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UNESCO

Jean-Marie MULLER

LA NO VIOLENCIA

EN

LA EDUCACIÓN

Obra publicada en colaboración con


El Instituto de investigaciones sobre la solución no violenta
de los conflictos (IRNC)

(ED-2002/WS/23)
-2-

Las ideas y opiniones expresadas en el presente documento son las de los autores y no representan
necesariamente los puntos de vista de la UNESCO.

Las denominaciones empleadas y la forma en que aparecen presentados los datos en esta
publicación no implican juicio alguno, por parte de la UNESCO, sobre la condición jurídica de
ninguno de los países, territorios, ciudades o zonas ni respecto de la delimitación de sus fronteras.

Cualquier información relativa a esta publicación puede dirigirse a:

Antonella Verdiani
Especialista de programa
División de Promoción de la Educación de Calidad
Sección de la Educación en Valores Universales
UNESCO
7, Place de Fontenoy
75352 París 07 SP
FRANCIA

Publicado en 2002 por la Organización de las Naciones Unidas


para la Educación, la Ciencia y la Cultura
7, Place de Fontenoy
75352 París 07 SP
-3-

El autor desea agradecer a Bernadette Bayada, Élisabeth Maheu,


François Marchand, Alain Refalo, Hélène Roussier y
François Vaillant por sus inestimables observaciones y sugerencias.
-4-

Índice

Prefacio

Preámbulo

1. El conflicto

2. La agresividad

3. La violencia

4. La no violencia

5. La democracia

6. La mediación

7. Los malos tratos

8. La delincuencia

9. La enseñanza de la ciudadanía

10. La autoridad

11. La solución constructiva de los conflictos

12. Hacia una cultura de no violencia


-5-

Prefacio del
Sr. Koichiro Matsuura, Director General de la UNESCO

Siendo aún muy joven pude conocer, por experiencia propia, el absurdo, el horror y la
inanidad de la guerra: vivía yo a un centenar de kilómetros apenas de Hiroshima cuando, en 1945,
lanzaron la bomba atómica sobre la ciudad. Puedo afirmar que este acontecimiento, que afectó a las
dos ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, “resuena” todavía hoy, y lo hará aún durante
mucho tiempo, no sólo en mi memoria sino en la de toda la humanidad.

Aquello introdujo una nueva dimensión en los conflictos, una capacidad inaudita de
destrucción que podía poner fin al mundo de los vivos. Se había franqueado una frontera, un umbral
hasta entonces sagrado y respetado tácitamente por toda la humanidad. Se había producido una
transgresión que abría el camino a toda clase de violencias.

Estas violencias, desde las más ligeras (insultos, faltas de urbanidad) hasta las más terribles
(violaciones, asesinatos, matanzas, terrorismo), algunas de las cuales tratan de justificarse en
función de las otras, están todas ellas profundamente enraizadas en las conciencias y han imprimido
su huella en la cultura del siglo XXI.

La acción de prevención que la UNESCO trata de llevar a cabo mediante la educación, la


ciencia y la cultura, aún dista mucho de estar arraigada en las conciencias y plasmada en medidas
concretas. Muchos creen que sustituir esta cultura de violencia por una cultura de paz es una utopía.
Sin embargo, es bien sabido que el rechazo del semejante, el miedo o incluso el odio hacia la
diferencia suelen encontrarse en el origen de la violencia, alimentada a su vez por la ignorancia más
elemental. La violencia enfrenta entre sí a individuos, grupos y culturas, y culmina en un repliegue
sobre sí mismo y una agresividad exacerbada. Y sin embargo, sólo mediante un diálogo pacífico
podrá adquirirse una conciencia sana y equilibrada de la alteridad.

Por ello la educación es el elemento central de la edificación de la paz. La educación para la


paz, los derechos humanos y la democracia es inseparable de una pedagogía que forme a los
jóvenes, y a los que no lo son tanto, en las actitudes de diálogo y de no violencia, o sea en la
enseñanza de los valores de la tolerancia, la apertura a los demás, los bienes compartidos.

Con el presente texto, titulado La no violencia en la educación, la UNESCO quiere contribuir


al conocimiento y la divulgación, en un gran número de regiones y países del mundo, de los
conceptos básicos de la paz y la no violencia. Estoy seguro de que las definiciones y las reflexiones
filosóficas que expone su autor, Jean-Marie Muller, serán de gran utilidad para los educadores,
estos “arquitectos de la paz” de todos los días, así como para los estudiantes y el público en general.

El año 2002 señala el comienzo del “Decenio internacional de la promoción de la cultura de la


no violencia y la paz en beneficio de los niños del mundo”, proclamado por las Naciones Unidas
(2001-2010). Una de las misiones de la UNESCO durante este decenio consistirá en promover la
enseñanza de la práctica de la no violencia y la paz. Yo espero que la difusión de la presente obra
contribuirá al logro de este objetivo, y que la meta de edificar una cultura de paz estará cada vez
más a nuestro alcance.

Koichiro Matsuura
-6-

Preámbulo

El 10 de noviembre de 1998 la Asamblea General de las Naciones Unidas “proclamó el


período comprendido entre los años 2001 y 2010 Decenio Internacional de una cultura de paz y no
violencia para los niños del mundo” (Resolución 53/25). En los considerandos de la resolución, la
Asamblea General estima que “una cultura de paz y no violencia promueve el respeto a la vida y a
la dignidad de todo ser humano, sin prejuicios ni discriminaciones de ninguna índole”. Además, la
Asamblea General reconoce que “la función que desempeña la educación en lo que respecta a forjar
una cultura de paz y no violencia, en particular mediante la enseñanza de la paz y la no violencia a
los niños, lo que promoverá los propósitos y principios enunciados en la Carta de las Naciones
Unidas”. Asimismo, la Asamblea General “invita a los Estados Miembros que adopten las medidas
necesarias para velar por que la paz y la no violencia se enseñen en todos los niveles de sus
sociedades, incluidas las instituciones de enseñanza”. Es de celebrar que los representantes de los
Estados reunidos en Nueva York hayan aprobado semejante resolución, en un momento en que la
no violencia todavía es ajena a la cultura de la que somos herederos. Los conceptos en torno a los
cuales se ordena y estructura nuestro pensamiento dejan poco lugar a la noción de la no violencia,
mientras que la violencia forma parte integrante de nuestro universo intelectivo y nuestro
comportamiento. La no violencia altera todos nuestros puntos de referencia. El concepto mismo de
no violencia suscita tales dificultades en nuestra comprensión que a menudo nos sentimos tentados
a rechazar su pertinencia. Es necesaria pues una labor pedagógica para que la resolución de las
Naciones Unidas no sea letra muerta y esta “cultura de paz y no violencia ” que se menciona en la
resolución transforme verdaderamente las mentalidades, tanto del personal docente como de los
niños.

El 14 de mayo de 1985, en una “recomendación a los Estados Miembros”, el Consejo de


Europa defendía ya la educación encaminada a la solución no violenta de los conflictos: según esta
recomendación, “los conceptos vinculados a los derechos humanos pueden y deben asimilarse
desde la más tierna edad. Por ejemplo, los alumnos de las instituciones preescolares y la enseñanza
primaria pueden tener ya experiencias de solución no violenta de los conflictos y de respeto hacia
sus condiscípulos (…). Las aptitudes necesarias para comprender y defender los derechos humanos
son, entre otras, las siguientes: (…) saber reconocer y aceptar las diferencias, establecer con los
demás relaciones constructivas, no opresivas, y resolver los conflictos de un modo no violento”1.

“El deber de educar en la no violencia”

Según el filósofo Karl Popper, “la civilización consiste esencialmente en reducir la


violencia”2. Este es, para Popper, el objetivo principal al que debe ir encaminada la democracia. La
libertad de las personas, subraya el filósofo, sólo está garantizada en la sociedad si todos renuncian
al uso de la violencia: “El estado de derecho exige la no violencia, que es su núcleo fundamental”3.
Si un individuo cualquiera recurre a la violencia contra otra persona, el gobierno deberá intervenir
para restablecer la seguridad pública y la paz social. Sin embargo, según Karl Popper el estado de
derecho no debe basarse esencialmente en la represión de los poderes públicos, sino en el civismo
de los particulares que les hace renunciar a la violencia por voluntad propia. Con esta finalidad es
preciso promover una cultura de la no violencia entre los ciudadanos y empezar educando a los
niños en la no violencia. Cuanto menos se cumpla “el deber de educar en la no violencia”4, afirma
Popper, más predominará la cultura de la violencia en la sociedad, y más medidas de coacción y de

1
En Francia, el Ministerio de Educación Nacional comunicó esta recomendación a todos los principales de los
centros docentes en la Circular Nº 85-192 de 22 de mayo de 1985, publicada en el Boletín Oficial Nº 22 de 30 de
mayo de 1985.
2
Karl Popper, John Condry, La télévision : un danger pour la démocratie, París, Anatolia, 1994, pág. 33.
3
Karl Popper, La leçon de ce siècle, París, Anatolia, 1993, pág. 72.
4
Ibíd., pág. 73.
-7-

represión deberán adoptar los poderes públicos. La educación “no consiste solamente en impartir
enseñanzas, sino también, y principalmente, en demostrar cuán importante es eliminar la
violencia”5.

Se trata, en definitiva, de educar a los niños en la no violencia; sin embargo, para ello la
condición primera es que la propia educación se inspire en principios, reglas y métodos de la no
violencia: la educación en la no violencia empieza en la no violencia de la educación. Haciéndose
eco de las palabras de Georges Gusdorf, según el cual la violencia “es una especie de golpe bajo al
honor”6, Éric Prairat considera que la violencia es “una especie de golpe bajo al honor de la
educación”7. Lo importante es que los adultos respeten ante todo el universo del niño y no lo
invadan y ocupen brutalmente imponiéndole sus leyes y sus ideologías. Janusz Korczak, que fue
uno de los precursores de la pedagogía basada en el respeto al niño, ha denunciado la sujeción en la
que los adultos mantenían al niño: “Nosotros conocemos -escribía en 1929- los caminos del éxito,
les prodigamos lecciones y consejos, desarrollamos sus cualidades, corregimos sus defectos. Nos
encargamos de dirigirlos, de hacerles mejores, de enderezarlos; ellos nada pueden, nosotros lo
podemos todo. Nosotros damos las órdenes, y exigimos la sumisión. Moral y jurídicamente
responsables, omniscientes y previsores, somos los únicos jueces de sus actos, sus movimientos, sus
pensamientos y sus proyectos. Les dictamos sus deberes, y vigilamos que los cumplan. Todo
depende de nuestra voluntad y de nuestra comprensión: son nuestros hijos, nuestra propiedad”8.
Hoy comprendemos que este dominio de los adultos sobre los niños no era el mejor modo de
educarles en la responsabilidad y la libertad. El niño tiene derecho al respeto porque ya es una
persona.

Los valores que la educación debe impartir al niño son los mismos en que se basa la
Declaración Universal de los Derechos Humanos que la Asamblea General de las Naciones Unidas
adoptó el 10 de diciembre de 1948. La Asamblea General considera que “la libertad, la justicia y la
paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y los derechos iguales e
inalienables de todos los miembros de la familia humana”. Según el Artículo 26 de la Declaración:
“La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento
del respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales”. Como ha subrayado François
Vaillant, “la ética de la no violencia y la ética de los derechos humanos desarrollan una misma ética
general, la del respeto y la dignidad de todo ser humano”9. La acción no violenta es sin duda la más
adecuada para promover y defender la libertad, la justicia y la paz: porque defender los derechos
humanos es ante todo respetarlos en la elección misma de los medios que se pretende utilizar para
esta defensa.

La Convención sobre los Derechos del Niño, adoptada el 20 de noviembre de 1989 por la
Asamblea General de las Naciones Unidas, establece, en su Artículo 29, que la educación del niño
deberá estar encaminada, entre otras cosas, a:

“- inculcar al niño el respeto de los derechos humanos y las libertades fundamentales.

- preparar al niño para asumir una vida responsable en una sociedad libre, con espíritu de
comprensión, paz, tolerancia, igualdad de los sexos y amistad entre todos los pueblos y
grupos étnicos, nacionales y religiosos.”

5
Karl Popper, John Condry, op.cit., pág. 33.
6
Georges Gusdorf, La vertu de force, París, PUF, 1960, pág. 84.
7
Éric Prairat, “Genèse du conflit”, en Pour une éducation non-violente, enjeux pédagogiques et sociaux, Éditions
Non-Violence Actualité, 1988, págs. 45-46.
8
Janusz Korzcak, Le droit de l’enfant au respect, París, Robert Laffont, 1979, pág. 26.
9
François Vaillant, La non-violence, essai de morale fondamentale, París, Le Cerf, 1990, pág. 206.
-8-

Hoy es un hecho generalmente reconocido que la democracia es el proyecto político que


mejor se compadece con una sociedad de libertad, tolerancia, justicia y paz. Por consiguiente, el
proyecto educativo debe hacer que el niño se convierta en un ciudadano responsable,
profundamente convencido de que la única revolución que cumple lo que promete es la que tiene
por objeto el advenimiento de la democracia. La mejor pedagogía para alcanzar este objetivo es
organizar a la comunidad escolar con arreglo a los valores de la democracia. “Así pues, enseñar los
derechos humanos en el medio escolar supone enfrentarse a la problemática de la democracia en
una comunidad humana. Un funcionamiento democrático de los centros escolares es la condición
previa de una auténtica educación en los derechos humanos y de su credibilidad”10. Ahora bien, la
exigencia fundamental de la democracia es construir una sociedad liberada del poder de la
violencia. Tanto en su finalidad como en sus modalidades, la democracia es orgánicamente acorde
con la no violencia. “Yo creo -afirmaba Gandhi- que la verdadera democracia sólo puede ser
resultado de la no violencia”11. Es cierto que la escuela no puede estar gobernada por los alumnos,
como la democracia lo está por los ciudadanos. No se trata de dejar la escuela en poder de los niños.
El voto de los alumnos no puede imponerse a los maestros como el voto de los ciudadanos se
impone a los dirigentes. Pero la misión de la escuela consiste en enseñar los valores en que se
fundamenta la democracia ciudadana: la no violencia y el respeto.

Las ideologías basadas en la exclusión

Las amenazas que se ciernen sobre el orden democrático tienen su origen en ideologías
basadas en la discriminación y la exclusión. Tanto si se trata del nacionalismo como del racismo, la
xenofobia, el integrismo religioso o el liberalismo económico basado en el beneficio como único
objetivo, estas ideologías ponen en peligro la democracia. Por consiguiente, promover y defender la
democracia -estos objetivos son mutuamente complementarios y deben perseguirse paralelamente-
consiste ante todo en luchar contra estas ideologías cuyos gérmenes proliferan en el interior y en el
exterior de cada sociedad: estas ideologías no conocen fronteras.

Todas las ideologías antidemocráticas están inspiradas en la ideología de la violencia.


Ninguna de ellas duda en proclamar que la violencia es necesaria y legítima cuando se emplea en
servicio propio. Por ello, en definitiva, la amenaza contra la democracia es siempre la que hace
pesar la violencia y, por ende, la defensa de la democracia es siempre una lucha contra la violencia.

Para cumplir su misión, la escuela debe ser independiente de todos los particularismos
comunitarios, y en particular de aquellos que se oponen a las exigencias de la democracia. Sin
embargo, al propio tiempo la escuela debe educar a los niños a descubrir y respetar las diferencias
culturales. La escuela debe ser el lugar privilegiado en el que se destruyan los prejuicios
discriminatorios contra los “otros”, los que pertenecen a otra comunidad, otro pueblo, otra etnia u
otra religión. Poner en conocimiento de los niños los estereotipos del enemigo es ya armar su
inteligencia, sus sentimientos y su brazo, es enseñarles a hacer la guerra. “Los estereotipos del
enemigo -escribe Bernadette Bayada- provocan comportamientos hostiles. De este modo, con un
círculo vicioso crean su propia verificación y dan el sentimiento engañoso de la verdad y la
certidumbre. La consecuencia más violenta y más destructiva del estereotipo es la aceptación, por
parte de la persona que sufre sus consecuencias, de la idea de que es verdaderamente inferior. El
oprimido se identifica con la imagen que se da de él”12. Es pues exigencia esencial de la pedagogía
desarmar la mirada de los niños hacia los “otros” y, en particular, hacia aquéllos cuya identidad
social se caracteriza por la diferencia. Se trata de educar la mirada de los niños a fin de que se
10
Tous les êtres humains…, Manual de Educación en los Derechos Humanos, París, Ediciones UNESCO, 1998,
pág. 16.
11
Gandhi, All men are brothers, Ahmedabad, Navajivan Publishing House, 1960, pág. 179.
12
Bernadette Bayada, “Préjugés et stéréotypes, sources de violence”, en L’éducation à la paix. París, Centre
national de documentation pédagogique, 1993, pág. 139.
-9-

desprendan de toda hostilidad hacia los “otros que son diferentes”, y aprendan a mirarles con
benevolencia. “¿Cómo adquirir, por último, la tolerancia y la no violencia -se interroga el filósofo
Michel Serres- si no es adoptando la perspectiva del otro?”13.

La necesaria aclaración conceptual

Las tradiciones de las que somos herederos reservan un lugar grande y hermoso a la violencia,
mientras que no prestan prácticamente ninguna atención a la no violencia, hasta el punto de ignorar
su nombre. La no violencia es una idea aún nueva en Europa y en todo el Occidente. De por sí, el
término “no violencia” suscita equívocos, malentendidos y confusiones. El primer elemento de
dificultad es que expresa una oposición, un rechazo. En nuestras sociedades dominadas por la
ideología de la violencia necesaria, legítima y honorable, este término conlleva numerosas
ambigüedades. Pero tiene la ventaja decisiva de que nos obliga a mirar de frente las numerosas
ambigüedades de la violencia, siendo así que nos sentimos constantemente tentados a ocultarlas
para aceptarlas mejor. La no violencia es expresión de un realismo mayor, no menor, frente a la
violencia. Se trata de medirla en toda su extensión, sondearla en todo su espesor, ponderarla en todo
su peso.

Sólo si precisamos de antemano el significado de la violencia podremos precisar después el


significado de la no violencia. Conviene primero precisar a qué se opone exactamente la no
violencia, qué rechaza. Pero con ello no basta. Debemos saber también lo que busca la no violencia,
lo que quiere afirmar, lo que propone, cuál es su proyecto.

La palabra “violencia” es ciertamente una de las más empleadas en el discurso hablado y


escrito de todos y cada uno de nosotros. Sin embargo, si consideramos el significado que le damos,
nos percataremos de que esta palabra tiene múltiples acepciones que se diferencian
considerablemente entre sí. Esta confusión lingüística refleja la confusión del pensamiento. Y esta
doble confusión ha de provocar forzosamente la incomprensión en nuestros debates y nuestras
tentativas de diálogo. Esta incomprensión se hace aún más evidente cuando nos arriesgamos a
hablar de la no violencia. Así pues, es esencial empezar por una aclaración conceptual que nos
permita ponernos de acuerdo sobre el significado de los términos que empleamos.

Para dar un ejemplo de esta confusión del lenguaje y del pensamiento que suele prevalecer en
los discursos sobre la violencia, nos parece muy importante visualizar por una parte los intentos de
desacreditar la “violencia” entre los jóvenes, y que se resumen en la fórmula: “la violencia está
prohibida”, y por la otra las reflexiones sobre la violencia de numerosos autores que pretenden
basarse en los datos de la psicología para demostrar que sería perfectamente inútil “tratar de
prohibir la violencia”, ya que, según estos autores, la violencia es “ambivalente” y hay violencias
“buenas” y “malas”.

En efecto, se ha escrito mucho sobre el tema de la “violencia en la escuela”, invitando a los


jóvenes a renunciar a la violencia con lemas y divisas. Podemos citar, entre otras muchas, las
siguientes: “Stop a la violencia”; “La violencia es absurda”; “Dí no a la violencia”; “La violencia no
es la vida”,; “La violencia no es nunca la solución”; “La violencia no es una respuesta a la
violencia”; “El respeto es más poderoso que la violencia”; “La violencia no es una fatalidad”;
“¡Basta con la violencia!”; “La violencia es injusta con todo el mundo”; “La violencia acaba
siempre mal”; “La violencia complica la vida”; No a la violencia, sí al respeto”; “Violencia rima
con decadencia”, etc. Tomadas literalmente, estas fórmulas afirman que la violencia es
intrínsecamente “mala”, que es siempre un “mal”, que no es nunca un derecho, que nunca es
legítima ni justificada.

13
Michel Serres, Le tiers instruit, París, Éditions François Bourin, 1991, pág. 36.
- 10 -

Sin embargo, numerosos autores que se han ocupado del problema sugieren que la violencia
forma parte integrante de la vida y sería ilusorio tratar de suprimirla. Podemos leer en efecto, en una
u otra obra: “Vivir exige violencia”; “La vida es violenta”; “La violencia es necesaria para la vida”;
“La violencia es un factor constituyente del ser humano”; “A veces es bueno recurrir a la
violencia”; “La violencia es una manifestación de vida”; “Hay una jerarquía de la violencia y la
razón debe fijar los límites de una violencia normal o patológica”; “La violencia es un deseo de
existir”; “La violencia es portadora de vida y de muerte”; “El hombre necesita la violencia; si no, no
tendrá la fuerza necesaria para vivir”, etc.

