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El género oculto en contextos de violencia interpersonal.

Apuntes para el estudio de las relaciones de género en el Puerto Rico


de principios de siglo XX

Dra. Yolanda López Figueroa


Universidad del Este
Carolina Puerto Rico

Uno de los aspectos más complicados del análisis de la violencia consiste en


definirla. Es considerada por algunos como una conducta que produce daños físicos o
mentales, otros como un acto brutal perpetrado por individuos “enfermos”, repulsivos o
genéticamente propensos a ella. Los sectores de la comunidad médica la catalogan
como el resultado de uno o varios factores combinados como desbalances químicos,
niveles altos de testosterona, alteraciones en el lóbulo frontal. También, señalan otros,
es explicable debido a efectos de drogas auto-inducidas, de dietas, síndrome fetal
alcohólico, traumas de guerra o eventos de estrés (Vázquez Rosado, 2009).
No en pese a la validez de estos argumentos, es necesario puntualizar que el
origen la violencia no se circunscribe exclusivamente a razonamientos de corte biológico
o psicológico. Históricamente las sociedades han dependido de su uso, del perpetuar la
relación entre el líder y los seguidores de sumisión y obediencia, para garantizar la
subsistencia grupal o individual (McNeill, 2007). Así, se han creado y defendido
imperios, fronteras, comunidades, hogares y personas. Lo cierto es que la violencia ha
estado determinada por siglos de civilización y por lo que debe ser vista como un
fenómeno íntimamente relacionado al entorno cultural y las relaciones sociales en él
generadas que juegan un papel importante en la construcción de jerarquías y nociones
de poder. La teoría aprendizaje social propone que “la violencia es una conducta
aprendida” y aunque pueda existir una cierta propensión genética en nosotros a ser
violentos, tiene más peso el “superorganismo de la cultura” como un mecanismo que
enseña, sostiene, justifica y hasta convierte la violencia en un hecho en “inevitable”
(Ursua, 2007, p. 286).
Hoy, sin embargo, vengo a mostrarle cómo el estudio de la violencia desde
historia, adscribiéndole una perspectiva de género me ha permitido tener una visión
diferente, que considero más completa, de la vida de hombres y mujeres de la región

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noreste de Puerto Rico durante las primeras décadas del siglo XX. Este periodo se
considera como uno de los más violentos por la alta incidencia delictiva y criminal en la
historia puertorriqueña. Las tasas de asesinatos, homicidios y agresiones superan a las
de años recientes. Las de asesinatos y homicidios ascendieron de 2.7 en el 1919, a 21.4
en el 1935 y en el 1942 a 27.3; en comparación a las reportadas para el 2006 cuando
se contabilizó en 18.8. Se reportaron unas 480 agresiones y el número de arrestos
equivalía a 1 de cada 10 habitantes en la Isla (Lobato y Rivera, 2012, pp. 2-10). Se
contabilizan también las tasas más altas muerte por causas de accidentes, suicidios y
homicidios (llamados muertes por causas violentas) tanto en hombres y como mujeres
en el período comprendido entre 1931 a 1967 (Rivera de Morales, 1969).
Al tratar de explicar este fenómeno afloran razones de corte económico, como la
Depresión de 1930, que trajo como consecuencia desempleo, hambre y miseria y generó
un sinnúmero de huelgas y protestas sindicales y ciudadanas, el azote de los huracanes
San Felipe en el 1928 y San Ciprián en el 1932 y la violencia institucionalizada con sus
manifestaciones como el fraude electoral y la violencia política dirigida fundamentalmente
hacia el liderato y los miembros del Partido Nacionalista. Sin dejar de considerar
meritorias esas explicaciones, en esta ocasión resalto otro tipo de violencia, la llamada
la violencia interpersonal, especialmente la desarrollada entre hombres y mujeres, que
surge como resultado de siglos de aculturación en el que las relaciones sociales
generadas, en especial las de género, juegan un papel importante en la construcción de
jerarquías y nociones de poder. Recordemos, como señala Torres Falcón, que en todo
acto de violencia hay una negación de la humanidad del otro que niega el afecto y la
compasión. Así esta violencia se entrona en una dinámica de conflicto en la que los y
las participantes ocupan posiciones generalmente asimétricas ejerciéndose contra quien
se considera está en una posición de inferioridad (2001, pp. 45-47). La inferioridad, el
sometimiento y la desvalorización de un grupo social tan heterogéneo en términos de
clase, raza, etnia y nacionalidad como el de las mujeres, no se han dado en un vacío y
están íntimamente ligados al desarrollo cognoscitivo disciplinario y ulteriormente a una
visión patriarcal. Esta visión, según Lerner, implica que los hombres tienen el poder en
todas las instituciones importantes de la sociedad y que se priva a las mujeres de
acceder a él. Con ella se justifica y se acepta la dominación de las mujeres de todas las

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edades y clases sociales por los hombres de su hogar, comunidad o grupo social, al
considerar que el poder es exclusivo de ellos (1990, pp.311-316).

