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SELECCIÓN DE LECTURAS
CIUDAD UNIVERSITARIA
LIMA-PERÚ
2018
LA FUERZA SOCIAL DEL ARTE *
Gaspar Galaz
El arte parece tener importancia; sin embargo, cabe preguntarse: ¿por qué? Esta
interrogante ha cobrado significación sobre todo en nuestra sociedad de cambios,
principalmente para darle otra vez a la actividad artística toda su fuerza social.
Constatamos a la luz de estas inquietudes que el artista en ciertas sociedades
contemporáneas se ha convertido en un paria, en un ser alejado y separado de la
realidad social imperante. Constatamos también que el arte está siendo
cuestionado como forma de comunicación, como manera de entenderse entre los
hombres. Comprender que el arte es un medio sensible de aprehender la realidad
significa convertirlo en necesidad primaria para una sociedad.
Platón, pese a los vaivenes de su criterio frente al problema, fue uno de los
primeros en plantear que "el arte y la sociedad son conceptos inseparables",
situación que no existe en nuestra civilización industrial capitalista actual.
La obra del artista es definida ahora por su valor comercial, como cualquier otro
objeto de cambio; la era capitalista todo lo convierte y lo transforma en dinero. El
romanticismo, como todas las demás formas de rebelión (realismo,
impresionismo), no pueden en ese momento presentar una fuerza ideológica
capaz de desbaratar la idea del arte-mercancía. Es en esta sociedad de principios
del siglo XIX cuando la burguesía ya ha cimentado su poder, y sospechosa del
nuevo arte que comienza a nacer, lo institucionaliza. Para tal efecto, se trata de
normar la actividad del artista en la sociedad, imponiéndole cánones rígidos a los
cuales tenía la obligación de ceñirse, para no convertirse en un ser aislado y
solitario.
El artista rompe —aunque ahora nos parezca trivial— con la misión que le
encomendaban los organismos oficiales, que era principalmente de carácter
imitativo y narrativo. Los poetas redefinen: "es necesario llegar a la poesía pura,
que está hecha con signos puros y cuya traducción es reservada" decía Rimbaud,
quien fue el primero que deshizo la forma y la estructura tradicionales de la
poesía, adquiriendo el poema una característica impersonal y aparentemente
objetiva.
El artista actual nos denuncia y nos grita la destrucción de los valores del hombre.
Este grito es, a veces, tan destemplado, que la obra de protesta sólo se convierte
en panfleto. En el otro extremo, muchos artistas han llevado la obra de denuncia,
de protesta, a institucionalizarse, perdiendo su vigor original para convertirse, una
vez consumido por el mercado, en clisés sin fuerza, muriendo toda su
contradicción primera. Detrás de todas las nuevas tendencias artísticas acecha el
mercado, listo para mixtificar el arte u otra manifestación humana, rodeando la
realidad que se denuncia, con un gran misterio. De tal forma, la labor del artista se
torna difícil y compleja, ya que, partiendo de una auténtica protesta, su arte, al ser
convertido en mercancía, termina idealizando la situación del hombre en nuestra
sociedad.
Hemos planteado que entre la sociedad y el artista moderno hay una ruptura. A
veces es el mismo artista el que huye del compromiso con los me dios que le da el
arte: desdeña utilizarlo como elemento cultural dinámico, evitando comprometerse
con la sociedad del futuro. El arte de todos los tiempos, en cualquiera de sus
manifestaciones, apunta a un público, que primariamente es un destinatario
contemporáneo, aunque en la realidad habla al hombre, a lodos los hombres. Aquí
se esconde algo que el artista intuye profundamente: es su deseo de
permanencia, ya que en su obra las vivencias humanas se transfiguran en un
símbolo universal, inteligible en todos los tiempos, siempre que sepamos traspasar
la barrera del "ropaje" histórico.
El artista es un activador de la dialéctica subyacente en la relación artista-obra-
sociedad. El artista propone con su obra una antítesis; ésta choca con una
situación social estacionaria. Esta situación se rompe sólo en la medida en que se
incorpora al nuevo proceso artístico, un público, un destinatario, que asimila esas
nuevas formas artísticas, pasando a convivir con ellas. Se ha producido en ese
momento una homogeneidad entre creador-obra y destinatario. Pero ese momento
es efímero, sólo un chispazo, ya que el artista no se queda en un "status"
conformista; no "estandariza" su obra cuando ella llega a convertirse en el gusto
de un público determinado, o cuando su obra es comprendida por toda una
comunidad.
La obra del artista verdadero está sujeta a una permanente variación, que está
implícita en la disciplina del arte. El artista contiene en sí una presión creadora
cuya inexorabilidad lo impulsa a ir siempre más allá de su ex presión actual.
Entonces nuevamente se abre la cadena de la creación artística, donde lo
propuesto, otra vez, es para el público, algo nuevo que tiene que asimilar.
La obra del artista debe romper las condiciones impuestas por esta sociedad,
buscando la manera de integrar distintos elementos técnicos, los más diversos
temas y posibilidades expresivas, en una obra que enriquezca la toma de
posesión de la realidad y que, en último término, se dirija a cimentar los valores
humanos. Cuan distinto es el papel del arte en relación a las otras formas que
idolatra el hombre actual; formas que están expuestas a una constante mutación y
desaparecimiento (modas femeninas, modelos de automóviles, etc.) y que se
fundamentan esencialmente en el provecho económico de sus promotores. En
todos estos cambios no hay razones que surjan desde la interioridad humana, sino
que se encaminan a crear, en nuestra sociedad, falsas necesidades que se
estudian previamente en el mercado de consumo, para luego presionar con la
publicidad más agresiva. Los problemas realmente importantes quedan relegados
(analfabetismo, desnutrición, explotación).