Estos dos planteamientos son absolutamente contradictorios y dejan forzosamente perplejos a


los educadores… De ello se infiere que el concepto de violencia que suele utilizarse es una noción
confusa, incierta, vaga, embrollada, indeterminada, indecisa y, en definitiva, ininteligible. Y esta
confusión priva de toda pertinencia al concepto mismo de “no violencia”. En lo esencial, las frases
que hemos citado mantienen una confusión total entre la “agresividad”, que es en efecto una “fuerza
de vida”, y la “violencia”, que es una “fuerza de muerte”. Según nuestra hipótesis de trabajo, en
cada una de las citas la palabra “violencia” debería sustituirse por “agresividad” para que todo
volviese a estar en orden. Podemos pues interpretar literalmente los lemas que tratan de desacreditar
la violencia entre los jóvenes. El concepto de “no violencia” adquiere de nuevo toda su pertinencia,
y es posible “movilizarse contra la violencia”.

¿Cuál es la finalidad de la escuela?: Philippe Meirieu da la respuesta siguiente: “Hacer que


aflore la humanidad del ser humano”. Pero esta fórmula exige saber en qué consiste esta
“humanidad”. Philippe Meirieu expresa su propia convicción: “Nunca podré decir hasta qué punto
la humanidad es fundamentalmente, a mi juicio, lo que se opone a la violencia de las cosas y de los
hombres que triunfa por doquier (…). En consecuencia, el que la escuela promueva la humanidad
en el ser humano significa, ante todo, que tiene la responsabilidad de hacer que los seres se
encuentren en un registro distinto al de la violencia (…). Porque no hay nada que preceda al rechazo
de la violencia, nada que lo fundamente, sino el propio rechazo de la violencia en cuanto expresión
irreductible de la humanidad”14. La tesis principal del presente estudio es que los principios y los
métodos de la no violencia son los que permiten dar a este “rechazo de la violencia”, que es el
elemento constitutivo de la humanidad del ser humano, la coherencia y la pertinencia de una moral
a la vez de convicción y de responsabilidad. El “rechazo de la violencia” sólo adquiere su sentido
íntegro si se exprime por una “voluntad de no violencia”. Hay que dejar de ver la educación a través
del prisma deformador de la ideología de la violencia, y aprender a concebir la pedagogía en
función de la filosofía de la no violencia.

El significado etimológico de la palabra latina infans (niño), compuesta del prefijo negativo in
y del participio presente del verbo fari (hablar), es “el que no habla”. Podría sostenerse que educar a
un niño es enseñarle a hablar. No tanto enseñarle a hablar su lengua materna, como enseñarle a
hablar con los demás. Hablar es el fundamento y la estructura de la socialización, y el elemento
característico del habla es precisamente la renuncia a la violencia.

Cierto es que incluir en el plan de estudios el conflicto, la violencia y la no violencia no es tan


fácil como incluir las matemáticas, el inglés o la geografía. No se trata de enseñar una disciplina,
sino de educar en un comportamiento, un modo de ser. Es probable que muchos docentes piensen
que esto excede el ámbito de sus competencias y no está incluido en sus atribuciones. Sin embargo,
la violencia está presente en la escuela, y estos mismos docentes han de enfrentarse a ella todos los
días. Esta violencia impide a los maestros enseñar, y a los alumnos aprender. Por consiguiente, si

14
Philippe Meirieu, L’envers du tableau, Quelle pédagogie pour quelle école?, París, ESF éditeur, 1993,
págs. 100-103.
- 11 -

quieren enseñar sus disciplinas y hacer de este modo lo que consideran su oficio, los docentes están
obligados a controlar “la violencia en la escuela”.

Para precisar los conceptos que permiten fundamentar y construir una filosofía de la no
violencia, trataremos de cuestiones alejadas de los problemas específicos de la educación. Haremos
un planteamiento “generalista” de las nociones de conflicto, agresividad, fuerza, violencia y no
violencia. Esperamos que, al leer estas páginas, el educador establecerá la relación con los
problemas concretos que le plantea cotidianamente su trabajo, porque en definitiva corresponde a
los propios docentes descubrir y apreciar la pertinencia de este planteamiento. Pero esta toma de
conciencia no puede confiarse a la iniciativa individual. Es preciso que los educadores reciban una
formación inicial y continua que les permita replantear sus opciones pedagógicas en función de la
filosofía de la no violencia.

Puesto que el proyecto educativo ha de estar encaminado a organizar el espacio escolar según
los valores de la democracia, precisaremos cuáles son sus fundamentos. Después trataremos de
visualizar los problemas a que hacen frente los educadores en su labor, y procuraremos precisar
cuáles son los principios y los métodos ofrecidos por la no violencia para hacer frente a esos
problemas.

Somos conscientes de la complejidad y la dificultad de los problemas que se plantean todos


los días a los docentes-educadores. Estas páginas no pretenden que baste con integrar el principio de
la no violencia en el núcleo del proyecto educativo para que estos problemas encuentren fácilmente
una solución. No aspiramos a enseñar su oficio a los docentes; lo que pretendemos es invitarles a
que consideren sus prácticas cotidianas a la luz de los principios y los métodos de la no violencia.
¿Podremos ponernos todos de acuerdo para reconocer que la no violencia es preferible, si es
posible? Y, si la no violencia es preferible, nuestra obligación es de hacer todo lo que podamos para
que sea posible. La única pretensión de este trabajo es proponer el estudio de las posibilidades de la
no violencia.
- 12 -

1. El conflicto

En un principio está el conflicto. Nuestra relación con los otros es el elemento constitutivo de
nuestra personalidad. Yo sólo existo en relación con otro. La existencia humana no es el estar del
hombre en el mundo, sino su estar con los otros. Sin embargo, a menudo experimentamos nuestro
encuentro con el otro como una adversidad, un enfrentamiento. El otro es aquél cuyos deseos se
oponen a los míos, cuyos intereses son contrarios a los míos, cuyas ambiciones se alzan contra las
mías, cuyos proyectos contrarían mis proyectos, cuya libertad amenaza mi libertad, y cuyos
derechos usurpan los míos.

El miedo al otro

Cuando el otro se coloca a mi lado, la situación es peligrosa, o por lo menos puede serlo.
Quizás no lo sea, pero yo no lo sé; por ello me parece peligrosa. El otro no quiere necesariamente
hacerme daño; tal vez quiera hacerme un bien, pero yo no lo sé. Por esta razón el otro, el
desconocido, hace pesar una incertidumbre sobre mi porvenir; me instala en la inseguridad. El otro
me inquieta: me da miedo. Aunque no abrigue malas intenciones, el otro me molesta. Su
proximidad la siento ante todo como una promiscuidad. Quizás el otro no haya venido a
amenazarme, quizás quiera solamente pedirme ayuda. Pero esta petición es otra molestia. El miedo
que me inspira el otro aumenta cuando no se me parece, cuando no habla la misma lengua, cuando
no tiene el mismo color, cuando proclama su fe en un dios que no es el mío. Éste, más que ningún
otro, me molesta. ¿Por qué no se ha quedado en su casa?

La llegada del otro a mi casa es una molestia. El otro es el invasor de mi zona de tranquilidad:
me saca de mi descanso. El otro, con su existencia, aparece en el espacio que yo ya me había
apropiado como una amenaza para mi existencia. Será necesario que le haga un hueco, quizás
incluso que le ceda mi lugar. El conflicto es siempre, de un modo u otro, una rivalidad para la
conquista de un mismo territorio. Todos estamos persuadidos de que el otro quiere “quitarnos
nuestro lugar”. En consecuencia, el conflicto sólo podrá superarse si los dos adversarios, habiendo
tomado conciencia de que “hay lugar para los dos”, deciden inventar conjuntamente una
“ordenación del territorio” que deje a cada uno “su sitio”. Se trata de “transformar” el conflicto de
modo que abandone el registro del enfrentamiento entre dos adversarios, que es su origen, para
situarse en el registro de la cooperación entre dos interlocutores, que es donde reside la solución.

El deseo mimético

René Girard tiene una tesis que sobre el modo en que los hombres acaban rivalizando entre sí.
Como preámbulo de su reflexión, René Girard hace la siguiente constatación: “No hay nada o casi
nada, en el comportamiento humano, que no sea aprendido, y todo aprendizaje se reduce a una
imitación”15. El autor trata pues de elaborar una ciencia del hombre “precisando las modalidades
propiamente humanas de los comportamientos miméticos”16. A diferencia de los que ven en la
imitación un proceso de armonía social, René Girard quiere demostrar que en lo esencial la
imitación es un principio de oposición y de adversidad, de rivalidad y de conflicto. Porque lo que
está en juego en los comportamientos miméticos de los hombres es la apropiación de un objeto que,
al ser deseado al mismo tiempo por varios miembros de un grupo, es causa de rivalidad. “Cuando
un individuo ve que uno de sus congéneres tiende la mano hacia un objeto, de inmediato se siente

15
René Girard, Des choses cachées depuis la fondation du monde, investigaciones con J.D. Oughourlian y
Guy Lefort, París, Grasset, 1983, pág. 15.
16
Ibíd.
- 13 -

tentado a imitar su gesto”17. Según René Girard, esta rivalidad mimética, cuya finalidad es la
apropiación de un mismo objeto, es el origen de los conflictos entre los individuos.

El individuo se siente celoso del que goza de la posesión de un objeto que él no posee. Así
pues, el sentimiento de los celos, que hace envidiar el objeto que posee el otro, es uno de los
resortes más poderosos de los conflictos que enfrentan a los individuos. Esto se observa ya
claramente en la conducta del niño que anhela el juguete que posee otro niño. Aunque tenga otros
varios juguetes a su alcance, éstos no le interesan: lo que desea es el juguete que ha visto que el otro
desea también. Sin embargo, en la rivalidad mimética la finalidad principal, la finalidad real, no es
tanto el objeto en sí como el otro y mi relación con él. Lo que deseo, en definitiva, no es tanto
quedarme con el objeto como ocupar el lugar del otro.

El poder sobre los objetos engendra poder sobre los otros. El deseo de posesión y el deseo de
poder están profundamente vinculados entre sí. La rivalidad entre los individuos para apropiarse de
los objetos tiene por finalidad verdadera la afirmación de su poder. Se crea así un vínculo orgánico
entre la propiedad y el poder. A menudo lo que está en juego en los conflictos que enfrentan a los
hombres es el poder. Es importante desde luego que cada uno posea un número suficiente de
objetos que le permitan satisfacer sus necesidades vitales -la alimentación, la vivienda, el vestido-
así como es necesario un nivel suficiente de poder para hacer respetar sus derechos. El deseo de
posesión y de poder es legítimo en la medida en que permite al individuo adquirir una autonomía
respecto de los demás. Pero en un conflicto cada adversario tiende naturalmente a exigir cada vez
más. Nada les parece bastante y nunca están satisfechos: “no saben detenerse”, no conocen límites.
El deseo exige más que la necesidad, mucho más. “Siempre hay algo ilimitado en el deseo”18,
escribe Simone Weil. En un primer momento el individuo busca el poder para no estar dominado
por los otros pero, si se descuida, enseguida rebasará el umbral a partir del cual se procura dominar
a los demás. Por otra parte, la rivalidad entre los seres humanos sólo puede superarse si cada uno de
ellos limita sus propios deseos. “La limitación del deseo -observa Simone Weil- es acorde con el
mundo; los deseos que encierran el infinito no lo son”19.

Cerrar un pacto

El conflicto es el enfrentamiento entre mi deseo y la realidad. Si quiero satisfacer mi deseo sin


respetar al otro y a su realidad, mi voluntad entra en conflicto con la del otro, y cada uno tratará de
hacer ceder a su opuesto. Pero si dejo que crezca en mi el deseo de vivir de acuerdo con el mundo, y
ante todo vivir en buena inteligencia con el otro que es mi prójimo, encontraré la energía necesaria
para construir con él una relación basada en el reconocimiento mutuo.

El individuo no puede eludir una situación de conflicto sin renunciar a sus propios derechos.
Debe aceptar la confrontación, porque es a través del conflicto como cada uno podrá hacerse
reconocer de los demás. Es cierto que el conflicto puede ser destructor, pero también puede ser
constructivo. La finalidad del conflicto consiste en cerrar un contrato, un pacto entre los adversarios
que satisfaga los derechos de cada uno, y llegar así a una relación de equidad y de justicia entre los
individuos, en el interior de una misma comunidad y entre las diferentes comunidades. El conflicto
es pues un elemento estructural de toda relación con los demás y, por ende, de toda la vida social.
En el ejemplo de los dos niños que rivalizan para poseer un mismo juguete, la mediación de un
adulto puede inducirles a resolver su conflicto mediante la conclusión de un pacto: o juegan juntos,
o juegan con el juguete por turnos. De este modo practicarán la solución constructiva de su
conflicto, y los dos saldrán ganando.

17
Ibíd., pág. 16.
18
Simone Weil, Œvres complètes, Tomo VI, Cahiers, Vol. 2, París, Gallimard, 1997, pág. 74.
19
Simone Weil, Œvres complètes, Tomo VI, Cahiers, Vol. 1, París, Gallimard, 1994, pág. 325.
- 14 -

Todas las vidas en comunidad son conflictivas, aunque sólo sea en potencia. La coexistencia
entre los hombres y los pueblos debe hacerse pacífica, pero siempre será conflictiva. La paz no es,
no puede ser y no será nunca la ausencia de conflictos, sino el control, la gestión y la solución de los
conflictos por medios distintos de la violencia destructora y homicida. Así, la acción política debe
buscar la solución (del latín resolutio, acción de desatar) no violenta de los conflictos.

Los argumentos pacifistas, sean jurídicos o espiritualistas, se equivocan y se extravían en el


idealismo cuando estigmatizan el conflicto en favor de una apología exclusiva del derecho, la
confianza, la fraternidad, la reconciliación, el perdón y el amor. Salen así de la historia para
refugiarse en la utopía.

Así pues, la no violencia no presupone un mundo sin conflictos. Su proyecto político no


consiste en edificar una sociedad donde las relaciones entre los hombres se basen únicamente en la
confianza. La confianza sólo puede establecerse mediante relaciones de proximidad, y sólo se
instaura frente al prójimo. Por regla general, toda relación social con el que está alejado, con el otro
que no conozco, es un desafío y conviene encararla con desconfianza. La organización de la vida en
una sociedad no se basa en la confianza, sino en la justicia que garantiza el respeto de los derechos
de todos y cada uno de nosotros. La acción política debe estar encaminada a organizar la justicia
para todos los individuos alejados entre sí. Ello requiere la creación de instituciones y la concepción
de leyes que prevean modalidades prácticas de regulación social de los conflictos que, en todo
momento, pueden plantearse entre los individuos.

Inventar un compromiso

A menudo la búsqueda de un compromiso es lo que permite llegar a la solución constructiva


del conflicto. Ante todo, la búsqueda de un compromiso permite detener la violencia que ya se ha
manifestado y restablecer la comunicación entre los adversarios. La palabra compromiso viene del
verbo latino compromittere (de cum, junto y promittere, prometer) y expresa la idea de un
entendimiento mutuo para respetar un acuerdo de solución de una diferencia.

La palabra compromiso está “asociada a la idea de un proceso de negociación en el que cada


uno hace concesiones al otro a fin de resolver un conflicto”20. La finalidad deseada es imaginar
concesiones que sean aceptables para los dos adversarios, de modo que cada uno de ellos pueda
estimar que sus derechos esenciales son reconocidos y respetados. El arte de encontrar un buen
compromiso estriba en proponer concesiones limitadas que ofrezcan un máximo de ventajas a uno
al tiempo que conllevan un mínimo de inconvenientes para el otro, y viceversa, de modo que la
“vida en común” sea posible de nuevo. En la esfera de la educación, la búsqueda de un compromiso
reviste un elevado valor pedagógico, por cuanto permite al niño aprender a conciliar sus deseos,
intereses y necesidades con los del otro y encontrar con él un área de entendimiento donde puedan
reconocerse y respetarse mutuamente.

De la hostilidad a la hospitalidad

Sin embargo, en último término no debe considerarse que el conflicto es la norma de la


relación con el otro. La humanidad del hombre no se realiza fuera del conflicto, sino más allá de
éste. El conflicto forma parte de la naturaleza humana, pero que no ha sido transformada todavía
por la huella de lo humano. El conflicto es lo primero, pero no debe tener la última palabra. No es el
módulo primordial, sino el más primario de la relación con el otro. Está para ser superado, dejado
atrás, transformado. El hombre que se esfuerza por establecer con otro hombre una relación
pacífica, despojada de toda amenaza y todo miedo, hace la paz consigo mismo. El hombre no debe

20
François Vaillant, texto inédito.
- 15 -

establecer una relación de hostilidad frente al que se le opone, en la que cada uno es enemigo del
otro, sino que debe tratar de establecer una relación de hospitalidad, donde cada uno es huésped del
otro. Es significativo que los términos hostilidad y hospitalidad pertenezcan a la misma familia
etimológica. En su origen las palabras latinas hostes y hospes designaban en ambos casos al
extranjero. En efecto, éste puede ser excluido como un enemigo, o ser acogido como un huésped.

La hospitalidad es un concepto más exigente que la justicia. La justicia sola, es decir el simple
reconocimiento de los derechos de cada uno, no resuelve la separación entre las personas. “Hacerse
respetar” es todavía hacerse temer. “Mantener una relación de respeto” significa mantenerse
alejado. El respeto conlleva, por su misma naturaleza, una cierta distancia. Pero es una buena
distancia, que ofrece a cada uno el espacio que necesita para ser libre y autónomo. Respetar al otro
significa establecer la distancia justa con él, la que permite verse, reconocerse e identificarse
mutuamente sin fusión ni confusión, la que tiene en cuenta del mejor modo posible lo que espera
cada uno. Para formar una comunidad humana, los hombres deben mantener entre ellos relaciones
de reciprocidad basadas en dar y compartir. Y el lugar de la hospitalidad es el de la bondad. Porque
no hay que creer a Nietzsche cuando asegura que la bondad no es más que la impotencia de los
débiles. Es la violencia la que es una debilidad: la bondad es el poder de los fuertes.
- 16 -

2. La agresividad

La violencia está tan presente en la historia de los seres humanos que a veces nos sentimos
tentados a pensar que forma parte de lo más íntimo del hombre. De ser así, la violencia sería
“natural” en el ser humano y de nada serviría apostar por la no violencia, ya que ello iría contra la
ley misma de la naturaleza. En realidad, no es la violencia la que forma parte de la naturaleza
humana, sino la agresividad. La violencia no es más que una expresión de la agresividad, pero no es
la agresividad propiamente dicha, y no es una necesidad natural que la agresividad se exprese con la
violencia.

El hombre puede convertirse en un ser racional, pero primero es un ser instintivo y


compulsivo. Los instintos son un haz de energías. Cuando este haz está bien atado, estructura y
unifica la personalidad del individuo; pero si se desata, es todo el individuo el que se desestructura y
se desune. La agresividad es una de estas energías; al igual que el fuego, puede ser bienhechora o
nociva, destructora o creativa.

Afirmarse ante el otro

La agresividad es una potencia de combatividad, de afirmación de sí mismo que es un


elemento constitutivo de la propia personalidad. La agresividad nos permite no eludir la
confrontación con los otros. Ser agresivo es afirmarse ante el otro, avanzando hacia él. El verbo
agredir viene del latín aggredi, cuya etimología (ad-gradi) significa avanzar hacia. Sólo en un
sentido derivativo puede interpretarse agredir como avanzar contra: esta interpretación viene del
hecho de que, en la guerra, avanzar hacia el enemigo significa avanzar contra él, o sea atacarle. Así,
etimológicamente el verbo agredir no implica una mayor violencia que el verbo progresar, que
significa también avanzar. Dar muestra de agresividad es aceptar el conflicto con el otro, sin
someterse a su ley. Sin la agresividad, estaríamos huyendo constantemente de las amenazas de los
demás. Sin la agresividad seríamos incapaces de superar el miedo que nos paralizaría y nos
impediría combatir a nuestros adversarios y luchar para hacer que se reconozcan y se respeten
nuestros derechos. Para ir hacia el otro hacen falta audacia y valor, porque significa ir hacia lo
desconocido, partir a la aventura.

