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y arqueología - 2007
• El tercero (binario) se refiere a la naturaleza de los sistemas informáticos (por
ejemplo, las bases de datos), que operan a partir de una clasificación absoluta, sin
matices intermedios (verdadero/falso; un objeto pertenece a una clase o no
pertenece) de cualquier dimensión analizada.
Esta reducción condiciona el modo en el que los objetos han de ser vistos para poder
ser manejados y analizados en un entorno SIG. Son tecnologías creadas para la acción, y
para un tipo de acción concreta: la gestión de los recursos geográficos (naturales, sociales),
gestión que se proyecta, evidentemente, desde una óptica económica y política. Por ello no
es extraño que sus más acabadas utilidades, incluso dentro del campo de la arqueología, se
dirijan en esta dirección: determinación de localizaciones óptimas, control de recursos,
modelos predictivos, etc (destacan contra esta generalidad posiciones originales y ricas
como las de M. Llobera, p.e. 2007).
Todo esto lo sabemos desde hace tiempo, y por esta línea han venido muchos de los
debates más amplios sobre la significación del empleo de los SIG en arqueología, como
todo lo relacionado con las tendencias al determinismo ambiental o a la simplificación de
los procesos de construcción del espacio (ya desde Gaffney y van Leusen 1995, debates que
siguen siendo visibles en la actualidad, como muestran muchas de las contribuciones de
este volumen). También se ha prestado mucha atención a definir los márgenes de precisión
y resolución con los que la información es manejada (p.e. Verhagen 2000, entre otros
muchos), buscando de este modo incrementar el grado de certeza con el cual podemos
comprender los resultados del análisis de la información arqueológica en estos entornos.
Aunque todas estas cuestiones resultan esenciales, consideramos que todo este
conjunto de problemas se podrían enfrentar de forma más directa si asumimos que los SIG
y las tecnologías y herramientas afines no son una forma de reproducir la realidad, sino de
representarla. Reproducir significa replicar, asumiendo, por ejemplo, que los problemas de
resolución y precisión son sólo obstáculos coyunturales, imperfecciones en nuestra
capacidad de capturar el mundo real, que el propio perfeccionamiento de las tecnologías
permitirá aliviar con el tiempo. Pero los SIG (como por otra parte cualquier otra forma
analógica de representación, como un simple mapa en papel) no reproducen el mundo real,
sino que lo representan, lo descomponen en una serie de categorías y clases de objetos por
medio de un proceso de traducción que incorpora siempre un proceso paralelo de
simplificación, más o menos explícito según los casos (Wegener, 2000). Un SIG es, en
términos básicos, una forma de representar entidades del mundo real combinando la
representación de su geometría con la de sus atributos (representaciones que, además, se
generan y mantienen de forma autónoma, y sólo se integran a través de vínculos). Esto es
una doble forma de simplificación, sujeta a los ya mencionados tres paradigmas básicos de
los SIG de los que habla Fisher. Y es un nivel elemental de modelización de la información
que nos viene impuesto por las tecnologías (o incluso las herramientas) que queremos o
podemos emplear, independientemente de que nuestra información sea más o menos
adaptable a esas condiciones. También es importante resaltar que la diferenciación entre
datos espaciales y datos no espaciales (o atributos) que casi siempre hacen los SIG es
totalmente artificial y no atiende a la naturaleza de las entidades representadas. El
paradigma orientado a objetos, bien asentado desde hace años en la comunidad de
ingeniería de software, defiende la idea de que las entidades que observamos en el “mundo
De todos modos, el principal factor de complejidad del registro arqueológico es más
estructural que todo eso, y reside en su propia naturaleza. La parte más evidente del
registro es su componente material: el conjunto de evidencias tangibles que son producto
o efecto de la acción social pretérita. Éste es también, con todas las salvedades que se
quiera, el componente más sencillo de manejar como información geográfica: estas
evidencias materiales se pueden casi siempre localizar, a menudo delimitar y siempre
describir. Por definición, todo lo que puede ser localizado y descrito puede ser una parte
natural de un SIG.
Pero el registro no son sólo, ni siempre, elementos singulares, fácilmente delimitables
y describibles, sino también (e incluso diríamos que sobre todo) contextos formados por
esos elementos y sus relaciones. Un excelente ejemplo de este tipo de contextos son los
paisajes, concepto cuya fuerza articuladora en terrenos tan concretos como el normativo
está hoy bien asentada (el ejemplo evidente, entre otros, es la Convención Europea del
Paisaje). Es justo reconocer que la arqueología ha sido una de las disciplinas que más ha
contribuido a este asentamiento (seguramente porque estaba en una buena posición para
ello, como argumentan p.e. Fisher y Feinman, 2005 o Redman, 2005). Pero al mismo
tiempo es igual de justo asumir que esto nos plantea un importante desafío concreto:
desarrollar no sólo procedimientos para reconocer, describir y analizar históricamente los
paisajes, sino criterios objetivables para poder caracterizarlos y delimitarlos por medio de
las tecnologías “naturales” para ello, los SIG.