Quienes han disfrutado de las manifestaciones del arte han sido siempre minorías
privilegiadas, situadas en un contexto social muy determinado. La gran mayoría
está al margen de los procesos culturales y sociales que motivan al hombre de
hoy. La educación y el arte son los medios por los cuales miles y miles de
hombres pueden integrarse a los cambios, donde pretendemos que al arte le
competa un papel importante como elemento formador. Tenemos que romper con
lo que conocemos como "público y hacer de nuestra sociedad un todo dinámico en
que cada persona reciba lo necesario para actualizar cada vez más sus
potencialidades, sin fronteras, sin diferencias de tipo cultural y económico, que son
los primeros ladrillos en la larga muralla que origina las diferencias sociales que
separan a los hombres.
1 Alfred Von Martin: Sociología del Renacimiento. Fondo de Cultura Económica, Méjico, 1962, p.
19.
2 Alfred Von Martin: op. Cit
3 R. Saitschick: cit. en Sociología del Renacimiento, op. cit., p. 45.
4 Janitschek: cit. en Sociología del Renacimiento, op. cit., p. 45,
5 José Ricardo Morales: Arquitectónica II. Ediciones de la U. de Chile, 1969, p. 119.
6 Cassou: Situation de L'Art Modeme. Les Editions de Minuit, París, p. 45.
7 Fischer: La necesidad del arte. Ediciones Península, 1970, p. 63.
8 Fischer: op. cit., p. 60.
9 Fischer: Op. cit., p. 59.
10Balzac: Les illusions perdues.
11Karl Marx.
12 Mario Pedroza define el arte actual con el término "Post-modemo".
13 Jean Cassou; Op. cit.
14 Jean Cassou, op. cit.
*Tomado de
http://estetica.uc.cl/images/stories/Aisthesis1/Aisthesis6/la%20fuerza%20social%20del%20arte-
gaspar%20galaz.pdf
LA ESCRITURA EN EL IMAGINARIO PLÁSTICO PERUANO *
Martín Rodríguez-Gaona
Fuera de las originales políticas de extirpación de idolatrías, este desfase entre las
letras y la producción iconográfica se debe a que la escritura, como medio de
colonización, fue el instrumento predilecto en el modelo occidental, el único que
concedía prestigio o un amago de ciudadanía, como bien dedujo el cronista e
ilustrador Guamán Poma de Ayala en el siglo XVI.
Esta situación se mantuvo de forma tensa entrados los años sesenta, llegando a
hacerse explícito el conflicto con una renovada generación de artistas, agrupada
en el colectivo Arte Nuevo —grupo conformado por Luis Arias Vera, Gloria
Gómez-Sánchez, Teresa Burga, Jaime Dávila, Víctor Delfín, Emilio Hernández
Saavedra, José Tang, Armando Varela y Luis Zevallos Hetzel, en 1966—, que
intentó negar el circuito comercial limeño (en el que predominaba la abstracción
lírica) mediante la formulación de prácticas artísticas conceptuales, también
denominadas no-objetuales: happenings, performances e instalaciones. Para esto,
factores estructurales, como la influencia cultural derivada de la modernización de
la ciudad con capital estadounidense, la revolución cubana y el surgimiento de una
sensibilidad juvenil, resultaron determinantes.
Sin embargo, una vez más, es un escritor quien da coherencia y promociona esta
propuesta. A raíz de la reconstrucción del periodo, Miguel López, comisario de la
muestra “La persistencia de lo efímero” define la importancia de Juan Acha en
este proceso:
Acha fue una figura crucial en la vanguardia de los 60; fue una especie de
escolta crítica y entusiasta de jóvenes artistas que planteaban nuevas
formas de crear a través de sus artículos publicados en el diario El
Comercio. Acha distinguió una situación articulada incluso cuando los
artistas que producían este tipo de arte no lo veían así. Él enlaza sus
discursos a partir de sus textos críticos. (López, La persistencia de lo
efímero)
Los textos de Acha —que suponen una puesta al día con respecto a propuestas
duchampianas, no exclusivamente pictóricas—, propugnan un conceptualismo
político, cuyo propósito final sería la transformación del individuo y la negación de
la sociedad de consumo (una crítica a la fetichización del objeto artístico). A raíz
de un confuso incidente, Acha decide abandonar el Perú y continuar su carrera
teórica en México. Y, consecuentemente, sus estudios, basados en el
materialismo dialéctico, se desarrollan posteriormente hacia el análisis de las
estructuras de producción artística. Sobre la influencia trunca de Juan Acha en el
proceso de las artes en el Perú, el crítico Luis Lama comenta en ocasión de su
deceso:
Como se aprecia, el clima de crisis denunciado por Arte Nuevo no era una
entelequia e incluso en el ámbito institucionalizado, el artista plástico joven más
potente de esta época, José Tola — con una propuesta depurada partiendo de un
bestiario figurativo y evolucionando hacia una abstracción geométrica orgánica—
no deja de expresar también un mundo en crisis. Siguiendo la estela performativa
de Humareda, el virtuosismo formal de Tola está matizado por apariciones
públicas, textos y declaraciones de un desinhibido malditismo, como una
estrategia comercial o un correlato de cierta sensibilidad limeña ya sobrepasada
por la violencia estructural.