El miedo se encuentra en cada individuo, y no se trata de rechazarlo negando su existencia. Se


trata, por el contrario, de tomar conciencia de él, procurar asumirlo, dominarlo y superarlo,
sabiendo que este esfuerzo deberá reemprenderse una y otra vez. Pero el miedo no es vergonzoso,
es simplemente humano. El miedo es la emoción que nos advierte de un peligro potencial, activa
nuestro instinto de supervivencia y nos invita a protegernos. El miedo nos señala que pasamos por
una zona de perturbaciones: “¡Atención, peligro!”. El miedo nos invita a tomar disposiciones para
enfrentarnos a las amenazas que puedan avecinarse. Pero, si no sabemos dominarlo, el miedo puede
hacernos caer en la trampa. El miedo puede engendrar en el hombre, a veces de un modo
inconsciente, una ansiedad, una angustia, un sufrimiento que le predisponen a adoptar una actitud
de intolerancia y hostilidad frente al otro. Entonces interviene un factor irracional en el desarrollo
de las relaciones entre los hombres, que puede hacerse predominante. El miedo puede ser mal
consejero, tanto si nos invita a la sumisión como si nos incita a la violencia. Desde la infancia el
hombre es víctima de múltiples temores. La educación ha de enseñarle a reconocerlos, nombrarlos,
expresarlos y superarlos. La presencia del adulto al lado del niño y su exhortación, llena a la vez de
firmeza y dulzura, “¡No tengas miedo!”, puede contribuir a dar mayor seguridad y confianza al
niño. Pero esta exhortación no debe estar destinada a negar el miedo del niño. Lo que debe querer
decir es: “Tienes derecho a tener miedo; pero el miedo no debe impedirte ser valeroso y apoyarte en
otras energías que se encuentran igualmente en ti mismo”.
- 17 -

Domesticar el miedo, acoger y controlar las emociones que suscita, permite expresar la
agresividad por medios distintos de la violencia destructora. Entonces la agresividad se convierte en
un elemento fundamental de la relación con el otro, que podrá acabar siendo una relación de respeto
mutuo y no de dominio-sumisión.

Lo opuesto de la pasividad

En realidad, la pasividad ante la injusticia es una actitud más frecuente que la violencia. La
capacidad de resignación del ser humano es mucho mayor que su capacidad de rebelarse. Así pues,
una de las primeras tareas de la acción no violenta es la de “movilizar”, o sea poner en movimiento
a aquellos mismos que hayan sufrido la injusticia, despertar su agresividad para prepararles a
resistir y a luchar, y suscitar el conflicto. Cuando el esclavo está sometido a su amo, no hay
conflicto. Es entonces, por el contrario, cuando se establece “el orden” y reina “la paz social”, sin
que nada ni nadie disienta. El conflicto sólo surge en el momento en que el esclavo muestra
suficiente agresividad para “avanzar hacia” su amo, se atreve a hacerle frente y reivindica sus
derechos. La no violencia precisa ante todo de una capacidad de agresividad. En este sentido, puede
afirmarse que la no violencia es más contraria a la pasividad y a la resignación que a la violencia.
Pero la acción no violenta colectiva debe permitir el encauzamiento de la agresividad natural de los
individuos de modo que no se exprese por los medios de la violencia destructora que puede acarrear
otras violencias e injusticias, sino por medios justos y pacíficos que permitan edificar una sociedad
más justa y pacífica. En realidad, la violencia no es más que una perversión de la agresividad.

La cólera, que puede apoderarse del individuo y hacerle perder todo control de sí mismo, es
un desbordamiento de la agresividad. La cólera es la emoción que siento cuando mis proyectos se
ven repentinamente frustrados, cuando tropiezo con la realidad, cuando experimento un profundo
sentimiento de injusticia. También en este caso debemos dominar la cólera sin rechazar la
agresividad que la acompaña, de modo que ésta pueda expresarse de un modo constructivo. Dejar
que la cólera explote violentamente es una manifestación de debilidad, no de fuerza de carácter.
“Ira brevis furor est”: “La cólera -escribe Horacio- es una locura breve”. Y añade el poeta latino:
“Quien no supo dominar su cólera querrá más tarde no haber hecho lo que el resentimiento y la
pasión le aconsejaron, cuando buscó en la violencia una rápida satisfacción para su odio
insatisfecho (…). Domina tus pasiones: si no te obedecen, mandarán en ti; hay que frenarlas, hay
que tenerlas encadenadas”21. Transformar la cólera en palabras audibles y en actos comprensibles,
determinados y coherentes es el signo de la verdadera inteligencia emocional.

21
Horacio, Epístolas, Libro I, epístola II, 59-64.
- 18 -

3. La violencia

Conviene hacer una distinción previa entre “fuerza” y “violencia”; de lo contrario es muy
probable que ninguno de los dos términos permita alcanzar el objetivo deseado. Si por fuerza
entendemos el poder que humilla, oprime, hiere y mata, careceremos del término necesario para
denominar la fuerza que no humilla ni oprime, hiere o mata. Si separamos los conceptos de fuerza y
de violencia, no podremos preguntarnos si existe una fuerza que no sea violenta.

En el sentido moral, la fuerza es la virtud del hombre que tiene el valor de no someterse al
imperio de la violencia. El hombre fuerte no es el que posee los medios de la potencia y de la
violencia, sino el que domina sus pasiones, el que se resiste a la atracción de las pasiones colectivas
y se mantiene dueño de su propio destino. En este caso lo opuesto a la fuerza es precisamente la
debilidad del que no sabe resistirse a la exaltación de la violencia.

Esta “fuerza de ánimo”, esta fuerza espiritual, no puede oponerse eficazmente a la fuerza de la
injusticia. Las dos no están situadas en un mismo plano. En realidad, sólo la fuerza de una acción
organizada puede combatir eficazmente la injusticia y restablecer el derecho. Es una equivocación
tratar de desacreditar a la fuerza en nombre del derecho porque, en la realidad, el derecho no puede
tener fundamento ni garantía que no sea la fuerza. Es propio del idealismo conferir al derecho una
fuerza específica que, al parecer, actúa en la historia y es el verdadero fundamento del progreso.
Todo demuestra, por el contrario, que esta fuerza no existe. También es en parte ilusorio pensar que
existe una “fuerza de la justicia”, una “fuerza de la verdad” y una “fuerza del amor” que podrían
“forzar” por sí mismas a los poderosos y a los violentos a reconocer y respetar el derecho de los
oprimidos. Para acceder a la libertad, éstos deben reunirse, movilizarse, organizarse y actuar.

Toda lucha es una prueba de fuerza. En un contexto social, económico o político determinado,
toda relación con los demás se inscribe en un contexto de fuerza. La injusticia es consecuencia del
desequilibrio de las fuerzas, que hace que los más débiles sean dominados y oprimidos por los más
fuertes. La lucha tiene por función crear una nueva relación de fuerzas para establecer un equilibrio
a fin de que se respeten los derechos de todos. Así pues, actuar en pro de la justicia es restablecer el
equilibrio de fuerzas y esto sólo es posible con una fuerza que imponga un límite a la fuerza que
provoca el desequilibrio.

La violencia sólo podrá desacreditarse si antes se ha rehabilitado la fuerza dándole el lugar


que le corresponde y reconociéndole su legitimidad. Es esencial recusar a un tiempo el supuesto
realismo que justifica la violencia como fundamento mismo de la acción, y el supuesto
espiritualismo que se niega a reconocer la fuerza como elemento inherente a la acción. Y, como la
fuerza sólo existe por la acción, la violencia sólo podrá denunciarse y combatirse mediante un
método de acción que no le deba nada a la violencia asesina, sino que permita establecer relaciones
de fuerza que garanticen el derecho.

Un proceso de asesinato

El ejercicio de la agresividad, la fuerza y la coacción permite superar el conflicto mediante la


búsqueda de una solución que haga justicia a cada uno de los adversarios. La violencia, por su parte,
aparece ante todo como una falsa solución del conflicto que no le permite cumplir su función, que
es la de hacer reinar la justicia entre los adversarios.

Volvamos a la tesis de René Girard sobre la rivalidad mimética. Dos individuos rivalizan
entre sí para apropiarse de un mismo objeto. Éste será tanto más deseable para cada uno de ellos
cuanto más lo desee el otro. Muy pronto los dos individuos, convertidos en adversarios, desviarán
su atención del objeto para concentrarla enteramente en su rival. Y se batirán, no para adquirir el
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objeto, que ya empiezan a descuidar y olvidar, sino para eliminar al rival. Quizás prefieran incluso
destruir el objeto que desean antes de permitir que el otro se lo apropie. Su enfrentamiento “se
convierte en pura rivalidad”22. A partir de este momento las relaciones miméticas entre los dos
rivales estarán dominadas por la lógica de la violencia. “La violencia -escribe René Girard- es una
relación mimética perfecta, y por consiguiente perfectamente recíproca. Cada uno imita la violencia
del otro y se la devuelve “con intereses”23. Si la mediación de un adulto no ha conseguido que los
dos niños enfrentados por la posesión de un juguete concluyan un pacto, llegarán rápidamente a las
manos, con el riesgo de que se rompa el juguete.

La violencia aparece cuando el ser humano se niega a que la realidad limite su deseo, y a que
éste se vea frustrado por la existencia de otro ser. “Yo tengo derecho -observa Simone Weil- a
apropiarme de todas las cosas, y los otros lo obstaculizan. Para eliminar este obstáculo, tengo que
recurrir a las armas”24. La violencia se enraíza en un deseo ilimitado, que tropieza con los límites
constituidos por el deseo de los otros.

Es esencial definir la violencia de un modo que impida hablar de una “buena violencia”.
Desde el momento en que se pretende distinguir entre una “buena” y una “mala” violencia, ya no es
posible definirla y la confusión se instala. Sobre todo, desde el momento en que se quieren elaborar
criterios para definir la “buena” violencia, todos podrán alegarlos para justificar su propia violencia.
En lo esencial, la violencia es negación. Toda manifestación de violencia, sean cuales fueren su
grado e intención, forma parte de un proceso de asesinato, de ejecución. Es posible que este proceso
no llegue a su término, y que no se ponga necesariamente en práctica, pero la violencia quiere
siempre la muerte del otro, su aniquilación. “No hay que engañarse -señala Paul Ricœur- el objetivo
de la violencia, la meta que persigue implícita o explícitamente, directa o indirectamente, es por lo
menos la muerte del otro, o algo peor que su muerte”25. Toda violencia es un atentado contra la
humanidad del otro hombre. Hacer violencia es hacer el mal, hacer daño. Hacer violencia es hacer
sufrir. Hacer violencia es también hacerse daño y hacerse sufrir, al privarse de la relación de
reconocimiento mutuo que necesitamos para existir. El deseo de eliminar al adversario, de
descartarlo, excluirlo, reducirlo al silencio y suprimirlo se hace más fuerte que la voluntad de llegar
a un acuerdo con él. Del insulto a la humillación, de la tortura al asesinato: las formas de violencia
son múltiples, y también lo son las formas de muerte. Atentar a la dignidad del hombre ya es atentar
a su vida. Hacer callar a alguien, ya es hacerle una violencia; privar al hombre de su palabra, ya es
privarle de su vida. Las situaciones de injusticia que mantienen a seres humanos en condiciones de
enajenación, exclusión u opresión constituyen también violencias características, llamadas
“violencias estructurales”.

No conviene hablar de “la violencia” como si tuviera una existencia propia entre los hombres,
en cierto modo al margen de ellos, y como si actuara por su cuenta. En realidad, la violencia sólo
existe y actúa a través del hombre: siempre es el hombre el responsable de la violencia.

Hacer del hombre una cosa

Si para definir la violencia nos colocamos del lado del que la ejerce, es muy probable que nos
equivoquemos sobre su verdadera naturaleza al entrar enseguida en el proceso de legitimación que
justifica los medios por el fin. Así pues, es preciso definir la violencia situándose del lado del que la
sufre. Aquí la percepción es inmediata e implica una conceptualización que considera el medio
utilizado, y no el fin supuesto. Según Simone Weil, la violencia, “es lo que hace de cualquiera que
le está sometido una cosa”. “Cuando se ejerce hasta el final -precisa la autora- hace del hombre una
22
René Girard, Des choses cachées depuis la fondation du monde, op.cit., pág. 35.
23
Ibíd., pág. 234.
24
Simone Weil, Œuvres complètes, Tomo VI, Vol. 1, op.cit., pág. 297.
25
Paul Ricœur, Histoire et vérité, París, Le Seuil, 1955, pág. 227.
- 20 -

cosa en el sentido más literal de la palabra, ya que hace de él un cadáver”. Pero la violencia que
mata es una forma sumaria, grosera de la violencia. Hay otra violencia mucho más variada en sus
procedimientos y sorprendente en sus efectos, la violencia “que no mata; es decir la que no mata
todavía”. “Va a matar seguramente, o va a matar quizás, o bien sólo está suspendida sobre la
persona a la que puede matar en todo momento; en cualquier caso, transforma al hombre en piedra.
Del poder de transformar a un hombre en una cosa haciéndole morir se deriva otro poder mucho
más prodigioso, el de hacer una cosa de un hombre que permanece en vida”26.

Nos parece posible dar una definición de la violencia a partir del segundo imperativo
formulado por Kant en el Fundamento a la metafísica de las costumbres: “Actúa de modo que trates
siempre a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, como un fin y
nunca simplemente como un medio”27. Según Kant, el fundamento de este principio es que las
personas, al contrario de las cosas que sólo son medios, existen como un fin en sí mismo. “El
hombre -afirma- y en general cualquier ser de razón, existe como un fin en sí mismo, y no
solamente como un medio que pueda utilizar libremente tal o cual voluntad; en todas sus acciones,
tanto en las que le conciernen como en las que conciernen a otros seres de razón, debe ser
considerado siempre y al mismo tiempo como un fin”28. Así, el que se sirve de los otros hombres
como de simples medios viola su humanidad: les hace violencia. Cabe definir pues a la violencia en
los mismos términos de Kant: ser violento es “servirse de la persona de los otros como de un simple
medio, sin considerar que los otros, en su calidad de seres de razón, deben considerarse siempre y al
mismo tiempo como un fin”29.

El abuso de la fuerza

Se ha dicho que la violencia es el abuso de la fuerza. Pero hay que ir más allá: la violencia, de
por sí, es un abuso; el uso mismo de la violencia es un abuso. Abusar de alguien es violarle. Toda
violencia que se ejerza contra el ser humano es una violación: la violación de su cuerpo, de su
identidad, de su personalidad y de su humanidad. Toda violencia es brutalidad, ofensa, destrucción,
crueldad. La violencia afecta siempre al semblante, que deforma de resultas del sufrimiento: toda
violencia es una des-figuración. La violencia hiere y rebaja a la humanidad del que la sufre.

Pero el hombre no siente solamente la violencia que sufre, sino que experimenta también su
capacidad de ejercer la violencia contra otro. El hombre, al re-flexionar, o sea al concentrarse en sí
mismo, descubre que es violento. Y la violencia hiere y humilla igualmente a la humanidad del que
la ejerce. “Golpear o ser golpeado -afirma Simone Weil- es una sola y misma mancilla. El frío del
acero es igualmente mortal en la empuñadura que en la punta”30. Así pues, tanto si se ejerce como si
se sufre la violencia, “en todo caso su contacto petrifica y transforma al hombre en cosa”31.

26
Simone Weil, “L’Iliade ou le poème de la force”, en La source grecque, París, Gallimard, 1953, págs. 12-13.
27
Emmanuel Kant, Fondements de la métaphysique des mœurs (Fundamentación de la metafísica de las
costumbres), París, Librairie Delagrave, 1952, págs. 150-152.
28
Ibíd., pág. 149.
29
Ibíd., pág. 152.
30
Simone Weil, Écrits historiques et politiques, París, Gallimard, 1960, pág. 80.
31
Simone Weil, Intuitions préchrétiennes, París, Fayard, 1985, pág. 54.
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4. La no violencia

Fue Gandhi el que ofreció al Occidente el término “no violencia”, al traducir al inglés la
palabra del sánscrito ahimsa, que es habitual en los textos de la literatura hindú, jainita y budista.
Esta palabra está formada del prefijo negativo a y del sustantivo himsa, que significa el deseo de
hacer daño, de hacer violencia a un ser vivo. Así pues, la ahimsa es el reconocimiento, la
domesticación, el dominio y las transmutación del deseo de violencia que anida en el hombre y le
induce a descartar, excluir, eliminar y lastimar a otro hombre.

En términos estrictamente etimológicos, una posible traducción de a-himsa sería inocencia.


En efecto, estas dos palabras tienen etimologías análogas: inocente viene del latín in-nocens y el
verbo nocere (hacer daño, perjudicar) proviene a su vez de nex, necis que significa muerte violenta,
asesinato. En rigor, la inocencia es la virtud del que no es culpable de una violencia asesina contra
otro. Sin embargo, hoy día la palabra inocencia hace pensar más bien en la pureza sospechosa del
que no comete el mal más por ignorancia e incapacidad que por virtud. La no violencia no puede
confundirse con esta clase de inocencia, pero esta distorsión del término es significativa: como si el
hecho de no cometer el mal revelase una especie de impotencia… La no violencia rehabilita la
inocencia como la virtud del hombre fuerte y la prudencia del hombre justo.

La ley del egoísmo

Gandhi entiende que en principio la no violencia no es un método de acción, sino una actitud,
o sea esencialmente una mirada, una mirada de benevolencia y de bondad hacia el otro hombre, y
sobre todo hacia el “hombre otro”, es decir, el desconocido, el extranjero, el intruso, el inoportuno,
el enemigo. Cuando trata de definir la no violencia, Gandhi formula ante todo esta proposición
estrictamente negativa: “La no violencia perfecta es la ausencia total de malevolencia hacia todo lo
que vive”. Sólo después afirma: “En su forma activa, la no violencia se expresa por la benevolencia
hacia todo lo que vive”32. La primera exigencia de la no violencia es negativa: se exige al hombre
que renuncie a toda malevolencia hacia otro hombre. Formular esta exigencia es reconocer que en la
naturaleza del hombre existe una inclinación a la malevolencia contra su prójimo.

Pero, ¿por qué el hombre se siente tentado, en primer lugar, a comportarse violentamente
contra otro hombre? La cuestión más grave que se plantea al ser humano es comprender esta
inclinación contenida en su naturaleza y que, sino le presta atención, le impulsará a la malevolencia
y la violencia contra el otro, y a desear su muerte. Interrogándose sobre esta inclinación natural del
hombre a la malevolencia, Kant responde que viene determinada por el egoísmo, es decir por el
amor exclusivo de sí mismo. El interés en uno mismo no deja lugar alguno al interés por el otro.
Cuando se actúa, “se tropieza con el querido yo, que acaba por aparecer siempre”33.

Cuando dos seres coinciden, y cada uno de ellos quiere que prevalezcan sus propias
necesidades, deseos, o intereses, se produce inevitablemente un enfrentamiento que culminará muy
probablemente en la violencia. La violencia es el choque de dos egoísmos, el enfrentamiento de dos
narcisismos. Todo hombre se parece a Narciso, el joven de la leyenda griega que, al contemplar su
imagen reflejada en el agua, se enamoró de sí mismo. El hombre sólo se ama a sí mismo, y sólo se
interesa en los otros para despreciarlos. Por su propia naturaleza, en su relación con los otros, el
hombre es espontáneamente celoso de los otros hombres. En todo momento juzga su propia
felicidad en relación a la felicidad de los otros. Por amor propio, el hombre se compara
constantemente con los demás, y desea serles superior.

32
Young India, 1919-1922, Madras, S. Ganesan Publisher, 1924, pág. 286.
33
Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, op.cit., pág. 113.
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La ley moral

Sin embargo, para Kant la razón del hombre le hace descubrir que existe en su interior otra
ley que no es la del egoísmo, la “ley moral”. En su condición de ser de razón, el hombre debe actuar
con la voluntad de ajustarse a las prescripciones de la ley moral. Esta ley anula las pretensiones y
rechaza las exigencias del egoísmo. La voluntad sólo debe determinarse por la ley moral, siendo así
que la inclinación natural del hombre, su primera disposición, es basar exclusivamente su voluntad
en la ley del amor propio. La ley moral sólo puede respetarse si se prescinde de esta inclinación
natural al egoísmo. Por ello, “la ley moral se presenta ante todo como una prohibición”34. Lo que
caracteriza el deber moral del hombre es la voluntad de mostrarse benévolo hacia el otro hombre
aunque los sentimientos naturales le inclinen a la malevolencia.

La verdad del hombre

Para Gandhi la no violencia es un principio: “Yo creo en el principio de la no violencia”35.


Según el pensador indio, la no violencia es el principio mismo de la búsqueda de la verdad y el
único camino que conduce al hombre a la verdad. “La no violencia y la verdad -escribe- están tan
estrechamente vinculadas que es prácticamente imposible separarlas. Son como las dos caras de una
misma moneda, o más bien de un disco metálico liso sin ninguna marca. ¿Quién podrá decir cuál es
el anverso y cuál el reverso?”36.

Pero cuando Gandhi afirma que “la verdad y la no violencia son una sola y misma realidad”37,
no se sitúa en el registro ideológico sino en el filosófico, es decir el de la espiritualidad, el
pensamiento y la sabiduría. Y, al tiempo que afirma que la no violencia es la verdad del hombre,
Gandhi se apresura a precisar que nadie puede pretender “poseerla”. “En la medida en que somos
seres encarnados -afirma- la no violencia perfecta no es más que una teoría como la del punto o la
línea recta de Euclides, pero hemos de procurar aproximarnos a ella en cada momento de nuestras
vidas”38. Gandhi se veía a sí mismo como un “buscador de la verdad”.