Además, el registro arqueológico son más cosas. O lo que es lo mismo, hay más cosas
que deben ser consideradas en cualquier proceso de documentación arqueológica. La
primera son las propias representaciones del registro, los mecanismos concretos mediante
los cuales convertimos (significamos) los elementos materiales en parte propia del registro.
El mejor ejemplo son las representaciones gráficas: dibujos, secciones, etc, pero también
descripciones textuales, imágenes, descripciones históricas, etc. Todo esto es parte también
del registro, y lo es en su doble dimensión: la material (en tanto que documentos físicos) y
la intangible (discursos, valoraciones, descripciones, etc).
Una segunda cosa son estos valores e interpretaciones, aquellas cosas que los
elementos materiales significan o simbolizan para nosotros como arqueólogos, pero, desde
una perspectiva necesariamente multivocal, también para otros colectivos (ver p.e. Labadi
2007). Estos son componentes inmateriales que, de partida, pueden ser más difíciles de
integrar en un SIG, pues su propia existencia reposa sobre la necesidad de la subjetividad.
Los SIG son herramientas desarrolladas para operar sobre condiciones objetivas, y por ello,
inicialmente, muy poco adecuadas para manejar la subjetividad.
Finalmente, hay un rasgo especialmente relevante para el registro arqueológico que los
SIG, al menos en la forma en la que los conocemos ahora, manejan con dificultad: la
temporalidad (p.e. Jessop 2004). El registro arqueológico es histórico, y como tal la
temporalidad es esencial en su propia definición. De partida, la única forma accesible de
incorporar esto a un SIG es considerando que la temporalidad es un atributo de los
elementos materiales que forman el registro, pero esto no es una forma apropiada de
solucionarlo. La temporalidad debería de poder ser tratada como una condición de la
información arqueológica, del mismo modo que lo es la espacialidad. Por ejemplo, un
sistema que gestione la temporalidad como una dimensión de la información utilizaría un
garantes de la competencia profesional de los titulados) no parece haber sido capaz de
vencer la inercia individualista de la arqueología. La indefinición profesional de la
arqueología y la búsqueda de un espacio propio ha dado lugar por mucho tiempo a su
asimilación a las profesiones liberales humanísticas en las que supuestamente el criterio de
cada individuo practicante es condición suficiente para optar por la aplicación de una u otra
metodología de trabajo. Así, la adopción de criterios de trabajo estandarizados parece
haberse percibido durante mucho tiempo más como una muestra de incapacidad individual
que como una respuesta al funcionamiento normal de cualquier disciplina científica.
Pero hay otras dos razones, más prácticas y concretas, que explican esa fragmentación
de la información. En primer lugar, la información es fragmentaria porque el modelo típico
de registro se ha construido en torno a dos conceptos esenciales: fichas y bases de datos
(Criado y González, 1993). Su utilidad ha sido amplia durante mucho tiempo, especialmente
a partir de la introducción de herramientas informáticas de gestión de bases de datos que
permitieron incrementar su funcionalidad y facilitar su gestión. Ahora bien, podemos
señalar dos limitaciones esenciales. La primera es tecnológica, la imposibilidad de
incorporar adecuadamente en ellos la dimensión espacial del registro. La segunda es la falta
de una perspectiva integradora, el desarrollo de modelos de información muy coyunturales
o hiperespecializados, útiles para determinadas funciones y elementos del registro pero
difíciles de extender para dar cabida a la información procedente de contextos diversos,
formada por elementos variados y destinada a usos múltiples.
En segundo lugar, y más importante, la fragmentación se deriva de una concepción del
registro arqueológico, y por extensión de los elementos del patrimonio, centrada todavía, a
los niveles concretos de manejo y gestión de la información, en conceptos como los de
yacimiento, o sitio, o monumento. Esto choca con una concepción que reivindica una
perspectiva diferente, en la que sea el paisaje la categoría que aporte esa matriz de
significación. En otras palabras, se trata de avanzar hacia una práctica que permita
contextualizar la información (registro) arqueológica dentro del espacio, los elementos
arqueológicos (patrimoniales) como componentes del paisaje.