La propuesta que hoy les presento entrecruza el análisis histórico de la violencia


inscribiendo la categoría de género y plantea que la violencia sucedida específicamente
en la década de 1930 también se debió a la existencia de mecanismos de control social
que perpetuaban las conductas de género patriarcales y a la elaboración de códigos de
honor que sustentaban los estereotipos de género. Los datos encontrados luego del
análisis de las fuentes primarias revelan las inconsistencias entre el discurso de género
dominante y las conductas ejecutadas por hombres y mujeres en esas épocas.
Al examinar el discurso de género de principios siglo XX en los medios de
comunicación comercial y dentro el sistema de enseñanza público puertorriqueño (López
Figueroa, 1991 y 1998) encontré las expectativas de comportamiento y laborales, los
modelos estéticos y las conductas ideales asignadas a hombres y mujeres. El mensaje
transmitido en ambos era uno genéricamente diferenciador que insistía en la pasividad,
el decoro, la subordinación, sumisión, moralidad y enajenación para las mujeres
mientras, a los hombres se les pedía que fueran activos, dominantes, retadores, un tanto
amorales y que ejercieran a toda su dominio en los espacios públicos y privados. La labor
primordial de las mujeres era ser madre y esposa, con escasa participación ciudadana,
pues no apoyaba su participación política a través del voto y la participación laboral debía
estar a tono con su función maternal, así que solo era bien vista la mujer que trabajara
en profesiones docentes o de asistencia social como enfermeras. Sin embargo, como
historiadora, lo que verdaderamente me interesa es conocer cómo vivían hombres y
mujeres, cómo ellos y ellas se interrelacionaban.
Así, el decodificar esos mensajes no me bastaba porque en los estereotipos de
género dominante me encontraba con visiones plana de seres humanos, agrupados en
torno a una serie de códigos normativos que los hacían dicotómico, del que sólo algunos
y algunas se desviaban. Códigos que elevaban lo masculino a posiciones de dominio y
a lo femenino lo caracterizaba como dominado, sumiso y muchas veces cómplices de la
cultura patriarcal. Sin embargo, cuando examino a hombres y mujeres “relacionándose”
en contextos familiares y comunales, los vemos desviándose de esos estereotipos, lo
que llamo el género oculto o la verdadera cara del género y que no suele expresarse en

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los discursos que han defendido la diferenciación de conductas, espacios y hasta
saberes para hombres y mujeres.
Esta investigación tiene como marco geográfico la región noreste de Puerto Rico,
en particular los pueblos de Carolina y Loíza y utilizamos como fuente primaria
fundamental los Libros de novedades de la Policía producidos en los cuarteles policíacos
de ambos municipios a finales de la década de 1920 y durante toda la década de 1930.
Al indagar fuentes sobre la fundación de Carolina encontramos que se constituye como
pueblo en el 1857 cuando del pueblo de Trujillo Bajo obtiene los territorios más
productivos localizados al oeste del Río Grande de Loíza. Crece con la adquisición de
los territorios tras del disuelto San Mateo de Cangrejos, en el 1862 y a la declaración de
quiebra de Trujillo Bajo, en el 1873 (Toro, 1992, pp. 39-49).
Las referencias más antiguas de Loíza, por otra parte, datan de los inicios de la
colonización española en la primera década del siglo XVI cuando varios compañeros del
colonizador Ponce de León se establecieron en las márgenes del río Cayrabón, hoy Río
Grande de Loíza, en el territorio dominado por la cacica Yaiyza. En el 1513 Taínos
procedentes de la Isla de Vieques, bajo el mando del cacique Cacimar, intentaron
recuperar el territorio rebautizado como Boca de Loíza; sería atacado nuevamente en el
1581. En 1690 el gobernador Gaspar de Arredondo y Valle lleva a cabo las primeras
iniciativas para convertirlo en villa y en el 1719 se le reconoce como partido.
(Unglerleider, 2000, pp. 36-39). Durante el transcurrir de los siglos se asentaron negros
libres y cimarrones, esclavos trabajadores de las haciendas y libertos luego de la
abolición en el siglo XIX en el territorio, especialmente en las regiones de Medianía Alta
y Medianía Baja, ubicadas ambas en tierras arenosas de la costa. (Mauleón, 1974, pp.
18-19). Este patrón demográfico le pone a la cabeza en cuanto a población negra en la
Isla y va diferenciándole social y culturalmente de otros pueblos.
La economía de los pueblos estuvo íntimamente ligada a la industria de la caña.
En el caso de Loíza ya para el siglo XVI la región contaba ya con tres ingenios
azucareros, llegando a representar la principal actividad económica durante la primera
mitad del siglo XIX que abarcaba el uso de entre el 31% y el 45% de su territorio. Además
se cultivaban cocos, frutos menores y se dependía de la pesca para el consumo interno
(Mauleón, p.42). Por otro lado, para la década de 1870 habían establecidas en Carolina