El hombre entre la razón y la violencia

Entre todas las definiciones que se han dado del hombre, Eric Weil retiene la más extendida:
la del hombre “como animal dotado de razón y de lenguaje, más exactamente de lenguaje
razonable”39. Es cierto que el hombre no se expresa ni se comporta naturalmente de modo acorde
con las exigencias de la razón, pero ha de esforzarse por hacerlo si quiere convertirse en un hombre
en el sentido lato del término. Este esfuerzo del hombre para pensar, hablar y vivir razonablemente
es lo que caracteriza la filosofía. Pero el hombre-filósofo, al tiempo que decide optar por la razón,
toma conciencia de que hay algo en él que le impide ser razonable. El filósofo no teme a los
peligros exteriores, ni siquiera a la muerte: “teme lo que hay en él que no es razón”40, “le da miedo
la violencia”41. Esta violencia que el hombre-filósofo descubre en sí mismo, y que le induce a
adoptar actitudes irracionales, obstaculiza la realización de su propia humanidad. Esta violencia que

34
Kant, La réligion dans les limites de la simple raison (La religión dentro de los límites de la simple razón), París,
Vrin, 1983, pág. 84.
35
Gandhi, The Collected Works of Mahatma Gandhi, Ahmedabad, The Publications Division, Ministry of
Information and Broadcasting, Government of India, 1965, Vol. 18, pág. 265.
36
Ibíd., Vol. 44, pág. 59.
37
Ibíd., pág. 90.
38
Gandhi, All Men are Brothers, Ahmedabad, Navajivan Publishing House, 1960, pág. 119.
39
Éric Weil, Logique de la philosophie, París, Vrin, 1967, pág. 20.
40
Ibíd., pág. 19.
41
Ibíd., pág. 20.
- 23 -

lleva consigo es lo que “no está de acuerdo con lo que le hace humano”42. Así pues, el filósofo teme
a la violencia porque es “lo que le impedirá ser, o seguir siendo, sabio”43.

El aprendiz de filósofo, en el momento mismo en que quiere hacerse racional, descubre que es
un hombre de necesidades, intereses y pasiones y que, en esta condición, está inclinado
naturalmente a la violencia contra sus semejantes. Pero el hombre sólo puede descubrirse como un
ser violento porque además está dotado de razón. La violencia sólo se comprende con la re-flexión,
es decir cuando el hombre ha vuelto sobre su propia violencia. El hombre sólo descubre y
comprende la violencia que lleva en él, y que se encuentra también en la sociedad y en la historia,
porque “tiene ya la idea de la no violencia”44. El hombre es violento, pero sólo comprende que es
violento porque lleva en sí la exigencia de no violencia, que es la exigencia misma de la razón. “La
razón -escribe Eric Weil- es una posibilidad del hombre. (…) Pero sólo es una posibilidad, no una
necesidad, y es la posibilidad de un ser que posee otra posibilidad. Nosotros sabemos que esta otra
posibilidad es la violencia”45. Sin embargo, la violencia no es solamente la otra posibilidad del
hombre, sino que es “la posibilidad que primero se realiza”46.

La opción por la no violencia

Así pues, el hombre es capaz de razón y de violencia, y debe optar entre las dos posibilidades:
“La libertad elige entre la razón y la violencia”47. Sin embargo, la exigencia filosófica induce al
hombre a optar por la razón contra la violencia. “La violencia sentida violentamente -afirma
categóricamente Eric Weil- debe descartarse de una vez por todas”48. He aquí el “secreto de la
filosofía”: “El filósofo quiere que la violencia desaparezca del mundo. Reconoce la necesidad,
admite el deseo, acepta que el hombre siga siendo animal, aunque racional: lo que importa es
eliminar la violencia”49. Por ende, el filósofo puede enunciar -para sí mismo, pero también para los
demás- la máxima moral que debe determinar la actitud del hombre en todas las circunstancias: “Es
legítimo desear lo que reduce la cantidad de violencia en la vida del hombre; no es legítimo desear
lo que la aumenta”50.

Como la razón es un elemento constitutivo de la humanidad del hombre, de cada hombre y de


todos los hombres, “el deber principal del (hombre moral) es respetar en todo ser humano la razón,
y respetarla en sí mismo al respetarla en los demás”51. Esto significa ante todo que debe prohibirse a
sí mismo la violencia contra cualquier otro: “El hombre no puede olvidar (…) que no tiene derecho
a desear ciertas consecuencias (de sus actos), por ejemplo las que transformarían a otros hombres en
cosas”52.

El hombre que ha optado por la razón, como desea que la coherencia de su discurso informe y
transforme su vida, somete sus decisiones al “criterio de universalidad”53: “Cada uno debe
comportarse de manera que su modo de hacer, la forma de su decisión, pueda pensarse como el
modo de hacer de cada uno y de todos, en otras palabras que su comportamiento sea tal que pueda

42
Ibíd., pág. 47.
43
Ibíd., pág. 20.
44
Éric Weil, Philosophie morale, París, Vrin, 1992, pág. 20.
45
Éric Weil, Logique de la philosophie, op.cit., pág. 57.
46
Ibíd., pág. 69.
47
Éric Weil, Philosophie morale, op.cit., pág. 47.
48
Éric Weil, Logique de la philosophie, op.cit., pág. 75.
49
Ibíd., pág. 20.
50
Ibíd.
51
Éric Weil, Philosophie politique, París, Vrin, 1984, pág. 31.
52
Ibíd.
53
Éric Weil, Philosophie morale, op.cit., pág. 52.
- 24 -

universalizarse”54. Ahora bien, la “contradicción primera” que destruye toda la coherencia del
discurso y de la vida, es la contradicción “entre la violencia y la universalidad”55. Por ello el
hombre sólo puede avanzar hacia la universalidad si elige la no violencia: “la no violencia es lo
universal”56.

No obstante, la violencia sigue siendo otra posibilidad del hombre que ha elegido la razón, lo
universal y, por ende, la no violencia. El filósofo no acabará nunca de transformarse, informándose
por la razón. Y, sobre todo, el hombre elige la razón en un mundo en el que otros hombres han
elegido la violencia. Por ello el filósofo debe procurar educar a los otros en la razón y transformar el
mundo para poner fin -en la medida en que se pueda- al reino de la violencia. “La no violencia es el
punto de partida y de llegada de la filosofía”57.

Vemos pues que Eric Weil no es menos categórico que Gandhi cuando afirma que la violencia
aleja al hombre de la verdad. “El otro (la antítesis) de la verdad -escribe- no es el error, sino la
violencia”58. En otros términos, el error es la violencia y, por consiguiente, el error es cualquier
doctrina que pretenda justificar la violencia, hacer de la violencia un derecho humano. Porque la
violencia ha vencido, ha impuesto su orden cuando ha obtenido la complicidad intelectual del
hombre.

La historia da testimonio -y la experiencia lo confirma todos los días- de que la verdad se


convierte en un vehículo de violencia cuando no se basa en la exigencia de la no violencia. Porque,
si la verdad no implica de por sí la deslegitimación radical de la violencia, llegará siempre un
momento en el que la violencia aparezca como un medio legítimo de defender la verdad. Sólo el
reconocimiento de la exigencia de la no violencia permite rechazar de una vez por todas la ilusión,
presente en todas las ideologías, de recurrir a la violencia para defender la verdad.

“No matarás”

Se ha dicho frecuentemente que el término “no violencia”, al ser negativo, está mal elegido y
entraña numerosas ambigüedades. En realidad la que es ambigua es nuestra relación con la
violencia. En efecto, este término plantea una cuestión, pero es precisamente la buena cuestión, o
sea la de la violencia. Recusar el término “no violencia” es eludir la cuestión de la violencia. Y sin
embargo, esta cuestión es esencial ya que atañe al sentido mismo de nuestra existencia. Pero es
embarazosa, porque nos obliga a mirar de frente nuestra propia complicidad con la violencia. Al
cuestionarnos, el término “no violencia” nos pone en cuestión. Al rechazar este término,
rechazamos la exigencia que nos presenta. Escurrimos el bulto.

En realidad, la expresión “no violencia” es decisiva por su misma negatividad, porque es lo


único que permite deslegitimar la violencia. Es el término más justo, exacto, y riguroso para
expresar lo que significa: el rechazo de todos los procesos de legitimación que hacen de la violencia
un derecho humano. La opción por la no violencia es la actualización en nuestra propia existencia
de la exigencia universal de la conciencia racional que se expresa por el imperativo, también
negativo: “No matarás”. Esta prohibición del asesinato es esencial, porque todos llevamos dentro el
deseo de matar. El asesinato está prohibido porque es siempre posible y porque esta posibilidad es
inhumana. La prohibición es imperativa porque la tentación es imperiosa; y la primera es tanto más
imperativa cuanto la segunda es más imperiosa.

54
Éric Weil, Philosophie et réalité, Derniers essais et conférences, París, Vrin, 1982, pág. 269.
55
Éric Weil, Philosophie morale, op.cit., pág. 53.
56
Éric Weil, Logique de la philosophie, op.cit., pág. 64.
57
Ibíd., pág. 59.
58
Ibíd., pág. 65.
- 25 -

La violencia no es un derecho humano

El hombre es un animal jurídico, es decir que necesita razonar para justificar, ante sí mismo y
ante los demás, su actitud, su comportamiento y su acción. Pero como el hombre es también un
animal violento, querrá convencerse de que la violencia es un derecho humano. Los animales sólo
son violentos desde el punto de vista del hombre, ya que son incapaces de pensar sus “violencias”.
Es cierto que el pez grande se come al chico, y que el lobo devora al cordero. Pero los animales no
son responsables de estas “violencias”. Sólo el hombre es responsable de sus actos, y por
consiguiente de sus violencias, porque es un ser de conciencia y de razón. Y como la razón es una
característica propia del hombre, la violencia también lo es. Sólo el hombre puede poner la potencia
de su razón al servicio de su violencia. Por ello el hombre es el único ser vivo capaz de crueldad
hacia sus semejantes. “A veces se compara la crueldad del hombre con la de las fieras -observa el
personaje dostoievskiano Ivan Karamazov: esto es insultarlas. Las fieras no alcanzan nunca el grado
de refinamiento del hombre”59. La violencia no depende de la animalidad, sino de la inhumanidad,
que es mucho peor.

Como el hombre, por su propia naturaleza, está a un mismo tiempo inclinado a la violencia y
predispuesto a la no violencia, lo que hay que saber es qué parte de él mismo decide cultivar, y qué
parte quiere cultivar en el otro, y en especial en el niño. La decisión implica una elección
indisociablemente filosófica y pedagógica, por el vínculo esencial que existe entre la educación y la
filosofía. Es evidente que la cultura que predomina en nuestras sociedades utiliza una retórica que
denigra la violencia pero, al mismo tiempo, la perpetúa. Se insinúa constantemente en las mentes
que, frente a los conflictos, no hay otra opción que la cobardía o la violencia. Esta cultura de la
violencia ofrece al individuo un cierto número de construcciones ideológicas para justificar su
violencia cuando pretende defender una causa justa. Según el dicho popular, “el fin justifica los
medios”, es decir la defensa de una causa justa justifica la violencia, y “la” causa justa es por fuerza
“mi” causa, tanto si se trata de mis derechos como de mi honor, mi familia, mi religión o mi nación.
El principio de “legítima defensa” permite a cada uno justificar “su” violencia.

59
Dostoievski, Les frères Karamazov (Los hermanos Karamazov), París, Gallimard, 1948, pág. 221.
- 26 -

5. La democracia

Según Federico Mayor, que fue Director General de la UNESCO, “la educación es lo que da a
cada ser humano el dominio de sí mismo, lo que le permite decir sí o no en base a su propio juicio.
Este dominio de uno mismo permite la participación. Y participación significa democracia. La
educación es la piedra angular de la ciudadanía”60. Los niños deben estar en condiciones de
aprovechar los espacios en la escuela para ejercitarse en la democracia. Estos espacios pueden ser
cada vez más amplios a medida que los alumnos crecen. Pero este aprendizaje de la democracia
debe mantenerse bajo la autoridad de los adultos, que han de imponer a los niños límites no
negociables.

Durante muchos siglos el principio del mando estructuró la organización política de las
sociedades. Al propio tiempo, la obediencia de los individuos al poder -el del padre, el jefe, el
príncipe, el rey, Dios- era el fundamento del vínculo social que garantizaba la unidad de la
colectividad. Ello hacía que el individuo se encontrase privado de autonomía real. Sólo después de
un largo proceso histórico las sociedades han ofrecido a cada ciudadano la posibilidad de ser libre y
soberano, y gobernarse a sí mismo. Este proceso se identifica con la emergencia de la democracia.

El concepto mismo de democracia adolece de una ambigüedad fundamental.


Etimológicamente, la palabra democracia significa “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el
pueblo”. Pero el término democracia designa de un modo más fundamental un gobierno que respete
las libertades y los derechos del ser humano, de cada hombre y de todos los hombres. Estos dos
significados no son, desde luego, contradictorios, pero para realizar la democracia el pueblo debe
llevar en sí mismo la exigencia ética en que se basa el ideal democrático. La democracia es una
apuesta en favor de la sensatez del pueblo. Por desgracia, la sensatez democrática del pueblo no
siempre se manifiesta en la política. El pueblo puede convertirse en masa, y la pasión se apodera de
la masa más fácilmente que la razón.

El gobierno de los ciudadanos

En realidad, la verdadera democracia no es popular, sino ciudadana. La democracia quiere ser


el gobierno de los ciudadanos, por los ciudadanos y para los ciudadanos. La democracia se
fundamenta en la ciudadanía de cada mujer y cada hombre que viven en la ciudad. El ejercicio de la
ciudadanía da a la existencia del individuo su dimensión pública. El hombre es esencialmente un ser
de relación, capaz de aliarse a otros hombres con la palabra y con la acción. El hombre sólo accede
a la existencia por esta relación basada en el reconocimiento mutuo y en el respeto recíproco.
Cuando es así, es posible edificar una sociedad fundada en la libertad y la igualdad. El ideal
democrático entraña un reparto “igual” del poder, el haber y el saber entre todos los ciudadanos.
Este ideal es perfecto; aunque adolece del importante defecto de ser irrealizable, indica no obstante
una dirección, permite una pedagogía y crea una dinámica.

La ciudad política nace cuando hombres que se consideran iguales y semejantes deciden
reunirse para vivir juntos, o sea hablar y actuar juntos para edificar un porvenir común. Es el
“hablar juntos” y el “actuar juntos” lo que constituye la vida política. Lo que inaugura y fundamenta
la acción política es la palabra intercambiada entre los ciudadanos, la libre discusión, la deliberación
pública, el debate democrático, la con-versación. Fundar una sociedad es, literalmente, crear una
asociación. Esta se expresa por medio de una constitución, o sea un contrato social por el cual los
ciudadanos deciden el proyecto político que pretenden realizar juntos. Así pues, el fundamento de la
política no es la violencia sino su exacto contrario: la palabra humana. Un régimen totalitario se

60
Federico Mayor, discurso inaugural del Foro sobre la Cultura de la Paz, Bamako (Malí), 24 de marzo de 1997.
- 27 -

caracteriza por la destrucción de todos los espacios públicos en los que los ciudadanos tendrían la
libertad de hablar y actuar juntos.

La esencia misma de la política es el diálogo de los hombres. El logro de la política será pues
el logro de este diálogo. Y es que la aparición de la violencia entre los hombres significa siempre el
fracaso de su diálogo, y la violencia significa siempre el fracaso de la política. La esencia de la
acción política consiste en actuar de consuno. Cuando los individuos actúan en la discordia, socavan
los cimientos mismos de la ciudad política.

Cuando, en el seno de una misma sociedad, todos los individuos aspiran a gobernarse
libremente haciendo prevalecer sus derechos legítimos, aparecen necesariamente conflictos. Por eso
la democracia es conflictiva. Conviene que los conflictos que surjan entre los ciudadanos no
degeneren en enfrentamientos violentos. Una de las tareas principales de la democracia es la
invención de instituciones encaminadas a regular de manera constructiva los conflictos con métodos
no violentos.

En las democracias representativas, la palabra de los ciudadanos sólo es importante en el


momento de las elecciones o, en su caso, de los plebiscitos. El espacio público en el que el
ciudadano ejerce su derecho a la palabra tiende a reducirse a las dimensiones de la cabina electoral.
Si la esencia de la democracia es el debate público, nada es menos democrático que una sociedad en
la que el ciudadano sólo tenga realmente la posibilidad de expresarse en el aislamiento de la cabina
de voto. No podemos evidentemente desconocer el papel decisivo que ha desempeñado la
organización de elecciones libres en la larga marcha de los pueblos hacia la liberación de las tiranías
y los despotismos; pero las elecciones libres son necesarias para la democracia, pero no suficientes.

El respeto del derecho

La democracia pretende asentar su legitimidad en la ley del número. Pero esta ley puede no
corresponder al respeto del derecho. La ley de la mayoría no garantiza el respeto hacia la exigencia
ética en que se basa la democracia. La dictadura del número puede ser más implacable que la tiranía
de una sola persona. ¿Qué ocurre cuando la voluntad de la mayoría, o sea “la voluntad del pueblo”,
se opone a la justicia y se aviene con la tiranía? Para el ciudadano demócrata no puede haber ningún
género de dudas: la exigencia ética tiene primacía sobre la voluntad de la mayoría, el derecho debe
prevalecer contra el número. En una verdadera democracia, el respeto del derecho es infinitamente
más coactivo que el respeto del sufragio universal.

El ejercicio de la autoridad no debe estar encaminado a obtener la sumisión de los individuos,


sino a educarlos en la responsabilidad. La ciudadanía no puede basarse en la disciplina ciega de
todos, sino en la responsabilidad y, por ende, la autonomía personal de cada uno. Y esto presupone
que cada ciudadano, en nombre de su conciencia, puede y debe oponerse a la ley de la mayoría
cuando ésta engendra una injusticia caracterizada. Existe un civismo del disentimiento, una
disidencia cívica que, en nombre del ideal democrático, se niega a plegarse a la ley de la mayoría.
“La desobediencia civil -afirma Gandhi- es un derecho imprescriptible de todos los ciudadanos, al
que éstos no pueden renunciar sin dejar de ser hombres. (…) Poner fin a la desobediencia civil
equivaldría a aprisionar la conciencia”61.

La historia nos enseña que la obediencia ciega de los ciudadanos amenaza mucho más a la
democracia que su desobediencia. La fuerza del Estado estriba esencialmente en la obediencia
pasiva de los ciudadanos. Por esto la forma más eficaz de resistencia al Estado es la desobediencia
civil. “Si el hombre -escribe Gandhi- se diera cuenta simplemente de que obedecer a leyes injustas

61
Gandhi, Tous les hommes sont frères (Todos los hombres son hermanos), París, Gallimard, 1969, págs. 235-236.
- 28 -

es contrario a su naturaleza, ninguna tiranía humana prevalecería contra él. He aquí el verdadero
camino de la autonomía. (…) La esclavitud de los hombres durará el tiempo que la superstición
según la cual están obligados a someterse a leyes injustas”62.

Arriesgarse a desobedecer

“Podemos constatar -escribe Hannah Arendt- que el instinto de sumisión a un hombre fuerte
ocupa en la psicología del ser humano un lugar por lo menos tan importante como la voluntad de
potencia y, desde un punto de vista político, quizás más significativo”63. En cuanto se ve
incorporado en una organización jerárquica, el individuo corre el peligro de perder lo esencial de su
acervo personal; su vida intelectual, moral y espiritual puede sufrir una merma importante. El
individuo se encuentra en una situación de dependencia con respecto a los otros miembros de la
colectividad y, más aún, del jefe de ésta. Según Freud, “más que un “animal gregario” el hombre es
un animal de horda, o sea un miembro de una horda conducida por un jefe”64. “El individuo
-precisa Freud- renuncia a su ideal del yo en favor del ideal encarnado por el jefe”65. En la sumisión
del individuo a la autoridad coexisten en parte la coacción resultante de múltiples presiones y en
parte el consentimiento, y es muy difícil decir cuál es la proporción exacta entre estas dos partes. La
propensión del individuo a la sumisión se ve fuertemente acentuada por las recompensas que honran
la obediencia y los castigos que sancionan la desobediencia.

