temo que voy a perderla. Amo este lugar, amo esa orilla a la que, madera a madera
voy llegando, amo a esa muchacha que temo tocar porque es de agua y se escurrirá entre los dedos.
Hoy, cuando vuelva a verla, será otra vez un camino cortado, pero mañana , tal vez cuando alcance
la otra orilla y me encuentre en tierra firme, el deseo cobre fuerza y su imagen se haga de colores , entonces
me acercaré, cerraré sus labios con los míos, absorberé esa paloma para que no se pierda en el aire, la
cogeré en brazos y la llevaré conmigo al otro lado donde nos está esperando la casa, la chimenea y la silla.

Relato finalista de la III Edición del Concurso de Relato Fotográfico, organizado por la Escuela de Escritores.
No soy tonto

Autor: Uxío Broullón Villar

“No soy tonto, no soy tonto”, resollaba el gigante a cada golpe de azadón contra el suelo, “no soy
tonto, no soy tonto, ellos creen que lo soy pero no lo soy, no lo soy, no soy tonto”, cada vez que se hincaba el
acero en la tierra negra, “piensan que no sé hacerlo porque soy tonto, pero yo no soy tonto, no soy tonto y lo
voy a hacer”, arrancaba terrones con la codicia que otros comen pipas de girasol tostadas y saladas, una
tras otra, una tras otra, “no soy tonto y lo voy a hacer, van a ver esos idiotas, ellos sí son tontos, no yo, yo no,
yo no soy tonto”, y retumbaba el suelo a cada mordida del incisivo de metal afilado como si una estampida
de toros furiosos estuviese pasando, “no soy tonto, no…”.
– Buenas tardes, señor, ¿qué está haciendo?- le preguntó Alicia la Nitriska, que observaba una procesión de
palitos rojos subiendo por un árbol.
El gigante detuvo su arma-herramienta por encima de su cabeza sin herir la tierra después de haberle
clavado novecientas setenta y una mil novecientas setenta y una puñaladas; volvió la vista atrás, al
quilométrico surco que había labrado, miró después a la niña y le dijo:
– Hm, no lo sé.
– Pues es muy bonito su nolosé – sonrió Alicia antes de volver a su ocio favorito.

Relato finalista de la III Edición del Concurso de Relato Fotográfico, organizado por la Escuela de Escritores.

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