Una primera forma de superar estas limitaciones vino dada por la sustitución de la
preeminencia de las bases de datos (meros almacenes de información) por la de los
sistemas de información (herramientas capaces de realizar operaciones de valor directo
para el usuario final sobre la información que albergan). Es cierto que en buena medida
este salto vino propiciado por la incorporación amplia y realmente funcional de
herramientas antes inexistentes, como son los SIG. Pero es posible que ese salto haya sido
hasta ahora más aparente que real. En la mayor parte de los casos, los SIG han sido ante
todo nuevas herramientas para viejos procedimientos (retomando el juego de palabras de
Maschner 1996), y muy pocas veces herramientas nuevas para procedimientos nuevos. Un
caso muy habitual es el de la simple adición a las bases de datos tradicionales de una
interfaz cartográfica, lo que en buena medida supone un salto funcional muy importante,
pero que en el fondo no siempre implica una modificación real en la forma en la que los
datos son manejados. Los datos han seguido siendo datos, en lugar de convertirse en
información (entendiendo ambos conceptos en el sentido que se le da, por ejemplo, en
Silver y Silver, 1989: “Data is the raw material that is processed and refined to generate
para promover consensos y para normalizar las formas en las que esos
estándares puedan ir cambiando. En todo caso, desarrollar un estándar implica
establecer un modelo de validez “universal”, y esto es posible solamente
cuando se dan dos condiciones a la vez: una, que la universalidad se defina de
un modo acotado, contextual y consensuado; dos, que este modelo de validez
sea abstracto, permitiendo cierta variabilidad en cada instancia concreta que
lo adopte. La empresa no es sencilla, por los factores de dispersión de la
profesión que antes mencionábamos, pero desde luego el contexto actual ha
apuntado con absoluta claridad hacia esa necesidad. Así, uno de los conceptos
clave en este tiempo es el de la interoperabilidad. Interoperabilidad, según se
define por ejemplo en el texto de la iniciativa europea INSPIRE (www.ec‐
gis.org/inspire), no significa que todos utilicemos los mismos programas,
formatos, modelos, etc. sino que la información pueda ser compartida de
forma directa y simple (“que sea posible la combinación de los conjuntos de
datos espaciales y la interacción de los servicios [...] sin exigir un esfuerzo
particular por parte de operadores humanos o de máquinas”, p. 19 del texto
de la directiva en español). Como veremos inmediatamente, hay otras
condiciones que habría que cubrir, pero este paso es necesariamente el
primero, y lo es tanto desde un punto de vista lógico como porque
normativamente está en pleno proceso de implantación. Es, pues, no sólo algo
con lo que estaríamos de acuerdo, sino también algo que nos veremos
forzados a hacer en poco tiempo.
2. El empleo de herramientas y tecnologías como forma de integrar y normalizar
los procesos de registro y, sobre todo, de archivo de la información.
Paradójicamente, en muchos casos la incorporación de herramientas digitales
ha tendido a funcionar más bien como una forma de aumentar la
fragmentación, a través de la hiper‐especialización de las herramientas
empleadas y del diseño de utilidades muy ad‐hoc. En este sentido, el propio
carácter condicionante que tienen las herramientas digitales puede pasar a ser
aquí un factor positivo, al limitar las posibilidades de “personalizar” el
tratamiento de los datos y, de ese modo, producir convergencias “de facto”. La
necesidad de integración se hace especialmente importante cuando la
información arqueológica se contempla como parte de procesos que no son
estrictamente arqueológicos. Un ejemplo muy elocuente es la incorporación
del registro arqueológico en los diferentes procesos de planificación territorial
(ordenación del suelo, evaluación de impactos, etc).
3. La explotación de una de las grandes potencialidades actuales de las
herramientas SIG y afines: la accesibilidad que permiten. El patrimonio en
general, y la arqueología en particular, no debería perder el ritmo iniciado en
otros ámbitos de la información geográfica y posicionarse como un
componente necesario más en la implementación de Infraestructuras de Datos
Espaciales (IDE). La distribución de información por la red es hoy realmente
una posibilidad muy poderosa, y el horizonte IDE es ya una realidad en muchos
ámbitos. Como se puede apreciar en algunas de las contribuciones a este
5. Limitaciones coyunturales
Hasta ahora nos hemos centrado en resaltar que el principal punto crítico en una gestión de
la información arqueológica por medio de tecnologías SIG es la propia estructuración de esa
información. La idea que hemos querido desarrollar es una muy elemental: que antes
lanzarnos abiertamente en brazos de las posibilidades que ofrecen las tecnologías,
necesitamos centrar nuestros esfuerzos en conceptualizar y categorizar (modelizar) la
información arqueológica adecuadamente a los problemas que queremos enfrentar. Esa
adecuación se entiende en tres niveles: 1 funcionalmente, 2 integralmente y 3
compartidamente (estandarizadamente).