El ciudadano elige la vía de la facilidad cuando garantiza su seguridad y tranquilidad


personales con la sumisión incondicional al Estado. El ciudadano debe tener la valentía de
desobedecer al Estado cada vez que éste le ordene participar en una injusticia. “La desobediencia
civil -escribe Gandhi- es una revuelta, pero sin ninguna violencia. El que se entrega a fondo a la
resistencia civil no tiene en cuenta para nada la autoridad del Estado. Se convierte en un proscrito
que se atribuye el derecho a prescindir de cualquier ley del Estado que sea contraria a la moral.
Puede ocurrir, por ejemplo, que se vea obligado a negarse a pagar los impuestos. (…) De hecho, se
coloca en una posición tal que será necesario encarcelarle o recurrir a otros medios de coerción
contra él. El ciudadano actúa así cuando estima que la libertad física de la que goza en apariencia se
ha convertido en un peso intolerable. Esgrime el argumento de que el Estado sólo concede la
libertad personal en la medida en que el ciudadano se somete a la ley. Esta sumisión a las decisiones
del Estado es el precio que paga el ciudadano por su libertad personal. Es una estafa trocar la propia
libertad contra la sumisión a un Estado cuyas leyes son, en su totalidad o en gran parte, injustas”66.

No obstante, la desobediencia de la ley es la excepción que confirma la regla de la obediencia.


Frente a la injusticia, el deber de desobediencia se deriva de la obediencia a una ley no escrita que
tiene primacía sobre las leyes de la ciudad. El que ejerce la desobediencia civil contra una ley
injusta no pone en duda la necesidad de la ley sino que desea recordar que la ley no puede tener
ningún fundamento ni justificación que no sea la justicia. Lejos de preconizar la ausencia de toda
ley, reivindica la instauración de otra ley, una ley que no avala la injusticia sino que garantiza la
justicia.

62
Gandhi, Leur civilisation et notre délivrance (Su civilización y nuestra liberación), París, Denoël, 1957,
págs. 142-143.
63
Hannah Arendt, Du mensonge à la violence (De la mentira a la violencia), Ensayos de política contemporánea,
París, Calmann-Lévy, 1969, pág. 148.
64
Sigmund Freud, Essais de psychanalyse (Ensayos de psicoanálisis), París, Petite Bibliothèque Payot, 1981,
pág. 34.
65
Ibíd., pág. 158.
66
Tous les hommes sont frères (Todos los hombres son hermanos), op.cit., pág. 251.
- 29 -

6. La mediación

Uno de los métodos preferidos de regulación no violenta de los conflictos es la mediación. La


mediación es la intervención de un tercero, una tercera persona que se interpone entre los
protagonistas de un conflicto, que se pone en medio de dos ad-versarios (del latín adversus: que se
vuelve contra, que se opone), es decir, de dos personas, dos comunidades o dos pueblos que se
enfrentan entre sí. El objetivo de la mediación es que los dos protagonistas pasen de la ad-versidad a
la con-versación (del latín conversari: volverse hacia), es decir, que se vuelvan el uno hacia el otro
para hablarse, comprenderse y, si es posible, encontrar un compromiso que abra el camino a la
reconciliación. El mediador se esfuerza en ser un “tercero pacificador”. Con su interposición, trata
de romper la relación “binaria” de dos adversarios que se enfrentan sorda y ciegamente, para
establecer una relación “ternaria” que les permita comunicarse a través del intermediario. En la
relación binaria entre los adversarios se enfrentan dos discursos, dos razonamientos y dos lógicas
sin que ninguna comunicación pueda facilitar el reconocimiento y la comprensión recíprocos. Se
trata de pasar de una lógica de competición binaria a una dinámica de cooperación ternaria.

Concluir un armisticio

Una mediación sólo puede emprenderse si los dos adversarios aceptan participar
voluntariamente en este ejercicio de conciliación. La mediación se les puede sugerir, aconsejar o
recomendar, pero no se les puede imponer. Para los adversarios elegir la mediación es comprender
que su hostilidad ha de serles fatalmente perjudicial y que en su propio interés han de encontrar,
mediante un acuerdo amistoso, una salida positiva al conflicto que les opone. El ejercicio de
mediación requiere que las dos partes concluyan un armisticio (del latín arma, y sistere, detener):
cada parte se compromete a renunciar a todo acto de hostilidad contra la otra durante el ejercicio de
mediación. En este caso el papel esencial del mediador consiste en facilitar la expresión y favorecer
la atención de cada una de las partes a fin de restablecer la comunicación, disipar los equívocos y
permitir un entendimiento mutuo. La confrontación en presencia del mediador tiene por objeto
sustituir el enfrentamiento de dos monólogos, donde cada parte sólo se escucha a sí misma, por un
verdadero diálogo donde cada parte escucha a la otra. Poco a poco este diálogo, si lo aceptan las dos
partes, revelará la posibilidad de desatar el nudo del conflicto encontrando un compromiso que, en
lo esencial, respete los derechos y salvaguarde los intereses de las dos partes. Como dice
Jean-François Six, el mediador tiene éxito cuando “permite que las partes que estaban muy alejadas
entre sí se aproximen, tiendan hacia el punto intermedio donde podrán darse la mano sin que
ninguna de las dos se humille ni pierda la cara”67. El éxito de la mediación puede concretarse en un
acuerdo escrito y firmado por las dos partes. Este “tratado de paz” tiene el valor de un pacto que
compromete la responsabilidad de los firmantes. El mediador podrá asegurarse de que cada parte
respeta el acuerdo.

El “tercero” mediador se esfuerza en crear un “espacio intermedio” entre los adversarios que
permita a cada uno de ellos tomar distancias respecto a sí misma, a la otra y al conflicto que les
enfrenta. Este espacio separa a los adversarios -como se separa a dos hombres que se pelean- y esta
separación puede facilitar la comunicación. El espacio intermedio es un espacio de “re-creación” en
el cual los dos adversarios podrán suspender el conflicto y recrear sus relaciones en una operación
tranquila y constructiva. Así pues, la mediación desea crear un espacio en la sociedad en el que los
adversarios puedan aprender o reaprender a comunicarse, a fin de llegar a un pacto que les permita
vivir juntos, si no en una paz verdadera por lo menos en una coexistencia pacífica.

67
Jean-François Six, Brèche, Nº 40-42, pág. 118.
- 30 -

Tomar partido dos veces

La función del mediador no consiste en pronunciar un fallo ni dictar una sentencia. No es un


juez que da razón a una de las partes, ni un árbitro que sanciona una falta, es un intermediario que
trata de restablecer la comunicación entre las dos partes para llegar a una conciliación. El mediador
no tiene ningún poder de coacción que le permita imponer una solución a los protagonistas del
conflicto. El principal postulado en que se basa la mediación es que la resolución de un conflicto es
responsabilidad principal de los propios protagonistas. La mediación tiene que permitir que los dos
adversarios se apropien de “su” conflicto a fin de colaborar para gestionarlo, dominarlo y resolverlo
juntos. El mediador es un “facilitador”: facilita la comunicación entre los dos adversarios para que
puedan expresarse, escucharse, comprenderse y llegar a un acuerdo.

El mediador, subraya François Bazier, debe ser “parcial con uno y parcial con el otro, pero no
imparcial”68. Esta observación nos induce a rechazar la noción de “neutralidad” que a menudo se
atribuye al mediador. En realidad, éste no es “neutral”. Según su etimología latina, la palabra
neutral (ne, ni y uter, uno de los dos) significa “ni uno ni otro, ninguno de los dos”. En un conflicto
internacional un país neutral es aquél que no toma partido por ninguno de los dos adversarios, que
no concede apoyo ni ayuda a ninguno de ellos, y que se mantiene al margen del conflicto. Ahora
bien, el mediador no es, precisamente, uno que no toma partido por “ninguno de los dos”
adversarios, sino uno que toma partido por “los dos”. El mediador concede su apoyo y su ayuda a
las dos partes enfrentadas. Se declara primero a favor de uno y después a favor del otro: se
compromete dos veces, se implica dos veces, toma partido dos veces. Pero su doble
pronunciamiento no es nunca incondicional, sino que cada vez es un compromiso con el
discernimiento y la equidad. En este sentido, el mediador no es neutral, sino equitativo: trata de dar
a cada uno lo suyo. Así podrá ganarse la confianza de los dos adversarios y favorecer el diálogo
entre ellos.

Desatar el nudo del conflicto

La mediación da comienzo en general con entrevistas preliminares separadas con cada una de
las dos partes. Estas entrevistas permiten que las personas implicadas en el conflicto se expresen en
un clima de confianza. El mediador no dirige un interrogatorio suspicaz, sino que hace preguntas
respetuosas. Su intención es comprender al interlocutor, pero también y sobre todo permitirle que se
comprenda mejor, ayudarle a re-flexionar sobre él mismo y sobre su actitud en el conflicto. En
cierto modo el mediador practica el arte de la mayéutica (del griego maieutikê, el arte de la
comadrona) o sea que ayuda a sus interlocutores a “dar a luz” su propia verdad. En este caso la
capacidad de escuchar del mediador es determinante para el éxito de su empresa. El que se siente
escuchado se siente ya comprendido y puede confiarse y no sólo contar los hechos, o por lo menos
su versión de los hechos, sino también, lo que es más importante, expresar su “vivencia”. Para
desatar el nudo de un conflicto no basta con establecer la verdad objetiva de los hechos, sino que
ante todo es necesario captar la verdad subjetiva de las personas con sus emociones, sus deseos, sus
frustraciones, sus resentimientos y sus sufrimientos. De este modo cada una de las partes podrá
identificar los sentimientos que la hacen actuar. La capacidad del mediador de escuchar activamente
tiene ya, de por sí, un efecto terapéutico que empieza a curar a su interlocutor de sus angustias, sus
temores, sus cóleras y sus violencias latentes. Entonces podrá desarmar la hostilidad que siente
hacia su adversario.

68
François Bazier, “Allo, le service de médiation ?” en La médiation, Montargis, Éditions Non-Violence Actualité,
1993, pág. 20.
- 31 -

Estas entrevistas preliminares tienen por objeto preparar a las dos partes a aceptar una
dinámica de la mediación. Cuando las partes han comprendido y aceptado los principios y las reglas
de la mediación, el mediador o, en general, los mediadores pueden invitar a las partes a encontrarse.
- 32 -

7. Los malos tratos

El espacio escolar está situado en el confín de tres espacios: el espacio familiar, el espacio
económico y el espacio político. El proyecto pedagógico aplicado por los docentes-educadores no
puede partir del supuesto de que el espacio escolar es un santuario. Sería inútil construir altas
murallas en torno a la escuela para poner a los niños a salvo de los peligros del exterior. Y sin
embargo, el espacio escolar debe tener fronteras bien delimitadas que salvaguarden su carácter
específico. Idealmente convendría que las prácticas educativas en cada uno de estos espacios se
basaran en los mismos principios y valores. Es muy probable que la realidad diste mucho de esta
ideal, sobre todo si se quiere inspirar el proyecto educativo en los principios y los valores de la no
violencia. El niño puede verse confrontado a situaciones de violencia en su familia y en el barrio en
el que vive. El niño que acude a la escuela lleva consigo todos los problemas que se le plantean en
otros lugares. Desde luego no se puede exigir al personal docente que resuelva todos estos
problemas subsanando las carencias familiares y sociales; pero tampoco puede ignorarlas. ¿En qué
lugar que no sea la escuela puede encontrar el niño adultos que le escuchen y presten atención a las
dificultades con que tropieza, tanto en su familia como en su barrio? Cada vez que sea posible
convendrá que los docentes actúen de consuno con los padres y con los agentes sociales.

Hoy día está claramente demostrado que el tratamiento que recibe el hombre en su entorno
más próximo durante su primera infancia condiciona en gran medida su disposición frente a los
demás cuando es adulto. Ahora bien, los malos tratos infligidos a los niños son una de las violencias
más frecuentes en nuestras sociedades. En todo el mundo los padres pegan a sus hijos: es curioso
observar que en las sociedades democráticas los azotes en la escuela están prohibidos, pero
generalmente no lo están en la familia. Las sanciones y los castigos corporales -azotes, bofetones y
golpes- de los que los niños son víctimas inocentes se consideran medios de educación legítimos
que se emplean “para su bien”. En general se estima que el educador que pega a un niño no hace
más que infligirle una corrección “buena”. “Quien bien te quiere te hará llorar” dice el proverbio.
Pero es urgente poner fin a esta tradición, porque de este modo no sólo se ocultan los sufrimientos
infligidos a los niños, sino que incluso se niegan. En todas nuestras sociedades prevalece todavía un
verdadero “negacionismo” respecto del sufrimiento de los niños. Se exime de culpa a los padres y a
los educadores por las violencias que hacen sufrir a los niños, y toda la culpa recae en éstos. Son
ellos, en definitiva, los “malos”.

Graves traumatismos

En realidad, las violencias de que son objeto los niños les provocan graves traumatismos que
dejarán una huella perdurable en su vida afectiva y psicológica. Las primeras relaciones del niño
con sus allegados contribuyen de modo decisivo a la construcción de su identidad y prefiguran en
gran parte las relaciones que establecerá más adelante con los otros. El niño violentado tiene
grandes probabilidades de ser un adulto violento. El niño despreciado es muy posible que no sepa
respetar a los otros: tenderá a tratarlos como le han tratado a él, como si quisiera vengarse de sus
sufrimientos. No está condenado a ser violento, pero si muy predispuesto a ello. En tal caso se
dejará convencer fácilmente por las ideologías que enseñan el desprecio hacia los demás, y estará en
condiciones de someterse pasivamente a las propagandas que incitan al asesinato.

En cambio, el niño que ha sido respetado y amado en su entorno estará mejor dispuesto a
respetar y amar a los otros, como si quisiera expresar así su reconocimiento. Este niño tendrá todas
las probabilidades de encontrar en sí mismo la fuerza de resistir a los procesos colectivos que
conducen al desprecio, el odio y el asesinato.

El niño, desde luego, ya es un ser caracterizado por las necesidades, los impulsos y los deseos.
Su naturaleza prefigura la del hombre adulto. Y, por su propia naturaleza, el hombre está a la vez
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inclinado al mal y predispuesto al bien. Es a la vez capaz de bondad y de maldad: precisamente es


en esta ambivalencia donde reside su libertad y, por consiguiente, su responsabilidad. Esta
inclinación natural del hombre a la malevolencia y esta disposición no menos natural a la
benevolencia son independientes del trato que se le haya dado de niño. La inclinación del adulto a la
violencia no es consecuencia solamente de los traumatismos que ha sufrido en su infancia. En
realidad, no es cierto que el niño sea totalmente “inocente”, pero tampoco puede sostenerse la tesis
según la cual, cuando el niño es respetado y amado por sus padres, queda programado en cierto
modo para hacer el bien y no tendrá ninguna inclinación al mal. El misterio del mal, que constituye
la tragedia de la existencia del ser humano, no se puede explicar tan fácilmente.

Aunque el niño haya sido amado y respetado, el hombre en el que se convierte es un ser
caracterizado por sus apetitos, sus antojos y su codicia, y siempre le resultará difícil superar estos
lastres de su naturaleza para adoptar una actitud bondadosa hacia los otros. Las ideologías basadas
en la exclusión encuentran en cada individuo una complicidad natural enraizada en sus
“compulsiones”.

Para estructurar su personalidad el niño necesita confrontarse a la autoridad de los adultos,


que le imponen límites y prohibiciones. Pero esta autoridad se desvía cuando quiere afirmar su
poder por la violencia, mediante la agresión física o la humillación. La violencia no es educativa y
constituye de por sí un fracaso de la pedagogía. Hay que aceptar como principio intangible que
nunca se debe golpear a un niño ni hacerle sufrir un trato humillante so pretexto de educarlo mejor.
Erradicar la violencia contra los niños es un verdadero desafío, decisivo para el porvenir de la
humanidad.

La obligación de denunciar

El niño maltratado en su familia lleva consigo a la escuela los traumatismos y los sufrimientos
derivados de los malos tratos recibidos. Ambas cosas han de tener forzosamente repercusiones en su
comportamiento. La escuela es naturalmente importante para la detección de los malos tratos a los
niños. En Francia, una circular del 15 de mayo de 1997 indica que “la educación nacional tiene a
este respecto una función determinante. Su personal, en contacto permanente con los niños, tiene la
obligación de vigilancia y debe ser informado de los signos reveladores de los malos tratos o de las
agresiones sexuales y de los comportamientos que deben adoptarse en estos casos. La escuela ha de
participar también en la prevención mediante las operaciones de información de los alumnos”. Los
docentes tienen la obligación de denunciar estos casos, y todo incumplimiento de esta obligación les
expone a ser procesados por no asistencia a persona en peligro.

Estas directivas enuncian principios claros y simples y, no obstante, su aplicación parece ser
extremadamente complicada. Frente a un niño cuyo comportamiento parezca revelar síntomas de
malos tratos, el docente puede tener dudas, pero le será muy difícil llegar a convicciones ciertas. En
general, el niño maltratado no habla. Por vergüenza, por miedo o por culpabilidad, se calla.
Interrogado por los adultos, niega. Protege a su familia. Por otra parte, el docente es reacio a hacer
una denuncia que sabe va a tener consecuencias muy graves para la familia afectada. Con todo, en
una situación de urgencia, cuando se ve con claridad que un niño está gravemente amenazado en su
integridad física y psíquica, habrá que advertir a las autoridades judiciales, previa concertación con
el personal médico-social, a fin de que dichas autoridades proporcionen al niño la protección que
tan vitalmente necesita.
- 34 -

8. La delincuencia

La escuela no puede considerarse un espacio aislado del medio urbano en el que se encuentra.
Algunas violencias que se producen en la escuela provienen del exterior. Al entrar en la escuela, el
niño lleva consigo todos los problemas que vive en la familia y en su barrio, y los docentes no
pueden fingir que los ignoran. Así pues, la comunidad educativa está directamente afectada por los
fenómenos de delincuencia en los que los alumnos pueden verse implicados en el exterior del centro
escolar.

La delincuencia causa la ruptura del vínculo social, pero muchas veces ha sido antes su
consecuencia. Desde el momento en que el individuo, sobre todo si es joven, no encuentra en la
sociedad un arraigo que estructure su personalidad y dé un sentido a su existencia, su situación con
respecto a esta sociedad será de ruptura. Si está en una situación de fracaso escolar, es muy
probable que se encuentre sin trabajo, privado de una verdadera ciudadanía. Es un engranaje; el
individuo sufrirá una crisis de identidad y la incivilidad es precisamente la consecuencia de la
privación de la ciudadanía.

“Soy violento, luego soy”

La violencia puede parecer el último medio de expresión para aquél a quien la sociedad ha
negado todos los demás medios de expresión. La violencia parece el último recurso a quien ha sido
excluido de toda participación en la vida de la comunidad. La violencia expresa en este caso una
voluntad de vivir: “Soy violento, luego soy”. La persona que ha roto todos sus vínculos con la
sociedad ya no tiene ninguna posibilidad de comunicarse con los otros, salvo con aquéllos que están
en la misma situación. Estas personas constituirán entonces “una banda” al margen de la sociedad,
por creer que no tienen motivo alguno para respetar las leyes de una sociedad que no respeta sus
derechos.

La violencia se da a conocer tanto más cuanto que la sociedad la prohíbe, en cuyo caso
simboliza la transgresión de un orden social que no merece ser respetado. Lo que buscan los
violentos es precisamente esta transgresión. Para aquél que la ley excluye de todo reconocimiento,
la violación de la ley es el mejor medio de darse a conocer. Por otra parte, la violencia de la
transgresión, al destruir los símbolos de una sociedad injusta y derribar los atributos de un orden
inicuo, procura un placer maligno, un regocijo auténtico. La violencia ejerce una fascinación sobre
los que sienten la frustración y la humillación de estar excluidos: es un intento desesperado de
reapropiarse del poder sobre sus propias vidas, del que han sido despojados. ¿No es éste un medio
degenerado, extraviado y tortuoso de acceso a una forma de trascendencia? Toda tentativa de
“moralización” está destinada al fracaso.

La necesidad de límites

Al mismo tiempo hay que ver en esta violencia una provocación, o sea, según la etimología de
esta palabra, un llamamiento (provocación viene del verbo latino provocare, de pro, delante y
vocare, llamar). La violencia se enraíza en una angustia y quiere ser una llamada de socorro. La
violencia querría ser una palabra: por lo menos es un grito. Se trata pues de entenderla, más que de
condenarla. Si la entendemos bien ya no tendremos tiempo de condenarla. Debemos aceptar la
necesidad de responder a esta interpelación: en definitiva, esta violencia es la expresión de un deseo
de comunicación, una necesidad de diálogo. Los que recurren a la violencia rechazan a la sociedad
que les ha rechazado. La sociedad es quien debe atender a su llamamiento.