Aunque en este momento la lectura del arte peruano estuviese marcada todavía
por las diferencias insalvables entre las Bellas Artes, la artesanía y el arte popular;
en los años setenta una expresión “menor” como las artes gráficas se constituye
en una vertiente que servirá de eje para todo lo que resta del proceso.
Respondiendo a un clima de época, la cultura del rock y su impronta visual, fueron
vividas intensamente por las juventudes limeñas. Esta energía encontró un
sorpresivo canal de expresión dentro del paradójico gobierno revolucionario de
Juan Velasco Alvarado, que a través de organismos como SINAMOS dio un gran
impulso a las artes gráficas, como en el trabajo del ilustrador Jesús Ruiz Durand.
Estos afiches revolucionarios, potentes híbridos de imágenes y textos, serían
decisivos para marcar la sensibilidad pop nacionalista que dominaría el arte
peruano de fin de siglo.
En este punto, la singularidad del proceso de las artes plásticas peruanas resulta
evidente: sin crítica ni mercado formal o especializado, los artistas deciden
reinterpretar las vanguardias contemporáneas de acuerdo a una sensibilidad entre
comprometida ideológicamente y populista. Pero dicho devenir, que parece una
teratología desde la perspectiva del primer mundo, obedece a una constante y una
lógica presentes en todas las artes plásticas peruanas desde los albores de su
modernidad.
Lauer, Mirko. Introducción la pintura peruana del siglo XX. Lima: Mosca Azul
Editores, 1976.
Villacorta, Jorge et al. Postilusiones: nuevas visiones, artes visuales, arte crítico en
Lima. (1980-2006). Lima: Fundación Wiese, 2007.
Introducción
Los hechos
En 1975 fui invitado por el Instituto Nacional de Cultura (INC) para conformar la
comisión que debía discernir el Premio Nacional de Cultura, instituido por el
Estado para los intelectuales y artistas cada dos años. El jurado para la sección
arte estaba compuesto por Cristina Gálvez, Carlos Bernasconi, Juan Gunther,
Leslie Lee, Vera Stastny, Enrique Pinilla y quien escribe; recuerdo que en las
primeras reuniones se barajaron algunos nombres conocidos y meritorios. Yo
llevaba la propuesta del pintor Carlos Quizpez Asín, pero cambié de opinión ante
la idea de Leslie Lee de postular el nombre del artista popular Joaquín López
Antay. Los argumentos resultaban contundentes: el largo ejercicio de una vida
dedicada al arte de su pueblo, el enriquecimiento del lenguaje plástico de un
objeto adoptado como el retablo, la pervivencia de las costumbres, ritos y
cosmovisión del mundo andino, todos valores genuinos y equiparables a
manifestaciones artísticas en cualquier parte del mundo. Estas razones y la letra
del reglamento, que ese año no hacía ninguna distinción entre arte y artesanía,
dejaba la libertad de premiar por primera vez a un artista popular. Y así fue. La
nominación de López Antay en aquel diciembre de 1975 causó gran revuelo y
abrió una acalorada polémica con los artistas “informados” (4) , quienes
protestaron airadamente aduciendo que no se podía dar el Premio Nacional a un
artesano; además, decían, la obra de López Antay no era arte sino artesanía.
Tanto hirió el premio su amor propio que se juntaron en una asociación, la
Asociación Profesional de Artistas Plásticos (Aspap), para tener más fuerza y
combatir la decisión del jurado. Siempre individualistas y desinteresados por el
quehacer político y social, se juntaron, sin embargo, cuando su mundo de la
producción se vio amenazado por “otro tipo” de arte. Creyeron juntar para sus
fines a todos los artistas plásticos del Perú, pero no fue así, pronto un nutrido
grupo de disidentes se manifestó con una nota fechada el 7 de enero de 1976, en
la que declaraban no estar de acuerdo con el comunicado de la Aspap, cuyos
directivos habían obrado sin consultar con las bases. Este atropello fue la causa
de la creación del Sindicato Único de Trabajadores en las Artes Plásticas,
constituido por disidentes (5) de la Aspap. Así, la mala práctica de sus dirigentes y
la ignorancia demostrada sobre nuestro arte popular mestizo, dio lugar a un frente
que puso a su institución entre dos fuegos.
En los primeros días de enero de 1976, la Aspap hizo llegar a los medios el
comunicado titulado “La Aspap Cuestiona Premio Nacional De Cultura Otorgado
Para Las Artes” (7), donde, con malicia estudiada, se argumentaba que si con el
premio se hubiese querido “consagrar la labor de un artesano, que merece nuestro
respeto y simpatía más sinceros, habría motivado, ciertamente, nuestro mayor
beneplácito, de haberse producido dentro del marco de un premio específicamente
destinado a la artesanía. Pero el fallo que impugnamos adquiere un sentido
totalmente diferente e inaceptable, el sentar la tesis para nuestro proceso cultural
de una significación mayor que la pintura o la música.” (Las cursivas son nuestras)
El comunicado sigue esgrimiendo argumentos absurdos, como considerar al
retablo una expresión meramente artesanal “que no logra superar su primigenia
inspiración colonial” (8). La desafortunada declaración significa que quienes
suscribieron el comunicado no se detuvieron en analizar los retablos de López
Antay, donde éstos han sufrido una transformación evidente muy lejos del retablo
barroco de donde se inspira y cuyos contenidos (creencias religiosas,
celebraciones agrarias) son fruto de un mestizaje y adquieren por eso su
indiscutible originalidad.
