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LÍRICA GRECOLATINA

ARQUÍLOCO (VII)

Algún Sayo alardea con mi escudo, arma sin tacha,


que tras un matorral abandoné, a pesar mío.
Puse a salvo mi vida. ¿Qué me importa el tal escudo?
¡Váyase al diantre! Ahora adquiriré otro no peor.

Corazón, corazón de irremediables penas agitado,


¡álzate! Rechaza a los enemigos oponiéndoles
el pecho, y en las emboscadas traidoras sostente
con firmeza. Y ni, al vencer, demasiado te ufanes,
ni, vencido, te desplomes a sollozar en casa.
En las alegrías alégrate y en los pesares gime
sin excesos. Advierte el vaivén del destino humano.

SAFO (S. VII)

Me parece el igual de un dios, el hombre que frente a ti se sienta, y tan cerca te escucha
absorto hablarte con dulzura y reírte con amor. Eso, no miento, no, me sobresalta dentro del
pecho el corazón; pues cuando te miro un solo instante, ya no puedo decir ni una palabra, la
lengua se me hiela, y un sutil fuego no tarda en recorrer mi piel, mis ojos no ven nada, y el oído
me zumba, y un sudor frío me cubre, y un temblor me agita todo el cuerpo, y estoy , más
muerta que la hierba, pálida, y siento que me falta poco para quedarme muerta.

MIMNERMO (S. VII A.C)

¿Qué vida, qué placer hay sin dorada Afrodita?


Ojalá muera, cuando nada de esto me importe:
amor secreto, dulces obsequios, cama
donde flores de juventud se hacen deseables
para hombres y mujeres. Cuando sobreviene dolorosa
vejez, que al deforme y al hermoso varón iguala,
siempre sus entrañas consumen malas congojas,
y no goza ya viendo los rayos del sol,
sino que se vuelve odioso a los muchachos, despreciable a las mujeres.
Tan penosa la vejez dispuso un dios.

ANACREONTE (S. VI)

Del Amor

Ya quiero amar, ya quiero.


Cupido amar me manda,
Y yo, ¡Pobre insensato!
Desoigo sus palabras.
Se irrita y toma el arco
Con la dorada aljaba,
Y me provoca, al punto
A singular batalla.
La acepto. Hecho un Aquiles
Me ciño la coraza,
Y audaz le desafió
Con el escudo y la lanza.
Dispara, y hurto el cuerpo;
Agótase su aljaba;
Y entonces, como un dardo,
El mismo se dispara.
El pecho me atraviesa,
El corazón me clava,
Y las fuerzas me roba
Y la vida me arranca.
Vano es ya resistirse,
Inútiles las armas.
¿A qué tirar afuera
Si es dentro la batalla?

De sí mismo

Sobre los verdes mirtos recostado


quiero brindar, y sobre tiernos lotos,
y que al Amor, al cuello
con una cinta el palio recogido,
escancie el vino en mi profunda copa.

La breve vida pasa dando vueltas


cual la rueda de un carro,
y cuando se deshagan nuestros huesos
yaceremos en polvo convertidos.

¡Para qué entonces derramar ungüentos


sobre la tierra helada? ¿De qué sirve
libar sobre la tierra que nos cubra?
Mejor úngeme ahora,
coróname de rosas perfumadas
y haz que se acerque la mujer que adoro...

Mientras llega el momento


de acudir a las danzas infernales,
quiero vivir ajeno de cuidados.
A una doncella

En un tiempo, de Frigia en la ribera,


en roca fue Niove transformada
y la hija de Pandión, como una alada
golondrina, cruzó la azul esfera.

¡Ay si en tu espejo yo me convirtiera


para poder gozar de tu mirada!
¡Si trocándome, en túnica, abrazada
a ti toda la vida me estuviera!

Onda quisiera ser para bañarte,


ungüento y perfumar tu piel de nieve,
banda y el alto seno sujetarte,
perla y fulgir en tu garganta hermosa,
¡o ser quisiera tu sandalia breve,
que, como tú la huellas, es dichosa!

Echándome de nuevo su pelota de púrpura


Eros de cabellera dorada
me invita a compartir el juego
con la muchacha de sandalias de colores,
Pero ella, que es de la bien trazada Lesbos,
mi cabellera, por ser blanca, desprecia,
y mira, embobada, hacia alguna otra.