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unas 15 haciendas azucareras y cinco de ellas contaban con tecnología basada en el
uso de vapor para mover sus trapiches (Toro, pp. 62-64).
El panorama económico toma caminos diferentes a la llegada del siglo XX. Ahora,
bajo la soberanía política de Estados Unidos, surge un proyecto económico que da
énfasis a la industria azucarera sobre otros productos agrícolas caracterizado por la
sustitución de haciendas, ingenios y alambiques a modernas centrales controladas por
corporaciones de capital extranjero que acapararon las tierras de los pequeños y
medianos agricultores. Por este proceso pasaron las centrales más productivas de
Carolina: la central Victoria y la Buena Vista. La ganadería, dedicada específicamente a
la producción de leche, fue el segundo renglón económico de importancia que se generó
en la región.
Loíza por su parte no gozó de esa bonanza económica debido a la acción de
grupos de hacendados que presionaron al gobierno central para moviera la capitalidad
municipal a Canóvanas, un antiguo barrio de Loíza. Según la ordenanza del 30 de
noviembre de 1909 el cambio se debió a la ubicación geográfica del centro de Loíza,
delimitada literalmente por aguas por el río Grande de Loíza el oeste, varios canales por
el sur, el río Herrera por el este y el Atlántico por el norte, la falta de puerto y la lejanía
que había a las carreteras principales que la “aislaba sin comercio ni mercado en los que
cotizar sus frutos” (Rivera, 1974. P. 26). La nueva jefatura municipal se ubicó en
Canóvanas para darle más accesibilidad vía carretera a las industrias azucareras y a los
negocios de otro tipo a San Juan, capital y centro económico más importante de la Isla.
Con ello los terrenos más fértiles con los que contaba Loíza pasan a formar parte del
distrito azucarero de Canóvanas que incluía a ocho plantaciones de la Loíza Sugar
Company, dueña de la Central Canóvanas y que constituía el 81.7% de las cuerdas de
caña cultivadas en la región (Uttely,1937, p. 17). Este proceso, que se extendió hasta
1960, unido a la dificultad de desplazamiento llevó a la población de Loíza, oficialmente
conocida como Loíza Aldea, a hundirse más en un proceso de aguda pobreza económica
y de aislamiento social-cultural y económico.
En 1930 las ya frágiles condiciones económicas isleñas se agudizaron con la
depresión la cual es considerada como un catalítico que aceleró una crisis económica
que desde años antes se venía gestando que se caracterizó por un alto y creciente

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desempleo, bajos ingresos, aumento precios de todo tipo de artículos, empobrecimiento
de los sectores trabajadores y enriquecimiento de los compañías contraladas por capital
ausentita, especialmente en el sector azucarero, una alta dependencia en el comercio y
dependencia estructural en la agricultura de exportación (Dietz, 2002, pp. 153-154).
Estas condiciones contribuyeron a un paulatino cambio en los patrones laborales en
ambas regiones en el que sobresale la incorporación al trabajo asalariado de todos los
miembros de la familia pobre. Así, mujeres, niños y niñas comienzan a “buscárselas”
tejiendo encajes y bordando, empleándose en la industria de la aguja en talleres (Uttley,
p.71), en el servicio doméstico y tareas marginales como la fabricación y venta carbón,
la venta por las calles de dulces, la caza de jueyes (Picó, 2003, pp. 126-129). Esta
situación contribuyó a que mujeres y niñas pusieran su vida en peligro y se convirtieran
en víctimas de violencia. Se reportaron casos de raptos de niñas, tan jóvenes como de
ocho años, que fueron “puestas” por sus padres en casas de los más pudientes como
empleadas domésticas. En 1938 Estefanía Torres, de 12 años, fue víctima de agresión
e intento de violación a manos de Julio Machicote mientras trabajaba como sirvienta en
la casa de Mercedes Tirado. Cuando Estefanía se negó a los “requerimientos sexuales”
de Machicote, él le hirió con un cuchillo y se dio a la fuga ((Fondo Policía de Puerto Rico
(FPPR), Carolina, abril, 1938, pp. 187-188).