La propuesta filosófica
Pasada la tormenta del Premio, comenzó un serio interés académico por los
problemas de fondo del arte popular. Uno de los primeros en dar a conocer su
opinión fue el doctor Edgardo Albizu (16), filósofo argentino, profesor en esa época
de la Universidad Católica del Perú, quien abordó el tema del arte popular desde
la filosofía, pero utilizando una vieja palabra creada por los antropólogos del siglo
XIX, transida de innumerables significados: folklore. Esta palabra, como artesanía,
reúne indistintamente al arte del pueblo, al arte popular, al arte tradicional,
confundiendo el panorama antes que aclararlo. Definir es acercarse a una
determinada realidad en las circunstancias actuales que nos ha tocado vivir. Estar
en el mundo es un continuo redefinirse, hoy más que nunca, dada la dinámica de
las comunicaciones electrónicas. Por otro lado, vamos hacia una continua
simplificación de las maneras retóricas del siglo XIX. El nuevo carácter de una
definición no es cómo queremos que sean las cosas, sino cómo aparecen ellas en
la realidad estudiada.
Stastny, desde su primer texto en 1979 (19), da al arte de los pueblos andinos el
nombre de arte popular y no artesanía, y afirma que sus objetos “encierran una
larga historia para quien sabe interpretarla” (20). En adelante se esfuerza en
demostrar la continuidad cultural desde la lejana historia precolombina,
apoyándose en los trabajos de Georges Kubler, John H. Rowe, Bernard Mishkin y
Erwin Panofsky, entre otros. De este último, toma el término disyunción, útil para
explicar la sobrevivencia disimulada de elementos paganos en el arte popular
peruano. Concluye Stastny: “Por donde se mire el arte popular campesino peruano
está profundamente ligado a los orígenes culturales prehispánicos” (21). Pero no
solo el arte popular esconde los contenidos paganos de ciertas formas, sino que
ciertos artefactos autóctonos “para lograr sobrevivir en un contexto cultural hostil
asumen una forma occidental falsa contraria a su verdadera función” (22), como
por ejemplo los tupus que asumen la forma engañosa de una cuchara. Para
Stastny “la herencia virreinal del arte popular es tan importante como la
prehispánica” y por eso no puede soslayarse su “dimensión temporal” y su
resonancia histórica “que no sólo es extensa por su antigüedad, sino que es
profunda por la realidad social e histórica compleja que reflejan sus obras”. (23)
Juicios certeros de un historiador del arte frente a las críticas infundadas de los
artistas informados sobre el valor de las obras de López Antay.
En 1981, Edubanco publica Las artes populares del Perú, libro en que Stastny
reúne los artículos comentados líneas arriba y otros como “Arte popular y arte de
élite”, donde afirma que no existe un lenguaje universal en el arte. “La riqueza de
los fenómenos humanos es demasiado amplia para ser sintetizada en formas
simplistas” (26). La variación y diferencias deben tomarse en cuenta para entender
la magnitud de las expresiones artísticas de distintas latitudes y confirma la
existencia de una manera de pensar científica y otra “silvestre” o primitiva.
“Crítica de la artesanía” Mirko Lauer: los aportes a la teoría marxista del arte
La metodología utilizada por Lauer tiene que ver con la teoría social de impronta
marxista, que toma en cuenta “no la apariencia física del objeto, sino las
determinaciones de su existencia social como producción-distribución-consumo”
(27). Este pensamiento y los aportes de Acha y García Canclíni, es nuevo en el
ámbito latinoamericano si se lo compara con el tradicional europeo. Por ejemplo,
la opinión de Corrado Maltese, para el que los objetos artísticos son “formas que
implican en cuanto producto una clara separación de la actividad que los ha
generado” (28). Es decir, la obra de arte independiente de cómo se hizo, cómo
circula en la sociedad y para quién fue hecha. Esta concepción aísla lo plástico de
su contexto histórico social, y según Lauer, está hoy desprestigiada.
Se debe partir del examen del concepto de “arte”, que no es una categoría
universal, como ha pretendido la estética idealista. Se trata “de una creación
cultural de clase y por lo tanto de un fenómeno histórico determinado, con una
génesis histórica y llamado a sufrir modificaciones a partir de las evoluciones de la
sociedad” (29). Puestas las bases metodológicas, Lauer desarrolla sus hipótesis
relacionadas con la manera cómo se producen, distribuyen y consumen las
“artesanías”, nombre puesto por el autor a lo que nosotros llamamos arte popular
o arte tradicional. ¿Por qué artesanía y no arte popular? Sospecho que la
respuesta de Lauer es que para el efecto es indiferente usar artesanía, arte
tradicional o arte popular. Sin embargo, a nuestro entender, al haber escogido
“artesanía”, dejó de lado un hecho importante para la polémica del 76. Me explico.
Pero la producción del arte popular ha cambiado con y desde López Antay en
adelante, en el momento que comenzó a firmar sus retablos. El hecho de que su
producción se separara poco a poco del anonimato, rompe una de las condiciones
atribuidas tradicionalmente a la artesanía. La individualidad creadora, antes sólo
característica del arte informado, aparece en la obra del artista popular y lo separa
de la producción artesanal. Otro tema por examinar es que, a partir del maestro
ayacuchano, la producción ya no se centra en ciudades de provincias sino en la
capital, lugar de todas las denominaciones y los cambios. Muchos artistas
populares han abierto talleres en Lima para llegar a un mercado más dinámico y
otros ya no pasan por Lima sino que llegan de su provincia directamente a las
ferias europeas.