LÍRICA ROMANA

CATULO

II

Gorrión, capricho de mi niña, con el que acostumbra ella jugar, tenerlo en su


regazo, ofrecerle la punta de su dedo tan pronto se le acerca y moverle a agudos
picotazos, cuando al radiante objeto de mi desasosiego le agrada jugar a no sé qué cosa
querida y solaz de su dolor; entonces -creo- se le calmará su ardiente pasión.
¡Ojalá pudiera yo, como ella, jugar contigo y aliviar las tristes cuitas de mi alma!

III
¡Llorad, oh Venus y Cupidos y cuanto hay de hombres refinados! El gorrión
de mi niña ha muerto; el gorrión, capricho de mi niña, a quien ella más que a sus ojos
quería; pues era dulce como la miel y la conocía tan bien como una niña a su madre, y
no se movía de su regazo, sino que, saltando alrededor unas veces por aquí, otras por
allá, piaba sin parar a sola su dueña; y que ahora va por un camino tenebroso hacia allí
de donde dicen que no vuelve nadie.
¡Malhaya a vosotras, malvadas tinieblas del Orco, que devoráis todas las cosas
bellas!: tan hermoso gorrión me habéis arrebatado. ¡Oh desgracia! ¡Pobrecillo gorrión!
Ahora, por tu culpa, los ojitos de mi niña, hinchaditos, enrojecen de llanto.

Vivamos, Lesbia mía, y amemos, y las habladurías de esos viejos tan rectos,
todas, valorémoslas en un solo as. Los soles pueden morir y renacer: nosotros, en
cuanto la efímera luz se apague, habremos de dormir una noche eterna.
Dame mil besos, luego cien, luego otros mil, luego cien una vez más, luego sin
parar otros mil, luego cien, luego, cuando hayamos hecho muchos miles, los
revolveremos para no saberlos o para que nadie con mala intención pueda mirarnos de
través, cuando sepa que es tan grande el número de besos.

VII
Me preguntas cuántos besos tuyos, Lesbia, me son bastante y de sobra. Cuan
gran número de arena libia se extiende por Cirene, rica en laserpicio, entre el oráculo
del tempestuoso Júpiter y el sepulcro del antiguo Bato. O cuantas estrellas
contemplan, cuando calla la noche, los furtivos amores de los hombres. Tantísimos
besos le son bastante y de sobra besarte al loco de Catulo, que ni podrían contar los
curiosos ni embrujar (21) con su mala lengua.

VIII
Desdichado Catulo, ¡que dejes de hacer tonterías y lo que ves que se ha
destruido lo consideres perdido! Brillaron un día para ti radiantes los soles, cuando
acudías una y otra vez a donde tu niña te llevaba, querida por mí (23) cuanto no lo será
ninguna. Y allí tenían lugar entonces aquellos múltiples juegos que tú querías y tu niña
no dejaba de querer. Brillaron, es verdad, para ti radiantes los soles.
Ahora ya ella no quiere: tú, como nada puedes hacer, tampoco quieras, y a la
que huye no la persigas, ni vivas desdichado, sino resiste con tenaz empeño, manténte
firme. ¡Adiós, niña! Ya Catulo está firme, y no te buscará ni te hará ruegos en contra de
tu voluntad. Pero tú te lamentarás cuando nadie te haga ruegos. ¡Criminal, ay de ti! ¿Qué
vida te espera? ¿Quién se te acercará ahora? ¿A quién le parecerás bella? ¿A quién
querrás ahora? ¿De quién se dirá que eres? ¿A quién besarás? ¿A quién morderás los
labios?
Pero tú, Catulo, resuelto, manténte firme.

LI
Me parece a la altura de un dios y que, si es lícito decirlo, está por encima de los
dioses el que, sentándose frente a ti, te mira y te oye mientras ríes dulcemente; lo cual a
mí, desdichado, me arrebata todo el sentido: pues, en cuanto te contemplo, Lesbia, ni
un hilo de voz queda en mi boca, la lengua se me entorpece, una tenue llama fluye bajo
mis entrañas, tintinea en mis oídos un característico zumbido, mis ojos se cubren con
una noche gemela.
La inactividad, Catulo, te resulta perjudicial: con la inactividad te desbordas y te
exaltas demasiado. La inactividad trajo la perdición antes a reyes y a ciudades ricas.
LXXXV
Odio y amo. Por qué hago eso acaso preguntas. No sé, pero siento que ocurre y
me atormento.

