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En el mundo existe una aparente dualidad entre grupos e individualidades que ejercen la

política sin ningún tipo de escrúpulo y con una fría percepción de la realidad, mientras otros la
practican apegados a “la moral”, para exorcizarla de los males del poder. Tal oposición se
inventa a partir de la obra de Maquiavelo, la verdadera bestia negra del pensamiento político,
por diagnosticar la maldad y el crimen en la política, como en los negocios o cualquier otra
actividad humana.

Gramsci, en coincidencia con el florentino, comprendió que la disyuntiva entre “principistas y


realistas” había abierto el paso a esos “principistas” para emprender acciones condenables o
cometer grandes errores, en la persecución de ideales que resultan finalmente traicionados.
Hugo Chávez Frías declamaba a su salida de la cárcel de Yare, el 26 de marzo de 1994: “el MBR
- 200 va a la calle, a la carga, a tomar el poder político en Venezuela y a mostrarle a los
politiqueros cómo se conduce un pueblo al rescate de su verdadero destino…El 4 de febrero
insurgimos para buscar cambios profundos para llegar a la profundidad de las estructuras con
un mensaje de profundo cambio”.

La antipolítica se percibe a sí misma como el remedio definitivo de la política y como la


manifestación honesta y genuina de la red pública. Aunque no es aún un concepto acabado de
la ciencia política, porque no ha sido integrado suficientemente en una obra sistemática que le
dé condición de teoría, el término remite a fenómenos y procesos en los que movimientos de
diferente orientación ideológica con fines variados irrumpen en sistemas políticos
establecidos.

En Latinoamérica existió en el siglo XX detrás de los caudillos y renació como una tendencia en
los años ochenta cuando la confianza entre la ciudadanía y partidos políticos, y entre
ciudadanía y Estado, experimenta un franco descenso, que responde en gran medida a los
efectos generados por el modelo cepalista, desarrollado en toda la región y asumido como
doctrina oficial por las organizaciones partidistas.

Desaparición de los partidos


La antipolítica es una reacción universal y atemporal contra los partidos organizados, y en
términos históricos es encarnada por personalidades caudillescas que fracturan el orden, con
la promesa de reivindicar las injusticias sociales y erradicar los males originados por las
instituciones corruptas e ineficientes. Se nutre de la negación y desaparición de partidos
institucionales, a través de una narrativa seductora que plantea la necesidad de un verdadero
líder, una especie de ungido que actúa en nombre del bien y la justicia, e inmune frente al
virus de la gestión pública es capaz de solucionar los padecimientos de los más desfavorecidos.

Se valora a los partidos políticos como estructuras clientelares con intereses particulares que
en nada promueven el bienestar de la sociedad y cuya dinámica resulta mezquina al dejar de
lado al ciudadano en la conducción de los asuntos públicos. Pero la antipolítica no solamente
se evidencia en conductas que menoscaban y desprestigian el esquema de partidos, sino que
es principalmente una manera de hacer política que, como es natural, persigue el ejercicio del
poder. Emprende prácticas que se enmarcan en el populismo, la despolitización y la
desideologización, factores que afectan la polis.

En Venezuela estuvo adormecida hasta el gobierno de Jaime Lusinchi, cuando un grupo de


intelectuales denominado Los Notables y encabezado por Arturo Uslar Pietri, en coincidencia
con la izquierda, derrotados por Acción Democrática, iniciaron el descrédito hacia las
organizaciones partidistas y las instituciones, campaña que también centró el foco en la
relación extramarital del presidente adeco. Se mantuvo una prédica sistemática que
cuestionaba las deficiencias de la democracia, que comenzó a ser percibida por sectores de las
clases media de una manera negativa.

El grupo de intelectuales denunciaba la corrupción, el burocratismo y la ineficiencia


económica, incluso cuando se apostó a la aplicación de medidas para revertir los problemas
señalados. Se buscaba la implosión del sistema político mediante una campaña empresarial
con la utilización de los medios de comunicación, que arreció durante el segundo gobierno de
Carlos Andrés Pérez con el Gran Viraje. La reiterada exposición del carácter perjudicial del
bipartidismo venezolano sirvió la mesa a la hoy enraizada revolución bolivariana.

