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Hace un tiempo discutía con un amigo sobre el lugar o el espacio metafórico que ocupa el
Sueño en el mundo contemporáneo. Evidentemente, al referirnos a ello, inmediatamente
implicamos palabras e ideas vinculadas a la felicidad, lo imposible, la inconciencia, entre
muchas otras.
Usualmente esta palabra es utilizada para expresar ese espacio onírico de plenitud, belleza,
tranquilidad, realización y placer evocado mientras dormimos. Mientras que en sus
expresiones cotidianas conforma ideas relativas a conseguir o concretar aquello que parece
imposible “cumplir un sueño” así como vivenciar, percibir o sentir algo sublime que nos parece
imposible en la vida real “este paisaje es un sueño”.
La Felicidad suele estar relacionada fuertemente a la idea del sueño realizado. Allí radica la
potencia y la genialidad de la idea del Sueño; un espacio de felicidad total pero sin embargo
fuera del espacio real. Lo real vendría con el despertar, y desde Calderón de la Barca hasta los
hermanos Wachowski, sería expresado desde el acceso al conocimiento, pasando por los
mundos paralelos y llegando a la muerte misma. Es así, que el despertar sería negado y
ansiado al mismo tiempo, posibilidad de conocimiento y tal vez punto final del viaje, con un
costo muy grande para arriesgar.
¿Qué tiene que ver esto con el teatro? Pues tendré que recomenzar el relato por otro lado
para que nuestro conocimiento no termine en muerte y equivoquemos nuestro despertar.
Mis textos tienen generalmente un proceso de escritura de, al menos, un año y en otros hasta
cuatro cinco años. La escritura en si puede concentrarse en un par de semanas, pero el acto
del pensamiento, trabajo, imaginación, rumeo de ideas, la lectura de libros, las charlas con
amigos, desde el día que se despertó una idea, hasta el día que termino una obra de teatro
que considero habilitada para ser leída, puede durar mucho más. Ni hablar ya del acto de
corrección y re escritura que puede durar años y, seguramente, atraviese distintas puestas.
Usualmente mis obras están escritas antes de empezar el ensayo con los actores, pero el texto,
ese papel, entra en igualdad de condiciones con los actores o con cualquier otro creador. El
texto y su padrino el dramaturgo no saben si la obra será lo que ellos pensaron, lo que
proponen en sus hojas. Empieza una guerra de miedos y esperanzas en donde todos queremos
lo mejor para la obra, pero no sabemos exactamente como llegar a ese lugar. Me gusta pensar
el texto como un mapa de un país desconocido. Todos nos subimos en un viaje para descubrir
este territorio y sabemos que al final lo importante será la experiencia de transitar el país, no
haber respetado el mapa. El texto es una idea, una posible guía, pero en el camino se debe uno
dejar enamorar y asustar por la experiencia real que ofrece la escena. Esto no quita que el
texto debe ser preciso, debe ser una obra fuerte, terminada, sugerente, debe invitar a visitar
ese país, pero jamás debe ser lo importante. El mapa del tesoro no importa más que el tesoro.
No se deben hacer textos, se debe hacer teatro y en ese misterio estamos todos los creadores
en igualdad de condiciones con nuestra ignorancia.
No lo sé, pero intentar contestar esa pregunta en cada ensayo es fundamental. En el mundo de
todo vale, tratar de imponer esta pregunta es, al menos, pertinente. Creo que no hay una
manera sola o buena de crear, pero tampoco creo que se pueda crear de cualquier modo. El
deber ser en un ámbito tan libre como el creativo siempre conlleva ribetes fascistas, pero es un
peligro que asumo con el fin de no abandonar una pregunta que debe interpelarme cada vez
que encamino un proceso creativo. Pertenezco a un grupo – COMPLOT *- que no tiene actores
estables, no tenemos teatro, no tenemos reuniones periódicas (nos vemos todos juntos, los
cinco, una sola vez al año o menos) y no pretendemos que todos los grupos sigan nuestro
modelo de organización, pero si pretendemos tener un lugar, un espacio de validez,
reclamamos el derecho a pertenecer desde la diferencia. Se ha acusado mucho a los creadores
contemporáneos de poner lo individual por sobre lo colectivo. Se ha sobre valorizado, por lo
menos en mi país, la idea de colectivo, grupo, trabajo, roles, participación, como si todo esto
fuese positivo per se. En COMPLOT creemos que el colectivo debe impulsar la individualidad
de cada uno de sus integrantes y esto es una oposición clara a la idea clásica de grupo en
donde todos trabajan por el bien colectivo incluso sacrificando lucimientos personales. Notesé
que uso la palabra lucimiento, porque ha sido la palabra que durante años utilizaron para
limitar el crecimiento de alguna persona en un grupo. Lucir, sobre salir, destacarse estaba mal,
pues opacaba y dejaba atrás a los otros compañeros. En nuestro grupo pretendemos
continuamente ser una herramienta de crecimiento individual de las personas, no tenemos
asambleas ni comisiones de trabajo, no se es de COMPLOT, se trabaja con COMPLOT.
El teatro que actualmente hago y me interesa es un teatro que no reclama, sino que combate
por su espacio y su derecho a existir. Un teatro que mientras entretiene molesta, he ahí su
intención de retener al espectador, para defraudarlo. El espectador quiere una experiencia de
goce y recibe a cambio el sabor agridulce de la política. Quiere descansar, quiere apaciguar su
conciencia, pero lo hemos engañado y no lo vamos a soltar. Un teatro trampa – a decir de
Javier Daulte- que al igual que Hamlet urde una obra para despertar la conciencia de Claudio
en la platea, pero con la gran diferencia de que este Hamlet se ha dado cuenta que en su
platea ya no está Claudio, sino que está poblado de Hamlets que lo único que quieren es que le
cuenten una y otra vez la historia que ya conocen, para tranquilizarse, para no sentirse solos,
para saber que al menos alguien piensa como ellos. Este teatro tranquilizador de conciencias
debe modificarse y es por eso que, en la estrategia de quien escribe estas líneas , si la platea se
nos ofrece llena de Hamlets entonces el creador debe transformarse radicalmente en un
Claudio que urde un trampa. Un teatro de discurso filofascista para un público bien pensante
que solo quiere recibir placer. Que maravilloso mundo de asco, enojo, indignación,
aburrimiento e ira hemos abandonado por la droga de la risa y el entretenimiento. Hemos
cuidado tanto al público que este se ha dormido y solo quiere que le sigamos contando un
lindo sueño para no despertar jamás. Se trata de darle al público un poco de su propio
chocolate, utilizar el entretenimiento y la risa para defraudarlo, para molestarlo, para decirle
en la cara cosas que no pagó para escuchar.
Se trata, al mismo tiempo, del derecho a pensar, reflexionar y filosofar. Se trata de imponer un
trabajo arduo para el espectador, una participación real de su pensamiento, una interpelación
honesta desde el escenario. No se trata de revelar una verdad, se trata de revelar una mentira
pero de tal forma que implique un gran trabajo para el espectador tirar esa mentira abajo. Es
una bella guerra de las mentiras inteligentes contra las verdades perezosas.
La fantasía como estrategia y la política como fin, sin olvidarnos jamás que somos Hamlet
disfrazado de Claudio y que debemos comprometernos con ese papel. Se trata de sugerir, en
lugar del sueño tranquilizador, una pesadilla inquietante. Una pesadilla que nos mantenga
alerta, que nos despierte nerviosos, que en vez de conmovernos, nos remueva.
Febrero 2013