Ante las objeciones de los artistas de la Aspap, que consideraban el arte de López
Antay como mera artesanía, Macera (30) considera el retablo como una “decisiva
invención plástica” (31) y teniendo en cuenta la variedad de temas y formas
concluye: “La inventiva es aquí inagotable” (32). Además, “algunos de estos
retablos evolucionan con rapidez apartándose de sus modelos europeos” (33). “El
Sanmarkos ha cambiado profundamente en el curso de los 30 años (técnicas,
formas, temas, objetivos y clientelas” (34).
La investigación sobre el arte popular peruano cobró un nuevo impulso luego del
premio a don Joaquín López Antay. Pero una empresa encomiable que no puede
soslayarse, es la programación de exposiciones y ediciones sobre arte popular
emprendidas por el Instituto Cultural Peruano Norteamericano y la Universidad
Ricardo Palma. Desde la muestra “Del Sanmarkos al retablo ayacuchano” (2003)
hasta “¿Arte popular? Tradiciones sin tiempo” (2014-15), han sido once
exposiciones con sus respectivos catálogos que tuvieron miles de visitantes y
material informativo profusamente ilustrado, hoy distribuido en las más importantes
bibliotecas del Perú; han servido, también, para que los artistas populares actuales
tengan presente la tradición, se inspiren en ella o produzcan las variaciones que
su libre creatividad les dicte.
Arte tradicional urbano, “Las obras de arte tradicional urbano son producidas
para diferentes públicos –rurales, internos o externos, o internacionales– y se
adecúan a las nuevas exigencias del mercado” (51). En mi opinión, si se adecúan
a las “nuevas exigencias del mercado” y a la posibilidad de cambio, entonces la
denominación “arte tradicional urbano” no es la adecuada. Prueba de ello son los
ejemplos de gráfica urbana que pone Davis en las páginas 202 a la 205, y que,
como sabemos, han surgido espontáneamente en la ciudad, fuera de toda
tradición. La indefinición o ambigüedad de lo que entiende por “arte tradicional
urbano” hace que el autor ubique en esta sección tablas de Sarhua o cuadros “al
estilo Sarhua”, cuando ya en la sección de arte etnográfico había incluido tres
ejemplares del estilo primigenio de esta localidad ayacuchana, induciendo a
confusión. Y por último:
Arte tradicional aplicado, definido por el autor como “Obras generadas como
propuestas individuales del artista o diseñador, o en base a pedidos específicos de
una clientela conocedora de la calidad del taller de donde proceden” (52). En esta
sección incluye Davis a los artistas-coleccionistas actuales que toman diseños
tradicionales, sean precolombinos como populares o también propios y encargan
su ejecución a un artesano; también diseñadores de artesanía fina en plata,
adornos, muebles, cerámica y tejidos para la venta en boutiques. Obviamente
estos objetos están lejos de considerarse arte popular y sólo son artesanía fina, de
muy buen acabado, basada en diseños tradicionales que han perdido su
significación primigenia.
Es indudable que John Alfredo Davis es un gran conocedor del arte popular; nadie
como él –entre los hombres de su generación– ha viajado por todo el Perú, ha
visitado talleres, conocido las técnicas y las maneras de producción. También ha
incursionado en la artesanía, reproduciendo objetos con gran fineza y respeto por
los prototipos, instando a los maestros y artistas a seguir el buen camino de la
tradición. Pero su cariño y dedicación al arte popular y su pasión por poner orden
en ese mundo, lo inducen a redefinir inútilmente ciertos términos empañando su
discurso con trazas de confusión y ambigüedad. (53)
A modo de conclusión
El arte popular, antes anclado en la tradición, hoy día, gracias al desarrollo del
mercado y de los medios de comunicación, ha ido evolucionando y se ha hecho
eco del desarrollo de la sociedad contemporánea. Por un lado el aflorar de la
individualidad del artista popular reflejada en el hecho de firmar sus obras; por
otro, el surgimiento de creadores ejemplares (López Antay, Jesús Urbano Rojas,
Florentino Jiménez Toma, Edilberto Jiménez), y por fin, el traslado de los centros
de producción de la provincia a la capital, han operado cambios en la valorización
de estos objetos, convertidos hoy en prototipos gracias al proceso de
musealización.
*Tomado de: file:///C:/Users/TITO/Downloads/42-109-83-1-10-20161111.pdf
1 El paso de la modernidad a la posmodernidad. En Europa y Estados Unidos la secuencia puede ser
ilustrada como sigue: Abandono de las normas académicas del 900; surgimiento de las vanguardias europeas
hasta Duchamp; Expresionismo abstracto norteamericano; las nuevas vanguardias en USA: del Pop al arte
conceptual.
2 José sabogal publica “Los mates y el yaraví” en Amauta, Lima, Nº26 (Setiembre-Octubre de 1929): 17-20.
3 Arguedas, José María. El arte popular religioso y la cultura mestiza. Sobretiro de la Revista del Museo
Nacional, Tomo XXVII, Lima, (1951) 1958; Mendizábal Losack, Emilio, Del Sanmarkos al retablo ayacuchano,
dos ensayos pioneros sobre arte tradicional peruano, Universidad Ricardo Palma-ICPNA, Lima 2003. El libro-
catálogo que acompañó la exposición realizada en el ICPNA de Miraflores, contiene dos artículos de
Mendizábal:”Una contribución al estudio del arte tradicional peruano” y “La difusión, aculturación y
reinterpretación a través de las cajas de imaginero ayacuchanas”. (1958).
