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La cuestión de la “helenización” de los Setenta (408-

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Hoy escribe Antonio Piñero

Como ye he indicado, la traducción del Antiguo Testamento del hebreo al griego no sólo creó un libro
que se podía usar en las ceremonias religiosas, o como norma jurídica de una comunidad política
(griego políteuma) dentro de otra, sino que fue también la base para un nuevo despertar de la
teología judía dentro de un ámbito cultural nuevo, e hizo posible que los fermentos para una
renovación de diversos temas religiosos, ya presentes en ocasiones en la tradición de Israel, se
desarrollaran dentro de los horizontes de la cultura y religiosidad del helenismo.

Téngase en cuenta que la "teoría" y práctica de la traducción en ciertos sectores de la Antigüedad


era muy curiosa para una mentalidad moderna. Si se trataba de una versión por escrito, se tendía a la
literalidad servil; pero si tratada de una versión oral (como en la sinagoga, se hacían pequeñas
paráfrasis o, en caso, omisiones. Estos dos fenómenos, bien estudiados, nos dan la pista de la
mentalidad teológica subyacente de quien parafrasea u omite. Y, finalmente, a veces la versión escrita
podía contaminarse de esta tendencia a la acomodación y actualización. Esto es precisamente lo que
ocurre a menudo en los Setenta.

En este sentido los LXX son el testimonio más preclaro de la helenización del judaísmo.
Gracias a la terminología abstracta del griego, los contenidos bíblicos pudieron presentarse con una
nueva luz y, a la inversa, el nuevo texto griego bíblico comenzó a ampliar y transformar el mundo de
las nociones abstractas griegas de cuantos con él se familiarizaban.

Precisamente por ello es importante plantearse la cuestión de si este fenómeno de la traducción de la


Biblia hebrea al griego representó una cierta acomodación, o no a veces, sino un rechazo, a la
mentalidad de la lengua receptora, la helénica. Si la contestación es positiva, hay que preguntarse en
qué grado se llevó a cabo esta “helenización”.

Responder a estas preguntas no es en absoluto tarea fácil, pues definir el grado de helenización de un
libro bíblico, ya sea una traducción del hebreo, ya haya sido compuesto originalmente en griego, es
bastante complicado:

“No siempre se puede distinguir lo que pertenece a unas técnicas concretas de traducción y está
condicionado por las diversas estructuras de las dos lenguas, de las modificaciones que se deben a las
exigencias teológicas del traductor” (N. Fernández Marcos, Introducción a las versiones griegas
de la Biblia, Editorial del Consejo Superior de Investigaciones científicas, Madrid, 1979; 2ª edic.
1989, 304.

Recientemente tienden algunos investigadores a opinar que la posible “helenización” de los Setenta es
una mera cuestión formal: la expresión es griega, se argumenta, pero el contenido no ha variado,
sigue siendo hebreo; es tan profundamente judío que lo único que importa es la consideración de los
LXX no como una versión de unos textos transida de espíritu griego, sino como eslabón entre la
revelación del Antiguo Testamento en su lengua original por una parte y el testimonio del Nuevo
Testamento por otra.

Pero esta perspectiva no es propia de una historia de la literatura. Por ello, no es conveniente dejar de
lado la cuestión de la posible influencia de la mentalidad transmitida por la lengua helénica en el
moldeamiento de la mentalidad propia de la versión de un corpus de escritos que fue tan
trascendental para muchas personas.

Tal influjo pudo darse por el simple hecho de que se trata de una traslación entre lenguas muy
dispares. Traducir es una empresa casi imposible si se procura una perfección absoluta, y
especialmente lo es el paso de una lengua semita a otra indoeuropea, como ya lo notó en su momento
(132 a.C.) el nieto de Ben Sira al confeccionar la versión al griego de la obra de su abuelo compuesta
en hebreo (Eclesiástico, Prólogo, 20).