HORACIO

EPODOS

“Feliz aquel que, ajeno a los negocios,


como los primitivos,
labra tierra paterna con sus bueyes
libre de toda usura;
que no oye el agrio son de la corneta,
ni teme el mar airado,
y evita el Foro y las soberbias puertas
de los más poderosos;
y los largos sarmientos de las vides
une a los altos álamos,
o contempla de lejos su vacada
en un valle apartado;
y, las ramas inútiles podando,
injerta otras más fértiles,
o guarda espesa miel en limpias ánforas,
o esquila sus ovejas.
O, cuando Otoño adorna su cabeza
de fruta sazonada,
cómo goza coger peras de injerto
y las uvas de púrpura,
que a ti, Príapo, da y a ti, Silvano,
que cuidas de las lindes.
Grato es yacer bajo una vieja encina
o sobre espeso prado.
Mientras, fluye el arroyo por su cauce,
trina el ave en el bosque
y hay un rumor de fuentes manantiales
que invita a sueños leves.
Pero, en invierno, cuando Jove envía
lluvias y nieves juntas,
acosa al jabalí con su jauría
a las abiertas trampas,
o extiende redes ralas con un palo,
engaños para tordos,
y la liebre y la grulla coge a lazo,
presas muy agradables.
Ante estos goces, ¿quién no olvidaría
las penas que Amor trae?
Mas si una mujer fiel cuida en su parte
de la casa y los hijos,
como una de Sabina o bien de Apulia
por soles abrasada,
apila en el lar sacro leña seca
para su hombre cansado,
y, llevando al redil la grey alegre,
ordeña las ovejas,
y saca del barril vino del año
e improvisa una cena,
no me placieran más ostras lucrinas,
o escaro o rodaballo,
si el invierno en las olas orientales
en este mar los vierte.
Ni ave africana, ni faisán de Jonia
descienden en mi vientre
con más gusto que olivas escogidas
en las ramas del árbol,
o la acedera, amante de los prados,
y las salubres malvas,
o un cabrito salvado de los lobos,
o un cordero en las fiestas.
En la mesa, qué bien ver las ovejas
recogerse de prisa,
ver los bueyes exhaustos arrastrando
la reja, el cuello flojo,
ver esclavos nacidos en la casa
en torno de los lares.”

Esto enunciado, el usurero Alfio,


campesino futuro,
cobró en los Idus todo su dinero
y lo presta en Calendas.

ODAS

No preguntes (es sacrílego saberlo) qué fin a mí, cuál a ti,


los dioses han dado, Leuconoe, ni sondees los babilónicos
números. ¡Cuánto mejor es soportar lo que haya de ser!
Así Júpiter nos haya concedido muchos inviernos, así este sea el último
que ahora desgasta contra los escollos sobresalientes las olas
del Tirreno: sé sabia, filtra el vino y en un espacio breve
recorta una esperanza larga. Mientras hablamos, habrá huido celosa
la edad: aprovecha el día, confía lo menos posible en el mañana.
(Oda XI, I Carmina. Horacio)

Oh Venus, reina de Gnido y Pafos,


abandona tu Chipre tan querida
y acude a la adornada estancia
de Glícera, la que te invoca
con numeroso incienso.
Venga contigo el Niño ardiente
y las Gracias de talles desceñidos;
vengan las Ninfas y la Juventud,
que sin ti a nadie atrae;
venga Mercurio.

(Oda XXX, I)

¿Mueves de nuevo guerras, Venus


después de paz tan prolongada?
Déjame, te lo ruego, te lo ruego.
Ya no soy como era bajo el reinado
de la buena Cinara. Cesa, madre cruel
de los dulces Cupidos, de ablandar
con tu suave imperio a un hombre endurecido
de cerca de diez lustros. Vete
adonde te llaman los tiernos ruegos
de los jóvenes.

(Odas IV, 1)