4 Como lo he dicho en otras oportunidades prefiero llamarlos “informados” y no “cultos”, cuya contraparte
sugiere que quienes no han hecho la academia sean incultos.
5 Los disidentes: Sindicato Único de Trabajadores en las Artes Plásticas: Entre los firmantes del
pronunciamiento se encontraban: Sabino Springett, Ugo Camandona, Tilsa Tsuchiya, Ciro palacios, Félix
Oliva, Martha Vértiz, Gastón Garreaud, Ernesto Zamalloa,Teresa Brown, Etna Velarde, Mario Piacenza, entre
otros.
6 Ugarte, 1976.
7 “Aspap critica premio a Joaquín López A.”. Diario La Crónica, martes 6 de enero de 1976: p 15.
8 Ibid., pp15.
9 Ibid., pp15.
10 Castrillón: 2001: 146, nota Nº 3.
11 Publiqué entonces “Para una teoría del arte popular”, La Prensa, Lima, 31 de enero de 1976; “¿Arte
popular o artesanía”, Historia y Cultura nº 10, Revista del Museo Nacional de Historia, Lima, marzo de 1977;
“Arte popular e ideología estética” En Preliminares, Instituto de Investigaciones Humanísticas, UNMSM. Sin
fecha, (ca. 1977). En: Castrillón Vizcarra, Alfonso. “¿El ojo de la navaja o el filo de la tormenta?”, Editorial
Universitaria Ricardo Palma, Lima, 2001.
12 El arte popular también está cargado de información que, sin embargo, la Academia no sabe leer e
interpretar y sí comprenden los habitantes del ande.
13 Ugarte Eléspuru, Juan Manuel, Suplemento dominical de El Comercio 4 de enero de 1976.
14 Stastny, 1980.
15 Stastny, Francisco, 1979.
16 Edgardo Albizu “Dialéctica del arte popular” Manuscrito. Trabajo leído en el Simposio sobre Arte Popular,
INC, 1977. Fue editado más tarde con otras obras bajo el título “Verdades del arte”, Universidad Nacional de
General San Martín, Buenos Aires, Argentina, año 2000.
17 Albizú, 2000: p. 403.
18 Castrillón Vizcarra, Alfonso, “Arte popular e ideología estética”, en ¿El ojo de la navaja o el filo de la
tormenta?, Lima, 2001.
19 Stastny. “Dimensión histórica del Arte Popular”, 1979.
20 Ibid,. pp.1.
21 Ibid,. pp.10.
22 Ibid,. pp. 7
23 Ibid,. pp. 12,13.
24 Stastny, “Arte Popular en el Perú: ¿de qué se trata?, en La Revista, Nº 1/ marzo 1980, p. 42.
25 Benjamin, Walter, 1966: p 24.
26 Stastny, Op.Cit. p.39.
27 Lauer, 1982: p.10.
28 Maltese, 1984: p.8.
29 Lauer, 1982: p.19.
30 Macera, 1982.
31 Macera, 2009: p.183.
32 Ibid,. p.183.
33 Loc.cit.
34 Loc.cit.
35 Loc.cit.
36 Pintura “Los Santos Juanes protectores de la vida pastoril”, temple sobre tela enyesada, siglo XIX,
Colección Mari Solari.
37 Macera, 2009: p, 183.
38 Ibid,. p. 184.
39 Ibid,. p. 184.
40 Ibid,. p. 185.
41 Ibid,. p. 185.
42 Separata del Boletín de Lima, Nº 19-20, Lima, 1982.
43 Benjamin, 1966. p. 24.
44 Davis, 2014-15: p. 78.
45 “Desambiguar”, neologismo empleado por Davis que quiere significar lo contrario de ambiguo: definido,
preciso, específico.
46 Op. Cit. Pags. 81 a 87.
47 Op. Cit. p. 90
48 Op. Cit. p. 90
49 Op. Cit. p. 115
50 Op. Cit. p. 163
51 Op. Cit. p. 201
52 Op.cit. p. 259.
53 “Toda artesanía no es arte y todo arte no es artesanía. Todo arte material involucra el proceso artesanal, el
oficio” (sic.). Op. Cit. p. 91.
54 Stastny, 1979. p. 43.
Referencias bibliográficas
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Ugarte Eléspuru, Juan Manuel 1976 Suplemento Dominical de El Comercio, Lima, 4 de enero.
VIOLENCIA POLÍTICA Y NARRATIVA EN EL PERÚ DE LOS AÑOS OCHENTA*
Además, los canarios tienen una dicción lenta y cantarina, llena de dulzuras
sudamericanas, al igual que muchos de los términos que emplean, como guagua o
crayón o gaveta, mejor comprendidos en Hispanoamérica que en la península
ibérica. Han tenido siempre una relación especial con Cuba y sobre todo con
Venezuela –conocida allí como La octava isla–, a la que muchos de sus periódicos
dedican una página completa y diaria. Todo aquello hacía que para mí Tenerife
fuera realmente una isla no sólo amable, bonita y turística, sino algo así como un
enclave sudamericano a dos horas de vuelo del continente europeo. Por un
momento resultaba fácil ensoñar: Tenerife era como hubieran sido nuestros países
americanos de no haber tenido la turbulenta historia de corrupción y gobiernos
nefastos que hemos sufrido siglo tras siglo. Casi un wishful thinking que pronto me
obligaría a mirar mi país desde un ángulo distinto, acosado por los fantasmas del
casi, del si hubiera sido.
