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Domingo XXVIII del tiempo ordinario (ciclo C)

Uno de los destinos más duros que le podían advenir a un hombre en tiempos de Jesús
era la lepra. Pues quien tenía esta enfermedad quedaba rigurosamente excluido de la familia
y de la aldea, viéndose obligado a vivir al margen de la comunidad humana. Podía tener vida
en común sólo con personas afectadas de la misma enfermedad. Si una persona sana llegaba
a sus parajes, el leproso debía reclamar su atención con gritos o con un pequeño cencerro o
una campanilla.

Tanto la primera lectura como el evangelio nos presentan a diversas personas


afectadas por la lepra, que van a recuperar su salud. Pero de todas ellas sólo dos -Naamán, el
sirio y el samaritano leproso-, además de recuperar la salud, accederán a la salvación. Estas
dos personas entran en la salvación, no porque han sido curados de la lepra, sino porque, a
través de esa curación y gracias a ella, han conocido al verdadero Dios y han entrado en
relación con Él. Su vida ha cambiado, porque han introducido en ella una nueva relación, la
relación con Dios. Cada uno de ellos lo expresa a su manera, Naamán, llevándose “una carga
de tierra” de Israel para poder relacionarse, en tierra extranjera, con el Dios de Israel; y el
samaritano, alabando a Dios y echándose a los pies de Jesús y dándole gracias. Uno “entra en
la salvación” cuando se echa a los pies de Jesús dándoles gracias y alabando a Dios.

Los otros nueve leprosos no entran en la salvación. Simplemente han solucionado un


problema muy serio de salud y de marginación social. Pero no han entrado en la salvación.
¿Por qué? Porque para ellos es más importante el don que el donante, el regalo que han
recibido, que no el hecho de que Alguien (Jesús y Dios a través de Él) les ame gratuitamente.
El samaritano, en cambio, se da cuenta de que Dios le ama: su reacción responde a esta toma
de conciencia; los otros nueve tienen prisa para regularizar su situación social mediante el
certificado de curación del sacerdote. El samaritano se considera “agraciado” porque ha
descubierto que Dios le ama; lo mejor que le ha ocurrido a él ha sido encontrarse con Jesús;
por eso vuelve a Él. Los otros nueve se consideran “afortunados” porque se han curado de la
lepra y van a poder vivir como personas plenamente integradas en la sociedad.

Y yo: ¿Por qué me considero afortunado? ¿Porque me salen bien las cosas o porque
he encontrado a Jesucristo? “Haz memoria de Jesucristo” se nos ha dicho en la segunda
lectura de hoy. “Haz memoria”, es decir, no olvides el gran bien que hay en tu vida, que es
Cristo, el Señor. Ésta es la “fortuna” que tú has tenido: “El Señor es el lote de mi heredad y
mi copa; me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad” (Sal 15). Hacer memoria
de Jesucristo es recordarnos el amor con el que hemos sido amados por Dios y la vocación a
la que estamos llamados: vivir y reinar con Él: “Si con Él morimos, viviremos con Él. Si
perseveramos, reinaremos con Él”.

Hemos sido creados para encontrarnos con Cristo y para que Él nos lleve sobre sus
hombros hasta el Padre, en la unidad del Espíritu Santo. Éste es el sentido y la finalidad de
nuestra vida. Si nos olvidamos de esto nos olvidamos de quienes somos de verdad, de nuestra
verdadera y profunda identidad. “Hacer memoria” también implica cuidar de aquello de lo
que se hace memoria: “cuida tu encuentro con Cristo”. Venimos todos los domingos a misa
precisamente para esto: para hacer memoria de Jesucristo, para cuidar nuestra relación con
Él, porque es lo más bello que nos ha ocurrido en nuestra vida.

“Si somos infieles, Él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo”. Él no


puede negar su propio ser que es Amor, porque “Dios es Amor” y Jesús es Dios. Y por eso,
porque Él es fiel, tenemos la preciosa certeza de que no dejará nunca de amarnos, de que en
nuestra vida existe un amor, el Suyo, que está por encima de todas las vicisitudes de la vida,
incluso por encima de nuestras propias infidelidades y traiciones hacia ese amor. Y eso es algo
inaudito: los hombres no somos así; sólo Dios es así. San Pablo expresó esta experiencia de
manera magistral: “¿Quién nos separará del amor de Dios? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la
persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? (…) Pero en todo esto
salimos vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy seguro que ni la muerte ni la vida
ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la
profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo
Jesús Señor nuestro” (Rm 8, 35-39).

Hagamos siempre memoria, hermanos, de Jesucristo; para que no olvidemos nunca


la grandeza del amor con el que Dios nos ama; para que nuestra vida esté llena de la belleza
que viene de Él, y esa belleza nos haga capaces de dar la vida por todos. Amén.

Rvdo. Fernando Colomer Ferrándiz

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