Ejemplos como esos es imperativo discutir un tema recurrente dentro del estudio
de la violencia, la violación, la que junto a otras formas de violencia sexual, como
seducción e intentos de violación, fueron muy frecuentes en la época y llegaron a
constituir durante la década de estudio el 5% y el 6% de todos los crímenes reportados
en Carolina y Loíza respectivamente. El artículo 255 del Código Penal de Puerto Rico de
1902 establecía que la violación se cometía “yaciendo con una mujer que no fuera la
propia” y si la mujer: tenía menos de catorce años, padecía de demencia o incapacidad
mental que le incapacitaría consentir, estuviese impedida físicamente o tuviese daños
corporales que le imposibilitaran oponer resistencia, si al oponer resistencia fuera
vencida por fuerza o violencia, si “no tuviese conciencia de su naturaleza” o si se le
hiciera pensar (por treta o simulación) que el violador era su marido (Puerto Rico, 1902,
pp. 63-64). Pero realmente la violación es muchísimo más, es un acto de violencia física
y/o psíquica para llevar a cabo una conducta sexual no deseada por la víctima (Sabucedo

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y San Martín, 2007, p.21) que está cargada de un alto contenido simbólico de género
que busca el sometimiento erótico de la mujer.
En los intentos de violación y las violaciones a menores, hechos frecuentemente
reportados, vemos algunas dinámicas. Primero, el de la violencia hacia la servidumbre,
fenómeno que ha no sido estudiado a profundidad en la historiografía de Puerto Rico.
Este tipo de violencia obliga a ampliar la definición de la violencia doméstica a una que
abarque la dada entre personas sin vínculo sanguíneo como la ocurrida entre patrones
y servidumbre. Este tipo de violencia está relacionada también a ideas de poder
masculino entrelazando nociones de superioridad socio-económica.
Segundo, la denuncia policiaca de los casos de violación a menores por parte de
los padres de la víctima nos muestran las ramificaciones de un acto, con claras
repercusiones a la salud física y emocional de la víctima, pero que a la vez mancha la
honra de la víctima y la de toda su familia. Vemos así la permanencia de un ideario en
el que los hombres de la casa los llamados a restituir la honra de la víctima para subsanar
la honra de la familia, y en última instancia, la suya como jefe de familia a través de
múltiples mecanismos que iban desde encarcelación, la agresión y hasta asesinato del
violador. Convirtiéndose así la violación en motivación de más violencia. En algunos
casos se exigió, tanto por la familia como por las autoridades judiciales, la restitución de
la honra a través del matrimonio.
Tercero, los múltiples casos de violación, especialmente en Loíza, ponen de
manifestó también el hecho de la erotización del cuerpo de la menor como un fenómeno
que tiene raíces históricas y no producto exclusivamente de la cultura de finales de siglo
XX. Muestra además lo inseguro de espacios comunales de aquel entonces en donde
niñas y jóvenes fueron violadas o tratadas de violar no sólo cuando trabajaban en casas
particulares, sino de camino a la escuela, comprando el mandado de la casa y buscando
leña. El 29 de mayo de 1938 en Carolina, mientras Aida, niña de 10 años, veía un juego
de pelota y un desconocido le convenció, ofreciéndole 25 centavos, para ir a un cañaveral
cercano. No se produjo la violación gracias a la intervención de un vecino que alcanzó
a ver el hecho desde lejos. A María, de ocho años, la intentaron violar el 25 de septiembre
de 1935 mientras llevaba almuerzo a sus hermanas en un camino del Barrio Trujillo Bajo.
Carmen Ciuro fue raptada al salir de una tienda en el barrio Hato Puerco de Loíza y

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violada en un cafetal por dos hombres residentes en el mismo pueblo (FPPR, Loíza,
diciembre 1935, pp. 116-118). Sobre todo, muestra la vulnerabilidad y la poca seguridad
que muchas niñas y hasta infantes sufrieron en sus propias casas cuando fueron violadas
por padres y abuelos.

Si a las niñas se les erotizaba a las mujeres se les culpabiliza. Contrario a los
casos anteriores, la legislación de la época requería que cuando las mujeres mayores de
20 años denunciaban violación o intento de violación debía constarse por la víctima su
“pureza” y buena “su reputación”, probar que existió penetración y se descarta el hecho
de la violación de la mujer casada por su esposo, porque sólo se aplica para las mujeres
solteras. Esta definición de violación desde el punto de vista penal no se ajustaba a la
realidad de la época y se deja entrever una concepción del cuerpo femenino totalmente
erotizado y a su vez generador de maldad y pecado y que admite la posibilidad de que
la violación o el intento de violación fuesen provocados por la misma víctima.

