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Uno de los destinos más duros que le podían advenir a un hombre en tiempos de Jesús
era la lepra. Pues quien tenía esta enfermedad quedaba rigurosamente excluido de la familia
y de la aldea, viéndose obligado a vivir al margen de la comunidad humana. Podía tener vida
en común sólo con personas afectadas de la misma enfermedad. Si una persona sana llegaba
a sus parajes, el leproso debía reclamar su atención con gritos o con un pequeño cencerro o
una campanilla.
Y yo: ¿Por qué me considero afortunado? ¿Porque me salen bien las cosas o porque
he encontrado a Jesucristo? “Haz memoria de Jesucristo” se nos ha dicho en la segunda
lectura de hoy. “Haz memoria”, es decir, no olvides el gran bien que hay en tu vida, que es
Cristo, el Señor. Ésta es la “fortuna” que tú has tenido: “El Señor es el lote de mi heredad y
mi copa; me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad” (Sal 15). Hacer memoria
de Jesucristo es recordarnos el amor con el que hemos sido amados por Dios y la vocación a
la que estamos llamados: vivir y reinar con Él: “Si con Él morimos, viviremos con Él. Si
perseveramos, reinaremos con Él”.
Hemos sido creados para encontrarnos con Cristo y para que Él nos lleve sobre sus
hombros hasta el Padre, en la unidad del Espíritu Santo. Éste es el sentido y la finalidad de
nuestra vida. Si nos olvidamos de esto nos olvidamos de quienes somos de verdad, de nuestra
verdadera y profunda identidad. “Hacer memoria” también implica cuidar de aquello de lo
que se hace memoria: “cuida tu encuentro con Cristo”. Venimos todos los domingos a misa
precisamente para esto: para hacer memoria de Jesucristo, para cuidar nuestra relación con
Él, porque es lo más bello que nos ha ocurrido en nuestra vida.