Los vocablos de esos dos sistemas de comprensión del mundo tan distintos, el hebreo y el griego, casi
nunca conllevan la misma constelación semántica, por lo que las palabras de la Escritura hebrea al
trasladarse al griego perdieron una serie de asociaciones y en parte ganaron otras, mientras que —al
mismo tiempo— los términos griegos utilizados en la traducción pudieron adquirir algo del valor de las
palabras hebreas que representan.

Esta afirmación no significa, sin embargo, caer aquí en las exageraciones de algunos (por ejemplo, T.
Boman) cuando contrastan de manera implacable las dos maneras de pensar, la hebrea y la griega,
estableciendo la casi imposibilidad de un puente entre ambas, por lo que la traducción necesariamente
implicaría una “desviación”..., en este caso “helenización” en sentido peyorativo. Tal postura es
exagerada. La versión de un sistema lingüístico a otro es siempre posible, porque lo que se traducen
son conceptos no palabras. Aunque en ciertos casos alcanzar un grado notable de satisfacción con ese
trabajo sea mucho más difícil que en otros. En el caso del hebreo al griego esa dificultad es un acicate
para estudiar qué posibles alteraciones, y en qué sentido, se produjeron.

Es preciso insistir en una observación importante. La versión de los LXX no puede considerarse de una
manera simplista como una mera traducción de un texto hebreo siempre firmemente fijado e
igual al que se posee hoy día. Cualquier persona mínimamente introducida en este tema señalaría en
seguida que esta consideración sería una superficialidad y un dislate. El texto hebreo en la época
no era fijo, sino fluido.

Cuando el texto de los LXX y el hebreo que hoy suele imprimirse son discordantes, no siempre nos
encontramos con una “desviación” o un “error” de traducción de los LXX, sino que en muchos casos se
trata de la versión correcta por parte de los anónimos traductores de una base hebrea distinta a la
nuestra. Y esto es en verdad sensacional. Los recientes descubrimientos de los Manuscritos del Mar
Muerto, con sus múltiples libros bíblicos hebreos que presentan un texto bastante diferente del que
luego sería canonizado y que coincide en muchos casos con el hebreo que subyace a los LXX, son un
perenne aviso de que el valor de Septuaginta no es siempre el de enmendar o corregir el texto
hebreo que hoy leemos, o de que la versión griega es un monumento a la incompetencia de los
traductores antiguos, sino el testigo de un texto hebreo diferente.

Así pues, en síntesis: aunque en algunos casos sean detectables ciertas deficiencias técnicas de los
traductores, los LXX son ante todo, por una parte, un testimonio de un texto hebreo diverso, en
muchos casos más antiguo y por lo menos tan venerable como el actual; y por otra, la representación
de unas tradiciones teológicas peculiares propias del mundo de los traductores.

Se ha argumentado, a propósito de las variaciones, o supresiones de pasajes, que muestran los LXX,
por ejemplo en los libros de los Reyes (en el sentido de los LXX, que son cuatro: 1 2 Samuel; 1 2
Reyes = "1 2 3 4 Reyes") que la traducción griega pretendía expresamente eliminar ante los ojos de
los griegos ciertos pasajes comprometidos en los que el pueblo elegido salía malparado. Pero no
convence esta razón, ya que todas las supresiones de este estilo no responden a una lógica
apologética consistente de este tenor. Más bien parece necesario admitir que las variaciones son por
otro motivo --texto diferente, recensión diversa--más que por un afán apologético.

Todas estas cuestiones son hoy del máximo interés y más para quienes estamos acometiendo la tarea
de hacer una Biblia al español (La Biblia de San Millán; proyecto de cinco/seis años) que tenga
en cuenta, en las notas, las variantes más importantes de los LXX, de modo que los lectores sean
conscientes de que el texto de la Biblia en el siglo I era más fluido de lo que parece. Pasará por lo
menos un siglo hasta que se "fije el texto" (es decir que se haga una edición crítica de las diferentes y
posibles recensiones) que tenemos hoy a la vista.

En realidad estamos en un momento importante, pero todavía perplejos.

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