Procurar comprender la violencia no significa “dejar decir y hacer”. Por el contrario,


comprender la violencia es prohibirla. Los que se entregan a la violencia no conocen límites, pero al
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mismo tiempo piden que se les imponga límites. El niño y el adolescente necesitan tropezar con
límites establecidos por la autoridad de los adultos. Estos límites, que al mismo tiempo son puntos
de referencia, les dan la sensación de seguridad que necesitan vitalmente, y les permiten estructurar
su personalidad. La falta de límites les provoca angustia, y la angustia engendra violencia. Así pues,
hay que responder a la violencia tratando de restablecer la comunicación. Lo peor sería responder
con otra violencia; sería una formidable confesión de impotencia de la sociedad. A esta violencia
debe responderse poniendo en práctica una estrategia no violenta encaminada a delimitar áreas
donde el encuentro sea posible, espacios intermedios donde los mediadores puedan restablecer la
comunicación entre los excluidos y la sociedad. Entonces será posible hacer que prevalezca el
respeto de la ley. Sólo si los adultos adoptan una actitud no violenta podrán imponer la prohibición
de la violencia. No hay que excluir medidas de coacción que entrañen una privación de la libertad:
pueden ser necesarias. Estas medidas sirven para las situaciones urgentes y gracias a ellas puede
evitarse lo peor, aunque no por ello resuelven el problema planteado.

Plasmar la violencia en palabras

Si la violencia es la expresión de una palabra que no se ha podido pronunciar, cuando el


violento pueda expresar su violencia ya estará en condiciones de controlarla y transformarla. La
palabra libera de la violencia. La mediación debe tener por objeto que los excluidos y los
delincuentes se reapropien de su vida por la palabra. La palabra tiene una virtud eficiente. Expresar
en palabras los sufrimientos, los temores, las frustraciones o los deseos, es tomar una distancia que
permite domesticar la realidad mediante la re-flexión.

Conviene tender puentes entre los centros de enseñanza y la ciudad a fin de crear, en la
medida de lo posible, un mismo espacio educativo. Con esta finalidad los docentes deberán
colaborar con los diferentes agentes que operan en el barrio, y en particular con los mediadores
sociales. Cuando se cometan delitos caracterizados en la escuela, convendrá desde luego recurrir a
la policía y la justicia. Pero en este caso también es muy de desear que no se recaiga en la lógica de
la represión pura, y se mantenga la coherencia del proyecto educativo aplicado en la escuela.
Conviene hacer un inventario de las posibilidades de una mediación penal: “la mediación -subraya
Jean-Pierre Bonafé-Schmitt- representa así una nueva forma de acción común, que exige una
recomposición de las relaciones entre el Estado y la sociedad civil, y la constitución de nuevos
espacios intermedios de regulación de las relaciones sociales”69.

El educador atento puede observar ya desviaciones hacia la “delincuencia infantil” en el


comportamiento de los niños aún en la escuela primaria. No hay que “pasar por alto” estas
desviaciones, como si los adultos no les concedieran ninguna importancia fingiendo creer que “ya
se les pasará”. Lo más probable, por el contrario, es que “no se les pase”. Es importante poner freno
ya a esta edad a este engranaje de la violencia al que el adolescente corre el peligro de verse
arrastrado. Las faltas de urbanidad del niño70 - trátese de faltas de educación, agresiones verbales o
comportamientos provocadores- constituyen una ruptura del vínculo social y abren la vía a la
delincuencia.

69
Jean-Pierre Bonafé-Schmitt, “La médiation scolaire: l’apprentissage d’un rituel de gestion des conflits”, en
Violence et éducation: de la méconnaissance à l’action éclairée, París, L’Harmattan, 2001, pág. 351.
70
Véase a este respecto el artículo de Bernard Seux, “Civilités et incivilités scolaires”, Alternatives Non-Violentes,
Nº 114, primavera de 2000.
- 36 -

9. La enseñanza de la ciudadanía

La educación escolar va dirigida a niños que, en principio, no asisten a la escuela libremente


sino en cierto modo “constreñidos y forzados”. En consecuencia, hay el peligro de que el alumno
viva la escolarización como una “violencia” que sufre, como un sistema al que debe someterse. El
alumno está allí para “aprender”, es decir, para “aprehender” un conocimiento que se le ofrece. Para
ser un “buen alumno”, el niño debe “aprender sus lecciones” y “hacer sus deberes”. Al alumno se le
impone la “obligación del resultado” que muy pocos adultos deben cumplir. Para “pasar el curso”,
el niño debe “trabajar”, o sea “esforzarse” y “sufrir”. El alumno sabe que si no obtiene buenos
resultados, será castigado. Así pues, no solamente se “obliga” al niño a aprender y a trabajar, sino
que además se le obliga a tener éxito. ¿Acaso los maestros no quieren “inculcarle” conocimientos
que él llama “asignaturas”? Pues bien, inculcar significa “meter por la fuerza”, más concretamente
“meter presionando con el talón” (del verbo latino inculcare, de calx, calcis, talón). En una parte
irreductible, el niño vive este aprendizaje como una imposición.

Michel de Montaigne denunció vigorosamente los métodos de instrucción intensiva que se


imponían a los alumnos: “Nos gritan sin cesar a los oídos -protestaba- como quien versa un líquido
en un embudo, y nuestra obligación es repetir lo que se nos dice”71. Según Montaigne, el educador
que trata solamente de hacer aprender al niño lecciones de memoria no cumple su misión. El
educador debe incitar la inteligencia de su alumno, más que ejercitar su memoria: “Aprender de
memoria no es aprender; es retener en la memoria lo que se nos ha enseñado, y que podemos repetir
sin mirar el libro”72. La ambición del educador no debe consistir en instruir al niño, sino en
educarlo: “Que se pidan cuentas al niño no solamente de las palabras de la lección, sino también de
su sentido y su sustancia, y que se juzgue su aprovechamiento, no por el testimonio de su memoria,
sino por el de su vida”73.

El “mal alumno”

El “mal alumno” en situación de fracaso escolar vivirá mal la obligación de la escuela y


acusará un profundo sentimiento de injusticia. Tratar a un niño de “mal alumno” es llamarle “mal
niño”. “Este potente trasfondo antropológico -subraya Bernard Lempert- señala a aquél que está en
dificultades, que sufre, como el portador del mal”74. Tratar así al niño equivale a someterlo a un
juicio de valor que le encierra en una imagen negativa de sí mismo, lo humilla y lo culpabiliza.
Bernard Lempert denuncia la confusión entre el error y la falta. En efecto, por qué hablar de “falta
de ortografía” cuando se trata solamente de un error técnico sin consecuencia alguna. El niño que
no ha sabido escribir una palabra como se lo exigen los adultos no ha cometido ninguna “falta”. No
ha hecho más que conculcar una regla de la gramática, y no ha violado ninguna norma moral. El
error puede corregirse, pero no hay que acusar al alumno. Si hay un sitio donde el “derecho al error”
debe reconocerse, éste es desde luego la escuela. “Aquí -señala Alain- uno se equivoca y vuelve a
empezar: las sumas equivocadas no arruinan a nadie”75. Aprender es corregir los errores propios.
“Errare humanum est”. Esto no significa solamente que el error es humano, sino también que es
“humanizador”; es corrigiendo sus errores como se humaniza al ser humano. La comprensión del
error esclarece y estructura la inteligencia. Castigar un error es un abuso de derecho, una
denegación de justicia, tanto más cuanto que la mala nota punitiva se inflige en público, a la vista de
los demás alumnos y con el conocimiento de éstos. Además, el niño tiene derecho a no entender una
cosa. El que un alumno no haya entendido algo significa que debe dársele una explicación mejor.
“Evidentemente -observa también Alain- lo más fácil es atenerse a este juicio sumario: “Este
71
Michel de Montaigne, Essai I, París, Gallimard, Col. Folio/Classique, 1997, pág. 222.
72
Ibíd., pág. 225.
73
Ibíd., pág. 223.
74
Bernard Lempert, “Changer de regard sur les enfants”, Non-Violence Actualité, marzo de 2000.
75
Alain, Propos sur l’éducation, París, Presses Universitaires de France, Col. Quadrige, 1998, pág. 77.
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muchacho no es inteligente”. Pero esto no es admisible. Por el contrario, es la falta capital contra el
hombre, la injusticia esencial”76. Con el fracaso escolar la escuela, que debe ser el lugar privilegiado
de la socialización, contribuye a la exclusión social. La selección que tiene lugar en la escuela es
uno de los factores más potentes de la fractura social.

El desafío al que debe responder el docente es hacer que el niño entienda que su trabajo
“merece la pena”, darle “ganas de aprender” para que se apropie de lo que se le ofrece y, en
definitiva, sienta el “placer de entender”, conozca la inmensa alegría de ser “inteligente”. En efecto,
el niño puede tomar conciencia muy bien de que la transmisión de los conocimientos por los adultos
es una etapa esencial en la construcción de su personalidad. Ello permitirá reducir la “violencia
institucional” que la escuela hace sufrir al alumno.

Instruir y educar

Un proyecto pedagógico global debe articularse en torno a dos ejes: la instrucción y la


educación. Instruir es trasmitir conocimientos que constituyen un saber. Los saberes tienen que ver
con hechos, y buscan la objetividad. La instrucción proporciona una información científica o
técnica. Sus fines son esencialmente de carácter práctico. La instrucción es utilitaria. Comunica un
saber que permitirá hacer algo. Pero, por útiles que sean, las ciencias técnicas son extrañas a los
valores que dan sentido a la vida. La ciencia no permite pensar en la violencia, ni en el sufrimiento,
ni en la muerte. La ciencia tampoco ayuda a pensar en la no violencia, la bondad y la felicidad. En
definitiva, la ciencia no sirve para pensar en la vida.

Educar viene del latín e-ducare, de ducere, conducir. En la Grecia antigua el pedagogo era el
esclavo que llevaba al niño de su casa a la escuela de la ciudad (del griego paidogôgos, de pais,
pedos, niño y agein, conducir). Esta maniobra “educativa”, este viaje “pedagógico” que lleva al
niño fuera de su familia hasta la escuela expresa bien la finalidad de la educación, que consiste en
transmitir al alumno valores morales que harán de él un buen ciudadano. La escuela es un espacio
intermedio, un lugar de transición entre el círculo familiar y el vasto mundo. Después de que la
familia haya proporcionado, en la medida de lo posible, una seguridad afectiva al niño, una de las
misiones de la escuela es hacerle descubrir la sociedad de los otros y permitirle vivir con ellos. Así
pues, la escuela es el lugar privilegiado de la socialización política y ciudadana. La escuela no es el
mundo, pero la educación debe preparar al niño a vivir en el mundo. En un primer tiempo debe
proteger al niño contra el mundo.

La educación debe tener por ambición principal preparar a los niños a ser filósofos y
ciudadanos. Después tendrán todo el tiempo que necesiten para adquirir los saberes profesionales
que harán de ellos trabajadores. Educar es transmitir valores portadores de sentido. No hemos de
tener miedo de las palabras: educar es permitir que el niño construya su humanidad. “El niño -dice
Alain- tiene la ambición de ser hombre: no hay que engañarle”77, y el único modo de no engañarle
es permitirle que acceda a la libertad. Educar es esencialmente educar en la libertad, aunque hay que
reconocer que la dificultad es ingente. Esta es la gran paradoja de la educación: educar en la libertad
al niño sometiéndole no sólo a la influencia, sino a la coacción. Porque la educación es coacción.
Y la libertad se adquiere superando la coacción, no sufriéndola. Saint-Exupéry pone estas palabras
en boca del señor de Citadelle: “No entiendo que se haga una distinción entre las coacciones de la
libertad (…) ¿Llamas libertad al derecho a errar en el vacío? (…) El niño triste, si ve jugar a los
otros niños, lo que quiere ante todo es que se le impongan a él también las reglas del juego, que es

76
Ibíd., pág. 53.
77
Ibíd., pág. 51.
- 38 -

lo único que le permitirá participar”78. Pero no basta con sugerir que no toda coacción es violencia:
la única coacción educativa es no violenta.

Si la instrucción enseña un “arte de hacer”, la educación transmite un “arte de vivir”. Y si


“saber” es importante para “hacer”, es esencial para “vivir”. La escuela es el lugar donde se inicia a
los niños en el arte de “vivir juntos”. Educar es enseñar la gramática de la vida. En la instrucción el
papel del educando es sobre todo pasivo: debe limitarse a “seguir” un curso que se le “imparte”,
registrar y almacenar las nociones que se le inculcan. En principio, salvo si el instructor se
equivoca, no hay nada que oponer. El niño ha de limitarse a repetir. El instructor es un repetidor. En
la educación, el educando tiene un papel activo. Tiene algo que decir. La educación se basa en una
relación interactiva entre el maestro y el alumno. La instrucción da preferencia al aprendizaje de un
saber. La educación privilegia la relación con el educando. El instructor habla a los niños; el
educador también, pero se toma el tiempo necesario para hablar con los alumnos, y escucharles.

Aunque conviene distinguir entre instrucción y educación, no se trata desde luego de separar a
ambos conceptos, u oponerlos entre sí. Un buen instructor es ya un educador, y un buen educador es
todavía un instructor. Especialmente en las disciplinas de la filosofía, la literatura y la historia, el
docente no puede limitarse a instruir comunicando un saber objetivo. De lo que se trata -y lo que
debe discutirse con los alumnos- es del sentido de la existencia humana.

La enseñanza de las matemáticas es muy importante para la formación intelectual de los


niños. Esta enseñanza forma parte directa de la educación de la inteligencia. Las ciencias
matemáticas, basadas en la lógica de la no contradicción y el principio de deducción, enseñan el
rigor del razonamiento, que es esencial para el pensamiento. En referencia a “los ejercicios de que
se ocupan en las escuelas”, Descartes escribe lo siguiente: “me gustaba sobre todo las matemáticas,
por la certidumbre y la evidencia de sus razonamientos”79. El filósofo esperaba “que las razones
ciertas y evidentes” que los matemáticos han encontrado con sus demostraciones “acostumbrarían a
[su] espíritu a alimentarse de la verdad y a no contentarse de falsas razones”80. Y Descartes acaba
pensando que el método de las matemáticas no debe servir únicamente para las “artes mecánicas”,
sino que puede ser muy útil para descubrir “todas las cosas que pueden ser objeto del conocimiento
de los hombres”81.

Michel de Montaigne lamentaba profundamente que la filosofía hubiese caído en descrédito y


ya no se enseñase a los niños: “Es mala cosa -afirmaba- que se haya llegado a este extremo en
nuestro siglo, que la filosofía sea, incluso para las gentes de entendimiento, un nombre vano y
fantástico que no tiene utilidad ni precio alguno. (…) Es una gran equivocación decir que la
filosofía es inaccesible para los niños”82. Según Montaigne, entre todas las artes que deben
enseñarse al niño, el primer lugar corresponde al arte de vivir bien: “Porque me parece -escribe- que
los primeros discursos con que debe alimentarse el entendimiento han de ser los que regulan sus
costumbres y sus sentidos, y que enseñarán al niño a conocerse y a saber morir y vivir bien”83.
Y, puesto que la filosofía nos “enseña a vivir”, es importante comunicarla al niño. Sólo después
vendrá el momento de enseñarle las ciencias: “Después de que se le haya dicho lo que sirve para
hacerlo mejor y más prudente, se le explicará lo que es la lógica, la física, la geometría o la
retórica”84.

78
Antoine de Saint-Exupéry, Citadelle, París, Gallimard, 1948, pág. 219.
79
Descartes, Discours de la méthode (Discurso del método), París, Éditions de l’école, 1965, pág. 16.
80
Ibíd., pág. 26.
81
Ibíd., pág. 25.
82
Michel de Montaigne, op.cit., pág. 235.
83
Ibíd., pág. 233.
84
Ibíd., pág. 234.
- 39 -

En la concepción del sistema escolar que prevalece en las sociedades llamadas “modernas”, la
instrucción ocupa un lugar mucho más amplio que la educación. Lo que se quiere es que los jóvenes
puedan llegar al mercado del trabajo con las cualificaciones técnicas necesarias para encontrar un
empleo. Por ello existe una vinculación tan estrecha entre el sistema educativo y el sistema
económico. La escuela ha de permitir desde luego que los jóvenes adquieran una cualificación
profesional gracias a la cual encontrarán trabajo, si no pueden elegir el oficio que corresponda
mejor a sus aptitudes. En todo caso, la exigencia de las familias es ante todo utilitaria: lo que les
preocupa es el “éxito escolar” del niño, para que pueda insertarse fácilmente en el mercado del
trabajo. Esto es muy comprensible: sin embargo, en una democracia los padres no son clientes de la
escuela y no les corresponde a ellos decidir qué enseñanza debe impartirse a los niños. La misión de
la escuela, que consiste en transmitir los valores en que se funda la cultura, la civilización y la
democracia, no puede negociarse con los padres. Estos no pueden exigir que la escuela esté
sometida a su tutela, aunque esto no significa que se les deba mantener al margen del proceso
pedagógico. Por el contrario, deben participar en él recibiendo la máxima información posible y,
cuando sea útil, en concertación con sus representantes.

Por lo demás, el docente está tentado a considerarse un instructor, no un educador. “A cada


uno su oficio” dice el saber popular, y también: “Quien hace el oficio del otro, se mete en camisa de
once varas”. El oficio del docente es comunicar un saber, una materia, una disciplina. No obstante,
la escuela no puede reducir su función a inculcar a los alumnos un saber, so pena de traicionar su
misión. La escuela ha de tener la ambición de educar a los niños. En Citadelle, de Saint-Exupéry, el
señor hace venir a sus maestros y les dice: “No se os ha encargado matar al hombre en el niño, ni
transformar a éste en hormiga, para que viva en un hormiguero. (…) Lo que me importa es que [el
hombre] sea más o menos hombre”85. Y es esto precisamente, en definitiva, lo que le importa al
docente.

“La república -escribe Blandine Barret-Kriegel- necesita hombres y mujeres que prefieran la
virtud”86. Pero, si los que hacen la república son las mujeres y los hombres virtuosos ¿quién educará
en la virtud a los hijos de la república, quién les enseñará las exigencias filosóficas y morales que
deben constituir los cimientos de la ciudadanía, si no es la escuela en lo esencial? Es cierto que una
sociedad democrática ha de ser forzosamente laica, pero la laicidad no puede definirse sólo
negativamente como el rechazo de toda influencia religiosa e ideológica. La laicidad debe definirse
en términos positivos, no sólo como el respeto a las convicciones religiosas de cada uno, sino
también mediante la enseñanza de una filosofía moral y política que ha de constituir el fundamento
de los derechos y los deberes universales del hombre y del ciudadano. Con demasiada frecuencia el
modelo laico que sirve de referencia para la educación adolece de un grave déficit filosófico.
Según la concepción democrática de la laicidad, no es cierto que “todas las ideas son respetables”.
Las ideas que conculcan los valores en que se basa la Declaración Universal de los Derechos
Humanos no sólo no deben respetarse, sino que deben rechazarse y combatirse. En un texto titulado
Contra la violencia, el Comité Nacional de lucha contra la violencia en la escuela, creado por el
Ministro de Educación Nacional de Francia, afirma que la política educativa de los centros de
enseñanza debe asentarse en “una moral universal basada en el respeto a la dignidad de la persona,
que haga que cada uno se sienta miembro de una comunidad humana y, en consecuencia, portador
de deberes, como el rechazo en todas las circunstancias de la violencia, el racismo y la humillación,
así como de los sistemas de pensamiento que llevan a ellos”.

Si la violencia es la perversión radical de la humanidad del hombre, la educación deberá estar


encaminada a erradicar la violencia. “Educar en este sentido -escribe Philippe Meirieu- y más en
particular en la escuela, consiste en apegarse minuciosamente a todo lo que pueda liberar al hombre

85
Antoine de Saint Exupéry, op.cit., pág. 99.
86
Libération, 25 de marzo de 1992.
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de la violencia, comunicarle la pasión de conocer y la paciencia de comprender. Es también


transmitirle las herramientas que le permitirán escapar de toda forma de violencia social o
intelectual que se ejerza sobre él -incluida de la institución escolar que le educa- y de todo lo que le
invita a ejercer la violencia sobre los demás”87.

Formular juntos las reglas

Los alumnos de una clase no han elegido vivir juntos. No son voluntarios, y lo que les ha
agrupado es el azar. Tampoco han elegido someterse a la autoridad de los docentes. La escuela no
es una comunidad, sino una sociedad, más concretamente una sociedad en construcción.
En consecuencia, desde el primer día de escuela será necesario organizar la “convivencia” de los
alumnos y los docentes. La vida en sociedad requiere la existencia de leyes. Desde el momento en
que las personas viven juntas en una misma colectividad, deben elaborar reglas, y la vida común
sólo será posible si todos respetan estas reglas. Sería vano pues, en nombre de un ideal abstracto de
no violencia absoluta, concebir una sociedad en la que la justicia y el orden puedan asegurarse con
el libre concurso de cada uno de sus miembros, sin que sea necesario recurrir a obligaciones
impuestas por la ley. La ley desempeña una función social innegable: la de obligar a los ciudadanos
a tener un comportamiento razonable, de modo que ni la arbitrariedad ni la violencia campen por
sus respetos. No sería justo considerar que la coacción ejercida por la ley no es más que un
obstáculo a la libertad; ante todo, es la garantía de la libertad. Las leyes justas son los cimientos del
estado de derecho. En la escuela, las reglas deben incitar a los niños a vivir juntos respetándose
mutuamente. Una de las tareas esenciales de los educadores es la de promover una cultura del
respeto en la escuela, que es lo único que podrá hacer retroceder a la cultura de la violencia.