Como decía, yo acababa de dejar el Perú hecho pedazos que heredó Fujimori del
gobierno anterior, el APRA de Alan García. Más que un país, aquello era un
naufragio, un montón de maderas y detritus flotando a la deriva en un océano de
escepticismo y desesperanza. Desde aquella isla sosegada donde prácticamente
empecé a escribir Los Años inútiles –mi primera novela–, resultaba sorprendente
leer las escasas noticias que llegaban de Perú o ver los fugaces minutos que le
dedicaban las cadenas de televisión; quizá un poco más desde que, a los meses
de yo llegar a la isla, en abril de 1992, Fujimori sorpresivamente inauguró con un
autogolpe la serie de abyecciones, atropellos y cobardías que caracterizaron su
mandato, uno de los de más triste recuerdo en la historia republicana de mi país.
La situación en Perú, durante los cinco años de gobierno de Alan García (1985-
1990), había sido espantosa: la hiperinflación en un país que regresaba a la
democracia luego de once años de dictadura militar, había empezado con el
centro derechista gobierno anterior, de Fernando Belaúnde Terry: al finalizar el
mandato de éste llegó casi hasta el 120 por 100. También con aquel gobierno
empezaron las primeras acciones de Sendero Luminoso, que con el tiempo
significarían para mi país más de veintidós mil muertos, según las cifras oficiales
de hace unos años y una escalofriante corrección actual de dicho número, que
elevaría las víctimas de aquella década sangrienta hasta los sesenta mil muertos.
Pues bien, acabado el gobierno de Belaúnde Terry, que funcionó con altibajos y
críticas muy duras para una labor de transición democrática, el siguiente gobierno,
el de Alan García, pulverizó esas esperanzas unas vez ganadas las elecciones de
1985, y su mandato demagógico, errático y nefasto elevó la hiperinflación hasta
cerca del 7000 por 100, hizo astillas el incipiente tejido empresarial, alentó el
nepotismo y la corrupción, desapareció la clase media del país, y nos aisló de la
comunidad internacional al negarse a pagar la deuda externa, haciendo flamear la
bandera del nacionalismo y azuzando los demonios de la conspiración
internacional de los ricos, lanzando así al país hacia una peligrosa espiral de
patrioterismo exaltado y vocinglero.
II
Visto desde el apacible rincón atlántico donde los vientos alisios mecen la isla de
Tenerife –una de las míticas Afortunadas de la antigüedad clásica– yo empezaba
a mirar aquello, mientras batallaba con esa primera novela, estremecido de
estupefacción y horror. ¿Cómo era posible que allí hubiese vivido todos aquellos
años? ¿Cómo era posible que en aquel país, mi país, se viviera como se vivía,
entre la corrupción, la muerte y la desesperanza, entre aquellos abismos sociales?
No es que no lo supiera, pero las preguntas que me formulaban estaban
despojadas de cualquier frivolidad meramente retórica: simplemente ocurría que la
perspectiva ganada desde aquella isla calma y bondadosa, me ofrecía agudizada
la situación a la que muchos peruanos –entre ellos yo mismo– habíamos acabado
por aceptar como cotidiana.
Los diarios cortes de fluido eléctrico, las mensuales, semanales y hasta diarias
subidas de los precios, las arengas patrioteras desde el balcón presidencial que
lanzaba sorpresivamente Alan García ante una turbamulta vocinglera, la cotización
diaria de un dólar que se había convertido, para todos los efectos, en nuestra
moneda oficiosa –y que hizo desaparecer los ahorros de miles de peruanos en
una versión anticipada del corralito argentino de hace poco–, las bombas que cada
tanto estallaban en la capital, los titulares casi diarios en los que se informaba de
la muerte de diez, veinte u ochenta soldados en un nuevo enfrentamiento contra
Sendero Luminoso en la –para un limeño– lejanísima sierra de Perú, las huelgas
constantes de médicos, funcionarios, maestros, enfermeras, trabajadores en fin,
de todos los campos, que formaron durante años un paisaje violento erizado de
pancartas, de carreras y consignas, de calles colapsadas, de turbios humos
lacrimógenos lanzados por la policía en cada enfrentamiento con los huelguistas;
el desempleo pertinaz, como un insomnio rencoroso y aleve en las pupilas de la
gente; los miles de taxis que recorrían empecinadamente las calles de Lima, pues
todo aquel que tenía un coche particular, fuera abogado, médico, catedrático de
Filología o físico nuclear, se dedicaba a hacer taxi para redondear los magros
ingresos; las larguísimas colas frente a los mercados donde el empecinamiento
populista del gobierno se obstinaba en repartir equitativamente la escasez de
productos básicos; nuestra rutina, en fin, desde el alba hasta el anochecer –sobre
todo cuando además tuvimos que vivir a partir de las diez de la noche bajo el
temible toque de queda impuesto por el gobierno en un intento por frenar el
terrorismo rampante–, se convirtió en un aberrante modus vivendi, a tal punto que
resultaba imposible no encontrar, por paradójico que pueda parecer después de
todo lo dicho, un pequeño espacio para la felicidad, para la evasión, para lanzarse
a hacer algo tan frívolo como, por ejemplo, dedicarse a escribir, a hacer literatura.