La situación económica-sociocultural contribuyó también a que mujeres pobres de


estos dos municipios generarán diversas “formas de conseguir dinero” que eran
penalizadas por la ley. Encontramos múltiples casos de arresto a mujeres de Loíza, como
Celestina Matos (FPPR, Loíza, abril, 1928, p.141) que subsistían a través de la
producción y venta de licor clandestino en sus casas acusadas bajo la ley de prohibición
y más entrada la década por la ley de bebidas municipal. En Carolina por su parte,
resaltan más los casos de arresto a mujeres por violar la orden municipal que regulaba
la estancia de “mujeres de vida alegre en la vía pública”. Se señala que las prostitutas
María Cedeño, María Luisa Beltrán, le pagaban 50 centavos a Aniceto Castro cada vez
que utilizaban su prostíbulo, localizado en la Calle Unión de Carolina, para llevar a cabo
sus negocios (FPPR, Carolina, junio 1930, p. 89). La misma Cedeño junto con Rosa
Rodríguez, y Margarita Rojas Caraballo son mencionadas como “mujeres de mala vida”
llegadas a Carolina desde distintos pueblos Isla y que prestaban sus servicios en la casa
de Aniceto (FPPR, mayo 1930, pp. 17-18). Interesante es el hecho de que a pesar de
tener datos de la existencia de prostitutas en Loíza (PPR, diciembre, 1935, pp. 98-99),
no se reportara ningún arresto policíaco de ese tipo en la municipalidad durante el
periodo estudiado.

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Las prostitutas estuvieron expuestas a diversos tipos de abusos por parte de sus
clientes, empleadores y policías y envueltas constantemente en otros conflictos que
acabaron en disputas con otras mujeres y en órdenes de arresto por parte de la policía.
A nivel simbólico, la prostituta es el ejemplo más común de la mujer mala, la transgresora
y la que es vista por la ideología patriarcal únicamente como aquella que sólo tiene
relaciones y participa de actividades de la prostitución. Al contrario de otras actividades
laborales, la de las prostitutas se le considera más como un modo de vida malo y
pecaminoso que una forma de lograr ingresos. Pero ellas también deben ser vistas como
mujeres que no necesitaron de hombres para mantenerse, a las que la crisis económica
o la falta de educación las llevaron a mantenerse y defenderse por cuenta propia o a
establecer lazos de solidaridad para protegerse y en esos actos de protección intervino
muchas veces la violencia.

Las prostitutas sobresalen del estereotipo mujeril de pasividad, virtud y recato,


pero ellas no fueron las únicas mujeres agresoras. En ambos municipios se reportaron
mujeres cometiendo delitos contra hombres y contra otras mujeres de alteración a la paz,
agresión, agresión grave, portación de arma y asesinato. Unas fueron arrestadas por
embriaguez, deambular e iniciar peleas; otras, alteraron la paz de sus vecinos, estuvieron
armadas y agredieron hasta con los dientes a quienes las provocaban. En 1933 Juana
Carrasquillo, residente en Hato Puerco, fue arrestada por acometer y agredir a Félix
Rivera con un machete (FPPR, Loíza, agosto 1933, pp. 67-68). En Carolina, Aurelia
Meléndez fue denunciada porque en medio de una pelea con Pedro Aquino le atacó con
una navaja “gem” y ocasionándole heridas en el pecho y el lado izquierdo de la cara
(FPPR, marzo, 1939, p.150). Natividad Arzuaga, del barrio Germán Arriba de Loíza, fue
arrestada por asesinar a su esposo Félix Marín con un machete. Señala el reporte que
ella lo sorprendió en su propia casa con Concepción Rivera y “le tiró una daga con la que
le partió el cuello” (FPPR, Loíza, 1934, pp. 240-241). La trigueña de 33 años, Rosaura
Alvarado Cruz disparó con un revolver a Juan Bautista Guzmán en la ingle izquierda
(FPPR, Loíza, junio, 1936, p. 223).

Los datos nos ofrecen otra cara sobre las relaciones de pareja cuando
encontramos cifras sobresalientes en ambos municipios de casos de parejas que en

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medio de sus discusiones fueron arrestados por alteración a la paz. Aunque
desconocemos las motivaciones de muchos de esos actos, es interesante el hecho de
que esos conflictos de parejas no estaban restringidos al ámbito del hogar y que se
produjeron mayormente las calles de las barriadas. Se hace así menos patente la línea
que demarca los espacios y las acciones que tradicionalmente han sido considerados
públicos y privados al encontrar estas parejas teniendo como escenario la calle y como
espectadores a sus vecinos. Ya para esta época el centro del pueblo era, tanto un centro
de actividad económico-laboral y un lugar de reunión entretenimiento; que en el caso de
Carolina ya contaba con iluminación eléctrica y cine. Se celebraban bailes en la plaza
de recreo, llegaba el circo, había verbenas, fiestas patronales, el carnaval, las fiestas de
Navidades, había cafetines, fondas y restaurantes y no olvidemos los prostíbulos. Las
actividades que en esos lugares se llevaron a cabo promovían constante reunión e
interrelación de diferentes tipos de personas en las que muchas veces circulaba el
alcohol, convirtiéndose también en espacios de conflicto y la violencia.