La “educación cívica” de los niños no debe constituir una disciplina aparte, en cierto modo
marginal, sino que debe situarse en el centro del proyecto pedagógico. La ciudadanía no ha de
convertirse en un objeto de estudio disciplinario como las demás asignaturas. Para iniciar a los
niños en la ciudadanía, hay que enseñarles el buen uso de la ley. La obediencia exigida de los
ciudadanos no es la sumisión pasiva e incondicional a las órdenes de una autoridad superior, sino la
adhesión pensada y consentida a una regla cuya justificación reconocen los propios ciudadanos. Es
preciso que las reglas sociales impuestas a los alumnos para construir la convivencia correspondan a
reglas morales que puedan hacer suyas. En esta perspectiva, una dimensión esencial de la pedagogía
es la de hacer participar a los niños en la formulación de reglas comunes que deberán respetar, de
modo que experimenten que estas reglas son necesarias para vivir juntos en el respeto de todos y
cada uno . “La misión del educador consiste en dar a los niños y a los jóvenes la capacidad de
determinar reglas entre ellos o negociar con el adulto ciertos derechos a la iniciativa. (…) Hacer de
los niños seres autónomos es darles acceso a tres actos de regulación de la vida colectiva: fijar las
reglas, ponerlas en práctica, hacer justicia”88. No se trata de someterlo todo a votación, sino de
conseguir que surja un consenso. Además, primero conviene definir lo que es y no es “negociable”.
Ninguna regla podrá decidirse sin el consentimiento del docente. Pero va de suyo que las reglas
obligan por igual a los docentes y a los niños. La fuerza de la ley paraliza la omnipotencia de los
adultos. En principio, la ley es evolutiva y puede modificarse para ajustarla mejor a las exigencias
de la vida común.

Estas reglas, que prefiguran las de la sociedad, deben determinar los derechos y los deberes de
cada uno respecto de los demás, para así deslegitimizar la violencia. Las leyes deben precisar las
condiciones de un “contrato” que vincula entre sí a los miembros de la comunidad escolar. Deben

87
Philippe Meirieu, op.cit., págs. 166-167.
88
Anne-Catherine Bisot y François Lhopiteau, “La résolution non-violente des conflits”, en L’éducation à la paix,
op.cit., pág. 213.
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imponer coacciones y prohibiciones que fijen límites para los niños. El niño necesita verse frente a
la coacción de la ley para estructurarse.

Por lo tanto, no sólo “está permitido prohibir”, sino que “es obligatorio prohibir”. Y la
primera prohibición, la prohibición primordial, la prohibición en la que se basa la cultura y la
civilización, es la prohibición de la violencia que se expresa en la exigencia de la no violencia.
- 42 -

10. La autoridad

La educación no violenta no entraña la desaparición total de la autoridad del adulto. Para


estructurar su personalidad el niño necesita esta autoridad. El que posee la autoridad debe “hacerse
obedecer”. La educación debe enseñar la obediencia de la ley, pero éste no puede ser resultado de
una relación de dominio-sumisión entre el adulto y el niño. Conviene establecer y mantener una
distinción entre autoridad y poder. El poder quiere el dominio, la autoridad busca el consentimiento.
Si el maestro no esperase del alumno otra cosa que la sumisión, el alumno no tendría otra
posibilidad de expresión que la insumisión. La autoridad del adulto debe prevalecer, pero mediante
un proceso de comunicación y diálogo. Hay que permitir al niño apropiarse del espacio escolar
como un lugar en el que tiene derecho a la palabra, donde se le escucha y se le tiene en cuenta.

“Es violenta -escribe Emmanuel Lévinas- toda acción donde actuamos como si fuéramos los
únicos en actuar, como si el resto del universo sólo estuviera para recibir la acción. Por
consiguiente, también es violenta cualquier acción que suframos sin colaborar con ella”89. Esta
reflexión puede ayudarnos a precisar la relación pedagógica entre el educador y el niño. Por
analogía puede pensarse que sería violenta toda educación en la que el maestro hablase como si
fuera el único en hablar; como si los niños sólo estuvieran allí para recibir su discurso. Sería
violenta toda educación que los niños sufrieran sin colaborar nunca con ella. Esto significa que el
educador debe aceptar el diálogo y el debate con sus alumnos. Ahora bien, es forzoso reconocer que
el modelo pedagógico tradicional confirió al maestro un poder casi absoluto sobre sus alumnos.
Estos no tenían derecho a expresarse y cuando hablaban eran en respuesta al maestro, que les
interrogaba. Y sólo tenían derecho a una sola respuesta: la que esperaba el maestro.

La educación ha de tratar de favorecer la autonomía y no la sumisión, el espíritu crítico y no


la obediencia pasiva, la responsabilidad y no la disciplina, la cooperación y no la competencia, la
solidaridad y no la rivalidad.

El educador deberá hacer valer constantemente la relación existente entre ley y justicia. La
única finalidad de los decretos es garantizar la justicia, o sea, el respeto de los derechos de todos y
cada uno de nosotros. Es preciso que el niño sienta personalmente, experimente por sí mismo que su
obediencia a la ley hace posible la vida armoniosa de la comunidad escolar. El niño debe
interiorizar la “regla de oro” propuesta por todas las tradiciones espirituales: “No hagas a los demás
lo que no quieres que te hagan a ti”.

La “regla de oro”

Cuando Kant quiere dar una definición de la regla moral que se impone al hombre como ser
de razón, formula la proposición siguiente: “Actúa solamente según la máxima gracia de la que
puedas desear al mismo tiempo que se convierta en una ley universal”90. Ahora bien, precisamente
si la máxima de mi acción me da derecho a recurrir a la violencia contra otro hombre para satisfacer
mis necesidades, no puedo desear al mismo tiempo que esta máxima se convierta en una ley
universal. Pronto me percataré de que, si puedo querer la violencia, no puedo en modo alguno
querer una ley universal que obligue a ser violento. Porque, simplemente, no puedo querer que otro
hombre recurra a la violencia contra mí para satisfacer sus necesidades. En cambio, sí puedo querer
que la máxima de la no violencia, que exige que actúe respetando la humanidad del otro, se
convierta en una ley universal. Vemos pues claramente que la no violencia es la ley universal, el
principio moral con arreglo al cual debe actuar todo ser de razón. No es necesario impartir al niño
un curso magistral para que comprenda la enseñanza de Kant: no debemos robar ni degradar los

89
Emmanuel Lévinas, Difficile liberté, París, Albin Michel, Le livre de Poche, Série Biblio-essais, 1990, pág. 18.
90
Emmanuel Kant, Fondaments de la métaphysique des mœurs, Tomo I, París, GF-Flammarion, 1994, pág. 97.
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bienes del vecino por la sencilla razón de que no queremos que nuestro vecino robe o degrade
nuestros bienes; no hay que golpear al camarada porque no queremos que el camarada nos golpee a
nosotros. Con esta misma lógica el niño puede comprender perfectamente que si quiere que los
otros alumnos lo respeten, debe empezar por respetarles él. De este modo el respeto es un deber
porque, ante todo, es un derecho: debo respetar al otro porque tengo derecho a que el otro me
respete. Si violo el derecho del otro a ser respetado, ya no podré reivindicar el derecho a que el otro
me respete. Este respeto mutuo es el fundamento mismo de una vida común en paz. El cimiento de
la vida en común de los hombres no es el amor sino la justicia, es decir el respeto a los derechos de
cada uno.

Un rasgo característico de la obediencia a la autoridad es que es objeto de un consentimiento.


Es la palabra misma del responsable la que debe “imponer la autoridad”. Pero la autoridad puede no
convencer. Entonces deberá recurrir a una cierta coacción, pero no a medios violentos. Para el que
ejerce la autoridad, el recurso a la violencia es una confesión de debilidad. La violencia le hace
perder toda autoridad. La autoridad es esencialmente no violenta. Por una parte, la violencia es
incapaz de crear autoridad y, por la otra, es cuando se encuentra privado de autoridad que el poder
necesita recurrir a la violencia. Así pues, identificar el recurso a la violencia como el ejercicio
normal de la autoridad es caer en la mayor de las confusiones. Es cierto que la violencia puede
hacerse obedecer, pero nunca podrá sustituir a la autoridad. La violencia es siempre la negación de
la autoridad.

La sanción educativa

Cuando la autoridad del educador no consigue convencer al niño de que respete las
obligaciones de la ley, habrá que recurrir a medidas de coacción. Debe preverse una sanción para
toda transgresión de la ley, pero ésta debe ser coherente con el conjunto del proyecto pedagógico.
El objetivo de la sanción no es la punición (del verbo latino punire, que significa vengarse), sino, de
nuevo y como siempre, la educación. La sanción debe hacer que el niño entienda que ha roto el
contrato que había aceptado, y darle la posibilidad de una reparación. La sanción no se justifica
negativamente por el hecho de que su ausencia, o sea la impunidad, alienta al niño recalcitrante a
instalarse en la transgresión de la ley. La sanción no tiene por finalidad restablecer la autoridad del
educador, sino la primacía de la ley.

La sanción educativa91 tiene por finalidad que el transgresor tome conciencia de la


responsabilidad de sus actos, para él y con los otros, a fin de reconciliarse consigo mismo y con el
grupo. La sanción trata de subrayar que la única cosa que nos permite vivir juntos es que cada uno
respete la ley. Sancionar no es condenar, no es avergonzar ni humillar, es responsabilizar. Es el acto
de transgresión el que debe des-aprobarse, y no la persona del transgresor. Hervé Ott subraya la
importancia de hacer “una distinción entre el juicio de las personas y el juicio de los
comportamientos”. Esta distinción se ilustra de un modo muy pertinente con la fórmula: “decir a un
niño: “has hecho una tontería” no es en absoluto lo mismo que decirle “tu eres tonto””92. Sin
embargo, en definitiva se prefiere expresar lo que se siente ante la tontería cometida para poner en
evidencia la dimensión relacional de la transgresión de la ley. Dicho esto, toda tontería debe
repararse.

La reparación permitirá al niño reintegrarse en el grupo. “Reparar -subraya Éric Prairat- es


desde luego reparar algo, pero también reparar a alguien. La reparación va orientada hacia “otro”.
Recurrir a un procedimiento reparatorio es introducir a un tercero, que es la víctima. A ella va
91
Sobre este tema, véase Éric Prairat, “La nécessaire sanction”, Conflit, mettre hors-jeu la violence, bajo la
dirección de Bernadette Bayada, Anne-Catherine Bisot, Guy Boubault y Georges Gagnaire, Lyon, Chronique
Sociale, 1997.
92
Hervé Ott, “Du conflit destructeur au conflit créatif dans l’éducation”, Violence et éducation, op.cit., pág. 330.
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dirigida la reparación. El otro es el destinatario y también el mediador, el desvío que toma el


culpable para reconstruirse. La necesidad de reparar es también el deseo de repararse”93.

El educador debe dar prueba de firmeza -recordando las prohibiciones de la ley y negándose a
admitir las transgresiones- pero no de severidad. Porque ejercer la severidad es infligir sevicias, es
decir, utilizar la violencia contra los niños recalcitrantes (severidad y sevicias tienen la misma raíz
etimológica, y proceden del verbo latino soevire, emplear la violencia). Y es que “la sanción no es
una contraviolencia que se supone ha de anular una violencia anterior, sino un alto en el camino
para acabar con el círculo vicioso del hacer daño/hacerse daño”94.

En el marco de la escuela, una vez se ha determinado el motivo de la transgresión, se ha


reafirmado la regla y se ha reparado el daño, el asunto puede “archivarse”. Toda sanción debe
borrarse al cabo de un tiempo, que no ha de exceder de un año. Mantener un registro de
“antecedentes penales” del niño a lo largo de toda su escolaridad, o incluso después, sería
extremadamente nocivo para él. Un principio esencial de la educación no violenta ha de ser que al
niño debe dársele siempre una segunda oportunidad.

La educación no ha de convencer al niño de que la obediencia es, en toda circunstancia, un


deber y una virtud y que, por consiguiente, la desobediencia es en toda circunstancia una mala
acción y una falta. El niño adquiere muy pronto el “sentido de la justicia” y puede experimentar un
fuerte sentimiento de injusticia ante lo que considera un “abuso de autoridad” por parte del adulto, o
experimentar el mismo sentimiento cuando es otro niño el que sufre un abuso similar. En ambos
casos, el niño ha de poder expresar lo que siente sin que se le reproche y sin temor a ser castigado.
Por lo menos, tiene derecho a un suplemento de información y de explicación.

La educación debe preparar al niño a adquirir una verdadera autonomía personal,


permitiéndole que se fije a sí mismo ciertas reglas de conducta en función de determinados criterios
morales que él mismo elegirá. Así pues, el niño ha de aprender a juzgar la ley y a negarse a
respetarla si estima que es injusta. “Desgraciados los niños -afirmaba Janusz Korczak- en los que se
ha conseguido apagar todo deseo de insumisión”95. El adulto en que se convertirá el niño debe tener
la fuerza de negarse a obedecer de modo incondicional a las órdenes del “jefe”. Gandhi lamenta
que, en una proporción esencial y con frecuencia decisiva, la educación se base en el deber de
obediencia a la autoridad y condicione al niño de tal modo que acaba siendo un ciudadano sumiso e
irresponsable. Gandhi acusa a las escuelas “en las que se enseña a los niños a considerar la
obediencia al Estado como algo superior a la obediencia a su propia conciencia, y donde se
corrompe al niño con falsas doctrinas relativas al patriotismo y al deber de obediencia a los
superiores, de modo que caen fácilmente bajo el sortilegio del gobierno”96.

93
Éric Prairat, “L’introduction du droit à l’école”, Non-Violence Actualité, abril de 2001.
94
Éric Prairat, Conflit, mettre la violence hors-jeu, op.cit., pág. 63.
95
Janusz Korczak, Comment aimer un enfant, París Laffont, 1958, pág. 200.
96
Citado por Jean Herbert, Ce que Gandhi a vraiment dit, París, Stock, 1969, págs. 133-134.
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11. La solución constructiva del conflicto

Dada la relación asimétrica, y por tanto desigual, entre el maestro y el alumno, sus contactos
han de ser forzosamente conflictivos. El adulto tiene la responsabilidad de no suprimir estos
conflictos obteniendo a toda costa la sumisión del niño. Por otra parte, una pedagogía responsable
no puede basarse en una no-directividad, que equivaldría a una total permisividad. Frente a los
conflictos, el docente no debe elegir entre la máxima permisividad y la máxima punitividad. Ambas
opciones reflejan una falta de autoridad. En uno y otro caso, el docente se desacredita al ser incapaz
de hacerse escuchar y respetar. La atmósfera de la clase se hace enseguida irrespirable. Cada uno de
estos métodos conduce a los docentes y a los niños a un callejón sin salida. Todo el mundo sale
perdiendo.

El educador ha de tratar de encontrar una solución constructiva a los conflictos que surjan,
dejando margen para las necesidades y las peticiones del niño y ayudándole a adquirir confianza en
sí mismo. Dar al niño confianza en sí mismo no es sólo la finalidad de la educación, sino también el
medio. La solución positiva de un conflicto requiere la participación de las dos partes, la
cooperación. Conviene pues que el docente haga participar a los alumnos en la búsqueda de una
solución. El adulto debe reconocer que no posee la solución que deberá imponer a los alumnos, sino
que debe buscar con ellos una salida al conflicto. El maestro debe apelar al espíritu de creatividad
de los alumnos y atreverse a preguntarles qué solución proponen. De este modo renuncia
ciertamente a ejercer un poder sobre ellos, pero adquiere una mayor autoridad. El mejor medio de
que dispone el adulto para hacerse escuchar de los niños es escucharles a su vez. Esta interactividad
entre las dos partes debe conducir a una solución aceptable para todos. Entonces, todo el mundo
sale ganando.

Los educadores deben aprender a dar “lecciones de cosas” partiendo de los conflictos
inevitables que oponen a los niños entre sí, a fin de hacerles descubrir que estos momentos de
oposición a los otros deben integrarse en el proceso de desarrollo de su personalidad. Enseñar a los
niños a vivir el conflicto es enseñarles a no escapar de él, y hacerles comprender que es posible
vivirlo y manejarlo de modo constructivo. “Si se admite –escribe Érick Prairat- que el conflicto no
es la violencia, sino que ésta no es más que una consecuencia, un posible epílogo de aquél, entre los
conflictos y la violencia se delimitará un espacio privilegiado para el educador, no para poner en
práctica una estrategia de ocultación y disimulo sino para enseñar a los niños, o más bien con ellos,
a vivir y a resolver de modo positivo los inevitables enfrentamientos característicos de toda vida
social”97.

Recentrar el conflicto en el objeto

Recordemos la hipótesis de René Girard, según la cual el origen del conflicto entre dos
adversarios se encuentra en la rivalidad mimética que les opone para apropiarse de un mismo
objeto. La no violencia tiene por finalidad romper el mimetismo con el cual cada uno de los dos
rivales imita la violencia del otro devolviendo golpe por golpe, fractura por fractura, ojo por ojo y
diente por diente. El principio mismo de la acción no violenta es la negativa a dejarse arrastrar a
esta espiral de violencia sin fin. Se trata de romper el engranaje del mimetismo, negándose a imitar
la violencia del que ha tomado la iniciativa de agredir, del que-ha-empezado. Al decidir que no
vamos a imitar la violencia de nuestro adversario, evitamos que esta violencia nos contamine.

Para romper la lógica de la violencia es necesario recentrar constantemente el conflicto en el


objeto que es su causa, y no dejarlo degenerar en una pura rivalidad de personas. El hombre tiene
derecho a adquirir y poseer los objetos que son para él una necesidad vital; de ello se desprende que

97
Érick Prairat, “Genèse du conflit” en Pour une éducation non-violente, op.cit., pág. 46.
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también tiene derecho a defenderlos contra quien trate de quitárselos. La solución del conflicto debe
establecer relaciones de justicia entre los dos rivales que garanticen los derechos respectivos de
cada uno sobre el objeto y, para llegar a ello, hay que retornar constantemente al objeto a fin de
posibilitar una negociación centrada en el mismo. No obstante, esta atención privilegiada concedida
al objeto no debe conducir a un rechazo de las emociones de ambas partes. Las emociones permiten
captar las frustraciones y las inquietudes de cada uno, y este reconocimiento es necesario para
transformar el conflicto.

La rivalidad de las personas ha de envenenar forzosamente el conflicto y llevarlo al callejón


sin salida de la violencia. Por otra parte, la violencia puede muy bien destruir el objeto mismo que
está en juego. A menudo la violencia es la política de lo peor, es decir de la tierra quemada. No es
infrecuente que ambos rivales prefieran que se destruya el objeto antes de verlo en poder del otro.

Es preferible negociar sobre el objeto considerando quién posee derechos sobre él, y cuáles
son estos derechos. Es posible que ambos adversarios hagan valer derechos legítimos sobre el
objeto. ¿Sería posible considerar estos derechos? ¿Sería posible repartir equitativamente el objeto?
¿Existen quizá otros objetos que puedan satisfacer las reivindicaciones de uno u otro de los
protagonistas?

Romper la ley del silencio

El patio de la escuela es el primer lugar donde los niños se entregan a la violencia contra otros
niños. Si los adultos les dejan hacer libremente, el patio se convierte pronto en un espacio sin ley,
donde todo está permitido. Cuando un niño es agredido físicamente, el adulto suele decirle, por
reflejo: “No te dejes hacer, defiéndete”. Si estas incitaciones no van seguidas de una precisión sobre
el “modo de hacerlo”, la cultura dominante hará que se interpreten en el sentido de “pelea”, o sea
“devuelve golpe por golpe”. Esta actitud conduce a justificar la violencia como regla de conducta en
las relaciones con los demás. No se trata evidentemente de aconsejar al niño que no reaccione a la
agresión. Por el contrario, hay que convencerle de que se niegue a ser una víctima y rompa la ley
del silencio. Jacques Sémelin explica a su hija, que le pregunta cómo debe reaccionar frente a una
agresión, que sobre todo no ha de callarse: “No puede haber una solución no violenta a un conflicto
si la víctima no asume su responsabilidad. En el inicio mismo de la no violencia está la voluntad de
no ser víctima, de no aceptar ser un juguete de los demás. Negarse a ser víctima es romper una
relación en la que uno sale siempre perdiendo. Tú ya no quieres jugar el juego que se te quiere
imponer. Tú dices: “esto nunca más”, y te conviertes en el sujeto de tu vida, de tu propia historia.
(…) Para poner fin a la violencia que se ejerce sobre ti, o a las vejaciones que te hacen sufrir,
siempre es importante tener el valor de decir “no”. Un “no” alto y fuerte, que significa que no estás
de acuerdo con lo que te hacen”98.