OVIDIO

Yo me disponía a cantar en tono elevado las armas y las sangrientas batallas, materia
conveniente a mis versos, el primero de la misma medida que el segundo; Cupido, según dicen,
se echó a reír, y arrebató al último uno de los pies. Niño cruel, ¿quién te dió tal derecho sobre
mis cantos? Los vates somos esclavos de las Musas, y no tuyos. ¿Qué diríamos si Venus tomase
la armadura de la rubia Minerva, y ésta agitase las encendidas antorchas? ¿Quién vería sin
extrañeza reinar a Ceres en los montuosos bosques, y que los campos se cultivasen bajo las
leyes de la virgen de la aljaba? ¿Quién armará, de aguda lanza a Febo, insigne por su cabellera,
mientras Marte pulse la lira de Aonia? ¡Oh niño!, ya es demasiado grande y poderoso tu
imperio. ¿Por qué aspira tu ambición a nuevos dominios? ¿Acaso porque reinas en los ámbitos
del mundo, y son tuyos el Tempe y el Helicón, pretendes que Apolo pierda también su lira? Así
que en la nueva página estampé el primer verso grandilocuente, se me aproximó el Amor y
debilitó todos mis bríos. No me ofrecen asuntos de poemas ligeros ni un mancebo, ni una
hermosa doncella de largos cabellos.
Apenas hube pronunciado estas quejas, Cupido, soltando de repente la aljaba, saca la flecha
aguzada que ha de herirme, encorva brioso el arco con la rodilla, y exclama: «Ahí tienes, poeta,
el asunto que debes cantar.» ¡Desgraciado de mí!, aquel muchacho estuvo certero al herir: me
abraso, y el amor reina en mi pecho, antes vacío. Comience mi obra en versos de seis
compases, seguidos de otros de cinco, ¡y adiós sangrientas guerras y metros en que sois
cantadas! ¡Oh Musa!, ciñe tus áureas sienes con el mirto resplandeciente: sólo tienes que
modular once pies en cada dos versos.

II

¿En qué consiste que la cama me parece tan dura, la cubierta se cae de mi lecho, y he pasado
esta larguísima noche sin conciliar el sueño, y aun me duelen los cansados miembros, que se
revolvían faltos de sosiego? Si el amor viniese a inquietarme, creo que lo reconocería. ¿Acaso
viene, y su astucia me atormenta con secretas emboscadas? Así era en verdad; sus leves saetas
se clavaron en mi corazón, y riguroso tiraniza el pecho que acaba de someter. ¿Cederemos, o
con la resistencia encenderemos más la súbita llama? Cedamos; siempre es ligera la carga que
se sabe soportar. Yo vi crecer el fuego encendido al removerse los tizones, y apagarse cuando
nadie los agitaba. A los bueyes que se rebelan, oprimidos por la. dureza del yugo, se les castiga
mucho más que a los que soportan el peso del arado. Dómase el potro rebelde con el freno de
dientes de lobo, y el que corre brioso al combate tiene que sentir menos su dureza. El amor se
encona más cruel y despótico contra quien le resiste que con quien se reduce a tolerar su
servidumbre. ¡Ah!, lo reconozco, soy tu nueva presa, Cupido, y alargo las vencidas manos,
prontas a obedecerte. No se trata de guerrear: te pido la paz y el perdón; poca alabanza te
reportaría, vencer. con tus armas a un hombre desarmado.

II, 9

¡Oh Cupido, nunca bastante indignado contra mí, niño nunca perezoso en turbar mi sosiego!,
¿por qué me maltratas sabiendo que no deserté tus banderas y me clavas tus flechas dentro
de mi propio campo? ¿Por qué tu antorcha abrasa, por qué tu arco hiere a los amigos?
Alcanzarías más gloria humillando a los rebeldes. Por ventura el héroe de Hemonia después de
hundir su lanza en el pecho enemigo, ¿no le sanó con ella la herida? El cazador persigue la
presa fugitiva, la coge y la abandona, siempre afanoso por abatir otras nuevas. Nosotros que
nos reconocemos tus súbditos sentimos el rigor de tus armas, y tus débiles brazos se detienen
ante el que te ofrece resistencia. ¿Qué ganas con embotar tus finos dardos en mis huesos
descarnados, ya que el amor me ha reducido a los huesos? Hay muchos mozos que no aman y
muchas jóvenes en la misma situación; tu triunfo sobre ellos te conquistaría grandes
alabanzas. Si Roma no hubiese desplegado sus fuerzas en la inmensidad del orbe, no sería al
presente más que un hacinado montón de pajizas cabañas. Harto de pelear, el soldado trabaja
los campos que se le han distribuído, deja la espada y echa mano a las rudas estacas. Los
puertos espaciosos resguardan las naves de la tempestad; el potro libre de su prisión corre a
pacer en los prados; el viejo gladiador depone la espada y recibe la vara que asegura el resto
de sus días, y yo que tantas veces milité en las filas de Cupido, bien merezco gozar al cabo una
vida tranquila. Pero sí un dios me dijese: «Vive por fin exento de cuitas», le disuadiría: ¡son tan
dulces las penas del querer!

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