Por otro lado, la persistencia de estos casos desmitifica la idea de que los ámbitos
de acción de las mujeres estaban exclusivamente en entornos privados como la ideología
dominante de la época nos transmitía. La aceptación de ese ideario de honor femenino,
que buscaba exigir su decoro y el pudor, pudo haber sido cierto para mujeres de clases
sociales privilegiadas pero no para estas mujeres quienes por su condición, necesidad o
por pura opción circulaban con relativa facilidad en lo público evidenciando una conexión
laxa entre un comportamiento socialmente aceptado y la realidad.

Si el mito de la mujer frágil se quiebra, el del caballero gentil no existe. En mis


hallazgos sobresalen los casos de acometimiento y agresiones graves llevadas a cabo
por hombres a mujeres siendo esos el 76% en Carolina y 64% en Loíza de todos los
casos de acometimientos y agresiones graves reportados por la policía en sus libros. El
código penal definía como acometimiento y agresión aquellos delitos contra la persona
en los que existía la tentativa de daño físico y el empleo voluntario ilegal de la fuerza o
violencia y catalogaba por como agresión grave aquélla capaz de producir grave daño
personal (Puerto Rico, 1902, p. 578). El hecho de que la agresión fuera producida por
un hombre sobre una mujer era motivo suficiente para que fuese considerara como

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agresión grave Los agresores utilizaron diversas formas para agredirlas, sobresaliendo
el uso de golpes usando los puños, heridas con machete, sables, navajas barberas y otro
tipo de armas cortantes, pedazos de hierros.

En los casos en los que se utilizaron armas de fuego ya se catalogaba como


tentativa de asesinato. La motivación de muchos de estos ataques fueron casi siempre
los desaires amorosos a hombres, como se ve en el caso de mutilación de Adela Rivera
Ruiz a manos de Carmelo Encarnación. Él había enviado varias cartas a Adela, una
mujer casada, en las que le “requería sus amores” pero que se negaba a recibir. Como
respuesta a su negativa, Carmelo aprovechó el viaje del esposo de la mujer para
agredirla brutalmente (FPPR, Carolina, noviembre 1935, pp. 37-38). Juan Otero en
arranque de celos, tras enterarse que su ex-amante, Mercedes Santana, vivía con otro
hombre le hizo 5 disparó que le causaron herida en la frente (FPPR, Loíza, marzo 1937,
pp. 191-192). Ambos casos demuestran la vigencia de un código de honor masculino
muy violento que dependía estrechamente de la conducta de sus mujeres (madres, hijas,
esposas o amantes) y en cual hasta la mera sospecha de mal comportamiento o
infidelidad de ella ponían su masculinidad en riesgo ante los ojos de los demás. Como
señala Taylor, al describir el honor español, “La única respuesta apropiada de un acto
deshonorable es la violencia” (2008, p. 24).

Las denuncias de esposas y amantes contra sus parejas por casos de agresión
no fueron frecuentes, pero estamos en la plena seguridad que la cantidad real
sobrepasaba la encontrada. Persistía la idea de que este tipo de conflictos era de índole
privada, que el ejercer el poder de forma violenta es prerrogativa del marido y que “eso
es problema marido y mujer” que no amerita la intervención de terceros. Recordemos
que nos encontramos en un momento histórico cuando el término violencia doméstica o
violencia por concepto de género, no existía dentro de la legislación y los códigos
puertorriqueños. Ni siquiera se enunciaba como un problema real dentro discurso de los
grupos feministas, quienes estaban más preocupadas por la reivindicación sufragista, la
igualdad en los centros laborales y el acceso educativo para las mujeres. Con este
panorama no es muy difícil pensar que muchas mujeres consideraran de poca utilidad el
recurrir ante las autoridades policiacas para detener a sus esposos agresores.