Jacques Sémelin aconseja a su hija que hable enseguida con un adulto de confianza. En
efecto, “es importante que los adultos estén presentes en estos momentos, para ser los garantes de
las reglas establecidas, separar a los niños que se pelean, detener los gestos violentos, determinar los
orígenes de los conflictos y discutir con los protagonistas, a fin de que cada niño se sienta protegido
y comprenda lo que está en juego fuera de la clase. El proceso de la solución no violenta de los
conflictos empieza aquí”99. No obstante, es muy probable que el niño que ha sido víctima de
violencias no se atreva a contarlo a un tercero -a uno de sus padres, profesores o amigos- por miedo
a que sus agresores le hagan sufrir más violencias. La comunidad educativa ha de hacer todo lo
posible para convencer al niño de que, sean cuales fueren las amenazas que ha recibido, no ha de

98
Jacques Sémelin, La non-violence expliquée à mes filles, París, Le Seuil, 2000, pág. 27.
99
Claudine Braun, Favien Pujervie, Alain Refalo, Texto de la casete vídeo “La non-violence dès l’école” realizada
por el Instituto de investigación sobre la solución no violenta de los conflictos (IRNC).
- 47 -

tener miedo a contarlas a otras personas. Si se calla, entra en la lógica de sus agresores que podrán
seguir hostigándolo con toda impunidad. Para superar su miedo, debe adquirir la fuerza de negarse a
ser víctima, de no encerrarse en una imagen negativa de sí mismo. La sumisión desvaloriza al
agredido y valoriza al agresor. Callarse es hacerle el juego a los agresores. Hablar permite al niño
agredido reapropiarse de su vida. Aceptar ser víctima de una violencia sin decir nada es una falta de
respeto hacia sí mismo. Para respetarse a sí mismo es preciso hacerse respetar de los demás. Hablar
ya es desbaratar la agresión, hacerla fracasar. Hablar, es identificar a los agresores a la vista de todo
el mundo. Entonces el miedo pasa a la otra parte. Además, es muy poco frecuente que un niño sea la
única víctima de la violencia de sus agresores. En tal caso hablar es alentar a otras víctimas a hacer
lo mismo.

Una vez desenmascarados ante los adultos -tanto docentes como padres- los agresores saben
que deberán rendir cuentas y sufrir sanciones. Más allá de sus bravatas, es muy probable que no
sean indiferentes ni insensibles a verse confundidos de este modo, y comprendan que ahora les
conviene deponer su actitud. En todo caso, los niños agresores deben formar parte integrante del
proyecto educativo del centro. A ellos también hay que escucharles. Ellos también deben ser
capaces de expresar su malestar y su sufrimiento. Si hay que imponer sanciones, no deben estar
encaminadas a condenarles y a excluirles, sino a reintegrarles en el grupo.

Los niños que han sido testigos de actos de violencia están tentados a callarse. Ellos también
tienen miedo a las represalias de los agresores, si hablan. No se atreven a romper “la ley del
silencio”. Tampoco es seguro, por lo demás, que cuando se produce una reyerta en el centro escolar
el sentimiento que les domine sea el de la compasión por la víctima. Pueden hacer de mirones,
complaciéndose en el espectáculo que se les ofrece. Incluso los que no están de acuerdo con lo que
está sucediendo pueden pensar que no estaría bien denunciar a sus camaradas, “chivarse”. Callarse
forma parte de un “código del honor” que sella su pertenencia al grupo. Si hablan es muy probable
que se les expulse del grupo y se les considere traidores y perjuros. En este caso debe emprenderse
también un trabajo pedagógico para convencer a los testigos de que callarse es ser cómplice de los
agresores y que deben “prestar asistencia a la persona en peligro”. Janusz Korczak quería rehabilitar
la “soplonería”. “Es feo ser soplón”: ¿de dónde viene este principio consagrado por el uso?”, se
preguntaba. ¿Serán los alumnos que lo habrán aprendido de malos maestros o, por el contrario, los
maestros lo habrán heredado de los malos alumnos? Porque este principio sólo favorece a los peores
alumnos. Este principio admite que un niño sin defensa sea agredido, explotado y humillado sin
tener derecho a pedir asistencia, sin poder recurrir a la justicia. Los ofensores triunfan, los ofendidos
sufren en silencio”100.

Los docentes-educadores han de codificar el comportamiento del niño agredido determinando


las normas, estableciendo las reglas y precisando las directivas que deben conocer todos los
alumnos y el personal. La “regla” ha de ser que todo niño agredido lo denuncie a un miembro de la
comunidad educativa. Esta disposición debería desempeñar un papel disuasivo frente a los
agresores potenciales. Esto puede cambiar el ambiente del centro y reducir considerablemente las
violencias.

La mediación escolar

El patio de recreo de la escuela es un terreno privilegiado para la mediación, para encontrar


una solución constructiva a los conflictos que surgen. El objetivo deseado es que los niños puedan
iniciarse a la no violencia como regla de vida. La mediación trata de crear una dinámica de
cooperación entre los adversarios a fin de que se conviertan en asociados en la búsqueda común de

100
Janusz Korczak, op.cit., pág. 197.
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una solución participativa, creadora y constructiva del conflicto. En definitiva, se trata de que las
dos partes salgan ganando.

Pueden proponerse “juegos de representación” en los cuales los niños escenifiquen


situaciones de conflicto que eligen ellos mismos. Los actores representan los papeles de los
diferentes personajes que intervienen en el conflicto, procurando “vivir” lo que “representan”. La
finalidad consiste en que cada uno sienta las emociones y los sentimientos que sentiría si se
encontrara en una situación parecida en la realidad. De este modo los participantes pueden conocer
mejor su comportamiento personal en interacción con otras personas y tomar conciencia de sus
emociones, reacciones y actitudes en su relación con los demás. Esto debería darles una mayor
confianza en sí mismos. El método del “juego de representación” permite también “representar un
conflicto” buscando los elementos que favorecen los progresos hacia una solución positiva,
experimentando nuevos comportamientos y “ensayándose en la no violencia”.

Es importante que el patio de recreo y el aula constituyan un mismo espacio pedagógico. Para
ello deberán organizarse reuniones regulares de los niños con el maestro -“consejos de clase” que
pueden celebrarse dos veces por semana- a fin de hacer un inventario de los problemas que se
plantean en la clase y fuera de ella y buscar las eventuales soluciones. En esta reunión debe reinar la
libertad de expresión. Liberar la palabra es ya controlar la violencia. Cada niño debe poder expresar
sus dificultades, contando con la atención benévola de todos los demás. “Analizar los conflictos que
surgen entre los alumnos, es permitirles comprender los procesos que están en juego, darles las
palabras, el vocabulario y los conceptos para expresar de un modo que no sea la violencia y el
insulto sus propios miedos y sufrimientos”101.

La mediación escolar puede estar dirigida por alumnos que se ofrezcan voluntariamente para
ello, y que hayan seguido una formación con esta finalidad. Se habla entonces de “mediación
paritaria”102. Este programa de mediación debe ser responsabilidad conjunta de la comunidad
pedagógica en la que participan los padres. Hay que efectuar un trabajo de información y
sensibilización de todos los alumnos, para darles a conocer los principios y las reglas de la
mediación y asegurar la legitimidad de los alumnos-mediadores. Estos, que pueden llevar una señal
distintiva (una insignia o un brazal) que les identifique, aseguran, en equipos de dos alumnos, una
presencia en el patio de recreo y están dispuestos a intervenir en las situaciones conflictivas de otros
alumnos. Un adulto (docente o padre) está siempre presente. Se pone una sala a disposición de los
mediadores para que puedan entrevistarse con los protagonistas del conflicto sin que estén presentes
los otros alumnos. “Con el procedimiento de mediación, [los mediadores] inician su intervención
recibiendo por separado a las dos partes a fin de explicarles la mediación, conocer sus puntos de
vista sobre el asunto, reducir las tensiones entre ellos y crear un clima de confianza, condiciones
todas ellas necesarias para tratar de resolver el problema. (…) El papel de los mediadores consiste
en restablecer la comunicación entre las partes en el conflicto, hacer que cada uno pueda exponer su
punto de vista y ayudarles a encontrar juntos una solución”103.

101
Ibíd.
102
Sobre este tema, véase “Organiser la médiation scolaire”, en Conflit, mettre hors-jeu la violence, op.cit.
103
Ibíd., pág. 119.
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12. Hacia una cultura de la no violencia

En la sesión conclusiva de la Conferencia internacional “Violencia en la escuela y políticas


públicas”, organizada en París el 7 de marzo de 2001, el Director General de la UNESCO,
Koichiro Matsuura, refiriéndose a las soluciones concretas que debían proponerse para los
problemas resultantes de las manifestaciones de violencia en la escuela, afirmó lo siguiente:
“Yo sigo estando convencido de que estas soluciones sólo serán viables si van acompañadas de un
movimiento mundial y global en favor de una verdadera cultura de la no violencia. El término nos
viene de Gandhi: es la traducción del sánscrito ahimsa y nos recuerda que somos herederos de
tradiciones que han concedido un lugar desproporcionado a la violencia. (…) Por ello la UNESCO
propugna incesantemente la enseñanza generalizada de los derechos humanos y la transmisión de
los valores de tolerancia, no violencia, solidaridad y respeto mutuo mediante la reorientación de los
programas y los textos escolares”.

La cultura es siempre una cultura de la naturaleza. No conviene desde luego oponer la


naturaleza a la cultura, ya que sólo se puede cultivar lo que nos propone y ofrece la naturaleza, lo
que ya está en germen en la naturaleza. La naturaleza humana no es un dato, sino una proposición.
La naturaleza propone y la cultura dispone.

El hombre no es por naturaleza violento ni no violento, pero es capaz de ser las dos cosas a la
vez. Por su propia naturaleza el hombre al mismo tiempo está inclinado a la violencia y
predispuesto a la no violencia; se trata de saber qué parte de sí mismo decide cultivar, individual y
colectivamente. Ahora bien, es forzoso constatar que nuestras sociedades están dominadas por una
cultura de la violencia.

La violencia no es una fatalidad

La tragedia suprema de la violencia es que es ejercida por hombres contra otros hombres.
Pero ello prueba que no es una fatalidad. La violencia es una posibilidad de la naturaleza humana y,
en este sentido, es “natural”. Pero el hombre tiene otra posibilidad igualmente “natural”, la bondad.
Si el hombre es capaz de hacer el bien, es porque su naturaleza es buena. Si es capaz de hacer el
mal, es porque su naturaleza es libre. El hombre es bueno voluntariamente, lo es por una decisión
libre de su voluntad. Es esta libertad la que da una dignidad y un sentido a su existencia.

Si el individuo no cultiva su jardín interior y lo deja en barbecho, las malas hierbas de la


violencia crecerán libremente. Pero el hombre no se limita a cosechar los frutos silvestres de la
violencia producidos por una tierra inculta: es tan mal jardinero que pone mucho cuidado en
cultivar esos frutos. Cultivar la violencia es hacer de ella una fatalidad, pero una fatalidad debida
enteramente a la voluntad descarriada de los hombres. Lo que caracteriza nuestra cultura es que
ignora la exigencia de no violencia y no quiere conocer los métodos de la solución no violenta de
los conflictos. ¿Qué momentos, qué lugares se proponen a nuestros niños para reflexionar sobre la
filosofía de la no violencia e iniciarse a los métodos de la acción no violenta? Cuando consideramos
lo que se hace en nuestras sociedades para cultivar la violencia y lo que no se hace para cultivar la
no violencia, nos percatamos de todo lo que podría hacerse para favorecer la transición de una
cultura de guerra a una cultura de paz.
La cultura de la no violencia es más difícil, exige más atención y más cuidados que la cultura
de la violencia. El tiempo necesario para que maduren los frutos sabrosos y vivificantes de la no
violencia es mucho mayor que el que necesitan los frutos amargos y mortales de la violencia.
Cuando el hombre toma conciencia de la inhumanidad de la violencia, de su absurdidad y su
falta de sentido, es cuando descubre la exigencia de no violencia que lleva consigo y que es el
fundamento y la estructura de su humanidad. La cultura de la no violencia se basa enteramente en
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una filosofía que afirma que la exigencia de la no violencia es la expresión irrenunciable de la


humanidad del hombre. La no violencia condiciona la posibilidad del encuentro fraternal con el otro
hombre.
La historia de la no violencia

En ocasión del Foro Internacional sobre una Cultura de la Paz, que se celebró en Manila,
Filipinas, en noviembre de 1995, la UNESCO presentó varias propuestas destinadas a reforzar una
cultura de la paz por medio de la educación. Dos de ellas preconizan una renovación de la
enseñanza de la historia, para que la violencia y la guerra no parezcan ya los únicos medios de que
disponen los hombres y los pueblos para defender la libertad y construir la justicia. Estas propuestas
consisten en lo siguiente:
- incluir en los programas de enseñanza informaciones sobre los movimientos sociales
(nacionales e internacionales) en favor de la paz y de la no violencia, de la democracia y de un
desarrollo equitativo;
- proceder al examen y la renovación sistemáticos de la enseñanza de la historia, a fin de
atribuir tanta importancia a los cambios sociales no violentos como a los aspectos militares de la
historia, y prestar una atención especial al papel de las mujeres.
Es esencial que los “héroes” que se proponen a la admiración de los niños no sean solamente
guerreros o revolucionarios que se han ilustrado por actos bélicos. El culto dedicado a estos héroes
se convierte en un homenaje a la violencia. Existe una historia heroica de la lucha y la resistencia no
violentas. “Una historia desconocida, rechazada, escarnecida. (…) Una historia singularmente
ausente de los libros de texto y de los discursos oficiales. Recobrar posesión de esta historia, de esta
tierra desconocida de resistencia que tiene su carta de nobleza, que forma parte de nuestro
patrimonio, es una apuesta cultural esencial”104. En particular, los combates librados por Gandhi y
por Martin Luther King pueden contribuir a que los niños comprendan la grandeza y la eficacia de
la resistencia no violenta.
“Un pensamiento -observa Simone Weil- sólo alcanza la plenitud de su existencia cuando se
encarna en un medio humano”105. Para que la no violencia pueda hacer valer todas sus
posibilidades, es preciso que eche raíces en un “medio humano”, es decir, en una comunidad, una
sociedad en la que todos los miembros, o por lo menos la gran mayoría de ellos, compartan los
mismos valores y convicciones. Para desarrollarse, es necesario que la no violencia forme parte de
la cultura de un medio humano. Es evidente que, hoy día, esta condición no se cumple en nuestras
sociedades. En nuestro medio cultural, la evocación de la no violencia provoca un alud de
argumentos -siempre los mismos- en contra de su justificación y su pertinencia. Mientras la no
violencia siga encerrada en un debate constante, la cultura de la violencia continuará dominando los
espíritus y las inteligencias.
La no violencia todavía no es más que la convicción de algunos individuos que viven en una
sociedad cuyos miembros no la comparten en su gran mayoría. En estas condiciones, al no haber un
medio humano que cree una atmósfera intelectual y espiritual favorable a la no violencia, es muy
probable que ésta no fructifique.
Por consiguiente, la tarea más urgente es crear este medio humano que favorezca la cultura de
la no violencia.

104
Jacques Sémelin, “A la recherche de notre histoire”, Résistances civiles, les leçons de l’histoire, Non-Violence
Actualité, Montargis, 1989.
105
Simone Weil, Pensées sans ordre concernant l’amour de Dieu, París, Gallimard, 1962, pág. 65.
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Obras del mismo autor


L’évangile de la non-violence, Fayard, 1969.
Le défi de la non-violence, Le Cerf, 1976.
César Chavez, un combat non-violent (en colaboración con Jean Kalman), Fayard/Le Cerf, 1977.
Stratégie de l’action non-violente, Le Seuil, col. Points, Politique, 1981.
Vous avez dit : “Pacifisme”?, De la menace nucléaire à la défense civile non-violente, Le Cerf,
1984.
La dissuasion civile (en colaboración con Christian Mellon y Jacques Sémelin), Fondation pour les
Etudes de Défense Nationale, 1985.
Lexique de la non-violence, Instituto de investigación sobre la solución no violenta de los
conflictos, 1988.
La nouvelle donne de la paix, Éditions du Témoignage Chrétien, 1992.
Désobéir à Vichy, La résistance civile de fonctionnaires de police, Presses Universitaires de Nancy,
1994.
Gandhi, la sagesse de la non-violence, Desclée de Brouwer, 1994.
Simone Weil, l’exigence de non-violence, Desclée de Brouwer, 1995. (Premio Anne de Jaeger)
Le principe de non-violence, Parcours philosophique, Desclée de Brouwer, 1995, Marabout, 1999.
Comprendre la non-violence (en colaboración con Jacques Sémelin), Non-Violence Actualité,
1995.
Guy Riobé et Jacques Gaillot, Portraits croisés, Desclée de Brouwer, 1996.
Paroles de non-violence, Albin Michel, 1996.
Principes et méthodes de l’intervention civile, Desclée de Brouwer, 1997.
Gandhi l’insurgé, L’épopée de la marche du sel, Albin Michel, 1997.
Les moines de Tibhirine, “témoins” de la non-violence, Éditions Témoignage Chrétien, 1999.
Paroles de bonté, Albin Michel, 1999.
Vers une culture de non-violence (en colaboración con Alain Refalo), Dangles, 2000.
Le courage de la non-violence, Éditions du Relié, 2001.
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Algunas direcciones útiles en Francia

Alternatives Non-Violentes

Galaxy 246, 6bis rue de la Paroisse, 78000 – Versailles


tél.: 01 30 62 11 84

Alternatives Non-Violentes es una revista trimestral de investigación y reflexión sobre la no


violencia, que trata en cada número de un tema preciso y analiza los mecanismos de la violencia
profundizando en sus dimensiones culturales, psicológicas y políticas.

Générations Médiateurs

27 Boulevard Saint Michel, 75005 – París


tél.: 01 56 24 16 78
Correo electrónico: gemediat@club-internet
Internet: http://gemediat.free.fr

El objetivo de Génération Médiateurs es poner a disposición de la institución docente talleres


de formación en la gestión no violenta de los conflictos y la mediación, con objeto de que los
docentes puedan reflexionar sobre los mecanismos de los conflictos y los alumnos voluntarios se
conviertan a su vez en mediadores.

Institut de Formation et de Recherche du Mouvement pour une Alternative


Non-violente (IFMAN)

135 rue Grande, 27100 – Val de Rueil


tél.: 02 32 61 47 50
Correo electrónico: ifman.n@wanadoo.fr

La IFMAN organiza actividades de formación sobre la prevención de la violencia y la


regulación de los conflictos en las esferas de la educación, la vida social y la política urbana. Ha
organizado un programa de investigación-acción para producir propuestas pedagógicas, sociales y
políticas sobre estas cuestiones.

Existe también un IFMAN en Bretaña (ifman.b@wanadoo.fr) en el Nord-Pas-de-Calais


(ifman.npdc@online.fr) y en el Sudoeste (ifman.so@wanadoo.fr).

Institut de Recherche sur la Résolution Non-violente des Conflits (IRNC) (Instituto de


investigación sobre la solución no violenta de los conflictos)

14 rue des Meuniers, 93100 – Montreuil


tél.: 01 42 87 94 69
Correo electrónico: irnc@multimania.com
Internet: www.multimania.com.irnc

El objetivo principal del IRNC es llevar a cabo investigaciones científicas pluridisciplinarias


sobre la contribución de la no violencia a la solución de los conflictos.
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Mouvement pour une Alternative Non-violente (MAN)

114 rue de Vaugirard, 75006 – París


tél.: 01 45 44 48 25
Correo electrónico: manco@free.fr
Internet: http://manco.multimania.com/

El MAN es una federación nacional de grupos locales que forman un movimiento de reflexión
y de acción que se propone, por una parte, realizar una investigación teórica en base a intuiciones de
la filosofía de la no violencia, experiencias históricas de la lucha no violenta y el análisis de los
fenómenos sociales y políticos y, por la otra, actuar con medios propios de la estrategia de acción
no violenta, para participar en la edificación de una sociedad de justicia y libertad.

Non-Violence Actualité

BP 241, 45202 – Montargis cedex


tél.: 02 38 93 74 72
Correo electrónico: nonviolence.actualité@wanadoo.fr
Internet: www.nonviolence-actualité.org

Centro de recursos sobre la gestión no violenta de los conflictos, que propone un servicio de
edición (revista bimestral dedicada a las experiencias concretas de gestión de los conflictos en la
familia, la escuela, el barrio…) y un servicio de divulgación de instrumentos pedagógicos (a partir
de una guía anual de recursos), destinada a los particulares y a los organismos que desean
comprender las violencias de su entorno, y reaccionar contra ellas.
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(Presentación del autor en la página 4 de la cubierta)

Jean-Marie Muller, miembro fundador del Mouvement pour une Alternative


Non-violente (MAN), es director de estudios en el Instituto de investigación sobre la solución
no violenta de los conflictos (IRNC). En su actividad de escritor ha publicado numerosos
libros sobre la no violencia que han sido reconocidos como obras de referencia, en particular
Le principe de non-violence (Desclée de Brouwer), Gandhi l’insurgé (Albin Michel) y
Le courage de la non-violence (Éditions du Relié).

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