Pero del otro lado de la cuestión también podemos encontrar limitaciones, referidas a
las capacidades reales que las herramientas actuales nos ofrecen para tratar la información
como podríamos desear. No cabe duda de que el salto en funcionalidad, capacidad y
operatividad de las herramientas SIG en los últimos años ha sido muy grande, y que sin
duda seguirá creciendo en el futuro, cuando probablemente muchas de las cosas que nos
preocupan ahora pasen a ser “asuntos resueltos”. De partida cabe pensar que toda mejora
es siempre bienvenida y que cuantas más capacidades tengan las herramientas disponibles,
mejor para nosotros. En realidad, las cosas no son siempre así directamente. No hay
muchos ámbitos del trabajo arqueológico en los que sea tantas veces aplicable con razón la
corriente expresión de “matar moscas a cañonazos”. Seguramente muchos de nosotros
trabajemos de forma cotidiana con herramientas tan potentes como ArcGIS, de las que
apenas usamos habitualmente un porcentaje muy reducido de sus capacidades potenciales.
Pero, por otra parte, estas herramientas todavía presentan algunas carencias bastante
críticas para el manejo de información arqueológica y, en este sentido, es posible que
estemos tratando, por equivalencia con la expresión anterior, de “matar elefantes con
tirachinas”. Una de ellas, tal vez la más notable en este momento, es la incapacidad de
operar con entidades tridimensionales. Es cierto que, en términos de visualización, es
posible obtener resultados muy satisfactorios en entornos de realidad virtual 3D, no sólo
trabajando con la topografía del terreno sino modelando la superficie de objetos y
entidades singulares, con opciones complejas y satisfactorias de renderizado, texturizado,
etc. Pero lo que todavía no podemos hacer con eficacia es manejar información
tridimensional, manejar entidades que no son sólo planos o superficies, sino volúmenes, y
que mantienen entre sí relaciones volumétricas. Esto puede ser poco importante en
algunos casos, pero no en otros. Pondremos dos ejemplos en los que sí lo es.
El primero es la información estratigráfica. Una de las cuestiones esenciales en
excavación es definir las relaciones estratigráficas entre unidades que son volúmenes o
superficies, volúmenes que se relacionan como tales (se adosan, se cortan, se cubren, etc),
y que, como uno de sus rasgos esenciales, pueden contener cosas en su interior. Esa
relación de inclusión resulta crítica para poder comprender secuencias estratigráficas (por
ejemplo, la posición de los materiales dentro de una secuencia concreta), y esto es algo que
las herramientas SIG disponibles todavía no han resuelto.
Un caso similar, aunque más complejo, es el de la documentación de información
sobre elementos construidos, sobre arquitecturas. En este caso la representación de la
geometría de esas entidades pasa necesariamente por considerar su componente
volumétrico que puede ser, además, bastante complejo según los casos. Los avances en
herramientas de campo para el registro de este tipo de información (como los escáneres
3D) están todavía muy por delante de las posibilidades de las herramientas SIG para
incorporarla de forma efectiva, como información y no sólo como representación visual.
Igualmente, la correcta comprensión de los procesos de construcción de estos elementos
necesita de forma imprescindible manejarlos como volúmenes que son.
6. Consideraciones finales
Para terminar, y como forma de resumir de algún modo lo que aquí hemos querido
presentar, nos gustaría emplear un par de metáforas que pueden sonar más o menos
extrañas, pero que nos parecen ilustrativas de la intención de nuestro texto. La primera se
refiere a la teoría de los marcos de referencia de la lingüística cognitiva. Según ésta, todas
las palabras se refieren a marcos conceptuales, por lo que pensar de modo diferente
requiere hablar de modo diferente. Igual que, según George Lakoff (2007), los liberales
estadounidenses han caído en la trampa de tratar de rebatir a los conservadores
empleando el propio lenguaje de éstos, nosotros tendemos a caer en la trampa de los SIG al
pensar en sus términos, al encajar nuestras viejas necesidades analógicas en sus
posibilidades digitales. Contra esto conviene recordarnos a nosotros mismos la necesidad
de pensar en términos arqueológicos, y definir a partir de ellos los posibles usos de las
tecnologías disponibles. Esto se ha repetido antes de ahora en muchos otros lugares, y
sigue siendo bien visible en otras contribuciones de este volumen, pero creemos que, pese
a ello, la tentación de los “terrores tecnológicos” sigue siendo a menudo demasiado fuerte.
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