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Cuando se reportaron, los oficiales policiacos lo tomaban con cierta ligereza y en
algunos casos se mostraban renuentes a interceder en el conflicto. Los casos de
Teodosia, Sara y Georgina que siguen esos patrones descritos. El 21 de octubre de
1931 Pío Walker denunció a su yerno Domingo Román por agredir gravemente a su hija
Teodosia Walker de bofetadas en la cara y producirle contusiones fuertes en la espalda
con un sable. Los hechos ocurrieron en la casa de Pío, en el barrio Martín González,
donde Teodosia se había refugiado (FPPP, Carolina, 1931, pp. 74-75). En el hecho,
Domingo también agrede a su suegro y es precisamente este el motivo del arresto del
hombre y no la golpiza brutal que le propinó a su esposa. (FPPP, Carolina, 1931, p. 76).
El 19 de abril de 1935 se presentó al cuartel Sara Encarnación con golpes y contusiones
fuertes en la cara, el labio superior y ambos ojos, fue agredida por su esposo Juan Peña,
quien borracho la emprendió contra ella luego de una discusión. El guardia Hipólito
Rivera, quien tomó la denuncia, informó a Sara que fuera el lunes ante el juez municipal
para que “jurara denuncia si ella lo deseaba” (FPPP, Carolina, 1935, p. 6). Georgina
Rivera, residente en el Ensanche, informó, en octubre del 1935, que su esposo Bautista
Hernández le había agredido con los puños en su cuerpo y el mismo guardia Rivera le
dice que fuera ella ante la corte municipal para que ella denunciara a su esposo (FPPP,
Carolina, 1935, p. 266).

Las reacciones policiacas más rápidas las vemos en los casos de asesinatos de
mujeres. No se reportaron asesinatos de mujeres en Loíza y en Carolina se reportaron
7, dos de los cuales se catalogaron como involuntarios, los restantes 5 fueron llevados a
cabo por maridos, novios o amantes. A estos le podemos sumar la cantidad de 7 intentos
de asesinatos y dos mujeres que se encontraron muertas y que se desconocía la
identidad de sus asesinos. En tres de los siete de esos asesinatos, los asesinos, atados
sentimentalmente con la víctima, cometieron suicidios luego de matarlas, como el caso
de María Victoria e Inocencio. En septiembre de 1935 el policía Inocencio Arroyo disparó
con su arma de reglamento tres veces contra su esposa María Victoria Walker. Victoria
estaba separada de Inocencio, ella residía en un cuarto de una casa-hotel del pueblo y
él en Río Piedras. Ese día Inocencio llegó desde Río Piedras a las 8:00 p.m. y luego de
visitar varias amistades, se dirigió a ver a su esposa, a quien encontró reunida con
familiares. Durante algún momento de la tertulia le “requirió” a María Victoria se fuera a

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vivir con él a Río Piedras y al ella negarse rotundamente le hirió de balazos en el brazo
derecho, el vientre y el pecho. Más tarde la mujer moriría en el Hospital Municipal de Río
Piedras a causa de esas heridas. Luego del homicidio, Arroyo cruzó la Plaza del pueblo
de Carolina en la Calle Ignacio Arzuaga se disparó en la sien derecha, muriendo más
tarde en el hospital de Río Piedras (FPPP, Carolina, 1935, pp. 274-275).

Los casos de homicidios-suicidios entre parejas, llamados para la época crímenes


de pasión, tienden a atribuírseles a la a la pérdida del “control racional” y a la
desintegración social producto de la atomización de la vida urbana moderna. Pero
además deben ser vistos como la última forma de limpieza del honor masculino, como
ejemplo superlativo de castigo a la mujer por su acto de transgresión de los códigos
vergüenza. Recordemos que honor se relaciona con una experiencia de humillación y
vergüenza. Está presente en el acto de humillar y avergonzar públicamente a quien
humilla y avergüenza; es un acto ligado estrechamente a la reputación en el que es
esencial es la confirmación social de la limpieza del honor, en este caso el asesinato de
la transgresora.

El homicidio-asesinato de María Victoria e Inocencio muestra a una mujer que se


niega a continuar la relación bajo los términos establecidos por su pareja, reta su
autoridad al separarse y le desafía nuevamente al negarse a ir a vivir a otro pueblo.
Pero en esta segunda ocasión la transgresión ocurre al frente de testigos. No olvidemos
que los requerimientos de Inocencio se dan en medio de una reunión en la que están
presentes sus parientes políticos, quienes confirman no sólo la transgresión de María,
sino la incapacidad de Inocencio, un policía, de controlar a su esposa y sus asuntos
domésticos. La conducta de María no sólo le laceró el honor como hombre-esposo, sino
como hombre-agente del orden público. En una cultura que el estereotipo femenino era
definido por la pasividad, el dominio y abnegación, mujeres asertivas y combativas como
ésta, son un reto para cualquier hombre. Se esperaba que fueran ellos los que
controlaran, porque ningún “buen hombre” podía aguantar el ser conocido como “el
sentado en el baúl”, el dominado del barrio. Esta humillación pública se convierte en un
agente catalítico que muchas veces llevó a la violencia al homicidio de mujeres porque
como lo expresa la cultura del honor, “no hay respeto personal sin el respeto de los otros”.