III
Pues bien, yo escribía aquella historia llena de personajes como supongo que
hace todo aquel que quiere escribir un cuento o una novela: no porque quisiera
denunciar nada, en el sentido político, cívico o ético de la palabra, sino porque me
resultaba imposible sustraerme a aquella historia, a aquella realidad que tan
hondamente me tocó, como lo hizo con toda una generación de peruanos.
Creo que recién fui consciente de que se trataba de una novela decididamente
política cuando en las entrevistas y ruedas de prensa –una vez publicada, seis
años después de haberla terminado– me veía a mí mismo hablando de Los años
inútiles y sonaba más como un político en campaña que como un escritor. Incluso
tuve que rescatar desde el fondo de mis recuerdos de lecturas el término «política
ficción» (así, con sintaxis medio inglesa) porque era necesario explicar que al fin y
al cabo se trataba de una ficción, de una superchería, de una historia ambientada
en un lugar y una época, con situaciones e incluso personajes que rozaban la
realidad, pero que resultaban independientes de la misma.
IV
Hasta ese momento la literatura en Perú, como ocurría en casi todos los países
hispanoamericanos, era una actividad satelital a la que se dedicaban algunos
locos y soñadores, muchos de los cuales han escrito las más brillantes páginas de
nuestras novelas, cuentos y poemas. Pero era una actividad mínima,
complementaria y casi clandestina, destinada al circuito ínfimo de lectores que
resultaban casi tan heroicos como los propios escritores. Sin embargo aportaron
material suficiente de literatura de calidad como para que aún hoy estudiemos y –
sobre todo– disfrutemos de sus creaciones. No creo que se pueda decir lo mismo
respecto a lo que ocurrió en los años setenta con nuestra literatura.
Creo que una de las claves de que aquellas novelas y cuentos, aquella literatura
en general, no tuviera demasiados vuelos –salvo honrosísimas excepciones–, se
puede encontrar en el hecho de que muchos de estos escritores habían
sucumbido al panfleto ganados por el signo de sus tiempos (los factores externos
e internos que mencioné párrafos arriba), de tal manera que se encontraban
entrampados por deudas políticas o más simplemente, habían confundido su
vocación, a la que encararon con pereza y sin motivaciones. Pese a ello, la
literatura de Perú ya se encontraba altamente politizada, sobre todo en las páginas
de los escritores más jóvenes de aquella generación. Aquella fue la época de la
literatura politizada y no de la literatura política.
La magnífica antología que reseña Cox refleja que la generación que abordó con
mayor prolijidad aquel tema fue la de los escritores nacidos entre 1944 y 1961.
Según el estudio de Cox, estos narradores constituyen el 34 por 100 de todos los
escritores que han publicado ficción narrativa sobre la violencia política. Las cifras
aportadas son elocuentes: aquella producción constituye el 48 por 100 de los
cuentos y el 29 por 100 de las novelas escritas en esos años.
Pero algo más cambió en aquella década. Fue Abraham Valdelomar, un soberbio
–en todo el sentido de la palabra– escritor de a principios del siglo XX que dijo
aquello de que Perú era Lima, Lima el jirón de la Unión, el jirón de la Unión el
Palais Concert, y el Palais Concert él, para demostrar la pequeñez y el
provincianismo del país, y esa frase llena de pedantería y desenfado podría
describir una parábola y modificarse un poco para explicar hasta qué punto Perú
es un país centralizado, como una estrella densa y colapsada en su núcleo: la
literatura peruana transcurre en Lima, y la literatura limeña transcurre en
Miraflores, el coqueto distrito de clase media donde se han ambientado tantas
novelas y cuentos. Y eso precisamente fue lo que cambió durante la época de la
violencia terrorista y la corrupción del Estado.
Esto se debió, afirma Cox, al creciente interés por lo que ocurría en nuestra sierra,
encapsulada casi en otro tiempo respecto a Lima y a las dos o tres ciudades que
en Perú pueden tomar con propiedad ese nombre; gracias también a los
concursos literarios de prestigio y al riesgo de algunas pequeñas y casi heroicas
editoriales que decidieron apostar por esta nueva literatura de sesgo político y
andino, creada fuera de la capital. Esta situación configuraba un cuadro literario
que desplazaba paulatinamente su centro de atención hacia el sur y el centro del
país, precisamente allí donde más atacaba el terrorismo y menos se advertía la
presencia del Estado. Cito nuevamente: «se puede llegar a la conclusión que los
del sur y del centro del país han dedicado más de sus producción narrativa a la
violencia política que los del norte o los de Lima y Callao».
Una nueva casta de escritores que ya no escribían sólo de Lima o desde Lima y
mucho menos sobre Miraflores o desde Miraflores: escritores surgidos como el
imperativo de tiempos acaso más terribles y surgidos de las regiones más
castigadas del país empezaba a publicar, a ser conocidos, a ser leídos y
reseñadas sus novelas y sus cuentos donde latía la presencia terrorista, la
violencia brutal y la ignominia del Estado, por otra parte, un tema prácticamente
omnipresente en la literatura peruana, como apunta Maruja Barrig en su
interesantísimo estudio «La ley es la ley: la justicia en la literatura peruana».
CODA
Imagino que nada peor le puede ocurrir a la literatura que subordinarse a las
exigencias de otros imperativos y sin embargo todo parece influenciarla. Quizá por
eso la literatura peruana de aquellos años –la buena literatura de aquellos años–
tiene esa belleza crepuscular y sombría que nos recuerda a la de un retablo
cuzqueño.