El líder emergente, un clamor


La antipolítica sitúa su razón de ser en la política, se alimenta y crece de la posición opuesta
que cuestiona con vigor. Su oportunidad para la acción está en el deterioro o agotamiento de
un orden consolidado, incapaz de responder a las demandas sociales del ciudadano, es allí
cuando se conjuga el descontento con la necesaria actuación de un gran líder con vasta
retórica.

Se asiste a la inevitabilidad del gendarme necesario de Laureano Vallenilla Lanz, quien dentro
de su tesis del cesarismo democrático, expuesta en el siglo XX, promueve la presencia de una
figura mesiánica y con mano dura para lograr la paz y el desarrollo de la sociedad. Mercedes
Pulido sostiene que “el republicanismo purificador reconoce la democracia como el régimen
ideal de gobierno, sin embargo asume que cuando el deterioro es profundo al punto que niega
la posibilidad de vivir en democracia, se hace necesaria la dictadura restauradora de las
virtudes cívicas ciudadanas”.

Pulido indica que es esa la referencia de las ideas del Movimiento Bolivariano Revolucionario-
200, que tiene receptividad en “los civiles con tradición leninista que se abocan a sustituir la
representatividad por la participación centrada en el poder del pueblo bajo una sola vía:
caudillo-pueblo”. Y de allí inducen la confrontación entre organizaciones partidistas y sociedad
civil, esta última denominada “pueblo”, conjuntamente con el desprecio a la separación de los
poderes y a los partidos políticos.

El golpe de Estado promovido en el Perú el 5 de abril de 1992 por el presidente Alberto


Fujimori, es ejemplo ilustrativo de la antipolítica en la última década del siglo pasado, al
desarrollar una “política no institucionalizada”. El entonces mandatario mediante aquella
maniobra, que contó con el respaldo de las Fuerzas Armadas, disolvió el Congreso e intervino
el Poder Judicial. Y en nueva alusión al descontento ciudadano como ingrediente básico para la
implosión de la institucionalidad, de acuerdo a las encuestas del momento en el país andino, el
82% de la población aprobó la desaparición del parlamento.

Cualidades éticas
“Hay diferentes vertientes que abogan por el recorte de competencias de la política”, advierte
Osvaldo Lazzeta, quien señala que la primera se fundamenta en “el descrédito de los políticos
y su ineficacia para resolver los problemas más apremiantes de la gente, lo que conduce a una
demanda de ética y de moralización de la política”. Otra, se enfoca en la despolitización de la
economía, “sin embargo, economía y política, no constituyen mundos disociados, el mundo
real de la economía se entrelaza tozudamente con el de la política y no existe demasiado
margen para aceptar la supuesta autonomía de ambos mundos”.

En este modelo universal que contempla la “autonomización de la economía”, y la sobrelleva a


una cuestión únicamente técnica libre de implicancias políticas y sociales, yace la exigencia de
un outsiders, personalidades con sólidas credenciales académicas y profesionales, que guiadas
por el empirismo y discurso pleno de deficiencias conceptuales, son arropadas por la gerencia
pública y los avatares propios del ejercicio del poder.

El analista político Pavel Gómez plantea que en el ruedo de la antipolítica “algunas


individualidades tienen cualidades morales y sapiencia que las convierten en notables (...) que
sí comprenden cuáles son los objetivos supremos y cuáles los medios para alcanzarlos”. Otras
de las claves que propone es que los errores en el cumplimientos de los grandes objetivos
nacionales y en la resolución de problemas surgen de las pobres cualidades éticas de los
ejecutores, más que de los incentivos del sistema político; y los problemas de la gestión
pública serían resueltos mejor por gerentes, por jugadores independientes o por intelectuales
que por políticos profesionales.

Con la victoria de Donald Trump, se inició la hora de la antipolítica en los Estados Unidos. El
empresario, que suscitó importantes diferencias dentro del Partido Republicano-con el que fue
a la contienda- representó la opción para desplazar al establisment que buena parte del
electorado responsabilizó de no haber mejorado sus condiciones de vida. Con un discurso
estridente, misógino, racista y nacionalista, el magnate hizo el trabajo.

En Venezuela
Hugo Chávez llegó finalmente al poder en 1998, con el respaldo del Movimiento V República
(MVR), Movimiento al Socialismo (MAS) y Patria Para Todos (PPT), tras un largo recorrido en el
que se desarrollaron acontecimientos determinantes que desalojaron la casa para recibir al
nuevo huésped: el chavismo.