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En el código de honor cualquier conducta que llevara al mero cuestionamiento de
la reputación moral de la mujer era producto de castigo. Las fuentes examinadas nos
muestran que la gran mayoría de los asesinatos de las mujeres medió un acto que retaba
transgredían códigos femeninos de recato y vergüenza y los miembros de la comunidad
tienen constancia del acto. Un ejemplo lo vemos en la muerte de Fabriano Jiménez y
María Luisa Marcano. De acuerdo al informe, María Luisa estaba disgustada con
Fabriano y se fue a la casa de una amiga donde celebraban un baile sin notificarle al
novio, he aquí la transgresión. Al día siguiente, tras lo que pareció ser una reconciliación,
salieron de paseo en auto y horas más tardes fueron encontrados los dos muertos, ella
con un orificio de bala en la sien derecha y él con un disparo de con entrada por la boca
(FPPP, Carolina, 1936, pp. 227-229).

En 1938, María Rivera recibió una brutal golpiza a manos de su esposo, Mateo
Reyes, su suegra Agustina Reyes, su cuñada María Pérez Reyes y Rosa Mercado
González, amiga de la víctima. Los golpes fueron de tal magnitud que acabaron con la
vida de María Guadalupe (FPPP, Carolina, pp. 77-79). Ella estaba se separada de Mateo
y tenía puesta una demanda de divorcio en la corte de distrito de San Juan. El incidente
comienza cuando María Guadalupe mujer interrumpe a Mateo mientras él estaba
bailando con otra mujer en un baile público en la plaza de recreo. Luego de los insultos
que ambos se propinaron, ella abandona el lugar y él la sigue hasta la calle José de
Diego donde tuvo lugar la mortal golpiza. Interesante es notar como en este caso las
mujeres de la familia se hacen cómplices de la defensa del honor del hombre.

Durante esta época circulaba en periódicos y revista de la Isla una columna


llamada El correo de Dorothy Dix, escrita por una de las columnistas más populares de
la época, Elizabeth Merither Gilmer. Se estima que esa columna fue leída por más de
60 millones de personas en 273 periódicos y revistas alrededor del mundo (Block, 1940,
pp. 249-250). Gilmer contestaban preguntas que le enviaban sobre diferentes problemas
y otras veces exponía, a manera de editorial, su parecer sobre determinados problemas
que consideraba de interés para las mujeres, así sus temas variabas desde problemas
sentimentales a conflictos con los padres, hijos, vecinos. Muchos de sus artículos
trataron el tema del noviazgo y del matrimonio. El correo Dorothy Dix es un ejemplo

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mediático que pudo haber sido muy importante en el intento de difusión de una ideología
de género simplista, clasemediera y tradicionalista aun para los parámetros de aquel
entonces. Para Dix el matrimonio era la máxima realización femenina y la meta última
de toda relación amorosa. Su ideología era: la mujer debía sobrellevar estoicamente
todas las dificultades de la vida matrimonial, ser abnegada, sacrificada, mantenida y fiel;
y el hombre todo lo contrario. Si tomamos como punto de referencia este discurso
mediático de género, la visión del matrimonio colapsa con lo que visto en Carolina y
Loíza. No queremos sugerir que la violencia y el crimen era la realidad de todos los
matrimonios y parejas, pero lo que patentizan los datos es la existencia de relaciones de
pareja muy conflictivas.

Es necesario abandonar la idea de atribuir a la violencia de esta época


exclusivamente a causas de tipo económicas, a los de clase de clase o a la violencia
institucionalizada. La violencia de la década de 1930 se debió también a la existencia
de mecanismos de control social basados en la intención de perpetuar unas conductas
de género y a la elaboración de códigos de honor que sustentaban los estereotipos
genéricos. La violencia estaba en el centro laboral, en las relaciones obrero-patronales,
pero estaba también en el día a día, en la cotidianidad, en la familia y así sobrepasaron
las esferas de lo consideramos público y privado; para trasladarse de las fronteras de la
casa, a la calle, la barriada a la plaza. El uso de la violencia como mecanismo para el
análisis social me permitió encontrar a protagonistas que se apartan de las visiones
arquetípicas que con tanto ahínco la cultura dominante se empeñaba en transmitir. Nos
alejamos así de discursos planos que proyectaban imágenes incompletas, para
encontrarnos con seres de carne y hueso con sujetos históricos complejos con
identidades complejas y supimos que el hecho del salirse de esos moldes ideológicos
era por sí solo un motivo de conflictos.

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