La antipolítica inició su cruzada a través de campañas mediáticas, cuando se experimentaron


en el país los coletazos de la crisis de la deuda. Se gestó el repudio contra las toldas, percibidas
ya en ese tiempo como estructuras clientelares y corruptas.

La debacle del sistema político, que había logrado una institucionalidad e impulsado una
movilidad social, había comenzado, aupada por intelectuales, hacedores de opinión,
empresarios, directivos de medios de comunicación y sacerdotes. Replicaban la idea de que el
modelo de aquella democracia civil o representativa ya exigía un reemplazo.

La merma de los ingresos del ciudadano y la devaluación de la moneda, en el año 83,


trastocaron la calidad de vida del venezolano, dieron origen a una serie de sucesos que ya
profetizaban el fin del orden establecido y se fijaron en el ideario colectivo como la
manifestación de un descontento general: el 27 de febrero de 1989 y los intentos golpistas del
4 de febrero y 27 de noviembre de 1992.

El estallido popular
Para la superstición general, extendida por grupos ilustrados, lo ocurrido el 27 de febrero de
1989 fue una rebelión social frente a la corrupción y el empobrecimiento de la gente, así como
evidencia de un modelo incapaz de responder a las demandas de la mayoría. Comenzaba la
agonía política, la confusión del momento promovió las divisiones dentro del partido de
gobierno (AD) y el resquebrajamiento del esquema de partidos, conformado por AD, Copei y el
MAS. Mientras, en la FAN empezaba el sonido de los sables. Más tarde, con la destitución de
Carlos Andrés Pérez (1993) y el sobreseimiento de Chávez otorgado por Rafael Caldera, la
corrupción y la pobreza de la mano del invento de moda el “neoliberalismo”, se convirtieron
en “la plaga que se propagaba desde los partidos”. El virus había que erradicarlo a como diera
lugar, incluso con sangre.
La remoción de Pérez revistió a Chávez de salvador, y liberado por Caldera y por la Corte
Suprema de Justicia, corrió sin freno como candidato presidencial en medio de una
descomposición integral. La antipolítica había dado el golpe de gracia.

Seductora narrativa
En torno a la crítica y negación de la política, se construye un discurso generalmente populista
y emocional que busca imponer intereses, “comunes y verdaderos”. Prescinde de la
persuasión y la promoción al debate, la discusión y la pluralidad, elementos inherentes a la
democracia. La narrativa de la antipolítica, que no es más que un discurso político, enfila su
artillería contra los dirigentes tradicionales, y sus acusaciones van dirigidas a la existencia de
objetivos personales y a la incapacidad por interpretar la realidad social y actuar en función de
ella. La retórica se edifica a partir de calificativos ajenos a la racionalidad, y al cuestionamiento,
previa revisión de actitudes o condiciones personales del oponente, valoradas como inmorales
o antiéticas. Determina además, la extemporaneidad o caducidad de dirigentes o
“politiqueros” en el juego político, que los obligaría a abrir paso a una nueva generación, a
“liderazgos sin vicios, renovados y frescos”.

Chávez sacó ventaja del descrédito de las instituciones democráticas inducido en las clases
medias y desarrolló un discurso emocional y pleno de promesas para un “pueblo” que tantas
veces prometió reivindicar de las injusticias perpetradas por la llamada IV República. La
aparición del hombre fuerte, el anhelado mesías fue el producto de un malestar aupado por
medios de comunicación, empresarios e intelectuales, precisamente cuando la democracia
intentaba corregir sus fallas.

Misticismo, autoritarismo y redención se fundían en la imagen del militar que se dedicó a


hablarle a los sectores más desasistidos, con los que generó una importante identificación y
empatía desde una narrativa concebida para el sentimiento de las masas. “Bajé de Yare sin
temor alguno. En la búsqueda de la transformación estructural que este pueblo requiere”,
replicaba el teniente coronel, mientras así se gestaba el fenómeno emblemático y
trascendental de la antipolítica venezolana. Pero la antipolítica siempre crea problemas iguales
y peores de los que dice enfrentar.

Aunque es posible afirmar que en la década del 80 se reporta la aparición contundente de


grupos antipolíticos, el discurso propio de la manifestación ya había resonado en Venezuela,
en la voz de Renny Ottolina, candidato a las elecciones presidenciales de 1978, por el
Movimiento de Integridad Nacional, que él mismo fundó de 1977.

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